Tiempo De Alcauciles

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Tiempo de Alcauciles Éramos pobres, moliendo el rumbo que una vez soñamos Estábamos tan pobres, tan desesperadamente pobres que ya ni para víveres teníamos. Nuestros estómagos entonaban melodías de flautas eternas y por la piel nos surcaba insistente, una transparencia ámbar. Era para el tiempo de los alcauciles, fines de noviembre. La situación era de verdad crítica, angustiante ya que nos comenzaba a aturdir un mareo voraz, suerte de neblinas tras el claro ulular de las vísceras huecas, desprovistas, indecentes. Decidimos tomar una determinación. Con la dádiva traducida a pesos que conservábamos en el monedero de plástico, creímos que lo mejor era recurrir a los alcauciles, baratos sustitutos, baratísimos, casi regalados. Tres kilos por unos pesos, casi nada, a nuestro alcance. Con ellos, jugosos, glaucos, salvadores, engañaríamos las fauces anhelantes. Acumulando fuerzas llegué hasta el mercado, esperé mi turno, y con un dejo de imploración pedí una gran ración de alcauciles. Tan sólo debía hervirlos, sazonarlos y comeríamos como reyes. Comenzaríamos el sabroso ritual de tomar hojita por hojita y rescatar de ellas su carnosa delicia. En definitiva, el ritual de chuparlas hasta dejarlas finitas. Era tanta la debilidad que albergábamos en nuestros cuerpos de sílfides, que pusimos a hervir los alcauciles y nos sentamos a la mesa que mucho se parecía a un altar. Esperamos a que estuviesen listos, sin hablar, apenas respirando por inercia, como por un mecanismo insalvable, inevitable pero no voluntario. Nos adormecimos. Un sopor espeso nos cayó como una lenta plancha de cemento sobre nuestras fuerzas precarias, leve resistencia a la vigilia a causa de la debilidad. Yo soñé que flotaba en una nube verde que era en definitiva un alcaucil gigante. Entonces yo me deslizaba con gracia y deleite por sus hojas cóncavas, perfectas, deliciosas, vorágines con sendas y huecos

de esmeraldas, ásperas y

reivindicatorias, para al fin converger en un fibroso corazón blanquecino.

El bullicio de la tapa de la cacerola sacudida sísmicamente por los vapores gloriosos del hervor, me sustrajo de aquel estado de latencia instintiva, al que nos transportaba la anemia. Como él dormía, quise sorprenderlo con la ambrosía ya preparada para ser ingerida, triturada y al fin, apaciguaría nuestra hambruna matrimonial. Me resulta imposible describir con veracidad la expresión de felicidad, el gesto mágico de nuestro rostro níveo

al ver sobre la mesa

aquel manjar veteado dispuesto a

someterse a los caprichos de nuestro paladar. No recuerdo exactamente cuánto comimos, pero estábamos vivificados, recuperados. Fiesta del estómago y del corazón, savia venturosa por las ramas insospechadas

del

cuerpo, lujuria por los jugos gástricos y renovados. Por la tarde y tras la obtención milagrosa de dinero, volví en busca del magro sustento. Por la noche repetimos aquella orgía gastronómica de autodefensa, satisfaciendo las primarias necesidades en pos de la supervivencia. No niego su escaso valor nutritivo al ser engullidos como un único manjar, exclusivo y absoluto. No había otro remedio. La carestía de la vida, el implacable eje económico que nos hacía girar a su alrededor inexorablemente como desvalidas marionetas, nos había empujado a dieta tan restringida. De todas maneras éramos felices de tener algo que llevarnos a la boca y sentir el paso triunfante de aquella ínfima materia rodando por el esófago. No obstante, transcurridos unos días, volvimos a sentir esa

trepadora debilidad,

suasoria y envolvente devastándonos las ganas, los movimientos, el afán por la vida, esta vida ingrata que nos había deparado tanta indigencia, tan forzada continencia. Mucho me llamó la atención

una mañana espléndida de sol cuando al despertarme

lo vi a él, a mi amor, con un tinte verde cubriéndole el cuerpo, alguna vez hermoso, soberbio, ahora francamente deplorable, ingrávido, inmaterial. Estaba adquiriendo el mismo color verdino de los alcauciles, la misma opaca tonalidad. No me espanté. Era de esperarse. Supuse que por nuestras venas casi a la vista ya no nos navegaban torrentes sanguinolentos, sino aguas verdes de alcachofas, la buena alcachofa. Transportándome con la ingravidez de un ave para no interrumpir su sueño aletargado, me dirigí al living y ya enfrente del espejo corroboré con gracioso estupor que yo también me estaba poniendo increíblemente verde.

Todo aquello me dio risa. No éramos seres del espacio, no éramos duendes del bosque, éramos casi dos seres humanos, sólo que verdes. No, no me impresioné. Sólo me causó cierta sorpresa las marcadas cavidades de mi rostro, vislumbrado el hueso de tiza, la mágica transparencia. Cuando volví al lecho, él dormía con un ronquido especial, como diluyéndose en espacios nebulosos, completamente rendido a la dejadez de las sábanas. Traté de que volviera en sí, de sacudir su hombro de marfil, pero no tuve fuerzas. Creo que regresé a los dominios de Morfeo, consumida por una suerte de rendición exhausta. Me sentía leve, insustancial, ingrávida. Mi último pensamiento fue para los alcauciles que había en la heladera. Estarían calientes. Nos habían cortado la luz. ¿Cuántos quedarían?¿Un kilo... medio? Sonreí nuevamente al recordar nuestros juegos en días anteriores. Él decía una cifra en pesos y yo sacaba automáticamente la cantidad de alcauciles que podría comprar con ese importe. Él se acordaba de gastos superfluos que alguna vez, siglos atrás habíamos podido dilapidar y yo lo traducía al actual valor de los alcauciles. Nos habíamos divertido mucho. ¿Nuestros vecinos... que dirían? ¡Hacía tanto tiempo que no asomábamos nuestras escuálidas estampas a la calle! ¡Hacía tanto que no sacábamos la bolsa de residuos a la vereda! ¿Qué podríamos poner adentro, a no ser por la caterva liviana y prodigiosa de las hojas usufructuadas? ¿Con qué fin ostentar nuestras magras figuras en la intemperie y ser el bocadillo perfecto del submundo cacareador del barrio? Él dormía a mi lado, con una serenidad glacial. Tan hermoso y apenas ahora un desvalido contorno. Compañero de anemias y locuras... Cómplices en el amor y la pobreza. ¡Cómo lo quise! Repito. No sé en que momento desperté... Mucho menos, cuándo había claudicado al sueño. Habrían pasado días, meses...¡Qué sé yo! Me sentía exhausta. Una dulce fatiga presionando los sentidos, sólo un deshaciéndose en nada, diáfana pero áspera. ¿Qué me hizo volver a la vigilia, aun que más no sea por unos breves momentos?

vapor

Algunas durezas salientes... Algunos abscesos ásperos, levemente puntiagudos en el cuerpo del hombre que había amado, mi bello amor... que aún respiraba con cierta trabajosa dificultad. En mi inconsciencia, sopor o invalidez alcancé a divisar que su cuerpo se había brotado casi todo de hojitas diminutas, su piel nácar había sido invadida por puntas vegetales y era como un alcaucil prematuro. Por supuesto, yo también. Me sonreí. ¿Qué más podía hacer? Tanto va el cántaro a la fuente... Supuse que en mi próximo regreso a la vigilia ya no nos quedarían vestigios humanos. Seríamos dos tremendas alcachofas acostadas y durmientes. Mejor, pensé. Ya no sufriremos tanto.

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