Pintar el Museo Ángel Luís Pérez Villén Una de los actividades que se amparan en la celebración del 150 aniversario de la creación del Museo de Bellas Artes de Córdoba es esta exposición que presentamos, por esta razón ha sido concebida como una muestra que revierte sus posibles logros en la propia institución. Pero las fórmulas para llevar a cabo propósitos como el anterior son múltiples y de diferente calado, desde las que se limitan a ensalzar las bondades del organismo, las que se repliegan a los intereses de los participantes, las que palidecen ante la recalcitrante intransigencia académica de sus organizadores, o aquellas otras que asumen el riesgo implícito en toda aventura creativa y se proponen profundizar en la identidad de la entidad ‐en este caso nuestro museo‐ que de poseerla debe trascender en alguna medida en el resultado final. Sin duda esta es la metodología aplicada en Pintar el Museo. Quiere esto decir que al margen de la consideración de las obras expuestas, lo que nos brinda esta muestra es la posibilidad de contrastar cómo la pintura puede aún resultar un medio predso y precioso de acercarse a la realidad inmediata, a la fisicidad de nuestro museo, pero también objetivar dicho contacto y abstraer sus consecuencias para equilibrar la experiencia artística con lo que la institución representa, con su cuerpo teórico. En la definición del proyecto hemos colaborado Fuensanta García de la Torre, José María Palencia Cerezo y Alfonso Blanco López de Lerma ‐directora, conservador y restaurador del museo respectivamente‐ y el autor de estas líneas, procurando en todo momento establecer un cauce de dialogo, lo mas amplio y fructífero posible, entre las obras expuestas y el museo. Desde un principio fuimos conscientes de nuestras limitaciones, tanto las que asumen la parcialidad de toda intervención que se integra en el ámbito de las apreciaciones artísticas, las referidas a aspectos exclusivamente económicos, así como las derivadas del espacio físico en que se inscribe el proyecto y aunque no estábamos por plantear una convocatoria abierta, nos hubiera gustado engrosar la lista de artistas
participantes, dando entrada a autores consolidados y que gozan de un reconocimiento generalizado, así como a otros que con toda seguridad habrían sabido responder con entusiasmo y rigor a la iniciativa. De la nómina inicial, compuesta por artistas locales ‐nacidos o residentes en Cordoba‐ no llegaron a comprometerse finalmente Pepe Espaliú y Rafael Navarro. Espaliú fallece antes de poder tomar cartas en el asunto y Rafael Navarro declina la invitación a participar en la exposición. Así los artistas integrantes de la exposición son: Femando Baena, José María Baez, José María Córdoba, José Duarte, José María García Parody, Julia Hidalgo, Jacinto Lara, Moisés Moreno, Rita Rutkoswky y Antonio Villatoro. Pero antes de pasar a comentar cómo se establece ese diálogo al que nos referimos considero conveniente una breve disgresión que nos oriente y sitúe en el contexto en que se mueve la exposición y para ello debemos recapitular algunas de las vicisitudes por las que han pasado los museos en los útimos años. No se trata de alabar o cuestionar el modelo museístico, sino de repasar superficialmente las diferentes brechas en el debate abierto que aun mantienen nuestros museos. La institución museística ha recibido numerosas criticas que nos obligan a reflexionen sobre la viabilidad o validez de los principios sobre los que se asienta. Ya en el siglo pasado un autor tan poco sospechoso de querer enturbiar la teoría museológica, como es el caso de Flaubert, postula en su novela inconclusa Bouvard y Pécuchet, la incongruencia de la pretensión del museo de dotar de significado preciso a la ingente heterogeneidad de las manifestaciones, descontextualizadas de sus orígenes y fragmentadas en su integridad estructural (1). Un siglo más tarde André Malraux en el Museo sin paredes toma la iniciativa y replantea el discurso en sentido inverso, diluyendo y negando la heterogeneidad mediante su reconversión en una referencia sintáctica predeterminada que desemboca en la categoría de estilo. Este a su vez pasa a formar parte de una instancia global superior que aniquila cualquier atisbo de diferencia al ser transformado y sustituido por su reproducción fotográfica en el museo propuesto. Entre ambos momentos y planteamientos adquiere peso la opinión de que el museo es una instancia legitimadora y como tal sus defensores justifican los argumentos en beneficio de la Historia, una categoría superior a la que se subrogan todos los productos culturales. Por el
contrario sus detractores toman la consideración que para los románticos tenía el museo como iglesia estética y denuncian la artificial sublimación que la institución otorga a lo que conserva y muestra. A medio camino se sitúan quienes reconocen y valoran los orígenes modernos del museo, criticando a los esencialistas románticos, pero apoyando el discurso didáctico al que se debe la institución. Es en los años sesenta cuando el museo sufre su mayor ataque por parte de teóricos y artistas. Se le acusa de preservar los valores del capitalismo, de fomentar un arte caduco que no consigue contactar con el público, de amortajar toda manifestación artística y de desvirtuar los intereses particulares de los creadores. Pero esta crisis del museo se inserta en la que sufre la práctica artística contemporánea: el arte como valor de cambio como objeto de culto y por lo tonto voluntariamente distanciado de su público, deja de tener predicamento en estos años y en su lugar emergen otro tipo de actuaciones que intentan estable cer ese vínculo perdido. En primer lugar deberíamos hablar de la creación de ambientes como el anticipo de las instalaciones de décadas posteriores. La performance, que se caracteriza por la mediación directa del artista en su faceta creativa ante el público. El happening, en el que interviene no sólo el autor y sus colaboradores sino el espectador, que de forma efectiva participa en la transformación plástica del espacio en que se desarrolla la actividad. De esta forma el arte se convierte en una experiencia vital, efímera y fungible, no comercilizable y por tanto alternativa al mercado artístico. Un caso paradigmático es el de la violoncellista Charlotte Moorman, que crea a comienzos de los sesenta el Festival de Vanguardia de Nueva York, en cuyo contexto pasan a relacionarse todos los eventos artísticos alternativos de aquellos años, tanto los nacidos a la sombra del grupo Fluxus, como los que de forma particular se sumaron a la experiencia de un arte nuevo, democrático, sin fronteras ni pautas represivas, un arte sin el talante sacralizador de las manifestaciones que pasaban a cobijarse bajo el paraguas del mercado o el templo museístico. Los Festivales de Vanguardia de Nueva York, que se celebraron entre 1963 y 1980, ocupando diferentes emplazamientos, reunieron entre otros a artistas como Christo, Nam June Paik, John Cage, Georges Maciunas,
Yoko Ono, Alian Kaprow, Stockhausen, Várese, Josep Beuys, etc. (2)... El norteamericano Henry Fiynt, activista y artista Fluxus protagoniza en 1963 una campaña de manifestaciones y actividades que pretenden poner en evidencia las contradicciones del arte de vanguardia y más concretamente proponer la abolición de las salas de concierto y los museos, entre ellos el Moma y el Metropolitan Museum (3). En el contexto europeo el frente más crítico lo protagoniza el situacionismo, un movimiento de carácter interdisciplinar que nació a finales de los cincuenta, pero que es durante los sesenta cuando se configura como alternativa, un movimiento que como Fluxus parece recuperar la fuerza combativa del dada, el activismo revolucionario del surrealismo radical y el extrañamiento generalizado del individuo que integra la sociedad capitalista. Guy Debord, principal instigador situacionista, promovía acciones desestabilizadoras del orden social, económico, político y moral como único método de acercarse a la realidad, por otra parte siempre puesta en entredicho en la poética del movimiento. Manifestaciones como el land‐art intervienen directamente en la naturaleza, entendida como objeto y medio artístico, como soporte en el que actuar artísticamente in situ mediante una transformación determinada con elementos naturales o artificíales. Este talante, que podría ser calificado de ecológico y/o alternativo, amplía el horizonte físico y sensible de la intervención artística, centrada hasta entonces en galerías y museos, Por otra parte el mail‐art no necesita de espacio para exponerse porque su naturaleza le identifica con una manifestación intimista, que a su vez puede ser objeto de una difusión masificada. Con todo ello se potencia el carácter efímero de la creación artística, que de esta forma rehuye tanto su consagración museable como su mercantilización. Pero lo cierto es que los artistas ‐al menos gran parte de ellos‐ después de experimentar con nuevos medios de expresión, de plantearse su finalidad como creadores, de abrir su experiencia plástica a otros intereses y compromisos, tuvieron que pactar con las galerías e intentar rentabilizar su trabajo. El caso más espectacular, aunque no podamos olvidar que en él se dan cita la arrogancia dadcrista, la catarsis de la acción y el body art si se quiere, es el del italiano Piero Manzoni y su Mierda de artista, comercializada a través de galerías de arte.
En la actualidad el museo, así como las galerías, están en disposición de asumir muchos de los proyectos que nacieron a la sombra del proceso reflexivo y voluntariamente marginal que vivió el cute en los años sesenta y setenta. La institución museística, que se debe a historiar los sucesos artísticos mas relevantes de una época determinada y las galerías, que no desaprovechan la menor ocasión para rentabilizar su gestión, amén de la tolerancia de los artistas, han hecho posible que la situación planteada hace más de veinte años invierta sus términos. Así al menos parece desprenderse de la opinión de Francesc Torres, artista multimedia, para quien el museo constituye el foro más horizontal y democrático de que disponemos para apreciar y leer la obra de arte (4). Sin embargo, los museos de arte se pueden definir metafóricamente (en su conjunto) como el diccionario de los valores artísticos, en el sentido de que lo que no está presente en ellos no es Arte, o todavía no los es oficialmente (5). Esta opinión concuerda en cuanto a visión crítica con la que concibe el museo como el resultado de la mcda conciencia de la sociedad productiva (6). En esta línea denunciativa del carácter venable que envuelve a la institución se inscribe la opinión de que el museo se ritualiza en el contexto urbano y adquiere la dimensión del santuario al que se hace necesario peregrinar para contemplar los estereotipos seleccionados de la última cofradía o de los clanes preeminentes, incorporándonos como reducidos satélites que giran con actitud a veces complaciente alrededor de la iconografía de la mercadotecnia (7). En cualquier caso y aún a sabiendas de las críticas que se ciernen sobre los museos, éstos siguen estando presentes en el imaginario artístico de creadores y teóricos. Una buena prueba de ello lo constituye la fundación en 1972 del Museo Popular de Arte Contemporáneo de Villafamés (Castellón) por Vicente Aguilera Cernii, crítico de arte muy activo en la escena artística española desde los años sesenta. El museo de Villaíamés recoge diferentes tendencias artísticas, si bien cabe trazar una línea que se centra en el realismo comprometido, la facción pop y mass‐mediática de los años 70 y su complemento normativo, racional y procesual. Otro síntoma ‐en este caso más reciente‐ de la buena salud con que cuenta este tipo de iniciativas nos lo suministra la exposición El Museo Imaginado. Arte Canario 1930‐1990, comisariada para el C.A.A.M de Las Palmas, por el profesor y crítico de arte Femando Castro, en lo que parece un encomiable intento por sentar las bases del dialogo de lo que puede ser una colección museística de arte contemporáneo canario.
Sin embargo quedan interrogantes en el aire que nos siguen atenazando sin posible respuesta. El orinal de R. Mutt (Marcel Duchamp), los caballos que el artista povera italiano Janis Kounellis introdujo y expuso en 1969 en la Galena LAttico de Roma (8), la mierda enlatada de Piero Manzoni, los Vivo‐Dito de Alberto Greco (9), los electrodomésticos de Jeff Koons, etc... ¿qué carácter artístico poseen?, si acaso no poseyeran alguno ¿de dónde lo adquieren o usurpan?, ¿es su inserción o exhibición en el contexto específico de la galería de arte o el museo lo que les añade la plusvalía artística?. Estas cuestiones no son tales, no se llegan siquiera a plantear cuando la obra deja de suscitar asperezas o desconfianzas en el medio artístico académico y/o profesional, pero en todo caso queda claro que cualquier producción artística ‐sea del signo que sea‐ adquiere una plusvalía, no sólo monetaria, al penetrar en la galería; un aura que la sitúa más allá del bien y del mal ‐aunque probablemente más apetecible para el mercado artístico‐ cuando se le conserva y exhibe en el museo. Conscientes de esta situación, asuminos el riesgo de que dicha adherencia coyuntural se produzca, por más que no haya sido nunca el propósito de esta exposición que presentamos. Sí hemos tenido en cuenta ‐esta baza se ha jugado de conformidad con los artistas participantes‐ que el espacio en que se instala una obra condiciona de alguna manera la percepción, el disfrute y la significación de la misma. El espacio y el contexto no son nunca neutrales y mucho menos en esta exposición, pues algunos autores han realizado la obra para un espacio definido de las salas del museo y todos ellos han creado la pieza teniendo presente la motivación de la exposición, que ya hemos comentado más arriba. Desde lo general a lo particular las intervenciones en el proyecto se han traducido en referencias plásticas que auscultan las preferencias de sus autores por interpretar la diversidad de aspectos que concluyen en toda empresa museística; de aquí se desciende a la búsqueda de otras estructuras más tangibles, que de alguna forma pudieran señalizar la identidad del Museo de Bellas Artes de Córdoba, tanto en lo que se refiere a su historia, a la colección que alberga, a las trazas del edificio, la disposición de sus salas, la luz que baña sus dependencias, así como a
otros motivos que traslucen un empeño más intimista, llegando incluso a entroncar y bucear en las vivencias que en cada caso se hayan asociado con aquél. Como era de esperar el dialogo se ha producido y en la conversación han intervenido muchos factores, desde los que se refieren a la identidad lingüistica de cada uno de los autores participantes, a las peculiaridades estilísticas, formales y cromaticas de las obras expuestas, así como al tono y la significación que cada intervención particular arroja en relación a la institución museistica. La consecuencia directa de todo esto es una exposición rica en matices ‐las posiciones de partida han sido muy diversas‐ y que ilustra la oscilación de sus autores por entender el museo como el paradigma culminante de una trayectoria artística, o bien como la institución que propicia ciertas intervenciones ‐criticas incluso‐ que otras entidades no estarían dispuestas a tolerar. (1) Douglas Crimp: Sobre las ruinas del museo en La Posmodernidad, edición de Hal Foster para Editorial Kairós, Barcelona, 1985 (2) Mireía Sentís en Revista El Europeo. n.° 44, Madrid. (3) José Dice Cuyes: Hacer Fluxus en Revista Creación, n.° 10, Madrid, 1994. (4) Francesa Torres en Diario El País, 24‐11‐1990. (5) Francesco Poli: Producción artística y mercado. Editorial Gustavo Gilí, Barcelona, 1976. (6) Juan Antonio Ramírez: Medios de masas e Historia del Arte. Editorial Cátedra, Madrid, 1988. (7) Antonio Fernandez Alba en Diario El País, 29‐10‐1988. (8) Gloria Moure: Kounellis, Ediciones Polígiafa, Barcelona, 1990. (9) AA,W.: Alberto Greco, I.V.A.M. ‐ Fundación Cultural Mapire Vida, Valencia/Madrid, 1991.
FERNANDO BAENA La intervención de Femando Baena en la exposición ha sido creando una obra a partir de un espacio específico de una de las sedas del museo, concretamente del paño de pared que sirve de acceso a la Sala de Exposiciones Temporales a través del arco de medio punto con que se corona el umbral. Repitiendo el esquema compositivo de la puerta y reduciendo su escala a un tercio, inscribe en el resto del paramento tres nichos en cuatro calles laterales ‐dos a cada lado‐ y corona en intersección con éstas siete más, lo que da un total de 19 nichos, representados mediante sus contornos y líneas de fuga. Aunque en principio la materialización de los nichos se dejaba en manos del dibujo a grafito de los mismos sobre la pared de la sala, más tarde el autor ha optado ‐como ya ha practicado en otros proyectos‐ por
construirlos en metal. Este deslizamiento en el uso del material no debe hacemos pensar en una determinación disciplinar. No se trata de una escultura, como tampoco de una pintura, en realidad salva ambas disciplinas para inscribirse en un procedimiento mestizo que atiende a las necesidades de adecuación de su autor a los requerimientos que cada proposición artística le manifiesta, así como a las exigencias que impone el espacio específico con el que entra en diálogo o en conflicto. Las primeras intervenciones de este tipo que Baena realiza lo hace en un medio no expositivo aunque sí muy artístico. Sus primeros nichos o cuadrículas ‐pues en aquéllos no existía la curva que impone el motivo seleccionado en el museo‐ ocuparon las paredes de los estudios y talleres de sus amigos artistas y todos ellos partieron de una bellísima e interesante instalación en una galería polaca, hace un par de años, en la que se integraba el espacio de las diferentes salas en un discurso ‐ ininterrumpido y muy minimalista‐ en cuya explicitación colaboraba de manera fundamental la acotación y el dibujo de los elementos constitutivos de su arquitectura sobre las paredes. El lenguaje objetivado por el dibujo, el punto de vista sobre el muro ‐ aquí tendríamos que citar la influencia de la poética de Mallarmè‐, la reconstrucción por tanto de los dispositivos de la pintura sirven de vehículo a una obra que se plantea la interpretación del espacio del museo y que precisamente a través de uno de sus elementos alude al carácter sacro de la obra museística y a la atemporalidad que subyace en su actividad paradigmática: la conservación de los objetos culturales por antonomasia. Una obra que brinda la posibilidad de reflexionar sobre la naturaleza necrofílica de la institución, pero también sobre lo que de vivo permanece a lo largo de los tiempos. JOSÉ MARÍA BAEZ A primera vista la obra con la que José María Báez participa en la exposición se desmarca del proyecto inicial, sin embargo una vez que nos detenemos en su título, Tobías y el ángel, comprendemos la referencia soterrada a la ciudad de Córdoba y más directamente a su guarda y custodio el Arcángel Rafael, que no es otro que el ángel que acompaña al hijo de Tobit, Tobías, en su peregrinar a la búsqueda del dinero que le debían a su padre. La relación de San Rafael con la ciudad la establece el propio interesado en 1578 cuando en una visión del Padre Roelas le comunica la decisióndel altísimo de mantenerlo en las funciones descritas.
Pero al margen del título de la pieza, que en el caso de la pintura de Báez supone una fuente significativa en la lectura de su pintura, existe otro discurso, también textual, que se añade al anterior. Letzte Avsfahrt in der DDR, es la frase que se distribuye entre los dos fragmentos que componen la obra. La traducción del alemán, que reza Ultima salida en la DDR, procede de las señalizaciones situadas en las carreteras que cruzaban la extinta República Democrática Alemana y como tal indica el desvío que facilitaba el acceso o el decceso a la ciudad berlinesa antes de su reunificación, antes de la destrucción del muro que la dividía en dos. La obra en cuestión es un díptico, aunque el término sólo se refiera a los elementos que la integran, pues en realidad tanto la disposición de las dos piezas, como el formato y el tamaño difieren entre sí. Esta licencia compositiva, que es muy habitual en su pintura y que se radicaliza con las series en las que el texto adquiere un manifiesto protagonismo, encuentra eco en otras heterodoxias que suelen permanecer ocultas bajo la aparente inocuidad de sus proposiciones plásticas. La producción de Báez se viene singularizando por ordenar diversos códigos de lenguaje e incluso proponer diferentes itinerarios en cada uno de éstos, manteniendo frescas las posibles huellas para que la obra se recomponga en su lectura deconstructiva. Su pintura se arma de determinadas estrategias que rehuyen su interpretación lineal y por ello gusta de dilatar la percepción de la misma mediante el ensamblado de los numerosos elementos significantes que la pueblan, el tratamiento plástico discriminado a que éstos se someten y el desplazamiento efectuado en su traslación semántica. Una cruz desplazada, irregular, tumbada y acentuada por un fragmento escindido componen el entramado de Tobías y el ángel y suministran un primer acercamiento que nos conduce a una obra que se construye mediante la superposición de planos regulares monocromáticos, en los que la vibración del color está asegurada por la diferencia de matices y calidades. Esta disgresión, que plantea la dualidad fondo‐forma donde no debiera existir se complementa con la irrupción de bandas diagonales que atraviesan el espacio compositivo, dinamizando la ortogonalidad de las formas y expandiendo los límites físicos de la obra. Otro nivel de lectura lo aporta el texto ‐que culmina el sentido irónico que la pieza posee‐ y que a su vez tiende a asociarse con el título de la obra en lo que se refiere a
marcar un sentido determinado, un itinerario posible donde sólo hay incertidumbre. JOSÉ MARÍA CÓRDOBA José María Córdoba vive el museo como un espacio sagrado, silencioso y místico, de ahí su participación en la exposición con la pieza La mirada interior. El museo posibilita el aislamiento de lo que en él se conserva y exhibe frente a la realidad exterior, exenta de ese aura que poseen todos los objetos que la institución contempla y atesora. Es en este ámbito propicio en el que el espectador, el visitante del museo, puede establecer un dialogo privado, de tú a tú, con los grandes maestros del pasado o con los valores del presente. Un diálogo que está fomentado por la intimidad de la experiencia y por la atemporcdidad del contacto. El silencio del museo propicia la reflexión, la lectura de las obras de arte de diferentes épocas y la comunión mística con la cultura artística de un determinado momento de la historia. Pero esta esce‐ na no se desarrolla en la obra de Córdoba en el ámbito museistico, sino que el autor ha desplazado la representación a un territorio más doméstico pero también más íntimo: el contexto de una estancia que epitomiza la metáfora de la mirada interior que se experimenta en el museo. Un personaje, recostado en una cama y abstraído en la lectura ‐en la contemplación de una obra‐, comparte escenario con tres perros en primer plano ‐el referente animal de todo individuo‐. El escenario, que sitúa en el mismo espacio el dormitorio y el cuarto de baño (un inodoro y un lavabo), redunda en la intimidad de lo representado; no en balde dichas dependencias suelen poseer la mayor carga de intimidad en una casa. Y esta intimidad, no vulnerada por lo inhóspito del contexto común en que se inserta la narración, es la que el artista frecuenta en el museo. En la obra reciente de José María Córdoba son muy frecuentes los lectores y las lectoras. Fascinado por las teorías de la deconstrucción, plantea la interpretación de la realidad, el conocimiento, el disfrute del arte, como actividades lectoras, como el propósito siempre abierto a múltiples interferencias que enriquecen el fenómeno comunicativo inherente en dicha aproximación, atendiendo tanto a los desplazamientos
de los significados, como a la propia virtualidad de toda representación que aspire a detentar la hegemonía del discurso artístico. JOSE DUARTE Cuando se le planteó a José Duarte participar en esta exposición nos comunicó que para él el Museo de Bellas Artes había estado presente en su formación inicial, y que no podía dejar pasar la ocasión sin recuperar esa vivencia de su adolescencia. En este caso la vinculación de la obra con el objetivo de la muestra pasa por la recapitulación, por el discurso autobiográfico en clave artística; algo que precisamente en su pintura ha sido en muchos casos el motor o la iniciativa de una serie de obras, fundadas sobre la memoria y la libre recreación de la misma por parte de su autor. Desde las campesinas y en particular a partir de las series de las bañistas Duarte ha tensado el sedimento de la memoria para recrear escenas que se adhieren a su experiencia personal. Pero en esta reflexión se ha instalado siempre una distancia conceptual con respecto a las circunstancias que concurren en la fuente original, que ha decantado el resultado por una senda que nos evoca el mundo onírico y que se relaciona con esa desafectación que suele acompañar los relatos nacidos a la sombra del mundo de los sueños. Quizá por esta razón en sus obras concurran elementos utilizados tanto por el surrealismo, como por la pintura metafísica, así como por el pop más descamado, por no citar la indolencia y la resignación que suelen padecer sus personajes. Sin embargo en la obra que presenta en la exposición del museo no llegan a registrarse más que los sentimientos propios de toda recapitulación. Con todo, el paso del tiempo sólo parece afectar al protagonista de la escena, el propio autor, que en este caso se incluye compartiendo espacio e historia con la floresta y la estatuaria a la que se enfrentó en sus primeros años de artista. Un hermoso tríptico realizado al pastel es el soporte en el que se fraguan aquellas horas dedicadas al dibujo de estatuas. La Idealización de las escenas se sitúa en el jardín de acceso al museo, un espacio configurado por el boj, los naranjos, la fuente central y una serie de estatuas dispersas. JOSÉ MARÍA GARCÍA PARODY
Happy Birthday de José María García Parody celebra desde la elocuencia de su título el 150 aniversario de la creación del Museo de Bellas Artes de Córdoba y lo hace con la habitual tendencia de su pintura a desplazarse y desarrollarse a lo largo de series o secuencias de pequeños módulos o fragmentos que componen un todo en el que las partes asisten a una comunión plástica que revierte significancia a la posible autonomía de las mismas. La obra se compone de dos bandas horizontales, de cinco elementos cuadrados cada una y sobre ella campea sin obstáculos la característica pincelada vaporosa ‐diríamos que casi no hay constancia de su ejercicio‐ que logra esa atmósfera vibrante y envolvente tan cara a su producción última. Pero no todo es fondo y escenario en su obra, también existe representación y ésta viene de la mano de la presencia de figuras geométricas que reproducen la ortogoncdidad del formato y la disposición de la composición, dejando entre las bandas horizontales de los cuadros el espacio vacío necesario para que la pintura funda sus contornos sobre el blanco de la pared. Junto a los cuadrados que se inscriben en su pintura conviven otras representaciones que aluden al compromiso del artista con el proyecto de la exposición. Se dan cita el anagrama de la Sala de Exposiciones Temporales del museo digamos que la actualidad de la institución, su pulso más vivo y dinámico‐ y algunos fragmentos que apuntan a su historia. Entre estos cabe mencionar la presencia de formas octogonales y trapezoidales que reproducen el emplomado de las vidrieras de algunas de las ventanas del museo, así como figuras geométricas cruzadas que pudieran remitir al primitivo uso del edificio que hoy alberga al museo. Aunque García Parody ha venido utilizando el concurso de figuras geométricas en su pintura más reciente, éstas cobran en la pieza de la exposición una connotación añadida. Nos referimos a la interpretación o traslación pictórica que el autor efectúa de la disposición de las sedas del museo, al organigrama de su función museistica, a la diversificación taxonómica de la naturaleza artística, a la vertebración del espacio en elementos estancos, en unidades discontinuas que sólo el transcurso del tiempo consigue recomponer en el imaginario de los visitantes. JULIA HIDALGO
La propuesta de Julia Hidalgo para esta exposición posee, como en el resto de su obra, un marcado acento autóctono. En ésta es posible rastrear la huella de arquitecturas populares locales, así como la referencia a las construcciones que el Islam efectuó en nuestra dudad. Por esta razón cuando se le invitó a participar en el proyecto, acogió la idea con mucho entusiasmo y en consecuencia su obra manifiesta esa predilección de la autora por investigar los caracteres definitorios de nuestra identidad como comunidad sodcd e histórica y traducir plásticamente dichas señas emblemáticas. Con toda seguridad y en ello concurre la sabiduría popular revestida de tipismo literario, uno de los referentes del carácter cordobés es su senequismo, digamos mejor por ser fieles a los orígenes, su estoicismo. En cualquier caso y superando todo tipo de filiaciones y tópicos, la figura del pensador cordobés es lo suficientemente importante como para que, antes Mateo Inurria lo inmortalizara en la escultura que se exhibe en el museo, y que ahora haya vuelto a él Julia Hidalgo para rendirle homenaje a través de su pintura y que precisamente lo haya hecho partiendo de la escultura mencionada. Pero de todos es sabido que Hidalgo no es escultora. ¿Quiere esto decir que ha sido la comodidad lo que le ha llevado a reinterpretar la figura de Séneca a la luz de la obra de Inurria?. No es esta la razón de dicha elección, ya que el resultado hubiera sido más contundente si directamente hubiese reelaborado la referencia senequista sin mediación alguna, pero no era esa la iniciativa de la autora, sino conciliar las dos disciplinas ‐la escultura revertida en la bidimensioncdidad de la pintura‐ en una lectura sesgada y muy particular de lo que acontece en el museo a los ojos de una pintura. El cuadro funciona como una ventana que se abre cd mundo, pero en este ámbito sólo tiene sentido la representación y es a través de ella como se ejerce la capacidad de fascinación de la imagen, que en el caso de esta obra actúa como limen que rinde pleitesía cd bulto redondo, pero que no desdice de las cualidades expresivas de la pintura, más bien se repliega en ellas para transmitir la versatilidad de la disciplina y su inagotable poder de seducción. Una obra que ahonda en el decir de su autora, fiel a la realidad de la que parte, pero poco respetuosa con la normativa que de dicha usurpación ‐la de la realidad‐ hace gala el realismo.
JACINTO LARA Lo que Jacinto Lara nos propone con su particular Museo es que reflexionemos sobre cómo puede desnaturalizarse la realidad, cómo se llega a subvertir la referencia en beneficio de su representación simbólica, cómo el culto a la obra de arte actúa en detrimento de la consideración de las manifestaciones artísticas como producto de la humanidad y por tanto contemporáneo a sus inquietudes, fantasmas y espejismos. Su Museo es una cruz invertida, compuesta con sus características formas geométricas ‐cuadrados y rectángulos monocromáticos‐ inscritos y superpuestos al plano de fondo. Si sólo fuese esto, la obra podría pasar por ser una de las que formaron serie con Los Saltadores, pero la pieza de la exposición contiene cuatro inscripciones textuales, concretamente la palabra museo, en caracteres cúficos, runas celtas, griego y castellano actual. Esta superposición parece remitir al paso del tiempo, a las diferentes culturas que suelen sucederse en los museos, a la valoración taxonómica de lo que debe considerarse artístico y/o museable; pero la sucesión es descendente ‐como ocurre con series anteriores suyas como Icaro‐ en vez de seguir la acumulación ascendente y progresiva ‐del pasado a la actualidad‐ como sucede en los estratos arqueológicos. Por otra parte la evolución textual se inicia con una escritura abstractizada y pictogramática que enlaza descendiendo y después de atravesar el clasicismo de griegos y romanos que propicia los caracteres tácticos, imperiales, omnímodos‐ con el esquematismo y la representación simbólica de la actualidad que casi hace ilegible el texto. No se trata sólo de la circularidad del tiempo, sino también de la inercia de las diferentes culturas a completar ese ciclo natural partiendo del rechazo implícito a la que le precedió. Por este motivo, posiblemente, se adhiera a un extremo del cuadro una pequeña estantería, donde a modo de exvotos, Jacinto Lara propone su particular visión del museo, entendido como la máxima categoría funcional en la representación simbólica o de la abstracción de la realidad. Estas formas figurativas primigenias representadas en la diminuta estantería que ocupa el espacio destinado a los títulos de los cuadros y referidas a las diosas de la fertilidad de nuestras ancestrales comunidades occidentales encuentran reflejo en las geométricas ‐círculo, cuadrado,
rectángulo‐ que son las que en algunas comunidades de la altiplanicie mesoamericana se utilizan para expresar la naturaleza que les rodea, una naturaleza en contacto con el número como expresión gráfica del conocimiento. Una pintura, la de Lara, que se abre camino de la mano de la intuición, un arma infalible para un artista que en este sentido se decanta por lo primitivo, pero que busca en la inmediatez y la atemporalidad de la geometría el contrapunto de la instintiva tendencia a la representación de la realidad, aunque sólo sea mediante sus configuraciones simbólicas. MOISES MORENO Es de sobra conocida la fascinación que para Moisés Moreno ejerce la dualidad de los espacios publico y privado, por esta razón su participación en la exposición se hacía, además de necesaria, muy significativa, por cuanto para el artista, así como para otros autores que ya hemos comentado, el museo representa a la perfección ese umbral que separa la exhibición de la intimidad, la coyuntura precisa en la que lo publico ‐la obra de arte‐ se articula en el lector‐observador como el pliegue privado al que con sumo agrado se presta a experimentar. Moreno ha contado con imágenes muy sugerentes, pero con una evidente ínflacción semántica; se trata de un tríptico que representa tres paisajes naturales, un desierto, un lago y una puesta de sol en el mar. Consciente de la devaluación del sentido de las mismas por el uso indiscriminado que de ellas se hace en los medios de comunicación de masas y por la rentabilidad iconográfica que suponen como espacios de evasión, así como de lo deteriorado de su significación para el individuo, sin embargo pretende ralentizar su lectura y añadirle no sólo la posibilidad de un análisis crítico, sino incluso calibrar sus valencias y repercusiones. Si lo habitual en estas imágenes es su reproducción mediática, Moreno opta por reconstruirlas artesanalmente ‐óleo sobre lienzo‐ con el ánimo de restituir su carencia básica, la categoría ética y estética de la que adolecen al funcionar como postales, como souvenirs indolentes y desposeídos de cualquier entidad original. Pero en el proceso advertimos que no se trata de una ingenua intervención para restituir lo que de esencial tuvieron unas imágenes, sino que existe otra trama que discurre
ocultamente y que reinstaura en el ámbito museístico lo que de dicho espacio circula fuera de él como su fiel reflejo: nos referimos a las reproducciones de las obras de arte. Las postales, que en todo museo actúan como mediadoras entre la masa de público y los tesoros del mismo, son recuperadas por Moreno y revestidas de significado ‐el deja vu, la ansiedad por considerar un espacio virtual como reflejo posible al que aspirar‐ como si de ventanas abiertas cd mundo se tratase. El desierto, con todas las posibles interpretaciones que su imagen dimana, el lago profundo y dilatado que nos engulle en su oscuridad y por último la sedante, esperanzadora y nostálgica puesta de sol en el escenario marítimo nos remiten a diversos aspectos que suceden fueran del cuadro y que requieren de nuestra complicidad para su desarrollo y resolución: el aspecto exótico con que se nos oferta nuestro ocio y la vertiente consumista de éste, etc... Pero el autor ha querido que nuestra presencia delante de la obra se dilate el mayor tiempo posible y para ello la ha precedido de un asiento, posiblemente con la intención de que no nos salgamos del tema en cuestión. En realidad quizá se trate de la imposibilidad, por parte de la representación artística, de suplantar la emoción directa de lo natural y en este sentido el museo actuaría como la institución que posibilita esa afectación, esa convención que nos reclama sólo como pasivos contempladores de lo acontecido, no como sujetos activos y susceptibles de mediar en el conflicto que enfrenta al hombre con su medio ambiente. RITA RUTKOSWKY Rita Rutkowski entiende el museo como un espacio solemne que contrapone la escala monumental y magnífica del edificio que contiene los valores artísticos por excelencia y la del hombre, minúscula en relación con dicho espacio. En esta disyuntiva, en esta intersección se sitúa su obra y este es el motivo de escoger el elemento que mejor traduce esta diferencia de escala, la escalera de acceso a la primera planta. La escalinata majestuosa y noble que en su obra es el pretexto para establecer el juego dialéctico de diferentes masas y líneas de fuerza que atrapan nuestra mirada hasta conducirla a un espacio metafórico que lógicamente suele situarse fuera de escena.
La escalinata se representa escindida en una obra dual que, sin renegar de su condición congénita, apuesta por la singularidad de cada pieza. De hecho el tratamiento dado en cada una a lo representado comulga con una estructura compositiva básica, pero se permite variaciones de luz y diferentes matices cromaticos, El peso se sitúa en los extremos, siendo los cubos escalonados los elementos que marcan el ritmo descendiente y que contrapesan las fuerzas tensioncdes horizontales de la zona interna que deslizan la mirada hacia arriba. Esta obra supone una leve variación en la serie que actualmente se encuentra en proceso y que tiene en torres, atalayas y puertas los protagonistas de su pintura. De nuevo Rutkowsky ha prescindido de la evidencia figurativa y se ha sumergido en el ámbito de la sugerencia, permanece fiel a su estrategia de dejar fluir la pintura sin necesidad de forzar la expresión, sin que el gesto ni el colorido condicionen la atmósfera seductora y metafórica que respiran sus cuadros. Nunca antes con menos llegó a decir tanto. La experiencia de la contemplación de sus obras se asemeja a los ritos de iniciación, a los misterios de transito, primero nos envuelven con su elocuencia plástica, más tarde sólo se nos brinda penetrar en ellos o topar frente a lo impenetrable de sus puertas. En cualquier caso el enigma que reside en sus lienzos no pretende resolverse sobre el escenario, sino en todo caso inocularnos la inquietud por atrapar la solución, por desvelar qué sitúa más allá del umbral de la percepción. ANTONIO VILLA‐TORO La pieza presentada por Antonio Vüíatoro a esta exposición reviste para su autor una doble importancia. Además de permitirle participar en un proyecto por el que desde un principio mostró sumo interés, inaugura una nueva serie de obras que aunque parten de su anterior Domus Áurea se adentran en un territorio plástico, sólo entrevisto pero muy sugerente por sus posibilidades de expresión. Por otra parte la concepción del museo como espacio simbólico que rememora las estancias de la Domus Áurea y en concreto el patio y jardín que precede a la experiencia metafórica de dichoespacio sagrado son el objeto de esta obra. La forma vegetal arriñonada que preside la composición nos recuerda a los que con anterioridad poblaban sus cuadros. El expresionismo formal y
gestual y el concurso de la materia plástica han dado paso a una obra que aligera su sintaxis potenciando el naturalismo, por más que en su materialización no se llegue a representar nada en especial. El proceso se inicia mucho antes y permite volver sobre sí mismo: las obras anteriores estaban volcadas en una progresiva esquematización de las formas como consecuencia de la abstracción a la que se entregaba el autor. En este momento y sin perder el misterio que siempre las invadió, adquieren un mayor protagonismo al desembarazarse de dicho proceso y se acercan a formas vegetales más carnosas. Esta reminiscencia de la floresta que se halla en el espacio de acceso al museo es el pórtico que nos anuncia una nueva manera de hacer, mucho más interesada en las calidades superficiales de la pintura y en las transparencias de la intervención que en las resonancias del gesto y los efectismos de la materia. Centrada en la composición, circular y abierta, flotando sobre un mar de fondo de pinceladas que dinamizan la vibración cromática y que favorecen la respiración de la obra, esta forma naturalizada contrasta con las impresiones de una trama ornamental de diferentes secuencias y ritmos que rompen el silencio y la veneración simbólica sostenida por la mirada y la dispersan a la búsqueda de otras realidades.