Vivir, morir, sobrevivir Carlos Castilla del Pino La palabra vida tiene dos acepciones fundamentales: una, que el ser humano, en tanto que organismo, posee unas condiciones tales que le permiten crecer, desarrollarse y permanecer vivo hasta que por envejecimiento, enfermedad o traumatismo esas condiciones fallen y sobrevenga la muerte. Esta es la vida biológica. La otra acepción corresponde al hecho de que mientras se está biológicamente vivo, el organismo soporta a la persona, al sujeto, que lleva a cabo actuaciones a solas o en sus relaciones con los demás que le definen y le identifican como sujeto social. El conjunto de estas actuaciones constituye la vida biográfica. La vida biológica, el vivir, es condición sin la cual no es posible la vida biográfica, la personal, la que nos define, la propia de cada cual. Con otras palabras: la vida biológica hace posible ‐esa es su función‐ nuestra vida social, lo que se denomina nuestra biografía. Ahora bien, vivir sucede al margen del sujeto, como proceso exclusivo del organismo. Vivimos sin tener que reconocernos en todo momento que estamos vivos ni hacer expresamente nada específico por "seguir viviendo". Sólo cuando estamos enfermos o heridos o tenemos hambre o sed el organismo se impone, hace "acto de presencia" y reclama su atención ante la eventualidad de perder la vida. ¿En qué medida nuestra biografía se afecta ante la realidad ineludible de que un día más o menos lejano se interrumpirá porque hemos de morir? Con otras palabras: ¿en qué medida la conciencia del morir está presente en los vivos durante su vivir? Filósofos, místicos y ascetas han llamado la atención acerca de que la vida biológica transcurre marginada para el
sujeto, que ocupado en hacer su vida biográfica olvida el rango decisivo que para esa vida posee la vida biológica. El ser humano vive en la práctica como si no tuviera que morir, como si ese inevitable trance de morir no fuera con él. La vida humana como empresa desarrollada a lo largo de siglos y que constituye nuestro pasado histórico no hubiera sido ni seguiría siendo posible si no se diera en cada ser humano la instancia a vivir ajena a la realidad de su muerte. Todo ser humano, salvo excepciones, se comporta como un adicto al vivir. No hace falta que la vida de uno sea un puro goce; el mero vivir lo es. Es el "apego" a la vida que criticaban los místicos, deseosos de ser llamados cuanto antes por Dios para vivir otra forma de vida y además eterna; pero estos son excepciones. El gran historiador Gibbon nos advierte –uno más entre miles‐ que "avanzamos imperceptiblemente de la juventud a la vejez sin observar el cambio gradual, pero incesante, de los asuntos humanos". La adicción al vivir se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas, en el rechazo a morir cualesquiera sean las condiciones biológicas y/o sociales. El número de suicidas, pese al incremento experimentado en los últimos decenios, es incomparablemente pequeño al lado de los que fallecen de muerte natural. Es interesante la frase del gran Durkheim, el primero que se ocupó seriamente del tema del suicidio: "la miseria protege del suicidio", porque las peores condiciones de vida incluso incrementan la adicción al vivir. Otra, en la construcción puramente fantástica de una vida ulterior, de "otra vida", cuya propiedad fundamental es la de ser eterna. Otra, en fin, en la instancia a sobrevivimos en el recuerdo de los demás. Se vive, mientras se vive, como si nuestra muerte no nos pudiera acontecer, pero a la vez poniendo los medios para, de una o de otra forma, permanecer "aquí". Se trata de una fantasía de negación de una realidad: que hemos de morir. Sin esta adicción al vivir no sería posible esa forma de vida colectiva que denominamos historia. La negación de la muerte es un proceso que me interesa especialmente. Muchas veces coincide con sujetos que han tenido antes unas expectativas angustiosas ante la muerte. Pero otras veces no es así, sino
que tienen miedo a morir/se porque imaginan lo angustioso que debe ser el morir. La negación de la muerte no es más que el reverso formal de la "presencia de la muerte". O sea, la forma negativa de afirmar esta presencia, como ocurre muchas veces con el miedoso, que afirma su temor justamente con la risa que dice provocarle aquello que teme. La psicología experimental ha confirmado la dinámica de este proceso de negación de lo que se teme o desagrada. Hace muchos años, McGinnies demostró experimentalmente lo que llamó defensa perceptual (perceptual defense). Si en una serie de presentaciones de palabras el sujeto reconoce las gratas y las neutras, aquellas que, intercaladas a las anteriores, se le proyectan y le resultan desagradables o no son leídas o no son ni siquiera reconocidas, y piden que se las proyecten de nuevo. Pero reconocen ‐¿cómo no?‐ que les han sido proyectadas. Es lo que ocurre con el hecho de morir: nadie niega que ha de morir, pero la mayoría vive como si el morir no fuera con él. Toda vida es un proyecto que necesita tiempo para realizarse. La vida es un constante quehacer, orientado no sólo a las actuaciones inmediatas que la realidad demanda, sino a las futuras, las que han de constituir nuestra vida. El proyecto guía, aun sin ultimar, la vida de cada cual, y por añadidura define al sujeto que es, es decir, quiénes somos. Este proyecto es compatible con otros de menor relevancia, en todo caso circunstanciales. Ese proyecto de ser, esa biografía que esperamos lograr se basa en una facultad formidable que poseemos los seres humanos: la imaginación. Lo imaginado se puede hacer realidad. Y como todavía no lo es sólo cabe pensarlo de antemano, proyectarlo. Ese pensamiento estructurado, escalonado respecto del orden de lo que vamos a hacer para llegar a ser y lograr al fin la identidad imaginada es otra manera de definir el proyecto de vida. Los proyectos biográficos son siempre realizables, si no, no lo son. Por eso se denominan reísticos (M. Bleuler). La manera de culminar hasta donde sea posible ese proyecto es marginando el hecho de que puede ser bruscamente interrumpido por la enfermedad y la muerte. Porque el proyecto constituye el vivir de cada
cual y a esa tarea se entrega con más o menos fruición. Ahora bien, la posibilidad de hacerse realidad es lo que diferencia el proyecto biográfico de, por decirlo así, sus sucedáneos: los proyectos fantaseados, irreales, desreísticos, construidos siempre con mayor perfección que los imaginados (que no dependen sólo de nosotros). Estos proyectos irreales son posibles merced a otra facultad, la fantasía, que en ocasiones se identifica erróneamente con la imaginación. La fantasía no genera proyectos para la realidad.Imaginamos lo que hemos de hacer; fantaseamos lo que desearíamos hacer y nunca haremos porque no es factible. Al fantasear se soslaya la realidad objetiva hasta el punto de marginarla y hasta borrarla. Así ocurre con un acontecimiento que aun no ha ocurrido pero que necesariamente ha de ocurrir: con nuestra muerte. Todos hemos de morir. Vivimos, no obstante, como si nuestra muerte, no la de ningún otro, no hubiera de acaecer. Y cuando el hecho de morirnos se torna insoslayable fantaseamos con sobrevivir. Sobrevivir es una fantasía. Sobrevivir es seguir viviendo con los demás y los demás con nosotros, aunque de otra forma, la única posible: a saber en su memoria, en su recuerdo. De hecho hay algo de cierto en el origen de esta forma de fantasía. Cuando alguien muere sigue viviendo en la memoria de los otros, como lo hizo constar Jorge Manrique en la última copla dedicada a la memoria de su padre. Así con tal entender, todos sentidos humanos olvidados, cercado de su mujer y de hijos y de hermanos y criados, dio el alma a quien se la dio, el cual la ponga en el cielo
y en su gloria; y aunque la vida murió nos dexó harto consuelo su memoria Se vive en los demás mientras se le recuerda. Cuando nadie le recuerde entonces se puede decir que ha muerto definitivamente. Wiesenthal nos refiere que en el cementerio inglés de Capri hay una lápida con un reloj de sol y una cita de Mazzini escrita en inglés. Dice así: "No existe la muerte, sino sólo el olvido". No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. El recuerdo después de la muerte de aquel que vivió entrenosotros es un requerimiento implícito para los vivos. Por esoen muchas ocasiones tiene rango de autoexigencia. No se haconcebido de esta manera la ceremonia del luto (hoy en desuso), pero el luto fue una obligación que se ha vivido social e individualmente como signo inequívoco de recuerdo del difunto, como exteriorización del duelo por la muerte del familiar. Duelo que gradualmente se puede ir superando, al mismo tiempo que el luto se "alivia". La expresión es muy justa. El duelo refleja el obligado recuerdo del finado y se ostentaba mediante el obligado luto. El "alivio" del luto coincidía con el del duelo. El luto, pues, cumplía cuando menos estos dos cometidos: por una parte, a modo de una obediencia al difunto ("te recuerdo"); por otra, un mandato social ("le recuerdo"). Como la fantasía es omnipotente (en su campo puramente mental), la creencia en nuestra propia supervivencia carece de límites, más allá de ninguna lógica. La vida "eterna" es una de esas fantasías de omnipotencia, una fantasía constitutiva de una mayoría de los seres humanos, alimentada y mantenida porque es lo único que puede consolar a los que no aceptan la fugacidad del recuerdo, la desaparición total. Hay otras formas más realistas de perennidad. La obra que se hizo, la
lápida que nos nombra, la fotografía o la escultura que reproduce nuestra imagen, los objetos que nos pertenecieron. Aunque nada de esto la garantiza. Con frecuencia lo que queda de alguien, si algo queda, es tan sólo un nombre en algún lugar perdido, desconocido para quienes pasan por allí. Pero la fantasía ha vuelto a cumplir su función salvífica de perennidad. Vivir permanentemente no es posible, pero sobrevivimos tal vez: esa es la fantasía que nos sirve de consuelo.