La Conquista del Palacio Celestial1 Ismael Berroeta www.tarotparatodos.com
Habían pasado unos meses. Las amigas me invitaron a una nueva sesión de confidencias. Acepté. Y continué la relación de mis aventuras.
-
Perdí la virginidad -, confesé abruptamente.
Todas quedaron de una pieza, los rostros marcados por el asombro. El silencio inicial que dominó al auditorio fue sucedido por una explosión de cotorreos de las asistentes. Bromas, preguntas, risas, emergieron por doquier a mi alrededor.
-
Y la perdí de la forma más tierna, ingenua y placentera que nadie pudiera imaginar -, agregué, una vez que el silencio retornó.
-
¡Guaaaa!, ¡iiiaaaa!, ¡iiiii! -, corearon casi al unísono las gargantas del desinhibido grupo.
“La pasada primavera - les dije - la prensa dio como noticia espectacular que en el Parque Comunas Orientales se había instalado, en medio de gran ambiente de 1 Continuación de La Paciente Artesana que Pulía El Portal de Jade
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polémica, el monumento fálico. Los medios informativos abusaron del tema hasta agotarlo y, para el verano, ya nadie se acordaba del pene descomunal, de unos cinco metros de altura, tallado en granodiorita. Para mi gusto, era estupendo. De líneas estilizadas, plantado verticalmente, remataba en la cima en una hendidura tallada como dos labios gigantes que representaban al meato peniano. A los costados de la mega verga, desde la base hasta el glande, había una hilera de orificios, cada uno del tamaño de un puño, que probablemente representaban el recuerdo de alguna enfermedad venérea padecida por su creador. La base estaba constituida por unos enormes testículos dodecaédricos, cubiertos de puntas de unos veinte centímetros de largo, que sin lugar a dudas daban testimonio de lo que podía ser el
vello
masculino. Esperé la llegada del verano hasta que, un día enormemente cálido, de esos que ahuyentan a la gente de las calles,
cobré suficiente valor para ir a
admirar personalmente y en directo las generosas formas y tamaño de la artística pieza. Verlo, calentarme y desearlo, me acometió de manera conjunta. A partir de aquél instante, la idea de hacer mía aquella preciosa monstruosidad pasó a convertirse en una obsesión. Para las que no me conocen, les cuento que soy una masturbadora compulsiva, a mucha honra. Al cabo de una semana, una noche aún más calurosa que de costumbre, a eso de las dos de la madrugada, llegué hasta las inmediaciones de la estatua. Ni un alma. Trepé por los testículos, me empiné en los pendejos y escalé por las hendiduras laterales hasta llegar a la cúspide. Una vez arriba, me senté a horcajadas sobre el glande, justo encima de los labios del macro meato. Me saqué los calzones, los cuales lancé hacia abajo, sobre el césped. Contrariamente a lo que uno podría imaginar, la roca estaba tibia y su superficie
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pulimentada se sentía acogedora al contacto contra mis genitales. ¿Cómo no iba a excitarme con violento frenesí?. ¿Qué impediría que me sintiera orgullosa de ser la amante del pico más grande del país, no sé, del continente, de la Tierra toda?. Allí, bajo las estrellas de aquella despejada noche veraniega, comencé a balancear mi
cuerpo,
igual
que
una
amazona
sobre
su
cabalgadura,
refregando
voluptuosamente la vulva contra la piedra, una y otra vez, una y otra vez, hasta sentir que un vibrante fuego me subía desde el vientre hasta la garganta, como si de manera virtual el gigantesco falo me hubiese empalado completamente. Y continué las embestidas de mis caderas sin parar, hasta ser invadida plenamente por el éxtasis. Estaba completamente ida, cuando cometí la fatalidad de perder el equilibrio y proyectarme inevitablemente contra el suelo. Lancé un grito y, en menos de un segundo, me había dado el costalazo de mi vida. Una nube de dolor me envolvió, proveniente de mi pierna izquierda, haciéndome perder el conocimiento unos instantes. No podía ponerme de pie. Sentí, vagamente, que alguien corría, luego,
pasos
alrededor de mí,
voces.
“-
¿Qué
le
ha
pasado
señorita?,
¡pobrecita!, ¿qué le han hecho?, ¡ desgraciados !, la han violado, ¿ cómo puede haber gente tan mala ?”.
Poco a poco, fui cobrando idea de lo ocurrido. Alguien, un
hombre joven, pasaba por allí, me ha escuchado gritar, me ha encontrado con el trasero al aire y con el tobillo roto y sólo atinó a identificarme como la víctima de un asalto con violación. El muchacho me cubrió las desnudeces con su propia chaqueta, llamó una ambulancia por su teléfono celular y me acompañó hasta la Asistencia Pública.”
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Las caras de mis auditoras estaban radiantes de expectación. No podía ser menos. Una situación estrambótica, provocada por mi vicio llevado hasta el ridículo, ha causado la reacción solidaria y solitaria, casi romántica de un varón. Dejaron escapar, no gritos, sino alaridos de sorpresa, de ansia de liberar la tensión que les provocaba mi relato. Me tomaban de las manos, me rogaban que continuara narrando la historia vivida sin detenerme. Proseguí.
“Al día siguiente, adolorida como si me hubieran propinado una paliza y con una bota de yeso en el pie izquierdo, yacía en cama en mi domicilio. En la tarde, a eso de las seis, se abrió la puerta y apareció la señorita Irma, quien me arrendaba la pieza donde vivía. Me anunció que tenía visita.
-
Es el señor que la defendió anoche, cuando la asaltaron -, dijo la vieja.
-
Yo no me siento bien como para recibir a alguien, señorita Irma -, respondí intentando excusarme, más muerta de vergüenza que de enfermedad.
-
Tiene que darse ánimo. Corresponde que se comporte como una señorita atenta y aproveche de darle las gracias por lo que hizo por usted. Soy una persona de mucha experiencia y sé lo que conviene hacer, así que no me contradiga y recíbalo, no más.
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-
Pero..., ¿y dónde está?. ¡Y yo así, toda desaliñada!. No, no, dígale que no puedo, que se vaya.
-
Mire hijita, no sea así, tan niña chica. Él está aquí, afuera de esta puerta, en el pasillo.
-
¿Cómo?. ¿Usted lo ha dejado subir?. ¡Dios mío!. Páseme ese espejo, por favor, y la peineta, también. A ver, a ver. Un poco por aquí, otro poco por acá... ¡Ah!, estíreme las frazadas y el cubrecama. Eso, así está bien. Bueno, hágalo pasar -, dije finalmente, después de las rápidas operaciones de ordenamiento.”
“Me dio cosa recibirlo de esa forma, en mi habitación tan sencilla, casi pobre, y yo, sin arreglarme. Era un hombre joven, de unos veintiocho años, alto, macizo, de piel morena clara, pelo negro. Una cabeza grande, montada sobre un cuello ancho y fuerte. Extendió hacia mí un ramo de flores
- claveles de surtidos colores -
sujetos con una mano robusta. La señorita Irma los cogió, dijo que iba a ponerlos en agua y agregó que - Hilarión, así se llamaba - podía tomar asiento y conversar tranquilos, después de lo cual desapareció escaleras abajo.”
“Hilarión se sentó en la única silla disponible. Se veía tranquilo, dominado por una serenidad que llamó mi atención. ¡Qué macho! Buenmozo, fuerte, prudente. Era un tipo - pensé para mis adentros - como para casarse con él. Proporcionaba esa
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sensación que tanto nos gusta, de sentirnos protegidas, apoyadas por un hombre seguro de sí mismo. Después de agradecerle su valiente intervención que me salvó de la agresión
- totalmente ficticia como ustedes recuerdan -
del grupo de
bandidos que se dio a la fuga, me ofreció todo su respaldo para hacer las declaraciones a la policía y al tribunal. Se lo agradecí una y otra vez, dejando en claro que no acudiría a la justicia por cuanto había perdido totalmente la fe en los tribunales. ¡Por nada del mundo!. ¿Es que no sabía que los agresores sexuales circulaban libres a los pocos días de su detención?. No halló más remedio que encontrarme la razón. De allí en adelante, la conversación pasó a los temas indispensables para conocerse mutuamente: el trabajo, los amigos, los gustos personales y todo eso. Se mostró muy sencillo en sus aficiones y costumbres. Una persona excesivamente ordenada, que casi no iba a fiestas, amante del cine y del teatro. Su profesión era técnico en combustibles y trabajaba para las empresas de extracción de petróleo, lo cual lo obligaba a pasar temporadas en el sur, en las plataformas de alta mar, alternando cada estadía con un permiso de diez días de descanso. Al percatarme que era un muchacho honesto, sin dobleces ni complicaciones extrañas, no me quedó más remedio que contarle en qué me desempeñaba, como simple cocinera. Lo consideró muy normal y respetable. Con los días, fue creciendo rápida entre nosotros una agradable amistad, acentuada por el hecho de que él me gustaba muchísimo. Durante su siguiente permiso, cuando ya podía apoyar el pie, trajo un par de bastones de regalo, venía a visitarme todos los días y me acompañaba a dar una breve caminata diaria, como parte de mi tratamiento de recuperación. El día que me sacaron el yeso en el hospital me llevó
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de vuelta a casa en su automóvil. No encontré como expresarle lo que sentía sino dándole un fuerte abrazo y un fugaz beso en la boca. Fue el inicio de un romance que creció con fuerza y se prolongó hasta el instante que me propuso matrimonio. ¿Me van a creer ustedes que viví esos dos meses de noviazgo en las nubes, sin pensar en las implicancias prácticas y en el compromiso sexual que conlleva la relación de pareja?. Había pasado esos felices días como una niña que empieza recién su adolescencia, a la cual le gustan los hombres pero sin saber exactamente por qué.”
“Cuando me ofreció que nos casáramos me hice la amnésica, como si nunca hubiera escuchado tal cosa. Sin embargo, nuestra relación continuó, muy tierna y feliz, y pasaron varios meses sin que ninguno de los dos tocara el tema. En ese período, Hilarión me convenció de estudiar alguna carrera o curso técnico, ofreciéndome sufragar los gastos completos. Me decidí a seguir repostería en un instituto de capacitación, aunque puse como condición iniciarlo al año siguiente. En esas conversaciones estábamos, cuando me preguntó si había reflexionado en la posibilidad de casarnos. Toda confusa, le dije que en realidad era una decisión difícil para mí, que el matrimonio quizás me alejaría de mi familia. Me retrucó que no lo veía tan claro puesto que mis padres no se preocuparon más de mí desde que me habían puesto a trabajar donde mis tíos. Avergonzada, tuve que reconocer que decía la verdad y le expliqué - con nerviosismo - que le tenía temor a las cosas del sexo, siendo oportuno recordar la desagradable experiencia sufrida en el parque esa noche de verano, sobre la cual sería espantoso entrar en mayores detalles.
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Desde entonces, agregué, me prometí a mí misma que no me entregaría a ningún hombre... a menos que... ocurriera un milagro. Seguidamente, le pregunté por qué se interesaba en casarse, ¿no sería demasiado pronto?. Me explicó que yo significaba mucho para él. Se entendía tan bien conmigo... si parecía que yo le adivinaba los pensamientos. Además, la forma como nos habíamos conocido... tan extraña y romántica. Sentía que éramos el uno para el otro y tenía gran miedo a perderme. Hasta se mostró arrepentido de haberme propuesto que estudiara, pues con el título en la mano iba a tener mejores oportunidades e iba a ser más independiente aún... Lo tranquilicé. Le dije que lo quería muchísimo, que yo estaba reservada para él pero, que esperáramos un tiempo. Y era cierto, yo necesitaba tiempo para hacerme el lavado de cerebro que me permitiera aceptar la idea de que un hombre me introdujera “aquello”. Pareció quedarse tranquilo y conforme con las explicaciones y no insistió en hablar nuevamente del asunto. En esos mismos días, dio la casualidad que oí a la esposa del patrón comentar de sus visitas a la sicóloga y por ese contacto obtuve las señas para llegar a la consulta de una tipa muy buena onda. En un par de sesiones me tenía convencida que mi vocación era poner mi vagina a disposición del amor de mi vida. La sorpresa de Hilarión fue indescriptible cuando le conté que aceptaba casarme. Y mayor fue mi asombro al ver que él no reaccionaba con la alegría que yo esperaba. Más aún, aunque me dio las gracias, manifestó que era mejor postergarlo un poco, la ocasión propicia podría ser después de terminar mi curso de repostería. En la práctica, ¡correr la fecha casi un año!. La situación se había dado vuelta. Ahora, yo estaba segura y él, con dudas. Era la primera oportunidad que me ocurría algo semejante. ¿No se habría metido otra
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entremedio?. ¿Estaría consiguiendo entre las piernas de una maldita, a espaldas de nuestra relación, lo que yo sin razón, o sea, con mis razones, le había negado tanto tiempo?. Ahora veía con claridad la posibilidad de perderlo y sentí que lo amaba más que nunca, que era el hombre llamado a ser mío y que iba a luchar para que no se alejara de mi lado. No lo acosé con preguntas. Expresé que le encontraba toda la razón, había que madurar la idea, darle vueltas, seguramente teníamos que ahorrar un poco, no sé, tantas cosas. Por tanto, propuse que dejásemos pasar el tiempo y cenáramos en mi casa la semana venidera. Preparé la ocasión poniendo el máximo de cuidado en todos y cada uno de los detalles. Hice pintar mi habitación, compré colchón y cubrecama nuevos, instalé una mesita con plantas de interior, puse un espejo grande sobre la cómoda, oculté el microondas debajo de un paño bordado, en fin, todo lo posible, incluido el apoyo de la señorita Irma, quien se comprometió a preparar una comida especial y a impedir que alguien nos interrumpiera en nuestra conversación, siendo ella incapaz de pensar nada más allá de eso en la relación de una pareja no vinculada matrimonialmente.”
“El esperado día llegó e Hilarión apareció, puntual como en todos sus asuntos. La señorita Irma cumplió como sólo ella sabe hacerlo. Después de la cena, quedamos solos. Le sugerí que subiéramos a mi pieza, aduciendo que allí nadie podría molestarnos. Así lo hicimos. Mi hombre no sabía que se había metido en la boca del lobo, es decir, de la loba. No hablamos del casamiento. Al poco rato de entrar al dormitorio estábamos besándonos y yo, prendida a sus labios como una sanguijuela. Me había calentado de manera repentina, por lo cual conduje a mi enamorado hasta
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sentarnos en el lecho. Le di todas las facilidades necesarias para cumplir con el tratamiento recetado por la sicóloga y, sin embargo, no hubo reacción de su parte. Le dije sin rodeos que deseaba ser suya y que ésta era su oportunidad. Curiosamente, detuvo sus besos y caricias, se apartó un poco, se puso de pie, se paseó por el cuarto, se detuvo a mirar por la ventana, luego, vuelta a pasearse, exhalando un suspiro de cuando en cuando. Estaba intrigada. ¿Qué le pasaba a este hombre?. Me acerqué a él y le pregunté que le ocurría, si se sentía mal. Negó con un movimiento de cabeza. Le supliqué que me perdonara, nunca había querido desilusionarlo. Él pensaría que yo era una fresca, una cualquiera. No, no, no, yo era una mujer honesta y si a él le parecía, dejaríamos todo para la noche de bodas, como correspondía si es que... si es que aún estaba pensando hacerme su esposa. Con la vista en el suelo, dijo que no se trataba de eso... Tenía los ojos anegados de lágrimas. ¡Estaba tan desorientada!. Imaginaba que, en cualquier momento, podía pasar algo terrible, como si una fuerza desconocida y maligna iba a manifestarse contra nosotros. Tanto fue el miedo que me envolvió que Hilarión se dio cuenta y me abrazó, siempre llorando, pidiendo perdón por asustarme, por haberse cruzado en mi vida e ilusionarme con el futuro en pareja. Le hice tiernos cariños en la cabeza y lo cubrí de besos en la cara, comiéndome sus lágrimas. Lo fui calmando y le rogué, por el amor que le tenía, que me confesara la verdad. ¡Dios!, ¿qué pasaba?.
Me detuve un instante a encender otro cigarrillo. Dos de las presentes se abalanzaron a proporcionarme fuego. Entretanto, se escucharon murmullos de
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fondo: “Sigue, sigue huevona, que nos tienes pendientes”, “No pares la historia, galla, por favor “. Continué.
“Hilarión se sentó a los pies de la cama. Se mostraba embargado por un profundo abatimiento. No le insistí más. Contuve a duras penas mi inquietud y esperé a que decidiera por propia iniciativa desahogar su aflicción.
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Ocurrió cuando tenía veintitrés años… -, murmuró.
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¿Sí?.
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Fue en el trabajo… Uno de mis primeros trabajos. Estaba oscureciendo y nos faltaba poco para terminar la faena…
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No te sientas obligado a contar nada, mi amor -, le dije suavemente, mientras le tomaba una de sus manos.
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El tiempo estaba muy malo y soplaba un viento huracanado. Veníamos bajando desde una torrecilla… Fue cuando un compañero resbaló. Alguien había dejado caer grasa en los peldaños, en forma casual, naturalmente. Él perdió el equilibrio, me pasó a llevar y caímos juntos. Se azotó la cabeza contra una baranda y luego cayó al mar. Nunca lo encontraron…
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Y a tí, ¿te ocurrió algo? -, le pregunté con el corazón helado.
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Aterricé sobre unos fierros y no supe nada más. Desperté en el hospital. Los doctores dijeron que saqué la mejor parte… tan sólo había perdido los genitales… ¡Já-já-já-já! - reía y lloraba -. ¡La mejor parte!. Me pegaron las fracturas, me cosieron las heridas, cortaron lo que no se podía recuperar y… ¡ya está!. Ellos habían cumplido con su deber, salvando una vida humana. Una vida humana… ¿Tú crees que es vida la existencia que llevo desde entonces? … ¿No será un pedazo de vida?. Yo saqué la mejor parte, pero Venegas - así se llamaba el muerto - tuvo más suerte… ¿No piensas lo mismo? -, dijo, volviendo hacia mí su rostro, transfigurado por una mueca horrible, mezcla de rabia y desprecio por sí mismo.
No le dije nada. Me acerqué más a él, de pie a su lado, sosteniendo su cabeza contra mi pecho, haciéndole cariño en sus cabellos. Es curioso lo que me pasó. Esperaba que me contara cualquier otra cosa, que lo hubieran violado cuando niño, que había estado en la cárcel pagando por un asesinato, que era drogadicto… No sé, una situación difícil de aceptar y de manejar para mí. En cambio, esto, me dejó atónita en los primeros instantes, para luego invadirme una profunda calma, una serenidad casi jubilosa, diría yo. En ese momento, amigas, no me lo supe explicar, aunque muy pronto adiviné cuál era la causa. Su terrible accidente nos colocaba en un pie de igualdad. Éramos dos mutilados frente a frente. Ya no podía verlo más como el macho acosador, sino como a alguien tan asustado como yo. En cosa de un
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momento se me hizo la luz. Éramos verdaderamente el uno para el otro… Podíamos iniciar un camino, no supe allí si hacia la felicidad, pero sí que ese hombre y yo podíamos intentar avanzar juntos hacia el futuro.”
“Para una pareja corriente, digamos menos traumada que nosotros, la condición física de mi enamorado se habría transformado en el fin de una relación o, en el mejor de los casos, en el tormento de toda la vida. En cambio, para mí, llegó cual buena nueva, casi una fuente de inspiración. Lo reconforté, le repetí una y otra vez que lo amaba, recurrí a mis gestos más expresivos de cariño para darle confianza. Se fue calmando. La calma dio paso a la ternura. Nuestros cuerpos se fueron entrelazando, nuestras manos nos cubrían mutuamente de caricias mientras nuestros labios permanecían unidos largamente por un beso. Empecé a calentarme. La habitación iba quedando en semipenumbra con la puesta del sol. La llegada de las sombras estimulaba la excitación y la búsqueda de los placeres sensuales. Nos fuimos desnudando poco a poco. Él quedó solamente con su slip y yo, sólo con mi sostensenos y desnuda totalmente de la cintura para abajo. El contacto con su piel - primera vez que sentía la piel de un macho en contacto directo con la mía - me hacía enloquecer de deseo. “- Confía en mí, papito” -, fue la frase que sembré quedamente en su oído y me deslicé hacia el lugar donde estaba de incógnito el microondas. Al minuto regresé con mi banana entibiada. Me tendí en la cama con las piernas abiertas y las rodillas alzadas, tirándole con suavidad de la mano para que se localizara al medio de ellas. Tras breve demostración de cómo frotarla contra mi vulva, lo dejé efectuar la operación personalmente. A la vista nebulosa de mi
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cuerpo desnudo, Hilarión se había excitado también, por lo cual con el mayor entusiasmo comenzó a pulir mi hendidura una y otra vez, una y otra vez. Me fui, me volví a ir, de nuevo me iba una y otra vez… Me tenía en la estratosfera del placer, sin poder bajar a la Tierra. Me estaba volviendo loca de gozo y así siguió, sin parar, casi una hora. Cuando percibió que yo no daba señales de vida y mostraba los ojos entrecerrados y vidriosos - me había dejado semi desvanecida - dejó a un lado la maltrecha y blandengue banana y, bajándome el sostén, se abalanzó sobre mis tetas - que en esa época eran compactas y no mostraban los pezones formados - y comenzó a succionarlas como un hambriento. Un golpe de calor placentero se expandió por mi pecho, bajando por el vientre e instalándose entre mis piernas, invadiéndome un nuevo deseo violento de que mi sexo fuera trabajado por mi compañero. Separé suavemente a mi ternero de las ubres y puse su mano sobre mi vulva, pletórica de secreciones, dándole una muda señal de actuar. Me comprendió inmediatamente. Y, a falta de banana, usó sabiamente su antebrazo. Esta vez, fue la locura. El antebrazo hacía un recorrido más largo que el platanito y estaba cubierto por los vellos del macho, lo cual ocasionó que me fuera de inmediato y no supiera dónde me encontraba hasta un buen rato más.”
“Recuperada la conciencia, me vestí, se vistió y, muy compuesto y peinadito lo mandé de vuelta a su casa. La señorita Irma - sin poder imaginarse lo ocurrido sobre su cabeza en el segundo piso - lo encontró un joven excelente, caballero distinguido y buen partido para casarse. Y así fue. Su consejo se hizo realidad, en
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cuanto que antes de un mes nos habíamos unido en matrimonio y estábamos instalados en su departamento.”
“Y no tardó en llegar el momento de la verdad. Ocurrió precisamente cuando se supone que debiera suceder: en la noche de bodas. Lo tenía todo preparado: las luces indirectas, mi ropa interior, aceite y crema para lubricar y, lo más importante, banana y microondas. Hilarión se portó gentil, emprendedor y eficaz. Cuando calculó que me había excitado lo suficiente, dio un salto felino para regresar con el plátano en la mano. Lo hizo de manera tan notable que, en uno de mis ademanes de violento placer, cometí la imprudencia de retorcer la banana con mis dedos crispados por el orgasmo. Hilarión retiró con presteza los restos ya inútiles de la fruta y, mientras lamía con fruición mi clítoris, fue introduciéndome lentamente, en forma alternativa adelante y hacia atrás, el dedo índice de su mano derecha. Mi gozo no tiene descripción. Mis traumas se esfumaron por completo. Lágrimas de amor y de dicha rodaron de mis ojos, en tanto balbuceaba: “- Lo lograste, mi amor, lo lograste, dame más, más y más, te lo ruego, por favor…”. Mi muchacho no se conformó con eso. A la semana siguiente, se atrevió a introducirme dos dedos: el índice y el corazón juntos, como quien imita una pistola. Y quince días después había inventado lo máximo: juntó las dos manos, uniendo cuatro dedos en el mismo gesto, con lo cual imitaba a una verga de proporciones más que respetables. El placer provocado de esta manera no es posible describirlo, solamente puedo explicar el mecanismo: mientras las acometidas de los dedos índices me estimulaban el interior de la vagina, los pulgares levantados me
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golpeaban el clítoris, con lo cual subí a la Luna y volví a la Tierra varias veces en cuestión de minutos. Hilarión se había llevado por delante mi virginidad y se había ganado mi respeto. Aún teniendo un fragmento de pene, era el más macho de los machos y me demostraba el amor en su definición más pura: la capacidad de dar algo sin pedir nada a cambio. Por mi parte, con tal de conseguir siempre mi porción de “aquello”, me convertí voluntariamente en su esclava: sólo vivo pendiente de su bienestar y de cumplir sus menores deseos.”
Había terminado mi relato y me parecía haber contado un sueño. Mis amigas del club de gozadoras me rodeaban y me felicitaban llenas de admiración. Algunas, no sabían si creer o no en mi historia. Las más experimentadas sugirieron realizar una sencilla prueba. Me pidieron que juntara cuatro dedos: dos índices y dos corazones. Enseguida, una a una fueron tanteándolos con la palma de una mano rodeando el haz de dedos. Todas coincidieron en que provocaba idéntica sensación al tacto que un pene bien erecto. Me llovieron los buenos deseos para nuestro futuro y se volvió a brindar abundantemente a mi salud y la de mi marido.
He regresado a casa. Hilarión no está. Se encuentra de turno en el sur. ¡Qué lástima!. ¡Y yo que he llegado caliente por la conversación con mis amigas!. Me voy a la cocina. ¡Mierda!, No hay una sola banana en la casa…Pero tengo que encontrar una solución… Voy
al
Tampoco hay pepinos.
toillette.
Las zanahorias me dan desconfianza.
¡Inspiración divina!. Veo el robusto envase cilíndrico de mi
desodorante marca Eje. Lo lubrico rápidamente con vaselina. Me saco los zapatos,
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las panty-medias y los calzones. Me arrodillo encima de la cama y, con no poca dificultad me lo voy introduciendo en la vagina. A los dos o tres empujes me voy en éxtasis. Caigo de bruces sobre la cama, con las nalgas desnudas levantadas. Me voy recuperando lentamente. Sin retirar el rostro del cubrecama, estiro mi mano entremedio de las piernas para sacarlo y repetir la masturbación. Lo atrapo de su base y lo retiro lentamente, sonriendo maliciosamente de mi desvergüenza y mi lujuria. Noto que algo no está en su lugar. El envase no está igual.
¡Se me ha
quedado la tapa adentro!. La calentura se me desvanece como por arte de magia. ¿Cómo me saco la tapa?. ¿Qué puedo hacer?. ¿A quién pedir ayuda, si el estúpido de mi marido no regresa dentro de diez días?. ¿Iré a la posta de urgencia?. No, no, no. No podría soportar el bochorno. ¿Qué hacer, Señor Santo?. ¿Qué haré?, ¿qué haré?.
-o-