La Muerte Del Elefante

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Eran ya las dos y como era viernes había un tropel en el zoológico. Victorio se detuvo. Mimí, una enfermera que había conocido en el hospital, lo esperaba en el restaurante hindú del paseo Bond, pero hacía mucho años (así lo anotó) que no veía un tigre bengala tan hermoso. Sacó el bloc donde apuntaba sus ideas y, arrojando su atención en la jaula, sin apartar la mirada ni siquiera para escribir, acercándose y alejándose de los travesaños para que no se le escapara ningún detalle, estampó sus impresiones del animal. Luego, con el mismo ímpetu con que anotó sus observaciones, cerró el bloc, lo metió en el bolsillo del pantalón y emprendió de nuevo su camino. Todavía estaba adolorido, pero el dolor no le impedía andar rápido, enhiesto, con el pecho echado hacia adelante. Ya hacía cinco semanas de la operación y, aunque le habían recomendado dos meses de reposo, había retomado sus actividades con un fervor animal. Al principio los médicos, debido al riesgo de inflamación, habían previsto hospitalizarlo un mes. Sin embargo, la operación fue tan exitosa que estuvo interno sólo una semana. Fue durante esos días que Mimí lo vio por primera vez. “Sus ojos puyaban como cuchillos,” me dijo. “Cuando me miraba, sentía que podía ver mis pensamientos.” En efecto, su mirada era el rasgo más llamativo de su rostro. Durante el juicio, todos los testigos, Gariletti, Mimí, el albino, Baltazar, los meseros, P.J.

Urdaneta y las amantes, se refirieron de un modo u otro a sus ojos punzantes. Yo mismo quedé embelesado con su mirada cuando me tropecé con él en la entrada del Café du Soleil y me acuerdo que murmuré en voz alta una frase que unas semanas después le escucharía a Mimí, a Urdaneta y a un bartender del restaurante hindú: “Es como si viera a través de las cosas.” Mimí quizá lo decía con mayor autoridad. Se había topado por primera vez con Victorio en el baño de mujeres del piso 11 del hospital, cuyo espejo fosforescente, bordeado de enormes bombillos, atraía a todas las enfermeras. Su esposo, Baltazar, la esperaba en una cena en el restaurante del hotel Bond, pero Mimí se había retrasado porque su reloj de pulsera se había detenido. “No lo sentí entrar,” me dijo. “De pronto, mientras me peinaba, lo vi en el espejo y solté el cepillo, asustada.” Victorio había aparecido misteriosamente en una esquina, al lado del retrete de paralíticos, recostado en la pared, con los brazos abiertos como un espantapájaros. Atento, absorto, observándola como si fuera una criatura de fábula, se acercó a ella pausadamente y, acomodándole el pelo detrás de la oreja, le dijo con una voz tibia y resonante: “No hay en el mundo algo más bello que una mujer peinándose.” Luego, ayudándose con un bastón de tacuara que Mimí no había advertido en el espejo, caminó hacia la puerta del baño, la miró una última vez y se marchó. Mimí no volvió a verlo en el hospital. Un día después le dieron

de alta. Aunque los médicos le habían recomendado cuatro o cinco semanas de reposo, Victorio no esperó un solo día para reanudar su intensa rutina de trabajo. Se levantaba todas las mañanas a las ocho y escribía sin descanso hasta el mediodía. A esa hora se duchaba, se vestía y luego, a la una en punto, iba a comer al Café du Soleil. Era tan puntual que la patrona de la residencia sabía que ya era hora de almorzar cuando escuchaba el traqueteo inconfundible de sus pasos apurados. Varias veces le dijo que no bajara las escaleras tan rápido porque el ruido la molestaba, pero él no le hacía caso. Su gran energía y su intranquilidad constante (quizá las claves de su genio) le impedían caminar lento. En el Café du Soleil pedía siempre lo mismo: un entrecôte con arroz, papas horneadas y ensalada de brócoli y zanahoria, y de postre, un ponqué de chocolate acompañado de un café con leche que acaramelaba con siete cubitos de azúcar. Mientras esperaba la orden, hacía anotaciones en su bloc con una pluma dorada y releía la montaña de folios que había rellenado durante la mañana. Según P.J. Urdaneta, un reportero de la revista Solfa y Letras que lo entrevistó unos días antes de la operación, Victorio a veces rellenaba treinta folios en una mañana, todos casi listos para llevar al editor. “Aunque no era músico, su talento era como el de Mozart,” declaró en el juicio. “Podía escribir una novela en una semana o un cuento de una

sola sentada.” No exageraba. Victorio era muy prolífico y, aunque algunos negaban su talento, nadie podía negar su inmensurable vigor ni el esplendor de su ambición. Todos los días, después del postre, Victorio se encerraba en el baño del Café du Soleil. Desde el bar, en cuyo interior quedaba el baño, se escuchaban siempre ruidos extraños, gemidos, gárgaras, restregones y, reiteradamente, los poderosos rugidos del retrete. ¿Qué hacía dentro del baño? Nadie sabía, pero algunos sospechaban que se sometía a una violenta ablución, pues al rato salía con el cabello húmedo y el traje goteado. Luego, según el testimonio de todos los meseros y de varios clientes fijos, Victorio echaba un vistazo alrededor del restaurante y, si en alguna mesa había una mujer sola, la abordaba sin el más mínimo rubor. “Era un enfermo,” me dijo uno de los meseros. “Ya atacaba a las mujeres en un acto reflejo.” En realidad, no era un acto reflejo sino todo lo contrario: una acción consciente cuyo objetivo era estimular su imaginación. “Como todos los grandes artistas era supersticioso,” declaró en el juicio P.J. Urdaneta. “Decía que no podía escribir si no tenía una mujer a su lado.” Varias amantes corroboraron el testimonio de Urdaneta. Al parecer Victorio pensaba que las mujeres eran la fuente de su desmesurada vitalidad y, debido a esa superstición, le daba terror quedarse solo. Por eso, como el don Juan de Sevilla, renovaba y engrandecía constantemente su inventario

de mujeres. Según Urdaneta, Victorio, al igual que tantos otros artistas, no veía el amor como un fin en sí mismo, sino como un estímulo imprescindible a su talento. Se entregaba a las mujeres sólo para poder liberar aquel torbellino de energía creativa que vivía y se removía como un demonio enjaulado dentro de él. Su promiscuidad no era, como muchos decían, una vulgar zafaduría, sino un sacrificio al que debía someterse para cultivar el verdadero amor de su vida: la literatura. Con los años Victorio se había vuelto muy diestro en el arte de la seducción. En el Café du Soleil pocas mujeres resistían sus avances de fiera. “Era un descarado,” me dijo Baltazar, en el panóptico de los locos, un día antes de suicidarse. “No perdonaba a una.” Y nadie tenía más autoridad que él para decirlo. Casualmente, Baltazar también almorzaba todos los días, a la una en punto, en el Café du Soleil y, desde hacía más de dos años, había observado con curiosidad y acaso un poco de admiración, como Victorio había conquistado a decenas de mujeres. Quizá por eso, el día que vio a Victorio con su mujer cerca de El obscuro rincón, no dudó, ni siquiera por un segundo, que su esposa le

había

sido

infiel.

“El

azar

me

castigó,”

me

dijo

Mimí.

Y,

lastimosamente, no había mejor manera de ponerlo. Eran demasiadas casualidades juntas: el encuentro en el hospital, el Café du Soleil, El obscuro rincón, la puerta abierta, Gariletti, la tarjeta roja, el señor del

lobby. Como me dijo P.J. Urdaneta, a veces el destino es como una mala novela: no esconde ni disimula las argucias. En realidad, en aquel momento, Mimí no le había sido infiel, pero Baltazar, en una acción que confirmaba sus asombrosos instintos de sabueso, había adivinado en el acto la verdad detrás de aquella fugaz visión: su mujer se había enamorado de Victorio. Aunque Mimí se negó a revelarlo en el juicio, ella misma me lo confesó un mes después del veredicto. Al parecer, desde el día que vio a Victorio en el baño del piso 11, su vida comenzó a girar. “Fue como un hechizo -me dijo-: me sentí de pronto joven y bella.” No exageraba. Su mejor amiga, María Teresa, cuya amistad con Mimí era más vieja que Victorio, me contó cómo su amiga se había transformado de la noche a la mañana. Según me dijo, Mimí pasaba el día de buen humor, sus ojos brillaban como si fuera una adolescente, se reía de todo y hasta compró por primera vez ropa interior atrevida. Gariletti me dijo lo mismo. El día que se topó con ella en el paseo de las prostitutas, quedó impactado con su renovada belleza. En una entrevista que le hizo Solfa y Letras dijo que, desde aquel momento, supo que Mimí andaba con otro hombre, pues sólo un amorío podía inspirar, en una mujer casada, una metamorfosis de aquel tipo. Sin embargo, también dijo que nunca le pasó por la mente que aquel hombre era su amigo Victorio, y mucho menos que ese día,

después de su partida, se llevaría a cabo un encuentro que marcaría como una sentencia olímpica el fatal destino de su amigo. Dicho encuentro, cuyo trágico desenlace fue un hito fundamental en el juicio, ocurrió en El obscuro rincón, un café que por su cercanía con los burdeles era un imán de pintores, músicos, actores y poetas fracasados. Por un conjunto de casualidades que confirmaban los alambicados caminejos de su ineludible y trágico destino, Mimí había parado sin plan preconcebido en el cruce entre la calle Lucena y el paseo de las prostitutas, en aquel cuchitril humoso de techo bajo, alumbrado apenas por cinco funestos candelabros, donde Victorio iba a veces a buscar la inspiración. Mimí iba camino al hospital y sin razón alguna cogió un camino alterno que era mucho más largo. “Quizá fue un presagio,” me dijo. “Nunca había tomado ese camino.” Al llegar a aquel cruce, un transeúnte (acaso vil cómplice del destino) le dio una tarjetita roja que decía, Ven con nosotros a la oscuridad y, en una rápida asociación de ideas, Mimí recordó que María Teresa le había hablado de un lugar excéntrico, donde iban a conversar los artistas locales, que se localizaba precisamente en el paseo de las prostitutas y se llamaba El obscuro rincón. Mimí alzó la vista y, enfrente suyo, como si hubiera aparecido en el momento que revisaba la tarjeta, vio, en la esquina donde se encontraba el famoso reloj de Soto, el letrero gótico de fondo bermejo. Picoteada por la curiosidad, ansiosa de asomarse a

ese mundo oscuro y misterioso de los artistas, se sumergió en el lúgubre cuchitril con el pretexto mentiroso (eso dijo en el juicio) que necesitaba tomar un refrigerio. Al principio, a pesar de que el lugar era minúsculo y las mesas estaban apretujadas en un angosto rectángulo, Mimí no reconoció a Victorio. Primero, debido al difícil ángulo que había entre las dos mesas, tenía que levantarse para poder verlo, y segundo, se topó con Gariletti en el vestíbulo y se sentaron juntos a tomarse un café. ¿Qué hacía Gariletti en aquel antro de artistas? Según él, iba de paso por el vecindario, y se metió en El obscuro rincón a tomarse algo y conocer el lugar. Sin embargo, el mesero del recinto, Johnny, me dijo que Gariletti, al igual que Victorio, se la pasaba en el café enamorando prostitutas. El testimonio lo corroboró Baltazar Carmona, en el panóptico de los locos, con una frase que si mal no recuerdo pronunció con un tono ligero, indiferente, como si se tratara de una conocida verdad: “Sus fetiches eran las putas.” Gariletti, que conocía a Victorio desde que era un niño, tampoco vio al escritor cuando entró y, como se sentó de espaldas a él y luego, a los pocos minutos, se marchó a un supuesto compromiso con un socio, no supo hasta el inicio del juicio que Victorio estaba aquel día en El obscuro rincón. En cambio Mimí, después de que Gariletti se marchó, sí lo reconoció en el momento que se iba. Apenas pidió la cuenta, se levantó de su asiento para ir al baño

y lo vio en una esquina leyendo y corrigiendo una montaña de papeles con la pluma dorada. “Todo comenzó a girar,” me dijo. “Me mareé, trastrabillé y en el camino tumbé sin querer un buda de cristal que estaba en una esquina.” En el baño, trémula, sudorienta, asfixiada por la inesperada visión, se retocó un poco, se soltó el cabello, y antes de salir, decidió absurdamente evitar aquellos ojos penetrantes para no caer de nuevo en su hechizo. Sin embargo, en el camino de regreso, su mirada, en un acto mecánico, se tornó hacia él, y pudo ver sus ojos punzantes, al resplandor de los candelabros, clavados en ella. “Ya la había atrapado,” me dijo Johnny, unos meses después. “Sus ojitos acuosos la delataban.” Apenas terminó de corregir, Victorio sacó su bloc, garabateó rápidamente unos versos y, con un gesto brusco, arrancó la página y se la mandó a Mimí con el mesero. Mimí leyó los versos y, sin siquiera verlo, pagó la cuenta y se fue. Luego, en un golpe insólito de mala suerte, se llevó a cabo el encuentro que unos meses después dejaría perplejos a los miembros del jurado. Cuando Victorio salió de El obscuro rincón, Mimí saltó de la oscuridad y lo interceptó como una ladrona. “No te di mi teléfono porque estoy casada,” le dijo. “Dame el tuyo y yo te llamo.” Fue justamente en ese cortísimo instante, mientras Victorio apuntaba el número, que Baltazar Carmona pasó enfrente de ellos en el carro de uno de sus amigotes.

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