77777777777777777777777777777777777 LAS 7 DIFERENCIAS Estoy en el metro; se va a cortar. —Popular. Como ver una cara de gato en el morro de los coches. —Sobre la inteligencia (2005), Jeff Hawkings & Sandra Blakeslee. 77777777777777777777777777777777777
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ero un día las letras del periódico se vuelven hormigas. A Constantino Izquierdo le pasó. De pronto, era incapaz de leer nada más pequeño que los titulares de Irak o la publicidad de BMW. Naturalmente la manía de hacer los crucigramas se truncaba para siempre. Y como los sudokus son inhumanos, y Calvin & Hobbes parecía aún más incomprensible que los jeroglíficos (¿qué significa una gran M con unas tijeras?), nada más le quedaba dibujar círculos azules a Las 7 diferencias. Guardaba los bolis de Banesto, los de Mapfre, Gas Natural, y también los de cuando iba a donar sangre. Más de una noche la pasaba dando vueltas en la cama como si no hubiera digerido bien el táper que su hija le había llevado al mediodía, o como si aún estuviera en la terraza del vecino oyendo cantar a toda la colección de jilgueros. ¿Los cambios le quitaban el sueño? Quizás. En la escalera hacían obras para un ascensor más grande. Los perros de los vecinos se perdían y aparecían carteles en los semáforos. Hasta que no se le echaba encima no distinguía el número del autobús. La información del tiempo la daban aprendices sin nombre de Tomàs Molina. No llovía. Su hija empezaba a hablarle una octava más grave mientras vaciaba los platos en la basura o mientras le leía las cartas de Hacienda. Ahora, sin mirarle a los ojos, podía decirle cosas como: —Papa, mañana vas a revisarte la vista. Y él obedecía. ¿Cómo discutir con una niña a la que has puesto el nombre de Consuelo pero que al final todos han acabado llamando Cuca? Una hija teñida de caoba (era rubita) que se te ha ido de las manos. Los médicos (a parte de ser cada día más jóvenes y más mujeres) competían para atender a los pacientes en tiempo récord. Si no era así, por lo menos, era la sensación
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que transmitían. Cuando Izquierdo le dio la mano a la oftalmóloga para despedirse trató de poner más fuerza que en el momento de entrar en la consulta. Malas noticias: tras robarle el hábito de leer el periódico, también le retiraban el carnet de conducir... Al final se consoló pensando que el coche esperaba en el parking protegido con una lona gris y que, de todos modos, gran parte de las noticias importantes le llegaban por la tele o a través de Consuelo: —Papa, ¿me escuchas? —Sí, la banda de Latin Kings... —Pues eso —dijo Consuelo—. Se ve que de noche conducen por Barcelona con los faros quitados. Si te cruzas con ellos y les haces señas para que los enciendan te siguen hasta casa y te dan una paliza... Papa, ¿me escuchas? Pero él no respondió, se escapó a la cocina para asegurarse que ella hubiera apagado el fluorescente. —¿Papa, qué te pasa? —Venderé el Renault. —Muy bien. Yo te cuelgo el anuncio en internet. Quizás era mejor que ya no condujera, pensaba. Vete a saber si se le cruzaba algún pequeño y no lo esquivaba a tiempo. O si se le cruzaba algún pequeño y directamente no lo veía. —Apúntame toda la información del coche —dijo ella consultando el reloj—. ¿Tienes tápers para devolverme? Le llegaba la hora de encerrarse en el despacho y decidir en nombre de sus clientes qué cortinas casan mejor con su comedor, o qué lienzo se ajusta al burdeos de los mármoles... Dejaría a Izquierdo solo, echándose una siestecilla. Antes de salir Consuelo recogió la bolsa con botellas y potes de vidrio que le barraba el paso. Con una mano cogió un moflete de su padre y el otro lo dejó libre para darle un beso. —¡Muac! —o más bien, ¡chuac!, sonó como cuando encajas el pestillo de seguridad de la puerta. Nunca soñaba durante las siestas porque no las alargaba más allá de los veinte minutos. Pero esta vez a Izquierdo lo importunó un sueño (su nieta estaba sentada en el mismo sofá donde él ahora dormía y un gato que se colaba por la ventana le saltaba encima y le rayaba la cara de un zarpazo. Salía un hilo de sangre. Izquierdo no podía impedirlo porque no estaba incluido en el sueño; más bien se lo miraba de lejos). Al despertar se quitó aquella mala sensación del cuerpo con un caramelo de miel y, de la cabeza, autorregañándose porque llegaba tarde. Todo lo rápido que pudo se fue a buscar a la niña a la salida de música y la llevó al parque, donde ella lo fue a buscar a él para mostrarle qué había encontrado: cerca del tobogán había una cucaracha gigante (correteaba moviendo las antenas). Hizo que la niña se alejara y jugara, mejor, en los columpios mientras TWISTANSCHAUUNG — Las 7 diferencias
él escuchaba a las madres y abuelas discutir las aptitudes de la socorrista gordita de la piscina. Pasada una hora regresaban, de la mano, hacia casa. Distraídos por la coreografía que se organiza en el barrio media hora antes de cerrar las tiendas. Izquierdo se fijó en un mulato con bigote: salía del colmado paquistaní del chaflán para entrar en un New Beetle que lo esperaba con los warnings marcando un ritmo sencillo. La niña lo imitó a su manera: —Tic-tac, tic-tac... Y doblada la esquina dijo: —Aquel coche tenía cara de gato. Desgracias que suceden en la otra punta del mundo, mientras uno está sacando el atún de la lata o llorando con la cebolla. Era el tema: —Le toca el premio a mi compañera —explicaba Consuelo a Izquierdo—. Pero ella ya estuvo en Tailandia. Así que le dice a su hermano y a la cuñada que les regala el viaje. Se van en su lugar. Y entonces pasa lo del tsunami... —¿Cómo está tu compañera? —preguntó él. ¿Qué más podía decir? —Te lo puedes imaginar. Consuelo se levantó de la mesa y le cayó la servilleta del regazo. Acercó el melón y un cuchillo grande: —¿Cómo has encontrado el lomo? —Perfecto. —No sé si lo has notado, papa... Te estoy poniendo cada día una pizca menos de sal. Al final, habremos aprendido a comer sin gota de sal. Perfecto. A Izquierdo no le costó confiar que tal cosa fuera posible. Se imaginaba con facilidad saliendo a pasear sin sal. Llegando el día en que pagaría las facturas sin sal. Cambiando de canal sin sal. Esperando el bus sin sal. La tensión perfectamente nivelada, para no tener disgustos. Llevando flores al cementerio sin sal, también. Consuelo se fue, e Izquierdo se echó menos de diez minutos, adaptándose como si nada a los ángulos rectos del sofá (una habilidad que otorgan los años). Ya con la niña, y de camino al parque, se cruzó con un New Beetle que llevaba la música a toda hostia. La niña no paraba de parlotear de una función de teatro sobre sirenas que, en realidad, no existia porque era un juego que tenía con las amigas, o algo parecido que Izquierdo no acabó de entender. —¿Qué has comido? ¿Lengua? —No —meditó la respuesta—. Judías, patata y hamburguesa. —¿Quieres un helado? —¡Sí! Izquierdo creyó conveniente hablar en nombre de 14
Consuelo, ya que no estaba presente: —De hielo, no. —Pero yayo... —se lamentó ella. Demasiado dramática para conmoverlo. Izquierdo prefirió fijarse en el corte de pelo que la niña estrenaba (flequillo recto, dos trenzas), y jugar a adivinar en qué película se habría basado Consuelo para elegirlo. Siempre tomaba como modelo de cocinas, fundas de sofá, vestuario, hombres... aquello que la enamoraba en la pantalla. El piso de Consuelo, sin ir más lejos, estaba decorado como el rancho mexicano de una peli con óscars cuyo título Izquierdo nunca lograría retener. Sabía que aparecía aquel actor con apellido italiano... Al llegar con la niña a casa, encontraron a Consuelo royendo un boli y pasando las páginas de una revista lo bastante rápido como para hacer ruidos desagradables (como una estantería derruyéndose por el peso de los libros) y ponerse nerviosa a sí misma. —Ahora estoy por vosotros —dijo mientras marcaba la esquina de la hoja—. ¿Puedes llenar la bañera, papa? En vez de responder, Izquierdo hizo lo que le pedían. Y mientras el chorro de agua picaba con fuerza fue a por el periódico (su hija estaba suscrita). Para hojearlo, y esperando que subiera el nivel del agua, se sentó en la taza del váter. Como siempre la niña ya había señalado Las 7 diferencias a la hora del desayuno. Nada de círculos. La niña dibujaba crucecillas. Cerró el grifo. Desde el salón, la voz de Consuelo zigzagueó esquivando el ficus del pasillo hasta el baño: —¡Quédate a cenar, papa! Lógicamente, aceptó la invitación. La niña en bragas le sonreía. Y más tarde se sentaban los tres. Coliflor con bechamel. Pendientes de la cháchara de la niña sobre bulldogs franceses, compañeros de clase que se comían las costras, y botas de agua color rojo... Consuelo la interrumpió: —Mañana hazme memoria. Que llame a los de los cristales. —Sí, mama. Izquierdo no se habituaba al idioma adulto con qué Consuelo se dirigía a su hija. Era una cuestión de tono e intención más que de elección de palabras. Cuando le decía: —Pon la mesa. En realidad sonaba a: —Nos tenemos que ayudar la una a la otra. Somos mujeres. Debemos ser pragmáticas. Ésto no supone renunciar al afecto. Pero tenemos que ser funcionales y eficientes. Independientes. Tú sí que me entiendes, etc. No se acostumbraba a ver a su nieta haciendo equilibrios entre el mundo infantil y el otro. Hacia las diez, Consuelo le pagó un taxi a Izquierdo para la vuelta a casa. —Que sí —ya había marcado el número de teléfono—. Que és más rápido y cómodo. TWISTANSCHAUUNG — Las 7 diferencias
Él escuchaba fragmentos de las conversaciones de los vecinos (una pareja joven, sin niños): —No preguntes —decía el chico—. Si en el fondo no lo quieres saber... Entonces, Izquierdo se preguntaba si a él también se le oía al detenerse en la terracilla de la lavadora y decirse: —¿Qué he venido a buscar? O cuando se quedaba a medio marcar un teléfono y soltaba: —Madre mía. Esta vez le ocurrió delante del botiquín del lavabo. Con todas las medicinas mirándolo y levantando la mano para ser las elegidas, Izquierdo se sintió perdido un par de segundos bien largos... —Ah, sí —recordó—. Las gotas. No eran ni las cinco y él ya estaba con los ojos llorosos y encajado apaciblemente en el sofá. Los viernes no iba a recoger a la niña. En momentos así la forma idónea para relajarse es encantarse con los movimientos de la cortina. Ondeaban más de lo normal, por el efecto de las gotas. Lo despertó el teléfono: —Al final tengo que ver al arquitecto —Consuelo—. Por favor, recógeme a la niña. Sale a y media.
Pero prefería ir con calma entre el gentío. Más que nada por su nieta. Ahora cantaba: —Humpty Dumpty sit on a wall... Poco a poco, Izquierdo la fue dejando de oir. Sentía en primer plano el chumba-chumba de las tiendas o los colores chillones del buzón y unos carteles del Gran Circo Mundial. Encontró que la mujer que compraba lotería le sonaba, y después lo sorprendió una zapatería nueva al otro lado del semáforo. Leyó con esfuerzo: ZAPATERÍA EL GATO CON BOTAS. Así perdió de vista a la niña dos segundos, cuando aún no debían cruzar la calle. Comentarios a
[email protected] 17 de septiembre de 2008. V3 1
Se acababa septiembre y por la tarde el sol aún deslumbraba. A la niña ya le pareció bien que fuera Izquierdo quien la esperara en la puerta de la academia con una ensaimada: —Hello, grandpa. —Hello, boniato. —Pink, yellow, blue, red —iba cantando—... green. —Merienda. Y con la boca llena dijo: —Ha dicho la mama que un sábado me acompañarás al Tibidabo. —¿Sí? —tenía sus dudas. Los reflejos fallaban. ¿Acaso no desaparecían niños en los parques de atracciones por culpa de adultos irresponsables? Parecía que el mundo conspirara para que Izquierdo cometiera un error definitivo y así descartarlo. Inevitablemente acabaron en el parque, donde las acacias brillaban por los rayos de sol bajo. Izquierdo contó los días que faltaban para que refrescara y las urracas del parque comenzaran a volar en grupo tras las bellotas y los culos de bocatas envueltos en papel de plata. Como uno de los niños que jugaba por allí recibió un buen pelotazo, decidió irse hacia la casa de Consuelo. Los viernes, a la hora en que empieza el fin de semana, el barrio se anima. Parecía que los coches jugaran a dar vueltas a la misma manzana y que los peatones tuvieran claro hacia donde iban. Izquierdo no era de aquellos viejos que caminan temiendo que los jóvenes (que andan excesivamente rápido) les hagan caerse al suelo. 15
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