La Paciente Artesana Que Pulía El Portal De Jade By Ismael Berroeta

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La paciente artesana que pulía el portal de jade

Ismael Berroeta www.tarotparatodos.com

-

Aunque les cueste creerlo, soy virgen -, les dije a las que me rodeaban.

-

¿Quién va a dar crédito a esa tremenda mentira? -, comentó la Pity con la cara llena de risa.

-

¡Esta huevona piensa que nacimos recién! -, agregó la Kika, atropellándose al hablar.

-

No, no. Es parte de un relato de ciencia-ficción. Escuchémosla, amigas -, acotó seguidamente la rubia Alejandra, una gorda de ojos verdes, grandes, tremendamente expresivos. Su falsa seriedad me empujó a sonreír.

-

¡Oigan! -, les repliqué. - He afirmado que soy virgen pero no he dicho que me disgusta el pene…

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-

Se dice el pico, huevona -, continuó la Kika.

-

Me dirigía a la platea, amiga -, retruqué, al tiempo que la miraba a la cara. - Tú estás en la galería.

-

¡Aaaaah! -, coreó el grupo de chismosas y soltaron de inmediato todo tipo de risas y carcajadas, bien dispuestas por los tragos de vodka ingeridos en medio de la conversación.

-

El miembro, bien parado por cierto, siempre me pareció atrayente y digno de admirar -, agregué, continuando con mi confesión. - Pero me da terror de sólo pensar que me lo puedan introducir, tanto o más que fuesen a inyectarme con una hipodérmica. Y me gusta, sí, me gusta.

-

¿Y cómo te puede gustar si nunca lo has probado? -, preguntó la Kika.

-

Mira, es cierto que nunca me he comido uno pero… hay sustitutos… tú entiendes… tal como la sacarina reemplaza al azúcar.

-

No es igual -, sentenció la gorda Alejandra con aparente conocimiento de causa.

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-

No será lo mismo, pero, ayuda -, repliqué.

-

Cuenta la verdad, la firme verdad, ¿Has culeado o no has culeado? -, irrumpió groseramente la Kika.

-

Bueno, depende de lo que se entienda por eso. Mejor, escuchen mi relato y que cada una saque las conclusiones que pueda.

-o-

“Estaba en la parte de atrás de la casa, botado en el suelo, a un costado del cuarto de las herramientas. Ejerció, desde la primera vez que lo vi, una atracción imposible de dominar. Fabricado de vidrio, mi mente infantil lo imaginaba hecho de piedras preciosas. Su tamaño era de unos quince centímetros y su forma, la de un doble pene, es decir, en cada uno de sus extremos se destacaba una cabeza similar al glande de una verga de macho humano. Esto ocurría allá por los años sesenta, por lo cual debo haber tenido los doce cumplidos. En esa época era muy amiga de la Rayén, una chica vecina de la misma edad, con la cual compartíamos los juegos y, además, la curiosidad por las cosas del sexo, que comenzaba a bullir en nuestro interior como una fuerza inevitable. Varias veces nos habíamos observado mutuamente los genitales y nos habíamos acariciado esas partes de manera espontánea, sin tener ni por asomo el

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concepto de masturbación. Bien, el asunto es que encontré el objeto y lo escondí debajo de unas matas de zarza en un lugar del fondo de la huerta y, en la medida que me fui interesando más por el sexo, no tardé en asimilar su imagen en forma no muy diferente a lo que podría haberlo hecho una mujer adulta. Recuerdo que la primera vez que lo identifiqué como un pico, un calor se encendió de manera intempestiva en mi vientre y comenzó a descender como una vibrante oleada por mi pubis y mi vulva, siguiendo por la zona interna de los muslos, hasta perderse en la parte inferior de las piernas. En mi ignorancia de niña, quedé sorprendida del líquido brotado de mi interior y que nutrió de humedad los labios, mojando mi ropa interior. Asegurándome de no ser vigilada por la mirada de los parientes o de algún vecino, me encaminé hacia el escondite y recuperé el objeto cristalino, el cual brilló ante mis ojos como la joya más preciada. Aquél día hacía calor y, en forma espontánea, el vidrio se había entibiado. Lo acaricié, sintiendo la suave textura de su superficie lisa. Lo lamí, mojándolo abundantemente con saliva. Luego, lo acerqué a mi pubis hasta tocar mi vulva con una de las esféricas cabezas. La tibieza del objeto me produjo un agrado que me recorrió cual electricidad, de pies a cabeza. Sin detenerme a pensarlo, me senté en el suelo, escondida entre las zarzas, con las piernas abiertas pero recogidas, con los pies frente a mis genitales. Desde esta postura podía ver las manipulaciones y así me excitaba aún más. Con lentitud, al comienzo, más rápido, después, fui frotando los labios y el clítoris, órganos que mi ignorancia era incapaz de identificar en esa época. De pronto, me invadió una sensación indescriptible aunque tan placentera como - hasta

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ese momento - jamás la había experimentado. ¿Sería el primer orgasmo?. Hoy, adulta, casi vieja, pienso que debe haber sido así.”

“Poco tiempo después que había iniciado la agradable costumbre de masturbarme con la cosa de vidrio, apareció en mi vida el Lito. No es que no lo conociera de antes, sino que pasaría a ser actor de un incidente que influyó decisivamente en el resto de mi existencia. Era un mocetón que con seguridad me doblaba la edad, moreno oscuro, de pocas palabras, de grandes y blancos dientes y sonrisa fácil, que iluminaba su rostro de mulato. Ese verano, él estaba en el patio de la casa de mis padres realizando algunos trabajos de reparación que le habían sido encargados. Cuando lo escuché quejarse del calor imperante, le dije: “- Refrésquese pues, Lito” y le lancé agua con un jarro que había sobre el antepecho de una ventana. Salí corriendo hacia el fondo de la huerta y él, detrás de mí para alcanzarme. De esta forma, estuvimos unos minutos jugando y corriendo hasta que, al final, me atrapó - o me dejé atrapar - cerca del escondite secreto entre las zarzas. Me abrazó, mientras sonreía estúpidamente y miraba hacia uno y otro lado. Pensé que iba a besarme - era lo que yo quería - pero se tumbó en el suelo arrastrándome consigo. Me puso debajo de él quedando rostro con rostro, pecho con pecho. “- ¿Qué esperará para besarme? “ -, pensaba. Sin embargo, no lo hizo, y, en cambio, sentí que algo me pegaba en la vulva, entre las piernas, las cuales me habían quedado abiertas, cruzadas por encima de las suyas. Una y otra vez sentía el golpetear y refregar de una cosa indefinida contra mis partes, hasta que

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el bruto se incorporó un poco y me dijo: “- Estás bien cerrada, flaquita, cualquiera diría que eres virgen”. La frase me iluminó como un relámpago y, al poner los ojos en dirección a mi vientre, pude distinguir, colgando de su pubis, un enorme falo de color morado que, a mis ojos casi infantiles, pareció tan descomunal como el de un equino. Me encogí, lancé patadas en cualquier dirección y salí gateando con desesperación por debajo del Lito. El moreno se apartó, cogió con la mano su aparato con el rostro contraído de dolor y, al darse cuenta que yo corría hacia la casa, optó a su vez por huir, saltando por sobre el cerco del fondo.”

En este momento del relato, la atención prestada por la audiencia se interrumpió por los comentarios indignados de las presentes.

-

Merecido se lo tenía el huevón -, dijo la Kika. - Ojalá le hubieras molido el pico a patadas.

-

Todos esos campesinos son unos animales -, comentó la Gorda Alejandra. - Son violadores en potencia por la fuerte represión a que los obliga su medio social.

-

No interrumpan, chicas, no interrumpan. Que continúe su historia -, terció la Pity.

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“El incidente vivido con el Lito - continué - me marcó para toda la vida. No quise saber más del pene ni de los hombres. De ahí en adelante, pensé que cualquiera de ellos, a la primera oportunidad, intentaría endilgarme su herramienta entre las piernas, haciendo caso omiso del sufrimiento físico ligado a la temida operación. ¿Quién podría venirme con cuentos si había visto a las perras y gatas quedar heladas de espanto y de dolor con el primer coito?. A pesar de esto, no estaba dispuesta a renunciar al placer, el cual con tanto agrado disfruté con el artefacto de vidrio. Aunque, ¡oh, sorpresa!, este último se perdió sin saber cómo ni dónde. Por muchos meses no me había atrevido a volver a mi lugar secreto y, cuando tuve ánimo suficiente, pude constatar que se había esfumado sin dejar rastro. ¿Quién se lo había llevado?. ¿Un niño, un animal?. No importaba mucho. Lo evidente era su desaparición. Tampoco podía iniciar una investigación. En definitiva, cuando se me pasó un poco el susto de la acometida del Lito, tuve valor para tantearme con los dedos. Nada más. El tiempo pasó. Mis padres decidieron enviarme a la ciudad cercana, donde unos tíos, propietarios de un restorán. Estaba más grande, quinceañera. Allí, tuve que hacer frente a responsabilidades de mujer adulta y me correspondió trabajar como ayudante en la cocina del negocio. Este fue el comienzo de una nueva oportunidad.

“Cuando vi su longitud, de unos veinte centímetros, su forma cilíndrica que se engrosaba hacia el otro extremo, su punta redondeada, su llamativo color encarnado, no me cupo duda que era lo que necesitaba para mis urgencias. La lavé cuidadosamente,

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la sequé y corrí a ocultarla bajo la almohada, en el dormitorio. En la noche, una vez sola, cogí la zanahoria con mano trémula y la acuné junto a mis pechos y mi cuello, hasta que cobró la tibieza de mi cuerpo. La lamí y chupé con ansia, con lujuria, hasta dejarla mojada. Enseguida, comencé a frotarla por el centro del nítido y tierno canal que formaban los labios de mi vulva. Pequeños espasmos de placer me agitaban cuando sentía que toda esa zona se dilataba y me invadía un calor extraño y excitante. Esta vez, me instalé de costado, apoyada sobre el codo izquierdo, con la rodilla derecha levantada, haciendo un triángulo con esta pierna con base en la superficie de la cama. Mi mano derecha la apretaba con firmeza, como algo propio, que no soltaría bajo ningún pretexto ni amenaza. Se extendían los segundos, los minutos, y la raíz pulía, hacia adelante y hacia atrás, dispuesta con el extremo más delgado hacia mi ombligo y con el otro hacia mis nalgas, en tanto mis líquidos la lubricaban y permitían que se deslizara tan bien como un tren sobre los rieles. De pronto, me detuve. La separé de mi piel, apunté su extremo redondeado hacia el centro del orificio vaginal y la apoyé contra él, penetrando no más allá de un centímetro. Hacer esto y sentir que venía el orgasmo ocurrió casi al mismo tiempo. La agitada respiración bajo las sábanas me hacía sofocar, mezclándose con el placer, y emitir roncos ronroneos como una enorme gata en celo.”

“Todo iba muy bien con mi dulce y amorosa Zanahoria hasta que sucedió lo imprevisto. Me encontraba preparando las verduras para hacer una ensalada. Primero, comencé a

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lavar las lechugas y los tomates. Enseguida, las zanahorias. Había cogido una de éstas con ambas manos y la fregaba con entusiasmo bajo el chorro de agua del lavaplatos, en un movimiento de giro de ambos puños en sentido contrario uno de otro, cuando la raíz se quebró limpiamente en dos, quedándome con un trozo en la palma izquierda en tanto el otro saltó, rodando por el suelo. Este pequeño incidente, que en circunstancias normales hubiese pasado desapercibido, me produjo una enorme preocupación. ¿Y si Zanahoria se me deslizaba para adentro, se partía y quedaba uno de los pedazos en mi interior?. ¿Cómo me lo sacaría?. ¿Me atrevería a ir a la posta de urgencia y soportar la vergüenza de que se enteraran que me masturbaba con un vegetal, con una raíz?. Sin dejar pasar un minuto más, me dirigí al dormitorio, saqué a Zanahoria de su escondite y regresé con ella hasta depositarla con cuidado en el pote de basura.”

Al llegar a este punto de mi relato, me detuve. Se había construido una bóveda de silencio a mi alrededor. Todas me miraban. ¿Qué sucedía?. ¿Qué pasaría por sus mentes?. ¿Es que ellas, secretamente, se introducían zanahorias y las invadía en ese instante el terror de que un fragmento se les quedara retenido cerca del útero?.

-

Bueno, no se pongan así, nadie ha ido al hospital -, les dije. - Dejen que les cuente quien fue mi siguiente amigo -, momento en que un gesto de alivio aclaró los rostros tensos de las presentes.

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“Entrenada por la necesidad, mi vista se había acostumbrado a descubrir objetos con la forma aquélla. No tardé en identificar al sustituto. Tenía la longitud aproximada de una zanahoria grande, más grueso, menos rígido y,

por lo mismo, resistente a

quebrarse. Su color era verde oscuro y presentaba una ligera curva a lo largo de su cuerpo, similar a la de un pene erecto. Se trataba de un pepino de ensalada de la variedad Mongolia, esos de piel lisa, más suave que la más refinada de las zanahorias. Mentalmente, me increpé yo misma. ¿Cómo podía ser tan imbécil y no haber reparado antes en su existencia, siendo que centenares de pepinos habían pasado por mis manos durante aquellos meses de ayudante de cocina?. Sin embargo, todo castigo debe tener por sucesora una recompensa. Aquella precisa noche me acosté con Pepino, a quien había preparado tiernamente para la ocasión. Después de lavarlo y secarlo, lo cubrí en toda su rolliza circunferencia con una crema de manos. ¡Fue tan rico sentir como se deslizaba por la vulva!. Me había acostado de espaldas, desnuda sobre la cama, con las piernas un poco abiertas, teniendo cogido a Pepino con las dos manos, como quien toma un puñal. Lo frotaba alternativamente hacia arriba y hacia abajo contra mi sexo. De vez en cuando, me erguía un poco a mirar el excitante trabajo de pulido que realizaba la herramienta sobre mi clítoris, hasta que, rendida por el orgasmo, dejé caer mis brazos y la solté, exangüe. Tanto me gustó el trato de Pepino que repetí la operación dos veces más. Entre una y otra, a la vez descanso y estimulante preparación, juntaba cerradamente las piernas y lo dejaba atrapado, clavado, sobresaliendo de la parte inferior del pubis, entre los muslos. Por su mayor diámetro, forma y suavidad, la acción

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de Pepino era devastadora en comparación con Zanahoria. El primero, cubría una superficie mayor y rozaba todas mis cosas de ahí abajo de manera simultánea, proporcionándome un agrado superior, consiguiendo que me fuera antes. Un par de meses después, al ir al mercado a comprar las verduras para el restorán, pude constatar que no había pepinos a la venta. ¿Creerán ustedes que casi se me partió el corazón de pena?. ¡Qué angustia, Dios mío!. Si parecía que me faltaba el oxígeno. Les pregunté a los vendedores. “- Se acabó la temporada, señorita, pero esta semana comienza a llegar la variedad Siberia. Le puedo reservar las primeras cajas”. El tipo cumplió su palabra. Ese fin de semana adquirí el nuevo producto, haciendo en primer término mi reserva personal. Pepino Dos era extraordinario. Tenía unos cuarenta centímetros de largo. De grosor, algo más delgado que el difunto. De cuerpo flexible y extensión curva, insinuaba una mayor adaptabilidad a los huecos y sinuosidades del cuerpo humano. Y tenía una virtud que lo caracterizaba aún más: la superficie era suave pero de textura rugosa o estriada. Igual que de costumbre, tuve que esperar la caída de la noche antes de lograr la absoluta intimidad con mi nuevo amigo. Lo preparé en forma similar a su predecesor. Lo entibié en contacto directo con mi piel. Primero, entre el pecho y las manos. Después, sobre mi vientre. Le agregué una buena dosis de crema. Siempre desnuda, me arrodillé sobre la cama y deje las piernas ligeramente abiertas. Lo pasé por entre mis muslos, apegado a mi sexo, dejando sobresalir un extremo por el lado del pubis y el otro, por detrás, entre los glúteos, manteniendo cogida cada punta con una mano diferente. Lo que sigue, ya se lo imaginan. Inicié un

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movimiento alternativo, frotando a la par la vulva y el clítoris, hacia adelante y hacia atrás, al comienzo lento y luego más rápido. La acción duró poco. Me fui a los pocos segundos. La culpa la tenían el largo de la herramienta y la bendita superficie arrugada, cuyas irregularidades habían multiplicado el efecto estimulante del roce masturbatorio.”

“Pasaba el tiempo. La relación con mis tíos comenzó a deteriorarse. Los viejos me obligaban a trabajar duro y me pagaban poco. Por esos días, estaba bastante crecida y me había transformado en una mujer adulta que empezó a tomar conciencia de sus intereses personales y a reconocer lo que significaba, en carne propia, la explotación del trabajador. Las cosas tomaron su rumbo más lógico. Simplemente, gracias a la amistad con una chica que se desempeñaba en el barrio como mesera, conseguí empleo en el mismo restorán, siempre como cocinera, pero con un sueldo mejor, un contrato en regla y horarios de trabajo establecidos claramente. El local era casi nuevo, limpio y con tecnología más moderna. Quedé de una pieza cuando caí en la cuenta que existía un horno que funcionaba con electricidad y que calentaba los alimentos en cosa de segundos. Este descubrimiento iba a revolucionar mis propias técnicas de hacerme la paja. El último de mis pepinos debí depositarlo en el tacho de desperdicios por cuanto mostraba señales claras de entrar en descomposición. Cuando quise reemplazarlo, fue imposible. No quedaba en toda la ciudad un pepino ni para muestra pues la temporada de estos frutos había terminado ese año. Comencé a pasar días muy malos. Mejor

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dicho, noches muy malas. Necesitaba a Pepino con desesperación y su falta me tenía completamente desorientada. ¿Se sentirá así una viuda joven?. ¿Que la vida y los deseos recorren su vientre, sus piernas, su carne toda y ya no está más el que era capaz de aplacarlos?. ¿Qué hacer, Dios santo?. Por el día, me embargaba una tristeza, un fatalismo, una desazón que impedía concentrarme en el trabajo. Por la noche, antes de dormir, no pocas lágrimas derramaba sobre las sábanas. Como suele ocurrir muchas veces, la desesperación puede transformarte en la mujer más creativa o en la más inútil. Mis semanas de abstinencia no fueron muchas. Mi nuevo amante presentaba un hermoso color amarillo y su cuerpo lucía la curvatura y el diámetro ideales para tan sagrados menesteres. Además, Banano ganó una cualidad que a ninguno de mis amantes anteriores le había sido posible disponer: la temperatura ideal. De manera casi apresurada, diría yo, adquirí un microondas. A crédito, naturalmente. En su interior, lograba entibiarlo en el punto justo y preciso para que su contacto con mis partes fuese el más placentero que hubiera sentido hasta ese momento. Al anochecer, me daba una ducha, me envolvía en mi bata y, después, relajada, ponía a Banano a punto para la sesión de amor. ¿Para qué voy a describirles los detalles que ustedes ya conocen?. Aunque si tuviese que expresarles de alguna forma esta nueva experiencia podría hacerlo de la siguiente manera: si a Zanahoria la calificara con nota cuatro y a Pepino con nota cinco, ¡a Banano tendría que ponerle un siete!. Lo malo para mi querido platanito era que cada aventura terminaba mal para él.

Me comportaba como una

abeja reina. Al acabar, mi furia sexual lo dañaba para siempre, la pulpa de la banana

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reventada en mi mano escurría entre mis dedos como si fuese el semen de un falo recién eyaculado.”

El relato había tomado completamente la atención de mis amigas. El color encendido de sus mejillas y sus miradas fijas en mis labios daban cuenta del marcado interés que mostraban en el tema. Aprovechando que me detuve un momento a cobrar aliento y servirme un traguito, las más boconas se lanzaron a comentar.

-

Hay que reconocer que esta huevona cartucha lo ha pasado bien, aunque casi se ha borrado el coño, frota que frota…

-

No seas mal hablada, Kika, ella tiene derecho a contar sus experiencias y nosotras tenemos la obligación de oírla con respeto, quizás con curiosidad, pero sin dar esas opiniones que pueden hacerla arrepentirse de la franqueza que ha hecho gala esta noche -, observó Pity.

-

Está bien, está bien, no quise ofender, sólo soy espontánea…

-

No solamente espontánea, amiguita. Yo agregaría que tu grosería tiene un tinte machista…-, comentó Alejandra.

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-

¡Oye!, ¡machista!, ¿yo?. Si soy la más feminista de todas. ¡Machista!. Si soy más independiente y más capaz de manejar a los hombres que todas ustedes.

-

Escuchen amigas, no llevemos nuestra conversación, que está tan interesante, por ese lado. Miren, yo tengo una pregunta a la relatora -, terció la Pity.

-

¿Sí? -, dije, lanzando una bocanada de humo.

-

¿Nunca utilizaste otra cosa?. Quiero decir, un objeto diferente, no sé bien como explicártelo… Por ejemplo, ¿una botella?.

-

No, no lo hice. Ni se me habría ocurrido. De sólo imaginarlo, me quedo fría. ¿Alguna de ustedes lo ha hecho?.

Ninguna de ellas respondió la pregunta, la cual quedó en el aire. Sus rostros se pusieron inescrutables. Una, miraba la mesa. Otra, el humo de su cigarrillo. El resto, cualquier cosa. Hasta que la gorda Alejandra llenó el silencio con sus comentarios.

-

Tengo una amiga que en su casa, en la sala de estar, estando yo de visita, tenía colgado un objeto extraño en una de las plantas de interior, en uno de esos gomeros. Le pregunté de qué se trataba y, cogiéndolo, me lo pasó para que yo

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misma lo conociera. ¿Adivinan qué era?. Ni más ni menos que un consolador. De tamaño, nada de extraordinario. Era como del porte común y corriente. Pero, de textura, una maravilla. ¡Si era igual a los de verdad!. Estaba hecho de una cubierta plástica tan suave y aterciopelada como los auténticos. Lavable e higiénico, por supuesto.

-

Y ella, ¿lo usaba? -, preguntó la Kika.

-

¿Si lo usaba?, desde luego, chica. Esta comadre es más o menos promiscua, le gustan las orgías, o sea, las experiencias colectivas, como se dice ahora. A veces, se junta con varias amigas y, si la ocasión les brinda pocos machos o ninguno, usan el consolador.

-

Y tú, ¿lo probaste? -, consulté.

La gorda se cortó un poco, pero se recuperó en cosa de segundos y continuó con voz firme.

-

La verdad es que… sí. No vayan a creer que fue en una de esas bacanales… No tendría personalidad para eso.

Este cuerpo y estos rollos no me atrevo a

mostrárselos a cualquiera. Le saqué la información de dónde lo había conseguido

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y me compré uno, encargándolo por teléfono. Los vendedores son super amables y completamente discretos…

-

Y tú lo has usado ¿con todo? -, inquirió la Kika.

-

¿Qué quieres decir “con todo”?.

-

Amiga, no te hagas la patijunta… Quiero decir si lo has usado “a fondo”. Si te lo has comido por la zorra.

-

¿Por qué tienes que ser tan vulgar?. No es necesario que te expreses así para que una cuente lo suyo, amiga… Sí, reconozco que me lo he metido.

-

Y, ¿qué tal? -, preguntaron varias, al unísono.

-

Maravilloso, linda, maravilloso. Si la flaca le puso nota siete a don Banano, a éste habría que calificarlo con un diez.

-

¡Guaaaa! -, gritamos a coro.

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Todas reímos, excitadas por los temas procaces y desinhibidas por el alcohol. Para mis adentros, me preguntaba cómo Alejandra podía comparar a Banano con el consolador y poner nota a este último, si nunca habló de haber usado el primero. Bueno, no lo sé, quizás le bastaría imaginárselo. Después de desternillarnos de risa y quedar fatigadas con tanta carcajada, se fue aquietando el ambiente, hasta producirse un completo silencio. La Kika, que era la que había bebido más, comenzó a presentar un aire mas bien triste, agachó la cabeza, suspiró, volvió a levantarla con los ojos lacrimosos y terminó por dirigirse al grupo con un tono de pena.

-

Puchas, es cierto que con la paja se pasa bien en el momento pero, al final, es pura mierda.

-

Verdad -, agregó la Pity. - Al finalizar, es sólo eso, pura paja, algo vano, sin sustancia…

-

Yo me he sentido igual que ustedes. No es lo mismo. Una quiere ser amada, anhela ser besada y acariciada por un hombre, y esto, ¿qué es? : solamente un pedazo de plástico reforzado por las fantasías mentales de las pajeras. Cuando todo termina, después de acabar tan rico, se apodera de ti una sensación de vacío, de soledad -, expresó Alejandra.

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-

Y eso no es todo -, intervino la menuda Kika. - Con todas las huevadas que los adultos te metieron en la cabeza cuando niña, piensas que es pecaminoso, que eres una cochina, qué sé yo, hasta una puta. ¡Qué mundo!. ¡Qué no pueda una corrérsela con dignidad, con orgullo!. ¿No es cierto, flaca?.

-

No es cierto -, repliqué, al ser aludida.

Sentí que las mejillas me ardían, por efecto que todas quedaron mirándome estupefactas. Y continué:

-

No es por llevar la contraria pero, no opino lo mismo. Para mí, ha sido una experiencia bonita, simpática, sin peligros. A cada uno de ellos lo he querido mucho. Han sido mis verdaderos amantes. Por ahora, no pido más, ni tampoco quiero menos. No usaría un consolador, una cosa artificial, muerta. Prefiero algo vivo, que tenga células y tejidos vitales, sin importar su origen vegetal… Y nunca pierdo las ganas de hacerlo, siempre quiero más…

-

Chicas - dijo la gorda Alejandra - levantemos esta noche por última vez nuestras copas. Nosotras sólo somos aficionadas. Estamos en presencia de una profesional. ¡A la salud de la flaca!.

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-

¡Salud! -, corearon todas.

-o-

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