La muerte del gallo Tenía pocos años cuando las monjas quisieron que tocara el cadáver. Se había muerto el padre de Norma Gallo ,una compañera de clase, la que no me quería y a la que yo temía. El hombre se había cortado la mano con una máquina y la hija había guardado en un frasquito con alcohol dos de sus dedos que mostraba con cierto morbo risueño. El velatorio tuvo lugar en la capilla del colegio. Yo no quería ir pero no tuve elección. Había que acompañar a Gallo en “esta prueba” de la vida, dijo la monja. La hija del muerto lloraba de a ratos a los gritos y de a ratos reía. No sé si de la impresión o porque por primera vez en su vida se sentía importante. Una mueca de dolor inmóvil y una expresión de placer se mezclaban en su inmensa cara con ojos saltones. Era la peor en los estudios, la que llevaba la ropa manchada y la que fumaba en los baños y desde que mi padre había muerto y supo que le tenía miedo a los muertos, me dejaba sobre el pupitre recortes de periódico con algún cadáver. Solía sentirme culpable por no haber querido ver a mi papá en ese cajón que parecía un envase para muertos. Pero a mí no me empujaron a tocarlo como ahora lo estaban haciendo con el padre de Gallo. Mi madre que siempre sobrellevaba todo estoicamente, me había permitido quedarme en otro cuarto que apestaba a flores ,pero al menos, me permitía estar con el recuerdo de lo que había sido un padre vivo .Un ahogo de llanto y una asunción de la imprevisibilidad fueron la herencia que me dejó aquella muerte. Las monjas rezaban en una letanía pegajosa y yo me quería escapar. Me pesaba la capilla en los ojos y en el pecho sentía, otra vez, la asfixia. Nos pusieron a una detrás de la otra para desfilar lentamente por al lado del ataúd y así verlo bien y poder rezar por él. Yo había sido educada para no llamar la atención, por lo tanto me mantuve erguida, sin gesto, sin vísceras. Nublé la vista a propósito para no ver el rostro impávido de esa masa de carne que nada tenía que ver conmigo ni con mi papá. Todo comenzó a suceder en un vértigo circular. Un perro ladraba, el sol se filtraba por la estatua de una virgen suplicando y la cruz del altar que era nueva parecía caer. Luego fue un murmullo del infierno : la cruz la hemos comprado con la recaudación de los fieles, no quiero ir a misa, vas igual ,es domingo, ¿ papá murió?, me siento mal, no importa, no llores más, estos son los dedos del muerto, uno, dos, uno, uno. El muerto olía a muerto y las flores ayudaban más a la pestilencia. Solamente faltaban dos metros para llegar a la caja macabra. Las piernas se movían absurdamente y por un
momento sentí que mi cuerpo no tenía el andamio de los huesos. Un sudor espeso persistía deslizándose por mi frente. Y seguía con los ojos fijos, sin pupilas ni párpados. Cuando velaron a mi papá, mi madre se había mantenido con un gesto grave y una solidez monárquica. Yo, en cambio, solamente pensaba cómo sería la vida sin él. No habría memoria suficiente para traerlo otra vez a mi lado. Sin él, advertía, ese malestar de vulnerabilidad que sentía, crecería aún más. Y temería a los exámenes, a los empujones de Gallo, a no poder escapar de mis pesadillas, a la cruz de la iglesia. En aquellos días, yo no entendía el raro ciclo de la vida pero la muerte de mi papá fue como recortar mi historia, como arrancarle una hoja esencial a un manual o borrar el resultado perfecto de un examen para entonces desaprobar. Y Gallo muerto esperaba. Un perro ladraba. El santo de yeso con los ojos mirando el cielo me miraba y me acusaba. La gente lloriqueaba y el tufo pastoso a flores de cementerio me apretaron el cuello. -No puedo más, dije una y otra vez. Papá, papá. Aquello era una danza macabra , era un abismo de vísceras revueltas. Gallo se regocijaba, sabía que yo temblaba. En mi mundo, todos eran Gallo, todos estaban en mi contra. Las monjas, los perros, el muerto. La garganta se me adelantó al aire, la mirada cegó las pupilas, y a medio metro del cadáver, no vi nada más. Por fin, papá. Cuando volví en sí estaba sentada en el borde de la acera, sola y con la frente seca y fresca. Giré mi cabeza para saber quién estaba a mi lado. El corazón latía a un ritmo normal y raramente nadie había notado mi ausencia. Tenía, sin embargo, la impresión de estar acompañada, no había nadie a mi lado pero estaba en paz. Me incorporé con la sensación de que alguien me ayudaba. Los ojos de mi padre parecían clavados en mi memoria o en la ficción que abriga la memoria pero eran sus ojos al fin. Era él. Y sí, estaba en paz. El fantasma estaba expuesto. Miré a mi lado y sonreí. Sentía el pecho expansivo, el corazón agradecido. Había asistido a la muerte del gallo y estaba tratando de extirpar el cadáver de mí y desde mí. Era como haber expulsado un monstruo : el miedo. Nunca supe cómo lo había logrado pero lo había hecho. Había atravesado una puerta. Fue una redención, una sanidad inesperada. Me puse de pie. Giré la cabeza y alcancé a ver que Norma Gallo venía hacia mí y casi en la vereda me mostraba el frasco con alcohol y hacía bailotear el dedo, sólo uno. -El otro lo puse en tu bolsillo, me gritó. Sus ojos saltones se agrandaron y largó una carcajada. Yo la miré a los ojos. -Mentira, le respondí con solemnidad. Está al lado de la mano trunca de tu pobre padre, en el cajón. Hace sólo un momento, lo puse yo.