Auto De Alquiler By Ismael Berroeta

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Auto de alquiler Ismael Berroeta www.tarotparatodos.com

-

No conocía este café. Fue una idea excelente de parte tuya juntarnos aquí. ¿Cómo se llama?.

-

“Café del Mundo”. Está muy bien ubicado. Frente a la Plaza Franke…, muy tranquila, con pocos curiosos, abierto toda la noche. ¿Qué más se podría pedir?. Preferiría que nos acomodáramos en las mesas de afuera, en la terraza, ¿estás de acuerdo Evita?.

-

Me parece estupendo. Sentémonos en ésta.

-

No adivinarás a quien encontré hoy …

-

¿Hombre o mujer?.

-

Mujer.

-

¿Amiga o enemiga?.

-

Amiga, linda, amiga. Anda, adivina …

-

¿De nuestro grupo?.

-

No, nunca quiso meterse.

-

¿Una patijunta?.

-

No, Evita, no me hagas reír. Todo lo contrario. Una poto suelto, igual que nosotras.

-

Aaaah, no me digas más. Se trata de la Silvia.

-

¿Cómo?. No seas insolente. Querrás decir la señora Silvia -, expresó Arinda con tono irónico. Así es, la señora Silvia … y te mandó muchos saludos, besos y abrazos …

-

Se los agradezco. ¡Qué lástima no haber estado contigo!. ¡Éramos tan amigas!, … Y la Silvia es tan simpática. ¿Qué novedades tiene la puta tal por cual?.

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-

Querida, no conviene escupir hacia el cielo …-, dijo Arinda con sonsonete de señora de sociedad.

-

No te pongas seria, huevona, sólo estaba bromeando.

-

Y yo también, ¿quién va a ponerse seria hablando de la Silvia?.

-

Nadie, por cierto. ¡Qué bien hacía el papel de la dama, de la mujer intachable! -, señaló Eva, interrumpiéndose por una carcajada, y agregó: - Esta supo administrarse mejor que nosotras - encendió un cigarrillo, aspiró el humo y expulsó una bocanada - … a nosotras … el grupo1 nos tenía bien cagadas … nos costó salir …

-

Es que ella siempre le tuvo miedo a la diosa blanca. Mira, creo que ni siquiera fumó hierba …

-

¿Cómo está?. ¿Sigue casada? -, preguntó Eva..

-

Sí, con el mismo huevón del marido. Está más tranquila. Me dejó hasta asombrada, te diré. Se le ha calmado el poto.

-

No digas.

-

Sí que te digo. ¿Y sabes por qué?. Parece que ha encontrado al hombre de su vida. Bueno, no sé si se pudiera hablar de hombre o mitad de hombre, la cosa es que este personaje la tiene como una seda, calmada, serena …

-

No te creo.

-

Créeme. Sé que es difícil porque ésta era ninfómana.

-

Ninfo… ¿qué?.

-

Ninfómana, ¡cómo no vas a saber!, O sea, una tipa con calentura permanente, ansiosa de comerse una verga tras otra.

-

Y ahora está tranquila. ¿Estás bromeando?.

-

No lo estoy, para nada, para nada. Entiendo que te mantengas incrédula después de haber conocido su especialidad.

-

Te refieres a…

-

A esa misma que tú estás pensando, linda, a los taxistas.

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Ver “La Picadura del Alacrán” y “Transporte Utilitario”.

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-

Verdad. ¿Por qué le gustarían?.

-

Mira, yo no sabría decir si le gustaban tanto o no, tú sabes que una a veces se va enredando en algo sin saberlo. Y … ¿sabes cómo empezó?. ¿Se iniciaría con el negro ése, el alto?.

-

No, chica, no. Se nota que no sabes nada. Mira, deja contarte. Era un verano. Eso, primero, enciéndeme un cigarrillo. ¡Puufff!. Están saliendo cada vez más malos. ¿Serán falsificados?. Los compré en calle Huérfanos a un vendedor ambulante, esos de la acera. Bueno, te decía que era un verano. A ella le pareció conocerlo vagamente porque el tipo pasaba casi siempre en el taxi por su barrio. Era un chico lindo y más joven que ella. Debe haber tenido tan sólo unos veintitrés …

-

¿Y la Silvia?.

-

Esta comadre andaba por los treinta. Un día, en el mes de enero, necesitaba ir al centro de la ciudad. Debes acordarte que Silvia vivía en la parte alta, en un buen barrio … el marido ganaba plata. El asunto es que vio un auto de alquiler y le hizo señal que se detuviera. Subió al coche. De repente, al poco rato de marcha, siente que el conductor hablaba. El muchacho se dirigía a ella, alegrándose de su suerte. Por fin - decía él - llevaba como pasajera a una señora tan bonita que antes de ese día - a pesar que pasaba siempre por allí - no se había dignado a mirarlo.

-

¿Ella lo conocía?.

-

Bueno, te dije que le parecía haberlo visto antes.

-

Una señora tan decente no tenía por qué fijarse en un miserable taxista.

-

¡Señora decente!. Si ésta le ha bailado desnuda hasta a los perros.

-

Eva, no seas bocona. Nosotras le conocemos sus cosas pero, a cualquier mujer le gusta ser respetada en su vecindario. ¿O acaso tú tienes un letrero en la puerta de tu casa que dice “Soy una Puta”?.

-

No dejo de encontrarte razón. Anda, dejémonos de tonterías y te seguiré contando. En el camino, se dejó envolver por la conversación del joven. Hablaron de todo un poco. Temas banales, no cabe duda. A poco de llegar a las calles céntricas, como que no quiere la cosa, el chico se ofreció a esperar que terminara sus diligencias y, después, volver a llevarla a su casa. Hacía bastante calor, por lo cual a Silvia le pareció buena idea tener un auto a mano para escapar lo antes posible de ese horno del centro. Con su

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consentimiento, el tipo ingresó en un estacionamiento subterráneo, el cual quedaba cerca del Banco donde ella iba a hacer sus trámites. Al descender, el amable chofer le propuso acompañarla … quizás podría llevarle sus carpetas con documentos … -

O sea, hacer el junior de la dama …-, comentó Arinda dirigiendo los ojos hacia el cielo expresivamente.

-

Sí pues, niña, un ayudante joven y gratuito. Ella hizo lo necesario en el Banco, después pasó al Registro Civil y no sé qué más. Se notaba que él no estaba dispuesto a perderla de vista. Finalizados los asuntillos que le apuraban, volvieron al coche. Allí, se acomodaron en los asientos de adelante y siguieron conversando. Él dijo que se llamaba Calixto y ella se inventó un seudónimo. ¿Qué cosas le gustaban a ella?. ¿Qué distracciones tenía?. ¿Le agradaba el cantante tal o cual?. Y a él, ¿cómo le gustaban las mujeres?. ¿Era casado?. ¿ Prefería las fiestas, bailar o salir a pasear?. A su turno, a ella, ¿cómo le agradaban los varones?. En fin, toda esa sarta de estupideces que se dicen las parejas con ganas de flirtear y que están empezando a conocerse.

-

Mejor digamos, Eva querida, que esta señora había empezado a calentarse con el chico …

-

Ni más ni menos. Aunque si vas al grano tan pronto no me quedará historia para relatar. Bien, de repente, él le pone una mano sobre la pierna.

-

Así, ¿sobre la pierna … desnuda?.

-

No, llevaba panty-medias. Con gesto rápido, ella le retira la mano. Él vuelve a insistir. Ella finge empujarle la mano y muy pronto, cede.

-

Déjame hasta ahí. La primera vez se la quitó por el “que va a pensar de mí”.

-

Exacto. No había mucho que pensar pero ella siempre se cuidaba de guardar algunas apariencias. Y la mano siguió avanzando. Se va deslizando por la pierna desde la rodilla hacia arriba, hasta llegar a la ingle. La excitación de Silvia fue violenta, llegó a dar un respingo. Parece que intuía más o menos claro que iba a entregarse. Lo que vino, te lo imaginarás. Se abrazaron, se besaron, no mucho, porque ella siempre tenía ese apuro que nunca abandona a las poto caliente. El muchacho reclinó los asientos hacia atrás hasta el máximo. Nuestra amiga se sacó una pierna de la panty y del calzón, también. Se puso de lado, presentándole el trasero, ese inmenso culo que tiene la susodicha, para que la penetrara desde atrás.

-

Oye, pidamos un refresco. No puedo evitar estimularme con estas historias..

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-

Como quieras. Allí viene el mesero. Despáchalo pronto para seguir conversando.

-

¡Joven!. Traiga dos cervezas, mezcladas con refresco de naranja.

-

Bien, el taxista hizo todo lo que pudo. Ambos lo intentaron con empeño y aunque transpiraban como condenados en el encierro del auto, no hubo caso, no lograron introducirlo. ¿Estaría muy seca?, ¿La erección era poco potente?, ¿La apertura de piernas no era suficiente?. Anda tú a saber. Sin embargo, a ésta no le iba a fallar el asunto así como así. Se volteó, siempre acostada en el asiento, le cogió el miembro y comenzó a fregárselo de arriba a abajo. Él, por su parte, comprendió el juego, le puso los dedos en la vulva y dio inicio al frotamiento de la cosa, no muy hábilmente, pero lo suficiente para dejar sentir una caricia de sensación agradable.

-

Apuesto a que el tipo eyaculó precozmente … ¿y ella?.

-

¿Culó … precoz?. ¿Cómo?.

-

Quise decir si el huevón se fue cortado muy rápido -, aclaró Arinda con cierto dejo de impaciencia.

-

Los dos alcanzaron orgasmo. El taxista acabó ensuciándolo todo. El semen corría por la mano cariñosa que lo mimó con tanta bondad.

-

¿Y cómo se limpiaron?.

-

Lo único que tenía en el taxi - el muy ordinario - era uno de esos trapos amarillos tieso de grasa y de polvo. La Silvia hizo de tripas corazón y se restregó el moco de las manos y las piernas con la porquería esa.

-

Por lo menos, se desahogaron. ¿Y qué pasó después?.

-

Ninguno tenía deseos de continuar. Por un lado, estaba la sensación de suciedad y, por otro, el calor sofocante del vehículo sin aire acondicionado, en el ambiente viciado del subterráneo. Él quiso dárselas de suficiente y preguntó si no le daba las gracias por haberla aliviado. ¿Sabes con qué le sale ésta, quien se había ofendido con la ocurrencia del tipo?. Pues le contesta que esos favores no son gratis, que ella habitualmente cobra y no se hace responsable si el cliente no es capaz de meterlo. El taxista quedó todo corrido, hijita. ¡Resultó que la señora era profesional!. Azorado, respondió que no tenía dinero. Debería pagarle llevándola gratis de retorno a su casa. Y así fue. La única salvedad es que nuestra amiga no permitió que la dejara en la misma puerta sino, a unas dos cuadras de allí.

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-

¿Se volvieron a juntar?.

-

Habían quedado de verse de nuevo pero, nunca pasó nada más. A ella le habría gustado fornicar de verdad con el pollo ése y tuvo que olvidarse de él porque nunca volvió a verlo.

-

Oye, amiga, me da la impresión que la experiencia de ese taxi le fue muy útil. La muy putona aprendió a usar los automóviles como cuarto de hotel y a hacerse transportar sin dinero, pagando en carne fresca a los choferes. Y tú, dime algo, ¿supiste lo del rubio?.

-

Nunca lo vi, aunque me pareció escucharle que tenía un mino rubio. ¿Sabes algo de eso, Arinda?. ¿Sabes algo?.

-

¡De ese asunto estoy bien enterada, chiquilla!. Deja que te cuente. ¡ Ey !. Muchacho, por favor, llévate estos vasos y trae dos copas de helado. Mira, la Silvia hacía más de veinte años que no veía a Tancredo, el rubio. Lo había conocido cuando ambos tenían siete u ocho años. Le había gustado el niñito, tan guapo, tan bien peinado, con unos ojos azules tan grandes. Y el pequeño apareció de nuevo, aunque convertido en un hombre alto, atlético y bajo cuya bragueta se insinuaba claramente lo que todo macho tiene que tener. Nada más verlo y su pensamiento - rápido como un rayo - fue “Ahora, no se me escapa”.

-

¿Y en qué circunstancias volvió a encontrarlo?.

-

Había fallecido un tío de Silvia, en el sur, y se vieron en el funeral. Se portó muy serio - como correspondía a la ocasión - y le pasó una tarjeta con sus señas, ni más ni menos que delante del marido. Éste, - a quien la vejez todavía no se le había venido encima - quedó refunfuñando lleno de celos, diciendo que ese tipo nunca le había agradado. Nuestra amiga hizo el papel de la sobrina desconsolada y le dio, con toda compostura, las gracias por su gentileza agregando que podía ir a visitarlos cuando quisiera.

-

¿Y se lo agarró allá mismo?.

-

No, no. Esta mujer es osada no tanto para ser infiel en presencia del marido. Se guardó las ganas para cuando regresaran a la capital. Dicho y hecho. Apenas transcurridos uno o dos días de vuelta en casa cuando recibió una llamada telefónica del rubio, quien la invitaba a juntarse después del almuerzo en la calle de la Independencia. Y así fue, pues, la señora aceptó de inmediato y estuvo muy arregladita, puntualmente, en el lugar convenido. Cuando Tancredo apareció conduciendo un taxi, la Silvia comprendió cuál era

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la profesión de su nuevo enamorado. No era gran cosa pero, por lo menos, disponía de movilización propia y ella sabía cómo sacarle partido. -o-

¿Me demoré mucho en el toillette?. ¿No?. ¡Qué bueno!. No estoy dispuesta a que te aburras y decidas irte sin terminar de relatarme la historia. Pásame tu encendedor. Gracias, continúa Arinda -, dijo Eva después de lanzar una bocanada de humo.

-

Entonces, sigo. Silvia nunca tuvo una explicación clara, si fuese costumbre o tradición entre los choferes de autos de alquiler, el caso es que el rubio fue directo a meterse en un estacionamiento subterráneo.

-

Se ve que el hombre estaba apurado, con hambre atrasado -, sentenció Eva.

-

Lo mismo me pareció. A diferencia de sus primeros taxistas, éste daba la impresión de tener más experiencia. Se veía que no era la primera vez que llevaba a una mina para usarla en esos menesteres.

-

¿Y en qué se notaba esa diferencia?.

-

La Silvia se percató que el auto tenía un aspecto muy limpio por fuera y por dentro. Casi podía hablarse de pulcritud. El infaltable trapo naranja se veía impecable. Y aquí viene lo curioso. De la guantera, dentro de un envase de papel, sacó un pañal de bebé, uno de esos de hilo de algodón. Luego, con gran pericia, procedió a reclinar los asientos. Empezaron besarse de inmediato en forma apasionada, con un brillo animal en la mirada, única luz en la semi penumbra del estacionamiento. Las manos del rubio le recorrían las piernas, las caderas, le apretaban los senos, le levantaban la falda, le sobaban el pubis. La Silvia estaba caliente como una yegua y sentía que sus propios líquidos iban humedeciendo su entrepierna. La acometió un anhelo desesperante de tener un falo incrustado en la vagina. Sus dedos se deslizaron ansiosos hacia la bragueta. Dando muestra de una sólida experiencia, muy luego tuvo a su disposición la deseada verga, la cual acarició y besó sin tregua. Entre los sofocados murmullos de la lucha que tenían en la cabina, escuchó que Tancredo le susurraba al oído que debía sacarse los calzones. Le obedeció a medias, porque había aprendido - como tú recordarás - a sacarse las prendas íntimas de una sola pierna. El rubio se tendió de espaldas en el asiento y con las manos la fue guiando para que se instalara montada sobre él. Sin dificultad, ubicó la cabeza en la entrada y, debido a la buena lubricación natural de esta mina y al peso de su cuerpo, la herramienta se hundió con rapidez hasta el fondo. Ensartada en el aparato, se puso a cabalgar, rítmicamente, sin demasiada prisa. Al fin y al cabo, no conocía totalmente el ambiente donde hacía equitación. Ella gozaba

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intensamente y él estaba loco de placer. El techo del automóvil la obligaba a mantener la cabeza gacha pero, eso no importaba. Si hubiese estado más alto, igual no habría podido levantarla por causa del frenético deleite al que se había entregado. No fueron muchas ni con demasiada fuerza las embestidas que lanzó con sus caderas. Acabó a los pocos segundos y él alcanzó orgasmo, también, eyaculando de manera espectacular, quedando un desastre de semen entre los dos cuerpos. -

¡Qué preciosa cagada, comadre!.

-

Ya lo creo. Y qué calentada, agregaría yo. Por favor, encarguemos algo, no sé, un vaso de jugo bien helado.

-

Como tú quieras. Aunque no sé de qué nos va a servir porque la calentura no la tenemos en el estómago sino en otro sitio, huevona.

-

No importa amiga. Enfriémonos un poco, de lo contrario, se nos va a notar.

-

Será como tú digas. Acabo de hacer una seña al mozo, así que sigue contando.

-

Bien. Ella se dejó caer sobre él y, abrazados, reposaron un momento. Unos instantes después, Silvia se bajó y se instaló a su lado. El rubio se irguió y le pasó el famoso pañal. Con esto se limpiaron y se secaron. Ella, sin palabras, se sacó del todo el calzón y la panty, se acomodó de nuevo junto a él para descansar unos minutos.

-

Hasta ahí, todo le salía bien. ¡Qué arriesgada esta tipa!. Meterse con taxistas, ¿cómo no se agarró una enfermedad?.

-

Bueno, la Silvia siempre tomó sus precauciones. Visitaba periódicamente al ginecólogo. Pero esas son otras historias. Deja que siga relatando.

-

Sigue, sigue.

-

Como te contaba, sacaron un poco el aliento, se abrazaron y continuaron besándose. Los dos eran jóvenes así que se calentaron rápido una vez más. La cosa del rubio volvió a crecer y a engrosarse. Nuevamente, sin palabras, él se deslizó sobre los asientos, más o menos al centro del vehículo. Ella, por su parte, era la que más piruetas tenía que hacer. Arrodillarse, no alzar demasiado la cabeza para no darse con el techo, levantar una pierna y pasarla con cuidado por encima del cuerpo del taxista para no golpearse con manijas ni palancas. Y esta es la parte más novedosa. Al pasar la pierna por encima de las del rubio y buscar forma de acomodarse sobre su cuerpo, pasó

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a rozar de manera casual su zona genital con la palanca de cambios. Y … le gustó. -

¡No te puedo creer!. Sin embargo, conociéndola, no debería extrañarme nada …

-

Oye, créeme. Le agradó y se excitó aún más. Se hizo la tonta, como que estaba indecisa, en tanto el extremo del mango lo mantenía apretado contra su vulva. ¿Qué me dices?.

-

¿Qué quieres que te diga?. Lo encuentro genial.

-

Es que aún no has oído el resto. Él, que no tenía un pelo de leso, captó que nuestra amiga estaba excitada con el bastón. Hombre práctico, se incorporó un poco, la rodeó con los brazos a la altura de las caderas y le preguntó si le interesaba tomarle el sabor. “- ¿Probarla?” -, preguntó la Silvia como si no comprendiera de lo que ambos sabían. “- Sí, probar la palanca Silvita. ¿ Te ayudo a metértela?” -, dijo el taxista. ¿Y qué piensas que respondió ella?.

-

“ - Bueno, ya” -, dijo Eva muerta de la risa.

-

Exacto. Al sentir que él ayudaba a soportar su peso, ella se sujetó con una mano a una de las manijas laterales del techo del auto y con la otra entreabrió los labios de su cuestión, en tanto, la cabeza de la palanca se iba perdiendo lentamente, lentamente, en sus entrañas.

-

¡Uy!, Me da un poco de nervios. ¿No estás inventando esto?. No me hagas una mala jugada porque estoy súper caliente con la historia.

-

No, no, no. No digas eso, me haces reír. Deja continuar -, dijo Arinda con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. - A mí también me da un poco de escalofríos, pero a ella parece que no se le dio demasiado. Con cuidado, experimentando un poco de temor a desgarrarse, se agitó - sostenida por el tipo - sobre la palanca y, como siempre, no se demoró demasiado en acabar. Le vino el deleite del éxtasis y le pareció que su cuerpo se desmoronaba. Él la ayudó a acostarse, le levantó las piernas juntándole las rodillas contra sus senos y después se dejó caer sobre ella enterrándole la verga. Él, excitadísimo, se fue de nuevo, mientras que la pasajera del taxi no podía bajar de la nube de placer en la que le había dejado la palanca y que esta nueva acometida no hacía sino prolongar.

-

¡Qué calentura comadre! … . Después de ese día, ¿se siguió viendo con el rubio?.

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-

Mira, pasada esa aventura, la experiencia volvió a repetirse más o menos una vez al mes. Ella esperaba el taxi en el Parque Forestal y se dirigían al estacionamiento. Ambos quedaban felices y el taxista pagaba sin chistar la tarifa. El rubio no tenía ninguna condición excepcional. Era joven, su rostro era llamativo, aspecto atlético. Su aparato no se diferenciaba en nada del resto de los que ella había conocido. Además, se iba cortado más o menos con la misma velocidad que lo hacían todos.

-

¿Y cuánto duró el romance?.

-

Un año y medio, aproximadamente. La Silvia decidió terminar con él porque quería administrarle el negocio.

-

Quieres decir que.

-

Eso, pensaba transformarse en el cabrón empresario. Conseguirle las citas, transportarla y quedarse con el dinero. En una ocasión le pegó y, desde esa vez, lo dejó para siempre.

-

Menos mal, lo peor que una mujer tiene que soportar es que el macho la agreda. ¡Hay algunas tan estúpidas que soportan sin decir nada!. Si todo está en que una se haga respetar. ¿ Te acuerdas de Arnaldo?.

-

¿Arnaldo?. ¡Cómo no me voy a acordar de él!. Fue tu primera pareja...

-

¿Supiste que el huevón me golpeó una vez?.

-

¡Desgraciado!. ¿Y qué hiciste?.

-

Muy simple. Todavía no se me quitaba el dolor de los puñetes que me había dado cuando le lancé una olla con agua hirviendo. ¡Ja, ja, ja, já!.

-

Eva, te pasaste, te felicito, te felicito. ¿Y qué pasó?, ¿Te volvió a pegar?.

-

Niña, mientras lo llevaban al hospital, empaqué sus cosas y las puse en la calle. Santo remedio, se acabaron los tipos de mal genio en mi casa. ¿Y qué hizo la Silvia?. Imagino que no se dejaría seguir golpeando.

-

Claro que no. Simplemente, dejó de verlo.

-

Decisión inteligente de su parte. Óyeme, chica, ¿y tú le conoces la historia con el taxista llorón? -, preguntó Eva.

-

No, no, ¿le sabes otra más?. Cuéntamela, por favor.

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-

Bien, lo haré. Escucha. -o-

“Silvia se encaramó en un taxi. Tenía que ir a visitar a una amiga. Ese día, no tenía la menor intención de dedicarse a una aventura amorosa. El auto partió. Puso rumbo hacia Vitacura. En treinta minutos, se encontraba en la puerta de la casa de destino. Pagó al conductor. Bajó y pulsó la campanilla de la vivienda. Salió la doméstica. Explicó que la señora había tenido que salir con urgencia. Fue a casa de su madre, quien se había indispuesto repentinamente. Silvia dio las gracias. Se volteó para buscar un medio de transporte. Descubrió que el taxi que la había traído se encontraba allí mismo. Estaba indecisa respecto de lo que debía hacer. Sin embargo, se dirigió al vehículo y le manifestó al taxista lo ocurrido. Le expresó que le gustaría esperar un momento dentro del taxi. Podía darse la eventualidad que su amiga regresara. Después de un momento sin resultados, le indicó que la llevara de vuelta a casa. En el trayecto, el tipo le va trabando conversación. Casi no había reparado en él. Ahora, se daba cuenta que el chofer del auto es un tipo alto, grande, muy moreno. Faltaba aún bastante trecho para llegar a su barrio. Las casas, los vehículos, los árboles, las personas, todos desfilan en sentido contrario, anónimos, frente a sus ojos mientras el hombre habla. Dice que es tan importante tener a alguien con quien conversar, alguien al cual contarle sus cosas, sus problemas. Silvia lo escucha sin mayor interés. Se encontraban cerca de la casa, a escasos metros. El hombre le pide que no se baje, que desea hablar con ella. Silvia arguye que debe ir a ocuparse de sus cosas. Tiene que ver asuntos familiares. El tipo insiste, le ruega, le suplica. Está indecisa. El chofer, sin dejar de pedirle conmiseración, pone en marcha el vehículo. Ella se deja llevar, protesta un poco, pero sin fuerza. Él, conduce el auto hasta una plazuela. Silvia está un poco intrigada. No tiene miedo. ¿Por qué accede?. No sabe. El taxista estaciona en la plaza. Se bajan del auto y conversan en un escaño. El grandote es un solitario, un ser hambriento de afecto. Caminan por la plaza. Erinel - así se presentó el moreno - le cuenta sus penas. Ella, escucha y lo consuela. Se detienen junto a una barda. Ella se apoya allí, de espaldas al pequeño muro, con las nalgas en el borde. Él, aunque mucho más alto, hace lo mismo. Ella le toma una mano para transmitirle cariño y simpatía. Ese gesto de ternura basta para que el tipo se ponga a llorar. Ella lo abraza. Lo recoge en su regazo. Le hace cariño y el hombrón se va tranquilizando. Silvia no se lo explica pero, en ese abrazo, se ha excitado. Antes, la plazuela estaba desierta. Ahora, hay niños jugando. Más allá, unos adultos mayores conversando o cuidando a los pequeños. Algunas comadres se dedican a parlotear y hablar mal de sus vecinas. A partir de ese momento, casi no hubo palabras, sólo miradas. El hombre se mantuvo apoyado en la baranda y ella se afirmó en él, abrazada de frente. Pecho con pecho, pubis con pubis, vientre con vientre. Él abre la bragueta y saca un pene descomunal. No había confesado todo. Esta era la razón por la cual las mujeres que lo habían conocido no eran capaces de mantener una relación estable. En ese momento, Silvia comprendió la verdad. Se encontraba demasiado caliente para echarse atrás. Estaba impresionada, pero

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aceptaba el desafío. Tratándose de un pico de esas dimensiones era capaz de cualquier cosa. Llevaba una falda larga, de estilo indiano. Se alzó el borde delantero, con discreción. La lentitud de los movimientos y el carácter inmoral de su proceder añadía un fuerte aditivo de lascivia a la escena. Puso la punta del pene contra su vulva, bastante mojada por los lentos ejercicios preliminares. No era la primera vez que ella practicaba el coito de pie. Hecha la salvedad de ser la primera vez en público y con el falo más grande que ella había visto desde los penes de burro que miraba cuando pequeña. Al primer intento, no entró. Era una de las pocas veces que no lograba su objetivo. Razón de más para que la insatisfacción movilizara todas sus apetencias. Ambos, se sentían minuto a minuto más y más calientes. Con tantos roces y apretones, el moreno eyaculó. Un río de semen le corría a Silvia por las piernas hacia abajo. Ella alcanzó orgasmo. Agradecía esos empellones del grueso bastón contra su clítoris. No quedaron tranquilos. Eran dos seres con demasiadas frustraciones sexuales acumuladas. Los atenazaba un hambre de sexo de toda una vida de decepciones. Siguieron abrazados. Unos minutos después, con la herramienta del moreno nuevamente en su amplia expresión física, recomenzaron las tentativas. Esta vez ella no se anduvo con miramientos. Abrió más las rodillas y trepó un poco por las piernas de su pareja, dejando su vulva más abierta. El mismo semen derramado anteriormente hizo de lubricante. Calientes a morir, lograron introducirlo, brotándole a Silvia lágrimas de los ojos, igual que si fuese un parto. No pudo meterlo completo, pero el trozo que entró fue suficiente para que viniera el éxtasis, nuevamente. Ella sabía que el último intento había sido demasiado ostentoso. Con la cabeza de lado, apoyada sobre el pecho del moreno, miró con los ojos vidriosos hacia las viejas que estaban en los bancos de un costado de la plaza. Volteó hacia el otro lado y comprendió que todos los estaban mirando. Siempre estas aventuras mal organizadas terminaban en forma desagradable. La gente de mierda se daba cuenta que realizaban coito en la vía pública. Pronto llamarían a la policía. Además, líquidos pegajosos, desaseo, olores fuertes. Decidieron romper de inmediato con la cortina de sospechas a su alrededor. Subieron de nuevo al auto. Erinel la fue a dejar a su barrio. Se despidieron con la promesa de volver a juntarse. Nunca se cumplió. Ella se dio cuenta en los meses siguientes, en varias ocasiones, que él buscaba su casa. Silvia se ocultaba. Nunca supo la causa por qué había decidido esfumarse y no volver a encontrarlo jamás. Días más tarde, cuando me contaba la aventura, me decía: “- ¡ He sido tan huevona!. ¡He hecho tantas huevadas en mi vida!”.” -o-

Desde esa oportunidad, dejé de verla más o menos dos años, quizás más, hasta que me la encontré en Providencia hace quince días -, dijo Eva al terminar su relato.

-

Mira, no le conocía ésa, ¡y tiene tantas!. ¿Te contó la historia que está viviendo ahora?.

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-

No. En verdad, sólo tuvimos tiempo de saludarnos pues ambas íbamos apuradas.

-

Linda, cuando ustedes andan apuradas yo sé lo que van a buscar…

-

Negocios, sólo negocios …

-

Sí, sí, ¿quién lo duda? -, dijo Arinda con la picardía reflejada en sus expresivos ojos, y agregó: - Bien, la cosa es que a mí sí que me informó con lujo de detalles. Su actual aventura deja chicas todas las anteriores.

-

¡No digas!. ¿Y qué esperas para contarme?. Vamos, vamos, anda. Soy toda oídos, Arinda.

-

Todo comenzó cuando esta comadre recibió una llamada de su ex.

-

¿Cuál de todos?.

-

De su ex taxista …

-

Insisto, chica, ¿cuál de todos?.

-

De Tancredo pues, del rubio.

-

Vaya, vaya -, murmuró Eva, tras lo cual llevó su taza de café a los labios.

-

Como te había contado, ellos habían terminado definitivamente y Silvia no tenía ningún interés, ningún motivo para volver a verlo. Esa relación estaba muerta, por lo menos para ella.

-

Silvia nunca ha sido rencorosa, al contrario, se ha pasado de huevona para ser buena gente. Imagino que le habrá dado la ocasión de verse nuevamente. ¿ Y qué quería ese cabrón?.

-

Lo mismo se preguntaba esta mujer. “- ¿Qué querrá?. ¿ Tendrá algún problema y necesita pedirme ayuda?”, se decía. Tal como te comentaba, Tancredo le pidió que se juntaran. Se trataba de algo importante y ojalá insistió - se vieran ese mismo día. Como suponías, ella aceptó y quedaron de juntarse esa noche, a las nueve y media.

-

Un poco tarde. ¿No le puso problemas el marido?. Se supone que actualmente ese matrimonio está muy ordenado.

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-

A Silvia no le gustó mucho la hora de la cita pero, como su marido había ido por asuntos de trabajo a la ciudad de Concepción, se encontraba sola y no tendría necesidad de andar con mentiras ni con explicaciones por la casa. Por lo tanto, no teniendo impedimentos, le dijo que sí, que se vieran a esa hora. A las nueve y media, aunque era verano, ya estaba oscuro. Ella lo esperaba en la Plaza Egaña y el rubio pasó a buscarla con puntualidad.

-

La que nunca tuvo cuando fueron pareja …

-

Sorprendente, ¿verdad?. Nuestra amiga subió al taxi y él tomó rumbo hacia el centro. Se veía muy tranquilo, muy correcto. Se fueron platicando en el trayecto.

-

¿Se iría a meter de nuevo en un estacionamiento subterráneo? -, comentó Eva.

-

¡Oye!. ¿Eres mentalista?. Deja que continúe, muchacha. Exactamente como tú adivinaste, Tancredo se metió con auto y todo en un estacionamiento subterráneo, uno que queda por ahí por calle Miraflores, la Silvia no se acuerda exactamente dónde. Estaba sorprendida y un poco molesta. Pensó que él tenía intenciones de rememorar los viejos tiempos e invitarla a salir. Hasta se imaginó que iba a forzarla a tener relaciones en las profundidades de aquellos sótanos. Comenzó a sentirse vejada y utilizada por su ex. “ - ¿Estará bebido?” -, pensaba.

-

Pésimo comienzo, ¿no te parece?. ¡Tsch, tsch! -, comento Eva, chasqueando la lengua al final de la frase.

-

Tancredo estacionó en el segundo subterráneo, al fondo, en el rincón más oscuro. La cara de Silvia - que reflejaba su ánimo - variaba entre la tristeza y el mal humor. Ella aguardaba lo peor. Sin embargo, Tancredo no le pidió nada, ni dinero, ni sexo. No la forzó, no la insultó, no la golpeó. ¿ Qué tal?.

-

Y entonces, ¿qué?.

-

Conversó de sus parientes, de su hijita, pues ahora está de padre ejemplar, de cómo andaba el trabajo. Ahí Silvia se fue relajando y sin darse cuenta se fue metiendo en la conversación, tal como lo había hecho antes de haber llegado a esa boca de lobo. De pronto, el rubio pidió disculpas y dijo que necesitaba ir a comprar algo. Ella no le escuchó bien, parece que eran cigarrillos. Él se bajó del auto y desapareció en la densa penumbra del subterráneo. Y ahí quedó Silvia esperando. Estaba tranquila. No comprendía o no adivinaba que sería lo tan importante que el taxista necesitaba decirle.

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-

¡Qué paciencia la de esta pobre con ese huevón!. Tú o yo nos habríamos mandado cambiar que rato.

-

Ni dudarlo, Eva. Pasaron unos minutos. En la cabina del auto, alumbrada por la tenue y amarillenta luz del interior del vehículo, esta mujer se pregunta en voz alta: “ - ¿Por qué se demorará tanto?”. Después, comenta: “ - Y me ha dejado sola”. Y espérate lo que sigue. De improviso, una voz habla detrás de Silvia: “ - Yo le pedí que se demorara un poco. Quédese tranquila, no tenga miedo, no pienso hacerle daño. Yo la acompañaré un momento”.

-

¿ Qué?.

-

Lo que te digo. Al escuchar esa voz, con el susto, Silvia dio un sacudón que la hizo dar con la cabeza contra el techo del taxi. Helada de miedo, se dio vuelta a mirar y, sentado en el asiento trasero, estaba un tipo. Era alguien diferente a lo común.

-

¿Qué hacía ahí?. ¿Cómo había entrado?. ¿Quién era?.

-

Es lo mismo que se preguntaba Silvia. Ahí atrás, pierna arriba, estaba un individuo de estatura insignificante. Para que te hagas una idea, poco más de un metro de alto. Vestido de manera impecable, de camisa blanca y terno azul marino, cabello de corte regular, bien peinado y brillante, parecía un ejecutivo en miniatura. Con ademán seguro, metió la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una pitillera, la cual lanzó un destello áureo bajo la precaria iluminación. La abrió y la extendió hacia Silvia diciendo: “ - ¿Fuma usted?”. El ademán del enano la descolocó de tal forma que sólo atinó a sacar un cigarrillo, a ponerlo entre sus labios y a prenderlo con el fuego que le ofrecía el tipo con un encendedor dorado como la pitillera. La invitó a pasar a su lado, al asiento de atrás. Así lo hizo y, a los pocos minutos, se encontraba conversando relajadamente con el tipo.

-

¿De dónde había salido? -, preguntó Eva, intrigada con el personaje.

-

Se presentó como Filemón Ragusin. Conocía a Tancredo, cuyos servicios como taxista utilizaba desde hacía meses, con la diferencia que esta vez le había pedido que le consiguiera una mujer.

-

¿Una puta?.

-

Podría ser, pero Filemón no quería una tipa corriente, sino una que tuviese capacidad amatoria de verdad, que gozara con el oficio. A Tancredo no se le ocurrió nada mejor que presentarle a nuestra especialista en taxis.

-

Se me ocurre que la eligió bien.

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-

No cabe duda. A medida que conversaban se fue dando cuenta que el enano era un tipo simpatiquísimo, con una voz grave, muy varonil, nada que ver con ese tonillo entre infantil y falsete que tienen otros pigmeos. Al poco rato, ella había puesto una de sus manos entre las de su acompañante. Eran unos manos pequeñas, suavísimas como la seda, de uñas cortas y bien cuidadas. Él alabó su buen gusto para vestir, encontró que su perfume era muy delicado, destacó que su nariz estaba maravillosamente perfilada y no dejó de resaltar lo atractivo que resultaba su rostro, que lucía una palidez marfileña bajo la débil luz del coche.

-

No me cabe en la cabeza que un individuo semejante fuera capaz de tantas galanterías juntas.

-

Ni nadie. Al escucharlas, Silvia cayó redonda a los pies de Filemón. Se aproximó a él y se dieron un beso digno de una película romántica.

-

Me imagino que a esas alturas esta tía lo que menos deseaba era que volviera el boludo de Tancredo.

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Exacto, niña, exacto. Vuelvo a decirte que adivinas siempre lo que va a acontecer -, comentó Arinda y ambas se echaron a reír.

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O sea que …

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El enano se deslizó como un gato y apagó la luz interior, quedando la pareja en medio de una amigable e insinuante oscuridad... . -o-

“Ella se tendió a lo largo del asiento trasero. Desabotonó un poco la parte superior de su blusa. Los zapatos, los colocó debajo del asiento. En medio de la penumbra, el enano volvió a su lado. Se instaló junto a ella de pie, entre las dos filas de butacas. Silvia lo cogió de un brazo y lo jaló hacia sí, sin brusquedad. Quería que se instalara encima, en medio de sus piernas. Probablemente un tipo normal lo hubiera hecho de esa manera. Sin embargo, Filemón era diferente y actuó de manera distinta. Se aproximó a Silvia hasta quedar junto a su busto. La cogió delicadamente del cuello. La besó en los labios. Con cuidado, al comienzo. Con fuerza, después. Con una mano - esas pequeñas manos - la retenía con firmeza y, con la otra, le recorría el cabello, las mejillas, las orejas. Este trato mas bien tierno hizo que Silvia se distendiera. Paulatinamente, empezó a disfrutar de esas caricias sutiles. Simulaban un cariño inexistente, eran dulcemente hipócritas. Comenzó a ser invadida por el deseo, distinto esta vez por completo de su calentura corriente. Era una pasión más serena, desprovista de esa promiscuidad animal a la que estaba acostumbrada. Volvió, una vez más, a atraerlo para que se

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subiera. Tomó una de las manos del pigmeo - esas pequeñas manos - y la condujo hasta colocarla sobre el pubis. Indicaba con claridad el camino que deseaba que tomaran los acontecimientos. Sin embargo, el chiquitín no continuó como ella esperaba. Le propinó unas ligeras caricias en el vientre y , además, recorrió su cadera. Le dijo: “- Espera un momento, preciosa. Filemón hace las cosas bien”. Se sentó a su lado y, muy luego, una luminosidad verdosa se propagó por la cabina. El pigmeo había prendido el teléfono celular. Llamó a Tancredo y le ordenó que regresara. En un par de minutos, el alcahuete se encontraba al volante. Ella, toda turbada, se apuró a poner en orden su traje y sus cabellos. El hombrecito le indicó al conductor que los llevara al Princesa Diana, un hotel galante localizado en calle Cienfuegos, como tú sabes. Ése, el del letrero con la corona de luces. En el camino, todos guardaron silencio. Descendieron en el estacionamiento del albergue. Silvia experimentó un extraño temor. ¿A qué?. ¿ A quién?. No lo sabía. Le dieron ganas de pedirle a Tancredo que los acompañara. ¿Para qué?. Más susto aún le dio lo estúpido de su pensamiento. El enano despidió al taxista en forma más que breve. Tirándola de una mano la condujo a la recepción. La encargada no manifestó ninguna sorpresa por la dispareja pareja. Los guió por un pasillo de luces indirectas, de tono rojo. Daban similar ambiente al de un laboratorio de revelado fotográfico. Filemón hizo que trajeran champaña para su acompañante y un vermú seco, para él. Ragusin propuso un brindis por haberse conocido. Añadió otro más por la figura y los ojos tan bellos de Silvia. Ésta le agradeció con una sonrisa. Se encontraban en el estar del pequeño departamento. Ella, sentada en uno de los sillones, relajadamente. En un determinado momento, el enano dejó el ambiente casi en tinieblas. Silvia - según su costumbre - se sacó sólo una pierna de la panty y del calzón. Filemón no parecía gustar de los asuntos a medio camino. Con dulzura - pero con determinación - le hizo señal de retirar ambas prendas completamente. Arrodillado sobre la alfombra, entre el sillón y la mesa de centro, quedó flanqueado por la magnífica estructura de las piernas de Silvia. Su cabeza quedó justo a la altura de los genitales de la hembra. El pigmeo abrió sus brazos - como dos pequeñas alas - y apoyó las manos en los pies de la mujer. Recorrió en forma simultánea aquellas extremidades bien torneadas, desde los tobillos hasta las ingles. Silvia sintió un borbotón de líquidos agolpándose a la entrada de su sexo. Filemón acercó la cara a la vulva, cuyos labios, tiernos pétalos, rosados, con pliegues similares a un clavel, brillaban con el rocío femenino. La lengua del pigmeo recorrió delicada, suave y húmedamente la textura de aquella flor y los dientes mordieron y tiraron con delicadeza. El apéndice bucal continuó explorando, acicateó al clítoris, se adentró hasta donde pudo en las profundidades de aquella sagrada gruta. Los lamidos concienzudos y sistemáticos de Filemón Ragusin eran deliciosos para la dama. No fue una, ni tampoco breve, sino varias y prolongadas las veces que alcanzó orgasmo. La señora prostituta nunca había experimentado algo semejante. Estaba adaptada a que un taxista se lo metiera, eyaculara y diera término brusco al placer que se iniciaba tan promisoriamente. Ahora, esta vez, ella quería más y más. Ocurría el milagro de no ser negado el deleite. Se le proporcionaba sin restricciones. Cuando descendió un poco de la nube de placer, extendió los brazos y acarició la cabeza del enano, atrayéndolo hacia arriba. El

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hombrecillo gateó con agilidad por encima de su vientre y la besó en la boca con una extraña mezcla de pasión y ternura. Dejó su rostro impregnado del aroma intenso de su propio sexo.” “La dama amiga nuestra se disculpó para ir unos instantes al toillette. Regresó al dormitorio, donde Filemón la aguardaba en absoluta oscuridad. Iba a avanzar a tientas cuando él la recibe atentamente y la conduce con gentileza hasta la cama. Silvia se había desvestido en el baño. Venía completamente desnuda. Se tendió de espaldas en el lecho. No hizo más que sentir el roce del enano junto a sus rodillas para separarlas en un santiamén. El diminuto hombre comenzó de inmediato a maniobrar. Con sus dedos acarició una y otra vez las partes de Silvia, arrastrando sus líquidos hasta hacerlos resbalar e inundar su trasero. Su boca se abalanzó sobre el clítoris, succionándolo cual consumado artista. Cuando iba a abandonarse al deleite que precede a la máxima excitación, Silvia sintió uno o varios dedos nunca supo cuántos - introducirse en su ano. Le gustó. Y mucho. Pocos segundos después, la otra pequeña mano, con los dedos unidos en punta, iniciaba rítmicos y repetidos ataques contra su vulva. Y así, avanzando y retrocediendo, humectándose, moviéndose a izquierda y derecha, balanceándose arriba y abajo, mojándose más y más, la mano y su muñeca ingresaron a semejanza del miembro de un macho en aquella aterciopelada cavidad. Silvia imaginaba tener un pene descomunal en su interior. Era como si la verga del planeta la traspasara a través de sus intestinos y sus pulmones, hasta llegar a juguetear contra su garganta. Fue un terremoto de placer. La invadió una alegría desbordante, un júbilo frenético, seguido de una ternura sollozante. Había experimentado un orgasmo de tal magnitud que no hallaba cómo demostrar su agradecimiento por tanta felicidad. Estaba dispuesta a consentir cualquier cosa al liliputiense y a someterse a él, cualesquiera fuesen sus caprichos. Para dar una señal clara de absoluta entrega, Silvia adoptó una postura especial. Se instaló de rodillas, se inclinó al máximo hasta poner su rostro contra las sábanas. Simultáneamente, levantó su generoso trasero lo que más pudo. El enano parecía esperar aquello. El reducido pene del virtuoso pigmeo ingresó por el estrecho orificio que se escondía entre las firmes nalgas. Ninguna molestia le provocó a nuestra colega aquella ilegal penetración. Al contrario, una oleada de deleite anal la dejó rendida bajo el enano triunfante. Desde esa noche memorable, Silvia quedó sometida a la voluntad de Filemón. Se había abandonado a ese personaje sin importar cuáles fueran sus antojos. Sin considerar cuáles llegaran a ser sus extravagantes manipulaciones.” -o-

Me has dejado atónita con todo lo que me has contado -, dijo Eva, sujetando su barbilla sobre la mano derecha y manteniendo el codo del mismo brazo en la mesa. Su mirada estaba perdida, con la mente divagando e imaginándose las escenas que Arinda le había relatado.

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-

¿Qué te parece?. Se pueden saber muchas cosas de la Silvia pero, las que yo le sé, ¡ valen oro! -, se jactó Arinda, terminando la frase lanzando una bocanada de humo. Enseguida, adoptando un aire suficiente, agregó: - Y hablando del Rey de Roma... . Te recomiendo que mires hacia el paradero de taxis. No, no, así no. Con calma, con disimulo. ¿ Observas lo mismo que yo?. ¿ Alcanzas a verlos?, ¿ A los dos?.

-

La Silvia hace parar un taxi... . Va acompañada de un niño.

-

No, huevona, no. ¡Qué niño ni qué nada!. Míralo bien antes de que suban... . Se trata de Filemón.

-

¡Qué increíble!. Lo veo y no puedo creerlo. ¡ Es tan chico!.

-

Te lo dije y parece que no me hubieras puesto atención. Alcanza no más de un metro. Alguien que no la conozca podría despreciarla por lo que hace..., andar con alguien así. Sin embargo, ¡ ojalá yo tuviera un tipo como ése!.

-

¿Ves tú lo mismo que yo?. El enano parece que tiene un brazo enyesado, en cabestrillo... -, dijo Eva, sorprendida.

-

Se fueron. Según parece no nos vieron. Mejor así. La Silvia se habría puesto un poco nerviosa. Conoce tu fama de copuchenta.

-

¡Oye!. Arinda, ¿cómo se ocurre decir eso de mí?. Parece que no me conocieras. ¡ Me ofendes!. ¿Eres o no eres mi amiga?. -, reaccionó Eva, alterada.

-

¡Chica!. Eres la misma de siempre. Se trata solamente de una broma. Cálmate, por favor. ¿Quieres saber más?. ¿Quieres conocer el origen de ese brazo enyesado y lo que siguió después?.

-

¡Cuenta, por favor!. ¡ Cuenta!. -o-

“Fue en agosto. Este mismo año, que casi termina. Ese día, Silvia y su diminuto amante no se habían visto ni tenían fijada una cita. Filemón Ragusin tenía un compromiso. Era miembro de un club. Digamos que pertenecía a la directiva de una agrupación de tipos pequeños, qué sé yo, extraños y contrahechos. En la noche, nuestra amiga recibió una llamada telefónica. Era una voz de hombre. Le avisaba que el enano estaba preso en la Decimocuarta Comisaría de Carabineros. Fácil es imaginarse la angustia de Silvia. Decidió salir de inmediato para sacarlo del puesto de policía. Su desesperación aumentó. Había caído en la cuenta que su marido se encontraba en casa. ¿Con cuál explicación salir a esa hora sin entrar en detalles?. No quiso causar otro conflicto más en su accidentado matrimonio.

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Fingió irse a dormir. Una vez sola en su dormitorio, apagó las luces. Sin hacer ruido, abrió la ventana y se escapó de la casa. Llegó hasta la esquina de su cuadra. Allí la aguardaba un taxi que había solicitado telefónicamente. Arribó al cuartel policial y solicitó ver al preso. El cabo de guardia le indicó que no estaba facultado para facilitar entrevistas de los detenidos con terceros. Se escudó en no faltar a sus responsabilidades. Silvia se puso furiosa pero logró controlarse. Con los mejores modales pidió entrevistarse con el jefe de la unidad. El cabo señaló que era imposible. El comisario se encontraba en una reunión y tenía para rato. Solicitó hablar con el sub comisario, la puerta de cuyo despacho estaba allí mismo, frente al escritorio del cabo y a espaldas de Silvia. Tampoco - dijo el cabo pues estaba coordinando una operación especial. Esto no hizo más que aumentar la irritación de ella. Iba a empezar a provocar un escándalo cuando, de pronto, impulsado por una fuerza desconocida, el cabo accedió a mostrar al preso. La hicieron pasar a una salita estrecha y no muy limpia, con olor a moho y cera de pisos barata. Había una luz escasa y amarillenta.” “Trajeron al detenido. Los dejaron solos. Filemón estaba impresentable. Destacaba la cara hinchada con grandes hematomas. Los pantalones, llenos de tierra o barro seco. Vestía en mangas de camisa, rasgada y con manchas de sangre, también seca. Los brazos los tenía inflamados y amoratados. Le dolían horriblemente. La pobre Silvia quedó espantada. Su aspecto lastimoso la conmovió por completo. Mientras los ojos de Silvia se iban llenando de lágrimas, Filemón le relató lo sucedido. El enano, al término de la cena, había salido del club con algunos tragos de más. Al cruzar una calle, un automovilista no alcanzó a verlo y lo arrolló. Atinó a protegerse la cabeza. Cruzó los brazos delante de la cara y recibió el golpe en los brazos. El impacto lo lanzó dando botes, igual que una pelota. Silvia quería ayudarlo, protegerlo, estrecharlo. No podía abrazarla. Debía tener los codos fracturados. Cuando la policía se presentó en el lugar del accidente detuvo a Filemón por hallarse en estado de ebriedad en la vía pública. Silvia deseaba sacarlo de allí de inmediato. Había que llevarlo con urgencia a un centro de atención médica. Expresó su petición al cabo de guardia y éste la hizo pasar a la oficina del capitán Urzúa, el sub comisario. Había sido él quien - a espaldas de ella - había autorizado a que viera a su amante. El oficial la devoró con la mirada. Fue amable con la visitante. Silvia exigió que se lo liberara de inmediato para llevarlo a un hospital.” “El policía hizo ver que el detenido había infringido la ley y era el causante del atropello. El accidente pudo haber sido peor, con muertos incluidos. Ella le rogó, su esposo estaba malherido. El policía recordó que el señor había sido bastante grosero con la autoridad. Ella le pidió comprensión. “- Todos tenemos derecho a que, a veces, se nos pase la mano con algunos traguitos”. El policía señaló que hay leyes, reglamentos, ordenanzas. Deben respetarse. Silvia le dijo que no siempre se puede hacerlos cumplir tan estrictamente. De lo contrario, la vida sería como una cárcel, un internado, un no sé qué... . El oficial comenzó a explicar las obligaciones de los funcionarios públicos. Ellos, son meros instrumentos de la

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autoridad para que se respete el orden. Silvia le argumentó que estaba bien. Aunque los policías son humanos, deberían usar su buen criterio. El capitán reconoció que hacen todo lo que pueden pero que son esclavos de su deber. Son incomprendidos por tanta gente. Silvia le replicó que hay muchos otros, entre los cuales ella se cuenta, que respetan su labor y admiran su sacrificio. El sub comisario suspira. Ojalá todos fueran como ella pero, ¿ qué puede hacer él?. Si deja en libertad al señor corre el riesgo de ser castigado severamente. Hasta podría ser dado de baja. La tipa le dice que si hace esa buena acción alguien se encargará de recompensarlo. El hombre preguntó, mirando su cuerpo como carnívoro, quién sería capaz de dar ese premio por su riesgo, su sacrificio. “ - Yo - dijo Silvia - seré la dispuesta a premiarlo. ¿Qué pide?. ¿Dinero?”. El lobo se acercó, justo frente a ella, a un par de centímetros, la atrajo hacia él y le dijo en voz baja: “ - No, es otra cosa, usted sabe”. Silvia le sonrió fingidamente y preguntó: “ - ¿No será demasiado?”. El tipo se puso serio y gruñó que sería eso o nada. Silvia sabía que no disponía de alternativas. Sin perder la falsa sonrisa, dejó su cartera en una silla vieja y maltratada. Se sacó los zapatos y el calzón. Los puso en el mismo lugar. Alzando lentamente la falda negra se iban descubriendo sus medias y bragas oscuras. Apoyó el trasero y las manos en el borde del escritorio, se sentó encima y luego se tendió de espaldas con sus arquitectónicas piernas abiertas.” -o-

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