El Paraíso De Los Elegidos.pdf

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Sección de Obras de Historia EL PARAÍSO DE LOS ELEGIDOS. UNA LECTURA DE LA HISTORIA CULTURAL DE NUEVA ESPAÑA (1521-1804)

ANTONIO RUBIAL GARCÍA

El paraíso de los elegidos

Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804)

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

Primera edición, 2010

ficha catalográfica

LC 

Diseño de portada: D. R. © 2010, Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de Filosofía y Letras Ciudad Universitaria, 3000, col. Copilco Universidad, Delegación Coyoacán; 04360 México, D. F. D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos ISBN (unam) 978-607-02-1564-3 ISBN (fce) 978-968-16-??? Impreso en México • Printed in Mexico

Dewey

Las grandes culturas, las más brillantes, las más durables, producen vigorosa y masivamente un vínculo social. En otras palabras, tejen en torno a sus miembros redes de relación constituidas por símbolos poderosos entrecruzados, pero también prácticas concretas que endurecen el cemento colectivo uniendo al individuo con el todo, desde el nacimiento hasta la muerte. Robert Muchembled, Historia del Diablo, siglos xii-xx

ÍNDICE Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 I .

La retórica del bien y del mal. Premisas de una percepción del mundo. . . 1. El mesianismo agustiniano y el concepto de pueblo elegido . . . . . . 2. Retórica e imagen. La construcción simbólica de la realidad . . . . . . 3. Espacio y tiempo en el fundamento de las identidades . . . . . . . . . . 4. Los forjadores de las patrias: clérigos, caballeros e indios nobles . . . 5. Cambios y permanencias. Una propuesta de periodización . . . . . . .

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I I. La era medieval-renacentista: los textos fundantes y los modelos festivos. . 59 1. Ciudades, cabildos y escudos. Las primeras identidades locales . . . 63 2. Cuando el paraíso estaba en América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 3. Conquista y conquistadores. Los testimonios fundantes . . . . . . . . . . 77 4. La primera evangelización vista por los frailes . . . . . . . . . . . . . . . . . 82 5. La construcción retórica del indio y sus primeras imágenes . . . . . . 88 6. La percepción indígena de la conquista armada   y religiosa y del México antiguo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 7. Imágenes, santos y demonios en la primera evangelización . . . . . 108 I II. La era manierista. Forjando los símbolos y las prácticas . . . . . . . . . . . 1. América en entredicho. Defensores y detractores   de lo americano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Los encomenderos criollos sueñan la conquista . . . . . . . . . . . . . . . 3. La cristianización del pasado prehispánico.   Los nobles “indígenas” y los religiosos mendicantes . . . . . . . . . . . 4. La Edad Dorada de la evangelización y las fortalezas de la fe . 5. Los ídolos suplantados. El surgimiento de los santuarios   novohispanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. El corporativismo y el culto a los santos, a las reliquias   y a las imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7. La ciudad de México: matriz de encuentros multiétnicos    y forjadora de símbolos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I V. La era barroca. Los discursos de una elección divina . . . . . . . . . . . . . . 1. Los paraísos terrenales en las patrias criollas . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Huertos místicos y yermos bíblicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. La Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción . . . . . . . . . . . . .

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índice

4. Imperio y santidad. Los códigos y los medios   de una inserción simbólica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Santos, reliquias e imágenes en la construcción   de las patrias urbanas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Las provincias religiosas y sus crónicas de santidad . . . . . . . . . . . . 7. Hernán Cortés, Bartolomé de Olmedo y las pinturas   de la conquista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8. La Roma del Nuevo Mundo. Recuperación   y resignificación del mundo indígena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. Los escudos de armas y las fundaciones prodigiosas . . . . . . . . . . . 10. Los Remedios y Guadalupe. La síntesis del espacio   y del tiempo novohispanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La era ilustrada. Culminación y fin de una utopía . . . . . . . . . . . . . . . . . V 1. De la geografía retórica a la geografía erudita . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Las percepciones de una sociedad plural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Entre los santos y los sabios. La nueva hagiografía   y la biografía de los letrados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La literatura aparicionista guadalupana   en el ocaso virreinal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Los indios vistos por los ilustrados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. La fiesta y sus espacios como escenario de identidades   y conflictos. Monarquía, rebelión, religión y conquista . . . . . . . . . 7. Las crónicas de las patrias criollas en el Siglo de las Luces . . . . . . 8. Las patrias y las naciones de los indios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. La América septentrional sustituye a Nueva España . . . . . . . . . . .

239 251 265 280 288 307 326 343 348 354 360 382 393 407 418 434 457

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465 Obras citadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 475

AGRADECIMIENTOS Todo libro es una obra colectiva. En éste han participado numerosas personas a lo largo de su elaboración que ha llevado varios años. Con sus conversaciones, recomendaciones de lecturas, sus propios escritos y su amistad y solidaridad las siguientes personas han hecho posible que este trabajo salga a la luz. Quiero hacer un reconocimiento especial y un recordatorio por su labor académica a mi amiga y colega Juana Gutiérrez Haces, fallecida en 2007, pues con su sabiduría y sensibilidad fue una guía para mí. Francisco Iván Escamilla, Israel Álvarez Moctezuma, José Francisco Rivero Rubio y Esteban Sánchez de Tagle fueron los revisores acuciosos del manuscrito final y les agradezco todas sus enriquecedoras sugerencias. También han participado con sus ideas directamente en esta obra Jaime Cuadriello, Alfredo Ávila, Patricia Escandón, Rosalva Loreto, Sonia Rose, Dolores Bravo, María Méndez, Perla Chinchilla, Alfonso Mendiola, Óscar Mazín, Enrique González, Pablo Escalante, José Rubén Romero, Eduardo Ibarra, Miguel Pastrana, Javier Otaola, Juan Carlos Ruiz Guadalajara y Dorota Bieñko. Agradezco finalmente a la Universidad Nacional Autónoma de México y a mi Facultad de Filosofía y Letras por facilitarme el espacio y los medios para realizar mis investigaciones y mi trabajo académico.

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INTRODUCCIÓN Desde el siglo xix muchos autores se han empeñado en caracterizar el periodo virreinal como una época de explotación y oscurantismo. Con esa retórica tanto los liberales decimonónicos como los ideólogos de la posrevolución pretendían justificar sus propios postulados políticos y desacreditar a sus enemigos “conservadores”. Sin embargo, en nuestros días es difícil sostener esta visión tan parcial y sesgada de una época que duró tres siglos y en la que, además de haberse conformado nuestras estructuras económicas y sociales y las bases de nuestro sistema político y de nuestra unidad territorial, se gestaron las raíces de nuestra cultura actual, una cultura mestiza que aglutinó lo castellano y lo mesoamericano. En esa época, que como todas tiene sus luces y sus sombras, se produjeron los primeros símbolos de nuestra identidad colectiva, o mejor habría que decir, de nuestras identidades colectivas. Muchos de esos símbolos ya no son ahora elementos de cohesión para los diversos grupos sociales en una sociedad tan plural como la mexicana; otros, en cambio, todavía siguen funcionando como espacios estructuradores que nos proporcionan orgullo y seguridad; pero sin duda todos ellos, transmitidos de generación en generación, pusieron las bases para construir los sentimientos de pertenencia a una tierra que hoy llamamos México. La sociedad novohispana, como todas sus contemporáneas, se movía en un mundo de símbolos (inmersos en todas las formas de representación pública) que estaban insertos en un exuberante y omnipresente discurso visual y en un exhaustivo y persistente cúmulo de mensajes orales, ambos controlados por el sector que detentaba el poder económico y los medios de comunicación. Estos discursos, textos e imágenes, al ser recibidos por sus destinatarios, provocaban diversos significados y prácticas. Inmersas en ellos, las identidades se manifestaron en los sutiles espacios de la vida cotidiana, en el ámbito de los sentimientos y de la emotividad, en la creación de “lugares comunes” recibidos desde la infancia, en una lengua llena de retruécanos y dobles sentidos, impactada sin embargo con multitud de vocablos procedentes de las lenguas indígenas (nahuatlismos, zapotequismos, totonaquismos, purepechismos, mayismos, etcétera). Esas identidades se reflejaron igualmente en una comida colorida y de sabores y olores contrastantes, en una plástica, una música y una danza que se manifestaban en un exuberante aparato festivo y en un cultura oral llena de originalidad y de riqueza. Por ello, los testimonios del pasado, imágenes y textos, no pueden ser leídos sólo con los elementos explícitos insertos en ellos; su contenido deberá ser interpretado a partir de la intencionalidad que suponemos tuvieron: quién los mandó fabricar y con qué fin; a qué necesidades individuales o co13

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introducción

lectivas respondían y en cuál espacio eran utilizados. A partir de tales preguntas podremos también tener una idea del influjo social que esas obras tuvieron en sus receptores y los usos que ellos les pudieron dar, pues para que el aparato de representación funcione debe ser comprendido y aceptado por quien lo recibe. Aunque en una sociedad puede existir una pluralidad de imágenes visuales y textuales, sólo aquellas que responden a las necesidades de una conciencia grupal serán capaces de convertirse en representaciones y símbolos identitarios. En Nueva España, la identidad que dejó ese tipo de huellas fue la “criolla”; ella impuso sus símbolos y estereotipos, la selección de los temas, su representación de la figura humana y de las variantes étnicas de su sociedad con sus gestos, sus actividades laborales y recreativas; los indígenas y mestizos modelaron desde el siglo xvi todas sus construcciones, incluidas las visiones del mundo prehispánico, a partir de la representación criolla. Para el análisis de las definiciones identitarias es necesario utilizar imágenes y textos de muy variada procedencia. Entre las primeras están: pinturas de tema religioso, retablos, grabados, dibujos sobre papel, exvotos, cuadros de castas, vistas urbanas y retratos. En cuanto a los textos podemos encontrar esos contenidos en crónicas, sermones, cartas públicas y privadas, relatos de viajeros, tratados hagiográficos y aparicionistas, poemas, diarios de sucesos notables, descripciones festivas, etcétera. En imágenes y textos quedaron plasmados los valores de la cultura hegemónica cristiana manifestada en cuatro ámbitos: uno imperial, que veía lo hispánico como sinónimo de católico y a indios y españoles como vasallos de un rey y fieles de una Iglesia; uno local, generado por primera vez en la capital, la ciudad de México, y que funcionaría como modelo para el resto de las ciudades novohispanas; uno regional, construido dentro de las provincias religiosas como parte de su sentido territorial corporativo, y uno “protonacional”, el último en aparecer, que a partir de la percepción de una América septentrional puso las bases para concebir un país más allá de las diferencias locales o regionales. No debemos perder de vista que la cultura novohispana fue producto de las trasformaciones acaecidas a lo largo de los tres siglos virreinales y que sus patrones sobrevivieron varias décadas después de consumada la Independencia. Por ello podemos decir que tanto las imágenes como los textos desde el siglo xvi han generado una tradición que, a lo largo del virreinato e incluso hasta hoy, se ha perpetuado con base en “hechos fundacionales” y ha forjado reivindicaciones políticas y dependencias culturales. Lo que aquí me interesa historiar es el “pasado práctico”, es decir, aquel que sirve como instrumento identitario, el que construye su memoria a partir de lugares comunes, de inclusiones y de exclusiones y al que se le ha definido como “criollismo”. Esta cultura criolla partió de tres mecanismos básicos para conformar sus redes simbólicas y sus imágenes identitarias: la imitación, la equiparación y la diferenciación. El primero de ellos, la imitación, apareció como una



introducción

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condición forzosa del proceso de inserción del territorio que hoy llamamos México dentro de los cauces del cristianismo occidental romano y de la monarquía católica hispánica. Esta identidad hacía partícipe a la Nueva España de unos códigos culturales comunes a un imperio con pretensiones universales, dentro del cual había un intenso intercambio de personas, ideas y objetos culturales. Por medio del segundo mecanismo, la equiparación, los criollos, deseosos de ser considerados iguales a los españoles, debían demostrar que esta tierra estaba contemplada en el plan divino y tenía un destino en la historia de la salvación, es decir, que era igual a cualquier nación europea. Sin embargo, ni la imitación ni la equiparación mostraban al novohispano como un ente cultural diferente del español, el francés o el italiano, que habían creado sus propias versiones de la cristiandad occidental católica, aunque siempre dentro de una misma economía simbólica. Lo que podía convertir al criollo novohispano en un ser distinto al católico europeo era su convivencia y permeabilidad con una presencia que no existía en Europa: los indígenas. Con ellos el criollo forjó desde el siglo xvii sus mecanismos de diferenciación, aunque esto se hizo equiparando a los indios con los griegos y los romanos. Todo ese cúmulo de elementos se trasmitió por medio de la fiesta y la imagen a los otros sectores de la pluriétnica sociedad novohispana e influyó profundamente en sus visiones del mundo. El proceso que llevó a la conformación de este complejo conjunto de símbolos, imágenes, discursos y prácticas se inició desde los primeros contactos entre españoles e indígenas a partir de la conquista y fue muy diferente en las diversas regiones que conforman hoy nuestro país. Por ello es muy difícil generalizar y hacer extensivo un fenómeno que surgió en los valles centrales de Nueva España y que muy lentamente se fue difundiendo a las otras regiones, tomando en ellas características propias. Este libro pretende mostrar tal proceso solamente en el ámbito de la antigua Mesoamérica y su entorno cercano: el valle del Anáhuac con sus zonas aledañas; el área de Puebla y Tlaxcala, la zona de Oaxaca y Michoacán, y las provincias vecinas en el Bajío, San Luis Potosí y Zacatecas (la región denominada de Chichimecas). Los documentos (textos e imágenes) aquí utilizados son testimonios de un acontecer que no tenía que ver con los grandes acontecimientos políticos o con revoluciones sociales, sino con la vida cotidiana. Detrás de ellos hay prácticas vinculadas a los procesos de construcción de identidades colectivas que se expresaban en fiestas, imágenes, retablos, culto a los héroes, edificios religiosos, sermones, rituales, lecturas individuales y comunitarias, etcétera. Lo que me interesa de ellos es su carácter de instrumentos de comunicación, su presencia como discursos en los cuales el receptor era tan importante como el emisor pues ambos formaban parte de una comunidad cultural. Para entender este complejo proceso que se vivió en la Nueva España es necesario, por tanto, conocer al emisor (un ente social inmerso en un ámbito corporativo), lo que dicen sus mensajes (información), los mecanismos utili-

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introducción

zados para su transmisión (medios comunicativos) y la manera como esos mensajes fueron recibidos por sus destinatarios (el acto de comprender).1 El proceso cultural novohispano es de una gran complejidad y en este texto sólo considero algunas de sus temáticas alrededor de sus conceptos de espacio y tiempo. Para ello parto de una serie de premisas que considero fundamentales para comprender el sentido de los mensajes y de su recepción en la sociedad novohispana: la visión que el mundo occidental tenía de Dios, del hombre, de la alteridad, a partir de la filosofía agustiniana desarrollada durante la llamada Edad Media europea; las tecnologías comunicativas (retóricas, escritas, orales y visuales) que tal cultura utilizaba para difundir sus mensajes, y finalmente el entramado social y corporativo en el que se movían emisores y receptores novohispanos, base “institucional” que le dio cuerpo a esas manifestaciones culturales en este territorio. En el siguiente capítulo hago también una propuesta de periodización cronológica sobre la cual se estructurará todo el libro. Como en todas las sociedades denominadas de Antiguo Régimen en el Occidente, ambos parámetros de la realidad estuvieron marcados profundamente por la religión católica, una religión que se había forjado a lo largo de un milenio y medio. En sociedades donde las solidaridades y las identidades provenían de un mundo fragmentado por las fidelidades corporativas, la religión era una de las pocas instancias de negociación cultural permanente que permitía amalgamar esa diversidad. Por ello es necesario, antes de entrar a analizar la evolución de las identidades en el virreinato, exponer una serie de premisas religiosas y culturales que considero fundamentales para comprender el sentido de los mensajes y de su recepción en la sociedad novohispana.

1 Alfonso Mendiola, Retórica, comunicación y realidad. La construcción retórica de las batallas en las crónicas de la conquista, pp. 60 y ss.

I. LA RETÓRICA DEL BIEN Y DEL MAL. PREMISAS DE UNA PERCEPCIÓN DEL MUNDO En el siglo xvi, el territorio que hoy ocupa nuestro país fue insertado por la fuerza en un imperio cuya cabeza era el reino de Castilla; por conquistas y alianzas matrimoniales este reino había conseguido juntar bajo la potestad de un emperador a varios territorios tanto dentro de la península ibérica como fuera de ella (Italia y Flandes). El universo cultural hispánico, del cual la cultura novohispana formaba parte, no constituía, por tanto, una unidad; de hecho, en la península convivían, además de tres realidades religiosas, varias unidades políticas (Aragón, Cataluña, Navarra y Portugal). A la larga, durante los siglos xv y xvi el centralismo castellano impuso sobre las otras realidades peninsulares (incluidas la musulmana y la judía) su versión única y uniformadora, que fue también la que se trasladó a América. Sin embargo, en todo el imperio, la herencia castellana tuvo que adaptarse a una tradición local que se citaba y reciclaba constantemente. En las posesiones americanas, además, la situación de marginación y la lejanía de la metrópoli provocaron que muy pronto surgiera una conciencia de reafirmación de las peculiaridades propias frente a lo “hispánico”. Esos particularismos fueron ignorados en la metrópoli imperial, pero se convertirían a la larga en el motor que fortalecería un sentido de la diferencia. Sin embargo, incluso los particularismos se estructuraron a partir de una matriz cristiana occidental que nació de la filosofía agustiniana desarrollada durante la llamada Edad Media europea y que determinó la visión que el mundo occidental tenía de Dios, del hombre y de la alteridad. Para entender su repercusión social es necesario dar cuenta del modo como esas bases filosóficas llegaron a las masas, es decir, esclarecer el funcionamiento de las tecnologías comunicativas (escritas, orales y visuales) utilizadas para difundir esos mensajes. Asimismo, para comprender el fenómeno cultural debemos conocer el entramado social y corporativo en el que se movían emisores y receptores novohispanos, base institucional que dio cuerpo a esas manifestaciones culturales en este territorio. En el último apartado propongo una periodización cronológica sobre la cual se estructura todo el libro. 1. El mesianismo agustiniano y el concepto de pueblo elegido

Nosotros entendemos qué significan estas dos angélicas compañías: una que está gozando en la visión intuitiva de Dios y otra que está desesperada por su sober17

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la retórica del bien y del mal

bia […] una que está abrasada en el santo amor de Dios, otra que está humeando de altivez con el amor inmundo de su propia altura […]; la una vive y mora en los cielos de los cielos y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacífica con la luz de la piedad, la otra camina turbada y borrascosa con la tiniebla de sus apetitos; la una, teniéndolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de sujetarnos y hacernos daño.1

Agustín, obispo de Hipona, escribía este texto interpretando una frase del libro del Génesis en el que se decía “hizo Dios división entre la luz y las tinieblas”. Las dos compañías de los ángeles (una luminosa y otra tenebrosa), separadas como entidades opuestas, habían elegido libremente su camino y, al igual que sus seguidores en la tierra, serían objeto de premio o castigo por parte de una divinidad clemente, pero justiciera. Cuando escribía esto san Agustín, en el cristianismo se confrontaban dos imágenes encontradas de Dios: una amorosa y providente nacida del mensaje de Cristo en el Nuevo Testamento, la cual había predominado mientras la fe en el Nazareno fue objeto de persecución y forjadora de mártires; la otra, reforzada por el triunfo de las iglesias helenísticas sobre las corrientes gnósticas gracias al apoyo imperial, que veía en Dios a un Señor de los ejércitos justiciero y vengador, imagen que campea en el Antiguo Testamento y en la visión expuesta en el Apocalipsis de san Juan, donde se mostraba a huestes celestiales dirigidas por san Miguel que guerreaban contra las fuerzas del mal. San Agustín trató de compaginar ambas imágenes, aunque se inclinaba más por la segunda. La lucha celeste se repetía en la historia humana donde los elegidos, los hijos de la luz (primero el pueblo de Israel y después la Iglesia de Cristo), luchaban contra las fuerzas de las tinieblas, la ciudad de Satán (Babilonia, Sodoma, Roma). A causa de la naturaleza humana corrompida por el pecado original heredado de Adán y Eva, el alma se había convertido también en un campo de batalla y la única forma que tenía el hombre de vencer a Satán era el apoyo de la gracia divina. Al final de los tiempos, cuando Cristo regresara a la tierra para realizar el juicio final de la humanidad, los ciudadanos de la ciudad de Dios pasarían a gozar eternamente del cielo, mientras los hijos de las tinieblas serían arrojados al infierno. El cristianismo católico era considerado como la única religión poseedora de la verdad; el que la aceptaba se salvaría, el que no se condenaría. A lo largo de la Edad Media, la imagen agustiniana de un pueblo elegido y de una guerra contra el mal, así como las hazañas del Señor de los ejércitos del Antiguo Testamento, hicieron posible que una religión de amor fuera aceptada por pueblos guerreros que no tenían palabras para el perdón, el arrepentimiento o la culpa y que veían en la guerra un modo de vida. Los 1

Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xi, cap. 33, p. 264.



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reyes germanos y los señores celtas impusieron las conversiones masivas de sus súbditos y apoyaron a obispos y monjes para consolidar su poder frente a otros señores. En el siglo ix el rey franco Carlomagno, un guerrero y gobernante excepcional, con la ayuda de un importante grupo de monjes y obispos, no sólo inició un proceso de uniformación de las prácticas cristianas en todo su imperio, llevó también a cabo la primera conversión masiva impuesta como consecuencia de una conquista militar: la de los sajones.2 A lo largo del siglo ix la llegada de invasores vikingos y húngaros y los ataques musulmanes en el Mediterráneo crearon una situación de caos y violencia que afectó no sólo a nobles y campesinos, sino también a los monasterios y las sedes episcopales. El entorno de violencia que se vivía en la cristiandad hacía imposible ignorar la necesidad de los guerreros como protectores de la Iglesia. De hecho, desde el siglo viii los señores eclesiásticos se habían allegado contingentes armados que los protegieran a cambio de la concesión de tierras, pues era la única forma en que abadías y obispos podían asegurar su sobrevivencia. Con ellos se hacían ceremonias de investidura, se bendecían sus estandartes, armas y hombres y se combatía bajo las insignias del santo patrono. Algunos de estos rituales formaron parte de los futuros protocolos para armar caballeros que la Iglesia comenzaría a instaurar. El mismo papado utilizó estos servicios, encabezó ejércitos y exigió vasallaje, acompañado de pagos, sobre algunos reinos como Hungría, España o Inglaterra. Por otro lado, fueron también los monasterios quienes iniciaron una serie de prácticas para limitar las fechorías de los cristianos contra sus propiedades por medio de la excomunión y de las instituciones de paz como la tregua de Dios y la paz de Dios.3 Dentro de este contexto, la reforma monástica de Cluny forjó la idea de una Militia Dei, hombres puros cuyas oraciones fueran gratas a Dios y cuya fuerza espiritual pudiera vencer a las huestes satánicas. Cluny también encabezó un movimiento que tenía como finalidad independizar al monacato de los poderes laicos y evitar que las tierras monacales y los nombramientos de abades fueran parte de sus feudos. Por otro lado, sin embargo, sus ceremonias suntuosas, la magnificencia de sus monasterios y ornamentos, la teatralidad de su liturgia, ambientada con música, colorido, riqueza y ostentación, le daba a la orden unos tintes aristocráticos que atraían las simpatías de los poderosos. En el siglo xi los monjes de Cluny crearon una ideología que propiciaba además la transformación de la cristiandad encabezada por los

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Cf. Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental. La tregua limitaba los días de combate a una semana, que iba de lunes a miércoles y durante las principales fiestas anuales, y quienes no la cumplían se les amenazaba con el anatema, el exilio o la peregrinación a Jerusalén. Incluso para algunos concilios provinciales era válido crear milicias de paz que combatieran a saqueadores y violadores de iglesias. La paz de Dios eran juramentos sobre las reliquias que los guerreros debían hacer comprometiéndose a no atacar ni a las iglesias ni a los indefensos campesinos. 3

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papas, varios de ellos monjes vinculados con esa abadía.4 Apoyados por los emperadores alemanes, los pontífices cluniacenses liberaron la sede de San Pedro del dominio de las familias romanas, lo que dio inicio a una reforma conocida como “gregoriana” (por Gregorio VII) que terminaría por independizarse del emperador y de darle al papado una estructura monárquica y autónoma (con un colegio cardenalicio para la elección papal, una curia o aparato burocrático centralizador, unos legados pontificios embajadores ante los reyes de Europa y un derecho canónico que le daba su estructura jurídica).5 Parte de esa reforma consistió en inculcar los ideales monásticos de la Militia Dei a los seglares. Desde el siglo x, el ideal de la Iglesia era crear entre la nobleza guerrera la conciencia de su función como protectora del clero y de los campesinos. Por ello, el papado comenzó a partir del siglo xi también a considerar santos a aquellos reyes guerreros gracias a los cuales se había llevado a cabo el proceso de cristianización de sus pueblos: Edmundo y Eduardo (el confesor en Inglaterra), Esteban de Hungría, Olaf de Noruega, Canuto de Dinamarca y Wenceslao de Bohemia. Su salvación eterna había sido conseguida por su apoyo incondicional a los obispos y por su reconocimiento de la autoridad del sumo pontífice romano. Por otro lado, desde antes del año 1000 y sobre todo el 1033, los eclesiásticos expresaron presagios de catástrofes apocalípticas: las fuerzas diabólicas se estaban desatando. En el 1009 se decía que el príncipe de Babilonia había hecho destruir el santo sepulcro; eclipses y cometas perturbaban el orden cósmico y las hambrunas, epidemias, vicios y herejías afectaban a la cristiandad y a la misma Iglesia. El Apocalipsis se leía con este ánimo, esperando que las fuerzas del Anticristo mostraran pronto su faz. En el cielo los ejércitos angélicos se preparaban para guerrear contra las hordas demoniacas y los clérigos animaban a los cristianos a ponerse del lado del bien bajo el estandarte de Cristo. El lenguaje guerrero de la época se había apropiado también del discurso religioso. Dios era un juez implacable, un señor de ejércitos celestiales preparándose para la lucha final contra el mal. Ermitaños y párrocos alentaban al pueblo a unirse a esta lucha provocando matanzas contra judíos y canónigos llevados a la hoguera (como los de Orleáns en 1023). Por otro lado, hubo movimientos monásticos que intentaban aplacar la ira divina con oraciones y ofrendas. El miedo a un Dios juez justificaba la presencia de militares al servicio de esa divinidad.6 Este cambio de mentalidad propició la aparición de la ideología de cruzada. En el siglo xi Gregorio VII prometía a los guerreros que participaran en algunos combates recompensas en el más allá, sobre todo a aquellos que 4 Clifford H. Lawrence, El monacato medieval: formas de vida religiosa en Europa occidental durante la Edad Media, pp. 111 y ss. 5 Georges Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, pp. 186 y ss. 6 G. Duby, Obras selectas, p. 46.



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pelearan contra el Islam en España, territorio que era considerado patrimonio de san Pedro. Aunque esto no era nuevo pues desde el siglo ix el papado había hecho estas promesas a aquellos que guerrearan contra el Islam. Esa misma actitud se continuó en la Cruzada promovida por Urbano II y por sus sucesores para rescatar los santos lugares del poder de los turcos. Desde entonces se premió con promesas celestiales la violencia que se ejercía contra los enemigos de la fe. Quien guerreaba en la cruzada ganaba indulgencia plenaria y con ella el paso directo a la gloria sin el tránsito por el nuevo espacio temporal en el más allá, el purgatorio, donde debía purificarse todo cristiano antes de llegar al cielo. En este ambiente de cruzada nacieron las órdenes monástico-militares, producto del ideal eclesiástico que buscaba que los caballeros abandonasen la milicia del siglo para entrar al servicio de Dios. Pero la Iglesia no sólo tomó este papel inesperado en la guerra, también comenzó a tener una fuerte injerencia en el ámbito caballeresco de la nobleza laica. En el siglo xii, como parte de las reformas que estaba llevando a cabo el papado, monjes y obispos iniciaron una profunda campaña tendiente a la “cristianización” de la caballería, que por lo demás siempre les había parecido demasiado mundana y fogosa, y por ello peligrosa. Los clérigos, desde los ámbitos más sutiles hasta los más visibles, trataron de allegarse a los hombres de la guerra. Al surgir, en el siglo xii, un nuevo ideal del “caballero cristiano”, la condición del noble se transformó gradualmente y, de ser un guerrero de oficio, manchado por el pecado de la sangre derramada, se volvió un protector de la cristiandad. Podemos ver la génesis de este cambio ya en las formas litúrgicas del siglo xii para bendecir a los guerreros y las armas, pero sobre todo en el fomento cada vez más extendido del culto a santos guerreros como san Jorge, Santiago y, por supuesto, al arcángel san Miguel.7 A partir del siglo xiii, la visión agustiniana recibió un gran impulso con la consolidación de una nueva imagen del Demonio que comenzó a tomar los rasgos de un poderoso monarca dominador de todo el cosmos negativo.8 A pesar de estar confinado en su reino infernal, Satán ejercía un insólito poder en la tierra gracias al apoyo de ministros y seguidores que vivían no sólo fuera de la cristiandad, como los musulmanes, sino dentro de ella (judíos, homosexuales ermitaños rebeldes, herejes y brujas). El triunfo del bien sobre el mal dependería por tanto de la persecución contra esos enemigos, quienes debían ser quemados en la hoguera, lo que justificó la creación del tribunal de la Inquisición y de un fuerte aparato represivo. La reordenación del espacio del más allá con un Demonio monarca del infierno y un purgatorio temporal correspondía a un proceso de ordenamiento de los espacios sociales en los que la Iglesia participó activamente. El corporativismo, nacido como consecuencia del renacimiento urbano, influyó en 7 Jean Flori, La Guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, pp. 123 y ss. 8 Robert Muchembled, Historia del Diablo, siglos xii-xx, pp. 32 y ss.

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la creación de las órdenes mendicantes dedicadas a la predicación en las ciudades. Una organización piramidal que les daba gran movilidad y unas autoridades sujetas directamente al papado, las convirtieron en instrumentos ideales para la reforma que éste estaba llevando a cabo. Aunque a nivel local tuvieron conflictos con los obispos, su injerencia en las universidades, sus misiones diplomáticas en Asia y su carácter multinacional les dieron una fuerte presencia en la Europa occidental. Gracias a sus cofradías y órdenes terceras dieron a los laicos una mayor participación en la vida religiosa y con la fundación de sus ramas femeninas de rigurosa clausura se ejercieron mayores controles sobre las mujeres. A nivel local se consolidaron también las catedrales y sus cabildos (bajo la regla de los canónigos regulares de san Agustín) alrededor de los obispos y se impuso el celibato forzoso de todos los sacerdotes del clero secular. En ese ámbito de ordenamiento se estructuró y sistematizó igualmente la teología, siendo los mendicantes sus principales impulsores. Basada en la lógica aristotélica, uno de ellos, el dominico fray Tomás de Aquino, escribió la Summa Theologica, compendio donde se postulaba que la filosofía (la razón) podía ser un sustento valioso para la teología (la fe) y que el conocimiento de la naturaleza podía convertirse en un medio para llegar a Dios. Se construyó así un edificio lógico que abarcaba tanto una explicación de los dogmas cristianos como los temas más actuales de moral práctica: el vicio, la virtud y sus adaptaciones a la realidad burguesa, al comercio y a la usura; el manejo del poder político (sobre todo el tema de las relaciones entre el papado y la monarquía) y la justificación de la violencia (las cruzadas, la reconquista hispánica y las hogueras contra los herejes). La Summa aportó también una nueva visión de los sacramentos, completando el número de siete, definiéndolos como rituales propiciadores de la gracia y buscándoles su justificación bíblica, necesaria sobre todo en aquellos de más reciente creación como la confirmación y la extremaunción. Pero sobre todo la visión tomista sacralizó la concepción de una sociedad jerarquizada, estática y sujeta a un orden divino que la trascendía y que señalaba a cada quien el sitio que debía ocupar en el mundo. Esta sociedad cristiana, de la que estaban excluidos los infieles musulmanes y los judíos, formaba la Iglesia militante que luchaba en la tierra contra las fuerzas infernales y que recibía la ayuda constante de la Iglesia triunfante, formada por ángeles y santos que habitaban ya en los cielos, y que podía comunicar sus beneficios espirituales a la Iglesia purgante que penaba en el purgatorio sus culpas en espera de la gloria. Sin embargo, el modelo escolástico tomista no fue seguido por todos. La fuerte presencia del agustinismo en las otras órdenes mendicantes (agustinos y franciscanos, sobre todo) recibió también un gran impulso con el fortalecimiento de las tendencias místicas que cuestionaban el saber libresco. Por otro lado, las tendencias apocalípticas fueron fortalecidas por la peste negra y la crisis del siglo xiv. La presencia del Demonio en el imaginario co-



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lectivo se volvió obsesiva y con ella la insistencia en el pecado, la culpa y la condenación eterna. En ese ambiente se fortalecieron algunos cultos, como el de la Inmaculada Concepción, que enfatizaba los temas agustinianos sobre la gracia divina y el pecado original. En el siglo xv, de todas las naciones europeas, Castilla era la que presentaba las mejores condiciones para plasmar el espíritu del agustinismo a causa de su situación histórica. Varios siglos de lucha contra el Islam forjaron una ideología mesiánica en la cual la Virgen María y el apóstol Santiago, convertido en guerrero celestial, tuvieron un papel fundamental. Con la toma de Granada en 1492 culminaba una “guerra santa” que tendría a futuro repercusiones en América y que sería la base de un discurso de cruzada presente en el ámbito hispánico en los próximos siglos. El triunfo consolidó además el sentimiento castellano de ser un pueblo elegido, el cual se vio reforzado por los consejeros judíos conversos de la corte de Isabel, quienes con atrevidas metáforas compararon a la reina con la Virgen María y la llamaron liberadora de la Jerusalén terrena y restauradora de lo que estaba perdido. A partir del nacimiento del príncipe Juan (único hijo varón de los Reyes Católicos) se multiplicaron las referencias mesiánicas (basadas en la Biblia y sobre todo en el libro de los Reyes) que hacían alusión a expectativas proféticas sobre la venida de una nueva era iniciada por la madre reina y por su hijo.9 Fue también entonces que la monarquía castellana cambió de actitud dejando atrás la tolerancia abierta hacia las minorías religiosas e instaurando los estatutos de pureza de sangre, que derivaron finalmente en la expulsión de los judíos y los musulmanes de la península y en la persecución abierta contra los judaizantes y moriscos por medio de la Inquisición. Asimismo, con el apoyo de Isabel, el cardenal franciscano Francisco Jiménez de Cisneros llevaba a cabo la reforma de las órdenes religiosas con el fin de purificar a la Iglesia y hacerla un instrumento eficaz de los designios divinos, pero sobre todo de la política monárquica. Catolicismo e Iglesia se volvieron desde entonces elementos fundamentales del discurso monárquico español, lo que explica el porqué la mitad de los consejeros de la Corona desde entonces eran teólogos. Este sometimiento de la Iglesia a la monarquía se consolidó con el Regio Patronato, estructurado a partir de las concesiones que hizo el papa Alejandro VI a los reyes españoles sobre las misiones de América y que con el tiempo convertirían a éstos en los depositarios del dominio sobre las Iglesias de España e Indias.10  9

Peggy Liss, Isabel, The Queen. Life and Times, pp. 157 y ss. Los poderes del monarca español sobre la Iglesia en sus dominios fueron en aumento con el tiempo. A la bula Inter caetera de Alejandro VI de 1493, que daba a los reyes control sobre el envío y la selección de los misioneros a América, se agregó en 1501 el derecho al cobro del diezmo (bula Eximia e Devotionis); en 1504 Julio II concedió la facultad para fijar y modificar límites de las diócesis en América (bula Ullius fulcite praesidio) y en 1508 la facultad para vetar la elección de arzobispos y obispos, así como el derecho de presentación de candidatos (bula Universalis ecclesiae). En 1539 el emperador Carlos V exigió que las peticiones de los obispos a 10

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En ese mismo marco de reforma estaba la búsqueda del regreso a la Iglesia primitiva que tuvo en España muchos seguidores alimentados por las visiones de los grandes reformadores de los siglos xiii, xiv y xv, desde Francisco de Asís hasta Erasmo de Rótterdam y Tomás Moro. Este ideal tendría un fuerte influjo en la América hispánica desde el siglo xvi hasta el siglo xviii. La era apostólica constituía el modelo más acabado de la perfección conseguida en la tierra: una comunidad en la que no existía la propiedad privada, donde todo era de todos, y en la cual sus miembros estaban dispuestos a morir por su fe. Ese cristianismo primitivo constituía una bandera que permitía a los movimientos de renovación confrontar los males que aquejaban a la Iglesia y a la sociedad durante los siglos xiv y xv. Un tema central de esa creación se construyó alrededor de la pobreza evangélica, idea utilizada como un arma crítica contra un mundo dominado cada vez más por los intereses económicos y por el dinero. La “edad dorada” de la primitiva Iglesia tenía así una doble función: la didáctica, que enseñaba cómo debían comportarse los buenos cristianos a imitación de Cristo y sus primeros seguidores, y la crítica, que al mostrar el ideal evangélico primitivo hacía patente lo alejado que estaban los habitantes de las ciudades de los siglos xiii al xvi de los verdaderos principios cristianos.11 Al mismo tiempo que circulaban en Europa los principios de ese humanismo cristiano (con fuertes cargas pacifistas), se imponía una tónica militarista e imperialista que avalaba el poder hegemónico castellano sobre el resto de los estados peninsulares y estructuraba su futuro predominio en Europa por medio de alianzas matrimoniales. Carlos de Habsburgo, heredero de esas políticas, consolidó un imperio que se forjaría dentro de un sentimiento mesiánico y militarista. Su fortaleza y amplitud lo proyectaban como el reino universal de salvación que precedería al fin de los tiempos, hecho que se veía confirmado por el descubrimiento de América y la posibilidad de expansión misionera en ella. Dentro de esta visión mesiánica fue también interpretada la presencia de la reforma protestante, concebida como una faceta más de los intentos demoniacos por destruir “la ciudad de Dios”. En el siglo xvi se agregaban así a las huestes satánicas dos nuevos miembros: los herejes protestantes de la Europa norteña y central y los pueblos idólatras de América y Asia. Su presencia justificó la guerra contra los primeros y la conquista armada y espiritual de los segundos. En este imperio español, la ideología mesiánica estuvo fuertemente vinculada con la teología de san Agustín, con base en la cual se justificaba la violencia como razón de estado. Dentro del esquema castigo-premio de la visión agustiniana, indios y protestantes debían sufrir la guerra como consecuencia de sus pecados, mientras que los españoles, brazo armado de la vola Santa Sede pasaran por su mano, imponiendo el “pase regio” (regium exequatur) a los documentos pontificios para poder ser ejecutados. 11 Antonio Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 13 y ss.



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luntad divina, recibirían gloria, riqueza y vida eterna por sus servicios a la causa de Dios. Todo lo que estaba fuera del ámbito controlado por la religión católica era demoniaco y como tal debía ser destruido. Aunque por la influencia del humanismo se estaban considerando valiosas para la cristiandad algunas concepciones de las civilizaciones paganas (Egipto, Grecia y Roma), en el ámbito de la reforma religiosa éstas sólo fueron rescatadas de manera retórica, cuando servían de sustento al dogma o a la moral del cristianismo, pero siempre dentro del marco de referencia agustiniano-tomista. En la segunda mitad del siglo xvi, Felipe II y sus ideólogos, aprovechando un periodo de debilidad de Francia, consolidarían esta visión de una monarquía católica mesiánica, defensora del papado y de la Iglesia contra protestantes, criptojudíos y turcos, propulsora de las misiones en América y Asia y promotora de la reforma eclesiástica que se postulaba como una necesidad ineludible a partir del Concilio de Trento. Con el apoyo monárquico hispánico, la Iglesia católica consolidó el movimiento de Contrarreforma, que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía mayores controles sobre la religiosidad popular pero que, al mismo tiempo, daba espacio al culto de reliquias, de santos y de imágenes y a la promoción y exaltación de lo milagroso. A lo largo de ese siglo xvi el territorio que hoy llamamos México inició su integración a una cultura occidental que estaba viviendo transformaciones y cambios. Los procesos de su conquista y su cristianización, los valores estéticos, morales, políticos y filosóficos que se le trasmitieron y, en fin, todo lo que podía constituir material para conformar identidades, se vio profundamente influido por una religión católica triunfalista, mesiánica y guerrera avalada por una monarquía y una Iglesia autoritarias. Durante los siglos xvi, xvii y xviii en Nueva España, al igual que en el mundo católico de España, Portugal y el resto de la América ibérica la violencia contra los idólatras y las guerras que sostenía España en Europa se justificaban porque eran un medio para expandir el cristianismo “verdadero” y como parte de la guerra cósmica entre las fuerzas del bien y las del mal. Durante estos siglos se seguiría percibiendo el universo con base en las categorías religiosas agustinianas. 2. Retórica e imagen. La construcción simbólica de la realidad La retórica es la ciencia del bien decir. Y así como el filósofo sumo Platón conoció una doble retórica; la filosófica, para impulsar a los hombres al bien […] eso es, a las virtudes morales, y la adulatoria, vil y abyecta, para que los pueblos fueran engatusados y engañados con lisonjas; así, séanos permitido a nosotros los cristianos trasmitir, no la adulatoria ni solamente la filosófica, sino la retórica cristiana, la cual no puede contener nada que no apruebe la Iglesia, esposa de Cristo y maestra de la verdad. Es pues la retórica cristiana el arte de encontrar, tratar

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y disponer todo lo que pertenece a la salvación de las almas; lo cual lo conseguirá el orador cristiano enseñando, conmoviendo y conciliándose al auditorio.12

Con estas palabras el franciscano novohispano Diego de Valadés introducía su libro Retórica cristiana mostrando el ideal de una de las artes más útiles para la tarea de conversión que la Iglesia católica se había impuesto, un arte que tenía como finalidad transmitir la “verdad revelada” por Dios e impulsar la práctica de las “virtudes cristianas”. Aunque codificada gracias a la escritura, la retórica basaba su efectividad y disciplina en la comunicación oral que se sustentaba en una serie de conocimientos que debían repetirse una y otra vez, pues su efectividad consistía en la posibilidad de mantenerlos en la memoria individual y colectiva. De hecho la transmisión oral fue y sigue siendo la premisa básica para la existencia de la sociedad y sus códigos no sólo determinan la forma como se difunden los mensajes, también condicionan el contenido de los mismos. Las sociedades de oralidad (esto es todas las anteriores al impacto de la imprenta en las cuales la mayor parte de la población es analfabeta) se basaban en la credibilidad, por lo que no existía diferenciación entre los objetos del mundo real y los términos usados para enunciarlos (dragones, unicornios y sirenas eran seres posibles pues había palabras para denominarlos). El saber y el hacer eran indisociables porque las prácticas actualizaban el conocimiento y el ritual cotidiano y repetitivo era un acto ordenador de la convivencia humana. En la oralidad, el cuestionamiento era muy difícil pues la relación cara a cara propiciaba el consenso y era emotiva, algo distinto a lo que sucedía con la escritura, que disociaba al emisor del receptor, lo que permitía a éste evaluar la comunicación y estar en desacuerdo. El acto oral dependía del carisma de un emisor, de los gestos y tonos que utilizaba y de una comunidad receptora que participaba de sus mismos códigos. La oralidad por tanto funcionaba con lugares comunes (proverbios, dichos, etcétera) que sólo servían como recordatorios de lo que todos sabían. Ese acto único e irrepetible que es la comunicación oral sólo se puede dar entre presentes (a diferencia de la escritura que no requiere de espacios ni tiempos simultáneos para llevarse a cabo). Mientras que la posibilidad de plasmar ideas por medio de grafías permite la reflexión y las abstracciones, la cultura oral sólo puede expresar acciones y utilizar imágenes concretas. La oralidad se mueve en un perpetuo presente, el pasado y el futuro son sólo posibles como actos de reflexión propios de la escritura. El mundo oral funciona en términos binarios (bien-mal) y simplistas, y su argumentación se da de manera analógica y metafórica, no lógica.13 12

Diego Valadés, Retórica cristiana, p. 53. Cf. Walter Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Aunque la escritura impactó profundamente la cultura al posibilitar la continuidad y permanencia de dogmas, prácticas y todo tipo de conocimientos, este instrumento guardián de la memoria era privativo sólo de una elite, generalmente sacerdotal, razón por la cual algunos autores como Ong denominan a estas 13



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La religión, como un cuerpo de creencias (mitos) y prácticas (ritos), funcionaba bajo las reglas de ese mundo de oralidad. Al tener como finalidad transformar el “Caos” en “Cosmos”, la religión necesitaba expresar de manera narrativa (con imágenes cargadas de símbolos dirigidas a impactar la emotividad) las causas de los fenómenos naturales (cosmovisiones). Sólo de esta manera los seres humanos pudieron elaborar sus terrores frente a las fuerzas naturales y ordenar los principios que movían el universo: la creación y la destrucción, la vida y la muerte. Pero las cosmovisiones no se expresaban sólo en creencias, para ser efectivas requerían actualizarse a través de prácticas que implicaban la presencia de los cuerpos. Esas prácticas se manifestaban como prohibiciones (sexuales, alimenticias) o como rituales en los cuales estaban incluidos los sacrificios, las peregrinaciones, las procesiones, el uso de amuletos, las oraciones, las danzas y las imágenes de los dioses. El rito no sólo convertía las creencias en algo cotidiano sino que además servía para solicitar a las fuerzas cósmicas la solución de las necesidades materiales y, en etapas posteriores, la promesa de una vida sin sufrimiento después de la muerte. La comunicación oral marcaba con sus rasgos la manera de transmitir mitos y ritos: la repetición que permitía la memorización, el uso de fórmulas (ensalmos y oraciones), la gestualidad que subrayaba lo que se decía y la idea de un eterno presente. En las religiones monoteístas, la escritura (llamada sagrada) traería consigo la transformación de los mitos en dogmas y de los ritos en liturgia. Las creencias y las prácticas religiosas se convertían en sistemas reguladores de una sociedad por medio de una estructura institucional regida por chamanes o por sacerdotes, personas que pretendían tener el aval de las fuerzas superiores, a quienes representaban. Ese aparato institucional estaba vinculado a menudo con el poder político y militar al cual ofrecía mecanismos de control, sistemas de escritura y representación, validación divina del poder, etcétera. La expansión de algunas religiones en extensos territorios se debió, bien a su alianza con una estructura político militar, bien a una guerra de conquista que impuso la religión del vencedor como parte de su dominación. Sin embargo, esta imposición quedaba relativizada, pues creencias y prácticas de las religiones anteriores permanecieron como un sustrato de oralidad. Así, la religión como vivencia de emotividad individual y colectiva se constituyó a partir de una combinación de imposición institucional y adaptación de mitos y ritos ancestrales a las nuevas condiciones. Cuando el cristianismo dejó de ser una creencia de minorías para volverse la religión de la mayoría, le fue necesario adaptarse a las prácticas de oralidad de los pueblos paganos. Sin embargo, el proceso de adopción de la nueva fe por las masas fue muy distinto en la zona oriental del imperio y en la occidental. Mientras en Oriente y en toda la rivera del Mediterráneo (el civilizaciones “de oralidad secundaria”, es decir, aquellas en las que un pequeño sector sabe leer y escribir, pero la mayoría de la población es analfabeta.

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área más urbanizada del mundo romano y la más centralizada políticamente) el cristianismo asimiló muy pronto las antiguas religiones paganas y se implantó con un efectivo uso de imágenes, símbolos y ritos, en Occidente, sobre todo en las regiones regidas por los grupos germánicos, celtas y eslavos (mucho más ruralizado, sumido en el caos de las invasiones y fragmentado), sólo un pequeño sector eclesiástico estaba compenetrado de un cristianismo basado en la escritura, mientras que las masas, que habían recibido el bautismo obligadas por sus señores, seguían practicando sus ritos antiguos y eran sólo nominalmente cristianos. Tal situación comenzó a cambiar a partir del siglo xi por varias causas: aumento de los contactos con la cristiandad bizantina, confrontación con el Islam, crecimiento de las ciudades, surgimiento de la burguesía, consolidación de las monarquías feudales, aparición de la herejía cátara y la reforma que se daba al interior de la Iglesia occidental. Entre el siglo xi y el siglo xv en la cristiandad latina se reestructuró la predicación hacia los laicos haciendo uso de muchas de las concepciones y técnicas utilizadas por la Iglesia bizantina y por los recursos que aportaba la retórica clásica convertida en instrumento de predicación. Los mendicantes jugaron en esto un papel fundamental. Uno de los temas centrales de la nueva concepción fue el dogma de la Encarnación. La humanidad de la segunda persona de la Trinidad, que había quedado oculta detrás de la visión apocalíptica del Cristo Juez, se recuperaba para dar lugar a los temas de la infancia y de la pasión. La Virgen María, tan presente en la Iglesia bizantina, comenzó a recibir una atención inusitada en Occidente, donde se convirtió en una reina, Nuestra Señora, y hasta se le declaró libre del pecado original, no sin desatar fuertes pugnas teológicas entre franciscanos y dominicos. El rechazo que los cátaros tenían hacia el cuerpo motivó una redefinición de los dogmas sobre la corporeidad (la presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, su ascensión al cielo, la asunción de la Virgen y la resurrección de todos los cuerpos el día del Juicio). Para extender las nuevas concepciones entre los laicos, la Iglesia occidental utilizó la imagen como una tecnología de comunicación. Este medio, restringido hasta el siglo xi en Occidente a la iluminación de libros en los monasterios, comenzó a hacerse extensivo (primero por influencia de Bizancio y de la abadía de Cluny, y en el siglo xiii con los frailes mendicantes) como un instrumento de evangelización. Las imágenes devocionales pintadas y esculpidas llenaron los altares de las iglesias y se convirtieron en vehículos de emotividad y en centro de la liturgia. Otras veces sirvieron para narrar historias y se volvieron un medio didáctico insustituible que se plasmó en capiteles, muros y pórticos de los templos. Pero la imagen no sólo fue objeto de las artes visuales, toda una retórica expresada en sermones que contaban la vida de Cristo, la Virgen y los santos generó también una narrativa llena de imágenes verbales utilizando las lenguas vernáculas. La imagen impactó también en la narración de los sueños y las visiones. En especial las mujeres, margina-



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das del sacerdocio y de la predicación, encontraron en ese medio una forma de imponer su presencia. Los temas de esas visiones fueron: la eucaristía y la pasión; el niño Jesús; el Demonio; viajes al cielo, al infierno y al purgatorio; la sangre y el corazón de Cristo, y la leche de la Virgen María. Las imágenes comenzaron a tener para Occidente dos funciones básicas: eran medios didácticos insuperables para difundir mensajes y símbolos a las masas analfabetas; o eran objetos de devoción generadores y receptores de toda una gama de sentimientos religiosos. En ambas funciones, sin embargo, no sólo estaba presente lo religioso, pues las imágenes se convertían también en instrumentos de representación que daban prestigio a quienes las encargaban, podían utilizarse para reforzar la presencia corporativa o el orgullo urbano y eran un importante medio de comunicación de valores sociales. Un aspecto importante de la nueva tecnología de la imagen fue la introducción del teatro y la transformación de la liturgia en un espectáculo desarrollando una arquitectura escenográfica para él. Un papel central de esa liturgia fue el culto a los nuevos santos, a sus imágenes y reliquias. Para la Iglesia, los santos eran modelo de virtudes que los fieles debían imitar; para los individuos se convirtieron en seres que otorgaban bienes, salud e hijos; las ciudades, además de protectores contra las enfermedades y las catástrofes, los consideraron sus héroes, los llevaban en sus estandartes de batalla y les ayudaron a cohesionar a la sociedad y para fortalecer las identidades colectivas. En el bautismo se le daba a cada persona el nombre de un santo bajo cuya protección se ponía al recién nacido. Familias, gremios, cofradías, ciudades y países se pusieron al cuidado de uno o de varios patronos celestiales y sus nombres sirvieron para denominar pueblos, ríos, montañas y valles. Sus fechas de celebración durante el año litúrgico les concedieron también dominio sobre las diversas actividades agrícolas y los convirtieron en patronos de las floraciones, de la vendimia, de las lluvias o de los sembradíos. Así, al relacionarlos con las fuerzas que regían el cosmos, los santos fueron poco a poco sustituyendo a los viejos dioses paganos. Además del culto a los santos se introdujeron nuevas fiestas (como las innumerables celebraciones marianas, los fieles difuntos y el Corpus Christi) que, junto a la utilización de objetos sagrados como remedios “mágicos” (rosarios, escapularios, medallas), sirvieron para suplantar el paganismo persistente de las masas campesinas y urbanas por un cristianismo afectivo y ritual. Desde el siglo xii la revolución en las tecnologías de la comunicación visual y la humanización del cristianismo hicieron posible que el cristianismo se convirtiera efectivamente en religión de masas en Occidente. Por esas fechas, y como parte de ese proceso difusor, el mundo occidental cristiano llevó a cabo la recuperación de la retórica clásica, que constituía no sólo el arte de la expresión verbal (elocutio), sino de todo aquello relacionado con la preparación del discurso (inventio y dispositio) y por tanto de todo material escrito. Durante este periodo se desarrollaron tres tipos de artes vinculadas con el discurso: el ars poetica, que abarcaba la versificación y

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toda la preceptiva relacionada con ella; el ars dictaminis, referida en principio al género epistolar, aunque después abarcó todo material en prosa (crónicas, hagiografías, etcétera), y el ars predicandi, que normaba la expresión oral y que se centró en el sermón religioso. Los modelos retóricos fueron tomados de los clásicos latinos (Cicerón y Quintiliano) y de un autor griego del siglo ii traducido al latín en fechas tempranas, Hermógenes. Sin embargo, esa retórica antigua, creada para dialogar entre iguales, vivió transformaciones en esta última etapa de la Edad Media, época en la cual se utilizó además como base de los sermones y discursos cristianizadores basados en un esquema superior-inferior. De la retórica forense (es decir la que se daba en el foro) sólo se conservó la estructura (exordio, narración, argumentación, refutación y epílogo); en cambio la retórica panegírica tuvo un gran éxito y penetró en todos los discursos durante la Edad Media, lo mismo que la llamada deliberativa, propia de las disertaciones filosóficas.14 La retórica conservó muchos elementos del ámbito de la oralidad (analogía, uso de imágenes y lugares comunes), sin embargo, al funcionar con reglas codificadas compartió también muchos mecanismos propios del espacio de la escritura (lógica estructural, sistematización). De hecho, hasta mediados del siglo xvii la cultura impresa estuvo vinculada a la oralidad, pues la retórica, el principal medio de estructuración de los discursos, estaba básicamente dirigida a convencer a un público de escuchas. Fue un medio para desarrollar artificialmente la memoria con miras a la predicación. La retórica se convirtió desde entonces en una manera totalizadora de percibir la realidad; no sólo modeló la forma del discurso, también condicionó sus contenidos pues todo lo conocido, la naturaleza y la historia, lo material y lo espiritual, fueron susceptibles de ser utilizados como instrumentos para dar una enseñanza moral. En el conocimiento retórico estamos ante una lógica figurativa basada en imágenes, en la que no existían conocimientos novedosos, por lo cual los ya existentes debían ser mantenidos gracias a la memoria. La retórica construía redes de semejanza como el único recurso con que contaba una sociedad básicamente oral para no olvidar el conocimiento almacenado. El pensamiento analógico partía también de las imágenes colocadas en lugares elaborados mentalmente para ordenar el conocimiento. Los manuales de retórica servían para componer discursos y para ordenarlos, pero también para interpretarlos. La retórica además se utilizó tanto para componer textos como para realizar imágenes pintadas o esculpidas, para las fiestas y, en fin, para toda representación discursiva. Toda la vida cotidiana estaba inmersa en el sistema retórico.15 Los criterios de veracidad de la retórica, a diferencia de los actuales, insistían mucho menos sobre lo realmente acontecido y ponían un énfasis ma14

James Murphy, La retórica en la Edad Media. Historia de la teoría retórica desde san Agustín hasta el Renacimiento, pp. 145 y ss. 15 Alfonso Mendiola, Retórica…, pp. 180 y ss.



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yor en lo que era ejemplar. Es decir, la verdad no tenía tanto que ver con el ser como con el deber ser, y en última instancia su valor estaba supeditado al uso que se le podía dar como guía para transitar por el mundo en camino hacia la salvación eterna. En este contexto, podía considerarse tan histórica una narración que describía los avatares de una expedición marítima o una lista de los antepasados de un rey, como la que explicaba las visiones de una monja o las mitologías de los paganos, pues todas tenían como finalidad última mostrar la actuación de la Providencia Divina en la vida humana y dar una enseñanza sobre la actitud devota y obediente que debían tener los hombres ante Dios. La percepción funcionaba no de una manera lógica sino por analogías y las semejanzas y las relaciones entre las palabras eran esquemas explicativos fundamentales. Por ello, el papel de las etimologías para comprender el mundo era esencial: el lenguaje construía la realidad y el texto tenía un valor por sí mismo. Ante una verdad única, la historia no servía más que para acumular argumentos a su favor, todo conocimiento era un medio para sustentar la verdad divina y revelada, por ello la lectura y la glosa de las autoridades eran argumentos de veracidad irrefutables. En el siglo xix la retórica perdió este carácter de saber contextualizador para volverse sólo un término reducido a lo decorativo y artificioso. La cultura retórica concebía el universo como algo cerrado y jerárquico, ordenado para cumplir una finalidad determinada y basaba su éxito comunicativo en dos campos: el uso bello y elocuente del lenguaje y la estilización de la conducta corporal, es decir, los buenos modales cortesanos. La retórica se convirtió así en un sistema único de comunicación que sólo podía funcionar en sociedades jerarquizadas (como las occidentales de los siglos xvi, xvii y xviii) para las cuales hablar bien y vestirse y comportarse con propiedad eran elementos que diferenciaban al cortesano del plebeyo. Por ello la “buena educación” de las aristocracias se centraba básicamente en el manejo adecuado de la comunicación oral y gestual (humanista), pues ésos eran los rasgos que hacían a los “humanos” distintos de las “bestias”.16 Toda construcción retórica partía de una “inventio”, es decir, una forma de “sacar alguna cosa de nuevo que no se haya visto antes ni tenga imitación de otra”.17 Inventar era por tanto una acción que se relacionaba con el mostrar, con el enseñar, con el dar a conocer. Por ello en las sociedades “retóricas” no tienen cabida los conocimientos novedosos y su información se extrae de la memoria basada en la tradición. A partir de ese arsenal y con las reglas para utilizarlo, la retórica se proponía tres objetivos: enseñar comportamientos morales (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de repudio o de admiración (movere).18 Una buena invención debía utilizar, 16 Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad. La Compañía de Jesús, pp. 30 y ss. 17 Sebastián de Cobarruvias, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 740. 18 Jaime Borja Gómez, Los indios medievales de fray Pedro Aguado. Construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo xvi, pp. 49 y ss.

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para hacerse valiosa y legitimar su veracidad, los múltiples recursos del género demostrativo: la cita de autoridades (como la Biblia o los autores cristianos y grecolatinos), la alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la amplificación (decir lo mismo de muchas maneras), las pruebas, la digresión y el exemplum. Desde el siglo xiii, pero sobre todo en las centurias siguientes, primero los cistercienses, después los mendicantes y por último los jesuitas hicieron recopilaciones de ellos para reforzar una labor que iba dirigida a afianzar la enseñanza cristiana y a reformar las costumbres dentro de los términos de los que se consideraba una “sana moral”. El exemplum estaba compuesto de un relato lineal corto, con su imagen mental connotada y una moraleja, que muchas veces iba seguida de la presentación de un modelo de comportamiento. En este tipo de narraciones, repetidas hasta la saciedad, se presentaba a la memoria del oyente la asociación entre una imagen mental y un texto. Estos exempla formaban parte fundamental de la retórica medieval y barroca, y fueron utilizados tanto en textos destinados a la lectura, como en aquellos discursos dirigidos a la predicación. Desde el siglo xii la escritura había transformado los contenidos de todos los discursos, dado que, al fijarlos y mantenerlos en la memoria de los hombres, se les daba un carácter de veracidad y sacralidad y se les introducía en un sentido de temporalidad que no poseía la oralidad. Esto fue especialmente importante para aquellos textos considerados “históricos” que conseguían convertir los hechos acontecidos en el pasado en relatos secuenciales, es decir, en narraciones con un quién, un en dónde y un cuándo. Tales relatos tenían como objetivo narrar las hazañas de héroes religiosos o seculares y todos seguían modelos tomados de la retórica. Las hazañas guerreras fueron narradas así por los cantares de gesta, las novelas de caballería y las crónicas de cruzada, cuya “historicidad” no se ponía en duda (historia y novela eran términos intercambiables). Poco a poco, gracias a la presencia de letrados juristas en las chancillerías de los reyes, comenzaron a introducirse en esos ámbitos cortesanos la cita de documentos originales (conservados en sus archivos) como argumentos retóricos de veracidad para consolidar el poder dinástico de las monarquías sobre los nobles y vasallos.19 Ese mismo carácter propagandístico tuvieron las crónicas de las órdenes mendicantes que buscaban mostrar y difundir, a través de esos testimonios escritos, las vidas de sus santos varones como modelos para las generaciones que entraban a formar parte de la orden. Este tipo de crónicas estaban fuertemente vinculados con los tratados hagiográficos que narraban las vidas de los santos. La hagiografía permitía a los fieles un acercamiento a lo maravilloso, manifestado en sus milagros, y a la santidad inimitable, plasmada en sus virtudes. Desde el punto de vista formal, la hagiografía presentaba dos cualidades únicas: era la forma literaria más competente para infundir mensajes sociales y proyectar valores, pues su función era narrar vidas humanas, 19

A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo: verdad romanesca y verdad historiográfica, pp. 71 y ss.



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y poseía una estructura cerrada y acabada, con un inicio (el nacimiento), un desarrollo (las acciones, virtudes y milagros) y un final (la muerte). A diferencia de la crónica, que se presentaba siempre como un producto inconcluso, pues se quedaba a la mitad de la narración de unos hechos que seguían aconteciendo en las provincias religiosas, el texto hagiográfico podía redondear el mensaje moral y mostrarlo desde diferentes puntos de vista. Entre los siglos xi y xv, a los antiguos modelos de santidad (mártires, ermitaños, monjes y obispos) se insertaron los de los frailes, las monjas, los caballeros, los reyes y reinas y un grupo cada vez mayor de hombres y mujeres laicos. Sin embargo, el nuevo santoral no propuso un cambio sustancial en la propuesta de las virtudes que siguieron siendo aquellas propiamente monacales: castidad, caridad, humildad, vida de oración y ascetismo. En contraste con esta relativa homogeneización de las virtudes, la hagiografía recibió una gran influencia formal de los otros géneros narrativos, sobre todo de la crónica histórica y de la literatura caballeresca. Las vidas de los santos, difundidas por los juglares junto con las de los héroes guerreros, aportaron y recibieron numerosos elementos de los géneros narrativos novelados, en formación en ese periodo. Por otro lado, las cruzadas habían propiciado el surgimiento de un nuevo ideal del “caballero cristiano”, cuya actividad bélica era justificada pues iba dirigida a proteger a la cristiandad del Islam.20 Con este rescate de la santidad caballeresca, que convertía la beligerancia en virtud, se resaltó un aspecto olvidado de los viejos mártires y soldados romanos (como san Jorge), y se fomentó la exaltación de ese ideal aun en santos “evangélicos”, como el apóstol Santiago, quien se convirtió en un violento guerrero matador de musulmanes, dentro del contexto de la reconquista castellano leonesa sobre las tierras hispanas dominadas por el Islam. En este periodo las vidas de los santos también se convirtieron en “sofisticadas biografías ricas en detalles y delineación de personalidad”.21 En este proceso de formación de modelos jugó también un importante papel la retórica. Con su codificación de técnicas, con sus tropos, sus reglas y sus alegorías, con su reutilización de modelos clásicos, la retórica definió en adelante, hasta el Renacimiento y el Barroco, los usos sociales de la lengua y afectó todos los campos del discurso.22 La nueva literatura hagiográfica (incluida la de las crónicas religiosas) se enriqueció además con los libelli miraculorum, recopilaciones de historias de milagros realizados por sus reliquias y escritos por los clérigos guardianes de los santuarios, y con las narraciones de descubrimientos y traslados de éstas. Ese mismo modelo siguieron las primeras narraciones aparicionistas del siglo xiv que tuvieron sus orígenes en los relatos de milagros atribuidos a la Virgen María escritos por autores de la 20

J. Flori, op. cit., pp. 123 y ss. Rudolph Bell y Donald Weinstein, Saints and Society: The Two Worlds of Western Christendom, 1000-1700, p. 8. 22 Michel de Certeau, La fábula mística, pp. 110, 148 y 173. 21

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centuria anterior como Gonzalo de Berceo y Alfonso X. En esta literatura las imágenes milagrosas remontaban su factura a la época apostólica y, después de permanecer ocultas durante la dominación musulmana, habían sido descubiertas por un pastorcito y promovidas por las autoridades eclesiásticas que fomentaron la construcción de soberbios santuarios. A partir del siglo xvi todos esos géneros influidos por la retórica se vieron profundamente afectados con la aparición de la imprenta. La Iglesia y el Estado la utilizaron como instrumento irremplazable contra el avance protestante y como herramienta publicitaria para generar obediencia y renovar la vida cristiana. Con la imprenta, además de multiplicarse los destinatarios del mensaje, la elaboración de conceptos y categorías se hacía más rigurosa; por otro lado, la letra impresa sacralizaba los contenidos y los volvía, por tanto, incuestionables y, al fijar las palabras en un mundo de espacio visual (la página impresa), provocaba una sensación de finitud, una idea de que aquello reflejado en el texto estaba concluido, consumado.23 Los textos se llenaron entonces de metáforas, alegorías y alusiones a autores clásicos, bíblicos y patrísticos, utilizaron para sus narraciones materiales diversos provenientes de la oralidad y de los archivos. Con ello la retórica se refinó reformulando como argumentos de veracidad histórica el provenir de un testigo presencial o la transcripción de documentos. Ciertamente siguieron circulando ampliamente numerosos textos manuscritos por medio de copias, pero éstos también se vieron influidos por el nuevo instrumento comunicativo. Con la imprenta también se fueron diferenciando los géneros con mayor precisión y se enriquecieron las narraciones heroicas con elementos provenientes del humanismo renacentista. En primer lugar, se introdujo una exaltación del individualismo y con ella la influencia de la biografía clásica en la descripción de la vida de los héroes (santos y guerreros), hombres con virtudes humanas; el “modelo”, a la manera medieval, comenzó a ceder ante la “biografía” que, bajo los dictados de la retórica ciceroniana, insistía más en los rasgos individuales. Por otro lado, se exaltó al hombre de acción más que al hombre contemplativo, al hombre virtuoso más que al hombre milagroso. En tercer lugar, se fomentó el uso de las descripciones psicológicas, elementos propios de una época que había redescubierto el complejo mundo de las intenciones y de las decisiones humanas. Por último, se fomentó el criticismo, el cuestionamiento de los testimonios y la búsqueda de fuentes históricas. El nuevo espíritu se manifestó, por ejemplo, en la hagiografía, que tomó su forma como género gracias a la sociedad bolandista, formada por un grupo de eruditos jesuitas encabezados por Jean Bolland, que introdujo la búsqueda sistemática de manuscritos, la clasificación de fuentes y la conversión del texto en documento.24 23

W. Ong, op. cit., p. 81. Norma Durán, Retórica de la santidad. Renuncia, culpa y subjetividad en un caso novohispano, pp. 111 y ss. 24



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Por su parte, la historia que narraba hazañas guerreras, la crónica religiosa y la literatura aparicionista también fueron afectadas por la imprenta y por sus posibilidades propagandísticas y, al igual que la hagiografía, se vieron fuertemente influidas por el ambiente literario que las rodeaba. El sermón y el teatro, los géneros más difundidos en la época, les prestaron su forma grandilocuente y rebuscada; la literatura emblemática las llenó de símbolos y alegorías sacadas de los escritores clásicos y renacentistas; los tratados morales las influyeron con su tono didáctico y sus consejos para la vida cotidiana. La imprenta también propició la aparición de géneros nuevos que podríamos denominar híbridos, como los llamados “Theatrum”, cuyo nombre provenía de su carácter de espectáculo, “es decir de aquello que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual capaz de atraer la atención y de provocar curiosidad, horror, admiración u otros efectos de ánimo”.25 Estos textos misceláneos, escritos en latín o en lenguas vernáculas, habían surgido como consecuencia de la acumulación erudita de conocimientos diversos acelerada por la imprenta y abarcaban temas de filosofía natural, geografía, moral, historia, etcétera. Como hemos señalado, aunque la retórica impactó en el ámbito de la escritura, fue sobre todo en los sermones donde se desarrolló con mayor efectividad, dado su carácter de artefacto comunicativo dirigido al principio hacia las masas iletradas. Perla Chinchilla, en su fascinante estudio sobre la predicación jesuítica,26 ha demostrado que a partir del Concilio de Trento la Iglesia se vio obligada a afianzar la ortodoxia católica frente al protestantismo por medio de una catequización que, sin entrar en las honduras teológicas de los sabios ni en las cuestiones de fe, ayudará a los fieles a dirigir su comportamiento hacia la virtud y la salvación. Para ello, los oradores católicos echaron mano de la amplificatio o “amplificación”, recurso que acumulaba y reiteraba argumentos sin añadir información nueva. Con esto se conseguía elaborar un discurso persuasivo que iba dirigido a generar movimientos afectivos sin poner en tela de juicio la verdad revelada. Los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola influyeron profundamente en este tipo de predicación, pues en ellos se utilizaban poderosas imágenes mentales (la pasión de Cristo, el infierno, el momento de la muerte, etcétera), generando escenas y actores (“composiciones de lugar”) a partir de los cuales el fiel debería meditar, creando una especie de recetario para obtener experiencias místicas. Esas composiciones podían llevarse a dos niveles: la predicación para catequizar y moralizar a “los rudos”, es decir, las masas analfabetas, en la cual se exaltaban las pasiones; o bien aquélla dirigida a la naciente sociedad cortesana, más informada y conocedora de los dogmas, 25 Edmundo O’Gorman, “Introducción” a Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias occidentales, p. xiii. 26 Cf. P. Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci a la República de las letras. Predicación jesuítica en el siglo xvii novohispano.

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para provocar en ella admiración. Esos cortesanos, sin embargo, eran también más exigente, por lo que fue necesario introducir en esta prédica (denominada “de villa y corte”) novedades que atrajesen su atención. Pero, dado que las verdades teológicas no podían ser innovadas, el único recurso disponible era la inserción en los sermones de temas de erudición (históricos, mitológicos y alegóricos) y la floritura estilística. Fue precisamente esa búsqueda de admiración, bajo el disfraz de una mayor difusión, lo que llevó a varios de esos sermones a la imprenta. Con ello terminó por cambiarse profundamente el sentido de esas piezas oratorias, convirtiéndolas de obras morales en obras artísticas. A lo largo del siglo xvii el sermón se integró a los otros géneros escritos y se le antepuso un aparato de licencias, censuras, sentires, pareceres y aprobaciones, en el cual se hablaba de las virtudes literarias de la pieza y del orador. Los destinatarios de estos textos (al igual que las crónicas, hagiografías, etcétera) eran por supuesto todos aquellos miembros de la sociedad cortesana urbana que podían leer, pero sobre todo la elite de especialistas (los ciudadanos de la “república de las letras”), único sector cuyo refinamiento y conocimientos les permitía comprender la profundidad de sus mensajes y admirar sus proezas literarias. Junto con los sermones, la omnipresencia de la retórica influyó también profundamente en la factura de imágenes a partir del Concilio de Trento. Frente a la iconoclastia protestante el mundo católico reafirmó el papel didáctico y devocional de las representaciones plásticas, e incluso promovió el culto a un cierto tipo de imágenes cuya historia estaba relacionada con hechos milagrosos y sobre las cuales se imprimieron tratados hierofánicos o aparicionistas. Sin embargo, al igual que sucedió con el sermón, junto a aquellas imágenes destinadas a la veneración o educación de las masas analfabetas, masas que no pensaban en términos conceptuales sino en imágenes, desde el siglo xvi se comenzaron a codificar representaciones dirigidas a los ámbitos cultos forjando una cultura emblemática. En ella se pretendía mostrar, a través de un sistema de símbolos y narraciones mitológicas, históricas y astrológicas, un conjunto de conceptos morales y metafísicos que permitirían a sus receptores amar la virtud y odiar el vicio. Los emblemas combinaban textos e imágenes y pretendían imitar la escritura jeroglífica egipcia, que se pensaba contenía secretos de las cosas divinas. Con base en tratados como los de Alciato, Ripa, Colona y otros, se construían complicadas alegorías que trataban de llegar tanto a los sentimientos como a la razón en un intrincado y erudito mundo de referencias. A partir de los bestiarios y de los exempla medievales, y de las fábulas y la mitología clásicas, animales, dioses, héroes del mundo clásico y del Antiguo Testamento y figuras alegóricas llenaron la poesía, los túmulos funerarios y los arcos triunfales. Estos últimos tenían un especial valor en Nueva España pues eran elaborados a instancias de las dos corporaciones urbanas más importantes en Puebla y en México (los ayuntamientos y los cabildos catedralicios) para recibir a los virreyes y constituían



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verdaderos espejos de príncipes que, por un lado, exaltaban la nobleza y virtudes del nuevo gobernante y, por otro, proponían los principios morales de actuación que se esperaban de ellos.27 Así, aunque los emblemas fueron originalmente utilizados para dar enseñanzas morales y eran difundidos por medio de tratados impresos, se convirtieron pronto en un vehículo de propaganda política (para exaltar a la monarquía) y religiosa (frente a la reforma protestante), y fueron utilizados tanto en los sermones como en los artefactos efímeros de las celebraciones públicas. Desde entonces, la pintura y la poesía fueron consideradas como fuentes de conocimiento y, al igual que la filosofía natural o que la retórica, constituían medios idóneos para transmitir las verdades eternas, cuya guardiana máxima era la teología, aunque a la larga ésta también se vio influida por la retórica. Como en un juego de espejos, el mundo barroco, en pos de las huellas del pasado clásico y renacentista, equiparó a la imagen con la palabra escrita en cuanto a su capacidad para evocar, emocionar y convencer; era un discurso usado por la divinidad para ocultar sus verdades más misteriosas. La realidad se reflejaba así en estas dos superficies a partir de lenguajes distintos pero con la misma efectividad de acuerdo con el viejo proverbio horaciano: Ut pictura poesis. Con todo, al igual que en los sermones impresos, la comprensión profunda de tan sofisticados mensajes sólo era posible entre los miembros de la sociedad cortesana. A pesar de esta limitación, la retórica y la emblemática se hicieron públicas en las plazas y las calles, y se paseaban mostrándose a la gente en la fiesta, el espacio más importante de representación corporativa y, dentro de ella, en la procesión, cuyo sentido visual era muy elemental y comprensible para todos. Este paseo que se realizaba por las principales calles de las ciudades constituía el escenario privilegiado donde las corporaciones se mostraban portando la mayor parte de sus signos identitarios y de los emblemas que los asimilaban a la cultura occidental cristiana. Por otro lado, hacer ostensible en las procesiones el lugar que se ocupaba en esta sociedad jerarquizada y desigual permitía a cada corporación manifestar la posesión pacífica de su espacio social; con tal presencia sin contradicciones, aceptada por todos y reiterada año con año, se confirmaban los privilegios corporativos. Por ello, quién podía entrar bajo palio y a quiénes correspondía llevar las varas que lo sostenían, cuáles santos salían y cuáles no en la procesión, quién encabezaba ésta y quién la cerraba, cuáles eran las autoridades invitadas, quiénes no habían acudido, todo tenía un significado en esta sociedad para la cual los detalles y las ausencias poseían cargas simbólicas. La fiesta, ese teatro de representación simbólica y social, constituía el escenario donde se desplegaba visualmente la estructura básica de aquella sociedad: el corporativismo. 27 Alejandro Cañeque, “Espejo de virreyes: el arco triunfal del siglo xvii como manual efímero del buen gobernante”, en José Pascual Buxó, ed., Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 199-218.

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La fiesta era un texto que todo el mundo sabía leer pero también era un espacio de esparcimiento en el que actores y espectadores estaban relajados, lo que permitía una mayor receptividad de los mensajes. Las fiestas eran herramientas culturales en las que se mostraba la hegemonía del Imperio y se enviaban mensajes de control social, se exigía sumisión, se fomentaba la aceptación de sus políticas y se legitimaba su dominio sobre los americanos. En ellas se proponían los ideales del buen gobernante y del buen vasallo, evocando las virtudes cristianas de ambos, y se enfatizaba que la monarquía traía prosperidad y abundancia, siempre y cuando cada quien mantuviera el lugar que le correspondía en la jerarquía social. Pero al mismo tiempo, las fiestas fueron un foro donde los vasallos pudieron proponer sus propios discursos y exigir la preservación de sus privilegios. Se convirtieron también en escenarios para la sátira, el desfogue popular y la crítica a las instituciones. En la fiesta se establecía el diálogo con la pluralidad de estructuras que formaban el entramado social.28 Toda sociedad se estructura a partir de instituciones dentro de las cuales los individuos desempeñan papeles determinados. En las sociedades de Antiguo Régimen, esas instituciones se organizaban, como hemos insistido, bajo un sistema corporativo en el cual cada uno de los cuerpos sociales presentaba fuertes autonomías, estructuras jurídicas inamovibles, posibilidades de sufragio y un cúmulo de signos que le daban identidad (estandartes, vestimenta, escudos, santos, liturgias, edificaciones religiosas y, algunos, hasta crónicas). Estos aparatos de representación eran fundamentales para una sociedad que tenía en la teatralización, la apariencia y el boato externo desarrollado en los rituales cotidianos, el único instrumento por medio del cual se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las instituciones. Como señala Roger Chartier: “La representación se transforma en máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumento que produce una coacción interiorizada, necesaria allí donde falla el posible recurso a la fuerza bruta”.29 Esto explica las grandes fortunas que se gastaban en esos aparatos de representación, pues gracias a ellos las instituciones poseían una presencia social que legitimaba y hacía posible su misma existencia. Así, a la dimensión teológica (que concebía como única y principal función de estos artefactos culturales la alabanza y la súplica dirigidas a la Divinidad), y a la función retórica (que los veía como un instrumento de comunicación para inculcar valores para la salvación), se unía una tercera finalidad que, a partir de la ostentación y la publicidad, buscaba prestigio y prebendas para las corporaciones y los individuos, mecenas y promotores de tales creaciones culturales.

28 Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City. Performing Power and Identity, pp. 3 y ss. 29 Roger Chartier, El mundo como representación, p. 59.



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3. Espacio y tiempo en el fundamento de las identidades Esta descripción y breve noticia he dado a la estampa, siguiendo el parecer de escritores sagrados y de historiadores políticos que enseñan a referir en las crónicas la tierra, lugar y partes de sus acaecimientos o misterios; san Gregorio Papa lo notó así en la exposición de la profecía de Ezequiel: La persona, el tiempo y el lugar se han de describir para más sólida raíz y cimiento de la historia. Ceñido a este ejemplar, he referido primero los varones Ilustres, reservando para el lugar último los sitios, y parajes de su habitación, y morada, cuyo compendio cierran por mí las palabras de Severo Sulpicio en la vida de san Martín.30

Con estas palabras el cronista franciscano fray Baltasar de Medina (16341697) destacaba los que debían ser los parámetros básicos de todo historiador al narrar un hecho, parámetros de referencia que son, por otro lado, los que tiene toda civilización para expresarse: el espacio y el tiempo. De hecho, desde la Baja Edad Media se había propuesto la división de la historia en natural y moral. La primera, tomada como la descripción de plantas, animales, ríos y montañas, remitía a la obra clásica de Plinio. La segunda hacía referencia a los hechos humanos, es decir, las hazañas de personajes distinguidos por su virtud que habían luchado contra otros que eran ejemplares por sus vicios. Una parte de esa historia, la denominada “profana”, se dedicaba a las hazañas guerreras y caballerescas en las que se resaltaba la valentía, la fidelidad al rey o la lucha por las causas justas de los héroes. La otra, la “sagrada”, describía las vidas, virtudes religiosas y milagros de los santos, así como los hechos prodigiosos atribuidos a las imágenes. Con todo, la división no era tan tajante pues los héroes guerreros debían responder siempre a los valores del “caballero cristiano”. Por ello, en buena medida, la historia no hacía referencia tanto al pasado como al presente, pues su función básica consistía en ser guía y modelo moral y religioso para los contemporáneos. El espacio podía verse desde dos perspectivas, aquélla referida a la naturaleza (la creación divina) y la que hablaba del mundo urbano (la creación humana). Occidente concibió casi toda su retórica sobre el espacio natural perfecto a partir de la narración bíblica del libro del génesis que situaba en un jardín paradisiaco e incontaminado el primer tiempo de la vida humana en la tierra. Tal perfección se perdió con el pecado de Adán y Eva, por lo que, al igual que todo el ámbito cultural cristiano, la construcción retórica del espacio tenía una fuerte carga moral. Varios aspectos a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento estuvieron vinculados con esta concepción en la literatura y en el arte: el cielo como paraíso, el huerto cerrado de los místicos, el desierto de los eremitas y todo el cúmulo de metáforas marianas asociadas con la naturaleza fértil y sus connotaciones apocalípticas. 30

Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México, p. 258.

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Por otro lado, la ciudad, paradigma del orden y de la armonía, cosmos creado por el hombre frente al caos de la naturaleza incontrolable, fue desde la Antigüedad uno de los símbolos retóricos más utilizados para representar el buen gobierno y la vida política regida por la razón. Además de servir como un loci recomendado por el arte de la memoria para auxilio del orador, varios teóricos de la retórica, como fray Diego Valadés, identificaban a la ciudad con la piedad y con la protección.31 “La ciudad —decía Francisco de Vitoria— era una metonimia de toda la comunidad humana, la unidad más perfecta y más grande de la sociedad, el único lugar donde era posible la práctica de la virtud y la búsqueda de la felicidad, que son los fines del hombre”.32 Para el ámbito cristiano, como lo fue para el judío, la ciudad por excelencia era Jerusalén, ciudad santa fundada por el rey David en el monte Sión, símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo elegido. Durante mucho tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo porque en ella se encontraba el templo de Salomón. La fuerza del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y protector, traspasó el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra era el santuario fue destruido y saqueado y la ciudad devastada. El Cristianismo convirtió entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén en una ciudad celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiempos. San Pablo, en la epístola a los Gálatas, comparaba a la Jerusalén terrena con Agar, la madre esclava de aquellos nacidos de la carne, y la contrastaba con la Jerusalén de arriba, Sara, madre de hombres libres nacidos en el espíritu.33 En el texto del Apocalipsis atribuido a san Juan, la ciudad celestial se describía como un espacio cuadrado y mineral, ambos símbolos asociados a la estabilidad, contraria al movimiento relacionado con el ámbito circular y vegetal del paraíso perdido por el pecado de Adán y Eva.34 San Agustín convirtió la metáfora apocalíptica de la ciudad santa en el centro de su concepción de la historia. Para él, la existencia de tal ciudad, que se había iniciado con Abel y terminaría con el fin de los tiempos, no se podía relacionar con un ámbito físico pues sus ciudadanos convivían con los de la ciudad de Satanás y sólo serían separados de ellos hasta la consumación de los tiempos. Para el santo obispo de Hipona, después de transcurridas las seis edades del mundo, vendría la séptima, el reino que no tendría fin, espacio donde no existirá el sufrimiento y donde los cuerpos glorificados de los salvados “mudarán su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción e inmortalidad”.35 La ciudad de Dios no existía por tanto como 31

D. Valadés, op. cit., p. 63. Citado por Anthony Padgen, La caída del hombre natural. El hombre americano y los orígenes de la etnología comparativa, p. 103. 33 Epístola a los Gálatas, 4, 22-27. 34 Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745. 35 A. de Hipona, op. cit., libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últimos libros de La ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis. 32



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un proyecto para desarrollarse en la historia y en el tiempo, no era ni la Iglesia militante ni un reino terreno; su desenvolvimiento tendría lugar en la eternidad, en un espacio donde la Iglesia triunfante de los elegidos viviría en la presencia de Dios Padre y del Cordero Cristo.36 San Agustín retomaba así la visión de san Juan y mostraba a la nueva Jerusalén como una esposa que se ofrecía al Cordero, como una ciudad llena de luz, pero sin templo (pues su centro era el mismo Dios), y como una nueva creación y un nuevo paraíso en el que se recuperaría la inocencia original perdida. Los hijos de Abel, que como pastor era peregrino, terminarían ahí (en el paraíso urbano de la Jerusalén celeste) su peregrinar en la tierra y se convertirían en ciudadanos del cielo, su patria verdadera. Tanto el Apocalipsis como La ciudad de Dios crearon, frente a esta imagen de una ciudad santa, otra de una entidad corruptora, hija de Caín, que contenía muerte, dolor y maldiciones. Los paradigmas de esa ciudad pecadora eran Babilonia y Roma, ámbitos terrenales que tendrían también su continuación en el infierno, convertido en la ciudad de Satanás y de los réprobos por la eternidad. Ya desde san Juan, ambas ciudades compartían su campo semántico positivo o negativo con figuras alegóricas femeninas paralelas; una, la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y coronada de estrellas, aparecía como la vencedora del dragón infernal; la otra, era la gran prostituta que llevaba en su mano una copa llena de abominaciones e impurezas y que se emborrachaba con la sangre de los santos y de los mártires. Con el tiempo, ambas figuras fueron utilizadas también para representar a las mismas ciudades, pues la mujer funcionaba como un símbolo perfecto de una entidad que, como ella, contenía a sus hijos. Además, la imagen positiva fue asociada desde el siglo xiv con una de las más destacadas advocaciones marianas de fines de la Edad Media: la Inmaculada Concepción. Con ella, María recibió, entre muchos otros apelativos, los de ciudad de Dios (civitas Dei) y casa de oro (Domus Aurea, uno de los nombres del templo de Salomón) como parte de los emblemas de la llamada letanía lauretana. No era difícil realizar tales asociaciones dado que la Virgen, al igual que la Jerusalén celeste y que el santuario, había contenido en su seno a Cristo. El desarrollo de la simbología hierosolimitana estaba además inmerso en un ámbito en el que las ideas apocalípticas se fortalecían, avivadas por las guerras, las catástrofes y las epidemias que asolaban a Europa y, después de la ruptura producida con los protestantes, por las divisiones y luchas religiosas del siglo xvi. Entre el jardín del Edén del Génesis y la Jerusalén del Apocalipsis se desarrollaba la historia humana, una historia concebida, como vimos, como la lucha entre el bien y el mal. Por ello, la mayor parte de las narraciones históricas hacían referencia a la confrontación de personajes heroicos con villa36 Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo, pp. 64 y ss.

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nos. Por ello en las descripciones de las vidas de tales actores se ponía énfasis no en aquello particular de cada uno sino en lo que era ejemplar. La principal fuente para esas historias era la Biblia, texto por donde circulaban narraciones en las que los héroes del pueblo de Israel y de la primitiva Iglesia cristiana (los hijos de la luz) se relacionaban con egipcios, babilonios, fenicios, filisteos, griegos y romanos (los hijos de las tinieblas). A ella se agregaron las leyendas áureas que describían las prodigiosas vidas de mártires, ermitaños, monjes, obispos, mujeres, nobles y reyes que habían sido tocados por Dios. Éstos eran los héroes de la llamada “historia sagrada”. Sin embargo, desde la Edad Media comenzaron a insertarse como parte de la historia otras narraciones que hablaban de hazañas guerreras o que servían de modelos de buen gobierno para los príncipes. Por un lado influyó la recuperación del mundo clásico con los héroes de la guerra de Troya, las hazañas de Alejandro Magno o de Julio César y los ejemplos de los emperadores romanos; por el otro los ciclos de la literatura caballeresca elaborada alrededor de personajes como el rey Arturo o Carlomagno entraron también al arsenal retórico del que podían salir ejemplos morales. Este proceso de recuperación de la historia “profana” está relacionado con el ascenso de los ideales caballerescos desde el siglo xii. Ciertamente los valores que se ofrecían a estos laicos guerreros estuvieron marcados por el cristianismo que los volvió “protectores de la Cristiandad”, sobre todo a partir de las Cruzadas. Fue entonces que se crearon las órdenes militares (Temple, Santiago, Calatrava), se generalizó el culto a santos caballeros, se recuperaron viejas formulas litúrgicas para bendecir a guerreros y armas y se generaron ceremonias de investidura, ritual que sacralizaban sus promesas de servicio a la causa de la fe y recordaban las virtudes que el caballero debía cumplir. Sin embargo, el ideario caballeresco de la Iglesia competía con otros que, si bien tomaban elementos y valores de la religión cristiana, respondían a un tipo de intereses distintos. Las monarquías renacientes de los siglos xiii y xiv, por ejemplo, insertaron el esquema caballeresco en su proyecto de someter a las fuerzas feudales, en especial a una baja nobleza que los podía apoyar con su belicosidad a consolidar el poder centralizador. Frente a los clérigos, que restringían los placeres a los caballeros, los reyes los colmaban de música, canciones, cacerías, banquetes y torneos. Frente al modelo de castidad clerical se imponían los códigos relacionados con la mujer y con el amor cortés, códigos en los cuales la moral nobiliaria también se distanciaba de la ética eclesiástica.37 Para el siglo xiv se intensificó el culto a los tiempos en que la caballería era perfecta, a una edad dorada representada por el mito artúrico, por los cantares de gesta carolingios o por los héroes de la Cruzada. En el siglo xv la aparición del tema de los nueve de la fama formuló el modelo retórico de unos caballeros (reyes o nobles) cuyas hazañas históricas eran dignas de 37

Cf. J. Flori, Caballeros y caballería en la Edad Media.



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emulación pero también de memoria: tres de ellos eran judíos (Josué, David y Judas Macabeo), tres eran paganos (Héctor, Alejandro y Julio César) y tres cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon). Su presencia mostraba la gran circulación que tenían no sólo los temas bíblicos, sino también las historias épicas del ciclo francés carolingio, la llamada materia artúrica bretona y las narraciones troyanas, alejandrinas y romanas. Para esta historia retórica no había una distinción entre los héroes reales y los míticos. Ese mismo sentido tenía el rescate de los dioses paganos como Marte, o de los héroes clásicos como Perseo o Hércules, considerados como hombres cuyas hazañas los habían convertido en seres deificados. En ellos podían encontrarse no sólo símbolos de valores no cristianos de lo caballeresco, sino además reflejaban el nuevo gusto por la Antigüedad pagana con una moral que justificaba la violencia y la atracción por las mujeres, sin los pruritos que imponía el cristianismo.38 Durante el Renacimiento comenzaron a aparecer nuevos héroes, el sabio letrado, el poeta, el artista, que podían proceder de la clerecía, la nobleza o la burguesía, pero cuyas virtudes no compaginaban ni con las del santo ni con las del guerrero pues estaban vinculadas al conocimiento libresco o a la capacidad creadora de belleza. Su actividad, aunque podía estar relatada tanto en la historia sagrada como en la profana, era sin embargo un nuevo timbre de orgullo para las comunidades que los tuvieron como miembros. Con todo, ambas percepciones del pasado, la sagrada y la profana, estaban fuertemente arraigadas en la concepción agustiniana de la historia, en la cual no podía existir la idea de que el mundo era perfectible. El único hecho futuro seguro era el Apocalipsis y la única sociedad perfecta era la Jerusalén celeste; el progreso era imposible de concebir a causa de la presencia de la ciudad de Satanás. De esta concepción participaba incluso la herética visión de un reino milenario de Cristo instaurado en la tierra que consideraba el futuro como una recuperación del Edén perdido, situación que sería impuesto por Dios de manera rotunda e inminente y no paulatina. Al no existir la idea de “progreso”, tampoco se podía concebir un mejoramiento en la sociedad. Hasta las utopías del Renacimiento fueron pensadas como construcciones ideales de las que no se esperaba una concreción en el futuro. Estaban asumidas como paradigmas que mostraban críticamente las limitaciones del presente. Por ello, las sociedades que buscaban modelos de perfección terrenales veían hacia el pasado, no hacia el futuro. A pesar de ello, tampoco el pasado era concebido en una perspectiva de distancia histórica, sino como una sucesión de imperios que habían seguido una evolución similar (ascenso, plenitud y decadencia) y cuyos héroes y villanos se comportaban de manera muy similar a los de su presente. La única época en la que la humanidad fue perfecta y feliz se dio en el paraíso terrenal, cuando Adán y Eva no habían contaminado con su pecado toda la creación y a su descendencia. 38

Maurice Keen, La caballería, pp. 145 y ss.

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Esta concepción cristiana vivió algunas variantes cuando se le intentó compaginar con las ideas que el mundo clásico tenía sobre una dicha primigenia durante una “edad dorada”. Hesiodo fue el primero en hablar de una era de oro en la que los hombres eran dichosos, no se hacían viejos y desconocían el trabajo, la guerra y la injusticia. Con las edades sucesivas (de plata, de bronce y de hierro) se introdujo el mal en el mundo.39 Esta idea se fue filtrando poco a poco en el pensamiento cristiano, el cual llegó a concebir la historia humana como una sucesión de edades gloriosas seguidas de periodos catastróficos. Uno, sin embargo, fue el periodo histórico dorado al cual se le dio un carácter fundante y excepcional, por estar vinculado con la Encarnación del Hijo de Dios: el de la Iglesia primitiva de los apóstoles y de los mártires, etapa que coincidía además con la del paradigma político más importante para Occidente: el de la Roma imperial. Con el interés creciente que se dio sobre la Antigüedad romana desde el siglo xiv, gracias al rescate de los textos de Virgilio, Tácito, Suetonio y Plutarco, y con el rescate de esculturas, monedas, relieves y monumentos, la moda romana se hizo presente en el arte y en la literatura. Los santos antiguos, los mártires y hasta los arcángeles se vistieron como soldados romanos y los emperadores modelaron los discursos y emblemas de las monarquías. Todo se vistió “a la romana”, pero el anacronismo no desapareció de la historia pues los troyanos o los judíos se vistieron a la turca. La extrañeza del otro no existía y al describirlo la única manera era dándole el carácter de lo conocido. En ese mundo simbólico los novohispanos abrevaron y a partir de él crearon sus identidades. Sin embargo, no debemos olvidar que el espacio y el tiempo, esos dos parámetros básicos de la realidad, no tenían sólo como fuente la retórica, ellos también estaban cargados de la experiencia física, social e histórica que formaba parte de las vivencias de los habitantes de un territorio. Los códigos culturales cotidianos compartidos por una comunidad específica, insertos dentro de los relatos, les otorgaban cierta verosimilitud y trascendían el “mero propósito de proyectar un espacio (narrado) como puro marco o escenario de la acción”. Con estos referentes se hacía cercano el modelo retórico, se propiciaba la creación de patrones de comportamiento y se forjaban sentimientos de pertenencia e identidad.40 Éstos se construyeron en Nueva España a partir de tres grandes líneas temáticas relacionadas con la memoria histórica: los hechos fundacionales (conquista y evangelización), el pasado indígena (básicamente el náhuatl) y los aconte39

Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. iii, pp. 24 y ss. En el relato se establece un contrato de inteligibilidad que consiste en la relación que se da entre el mundo narrado y el real, en que los espacios deben ser reconocibles, es decir, contar con un alto grado de referencialidad. La dimensión espacial del relato es también donde convergen y se articulan los valores temáticos, ideológicos y simbólicos de una época. Luz Aurora Pimentel, El espacio en la ficción. Ficciones espaciales. La representación del espacio en los textos narrativos, pp. 10 y 64. 40



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cimientos prodigiosos alrededor de imágenes milagrosas y de “santos” propios. Estas tres líneas tuvieron un desarrollo simultáneo y se influyeron mutuamente a lo largo de los tres siglos virreinales. Pero antes de entrar a una propuesta de periodización de esta evolución debemos analizar quiénes fueron sus principales promotores. 4. Los forjadores de las patrias: clérigos, caballeros e indios nobles

Patria: la tierra donde se ha nacido. Es nombre latino [pater, patris]. Compatriota es aquel que es del mismo lugar. Nación: del nombre latino, natio, is. Vale reino o provincia extendida, como la nación española. Provincia: Es una parte de tierra extendida, que antiguamente, acerca de los romanos, eran las regiones conquistadas fuera de Italia […] A estas provincias enviaban gobernadores, y como ahora los llamamos cargos, este mismo nombre provincia significaba cargo. En las religiones tienen divididas sus casas por provincias y los que las gobiernan se llaman provinciales.41

Como todo proceso histórico, el efecto de consolidación de una identidad nacional en nuestro país ha sido acumulativo, así como las cargas semánticas que han ido adquiriendo los diferentes términos que definieron esa identidad (patria y nación, por ejemplo) a lo largo del tiempo. Esos dos términos, prácticamente utilizados como sinónimos en nuestros días, no tuvieron para nuestros antepasados del siglo xix (a pesar de que en esa época se conformó nuestra idea) ni para los novohispanos la misma connotación que tienen para nosotros. En el siglo xvii la palabra patria (término derivado de pater) no se refería a la Nueva España en su conjunto, sino más bien al terruño donde se había nacido, como lo muestra el epígrafe sacado del Tesoro de la lengua de Sebastián de Cobarruvias; la palabra patria definía por tanto lo que llamaremos la identidad local. En la América septentrional no existía propiamente un país, las fronteras no eran muy claras ni por el norte ni por el sur, y su delimitación en los mapas se representaba de manera incierta. El reino era una extensión de la capital y, aunque no se utilizaba aún extensivamente la misma palabra para definir a las dos entidades como ahora, se comenzaban a poner las bases de esa monumental metonimia que trasladó al país entero el nombre de la ciudad capital, la primera entidad urbana que construyó sus símbolos patrios y que los extendió al resto del territorio. Otro sentido distinto tenía el término nación, en el cual lo que pesaba eran las connotaciones de carácter cultural y lingüístico (nación catalana, otomí, vascongada, chichimeca), aunque también se utilizaba como “reino o provincia extendida, como la nación española”, como dice el Tesoro de la 41

S. de Cobarruvias, op. cit., pp. 823, 857 y 885.

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lengua de Sebastián de Cobarruvias.42 En México, sobre todo a raíz de las pugnas entre los grupos blancos, nación comenzó a tener el sentido de lugar de nacimiento (nación criolla o peninsular) o una carga étnica (nación india), es decir, que la procedencia comenzó a pesar más que la cultura como base de su definición. Con todo, el término era excluyente, todo lo contrario a la carga semántica que comenzó a adquirir ya desde fines del periodo virreinal (con su sentido de inclusión de todos los habitantes de un territorio) y que utiliza ya José María Morelos, quien se autodenomina “siervo de la nación”. Al igual que nación, el término provincia también tenía una connotación territorial. Cobarruvias la define como “una parte de tierra extendida, que antiguamente, acerca de los romanos, eran las regiones conquistadas fuera de Italia […] a éstas enviaban gobernadores […] en las religiones tienen divididas sus casas por provincias”.43 La connotación se prestaba, junto con otra demarcación religiosa, la diócesis, a forjar una identidad regional que rebasaba la limitada por una ciudad. Con todo, patria, nación, provincia o diócesis eran términos de uso corriente; en cambio son extemporáneos los de “colonia” o “país”. Hasta el siglo xviii, Nueva España no fue concebida por sus habitantes como su patria y menos como un país (término que se usaba para definir el paisaje). Nueva España fue originalmente una denominación geopolítica creada por Hernán Cortés y utilizada para defender, frente a otros pretendientes a gobernarla y ante el rey, sus privilegios patrimoniales sobre el territorio que había conquistado. Con estas bases, durante el siglo xvii los criollos fabricaron el esquema de un “reino”, perfectamente compatible con un imperio como el español, cuyos orígenes partieron de la unión de los reinos peninsulares y de sus anexos en Italia y Flandes. Pero, para mediados de esa centuria, el esquema no rebasaba la esfera de los burócratas, los clérigos y los nobles con pretensiones ante la Corona y dependía más bien de la idea imperial hispánica, aunque comenzaba ya a utilizarse el calificativo “regnícola” para denominar a los habitantes del territorio frente a los “extranjeros”.44 Como veremos, la construcción de una figura emblemática de Nueva España, asociada a la idea del pacto entre la Metrópoli y sus reinos asociados, fue el primer intento por romper los localismos y generar una concepción que abarcara todo el territorio. Sin embargo, la idea de una entidad geopolítica autónoma denominada “América septentrional” no fue concebida sino hasta el siglo xviii, época en la que comenzó a conformarse esa identidad que podríamos considerar “protonacional”. Finalmente estaba el término “monarquía”, que tenía también una connotación territorial, pero con un sentido más ecuménico pues abarcaba todos 42

Ibid., p. 823. Ibid., p. 885. 44 Fray Joseph Manuel Rodríguez, en la vida de fray Sebastián de Aparicio (México, 1769), señalaba en el prólogo que “más de quince escritores entre regnícolas y extranjeros” habían tratado sobre ese asunto hasta sus días. 43



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los reinos y provincias sujetos a una cabeza suprema. Por estar basada en la constitución del imperio romano, la figura del emperador se convirtió en la representación más acabada de ese dominio universal. Esa monarquía hispánica, defensora de la fe, se manifestaba en todo el ámbito imperial a través de sus representantes los virreyes, imágenes vivas del rey, realidad superior e invisible que a su vez era representante de Dios en la tierra. Por ello, a pesar de su poder absoluto, la monarquía debía gobernar procurando el bien común de su pueblo y obedeciendo las leyes, pues debía rendir cuentas de su actuación al rey supremo. De ahí que cuando no hubiera cabeza visible en la monarquía, la autoridad regresaba al pueblo en donde de hecho residía la voluntad de Dios.45 Con todo, a lo largo de los siglos medievales, y aún hasta el Barroco, se elaboró una compleja red de símbolos que convirtieron a la monarquía en una institución santa. La canonización de algunos reyes por ser protectores de la Iglesia, fundadores de monasterios, difusores de la fe y vencedores de los paganos e infieles (llegando incluso varios de ellos a ser considerados mártires por haber muerto en esas guerras santas), reforzaron el carácter sagrado de la realeza. Por otro lado, la introducción paulatina de los emblemas monárquicos (trono, cetro, corona y espada) como atributos de la divinidad daban legitimidad a los reyes terrenales, vinculándolos indisolublemente con un cielo que se concebía como una corte palaciega. De estas cuatro identidades que funcionaban en Nueva España quedaron testimonios escritos y visuales. Sus creadores pertenecían a los sectores que tenían acceso o que controlaban los medios de difusión (fiestas, imprentas, sermones, imágenes, liturgia, etcétera). Como en toda sociedad estamental y jerarquizada de Occidente, en la de Nueva España la mayor parte de los llamados “letrados” procedían del ámbito eclesiástico, aunque también existía un número elevado de testimonios de los sectores seglares: los caballeros nobles, los comerciantes y los funcionarios de la Corona. Los miembros del aparato eclesiástico poseían un fuerte sentimiento de pertenencia estamental, reforzado por una serie de privilegios, como la exención tributaria, el derecho a ser juzgados por tribunales especiales, el fuero de intocabilidad, etcétera. Esto fue sin duda una de las razones por las que fueron los que construyeron los más sólidos discursos identitarios. El orden social, considerado como divino, separaba a los habitantes en clérigos y laicos, y en éste los primeros eran superiores por ser castos y representar a Dios. No obstante, la Iglesia no era una unidad que actuaba de manera uniforme y en total acuerdo; por principio, existían dentro de ella dos grandes sectores: el clero secular y el clero regular. El primero, que vivía en el siglo o saeculum y no en comunidades, dependía directamente de los obispos y estaba formado por los miembros de los cabildos de las catedrales y por los sacerdotes que tenían a su cargo la administración religiosa en algunos santuarios, parroquias y capillas. El regular, por su parte, habitaba en conventos, 45

A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en J. P. Buxó (ed.), op. cit., pp. 203 y ss.

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colegios u hospitales bajo una regla y estaba formado por diversas órdenes religiosas cuyas provincias estaban distribuidas en un territorio donde estaban sus diversas fundaciones. Entre las diferentes órdenes que formaban el clero regular había grandes diferencias en cuanto a actividades y organización, pues sus sacerdotes tenían diferentes maneras de concebir la administración de la religión a la población blanca, mestiza e indígena. Los mendicantes la realizaban en sus templos y en los de las religiosas adscritas a ellos; las órdenes hospitalarias en los hospitales bajo su cuidado, y los jesuitas la desarrollaban en las calles, en sus colegios, en las cárceles, entre las monjas o en los recogimientos de mujeres. Además estaban las actividades que franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas desarrollaban en los pueblos de indios en la antigua Mesoamérica y en las misiones entre infieles en el norte. Este control que ejercían los regulares sobre una buena parte de la población, que era indígena, generó desde el siglo xvi profundos conflictos entre ellos y el episcopado. Desde mediados de esa centuria, los obispos se opusieron al acaparamiento de los frailes mendicantes sobre la mayoría de las parroquias indígenas en pueblos y ciudades; cuando los obispos quisieron ejercer su autoridad sobre ellas, los religiosos se negaron a obedecerlos alegando que sólo recibían órdenes de sus provinciales. La lucha entre ambos sectores de la Iglesia estalló irremediablemente y duró hasta que las parroquias fueron entregadas a los seculares en el siglo xviii, con excepción de varias en Puebla, que ya habían sido secularizadas por el obispo Juan de Palafox desde mediados del siglo xvii. Este mismo prelado entró también en conflicto con los jesuitas y otras órdenes a causa de la situación de exención que éstas tenían en el pago a la catedral de los diezmos sobre sus haciendas. Estos conflictos marcaron muchos de los discursos identitarios a lo largo de los tres siglos virreinales. Por otro lado, a partir de la segunda mitad del siglo xvi la Iglesia novohispana afianzó sus lazos con los grupos de poder y vinculó sus intereses con los de las elites económicas. Por ello, en los dos primero siglos virreinales, el estamento eclesiástico novohispano estuvo formado básicamente por elementos del grupo “español”, pues se prohibió explícitamente la entrada en él a los indígenas, mestizos y mulatos, considerados como espurios o bastardos. Sin embargo, miembros de estos grupos, incluso de origen ilegítimo, ingresaron continuamente al clero gracias al ambiguo uso que se daba al término “español”. La Iglesia se convirtió así en una de las pocas salidas que tenían los hijos de las familias acomodadas y medias, pues el mayor lo heredaba todo y muchos de los segundones se veían obligados a tomar el estado eclesiástico. Este fenómeno provocó una entrada masiva de criollos en el clero secular y regular, lo que afianzó los lazos entre la Iglesia y la sociedad civil. Asimismo, herencias y limosnas se acumulaban en las instituciones eclesiásticas que permanecían en el tiempo y que no fragmentaban sus propiedades, a pesar de las continuas prohibiciones de la Corona con el fin de que



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esto no sucediera. Se calcula que el 50% de las fincas urbanas y un porcentaje semejante de las rurales estaban en manos del clero regular. Algunas órdenes religiosas, como los jesuitas, llegaron a poseer importantes haciendas que trabajaban directamente para mantener sus colegios. Los carmelitas, los mercedarios, los dominicos y los agustinos, que también poseían grandes extensiones de tierras, las arrendaban a particulares, excepto las haciendas azucareras, cuyos trapiches eran un excelente negocio y que casi siempre fueron administrados por un miembro de la orden. Por último, había institutos, como los franciscanos, que casi nunca aceptaron propiedades. Además de la posesión de tierras y casas, los conventos de frailes y de monjas y sus cofradías detentaban una parte importante del capital líquido y, con ello, las actividades de crédito, cobrando interés por sus préstamos 5% anual. Los órganos eclesiásticos eran los principales consumidores de bienes suntuarios y de servicios, por lo que su abasto sostenía a importantes sectores medios y modestos urbanos. Por su parte, los cabildos catedralicios recibían importantes sumas de dinero por el cobro del diezmo, obligación que cargaba a los productores agrícolas y ganaderos (exceptuando a los indios) con el pago del 10% de su producción anual bruta. La base de su poder social y económico partía sin duda del control absoluto que los eclesiásticos tenían, no solamente sobre la religión, presente en todos los momentos de la vida, sino también sobre la educación, sobre las obras de beneficencia (hospitales, asilos, orfanatos) y sobre casi todos los medios masivos de difusión: sermones, obras de arte, teatro, festejos, liturgia, imprentas. A través de la dirección espiritual, de la organización de cofradías y hermandades, de la confesión y de la administración y registro de bautizos, matrimonios y defunciones, los clérigos tuvieron una incidencia social excepcional. En este sentido la Iglesia cumplía muchas funciones que están en la actualidad en manos del Estado. A ese poder ideológico con el que contaban, debemos añadir el poder político y económico. La Corona española, para controlar a sus autoridades civiles en las colonias, dio a los arzobispos y obispos poderes extraordinarios. Así, a menudo cumplieron cargos de visitadores e incluso de virreyes interinos y en todo momento fiscalizaron la actuación de las autoridades laicas. Los reyes tenían además, gracias al Regio Patronato, la preeminencia de nombrar obispos que fueran afines a la monarquía hispánica, la capacidad de autorizar la edificación de nuevas iglesias, parroquias y conventos y la posibilidad de detener bulas o breves papales que atentaran contra sus intereses. Esta fuerte presencia del estamento eclesiástico en la sociedad propició que, en la búsqueda de sus propios intereses, sus miembros construyeran importantes discursos identitarios. Este fenómeno se dio en las mismas autoridades episcopales que tenían ingerencia en un gran número de espacios sociales: la universidad, el seminario conciliar, algunos santuarios de peregrinación, la mayoría de los monasterios de religiosas y de los recogimientos

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de mujeres y algunos hospitales, orfanatos y residencias estudiantiles. En su carácter de “pastor”, el obispo tenía bajo su cuidado tanto el bienestar material de sus “ovejas” como el espiritual, por lo que a menudo también se hizo cargo de obras públicas y de beneficencia y se vinculó a los intereses políticos de los criollos, al igual que a sus inquietudes identitarias, como la promoción de santos locales o de imágenes milagrosas. Junto con el obispo, el cabildo de la catedral era el otro gran promotor de identidades culturales a partir de su fuerte sentimiento corporativo, el cual se equiparaba al del ayuntamiento con el que a menudo competía, sobre todo en los festejos de recepción de los virreyes. La participación de los miembros de los cabildos catedralicios fue destacada tanto en la catedral como en la universidad y en algunos santuarios, espacios en los que se promovían símbolos y prácticas identitarias. Además del cabildo, varios miembros del clero secular se organizaban en congregaciones, siendo una de las más importantes la del oratorio de San Felipe Neri, que se ocupaba de diversos ministerios, como la predicación o la beneficencia, y que también tuvo un importante papel en la conformación de identidades, sobre todo en el Bajío. Además de estas instituciones, estaban bajo el mando del obispo todos aquellos clérigos no sujetos a una orden religiosa ni a ningún otro aparato corporativo. Algunos, que provenían de familias ricas y habían recibido una pulida educación universitaria, eran los que ocupaban los mejores puestos; varios de ellos se convirtieron también en importantes mecenas cuya labor los convirtió en “padres de la patria”. A esta elite clerical “criolla” se unió a partir del siglo xviii un considerable sector de sacerdotes mestizos pertenecientes a la llamada “nobleza indígena”, egresados de los seminarios y de la universidad y que tuvieron un importante papel en la construcción de símbolos patrios en las comunidades indígenas.46 El clero regular, por su parte, también construyó identidades como instrumentos de consolidación de su esquema corporativo constituido por provincias. Entre los mendicantes éstas estaban bajo el mando de un provincial y de un cuerpo consultivo integrado por cuatro definidores, los priores de los conventos (llamados guardianes entre los franciscanos y comendadores entre los mercedarios). Las provincias constituían un gobierno central cuyos miembros eran elegidos en capítulos provinciales por un cuerpo electoral y eran independientes, tanto de las otras provincias de la misma orden, como del obispo. Los mendicantes novohispanos, por su constitución, renovaron sus cuadros con personas procedentes de los grupos criollos y mestizos, por lo que muy pronto se identificaron con los intereses locales y generaron numerosos símbolos identitarios alrededor de sus santos e imágenes. Los jesuitas, con una organización distinta a la de los mendicantes, tenían sin embargo la misma autonomía que ellos, aunque sus cuadros de po46 Paul Ganster, “Religiosos”, en Louisa Hoberman y Susan M. Socolow (comps.), Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial, pp. 153 y ss.



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der eran elegidos desde Roma y no por mecanismos de sufragio interno como los frailes. Por ello entre su personal había tanto individuos de origen criollo como procedentes de diversos países europeos. Por su carácter multiétnico ésta fue la orden que tuvo mayor influjo en la inserción de la idea de América en la catolicidad universal. Las órdenes femeninas, por su parte, aunque no eran consideradas miembros del clero por su género, sí estaban sometidas a reglas monacales. Cada uno de sus monasterios poseía una gran autonomía, al igual que fuertes vínculos con las oligarquías y capas medias urbanas de donde las monjas procedían. Salvo excepciones, como sor Juana Inés de la Cruz o sor María de San Joseph, sus miembros no tenían acceso a la imprenta y sus escritos no llegaron a tener impacto social, pero sus virtudes y milagros, difundidas por sus confesores a partir de textos manuscritos elaborados por ellas, se convirtieron en timbres de orgullo para las ciudades en las que habitaron. Junto al estamento clerical existía también un segundo grupo, el de los seglares (vinculado al estamento nobiliario), que promovió los valores caballerescos y amorosos y los códigos de honor y representación pública; en ese ámbito se regularon el ceremonial cortesano y los atributos jurídicos de un estado patrimonialista y se difundió una cultura filosófica en la que se mezclaban el aristotelismo escolástico con las modernas corrientes cartesianas. Este ámbito se vinculó tanto a las corporaciones en las que estaban inscritos la mayoría de los sectores sociales, como a las distintas autoridades que administraban el territorio, desde aquellas nombradas por el rey (como el virrey, los gobernadores y los oidores) hasta los funcionarios menores elegidos por el virrey (como los alcaldes mayores y corregidores). Los centros donde se generaba una cultura de este tipo eran la corte virreinal y las facultades de derecho y medicina de la universidad, aunque también los ayuntamientos urbanos, los gremios, congregaciones, cofradías y órdenes terceras ejercieron un importante papel en la transmisión cultural pues ellos eran parte fundamental en la organización de las fiestas. A pesar de que los religiosos ayudaron a forjar los símbolos de las identidades urbanas en el siglo xvii, no fueron ellos los únicos que los elaboraron. Éstos también surgieron de aquellas corporaciones más vinculadas con los sectores e intereses locales: los ayuntamientos. Fue en esos ámbitos donde los autores laicos y eclesiásticos expresaron los más acabados discursos patrióticos desde la segunda mitad del siglo xvii. Dentro de los sectores seglares novohispanos tuvieron un papel fundamental las comunidades indígenas representadas por sus dirigentes y sus ayuntamientos. Su activa participación política y su fuerte presencia en el ámbito festivo los convirtieron en elementos fundamentales dentro de la construcción de las identidades novohispanas. El término criollo se ha utilizado a menudo con una gran ambigüedad pues define más una situación de nacimiento que una condición social o cultural. Como lo ha mostrado atinadamente Bernard Lavallé, su utilización tuvo originalmente un carácter negativo, pues se aplicaba a los esclavos ne-

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gros nacidos en América, y su desplazamiento semántico hacia los hijos de los españoles traía en sí mismo una carga desvalorizadora; de hecho, muchos de los vicios que se atribuían a los esclavos y a los indios, como la pereza y la laxitud moral, también se les adjudicaron a los nativos blancos de Indias. Éstos, al aceptar ese vocablo para denominarse, comenzaron a quitarle su carga negativa (con lo que se inició una primera apropiación identitaria), aunque insistieron en su equiparación con los españoles de la península ibérica. Por tanto, la primera identificación en el siglo xvi partió de una adhesión a intereses locales más que de un verdadero sentido de pertenencia a la tierra. Con el tiempo, sin embargo, este sentimiento se volvió determinante, acicateado por la percepción de que los criollos eran excluidos de los cargos rectores de la sociedad por parte de las autoridades españolas y por la discriminación de los recién llegados de España. Ese sentimiento se vio fuertemente influido por las pugnas entre criollos y peninsulares dentro de las órdenes religiosas en las primeras décadas del siglo xvii, pugnas que fueron un caldo de cultivo para afianzar el sentido de pertenencia a la tierra.47 En adelante este sentimiento se convertiría en orgullo y en una conciencia cada vez más clara de vivir en una entidad diferente a España. Sin embargo, eso que vamos a denominar “conciencia criolla” no fue algo privativo de los nacidos en América. Debemos tener en cuenta aquí lo que Edmundo O’Gorman señaló hace varias décadas: el término criollo, desde el punto de vista cultural, debe utilizarse para hacer referencia a una actitud que puede encontrarse tanto en autores nacidos en Nueva España como en peninsulares asimilados a ella.48 Al hablar en este trabajo de identidad “criolla” la referencia estará siempre circunscrita a dos grupos específicos: los eclesiásticos nacidos en América o en España que, por formar parte de un estamento caracterizado por una fuerte conciencia de pertenencia, fueron aptos para formular coherentemente símbolos e imágenes de identidad y que, a partir de su control sobre los medios de difusión, transmitieron mensajes visuales y discursos verbales capaces de tener un impacto social; los caballeros y los mercaderes que, independientemente de su procedencia, emitieron discursos de orgullo local o corporativo a través de los ayuntamientos urbanos o del Consulado. En buena medida, como pretendo demostrar en este libro, los ideales criollos permearon también a la nobleza indígena, por lo que podemos aseverar que sus identidades eran profundamente “criollas”. Todos estos sectores eclesiásticos y laicos tenían como sus centros de actuación y difusión las corporaciones, un sistema institucional que articulaba toda la sociedad. Una buena parte de la vida cotidiana de muchos individuos se desarrollaba dentro de esos mundos cerrados que eran las cofradías, los gremios, las provincias religiosas, la universidad, los cabildos civiles y eclesiásticos, las comunidades indígenas, etcétera. Las corporaciones eran 47 48

Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 15 y ss. Cf. E. O’Gorman, Meditaciones sobre el criollismo.



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el medio por el cual los individuos podían hacer valer sus derechos ante el Estado, recibir asistencia social e incluso obtener ascenso personal. A través de ellas, las autoridades podían vigilar el cumplimiento de obligaciones fiscales y legales y dirimir disputas. Cada corporación poseía sus propios reglamentos y estatutos internos que regulaban el ingreso y las obligaciones de los miembros; cada una administraba sus mecanismos de elección de autoridades y de autorregulación (veedores en los gremios, visitadores en las provincias religiosas); cada una controlaba los recursos económicos para gastos colectivos y organizaba las celebraciones de sus santos protectores; por último, cada una detentaba sus estandartes, galardones, imágenes y trajes propios, sistemas simbólicos que cada corporación configuraba, transmitía y exhibía en las procesiones y fiestas civiles y religiosas, defendiendo en ellas su posición respecto de los otros cuerpos sociales, su espacio predeterminado y situado jerárquicamente. En algunas de ellas se exaltaban también los logros de sus miembros destacados por medio de crónicas y retratos, pues con esto la corporación obtenía prestigio. Quien no pertenecía a uno o varios de estos cuerpos era un verdadero marginado del orden social.49 En ellos, finalmente, se produjo y reprodujo la sofisticada cultura barroca que tenía como sus principales promotores las cofradías y congregaciones, la universidad y la corte en la capital y los conventos masculinos y femeninos, los ayuntamientos urbanos y los cabildos de las catedrales en las ciudades importantes. Estos ámbitos eran centros de convivencia, pero también espacios forjadores de normas de sociabilidad y civilidad. En ellas existía una memoria colectiva almacenada en sus archivos que se transmitía oral o visualmente a las nuevas generaciones. Aunque no todas poseían un sentido de historicidad, ni el cargo de cronista de la corporación, para todas era fundamental la acumulación de información pues una buena parte de sus privilegios podían ser defendidos gracias a esa memoria documental. El carácter corporativo de la sociedad estaba también relacionado con un dogma religioso, el del cuerpo místico de Cristo. Éste se concebía formado por la Iglesia triunfante, que habitaba en el cielo; por la purgante, que estaba de paso en el purgatorio, y por la militante, formada por los diversos cuerpos sociales de la cristiandad. En una fiesta anual, la del Corpus Christi, y en muchas otras celebraciones religiosas, la ciudad se transformaba en un teatro en el cual cada uno de los cuerpos sociales o corporaciones desfilaban alrededor de una custodia que contenía la Eucaristía (el “cuerpo real” de Cristo). Todos los gestos, comportamientos y movimientos de masas, los carros alegóricos y las imágenes de los santos que los acompañaban, los arcos triunfales y los altares efímeros iban dirigidos a cohesionar al grupo y darle un sentido de salvación; representaban al pueblo elegido en el camino hacia la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante.

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Cf. Marialba Pastor Llaneza, Cuerpos sociales cuerpos sacrificiales.

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Dentro de este esquema de unidad, esta sociedad estamental y corporativa (donde cada quien ocupaba un lugar predeterminado por Dios) se percibía a sí misma como un sistema jerárquico. A la cabeza de ella se encontraba el rey de España, representado con la corona, el trono y el cetro y simbolizado por el sol, emblema de la centralización monárquica. Este personaje le daba cohesión a un imperio cristiano, por lo que su función básica era la defensa de los valores católicos; a él debían fidelidad y obediencia todos sus vasallos, desde el humilde indígena americano hasta el más noble español, pues era el representante de Dios en la tierra. Sin embargo, era una obligación del rey rodearse de consejeros (civiles y eclesiásticos) que le permitieran llevar a cabo su labor: “en las cosas de conciencia de los prelados o religiosos, en las cosas de justicia, de los doctores y letrados, en las cosas de la guerra, de los caballeros que en ella son más experimentados”.50 El cuerpo social podía funcionar en armonía sólo gracias a la comunicación entre todos ellos, para la cual no había mares ni fronteras de por medio pues el imperio español era una unidad. 5. Cambios y permanencias. Una propuesta de periodización La conciencia de pertenencia, que se encuentra en la base de la búsqueda de una identidad propia, fue producto de una evolución; detrás de sus símbolos se encuentran una serie de inquietudes y necesidades inmersas en un proceso de cambios sociales y culturales tanto al interior de Nueva España como dentro del ámbito imperial del que ésta formaba parte. A partir de algunos hechos que pueden ser considerados ejes para entender esos procesos he dividido los tres siglos virreinales en cuatro etapas a las que he denominado con términos tomados de la historia cultural occidental: la era medieval renacentista (1521-1565); la era manierista (1565-1640); la era barroca (16401750), y la era ilustrada (1750-1821). En la primera etapa (1521-1565), que se inició con la conquista de México-Tenochtitlan y terminó con el gobierno del segundo virrey Luis de Velasco, la Nueva España se insertó en el área cultural occidental. Sus procesos se vieron enmarcados en los profundos cambios que vivía Europa en la época de Carlos V: la expansión de la hegemonía castellana por herencias y conquistas hacia Italia (Nápoles y Milán) y los Países Bajos (Flandes, Bélgica y Holanda); la ruptura de la unidad cristiana con la aparición de la reforma protestante en el centro y norte del continente, y la consolidación de una visión humanista que desde el siglo anterior había propugnado el rescate del mundo clásico como base de una actitud crítica en la búsqueda del conocimiento y de una mayor libertad de pensamiento. 50

Diego de Valera, Crónica de los Reyes Católicos, p. 148.



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En este imperio español en plena expansión, Castilla comenzó a trasladar a América los valores de su cultura cristiana y caballeresca gestada a lo largo de los siglos medievales e inició la destrucción sistemática de las tradiciones religiosas indígenas consideradas como demoniacas. Los principales actores de ese proceso de transmisión e imposición fueron los frailes y los conquistadores. Con los primeros llegó el pensamiento escolástico medieval, con su visión teológica agustiniana del mundo, aunque con ciertos rasgos del humanismo renacentista, más centrado en el mundo y en el hombre. Los conquistadores, en cambio, aunque influidos también por el pensamiento religioso, aportaron un ideario más secular vinculado con la épica caballeresca. Los discursos de ambos, como “testigos presenciales” de los hechos, construyeron las bases narrativas de los dos temas centrales de identidad histórica durante el virreinato: la conquista de Tenochtitlan y la misión evangelizadora en el Anáhuac, sus valles aledaños y Michoacán. La primera se plasmó en textos testimoniales sobre la expedición cortesiana y la segunda en la obra del franciscano fray Toribio de Motolinia. A este grupo debemos también las primeras descripciones del mundo anterior a la conquista, necesarias como instrumentos para erradicar lo que los frailes consideraban “idolatrías”. Un tercer sector relacionado con los religiosos, la nobleza indígena educada en los conventos y sobre todo en el Colegio de Tlatelolco, inició el proceso de asimilación del cristianismo para adecuarlo a la realidad nativa, al mismo tiempo que proponía una construcción del pasado prehispánico en los términos de la cultura cristiana. Los principales discursos de ese grupo en este periodo fueron visuales y se plasmaron en los códices que dejaron constancia de los tiempos antiguos y de los procesos de conquista y evangelización. Durante la era manierista (1565-1640), Europa experimentó las consecuencias de la ruptura iniciada en la época anterior. Sin pretenderlo, el último imperio medieval, el de Carlos V, había dado nacimiento a la economía moderna al integrar el desarrollo comercial, manufacturero y bancario de Italia, de Alemania y de los Países Bajos con la explotación de los metales preciosos que llegarían poco a poco de América. A partir de entonces, la concentración de capitales en el norte de Europa contrastará con la paulatina pauperización del sur. El imperio español regido por Felipe II y sus sucesores desarrolló frente a la crisis una ideología triunfalista en la que el catolicismo y la monarquía se aliaban en una mesiánica lucha contra las fuerzas del mal, el protestante y el turco, fomentando políticas culturales marcadas por el espíritu de la Contrarreforma. En contraste con la situación crítica española, entre la rebelión de Martín Cortés y la llegada de Juan de Palafox, Nueva España vivió una fase de consolidación, aunque también marcada por profundos cambios. Una vez consolidada la colonización de Mesoamérica se inició al norte del río Santiago un nuevo tipo de conquista que se realizó ya no sobre pueblos sedentarios sino sobre nómadas y seminómadas. Mientras tanto, en el centro del territorio, los pueblos indígenas estructuraban sus instituciones comunitarias y las

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ciudades se consolidaban como centros de intercambio de mercancías y servicios y como capitales políticas, administrativas y religiosas de las distintas regiones. En ellas, los criollos, los mestizos, los esclavos negros, los indios desarraigados y los emigrantes españoles crearon una sociedad compleja y plural. Al mismo tiempo se generaban las bases institucionales dentro de cuyos cauces se conformarían las identidades novohispanas: nuevos sectores sociales (artesanos, mercaderes, terratenientes y burócratas), órdenes religiosas reformadas (jesuitas, dieguinos, carmelitas), monasterios femeninos, cabildos catedralicios y la universidad. La sociedad de Nueva España se corporativizaba y generaba lazos clientelares que fueron básicos en la conformación de los nuevos símbolos de identidad. La nueva propuesta social fomentó el desplazamiento de los antiguos sectores privilegiados: frailes, encomenderos e indios nobles, quienes generaron discursos identitarios que tomaron el carácter de “relaciones de méritos”. Los segundos alrededor de la conquista, los últimos construyendo un mundo prehispánico desdemonizado a partir del modelo romano del “pagano civilizado”. Pero entre todos ellos fueron los religiosos los que construyeron los más sólidos discursos, presionados por las supervivencias idolátricas y por las pugnas con el episcopado que pretendía limitar su poder sobre los indios. La obra del franciscano fray Juan de Torquemada es la que mejor ejemplifica esas necesidades, mostrando en una sorprendente síntesis histórica el proceso providencial que se inició en el mundo prehispánico, se confirmó con la conquista militar y se consumó con la evangelización. Fue también en esa época que, a partir de las necesidades de los nuevos sectores y de la permanencia de las idolatrías, algunos frailes, jesuitas, clérigos y obispos comenzaron a promocionar el culto a imágenes milagrosas (Guadalupe, Los Remedios, Chalma) “aparecidas” sobre los antiguos santuarios indígenas para sustituirlos y cuyos orígenes pretendieron remontarse a esa Edad Dorada. La era barroca (1640-1750) se caracterizó en Europa por el declive del dominio español y por el ascenso de Francia, cuya casa reinante terminó por imponerse en la misma España. La ruptura protestante del siglo anterior había generado no sólo dos grupos políticos y religiosos sino dos concepciones distintas de la cultura occidental: aquella racionalista e individualista que ponía como base del conocimiento la búsqueda de verdades demostrables por la experimentación, con lo que nacería la ciencia moderna, y otra emocionalista y populista, que centraba en la metafísica y en la retórica sus parámetros de realidad, que adornaba con un vistoso ropaje metafórico y emblemático su sentido trágico de la vida y que desplegaba un impresionante aparato visual y textual, en rituales, fiestas y espectáculos. En esta cultura católica el espíritu se manifestaba en una corporeidad y un sensualismo exacerbados y ese aparato formal comenzó a crear el otro ámbito de la modernidad, el arte. Nueva España adquirirá en este periodo su madurez económica y cultural. Una situación económica floreciente, producto de la minería, la ha-



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cienda y el comercio, hizo posible el apoyo económico y moral de una aristocracia urbana, promotora y consumidora de bienes culturales. A pesar de las pugnas internas entre terratenientes y mercaderes, ambos buscaban cosas similares. Estas aristocracias y el estamento clerical comenzaron a concebir a la Nueva España como un reino asociado y autónomo dentro de ese conglomerado que era el imperio hispánico, al cual los novohispanos estaban unidos por un pacto. Durante este periodo se consolidaron los símbolos identitarios alrededor del espacio y del tiempo novohispanos y de sus héroes, santos e imágenes milagrosas. El mundo indígena se convirtió también en el principal elemento diferenciador de América frente a Europa, aunque su construcción se hizo a partir del modelo de la Antigüedad clásica occidental. La eclosión de un exuberante arte visual (pinturas, esculturas, retablos, orfebrería, etcétera) y de una textualidad conservada en los archivos (códices, poesía, sermones, crónicas, hagiografía, literatura hierofánica) y fortalecida por la imprenta influyó y testimonió la existencia de este proceso. Desde finales del siglo xvii los intelectuales novohispanos (conformando lo que llamaron una “república de las letras”) comenzaron a tener una conciencia estructurada y clara de pertenecer a una entidad distinta a España. Sin embargo, ellos actuaron con base en los temas y discursos que se generaron desde el siglo xvi. La mayor parte de estos discursos se emitió desde la ciudad de México, que fue la primera que construyó un sentimiento patrio y una temprana conciencia de autonomía municipal. No se puede olvidar, tampoco, que ese proceso era propiciado por la constitución del imperio español, una entidad política que permitía el desarrollo de fuertes soberanías regionales. La era ilustrada (1750-1821). Con la llegada a España de los monarcas de la casa francesa de los borbones se impuso una nueva política basada en el despotismo ilustrado; su misión: gobernar de manera científica y racional con el fin de impulsar el progreso de los pueblos, pero sin tolerar ningún tipo de intromisión de aquellas entidades corporativas, como las eclesiásticas, que tenían hasta entonces injerencia política. Con esta base fueron reestructuradas también las relaciones entre la metrópoli y los reinos que formaban el imperio, que a imitación de Inglaterra se vieron sometidos a una nueva política fiscal tendiente a aumentar los beneficios de la Corona. Esta situación acentuó las desigualdades en Nueva España, que por entonces se veía afectada por profundas crisis que ocasionaban hambres y epidemias, y que aumentaban el desequilibrio en la distribución de riquezas. Para fines del siglo xviii tan sólo 20 por ciento de la población novohispana pertenecía al grupo “español” y de ellos menos del 1 por ciento detentaban el poder económico y político. La crisis acentuó la división entre los miembros peninsulares y criollos de esa elite y fortaleció los sentimientos de identidad de los segundos. En esta época se perfilaron ya claramente aquellos discursos que cohesionaban una idea “nacional” en la cual el término América septentrional sus-

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tituía poco a poco al de Nueva España. El proceso se dio a partir de los símbolos construidos por la capital, pero en él colaboraron muchos letrados provenientes de todas las otras ciudades del virreinato. Los grandes temas de esta construcción ilustrada fueron: la elaboración de una cartografía y una geografía general, la uniformación de un pasado prehispánico común a todo el territorio, la exaltación de hombres y mujeres sabios y santos que eran orgullo para todos los novohispanos y la difusión del culto y del patronazgo de la virgen de Guadalupe. Frente a este proceso que fue el inicio de una idea de nación, algunas ciudades criollas e indígenas consolidaron también las identidades patrias locales en un juego de imitación y rechazo de aquellos patrones que imponía la capital. Como consecuencia del afán borbónico de ejercer mayores controles y de limitar la participación de los nacidos en Indias en las esferas del poder, la elite criolla (al igual que los caciques indígenas) reforzó sus actitudes autonomistas utilizando los símbolos elaborados durante el Barroco, usando sus mismos recursos visuales y textuales. Sin embargo, a diferencia del Barroco, que penetró profundamente en los ámbitos indígenas y mestizos, la Ilustración fue una cultura elitista que se mantuvo ajena al pueblo, cuya religiosidad seguía viva y pujante. Esto introdujo una ruptura entre la cultura tradicional (que se basaba en una visión barroca, retórica, religiosa y corporativa) y la cultura ilustrada (secularizada, racionalista, individualista y apegada a los controles del Estado). Ambas seguirían enfrentándose a lo largo del siglo xix.

II. LA ERA MEDIEVAL-RENACENTISTA: LOS TEXTOS FUNDANTES Y LOS MODELOS FESTIVOS En la primavera de 1519, Hernán Cortés y medio centenar de españoles desembarcaron en Veracruz e iniciaron la conquista del imperio mexica, hecho que consumaron en el siguiente lustro. Junto con el impacto de las armas de fuego, las armaduras de hierro, los caballos, los perros bravos y las estrategias de guerra españolas, sin duda lo que determinó el éxito de la empresa fue el apoyo dado a Cortés por los pueblos sometidos a los mexicas, agotados de sus abusos y cargas tributarias. La rendición de México-Tenochtitlan el 13 de agosto 1521 fue tan impactante para su entorno que al poco tiempo no sólo se sometían al invasor la mayoría de las provincias sujetas a los mexicas, sino incluso señoríos independientes, como los de Michoacán, Meztitlán y Tehuantepec, optaron por pactar las condiciones de su sujeción a España, antes que verse tan cruelmente devastados. Sin embargo, continuas rebeliones indígenas mostraban lo precaria que era aún la dominación española. La situación se volvió más compleja aún a causa de las luchas de facciones entre españoles promovidas por algún capitán descontento y ambicioso que se rebelaba contra la autoridad de Hernán Cortés. Entre 1524 y 1550 se llevaron a cabo campañas punitivas, llamadas “de pacificación”, para someter a los sublevados españoles e indios, y se realizó la expansión militar hacia las zonas del sureste y del noroeste. Extensas áreas en Chiapas, Yucatán, Centroamérica, Jalisco y Colima fueron sojuzgadas en ese periodo con gran violencia y crueldad. Al igual que la toma de Tenochtitlan, tales conquistas se realizaron gracias a la ayuda de contingentes indígenas aliados y los recursos aportados por los grupos sometidos. Para 1550, por medio de la intriga y la lucha armada, los españoles ya tenían sometida el área de Mesoamérica. La conquista de esas altas civilizaciones trajo consigo la ruptura del orden prehispánico y la imposición de un nuevo orden político, económico-social y religioso. Gracias a la existencia de desarrolladas culturas agrícolas en Mesoamérica, la dominación española sobre este territorio se realizó en forma rápida y eficaz. Los pueblos que tributaban al mexica o a otros señores pasaron a depender de los nuevos amos. Con la conquista se generó así un sector social de encomenderos, remunerados por su participación en la conquista con tierras y con el trabajo y el tributo de los pueblos de indios. Ciertamente el reparto no fue equitativo: Cortés y sus amigos recibieron el mayor número de pueblos; unos cuantos más se beneficiaron con encomiendas menores y muchos se quedaron sin nada. La Corona mantuvo para sí muchos pueblos y en los primeros tiempos funcionó como un encomendero más. 59

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La encomienda propiciaba la formación de una estructura “feudal” donde los antiguos soldados se convertían en señores territoriales; por ello, la Corona española, consciente de este peligro y basada en la tradición jurídica medieval peninsular, impuso una serie de limitaciones a estos repartos y mantuvo para sí misma el poder jurisdiccional; los indígenas fueron considerados súbditos del rey, por lo que éste mantuvo y defendió el sistema de propiedad comunal de los pueblos y las posesiones de la nobleza indígena. Esta política propició la pervivencia de un régimen tradicional que los frailes respetaron al crear los nuevos núcleos de población con la ayuda de esos señores nativos. Como consecuencia del “derecho feudal” derivado de la conquista, Hernán Cortés fue el primer capitán general y gobernador de la Nueva España. Su poder ilimitado y el reparto de beneficios y cargos entre sus allegados provocaron tanto descontento entre sus enemigos que, cuando el capitán partió a las Hibueras entre 1524 y 1526, estuvo a punto de estallar una guerra de facciones. Tales conflictos movieron a la Corona a nombrar una Audiencia gobernadora en 1529 que debía imponer el orden, pero su presidente, Nuño de Guzmán, cometió tantos abusos contra indios y españoles, y levantó tantas denuncias del obispo fray Juan de Zumárraga y de los franciscanos, que fue destituido en 1530. El gobierno en manos de los conquistadores había mostrado su ineficacia, por lo que la Corona decidió aumentar el control político sobre el territorio de Nueva España y limitar el poder de los encomenderos por medio de funcionarios letrados y de una burocracia que tendría a su cabeza un virrey, de manera similar al sistema que ya funcionaba en los reinos de Aragón y de Nápoles. Para preparar la instauración del nuevo gobierno, Carlos V mandó crear una segunda Audiencia que regiría Nueva España temporalmente; su presidente fue fray Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Santo Domingo, y entre sus oidores estaba Vasco de Quiroga, un culto letrado que con el tiempo llegaría a ser obispo de Michoacán. El régimen virreinal que se estableció sobre el terreno preparado por la Segunda Audiencia comenzó a funcionar con la llegada a Nueva España de Antonio de Mendoza en 1535. Este virrey, y su sucesor Luis de Velasco, organizaron expediciones de descubrimiento y conquista, impulsaron la colonización, pusieron las bases de la urbanización novohispana creando nuevas ciudades y pueblos y organizaron la administración pública. Durante sus mandatos, y con el apoyo de los frailes, de los ayuntamientos y de algunos alcaldes mayores y corregidores que administraban los pueblos de la Corona, se intentó establecer la ley y el orden, al mismo tiempo que se imponían los símbolos de pertenencia a una unidad imperial representada por Carlos V. Ese imperio recién comenzaba a formarse aglutinando reinos distintos y se enfrentaba en Europa al creciente poderío de Francia, a la ruptura protestante y a los movimientos autonomistas locales, y no tenía muy claro aún lo que era América. Concebida como una unidad, la monarquía hispánica estaba basada sin embargo en la existencia de dos potestades, una civil y otra



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religiosa, la segunda delegada en el rey por el papa. De hecho, desde la época de los Reyes Católicos, la Iglesia había quedado totalmente sometida a la monarquía, se había excluido al monarca de todo cuestionamiento (no se le podía deponer ni juzgar) y se le había revestido de un cariz trascendente pues se le veía como el agente de la voluntad de Dios. Para el siglo xvi el titular de esta monarquía, Carlos V, era considerado el emperador de los últimos tiempos, la cabeza civil y eclesiástica que llevaría a la cristiandad a todos los rincones del orbe y vencería a las fuerzas del mal antes de que llegara el inminente fin de los tiempos. Con ello comenzó a construirse la identidad imperial española en la cual se concebía a la Nueva España como parte del patrimonio propio de la Corona castellana. A causa del carácter sagrado de la monarquía, una parte fundamental del nuevo aparato político lo constituyeron los obispos, cuya actividad estuvo muy ligada a la conformación de los territorios a partir de los esquemas diocesanos y a la consolidación de las capitales episcopales, aunque su actuación provocó fricciones con las autoridades civiles. Pero sobre todo los obispos fueron importantes promotores de la idea de un imperio católico elegido por Dios para vencer a las fuerzas del mal. Ellos y los virreyes trasladaron al territorio recién anexado todos los símbolos y valores de ese imperio, comenzando por aquellos vinculados con la monarquía católica, la nobleza feudal y la primacía espiritual del papado y terminando con las vírgenes y los santos considerados patronos de los españoles (aunque en realidad sólo lo eran de Castilla). Los diferentes sectores de la Nueva España aceptaron muy pronto este sistema impuesto desde la España imperial como base para legitimar sus propios intereses. Los frailes de las órdenes mendicantes, por ejemplo, con el apoyo de los virreyes, de los encomenderos, de los obispos y de los señores nativos congregaron las aldeas dispersas alrededor de las cabeceras políticas que habían creado en los valles, desplazándolas de las laderas donde estaban. Franciscanos, dominicos y agustinos se distribuyeron en las zonas más ricas y pobladas de Mesoamérica y forjaron en sus pueblos lo que los contemporáneos llamaban “policía cristiana”. Ésta implicó el trazado de calles y plazas, la dotación de agua por medio de acueductos y cisternas, la adaptación de plantas y animales traídos del viejo continente y la conformación de instituciones comunales para crear una nueva organización económica, social y política. Los misioneros pensaban que darles a estos hombres una forma de vida similar a la suya era un requisito necesario para cristianizarlos y convertirlos, por tanto, en miembros de las huestes de los elegidos. De manera simultánea se proyectó la evangelización metódica por medio de la transmisión de los elementos básicos del dogma y la moral cristianos haciendo uso del teatro y de la pintura y promoviendo una serie de prácticas y ceremonias comunitarias como las fiestas de los santos. Con la anuencia de los religiosos, las comunidades de los nuevos poblados conservaron el sistema autóctono de propiedad comunal, el gobierno de sus seño-

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res nativos y la organización tributaria, con lo que se forjó el concepto de república de indios, es decir, un sistema administrativo que permitiría proteger a los nativos de los abusos de la otra “república”, la de los españoles. La separación utópica de la sociedad en dos repúblicas era tan tajante que no pudo ser llevada a la práctica. Aunque estaba prohibido, en muchos pueblos indígenas se asentaron españoles, dando lugar a comunidades mestizas, y en los alrededores de todas las ciudades y villas de españoles crecieron los barrios indígenas. Por su parte, en estas pequeñas y grandes ciudades, creadas originalmente para dar cabida a los numerosos colonos que llegaron después de los conquistadores en busca de riqueza, también se inició la formación de símbolos identitarios. Tales centros sustituyeron en importancia a las primeras fundaciones inestables creadas para la habitación de los encomenderos que administraban la explotación de la mano de obra y el tributo indígenas. En ocasiones las nuevas ciudades fueron utilizadas para oponerse a los poderosos señores locales, como Oaxaca (1524-1529), frente a Hernán Cortés, y Guayangareo (la futura Valladolid) (1541), para contrarrestar el poder del obispo Vasco de Quiroga. Otras fueron fundadas como centros de paso, como Puebla (1531-1532) o Querétaro (1536-1541), o como puntas de lanza para salir al norte como Guadalajara (1531-1542). La Corona, que buscaba “reproducir en América unidades similares a las que existían en España”, encontró en estas villas y ciudades su principal instrumento de implantación colonizadora.1 Sobre todas ellas se impuso como modelo desde un principio, como el más importante centro administrativo, económico y religioso del territorio, la ciudad de México. Heredera del papel político y estratégico de la antigua Tenochtitlan, ella fue la única ciudad española que se construyó sobre un poderoso centro prehispánico. México-Tenochtitlan y las demás ciudades “de españoles” comenzaron a generar sus identidades locales dentro de esa matriz hispánica, siendo los ayuntamientos urbanos los que, a imitación de los europeos, consiguieron de la monarquía el reconocimiento de autonomía y su simbolización, representada en un escudo de armas. De hecho fue esta corporación (primero en Veracruz y luego en Tepeaca o Segura de la Frontera) la herramienta jurídica que utilizó Cortés para independizarse del gobernador de Cuba e iniciar el proceso de conquista. En ambos casos el conquistador consiguió la concesión de un escudo de armas en 1523: Veracruz, con un castillo coronado por una cruz roja sostenido por las columnas de Hércules, y Segura de la Frontera, con un león rojo rodeado de una orla azul con ocho aspas de oro. A los cabildos itinerantes formados por guerreros amigos del conquistador, siguieron aquellos destinados a la colonización cuando cayó la capital mexica. Frente a la presencia de fuertes individualidades creadoras de los discursos 1 Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35-130.



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básicos (Cortés, Las Casas, Motolinia, Quiroga, Zumárraga) en esta primera etapa fueron los cabildos (posiblemente junto con los franciscanos) una de las pocas corporaciones que generaron identidades colectivas. 1. Ciudades, cabildos y escudos. Las primeras identidades locales Habiendo platicado en qué parte haríamos otra población alrededor de la laguna, por que de ésta había más necesidad para la seguridad y sosiego de todas estas partes; y asimismo viendo que la ciudad de Temixtitan, que era cosa tan nombrada y de tanto caso y memoria siempre se ha hecho, parecionos que en ella era bien poblar […] y crea Vuestra Majestad que cada día se irá ennobleciendo en tal manera, que como antes fue principal y señora de todas estas provincias, que lo será también de aquí en adelante.2

Una vez consumada la conquista de México-Tenochtitlan en 1521, Hernán Cortés decidió mantener en ella la sede del antiguo poderío mexica como capital de Nueva España, a causa de su situación insular estratégica, de su capacidad económica y de su importancia como centro receptor de tributos, pero sobre todo por el valor simbólico que poseía. Desde Coyoacán, el conquistador encargó al geómetra Alonso García Bravo el diseño de la nueva urbe que había sido prácticamente despoblada y arrasada. La traza se hizo utilizando las calles y canales prehispánicos. Asimismo, siguieron funcionando las tres calzadas principales que unían a la isla con tierra firme y se reconstruyó el acueducto que venía de Chapultepec y que la abastecía de agua potable. A partir de 1522 comenzaron a regresar a la ciudad sus antiguos habitantes y llegaron otros nuevos: los españoles y la nobleza nativa que habían recibido un solar para construir sus casas y los numerosos indígenas que se necesitaron para edificarla desde sus cimientos. En la nueva traza quedó plasmada la idea de una sociedad dividida en dos repúblicas. El centro fue destinado a los españoles, que distribuyeron sus edificios dentro de las cuadras de un plano reticular formado por cerca de veinticuatro calles. Alrededor de él se situaron cinco barrios indígenas con una aglomeración desordenada de chozas; a cuatro de ellos fray Pedro de Gante les puso los nombres de basílicas romanas: San Juan de Letrán Moyotlan, San Pablo Teopan, Santa María Tlaquechiucan y San Sebastián Atzacualco. El quinto, Santiago Tlatelolco, se organizó muy pronto bajo una parcialidad autónoma con su gobernador y su cabildo, mientras que los otros cuatro fueron regidos por otra parcialidad denominada San Juan Tenochtitlan. Por encima de estas dos “repúblicas indígenas” estaba el gobierno de la ciudad de los españoles regida por un ayuntamiento, el cual desde muy temprano (1530) solicitó a la Corona tener jurisdicción no sólo 2

Hernán Cortés, “Tercera carta de relación” (15 de mayo de 1522), en Cartas de relación, p. 209.

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sobre la república de indios dentro la ciudad, sino también sobre los pueblos comarcanos que estaban alrededor de la laguna y que habían sido sujetos de Tenochtitlan, pues consideraban que el sucesor legítimo de esa ciudad era el ayuntamiento español.3 Este organismo, fundado por Hernán Cortés en Coyoacán desde 1521, funcionó como un bastión de los conquistadores frente a los nuevos inmigrantes que llegaban a la ciudad y de hecho el palacio del conquistador en la capital fue la sede donde se reunió el ayuntamiento hasta 1526, año en que éste tuvo sus propias casas. Junto con su sede, esta corporación necesitó muy pronto forjar varios símbolos urbanos para consolidar su preeminencia en la ciudad. El primero de ellos fue un escudo de armas para la urbe solicitado a Carlos V a fines de 1522 y concedido el 4 de junio de 1523. En él, resaltaba sobre un fondo azul, que recordaba la laguna, una torre dorada con tres puentes de piedra que llegaban a ella, sin tocarla, y un león rampante en señal de la victoria de los cristianos y en recuerdo del castillo y el león de la Corona española unificada bajo Castilla. El escudo estaba rodeado de una orla con diez hojas de nopal verdes y carecía de timbre (es decir, la insignia colocada sobre el emblema). Aunque no existen testimonios gráficos de esos primeros tiempos, es muy probable que desde fechas tempranas fuera utilizado como tal el águila sobre el nopal, que a la larga se sobrepuso como timbre o insignia al escudo de Carlos V. En 1535 los franciscanos permitieron que los indígenas colocaran en un ángulo del atrio del convento de San Francisco una lápida esculpida que representaba el símbolo mexica de la fundación de Tenochtitlan. Sin embargo, el águila, en lugar de estar posada en el nopal emblemático, se erguía sobre una esfera poblada de casas, que simbolizaban la nueva Jerusalén, en la que se había transformado la antigua Tenochtitlan en la imaginación de los frailes.4 Es un hecho que a mediados del siglo xvi ese emblema ya era utilizado, pues en una lámina del Códice Osuna sobre la expedición a la Florida (15591560) se muestra a un capitán a caballo portando una bandera con el águila y el nopal. Es lógico pensar que al no haberse dado propiamente un acto de fundación a causa de que existía previamente una ciudad prehispánica, se utilizara el emblema fundador de ésta desde la fecha mítica de 1315. De hecho, el escudo español tenía tan pocas referencias a la antigua ciudad (la laguna y los nopales) que no podía funcionar más que añadiéndole el de 3 Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81. 4 Enrique Florescano, La bandera mexicana, p. 45. En la segunda mitad del siglo los religiosos permitieron la representación del emblema mexica en varios de sus conventos; en el templo franciscano de la Asunción de Nuestra Señora, edificado en Tecamachalco (Puebla), un águila esculpida con un copilli o diadema indígena y el símbolo de la guerra se colocó en la base de la torre de la iglesia. Asimismo, en el templo agustino de Ixmiquilpan destaca la imagen del águila parada sobre el nopal en uno de los frescos del coro bajo. Aparece también en la fachada del templo agustino de Yuriria en Michoacán, igual que en el convento franciscano de Tultitlán.



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la fundación prehispánica. Recuérdese que el escudo se usaba en las ceremonias públicas y en las celebraciones religiosas, se bordaba sobre tela o se labraba en piedra para ser colocado en las puertas de las casas reales, pues era un símbolo anexo al título de ciudad. El segundo símbolo urbano que el Ayuntamiento forjó estaba asociado directamente con la conquista y fue el pendón, cuyo paseo se organizó por primera vez como una celebración el 13 de agosto de 1528, Día de San Hipólito. En esas fechas aparecen en las actas del cabildo de la ciudad de México las primeras regulaciones para los festejos de ese santo mártir romano que se hacían en la ciudad de México para conmemorar la conquista de Tenochtitlan. Posiblemente la fiesta se celebraba desde años atrás con una misa y es un hecho que Cortés o su cabildo desde 1524 realizaban en la capital “alardes militares” con despliegue de ruido, caballos y mosquetes para inhibir posibles revueltas indígenas, muestra de la inseguridad en que vivían los españoles en un territorio aún precariamente sometido; pero en 1528 existía un ambiente de inestabilidad política cuando Cortés, recién llegado de las Hibueras, quiso restablecer su papel rector restaurando su derecho de nombrar regidores del ayuntamiento y el de ser consultado en todos los asuntos, lo que el cabildo probablemente intentó detener con el acto simbólico de la celebración.5 Una vez que el cabildo tomó bajo su cargo en 1528 la fiesta de san Hipólito, considerado desde entonces patrono de la ciudad, se pusieron las bases de la ceremonia: la participación de los caballeros con sus “bestias” en el paseo, la celebración de juegos de cañas y corridas de toros y el traslado solemne de un pendón (posiblemente el del rey) acompañado por trompetas y tambores desde las casas del ayuntamiento hasta la ermita de San Hipólito, donde se celebraba una misa de acción de gracias. En 1529, recién instalada la Primera Audiencia gobernadora bajo Nuño de Guzmán, esta pequeña iglesia funcionaba junto a otra llamada de Juan Garrido o de los “mártires de la conquista”, pues ese empleado del ayuntamiento la había construido para enterrar y conmemorar a los españoles que habían muerto en la acequia cercana durante la Noche Triste; con ello se unían dos fechas emblemáticas la de la derrota y la de la victoria. Posiblemente a partir de 1532 uno de los regidores del ayuntamiento, designado como alférez real, se convertía en el personaje principal de la fiesta, pues constituía el reconocimiento oficial que hizo el año anterior la reina gobernadora de la anexión del cabildo a la Corona castellana, representada por ese personaje. A lo largo del siglo la ceremonia se fue haciendo más compleja y quedó asociada indisolublemente con la identidad de la ciudad de México.6 5

Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México en el siglo xvi, pp. 62 y ss. Acta del 31 de julio de 1528. Edmundo O’Gorman, Guía de las actas de cabildo de la ciudad de México. Siglo xvi, acta 222. El 23 de octubre de 1531 se recibió la cédula real del 28 de mayo de 1530, siendo la única vez que la Corona intervino en el protocolo de dicha fiesta. F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 41 y ss. 6

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A mediados del siglo, el paseo con el pendón ya era un festejo lleno de ostentación con corridas de toros, juegos de cañas y escaramuzas y con balcones y ventanas engalanados con colgaduras y alfombras, toda una fiesta cívica vinculada con la celebración religiosa del Día de San Hipólito. En el desfile (que tenía más rasgos de parada militar que de procesión), uno de los regidores, el que tenía el cargo de alférez real, iba en medio del virrey y del presidente de la Audiencia portando el pendón, y éstos eran seguidos por los oidores, regidores, alguaciles y casi todos los nobles de la ciudad. Al parecer el desfile tenía también un carácter religioso, pues en 1537 el Ayuntamiento concedió al gremio de plateros llevar la estatua de san Hipólito en la víspera de la fiesta y el mismo día 13 (igual que lo hacían en el Corpus). Al llegar a la ermita del santo, el cortejo era recibido por el arzobispo y su cabildo y se cantaban las “vísperas”, acompañadas con trompetas, chirimías, sacabuches y todo género de instrumentos de música. Al día siguiente, volvía el acompañamiento a la iglesia y el arzobispo celebraba una misa solemne y un orador predicaba un sermón en honor a los españoles que habían derramado su sangre durante la conquista.7 Desde que obtuvo su escudo de armas en 1523, la ciudad recibió del rey la licencia para enarbolar su pendón, como en todos los reinos de Castilla, y en este lábaro, desde 1532, a raíz de la concesión del Alferazgo real a la ciudad de México, se labraron tanto el escudo de armas de la capital como el de la Corona. Ambos representaban los dos extremos de las identidades en construcción: la local, elaborada por los cristianos viejos y hombres libres que se ennoblecían con el emblema heráldico de la capital que representaba su ayuntamiento, y la imperial, impuesta por el rey y sus funcionarios como ratificación de la dependencia de estos territorios a Castilla y como un símbolo de lealtad.8 Frente a la fiesta de los conquistadores existen continuas referencias a la participación de la nobleza indígena en danzas y batallas ficticias con instrumentos musicales y cantos en lengua náhuatl en los que se hacía alusión al poder militar de sus ancestros. Estos “mitotes” insertos en celebraciones españolas permitían a los nobles asimilados al sistema español un medio para mostrarse simbólicamente iguales a los españoles, a pesar de que no se les permitía participar directamente en la procesión. Por otro lado, la ciudad de México era sede de tres ayuntamientos (dos indios y uno español) además de ser la capital del reino, y por ello todas las instancias que gobernaron a la capital y a la Nueva España hacían acto de presencia en los festejos importantes, como la fiesta del Corpus Christi. Esto se vio desde el primer gobierno que tuvo el reino, el de Hernán Cortés, aunque quedan muy pocas noticias de ella. En esos primeros años, la situación de Nueva España era muy difícil a causa de las pugnas entre los amigos y los enemigos de Cortés en las cuales 7 8

Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp. 14 y ss. F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 44 y ss.



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estaban implicadas también las órdenes religiosas de franciscanos y dominicos. En este periodo convulsivo que va desde 1524 hasta 1530 la guerra civil y la anarquía estuvieron a punto de estallar y todos hablaban de las “comunidades”, referencia a los alzamientos populares en Castilla contra el gobierno de Carlos V. En esta caótica situación fue fundada Antequera en el valle de Oaxaca. Su primera fundación, obra de Alonso de Estrada, se remontaba a 1524, año en que se trasladó allá el cabildo de la ciudad de Segura de la Frontera, aprovechando la ausencia de Cortés en la expedición a las Hibueras. Cuando éste regresó eliminó dicha fundación, pero en 1528 el capitán se fue a España, situación de la que se valió el presidente de la Audiencia Nuño de Guzmán para refundar la villa de Antequera como un enclave de la Corona en un territorio que el poderoso Hernán Cortes quería para sí sin reserva alguna. Para sustraerse del dominio del marqués, el recién fundado ayuntamiento de la villa solicitó a la Corona el escudo de armas concedido a Segura de la Frontera, el título de ciudad y el engrandecimiento de su fundo legal, pues las tierras del marquesado del Valle la tenían constreñida a un reducido territorio. El 25 de abril de 1532, la reina gobernadora concedió a Antequera el título de ciudad y el escudo de armas solicitado con la imagen de un león rojo rampante y coronado, rodeado por una orla con ocho aspas doradas. Ese año se le otorgó además un fundo de una legua, ordenamiento al que se opuso Hernán Cortés, quien presentó ante la Segunda Audiencia una demanda, que ganó.9 Durante el gobierno de esta instancia, enviada por Carlos V en 1530 para enjuiciar a Nuño de Guzmán y preparar la instauración del nuevo gobierno virreinal, se fortalecieron las sedes episcopales en el centro del territorio, las cuales comenzaron a ser importantes centros de poder político en las ciudades capitales. A las de Tlaxcala (fundada en 1526) y México (fundada en 1530) se unió en esta etapa la de Oaxaca, creada en 1534, y las gestiones para fundar la de Michoacán, que se hizo en 1536 con sede en Pátzcuaro. La Segunda Audiencia se preocupó por restablecer el orden, limitó los excesos de la encomienda y del tributo, alivió los abusos cometidos en contra de los indígenas y trató de acabar con la esclavitud de éstos, nombró corregidores y creó ciudades como Puebla. La fundación de la ciudad de Puebla tuvo una azarosa historia que abarcó los años entre 1530 y 1534; durante ellos fue planeada, instalada, destruida y restablecida. Desde 1530 algunos colonos habían comenzado a hacer asentamientos para fundar una “puebla” en el camino entre Veracruz y México, pero no fue sino hasta el año siguiente que los franciscanos, encabezados por fray Toribio de Motolinia, y la Segunda Audiencia llevaron a cabo la primera fundación oficial el 16 de abril de 1531 a orillas del río Atoyac; la villa se puso bajo la advocación de los “Santos Ángeles”. La idea de ambas instancias era crear una sociedad de labradores españoles sin encomienda de indios que hiciera contrapeso a los poderosos encomenderos de la ciudad de México. 9

José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, vol. i, pp. 261 y ss.

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Ese primer emplazamiento contaba con menos de medio centenar de vecinos (es decir, cabezas de familia) y con cerca de mil ochocientos indios, mismos que se les habían otorgado sólo para construir la villa. Ese año de 1531 se nombraron alcalde y regidores, se otorgaron parcelas a los colonos, se creó el fundo legal del municipio, se demarcaron los límites y se solicitó para ella el título de ciudad. Sin embargo, una fuerte inundación en el verano ocasionó su abandono temporal durante más de un año. Puebla fue refundada a fines de 1532 con un nuevo estatuto (se le concedió finalmente el título de ciudad) y con un mayor número de indios para cultivar las tierras de los españoles, con lo cual se traicionaba la idea original. La nueva fundación trajo consigo la oposición de varias instancias: del ayuntamiento de la capital, por la competencia que Puebla significaba para México, y de los poblados indígenas vecinos, por la cantidad de trabajadores exigidos. También se opuso a ella el mismo obispo dominico de Tlaxcala, fray Julián Garcés, quien había solicitado convertir la sede de su capital episcopal en una ciudad de españoles, lo que se frustraba con la fundación de Puebla.10 Con todo, la nueva ciudad de los Ángeles recibiría, el 25 de febrero de 1533, el título de ciudad concedido por el rey.11 Por esas fechas también se le otorgó un escudo de armas: una fortaleza con cinco torres de oro asentada en campo verde, un río que sale de su centro y dos ángeles vestidos de blanco que la franquean sosteniendo en sus manos las letras K y V alusivas a “Karolus V”. En esta reproducción aparecía también el lema que circundaba el escudo: “Angeles suis Deus mandavit de te ut custodiant” (Dios mandó a sus ángeles que cuidasen de ti. Salmo 90, versículo 11).12 Por otro lado, desde 1561 el ayuntamiento de Puebla reavivaba los festejos a san Miguel, el santo patrono jurado desde su fundación, con una ostentosa fiesta anual el 28 de septiembre, equiparable a la de san Hipólito de la capital, en la que “un pendón real” era trasladado de las casas del Cabildo a la catedral, para celebrar al día siguiente una solemne misa en la capilla de San Miguel, misa que conmemoraba la fundación de la ciudad.13 Un importante factor para el fortalecimiento de la ciudad de Puebla fue el traslado que se hizo a ella, por cédula real de 1543, del obispado de Tlaxcala. El proceso se había iniciado desde 1538, cuando el cabildo de la catedral reu10

Julia Hirschberg, “La fundación de Puebla de los Ángeles, mito y realidad”, Historia Mexicana, vol. xxviii, núm. 2, pp. 185-223. 11 Ésta es la fecha que da Hugo Leicht, Las calles de Puebla. Estudio histórico, p. 320. Este autor señala también que el escudo de armas se le concedió el 20 de julio de 1538. Sin embargo, Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico..., p. 70, señala que tal título había sido otorgado a la ciudad por Carlos V el 20 de marzo de 1532. 12 De hecho la cita completa de dicho salmo es: Quoniam Angelis suis mandavit de te ut custodiant te in ómnibus viis tuis. 13 Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja de la nobilísima ciudad de Puebla (1781), pp. 39 y 155. En Oaxaca se trasladaba el pendón el Día de San Marcial Obispo y en Ciudad Real de Chiapas y en Compostela en la fiesta de Santiago.



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nido en Tlaxcala recomendó el cambio de ubicación; cuatro años después el ayuntamiento de Puebla pedía también que la sede episcopal se mudara a su ciudad. Sin embargo, dicho cambio no se llevó a cabo hasta la llegada del obispo franciscano fray Martín Sarmiento de Hojacastro, nombrado en 1546 pero que no arribó a su sede sino hasta 1548. Al año siguiente el prelado solicitaba cuarenta trabajadores de Tlaxcala para la construcción del palacio episcopal, para después comenzar la nueva catedral. Con este cambio Tlaxcala sufriría una seria disminución de sus privilegios y su preeminencia en la zona.14 A causa de su alianza con Cortés y de sus importantes servicios durante la conquista de Tenochtitlan, Tlaxcala había recibido una serie de beneficios y una categoría especial en la primeras dos décadas del dominio español. Sus habitantes no fueron entregados en encomienda sino colocados directamente bajo la tutela del rey. Entre los varios señoríos prehispánicos que la conformaban se destacaban cuatro: Ocotelulco, Atlihuetzian, Tizatlán y Topoyanco, los cuales se conservaron bajo el dominio de sus propios linajes. Alrededor de 1535 se inició la construcción de una ciudad neutral en el centro de los cuatro señoríos; en ella se nombró un cabildo, con representación rotativa de las principales cabeceras, y un gobernador cuyo cargo estuvo controlado sobre todo por Ocotelulco y Tizatlán. Por esas fechas Tlaxcala conseguía también el título de ciudad por una real cédula de 1535, por la cual se le concedía un escudo de armas: un castillo con tres torres, una bandera con un águila negra sobre fondo rojo, una orla con dos palmas a los lados, dos calaveras con huesos cruzados en la parte de abajo y dos coronas con las letras I, K y F en la parte superior.15 Este crecimiento y prestigio había sido sin duda consecuencia no sólo de los servicios que los tlaxcaltecas habían prestado a la Corona, sino también a que la antigua ciudad indígena fue confirmada como sede del primer obispado del territorio desde 1526. Al año siguiente llegaba a ella fray Julián Garcés para ocupar su cargo y se hospedó en el palacio de Maxixcatzin, recién abandonado por los franciscanos; ese lugar se convirtió por el momento en catedral episcopal y fue dedicado a la Inmaculada Concepción. Sin embargo, el obispo duró muy poco en esta sede, pues al año de su llegada adquiría propiedades en la ciudad de México, donde residiría regularmente a partir de 1533. Aunque en 1536 se asignó en la nueva ciudad de Tlaxcala un solar para la construcción de la catedral, ésta nunca se llegó a edificar, dado que ni el obispo ni el cabildo catedralicio estaban interesados en permanecer en ella, por lo que poco tiempo después comenzaron las negociaciones para trasladar la sede a Puebla. Este hecho debilitó a la ciudad indígena.16 Un enfrentamiento similar entre dos ciudades, una indígena y la otra española, se dio en el área de Michoacán. Durante la conflictiva década que si14

Charles Gibson, Tlaxcala en el siglo xvi, pp. 64 y ss. Idem. 16 Idem. 15

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guió a la conquista, este territorio había sido escenario de una gran violencia. Hernán Cortés ordenó a Cristóbal de Olid que sometiera a Zuangua de Tzintzuntzan, pero cuando el enviado llegó el cazonci se había fugado. Olid intentó la fundación en esa ciudad de un cabildo pero, al igual que en Antequera, Cortés estorbó el proyecto pues le interesaba convertir la capital de Michoacán en otra de sus encomiendas. A la muerte de Zuangua en una epidemia y después de una crisis sucesoria llegó al trono Tangáxoan, quien al ser bautizado recibió el nombre de Francisco. Este cacique, aliado de Cortés y de los franciscanos, sufrió varias veces prisión hasta que Nuño de Guzmán lo mandó matar ante su negativa a colaborar con él cuando iba hacia la conquista de Jalisco. El hermano adoptivo de Francisco, Pedro Cuinierángari, ocupó entonces el cargo de gobernador. Entre 1533 y 1534 llegaba el oidor Vasco de Quiroga a visitar Michoacán con la orden de la Audiencia de castigar a los corregidores y encomenderos abusivos, como Juan Infante, y a pactar con los señores indígenas las condiciones de una convivencia pacífica entre indios y españoles. Quiroga llevaba también el encargo de fundar una ciudad que fuera cabecera de la provincia y futuro obispado. Tzintzuntzan fue elegida por el oidor como sede de lo que se llamaría Granada y que en 1534 recibiría del rey el título de ciudad. Pero cuando Quiroga regresó a Michoacán en 1538, ya nombrado obispo y sin consultar al virrey, le pareció que sería más conveniente fundar su capital en Pátzcuaro, a la cual, “como barrio de Tzintzuntzan”, trasladó el título de ciudad. Por medio de varias concesiones, convenció a don Pedro Cuinierángari, que era entonces gobernador, a trasladarse desde Tzintzuntzan a la nueva sede. El proyecto de don Vasco era fundar una comunidad donde convivieran indios y españoles. Para llevar a cabo su proyecto, Quiroga inició la construcción de una soberbia catedral con cinco naves distribuidas como los dedos de una mano, para que cada sector de la población tuviera su lugar; después fundó el Colegio de San Nicolás con el fin de formar a los sacerdotes de su nueva utopía y el hospital de Santa Marta que albergaría la imagen de la virgen de la Salud, cuya devoción se extendió a todos los hospitales del territorio fundados a instancias de don Vasco. Su proyecto encontró la oposición de una parte de la nobleza indígena, de los franciscanos de Tzintzuntzan y de algunos encomenderos. Sin embargo, posiblemente desde entonces se comenzó a realizar la fiesta anual el 29 de junio, Día de San Pedro, en que se conmemoraba la entrada de los españoles en Michoacán; entonces, la nobleza de Pátzcuaro sacaba los estandartes que según la tradición le habían sido concedidos por Hernán Cortés.17 En 1541 el virrey Mendoza se hizo eco de los descontentos con el proyecto de Quiroga y temeroso del peligro que implicaba un poder tan grande decidió fundar una ciudad española en Guayangareo que compitiera con Pátzcuaro. 17

Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), p. 22.



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A la nueva entidad se trasladó el cabildo español, se le concedieron tierras y trabajadores y se le llamó “Nueva Ciudad de Michoacán”. A partir de entonces comenzó una batalla campal entre las dos ciudades por el título de capital. Desde 1545 Pátzcuaro consolidó su cabildo indígena gracias a la presencia del sucesor de Pedro Cuinierángari, Antonio Huitziméngari, culto y refinado descendiente de la familia real de Michoacán, quien gobernó durante diecisiete años y se convirtió en símbolo del antiguo poder de los monarcas purépechas y colaborador de los españoles en la guerra contra los chichimecas. Mientras tanto, el obispo Quiroga, en guerra abierta contra la nueva ciudad, partió a España en 1547 a defender su fundación y en su ausencia se fortalecieron las alianzas entre los frailes, la nobleza indígena y el virrey Mendoza.18 Durante su viaje Quiroga consiguió muchos beneficios para Pátzcuaro, trajo suficientes clérigos para conformar su cabildo catedral y un proyecto de iglesia secular. También consiguió del rey la concesión de un escudo de armas otorgado a Pátzcuaro el 21 de julio de 1553: una laguna con una iglesia sobre un peñón y la catedral, símbolo de su primacía como capital episcopal. En una de las versiones de este escudo dicha catedral estaba representada como un plano con cinco naves radiadas y la leyenda “Éstas son las armas que dio el rey a la ciudad de Michoacán”. Para Quiroga, Guayangareo debía nombrarse pueblo pues la única ciudad era Pátzcuaro. La fundación del virrey Mendoza, por su parte, siguió luchando por su preeminencia. En 1549 enviaron a un procurador a España con una serie de instrucciones en las que se pedían los tributos de algunos poblados, la concesión de un escudo de armas y el traslado de la catedral. Se daba por supuesto que el título de ciudad ya lo tenía. Estas pretensiones serían objeto, como veremos, de nuevas disputas a lo largo de la segunda mitad del siglo xvi.19 Tezcoco fue la tercera ciudad indígena que consiguió título y escudo gracias a los servicios prestados a Cortés y a los conquistadores durante la conquista de Tenochtitlan. El otorgamiento se hizo el 9 de septiembre de 1551, aunque el escudo que ahora conocemos, y que publicó por primera vez Antonio Peñafiel en 1903, presenta una serie de características que no cuadran, ni con el tipo de escudos que concedía la Corona, ni con la época del otorgamiento. Rodrigo Martínez ha demostrado que todo el escudo trae alusiones a Nezahualcóyotl, y sobre todo a los textos de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, quien escribió por lo menos cincuenta años después del supuesto escudo concedido por Carlos V en 1551. En cualquier caso, el escudo de Tezcoco sería una excepción entre todos los concedidos en la época del emperador Carlos V, en los que predominaban castillos y leones, emblemas todos vinculados con los reinos rectores del imperio español.20 18 Rodrigo Martínez Baracs, Convivencias y utopía. El gobierno indio y español de la “ciudad de Mechuacán”, 1521-1580, pp. 297 y ss. 19 Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 80 y ss. 20 R. Martínez Baracs, “El Tetzcotzinco y los símbolos del patriotismo tetzcocano”, Arqueología Mexicana, vol. vii, núm. 38, pp. 52-57.

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Para mediados de la centuria ya se había consolidado un importante mundo urbano en el centro de la Nueva España y en algunas de sus ciudades comenzaron a elaborarse celebraciones anuales. Al lado de las sedes episcopales se fueron fundando también importantes ciudades indígenas y villas agrícolas, algunas de las cuales recibirían más tarde el título de ciudades. Una de ellas fue Querétaro, villa creada por caciques otomíes y encomenderos de Acámbaro para ampliar la frontera frente a los chichimecas entre 1536 y 1541. Por su escasa importancia, no nos queda constancia en este periodo de actividades festivas que pudieran originar símbolos identitarios propios. Para entonces ya se habían asentado sobre la parte central del territorio virreinal las principales capitales españolas y sus ayuntamientos comenzaban a desarrollar las amplias posibilidades de autogobierno que les conferían las leyes castellanas. Mediante el ejercicio del derecho de petición, las elites criollas hicieron valer sus pretensiones ante la Corona por medio de sus procuradores en la corte de Madrid. Gracias a este recurso se generaron los argumentos que a lo largo de la historia virreinal esgrimieron los criollos para obtener oficios y beneficios del rey.21 2. Cuando el paraíso estaba en América San Isidro y Beda y Estrabón y el maestro de la Historia escolástica y san Ambrosio y Scoto y todos los sacros teólogos conciertan que el Paraíso Terrenal es en el Oriente […] Ya dije lo que hallaba de este hemisferio y de la hechura, y creo que si yo pasara por debajo de la línea equinoccial, que en llegando allí en esto más alto, que hallara una mayor temperanza y diversidad en las estrellas y en las aguas; no porque yo crea que allí donde es la altura del extremo sea navegable ni [haya] agua, ni que se pueda subir allá; porque creo que allí es el paraíso terrenal adonde no puede llegar nadie salvo por voluntad divina. Y creo que esta tierra que ahora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y hay otras muchas en el Austro, de que jamás hubo noticia.22

Occidente concibió casi toda su retórica sobre el espacio perfecto a partir de la narración bíblica del libro del Génesis que situaba en un jardín paradisiaco e incontaminado el primer tiempo de la vida humana en la tierra. Tal perfección se perdió con el pecado de Adán y Eva, por lo que, al igual que todo el ámbito cultural cristiano, la construcción retórica del espacio tenía una fuerte carga moral. El concepto cristiano de paraíso procedía de dos tradiciones: la del mundo judío que tomó la palabra pardis del persa (jardín) para denominar al espacio donde se ambientó la caída de Adán y Eva y el árbol del bien y del mal; y la tradición grecolatina, que creía en la existencia 21 22

C. Garriga, “Patrias criollas…”, en E. Partiré (coord.), op. cit., pp. 60 y ss. Cristóbal Colón, “Narración del tercer viaje”, en Los cuatro viajes y Testamento, p. 242.



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de tres lugares con características similares al Edén judío. Estos espacios eran: los Campos Elíseos (lugar de reposo para los bienaventurados en el más allá), la Edad Dorada (situada en un pasado en el que los hombres vivían como dioses) y las Islas Afortunadas (paraíso existente en algún lugar del Atlántico). Aunque algunos filósofos de la antigüedad cristiana interpretaron el paraíso como una alegoría, la mayor parte de los padres de la Iglesia lo consideró un lugar real y la Edad Media creyó que aún existía en alguna zona del Oriente. Incluso para algunos teólogos ese espacio servía de antesala a las almas que aún no podían entrar en el cielo, donde sólo se encontraban María y los mártires. En el siglo xiii, sin embargo, esa pradera verdeante alrededor de la Jerusalén celeste fue sustituida poco a poco por el purgatorio. De hecho, para principios del siglo xiv, Dante situaba el Edén en la cima de la montaña que albergaba este espacio de purgación.23 Desde que Cristóbal Colón llevó a cabo su tercer viaje a lo que creía era Asia, la presencia del paraíso terrenal tuvo un renacer. Los viajeros europeos que hasta entonces recorrieron Asia no habían encontrado el anhelado espacio, pero éste seguía apareciendo representado en los mapas. Por ello, cuando el marino genovés desembarcó en lo que el creía eran las Indias, al ver ríos tan caudalosos y una naturaleza tan pródiga, el único espacio simbólico que le vino a la mente (como lo señala el epígrafe) fue el Edén, ese espacio que san Isidoro de Sevilla, en el libro xiv de las Etimologías, había llamado hortus deliciarum. La localización americana del paraíso sufrió un fuerte retroceso a partir de 1508, cuando Américo Vespuccio y un grupo de cosmógrafos hablaron de las tierras recién descubiertas como un “nuevo continente”. Según el testimonio bíblico, Dios había sembrado el paraíso en el Oriente y la hipótesis americana contradecía el texto sagrado. Con todo, el concepto del Edén en América no desapareció del todo pues aún se pensaba que la distancia entre Asia y América era menor que el Océano Atlántico, error que no se descubrió hasta 1523, cuando se tuvo noticia del primer viaje alrededor del mundo, iniciado por Hernando de Magallanes y concluido por Sebastián Elcano. A todo lo largo de ese proceso, el “nuevo continente” fue provocando en el “viejo” diversas reacciones e imágenes que provenían de dos fuentes de información: las primeras partían de las concepciones que los europeos tenían del mundo y del hombre, basadas en una actitud de superioridad desde donde se realizaban las preguntas y se daban las explicaciones dentro de unos paradigmas que nunca antes habían sido cuestionados. En ellas se entretejían los mitos elaborados y reelaborados desde la Antigüedad clásica y bíblica y las concepciones sacralizadas por la autoridad de los filósofos; tales mitos y prejuicios construyeron una parte importante de la imagen de ese mundo hasta entonces desconocido. 23

Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 393 y ss.

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El segundo grupo de fuentes proviene de la visión crítica surgida de los informes y noticias que llegaban de América y de los objetos o personas que eran transportados hacia Europa a través del Atlántico. Aquí está presente, por un lado, la experiencia de primera mano de los expedicionarios y de los conquistadores, que a pesar de estar también matizada por una visión europea, confrontó los prejuicios con una realidad que a menudo se presentaba como rotunda. Un buen ejemplo de ello es esta frase que Américo Vespuccio citaba en una de sus cartas, con la que llegó a cuestionar de manera velada la autoridad bíblica: “Y vimos tantos otros animales que creo que tantas suertes no entrasen en el arca de Noé”.24 La edición de muchas de esas descripciones y su traducción a varias lenguas del Occidente hizo posible que el hecho americano se hiciera público en todos los rincones de Europa. Por otro lado, el arribo de objetos, códices, pinturas o personas que llegaban de América, como trozos o jirones de una realidad lejana, daba noticia fiel de una presencia humana, aunque incidió en un modo muy marginal en la visión que los europeos iban construyendo del nuevo continente. Así, la visión de Europa sobre América estuvo marcada por la experiencia y por los prejuicios, por el objeto visto y por la mirada deformante que lo observaba. El referente obligado de comparación para explicar lo americano era el topos renacentista del mundo al revés, tiempos en los que la maravilla o lo monstruoso eran sus términos explicativos. Es cierto que las consideraciones científicas aún debían moverse dentro de los límites que les imponían la teología y la Sagrada Escritura, lo que daba al conocimiento una extraña mezcla entre experiencia y credulidad, entre religión y ciencia. Con todo, aunque las fuentes de información eran básicamente las mismas, las perspectivas cambiaban según las posiciones políticas y religiosas, según el conocimiento o ignorancia y, sobre todo, según la nacionalidad de quienes las describían o las concebían. Sin embargo, en el proceso, con los intercambios de información y con la interacción de las percepciones que las diversas naciones tenían, se creó una especie de imaginario común. En esta construcción a España y a Portugal les tocó el papel de generadores de la mayor parte del conocimiento sobre América durante el siglo xvi, a pesar de que las Coronas española y portuguesa eran recelosas sobre la información que pasaba de sus reinos en América hacia el otro lado de los Pirineos. El resto de Europa conoció así la realidad del Nuevo Mundo traducida en términos ibéricos, con toda la rica experiencia lingüística española y americana. En efecto, a falta de palabras para definir la nueva realidad, los conquistadores llamaban mezquitas a los templos indígenas, papas u obispos a sus sacerdotes, emperador a su cabeza político-militar, y vasallos, señores y caballeros a sus subalternos. El otro sólo podía concebirse dentro de los códigos conocidos y en los términos de la propia realidad. Junto con ello, se transplantaron a las lenguas europeas los nuevos vocablos indígenas que 24

Américo Vespuccio, Cartas de viaje. Carta del 18 de julio de 1502, p. 56.



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definían objetos jamás vistos por ellos (chocolate, tomate, tabaco); términos, por otro lado, que fueron también difundidos por todo el continente americano (como la palabra caribe “cacique”) en ese proceso uniformador que significó la colonización ibérica en América. Por su parte, los países allende los Pirineos procesaron esa información, la utilizaron a menudo como un arma política para orquestar una propaganda negativa contra España y, con mayor abundancia que en la península ibérica, convirtieron esos textos en imágenes. La primacía de las imprentas alemanas e italianas durante los años de los primeros descubrimientos, y después las de los Países Bajos, le dieron a estas regiones la preeminencia en la creación de los modelos que después se impondrían en el resto de Europa. Esto sucede en todos los ámbitos de la imaginería americana, tanto en materia cartográfica, como en lo relativo a la vestimenta de los indios o a las alegorías de América. El uso que hicieron esas imprentas de imágenes para ilustrar sus textos marcó su supremacía frente a la incipiente actividad de las imprentas ibéricas y a su pobreza de imágenes. Uno de los mayores impactos que recibieron los europeos al entrar en contacto con la realidad americana fue la enorme cantidad de animales y plantas, distintos a los del viejo continente, y la exuberancia de su naturaleza. Tal proliferación obligaba a los cronistas a incluir en sus textos aspectos de lo que en la época se llamaba “Historia Natural”. Uno de los primeros interesados en dejar constancia de tales maravillas fue Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, quien había tenido una experiencia directa en la colonización y gobierno en América Central y las Antillas y que escribió una monumental Historia general y natural de las Indias. El modelo para tales descripciones era la clásica Historia natural del autor latino Plinio el viejo, pero la cantidad de cosas nuevas que había en América desbordaba los intentos por encuadrar esta realidad dentro de los parámetros de autoridad de los clásicos. Sin embargo, Oviedo vivía en un tiempo de cambios; la “ciencia” medieval (con su visión simbólica del cosmos y sus argumentos apoyados en la autoridad de los antiguos) ampliaba sus horizontes con una nueva actitud basada en la observación y la experimentación. En la obra de Oviedo es constante la presencia de esa nueva actitud empírica y de la conciencia de estar descubriendo cosas que los antiguos ignoraron.25 Una de las intenciones del autor con este libro era mostrar las maravillas de América, su flora y su fauna y las extrañas costumbres de sus habitantes, para lo cual utilizó treinta y dos grabados en madera. Esas ilustraciones (al igual que los diálogos y las cartas insertos en el texto) servían como un vehículo ideal para dar a conocer aquello que su experiencia le había mostrado. “De hecho, las representaciones visuales del Nuevo Mundo desde el siglo xvi reflejaron un método no verbal de descubrir el significado de América... Oviedo, con el uso de dibujos y de sus textos, creó un puente entre las viejas 25

Antonello Gerbi, La naturaleza de las Indias nuevas..., pp. 149 y ss.

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fórmulas y autoridades y la realidad que él vio y con ello él mismo se convirtió en autoridad”.26 Sin embargo, de la obra monumental de Oviedo fue publicada sólo la primera de cuatro partes y unos cuantos de sus grabados, a pesar de que las dos ediciones españolas del siglo xvi (Sevilla, 1535, y Salamanca, 1547) fueron un éxito. Las descripciones de Oviedo y de otros cronistas como Pedro Mártir de Anglería o fray Bartolomé de las Casas parecían confirmar la idea de que en América se encontraban los espacios míticos que la Antigüedad grecolatina, el mundo celta o la Biblia habían situado en el Atlántico o en el Oriente. La identificación de esos lugares de maravillas con la flora y fauna americanos fue inmediata. El Dorado y la Fuente de la eterna juventud, lo mismo que las ciudades de oro y plata de Cíbola y Quivira, el imperio del Preste Juan, las tierras de Ophir y de Jauja, la Arcadia o el Edén eran lugares que esperaban ser encontrados en esas tierras y su presencia fue un importante motor para las expediciones: Ponce de León recorrió las Antillas y Florida en busca de la fuente de la eterna juventud; Orellana descendió por el río que se bautizaría con el nombre de Amazonas, y el reino de El Dorado guiaba los pasos de Pizarro en el Perú. Muchos de esos mitos dieron nombre a lugares: Brasil, nombre derivado de la lengua celta, era uno de los apelativos de la Isla Deliciosa, fértil y feliz de la leyenda de san Brandán; Antilia, a veces conocida como la isla de las siete ciudades, era también un lugar paradisiaco; California se llamaba el país de Calafia, la reina de las Amazonas. De todas las alusiones y referencias que se tenían de América en España fue quizás la de su riqueza la que más difusión tuvo desde los comienzos de su descubrimiento. La principal razón de ello fue la obsesión de los expedicionarios por conseguir oro y la continua mención que se hacía del anhelado metal en las crónicas y relaciones. La Summa de geografía de Fernández de Enciso —primer libro sobre América publicado en castellano (Sevilla, 1519) y varias veces impreso—, además de su interés por servir de guía a los pilotos y de instrucción al joven emperador Carlos, se convirtió en una continua llamada de atención sobre la riqueza de las Indias y un testimonio sobre la ambición de sus descubridores. En efecto, al mismo tiempo que el europeo se reencontró en el nuevo continente con la Edad Dorada perdida, sin avaricia y con una vida cercana a la naturaleza, América se ofrecía como la tierra del botín y del oro, como el premio providencial después de las luchas contra los islamitas. Casi todos los lugares míticos que esperaban encontrar los conquistadores tenían ese carácter áureo: El Dorado, en cuya búsqueda se organizaron tantas expediciones, era el premio a un viaje lleno de obstáculos y privaciones; el reino bíblico de Ophir, donde Salomón mandaba sus naves a buscar oro; el Cipan26 Kathleen Myers, “The Representation of New World Phenomena: Visual Epistemology and Gonzalo Fernandez de Oviedo’s Illustrations”, en Jerry M. Williams y Robert E. Lewis (eds.), Early Images of the Americas: Transfer and Invention, pp. 188 y ss.



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go de Marco Polo, ciudad toda cubierta de metal áureo; las míticas Cíbola y Quivira, y el jardín de las Hespérides con manzanas de oro; de ahí también la obsesión por encontrar los tesoros de Moctezuma y de Atahualpa. La multiplicación de expediciones francesas, inglesas y alemanas, y los conflictos fronterizos entre los países que las organizaban y España, se dieron en nombre del ubicuo reino del oro situado en los territorios que unos y otros ocupaban. La felicidad del paraíso primordial de la edad de oro fue suplantada por la brutalidad de la edad de hierro.27 La búsqueda de oro iba aparejada también con la de aventuras, alimentadas por los libros de caballería. El oro además debería servir, en Colón por ejemplo, para la reconstrucción del viejo templo de Sión en Jerusalén, es decir, para la conquista de Tierra Santa, la última cruzada que precedería el fin de los tiempos. Con todo, el metal era escaso en un principio y de hecho América no se convertirá en la verdadera tierra del oro y la plata sino hasta la época de Felipe II en la segunda mitad del siglo xvi, con la afluencia de los metales de las minas de Nueva España y Perú. 3. Conquista y conquistadores. Los testimonios fundantes Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres o cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todas de calicanto, y aún alguno de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello.28

Después de un proceso reconquistador que había durado por lo menos quinientos años, en Castilla se había forjado una mentalidad guerrera y caballeresca teñida con fuertes cargas religiosas, dada la presencia del Islam y la caracterización de ese avance reconquistador como una guerra santa. En ese contexto se creó una basta literatura caballeresca y popular en la que se mezclaba el realismo y la fantasía. De esa realidad cultural venían empapados los conquistadores del Nuevo Mundo como nos lo deja entrever la cita de Bernal Díaz del Castillo. La gran difusión de esta literatura se debió sin duda a la imprenta, instrumento que aseguró el éxito tanto a sus libros, que ya circulaban manuscritos, como a la lírica proveniente de una antigua tradición oral. Entre 1508 y 1550 se publicaron más de cincuenta libros de caballería. En estos 27 28

Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, pp. 124 y 132. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 87.

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textos se cantaban las hazañas de los héroes locales, los hechos de guerra dirigidos a expulsar a los moros y gestas fantásticas. En el mismo tono estaban escritos El Amadis de Gaula, Las sergas de Esplendían, Palmerín de Oliva y la Historia de Lanzarote, libros provenientes de tradiciones en las que la guerra y el amor se entretejían. Por otro lado, historias como la Crónica del rey don Rodrigo y la destrucción de España narraban hechos llenos de torneos caballerescos y rescate de damas dentro de un ambiente seudohistórico de la conquista del reino visigodo por los musulmanes. El cristianismo penetró con sus valores esa literatura, propuso a la Virgen como la dama inalcanzable a quien los caballeros debían ofrendar sus hazañas y ofreció un código moral que limitaba la violencia a lo necesario y exigía la magnanimidad y el perdón hacia el vencido. La expansión que estaba viviendo la conciencia europea con los descubrimientos en Asia, África y América fomentaba y hacía creíbles las fantásticas historias y paisajes descritos por las novelas de caballería. De hecho, muchos de los conquistadores creían firmemente que encontrarían esas maravillas en algún sitio de las Indias hasta entonces desconocidas. Gigantes, enanos, amazonas, hombres con cabeza de perro, magos, islas encantadas, fuentes de la eterna juventud, ciudades de oro y plata, riquezas inconmensurables debían existir en esas tierras ignotas deparadas por la Providencia para los castellanos. En esas mentes que vivían en un mundo marcado por la oralidad no existía la línea divisoria entre la realidad y la ficción, sobre todo si las páginas que las describían estaban en letra impresa y por lo tanto poseían un carácter de verdad revelada, de saber incuestionable. Los moralistas pretendieron prohibir la lectura de estas historias “mentirosas” que daban malos ejemplos a los jóvenes cuya flexible moral los alejaba de las doctrinas virtuosas predicadas por la Iglesia.29 En la literatura caballeresca se plasmaba el modelo con el que se identificaban muchos de los hombres que pasaron a América: “valor individual frente a los mayores obstáculos, aceptación estoica de desventuras y heridas, exaltado sentido del honor y de la dignidad personal, maneras corteses y un concepto caballeresco del amor”.30 El noble desde el siglo xii consideraba que no existía oposición entre ser un caballero refinado y educado y actuar como un guerrero. Violencia y cortesía no eran actitudes opuestas, su validez sólo dependía del momento en el que se practicaran. Los héroes de la literatura caballeresca no eran individuos de carne y hueso sino personajes prototípicos que debían responder a este doble esquema militar y cortesano.31 Un claro ejemplo de ese ideal se encarnó en el extremeño Hernán Cortés, un buen narrador de romances según lo muestra Fernández de Oviedo, al 29

Irving Leonard, Los libros del conquistador, pp. 30 y ss. Ida Rodríguez Prampolini, Amadises de América. Hazaña de las Indias como empresa caballeresca, pp. 32 y ss. 31 Alfonso Mendiola, Retórica…, p. 231. 30



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mismo tiempo que un guerrero. Resulta por demás interesante que Hernán Cortés (1483-1547), el personaje dominante de la conquista de México, haya sido al mismo tiempo, sin proponérselo, uno de sus primeros cronistas. Entre 1519 y 1526 Cortés envió al emperador Carlos V cinco extensos informes (hoy conocidos con el nombre de Cartas de relación) narrando sus hechos de armas. La segunda y la tercera fueron publicadas a escasos dos años de haber sido escritas, primero en castellano en Sevilla (1522) y después en latín en Nuremberg (1524), de donde fueron traducidas a varias lenguas logrando amplia divulgación por Europa. Poseedor de una cultura letrada más amplia que la del resto de los conquistadores, Cortés en sus cartas recurrió a comparaciones con el mundo conocido por los europeos para hacer una elogiosa descripción de las tierras y las civilizaciones que había puesto bajo el dominio de España y de la fe católica. Con ello justificaba y daba mayor relieve a sus acciones, al tiempo que fundamentaba el derecho que creía tener al gobierno de los reinos conquistados, algo por lo que lucharía, si bien con poco éxito, hasta el fin de sus días. En efecto, aún cuando recibiría en 1529 el título de marqués del Valle de Oaxaca con una serie de privilegios, se le quitó la gobernación de Nueva España y vivió constantemente bajo los ataques de sus enemigos políticos. Tras una serie de empresas de exploración poco exitosas en las costas del océano pacífico, pasó tristemente sus últimos años en España. De todas sus cartas de relación es quizás la segunda la que posee un mayor interés como conformadora de discursos que tuvieron un gran influjo tanto en Europa como en Nueva España. Un primer tema que destaca en esa carta es el relacionado con la geografía, la descripción del paisaje, la flora y la fauna, muestras de la riqueza natural del territorio y de los usos que se le podían dar en un futuro proceso colonizador. El conocimiento de estas riquezas, “secretos de la tierra”, otorgaba al plan de conquista un aire “de nobleza y de humanismo”. Fue a partir de esas descripciones que Cortés propuso a Carlos V dar a este territorio el nombre de Nueva España: Por lo que yo he visto y comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano; y así, en nombre de su majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así.32

De hecho, desde que desembarcó en Veracruz, Cortés se había dedicado a bautizar los lugares y tierras de Indias con nombres de ciudades españolas, algo por demás usual desde Cristóbal Colón, de quien pasó la costumbre al resto de los conquistadores. A la ciudad de Cempoala la llamó Sevilla; a “Nautecal”, que está a doce leguas de la dicha villa (Vera Cruz), la rebautizó 32

H. Cortés, “Segunda carta de relación” (30 de octubre de 1520), en op. cit., p. 120.

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como Almería, y a Tlaxcala la comparó con Granada, por su tamaño y población y con las repúblicas del norte de Italia por su forma de gobierno. Hablar de una “Nueva España” traía implícito una idea de España como totalidad en expansión, frente a una España que acababa de conformar su unidad territorial bajo los Reyes Católicos. Sin embargo, en el momento en que Cortés escribía España estaba dividida por la guerra civil (las llamadas “germanías”) y por los movimientos comuneros; por ello, cuando hablaba de una Nueva España estaba utilizando una estrategia para conseguir el apoyo de Carlos V, pues le ofrecía la imagen de ser el rey de una España unida que se extendía más allá del Atlántico.33 Además de conformar la idea de un territorio similar a España, las cartas segunda y tercera de Cortés también forjaron la secuencia de los grandes hechos de la conquista que marcarían los discursos futuros sobre el tema de la toma de Tenochtitlan: el encuentro entre Cortés y Moctezuma, la destrucción de los ídolos del Templo Mayor, la jura que hicieron el tlatoani y los demás caciques de vasallaje a Carlos V, la muerte de Moctezuma por una pedrada, la huida de los españoles en la “Noche Triste”, la armada de los bergantines en el lago, la ayuda que le prestaron Tlaxcala y Tezcoco y la caída final de la ciudad de Tlatelolco con la prisión de Cuauhtémoc. Junto con las Cartas de relación, el otro texto que hizo posible la elaboración de un discurso homogéneo sobre la hazaña cortesiana fue la Historia de la conquista de México del padre Francisco López de Gómara, capellán de Cortés. Este autor trabajaba entre Sevilla y Madrid, por lo que las noticias de Indias que recopiló provenían, tanto del propio conquistador como de sus contactos con los cosmógrafos y descubridores que llegaban de América. Su visión exaltaba la labor del imperio español en el nuevo continente y no ocultó su admiración ante el descubrimiento de las Indias como un hecho providencial que Dios le tenía destinado a los españoles. Por ello, en su dedicatoria a Carlos V escribe: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias”. Para él, los indígenas recibieron enormes beneficios con la conquista: el hierro, los animales de tiro, la escritura alfabética y, sobre todo, el cristianismo. Estos elementos eran tan valiosos que pagaban con creces las riquezas que los españoles pudieron tomar de los indios. Este aval divino puede observarse en las continuas apariciones del apóstol Santiago en el campo de batalla, hecho que, según él, llegaron a constatar incluso los testimonios indígenas. El retrato más importante en la obra de López de Gómara es sin duda el de Hernán Cortés, a quien exaltó a niveles heroicos. Para él, “nunca jamás hizo capitán con tan chico ejército tales hazañas, ni alcanzó tantas victorias ni sujetó tamaño imperio”.34 Dos temas resaltan en la narración sobre Cor33 Aurora Díez-Canedo, El concepto de Nueva España en el siglo xvi. Estudio historiográfico, pp. 38 y ss. 34 Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, cap. viii, p. 18.



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tés, uno el derrumbe de los ídolos y la conversión de los señores indígenas, y el otro las alianzas con los diferentes cacicazgos, todas acompañadas de regalo de mujeres (para que los valerosos españoles tuvieran en ellas descendencia), las cuales el conquistador repartió siempre entre sus capitanes. La obra, impresa en Zaragoza en 1552, circuló ampliamente por todo el ámbito hispánico, a pesar de la prohibición explícita que Felipe II diera para su difusión. En los cincuenta años siguientes se hicieron cuatro traducciones y seis ediciones de ella.35 Por eso, muchas de sus afirmaciones las encontraremos en Bernal Díaz del Castillo y en Francisco Cervantes de Salazar, quienes lo copiaron, lo refutaron y, a veces, lo corrigieron. Contrastando con la visión personalista de Hernán Cortés en sus cartas y como respuesta a la obra de López de Gómara, Bernal Díaz del Castillo (ca. 1495-1584) dio voz en su extensa crónica a las tropas que lucharon en la conquista. Bernal nació en la villa castellana de Medina del Campo, y pasó a las Indias en 1514. Participó en 1517 y 1518 en las armadas de Francisco Hernández de Córdoba y de Juan de Grijalva, que transitaron por las costas del Caribe y del golfo de México, para luego incorporarse a la expedición de Hernán Cortés. Después de la caída de Tenochtitlan peleó en distintas campañas y recibió sucesivas encomiendas de indios hasta que se estableció finalmente en la ciudad de Guatemala, de cuyo ayuntamiento fue regidor. En busca de nuevas mercedes y para defender los derechos de los encomenderos hizo dos viajes a España en 1540 y 1550. Los años restantes de su vida a partir de esta última fecha los dedicó, entre otras cosas, a redactar su historia de la conquista de México (publicada hasta 1632), basada en sus propios recuerdos, en los informes verbales y escritos de algunos de sus compañeros y fuertemente influida por la literatura caballeresca. No obstante su falta de estudios, que él mismo admitía, Bernal muestra en su obra ser un escritor de prosa imaginativa, con gran capacidad para retratar lugares y personas y para referir anécdotas, y con una cultura letrada y retórica bastante extensa para un hombre de su condición. Sin embargo, algo que sobresale en su obra es la insistencia en su calidad de testigo presencial, tanto como recurso retórico como argumento central de la veracidad de su narración, además de su necesidad de que los hechos no se pierdan en el olvido y que su fama se mantenga en la memoria para las generaciones futuras.36 Por otro lado, al igual que muchos de sus compañeros, Bernal creía que los conquistadores no habían recibido de la Corona la justa recompensa a los peligros y riesgos que habían pasado en combates y exploraciones, por lo que buscó con su crónica que, al menos, los servicios de sus camaradas no 35 El relato de Gómara resultaba peligroso para la Corona pues defendía y exaltaba los méritos de los conquistadores, a quienes Felipe II estaba quitando privilegios. A. Mendiola, op. cit., p. 359. 36 A. Mendiola, Bernal Díaz del Castillo…, pp. 128 y ss.

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fueran ignorados ni despreciados. La obra se inserta por tanto en un género que es la relación de méritos y servicios, es decir, es un documento legal. De ahí que intentara desmentir a autores como Francisco López de Gómara, de quien tomó muchas cosas, pero que había escrito acerca de la Nueva España sin conocerla y otorgando todo el mérito de la conquista a Hernán Cortés. Uno de los temas de disputa era precisamente la aparición de Santiago en la batalla, que ni él ni ninguno de los conquistadores vio ni oyó mencionar. En su relato Bernal, sin dejar de reconocer el liderazgo de su comandante, dio nombre y rostro a muchos soldados y capitanes, describiendo sus cualidades y defectos y haciéndose eco de las opiniones y sentimientos que recorrían los campamentos de los conquistadores. Su obra está enmarcada, por tanto, en una época en la que la Corona estaba disminuyendo los privilegios a los encomenderos, por lo cual Bernal, aunque puede considerarse como un testigo del hecho, lo es también del proceso que marcó los discursos de la segunda mitad del siglo. Frente a la visión personalista de Cortés y la perspectiva imperial que muestra López de Gómara, Bernal representa la postura de los encomenderos descontentos por la nueva actitud de la Corona. En estos grandes cronistas de la conquista se vieron reflejados los tres aspectos que resumen el ideario de los conquistadores: oro, gloria y evangelio. El primero insistía en la justicia que debía ejercer la Corona para premiar los esfuerzos de los conquistadores con el trabajo y el tributo de los indios, con la necesidad de formalizar la herencia de esas encomiendas. La gloria se relacionaba con la exaltación de las hazañas guerreras tanto en la conquista como en el proceso de pacificación, hazañas que permitían al rey mantener su dominio sobre estas tierras. Por ello, era necesario mostrar a los indios como valerosos contrincantes pues con ello se exaltaba a quienes los vencieron. El evangelio le daba a la conquista su dimensión espiritual y trascendente como una obra querida por Dios y como un medio para la salvación de sus autores. En este último aspecto los conquistadores se vieron influidos por el otro sector español que actuaba en Indias: los religiosos. 4. La primera evangelización vista por los frailes Creo que no me yerro que sería otro mayor daño, que por los muchos insultos y abominaciones que se harían, andando esta gente suelta [los españoles] Dios Nuestro Señor permitiría en todos un gran castigo y cesaría la más santa y alta obra que desde la conversión de los apóstoles acá jamás se ha comenzado, la cual, bendito Nuestro Señor, va en tales términos que si hubiese tantos obreros cuantos son necesarios por tan gran multitud de mies, muy en breve tengo esperanza que se plantaría en esta tierra otra nueva Iglesia, de que siendo vuestra excelencia el fundador, no podría carecer de gran premio.37 37

H. Cortés, “Quinta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 265.



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En sus cartas cuarta y quinta, escritas entre 1524 y 1526, Hernán Cortés parece tomar conciencia de su intermediación como agente de Dios en la conversión de los naturales. Sin duda los inspiradores de los nuevos discursos cortesianos fueron los franciscanos recién llegados, hombres empapados del espíritu del humanismo cristiano y la reforma católica y predicadores del regreso a la Iglesia primitiva y que consideraban que la convivencia entre españoles e indios podía ser muy perjudicial para los segundos. Su presencia se puede ver en otros testimonios donde Cortés pedía que vinieran frailes y no “obispos y otros prelados”, quienes “no dejarían de seguir la costumbre [...] de disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y otros vicios”, discurso típico de las órdenes mendicantes en búsqueda de una cristianización dirigida sólo por ellas y enmarcada en el espíritu de la pobreza evangélica. Como se ve en el epígrafe, en su quinta carta Cortés profetizaba la fundación de una nueva Iglesia en la que Dios sería honrado y servido más que en ninguna otra de la tierra. Detrás de sus palabras estaban los franciscanos, quienes proveyeron a Cortés no sólo de este discurso, con el cual pudo designarse a sí mismo como un elegido para traer a los indios al conocimiento de Dios, sino también de su proyecto para crear en estas tierras una nueva sociedad cristiana.38 Cortés había esgrimido en sus cartas dos argumentos, propuestos no sólo ante el emperador sino también ante los caciques con los que establecía sus alianzas: “que los indios viniesen en conocimiento de nuestra santa fe católica y que fuesen vasallos de vuestras majestades”. Con ello se establecía un régimen de justicia, frente a la tiranía de Moctezuma, y se legitimaba la intervención militar liberadora, de acuerdo con los principios de la teología escolástica.39 La actitud cristianizadora de Cortés se puede ver en la destrucción de los ídolos indígenas, para reemplazarlos con cruces e imágenes de la Virgen, y en la administración del bautismo a aquellas indias que se ofrecían como regalo a los españoles. Por tanto, no es de sorprender que poco después de la conquista de México Hernán Cortés pidiera a Carlos V que le mandara un contingente de frailes franciscanos con la específica misión de convertir a los indios de la Nueva España a la fe cristiana.40 Al año siguiente de la llegada de fray Pedro de Gante y de sus dos compañeros flamencos en 1523, arribaron otros doce frailes menores reclutados de la recién fundada y reformada provincia de San Gabriel de Extremadura. A su llegada, Cortés los recibió con grandes ceremonias, se arrodilló ante ellos y con ese acto les concedió una autoridad moral que nadie antes había recibido. Por ello, la conquista y el conquista38 John H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en Gilbert M. Joseph y Thimothy J. Henderson, The Mexico Reader. History, Culture, Politics, pp. 105-108. 39 Jaime Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107, p. 52. 40 H. Cortés, “Cuarta carta de relación” (15 de octubre de 1524), en op. cit., p. 257.

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dor quedaron indeleblemente vinculados con la evangelización en el discurso de los franciscanos. En él, al igual que en el de los conquistadores, la labor misionera que se estaba llevando a cabo se convertía en una exaltación de la propia orden religiosa. El primer texto que nos queda donde se puede ver con claridad esta adecuación entre retórica y realidad es la crónica de fray Toribio de Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España, escrita alrededor de 1545.41 Este religioso (ca. 1490-1569), uno de los primeros doce franciscanos que llegaron a Nueva España y un activo misionero, tenía la intención de mostrar en su obra una panorámica de la labor de sus hermanos de orden a lo largo de las primeras tres décadas de la evangelización. En ella aparecían los frailes como seres perfectos que andaban siempre a pie, vestían pobremente y pedían limosna para comer. Su dirigente, fray Martín de Valencia, era un modelo de virtudes cristianas, ermitaño y predicador, varón apostólico que había compaginado los ideales de vida activa de un dirigente, con la práctica de las virtudes propias de la vida contemplativa. Era una combinación perfecta de Marta y María, un espejo del Bautista quien había salido del desierto para anunciar la venida de Cristo. A partir de una biografía previa realizada por su hermano de hábito fray Francisco Jiménez, Motolinia nos muestra a un santo cuya vida había estado llena de premoniciones y sueños sobre el extraordinario destino que le tenía deparado la Providencia.42 Motolinia pensaba además que el número 12 (el de sus compañeros de misión) era providencial y demostraba la similitud entre ellos y los apóstoles enviados por el Mesías. Al principio desarrolló esta idea al señalar que la etimología de Anáhuac estaba relacionada con el concepto “mundo”, y agregaba: Envió pues Jesucristo a sus doce a predicar por todo el mundo en toda parte y lugar fue oída y salió la palabra de ellos a cuyo ejemplo san Francisco fue e envió sus frailes a predicar al mundo, cuya noticia fue publicada o divulgada en todo el mundo, de que hasta nuestro tiempo hubo noticia, ansí de fieles como de infieles. Ahora que nuestro Dios descubrió este otro mundo, a nosotros nuevo porque ab aeterno tenía en su mente electo al apostólico Francisco por alférez y capitán de esta conquista espiritual, como adelante se dirá, inspiró a su vicario el Sumo Pontífice y el mismo Francisco a nuestro padre el general que es ansí mismo vicario suyo, 41 La obra original de Motolinia no se conoce. Existen varias versiones resumidas de ella que el erudito Edmundo O’Gorman ha estudiado a profundidad. La primera fue editada por él con el título Historia de los indios de la Nueva España. El mismo autor publicó una segunda versión con el título Memoriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella. Finalmente, este historiador ha propuesto incluso la reconstrucción de la obra completa en un texto llamado El libro perdido. 42 Fray Francisco Ximénez, “Vida de fray Martín de Valencia”, edición de Pedro Ángeles. Apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la evangelización novohispana, pp. 211-261.



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enviasen los sobredichos religiosos, cuyo sonido y voz en toda la redondez de este Nuevo Mundo ha salido y ha sonado hasta los confines de él o la mayor parte.43

Para Motolinia los franciscanos fueron enviados por el mismo Cristo y en la visión que tuvo san Francisco en el monte Auvernia recibió el aviso que “Dios le tenía guardada la conversión de estos indios, como dio a otros de sus apóstoles las de otras Indias”.44 En ese contexto es también considerado providencial el hecho de que los frailes hayan desembarcado en Veracruz el 12 de mayo, durante la vigilia de Pentecostés. Frente a la percepción personalista de Cortés y la imperialista de Gómara, Motolinia representa la primera versión corporativizada de los hechos fundadores de la Nueva España, término que usó continuamente como muestra del sentido territorial de los frailes. Motolinia muestra en su obra una visión muy optimista de la Iglesia indiana, marcada por un fuerte providencialismo. Dios había preparado la llegada de los religiosos a México con presagios y prodigios, incluido el anuncio de Quetzalcóatl, y había ayudado, primero a los conquistadores y después a los frailes, a destruir las idolatrías y a liberar a los indios de las garras de Satán.45 No cabía por tanto duda alguna de que la Divina Providencia tenía preparada esta tierra para un destino glorioso: la comunidad eclesiástica de las Indias, con todas las características del cristianismo prístino. Ella representaba la salvación para la Iglesia, que había sufrido una gran pérdida por la herejía protestante. Para Motolinia, la naturaleza del Anáhuac era la más propicia para la perfección, tenía “las más hermosas montañas del mundo”; como “otra Egipto” que estaba llena de idolatrías y pecados y floreció después en gran santidad, en esta tierra de idólatras florecen ahora “ermitaños y contemplativos”.46 Y en esta tónica agregaba exaltado al hablar de la antigua Tenochtitlan: ¡Oh México! […] Eras entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades; ahora eres otra Jerusalén, madre de provincias y reinos. Andabas e ibas a do querías, según te guiaba la voluntad de un idiota gentil, que en ti ejecutaba leyes bárbaras; ahora muchas velan sobre ti, para que vivas según leyes divinas y humanas. Otro tiempo con autoridad del príncipe de las tinieblas, anhelando amenazabas, prendías y sacrificabas, así hombres como mujeres, y su sangre ofrecías a el demonio en cartas y papeles; ahora con oraciones y sacrificios buenos y justos adoras y confiesas a el Señor de los señores. ¡Oh México! Si levantases los ojos a tus montes de que está cercada, verías que son en tu ayuda y defensa más ángeles buenos, que demonios fueron contra ti en otro tiempo, para te hacer caer en pecados y yerros.47 43

Toribio de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, pp. 20 y ss. T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 1, p. 118. 45 Los presagios no se encuentran en la Historia de los indios… de Motolinia sino en lo que O’Gorman llamó El libro perdido, parte iii, cap. xx, pp. 371 y ss. 46 T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 3, cap. 9, p. 156. 47 Ibid., trat. 3, cap. 6, p. 143. 44

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Era por tanto un deber de los frailes, emisarios y colaboradores de la Divina Providencia, mantener estas tierras y a sus habitantes como una joya preciosa en su pureza original.48 El anhelo de los franciscanos de fundar en Nueva España un reino utópico, una nueva Jerusalén, fue, además de una muestra del ideal de llegar al cristianismo prístino, una manifestación de las creencias escatológicas dentro de la orden, pues con los indígenas se forjaría el reino de paz que precedería al Apocalipsis. Surgidas a raíz de algunos libros bíblicos, especialmente el Libro de Daniel y el Apocalipsis de san Juan, estas creencias se habían desarrollado durante la Edad Media, sobre todo en las etapas críticas, y consideraban la destrucción del universo algo inminente. Motolinia fue el primero de los cronistas religiosos novohispanos que manifestó la idea de que los extremos de la historia del Nuevo Testamento se tocaban, pues si con la Iglesia primitiva, con toda su perfección, se había iniciado el peregrinar del pueblo de Cristo, con la Iglesia indiana, imitadora y espejo fiel de aquella, terminarían los tiempos antes de la segunda venida del Mesías. A este respecto dice: “Preguntáis ¿qué tan grande es su Iglesia? Dígote que a solis ortu usque od occasum (salmo 112,3), desde oriente hasta occidente y en toda esta grande Iglesia de Dios es y ha de ser el nombre de Dios loado y glorificado; y como floreció en el principio la Iglesia (en) oriente, que es principio del mundo, bien ansí agora, en el fin de los siglos, ha de florecer en occidente que es fin del mundo”.49 Aunque la obra de Motolinia permaneció inédita, su texto fue consultado en el archivo de los franciscanos de la capital y sirvió como modelo para toda la historiografía mendicante novohispana posterior, hasta finales del siglo xviii. Junto con el fraile, el otro gran personaje de la evangelización era el conquistador, construido como un caballero cristiano que luchaba por la fe. En ese contexto, la conquista se consideró como un hecho necesario para la cristianización. Sin embargo, el tema no era visto desde una perspectiva única. Las grandes desgracias y la mortandad que trajo consigo la conquista para los pueblos indígenas, así como los abusos de los encomenderos, fueron uno de los temas que mayor polémica causó en el imperio español durante las primeras décadas del siglo xvi. Frente a la posición de algunos juristas que defendían el derecho de la Corona a realizar tales actos y que justificaban la conquista y sus abusos arguyendo la inferioridad natural de los indios, se encontraba aquellos (en su mayor parte frailes) que defendían los derechos de éstos, criticaban los abusos y proponían soluciones. Sin duda alguna el profeta y polemista más combativo en este sentido fue el dominico fray Bartolomé de las Casas (1474-1566). Su visión sombría de la conquista y su actuación en defensa de los derechos de los indios deja48 49

Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias…, pp. 242 y ss. T. de Motolinia, Memoriales o libro de las cosas…, p. 220.



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ron una profunda huella al incidir en la legislación y en la leyenda negra sobre España que generaron Inglaterra, Francia y Holanda, pues fue uno de los autores más traducidos en Europa. En su Brevísima relación el fraile dominico utilizó adjetivos hiperbólicos como un recurso retórico para conseguir que su destinatario, el príncipe Felipe, quedara impresionado e influyera en la transformación radical de las condiciones de explotación de América. Los indios eran personas obedientísimas y fidelísimas, mientras que los españoles realizan actos crudelísimos. El uso constante del adjetivo “infinito” que parecería hacer inverosímil la narración, tenía por finalidad conseguir la indignación de los lectores. Para Las Casas, “la guerra declarada a los infieles para que reciban la religión cristiana... es una guerra temeraria, injusta, inicua, tiránica”, por lo que el único modo de predicación válido era el que habían usado los apóstoles.50 El carácter impulsivo de Las Casas, unido a su radicalismo y a su posición intolerante, ocasionó fuertes controversias en Europa y en América. Uno de sus principales opositores fue el franciscano Toribio de Motolinia, quien se mostraba más optimista que Las Casas y aunque habló también de las plagas de la conquista y criticó los excesos cometidos por los españoles, no consideraba la encomienda como algo tan negativo, siempre que se limitaran los abusos. En una carta que enviaba a Carlos V en 1553 señalaba: “Y los que no quisieren oír de grado el evangelio de Jesucristo sea por fuerza. Que aquí tiene lugar aquel proverbio: más vale bueno por fuerza que malo por grado”. 51 La conquista era vista así como un mal necesario y la violencia como algo indispensable para apremiar a los indios a recibir la salvación. Para justificar esta actitud Motolinia había utilizado la frase “compelle eos intrare” (oblígalos a entrar) (Lucas, 14, 23), dicha a propósito de la parábola de los invitados descorteses y de la orden del amo para llenar la casa con todo el que pasara por los caminos. Desde san Agustín esta frase legitimó el uso de la fuerza para obligar a los herejes y paganos a someterse al dominio cristiano. A pesar de estas divergencias, para ambos frailes América era el territorio donde se debía realizar la utopía cristiana, era el lugar elegido por Dios para llevar a cabo la construcción de la Jerusalén terrena antes del fin de los tiempos. La transposición de tópicos y mitos clásicos o bíblicos como el Edén o la Arcadia, de los reinos de la abundancia como Jauja o de tiempos felices como la Edad Dorada quedarían poco a poco olvidados ante los frustrados intentos por encontrarlos. El espacio se fue llenando entonces con las utopías construidas por los españoles (conquistadores y frailes) sobre esta tierra. El paraíso terrenal natural debía ceder su espacio a la ciudad ideal proyectada por los hombres. Pero la nueva sociedad debía tomar en cuenta a los nativos que la habitaban, personajes en los que también se confundían realidad y retórica. 50

Cf. Bartolomé de las Casas, Del único modo de atraer a todas las gentes a la religión verdadera. T. de Motolinia, “Carta al emperador Carlos V” (2 de enero de 1555), en Historia de los indios..., p. 211. 51

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5. La construcción retórica del indio y sus primeras imágenes

Todas estas universas e infinitas gentes […] crió Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes […], sin rencillas ni bullicios, no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo. Son asimismo las gentes más delicadas, flacas y tiernas en complexión y que menos pueden sufrir trabajos y que más fácilmente mueren de cualquiera enfermedad […] Son también gentes paupérrimas y que menos poseen ni quieren poseer de bienes temporales; y por esto no soberbias, no ambiciosas, no codiciosas […] Son eso mismo de limpios y desocupados y vivos entendimientos, muy capaces y dóciles para toda buena doctrina; aptísimos para recibir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que menos impedimentos tienen para esto, que Dios crió en el mundo.52

Los últimos años del siglo xv vieron aparecer en Europa las primeras imágenes de los hombres americanos: eran pequeñas figuras desnudas que huían a un bosque atemorizadas ante la presencia de los blancos. El autor de tal imagen, un grabador italiano, se había basado en las descripciones de Cristóbal Colón y, salvo la desnudez, nada diferenciaba a esos hombres de los del viejo continente.53 Conforme avanzaban los descubrimientos iban quedando cada vez más frustradas las expectativas de encontrar a los humanoides monstruosos que poblaban los bordes del mundo (cinocéfalos, lestrigones, blemis, amazonas o gigantes) y cuya existencia había sido aseverada por autoridades como la de san Isidoro de Sevilla. En 1505, un grabado alemán que ilustraba una carta de Américo Vespuccio introdujo un nuevo elemento. En él aparecían representados hombres y mujeres en una playa del Brasil con manojos de plumas en cabezas, cinturas, brazos y pies; ellos armados con arcos y flechas y ellas atendiendo a sus hijos con actitud maternal. Esa imagen del indio con plumas quedaría como un estereotipo impuesto al resto de los indios del continente en la visión europea hasta el siglo xviii. En el grabado existía un elemento más que hay que resaltar; se trata de los restos humanos colgados de una techumbre de troncos que hacían alusión a sus prácticas antropofágicas. La imagen correspondía a una de las visiones que tuvieron los europeos al contacto 52 B. de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, en Tratados, vol. i, pp. 15-17. 53 La primera imagen que describe el descubrimiento es la conocida xilografía de 1493 impresa en Italia con la versión versificada de Dati sobre la carta de Colón. María Concepción García Sáiz, “La desigual contribución del arte europeo a la concepción del mundo americano durante los siglos xvi al xix”, en Arte, historia e identidad en América. Visiones comparativas. xvii Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, p. 62.



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con los seres americanos, la que los consideró como salvajes perversos, lo que para algunos justificaba el hacerlos esclavos. A pesar de la visión igualitaria sobre el ser humano propuesta por el cristianismo, la dimensión jerárquica y cortesana de la sociedad que predominaba en los autores renacentistas europeos proponía la existencia de diversos grados de humanidad, siendo el noble occidental su culminación y el plebeyo salvaje americano su extremo más ínfimo.54 La idea, de hecho, había surgido en Europa desde el siglo xiii con la presencia de los tártaros, considerados como salvajes antropófagos y belicosos. Pero los tártaros eran también hombres sin secta, abiertos a recibir la fe cristiana, y capaces de aliarse al Occidente contra el Islam. Esta perspectiva más positiva apareció vinculada con el mito griego del “buen salvaje” que habitó el mundo en una Edad de Oro, un espacio de eterna primavera, donde la tierra daba sus frutos sin necesidad de trabajarlos y donde no existían rencores, ni propiedad, ni ejércitos. El mito clásico, unido al bíblico de la inocencia del paraíso terrenal y al de la existencia de gentiles inclinados a una religión natural, tomó cuerpo con la aparición del hombre americano al que se aplicó también esta categoría de buen salvaje. Uno de los mayores propulsores de esta visión positiva del indio fue fray Bartolomé de las Casas, como se deja ver en el epígrafe. Sus tesis ampliamente difundidas sobre el estado de inocencia en que vivían los indios, muy semejante al que poseía Adán en el paraíso, hicieron extensivas esas cualidades de los caribeños a los indios de todo el continente.55 Con todo, también a este ser bondadoso se le vistió de plumas como correspondía a su calidad moral de salvaje. Desde entonces, el binomio vestido/desnudo jugará un papel central en las representaciones plásticas y retóricas del indio tanto en Europa como en América. Con esa imagen estereotipada de emplumado, el indio transitaría por el mundo visual y retórico europeo desde el Renacimiento hasta la Ilustración. Sin embargo, la imagen del salvaje americano tuvo que ser matizada a partir de que Hernán Cortés diera noticia de los pueblos que habitaban en México. Sus Cartas de relación, publicadas en latín en la década entre 1520 y 1530, mostraron a los europeos una civilización urbana, con gobierno, instituciones políticas y educativas y valores morales, es decir, con las características propias de una sociedad estratificada y jerárquica como la europea. Esa actitud se vio incluso en su oposición en un principio a que sus adoratorios fueran destruidos. Rodrigo de Castañeda, en un testimonio presentado contra Cortés en 1529, dice que se opuso a la quema de los templos por los frailes pues “quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria”.56 54

Perla Chinchilla et al., La construcción retórica de la realidad..., p. 30. Allan Milhou, “El indio americano y el mito de la religión natural”, en La imagen del indio en la Europa moderna, pp. 171-196. 56 José Luis Martínez, Hernán Cortés, p. 398. 55

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Cortés estaba convencido de que los indios eran seres humanos normales, cuyo nivel de civilización era casi igual al de los españoles y cuyos errores, lejos de resultar de una intervención demoniaca directa, se debían más a una flaqueza humana, susceptible de instrucción y corrección. Su misma actitud ante el mestizaje era un claro ejemplo de esta falta de prejuicios. Cortés conservó el náhuatl como lengua franca en un reino y según algunos autores lo aprendió y habló con fluidez después de 1524. En Coyoacán, mientras se reconstruía la destruida Tenochtitlan, vivía como un señor indígena con sus concubinas (Malitzin, Tecuichpo, la Hermosilla y su amante taina de Cuba) y con sus hijos mestizos; el hecho no debió pasar inadvertido para los nobles nativos, para quienes tener una sola mujer hubiera sido impropio de un señor de su rango. La situación duró poco pues cuando llegaron los franciscanos Cortés ya había reducido su séquito femenino y se mostró desde entonces como un “buen cristiano”. De hecho, Cortés apoyaría a estos frailes en su proyecto de indianización del cristianismo.57 Cortés fue también el primero que dio una visión muy positiva de la figura indígena que sería determinante para la construcción histórica posterior: Moctezuma. En sus cartas puso en sus labios palabras que bien pudieron estar en boca de un cristiano pero que eran imposibles para un mexica. En una, el personaje agradecía a los dioses por que había llegado el momento largamente esperado. Con estas palabras Cortés daba pie a la creencia en un anuncio del Evangelio anterior a la llegada de los españoles, un poco a la manera de las sibilas que anunciaron la venida de Cristo a los paganos, con lo cual se “cristianizaba” el pasado prehispánico.58 Por otro lado, Cortés fue también el primero en asimilar a los mexicas con cualquiera de los grandes pueblos civilizados paganos, pero sobre todo con los musulmanes. El “servicio” de Moctezuma era superior al de cualquier sultán o “señor infiel”, y el “quinto” que se le enviaba, por su “novedad y extrañeza”, era algo no comparable con lo que pudiera tener “ningún otro príncipe en el mundo entero”. En sus cartas aparece muy a menudo la comparación de los indios con los moros y de sus templos con las mezquitas. Pero sobre todo Cortés dejó para los europeos la imagen de un reino rico y próspero que se integraba al imperio de Carlos V, “con no menos gloria” que la mismísima Alemania. Con su obra se construía la visión de que México-Tenochtitlan era sede de una sociedad cortesana como las del viejo continente.59 Moctezuma fue también uno de los personajes más sobresalientes en la crónica de Gómara. En su retrato (al que dedica varios capítulos de su obra) 57

Christian Duverger, Cortés, pp. 227 y ss. Elliot ve en este pasaje una clara alusión bíblica a Lucas 2: 29-32 y lo asocia con concepciones mesiánicas. Elliot refiere una segunda mención en la que el emperador, después de desnudarse, señaló que era de carne y hueso como todos los humanos, lo que recuerda también a frases evangélicas y paulinas. J. H. Elliot, “Cortés y Moctezuma”, en G. M. Joseph y T. J. Henderson, op. cit., p. 106. 59 Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony Pagden (eds.), Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800, pp. 51-93, p. 52. 58



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el rey mexica aparece descrito tanto física como moralmente a partir del esquema retórico. Después de pintar su apostura y buena presencia y gravedad, el cronista habla de su linaje, cordura, sabiduría y prudencia, destaca su liberalidad con los españoles y su mesura y magnanimidad en la aplicación de castigos, y resalta su carácter aguerrido y conquistador, siguiendo los modelos europeos de los “espejos de príncipes”. Para Gómara “pocos reyes se le igualaban”. Sin embargo, aunque Moctezuma era digno de aparecer junto con otros “hombres ilustres” de la gentilidad, para justificar la conquista, el autor debía resaltar cierto despotismo, además de la poligamia y la antropofagia, con lo cual se acentuaba el carácter libertador de los españoles.60 La misma actitud de asombro muestra Bernal Díaz del Castillo. En su “retrato” de Moctezuma lo llama “el mejor rey que hubo”, y lo describe como alguien a quien trató personalmente. Además de las reseñas de la “cámara del tesoro”, de los usos y costumbres “de la corte” y de su “palacio”, Bernal resalta los rasgos humanos de su personalidad, su deferencia con los españoles, el gran afecto que éstos le tenían, la relación que llegó a entablar con ellos, el porqué no fue bautizado, en fin, narraciones que permitían al cronista acentuar su calidad de testigo presencial de los hechos. Sin embargo, los valores que se aplican a Moctezuma son los de un rey occidental, un “príncipe cortesano” y un “valiente guerrero”.61 Fue también Bernal quien nos dejó la primera referencia de doña Marina o la Malinche como una poderosa india cacica de la zona de Coatzacoalcos. En el capítulo xxxvii de su Historia narra cómo fue vendida como esclava por sus familiares (al igual que José en Egipto) y cómo mostró su gran valía moral al perdonarlos cuando se los reencontró durante el viaje de Cortés a las Hibueras. En contraste con la mención escueta que trae Cortés sobre ella en su quinta Carta de relación, Bernal resalta su ayuda fundamental como intérprete, su entrega a la causa de los españoles, su labor en la primera cristianización, su matrimonio con Juan Jaramillo y el especial afecto que le tenía Cortés, de quien tuvo un hijo. Bernal la considera “varonil” por el gran valor que mostró, no propio de una mujer, tópico común también en la literatura. De ella dice, finalmente, que “tenía mucho ser y mandaba absolutamente sobre todos los indios en toda la Nueva España”.62 A los conquistadores les interesaba promover esta visión de una nobleza indígena valerosa y digna, pues con ello se enaltecía su propia labor. Esta visión se reforzó con la que difundían los religiosos, quienes exaltaron no sólo a la nobleza sino a todo el pueblo nativo. Salvo excepciones, la mayoría de los misioneros consideraron al indígena como alguien capaz para comprender el 60 Sonia Rose-Fuggle, “Moctezuma, varón ilustre. Su retrato en López de Gómara, Cervantes de Salazar y Díaz del Castillo”, en Kart Kohut y Sonia Rose (eds.), Pensamiento europeo y cultura colonial, pp. 68-97. 61 Ibid., p. 79. 62 B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xxxviii, pp. 61 y ss.

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cristianismo y poseedor de cualidades idóneas (como el ingenio, la humildad y la sumisión) para llevar a cabo su utopía. Con el tiempo, sin embargo, comenzaron a darse matices y a cuestionarse esa supuesta bondad. Al principio, lo que predominó fue una visión optimista que veía a los indios como seres buenos por naturaleza, seres que antes habían sido engañados por el Demonio (pecadores inconscientes que flaquearon por ceguera y por desconocimiento), pero cuya capacidad quedaba de manifiesto con su inmediata aceptación del cristianismo y con la presencia entre ellos de niños mártires por la fe. Esta posición se veía influida por la situación de desamparo y explotación en que vivían sus fieles, por lo que la retórica sobre el indio estuvo siempre condicionada en estos textos por la defensa de los derechos indígenas. La obra donde esto se puede observar con más claridad fue en la de fray Bartolomé de las Casas, para quien los indios tenían numerosas cualidades naturales. Los totonacos eran como cristianos, no poseían sacrificios y aunque tenían ídolos creían en un solo Dios. Para descargarlos del pecado de idolatría, Las Casas consideraba que los indios habían sido obligados por el Demonio a los sacrificios por lo que estaban exculpados de tales iniquidades. Incluso habían recibido premoniciones del cristianismo, al igual que el pueblo hebreo o los paganos a través de las sibilas.63 Junto con Cortés, Las Casas fue el otro autor editado que influyó profundamente en la visión posterior sobre el mundo indígena.64 Junto a esta visión optimista que mostraba Las Casas, existía otra pesimista que consideraba al indio incapaz para ser plenamente cristiano si el fraile lo abandonaba. El paternalismo y la visión del indígena como niño se generaron acá como parte del discurso evangelizador. Para quienes así pensaban, los indios prehispánicos habían sido ministros del Demonio y pecadores conscientes, por lo que la conquista y sus horrores habían sido un castigo justo por sus crímenes. La semejanza entre las prácticas cristianas y los ritos indígenas (el ayuno, los sacramentos) se explicaba como una parodia demoniaca. El mismo regreso a las idolatrías no podía ser otra cosa más que una negativa del Demonio a dejar su dominio sobre estas almas.65 Los indios apóstatas ya no debían verse como gente simple y crédula a quien el Demonio había engañado, sino como idólatras que lo veneraban conscientemente. Con este propósito, Satanás había creado su propia iglesia, tenía sus “execramentos” para contrarrestar los sacramentos de la Iglesia y sus ministros.66 Esta concepción negativa de las culturas amerindias sometidas al poder de Satanás justificaba plenamente la presencia europea. No es accidental que la 63

B. de las Casas, Los indios de Nueva España, pp. 53 y ss. Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 102 y ss. 65 Fray Toribio de Motolinia explicaba al conde de Benavente que la palabra para nombrar un hongo alucinógeno traducida literalmente al castellano significaba “la carne de Dios”, “o del demonio al que ellos adoran”. T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 2, p. 20. 66 Fernando Cervantes, El Diablo en el Nuevo Mundo. El impacto del diabolismo a través de la colonización de Hispanoamérica, p. 45. 64



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mayoría de los discursos de los primeros años tuvieran como tema central la liberación del pecado y del poder del Demonio, y que los españoles (frailes y conquistadores) se consideraran a sí mismos como portadores del mensaje evangélico, enviados “a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte” (Lucas 1, 79).67 Para algunos religiosos como fray Martín de Valencia y fray Domingo de Betanzos, el regreso a las idolatrías provocó tal desilusión que los llevó incluso a intentar marcharse a China, donde esperaban encontrar las condiciones para fundar una Iglesia sin defectos. Para estos religiosos la persecución contra los nobles, sacerdotes y hechiceros que continuaban con los ritos a sus dioses era una misión divina. Fray Martín de Valencia mandó ajusticiar a varios idólatras en el valle de México entre 1524 y 1526. En 1539, el obispo Zumárraga enjuició y envió a la hoguera por idólatra al señor de Tezcoco Carlos Chichimecatecuhtli. La Corona determinó que tal sentencia había sido excesiva, y desde entonces se consideró que la idolatría no era un delito que mereciera la pena de muerte, por lo que en adelante sólo se castigó con azotes y cárcel. Tal fue el castigo que fray Diego de Landa aplicó a mediados del siglo a varios caciques del pueblo de Mani, en Yucatán. Aunque en el discurso de los misioneros se transitaba de una posición de exaltación de las virtudes del indio a otra de repudio por sus recaídas, el papel del Demonio siempre estuvo presente como instigador del mal tanto antes como después de la conquista. En esta posición podemos situar a fray Toribio de Motolinia, quien, junto con la exaltación de los frailes, presentaba también una cristiandad indígena perfecta, practicante y sumisa a los dictámenes de los religiosos, que contrastaba retóricamente con las descripciones de crueldad, sacrificios humanos y vicios innombrables de los indios en su gentilidad demoniaca. En esa Jerusalén terrena fundada por los frailes todo era armonía y en ella tomaba cuerpo esa sociedad cristiana perfecta que fue la Iglesia primitiva. Para Motolinia, esa cristiandad había dado incluso sus primeros mártires, los niños indígenas Cristóbal, Antonio y Juan de Tlaxcala, quienes murieron por su actividad como descubridores y denunciantes de idolatrías. Además, con base en el libro del Éxodo y teniendo en mente La ciudad de Dios de san Agustín, Motolinia identificaba a los indios mexicanos con un nuevo Israel, sometido a la idolatría en Egipto, diezmado por las plagas de la conquista, las epidemias y los trabajos forzados, hasta alcanzar “la tierra prometida de la Iglesia cristiana”.68 La conquista se presentaba así como un justo castigo divino contra los pecados del pasado, pero también como un medio indispensable de la redención que traían los religiosos. De hecho, el deseo de los frailes de aislar a los indígenas para mantenerlos en su pureza “evangélica”, fue una de las causas de los serios conflictos entre los religiosos y las autoridades civiles y eclesiásticas durante el siglo 67 68

Joaquín Antonio Peñalosa, El Diablo en México, p. 15. David Brading, Mito y profecía en la historia de México, pp. 36 y ss.

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Éstas los acusaban de usurpar funciones que no les correspondían, mientras que los mendicantes, que habían ejercido un gran poder sobre los indios en los primeros tiempos, decían estar defendiendo a la Iglesia primitiva indiana de la contaminación que traían los funcionarios civiles y los clérigos.69 La labor misionera exitosa sobre esos seres perfectos no podía empañarse con un hecho, jamás mencionado en la optimista crónica de Motolinia: la supervivencia de las idolatrías. Este problema fue tratado por otro género de textos que tampoco recibieron el beneficio de la imprenta, pero que muestran otra de las perspectivas con las que se definió al indígena. El primero de estos escritores fue fray Andrés de Olmos, recopilador de un impresionante corpus documental hoy casi desaparecido. Nacido a principios del siglo xvi, este franciscano había llegado con Zumárraga en 1528 y fue un activo evangelizador en la Huasteca y en otras regiones. Por sus conocimientos de varias lenguas indígenas (náhuatl, huasteco, totonaco), los miembros de la Segunda Audiencia le pidieron que elaborara la primera visión occidental sobre el México antiguo entre 1533 y 1534. Esos mismos conocimientos movieron a los prelados de su orden a solicitarle una recopilación de preceptos morales indígenas adaptándolos al cristianismo (Huehuetlahtolli o discursos de los ancianos), quizás como instrumentos para enseñar la retórica indígena a los misioneros. También a instancias de sus superiores franciscanos escribió en náhuatl una colección de sermones sobre los siete pecados mortales, un Tratado sobre las hechicerías y sortilegios y varias obras de teatro sobre el Juicio Final y otros temas utilizados para imponer la monogamia, difundir el bautismo y extirpar las idolatrías. La obra de Olmos, aunque hoy casi desconocida, influyó profundamente en la reconstrucción del mundo indígena que realizó Motolinia en la primera parte de su obra y en el texto que el oidor Alonso de Zorita elaboró sobre los señoríos prehispánicos. A imitación de él, otro franciscano, fray Jerónimo de Alcalá, realizó alrededor de 1541 una recopilación de materiales sobre el reino de Michoacán, sus raíces prehispánicas y su conquista que llevaba por título Relación de Michoacán.70 El texto iba acompañado de cuarenta y cinco láminas que ilustraban algunos de los temas, mostrando la primera a varios señores indígenas y a un fraile que entrega el libro al virrey Mendoza. La Relación contiene solamente la versión del linaje vacuxecha, del cual provenía Pedro Cuiniarángari, un allegado a esa familia señorial que gobernaba por entonces Michoacán y que dio mucha información al padre Alcalá. Además de estas fuentes, el religioso echó mano de otros informantes purépechas, sobre todo del relato de un sacerdote o patamuti, que transcribe de manera casi literal, absteniéndose de introducir juicios sobre la religión autóctona. 69 Cf. Georges Baudot, Utopía e historia en México. Los primeros cronistas de la civilización mexicana (1520-1569). 70 La Relación es anónima, pero con base en una serie de datos Benedict Warren ha atribuido su autoría a este fraile que era guardián en el convento de Pátzcuaro en 1541. Benedict Warren, “Fray Jerónimo de Alcalá...”, The Americas, vol. xxvii, núm. 3, pp. 317 y ss.



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Cuando el fraile realiza comentarios para aclarar o ampliar algún tema no hace alusión alguna a la visión providencialista cristiana, sin embargo, todo su texto está estructurado a partir de las Siete partidas de Alfonso X el Sabio. Como Claudia Espejel lo ha demostrado en su fascinante estudio sobre la Relación, al hablar de los reyes, de la organización política y religiosa y de las guerras de conquista del reino, fray Jerónimo estaba concibiendo el señorío tarasco a partir del esquema de “gobierno y justicia” castellanos, con sus monarcas, papas, cortesanos y clérigos. Esa visión occidental se deja ver también en varias de las láminas, como en aquella que ilustra el árbol genealógico de los señores tarascos como si fuera un árbol de Jesse. Con todo, los rituales y las costumbres que transcribe de la tradición trasmitida por el patamuti, permiten vislumbrar un sistema político en el cual el calzonci o rey “era un sacrificador encargado sobre todo de conseguir el alimento para los dioses por medio de la guerra y de la previa recolección de leña para los templos”.71 La Relación terminaba, como todos los textos de este tipo, con la llegada de los españoles, los presagios que la precedieron, la negativa de los purépechas a aliarse con los mexica, el pacto con Cortés, la llegada de los misioneros y la muerte injusta de don Francisco Tangáxoan. Esta narración, al igual que las obras de Vasco de Quiroga en los pueblos de Michoacán, debe verse como “una más de las muchas acciones emprendidas por los españoles para ejercer mejor el gobierno sobre los indios y para integrarlos al nuevo régimen”. Pero sobre todo la Relación, realizada al parecer por encargo del virrey Mendoza, tenía una función práctica: “que aprovechase a los religiosos que entienden en su conversión”. El comparar las costumbres indígenas con las cristianas permitía saber a los frailes cuáles debían ser incorporadas y cuáles cambiadas, lo que facilitaría la inserción de los indios al nuevo orden.72 De hecho, todas las obras de los franciscanos estaban destinadas a esto, a reforzar la evangelización. Su finalidad fundamental fue erradicar las idolatrías y la poligamia y afianzar por medio del teatro y de los sermones las practicas cristianas, únicos medios que llevarían a los indios a su salvación eterna. La misma finalidad tuvieron los más de cien textos en lenguas indígenas (vocabularios, artes o gramáticas, sermonarios, confesionarios) que entre 1524 y 1572 escribieron los religiosos para ayudar a la evangelización. Su sistematización y transcripción a caracteres latinos fue una labor que tuvo gran impacto en el proceso de recuperación de un pasado que era necesario utilizar para hacer más efectiva la labor cristianizadora. A lo largo del proceso evangelizador los frailes plasmaron para la posteridad muchos elementos de las culturas antiguas, a las que incluso llegaron a otorgar cualidades positivas y a conceder algún valor. Uno de los factores que ayudó sin duda a despertar esta actitud fue la convivencia que los reli71 Claudia Espejel Carbajal, La justicia y el fuego. Dos claves para leer la Relación de Michoacán, vol. i, p. 331. 72 Ibid., pp. 55 y 332.

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giosos tuvieron con algunos sectores indígenas, sobre todo con lo jóvenes que educaron en sus colegios y en los cuales procuraron inculcar los valores y la cultura occidental. Los buenos frutos que fray Pedro de Gante, fraile de origen flamenco, había comenzado a obtener en la enseñanza del latín a los indios en la escuela de San José de los Naturales, movieron al obispo Zumárraga y al virrey Mendoza a crear en 1536 una institución de enseñanza superior para los indios nobles, con miras a la formación de catequistas y traductores. El nuevo Colegio de Santa Cruz (que funcionó anexo al convento de Santiago, en Tlatelolco) se abrió con sesenta alumnos hablantes de náhuatl el 6 de enero, día de la Epifanía (es decir, de la revelación de Cristo a los gentiles Reyes Magos) y, por el apoyo de Carlos V, recibió el título de “imperial”. Ambos hechos mostraban las claras expectativas que se tenían sobre el colegio: el primero, porque los franciscanos veían en él una nueva Epifanía, manifestación de Cristo a los habitantes del Nuevo Mundo en la cual Tlatelolco tendría un papel central; el segundo, a causa de la misión providencial que se depositaba en el emperador “de los últimos tiempos”, bajo cuyo manto protector se colocaba la fundación. Esas expectativas se cumplieron en parte, pues el colegio fue el centro educativo más importante de la primera mitad del siglo xvi y en él se realizó una enorme labor que rebasó el ámbito educativo: se hicieron traducciones, recopilaciones, investigación y textos de teatro evangelizador en náhuatl, trabajo reforzado por una imprenta propia y por una considerable biblioteca; ahí se consiguió la reducción de las lenguas indígenas al alfabeto latino y la factura de obras de herbolaria, como el códice escrito por el indio Francisco de la Cruz y traducido al latín por su compatriota Juan Badiano, que contiene ilustraciones y textos con descripciones de las plantas medicinales útiles para el tratamiento de distintas enfermedades. En él, frailes eminentes convivieron con alumnos indígenas y aprendieron unos de los otros en mutua colaboración. A pesar de sus logros, el experimento de Tlatelolco tuvo una vida corta y para mediados del siglo xvi entró en decadencia a causa de las epidemias y del temor de algunas autoridades a que se diera instrucción superior a los naturales. El Colegio de Tlatelolco fue, al parecer, excepcional. No sabemos de ningún ejemplo similar entre los dominicos ni entre los agustinos. A pesar de que sobre los últimos se menciona que Antonio Huitziméngari, miembro de la nobleza indígena tarasca, fue educado en Tiripitío por fray Alonso de la Veracruz, su caso es más una excepción que una regla. El indio fue, en la mayoría de los casos, un objeto retórico que sirvió para justificar posiciones, sin descartar las buenas intenciones de quienes hablaron de él para defenderlo de los abusos. El hecho se ve claramente en las opiniones que sobre los indios tuvieron dos personajes que fueron muy amigos al principio, pero cuyas posturas y bandos los enfrentaron irremediablemente: Vasco de Quiroga (1477 o 1478-1565) y fray Alonso de la Vera-



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cruz (1507-1584). El primero fue obispo de Michoacán desde 1535 hasta su muerte, jurista y defensor de los privilegios episcopales, fundador del Colegio de San Nicolás Obispo y de numerosas iglesias y creador de hospitales-pueblo inspirados en la Utopía de Tomás Moro.73 El segundo, religioso agustino, teólogo y profesor universitario, provincial de su orden en cuatro ocasiones y gran defensor de los derechos de los frailes sobre las parroquias indígenas. Ambos consideraban que los indios tenían todas las cualidades y virtudes naturales necesarias para ser buenos cristianos, y, por lo tanto, la Iglesia indiana estaba llamada a ser una de las mejores del mundo. Sin embargo, ambos partían también de dos postulados distintos. Para Quiroga el mundo indígena anterior a la conquista era bárbaro, ignorante y tirano y por ello no tenía nada rescatable, por lo que la conquista estaba plenamente justificada pues había traído consigo el fin de la tiranía, la evangelización y la civilización de los indios con la imposición de autoridades civiles y religiosas españolas.74 Aunque en principio fray Alonso de la Veracruz no justificaba la conquista (en lo que seguía a su maestro Francisco de Vitoria), pues la invasión española no se había hecho en respuesta a un ataque, sin embargo, ante un hecho que ya era irreversible, el dominio español estaba legitimado por la aceptación que de él hacían los súbditos, tanto indígenas como españoles. Para el fraile, los indios habían tenido en su gentilidad un gobierno justo y legítimo, apegado a la ley natural; por ello, no consideraba a Moctezuma y Calzonci como tiranos, lo que hacía justo mantener el reconocimiento de los señores indígenas como sucesores y gobernantes legítimos; el emperador debía respetar los derechos de las comunidades indígenas, sobre todo de aquellas como la purépecha, que se había sometido de manera pacífica.75 En el proyecto utópico de Quiroga, el respeto a los derechos de los gobernantes autóctonos no era compatible con sus pueblos de macehuales gobernados por cabildos, pero bajo la administración y cuidado de clérigos seculares que serían las cabezas de esas comunidades. Si este mundo debía considerarse como nuevo, no debía tener elementos ni del antiguo prehispánico ni del español, la utopía debía ser una sociedad que hiciera tabla rasa del pasado indígena. Fray Alonso de la Veracruz, defensor del proyecto mendicante en el que la alianza con los señores locales había sido central, no podía aceptar una propuesta en la que se excluía tanto a éstos como a los religiosos. Su defensa de la exención del pago de diezmos a los indios y, en general, su opinión sobre ellos, estaba fuertemente influida por la confrontación que las órdenes sostenían con el episcopado.76 Estas posiciones encon73 Cf. Bernardino Verástique, Michoacan and Eden: Vasco de Quiroga and the Evangelization of Western Mexico. 74 Cf. Vasco de Quiroga, De debellandis Indis. Un tratado desconocido. 75 Cf. Francisco Quijano Velasco, Vasco de Quiroga y Alonso de la Veracruz. Dos proyectos de sociedad americana. 76 Ver Alonso de la Veracruz, Sobre el domino de los indios y la guerra justa, y Sobre los diezmos.

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tradas llevaron incluso a una pugna personal: ambos clérigos, que antes habían sido colaboradores, terminaron en una abierta oposición, lo que trajo un fuerte distanciamiento entre ellos. 6. La percepción indígena de la conquista armada y religiosa y del México antiguo En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.77

En la historia del continente americano ningún hecho cambió tan profundamente la vida de sus habitantes como la conquista española en sus dos vertientes, la militar y la religiosa, iniciadas en 1521 y 1523, respectivamente. Sin embargo, los cambios no fueron notorios al principio para la población indígena, que continuó viviendo como antes, y su influjo se fue haciendo evidente de manera muy paulatina. En una primera etapa, según nos cuenta el cronista franciscano Toribio de Motolinia, “anduvieron los mexicanos cinco años muy fríos”, significando con ello la poca aceptación que tuvieron del cristianismo.78 No obstante, esta situación debió durar un poco más de un lustro, pues todavía en 1529 las condiciones de la colonización española eran muy precarias, como lo muestra la pugna de los franciscanos con Nuño de Guzmán y sus secuaces; a las disensiones entre conquistadores y frailes se unieron los problemas de comunicación lingüística y la desconfianza aunada a las heridas aún abiertas que había dejado la conquista militar. En las grandes concentraciones urbanas se conservaba todavía el centro ceremonial prehispánico con su mercado y las residencias de los gobernantes; la mayor parte de la población campesina aún habitaba en las aldeas dispersas alrededor de esas cabeceras políticas. Durante los primeros diez años, encomenderos y frailes encontraron muchas dificultades para realizar su labor, a pesar de la colaboración interesada de algunos caciques, en tanto que muchos indios pensaban que los españoles no se iban a quedar por mucho tiempo. En este contexto, entre 1528 y 1533, se escribió una de las primeras relaciones indígenas de que tenemos noticia: los Anales de Tlatelolco. Formado por cinco documentos escritos con caracteres latinos pero en náhuatl y en 77 Anales de Tlatelolco, citado en Miguel León-Portilla, La visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, p. 166. 78 T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24.



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forma de anales, el texto tiene intercalados discursos, poemas y glifos. Su temprana elaboración implica una visión aún muy vinculada con el mundo prehispánico, plasmada por personas que vivieron la conquista y que estaban aún poco influidas por la intervención de los frailes. El mundo indígena anterior a la conquista era descrito en términos etnocéntricos, pues los señores de Tlatelolco se mostraban como superiores a los tenochcas y es notable la intención de desacreditar y degradar a éstos. En cuanto a la conquista, los Anales dan una vívida descripción de la catástrofe como una desgracia colectiva (de ahí el uso constante del “nosotros”), como el final de las glorias de Tenochtitlan y la sujeción de los nobles nahuas a unos nuevos amos. Los Anales remarcan el valor guerrero de los tlatelolcas frente a la cobardía deshonrosa de los tenochcas. La derrota parecería determinada por el dios Huitzilopochtli, pero se insinúa que una vez cumplido un ciclo de “cuatro veintenas” terminará la desgracia.79 El año de 1530 marcó el fin de esta etapa y el inicio de una nueva. La estabilización política que representó la Segunda Audiencia trajo una política proteccionista a favor de los indios y el interés por conocer el pasado prehispánico para erradicar idolatrías (recuérdese la obra de Olmos). Fue entonces que comenzaron a notarse los frutos de la labor educativa de franciscanos como Pedro de Gante, impulsor tanto de las escuelas de artes y oficios como de los estudios de gramática latina entre los indios, esfuerzo este último que culminó con la creación del Colegio de Tlatelolco en 1536. Esta misma razón fue la que llevó a reorganizar los métodos evangelizadores en juntas eclesiásticas en las que participaron frailes y obispos (como fray Juan de Zumárraga) y la que promovió la necesidad de reordenar el mundo urbano indígena a partir de las congregaciones. En este último punto tuvieron un papel central los agustinos (llegados en ese año de 1533), el virrey Antonio de Mendoza y el obispo de Michoacán Vasco de Quiroga. El influjo de las políticas iniciadas en 1530 no comenzó a notarse sino una década más tarde, cuando se implementó el traslado de poblaciones y la fundación de pueblos. Para entonces la población indígena, insertada ya como mano de obra y como tributaria de los encomenderos y de los frailes, sufría los embates de las epidemias. En ese periodo, los indígenas asimilaron muchos elementos de la cultura occidental, como se puede notar en la adopción de numerosos términos españoles de sus lenguas: sustantivos para nombrar plantas, animales, productos, materiales y artefactos; nombres de cargos, organizaciones, pesas y medidas; conceptos religiosos y legales.80 Las epidemias, la reubicación de las comunidades y los intensos contactos con las ciudades de españoles tendieron a vincular cada vez más a los indios 79 Gabriel Miguel Pastrana Flores, Historias de la conquista. Aspectos de la historiografía de tradición náhuatl, pp. 221 y ss. Rafael Tena, el más reciente editor de los Anales, opina que su fecha posible de redacción es 1560. 80 James Lockhart, Los nahuas después de la conquista. Historia social y cultural de la población indígena del México central, siglos xvi-xviii, p. 420.

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al sistema occidental lo que ocasionó un proceso de mestizaje y de adquisición de elementos hispánicos más intenso. Con todo, ese proceso de adaptación fue muy doloroso y Motolinia, que escribía en esa década entre 1540 y 1550, señala que por las noches se escuchaba el llanto y los lamentos de los indios que se emborrachaban para olvidar sus penas. A pesar de esto, los indios se iban acostumbrando poco a poco al cristianismo gracias a los espacios que se les daban en las fiestas, en las cofradías y en las instituciones comunitarias como los hospitales. En este proceso tuvieron un papel fundamental los caciques indios que habían recibido de los frailes una educación muy esmerada en los conventos y colegios como el de Tlatelolco. Dada la escasez de frailes y el desconocimiento general que éstos tenían de las lenguas nativas, sobre ellos recayó la mayor parte de la labor evangelizadora. Estos jóvenes indios ayudaron en la construcción y decoración de templos y conventos y colaboraron en la labor de congregación y fundación de los nuevos pueblos. Ellos elaboraron con algunos frailes diccionarios, gramáticas, sermonarios y catecismos en lenguas autóctonas para facilitar la predicación. Ellos destruyeron las pirámides, los códices y los ídolos considerados por los cristianos como objetos demoniacos, pero también fueron ellos, junto con algunos religiosos, quienes conservaron con sus escritos y en sus códices la memoria del mundo prehispánico y forjaron su propia concepción de lo que había sido la evangelización y la conquista. En esas escuelas conventuales se creó una importante cultura indígena forjada por los colaboradores de los religiosos: informantes, recopiladores, traductores y pintores o tlacuilos. Ellos habían ya asimilado la cultura europea y sus imágenes, y al mismo tiempo eran los guardianes de la tradición histórica de sus antepasados transmitida oralmente y conservada en algunos códices antiguos. Ellos poseían un especial interés en forjar una imagen positiva del mundo prehispánico, por lo que, al igual que sus maestros los religiosos, encontraron en Grecia, en Roma y en la Biblia los modelos occidentales para situar a sus antepasados. Destaca sobre todo en ese aspecto los numerosos códices que estos indios pintaron durante el siglo xvi para dejar constancia de su historia o de los conocimientos ancestrales. Sin embargo, esta visión no era tan homogénea y positiva como la que tenían los conquistadores y los religiosos. Uno de los instrumentos que los indígenas tuvieron para acceder al nuevo orden instaurado por los españoles fue la descripción del pasado prehispánico, cuyo registro se conservaba en los antiguos códices, y la narración de los servicios que prestaron a los conquistadores y a los frailes en sus empresas. El primer problema se presentó cuando se intentó utilizar un tipo de registro pictográfico, que había servido para ayudar a la memoria en una tradición oral, como recurso ante las autoridades españolas. Para hacer evidentes los mensajes fue necesario añadir a los pictogramas glosas en castellano o en náhuatl escritas en caracteres latinos. De hecho, la adquisición del alfabeto por parte de los miembros de la elite indígena trajo consigo otras novedades:



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junto a los códices anotados, comenzaron a aparecer también transcripciones en letras latinas de materiales conservados en códices. En ellas, junto a la información contenida en los dibujos, se insertaron noticias que se habían transmitido sólo de manera oral y, en ocasiones, también se conservaron algunos de los pictogramas originales.81 Dos de los textos que conservamos de esta época los conocemos gracias a que fueron utilizados como material documental en la siguiente etapa por los frailes y los indios nobles. En ellos se nos da una muy interesante visión de la conquista. Uno de estos textos (que refleja una tradición recopilada en Tlatelolco) se integró como el Libro xii del llamado Códice Florentino, elaborado en la siguiente etapa por los colaboradores de fray Bernardino de Sahagún y en él se muestran los sufrimientos de los sitiados; el otro (asimilado a una tradición tenochca) es la denominada “Crónica X”, un texto que conocemos porque de él hicieron un extensivo uso fray Diego Durán y Fernando Alvarado Tezozómoc, y que posiblemente fue obra de un noble de la familia de Moctezuma por las descripciones del ceremonial cortesano que rodeaba al tlatoani.82 En los dos textos, recopilados alrededor de la mitad del siglo, se desarrollan tres temas que no aparecían en los Anales de Tlatelolco: la existencia de presagios prodigiosos que precedieron la conquista; la naturaleza de los españoles vistos como dioses (muy relacionado con el tema del regreso de Quetzalcóatl), y la visión, generalmente negativa, del emperador Moctezuma.83 En el tema de los presagios podemos constatar la existencia de dos tradiciones que se funden en estos textos. En el mundo prehispánico, el tetzáhuitl era considerado una forma de comunicación entre los dioses y los hombres para anunciar desgracias; en la Europa medieval la caída de Jerusalén fue el prototipo de acontecimiento anunciado con augurios funestos. En las dos tradiciones los cometas, el incendio de templos, señales celestiales o terrestres y hechos insólitos aparecían como mensajeros de catástrofes, hecho que ya Motolinia había notado en su crónica.84 Posiblemente en los dos textos mencionados actuaron ambas tradiciones, tomando el presagio un carácter determinante para explicar el triunfo de los españoles; por otro lado, en ninguna de las dos fuentes se consignan los mismos prodigios, salvo la aparición del cometa y la bandera de nubes que aparecen en ambas. Esto nos 81 José Rubén Romero Galván, “Introducción” a Historiografía novohispana de tradición indígena, pp. 15 y ss. 82 J. R. Romero Galván, “La Crónica X”, en Historiografía novohispana de tradición indígena, pp. 185-195. El primero que percibió la existencia de una crónica de la que eran deudoras las de Durán y Tezozómoc fue Alfredo Chavero, pero no fue sino hasta 1954 que Robert Barlow la nombró como Crónica X y la emparentó, además de con Durán y Tezozómoc, con el manuscrito del jesuita Juan Tovar, el libro vii de la Historia de José de Acosta y el llamado Códice Ramírez. Barlow fechó la crónica entre 1536 y 1539. Ver Robert Barlow, “La Crónica X: versiones coloniales de la historia mexica tenochca”, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos, t. vii, pp. 65-87. 83 G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 221 y ss. 84 T. de Motolinia, El libro perdido, parte iii, cap. xx, pp. 371 y ss.

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permite suponer que las narraciones fueron recursos retóricos elaborados a posteriori y, por tanto, no tienen que ver con hechos realmente acaecidos. En ambos textos parecería que el anuncio partía de los dioses, aunque la presencia del cristianismo se filtra en algunos comentarios.85 En general la visión de la conquista es muy negativa, pues se resalta el sufrimiento de los sitiados y la crueldad de los españoles (sobre todo en la matanza del Templo Mayor). En ambos textos se menciona que al principio los indios confundieron a los españoles con los dioses, a causa de sus armas, sus caballos y su invulnerabilidad frente a los magos, aunque después cambiaron de opinión. En ambos también se menciona cómo Cortés fue el depositario de los temores asociados con el regreso de Quetzalcóatl, quien volvería a ocupar el trono de los toltecas. Finalmente, los dos testimonios dan una visión muy negativa de Moctezuma, lo consideran un tirano, cobarde, lleno de temores ante los presagios de la conquista y falto de carácter, cuya trágica muerte fue un castigo a su mala actuación como gobernante. Curiosamente en ambos textos la muerte del emperador era atribuida a los españoles. Aunque en general los textos muestran una actitud crítica respecto de la conquista y la destrucción que provocó, refirieron de manera muy favorable varios de los hechos de la conquista espiritual: la fundación de conventos; la ayuda prestada por las comunidades en su edificación; las fiestas; las representaciones teatrales; la predicación y la administración del bautismo; los méritos y la actividad de algunos religiosos como fray Pedro de Gante o fray Martín de Valencia, y los antagonismos de los religiosos con los clérigos seculares. Esta visión positiva de la evangelización provenía de autores y pintores indígenas educados en los conventos dentro de una tradición europea, pero aún empapados de algunos de los contextos de la propia. Pero al mismo tiempo se dio otra visión bastante negativa de los religiosos y de la evangelización considerada como un proceso de destrucción de sus raíces, de abandono de las prácticas ancestrales por algo que no les era comprensible. Algunas de estas tradiciones consideraban locos a los frailes, pues en las noches daban voces y lloraban y porque en lugar de buscar placer ansiaban tristeza y soledad. Otros pensaban que los misioneros eran muertos que de noche se deshacían e iban al infierno donde tenían sus mujeres y volvían a sus cuerpos por la mañana.86 A pesar de que algunos señores indios no se convirtieron por convencimiento, sino por conveniencia, y que varios continuaron con los cultos antiguos, otros en cambio colaboraron de manera incondicional con los frailes y ayudaron a la evangelización. Un aspecto importante de esta colaboración fue el valor que le dieron los señores indios al bautizo como símbolo del pacto entre indígenas y españoles. Durante la conquista de México-Tenochtitlan 85

G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 15 y ss. Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl, p. 20; F. Castro Gutiérrez, op. cit., p. 244. 86



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y en los años siguientes, Cortés había utilizado embajadas con obsequios para establecer los pactos, había recibido los regalos y las mujeres que le enviaban y les había dado en cambio abalorios e imágenes religiosas. Pero una vez aceptada la sujeción española y gracias a la presencia de los religiosos, el bautizo se convirtió en un aspecto sustancial de esos pactos, así como la imposición de nombres cristianos a los recién convertidos.87 Michoacán, Tezcoco y Tlaxcala fueron los casos emblemáticos de esas primeras alianzas en las que se fraguaron no sólo las bases del pactismo entre conquistadores, frailes y señores indígenas, sino también el arsenal simbólico que sería utilizado por los dos últimos para construir sus discursos durante todo el periodo virreinal. Es muy significativo que estos tres pueblos, de alguna manera, hayan encontrado en la conquista un recurso para desvincularse del imperio mexica y para mostrarse como contrarios a su tiranía desde antes de la llegada de los españoles. Michoacanos y tlaxcaltecas habían mostrado rechazo a entablar una alianza con los mexicas, señorío que había intentado subyugarlos. Tlaxcala era considerada como un espacio privilegiado para tomar prisioneros de guerra para los sacrificios, mientras que se le limitaba el comercio de sal y algodón para tenerla debilitada; en cambio, la relación con Michoacán era distinta, la guerra de los mexicas con ese señorío había sido infructuosa pues los matlazincas lo habían protegido debilitando los ataques directos. Una vez consumada la conquista, Cortés había enviado a Antonio de Carvajal a Michoacán en 1523 a hacer un reconocimiento del territorio a raíz de la traición del primer emisario Cristóbal de Olid. Durante esta estancia se hizo el pacto con el señor recién nombrado, Tangáxoan, cuyo padre había muerto de viruela y que se había enfrentado a una crisis sucesoria matando a sus hermanos. La alianza con Cortés le permitiría fortalecer su poderío en Michoacán. Posiblemente fue entonces que envió a quince jóvenes nobles a educarse con el franciscano Pedro de Gante en 1523.88 Según Mendieta, al año siguiente, cuando supo de la llegada de los frailes españoles, fue a México en persona y le solicitó a fray Martín de Valencia enviase a uno de sus compañeros para que enseñase la ley de Dios a sus vasallos.89 Posiblemente fue entonces en 1524, antes que saliera Cortés a las Hibueras, que se bautizó tomando el nombre de Francisco.90 De regreso en Michoacán mandó oro a Cortés y sobornó a los oficiales reales dejando a los ambiciosos encomenderos al margen, lo que le valió la terrible represalia que contra él lanzó Nuño de Guzmán en 1529 cuando lo mandó ajusticiar. 87

Cf. Edith Guadalupe Llamas Camacho, El bautizo de los señores de Tlaxcala y Michoacán, una alianza político religiosa en la conquista de México. 88 B. Warren, La conquista de Michoacán, 1521-1530, pp. 109 y ss. 89 Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. v, vol. ii, pp. 34 y ss. 90 Fray Diego Muñoz, en su Descripción de la provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán en las Indias de Nueva España, señala que después de matar a sus hermanos se bautizó y llamó don Francisco.

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El otro caso ejemplar, Tlaxcala, había sido el primer aliado de los españoles y por tanto en su territorio se construyó el modelo de las alianzas futuras basadas en entrega de regalos, mujeres nobles y al final el bautizo. Su presencia militar había sido fundamental en la conquista de la capital y esto le dio instrumentos más efectivos para manipular su pacto con Cortés como un convenio entre iguales, lo cual les permitía obtener privilegios (como la exención de encomiendas y tributos), algo que no sucedió en Michoacán. Ahí los españoles que no habían obtenido beneficios en la conquista de Tenochtitlan buscaban resarcirse y los michoacanos no pudieron conseguir las ventajas de un pacto de igualdad. Tezcoco, en cambio, mostró su oposición a los mexicas poco antes de la conquista ante la imposición de Cacama, pariente de Moctezuma, como gobernante del señorío, lo que justificó la alianza de Ixtlilxóchitl con Cortés. A raíz de tales vínculos, Tezcoco elaboró dos tradiciones sobre el bautizo del señor Ixtlilxóchitl, quien aprovechó también la presencia española para eliminar a su hermano de la sucesión del señorío. La primera versión tuvo su origen en una fuente indígena, el Códice Ramírez (transcrito en la Segunda relación del jesuita Juan de Tovar), la cual menciona que el bautismo de Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera entrada a Tenochtitlan en 1520. La otra, que recopila el cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl a fines del siglo xvi, da la primacía de este hecho a los franciscanos, es decir, fecha el bautismo en 1524 con la llegada de los primeros doce. Curiosamente, la mayor parte de los testimonios sobre el bautizo de los caciques no pertenece al momento de los hechos sino a una etapa posterior en la que tanto los caciques como los frailes, por diversos motivos, se vieron en la necesidad de dejar plasmados estos hechos. Los frailes, para dejar constancia del éxito de su labor; los señores indígenas, para hacer patente su cristianización temprana. Sobre Michoacán los principales testimonios provienen del ámbito de los religiosos, pero en los casos de Tezcoco y Tlaxcala vienen del lado de los indios. Junto con los discursos textuales de ese periodo nos queda un importante arsenal de imágenes de mediados del siglo xvi, siendo los tlaxcaltecas quienes dejaron plasmados con mayor claridad y constancia sus servicios a la Corona. Para solicitar exenciones y prebendas fue elaborado un largo códice con escenas de la conquista, conocido como “lienzo de Tlaxcala”. El documento sería llevado en 1552 por una de las varias delegaciones de tlaxcaltecas que viajaron a España para obtener cédulas y para hacer válidos los beneficios que les había concedido el haber sido colaboradores de Cortés y de los frailes.91 En las escenas del lienzo aparecían los tlaxcaltecas como colaboradores de Cortés y de sus capitanes en las conquistas del territorio, 91 La pictografía tenía una primera lámina apaisada y ochenta y siete pinturas con glosas. El original está perdido y lo que tenemos es una copia del siglo xviii y otra del siglo xix, incompleta. Carlos Martínez Marín, “Historia del Lienzo de Tlaxcala”, en El Lienzo de Tlaxcala, pp. 35 y ss.



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pero sobre todo se destacaba la escena del bautizo que mostraba a los cuatro señores, encabezados por Lorenzo Mazihcatzin ricamente vestidos con las manos juntas. En la escena, Cortés es representado como padrino, Juan Díaz funge como ministro del sacramento y la Malinche aparece como intérprete en un acto realizado ante una imagen de la Virgen con el niño, testigo y estandarte de la conquista. Para la época en que se estaba elaborando el lienzo se había consolidado una versión unificada de esta tradición, pero al parecer no era la única, como podemos entrever por esta cita de Torquemada: Llegado Martín López a Tlaxcala... dicen algunos que halló a Mazihcatzin muy malo y que le dijo que se quería bautizar y morir cristiano... y que Cortés envió a Bartolomé de Olmedo que le bautizase y que llegando a tiempo... le bautizó y que murió católico con mucha devoción; porque quiso Dios premiar al que sólo fue causa que los cristianos se conservasen en esa tierra para mayor gloria suya y bien de tantas almas. Esto dice la relación castellana, pero hace contradicción a lo que decimos... acerca de los que se bautizaron de aquesta señoría, que fueron los cuatro cabeceras, de los cuales es uno este Mazihcatzin. Y yo tengo aquel hecho por más verdadero que éste, porque en todas las pinturas que hay de esta historia y bautismo están todos cuatro juntos bautizándole y señalado el ministro que fue el clérigo Juan Díaz y no fraile. Y esta pintura está en la portería del convento de Tlaxcala y ellos con sus nombres cristianos y gentílicos sobre sus cabezas.92

Es interesante remarcar que la escena estaba pintada en el convento de los franciscanos. Por otras fuentes sabemos que la mayor parte de las imágenes del lienzo se encontraban representadas en los muros de las casas reales de Tlaxcala a mediados del siglo y que muy posiblemente fueron pintadas ahí en 1557 para conmemorar la llegada al trono de Felipe II. Isabel Estrada ha propuesto que su factura fue promovida por el corregidor Francisco Verdugo, quien debió incluir, además de las escenas de conquista, imágenes de Colón, Cortés, Pizarro y los dos primeros virreyes, junto con los Nueve de la Fama (héroes de la antigüedad clásica y judía y de la Edad Media, como Alejandro Magno, el rey David y Carlomagno).93 Estos datos nos permiten concluir que los tlaxcaltecas no sólo usaron esas imágenes para conseguir la restitución de sus privilegios ante la Corona, sino también las utilizaron como un timbre de orgullo e identidad ante sus propios conciudadanos. En otras escenas del Lienzo de Tlaxcala aparece Moctezuma con Cortés y en su brazo lleva un atado de plumas así como en su cabeza. Estos símbolos 92

Juan de Torquemada, Monarquía indiana, libro iv, cap. 80; vol. ii, p. 246. Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Felipe II y los murales perdidos de las casas reales de Tlaxcala”, en José Pascual Buxó, ed., Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 19-65. Esta autora asegura que el programa que incluía a los Nueve de la Fama tenía un origen flamenco borgoñón y lo asocia con una posible intervención en él de fray Pedro de Gante. 93

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de poder serían después utilizados en todas las representaciones del emperador. Es importante la escena inicial del lienzo que es una exaltación de Carlos V y de la monarquía hispánica. La concepción que tenía Tlaxcala en ese entonces era la de ser una provincia del imperio y no un señorío bajo el dominio español, de ahí que estén representadas las cuatro cabeceras en dependencia directa del rey de España y no del virrey. La cruz venerada por españoles e indios era un signo de la igualdad entre ambos. Es importante resaltar el papel de la Malinche en el ámbito de la representación gráfica tlaxcalteca. Malitzin, la intérprete indígena, debió jugar no sólo un cometido práctico de intermediaria y consejera, sino también un importante papel simbólico para los indígenas. Éste le fue atribuido primero, porque era la voz del conquistador, quien al igual que los tlatoque prehispánicos no hablaba nunca directamente a sus subordinados, sino siempre por medio de un intermediario; segundo, porque en las tradiciones indígenas del altiplano la legitimidad del linaje pasaba a través de las mujeres. La figura de la Malinche daba así legitimación al poder de Cortés ante los indios, además de ser su voz, es decir, el medio de comunicación entre el gobernante y los gobernados. Malinche se convirtió para los tlaxcaltecas en el símbolo de la alianza entre españoles e indígenas y de la lealtad de éstos al nuevo gobierno.94 Una de las más importantes funciones de esos códices fue la de ser un recurso para ventilar asuntos legales. Vasco de Quiroga, oidor de la Primer Audiencia, señala que era práctica común entre los indios acudir con pictografías ante los tribunales españoles y el tomar notas de los pleitos por ese mismo medio. Uno de los primeros documentos que tenemos a ese respecto es el llamado Códice Monteleone o Tira de Huejotzingo, fechado alrededor de 1532 y cuya finalidad fue quejarse contra los abusos de la Primera Audiencia. Posiblemente también relacionado con un pleito entre los religiosos dominicos, el encomendero y una comunidad indígena está el llamado Códice Yanhuitlán (1545-1550).95 Otra finalidad de los códices fue conseguir información sobre el mundo indígena con miras a hacer más efectivo el proceso de erradicación de lo que los frailes llamaban “idolatrías”. Muy posiblemente el llamado Códice 94 Susan Dale Gillespie, en su libro The Aztec King’s, The Construction of Rulership in Mexica History, señala que en muchos linajes prehispánicos el matrimonio con una mujer noble era la fuente de legitimación de los invasores. Es probable que Cortés, desde el punto de vista indígena, estuviera en un caso así, lo que explicaría que los indios le llamaran Malinche, como a su concubina. La primera vez que doña Marina aparece representada plásticamente es en el llamado Códice del Aperreamiento (ca.1530). Lo publica Gordon Brotherston, Imagine the New World, The American Continent Portrayed in Native Texts, Londres, Thames and Hudson, 1979. Este �������� autor considera que aquí la Malinche y Cortés presentan un carácter negativo pues se les ve como cómplices de los asesinatos de los siete caciques de Coyoacán. Ver también sobre este tema lo que escribió Pablo Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), p. 39. 95 Wigberto Jiménez Moreno y Salvador Mateos, El Códice Yanhuitlán, p. 14.



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Borbónico, fechado alrededor de 1533, esté relacionado con el trabajo que la Segunda Audiencia encargó a fray Andrés de Olmos. Este documento, que presenta numerosa información calendárica, introdujo recuadros con glosas en caracteres latinos y fue utilizado para conocer este importante aspecto del mundo indígena. Esta misma función tuvo la llamada Historia tolteca chichimeca (1554) relacionada con el área poblana de Cuauhtinchan.96 Entre los códices, los que tuvieron una de las aplicaciones prácticas más inmediatas fueron los de tipo cartográfico, fundamentales en las estrategias militares, pero también en el reconocimiento del territorio. Por los testimonios de la época sabemos que Cortés hizo un uso continuo de esos materiales. Algunas de estas representaciones espaciales son copias o reelaboraciones bastante cercanas a los mapas de las antiguas pictografías indígenas, tal es el caso del Códice Xólotl; otras en cambio incorporan elementos de la cartografía europea, como el llamado Mapa de Upsala, que muestra el paisaje del valle de México, con detalles del lago, la isla de México con sus edificios y una gran cantidad de personajes en escenas de vida cotidiana: pescadores, cazadores de venados, gente que atrapa patos por medio de redes o caza pájaros con cerbatana, leñadores, cargadores, extractores de aguamiel, etcétera. El mapa registra información muy valiosa sobre trabajo y tecnología indígenas, e incluye igualmente prácticas coloniales como la ganadería y el pastoreo.97 Por último, algunos códices tuvieron como finalidad funcionar como registros de tributos para ayudar a la administración virreinal. En 1535, la Segunda Audiencia o el virrey Mendoza mandaron elaborar el códice denominado Matrícula de Tributos, copia posiblemente de una tira prehispánica que fue utilizada para conocer mejor la tributación prehispánica y adaptar los elementos útiles de ella al nuevo sistema. Sin embargo, hubo también códices que presentaban formatos muy diversos, tanto por que fueron obra de varias manos como por la diversidad de los temas que trataron. Tal es el caso del llamado Códice Mendocino, elaborado entre 1541 y 1542 por orden del virrey Mendoza y en el que estaban contenidos una historia oficial mexica, un registro de los tributos que se pagaban a la Triple Alianza y un panorama de la vida diaria de los mexicas con referencias a la educación, prácticas penitenciales y administración de justicia. El mismo caso presenta el llamado Códice Telleriano Remensis, elaborado alrededor de 1549 y que contiene dos textos de carácter calendárico y unos anales históricos con glosas en español que abarcan varios siglos.98 Los códices de esta época y de la siguiente presentan la conjunción de dos tradiciones, por un lado la de las pictografías antiguas, de las que toman algunos elementos formales, y por el otro los grabados e imágenes europeos copiados de libros que poseían los frailes. Hay códices en los que pesa más 96

P. Escalante, Los códices, p. 50. P. Escalante, “Pintar la historia…”, en op. cit., p. 43. 98 P. Escalante, Los códices, pp. 52 y ss. 97

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una tradición que la otra, siendo los más cercanos a la conquista los que presentan una menor influencia europea. Fray Pedro de Gante y su escuela de San José de los Naturales tuvieron sin duda un papel fundamental en la adaptación de esos dos lenguajes, pues en ella los indígenas aprendieron las técnicas pictóricas europeas pero pudieron también conservar elementos de su propia tradición. Esta presencia de la visión indígena también se dejó sentir, finalmente, en el ámbito festivo, a menudo con la anuencia de los frailes y de las autoridades españolas. Durante ellas había constantes referencias a los antiguos señoríos: música, danzas, lenguaje y guerreros en batallas ficticias que hacían alusión al poder militar de los ancestros. Frailes y autoridades consideraron que era necesaria la inserción de elementos indígenas en las fiestas para demostrar su sujeción a la Corona. Para la nobleza nativa, su participación con armas y atavíos guerreros en las fiestas servía para cimentar su posición ante sus súbditos y reforzar su propia autoridad, así como un medio para mostrarse simbólicamente iguales a los españoles. La fiesta como espacio de convivencia y de creación simbólica fue un medio ideal para amalgamar las dos culturas. Gracias a ella los indios consiguieron crear un espacio cultural propio integrando elementos de ambos mundos; con base en sus tradiciones y en las herramientas que les dieron los conquistadores pudieron construir un nuevo ámbito espiritual con el que les fue posible organizar la resistencia contra los elementos disgregadores y sobrevivir. 7. Imágenes, santos y demonios en la primera evangelización En esto entró Santiago en un caballo blanco como la nieve y él mismo vestido como lo suelen pintar y como entró en el real de los españoles todos le siguieron y fueron contra los moros que estaban delante de Jerusalén […] A la hora entró san Hipólito encima de un caballo morcillo y esforzó y animó a los naturales y fuese con ellos hacia Jerusalén […] Estando en el mayor hervor de la batalla apareció en [la torre d]el homenaje el arcángel san Miguel, de cuya voz y visión, así los moros como los cristianos espantados, dejaron el combate e hicieron silencio.99

Estas apariciones de santos guerreros tuvieron lugar en un espectáculo diseñado por los franciscanos y representado en Tlaxcala en 1539 con la participación de españoles y de indígenas. La gran pantomima, que duró todo el día del Corpus Christi, recordaba la toma de Jerusalén por los ejércitos cristianos después de la cual los “musulmanes” se bautizaron. En el espectáculo de Tlaxcala se exaltaba la Eucaristía, el Bautismo, el poder del cristianismo sobre los infieles y se hacía patente a los conversos la presencia del rey y del 99

T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 15, pp. 67 y ss.



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papa, de condes y cardenales personificados por unas figuras de cartón; pero además, el espectáculo tuvo un carácter paradigmático por la activa participación de los indígenas, quienes con sus armas y estandartes representaron tanto a los ejércitos europeos (dirigidos por un actor disfrazado del conde de Benavente) y novohispanos (acaudillados por otro que se hacía pasar por el virrey Mendoza) como a los musulmanes (que acaudillaba el sultán a quien representaba Hernán Cortés). Es también muy significativo que esta Jerusalén efímera haya sido construida sobre el edificio inacabado del cabildo indígena, en el cual se habían colocado desde el año anterior los estandartes con el escudo imperial de Carlos V y con el de las “armas” de la ciudad recién adquiridas. Con ello, Tlaxcala demostraba su compromiso con la fe y el vasallaje al imperio. Por otro lado, la conquista de Jerusalén debió recordar la de Tenochtitlan, realizada dieciocho años atrás, y la conversión final y el bautismo de los “musulmanes” al final de la pantomima no podían más que emular lo que había pasado con los indígenas.100 El binomio “guerra-conversión” de la pantomima se reafirmaba con la presencia de Santiago, san Miguel y san Hipólito, que anunciaban a los sitiadores y a los sitiados la pronta caída del bastión y el bautizo de los infieles. La representación de estos tres santos en el contexto de la conquista recién realizada se volvía aún más efectivo pues los actores que los personificaban eran mostrados con el atuendo guerrero de los conquistadores. De hecho, a partir de entonces, todas las batallas y la violencia asociadas con la expansión conquistadora y evangelizadora de los españoles y de sus aliados indígenas fue elaborada simbólicamente en los términos de una lucha del bien contra el mal. La elección de los tres santos no fue fortuita. Santiago era el santo de la reconquista, el aliado celestial que ayudó a la expulsión de los islamitas de la península. Desde los mismos tiempos de la lucha armada, menciona el cronista López de Gómara, se extendió la noticia de que el apóstol guerrero había sido visto en varias batallas contra los indios blandiendo su espada y dando el triunfo a las huestes españolas.101 Esta carga simbólica se actualizaba además en todas las fiestas anuales de los pueblos donde, desde fechas muy tempranas, las danzas de moros y cristianos estaban siendo sustituidas a menudo por danzas de la conquista, las cuales siempre iban encabezadas por el apóstol a caballo.102 Santiago cabalgando representaba una fuerza viril y avasalladora, un poderoso señor de los cielos al que los mismos sacerdotes cristianos llamaban “el hijo del trueno”. El caballo (animal que los indios no conocían), además de velocidad, le daba al santo un carácter aún más majestuoso y lo asociaba con divinidades antiguas que montaban animales fabulosos. 100

P. Escalante, “Jerusalén-Tula. Imaginario indígena e imaginario cristiano”, en Clara García y Manuel Ramos (eds.), Ciudades mestizas, pp. 82 y ss. 101 F. López de Gómara, op. cit., pp. 34 y ss. 102 William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo xviii, vol. ii, pp. 402 y ss.

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La otra figura que, junto con la de Santiago, tuvo un lugar preeminente tanto en la predicación evangelizadora como en la aceptación indígena fue la de san Miguel. Desde fechas muy tempranas el arcángel guerrero estuvo asociado con la lucha que los frailes llevaban a cabo contra la idolatría. La narración apocalíptica que mostraba a san Miguel expulsando a Luzbel del cielo tuvo una gran difusión a lo largo del siglo xvi en Nueva España. Demonios animalunos y antropomorfos sometidos al arcángel bombardearon la imaginación de los indios, quienes muy posiblemente veían en la imagen de un ser alado venciendo a otro reptante, no una contienda del bien contra el mal sino la eterna guerra entre los opuestos, la lucha entre las fuerzas celestes contra las del inframundo, la diaria batalla entre el sol y los dioses nocturnos.103 El tercer santo guerrero que apareció en la pantomima de Tlaxcala, san Hipólito, tuvo también una presencia inusitada en Nueva España, pues a él se atribuyó la victoria final que llevó a la toma de Tenochtitlan, hecho acaecido en el día de su celebración, el 13 de agosto. El santo mártir romano se había convertido no sólo en patrono de la ciudad de México sino en un símbolo de la conquista española. La presencia de estos tres santos muestra por tanto dos facetas de un mismo proceso: la imposición de imágenes por parte de los frailes y la manera en que éstas fueron percibidas por los indios. Ciertamente la religión que intentaron difundir los religiosos se centraba en Cristo, en el culto a la cruz y en los símbolos de la pasión. De hecho, la cruz había sido el estandarte, junto con las “armas reales”, que Cortés llevó en sus campañas. De acuerdo con Bernal Díaz la bandera tenía una cruz colorada sobre tafetán negro y una leyenda que decía: “Hermanos y compañeros: sigamos la señal de la Santa Cruz con fe verdadera, que con ella venceremos”.104 Los frailes predicaron un cristianismo sencillo, con pocas imágenes de bulto para evitar la idolatría. Algunos de los misioneros españoles venían empapados del modelo apostólico primitivo y predicaban un cristianismo simple y purificado de supersticiones, con pocos milagros por el temor de que los neoconversos mezclaran sus idolatrías con los ritos cristianos. Pero las crónicas nos dan también datos para pensar que esta postura no excluyó la promoción del culto a los santos europeos. Junto con la cruz, la primera imagen ofrecida a la veneración de los indios fue la de la Virgen María, traída también por Cortés y colocada en los templos indígenas para suplantar a los ídolos. Esta imagen fue después utilizada por los frailes con tanta profusión que, según cuenta fray Toribio de Motolinia, “fue menester darles también a entender quién era santa María, porque hasta entonces solamente nombraban María o santa María, y diciendo este nombre pensaban que nombraban a Dios, y a todas las imágenes que 103 104

Eduardo Báez Macías, El arcángel san Miguel..., pp. 23 y ss. B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. xx, p. 33.



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veían nombraban santa María”.105 En un principio, los religiosos tradujeron como Tlazotonanzin, “nuestra preciosa madre”, las expresiones europeas de Nuestra Señora o Madre de Dios. Pero el peligro de que el término fuera interpretado por los indios como “una diosa madre para toda la humanidad paralela a Dios Padre”, recibió objeciones por parte de las autoridades eclesiásticas.106 El culto a la Virgen fue muy difundido no sólo por los frailes sino también por los conquistadores, quienes traían entre sus pertenencias imágenes de ella conocidas como “arzoneras”, pues se amarraban al arzón del caballo. Posiblemente dos de esas vírgenes fueron las pequeñas imágenes de la virgen de los Remedios, que se asoció a la huida de la Noche Triste, y la Conquistadora de Puebla, que según la tradición regaló Cortés a los tlaxcaltecas en señal de pacto. Posiblemente hayan sido esas imágenes de bulto, o bien lienzos pintados y enrollados, los que sirvieron de estandartes en las batallas contra los indios y los que fueron colocados por Cortés en los templos para sustituir a los ídolos. Andrés de Tapia cuenta cómo el capitán con una barra de hierro derribó los ídolos del templo mayor de Tenochtitlan, mandó retirarlos y lavar el recinto para colocar en su lugar “en una parte la imagen de Nuestra Señora en un retablito de tabla y en otro la de san Cristóbal, porque no había entonces otras imágenes”, y después mandó decir una misa.107 Desde la Edad Media colocar una imagen cristiana en una mezquita o sinagoga tenía un simbolismo de sometimiento y de purificación de un espacio que había estado dedicado al Demonio. Las imágenes eran así utilizadas como armas espirituales que combatían las fuerzas maléficas. En este sentido, la Virgen actuaba también a menudo como guerrera, sobre todo al auxiliar a los conquistadores arrojando tierra a los ojos de los indios. La difusión de este tipo de culto, con imágenes y devociones, se hizo muy pronto extensivo a los santos patronos de las órdenes evangelizadoras: san Francisco, san Bernardino de Siena y san Antonio de Papua, entre los franciscanos; santo Domingo, san Vicente Ferrer, santa Catalina de Siena y san Jacinto, entre los dominicos, y san Agustín, san Nicolás Tolentino y San Guillermo, entre los agustinos. Junto con ellos fueron promovidos varios de los apóstoles, en especial san Pedro y san Pablo, san Bartolomé, san Andrés y Santiago. Los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana; santa María Magdalena; san Cristóbal; san Martín, y sobre todo los mártires (san Juan Bautista, san Sebastián y santa Catalina de Alejandría), estaban también entre las figuras más difundidas por los religiosos. Este grupo de santos dieron su nombre a poblados y a personas, a ríos y a montañas, a barrios y a templos. La misma actitud podemos ver ante el culto a las reliquias de aquellos 105

T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. i, cap. 4, p. 24. J. Lockhart, op. cit., p. 365. 107 Joaquín García Icazbalceta, “Relación de Andrés de Tapia sobre la conquista de México”, en Colección de documentos inéditos para la historia de México, vol. ii, p. 586. 106

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religiosos que murieron en olor de santidad. Sus hermanos de hábito promovieron que sus restos mortales y los objetos que les pertenecieron fueran venerados por los indios a quienes ellos habían cristianizado. Es muy representativo al respecto el caso del cadáver incorrupto de fray Martín de Valencia enterrado en Tlalmanalco, el cual fue desenterrado en numerosas ocasiones para satisfacer la curiosidad de sus devotos, hasta que un día desapareció en forma por demás misteriosa.108 En la nueva concepción religiosa, los dioses antiguos también tomaron un lugar, pero se les asoció con los demonios; algunos frailes sostuvieron con ellos una encarnizada lucha y se enfrentaron con sus manifestaciones, los ídolos, con los que hablaban y a los que destruyeron.109 La necesidad de combatir al Demonio llevó a los frailes a plantar cruces por todos lados. El ámbito habitado por los indios fue sacralizado con misas y cruces, actos que constituían no sólo un exorcismo sino una apropiación del espacio por parte de los misioneros cristianos. Para ellos, el Demonio se vio obligado a huir a los oscuros lugares donde nadie habitaba: las cuevas, los yermos y los montes, por lo que allá también se pusieron cruces. Para los frailes, el mundo prehispánico era demoniaco, como lo demostraban los sacrificios humanos, los cultos idolátricos y la presencia obsesiva de la serpiente como símbolo religioso. La presencia de los santos y las victorias sobre los demonios se dio gracias a un extraordinario despliegue ritual, con ceremonias vistosas, misas con músicos y cantores, procesiones, flores, cirios y danzas. Al igual que las ceremonias cristianas alrededor de los difuntos (que permitieron la adaptación de antiguos cultos a los muertos y de la comunicación con los antepasados), las fiestas de los santos fueron importantes puentes entre los rituales prehispánicos y los que traían los religiosos, quienes dirigieron gran parte de los tributos que se destinaban a los templos y a las fiestas de los dioses para el nuevo culto a los santos. Las ceremonias eran una parte central del aparato difusor del mensaje cristiano como prácticas comunitarias, medio idóneo para unos frailes que consideraban a sus fieles como seres incapaces de comprender abstracciones y que necesitaban de lo festivo y lo visual para sentirse atraídos hacia la nueva religión que se les predicaba. El calendario cristiano fue, junto con la imagen, el sermón, el catecismo y el teatro, uno de los agentes principales de aculturación. A menudo, con ocasión de las grandes fiestas del ciclo litúrgico (Epifanía, Pascua, Corpus Christi, Navidad o san Juan Bautista) y como un medio de catequesis, los religiosos hicieron uso de espectáculos teatrales de muy diversa índole. El tipo de representación más común fue el auto sacramental de tema bíblico (como la Creación o el Juicio Final), o la narración 108

Cf. J. de Mendieta, op. cit., libro v, primera parte, caps. 13 y 16, vol. ii. Véase en este sentido la descripción que hace fray Juan de Grijalva del diálogo entre fray Antonio de Roa y el ídolo Mola, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, p. 90. 109



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sobre la vida de los santos; en ellos, los fieles reunidos en el atrio podían contemplar la precipitación de los condenados en las llamas infernales, la resurrección de los muertos o las apacibles delicias del paraíso terrenal, mientras escuchaban sencillos diálogos en su lengua. En otras ocasiones, lo que se admiraba eran tan sólo pequeños cuadros mudos que se escenificaban dentro del templo y se intercalaban durante la misa, como los misterios del rosario o la Epifanía. Motolinia señalaba el gran éxito que tuvo entre los indios la celebración de la fiesta de los Reyes Magos, “porque les parece que es propia fiesta suya” y traían la estrella desde muy lejos con cordeles y ofrecían a la Virgen y al niño cera, incienso, palomas y codornices en un pesebre construido en la iglesia.110 Para los misioneros la fiesta de los Santos Reyes, que para la segunda mitad del siglo ya se escenificaba con una cabalgata, era un buen argumento para predicar que el mensaje cristiano iba dirigido a todas las naciones del orbe, además de ser un tema dirigido a consolidar y santificar el papel rector de la monarquía católica sobre los indios. A veces, los frailes promovieron también grandes pantomimas, como la realizada en Tlaxcala, que incluían danzas y cantos. Los indios varones (las mujeres estaban excluidas) tuvieron en estas representaciones una gran libertad de actuación y una participación muy activa; ellos eran los que armaban las escenografías con árboles, animales y castillos; ellos elaboraban sus complicados vestuarios y realizaban sus danzas y cantos; eran ellos los actores, y en sus lenguas se expresaban sus diálogos. A veces incluso ellos fueron quienes los escribieron. En la organización de esos espectáculos tuvieron un importante papel las instituciones comunitarias.111 Las autoridades españolas y los frailes estaban conscientes de la necesidad de utilizar el aparato festivo para legitimar la presencia política y religiosa de los españoles. Bernal y Motolinia mencionan la fabricación de “bosques” efímeros con árboles, plantas y animales en los atrios del templo como parte de los festejos en el siglo xvi, escenografías que recuerdan los festivales dedicados a Tláloc. La música y la danza fueron parte fundamental de estos espectáculos paralitúrgicos. Desde fechas tempranas los frailes organizaron a los músicos en capillas, cuyo elevado número de cantores y músicos tocaban diversos instrumentos precortesianos y europeos y acompañaban la misa dominical. Para Zumárraga, los indios se convertían más por la música que por la predicación, y agrega: “los vemos venir de partes remotas por oír y trabajar por la aprender y salir con ello”.112 En lo que respecta a la danza, desde los primeros años fray Pedro de Gante la permitió en los atrios al darse cuenta de que para los indios era fundamental cantar y bailar a sus dioses. En estos mitotes se mezclaron ya desde tiempos tan tempranos la tradición de las danzas de mo110

T. de Motolinia, Historia de los indios…, trat. 1, cap. 13, p. 55. María Beatriz Aracil Barón, El teatro evangelizador. Sociedad, cultura e ideología en la Nueva España del siglo xvi, pp. 20 y ss. 112 Carta de fray Juan de Zumárraga, México, 17 de abril de 1540, en Mariano Cuevas, Documentos inéditos del siglo xvi para la historia de México, p. 99. 111

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ros y cristianos con los rituales guerreros indígenas (tocotines) en los que se cantaban historias de los señores principales. Con el tiempo estos bailes serían parte de todo espectáculo festivo en la Nueva España. Aunque los religiosos dieron a estas danzas el simbolismo cristiano de una lucha entre la fe y la idolatría, para los indios fue un medio ideal para mantener vivos muchos de sus antiguos ritos. Antes de comenzar los bailes, los danzantes iban al mercado para que los pintaran de colores a la usanza antigua y cuando cantaban durante las danzas remarcaban el principio y el final del canto cristiano, pero en medio insertaban plegarias a sus dioses que decían en voz baja. A causa de tales actividades, el obispo Zumárraga mandó prohibir esas danzas argumentando que era un gran desacato al Santísimo que en las procesiones fueran hombres con máscaras y hábitos de mujeres, danzando y saltando con meneos deshonestos; prohibición que fue ratificada por el Concilio Provincial de 1565. La actitud del obispo respondía a un hecho: desde 1526 la fiesta del Corpus Christi que organizaba el Ayuntamiento de la capital se hacía con un despliegue festivo (danzas, representaciones teatrales, mascaradas y carros alegóricos) que el espíritu reformador de Zumárraga consideraba demasiado mundano y, sobre todo, de muy mal ejemplo para los recién convertidos.113 Frente a esa actitud contraria, algunos franciscanos opinaban que había que dejar que los indios se apropiaran del culto cristiano, pues al volverlo parte de su vida cotidiana asimilarían mejor la fe que se les pretendía inculcar. Con esta finalidad promovieron que en fiestas como el Día de Corpus Christi, la Semana Santa o las fiestas de los santos patronos de los pueblos se diera un despliegue de flagelaciones públicas, de vistosas procesiones decoradas con arcos y tapetes de flores, estandartes de plumas, copal, luminarias, disfraces y papeles de colores, amenizadas con cantos, representaciones teatrales y comidas comunitarias, que a veces terminaban, a pesar de los frailes, en verdaderas borracheras rituales. Cantores, cabildo y frailes trabajaban en las fiestas de los santos patrones y sus fondos provenían de las cajas de comunidad, que se habían fundado para otros gastos pero que básicamente se gastaban en fiestas; para muchos ésta era la prueba más palpable del éxito de la evangelización. En el Códice Sierra, que reproduce las cuentas y gastos de la comunidad de Tejupan, se puede notar que el 90 por ciento de los gastos iban dirigidos a actividades religiosas: trompetas para la iglesia, cajas de hierro para la sacristía, terciopelos, damascos y tafetanes para las vestiduras sagradas y vestir el altar, candelabros, cera, vino, salarios del vicario y del sacristán, etcétera.114 113 Israel Álvarez Moctezuma, “Civitas Templum. La fundación de la fiesta de Corpus en la ciudad de México (1539-1587)”, en Monserrat Gali y Morelos Torres (eds.), Lo sagrado y lo profano en la festividad de Corpus Christi, pp. 41-59. Ver también Nelly Sigaut, “Corpus Christi: la construcción simbólica de la ciudad de México”, en Víctor Mínguez, ed., Actas del III Simposio Internacional de Emblemática Hispánica, p. 39. 114 Ronald Spores, The Mixtecs in Ancient and Colonial Times, pp. 175 y ss.



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Esa misma actitud se puede observar en la enorme actividad constructiva de capillas tanto domésticas como públicas, en cuyas celebraciones también se hacía una gran cantidad de gastos. Cervantes de Salazar señalaba que en la ciudad de Tlaxcala y en su comarca había para mediados del siglo xvi más de cuatrocientas iglesias, “sin muchas que han mandado derrocar los obispos, por no ser necesarias y ocuparse el culto divino y evitarse algunas demasiadas comidas y bebidas que con ocasión de las advocaciones de las iglesias los indios hacían”.115 Poco a poco el espacio festivo se fue asociando con las cofradías, asociaciones de laicos que desde la Edad Media se establecieron para organizar las fiestas religiosas y para ayudar a sus miembros desamparados. Alrededor de 1540 muchas comunidades cumplían sus objetivos gracias a algunos bienes que poseían y con los que pagaban al convento los servicios litúrgicos. Los frailes fomentaron la creación de estas organizaciones de laicos como un medio para adquirir limosnas en una época en que las donaciones individuales disminuyeron a causa de la despoblación. En el ámbito de las comunidades indígenas, las fiestas de los santos y sus imágenes fueron un medio adecuado para reconstruir su mundo espiritual, fuertemente golpeado por la conquista. Los santos fueron así integrados como divinidades, sustituyendo a los calpulteome, dioses protectores de los barrios; de esta manera cubrían las funciones rectoras del cosmos sobreponiendo a sus atributos aquellos que poseían los señores que regenteaban las fuerzas naturales. Cristo se convirtió en un dios solar sacrificado y sangrante y María se vinculó con Tonanztin Coatlicue, la gran madre. En ocasiones también pudo haber asociación entre santos y dioses gracias a la coincidencia de las fiestas de ambos como resultado de un bagaje agrícola común, aunque a menudo los ritos cristianos no eran muy claros para los indios. Las dificultades de la comunicación y la comparación con sus prácticas ancestrales crearon interpretaciones muy peculiares. En un juicio hecho a don Pedro, un cacique de Michoacán, éste declaró que la misa era una forma de adivinación, como la que practicaban los sacerdotes nativos con agua en una jícara.116 Sin duda la aceptación de los santos se debió a que en el mundo prehispánico era una práctica generalizada que el pueblo conquistado recibiera a los dioses de los vencedores como símbolo de sometimiento. Los indios aceptaron a los santos como parte de esa imposición, como uno de los elementos que traía consigo el nuevo régimen político, pero también porque la conquista había mostrado que los dioses cristianos eran muy poderosos, por lo que convenía tenerlos contentos; esto fue además posible pues a varios de los santos se les mostraba con el atuendo guerrero de los conquistadores, como los casos de Santiago y san Miguel. Por tanto, el dios ajeno y aceptado podía ser propiciado tanto para pedirle beneficios como para librarse de sus 115 116

Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de Nueva España, cap. 51, p. 246. B. Warren, La conquista de Michoacán, p. 128.

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daños. La única diferencia con los tiempos pasados era que los nuevos dominadores tenían una actitud exclusivista y no toleraban la convivencia de sus dioses con los de las religiones antiguas. Tales fenómenos de asimilación fueron posibles también gracias a la existencia de paralelismos entre las dos religiones y a que el cristianismo presentaba a los indios un catálogo formal que les ofrecía variadas imágenes de niños, mujeres, hombres, ancianos, seres alados y demonios con los que pudieron realizarse las superposiciones necesarias con sus antiguos dioses. Además, la enorme cantidad de representaciones asociadas con el martirio y con la sangre, incluido el de Cristo, debió constituir para los indios un rico arsenal de imágenes que los remitían a los sacrificios ofrecidos a sus dioses. Santa Catalina de Alejandría con una cabeza a sus pies debió hablarles de los trofeos de guerra que en algunos pueblos los guerreros acostumbraban obtener como parte de su prestigio. El martirio de san Sebastián fue quizás asociado con el sacrificio por asaeteamiento que se realizaba con algunos prisioneros capturados en la guerra, además de ser iconográficamente el más cercano a la crucifixión.117 El corazón traspasado por tres flechas que simbolizaba a san Agustín debió referirlos a la ceremonia en la que se extraía esa víscera del cuerpo de los sacrificados. La muerte de san Lorenzo pudo recordarles a las víctimas humanas ofrecidas en honor de la diosa Cihuacóatl. El martirio de san Bartolomé, a quien le fue quitada la piel, pudo recordarles al dios Xipe Totec, señor de las cosechas a quien se ofrecía un sacrificio por desollamiento, después del cual el sacerdote bailaba colocando sobre su cuerpo la piel de la víctima. Casi tan importante como la religión de amor, la religión de violencia conseguía captar la atención de los indios hacia la nueva ritualidad que traían los invasores españoles. En este proceso de asimilación llegaron a integrarse incluso los animales que servían de atributo a los santos y que fueron identificados con su tona o entidad protectora. A estas representaciones de seres humanos y animales se les hacían ofrendas de cera, comida y bebida, se les sacrificaban gallinas y otros animales y se derramaba pulque en su presencia, pensando que las enfermedades les venían por no darles los alimentos que requerían.118 San Juan Bautista, por su asociación con el agua, ocupó su lugar en el panteón indígena y, al igual que Tláloc, dios de las lluvias, se convirtió en el señor del oriente. Los indígenas celebraban su fiesta, que además coincidía con el solsticio de verano, con representaciones teatrales donde se narraban escenas de la vida del precursor y este teatro debió ser asociado con un ritual propiciatorio.119 Santa Ana, la abuela de Cristo, sustituyó a Toci, abuela de los dioses, y 117 P. Escalante, “Cristo, su sangre y los indios. Exploraciones iconográficas sobre el arte mexicano del siglo xvi”, en Helga von Kügelgen (ed.), Herencias indígenas, tradiciones europeas y mirada europea, pp. 71-93. 118 Jacinto de la Serna, Manual de ministros de indios para el conocimiento de sus idolatrías y extirpación de ellas, pp. 64 y ss. 119 T. de Motolinia, Historia de los indios…, p. 63.



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fue impuesta como patrona en aquellos pueblos donde existía un santuario a esa diosa. El párroco Jacinto de la Serna decía que al fuego, considerado como un dios viejo, se le llamaba san Simón o san José, que eran representados como ancianos, “y con estos nombres disimulan y conservan el antiguo nombre con que llaman al fuego Huehuetzin, que quiere decir viejo”.120 Sin embargo, tales superposiciones no siempre se hicieron por las similitudes aparentes entre los atributos de los santos y los de los dioses, sino por asimilaciones relacionadas con los toponímicos o por la coincidencia de las fiestas de ambos. En cuanto a la primera forma, Aguirre Beltrán demostró en el caso de los varios pueblos de Veracruz que los religiosos, al elegir a los santos patronos de los poblados, asimilaron alguna característica del toponímico indígena y del dios protector al del santo que se les imponía. A Tlaquilpa (lugar de rica vestimenta) se le dio por patrona a María Magdalena; a Mixtla (lugar dedicado a Mixcóatl, señor de los chichimecas) se le puso bajo la tutela de san Andrés, evangelizador de los escitas bárbaros del norte. El mismo autor, por otro lado, al hacer un cotejo de las fiestas cristianas y paganas, puso de relieve paralelismos entre las de los dioses y los santos, que fueron resultado de un bagaje agrícola común. En febrero, la fiesta de la virgen de las Candelas correspondía a ritos propiciatorios a la diosa del agua Chalchiuhtlicue; la Semana Santa coincidía con los ritos a Tezcatlipoca, asociados con sacrificios como el de Cristo; el anciano san José, con su vara florida, al dios Xipe Totec, celebrado cuando la naturaleza reverdece; la celebración de San Francisco a principios de octubre coincidía, por su asociación con los animales, con las fiestas de Mixcóatl, dios de la caza.121 Para los indios, los santos eran los parientes de Cristo y existían desde antes de la creación del mundo. Al igual que los dioses apetecían cosas y buscaban satisfactores, por lo que era necesario hacerles ofrendas de alimento y las primicias de las cosechas. Jacinto de la Serna señalaba que los indios hacían sacrificios a los santos (a quienes algunos tienen como dioses) ocultando detrás de este culto sus ritos idolátricos. “Y pasa tan adelante su paliación y disimulación que hacen a los santos sacrificios... sacrificando gallinas y animales, derramando pulque en su presencia, ofreciéndoles comida y bebida y atribuyéndoles cualquier enfermedad que les viene, y pidiéndoles su favor y ayuda y dándoles gracias si consiguen lo que piden, pareciendo que esto hacen con los santos a quien tienen delante”.122 Los santos y los demonios se integraron así como fuerzas cósmicas positivas y negativas, pero no necesariamente dentro de los códigos de la cultura occidental. En una tradición totonaca, por ejemplo, la virgen del Carmen estaba casada con Lucifer. Los santos tenían, por tanto, poder para otorgar beneficios, pero también 120

J. de la Serna, op. cit., p. 65. Gonzalo Aguirre Beltrán, Zongolica: encuentro de dioses y santos patronos, pp. 60 y ss., y 166 y ss. 122 J. de la Serna, op. cit., pp. 64 y ss. 121

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eran seres con un potencial destructivo. Mendieta cuenta, por ejemplo, que al principio de la evangelización los indios llamaban a san Francisco el cruel, pues en su fiesta, el 4 de octubre, al cesar las aguas, caían las heladas y con ellas se perdían maíz y legumbres.123 Los santos no eran, sin embargo, entes abstractos, su fuerza estaba presente en sus imágenes que eran consideradas ixiptla, receptáculos de un poder, presencias que poseían la fuerza.124 Algunos etnólogos han insistido en este carácter mágico de las imágenes en comunidades actuales; en Ihuatzio, Michoacán, las diferentes representaciones de san Francisco se consideraban como santos distintos.125 El uso de las lenguas vernáculas y de algunos símbolos del mundo mesoamericano para la difusión del cristianismo forjó una religión sincrética, que en un principio asimiló elementos y símbolos cristianos a las antiguas concepciones indígenas. Este sincretismo cultural no sólo fue fruto de la resistencia del paganismo a desaparecer, sino también surgió como resultado de las iniciativas de los frailes y de la presencia de los colaboradores indígenas, apegados aún a su cultura tradicional. Ejemplos de ello fueron la tolerancia de los sahumerios con copal, de la tradición de anudar la capa del hombre al huipil de la mujer durante la ceremonia matrimonial, de los mitotes y del juego ritual del volador o el permitir que a los muertos se los sepultara con una piedra de jade en la boca y con una jarra de agua a su lado, para el viaje al más allá. Así, junto con los cultos cristianos convivían los ritos agrícolas, las prácticas médicas tradicionales y la religión doméstica. Las parteras, los curanderos y los ancianos fueron los encargados de transmitir esos saberes, y a menudo los viejos sacerdotes y los mismos caciques fomentaron el culto a las antiguas deidades, ocultándolas debajo de las cruces y atrás de los altares de las iglesias, y haciéndoles sacrificios y ofrendas en los montes, en las cuevas y en los bosques. Gracias a estos dioses tutelares o santos patronos, los pueblos recién congregados, formados a menudo con grupos de procedencia heterogénea, pudieron reconstruir su mundo espiritual; con ellos se crearon los lazos que hicieron posible la integración y la convivencia.126 Al convertirse en dioses tutelares de los pueblos, los santos se volvieron elementos de resistencia y detrás de ellos se ocultaron muchas concepciones indígenas anteriores a la conquista. Sin embargo, en su aceptación podemos encontrar también procesos de adaptación de los códigos occidentales, pues la relación con las fuerzas celestes se volvió más directa y la comunicación con ellas más cercana; sin duda los dioses de los cristianos tenían rasgos más humanos que las antiguas divinidades sanguinarias. 123

J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 502. Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes, p. 61. 125 Pedro Carrasco, El catolicismo popular de los tarascos, p. 197. 126 Cf. Marcello Carmagnani, El proceso de reconstitución de la identidad étnica en Oaxaca, siglos xvii y xviii. 124

III. LA ERA MANIERISTA. FORJANDO LOS SÍMBOLOS Y LAS PRÁCTICAS En la época de Felipe II, España dictaba la política en Europa e intentaba imponer su dominio sobre el Mediterráneo y el Atlántico como campeona de la ortodoxia católica con un claro sentido de hegemonía religiosa. La lucha con el imperio turco, símbolo de la vieja idea mesiánica de cruzada contra el Islam, terminaba en Lepanto con un triunfo para la cruz. Menos afortunados fueron los sucesos en el mar del norte donde las fuerzas protestantes salieron victoriosas, primero con el abatimiento de la Armada Invencible por Inglaterra, y después con el triunfo de la rebelión de independencia en Holanda. Detrás de la máscara religiosa se gestaba el nuevo rostro económico capitalista de las relaciones internacionales. España, obligada a regirse por los nuevos códigos, se vio presionada por los enormes gastos ocasionados por las guerras europeas y entró en una profunda crisis. Con una política económica desfasada, dejó que los metales americanos pasaran por su territorio para dirigirse a beneficiar a los países que desarrollaban entonces economías más acordes con los nuevos tiempos. Desde entonces, el fenómeno será decisivo para el desarrollo económico de Occidente: los metales que llegaron a España en grandes cantidades se fueron a los países del norte de Europa, centros que estaban generando el naciente capitalismo. En la península ibérica el oro y la plata americanos provocaron inflación y crisis, pero también en ella se quedó mucho de ese metal; con él se sufragaron obras de arte, se mantuvo la corte de los reyes Austrias y se sostuvieron las guerras; con esos metales, e incluso con la fundición de piezas de oro y plata indígenas, se labró una rica orfebrería que llenó las sacristías de las iglesias y los aparadores de los palacios. América cumplió con creces las expectativas del mito de Jasón y su vellocino de oro. La crítica situación de la península acentuó las distancias sociales. Frente a una casta señorial y eclesiástica que detentaba la riqueza del país y que gastaba en lujos y en obras de arte, se encontraba una población miserable que, emigrada del campo empobrecido, se apiñaba en las ciudades para sobrevivir de las migajas que les dejaban los poderosos o pasaba a América a buscar mejores condiciones de vida. Paradójicamente, junto a esta decadencia social y económica, Felipe II sustentaba la idea mesiánica de una España elegida de Dios para defender la fe verdadera contra los herejes e infieles y que se perfilaba como la punta de lanza de un movimiento religioso de renovación al cual algunos historiadores han llamado Contrarreforma. Las nuevas pautas culturales y religiosas impuestas por esta corriente fortalecían la posición de los clérigos como rectores sociales y ejercían mayores controles sobre la religiosidad popular. Al mismo tiempo se propugnaba por 119

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un desbordante culto a las imágenes y a las reliquias y se promovían nuevas devociones, lo cual influyó en todas las formas de expresión filosófica, literaria y artística. España se encerró en sí misma y se opuso a todo aquello que atentara contra la ortodoxia religiosa, sostenida por la monarquía y la Iglesia. Esta cultura monárquica de carácter universal puso las bases para una concepción en la cual el rey se convertía en el símbolo cohesionador de la diversidad de reinos que formaban el imperio español. Aunque el sistema promovido por Felipe II y sus consejeros tendía a la unificación legal, administrativa y religiosa, la misma estructura del imperio español, la distancia a la que se encontraban los reinos americanos de la metrópoli y la situación social y económica del Nuevo Mundo favorecieron la formación de importantes grupos locales de poder. A esto se añadía una intensa actividad reformadora que en Nueva España abarcó el periodo entre el virreinato de Martín Enríquez de Almanza (1568-1580) y el de Luis de Velasco el joven (1607-1611). Durante él se definió el carácter futuro de la Nueva España con medidas determinantes: la supresión de una serie de privilegios fiscales (1570); la promulgación de ordenanzas sobre la población (1573) y para el fomento a la producción minera (1582); el Tercer Concilio Provincial (1585), que sentó las bases de la organización diocesana tutelada por el Regio Patronato, y la segunda congregación de pueblos indígenas (1593-1621), que reestructuró su organización y redujo a las cabeceras la mayor parte de las visitas o estancias. A partir del gobierno de Martín Enríquez se buscó también reforzar la autoridad real y los intereses de la Corona sobre el Nuevo Mundo. Ello trajo consigo el afianzamiento de instituciones y de sus aparatos de representación, esos rituales del poder que formaban la parte más importante de la estructura política colonial. Por medio de ellos no sólo se manifestaban el papel unificador de la monarquía y el poder de las fuerzas que gobernaban y administraban el territorio, sino que los rituales eran también el instrumento por medio del cual se construía la realidad política y se hacían las negociaciones entre las autoridades y las elites locales. Por otro lado, la Nueva España vivía en las últimas décadas del siglo xvi y las primeras del xvii un intenso proceso de expansión territorial. Después de una prolongada guerra a sangre y fuego entre 1550 y 1590 contra los chichimecas, se iniciaba la colonización del Bajío a fines de la centuria y los jesuitas comenzaron a fundar sus misiones en Sinaloa y Sonora. El nuevo tipo de expansión realizado sobre pueblos nómadas y seminómadas creó un distinto sistema de colonización y tuvo como principal motor el descubrimiento de minas de plata, hecho que transformó la situación social y económica en el virreinato. Por las mismas fechas se abría para Nueva España la ruta del Pacífico y Filipinas, que se convertiría en fuente de riqueza al insertarse en la zona comercial del sureste asiático, así como en un campo de expectativas de expansión misionera. La gran beneficiada de estos cambios fue la Corona y los nuevos sectores que ella apoyaba: los mercaderes (que muy pronto se beneficiaron con la mi-



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nería norteña y el comercio asiático y europeo), los funcionarios encargados de controlar el cobro del tributo indígena (alcaldes mayores y corregidores), los terratenientes y los obispos. Estos grupos desplazaban a los sectores que habían regido la sociedad novohispana de los primeros tiempos: los encomenderos, los frailes y los nobles indígenas. Esta situación se daba en el marco de una crisis demográfica que afectaba a la población nativa y que provocó la necesidad de redistribuir la fuerza de trabajo para fortalecer a la creciente actividad minera, el auge constructivo de las ciudades y las empresas agrícolas de los nuevos colonos españoles. Desde el punto de vista cultural, la Nueva España recibió la Contrarreforma gracias a un conjunto de instituciones que hicieron posible la formación de una cultura autoritaria, aunque con un enorme poder de adaptación a las circunstancias locales: virreyes y obispos continuaron fortaleciendo el proyecto de una unidad imperial mesiánica en lucha contra las fuerzas del mal; el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permitir las manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia que generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572, propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las provincias de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito urbano; los monasterios de religiosas nacidos de las necesidad de dar cabida al excedente de una población femenina criolla cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios jesuíticos y de la universidad y apoyado por los cabildos de las catedrales y por los obispos que, por medio de los concilios provinciales, aplicaron las reformas propuestas en Trento al ámbito novohispano. Y frente a estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que luchaban por conservar los privilegios obtenidos al haber sido las primeras en llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el cambio. Finalmente, para dar a los laicos una mayor participación en la vida religiosa, además de promover instituciones de beneficencia, la transmisión de los valores locales y el control de las manifestaciones del culto, las órdenes religiosas y el clero secular fomentaron la creación de cofradías, órdenes terceras y congregaciones a las que pertenecían, dentro de un riguroso ordenamiento, casi todos los grupos sociales. Todas estas instituciones coadyuvaron a la construcción de un orden corporativo que estuvo modelado jurídicamente bajo la normatividad castellana medieval, pero que fue modificado por la cambiante realidad novohispana. Las corporaciones tenían como finalidad la unión de sus miembros en proyectos comunes, se juraban fidelidad, se organizaban bajo una estructura jurídica que excluía a los ajenos, elegían a sus autoridades y se identificaban con un cierto número de símbolos de representación. La creación de estos nuevos marcos institucionales y corporativos fue lo que hizo posible que en esta segunda mitad del siglo xvi se pudieran conformar identidades colecti-

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vas. México y Puebla fueron las dos ciudades pioneras en este sentido, ambas con corporaciones urbanas fuertes (ayuntamientos y cabildos catedralicios), con conventos mendicantes y colegios jesuitas y con un grupo de mercaderes que comenzaban a tender sus redes hacia todo el territorio. Fue en esta época que los poblanos comenzaron a controlar el comercio hacia el área de Oaxaca, de la cual se importaban tintes y lanas, y los de la capital, representados por su poderoso consulado, iniciaron su salida hacia Michoacán, el Bajío, Zacatecas, San Luis Potosí y Filipinas monopolizando el comercio y el abasto de créditos y mercancías en los centros mineros. Con estas organizaciones se consolidaba el proceso de institucionalización que vivía Nueva España y que abarcaba tanto el ámbito eclesiástico (cabildos, catedrales y provincias religiosas) como el civil (ayuntamientos, gremios, consulado de comerciantes), así como espacios mixtos donde convivían seglares y religiosos (las cofradías y la universidad). A partir de los cánones que les daba la retórica, clérigos y laicos iniciaron la construcción del espacio, y sobre todo del pasado, dentro de las estructuras que les daban dichas corporaciones. Alrededor de 1600 la Nueva España era un territorio integrado a la cultura occidental y al imperio hispánico gracias a la presencia de autoridades españolas que gobernaban y administraban el territorio en nombre del rey, a los inmigrantes provenientes de diversas regiones de la península y de los territorios imperiales (Flandes e Italia), a los religiosos que seguían llegando a América para cristianizar a los nómadas norteños o de que iban de paso hacia Filipinas, a la correspondencia epistolar interoceánica, a los objetos y obras de arte que llegaban para alimentar las ansias de lujo y prestigio de las nacientes oligarquías novohispanas y a la expansión del saber libresco que gracias a la imprenta era recibido entre los letrados novohispanos. A pesar de esta inserción a la cultura occidental, la presencia de la tradición indígena comenzó a forjar peculiaridades y matices en la versión americana de esa matriz hispánica. Con todo no será en esta etapa, sino hasta la siguiente, que la presencia de lo indígena se convierta en un elemento de diferenciación identitaria para los criollos. 1. América en entredicho. Defensores y detractores de lo americano Esta pues nueva, aunque antiquísima opinión, de que el paraíso ha sido en el Nuevo Mundo […] han tocado y referido autores graves [Este] sitio particular y propio que se distinguió de lo restante, con llamarle del deleite, en que puso Dios a Adán y Eva, en que estuvieron los árboles de la vida y del bien y del mal y en que nacía la fuente [es] la Ibérica Meridional que hoy, tomando el todo por la parte, se intitula Perú.1 1 Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo. Comentario apologético, historia natural y peregrina de las Indias occidentales, islas de tierra firme del mar océano, vol. i, pp. 136 y ss.



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La localización americana del paraíso había sufrido un fuerte retroceso a partir de 1508 cuando Américo Vespuccio y sus cosmógrafos señalaron que las tierras recién descubiertas eran un “nuevo continente”. Según el testimonio bíblico, Dios había sembrado el paraíso en el Oriente y la hipótesis americana contradecía el texto sagrado. Con todo, muchos autores siguieron mencionando la idea de que el paraíso se encontraba por debajo de la línea equinoccial, estaba lleno de una vegetación perenne y no sufría de los rigores del invierno. Uno de estos autores fue el vallisoletano radicado en Sudamérica Antonio de León Pinelo (1596-1660), cuyo libro El paraíso en el Nuevo Mundo (del cual procede el epígrafe) fue escrito a principios del siglo xvii, aunque quedó inédito hasta el siglo xx. En este texto, a partir de los padres de la Iglesia, el autor intentaba demostrar que los cuatro ríos del paraíso eran el Amazonas, el río de la Plata, el Orinoco y el Magdalena, por lo que el Edén debía encontrarse entre Perú y Brasil. Por otro lado, la existencia de una naturaleza rodeada de volcanes permitía sospechar una clara alusión a los ángeles que con espadas de fuego protegían el acceso del paraíso. Finalmente, Pinelo muestra como prueba irrefutable de sus hipótesis que sólo en esta parte del mundo crece una planta llamada granadilla (maracuyá), de aspecto y frutos deleitosos y cuya flor presenta una corola con espinas y unos pistilos en forma de tres clavos (por lo que también se le llama árbol de la pasión). Esta planta, concluye, en cuya flor se hayan las insignias de la redención de Cristo, fue la que produjo la fruta con la que se perdió el género humano por el pecado.2 Para la segunda mitad del siglo xvi europeos y americanos habían perdido el asombro original de los descubrimientos. La administración española, al transformar el espacio americano en una continuación de España, pretendía que éste fuera lo más semejante a la metrópoli, por ello, poco a poco, la discusión sobre el Nuevo Mundo girará más alrededor de cómo organizarlo y administrarlo que sobre lo excepcional de su naturaleza. Se hizo entonces una historia idealizada que se utilizó como recurso político y que veía a España como una nación con un destino providencial. Por otro lado, la edición y traducción de las obras de Pedro Mártir de Anglería, de fray Bartolomé de las Casas y de Francisco López de Gómara produjo un enorme interés por los aztecas en el mundo intelectual de la era manierista europea. Desde la segunda mitad del siglo xvi, en los libros de viajes y en las historias universales, fueron cada vez más comunes las referencias a América y la presencia de dos temas recurrentes: la leyenda negra sobre los horrores cometidos por España durante la conquista, basada sobre todo en Bartolomé de las Casas, y la visión negativa de los indios, seres llenos de vicios, bárbaros y sumidos en las tinieblas demoniacas. Para atajar la primera, el rey Felipe II creó en 1570 el cargo de cronista oficial de las Indias, adscrito al Consejo que tenía bajo su cuidado los asuntos americanos. Antonio de Herrera 2 Teresa Gisbert, El paraíso de los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina, pp. 155 y ss.

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(1559-1625), que ocupó ese cargo desde 1596, escribió después de varios años de investigar su monumental Historia general de los hechos de los castellanos en islas y tierra firme del mar océano.3 Sobre la visión de los indios llenos de vicios tan sólo se levantó una voz solitaria en Europa que mostró una actitud positiva ante el indio americano, Michel de Montaigne, quien vio en ellos a pueblos que combinaban la virtud del estado natural con grandes realizaciones culturales y los utilizó para criticar a la civilización europea.4 La retórica, sin embargo, los definió a partir del vituperio o de la exaltación. Para contrastarlos con las virtudes de los españoles, los indios eran viciosos, sodomitas, holgazanes o crueles; en cambio, para exaltar las hazañas de los conquistadores, eran pueblos con instituciones sociales y políticas sólidas y poderosas. En la difusión de estas ideas sobre América los grabados jugaron un papel fundamental; sus indios semivestidos con plumas y sus orgías de sangre, moviéndose en urbes con pirámides, templos y palacios de tipo “renacentista”, llenaron los libros sobre las Indias Occidentales con imágenes que produjeron un estereotipo del que Europa no se desprendería sino hasta el siglo xix. Entre todos estos grabados, fueron quizás los del impresor Théodore de Bry y los de sus hijos los que popularizaron con mayor ímpetu la “leyenda negra” y la visión estereotipada del indio americano. Huido del Flandes español en 1570 y asentado en Fráncfort, en los dominios del calvinista Federico III, Théodore de Bry publicó sus Grands Voyages, una serie profusamente ilustrada con imágenes de sacrificios humanos y canibalismo. En 1599 sus hijos imprimieron las láminas dibujadas por Iodocus A. Winghe que ilustraban una traducción de la Brevísima relación de fray Bartolomé de las Casas con violentas y aterradoras escenas de la conquista de México; esas imágenes reforzaron la visión nefasta que se comenzaba a generalizar en Europa sobre la actuación de España en el Nuevo Mundo y mostraron una civilización de indios emplumados que habitaban en ciudades de tipo europeo. Tiempo después, el tema azteca se difundió gracias a la publicación de grabados que hizo el clérigo anglicano Samuel Purchas en el llamado Códice Mendocino en 1625. Aunque los dibujos, que copiaron el códice original, eran muy burdos, el dar a conocer su contenido inauguró una nueva etapa para la apreciación de la civilización azteca y de su alto grado de cultura.5 Desde el Renacimiento hasta el Barroco, a lo largo y ancho de Europa, en muchos festejos aparecieron los exóticos americanos vestidos de plumas, danzando en las fiestas y con atributos de sus práctica antropofágicas en una imagen que los europeos podían identificar con la de los indios.6 3

La obra fue impresa entre 1601 y 1615 en dieciséis volúmenes. Una edición moderna en cinco volúmenes, Madrid, Universidad Complutense, 1991-1999. 4 Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento occidental, pp. 168 y ss. 5 Athanasius Kircher, jesuita esoterista y polígrafo, conoció los grabados de Purchas y dedicó a los aztecas un capítulo de su Oedipus Aegypciacus, estudio sobre la escritura jeroglífica. B. Keen, op. cit., pp. 218 y ss. 6 Huggette Zavala, “América inventada. Fiestas y espectáculos en la Europa de los siglos xvi



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Frente a la abundante imaginería sobre el nativo americano en el centro de Europa, extrañamente ni en España ni en Portugal se creó una imagen del indio original y las escasas veces que aparece siempre está tomada de las visiones brasileñas creadas en el norte europeo.7 Ello no se debió ciertamente a la falta de modelos, pues sabemos de la llegada de numerosos indígenas a la península, desde los antillanos llevados por Colón después de su primer viaje y los ochocientos esclavos llegados en 1498, hasta los seis indios totonacas que envió Cortés junto con el tesoro de Moctezuma (descritos por Pedro Mártir) y el grupo que el mismo conquistador llevó en 1528 y del que el pintor alemán Christoph Weidit dejó constancia pictórica. A estas presencias debemos agregar la llegada de códices con información visual sobre la realidad indígena pintada por ellos mismos. En España se conservan, entre otros, el Códice Tudela, que trata de asuntos rituales y de los antiguos dioses, al parecer copia de un manuscrito que se pintó en la primera mitad del xvi posiblemente por encargo de fray Andrés de Olmos, y la Relación de Michoacán, realizada alrededor de 1541, posiblemente por orden de fray Jerónimo de Alcalá, y formada por ciento cuarenta hojas y cuarenta y cuatro ilustraciones.8 Si bien es lógico que la información contenida en esos códices no trascendiera, dado que quedaron guardados en los archivos oficiales, asombra que las pocas imágenes que se grabaron en España sobre el mundo indígena sean tan pobres y estereotipadas como las que aparecen en los grabados de la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano de Antonio de Herrera. Sin embargo, en esta obra existen tres excepciones: los frontispicios que anteceden a las décadas segunda y quinta y la portada de la Descripción de las Indias. En ellas, el grabador Juan Peyrou, bajo la dirección del mismo Herrera, utilizó códices indígenas como fuente de información. La quinta procede de una serie de retratos de los reyes incas pintados por artistas nativos y llegados a España a instancias del virrey Toledo. Las otras dos proceden de códices mexicanos que se han identificado con los del grupo Magliabecchi por sus representaciones de dioses. Es notable, por ejemplo, en la portada de la década segunda, la presencia de guerreros ataviados como coyotes y jaguares que portan armas y estandartes de innegable tradición prehispánica. Estos grabados tienen como finalidad resaltar la grandeza de los imperios conquistados para exaltar las hazañas de los héroes castellanos, pero como dijimos, son una excepal xx”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, p. 34. 7 En una fecha tan temprana como 1505, en la catedral de Viseu en Portugal, aparece una adoración de los magos donde se pinta al rey que representa al Asia con las plumas de los recién descubiertos, que aún se creía eran asiáticos. Existe otra pintura portuguesa de mediados del xvi en la que aparece un demonio en el infierno ataviado con plumas en la cabeza. 8 Varios, México en el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. 1, pp. 28, 33, 64. Las fichas de los códices citados fueron escritas por Carlos Martínez Marín y Pablo Escalante.

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ción en el mundo hispánico.9 Resulta por demás paradójico que en los países con mayor información sobre los indios haya menos representaciones plásticas de ellos. A pesar de esta ausencia, el interés por lo americano en el ámbito culto español era grande, como puede percibirse en una disputa que, si bien comenzó en la primera mitad del siglo, tuvo su punto más fuerte en la era manierista. Se trata del tema sobre el origen de esos hombres no previstos en la tradición bíblica. Al principio la cuestión teológica del origen adánico del hombre americano fue la que más preocupó a los pensadores españoles, y aunque la mayoría los vio como seres humanos, hijos de Adán y Eva, hubo posiciones que los consideraron inferiores por la existencia de canibalismo y de sacrificios humanos entre algunos grupos. La defensa del indio que hiciera fray Bartolomé de las Casas, la bula de Paulo III Sublimis Deus de 1537 y la actitud general del humanismo en Europa se enfrentaron con esa idea y crearon las condiciones para una defensa de los derechos de los indios a la libertad y a ser tratados como seres humanos. Pero de ahí surgía un nuevo problema: ¿de qué parte del viejo continente provenían y cómo habían pasado a América? Las hipótesis más socorridas (después de que América quedó diferenciada del Asia) los hacían venir de la Atlántida o de Cartago, aunque el origen judío (por el Ophir del rey Salomón o por las tribus perdidas de Israel) también tuvo muchos seguidores. El tiempo de la salida debía situarse sin lugar a dudas después de Noé y de Babel a raíz de la pluralidad de lenguas, otros opinaban que pertenecían a las diez tribus que Salmanasar, rey de Asiria, desterró en tiempo de Osseas.10 Muchas de estas teorías fueron recopiladas por fray Gregorio García, que publicó en 1607 en Valencia su libro Origen de los indios del Nuevo Mundo. Crédulo e inhábil para hacer una crítica de sus materiales, este escritor es un ejemplo de las limitaciones que los occidentales tenían para entender el complejo mundo al que se enfrentaban a partir de los reducidos parámetros de su cultura bíblica. A mediados del siglo, algunos portugueses propusieron un origen chino, por la semejanza de los rasgos físicos entre ambos grupos. Entre 1589 y 1590, el jesuita Joseph de Acosta, , quien viajó por Perú y México, fue el primero que reunió todos los argumentos e intentó una explicación más lógica en su Historia natural y moral de las Indias; en ella eliminó la hipótesis del paso en barcos por el mar, imposible para explicar una inmigración constante tanto de hombres como de animales. Un paso por tierra hacía necesaria la presencia de un estrecho que comunicara América con Asia, o  9 Tom Cummins, “De Bry and Herrera: Aguas Negras or a Hundred Year war over an Image of America”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, pp. 17-31. 10 Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. 60; Juan de Torquemada, Monarquía indiana, vol. i, pp. 36-39. Este autor señala que esta creencia era muy común y la compartían Anglería, Las Casas y otros autores.



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con Europa, por el norte o por el sur. El indio americano quedaba unido así al resto de la humanidad y, con ello, a la historia de la salvación.11 Con todo, la imagen del indio idólatra y salvaje tuvo sin duda la supremacía en la conciencia europea, lo que se podía ver sobre todo en las representaciones de América. Para la fiesta anual de Amberes en 1564 se preparó un cuadro viviente con cuatro mujeres que simbolizaban las cuatro partes del mundo y en donde América estuvo presente por primera vez. Décadas después, en esa misma ciudad, Martín de Vos la dibujaba montada sobre un armadillo gigante como decorado para uno de los arcos triunfales colocados para honrar al archiduque de Austria; desde entonces el tema se volvió un elemento obligado para muchas celebraciones.12 Pero esta alegoría no sólo apareció en el ámbito de las fiestas y mascaradas públicas, sino también en los mapamundis, grabados y pinturas murales desde la segunda mitad del siglo xvi hasta avanzado el xviii. Desde sus orígenes, la alegoría quedó definida en sus dos representaciones plásticas más comunes: la que asociaba al Nuevo Mundo con el lujoso exotismo asiático y la que lo identificaba con la salvaje desnudez emplumada. En la primera concepción, América aparecía vestida con suntuosas telas, con aves de exóticos plumajes y portando un cuerno de la abundancia, como en el mapa de Giovanni de Vecchi de 1574. Pero poco a poco se fue imponiendo la otra imagen, la que la mostraba como una exuberante mujer desnuda y emplumada con fuertes cargas eróticas. En el grabado realizado por Jan Stradanus se la representa en una hamaca frente a Vespuccio y con una escena de canibalismo al fondo. Para éste y otros autores, la alegoría femenina parecía ser “la metáfora de la desfloración de la tierra virgen por obra del descubridor pionero”.13 Tal figura, asociada a las amazonas, se convirtió en el paradigma más común de América gracias a su inclusión en la Iconología de Cesare Ripa impresa con ilustraciones desde 1603.14 Esa América fiera y armada, asentada sobre un lagarto chato será la figura más frecuentemente utilizada para definir en adelante al nuevo continente. Para remarcar la abundancia, la figura se rodeará de frutos y de animales exóticos (piñas, bananas, cocodrilos, armadillos, guacamayas, leopardos, etcétera), todos símbolos asociados a la fertilidad y a la prodigalidad americanas.15 En España, América despertó curiosidad desde el siglo xvi, aunque con las muy pragmáticas miras de conocer sus recursos naturales para poder explotarlos mejor. Con esta finalidad, en 1577 Felipe II mandó a América una Instrucción y memoria en la que se hacían cincuenta preguntas sobre los re11

Ver Lee Huddleston, Origins of the American Indians. European Concepts, 1492-1729. H. Zavala, “América inventada…”, en op. cit., vol. i, p. 34. 13 Pier Luigi Croveto, “La visión del indio de los viajeros italianos”, en La imagen del indio en la Europa moderna, p. 16. 14 Cesare Ripa, Iconología, vol. ii, p. 108. 15 Hugh Honour, The new golden land. European images of America from the Discovery to the Present Time, pp. 84 y ss. 12

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cursos naturales y humanos de cada región y se solicitaba responderlas con precisión. De esta encuesta surgieron las Relaciones geográficas que aportaron una rica información y que fueron también para algunos americanos un buen pretexto para solicitar privilegios y hablar de las glorias de sus ciudades e incluir mapas de sus poblados.16 En este proyecto debió influir la azarosa expedición científica a Nueva España del doctor Francisco Hernández, protomédico general de las Indias enviado acá por Felipe II en 1570 y que regresaba a España en 1577, el mismo año de la Instrucción. Durante su expedición el médico se había dedicado a traducir al castellano la Historia natural de Plinio, y a escribir una monumental Historia natural de Nueva España que él consideraba como continuación y como complemento de la primera. Hernández envió y llevó consigo a España libros ilustrados por tlacuilos cuyas imágenes pasaron a decorar las paredes del palacio del Escorial, aunque después quedarían ocultos en la biblioteca hasta que un incendio los destruyó en el siglo xvii. Junto con los dibujos llegaron semillas, plantas vivas y disecadas y animales. Felipe II encargó al italiano Nardo Antonio Recco que “resumiese, revisase y adaptara a las condiciones tipográficas el original hernandino” de la Historia natural de Nueva España. La obra mutilada tuvo una primera edición en México en 1615 y otra, la más difundida en Europa e ilustrada, en Roma en 1648 por la Accademia dei Lincei, en cuya portada aparecen cuatro indios con sus tradicionales atuendos de plumas. Con esta edición, la nueva farmacopea americana se extendió rápidamente por Europa y será utilizada para curar enfermedades como la sífilis.17 Que lejos estaban aquellos momentos en los que el referente obligado de comparación para explicar lo americano era el topos renacentista del mundo al revés, tiempos en los que la maravilla o lo monstruoso eran sus términos explicativos. Es cierto que las consideraciones científicas aún se debían mover dentro de los límites que les imponían la teología y la Sagrada Escritura, lo que daba al conocimiento una extraña mezcla entre experiencia y credulidad, entre religión y ciencia, pero la época de los sueños y de las fantasías parecía haber quedado atrás. La obra de Hernández y la labor cultural de Felipe II era sólo la continuación de lo que se venía haciendo en España con el material que llegaba de América desde fines del siglo xv. Las consecuencias en el ámbito de la cultura no fueron menos trascendentales que aquellas causadas en la economía. Por principio de cuentas, con la aparición de América se ensanchó el horizonte del saber empírico hasta límites insospechados; se rompieron los viejos mitos geográficos, como el de la imposibilidad de que existiera vida en las antípodas o en el ecuador, y, con ello, se debilitaron los argumentos sobre 16 En varios de los mapas de las relaciones geográficas de 1578-1580 se presentan imágenes bastante detalladas de la plaza central y los edificios principales con una combinación de elementos prehispánicos y occidentales. 17 Germán Somolinos D’Ardois, La primera expedición científica en América, pp. 11 y ss.



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la autoridad incuestionable de Aristóteles o de los padres de la Iglesia. A partir de los descubrimientos portugueses en África y de los españoles en América se admitió la igualdad de la naturaleza en todo el orbe, reconociendo, sin embargo, la gran diversidad de sus regiones. Los descubrimientos aportaron información de muy variado orden: referencias sobre fauna y flora, sobre fenómenos meteorológicos, corrientes marítimas y aéreas, sobre las mareas y sus causas, sobre el clima, la geografía, la religión y las costumbres de muchos pueblos en una vasta área del mundo desconocido hasta entonces por Europa. La presencia del hombre americano desmentía, de golpe, no sólo las viejas creencias sobre los grupos semihumanos que habitaban en las fronteras del mundo, ponía además sobre mejores bases la concepción de la unidad esencial del género humano. En suma, el nuevo continente se presentó como un estímulo para el desarrollo del pensamiento científico y antropológico desde el Renacimiento y contribuyó a la ruptura de los dogmas y al relativismo cultural. Sin embargo, ese desarrollo no estuvo exento de los prejuicios y la prepotencia propios del eurocentrismo. Por otro lado, los descubrimientos generaron el desarrollo del derecho natural moderno, que tuvo su cuna en la península ibérica, mucho antes que fuera retomado por los juristas protestantes del siglo xvii. La lucha que éstos trabaron por un sistema de derecho natural válido para todos los tiempos y lugares es, propiamente hablando, la lucha por la invención de un sistema de convivencia humana. Aunque no rechazan la justicia ética del dominio hispánico, la fundamentan sobre los principios del respeto y la condicionan a una penetración pacífica.18 Por último, “América ha sido un territorio propicio a la objetivación de la utopía y buena parte de las esperanzas frustradas de Europa se han concentrado en el Nuevo Mundo”.19 Curiosamente los mitos de la Edad Dorada y del hombre natural transplantados a América permitieron el nacimiento de la utopía renacentista; Tomás Moro publicó su Utopía en 1516 y tuvo en cuenta para ello el De Orbe Novo de Pedro Mártir de 1511 y las cartas de Américo Vespuccio. Con la Edad de Oro, viva e incontaminada del territorio americano, los europeos generaron una visión crítica de su propia sociedad. Aunque el buen salvaje no tendrá el carácter de modelo de vida, salvo la excepción de Montaigne, sino hasta el siglo xviii. Desde Oviedo hasta Acosta, desde Juan de las Cosa a Francisco Hernández, España se convirtió en la principal fuente de producción de conocimientos sobre América; ella fue el puente por el que transitó el mundo americano al viejo continente. Sin embargo, los prejuicios sobre América y los americanos seguían siendo muy extendidos, a pesar de que la Corona española intentó difundir como prueba irrefutable de su labor civilizadora en América la imagen de 18 Joao da Silva Dias, Influencia de los descubrimientos en la vida cultural del siglo pp. 55 y ss. 19 Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, p. 16.

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unos nativos americanos asimilados a la cultura occidental. Además, para las fechas en que se elaboraban estos documentos América ya no estaba sólo poblada por indios; en ella vivían ya un considerable número de españoles y de africanos y se comenzaban a dar dos fenómenos que marcarían el futuro del continente: el criollismo y el mestizaje. ¿Qué noticias se tenía de ellos en España? En 1612 salía en Madrid el Tomo primero de las dos monarquías católicas de Juan de la Puente, que aseguraba: “influye el cielo de la América, inconstancia, lascivia y mentira: vicios propios de los indios, y la constelación los hará propios de los españoles que allá se criaren y nacieren”.20 Junto a la localización astrológica, influían también en esa degradación la alimentación, el clima y la calidad de la tierra, del agua y del aire. Varios otros autores europeos pensaban que el criollo tenía el mismo estigma que el indígena, al haber mamado la leche de las nodrizas indias; por ello, con el transcurso del tiempo, los criollos se irán hundiendo en la barbarie y la degeneración como había pasado con los indios. El tema no era nuevo, desde mediados del siglo xvi el prejuicio sobre América, su naturaleza degradada y sus salvajes eran ya un tópico común en Europa. Frente a esta posición se dejaron escuchar las voces de los americanos, tanto criollos como peninsulares, en su defensa, voces que debieron tener muy poco eco en España. Una de ellas fue las del humanista Francisco Cervantes de Salazar (ca. 1514-1575), quien en 1557 escribía desde México en sus Diálogos latinos: “En América se ven cosas que ni Plinio ni Aristóteles pensaron ni escribieron, con haber sido tan diligentes escudriñadores de la naturaleza”.21 Dos décadas después fray Diego Valadés, un franciscano que había participado en la evangelización novohispana y que vivió los últimos años de su vida en Italia, ilustraba su Retórica cristiana (publicada en Perugia en 1579) con veintiséis grabados en los que se ilustraba la labor realizada por sus hermanos de hábito en América. En uno de ellos, que representa las cadenas del ser, no sólo aparecía un grupo de indios americanos y unos frailes con ellos y unos asiáticos (los turbantes de los turcos son notables), sino que además había llamas, guajolotes, plátanos y palmeras. Esta obra estaba dedicada a mostrar a una Europa ignorante de la realidad americana, una América donde la violencia de la conquista había sido erradicada y sustituida por una misión pacífica enmarcada en un nuevo paraíso. Distanciado del lenguaje belicista de la monarquía española, el franciscano Valadés estaba vinculado con la necesidad pontificia de tomar bajo sus riendas la difusión evangélica bajo una congregación para la propagación de la fe.22 20 Citado por David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, pp. 328 y ss. 21 Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, Diálogo Segundo, p. 93. 22 Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), p. 311.



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El tema de la naturaleza americana, sin embargo, se seguía definiendo en los mismos términos retóricos del locus amoenus: era un paraíso terrenal incontaminado y pródigo en frutos, con un aire saludable y un agua tan rica en metales que infundía valor. Este medio natural, cargado de símbolos morales, propiciaba (y reflejaba retóricamente) las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de sus habitantes, sobre todo de los criollos. Frente a la actitud despectiva del peninsular que consideraba a América como un continente degradado, lo que determinaba que sus pueblos, incluidos los nacidos de padres españoles, fueran blandos, flojos e incapaces de ningún tipo de civilidad, se insistía en las muchas virtudes morales y positivas que en ella había. No pasaba lo mismo con los indios, que a pesar del bautismo, seguían siendo considerados viciosos y poco inclinados a la virtud. Los criollos, herederos de la tradición implantada por los religiosos evangelizadores del siglo xvi, configuraron su propia imagen en los términos de un pueblo elegido, pues habían nacido en una tierra ganada para Dios después de una lucha a muerte contra el Señor de las idolatrías. La conversión sincera y el bautismo habían permitido a los paganos pasarse a las filas de la verdadera fe y salvarse, sin embargo, la idolatría era aún persistente en ellos. La percepción del indio estaba inmersa en una concepción que buscaba una justificación del presente a partir de la reconstrucción del pasado, es decir, la que le daba a la historia moral su sentido de continuidad. Los primeros que elaboraron discursos de carácter histórico fueron los grupos desplazados por las nuevas políticas de Felipe II y por los sectores que éstas beneficiaron: los encomenderos, la nobleza indígena y los frailes. Ellos forjaron un importante conjunto de discursos que pretendían dar respuesta a los problemas que los aquejaban y que a la larga se convirtieron en símbolos identitarios. 2. Los encomenderos criollos sueñan la conquista Había el marqués contado sus vasallos, y subido su renta en más de ciento y cincuenta mil pesos […] De esta cuenta se dio aviso a su majestad y al fiscal del consejo real, el cual puso al marqués demanda, diciendo que había sido Su Majestad engañado en la merced que se le hizo, y para esta demanda le mandaron citar, y fue con esta citación cédula real, en que se mandaba al virrey suspendiese la sucesión de los indios, en tercera vida. Sabido de esta cédula, empezose la tierra a alterar; y había muchas juntas y concilios, tratando de que era grandísimo agravio el que Su Majestad hacía a la tierra, y que quedaba perdida de todo punto, porque ya las más de las encomiendas estaban en tercera vida, y que antes perderían las vidas que consentir tal, y verles quitar lo que sus padres habían ganado, y dejar ellos a sus hijos pobres. Sintiéronlo mucho, y como el Demonio halló puerta abierta para hacer de las suyas, no faltó quien dijo: “¡Cuerpo de Dios! Nosotros somos gallinas, pues el rey nos quiere quitar el comer y las haciendas, quitémosle a él el reino, y alcémonos con la tierra y démosla al marqués,

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pues es suya, y su padre y los nuestros la ganaron a costa, y no veamos esta lástima”.23

En 1563 llegaron a Nueva España los dos hijos del conquistador, uno criollo, el marqués del Valle, y el otro mestizo, el hijo de la Malinche; los dos hermanos, llamados Martín Cortés, regresaban de una larga estancia en España, al parecer convocados por los criollos inconformes y por los franciscanos para que concluyeran la obra iniciada por su padre. Fue muy significativo que desde Veracruz tomaran una ruta que después seguiría la entrada ritual de los virreyes, pasando por Tlaxcala y por Cholula, y lo es también que trajeran cargando los huesos de su padre, en cumplimiento de una de las cláusulas de su testamento.24 Al llegar a la capital fueron recibidos con grandes muestras de afecto y banquetes, fiestas y juegos. Sin embargo, por lo que narra el epígrafe, muy pronto esas celebraciones tomaron un cariz político a causa de las leyes que tendían a limitar la herencia de las encomiendas. El hecho no era nuevo, desde 1542 la Corona había promovido una serie de leyes que buscaban reducir el control que ejercían los encomenderos sobre los indios para favorecer a los nuevos colonos y para fortalecer la agricultura, las construcciones urbanas y la minería. Aunque se había dado marcha atrás en cuanto a la negativa a aceptar que los hijos heredaran las encomiendas de sus padres, la Corona siempre mantuvo la posibilidad de reinstaurar esta ley que impedía la continuidad de la encomienda. Los descendientes de los conquistadores sostenían que sus padres recibieron las encomiendas no sólo a perpetuidad, sino con la posibilidad de heredarlas a sus descendientes, por lo que consideraban injusta cualquier modificación a sus privilegios señoriales. Con el regreso de Martín Cortés en 1563 y con la muerte del virrey Luis de Velasco unos meses después, el descontento tomó cuerpo en una abierta conjura, aunque llevada a cabo con suma lentitud a causa de la ambigüedad del marqués del Valle y de la oposición que encontró el plan en algunos miembros de la aristocracia. Entre los actos destacados que precedieron la rebelión estuvo una pantomima que representaron los hermanos Ávila con ocasión de una fiesta celebrada en casa de Martín Cortés, el marqués del Valle. El anfitrión, quien se disfrazó de su padre, recibió a la comitiva encabezada por Alonso de Ávila, vestido de Moctezuma, quien colocó sobre su cabeza una corona de flores con la inscripción “no temas la caída pues es para mayor salida”. La pantomima, inmersa en los días precedentes a la rebelión que llevaría al cadalso a los hermanos Ávila, fue vista por los jueces que conocieron el caso como una clara alusión, no sólo a Hernán Cortés como el verdadero fundador del reino de Nueva España, sino a la pretensión de que su hijo debía ser el rey de Nue-

23 24

Juan Suárez de Peralta, Tratado del descubrimiento de las Indias, p. 178. Christian Duverger, Cortés, p. 299.



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va España.25 En 1566 la conjura fue denunciada por varios caballeros leales a la Corona, las autoridades reales arrestaron a los principales implicados y condenaron a muerte a algunos (como los hermanos Ávila) o a la pérdida de bienes a los otros. Aunque no se encontró al marqués directamente culpable se le condenó al destierro para evitar nuevos brotes rebeldes. La rebelión de Martín Cortés fue sólo una de las muchas manifestaciones de descontento con las que los criollos mostraron su oposición a las leyes que los despojaban de los privilegios que habían obtenido sus padres al conquistar el reino. Por ello, en el discurso manierista de los criollos novohispanos, la conquista se convirtió en un argumento fundamental para avalar sus demandas ante la Corona. Esto se puede observar desde 1558, año en que los concejales del ayuntamiento de la ciudad de México, quienes eran en su mayoría viejos conquistadores, encargaron al humanista Francisco Cervantes de Salazar que escribiera una historia del descubrimiento y conquista de la Nueva España. Los antiguos combatientes se hallaban molestos de que en las historias de aquellos sucesos que se estaban publicando, como la de López de Gómara, se ignoraran sus méritos de guerra, uno de los principales argumentos para justificar la posesión de encomiendas, repartimientos y otros privilegios de que gozaban ellos y sus descendientes. Atendiendo a esta preocupación, Cervantes empleó los relatos escritos y los testimonios orales de los conquistadores para narrar, detalladamente y con un pulido lenguaje, los hechos de los capitanes y soldados españoles en la captura de Tenochtitlan. Estos fragmentos de gran realismo contrastan con otros en que el autor, siguiendo el modelo de la historiografía renacentista, da licencia a la fantasía y coloca en boca de los personajes más importantes largos y elegantes discursos que nunca pronunciaron. Ejemplo de ello es la pormenorizada narración de la prisión de Moctezuma por Cortés a raíz del asesinato de algunos de sus soldados; en ella describe la relación extrañamente cordial que se estableció entre los españoles y el tlatoani cautivo, hasta que la salida de Cortés a Veracruz para combatir a Pánfilo de Narváez precipitó la ruptura de las hostilidades con los mexicas y la muerte desastrosa de Moctezuma con una pedrada. Durante su agonía, el emperador se queja de sus infortunios y pide a Cortés que sea su vengador y que proteja a sus hijos. El largo discurso que el cronista pone en boca del tlatoani termina con la designación de Cortés como sucesor del imperio (“de aquí adelante tu has de gobernar y mandar todos los indios de esta gran tierra”). Con ello se ponían las bases para establecer la sucesión legal del imperio mexica en Cortés y sus sucesores, los criollos.26 De hecho, esa traslatio imperio ya se había dado desde el momento 25 Manuel Orozco y Berra, ed., Noticia histórica de la conjuración del marqués del Valle. Años 1565-1568, p. 59. 26 Kart Kohut, “El cuerpo del delito. Las versiones sobre la muerte de Moctezuma”, en Ignacio Arellano y Fermín Pino (eds.), Lecturas y ediciones de Crónicas de Indias. Una propuesta interdisciplinaria, p. 183.

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mismo del recibimiento, según Cervantes, más allá de la mera cortesía: “Tomó Moctezuma de la mano a Cortés, metiólo dentro de una gran sala, púsolo en un rico estrado de oro y pedrería; y díjole estas palabras que fueron muy de señor, deseoso de hacer toda merced y favor: en vuestra casa estáis”. Después, continúa narrando Cervantes, “fuéronse juntos hasta el estrado, sentóse Moctezuma en otro que le pusieron junto al de Cortés, también muy rico. Sentados ambos delante de aquellos señores mexicanos y de los capitanes y caballeros de Cortés, porque para otra gente no se dio lugar”.27 Aunque Cervantes murió sin concluir su obra y el manuscrito de la Crónica de la Nueva España no se publicó sino hasta el siglo xx, el texto fue parcialmente difundido pues llegó a las manos del cronista Antonio de Herrera, quien lo utilizó para escribir la parte de México en su Historia, impresa por primera vez entre 1601 y 1615.28 Cervantes era un letrado peninsular al servicio del ayuntamiento, pero en el ámbito de los criollos también comenzaron a aparecer voces de queja contra esas injusticias. Una de las primeras fue la de Juan Suárez de Peralta (ca. 1537-ca.1600), criollo de la primera generación, sobrino de la primera esposa de Hernán Cortés y emparentado con algunos de los más poderosos miembros del partido contrario al segundo marqués del Valle, Martín Cortés: los Cervantes, Andrada y Villanueva. Testigo privilegiado de los acontecimientos de la conjura de 1566, en 1579 pasó a España, donde escribió hacia 1589 su Tratado sobre el descubrimiento de las Indias, inédito hasta 1878. De acuerdo con su título, el Tratado era no sólo una historia de la Nueva España desde la conquista hasta el gobierno de los primeros virreyes, sino, sobre todo, un alegato a favor de las aspiraciones señoriales de los encomenderos criollos sucesores de los conquistadores. Según el autor, el hecho de que el rey desconociera estos derechos fue causa de la conjura de Martín Cortés y de las desgracias que le siguieron, cuyo relato forma con toda intención el núcleo central de su obra. Lo más notable del texto de Suárez de Peralta es sin duda su colorido retrato de las costumbres de la joven “nobleza” criolla de mediados del siglo xvi, acostumbrada a banquetes, mascaradas, galanteos y finos trajes y monturas, muestra de su voluntad de emular a la aristocracia peninsular y de su sentimiento de ser los verdaderos señores de la tierra ganada por sus padres.29 De esa necesidad de buscar beneficios para la nobleza criolla se desprende la exaltación de la figura de Hernán Cortés, en cuya descripción tiene a Gómara por modelo, y las continuas alusiones al gobierno de Luis de Velas27

F. Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281. Aurora Díez-Canedo, Los desventurados barrocos. Sentimiento y reflexión entre los descendientes de los conquistadores, p. 23. 29 El tema volvería a ser retomado por el clérigo criollo Luis Sandoval y Zapata casi ochenta años después en un poema titulado “Relación fúnebre de la degollación de los Ávila” como una crítica a los jueces y magistrados venales. Raquel Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexicana”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, pp. 172 y ss. 28



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co, “padre de todo este reino” y prototipo de buen gobernante. Sin duda esta última referencia se relaciona con el hecho de que en 1589 se acababa de designar al hijo de ese personaje como virrey de Nueva España.30 A él dirigió Suárez, por ejemplo, numerosas peticiones a partir del capítulo 22 de la obra, invocando la gracia divina “para que gobierne como su padre y favorezca la tierra”. Al final de su Tratado, el cronista asimiló incluso a Luis de Velasco el joven con los criollos al señalar: “puede tener por patria [a Nueva España], donde se crió de edad de dieciocho años, y se casó [ahí] y tiene hijos casados, y en ella ha servido a su Majestad en muchas cosas”. Por tanto, concluía, tenía obligación de ampararla.31 A lo largo de su texto y junto a esta exaltación de los españoles, Suárez dejó entrever una concepción muy negativa de los indios, a los que consideraba inferiores a los negros por sus vicios e idolatrías, con lo que justificaba su conquista y su sujeción a los encomenderos. Esa misma opinión tenía de los prehispánicos, quienes, a pesar de sus vicios, recibieron señales divinas de su redención. Para describir esas señales o presagios Suárez dice basarse en las obras de Motolinia y de Sahagún que consultó manuscritas posiblemente en el convento de los franciscanos en la capital.32 Mientras Suárez de Peralta escribía sus memorias en España, el sentimiento de los criollos de ser tratados injustamente se iba fortaleciendo pues los peninsulares eran preferidos a ellos para ocupar ciertos cargos burocráticos. Desplazada en su propia tierra y despreciada por los hispanos recién llegados, la última generación criolla del siglo xvi no sólo se dedicó a exaltar, con un dejo de nostalgia y amargura, la conquista de Tenochtitlan como justificación de sus pretensiones de nobleza, sino también denostó con acritud a la burocracia española por su corrupción. El autor más destacado en este contexto fue sin duda el encomendero criollo Baltasar Dorantes de Carranza, quien en 1604 dirigía al marqués de Montesclaros una virulenta Sumaria relación en la que pintaba un panorama desolador. El reino estaba en ruina a causa de la decadencia de las principales familias de conquistadores y primeros pobladores. La falta de recompensas por los servicios que sus padres prestaron a la Corona contrastaban con el medro de un grupo intruso de recién llegados a los que calificaba de “tratantes” que usurpaban las riquezas del país. Las metáforas que utiliza pretenden causar en el lector indignación, por contraste: ¡Oh Indias! anzuelo de flacos, casa de locos, compendio de malicias, hinchazón de ricos, presunción de soberbios […] Juguete de vanos, ascensión de livianos y desvergonzados [...] Mal francés, dibujo del infierno, tráfago de behetría [...] Ma30 Ver Enrique González González, “Nostalgia de la encomienda. Releer el Tratado del descubrimiento de Juan Suárez de Peralta (1589)”, Historia Mexicana, vol. lix, núm. 2, pp. 533 y ss. 31 J. Suárez de Peralta, op. cit., pp. 243 y ss. 32 Ibid., pp. 108 y ss.

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dre de extraños, abrigo de forajidos y delincuentes [...] Madrastra de vuestros hijos y destierro de vuestros naturales [...] Lobo carnicero que no se harta de la sangre de los inocentes, zorra que a todos convida y halaga y después degüella [...] Ídolo de Satanás.33

Para este autor se ha perdido toda distinción, nobles y plebeyos son tratados por igual, se ha roto todo orden social y en la Nueva España se vive como en las tierras de los chichimecas. En una caótica narrativa, con constantes cambios de tono y de tema e inserciones de poemas para acentuar el dramatismo, la Sumaria relación destila un exacerbado odio al gachupín mercader e innoble en contraste con una desmesurada exaltación del criollo noble, razón por la que nunca fue publicada en su tiempo. Paradójicamente, frente a su sombrío pesimismo, Dorantes muestra también una visión optimista: la ciudad de México es descrita con elogiosos epítetos y la naturaleza americana se percibe en toda su fertilidad y belleza. Esta visión positiva también abarca al indio, de cuya desgracia se compadece. Con base en fray Bartolomé de las Casas, Dorantes de Carranza considera que las desgracias de los criollos fueron debidas a la crueldad y explotación contra los indios: “cómo se ganaron (las Indias) por codicia se han perdido en ella, y por estos rastros y malos tratamientos que hicieron a los indios, no se consiguió la perpetuidad y asiento de la tierra”.34 Una cierta simpatía hacia ellos se puede observar también en algunas referencias a la conquista: “no quiero tratar de lo que sienten (los indios) en aquella gran mortandad que hicieron los españoles en aquellos indios principales y señores, que fueron ocho mil, el día del templo, y cómo se rebelaron los indios y quién fue la causa, que sabe Dios que voy escribiendo y reventando con lágrimas por tan gran sinrazón”.35 Aunque la exaltación de las hazañas de Hernán Cortés y de los conquistadores está siempre presente, se veía a Moctezuma con una mezcla de admiración y compasión, como un gran personaje que había caído en desgracia, muy cercano por tanto a lo que los mismos criollos estaban sufriendo. Dorantes de Carranza tenía una percepción de la conquista que estaba más cercana a los poetas. De hecho es significativo que exalte a uno de ellos, Antonio de Saavedra y Guzmán (ca. 1550-ca. 1610), de quien dice ser “el primero que ha arrojado algo de las grandezas de la conquista de este Nuevo Mundo”. Este criollo había fungido como funcionario de la Audiencia en Tezcoco y como corregidor de Zacatecas, cargo del que fue destituido, por lo que se dirigió a España a exigir justicia. Allá consiguió, con el apoyo de sus 33 Baltasar Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, pp. 113 y ss. 34 Ibid., p. 255. 35 Ibid., p. 25.



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parientes nobles y del cronista Antonio de Herrera, que su poema épico El peregrino indiano fuera impreso en Madrid en 1599.36 Al igual que Dorantes, Saavedra se basaba en López de Gómara para exaltar las hazañas de Hernán Cortés, un peregrino cuya misión providencial fue cristianizar a los gentiles y arrebatárselos a Satán por medio de una hazaña guerrera sin parangón en la historia.37 Después de un elogioso proemio a la grandeza de la monarquía española y a Felipe III, a quien está dedicado el poema, el autor entra en materia siguiendo la línea narrativa de sus predecesores. Se resaltaba, por un lado, la valentía de los soldados y la ayuda que recibieron de la virgen y de Santiago durante las batallas, pero al mismo tiempo se destacaba el arrojo y valor de los indios, dignos contrincantes de los españoles, la riqueza y magnificencia de la corte de Moctezuma y de Tenochtitlan, ciudad equiparable a cualquiera de las de Europa. El Peregrino indiano constituye en muchos sentidos el ejemplo más acabado de lo que serían los temas de la conquista: las virtudes idealizadas de los conquistadores, tanto las cristianas (justicia, prudencia) como las guerreras (valentía y fidelidad al rey); el apoyo celestial a tales hazañas y los anuncios que Dios mandó a los vencidos sobre su futura suerte y su conversión; la grandeza del mundo indígena que, a pesar de su orgullo, sería destruido a causa de sus idolatrías; la exaltación de Cortés como héroe indiscutible de la hazaña, y una percepción muy positiva de Moctezuma, cuya muerte por una pedrada es preferida a la versión indígena en la que los españoles lo matan. Para criollos como Suárez de Peralta, Dorantes de Carranza y Saavedra y Guzmán, la narración de las historias de la conquista había dejado de ser una visión modelada por la caballería guerrera escrita por soldados para convertirse en un repertorio de hazañas construidas desde una sociedad cortesana por unos “caballeros” letrados que describían la relación de méritos y servicios de sus antepasados. A partir de las clases de retórica, primero en la facultad de artes de la universidad y después en los colegios de los jesuitas, los criollos elaboraron un nuevo concepto de nobleza que se estructuró, entre otras fuentes, sobre las Instituciones oratorias de Quintiliano. Antonio Annino, basado en Ignacio Osorio, señala que el ideal pedagógico de los jesuitas buscaba formar “al perfecto ciudadano de la polis, capaz de ocuparse de los asuntos públicos y privados, en grado de gobernar la ciudad, de fundarla con leyes y de reformarla con tribunales”.38 A diferencia de la nobleza europea (que conseguía sus privilegios por el linaje o el favor regio), 36

A. Díez-Canedo, op. cit., p. 38. Ver Antonio de Saavedra y Guzmán, El peregrino indiano. 38 Ignacio Osorio Romero, Colegios y profesores jesuitas que enseñaron latín en Nueva España, pp. 327 y ss.; Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en la página web: http//historiapolitica.com/datos/biblioteca/annino1.pdf. (revisada el 18 de mayo de 2009). Para este autor la nobleza criolla era “a fin de cuentas idealmente senatorial, naturalmente autosuficiente, hasta compatible con un republicanismo oligárquico de sangre, bien diferente de la tradición cívica”, p. 10. 37

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los criollos americanos educados por la Compañía encontraron en la virtud y las letras su ascenso al estatus caballeresco. Sin embargo, los estudios de las artes liberales no sólo forjaban un nuevo sentido de nobleza, tenían como principales funciones servir de base para la carrera eclesiástica o formar los cuadros para los “cargos de la república”. Tales puestos no sólo eran los nombrados por el rey, estaban también aquellos menores (alcaldes mayores y corregidores), que les daban a los criollos una gran ingerencia en el control de las comunidades indígenas. La actitud de la Corona no era contraria a que tales cargos fueran distribuidos entre los “beneméritos de Indias” (los hijos de conquistadores y pobladores), como compensación por los servicios que sus antepasados habían prestado a la Corona. Pero los virreyes, necesitados de cargos para sus allegados (y los de sus esposas), se opusieron a esta política y en sus cartas insistían en que los criollos no tenían la capacidad para ocupar tales empleos.39 A diferencia de lo que pasó con la segunda generación de encomenderos, cuyo interés era conservar las encomiendas, para estos criollos que vivieron entre el siglo xvi y el xvii el rescate de los temas de la conquista tenía por finalidad la obtención de cargos. Con la escritura, dirigida como una exigencia a la Corona, los criollos de esta generación, que había perdido la batalla por las encomiendas, se manifestaban merecedores de los premios que las hazañas y la sangre de sus abuelos les habían conseguido: los cargos de oficiales reales y los beneficios eclesiásticos. De este tema no sólo se ocuparon los poetas, fue también discutido por los teólogos. El criollo agustino fray Juan de Zapata y Sandoval (ca. 15471630) publicó en 1609 en Valladolid un tratado tomista en latín (De iustitia distributiva), en el cual defendía la igualdad que debía haber entre criollos y peninsulares ante la distribución de cargos. Si una persona era preferida a otra por causa indebida (por ejemplo su lugar de nacimiento) se cometía una grave injusticia y se faltaba al derecho divino y humano. La gran novedad que introducía este teólogo era que, no sólo los criollos, sino tampoco los indios, en igualdad de circunstancias y de méritos, debían ser excluidos ni del sacerdocio ni de los cargos civiles o eclesiásticos. Con ello Zapata contravenía los dictámenes del Tercer Concilio Provincial de 1585, que había prohibido la consagración sacerdotal de los indios por considerarlos “neófitos”. Los argumentos del fraile, quien vivió en España entre 1601 y 1613, fueron muy bien vistos en el Consejo de Indias, por lo que se le promovió al episcopado de Chiapas y después al de Guatemala, muestra de la simpatía que presentaban los ministros de la Corona hacia estas concesiones.40 El tema, con algunas variantes, será parte fundamental del discurso criollo hasta la Independencia. Lamentablemente para ellos, la Corona y los vi39

Alejandro Cañeque, The King’s Living Image, pp 168 y ss. Josep Ignasi Saranyana y Carmen José Alejos-Grau, La teología en América Latina: desde los orígenes a la guerra de sucesión (1493-1715), pp. 425 y ss. 40



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rreyes parecían estar sordos a tales hazañas y peticiones. Con todo, detrás de estos lamentos también se comenzaba a vislumbrar un apego a la tierra, el orgullo de haber nacido en un espacio privilegiado y la sensación de la diferencia que existía entre ellos y los gachupines, continuamente anhelantes por regresar a su patria.41 3. La cristianización del pasado prehispánico. Los nobles “indígenas” y los religiosos mendicantes Una noche, en una cena que Alonso de Ávila le dio [a Martín Cortés] se hizo un sarao en el cual se representaron el recibimiento que el emperador Moctezuma, con toda su corte, hizo a su padre el capitán don Fernando Cortés, vistiéndose Alonso de Ávila a la usanza de los indios y fingiendo la persona del rey indio, con un sartal de flores y muchas joyas de valor en él en las manos, y echándosele al cuello al marqués le abrazó, como antes había pasado entre indios y castellanos; y pusieron al marqués y a la marquesa coronas de laurel en sus cabezas.42

Esta narración fue escrita a principios del siglo xvii por fray Juan de Torquemada y en ella se nos describe una de las primeras veces que se representó en México una escena de ese tipo: el encuentro entre Cortés y Moctezuma. La pantomima se llevó a cabo en 1564, en los días que precedieron a la rebelión de Martín Cortés y, como vimos arriba, tuvo un carácter de denuncia y protesta contra las “leyes nuevas”. Treinta y seis años después, la nobleza tenochca hacía otra representación similar ante el virrey conde de Monterrey y a los españoles, para mostrarles cómo era el ceremonial y la corte del emperador Xocoyotzin y hacer notoria la grandeza de su antepasado. El cronista Chimalpahin nos dejó esta noticia en su Diario: “El martes 15 de febrero de 1600, el español don Juan Cano de Moteuczoma exhibió a Moteuczomatzin, representado por don Hernando de Alvarado Tezozómoctzin, a quien llevaron en andas y cubierto por un palio, y delante iban danzando hasta llegar frente a palacio; se presentó ante el virrey e hicieron fiesta los españoles”.43 El cronista no menciona nada sobre la vestimenta del rey y de su comparsa, pero a juzgar por la parafernalia que acompañó el acto, las danzas, las andas y el palio, ésta debió ser lo suficientemente lujosa como para impresionar al virrey y a su corte. El espectáculo debió ser muy común en la segunda mitad del siglo xvi, tanto que llegó hasta Sevilla, donde se representó una danza de “Montesuma” en la fiesta de Corpus Christi de 1592. Aunque escenificadas

41 Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y Anthony Pagden (eds.), Colonial Identity..., pp. 54 y ss. 42 J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390. 43 Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin, Diario, p. 77.

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en contextos distintos esas representaciones pusieron las bases de lo que sería en el futuro un verdadero “hecho fundacional”. Con esta representación, la nobleza tenochca quiso mostrar al virrey conde de Monterrey y a los españoles cómo era el ceremonial y la corte del emperador Xocoyotzin. El cronista Chimalpahin, quien nos dejó esta noticia en su Diario, no menciona nada sobre la vestimenta del rey y de su comparsa, pero a juzgar por la parafernalia que acompañó el acto, las danzas, las andas y el palio, ésta debió ser lo suficientemente lujosa como para impresionar al virrey y a su corte. La escenificación organizada por la nobleza mestiza no era la primera que se realizaba en Nueva España. Ya en 1564, como vimos arriba, en los días que precedieron a la rebelión de Martín Cortés, Alonso de Ávila se había disfrazado de Moctezuma “a la usanza de los indios […] con muchas joyas de valor”, cuenta Torquemada, y se escenificó el encuentro, agrega, “echándole al cuello al marqués [con un sartal de flores], le abrazó como antes había pasado entre indios y castellanos”.44 El espectáculo debió ser muy común en la segunda mitad del siglo xvi, tanto que llegó hasta Sevilla, donde se representó una danza de “Montesuma” en la fiesta de Corpus Christi de 1592.45 Estas pantomimas reafirman lo que podemos constatar por otras fuentes: la percepción que los criollos y la nobleza mestiza tenochca tenían de Moctezuma era la de un personaje poderoso y merecedor de portar la dignidad y el rango imperial. En correspondencia con estas descripciones nos quedan dos interesantes imágenes de Moctezuma plasmadas en códices. Una en el manuscrito Tovar nos lo muestra con corona, manto, un gran penacho de plumas verdes atado a su brazo y un arpón en su mano. La otra, del Códice Durán, representa la coronación del emperador, quien porta atributos semejantes, además de una nariguera dorada. Estos atuendos tuvieron también gran aceptación en las representaciones plásticas posteriores. Otra cosa muy distinta fue la imagen que dejaron los testimonios indígenas no tenochcas, para quienes Moctezuma era un tirano, transgresor de las normas del buen gobierno, soberbio, cruel, injusto y cobarde. En casi todas las narraciones de tradición indígena, la mala actuación del monarca producía una pérdida de legitimidad que se acentuaba con la poca atención que éste daba a los presagios que la divinidad le enviaba. Por ello mereció el castigo de ser destituido y muerto de manera afrentosa: en casi todas las versiones indígenas acuchillado por los españoles.46 Moctezuma era, sin embargo, no sólo un personaje central cuando se hablaba de la conquista, sino también era la puerta de entrada al mundo pre44

J. de Torquemada, op. cit., vol. ii, p. 390. Archivo Municipal de Sevilla, sección xv, Libro manual mayor de caja 10: 2 de mayo 1592: [“se paguen] al dicho Juan Bautista de Aguilar y Pedro Guerrero los 22950 [maravedíes] restantes por la mitad de los 122 ducados y ocho reales en que con ellos se conçerto sacar el dicho día dos danzas la una yntitulada del triunfo de David y la otra de Montesume lo qual se libró en virtud de una fee que va con la libranza”. Agradezco a Clara Bejarano esta noticia. 46 Gabriel Miguel Pastrana Flores, Historias de la conquista…, pp. 119 y ss. 45



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hispánico y a dos de los temas asociados con él que fueron claves en la percepción que se tuvo en adelante de los momentos anteriores a la conquista: los presagios y el regreso de Quetzalcóatl. Ambos temas fueron tratados en mayor o menor medida por las fuentes inscritas en las diversas tradiciones indígenas de la segunda mitad del siglo xvi. La forma de percibir la conquista, y el pasado indígena en general, se vio profundamente influida tanto por la tradición de la cual provenía la narración, como por el papel que tuvieron los dirigentes de cada una de estas comunidades (o “naciones” según la terminología de los españoles) durante y después de la conquista. Tlaxcala, Michoacán y Tezcoco, por ejemplo, como aliados de los conquistadores, presentaron una versión de los hechos condicionada por la consolidación de unos privilegios que no tuvieron Tenochtitlan o Tlatelolco. Pero antes de entrar a ver esas tradiciones debemos considerar cuál fue el contexto de creación de tales narraciones, las cuales provenían de un sector: la nobleza indígena. Desde la primera mitad del siglo xvi, caciques y principales de la nobleza indígena habían sido conservados por las autoridades españolas (con la anuencia de los frailes), pues les eran de gran utilidad como intermediarios para comunicarse con los naturales y para organizar el nuevo sistema tributario. Por tales servicios, los caciques recibieron bastantes privilegios y derechos: obtener los fueros especiales de la nobleza española (sólo podían ser juzgados por la Audiencia, no estaban obligados al tributo ni al servicio personal, etcétera), percibir parte del tributo y del servicio de sus comunidades, conservar sus antiguos patrimonios territoriales, recibir mercedes de tierras individualmente y el derecho de vestirse a la española, andar a caballo y portar armas. Los virreyes en algunos casos utilizaron a los caciques para comisiones especiales: como dirimir pleitos entre comunidades, posesión de tierras, relaciones entre sujetos y cabeceras o comisiones de índole judicial.47 A pesar de que en 1576 se estipuló por una cédula real que ninguna persona de sangre con mezcla de europea e indígena podía ser cacique, una buena parte de la nobleza indígena de la segunda mitad del siglo ya era mestiza. Esta nobleza, sin embargo, comenzó a perder poder sobre sus comunidades a partir de la segunda mitad del siglo xvi. Por un lado, las epidemias, la encomienda, el mestizaje, las congregaciones de pueblos y la evangelización habían transformado profundamente tanto a los indígenas urbanos como a aquellos rurales cercanos a las ciudades de españoles, lo que afectó también a los grupos de poder. En segundo lugar, al igual que los criollos, la nobleza indígena también fue despojada de sus privilegios y del control de la mano de obra y del tributo de las comunidades. Por otro lado, con la instauración del nuevo cargo de gobernador por elección ratificado por el virrey, se rompió el método de sucesión dentro de un linaje pues el cargo recayó en personas distintas a los caciques o tlatoque de la antigua nobleza. Finalmente, la consolidación de los cabildos en los pueblos de indios desde 1550 47

Charles Gibson, Los aztecas bajo el domino español, pp. 169 y ss.

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y el manejo de sus cargos por elección, así como el nombramiento de gobernadores mestizos y externos a las repúblicas, dio acceso al poder en algunas regiones a nuevos sectores de macehuales enriquecidos con el comercio, quienes desplazaron a los nobles de linaje. Los nuevos gobernadores eran los interlocutores naturales entre la comunidad, los funcionarios españoles y los frailes. Pero sobre todo presidían los cabildos, nuevos instrumentos de una reestructuración de la comunidad indígena, cuyos cargos de alcaldes ordinarios y regidores fueron también ocupados por macehuales enriquecidos. La presencia de los cabildos, con sus tierras e instituciones, aumentó el número de comuneros al dar acceso a muchos indígenas a una parcela de las tierras comunales, lo cual rompió aún más los lazos de dependencia con sus señores naturales, de los que antiguamente eran terrazgueros.48 Frente a esta situación, la nobleza de linaje, al igual que los criollos, desarrolló un discurso de “méritos y servicios” utilizando el pasado como un argumento para solicitar la restitución de sus privilegios perdidos. Ellos usaron la historia de los antiguos señoríos prehispánicos para mostrar sus derechos y las glorias de sus antepasados indígenas, así como su inserción temprana al cristianismo por el bautismo y los servicios prestados por sus antepasados a los españoles durante la conquista, servicios sin los cuales ésta no se hubiera podido llevar a cabo. Ese grupo de nobles indios y mestizos habían sido educados en los ámbitos conventuales (por lo que tuvieron acceso a la cultura occidental y a la escritura alfabética) y poseían testimonios pictográficos y escritos heredados de sus antepasados. Con ambas tradiciones elaboraron historias que narraban los acontecimientos de sus señoríos. Algunos de ellos firmaron sus obras y siguieron en su redacción los lineamientos de la retórica historiográfica occidental, ordenando sus textos en capítulos y transmitiendo los mensajes en los códigos agustinianos de la lucha de Dios contra Satán. En general, detrás de estas historias se puede observar la necesidad de insertar al hombre americano en la historia bíblica, desdemonizar ese pasado y denunciar la situación de marginación en que se encontraba la nobleza indígena y la pérdida de sus privilegios, a pesar de los muchos servicios prestados a la Corona. Pero también en algunos se puede todavía constatar la presencia de una tradición historiográfica indígena, que tenía como finalidad conservar y renovar la identidad propia de cada ciudad-estado, sus orígenes, los linajes de sus gobernantes y sus legítimos derechos sobre un territorio, es decir, transmitir un cúmulo de mensajes dirigidos a la propia comunidad.49 Uno de esos ejemplos de toma de conciencia sobre la necesidad de legitimar sus linajes ante los españoles fue el de la nobleza de Pátzcuaro, aunque 48 El terrazguero recibía una parcela a cambio de una renta y de trabajo gratuito. Ver este proceso en James Lockhart, Los nahuas después de la conquista…, pp. 47 y ss. 49 José Rubén Romero Galván, “Introducción” a Historiografía novohispana de tradición indígena, pp. 16 y ss.



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no nos queda ninguna crónica testimonial directa de tal actividad, salvo la indirecta de la Relación de Michoacán ya tratada en el capítulo anterior. Sin embargo, en 1576 el alcalde y regidores de Pátzcuaro hicieron levantar una información judicial en la que se recordaban no sólo la grandeza de los señores prehispánicos purépechas, sino también la forma pacífica como se declararon vasallos del rey de España, su inmediato bautizo por los franciscanos y sus servicios en la conquista de Jalisco, Zacatecas y otros lugares. En esta versión destinada a mostrar la lealtad y servicios a la Corona por parte del gobierno indio de la “ciudad de Michoacán”, no aparecía la oposición de algunos sectores nobles de Tzintzuntzan a la entrada de Cristóbal de Olid en 1522, ni la fuga del Cazonci, ni que los franciscanos llegaron hasta 1525.50 Quienes encabezaban esta información eran el gobernador Pablo Cazonci y el alcalde Juan Purúata, quien, casado con la viuda de Antonio Huitziméngari, representaba al linaje de los antiguos reyes michoacanos. El informe respondía a una situación poco benéfica para Pátzcuaro, pues existían fuertes presiones por parte de Guayangareo para trasladar a ella la capital episcopal. De hecho en 1576 el cabildo español de Pátzcuaro se mudaba a la nueva ciudad. Por otro lado, en Michoacán ya se había conformado en la segunda mitad del siglo xvi un relato sobre un sacerdote que había anunciado la llegada del cristianismo a la región. Alrededor de 1590, el jesuita Francisco Ramírez se hizo eco de esta tradición en su informe sobre el colegio de Pátzcuaro, en el que señalaba: Tuvieron algunos prenuncios y nuevas por medio de un sacerdote suyo que ellos veneraban, el cual, no sin luz del cielo, a lo que se puede creer, les avisó presto vendría quien les enseñase la verdad de lo que debían creer y adorar. Y para más disponerles a eso, comenzó a celebrar, como era la que llamaban del Peváncuaro o de Navidad, y de la del Tzitacuarénscuaro de la Resurrección; y a descubrirles unos rayos de luz, con que de tal manera se dispusieron para la ley evangélica, que sin ninguna dificultad la recibieron, pidiéndola y ofreciéndose a ella de su propia voluntad.51

El cronista agregaba que esto había sucedió en Erongarícuaro, toponímico cuyo significado era: “lugar donde están en vela” o “atalaya”. Para la perspectiva jesuita, inclinada a asimilar todo rasgo del paganismo que pudiera “demostrar” los anuncios de la llegada de la fe cristiana, la narración se presentaba como prueba irrefutable de una profesía. Para los indígenas michoacanos era un testimonio que les permitía desdemonizar su pasado e insertarse en la historia sagrada de la cultura occidental. 50

Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español (1600-1740), pp. 21 y ss. El informe de Francisco Ramírez llevaba el título: Del principio y aumento de este colegio de Michoacán y de su progreso y aumento, y se encuentra manuscrito en el agnm. Germán Viveros lo editó como: El Antiguo Colegio de Pátzcuaro, pp. 68 y ss. 51

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Junto con Pátzcuaro, la segunda ciudad indígena que construyó tempranamente una tradición tanto de la historia prehispánica como de su colaboración en la conquista fue Tlaxcala, aunque aquí ésta sí cuajó en una crónica escrita por Diego Muñoz Camargo (1529-1599). Hijo de padre español y madre de la nobleza indígena, este autor fue el ejemplo más claro de un mestizo asimilado al sistema español. Como hijo legítimo de un conquistador consiguió muchas prebendas, privilegios y mercedes de tierras, pero también fungió a menudo como intérprete, apoderado y representante de las comunidades indígenas por sus conocimientos del náhuatl y por su matrimonio con una noble descendiente de los linajes de Tlaxcala y de Tezcoco. Por su situación, Diego Muñoz Camargo ocupó el cargo de gobernador de Tlaxcala pues, aunque fue educado como español y poseía la cultura de los dominadores, conocía la estructura y funcionamiento de la sociedad indígena. Como muchos otros nobles indomestizos Diego fue un puente cultural entre las dos tradiciones, de lo cual es una muestra clara su Historia de Tlaxcala. La redacción de su obra se inició en 1562 a instancias de los nobles tlaxcaltecas que veían limitados los privilegios que habían conseguido después de la conquista. Tlaxcala era una de las comunidades más conscientes de su autonomía y que con mayor fuerza luchó por defender sus privilegios. Así, un tema central de la obra de Muñoz Camargo se centraba en exaltar a Tlaxcala como una de las principales colaboradoras de Cortés durante la conquista y como la primera nación indígena que recibió el bautismo. Esta primera versión de su obra se vio ampliada a raíz de la solicitud que en 1580 hizo el rey Felipe II para que se le enviara información geográfica sobre Nueva España. En respuesta a esa demanda de las Relaciones geográficas, Muñoz Camargo, como teniente del alcalde mayor de Tlaxcala, amplió sus escritos anteriores y envío un enorme informe histórico-geográfico.52 Entre 1583 y 1585 él mismo viajó a España con una comitiva tlaxcalteca para pedir al rey el respeto de los privilegios de esta provincia; en ese viaje se llevó a España una copia con imágenes de la conquista muy similares a las del lienzo de Tlaxcala (el llamado Códice Glasgow) y un ejemplar de su propia obra, la descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala.53 Diez años después participaba en la formación de las colonias tlaxcaltecas que colonizaron la Chichimeca y en 1592 (siete años antes de morir) concluyó su Historia juntando todos los materiales anteriores. Se había llevado cuarenta años en hacerla y, aunque no se editó en su tiempo, fue muy utilizada por los autores posteriores.54 52

Véase Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala. Ya en 1562 habían ido a España los comisarios tlaxcaltecas con representantes de las cuatro cabeceras y consiguieron la autorización del gobierno indígena establecido en 1545, el título de “muy noble y muy leal” para la ciudad y escudos de armas para seis nobles. En 1584, en la comitiva en la que iba Diego Muñoz, se consiguieron cédulas a favor de Tlaxcala, se le otorgó el título de insigne, se liberó a los tlaxcaltecas del pago de tributo y se otorgaron nuevos escudos a los nobles. 54 Entre los autores que lo citan están Antonio de Herrera, Antonio de León Pinelo, Juan de 53



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Respecto al México prehispánico, Muñoz Camargo insistía en dar la visión de que los tlaxcaltecas ya adoraban desde su gentilidad a una divinidad única “Tloque nahuaque”, un solo Dios que era sobre todos los dioses. Junto con ello consideraba necesario liberar a los tlaxcaltecas de todo vínculo con lo que podría ser demoniaco. La idolatría había sido adoptada en Tlaxcala sólo algunos años antes de la llegada de Cortés y el sacrificio humano era una mala influencia de los vecinos chalcas; era un mero hábito sin ninguna carga religiosa. De ahí la gran facilidad con que los señores de Tlaxcala aceptaron el bautizo después de que Cortés los convenció de abandonar los sacrificios humanos y de destruir sus ídolos. El bautismo se volvía así la culminación de un proceso que se venía dando desde los tiempos prehispánicos. Muñoz Camargo remarcaba el hecho de que el bautismo había sido solicitado por los mismos señores, aunque existían dos tradiciones encontradas sobre cuándo y cómo había sido esta ceremonia. Según la tradición que seguía el cronista, el bautizo se llevó a cabo en el palacio de Tizatlán, en el señorío de Xicoténcatl (de hecho en sus dibujos es él el primero en recibir el bautismo). Fue un bautizo colectivo realizado en 1521 y lo administró el clérigo Juan Díaz, pues los franciscanos aún no llegaban. En ese palacio se aposentaron los españoles y se colocó la primera cruz y en ese tiempo se dijo la primera misa, se hizo la primera conversión y fue la aceptación de Carlos V como emperador, “y no en Ocotelulco, en el palacio de Maxicatzin como otros quieren afirmar”. La narración insistía en el carácter confederado de los cuatros señoríos que representaban al gobierno indígena de la ciudad, un “senado republicano” formado por Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán y Quiahuiztlán, cuya preeminencia quedó sacralizada en su texto. El cronista remarcaba además la activa participación de los tlaxcaltecas como aliados de los españoles en la conquista, lo que había provocado que la Corona concediera a sus gobernadores honores especiales y a su capital el título de ciudad y escudo de armas.55 Esa misma función tenían las pinturas que acompañaban la obra (el Códice Glasgow), en las que se insistía tanto en las hazañas militares como en el bautizo de los cuatro señores, con lo que se demostraba la buena disposición que sus habitantes habían tenido hacia el cristianismo y hacia los conquistadores y su sujeción a la Corona española desde la fundación del reino. En ellas aparecían representados obsequios y abrazos como signos de alianza y el bautizo como símbolo de abjuración de la idolatría, acto de legitimación de los señoríos indígenas y ratificación de su fidelidad al rey y al papa. Además, las primeras cuatro imágenes representaban a los señores que formaban el señorío tlaxcalteca: Quiahuiztlán, Tepeticpac, Ocotelulco y Tizatlán Torquemada, Agustín de Vetancurt, Lorenzo Boturini y Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Rosaura Hernández, “Diego Muñoz Camargo”, en Historiografía novohispana de tradición indígena…, pp. 309 y ss. 55 Aunque Muñoz Camargo reconoce que los otomíes atacaron a los españoles, no menciona que fue por obedecer a Tlaxcala, sino porque los habían confundido con mexicas.

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con sus divisas emblemáticas. Esta cuaternidad era el símbolo de la república, del senado que gobernaba la ciudad y provincia de Tlaxcala. En 1585, durante la recepción del virrey marqués de Villamanrique, “cuatro indios viejos, vestidos a lo antiguo, con coronas de reyes en las cabezas” lo esperaban sobre un tablado representando a los cuatro señoríos que formaban dicha república y que habían ayudado a Cortés.56 En adelante todos los virreyes serían recibidos en Tlaxcala por esos “cuatro reyes”. Dentro de las imágenes del Códice Glasgow resaltan dos, copiadas muy posiblemente de los murales que decoraban las casas reales de Tlaxcala:57 en la primera, Hernán Cortés y Francisco Pizarro de rodillas ofrecen a Carlos V los reinos de México y Perú representados como una cacica y un inca; en la segunda el mismo Cortés ecuestre, y con un ídolo bajo la pezuña de su caballo, está flanqueado por la misma cacica Nueva España y por Moctezuma, que arrastra su estandarte, lleva grilletes de cautivo en los tobillos y tiene bajo sus pies una corona y una espada de obsidiana rotas. Son por demás significativos los atributos que porta Cortés (una cruz en la mano) y la alegoría de Nueva España (un estandarte con una torre sobre la laguna y un nopal). Esta mujer vestida de huipil a cuadros y con el cabello recogido, como las mujeres casadas, recuerda a la figura femenina más representada en los códices tlaxcaltecas de este periodo, incluso en el mismo Códice Glasgow: la Malinche. De ella decía Muñoz Camargo que era “una mujer hermosa como diosa, [que] hablaba la lengua mexicana y la de los dioses” y que incluso había explicado la doctrina cristiana a mucha gente. La opinión de los tlaxcaltecas sobre este personaje está inmersa en la política auspiciada por los nobles de esa ciudad que, interesados en mostrarse a sí mismos como fieles vasallos del rey, exaltaron en sus textos y en sus códices al pueblo de Tlaxcala y a Malitzin, colaboradores indispensables en la conquista de estas tierras. La Nueva España pintada en la obra de Diego Muñoz Camargo sería el primer antecedente de lo que un siglo y medio después se volvería una representación plástica muy extendida.58 De todos los pueblos indígenas, Tlaxcala y Pátzcuaro fueron sin duda los que habían conservado con mayor integridad sus tradiciones, posiblemente 56

Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso…, vol. i, p. 103. Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Felipe II y los murales perdidos de las casas reales de Tlaxcala”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo en la América virreinal, pp. 48 y ss. 58 La Malinche aparece en los códices de dos maneras, con el cabello suelto (lo que puede tener connotaciones de una mujer pública o a lo menos soltera), pero también a veces con el pelo recogido. En el lienzo de Tlaxcala la Malinche es representada en entrevistas con los señores indígenas, en batallas, en travesías o atestiguando pactos y ceremonias como el bautizo de los caciques. “No hay duda, señala Pablo Escalante, de que la imagen de la Malinche inspiró a Muñoz Camargo para representar a la Nueva España como una noble india”. Pablo Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en Los pinceles de la historia..., p. 41. Doña Marina será también representada en el Códice Florentino, aunque en el texto de esta obra se advierte cierta animadversión hacia ella. Véase Gordon Brotherston, “La Malitzin de los códices”, en Margo Glantz (ed.), La Malinche, sus padres y sus hijos, pp. 16 y ss. 57



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por que sus noblezas siguieron rigiendo el cabildo y el gobierno de ambas ciudades. Al no haber un desplazamiento de los linajes antiguos y al estar éstos asimilados a la república de indios, la defensa de los privilegios que hizo la nobleza se realizó con base en la misma comunidad, pues los intereses del linaje y la república eran semejantes. Eso no pasó con Tezcoco, la otra ciudad que mantuvo una clara línea de su tradición, pero en la que los linajes antiguos sí habían sido desplazados por gobernadores de fuera. Al igual que Tlaxcala, este señorío también fue uno de los primeros aliados de los españoles, por lo que recibió el título de ciudad en 1543.59 El más representativo de sus cronistas fue sin duda Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (15781650), un mestizo descendiente de la casa de Nezahualcóyotl pero con muchos antepasados españoles, lo que le permitió obtener varios puestos en la burocracia virreinal, como los de gobernador de Tezcoco, Tlalmanalco y Chalco, siendo además cacique de Teotihuacan. Muy cercano al clero, dedicó su manuscrito inédito al arzobispo de México, Juan Pérez de la Serna, a quien dio refugio en Teotihuacan, pueblo que estaba bajo la jurisdicción de su familia, mientras el prelado mantenía su confrontación con el virrey Galve en 1624. Su hermano Bartolomé era un cura párroco que escribió algunas doctrinas en náhuatl. Sus vínculos con la elite clerical criolla quedaron reflejados en los temas que trató. De su numerosa producción han llegado hasta nosotros cinco obras en castellano sobre la historia tezcocana, además de varios materiales pictográficos y en náhuatl que pertenecieron a su colección de códices.60 A pesar de que ninguna de sus obras se imprimió en su tiempo, éstas y los documentos que poseía influyeron mucho en autores posteriores como Torquemada, Sigüenza (quien heredó una parte importante de su colección) y Veytia.61 Para elaborar sus textos, Ixtlilxóchitl se basó tanto en textos españoles (Francisco López de Gómara y Antonio de Herrera), como en códices y fuentes indígenas (una que él denomina “historia original” y la colección de Alonso Axayaca, hijo de Cuitláhuac), en una rica tradición oral tezcocana y en la Relación de la ciudad y provincia de Tezcoco (1582) del cronista mestizo Juan Bautista de Pomar. A lo largo de su obra existen varias constantes relacionadas con la necesidad de legitimación de los señores de Tezcoco. La primera fue remontar los orígenes de su pueblo a los chichimecas y, sobre todo, a los toltecas, a quienes describe como hombres blancos y barbados que se distinguieron por sus grandes conocimientos y sus extraordinarias habilidades en las artes, de tal manera que el término tolteca se convirtió en sinónimo de artista y sabio. Después de la ruina de Tula, la cuenca de México fue ocupada por los grupos 59

Al parecer Tezcoco recibió el título de ciudad en dos ocasiones, en 1543 y en 1551. C. Gibson, op. cit., p. 35. 60 Además de tres relaciones sumarias, destacan el Compendio histórico del reino de Tezcoco y la Historia de la nación chichimeca. Véase Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Obras históricas. 61 Edmundo O’Gorman, “Introducción” a F. de Alva Ixtlilxóchitl, op. cit., vol. i, pp. 84 y ss.

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chichimecas al mando de su valeroso jefe guerrero Xólotl, “un hombre de buen cuerpo, blanco y barbado, aunque no mucho, valeroso y de altos pensamientos”.62 Éstos heredaron el linaje de los toltecas gracias al matrimonio de Xólotl con una nieta del señor de Tula Topiltzin. Ixtlilxóchitl insiste en resaltar que los chichimecas no eran idólatras como otros grupos y adoraban sólo al sol, al que llamaban padre, y a la tierra, a la que llamaban madre. Con estas noticias Ixtlilxóchitl no sólo pretendía mostrar la continuidad entre toltecas, chichimecas y tezcocanos, sino también su vinculación con Occidente a partir de resaltar sus rasgos étnicos, “blancos y barbados”. Una segunda constante es la reivindicación que Ixtlilxóchitl intentó hacer del pasado indígena mostrando su cercanía con el cristianismo, como la presencia de la cruz y de la creencia en un Dios supremo, divinidad sin representación física que no exigía sacrificios humanos ni imágenes, “el cual era el creador del mundo y de las demás cosas que hay en él”, “el Tloque nahuaque que los castellanos llaman Jesucristo”.63 Con esto estaba vinculada la representación de un antiguo sabio “olmeca” llamado Quetzalcóatl o Huémac, dibujado con los rasgos de un apóstol cristiano “blanco y barbado”. Justo y virtuoso, este sabio “enseñó la ley natural e instituyó el ayuno evitando todos los vicios y pecados”. Al ver el escaso éxito de su prédica, se marchó por el oriente con la promesa de regresar en un año uno-caña y de que “su doctrina sería recibida y sus hijos serían señores, poseerían la tierra y otras muchas cosas, que después muy a la clara se vieron”.64 Este hombre instauró el culto a la cruz dándole los nombres de Quiahuitltéotl “dios de la lluvia”, Chicahualiztéotl “dios del esfuerzo” o Tonacaquáhuitl “árbol de nuestro sustento”. Siglos después, cuando llegaron los españoles y pusieron una cruz en Tlaxcala, los indígenas reconocieron que se trataba del antiguo símbolo divino, “estaban muy admirados los tlaxcaltecas que los cristianos adorasen al dios que ellos llamaban Tonacaquáhuitl, que significa árbol del sustento, que así lo llamaban, los antiguos”.65 Estos intentos de cristianizar el pasado tezcocano fueron los que sustentaron la descripción de la figura más importante del señorío, Nezahualcóyotl, a quien Ixtlilxóchitl, siguiendo a Juan Bautista de Pomar, veía como un verdadero héroe cultural instaurador del monoteísmo: Fue este rey de los mayores sabios que tuvo esta tierra, porque fue grandísimo filósofo y astrólogo […] y anduvo mucho tiempo especulando divinos secretos y alcanzó a saber y declaró que después de los nueve cielos estaba el creador de todas las cosas y un solo dios verdadero, a quien puso por nombre Tloque Nahua62

F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de todas las cosas, en Obras históricas, vol. i, p. 304. Ibid., vol. i, pp. 263, y Compendio histórico, en Obras históricas, vol. i, p. 502. 64 F. de Alva Ixtlilxóchitl, Sumaria relación de la historia general, en Obras históricas, vol. i, pp. 529 y ss. 65 F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en Obras históricas, vol. ii, p. 214. 63



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que; y que había gloria para los justos, e infierno para los malos, y otras muchísimas cosas según parece en los cantos que compuso este rey […] Y también dijo que los ídolos eran demonios y no dioses como decían los mexicanos y culhuas, y que el sacrificio que se les hacía de hombres humanos no era tanto por que se les debía hacer, sino para aplacarlos que no les hiciese mal en sus personas y haciendas, porque si fueran dioses amarían sus criaturas y no consentirían que sus sacerdotes los mataran y sacrificaran.66

Los culpables de las idolatrías eran los mexicas, no los tezcocanos; ellos además habían introducido la ilegitimidad en el mando político de Tezcoco al imponer a Cacama, con lo que aumentaron la idolatría y los sacrificios humanos. Con ello se introduce la tercera fundamentación de la obra, la exaltación de Ixtlilxóchitl, su antepasado, quien se opuso a los mexicas, aliándose a los españoles. Este gobernante había nacido el mismo día que Carlos V, lo que revelaba el orden sobrenatural “pues ambos fueron instrumento principal para ampliar y dilatar la santa fe católica”.67 Antes de su nacimiento hubo muchas señales en el cielo y los astrólogos pronosticaron que en su tiempo se habían de recibir nueva ley y nuevas costumbres. A la llegada de los españoles fue su aliado, salvó la vida a Cortés en el sitio de Tenochtitlan e introdujo a los frailes para que evangelizaran a su pueblo. Fue también el primero en ser bautizado por los franciscanos en 1524 tomando el nombre de Fernando (en honor del rey católico), junto con sus hermanos legítimos y naturales, tíos, primos, deudos, su esposa y su madre, a quien le pusieron María, por ser la primera cristiana.68 Las diversas obras históricas de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl son muestra de un personaje que comparte dos realidades. En muchos sentidos, por su linaje y por su cultura, el autor es un español criollo; sin embargo, por convicción y filiación es un noble indígena como lo muestran el haber cambiado su apellido por el de su antepasado Ixtlilxóchitl y su necesidad de rescatar el pasado indígena de Tezcoco y de defender a los descendientes de su nobleza que “no tienen reconocimiento y viven en la pobreza”. Totalmente otra era la realidad de Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin (n. 1579). Miembro de la nobleza indígena de Chalco y con poca o ninguna mezcla de sangre española, su obra (ocho relaciones, un memorial y un diario) fue escrita en náhuatl. A diferencia de otros nobles, Chimalpahin no tuvo cargos políticos, desde muy joven se dedicó a cuidar de la ermita de San Antonio Abad en la capital, actividad religiosa que marcó también el 66

F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 446. F. de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, en op. cit., vol. ii, p. 174. 68 F. de Alva Ixtlilxóchitl, Compendio histórico, en op. cit., vol. i., p. 492. En otra tradición, la recopilada por el Códice Ramírez (transcrito en la Segunda relación del jesuita Juan de Tovar), se menciona que el bautismo de Ixtlilxóchitl aconteció antes de que Cortés hiciera su primera entrada a Tenochtitlan (1520). Códice Ramírez. Relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España según sus historias, pp. 187 y ss. 67

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sentido de toda su obra. En ella existe una defensa de los derechos de la nobleza indígena, pero al estar en náhuatl y al ser posiblemente escrita a instancia de sus parientes, la necesidad de describir los linajes antiguos tenía por finalidad enseñar a los jóvenes nobles sus orígenes y consolidar la identidad chalca. Sin embargo, como cristiano, vio también como finalidad didáctica fundamental insertar la tradición indígena en la historia universal de la salvación inscrita en la Biblia.69 Con esa actitud se comprende la selección de sus fuentes, unas occidentales (la Biblia) y españolas (tradujo al náhuatl la Historia de la conquista de López de Gómara), otras documentales indígenas, además de los testimonios orales de Chalco. De todos los autores Chimalpahin es quizás en el que se nota más claramente esta yuxtaposición de las dos tradiciones en lo que Federico Navarrete ha denominado una “obra polifónica” que deja escuchar las distintas versiones indígenas enmarcadas por la tradición española. A diferencia de Ixtlilxóchitl, cuya obra puede considerarse un texto “monológico” en el que todo el discurso está supeditado a una verdad única y a un narrador omnisciente, los textos del cronista chalca presentan una secuencia narrativa plural y dialógica, que suma versiones “para buscar acuerdos o señalar desacuerdos en puntos particulares, sin intentar fundir las diferentes tradiciones en un discurso unitario”. Esto no significa que Chimalpahin no tome partido, pues al final siempre señala una última versión (la más acertada para él), sino que la ordenación de su discurso guía al lector de manera más sutil. Esta forma de escribir, más apegada a los métodos discursivos indígenas, fue quizás también la causa de que su obra fuera menos utilizada que la de Ixtlilxóchitl, cuya forma de narrar estaba más cercana a la tradición europea.70 Junto a las fuentes chalcas, Chimalpahin también utilizó otras tradiciones e incluso colaboró como copista en la obra de un autor inscrito en la denominada tradición tenochca: Fernando Alvarado Tezozómoc (ca. 1538ca. 1610). Este noble nieto de Moctezuma y descendiente de Axayácatl, trabajaba como intérprete en la Real Audiencia de la capital y en 1598 terminaba su Crónica mexicana en castellano, obra destinada a mostrar a los españoles la gloriosa historia de la nobleza mexica a partir de su peregrinación desde Aztlán y los honores y riquezas que consiguió por sus hazañas guerreras. En el texto aparecen las promesas de Huitzilopochtli, la narración del águila sobre el nopal, la opresión de Azcapotzalco y su derrota y, sobre todo, las guerras conquistadoras de los reyes mexicas. Como lo ha demostrado el reciente estudio de Rubén Romero, el esquema cristiano y occidental aparece a todo lo largo de la obra y permea tanto los discursos de los personajes como las concepciones agustinianas: el Demonio había inspirado las 69

Véase J. R. Romero Galván, “Introducción” a Chimalpahin, Octava relación. Federico Navarrete, “Chimalpahin y Alva Ixtlilxóchitl, dos estrategias de traducción cultural”, en Danna Levin y Federico Navarrete (coords.), Indios, mestizos y españoles. Interculturalidad e historiografía en la Nueva España, pp. 97-112. 70



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idolatrías y los sacrificios humanos, pero Dios tenía predestinada la llegada de los españoles y con ella el bautizo de los mexica. Una década después Tezozómoc estaba escribiendo en náhuatl su Crónica mexicáyotl con una pormenorizada referencia de la actuación de los monarcas mexicas, para enseñar a los jóvenes nobles de las nuevas generaciones la grandeza de sus ancestros dentro de lo que el mundo occidental llamaba “espejo de príncipes”. A pesar de que ninguna de las dos obras se publicó, Tezozómoc también fue un autor cuya visión del mundo indígena influyó en los autores criollos posteriores.71 Una de las fuentes que utilizó Tezozómoc para elaborar sus obras fue la denominada Crónica X, de cuya tradición tenochca también hicieron uso el jesuita Juan Tovar y el religioso dominico fray Diego Durán. Con ellos nos encontramos ante textos híbridos pues, por un lado, se pueden descubrir en sus escrituras las fuentes indígenas que utilizaron y que, al igual que Tezozómoc, muestran la perspectiva de una nobleza enaltecedora y glorificadora de sus linajes; y por otro lado, manifiestan su propia concepción de misioneros cristianos que interpretaban el devenir prehispánico como parte de la historia de la salvación. Estas dos percepciones pueden observarse al tratar los principales temas de la tradición indígena: el regreso de Quetzalcóatl, los presagios anteriores a la conquista y la figura del emperador Moctezuma. Juan Tovar (ca. 1546-ca. 1626) era un jesuita que tenía ascendencia indígena por vía materna y que, gracias a sus conocimientos de la lengua náhuatl, fue encargado por el virrey Martín Enríquez para redactar un informe sobre los indios que solicitó Felipe II en 1572.72 Autor de por lo menos dos relatos, sólo nos queda su Relación de los indios que habitan en esta Nueva España según sus historias (ca. 1585). Su versión del regreso de Quetzalcóatl y de los presagios no difiere mucho de las crónicas indígenas, como tampoco la visión negativa de la figura de Moctezuma, quien aparece como un tirano cuyo castigo fue una muerte afrentosa apuñalado por los españoles. No obstante, Tovar también presentaba la imagen de Moctezuma como un soberano que era el centro de una corte soberbia, que se mostraba en público bajo un lujoso palio de oro y plumas y que además, “dicen pidió el bautismo y se convirtió a la verdad del Santo Evangelio”. Este autor también describe una danza en la que los nobles bailaban con Moctezuma alrededor del huéhuetl y del teponaxtle. Por otro lado, la escena de la muerte de Moctezuma se muestra de manera muy trágica y el bautizo no se lleva a cabo. Por principio de cuentas se da en ausencia de Cortés y es Cuauhtémoc quien se enfrenta al emperador llamándole “mujer de los españoles” y acusándolo de “haberse entregado a ellos por miedo”.73 En cuanto al bautizo, en el Códice Ramírez (una 71 Véase J. R. Romero Galván, Los privilegios perdidos. Hernando Alvarado Tezozómoc, su tiempo, su nobleza y su Crónica mexicana. 72 Juan Tovar, Historia y creencias de los indios de México, pp. 5 y ss. 73 Ibid., p. 173.

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versión de la Relación también atribuida a Tovar) se da una pequeña variante: el sacerdote encargado de catequizarlo descuidó de hacerlo por “buscar riquezas con los soldados”.74 La obra de Tovar tuvo un cierto impacto pues fue conocida gracias a que el también jesuita Joseph de Acosta publicó un resumen de ella en el Libro vii de su Historia natural y moral de la Indias, editada en Sevilla en 1590. El jesuita Tovar, al parecer, no sólo tomó elementos de la llamada Crónica X sino que también conoció la obra del dominico fray Diego Durán, su pariente; incluso, según varios autores de la época (como fray Agustín Dávila Padilla y Antonio de León Pinelo), fue la obra del fraile la fuente principal en la que se inspiró Acosta para escribir su Libro vii, siendo Tovar sólo un compilador de ella.75 Fray Diego Durán (ca. 1537-ca. 1588), quien había llegado a México cuando era niño, aprendió en Tezcoco no sólo la lengua sino también las creencias y prácticas que aún sobrevivían del mundo prehispánico. Esta experiencia y su actividad como misionero, desde su ingreso a la Orden de Santo Domingo en 1556, lo convirtieron en un profundo conocedor del pasado de los pueblos nahuas. El conocimiento de los códices y las historias indígenas, sus conversaciones con los ancianos y la observación de los vestigios en piedra que aún quedaban del mundo destruido por los españoles quedaron plasmados en su Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme, concluida alrededor de 1580. En su primera parte, la obra daba información sobre la organización política y judicial de los señoríos indígenas, junto a la historia de sus reyes y guerras. Contra la visión de algunos españoles que consideraban a los indios bestiales, Durán veía en ellos a los pueblos más civilizados de la tierra, con instituciones políticas y valores morales superiores a los de las naciones paganas del viejo continente.76 Esta primera parte terminaba con una narración sobre la conquista, con la relación de los presagios y una visión de Moctezuma muy negativa, como un tirano y déspota muerto por una pedrada. Como contraste, una segunda parte de la obra, referida a los Ritos y ceremonias en las fiestas de los dioses, nos presenta a los indios como idólatras demoniacos cuya sangrienta religión debía ser condenada y cuyas prácticas paganas, aún vivas, tenían que ser extirpadas, razón principal por la que Durán estaba escribiendo su obra. La Historia terminaba con una explicación del calendario, que regía fiestas y solemnidades, agüeros y presagios con la finalidad igualmente de poner a los ministros sobre aviso para extirpar sus idolatrías. Esta ambigüedad, entre la admiración por su civilización y el desprecio de su religión, es la que posiblemente lo lleva a considerar la posibilidad de 74 Códice Ramírez, pp. 89 y ss. Ver también K. Kohut, “El cuerpo del delito...”, en I. Arellano y F. Pino (eds.), op. cit., p. 185. 75 Edmundo O’Gorman, prólogo a J. de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, p. xx. 76 Diego Durán, Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme, cap. iii, pp. 9 y ss.



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una predicación apostólica primitiva en América. En el capítulo con el que comienza su libro de los ritos, Durán señaló las similitudes de la enseñanza del sacerdote de Tula Ce Acatl Topiltzin con las del Evangelio, llegando a aseverar: “este varón fue algún apóstol de Dios”. En este capítulo, insinúa además que Topiltzin pudo ser santo Tomás, pues ambos eran canteros que esculpían imágenes en piedra.77 El tema vuelve a repetirse cuando encuentra similitudes entre algunas de sus creencias y la religión católica: Todo esto que he dicho aquí con lo demás demuestra haber tenido esta gente noticia de la ley de Dios y del Sagrado Evangelio y de la bienaventuranza, pues predicaban haber premio para el bien y pena para el mal. Yo pregunté a los indios de los predicadores antiguos y escribí los sermones que predicaban, con la misma retórica y frases suyas y metáforas, y realmente eran católicos […] Pero iba ésta tan mezclada de sus idolatrías y tan sangriento y abominable que los desdoraba todo el bien que se mezclaba, pero dígolo a propósito de que hubo algún predicador en esta tierra que dejó la noticia dicha.78

Durán llegaba a esta conclusión pues Topiltzin llevaba una vida ejemplar, “cristiana”, pues hacía penitencia a diario, era casto y puro, había enseñado a orar a los indios y edificó altares. A lo largo de su obra, el dominico manifestó su convicción de que esta aseveración estaba avalada por los múltiples indicios que había en las creencias indígenas de una predicación cristiana primitiva en Nueva España, adulterada y mezclada con la idolatría a través de engaños demoniacos. Quetzalcóatl había por tanto predicado el Evangelio a sus discípulos, los toltecas, pero perseguido por los seguidores del demonio Tezcatlipoca tuvo que huir, no sin antes profetizar su regreso y el de sus seguidores. Con la conquista se había cumplido esa profecía del retorno a Indias de la verdadera fe y del gobierno legítimo. Cortés y sus hombres sólo habían traído el evangelio de vuelta, por lo que la dominación política de los españoles implicaba también el disfrute de las riquezas que Topiltzin había dejado al partir. La conquista era por tanto un acto de justicia sobre aquellos que, conociendo la verdadera fe, renegaron de ella, y sus males fueron el justo castigo para quienes expulsaron a un apóstol.79 Esa misma visión deja entrever el otro religioso que se dedicó a estudiar las antigüedades indígenas: el franciscano fray Bernardino de Sahagún (1499-1590). Desde 1547, este fraile desarrollaba una extraordinaria actividad intelectual en el Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco, centro donde se llevaban a cabo importantes intercambios culturales entre los indios nobles y los frailes. Aunque desde 1557 Sahagún había recibido el encargo del pro77

Ibid., “Libro de los ritos”, cap. lxxix, vol. ii, pp. 349 y ss. Ibid., cap. lxxxvii, vol. ii, p. 406. 79 G. M. Pastrana Flores, op. cit., pp. 230 y ss. 78

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vincial fray Francisco de Toral de escribir sobre el mundo indígena antiguo, “para ayuda de los obispos y ministros que los doctrinan”, no fue sino hasta su segunda estancia en Tlatelolco desde 1570 que contó con la colaboración de sus alumnos del colegio para recopilar y sistematizar una impresionante cantidad de información sobre el mundo náhuatl del altiplano y sobre la conquista. Por medio de encuestas hechas a los ancianos de Tepeapulco, de Tlatelolco y de Tenochtitlan entre 1561 y 1569, se recopiló una gran cantidad de testimonios de los que salieron textos en castellano y en náhuatl, algunos bellamente ilustrados: los Primeros memoriales, los códices Matritense y Florentino, los himnos a los dioses, la Historia de las cosas de Nueva España, un libro de cantos en náhuatl (la Psalmodia christiana) y el libro de los Coloquios, un catecismo en el que el fraile ponía a dialogar a los religiosos con los sacerdotes indígenas a quienes refutaban sus creencias.80 Él fue sin duda uno de los primeros en darse cuenta de la imposibilidad de una comunicación efectiva sin la comprensión del contexto cultural del otro. La principal función de estos textos, y Sahagún lo explicita en su introducción a la Historia, era buscar las raíces de las idolatrías, que se consideraban demoniacas, y poder extirparlas con mayor facilidad.81 Sin embargo, al estar influida su visión por las fuentes indígenas, en su obra se despliega una enorme cantidad de información y de perspectivas marcadas por sus informantes y, sobre todo, por sus colaboradores del Colegio de Tlatelolco. Por ello muchos investigadores actuales consideran que en las obras de Sahagún pueden descubrirse muchas voces y distintos destinatarios, tanto indígenas como frailes. Esa pluralidad de voces se puede observar en los tres temas que hasta acá hemos tratado: siguiendo una visión occidental, Quetzalcóatl aparece como un Hércules, aunque Sahagún lo califica de nigromante y a diferencia de Durán no le da ningún atributo cristiano.82 En cambio, al tratar sobre Moctezuma, se ve fuertemente influido por el testimonio indígena recogido en Tlatelolco, insiste en el odio que le tenían sus súbditos y en su crueldad, causante de su muerte indigna (su cadáver fue arrojado fuera de las casas reales).83 En el tratamiento de la conquista se puede observar su ambivalencia ante el uso de las fuentes indígenas, pues por un lado presenta una especial atención a los presagios (por sus paralelismos con la tradición occidental) y señala la ambición desmedida de algunos españoles, pero por el otro muestra una gran admiración por Cortés y una cierta indiferencia por los grandes sufrimientos de los vencidos. Por otro lado, aunque Sahagún, como todos los escritores de su época, veía el pasado prehispánico gobernado por lo demoniaco, al igual que fray Diego Durán mostró a lo largo de sus obras una cierta admiración por lo que 80

Véase Miguel León-Portilla, Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología. Fray Bernardino de Sahagún, Historia de las cosas de la Nueva España, Prólogo, pp. 31 y ss. 82 Ibid., libro iii, cap. 3, vol. i, p. 208. 83 Ibid., libro xii, cap. 23, vol. ii, p. 840. 81



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consideraba una alta civilización a la manera de las de Grecia, Roma o Egipto. Hacer paralelismos entre los dioses indígenas y los romanos o reconocer los valores morales, la disciplina y rigor con que los mexicas educaban a sus hijos y lo bien organizado de sus instituciones políticas, pusieron las bases para una futura desdemonización del pasado indígena. Esta actitud hacia el mundo prehispánico debe entenderse dentro de la visión del otro que se elaboró en el Renacimiento, en la cual las tradiciones de los gentiles podían ser consideradas como valiosas, tanto por sus enseñanzas morales parecidas a las cristianas, como para resaltar la superioridad del Occidente cuando éstas iban en contra de la ley natural, como los sacrificios humanos. En esa línea debemos entender la importancia que Sahagún concedió en su obra a los presagios, tema que también habían tratado Motolinia y Durán y que mencionarían después los jesuitas Tovar y Acosta. En la tradición renacentista existía el tema del anuncio de la venida de Cristo a los gentiles por medio de las sibilas y eran recursos comunes los anuncios nefastos que precedieron a la caída de ciudades paradigmáticas como Jerusalén y Roma. Partiendo de esta tradición, Sahagún, Durán, Tovar y Acosta tocaban el tema de los vaticinios y sueños como recursos narrativos para mostrar que los indios recibieron noticias sobre su conversión al cristianismo antes de la llegada de los españoles, como parte de un plan divino.84 Con ello, a pesar de sus errores, las civilizaciones prehispánicas no sólo tenían cosas dignas de rescatarse, sino que ellas, al igual que las del viejo continente, habían recibido anuncios y premoniciones de su propia salvación. Frente a la intencionalidad de la nobleza indígena, que recuperaba su pasado como una relación de méritos y cómo un espejo de príncipes, los religiosos lo buscaban como un medio para mejorar la labor evangelizadora y para demostrar que la conquista estaba contemplada en el plan divino. A la larga, ambos escribían en un medio donde los indios ya eran cristianos, por lo que el pasado indígena sólo servía para ratificar ese cristianismo; constituía un recurso retórico utilizado para demostrar el plan divino. Para construir sus discursos, Tovar, Sahagún y Durán habían echado mano de la tradición indígena, tanto de la oral como de aquella conservada en sus códices y pictogramas. Sin duda en la formación de tales códigos tuvieron un papel fundamental tanto los informantes como los tlacuilos, pintores indígenas educados en los conventos dentro de una tradición europea, aunque empapados de los contextos de la propia. Muchos de estos hombres aculturados encontraron dos modelos occidentales en los que pudieron insertar su pasado: el del pagano idólatra civilizado y el del pueblo elegido bíblico. El primero daba la posibilidad de rescatar a sus antepasados al asimi84 Tiempo después otro franciscano, fray Alonso de la Rea, señalaba que Calzonci recurrió a vaticinios antiguos en los que halló noticias de la declinación de su monarquía. Crónica de la Orden de N. Seráfico Padre San Francisco. Provincia de San Pedro y San Pablo de Mechuacán en la Nueva España, libro i, cap. xiii, pp. 89 y ss.

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larlos al imperio romano, gracias a lo cual ellos mismos serían considerados mejores y conseguirían más beneficios. Pero fue sobre todo el segundo modelo, el bíblico, el que permitió a la nobleza indígena acercar su pasado a Occidente y, para garantizar su supervivencia, presentarlo como compatible con la cultura colonizadora. Un caso muy significativo en este sentido fue el de Quetzalcóatl, que en la narración del Códice Florentino (1575-1576) presentaba grandes paralelismos con el rey David: ambos eran gobernantes sabios y piadosos y construyeron templos en donde colocaron una caja sagrada y ambos cayeron en una tentación sexual. En el mismo Códice Florentino los informantes de Sahagún hablaban de Tula en términos similares a los que el Apocalipsis utilizaba para describir la Jerusalén celeste, lugar donde los frutos eran tan abundantes y de dimensiones descomunales.85 Por otro lado, la imagen del éxodo dio la pauta para describir la peregrinación del pueblo mexica hacia su tierra prometida. Chimalpahin relacionaba Chicomoztoc, lugar por el que pasaron pueblos de distintas lenguas, y Babel, la de la confusión. El cronista Cristóbal del Castillo, seguido también por Chimalpahin, hablaba de los maltratos que recibían los mexicas en Aztlán en los mismos términos de los abusos de los egipcios contra los judíos. Huitzilopochtli describía la tierra de promisión a su pueblo como Yahvé a Moisés e incluso pasan por un gran cuerpo de agua, que recuerda al Mar Rojo. Moctezuma Ilhuicamina es considerado por autores como Tezozómoc como el rey Salomón, “soberano sabio y devoto, gran constructor, notable legislador y hombre ecuánime”. Esta cristianización del pasado prehispánico era el reflejo de un proyecto misional que aprovechaba “las afinidades de la religión y la cultura indígenas para introducir el mensaje evangélico”.86 Así, frailes e indios se influyeron mutuamente para adaptar la cultura indígena a los códigos occidentales, para mostrar que no estaba fuera de los planes divinos y que, a pesar de sus idolatrías, los indios habían recibido presagios de su salvación. Ahora sabemos que tales profecías fueron construidas a posteriori, pero en una época basada en una concepción retórica del mundo fueron tomadas como hechos irrefutables. 85 Para los indígenas existían ciertos lugares sagrados asociados con vegetación y fertilidad. El tlalocan y el tamoanchan, pero sobre todo Tula, cuyo espacio se asociaba con tupidas matas de tules. Tula era no sólo un lugar mítico, era también el nombre que se daba a toda ciudad (Tollan Chololan, Tollan Tenochtitlan), cuyo concepto se asociaba con agua y con montaña (altépetl), denominación de todo poblado. Existía además una Tula divina: Tollan Chalco on teotl ichan (Tula, lugar precioso, la morada de dios). Cuando llegaron los religiosos con su concepción de una Jerusalén celeste, no fue difícil asimilarla a esa Tollan. P. Escalante, “Jerusalén-Tula…”, en Clara García y Manuel Ramos (eds.), Ciudades mestizas, p. 86. 86 Otros ejemplos serían la asimilación de Babel con Chicomoztoc, los calpullis mexicas con las tribus de Israel, el bautismo prehispánico con el bautismo de Cristo en el Jordán, el esclavo sacrificial con el Ecce homo y el sacerdote prehispánico con san Cristóbal. “Conforme nuestro conocimiento de estos problemas avanza, nos danos cuenta de que no se trata de fragmentos sueltos, ni de descuidos ni de residuos, sino de expresiones de una ideología, poderosa y sorprendentemente sincrética”. Idem.



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Esa occidentalización del pasado indígena la encontramos plasmada, por ejemplo, en los dibujos que ilustran la Historia de fray Diego Durán. En ellos, los tlacuilos muestran a los señores del México prehispánico rodeados de lujos europeos, con tronos y columnas renacentistas (como en las imágenes de Acamapichtli y de Tizoc), pero con la notable ausencia de plumas en sus atuendos y portando capas y diademas (xihuitzolli) indígenas. Es muy probable que el mismo fenómeno se haya dado en los informantes indígenas que aportaron los materiales con que se escribieron los textos escritos por los frailes; quizás tales testigos manifestaron a los religiosos aquello que querían escuchar, al tiempo que se fabricaban una imagen de su pasado en los términos y estructuras de los occidentales; así, a partir de los modelos clásicos y de las narraciones bíblicas, crearon una visión de sus antepasados acorde con los patrones occidentales que se les estaban imponiendo. Esta construcción influida por el mundo clásico comenzó a representar a los tlatoque nahoas como gobernantes romanos o como reyes judíos.87 Sin embargo, en el contexto cristiano del que formaban parte, la imagen de las idolatrías y de los sacrificios no podía dejar de asociarse con lo demoniaco, por lo que fue frecuente que los dioses indígenas fueran representados como Satanás. Esto se puede ver en una pintura del Libro viii del Códice Florentino, donde dos sacerdotes sacrifican a un hombre ante la imagen de un ídolo de Huitzilopochtli con cuernos y rabo. Todos estos testimonios, a pesar de no estar publicados (salvo el resumen que editó Acosta), tuvieron un fuerte impacto en la toma de conciencia que los criollos comenzaron a tener del pasado prehispánico. Por un lado existió una tradición familiar que se guardaba en forma de códices y narraciones. Por el otro, se encontraba la recopilación realizada por la primera crónica franciscana impresa (1615) que se dedicaba al pasado indígena en una forma extensa, la Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada. Como veremos adelante, esta obra dio a conocer un sinfín de materiales inéditos de los frailes cronistas del siglo xvi (las obras de Sahagún y Durán habían sido confiscadas) e incorporaba los documentos aportados por los nobles indios y mestizos contemporáneos de fray Juan. Sin embargo, su visión ya no estaba relacionada con un afán de extirpación de idolatrías, ni de exaltación de los linajes nobles, sino con el interés de mostrar la relevancia de la labor franciscana frente a las pretensiones episcopales. Con todo, los datos aportados por Torquemada, al quedar impresos, iniciaron el rescate que harían los criollos de la siguiente generación de muchos elementos positivos de la civilización azteca que era, entre lo prehispánico, la mejor conocida. Estos estudios, unidos a la posición cultural de los jesuitas, que con una actitud humanista revalorizaban las civilizaciones no cristianas del Oriente, permitieron integrar dentro de la cultura universal el pasado indígena de América, quitándole el carácter demoniaco del que lo habían revestido la mayoría de los 87

P. Escalante, Los códices, pp. 30 y ss.

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frailes del siglo xvi. Además, la obra de Torquemada ponía las bases para que los criollos, sobre todo los de la capital como veremos, construyeran el espacio jurídico de un reino anterior a la conquista (con instituciones monárquicas, administración de justicia y leyes sabias) en el marco del Jus Gentium romano, premisa fundamental para alegar un pacto y no ser una simple “colonia” sometida por derecho de conquista.88 Al mismo tiempo que se forjaba esta imagen positiva sobre el indio cristiano de Mesoamérica, y como oposición retórica a él, los frailes misioneros primero y después los autores criollos crearon una figura opuesta: el salvaje chichimeca demoniaco y pagano. La guerra del Mixtón, y el inicio de la devastadora conquista del Bajío entre 1550 y 1590, dieron la pauta para tal construcción, siendo una de sus primeras manifestaciones las escaramuzas, mitotes o mascaradas en las que participaban indios vestidos de chichimecas junto con otros ataviados “a la mesoamericana”, como lo observó y registró fray Antonio de Ciudad Real en Tlaxcala y en la frontera michoacana con Nueva Galicia entre 1584 y 1589.89 Con esta mezcla de danza de moros y cristianos y rituales guerreros indígenas, los evangelizadores pretendían dar una enseñanza moral: las fuerzas del bien (los mesoamericanos fieles a Cristo) vencían a las del mal (los chichimecas paganos que atacaban misiones y fuertes españoles). En 1585, los tlaxcaltecas recibieron al virrey marqués de Villamanrique con una gigantesca torre de madera, que recordaba posiblemente a Jerusalén, pero los moros habían sido remplazados por los chichimecas, contra los que luchaban los indios cristianos.90 Esas “danzas de mecos” parecerían ser el modelo para otra representación plástica con tales apropiaciones que se encuentra en el fresco mural de la iglesia de Ixmiquilpan pintado alrededor de 1570. En él unos guerreros mexicas vestidos y armados con espadas de filo de obsidiana y que portan cabezas cortadas en sus cinturones luchan contra unos semidesnudos chichimecas, portadores de arcos y flechas. La lucha se repite entre águilas y jaguares y con guerreros coyote que vencen a mujeres planta. Aunque la representación tenía como fin mostrar una psicomaquia, es decir, el triunfo de la virtud cristiana sobre el vicio y la idolatría, simbolizada en las cabezas cortadas, los temas prehispánicos saltan a la vista: la guerra sagrada (teo atl-tlachinolli) (el agua divina-lo que arde con fuego); la representación de la lucha cósmica entre el jaguar (principio terreno y nocturno) y el águila (fuerza celeste y diurna). No cabe duda de que indios y frailes llegaron a un acuerdo para llevar a cabo este mural. Por otro lado, es también clara la intención de exaltar a los mexicas y otomíes como caballeros cristianos, mismos que en esos momentos participaban activamente en la guerra contra los chichimecas representados como salvajes.91 Fray Andrés de Mata, prior del convento por entonces, posiblemente 88

A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, página web cit., p. 13. A. de Ciudad Real, op. cit., vol. i, p. 102; vol. ii, pp. 81, 123 y 150. 90 Ibid., vol. i, pp. 102-103. 91 Eleanor Wake, “Sacred books and sacred songs from former days: Sourcing the mu89



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hizo pintar el mural con ocasión del capítulo provincial que se celebraría ahí en 1572. Dos años antes se habían dado una serie de ataques chichimecas a varios conventos de la orden en la frontera del río Santiago (Yuriria, Ucareo), e incluso en el mismo Ixmiquilpan y en 1569 una junta de teólogos había declarado que la guerra que se hacía contra los nómadas era justa.92 El modelo del chichimeca salvaje aparece también en un grabado de la Retórica cristiana de fray Diego Valadés, en el que un fraile con su grupo de colaboradores indígenas lleva a cabo la evangelización de unos chichimecas semidesnudos y portando arcos y flechas. Al catalogar a los grupos del norte como salvajes, se les codificaba en un esquema retórico aparecido en Europa desde los primeros contactos con América. En esos tiempos, su representación plástica quedó fijada en el estereotipo del indio brasileño pintado en el grabado alemán de 1505, que lo mostraba desnudo, utilizando arcos y flechas como armas y taparrabos y penachos de plumas como vestimenta. Aunque esa imagen está todavía ausente en la plástica novohispana del siglo xvi (como lo muestran los grabados de Valadés y los frescos de Ixmiquilpan), para los siglos siguientes fue la que se impuso como modelo; con esas características de indio europeizado se representó desde entonces tanto al chichimeca como al apache en cerámica, en cuadros de castas, en grabados, en pinturas emblemáticas y en celebraciones festivas, sobre todo en Michoacán y el Bajío (en la llamada provincia de Chichimecas). Precisamente en los inicios de la “guerra chichimeca” y en esa frontera entre los mesoamericanos sedentarios y los nómadas se fundaba el pueblo de Querétaro, un emplazamiento que no poseía un pasado prehispánico glorioso, pero que en esos momentos comenzó a forjar su identidad mestiza. En una fecha aún no precisada entre 1545 y 1549, un cacique otomí, antiguo pochteca y bautizado como Fernando de Tapia, reunió a un grupo de otomíes y chichimecas de la provincia de Xilotepec en un antiguo sitio llamado Tlachco y obtuvo el reconocimiento de las autoridades españolas como su gobernador vitalicio. Su alianza con los franciscanos llegados alrededor de 1550 afianzó su poder, así como los matrimonios de sus hijas con indios principales y españoles de la región. A su muerte en 1571 sus propiedades eran extensas y esto posibilitó a su descendiente Diego de Tapia y a su yerno Miguel de Ávalos a controlar el gobierno del pueblo hasta principios del siglo xvii. Fue entonces que el cargo pasó a Nicolás de San Luis Montañés y a su sucesor. La familia Tapia había desaparecido y sus bienes pasaron al monasterio de Santa Clara fundado por don Diego, pues en él profesó su única heredera, Luisa del Espíritu Santo. Para entonces Querétaro tenía ya un cabildo indígena, posiblemente formado por los principales de origen otomí; además de ellos habitaban en la villa y en sus alrededores chichimecas, mexicas y ral paintings at San Miguel Arcángel Ixmiquilpan”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 31, pp. 106-140. 92 P. Escalante, “Pintar la historia tras la crisis de la conquista”, en op. cit., pp. 35 y ss.

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tarascos, junto con casi un centenar de familias españolas que poseían ganados y tierras.93 Sin un pasado prehispánico y con tal diversidad de población no era posible generar aún símbolos identitarios, pero Fernando de Tapia y Nicolás de San Luis se convertirían en el futuro en sus héroes epónimos. 4. La Edad Dorada de la evangelización y las fortalezas de la fe

Y siendo el mismo señor Dios el capitán y guía que iba por delante en la obra y cultura de esta su viña, plantó las raíces de ella con tanta virtud y fortaleza, que en breve tiempo ocupó toda la tierra, de mar a mar, desde el norte al sur […] convirtiéndose a la fe con admirable fervor infinidad de gentes […] que su fama convidaba y traía para sí obreros de tierras extrañas, varones de mucha santidad y ciencia […] Y en estos sus principios fue tan querida y regalada del Señor, que en ambos estados eclesiástico y secular la proveyó de escogidos sobrestantes que la gobernasen en lo espiritual y temporal. [Pero a partir de la muerte de D. Luis de Velasco el viejo] comenzó a caer de su estado el tiempo dorado y flor de la Nueva España.94

Con estas palabras el franciscano fray Jerónimo de Mendieta (1525-1604) concluía el Libro iv de su Historia eclesiástica indiana y ponía las bases para la visión de una Edad Dorada de la evangelización en la que todo era perfecto, y que tanto contrastaba con la época que él mismo vivía. Frente a la visión optimista de fray Toribio de Motolinia, su maestro, Mendieta elaboró una perspectiva cargada de tintes pesimistas. A causa de su propia actividad política y de su experiencia misionera, el cronista se vio a sí mismo como un Jeremías que lloraba por una población indígena que decaía por las epidemias, los trabajos excesivos y un sistema tributario más rígido y por la frustración de una evangelización cuestionada por las supervivencias idolátricas. Pero sobre todo, Mendieta (como todos los religiosos cronistas de esta época) escribía desde una posición de ataque a las nuevas políticas episcopales que intentaban desplazar a los frailes de su papel rector en las comunidades indígenas. Para confrontar una situación tan desfavorable, la Historia de Mendieta se remontaba a una Edad Dorada (en contraste con la Edad de Plata que él vivía) a partir del pensamiento evangélico franciscano y de la actividad de los primeros misioneros de Nueva España. En esa edad, indios y españoles vivían separados, por lo que la Iglesia indiana se mantenía pura e incontaminada, dirigida por unos varones apostólicos de vida intachable que tenían como modelo a la Iglesia primitiva (como lo demostraba la elección del nombre del Santo Evangelio que tomó la provincia novohispana); aunque durante esa 93 94

Juan Ricardo Jiménez Gómez, La república de indios en Querétaro 1550-1820, pp. 62 y ss. Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, libro iv, cap. xlvi, vol. ii, pp. 248 y ss.



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Edad Dorada hubo algunos conflictos con las autoridades (sobre todo con la Primera Audiencia por la defensa que los franciscanos hicieron de los indios), las relaciones de los religiosos con virreyes y obispos fue siempre armónica. Un pequeño problema al comparar ambas Iglesias (la primitiva y la indiana) lo constituía la ausencia de milagros (“Dios no ha querido hacer por sus siervos en esta tierra y nueva Iglesia los milagros que fue servido de hacer en la Iglesia primitiva”); sin embargo, Mendieta lo explicaba diciendo que no eran necesarios, pues había sido suficiente para atraer a los paganos a la fe la vida intachable de los frailes y hubiera sido peligroso para la cristiandad de los indios tener “a los hombres por dioses”. No eran necesarios los milagros, en fin, pues el mayor de todos era haber traído a “tanta multitud de idólatras al yugo de la fe cristiana sin milagros”. Sin embargo, toda la obra está llena de alusiones a hechos prodigiosos que realizaron los santos varones apostólicos: resurrecciones de muertos, exitosos exorcismos, curaciones, visiones. Por lo que el cronista se ve forzado a aclarar: “Aunque a la verdad no faltaron algunos milagros con que nuestro señor corroboró los flacos pechos de los nuevos creyentes y declaró la santidad de sus siervos”.95 En su obra, Mendieta inauguró también la hagiografía de los frailes, tanto de los ermitaños como de los misioneros civilizadores y predicadores y de los mártires que murieron por la fe en las tierras de los bárbaros del norte. Dentro del primer modelo estaba la figura señera que consagraron Motolinia y Jiménez, el padre fundador fray Martín de Valencia, quien mostró una fuerte inclinación al eremitismo desde su estancia en España y que en los dos últimos años de su vida, de los diez que vivió en Nueva España, habitó largas temporadas en la cueva de un monte cercano a Amecameca, donde se retiraba a hacer vida de anacoreta y tuvo visiones de san Antonio y san Francisco.96 A él lo siguieron los fundadores de la efímera y eremítica Insulana, cuya finalidad era “fundar de nuevo, con celo de más perfección y observancia de la regla, pareciéndoles que con la multiplicación de los religiosos iba ya declinando el rigor de la pobreza y estrechura en que se había fundado esta provincia del Santo Evangelio”.97 El deseo reformador, unido a la desilusión de una cristiandad indiana que no cumplía con las expectativas de perfección que los frailes habían tenido de ella, fue encabezado por fray Alonso de Escalona, quien “quiso encaminar su pequeña grey hacia lo interior del desierto, buscando la soledad”. Sin embargo, el sueño de los insulanos duró sólo un año (1549-1550) y su fracaso se debió a las urgentes necesidades del campo misional.98 95

Ibid., prólogo al libro v, vol. ii, pp. 258 y ss. Toribio de Motolinia, Historia de los indios de Nueva España, trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Ver también la biografía que hizo su hermano de hábito fray Francisco Ximénez (publicado con un estudio de Pedro Ángeles en el apéndice a Antonio Rubial García, La hermana pobreza…, pp. 211-261). 97 J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 43, vol. ii, p. 387. 98 A. Rubial García, “La insulana, un ideal eremítico medieval en Nueva España”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 6, pp. 39-46, pp. 43 y ss. 96

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Mendieta también fue el primer cronista que presentó un boceto biográfico de varios misioneros insignes: el pionero fray Pedro de Gante; fray Martín de la Coruña, misionero de Michoacán; el ejemplar fray Andrés de Olmos; fray Juan de San Francisco, a quien se atribuían prodigiosos milagros; el cronista fray Toribio de Motolinia, y, sobre todo, nos proporciona la primera biografía del obispo fray Juan de Zumárraga. Junto a raptos, levitaciones, revelaciones, don de profecía y aprendizaje de lenguas, estaban las actuaciones propias de una orden más intelectual. De hecho, los milagros más espectaculares eran obra de la Providencia y no se referían a un fraile específico. En esas vidas se hacían constantes comparaciones con el cristianismo primitivo para remarcar el carácter excepcional que se vivió en la Edad Dorada. Este tema también se ve reflejado al tratar de los mártires. Mendieta, al igual que en los martirologios antiguos, narra con detalle las muertes de fray Juan Calero, asesinado por los caxcanes durante la rebelión que asoló las tierras del Mixtón en 1541, y el milagro de su cuerpo incorrupto encontrado tiempo después por sus hermanos de hábito.99 En función de exaltar la labor de esos religiosos, Mendieta insistía de nuevo en lo demoniaco de las religiones indígenas, aunque, al igual que Durán, las similitudes con el cristianismo eran consecuencia de una posible predicación apostólica. Mendieta introdujo el tema con una pregunta: “¿Cómo permitió el Señor que tan gran número de gentes en tantos años estuviesen olvidados so el yugo del Demonio?; ¿y por qué causa a éstos más que a otros no los oviese puesto antes de ahora so la balanza de la Cruz y quitándoles la gran carga y pesadísimo yugo del Demonio?” Después de señalar que los juicios de Dios eran insondables, el cronista abre un capítulo sobre “algunos rastros que se han hallado de que en algún tiempo en estas Indias hubo noticias de nuestra fe”.100 En él refiere historias recopiladas por Las Casas en Chiapas, por el franciscano Francisco Gómez en Guatemala y por otros religiosos sobre el conocimiento que tenían los indios antes de la llegada de los españoles sobre la Trinidad, la redención, la encarnación del hijo de Dios en una virgen y el diluvio universal. “De todos estos dichos y testimonios —concluye— no deja de nacer grave sospecha que los antepasados de estos naturales oviesen tenido noticia de los misterios de nuestra fe cristiana”. Persuadido por tanto de esta posibilidad, Mendieta agrega: “Y aún esto último de los que aguardaban la venida del Hijo del gran Dios, hace harto a favor de los que han tenido opinión que estos indios descendían del pueblo de los judíos, creyendo que serían de algunos que escaparían de la des99

J. de Mendieta, op. cit., libro v, 2a parte, cap. i, vol. ii, pp. 463 y ss. Siguiendo el modelo creado por Mendieta, los cronistas franciscanos y jesuitas escribieron la historia misionera del norte y del sureste por medio de la narración de la vida de los mártires que derramaron su sangre para fertilizar a la nueva cristiandad. El único texto moderno que trata de este tema en una perspectiva global es el de Atanasio G. Saravia, Los misioneros muertos en el norte de Nueva España. 100 J. de Mendieta, op. cit., libro iv, cap. xli, vol. ii, pp. 222 y ss.



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trucción de Jerusalén”. Si esto fuera cierto, la conversión de los indios en la época de Mendieta sería un anuncio de la cercanía del fin del mundo, según “las profecías que rezan haberse de convertir los judíos en aquel tiempo”. 101 Sin embargo, el Demonio había deformado todo, había convertido los sacramentos en “execramentos” (Mendieta los llamaba así siguiendo a Olmos), que hacían aparecer el pecado y ensuciaban todo con el uso de sustancias sucias, con actos y palabras inmundos. El Demonio había deformado asimismo conceptos como la Trinidad, símbolos como la cruz, figuras como la de la Virgen María, prácticas como los autosacrificios y la veneración a las reliquias y hasta preceptos similares a los diez mandamientos. Frente a esa imagen negativa del pasado indígena, Mendieta (como lo hiciera Motolinia antes que él) forjaba también la imagen de unos indios cristianos devotos, humildes y sumisos, desapegados de los bienes terrenales e injustamente explotados por los españoles. Con estos indios fieles, los frailes habían construido una Iglesia apostólica primitiva, reflejo de la Jerusalén terrena, que además de vencer al Demonio repararía con sus miembros las pérdidas sufridas por la Iglesia a causa de la herejía protestante. Muestra clara de sus frutos eran los niños mártires de Tlaxcala, personajes emblemáticos que toda la historiografía franciscana mencionaría como parte de sus glorias.102 Esta visión convertía a los naturales en modelo de vida cristiana para los españoles y mostraba la extraordinaria labor realizada por los frailes a lo largo de siete décadas. Sin embargo, también los indios eran tan simples y débiles que podían ser fácilmente engañados por el Demonio, su carácter infantil hacía necesaria la constante sujeción a sus padres, los religiosos. Esa misma actitud lo llevó a considerar la conquista militar como una necesidad y a comparar a Hernán Cortés con Moisés, pues sacó al pueblo indígena del cautiverio de la idolatría para llevarlo a la tierra prometida de la verdadera fe. Aunque para Mendieta la conquista había sido un castigo de Dios por las idolatrías de los indios, al igual que fray Bartolomé de las Casas consideraba injustificados los abusos y los trabajos excesivos a los que se les sometía y en sus páginas fustigó a aquellos que los maltrataban. La avaricia, vicio de los funcionarios y terratenientes, era la principal causa de los males que aquejaban a los indios. La Iglesia indiana se concebía así como una Jerusalén terrena, como una ciudad de elegidos y perfectos cristianos dirigidos por frailes apostólicos que 101 Ibid., libro iv, cap. xli, vol. ii, p. 226. Fray Juan de Torquemada, que en otras partes sigue al pie de la letra a Mendieta, en este tema se separa totalmente de él y señala que antes de la llegada de los franciscanos los indios ignoraban totalmente los misterios del cristianismo (Monarquía indiana, libro xv, cap. xlix, vol. 5, p. 205). 102 Toribio Medina, en su Imprenta en México, vol. ii, p. 7, da noticia de una obra sobre los niños tlaxcaltecas hecha por fray Juan Bautista de Viseo y editada por Diego López Dávalos en 1601. En 1604 el mismo Medina da noticia de una Vida y martirio de Cristóbal, de autor anónimo. Imprenta en México, vol. iii, p. 13.

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luchaban contra los ambiciosos encomenderos y funcionarios, y que vencían a los hechiceros indígenas, representantes de las fuerzas del mal. A pesar de los males que la aquejaban, la Iglesia indiana, espejo de la Iglesia primitiva, sería la ciudad de los últimos tiempos, premonición de la Jerusalén celeste en la que los indios ocuparían los lugares dejados por los protestantes.103 Posiblemente a causa de su combatividad contra los abusos sobre los indígenas y por los vituperios con los que trataba a los españoles y en especial a los burócratas, la crónica de fray Jerónimo de Mendieta quedó inédita. Sin embargo, su contenido y su construcción de la Edad Dorada misionera tuvieron un gran influjo gracias a la Monarquía indiana del también franciscano peninsular fray Juan de Torquemada (ca. 1557-1624), voluminosa obra impresa en Sevilla en 1615, en la que se incluían extensos párrafos textuales de la Historia de Mendieta eliminando las asperezas y críticas que pudieran ser conflictivas. Sin embargo, la obra de Torquemada era algo más que una versión censurada de la de Mendieta. Con una visión universalista (en la que aún está presente la defensa del indio que caracterizó a los frailes escritores del siglo anterior), la Monarquía recopilaba materiales inéditos sobre el mundo indígena prehispánico, incluyendo los de los frailes (Las Casas, Olmos, Motolinia y Sahagún) y los de los indios y mestizos nobles (Pomar, Muñoz Camargo, Chimalpahin, Ixtlilxóchitl y Tezozómoc). En la visión de Torquemada eran innegables los paralelismos entre los aztecas y los pueblos civilizados del viejo continente; para él, “la razón natural, en busca de Dios, pero extraviada por Satanás, producía desarrollos religiosos similares en partes del mundo enormemente separadas”.104 Con su estudio, la cultura indígena, más bien la náhuatl, se insertaba en el contexto de la civilización universal a la altura de Grecia, Roma o Egipto, lo que permitía explicar los “rápidos logros” que el cristianismo alcanzó entre ellos y dar a conocer cómo fue anunciada la llegada del Evangelio a estas tierras durante su gentilidad. Además, Torquemada insistía en remarcar los grandes paralelismos existentes entre la historia del pueblo hebreo y los mexicas, pues ambos habían migrado en busca de una tierra prometida por mandato de su dios.105 Esta continuidad entre ambos mundos fue incluso la razón de ser de la otra parte del título: “los veintiún libros rituales”. Con su obra, como señala Elsa Frost, el autor pretendía dar a conocer “ceremonias, leyes y gobiernos de un pueblo eminentemente religioso, al que los designios de la providencia van a llevar a la práctica de nuevas ceremonias sacras en honor a un nuevo Dios”.106 103

A. Rubial García, “Las edades doradas de la evangelización franciscana. Entre la creación literaria y la verdad histórica”, en José Pascual Buxó y Mario Calderón (eds.), Primeras Jornadas de Literatura Mexicana. Memoria, pp. 19-34. 104 B. Keen, op. cit., p. 193. 105 Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 227. 106 Elsa C. Frost, “El plan y la estructura de la obra”, en Estudios a Juan de Torquemada..., Monarquía indiana, vol. vii, p. 75.



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Ese mismo interés por dirigir los temas de la historia profana hacia una visión religiosa es el que se nota cuando el autor trata los temas de la conquista. La caída de Tenochtitlan es observada desde la visión de la caída de Jerusalén, una ciudad pecadora e idólatra y dentro de la visión escatológica del fin de los tiempos. A partir de la profecía de Daniel que habla de la caída de los grandes imperios, el azteca constituirá la quinta monarquía antes del fin del mundo. En ese proceso de destrucción final, la caída de la ciudad de los aztecas estará construida retóricamente con presagios y profecías, batallas, hambres y epidemias. Ellas nos hablan de la voluntad de Dios de liberar a los aztecas de la esclavitud del pecado, pero también del justo castigo que merecía su idolatría y su inmoralidad.107 Dentro de ese contexto, Cortés es considerado como un héroe y presentado como un agente de Dios (nuevo Moisés) para introducir a los indios al cristianismo y la conquista militar es vista como un hecho necesario para lograr la evangelización, antes del fin de los tiempos. Es lógico, por tanto, que la culminación de la obra sean las acciones de los primeros misioneros, ejes alrededor de los que gira toda la historia. La obra de Torquemada, más que un texto historiográfico, es una obra de especulación teológica, surgida para explicar, dentro del esquema filosófico occidental, la existencia de los indios americanos y el papel que su conquista y evangelización jugaron dentro del contexto de la historia de la salvación.108 La Jerusalén franciscana recibió entonces una exaltación inusitada, pero cambió de rumbo; el uso político que tuvo la defensa de los indios en el siglo xvi se trasladó hacia otra meta, que ponía el acento en la defensa de los frailes. Este interés universalista de Torquemada por dedicar un espacio a los indios y a la conquista española como premisas para la evangelización marcó no sólo todas las crónicas posteriores que se dedicaron a la evangelización, sino también a todos aquellos que se interesaron por el pasado indígena. Pero además, la Monarquía indiana expresaba algo que trascendía el carácter moralizante y apologético que era, para muchos, la principal función de la historia: la memoria como antídoto contra la mortalidad, como una herramienta contra el olvido que trasciende la brevedad de las vidas individuales. A la función teológica y didáctica se agregaba así otra más mundana y relacionada con lo inmediato, que era la necesidad de mantener el recuerdo del pasado como testimonio y como argumento (es decir, como recurso judicial) para el presente y para el futuro. La historia era por tanto un saber que tenía validez en el ámbito social, en la vida comunitaria que trascendía a los individuos: 107 Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista: narración, interpretación y juicio”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, vol. ii, p. 255. 108 Elsa Cecilia Frost considera que esta característica es común a Motolinia, a Mendieta y a Torquemada (“Cronistas franciscanos de la Nueva España. Siglo xvi”, en Franciscan presence in the Americas, pp. 300 y ss.).

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Es la historia un beneficio inmortal que se comunica a muchos. ¿Qué depósito hay más cierto y más enriquecido que la historia? Allí tenemos presentes las cosas pasadas y testimonio y argumento de las por venir; ella nos da noticia y declara y muestra lo que en diversos lugares y tiempos acontece... Es la historia un enemigo grande y declarado contra la injuria de los tiempos, de los cuales claramente triunfa. Es un reparador de la mortalidad de los hombres y una recompensa de la brevedad de esta vida.109

Mendieta y Torquemada formaban parte de un grupo de religiosos que, como los encomenderos criollos y los indios nobles, intentaban rescatar el pasado para exaltar a sus órdenes y exigir la restitución de sus privilegios. La Edad Dorada constituía un discurso con una cuádruple función pragmática: primero daba a conocer los orígenes de las provincias religiosas para sacralizarlos y buscar en ellos su razón de ser; en una época en la que el primitivo espíritu decaía, las vidas de sus ilustres fundadores daban ejemplo a las generaciones de jóvenes frailes de cómo se debía practicar la espiritualidad originaria. En segundo lugar era urgente remarcar los títulos de primeros evangelizadores, por medio de estas relaciones de méritos y servicios, con lo que se solicitaban privilegios a la Corona y se justificaban sus derechos sobre las doctrinas de indios, disputadas por los obispos y el clero secular. En tercer lugar, existía la necesidad urgente de darle a estas nuevas tierras y a sus habitantes un lugar dentro de la historia universal de la salvación, es decir, convertirlas en espacio sagrado y por lo tanto en objeto de atención por parte de la Providencia. Por último, demostrar que Hernán Cortés y los misioneros eran hombres elegidos por Dios para llevar a cabo una empresa providencial: la fundación de una nueva Jerusalén, la Iglesia de los últimos tiempos antes del Juicio Final. Esta Iglesia, espejo de la apostólica que existió en el cristianismo primitivo, no sólo sustituiría a la europea, degradada por los protestantes, sino además estaba venciendo al Demonio de la idolatría en una gloriosa cruzada misional. Dios había querido compensar a la Iglesia católica por las pérdidas sufridas a causa de la reforma protestante con las almas obtenidas por la “cristianización” de América. El providencialismo misionero hacía coincidir así fechas como la de los grandes sacrificios en la consagración del templo mayor de Tenochtitlan en 1485 con el nacimiento de Cortés y éste con el de Lutero. Finalmente, Martín era el nombre que llevaban, tanto el hereje Lutero, como el fraile Valencia que llegó a evangelizar a los indios. Relacionada con esa idea compensatoria de la providencia se encontraba la visión mesiánica del combate espiritual. Durante ocho siglos los españoles habían luchado contra el Islam en su territorio y el mismo año de 1492 en que los musulmanes eran vencidos en Granada y los judíos eran expulsados de España Colón llegaba a América. Para los españoles (autoridades, teólo109

J. de Torquemada, Monarquía indiana, vol. i, Prólogo al lector.



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gos y conquistadores) el regalo en oro, plata y mano de obra gratuita que les daba Dios conllevaba la obligación de salvar las almas de los indios, aun contra su voluntad. Su salvación personal dependía de la realización de esa empresa y por ella se justificaba una guerra conquista, pues a pesar de la violencia, a los indios se les traía un bien mayor. Así, la idea de cruzada, de guerra santa, trasladada a la conquista de América, justificaba el sometimiento armado como un medio para la evangelización. En este esquema, los misioneros se volvían soldados de Cristo y los soldados se convertían en misioneros; y de hecho hubo algunos casos en los que el conquistador abandonó el botín de guerra y tomó el hábito religioso. En la visión providencialista ese combate no se daba sólo cuerpo a cuerpo, la lucha trascendía los límites físicos y se volvía una guerra espiritual, la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. El Demonio, que había tenido sometidos a los indios bajo el yugo de la idolatría, era por fin vencido y expulsado de su reino. Por ello era necesario destruir pirámides, ídolos y códices, colocar cruces en las montañas y en las cuevas y perseguir a los sacerdotes indígenas que se oponían a la predicación del nuevo culto, pues idolatría era sinónimo de demonología. La idea de una Edad Dorada franciscana fue muy pronto revalorada y utilizada por las otras dos órdenes misioneras. El dominico criollo fray Agustín Dávila Padilla (1562-1604) describió los logros de su orden en su Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México, que fue la primera crónica religiosa editada (Madrid, 1596). Influido además por la lectura de fray Bartolomé de las Casas, de quien hizo una elogiosa biografía, este autor criollo criticaba a quienes explotaban a los indios, se oponía a la nueva política de congregación que los estaba exterminando y a la evangelización por medio de la espada que los aniquilaba sin darles oportunidad de salvarse. Para él, los ataques del pirata Drake, que asolaban en su tiempo las costas caribeñas, eran un castigo divino por el mal trato que se les había dado a los indios. Dávila escribe una apología de la labor de su orden en Nueva España, pero está consciente de las supervivencias idolátricas, de las deficiencias en la cristianización de los indígenas y de los males que ha traído la conquista. Así, en la crónica se describen tanto la vida, obras y milagros de los dominicos ilustres (fray Domingo de Betanzos, fray Gonzalo Lucero o el obispo fray Julián Garcés), como las noticias de epidemias, ceremonias y descubrimientos. La primera crónica impresa de la provincia agustina de México (1624) fue obra de fray Juan de Grijalva (1580-1638), criollo colimense que utilizó para su texto las relaciones de fray Alonso de Buiza y de fray Francisco Muñoz, obras escritas en la centuria anterior y hoy desaparecidas. Al igual que Mendieta, Grijalva construyó una visión idílica de la Edad Dorada de la evangelización novohispana desarrollada por frailes angélicos sobre indios dóciles; sin embargo, difiere del cronista franciscano en su afán de narrar hechos sobrenaturales: violentas luchas contra las fuerzas infernales, apariciones de

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ángeles en traje de indios y milagrosas curaciones y prodigios realizados por frailes o por imágenes como la virgen de los Remedios o el santo Niño de Cebú en Filipinas. Grijalva también difiere de Mendieta y de los demás cronistas franciscanos en cuanto a su tratamiento del indio prehispánico; como en todas las crónicas agustinas y en la mayoría de las dominicas, las menciones al mundo anterior a la conquista son vagas y retóricas, no hacen diferenciación entre los “pueblos civilizados” de Mesoamérica y los chichimecas norteños y a todos se les aplica el estigma de lo demoniaco y lo bárbaro por ser idólatras. “La gente —señala— estaba inculta que ni comer sabía, ni vestirse ni hablarse, a lo menos con cortesía y humanidad, y todo lo han enseñado las tres religiones en esta tierra, con tanta perfección que hoy compite en religión y policía con toda Europa”.110 En su afán apologético de mostrar la conquista y la evangelización como hechos sobrenaturales, era necesario resaltar retóricamente el contraste de los dos mundos que estos hechos separaban. Otra novedad de Grijalva consiste en que su mirada sobre las misiones se amplía hacia el futuro promisorio que se abre en Asia; la evangelización de las Filipinas iniciada por su orden es vista como una continuación de la labor agustina en América. En cambio, al igual que los cronistas dominicos y franciscanos, Grijalva describe a los agustinos como héroes culturales fundadores de pueblos y civilizadores, como guerreros infatigables que lucharon contra las fuerzas demoniacas, como ermitaños santos vestidos de cilicios, ayunando perpetuamente y escondidos del bullicio, como teólogos y educadores. Ejemplo de estas vidas fueron las de los misioneros fray Juan Bautista Moya y fray Antonio de Roa, y la de fray Alonso de la Veracruz, gloria de la orden, varias veces provincial, maestro universitario, teólogo, misionero, fundador de colegios y defensor de los privilegios de los mendicantes.111 Esta visión optimista contrasta con la que el mismo autor tiene de su presente, que se describe cargado de tintes pesimistas y polémicos. En Grijalva la defensa de los indios que hicieran Mendieta y Dávila se ha olvidado, su pluma se dirigía más bien a quejarse de la discriminación de que eran objeto los criollos y de los abusos de los obispos contra los frailes. De esta actitud nace la siguiente afirmación: Generalmente hablando son los ingenios tan vivos que a los once o doce años leen los muchachos, escriben, cuentan, saben latín y hacen versos como los hombres famosos de Italia. De catorce a quince años se gradúan en Artes... La universidad es de las más ilustres que tiene nuestra Europa en todas facultades... Salamanca se honra de tenerla por su hija. Y al cabo de tantas experiencias preguntan si hablamos en castellano o en indio los nacidos en esta tierra. Las iglesias están llenas de obispos y prebendados criollos, las religiones de prelados, las audiencias de 110

Juan de Grijalva, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, libro i, cap. xii, p. 54. 111 Ibid., libro iii, cap. xvii, pp. 283 y ss.; libro iv, cap. xi, pp. 404 y ss.



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oidores, las provincias de gobernadores... y con esto se duda si somos capaces. La corte de Nueva España está llena de caballeros y eclesiásticos que con gentileza e igualdad siguen la corte en sus pretensiones, y con todo nos tienen por bárbaros. El reino está lleno de títulos, hábitos militares, tantos y tan nobles caballeros que no se halla en España tronco noble que no tenga acá rama... y dicen que somos indios.112

Es claro que para Grijalva era un oprobio que los españoles peninsulares llamaran “indios” a los criollos, sobre todo porque ellos querían ser considerados como españoles de primera. La obra de Grijalva, escrita a fines de la era manierista (en la segunda década del siglo xvii), en plenas pugnas conventuales entre frailes peninsulares y criollos, mostraba claramente que las inquietudes y los intereses de la centuria anterior se habían modificado. No obstante, sería extemporáneo hablar de una actitud “racista” hacia el indio en Grijalva; el párrafo citado, inmerso en la retórica, muestra más bien una visión estamental de la sociedad que veía a los campesinos nativos como plebeyos y a los criollos como nobles y educados caballeros cortesanos. A pesar de sus diferencias, los cuatro cronistas antes mencionados tenían dos cosas en común: la primera, la idea de que la Iglesia indiana de los primeros cuarenta años del siglo xvi era un espejo del cristianismo primitivo apostólico, pues los frailes misioneros, santos entregados a duras disciplinas y a una caridad ilimitada, habían logrado la conversión milagrosa de millones de indios con escasos recursos. La segunda, que las comunidades indígenas debían mantenerse aisladas de los españoles para evitar el contagio de sus vicios, por lo que era necesario controlar la emigración, evitar la hispanización y prohibir el aprendizaje de la lengua y la convivencia con los blancos, y sobre todo con los mestizos y los negros. Esta separación en dos repúblicas, y mantener la indígena bajo el cuidado de los frailes garantizaría una mejor administración religiosa y un mayor control sobre las idolatrías. Esta posición paternalista consideraba a los indios como niños inclinados a la mentira y al vicio, por lo que debían estar siempre bajo la vigilancia y cuidado de los frailes. Esta visión sería repetida en las crónicas mendicantes hasta el siglo xviii. El sentido corporativo de las provincias religiosas había creado desde fechas relativamente tempranas una visión bastante homogénea de la evangelización y de la territorialidad de Nueva España. La tradición corporativa mendicante permitía que crónicas no publicadas de la orden, pero guardadas celosamente en los archivos conventuales, quedaran insertadas en otras y se dieran a conocer por medios impresos en algún momento e influyeran en los discursos identitarios de otras corporaciones. Por otro lado, los autores religiosos fueron los únicos en este periodo que pudieron imprimir sus obras. Gracias a sus vínculos con las provincias españolas y a que los datos 112

Ibid., libro i, cap. xii, pp. 71 y ss.

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recopilados en ellas servirían para completar las historias generales que se hacían sobre sus órdenes en Europa, algunos como Torquemada y Dávila pudieron editar sus obras en Madrid. Sus textos influyeron así en la percepción que los núcleos cultos del viejo continente tenían sobre el Nuevo Mundo. La concepción de la Edad Dorada tenía una contraparte, la persistencia de las idolatrías entre los indios. La labor evangelizadora de los primeros tiempos había sido titánica, pero estaba aún inconclusa, por lo que era necesario emprender una campaña para erradicar definitivamente esos cultos. La obra de Sahagún, como vimos, fue una de esas respuestas, la otra, la construcción y decoración de sólidos conjuntos conventuales, verdaderas fortalezas de la fe creadas para resistir los embates del Demonio. Cuando recorremos hoy en día los caminos del centro y del sureste de nuestro país, una de las cosas que más nos sorprenden son las inmensas moles de piedra de los conventos del siglo xvi que sobresalen en el paisaje rural. Desde Oaxaca hasta Michoacán y de Yucatán a los valles de Puebla, Toluca y Cuernavaca, esas construcciones, que tienen ya más de cuatrocientos años, constituyen el testimonio de un impulso ideológico que marcó las pautas que seguiría la cultura novohispana a lo largo de dos siglos. Existe la errónea creencia que tales edificaciones, con sus dependencias conventuales, sus capillas e iglesias y sus pinturas murales, sirvieron para llevar a cabo la evangelización de los naturales. Sin embargo, las fechas de su factura, entre 1560 y 1590, contradicen tales supuestos pues para entonces los pueblos de Mesoamérica llevaban varias décadas de haberse convertido al cristianismo, por lo menos formalmente. Por tanto, la verdadera función de estos conjuntos se debe buscar en otras necesidades; sin duda iban dirigidos a la enseñanza de los dogmas cristianos y a enmarcar las celebraciones litúrgicas, pero su creación se realizaba no para zonas de misión habitadas por neófitos, sino para centros parroquiales a los que acudían fieles cristianos. En su construcción fueron ocupados cientos de trabajadores y en la decoración de sus muros con imágenes laboraron cuadrillas de artistas indígenas bajo la dirección de frailes emprendedores; lo más impresionante es que tales obras se realizaron en un momento en que la población aborigen sufría el acoso de epidemias que la diezmaban, por lo que su factura y decoración se hicieron por etapas, según lo iban permitiendo las circunstancias. Los conjuntos conventuales son, así, la materialización de los profundos cambios que transformaron tanto la cultura occidental como el mundo novohispano en la segunda mitad del siglo xvi. Como lo ha demostrado Isabel Estrada de Gerlero en sus estudios pioneros, la presencia de tales fortalezas está relacionada con la idea de la Jerusalén terrena en su lucha contra las fuerzas demoniacas relacionadas con la supervivencia de cultos idolátricos entre la población indígena.113 Esa misma 113 E. I. Estrada de Gerlero, “Sentido político, social y religioso en la arquitectura conventual novohispana”, en Historia del arte mexicano, vol. iv, pp. 17-35.



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finalidad tuvieron las imágenes que en ellas se pintaron, desplegadas en programas iconográficos que llenaron, entre 1560 y 1590, los muros de las porterías conventuales, de las capillas abiertas y de los claustros y de los templos de los mendicantes. La verdadera función de estas pinturas no era convencer a neófitos de una misión inicial, sino reforzar la enseñanza de los dogmas cristianos hacia fieles bautizados desde su infancia, cuyos padres llevaban varias décadas convertidos formalmente al cristianismo, pero que estaban aún insuficientemente instruidos.114 A pesar de todas las ambigüedades que se podían dar con el uso de este tipo de recursos, la imagen se convirtió en el medio ideal para salvar las dificultades de la comunicación verbal y para transmitir dogmas, historias y símbolos. Con base en modelos tomados de libros de grabados, de Biblias o de libros de Horas, cuadrillas de pintores recorrieron cabeceras y visitas llenando los muros con escenas diversas pintadas en blanco y negro o con colores vegetales y minerales. Junto con la pintura, la escultura se utilizó también para plasmar símbolos y mensajes y llenó cruces atriales, pilas bautismales, portadas y capillas posas. Los santos ocuparon un papel central en esas representaciones: evangelistas y doctores de la Iglesia ocuparon los claustros; árboles genealógicos de los santos de la orden saliendo del vientre de los fundadores eran a menudo colocados en las porterías, a veces situados junto con los primeros padres misioneros de las provincias novohispanas; esculturas de arcángeles, apóstoles y patriarcas de las órdenes quedaron esculpidas también en fachadas y retablos. Escudos y emblemas enmarcaban escenas de la vida de Cristo y de la Virgen, y en los infiernos se pintaban a los pecadores recibiendo atroces castigos de manos de horrendos demonios. Con tales medios didácticos, los frailes pretendían fortalecer la fe de aquellas comunidades en las que persistían las idolatrías u otros “vicios” como la embriaguez y el adulterio. La mayor parte de estas representaciones tenían un carácter didáctico, es decir, servían para instruir a los fieles. Existían también, sin embargo, aquellas imágenes pintadas y esculpidas que, desde su posición en los altares, se convirtieron en vehículos de emotividad y en centro de la liturgia; a diferencia de las de carácter didáctico estos iconos tenían un objetivo devocional y con tal finalidad fueron propuestos a los fieles, sobre todo aquellos que representaban a los santos patronos de las comunidades. Por otro lado, cada orden religiosa promovía sus propios santos e imágenes como un medio de propaganda y como parte de su predicación. Así, en el momento en que una comunidad religiosa fundaba un pueblo o se trasladaba a otro cedido por una orden rival, la toma de posesión de su nuevo espacio se demostraba colocando los escudos de la orden y las imágenes de sus santos en todos los muros del templo y del convento. Los santos servían así como emblemas que demarcaban el dominio de cada orden sobre su territorio; eran parte fundamental de su imagen corporativa. 114

A. Rubial García, La evangelización de Mesoamérica, p. 50.

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Las construcciones conventuales y su decoración deben ser por tanto vistas también dentro del marco de las nuevas políticas de la Corona y de los obispos que pretendían limitar los privilegios de los religiosos. Precisamente uno de los puntos de la discusión se centró alrededor de la construcción de los conjuntos conventuales. Su suntuosidad y la pobreza de los pueblos indígenas fueron los argumentos que utilizaron obispos, visitadores y virreyes para acusar a los religiosos de cargar a las comunidades indígenas sujetas a ellos con tributos y trabajos excesivos. Detrás de esas críticas estaba la necesidad de las autoridades de limitar el poder absoluto que los frailes tenían sobre los indios y el interés de los obispos por convertir a los religiosos en curas párrocos sujetos a sus dictámenes, sobre todo a partir del Tercer Concilio Provincial de 1585. Para los religiosos, en cambio, los templos y conventos eran símbolos del carácter misionero de la Iglesia indiana fundada por ellos y argumento para evitar la sujeción a los obispos. Sin embargo, en la época en que se estaban construyendo y decorando estos conjuntos, el área de Mesoamérica ya no era tierra de misión. De hecho la labor evangelizadora estaba pasando entonces por un periodo de estancamiento, pues la guerra contra los chichimecas hacía imposible la expansión misionera hacia la frontera norte. Además, en las poblaciones que estaban ya “cristianizadas” persistían las idolatrías, ocultas detrás de los altares y debajo de las cruces e incitadas por los hechiceros y por algunos caciques. Para colmo, terribles epidemias asolaban a la población indígena que disminuía aceleradamente por las enfermedades, por el hambre y por los trabajos excesivos. Los conflictos con los obispos y autoridades y el estancamiento misional fueron el abono que fertilizó la creación de la imagen de una Edad Dorada que alimentaría tanto las crónicas como la construcción y la decoración de los conjuntos conventuales; según esta visión idílica, en la primera mitad del siglo xvi los religiosos habían fundado una Iglesia perfecta, una Jerusalén terrena que había vivido en una edad de amor y de armonía. En los conventos agustinos, este tema se manifestó en la continua representación de murales con escenas de la Tebaida eremítica que remitía a la iglesia primitiva. Con sus vidas, los ermitaños revertían lo que había sucedido en el Edén, donde Adán fue vencido por el Demonio; al resistir la tentación convertían la tebaida en un paraíso y restituían a la naturaleza su armonía primigenia, representada por la convivencia con los animales salvajes como se puede ver en Zacualpan, Meztitlan, Actopan, Tezontepec, Malinalco y Culhuacán. En estas Tebaidas americanas agustinas no parecía existir contradicción entre la vida activa de la evangelización y la vida contemplativa de los solitarios. El trabajo de los frailes en América se consideraba como parte de la labor de recuperación del paraíso perdido, un paraíso habitado por frailes y por indios, bajo cuya concepción los religiosos fundaron sus pueblos. En Actopan, la asociación es clara pues en el mural de la Tebaida han sido dibujados los riscos llamados de los frailes, paisaje que describe uno de los horizontes del poblado, lo que daba lugar a la asociación entre el paraíso eremítico



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pintado en el mural y el espacio geográfico del pueblo donde se pintó. Lo mismo pasaba en Culhuacán, donde la Tebaida fue representada a la orilla de un lago, como el mismo pueblo. En Meztitlan, la vega y las construcciones agustinas formaron parte del paisaje eremítico pintado en el refectorio. En Malinalco, la flora y la fauna del entorno plasmada en sus muros daban al visitante la referencia de que en ese pueblo se encontraba el paraíso donde convivían armónicamente los religiosos “ermitaños” con sus fieles discípulos indígenas. En el ámbito de lo simbólico se reconciliaban las paradojas y los solitarios podían compartir sus espacios no sólo con los animales, sino también con los habitantes de los pueblos en los cuales estaban enclavados sus monasterios. El eremitismo se presentaba así como el ideario distintivo de la orden, como el antídoto contra el debilitamiento de la observancia. Ante la desilusión por la cristiandad indígena contaminada de idolatrías y frente a los ataques de los obispos, los agustinos encontraron en el tema de las Tebaidas lo que para los franciscanos sería la pobreza y para los dominicos la predicación, un modo simbólico de hacer frente a una sociedad cambiante.115 En los conventos franciscanos, el tema de la Edad Dorada se representó de manera sistemática en las porterías y salas capitulares por medio de las pinturas de sus primeros misioneros.116 En la antesacristía de Huejotzingo, por ejemplo, aparecen los doce arrodillados a ambos lados de una cruz y con sus nombres inscritos a sus pies. No hay en este mural una intención de individualizar a los frailes, pues todos son iguales, sino de señalar su presencia como fundadores de la iglesia indiana. Esta escena a veces contenía también a fray Pedro de Gante, el flamenco que tantas obras hizo en bien de los indios, y de quien, asegura Mendieta, “su figura sacada al natural de pincel, casi en todos los principales pueblos de la Nueva España lo tienen pintado, juntamente con los doce primeros fundadores de esta provincia del Santo Evangelio”.117 Algunas de estas pinturas, además de reforzar el cristianismo, servían para exaltar a los primeros evangelizadores y con ello fortalecer a la Iglesia misionera cuestionada por los obispos. La Edad Dorada quedó también plasmada en los grabados que realizó el también franciscano Diego de Valadés para un texto latino escrito por él mismo titulado Retórica cristiana y que fue publicado en Italia en 1579. En uno de sus dibujos, este fraile oriundo de Nueva España muestra las varias actividades que desempeñaban los religiosos en los atrios de sus conventos, inmersas en un espacio que recuerda las representaciones del templo de Salomón. Al centro, un edificio eclesiástico con cuatro torres, símbolo de la 115 A. Rubial García, “Hortus eremitarum. Las pinturas de tebaidas en los claustros agustinos novohispanos”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xxx, núm. 92, pp. 86-105. 116 De los agustinos únicamente se conserva un mural pintado con colores ocres, rojos y negros, localizado en la portería del convento de Malinalco y que representa a fray Francisco de la Cruz, cabeza de la primera misión agustina, con un libro y un crucifijo. Una inscripción sobre su cabeza señala que también estaban representados ahí los otros seis miembros de la misión. 117 J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 18; vol. ii, p. 313.

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Iglesia indiana, es cargado en andas en una procesión con los trece franciscanos fundadores de la provincia del Santo Evangelio encabezados por el mismo san Francisco de Asís. La Iglesia, protegida por el Padre Eterno, por Cristo crucificado y por la Virgen María, está habitada por el Espíritu Santo, del cual salen diez rayos que terminan en pequeñas escenas relacionadas con la administración del bautismo, de la confesión, del matrimonio y de los funerales. En una de esas escenas aparece fray Pedro de Gante explicando a un grupo de indios la doctrina con jeroglíficos y en otra un fraile señala figuras que representan la creación del mundo. El atrio pintado por Valadés encierra un sentido simbólico similar al que presentan los conjuntos conventuales que se están construyendo y decorando por la misma época. En ellos nos sorprenden aún hoy los muros almenados que rodean los atrios y los merlones, garitones y pasos de ronda que coronan sus templos. Tales elementos defensivos parecerían inútiles, sobre todo en pueblos completamente pacificados y sujetos a los religiosos, si no los viéramos como símbolos de una realidad sobrenatural. Esas fortalezas son la representación de una ciudad santa, la Jerusalén terrena, que necesita defenderse de sus enemigos: Satanás y sus servidores, los hechiceros. En esos conjuntos, las capillas posas para las procesiones, la capilla abierta (donde se celebraba la misa dominical al aire libre) y la cruz atrial (labrada con los símbolos de la pasión de Cristo) se constituían en espacios donde la comunidad cristiana formada por frailes e indios realizaba sus festividades religiosas y enterraba a sus muertos. Los conjuntos conventuales, de los que había casi trescientos en 1600, aparecían así como paraísos cerrados, como espacios que podían guardar y proteger dentro de sus muros a la Iglesia indiana que los obispos y autoridades querían destruir y que el Demonio intentaba socavar con sus idolatrías. En una época de catástrofes, estas edificaciones fueron concebidas en los términos del Apocalipsis como defensoras de la fe mientras llegaba la destrucción de los últimos días, cuando el último sello se abriera y la Jerusalén celeste se convirtiera en una realidad. 5. Los ídolos suplantados. El surgimiento de los santuarios novohispanos Cuando fue de día, vino el fiscal de la iglesia (que es como mayordomo) y dijo al religioso que si deseaba saber verdades, mandase a poner al Vigana a cuestión de azotes, y que descubriría grandes secretos. Hízose y el indio declaró cómo había ídolos soterrados debajo del altar, y casi todo el pueblo idolatraba, guardando los ídolos en sus casas, acudiendo a un cerro que estaba una legua del pueblo donde había gran cantidad de ídolos. Este engaño de disimular los ídolos con las cosas de Dios fue muy universal en toda la tierra.118 118

Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de



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A fines del siglo xvi, como podemos apreciar en el epígrafe tomado de la obra del dominico fray Agustín Dávila Padilla, los religiosos tuvieron que aceptar que la cristianización de los indios era aún incipiente. De todo el territorio novohispano llegaban noticias de que los cultos a los dioses antiguos continuaban vivos. Esa necesidad de acabar con esas supervivencias idolátricas fue la que inspiró las obras de fray Bernardino de Sahagún y de fray Diego Durán y muchos de los temas de las pinturas murales en templos, porterías y capillas abiertas, destinados a reforzar el cristianismo de fieles parroquianos, pero insuficientemente instruidos. Para entonces los cambios provocados por la colonización en la vida cotidiana de los indios habían calado muy profundamente y una enorme cantidad de objetos, símbolos y valores de la cultura occidental habían sido integrados al mundo indígena. Sin embargo, estos elementos cristianos compartían el espacio de las creencias y de las prácticas con aquellos heredados de la tradición ancestral que aún pervivía. Ya fray Bernardino de Sahagún había percibido que la veneración de Jesucristo se había dado “conforme a la costumbre antigua que tenían, que cuando venía alguna gente forastera a poblar cerca de los que estaban ya poblados, cuando les parecía tomaban por dios al dios que traían los recién llegados”.119 Esta situación la pinta también fray Diego Durán, que cuenta lo que un indio le comentó a raíz de una llamada de atención que el fraile le hiciera por gastarse en una boda el dinero juntado con grandes trabajos: “Padre no te espantes pues todavía estamos nepantla… que quiere decir estar en medio […] que ni bien acudían a la una ley ni a la otra”. El mismo fray Diego aseveraba que era práctica común la asimilación de las fiestas cristianas a las paganas, pues el registro del tiempo del calendario cristiano, junto con su santoral, eran compatibles con las festividades indígenas y durante ellas cantaban en voz baja a sus dioses en medio de los cantos a Cristo o a la Virgen: “Hoy en día lo usan en algunas solemnidades particularmente en la fiesta de la Ascensión y en la del Espíritu Santo que caen por mayo, y en algunas que corresponden a sus antiguas fiestas. Véolo y callo porque veo pasar a todos por ello, y también tomo mi báculo de rosas como los demás y voy considerando la mucha ignorancia nuestra”.120 Es muy significativa la segunda parte de la cita y nos muestra una actitud que debió ser común entre los frailes: callar y aceptar pues a la larga el culto cristiano terminaría por sobreponerse. En este ambiente se situó uno de los fenómenos más importantes que sucedieron en esa segunda mitad del siglo xvi: el surgimiento de los santuarios de peregrinación novohispanos, centros surgidos por la necesidad de suplantar cultos a antiguas divinidades, pero aprovechando la sacralidad de los espacios que atraían fieles desde México de la Orden de Predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España, libro ii, cap. 88, p. 636. 119 Fray Bernardino de Sahagún, Arte adivinatoria, en Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo xvi..., pp. 382 y ss. 120 D. Durán, op. cit., sección ii, El calendario antiguo, vol. ii, cap. iii, p. 491.

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épocas ancestrales. A pesar de que algunos religiosos consideraron que estas manifestaciones podían ser peligrosas, pues ocultaban tendencias idolátricas, la actitud general en ambos cleros fue seguir los dictámenes del Concilio de Trento que defendía el culto a imágenes milagrosas, siempre que éste recibiera el aval de la autoridad episcopal. Uno de esos primeros cultos de sustitución apareció en el pueblo de Amecameca, en el cerro Amaqueme que tenía enfrente al volcán Iztaccíhuatl, en el cual había un santuario a Tláloc, el dios de la lluvia, y a Chalchiuhtlicue, diosa del agua.121 Desde 1530 fray Martín de Valencia se retiraba a hacer vida de anacoreta en ese lugar, donde tuvo según sus biógrafos visiones de san Antonio y san Francisco.122 En 1537, después de la muerte de fray Martín, los dominicos llegaron a la zona para suplir a los franciscanos, lo cual incidió en el equilibrio político de la zona. El cronista Domingo de San Antón Chimalpahin parece indicar en su Séptima relación que en Amecameca había dos grupos rivales que cifraban su poder en la presencia de los franciscanos o de los dominicos en el poblado: uno encabezado por el antiguo señor Tomás de San Martín Quetzalmaza, protector de Valencia y quien le permitió asentarse en el cerro sagrado; otro, dirigido por su hermano Juan de Sandoval Tecuanxayaca, que trajo a los dominicos y apoyó la construcción de su convento en 1547; el mismo autor deja entrever, además, un cierto descontento de los amaquemecas contra los de Tlalmanalco porque no les avisaron que habían enterrado el cuerpo del fraile.123 Alrededor de 1564 el cadáver de fray Martín, que según el cronista fray Jerónimo de Mendieta estaba incorrupto, desapareció misteriosamente de su tumba en el convento franciscano de ese pueblo y nunca apareció, a pesar de que en 1580 se publicaron unas letras apostólicas con “graves censuras” contra quienes habían sustraído la reliquia.124 Tres años después, en 1583, un grupo de indios de Amecameca entregaron a fray Juan de Páez, vicario dominico de ese convento, algunas reliquias (silicios, una túnica y dos casullas, según Mendieta, y una casulla confeccionada con pelo de conejo y un misal, según Chimalpahin) que según decían habían pertenecido a fray Martín de Valencia.125 La misteriosa desaparición del cadáver del ermitaño y la 121 Pierre Ragon, “La colonización de lo sagrado: la historia del Sacromonte de Amecameca”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75, pp. 281-300. 122 T. de Motolinia, op. cit., trat. iii, cap. 2, pp. 120 y ss. Véase también la biografía que hizo su hermano de hábito fray Francisco Ximénez en A. Rubial García, La hermana pobreza..., pp. 211-261. 123 Este cronista señala que Sandoval remarcaba el contraste entre sus frailes dominicos “con sus hábitos limpios y pies calzados” y los franciscanos de su hermano “con sus andrajos sucios y sus pies agrietados”. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, en Las ocho relaciones y el Memorial de Colhuacan, vol. ii, p. 195. El mismo autor señala las diferencias entre los de Amecameca y Tlalmanalco alrededor del cuerpo del venerable Valencia en ibid., vol. ii, pp. 189 y ss. 124 J. de Mendieta, op. cit., libro v, cap. 13, vol. ii, pp. 295 y ss. 125 Ibid., libro v, cap. 16, vol. ii, pp. 304 y ss. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 189. Este autor es el único que da como fecha de esta entrega 1583.



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entrega del cilicio y de los hábitos del venerable al padre Páez, encajan perfectamente en este ambiente de pugnas y de luchas entre pueblos y caciques por obtener la preeminencia y el control del cerro sagrado.126 Los dominicos, por su parte, tenían también sus razones para promover el culto de fray Martín, además de la de obtener el apoyo de las autoridades indígenas locales: suplantar el santuario dedicado a los dioses del agua por un centro cristiano. Los dominicos, según Mendieta, mostraban a quien lo pidiera las reliquias que se encontraban en la sacristía de Amecameca, e incluso regalaban trozos de la túnica, hasta que finalmente decidieron ponerlas en la cueva en una cajita cubierta con una red de hierro, a los pies de un altar en el que se veneraba una escultura de Cristo muerto que, según el cronista fray Agustín Dávila Padilla, “se desciende de la cruz y se visita y muestra” en dicha capilla. Para la orden la promoción de este santuario era de suma importancia pues el convento de Amecameca era paso obligado para su red de misiones en el valle de Amilpas y la Mixteca. Sobre la fecha de la colocación de esa escultura existen diferencias entre los cronistas. Chimalpahin asevera categóricamente que el 20 de junio de 1583 se colocó en la cueva que está sobre el cerro Amaqueme “una imagen de Cristo yacente en el sepulcro”, en el sitio donde había hecho penitencia fray Martín de Valencia; esto se hizo a instancias del vicario fray Juan de Páez, del gobernador de Panoaya Felipe Páez de Mendoza y de los alcaldes Juan de la Cruz y Bartolomé de Santiago.127 En cambio, fray Agustín Dávila Padilla señala que en 1579 el general de la armada don Antonio Manrique había donado para la veneración del Santo Cristo una lámpara de plata.128 Es muy probable que haya un error en la fecha, pero cabría la posibilidad de que la colocación de la imagen se hubiera dado desde el primer vicariato de fray Juan de Páez, que según Chimalpahin fue alrededor de 1575.129 Pero sea que la imagen haya existido antes de las reliquias en la cueva, o que su colocación haya coincidido con el “descubrimiento” de los objetos de fray Martín, el hecho es que alrededor de 1580 fray Juan de Páez ya había fundado en Amecameca la cofradía del Descendimiento y Sepulcro de Cristo, y se había promovido una procesión del Santo Entierro para organizar las suntuosas representaciones de Semana Santa que los dominicos comenzaban a introducir en sus conventos.130 126 En 1570 fray Juan de Páez, entonces vicario en Tetetela, había acompañado a José del Castillo Ecaxoxouhqui, tlatoani de Tenango e hijo único de Tomás de San Martín Quetzalmaza, para que fuera gobernador de Amecameca. La situación política había cambiado para la segunda mitad del siglo y los dominicos apoyaban ahora a la otra facción. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 237. 127 Ibid., vol. ii, pp. 255 y ss. 128 A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 706. 129 Ese año el vicario fray Juan de Páez instaló a don Esteban de la Cruz Mendoza como gobernador de Amecameca. D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 243. 130 A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705.

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Para 1588 el santuario ya tenía vida propia y en nada lo afectó que ese año fray Juan de Páez fuera expulsado de la vicaría, junto con su protegido el cacique Esteban de la Cruz Mendoza, por Juan Bautista de Avendaño y “unos macehuales”.131 Las nuevas fuerzas que gobernaban Amecameca desplazaban a los antiguos linajes y comenzaban a controlar tanto la república de indios (el cabildo), como el santuario que era el símbolo de identidad del pueblo. Fray Antonio de Ciudad Real, que visitó el lugar en 1587, cuenta que “aunque la cueva tiene sus puertas y buena llave con que se cierra, hay de continuo indios por guardas en otra cuevezuela allí cerca; tañen a sus horas una campana que tienen en lo alto del cerro, cuando abajo tañen en el monasterio”.132 Un año antes del “golpe de estado” ya los macehuales se hacían cargo del espacio sagrado en el que habían colocado puerta con cerrojo. El santuario por lo tanto estaba cerrado al público la mayor parte del tiempo, salvo los viernes que se celebraba una misa, y para poder visitarlo fuera de ese tiempo había que buscar al vicario del convento. El viajero franciscano señala que: Cuando se han de mostrar las reliquias, sube el vicario del convento con la compañía que se ofrece, tocan la campana y júntase gente, encienden algunos cirios, además de una lámpara de plata que se cuelga de la peña en mitad de la ermita, y el vicario, vestido de sobrepelliz y estola, abre la caja, y hecha oración al Cristo le inciensa, y después inciensa las reliquias y muéstralas a los circunstantes, todo con tanta devoción que es para alabar al Señor en sus santos.133

A pesar de estas limitaciones, para fines del siglo xvi la imagen, reforzada por la presencia de las reliquias, atraía a numerosos devotos que, de acuerdo con el cronista dominico Dávila y el viajero franciscano Ciudad Real, eran españoles e indígenas, venían desde Chalco y otras regiones y dejaban ricas limosnas.134 El nuevo santuario, que por su localización en un camino muy transitado que comunicaba a la ciudad de México con el sureste del territorio, se convirtió en breve en uno de los centros de peregrinación más importantes de Nueva España, pero al parecer su control se mantuvo bajo la comunidad indígena de Amecameca, por lo menos hasta el siglo xviii. Otra situación distinta de sustitución se dio en el santuario prehispánico de Chalma, donde los agustinos promovieron la veneración de la imagen de un Cristo crucificado en una cueva en la que se veneraba a Oxtotéotl, una advocación de Tezcatlipoca, pero donde el control indígena desapareció muy pronto. Según la tradición recopilada por el padre Florencia a fines del siglo xvii, fray Nicolás de Perea y fray Sebastián de Tolentino, dispuestos a des131

D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p. 263. A. de Ciudad Real, op. cit., vol. ii, p. 222. 133 Idem. 134 A. Dávila Padilla, op. cit., libro ii, cap. 65, p. 705. 132



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truir el objeto que habían encontrado previamente en la cueva mayor de Chalma, descubrieron un prodigio: el ídolo estaba hecho pedazos en el piso, la cueva se hallaba sembrada de flores y en el altar un crucifijo había suplantado milagrosamente al ídolo-demonio. Esta tradición, sin embargo, aún no era conocida en 1624 cuando el cronista Grijalva escribía su crónica, pues él no la menciona. A pesar de ello, un año antes, en 1623, llegaba a la cueva Bartolomé de Torres, un ex arriero mestizo de Huejotzingo a quien un revés de la fortuna había llevado a entregarse a prácticas ascéticas y a servir, con consejos y curaciones, a los fieles que visitaban la ermita del Santo Cristo. Con tal fama de taumaturgo, como veremos en el siguiente capítulo, el eremita mestizo comenzó a atraer hacia el santuario gran afluencia de enfermos y suplicantes, por lo que los agustinos de Malinalco le dieron el hábito de la orden en 1630 por mano de su prior, fray Juan de Grijalva. De nuevo la presencia de un ermitaño servía para afianzar el culto a una imagen de sustitución, pero ahora controlada por una institución eclesiástica. Por otro lado, es muy probable que la leyenda hierofánica de la cueva haya sido inspirada por los ermitaños mestizos de Chalma alrededor de la segunda mitad del siglo xvii, lo que explicaría el silencio de Grijalva en 1624. Sin embargo, más importantes que las imágenes de Cristo impuestas sobre santuarios prehispánicos fueron las de la Virgen María, muy extendidas pues suplantaron a las innumerables divinidades femeninas. Una de ellas fue la virgen de los Remedios, promoción capitalina del cabildo de México, dispensadora de lluvias y asociada con la luna. Por Bernal Díaz del Castillo sabemos que, en el lugar donde pernoctaron durante la huida de la noche triste, fue construida una ermita a la virgen de las Victorias o de los Remedios, con una pequeña imagen de bulto traída por los conquistadores. Esto acontecía unos años después de la conquista de Tenochtitlan. Los Anales de Tlatelolco dan la fecha de 1528 para la “aparición” de dicha virgen en la ermita. Fray Diego Durán aseguraba que en el lugar, donde después estaría la ermita de los Remedios, existía un santuario dedicado a Toci, la diosa abuela cuyos atributos eran una rodela guerrera y una escoba; en su templo, conocido como Cihuateocalli (oratorio de mujeres), Cortés descansó durante la huida de la Noche Triste.135 Por su lejanía de los caminos transitados la primitiva ermita fue abandonada por un tiempo hasta que el maestrescuela de la catedral, Álvaro de Tremiño, la tomó bajo su cuidado hasta que partió a España en 1553, con lo que el santuario sufrió un nuevo olvido. Finalmente, en 1574 el cabildo de la capital lo rescató, restauró y puso bajo su cuidado. En un acta capitular de ese año se atribuye la fundación de la ermita a Hernán Cortés; se menciona el otorgamiento que el virrey Martín Enríquez hizo a esta corporación del patronato sobre la ermita, su derecho a nombrar un capellán que se hiciera cargo 135 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, cap. 128, p. 257; D. Durán, op. cit., Libro de los ritos y ceremonias, cap. 93, vol. 2, p. 431.

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de ella y la obligación de crear una cofradía con miembros del cabildo para su guarda y administración. A partir de entonces la virgen de los Remedios se convirtió en la principal benefactora de la ciudad, y el ayuntamiento promovió los traslados de la imagen a la capital durante sequías y epidemias.136 Una vez consolidado el culto, se encargó al mercedario fray Luis de Cisneros que recopilara las noticias sobre la imagen en una obra terminada en 1616, pero impresa hasta 1621, intitulada Historia del principio, origen, progresos, venidas a México y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios. Éste, que fue le primer texto novohispano sobre una imagen milagrosa, narraba cómo durante la huida de la noche triste la pequeña escultura había sido abandonada por uno de los soldados de Cortés; unos años después, en el cerro Totoltepec, el indio otomí Juan Ce Cuauhtli fue testigo de una aparición de esa señora que había combatido con los españoles en la conquista, y que le pidió “buscase en aquel sitio”, pero no hizo caso y sólo contó lo sucedido a los franciscanos de Tacuba. Tiempo después, a consecuencia de una caída desde un pilar en la construcción en que participaba, la Virgen le entregó un cinto de cuero que le devolvió la salud. Este objeto fue después origen de disputas pues los agustinos, por boca de su cronista Grijalva, acusaron a Cisneros de quitarles la gloria de haber estado presentes en ese milagro, pues el mercedario no señaló que el cinto era de san Agustín. Cisneros menciona que gracias a este milagro Juan decidió buscar en el lugar que María le había señalado y bajo un maguey encontró la pequeña escultura que se llevó a su hogar. Pero la señora prefería el lugar bajo el maguey, a pesar de las ofrendas que el indio le hacía en su casa. Después de varios intentos y de una enfermedad grave, Juan fue llevado a la ermita de la virgen de Guadalupe, y esta imagen le dio órdenes de construir una ermita en el lugar del maguey a la virgen de los Remedios. Cisneros menciona como fuente para su narración unas pinturas que decoraban la ermita desde 1595 y que referían esos milagros y unos exvotos que agradecían a la imagen los favores recibidos. Después de su fundación y a la muerte de Juan Cuauhtli, señala Cisneros, el santuario fue abandonado pues las obras de los particulares tienen menos pervivencia que las promovidas por las comunidades, con lo cual quedaba justificado plenamente el patronazgo del ayuntamiento, corporación que se hizo cargo de construir una ermita digna para tan importante imagen. Sin embargo, como en toda narración de este tipo, en la de Cisneros las obras humanas se entretejen con la participación celestial, la cual se manifestó en la construcción del santuario. El negro Julián y otros vecinos del valle tenían cada año esta visión, mientras duró la construcción de la ermita del cerro Totoltepec: en la festividad de san Hipólito se escuchaba por la noche en la inacabada iglesia música de trompetas y flautas, se veían luces y 136 Luis de Cisneros, Historia de el principio, origen, progresos, venidas a México y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios..., pp. 37 y ss.



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gallardetes y a mancebos indígenas hermosísimos, con rostros resplandecientes, que servían de peones y albañiles.137 Dos hechos hay que rescatar de la narración: por un lado, la presencia de una sociedad plural a la que va dirigido el milagro (un negro como testigo del milagro, una ermita financiada por los criollos y ángeles indios); por el otro, el hecho de que el prodigio sucediera el día de la conmemoración de la conquista de Tenochtitlan, celebración ya sacralizada para esas fechas. En la narración de Cisneros es también muy significativa la mención a la otra virgen venerada por la ciudad de México alrededor de 1600: la virgen de Guadalupe. La primera mención que se tiene de esta “aparición” fue consignada en náhuatl en un texto que lleva por título Nican Mopohua y que en el siglo xvii se atribuyó a Antonio Valeriano, un discípulo de los franciscanos en Tlatelolco y gobernador indígena en varios poblados.138 En ese texto se narraban las tres apariciones de la virgen a un indio de Cuauhtitlán llamado Juan Diego en el cerro del Tepeyac, al norte de la ciudad de México, en 1531; después de la última, unas rosas, prodigiosamente nacidas en invierno, produjeron la milagrosa impresión de una imagen de la Inmaculada Concepción con rostro indígena sobre el ayate o tilma de Juan Diego ante la azorada presencia del obispo fray Juan de Zumárraga. Después de narrar la curación de Juan Bernardino, tío de Juan Diego, primer milagro atribuido a la imagen, el texto concluía con una frase que hacía de este icono un objeto único en su género y diferente a todos los demás: “ninguna persona de esta tierra pintó su querida y venerada imagen”.139 Tiempo antes que se redactara el Nican Mopohua, el Diario en náhuatl de Juan Bautista hacía mención de la llegada de la virgen de Guadalupe al Tepeyac en 1555.140 Este dato se aclara con el informe del provincial de los franciscanos, fray Francisco de Bustamante, que en esas fechas manifestaba: “venirles a decir a los indios que una imagen pintada ayer por un indio llamado Marcos hacía milagros era sembrar la confusión y deshacer lo bueno que se había plantado”. La queja venía a propósito de las declaraciones de un ganadero de la capital que decía haber recibido una milagrosa curación de la virgen del Tepeyac y del peligro de promover un culto así en el lugar donde se veneraba a la diosa Tonántzin. Bustamante era vocero de una posi137

Ibid., pp. 223-224; Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-1549), p. 49. 138 Javier Noguez, Documentos guadalupanos, pp. 20 y ss. El texto original del Nican Mopohua, hoy desaparecido, fue publicado por primera vez en 1649 por Luis Lasso de la Vega junto con otros testimonios guadalupanos. El primero que se lo atribuyó a Valeriano fue Luis Becerra Tanco en 1666, dato que fue ratificado por Carlos de Sigüenza y Góngora a fines del siglo. Contemporáneamente Ángel Ma. Garibay, basado en esta atribución y en el análisis lingüístico del texto, asegura que debieron ser varios los autores. 139 Antonio Valeriano, Nican Mopohua, p. 100. 140 Juan Bautista, Anales, p. 161. En la Séptima relación de Muñón Chimalpahin se da también una fecha muy cercana a ésta: 1556 (ver Las ocho relaciones..., vol. ii, pp. 209 y ss.).

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ción generalizada entre los franciscanos y avalada por fray Bernardino de Sahagún sobre el ocultamiento que los indios realizaban de ritos idolátricos bajo las imágenes cristianas. Resulta por demás significativo que, en respuesta a esa diatriba, el arzobispo Alonso de Montúfar fuera en esos días al Tepeyac y diera un sermón (traducido por un intérprete) sobre la imagen y cómo debía ser su veneración, con el fin de descargarse de la acusación de inducir a la idolatría. Posiblemente la imagen, bajo la advocación de Guadalupe de Extremadura, había sido colocada por el mismo arzobispo Montúfar en 1555 para contrarrestar la influencia de los franciscanos, con quienes había tenido varios pleitos sobre el cobro de diezmos a los indios. La elección de dicha advocación no fue gratuita pues en la capital habitaban muchos españoles procedentes de la región extremeña, que habían puesto ahí una ermita de Guadalupe.141 Muy pronto la virgen de Guadalupe tuvo una buena acogida por parte de los habitantes españoles de la ciudad (aunque menor a la que tuvo la de los Remedios). Por ello, el arzobispo Montúfar se interesó en favorecer al santuario y cobró sus crecientes limosnas, razón que provocó algunos conflictos con su cabildo catedralicio. A partir de 1566 los virreyes comenzaron a ser recibidos en la ermita antes de su entrada a la capital, lo que es muestra también de su importancia para esas fechas.142 Años después el arzobispo Pedro Moya de Contreras regularizó el empleo de limosnas destinándolas para dotes de huérfanas, creó las constituciones para una cofradía de Guadalupe y nombró el primer capellán para el santuario. Sin embargo, y a pesar de encontrarse en un importante acceso a la capital, no fue sino hasta 1622 que se concluyó en el Tepeyac la primera iglesia en forma, a cuya consagración acudió el arzobispo Juan Pérez de la Serna, posiblemente el mayor promotor del culto en estas primeras décadas del siglo xvii. Desde su llegada a la capital en 1613 este prelado instauró como ritual para los futuros arzobispos postrarse ante la imagen e invocarla como su “estrella” o “norte” de su labor pastoral. Pérez de la Serna fue también quien mandó al grabador flamenco Samuel Stradanus el primer grabado de la imagen rodeada de sus exvotos, prueba de que para estas fechas ya estaba muy difundido el culto en la capital. Años antes, en 1606, el pintor vasco Baltasar de Echave Orio realizaba la copia pictórica más antigua de la imagen.143 No cabe duda que los promotores de esas obras, los arzobispos y sus cabildos catedralicios, estaban muy interesados en darle impulso al santuario sobre el 141 Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, pp. 65 y ss. 142 Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini y sus patrocinadores novohispanos, una primera aproximación”, en Francisco Xavier Cervantes, Alicia Tecuanhuey y María del Pilar Martínez (eds.), Memorias del Coloquio Poder Civil y Catolicismo en México, Siglos xvi-xix, pp. 129-149. 143 Jaime Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas: las guadalupanas y otras imágenes preferentes”, en México en el mundo de las colecciones de arte..., vol. i, p. 258.



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cual tenían un gran poder, pues controlaban tanto el nombramiento de sus capellanes como la administración de sus rentas.144 A diferencia de la virgen de los Remedio, cuyos traslados fueron constantes desde las tres últimas décadas del siglo xvi, no fue sino hasta 1629 que se dio el primer traslado de la imagen del Tepeyac a la catedral de la capital con el fin de aplacar la inundación que la asolaba. Aunque presentaban algunas semejanzas (ambas controlaban las aguas y se aparecieron a videntes indígenas en cerros donde se veneraban diosas prehispánicas) las dos imágenes se diferenciaban profundamente: una, representada con el niño en los brazos, remontaba su fabricación a un acto humano; la otra, una Inmaculada sin niño, comenzó a ser considerada una creación directa del cielo, manifestación de la potencia divina cuya imagen comenzó a asociarse con el águila y con el sol.145 Guadalupe estaba aún muy vinculada a los españoles. Con el tiempo, iconos como los de Los Remedios, Chalma, Amaqueme o Guadalupe comenzaron a aglutinar en todas las regiones de Nueva España los sentimientos de pertenencia al terruño y atraían a sus santuarios a numerosos peregrinos agradecidos por los favores recibidos o que buscaban salud y fortuna. En el santuario confluyeron las “mandas”, las promesas corporativas o individuales, las limosnas, las ofrendas, los exvotos y las peregrinaciones. En la mayoría de los casos, el proceso devocional se iniciaba con un culto desarrollado en el ámbito popular, que con el tiempo era promovido por el clero local y por los obispos españoles hasta convertirse en una devoción regional. En forma paralela, se expandían esos cultos por medio de sermones, retablos, pinturas, grabados, santuarios sufragáneos, cofradías y hermandades que organizaban fiestas y procesiones e imágenes peregrinas, copias fieles de los originales que realizaban giras promocionales para recolectar limosnas y expandir su culto. Los santuarios de peregrinación fueron muestra de una realidad que ya había cambiado profundamente en la segunda mitad del siglo xvi. La contrarreforma católica, además de fortalecer la posición de los clérigos como rectores sociales y de ejercer mayores controles sobre la religiosidad popular, estaba dando un gran espacio al culto de reliquias e imágenes. Por otro lado, desde las últimas décadas del siglo xvi, los eclesiásticos buscaban respuestas adecuadas para una nueva realidad social. Primero, porque el estancamiento de la misión en el área de Mesoamérica, ya aparentemente “cristianizada” para entonces, y las pocas perspectivas que había en el norte, asolado por la guerra chichimeca, hacía necesaria la búsqueda de un nuevo sentido religioso. En segundo lugar, la persistencia de las idolatrías entre los indios convertidos, y la fuerte presencia de los curanderos, continuadores de los ritos antiguos, forzaban al clero a cambiar los métodos de la misión. En tercer 144

F. Miranda Godínez, op. cit., pp. 46, 295 y ss. Solange Alberro, “Remedios y Guadalupe: de la unión a la discordia”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp. 315-329. 145

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lugar, el surgimiento de nuevos grupos desarraigados que era difícil integrar al sistema (como los mestizos, los indios plebeyos enriquecidos, los esclavos negros, los criollos y los emigrantes españoles) sólo podían sujetarse a la Iglesia institucional por medio de una actividad pastoral adecuada a tales situaciones y que incluyera cultos atractivos y promesas que llenaran sus expectativas de salud y bienestar. En estas realidades, los prodigios fueron uno de los mejores aliados de la Iglesia para crear nuevos códigos de socialización y de control. En ellos encontraron los eclesiásticos el lenguaje que se enfrentaría a las idolatrías y que integraría, bajo el cuidado de una Iglesia institucional, a los grupos desarraigados que estaban surgiendo. Entre todos los santos quizás el que tuvo una mayor presencia en el ámbito novohispano fue san Miguel. Luis Juárez pintaba a principios del siglo xvii un lienzo en el que un rubicundo arcángel san Miguel vence a un Satanás con facciones indígenas; detrás de esta obra podemos encontrar una definición del cristianismo muy novohispana, en la que se ha suplantado al musulmán y al protestante del viejo mundo por el idólatra del nuevo. En el cuadro, además, la lucha no se lleva a cabo en el ámbito celeste previo a la creación del cosmos, sino en una tierra con árboles y montañas, con lo que se hacía referencia a un hecho actual: las idolatrías seguían vivas en las comunidades indígenas como lo mostraban las obras de Jacinto de la Serna y Hernando Ruiz de Alarcón, quienes encabezaban una campaña de extirpación de tan nefastas costumbres. Unos años después, en un paraje cercano a Tlaxcala, un santuario dedicado al arcángel guerrero comenzaría a atraer numerosos peregrinos y el pozo de agua que en él se encontraba sería utilizado para impulsar un nuevo culto sobre una zona de veneración a dioses ancestrales. 6. El corporativismo y el culto a los santos, a las reliquias y a las imágenes

Cogió en sus manos las tres calaveras [de los mártires] que allí estaban y besándolas, lo mismo [que] los religiosos que allí nos hallábamos, las hizo poner en una caja de madera pintada y aforrada... para trasladar estos santos huesos en la iglesia de este dicho convento de Guadalajara... y viendo el gran sentimiento que hicieron los naturales del pueblo de Ezatlán... les dejó la cabeza de fray Antonio de Cuéllar.146

Con estas palabras describe el cronista franciscano fray Antonio Tello el traslado a Guadalajara que realizó, en 1630, el provincial fray Pedro de Salvatierra de los restos mortales de los mártires fray Juan Calero, fray Francisco Lorenzo y fray Antonio de Cuéllar, muertos por manos de los rebeldes del 146 Antonio Tello, Crónica miscelánea de la santa provincia de Xalisco (compuesta en 1652), libro iv, cap. 1, vol. iv, pp. 14 y ss.



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Mixtón en 1541 y sepultados en Ezatlán a mediados del siglo xvi. Al igual que muchas reliquias confiscadas, para los intereses de los religiosos un cráneo o un cuerpo incorrupto eran más útiles en el ámbito urbano de los españoles y mestizos que en el pueblo indígena. El mismo cronista Tello cuenta que el traslado de los huesos se hizo con gran aparato procesional; la caja con las reliquias fue llevada bajo un dosel y fue acompañada por el gobernador de Nueva Galicia, el provincial de los franciscanos de Jalisco y varios indios principales de Ezatlán; al pasar por las calles de Guadalajara, las multitudes vitoreaban el cortejo desde las azoteas, se acercaban al dosel para besar sus orlas y se inclinaban al paso de las reliquias mientras campanas, trompetas y chirimías festejaban con sus sonidos el acontecimiento. Y, por supuesto, a partir de que fueron depositados en la iglesia de los franciscanos, los restos de los mártires empezaron a realizar milagros, clara muestra de la anuencia de sus propietarios al traslado y de la aceptación de su nuevo ámbito de actuación. Con los milagros quedaba también demostrado que los ritos del traslado habían cumplido su doble función: hacerle publicidad a la recientemente creada devoción, renovando la utilidad sanadora de los huesos de los mártires y sacralizar su nuevo entorno, la ciudad de Guadalajara. Esa necesidad de utilizar a los mártires del norte para darle una potencia sacralizadora a nuevos lugares que la requerían se dio también en la recién fundada villa de Durango, a la que se llevaron los restos de varios jesuitas muertos por los tepehuanes después de la rebelión de 1616.147 A finales del siglo xvi otra ciudad se beneficiaba con un traslado, pero ahora no eran los huesos de unos mártires sino una cruz de madera conservada milagrosamente desde la época apostólica. Se trataba de la venerada cruz de Huatulco trasladada a Oaxaca por su obispo, el criollo Juan de Cervantes (1609-1614). Según los indios, señalaba el cronista González Dávila, dicho objeto había sido traído por “un hombre blanco y barbado” antes que llegasen los españoles y a pesar de ser de madera parecía indestructible.148 La cruz, que había sido incendiada sin éxito por unos piratas ingleses que asolaron las costas del Pacífico, fue llevada a la capital, Oaxaca, a pesar de la oposición armada que presentaron los indios de Huatulco. La cruz era de nuevo una reliquia “indígena” expropiada que le daba prestigio a una ciudad de españoles. Puebla muestra el tercer caso de una “sacralidad importada”. En 1582 fray Diego Rangel, guardián del convento de Tlaxcala, hizo una información jurídica a Alonso de Nava, alcalde de la ciudad, sobre el origen de una imagen de la virgen con el niño llamada La Conquistadora y, aunque no se conserva el original de dicha información, hubo dos ediciones de ella, una en 147 Richard C. Trexler, “Alla destra di Dio. Organizzazione della vita attraverso i santi morti in Nuova Spagna”, en Church and Comunity 1200-1600. Studies in the History of Florence and New Spain, pp. 511-548. 148 Gil González Dávila, Teatro eclesiástico…, p. 229.

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1666 y otra en 1804.149 En ese documento, los testimonios de indígenas señalaron que la imagen originalmente fue propiedad de Gonzalo Acxotécatl, señor de Atlihuetzia, quien la había recibido de Cortés. Los frailes la habían trasladado al convento de Tlaxcala y de ahí fray Andrés de Ribas se la llevó a sus viajes misioneros para depositarla finalmente en el convento de Puebla, donde, desde 1595, una cofradía estaba consagrada a su culto.150 A principios del siglo xvii fray Juan de Torquemada, en su Monarquía indiana (editada en 1615), da la primera noticia del culto diciendo: “En esta dicha iglesia [de San Francisco de Puebla] está también la imagen de Nuestra Señora que llaman la conquistadora, que dicen los antiguos que la trajeron los primeros que vinieron de España, a la cual hallaron favorable en diversas ocasiones, y por hablar más ciertamente en todas, y la tienen en gran veneración, la cual resplandece por milagros y la tienen por reliquia muy preciosa”.151 El párrafo está a continuación de una breve referencia a otra importante reliquia que guardaba el convento, el cuerpo de fray Sebastián de Aparicio, “a quien Dios ha querido ilustrar con gran suma de milagros que por sus merecimientos ha obrado en muchas personas”. Muerto en el 1600 a los noventa y ocho años, el hermano lego era uno de los humildes colonos que estuvieron en los inicios de Puebla, pues había llegado recién fundada la ciudad. Fray Juan Torquemada lo proponía como un símbolo más del papel rector que tenían los franciscanos en la sociedad poblana, por lo cual, y para promover su beatificación, escribió en 1602 su vida, la primera hagiografía novohispana de un “santo” local.152 Además de sus largas correrías por el Bajío en busca de limosnas para el convento, este hermano lego se había distinguido por practicar la vida de los anacoretas en una ermita en la oquedad de un encino que se encontraba a las afueras de Puebla. El lugar se volvió un centro de peregrinación, los frutos y hojas del árbol eran solicitados como reliquias y en su entorno se construyó en 1639 una capilla dedicada a una imagen de Nuestra Señora del Destierro. Aunque el cuerpo de Aparicio no fue colocado en un lugar especial en el templo, por no ser aún un venerable, al parecer sí estaba cerca de la imagen de La Conquistadora, situada a un lado del altar mayor dentro del relicario con el águila bicéfala austriaca que aún conserva. Es muy significativo que esta promoción de la Conquistadora se diera en los momentos en los que la virgen de los Remedios (otra “conquistadora” asociada con Cortés) estaba 149 Véase Rosa Denise Fallena Montaño, La imagen de la Virgen María en la conquista. El caso de la Conquistadora de Puebla. 150 Eduardo Merlo Juárez y José Antonio Quintana Fernández, Las iglesias de la Puebla de los Ángeles, pp. 231-232. 151 J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. 30, vol. i, p. 430. 152 Véase J. de Torquemada, Vida y milagros del santo confesor de Cristo, fray Sebastián de Aparicio, fraile lego de la Orden del Seráfico Padre San Francisco de la Provincia del Santo Evangelio... El texto es sumamente raro. El padre Francisco Morales posee una copia y Norma Durán está preparando su edición.



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siendo exaltada como patrona de la capital. En 1631, los franciscanos cedían el patronato de la imagen al cabildo de la ciudad y en 1665 a sus expensas se construía una nueva capilla para la imagen en el mismo templo.153 Con su Conquistadora, los poblanos (y no sólo el convento de San Francisco) comenzaban a generar símbolos que mostraban su competencia con la capital. De hecho esa competencia se puede apreciar en el texto que fray Luis de Cisneros publicaba sobre la segunda imagen en 1621 y en el que señalaba, después de mencionar que Cortés había colocado en el templo mayor de México a la virgen de los Remedios en lugar del dios derribado: Aunque no falta quien diga que esta imagen […] fue la que llaman Conquistadora que está en el convento de Nuestro Padre San Francisco de la Puebla. Pero que sea ella téngalo por dificultoso de creer, porque estando en México, cabeza del reino, y en tiempos que no había en él sino pocas o ninguna imagen de Nuestra señora, no había de querer el marqués privar de aquella reliquia a México y dejarle desamparado del favor de virgen.154

A pesar de la autoridad de Cisneros, los poblanos no aceptaron tan fácilmente esta declaración, como se puede ver en una nota a la edición de las informaciones de 1582 que señala: “Puédese piadosamente presumir que si se apareció [la virgen…] echando tierra en los ojos a los indios y favoreciendo a los españoles en la calle de Tacuba y otras partes fue esta santísima imagen como Conquistadora”.155 Para los poblanos era esta virgen, y no la de los Remedios, la que ayudó a la caída de Tenochtitlan. Ese mismo fenómeno de sacralidad importada lo podemos observar con dos imágenes milagrosas de la capital: los cristos de Totolapan e Ixmiquilpan, expropiados a los indígenas y trasladados a templos de la ciudad de México. En el primer caso, el del Señor de Totolapan, la imagen estuvo asociada desde su “aparición” con el misionero y ermitaño agustino fray Antonio de Roa, famoso por su violento ascetismo y por su labor en la Sierra Alta y en los conventos del área de Oaxtepec. En contraste con el silencio que Grijalva guarda sobre el milagroso Cristo de Chalma, la primera narración del prodigio del de Totolapan se la debemos a su pluma y a su crónica. Un día del año de 1543, narra el cronista, el padre Roa recibió en la portería del convento a un indio que le entregó un Cristo que llevaba envuelto en una sábana. Fray Antonio, que deseaba que el pueblo poseyera una imagen similar al Santo Cristo de Burgos, comenzó a hacerle las reverencias apropiadas y cuando quiso buscar al indio éste había desaparecido, por lo que se supuso que el portador no era humano sino un ángel.156 153 Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de los Ángeles en la Nueva España..., libro ii, cap. xix, vol. ii, pp. 292 y ss. 154 L. de Cisneros, op. cit., cap. vi, p. 46. 155 Citado por Fallena Montaño, op. cit., p. 70. 156 J. de Grijalva, op. cit., libro ii, cap. 22, pp. 225 y ss.

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Javier Otaola, quien ha estudiado este caso, atribuye esta primera manifestación a una serie de hechos: los agustinos habían fundado su convento de San Guillermo en Totolapan en 1535 y al año siguiente a él se acogían los frailes expulsados de Ocuituco por el obispo Zumárraga, el encomendero del pueblo, quien tenía con ellos un pleito por los excesivos trabajos a los que obligaban a sus indios. En ese ambiente de conflicto y como una forma de afianzar su presencia en la zona, los agustinos iniciaron el culto a un Cristo crucificado alrededor de 1540. Por otro lado, apenas unos años atrás, en 1532, Totolapan había sido reconocida como cabecera independiente con un corregidor, frente a las pretensiones de Hernán Cortés de unirla a Oaxtepec que formaba parte de su marquesado. El milagroso Cristo daba también por tanto al pueblo un signo de identidad paralela a esa autonomía política recién adquirida.157 Cuarenta años estuvo el Cristo en San Guillermo Totolapan hasta que en 1583 los agustinos decidieron trasladarlo al recién fundado colegio agustino de San Pablo en la ciudad de México. El pretexto, una epidemia que comenzó en 1581 en la capital, causando en dos años la muerte de veinticuatro religiosos agustinos; el objetivo real, dotar de una imagen milagrosa al Colegio de San Pablo de la capital, recientemente fundado e instalado como parroquia de indios contra la voluntad del arzobispo Pedro Moya de Contreras. La recepción del nuevo Cristo fue suntuosa y el cronista Chimalpahin señala que “salieron a recibirlo al matadero de Xoloco los religiosos de las diversas órdenes”, y añade que poco después de San Pablo lo trasladaron a la iglesia de San Agustín, “donde actualmente se encuentra”.158 Los agustinos de la capital, interesados en dotar a su nuevo colegio de una imagen prestigiosa, comenzaron a promover el culto al Cristo divulgando varios de sus milagros, entre otros, su crecimiento inusual en la Cuaresma, sus sudoraciones, la “grandísima luz y blancura” que lo rodeaba y la curación de una viuda que padecía de hidropesía, asmas y flujo de sangres. Todo esto atrajo la atención de la Inquisición, posiblemente enviada por el arzobispo de México, y las averiguaciones comenzaron en la ciudad de México y en Totolapan. De ellas surgió el “Expediente del Santo Cristo de Totolapan y milagros que los frailes agustinos les imponían”.159 En él, a los testimonios de los milagros del Cristo, se aunaron aquellos sobre la vida penitente de Antonio de Roa, sobre las costumbres del culto local para el Cristo y de la hermandad que se formó alrededor de la imagen. Uno de los declarantes en el expediente, Domingo de Tolentino, indio de setenta y seis años y que había sido gobernador de Totolapan cuarenta años atrás, aseguró que él había estado presente en la portería del convento cuan157 Javier Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan. Interpretaciones y reinterpretaciones de un milagro”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 38, pp. 19-38. 158 D. de S. A. Muñón Chimalpahin, Séptima relación, vol. ii, p 257. 159 agnm, Inquisición, v. 202, exp. 7, año de 1583.



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do “un indio mozo, vestido con vestiduras blancas y muy hermoso de rostro”, trajo el crucifijo y lo entregó al padre Roa. Así, utilizando la versión oficial de los agustinos, Domingo se insertaba como testigo presencial del milagro.160 A la larga el Santo Cristo de Totolapan llegó a tener tanta importancia que los agustinos decidieron trasladarlo a la iglesia de San Agustín, anexa a su convento matriz de la capital, donde curiosamente reposaban los restos del “ermitaño” fray Antonio de Roa. A principios del siglo xvii se trasladaba a la capital otro Cristo milagroso del ámbito indígena: el señor de Ixmiquilpan. La imagen había sido llevada a Mapeté (o el Cardonal), un poblado minero dependiente del convento agustino de Ixmiquilpan, por el español Alonso de Villaseca en 1545, y fue colocada en una modesta capilla sin que nadie se ocupara de ella.161 La primera noticia de un milagro realizado por esta imagen y de su traslado a la capital la da el cronista Gil González Dávila en su Teatro eclesiástico (publicado en Madrid en 1649) al final de la vida del arzobispo Juan Pérez de la Serna: En el lugar de las minas de Ixmiquilpan en 17 del mes de febrero del año de 1621, una imagen de bulto de Cristo crucificado, que estaba en la iglesia de ese lugar, que es vicaría de padres de San Agustín, sudó tres veces con un sudor muy copioso. Y más adelante por el mes de julio […] se estremeció en la cruz a la vista de mucha gente […] El arzobispo formó proceso del caso y de los muchos milagros que Dios ha obrado por ella, y trasladó la santa imagen de donde estaba, que es tierra de chichimecos, y la colocó en el convento del Ángel de la Guarda de la ciudad de México.162

González Dávila, quien jamás visitó América, ignoraba que el monasterio donde fue depositado el Santo Cristo no era el del Santo Ángel, sino el de San José de las Carmelitas Descalzas. Páginas atrás, el mismo autor señalaba que en 1616 (cinco años antes del traslado), el capellán de ese monasterio, Francisco de Losa, había colocado en la iglesia recién fundada y promovida por el mismo arzobispo Pérez de la Serna, el cuerpo del ermitaño Gregorio López. Este personaje, famoso por su sabiduría y ascetismo, había muerto en olor de santidad en el vecino pueblo de Santa Fe, y Losa, que escribiría una biografía de él años después, había sustraído en secreto su cadáver quince días antes de la dedicación de la iglesia de San José, con la anuencia del arzobispo.163 Al igual que el Cristo que llegaría después, esta reliquia 160

J. Otaola, “El caso del Cristo de Totolapan…”, op. cit., p. 30. William B. Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado: Religion and Peasant Politics in Late Colonial Mexico”, The American Historical Review, vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www. historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html. 162 G. González Dávila, op. cit., p. 59. 163 Mariana de la Encarnación, Crónica del convento de las carmelitas descalzas de la ciudad de México. 1641, publicado por Manuel Ramos Medina, Místicas y descalzas..., México, 1997, pp. 357 y ss. 161

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del ermitaño muerto expropiada a los indios se convertía en un importante elemento para reforzar la sacralidad del nuevo templo de monjas y el prestigio de su fundador el arzobispo. Aunque la reliquia estuvo poco tiempo en ese recinto, pues el arzobispo Francisco Manzo y Zúñiga, que había hecho una donación de cuatro mil pesos para la causa de beatificación de Gregorio López, dejó la orden de trasladar las reliquias del ermitaño a la catedral de México, espacio de mayor jerarquía para quien se esperaba fuera un santo canonizado por la Iglesia.164 Muy posiblemente alrededor de esta pérdida para las carmelitas comenzó a elaborarse una leyenda mucho más compleja sobre el Santo Cristo de Ixmiquilpan, en la cual la imagen, carcomida por la polilla y la humedad en la sacristía de una ermita de Mapeté, se renovó milagrosamente como veremos en los capítulos siguientes. De nuevo el binomio imagen-ermitaño era utilizado para reforzar la sacralidad de un nuevo templo capitalino, pero ahora la promoción correspondía no a una orden religiosa sino al episcopado, a las monjas carmelitas y al clero secular. Podemos observar, por tanto, que los agentes que promovían este tipo de cultos eran autoridades y corporaciones que en la era manierista estaban en plena expansión: el episcopado y el clero secular que participaron activamente a través de los cabildos eclesiásticos, de los concilios provinciales y de la universidad; y las órdenes religiosas que, inmersas también en el movimiento contrarreformista, promovieron el culto a sus propios santos y devociones. A los mendicantes evangelizadores se unieron después de 1570, carmelitas, mercedarios y dieguinos (o franciscanos descalzos) con nuevas perspectivas, exigencias y devociones, la Compañía de Jesús con su espíritu sincrético y adaptable a las nuevas formulaciones y varias congregaciones de religiosas monjas con su espiritualidad sentimental y afectiva. Estas provincias religiosas hicieron uso de muy diferentes elementos para generar sus identidades, las cuales rebasaban el ámbito local urbano y abarcaban todos los territorios en los que las provincias tenían injerencia. Esta función tuvieron las crónicas mendicantes mencionadas arriba al exaltar a sus misioneros de la Edad Dorada. La Compañía de Jesús, llegada más tarde, también desarrolló a principios del siglo xvii una extensa narración de sus orígenes en Nueva España desde 1572, aunque su objetivo, a diferencia de las crónicas mendicantes, no iba dirigido a exaltar el pasado como argumento en las confrontaciones del presente, sino a promover una buena acogida de su instituto en el futuro y captarse la benevolencia de las elites españolas. A instancias del general de la orden Claudio Acquaviva, quien promovió la elaboración de una historia general de los jesuitas, los padres Diego de Soto (nacido en Cuenca), el criollo Gaspar de Villerías y el toledano Juan Sánchez Baquero (uno de los padres fundadores de la provincia) reseñaron las fundaciones de casas y colegios en Nueva España, los sucesos adversos y 164

A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.



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favorables que se dieron durante su establecimiento y las vidas de los padres y hermanos de la provincia. En sus obras, estos cronistas resaltaron sobre todo la labor educativa de sus correligionarios, actividad distintiva de su instituto, y salvo la frustrada misión en la Florida que produjo varios mártires, no estaban interesados aún en dar noticias de la labor desarrollada por la orden en el noroeste de Nueva España. En cambio, para acentuar su prestigio, insistieron en el apoyo recibido por parte de notables personalidades del siglo xvi: los obispos Vasco de Quiroga, Pedro Moya de Contreras y Antonio Ruiz de Morales, el virrey Martín Enríquez y el próspero ganadero Alonso de Villaseca. A pesar de haber quedado manuscritas, estas primeras crónicas jesuíticas fueron profusamente utilizadas por los historiadores posteriores de la provincia.165 Otro elemento de identidad y distinción de las corporaciones religiosas fueron las diversas advocaciones marianas que promovieron: los franciscanos difundieron la devoción a la Inmaculada Concepción, que desde la Edad Media habían favorecido; los dominicos se inclinaron por el culto a la virgen de Rosario y lo extendieron junto con la práctica de rezar el rosario por medio de varias cofradías; los agustinos mostraron especial predilección por las advocaciones de la Asunción y de la virgen del Cíngulo; carmelitas y mercedarios promovieron el culto a sus respectivas Vírgenes “fundadoras”, las del Carmen y la Merced, y a sus escapularios, y los jesuitas importaron sobre todo devociones italianas como las vírgenes de Loreto y del Popolo. Junto a estos cultos marianos, los mendicantes también fomentaron especialmente la devoción a los mártires; en los murales, portadas, altares y retablos de sus iglesias y conventos se colocaron imágenes donde se exaltaba la muerte de esos personajes y con lujo de detalle se mostraba su sangre derramada entre los más crueles tormentos. Acuchillados, apedreados, asaeteados, desollados, quemados, mutilados, esos cuerpos fueron mostrados a la veneración de todos los grupos de la multiétnica sociedad novohispana. Es difícil determinar el modo como impactaron estos cultos en el ámbito indígena, pero podemos aventurar que esa enorme cantidad de representaciones asociadas con la sangre, incluidas las de Cristo, debieron constituir para los indios un rico arsenal de imágenes que los remitían a la violencia de los tiempos prehispánicos y, sobre todo, a los sacrificios ofrecidos a sus dioses. Finalmente, cada orden promovió a sus propios santos fundadores como un medio de propaganda y como parte de su predicación. Así, en el momento en que una comunidad religiosa trasladaba a otra un templo y su convento, la que entraba tomaba posesión de su nuevo territorio colocando las imágenes de sus santos por todos lados. En San Juan Teotihuacan, convento cedido por los franciscanos a los agustinos en 1557, éstos, como su primer acto de posesión, mandaron pintar en la portería la imagen de su santo fundador 165 Véase Dante Alberto Alcántara Bojorge, La construcción de la memoria histórica de la Compañía de Jesús en la Nueva España, siglos xvi y xvii.

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y de los santos de su orden. Los indios, que estaban en desacuerdo con este traslado, para mostrar su oposición al cambio no se conformaron solamente con faltar a los oficios, sino incluso borraron de la portería las imágenes de los santos agustinos, lo que ocasionó grandes disturbios.166 Detrás de la anécdota de Teotihuacan aparecen dos hechos: por un lado, el uso político que los frailes hacían de sus santos, y por el otro, la aceptación, por negación, que los indios tuvieron de esos códigos. En ese mismo contexto, pero como muestra de una abierta apropiación, se nos presenta la siguiente narración de Jerónimo de Mendieta sobre el hábito y el cordón de san Francisco: La víspera de San Francisco, en todos los monasterios de su orden... están aguardando más de ochocientos...y mil niños con sus madres y otros parientes y amigos que traen como por padrinos o madrinas de aquella investidura, por la estima en que la tienen, y traen sus habitillos hechos y cordones para que se los bendigan y vistan, y con ellos sus candelas de cera blanca y muchos de ellos otras ofrendas de pan y fruta y otras cosas... El cordón del padre san Francisco no lo usaban traer los adultos, sino algunos pocos... Mas las indias que se veían en partos trabajosos, desde el principio de su cristiandad comenzaron a pedir remedio con mucha fe y devoción el cordón... Y así es cosa ordinaria en nuestras casas tener en la portería... un cordón viejo del que desechan los frailes.167

La narración presenta un carácter apologético, sin embargo, detrás de ella podemos ver un hecho indudable: los indígenas aceptaron los códigos religiosos de los conquistadores de forma bastante espontánea. ¿No recordaba el cordón de san Francisco al malinalli, representado a menudo como un torzal por donde circulaban las fuerzas cósmicas y que estaba asociado con los nacimientos? Esa misma sorprendente aceptación podemos notarla en la enorme popularidad que tuvo entre los indios evangelizados por los franciscanos el culto al apóstol Santiago, sobre todo en una representación en la que los musulmanes masacrados por el santo eran sustituidos por los indios de la conquista de México. Alrededor de 1610, en el centro del altar mayor del templo franciscano de Tlatelolco, un altorrelieve mostraba a un Santiago mataindios (atribuido al escultor Miguel Mauricio) que posiblemente fue mandado hacer por fray Juan de Torquemada cuando era prior de ese convento. La representación es sumamente extraña pues el apóstol aparece como un guerrero español, cabalgando sobre un brioso caballo de ojos azules, blandiendo una espada contra unos guerreros con penachos de plumas. A sus pies aparece una figura con los brazos y los pies formando una suástica, de acuerdo con los cánones simbólicos prehispánicos que representaban así a 166 167

J. de Mendieta, op. cit., libro iii, cap. 59, vol. i, pp. 521 y ss. Ibid., libro iii, cap. 56, vol. i, p. 501.



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los muertos en batalla. No había lugar a dudas sobre la participación activa del apóstol en la mortandad provocada por la conquista. Lo más significativo era que la imagen estaba en Tlatelolco, el espacio donde tuvo lugar uno de los más sangrientos pasajes de la conquista y sede de la segunda parcialidad o gobierno indígena de la capital. La imagen de Santiago mataindos muestra que, para fines del siglo xvi, el proceso evangelizador ya estaba consolidado y había modelado todos los aspectos de la vida de las comunidades autóctonas, las que ya habían insertado la conquista y sus santos como parte de su identidad. En el proceso de cristianización los frailes no habían dudado en hacer varias concesiones, no sólo asimilando a los santos guerreros a los conquistadores, sino también adaptando elementos indígenas e insertándolos dentro del contexto cristiano. Utilizaron, por ejemplo, las similitudes de ambas religiones para imponer santos, santuarios y celebraciones del cristianismo sobre los dioses tutelares, los centros ceremoniales y las fiestas agrícolas que tenían significados semejantes, e hicieron también uso de términos (como Mictlán para definir el infierno o tlacatecolotl por diablo) y de símbolos indígenas (como el águila y el nopal, la vírgula de la palabras, las plumas o las piedras preciosas) que fueron integrados en los textos destinados a la enseñanza de la doctrina, en las pinturas murales de los conventos, en las esculturas, en las fiestas y en las procesiones y representaciones teatrales. Con estas actitudes facilitaron la creación de puentes entre ambas culturas y la aparición de fenómenos de sincretismo. Pero no sólo los pueblos indígenas adaptaron a los santos a sus necesidades, ese mismo fenómeno puede ser observado en el ámbito de las ciudades y villas. En 1609 fue descubierta una rebelión de negros en la ciudad de México programada por los rebeldes para el 5 de enero, celebración de los Reyes Magos; los africanos, erradicados violentamente de sus tierras nativas, pretendían nombrar un rey negro que los liberara de la esclavitud, con lo que mostraban que habían asimilado al santo cristiano Baltasar como algo propio.168 Pero lo más común no fue este radicalismo sino la aceptación sumisa de los códigos europeos de veneración a los santos. En Oaxaca, una ermita al mártir san Sebastián fue colocada a mediados del siglo xvi en un cerro cercano a la capital para pedir ayuda contra las epidemias; el lugar privilegiado en que estaba la capilla sería a futuro utilizado para construir el santuario de la virgen de la Soledad. Caso similar aconteció en la ciudad de Tlaxcala con la ermita de San Lorenzo, situada en el monte vecino, espacio que se destinaría para la virgen de Ocotlán en el siglo xvii. A partir de que en el Primer Concilio Provincial de 1555 el arzobispo Montúfar propuso que se nombrara a san José “patrono y abogado de la Iglesia novohispana”, las capillas dedicadas a ese santo se multiplicaron en todas las urbes.169 168

J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro v, cap. 70, vol. ii, p. 564. J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles: ministro de Egipto y virrey de las Indias”, Memoria. Revista del Museo Nacional de Arte, núm. 1, pp. 5-33. 169

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Sin embargo, las ciudades tenían una peculiaridad casi ausente en los pueblos de indios, el culto a las reliquias, siendo las órdenes religiosas las principales interesadas en promover su importación desde Europa para sacralizar los templos y consagrar los altares. En 1544 hay noticias de que los dominicos trajeron desde Alemania reliquias de las once mil vírgenes que habían sido arrojadas a las calles por los protestantes. Décadas después, en 1573, el agustino fray Alonso de la Veracruz trajo un trozo de la cruz de Cristo y otras reliquias de san Pedro y san Pablo para los templos de su orden.170 En 1577, como veremos, los jesuitas promovieron la importación de numerosas reliquias para la capital, acto que le dio un enorme prestigio a la recién llegada congregación. Estos objetos se exponían como tesoros preciados en hermosos relicarios de plata y cristal, se les llevaba en procesión para acabar con inundaciones y epidemias e incluso se les utilizaba para disminuir la violencia de los incendios arrojándolas al fuego o en los exorcismos para expulsar a los demonios. A veces también se les ingería o se les esparcía por los campos para darles fertilidad o protegerlos contra las heladas. Pero las reliquias no sólo eran partes del cuerpo de los santos o cuerpos enteros, la mayoría de las veces eran sólo objetos que les pertenecieron, trozos de hábito, cartas, el polvo de su sepultura, sustitutos necesarios sobre todo cuando el cuerpo no estaba disponible. La profusión de cultos a las reliquias era consecuencia tanto del interés de los frailes por promover tales manifestaciones religiosas como de la necesidad de la población de poseer una tierra santificada. Tal fenómeno partía ciertamente de una Iglesia formada y controlada aún por elementos peninsulares, cuyos intereses y actitudes estaban enmarcados dentro de la tradición europea; al fin y al cabo la mayoría de los personajes que recibían tales muestras de veneración habían nacido en España. La nueva espiritualidad, además de convertir esta tierra en un espacio sagrado y santificado y de darle prestigio a las órdenes religiosas que las poseían, creaba con los prodigios cristianos nuevos códigos de socialización frente a las idolatrías e integraba a los grupos desarraigados; frailes y monjas tuvieron un papel similar. El culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias en las ciudades no sólo fue una promoción propia de las órdenes religiosas, de las monjas y del episcopado. Ahí, el complejo mundo corporativo propició la multiplicación de cultos y con ello de fiestas e imágenes. La devoción a los santos europeos patrocinada por gremios, órdenes terceras, cofradías y congregaciones se convirtió en un elemento básico de sus identidades colectivas. Tales organismos propiciaban la veneración de las imágenes de sus protectores, que en las fiestas y ceremonias iban acompañadas de los estandartes corporativos y de un impresionante aparato de ostentación, que a menudo traía aparejada la rivalidad y la competencia con las otras instituciones. Por lo general, esas 170 A. Dávila Padilla, op. cit., libro i, cap. 47, p. 161; Diego de Basalenque, Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, libro i, cap. viii, p. 106.



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corporaciones se pusieron bajo la protección de los santos tradicionales propios de cada oficio: los zapateros bajo san Crispín, los sastres bajo san Homobono, los carpinteros bajo san José, etcétera. Sin embargo, existían algunos oficios que rompieron la tradición y prefirieron ponerse bajo la advocación de la Virgen, como pasó con el gremio de los pintores.171 Los santos como símbolo corporativo y como elemento de cohesión institucional fueron también utilizados por otras instancias como el tribunal de la Inquisición (encargado de controlar las manifestaciones externas de la religiosidad), las cofradías (que se multiplicaron en este periodo para fomentar el culto, además de tener funciones sociales, funerarias y de representación), o el consulado de comerciantes de la ciudad de México. Lo mismo hizo la nueva orden hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios, llegada a México en 1600, y que introdujo en todos los hospitales que administraban imágenes y culto a los santos taumaturgos san Sebastián, san Roque, san Cosme y san Damián. La principal función de estos protectores celestiales era acudir a las necesidades de sus fieles reunidos bajo las insignias de una corporación. En ese sentido, las ciudades eran también consideradas entidades jurídicas que tenían la obligación de velar por sus habitantes por medio de la sujeción a varios patronos. Los encargados de tales actos eran los municipios urbanos que elegían a sus abogados celestes después de alguna catástrofe por medio de un sorteo o por elección a partir de sus atributos. A diferencia de los santos cuyas fiestas estaban asociadas a la fundación de la ciudad (san Hipólito en México o san Miguel en Puebla) y que tenían un carácter identitario, éstos eran más bien protectores temporales contra las desgracias que azotaban a las urbes. Los exvotos, los cirios, las limosnas y las peregrinaciones eran el pago con que los fieles remuneraban a sus benefactores. Una vez obtenido el santo protector, el cabildo de la ciudad realizaba una ceremonia en la cual se hacía un juramento: el santo elegido protegería al poblado de ciertas desgracias a cambio de que anualmente se le festejara en su día con novenarios, misas y fiestas, se pusiera su imagen en la iglesia principal y, de ser posible, se consiguiera alguna de sus reliquias. En las ciudades más importantes proliferaron estas juras no sólo por las numerosas necesidades de esos ámbitos superpoblados, sino también por la complejidad corporativa que propiciaba numerosas instancias solicitadoras de protección. Además, como las catástrofes eran constantes y variadas, toda ciudad tenía varios santos jurados. La ciudad de México juró a san Gregorio como patrono contra las inundaciones (posiblemente en 1604) y a san Nicolás Tolentino (en 1611) contra los terremotos. Atlixco, a raíz de una plaga que afectó al trigo, juró en 1580 a san Félix como patrono, quien muy pronto se volvió un símbolo de identidad urbano de la recién fundada villa, que buscaba su autonomía simbólica frente a la poderosa y cercana Puebla. Esta 171 Rogelio Ruiz Gomar, “Los santos y su devoción en la Nueva España”, Revista de la Universidad de México, núm. 541, pp. 4 y ss.

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ciudad, a su vez, juró a san Sebastián contra las epidemias en 1545 y a san José como patrono contra las tormentas antes de 1580. Sin embargo, ante su ineficacia juró a santa Bárbara con este mismo fin en 1611. Valladolid, que tenía por patronos a san José y a san Cristóbal desde el siglo xvi, juró a santa Teresa en 1618. De hecho, fue el carácter milagroso de los santos, su capacidad para liberar a la sociedad de las catástrofes y de regresar a los individuos la salud, lo que los hacía ser venerados, por lo que algunos se vieron delegados y su culto perdió continuidad. Esto se debía además a los costos que implicaba el culto: la dedicación de un altar o de una capilla, la confección de una imagen, la obtención de una de sus reliquias en Roma y, sobre todo, la dotación de recursos para los gastos de la fiesta, incluida procesión y toros.172 Un caso ejemplar en este sentido fue el de San Luis Potosí, real de minas nacido en la segunda mitad del siglo xvi a partir de dos centros: un convento franciscano construido en 1589 en torno a una ermita dedicada a la Vera Cruz y que creó el primer emplazamiento con indios guachichiles denominado San Luis de Paz, a raíz de los acuerdos que impulsó el marqués de Villamanrique, y la labor colonizadora de un emprendedor capitán mestizo Miguel Caldera, descubridor de las minas del cerro de San Pedro en 1592, al que denominó del Potosí de la Nueva España en recuerdo del gran centro minero peruano. A la par, en las serranías ubicadas al noroeste de aquel valle, Caldera y los franciscanos daban forma a otro asentamiento indígena denominado San Miguel Mexquitic en honor del arcángel patrono del capitán mestizo. La riqueza mineral de la región atrajo desde entonces a una numerosa población española, indígena y mestiza. Así, entre 1590 y 1591 llegó un contingente tlaxcalteca, a instancias de Caldera y del virrey Velasco el joven, y se asentó a una legua al norte del primer poblado para fundar Tlaxcalilla bajo la advocación de la virgen de la Asunción; por esas fechas se creaba también el barrio de Santiago, con población náhuatl y guachichil; hacia 1603, con la llegada de los agustinos, se formalizó otro pueblo de indios, San Sebastián, con base en un asentamiento que habían formado indios tarascos a orillas del asentamiento español; desde 1600 también existió un asentamiento de otomíes y tarascos que se avecindaron al oriente del real en un lugar conocido como el Montecillo (en el siglo xviii se colocó ahí una capilla dedicada a san Cristóbal). A lo largo de las primeras décadas del siglo xvii y atraídos por sus minas llegaron a San Luis grupos de todos los sectores novohispanos: capitanes vascos como Francisco de Urdiñola y Juan de Oñate (introductores del culto a la virgen de Aranzazu), cuadrillas de indios chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes, mexicanos y purépechas (que trajeron sus cultos a varios Cristos), además de numerosos criollos, mestizos, mulatos y negros. Así, el real de minas comenzó a desplazar la misión de San Luis de la Paz recién fundada por los franciscanos y los guachichiles y los españoles co172 P. Ragon, “Los santos patronos de las ciudades del México central (siglos xvi y xvii)”, Historia Mexicana, vol. lii, núm. 2, pp. 361-389.



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menzaron a controlar las minas de San Pedro (de las que tomaron el nombre de Potosí) y la caja real fundada en 1627, donde la Corona cobraba el “quinto” y distribuía el azogue.173 Con ellos llegaron nuevas devociones, a las que se unieron en las décadas siguientes las aportadas por otras órdenes religiosas atraídas por la riqueza del real: los mercedarios fundaron casa ahí en 1623 sobre la antigua ermita de San Lorenzo (santo que en 1694 sería jurado patrono de la ciudad) e introdujeron el culto a la virgen de la Merced. En 1628 los jesuitas fundaron en el real su colegio, cuya capilla albergó desde 1639 la única reliquia de san Luis que había en la villa. En las primeras décadas del siglo xvii fueron jurados como patronos (además de san Luis el rey de Francia y terciario franciscano promovido por Felipe II y los frailes menores, junto a san Antonio de Padua, jurado en 1645 contra los terremotos y tolvaneras), al agustino san Nicolás Tolentino (jurado en 1529 para atraer agua y contra las tormentas) y el arcángel san Miguel (jurado también en 1645 como protector).174 La imagen religiosa siguió siendo también utilizada como parte de los escudos de armas de las ciudades solicitados por sus cabildos como emblemas de una incipiente identidad. Desde el 8 de octubre de 1585 Zacatecas recibió del rey Felipe II el título de ciudad y en 1588 se le concedía escudo y blasón. En éste, aparecían representados sobre una cartela con la frase latina “Labor vincit omnia”, sus cuatro fundadores (Juan de Tolosa, Baltasar Temiño de Bañuelos, Cristóbal de Oñate y Diego de Ybarra) bajo el cerro de la Bufa, emporio de su riqueza. El cabildo zacatecano estaba formado por los descendientes de esos padres fundadores. Pero lo más interesante es que en el centro del escudo y rodeada por el cerro brillaba una imagen de Nuestra Señora de los Zacatecas, la patrona del Real de Minas y la que le diera su advocación. Michoacán es también un caso ejemplificativo sobre el funcionamiento de los santos y las imágenes como símbolos de la identidad urbana representada por el cabildo. A la muerte de Vasco de Quiroga en 1565 Pátzcuaro seguía siendo de hecho y de derecho la ciudad de Michoacán, “residencia del alcalde mayor, asiento de la catedral, la concentración indígena más importante y el mercado de mayor movimiento”. Además, desde 1560 funcionó en Pátzcuaro de nuevo un cabildo español. El tener dos ayuntamientos, uno español y el otro indígena, era algo que sólo tenía en ese momento la ciudad de México. Sin embargo, los españoles avecindados en Guayangareo, que funcionaban bajo un cabildo, y los agustinos y franciscanos residentes en ella, 173 Juan Carlos Ruiz Guadalajara, “Vestigios de un prodigio: el culto a San Luis de la Paz y el caso del Potosí novohispano”, en Ana Díaz Serrano, Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez (eds.), Alardes de armas y festividades. Valoración e identificación de elementos de patrimonio histórico, pp. 95-113. 174 Alfonso Martínez Rosales, “Los santos jurados de la ciudad de San Luis Potosí”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp. 89-107. Felipe II consideraba a san Luis uno de sus antepasados.

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esperaban que la catedral se mudara a su territorio para obtener los plenos derechos de ciudad. Los agustinos sobre todo tenían muchos intereses en la zona, más que en el área lagunera. Pero el traslado no sucedió aún, a pesar de que en 1568 lo apoyaba el nuevo obispo Antonio Morales de Molina, pues consideraba que una ciudad de españoles en Pátzcuaro era muy perjudicial para los indios.175 Un fuerte golpe recibió esta ciudad cuando en 1576 el cabildo “español” se trasladaba a Guayangareo (que por estas fechas tomaba el nombre de Valladolid); con ello la “ciudad de Pátzcuaro”, regida hasta entonces por dos ayuntamientos, perdía uno de sus títulos honoríficos. Aunque al parecer no existió un nombramiento oficial que diera a Valladolid el título de ciudad y escudo de armas, ésta funcionó de hecho como tal desde esas fechas, sobre todo a partir del cambio de la sede episcopal. Se repitió entonces lo que unas décadas atrás había sucedido entre Tlaxcala y Puebla, la ciudad española arrebataba la sede diocesana a la antigua capital indígena.176 Aunque desde 1571 el rey había ordenado que la catedral fundada por Vasco de Quiroga y su cabildo eclesiástico se trasladaran a la nueva ciudad española, eso no se llevó a cabo sino hasta 1580. Cuando esto sucedió, casi estalló un motín en Pátzcuaro pues la gran campana que puso don Vasco en la catedral iba a ser llevada a Valladolid. Los habitantes de Pátzcuaro consiguieron impedirlo, así como el traslado de los restos del obispo Quiroga a la nueva sede. El acto era simbólico. La capital indígena pretendía a toda costa evitar perder no sólo el título de ciudad sino también el emblema de quien fuera su creador. En este ambiente comenzó a circular en Pátzcuaro el rumor sobre la “divina revelación” que se dio alrededor del establecimiento quiroguiano. El cronista jesuita Juan Sánchez Baquero recopiló, en los primeros años del siglo xvii, la narración que aseguraba que san Ambrosio se le había aparecido en sueños a Vasco de Quiroga, mientras éste dormía en un lugar cercano a la laguna, y le había señalado que ahí debía construir su iglesia.177 El traslado de la sede a Valladolid atentaba, por tanto, contra un desig175

Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 132 y ss. Rodrigo Martínez Baracs, Convivencias y utopía…, pp. 354 y ss. A pesar de tan duros golpes, el gobierno y el cabildo indígenas de Pátzcuaro consiguieron sobrevivir gracias al apoyo de los jesuitas (llegados a la ciudad en 1573) e imponerse a la comunidad española que intentó en varias ocasiones restablecer ahí un cabildo propio (lo que no logró sino hasta 1689). A diferencia de otros poblados indígenas en los cuales los linajes antiguos perdieron por completo el poder, el ayuntamiento de Pátzcuaro se mantuvo bajo el control de las familias descendientes o vinculadas con el linaje de los reyes tarascos, muy mezcladas ya sin embargo con españoles y nahuas. Así, a pesar de que en 1595 se impuso el sistema de gobernadores “cadañeros” (es decir, por elección anual), Luis de Castilleja Puruata, descendiente indirecto de ese linaje, logró ser gobernador casi ininterrumpidamente entre 1608 y 1635. 177 La obra de Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia de la Nueva España de la Compañía de Jesús, fue editada por Félix Ayuso con el título Fundación de la Compañía de Jesús en Nueva España, 1571-1580, México, Patria, 1945. La cita del sueño de Quiroga está en el cap. xvii, p. 75. 176



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nio celestial. A pesar de que no volvemos a encontrar esta narración sino hasta el siglo xviii en la obra del también jesuita Francisco Xavier Alegre (por lo que intuimos que no tuvo mucho influjo en la formación de la identidad de Pátzcuaro), es interesante como manifestación del ambiente generado alrededor del traslado de la sede episcopal. Pátzcuaro también había recibido otro duro golpe con el traslado del Colegio de San Nicolás a Valladolid en 1580; sin embargo, la ciudad seguía custodiando uno de los símbolos religiosos que ayudó consolidar el autonomismo indígena, la virgen de la Salud, la cual se conservaba en el hospital de la Concepción, otra de las fundaciones de Quiroga. La reliquia del cuerpo de Vasco y la imagen de la virgen de la Salud habían sido para Pátzcuaro sus elementos de cohesión, Valladolid debía construir los suyos. Extrañamente, en este tiempo su opción no fueron los símbolos religiosos sino un elemento “indígena” que quedó plasmado en su escudo de armas: los tres reyes “tarascos” tomados del estandarte de la capital purépecha, Tzintzuntzan, los cuales fueron representados, sin embrago, no a la manera indígena, sino con los atributos de los monarcas europeos, con corona, cetro y capa de armiño. Esta elección fue muy significativa, pues con ella el ayuntamiento de Valladolid se apropiaba del valor simbólico que tenía la ciudad cabecera del calzonci, legitimando con ello su primacía sobre la sede elegida por Quiroga.178 Al igual que en las ciudades, en los pueblos indígenas los cabildos funcionaron también con una finalidad marcadamente religiosa. En las ordenanzas de Cuauhtinchan (1559), por ejemplo, se insistía en que sus funciones eran las de vigilar la moral pública (las idolatrías y los temazcallis), la organización de las fiestas del santo patrono, las danzas que debían bailarse en el atrio y el nombramiento de funcionarios de la iglesia (tequitlatoque, fiscales, etcétera). Esto no es gratuito pues en la redacción y traducción de las ordenanzas intervinieron los religiosos, aunque estaban firmadas por el virrey.179 Los santos y las fiestas eran parte esencial de la identidad del pueblo y se habían constituido en símbolos de su cohesión, razón principal para que su control estuviera en manos de los dirigentes de la comunidad. 7. La ciudad de México: matriz de encuentros multiétnicos y forjadora de símbolos

No pienso que es fuera de propósito hacer memoria en este lugar de la populosísima y tan ilustre ciudad de Roma, cabeza que fue en un tiempo de los reinos e 178 C. Herrejón Peredo, op. cit., pp. 290 y ss. Valladolid, junto con su escudo de armas, también tuvo que inventarse a principios del siglo xvii una serie de cédulas fundacionales, sobre todo para justificar la propiedad de sus fundos legales. 179 Luis Reyes García, “Ordenanzas para el gobierno de Cuauhtinchan, año 1559”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 10, pp. 245-313. Este autor publicó el texto náhuatl de las ordenanzas con su traducción al castellano.

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imperios gentilicios y ahora lo es de la Cristiandad… y la razón que me mueve para ello es parecerme, en la mayor parte de sus principios, que esta mexicana se le parece, y colegir de esta similitud y semejanza como escogía [Dios] esta ciudad para cabeza de iglesia en este Nuevo Mundo como escogió la de Roma para el mismo fin, en el que respecto de este llamamos Viejo, corriesen parejas en el principio de ambas.180

Para fray Juan de Torquemada, Roma, la capital de un gran imperio, era el único modelo comparable con lo que había sido la Tenochtitlan de los aztecas. Además de su glorioso pasado indígena, la capital novohispana tenía otra razón para sentirse “imperial” y heredera, de alguna forma, del imperio romano: haber sido fundada por el emperador Carlos V. Pero, sobre todo, México era como Roma una ciudad de templos y de conventos, se había convertido en la capital de la cristiandad del Nuevo Mundo. Con ello, Torquemada no sólo equiparaba ambas ciudades, sino que concebía a la ciudad indígena como parte de la novohispana, en hilo de continuidad en el que la primera prestaba a la segunda “su mito fundacional y con él su destino de grandeza”.181 Con ello, los criollos de la capital se convertían en los herederos de un prestigioso pasado prehispánico. A diferencia de Cortés, en este fraile la conquista no era el eje que marcaba la historia de la ciudad, la fecha clave no era por tanto 1521 sino 1315, cuando los mexicas llegaron al islote para fundar la primera ciudad. Para él, los dioses paganos fueron vehículos para que el Dios verdadero fundara esta Roma del Nuevo Mundo. Torquemada también comparaba la cuenca del valle de México con Galilea y sus lagos con el mar de Tiberíades.182 Así, la nueva Roma no sólo era capital de un imperio glorioso, era una ciudad enmarcada por los signos de la tierra prometida. A pesar de no ser criollo, Torquemada identificaba a Tenochtitlan con su patria adoptiva: “aunque no es la mía —señalaba— ésta al menos téngola por propia, por haberme criado en ella”.183 La idea de Torquemada de ver a México como Roma no era nueva, había sido tomada de su herencia franciscana. Ya fray Pedro de Gante (con la anuencia de Hernán Cortés), al crear las demarcaciones y barrios indígenas de la capital había tenido en mente a la Ciudad Eterna, pues dio a las parroquias el nombre de los santos protectores de cuatro de sus grandes basílicas de peregrinaje: San Juan de Letrán, Santa María la Redonda, San Pablo extra muros y San Sebastián.184 Esa tradición seguía aún viva a principios del siglo xvii (1633) cuando los agustinos crearon una quinta parroquia al orien180

J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxii, vol. i, p. 396. Jorge González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Históricos del inah, núm. 26, pp. 76-81. 182 J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 421. 183 Ibid., libro iii, cap. xxviii, vol. i, p. 418. 184 Juana Gutiérrez Haces y Rubén Romero Galván, “A imagen y semejanza, la Roma del Nuevo Mundo”, en Actas del XIV Coloquio Internacional de Historia del Arte, pp. 163-174. 181



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te de la ciudad a la cual pusieron bajo la advocación de la Santa Cruz, al igual que otra de las basílicas romanas. Para la época de esta fundación, la ciudad de México no sólo era considerada la Roma del Nuevo Mundo, sus habitantes ya habían forjado la mayor parte de sus símbolos identitarios, siendo los más sobresalientes curiosamente los de raigambre prehispánica. Esto ya se notaba desde mediados de la centuria anterior y se puso de manifiesto en el túmulo funerario que la ciudad mandó hacer en 1559 para rendir homenaje al difunto emperador Carlos I y que fue colocado en la nave de la capilla de San José de los Naturales en San Francisco. El ayuntamiento y el virrey Luis de Velasco llamaron al humanista Francisco Cervantes de Salazar y al alarife mayor Claudio de Arciniega para que elaboraran dicho túmulo imperial. Desde el punto de vista arquitectónico, el clasicismo del túmulo ideado por Arcineaga, con su diseño serliano y sus columnas dóricas, sus frontones y pináculos, constituyó la introducción del arte manierista en México. En cuanto al aparato conceptual y la descripción elaborados por Cervantes, el túmulo fue “el pórtico de entrada de la tradición emblemática en boga en Europa”. Su novedad radicó no sólo en “el lenguaje literario y figurativo allí empleado” sino en que por primera vez se construía “un compendio visual del origen épico del reino novohispano (la conquista militar y espiritual)”.185 Francisco Cervantes de Salazar era catedrático de retórica en la universidad y había sido dos veces su rector, humanista notable y autor, entre otros escritos, de una interesante descripción de la capital novohispana en 1554; ideó un elaborado discurso en el que la ciudad de México era el personaje principal de este homenaje luctuoso al emperador. En uno de los paneles aparecía la ciudad vencida y destruida sobre la laguna, “muchos indios hincados de rodillas adorando una cruz rodeada de rayos de sol, dando gracias a Dios porque en el tiempo del César, y con industria de Hernando Cortés, fueron alumbrados de la ceguera en que estaban”.186 En otro emblema estaba el dios Apolo coronado con laurel y con un libro en la mano aludiendo a la fundación de la universidad. Pero el más elocuente de todos era el que representaba a Carlos en un trono y a Moctezuma y Atahualpa, “emperadores de este Nuevo Mundo, hincados de rodillas, tendidas las manos tocando el cetro con rostros alegres, manifestaban que habían sido vencidos, para vencer al demonio que los tenía vencidos”. Había otras escenas que representaban las hazañas de Cortés y a Moctezuma como “el trasmisor del poderío del reino mexicano a la majestad del César”.187 Dos décadas después, durante otra excepcional celebración, el tema indígena se volvió a mostrar con inusitado esplendor. En 1577, a instancias de los miembros de la Compañía de Jesús, fueron enviadas desde Roma nume185 J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España, p. 88. 186 Véase F. Cervantes de Salazar, México en 1554 y Túmulo imperial. 187 Idem.

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rosas reliquias para las iglesias de Nueva España. Para celebrar su llegada en 1578, los jesuitas organizaron, en la fiesta de Todos los Santos, una apoteósica recepción con arcos, procesiones, certámenes poéticos, pendones, juegos, danzas y una representación teatral.188 Si bien los jesuitas utilizaron la fiesta como una “operación de prestigio” de la que dependía su aceptación y futuro desempeño en el virreinato, ésta también fue utilizada por otros sectores sociales, incluidos los indios. Pedro de Morales, el cronista del acontecimiento, señalaba que los españoles y criollos, cuando se enteraron de que habría “arcos de indios”, decidieron hacer ellos nada menos que cinco arcos triunfales, “cosa nunca vista en esta tierra antes”, y un tabernáculo “costoso y gracioso”, además de tres arcos de flores y plumería.189 Esto convirtió la fiesta en un escenario de símbolos patrios de la capital, muchos de ellos asociados con la Tenochtitlan prehispánica. Un mes antes de la celebración, un grupo de estudiantes de los jesuitas disfrazados de turcos, ingleses y españoles, recorrieron las calles para anunciar el certamen poético y llamar a los interesados en participar. En el cartel que fueron a colocar sus estudiantes en la ventana del ayuntamiento, se habían puesto las armas de la ciudad: “una planta de tuna campestre en medio de una laguna, y encima de ella una águila con una culebra en el pico. Iba también puesto el cartel en el cuerpo del águila, que ella misma lo abrazaba y sustentaba con las uñas”.190 Ese mismo interés se vio en los arcos triunfales que los indígenas levantaron en el camino de la procesión, algunos de ellos ideados por los criollos y jesuitas y otros por los caciques indios. En el tercero de esos arcos de nuevo aparecían el águila y el nopal en un estandarte que portaba en su mano derecha la Nueva España “en figura de una hermosa mujer con ropas rozagantes de prosperidad”. Esta misma imagen traía en la mano izquierda una plancha de plata mostrando su riqueza y pisaba con los pies las cabezas de herejes.191 En el quinto y último arco triunfal dedicado a la Santa Espina y Santa Cruz, que se alzaba a la puerta de la iglesia de la Compañía, el tema de la Pasión aparecía de nuevo asociado al tunal, pero ahora en relación con el tinte animal salido de los nopales (la grana), que se comparaba con la sangre de Cristo. “Destas espinas se coge / grana tan fina y tan pura / que tiñe la vestidura / de aquellos que Dios escoge”.192 A pesar de lo atrevido de la metáfora, la carga simbólica y emocional fue tan efectiva que se volvió un referente obligado, junto con las tunas comparadas con corazones humanos, de mu188 Juan Sánchez Baquero, Relación breve del principio y progreso de la provincia de Nueva España de la Compañía de Jesús, pp. 114 y ss. 189 Beatriz Mariscal, “El programa de representación simbólica de los jesuitas en Nueva España”, en De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 91-105. 190 Pedro de Morales, Carta en que da relación de la festividad... de las Santas Reliquias, p. 9. 191 Ibid., pp. 60-61. La imagen recuerda el dibujo con que Diego Muñoz Camargo ilustró unos años después su Historia de Tlaxcala y del que hablamos arriba. 192 Ibid., p. 83.



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chos poemas sobre la ciudad. Con tales comparaciones no sólo se complacía a los indígenas, que veían rehabilitado el símbolo de la fundación antigua, sino que también se halagaba tanto a los letrados españoles con un ingenioso juego metafórico, como a los criollos, que podían utilizar el símbolo indígena cristianizado como emblema de la identidad urbana. Además, tal apropiación legitimaba las pretensiones del ayuntamiento de México sobre los indios y las tierras que bordeaban la laguna.193 Por otro lado, junto con los referentes indígenas, el festejo de los jesuitas también recordó el símbolo “hispano” de la capital: las reliquias que encabezaron la procesión fueron las de san Hipólito, patrono de ciudad, a quien estuvo dedicado el primer arco bajo cuyos adornos un grupo de niños vestidos a la usanza indígena bailaron y cantaron en náhuatl. Así, junto con los discursos universalistas (emitidos en textos latinos, toscanos, nahuas y castellanos, y en imágenes), que asociaban referencias bíblicas y clásicas con los triunfos de la católica España sobre la herejía y los turcos y con la expansión de la Compañía en Asia y América, se colocaron los símbolos identitarios de los sectores criollo e indígena de la ciudad: san Hipólito, y el águila sobre el nopal.194 La fiesta de las reliquias marcó un precedente en la capital, no sólo con su ostentación y boato, sino por el uso que se hizo del emblema tenochca. Así, el 4 de octubre de 1597, Día de San Francisco, se expuso una pintura de factura indígena en la que el santo aparecía sobre el águila y el tunal y a los pies de una cruz.195 Este proceso de integración muy pronto afectó también al escudo de la ciudad. En éste sólo quedaba del antiguo emblema indígena la laguna y las hojas sueltas del nopal en los bordes, lo que no satisfizo ni a las autoridades de la ciudad, ni a los religiosos ni a los indios. Como el emblema aprobado por Carlos V carecía de timbre (la insignia que se coloca encima del escudo de armas), desde fines del siglo xvi se comenzó a representar el escudo tradicional coronado con el águila devorando a la serpiente parada sobre un tunal. A principios del siglo xvii este conjunto ya estaba generalizado, como lo muestra la portada del libro de Luis de Cisneros sobre la virgen de los Remedios.196 Esta asociación no era gratuita, pues, junto con el águila y san Hipólito, la virgen de los Remedios era el tercer símbolo identitario de la capital. El mismo ayuntamiento promovió la primera venida de la virgen a la ciudad para acabar con una epidemia en 1577. Al santuario fueron el arzobispo y el virrey y trajeron en andas la imagen hasta la catedral, donde permaneció 193 S. Alberro, “Modernidad jesuita: la fiesta de las reliquias en la ciudad de México, 1578”, en De palabras, imágenes y símbolos. Homenaje a José Pascual Buxó, pp. 79 y ss. 194 S. Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos xvixvii, pp. 87 y ss. 195 Anales mexicanos citados por Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl, p. 60. Esta figura ya se había representado en un paño utilizado en la fiesta de san José el 19 de marzo de 1577. 196 J. González Angulo, “El criollismo y los símbolos urbanos”, op. cit., pp. 73-81.

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nueve días. La imagen recibió entonces numerosas joyas y limosnas, con lo que se acrecentó el santuario, y su amparo fue comparado con las alas del águila que cobijaba bajo su cuidado a sus polluelos y les daba salud. Dos años despúes, en 1579, se creó en el santuario una cofradía para promover la devoción. Ante el crecimiento del santuario, los franciscanos solicitaron que se les reintegrara su administración en 1589, pero un miembro del ayuntamiento robó la imagen y la ocultó en la catedral, para evitar esa expropiación, acto que dio la propiedad definitiva al cabildo de la ciudad.197 Desde entonces, la visión de la imagen conquistadora se fue poco a poco transformando en una más accesible al pueblo y a los indios; se volvió la protectora de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban, siendo también la patrona contra epidemias y hambrunas y protectora de las actividades agrícolas, de las flotas y de los navegantes por su asociación con el mar. Cuando las lluvias se retrasaban, el ayuntamiento organizaba a su costa una fiesta con la traslación de la virgen, que era tan suntuosa como la de Corpus Christi, con altares efímeros, danzantes y disciplinantes. Además, el 28 de agosto de cada año, los indios organizaban la fiesta en el santuario con una procesión con la “niña”, arcos de flores, música, danza y fuegos artificiales. Las limosnas para estos festejos llegaban incluso desde Michoacán. El santuario era a principios del siglo xvii muy popular y su culto se había extendido hasta zonas muy alejadas, gracias a los viajes promocionales que se hacían con una réplica de la imagen llamada “la peregrina”.198 El traslado de la virgen de los Remedios era sólo una de las fiestas en donde se mostraba la compleja realidad social y simbólica de la capital, ciudad que para 1580 ya había madurado como centro neurálgico de las actividades del virreinato. De hecho, durante la segunda mitad del siglo xvi las fiestas se convirtieron para la capital en el más importante espacio de representación pública, razón por la que éstas se volvieron más vistosas y costosas. Una de estas celebraciones era la del Corpus Christi, en la cual durante dos días separados por una semana, todas las corporaciones urbanas, portando sus diferentes símbolos identitarios (estandartes, santos, trajes), se manifestaban en las procesiones por las calles, acompañando la custodia con la Eucaristía bajo lujoso palio. Formaban parte de la comparsa de la fiesta danzantes con disfraces y máscaras acompañados por figuras grotescas de gigantes y cabezudos, así como por la “tarasca”, un enorme dragón de cartón que simbolizaba al diablo, la herejía y la idolatría. Con la procesión de Corpus Christi, retablo vivo de la sociedad, se afianzaba la idea de que cada estamento representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el cuerpo místico de Cristo. En esta festividad, el monstruo del pecado, de la herejía, de la idolatría, quedaba vencido y la fe cristiana triunfante. La pro197

L. de Cisneros, op. cit., pp. 137 y ss. Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress to Royal Patroness: Ritual, Political Symbolism and the Virgin of Remedies”, The Americas, lii, núm. 3, pp. 367-391. 198



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cesión del Corpus servía para afianzar no sólo la devoción de la gente y para mostrar la piedad de los gobernantes, era también una metáfora que convertía a la urbe en una ciudad santa, en un gran templo al aire libre cuyas calles y personas formaban los pasos de un camino espiritual. Con esta fiesta los conflictos sociales eran desplazados a un segundo plano y con el exorcismo que expulsaba de la ciudad a las fuerzas demoniacas, ésta se recuperaba de nuevo como un espacio de cristiandad bajo la presencia del Santísimo.199 La otra gran fiesta para la cual la ciudad se engalanaba era la recepción de los virreyes. Antes de 1566 esta ceremonia era muy modesta, pero en la época manierista el ayuntamiento enriqueció la fiesta con recitales poéticos, banquetes, terciopelos rojos, palios con hilos de oro y plata, la entrega de la llave de la ciudad y arcos triunfales. Se agregaron también corridas de toros, se colgaron los balcones con textiles y se usó Chapultepec como espacio intermedio antes de la entrada.200 Una de las ocasiones en la que se mostraba un mayor despliegue de recursos, pues implicaba la renovación del pacto político entre la metrópoli y el reino de Nueva España, era la recepción de un nuevo virrey que comenzó a hacerse con gran ostentación a partir de las últimas décadas del siglo xvi. El virrey, como imagen viva del rey, debía manifestar a sus súbditos su presencia y autoridad, lo que sólo se podía hacer por medio de un aparato ritual en el que el cuerpo, los gestos y la representación hacían patente a los súbditos esa presencia. El concepto de que la sociedad era esencialmente desordenada y que la función principal de la autoridad consistía en el mantenimiento del orden posibilitó la aparición de un enorme aparato simbólico que se desplegaba en las fiestas oficiales, como la de la recepción de un nuevo gobernante. La extrema visibilidad del virrey ante sus súbditos era una condición indispensable para mantener la autoridad imperial, pues las grandes distancias que separaban los diferentes territorios de la monarquía de la sede del poder real hacían imposible al monarca hacerse presente en ellos, por lo que la solución ideal fue enviar a un representante del soberano.201 Este interés por investir al virrey con todos los atributos de la majestad se veía desde que el funcionario desembarcaba en Veracruz y se hacía patente a todo lo largo del camino hasta su llegada a la capital. En las escalas de esta “peregrinación ritual”, el nuevo virrey visitaba todos los lugares que tenían un significado histórico para los novohispanos: Puebla, segunda ciudad del virreinato, adonde llegaban a su encuentro muchos criollos de la capital para sondear su ánimo. En Tlaxcala y Cholula, que tan importante papel jugaron en la Conquista de México-Tenochtitlan, los cabildos indígenas se esmeraban por mostrar los servicios que estas comunidades habían hecho a la Corona. En Otumba, el virrey saliente iba a recibir al entrante y le entregaba 199

L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 30 y ss. Ibid., pp. 27 y ss. 201 A. Cañeque, op. cit., pp. 119 y ss. 200

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el bastón de mando, símbolo de la autoridad sobre toda la Nueva España. En San Cristóbal Ecatepec se daba el encuentro con el arzobispo y en el santuario del Tepeyac el nuevo gobernante rendía homenaje a Nuestra Señora de Guadalupe. En tales festejos, sobre todo en Tlaxcala, en Cholula y en México, comenzó a participar activamente la nobleza indígena, que portaba vestimentas prehispánicas y expresaba parlamentos en náhuatl, a pesar de que para entonces todos eran bilingües y que no usaban ese tipo de ropa en su vida cotidiana. Su participación en ellos constituía una estrategia para mostrar la grandeza de sus antepasados, pero también que eran fieles vasallos del rey, con lo cual pretendían mantener con ello sus privilegios.202 Aunque la convivencia había convertido a Tenochtitlan en una ciudad mestiza, en la fiesta se mantenía la visión de una sociedad con dos repúblicas, pues indios y españoles se mostraban fieles al rey, pero de manera independiente y separada. En las recepciones de los virreyes de la era manierista comenzaron también a utilizarse los arcos triunfales como pancartas para solicitar beneficios para la ciudad y para representar las figuras del gobernante ideal utilizando los modelos de los dioses y los héroes de la antigüedad, que aludían a las virtudes y a la misión que se esperaba del nuevo gobernante: ser padre y protector de españoles y de indios. La suntuosidad de las fiestas de recepción de los virreyes, parte de cuyos gastos recaía en el ayuntamiento de la ciudad, fue posiblemente una de las causas de que el otro festejo patrio, el paseo del pendón, sufriera un decaimiento en las últimas décadas de la centuria. De hecho, para 1580 parecía ser más importante la organización de las cuadrillas para los juegos de cañas que el mismo paseo del pendón, por lo que, desde 1592, los gastos de los juegos debieron ser aprobados por la Audiencia. El problema de los egresos ocasionados por el festejo se veía venir desde mediados del siglo, pues aquellos a quienes correspondía ocupar el cargo de alférez real, sobre los que recaían parte de los gastos, renunciaban a él o no acudían a la celebración. A partir de la década de los noventas el virrey intervendrá activamente para que el paseo se realizara, en ocasiones incluso a expensas de la Hacienda Real. Para la Corona y su representante, el paseo se había convertido en una fiesta muy importante para la monarquía por su carácter simbólico de vasallaje; por ello en 1598 el virrey conde de Monterrey permitió la venta de “sitios de tablados, de mesillas, arrimadizos puentes y oros lugares y puestos” en la fiesta como para obtener los fondos necesarios para subvencionarla. Al año siguiente, a pesar de los enormes gastos que tuvo la ciudad por las honras fúnebres a la muerte de Felipe II y por los festejos por la coronación de Felipe III, la fiesta de san Hipólito se realizó como todos los años.203 De hecho, a pesar de los gastos (entre los que estuvo el pago de un nuevo pendón), la no202 203

Ibid., pp. 49 y s. Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México…, pp. 90 y ss.



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bleza criolla siguió participando en ella, pues, además de lucir sus mejores galas y caballos, en ella se afirmaba su primacía señorial. Además, el festejo de san Hipólito y el pendón, insignia que representaba la lealtad de la ciudad a la Corona de Castilla, se convertía para el ayuntamiento criollo de la capital en símbolo de su autonomía y en emblema visual de una conquista que justificaba su dominio sobre la ciudad capital.204 Los excesivos gastos afectaron también al templo de San Hipólito, edificio cuyo mantenimiento corría a cargo del ayuntamiento y en el que se depositaron (después de 1589) los restos de los españoles “mártires de la conquista”, que antes estaban en la ermita llamada Juan Garrido. No obstante su valor simbólico, el ayuntamiento se ocupó muy poco de mantener esta iglesia, y cuando en 1567 se construyó junto a ella el hospital de San Hipólito la dejó bajo el cuidado de los hermanos que lo atendían. En 1571 el ayuntamiento le dio un nuevo impulso al cuidado de la ermita, pues ese año llegaban unas reliquias enviadas por el papa a instancias de un tal Esteban Serrofino, a quien se le pagó por el servicio ochocientos pesos.205 Este entusiasmo debió durar poco, pues en 1602 la iglesia se desplomó y mientras se reconstruía (lo que tardó décadas) funcionó como capilla una sala del hospital, incluso para la fiesta del pendón.206 En la celebración de san Hipólito los grandes ausentes parecen ser los indios. ¿Este hecho pudo deberse a una premeditada política de excluir a los otros dos cabildos de la capital de un festejo que exaltaba precisamente el triunfo español? ¿Esta actitud explicaría la necesidad de los criollos de ser considerados iguales que los peninsulares, y que forjó frases como la del cronista agustino Grijalva citada arriba contra quienes pretendían comparar a los criollos con los indios? ¿Esto podría esclarecer por qué los poemas que exaltaron a la urbe como un centro tanto español como indígena no fueron obra de criollos sino de peninsulares? Sin duda el más conocido de ellos fue el denominado Grandeza mexicana, obra del clérigo Bernardo de Balbuena, quien en 1604 lo dedica al arzobispo de México y a Isabel Tovar, dama interesada en la descripción de la capital a donde profesaría como religiosa. Lo primero que contrasta en la obra es el enfrentamiento entre la pobre aldea en la que el poeta había sido párroco durante cinco años y la gran metrópoli en la que edificios, calles y personas la convierten en “la flor de las ciudades”, “la ciudad más rica que el mundo goza en cuanto el sol rodea”, capital de “primavera inmortal” cuyos ingenios (“hombres eminentes en toda ciencia y en todas facultades”) se pueden comparar a los Alcalá, Lovaina o Atenas.207 Parte de esas riquezas son 204

J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 95 y ss. 205 F. Baca Plasencia, op. cit., pp. 68 y ss. 206 Véase María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito en la ciudad de México, 1808-1821. 207 Véase Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana.

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los indios, el tesoro más valioso que tiene Nueva España, pues sin ellos sería imposible “entresacar” las riquezas mexicanas.208 La Grandeza mexicana tampoco olvida los orígenes indígenas de la ciudad al recordar: “del principio del águila y la tuna, que trae por armas hoy en sus banderas”. En la obra de Balbuena se exalta la dominación humana de las fuerzas naturales del valle de México y su laguna y el levantamiento de una nueva capital hispana sobre las ruinas de la imperial ciudad de Tenochtitlan. Esa misma actitud de exaltación tuvo el presbítero extremeño Arias de Villalobos (1568-¿?), quien escribió un poema (Canto intitulado Mercurio) que formaba parte de la jura que se hizo a Felipe IV en 1623. El tema central del canto era una visión de la conquista por Hernán Cortés, con la presencia de Quetzalcóatl y el Demonio, que incitaban a la resistencia a los españoles y un “dios del lago” que convencía a Moctezuma a aceptar la rendición y el bautismo, mientras que la virgen de los Remedios y Santiago fungían como garantes y ayuda de los españoles. Pero lo más interesante del poema era el final en el que la ninfa Galatea pintaba las maravillas de la nueva ciudad de México, “nueva emperatriz del Nuevo Mundo”, a la que se compara con Roma, Venecia, Tiro, Corinto y Atenas. Aquí, como en el poema de Balbuena, se exalta su prosperidad y abundancia, la belleza de sus edificios, jardines y calles y el lustre de sus habitantes criollos. Una tierra que apenas un siglo antes era pagana y ofrecía sacrificios humanos (“el lago de Babel de sangre aljibe”) ofrendaba ahora a Cristo el martirio de sus hijos en el Japón, haciendo referencia a Felipe de Jesús, por entonces aún no beatificado.209 Dos años atrás, el mismo Arias de Villalobos era laureado por su poema a san Hipólito en los festejos que la ciudad hizo a los cien años de su conquista en 1621. En el poema, de nuevo españoles e indios aparecían unidos bajo el mismo patrono que había vencido la idolatría y a cuya memoria se erigieron “pirámides egipcias” de mármol, entre los “toscos árboles”.210 En esos mismos festejos fray Diego Medina Reynoso había expresado en un panegírico a san Hipólito que los mexicanos eran herederos tanto de los españoles como de los indios y se enorgullecía de que su patria había sido la sede del mayor imperio de América.211 A partir de entonces comenzaba a darse esa extraña paradoja que continuaría vigente entre los criollos de la capital y de otras ciudades del territorio: lo indígena prehispánico se volvió un tema de orgullo y legitimación, mientras que los indios contemporáneos eran vistos con recelo y se consideraba una afrenta ser comparados con ellos. 208 R. Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria mexicana”, en R. Chang-Rodríguez, op. cit., pp. 167 y ss. 209 “Canto intitulado: Mercurio. Dase razón en él, del estado y grandeza de esta gran ciudad de México Tenochtitlan. Desde su principio, al estado que hoy tiene; con los príncipes que le han gobernado por nuestros reyes”. Arias de Villalobos, México en 1623, p. 251. Ver también Alfonso Méndez Plancarte, Poetas novohispanos (segundo siglo), vol. i, p. 12. 210 Ibid., pp. 13 y ss. 211 Citado por Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia moderna en México, pp. 66 y ss.



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A principios del siglo xvii la capital ya había definido la mayor parte de sus símbolos identitarios y en sus sectores dirigentes representados en el ayuntamiento se tenía la plena conciencia de la importancia que esta ciudad tenía como centro en el que se debatían los asuntos políticos, morales y religiosos, donde se conseguían los favores de la corte virreinal y en el que se forjaban las negociaciones políticas y económicas de todo el virreinato. Con base en el derecho medieval, el ayuntamiento de la capital comenzó a exigir privilegios de autonomía, lo cual fue creando un espacio jurídico dentro de un sistema que consideraba a las Indias como patrimonio personal del rey de Castilla. Así, a partir de la consolidación de la ciudad de México se comenzaron a crear discursos de soberanía que en la siguiente época serían aplicados a todo el reino.212 La importancia de la capital se hizo más notable con la imposición del nombre indígena de la capital a distintas regiones del reino, como el mar de la costa atlántica, que fue llamado “Seno mexicano” o golfo de México, o el territorio más septentrional de la frontera norte, que recibió el nombre de Nuevo México. En la era manierista, la ciudad capital del virreinato comenzaba a imponerse como modelo y prototipo de todas las ciudades del territorio.

212 Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 35 y ss.

IV. LA ERA BARROCA. LOS DISCURSOS DE UNA ELECCIÓN DIVINA El siglo xvii fue para España una época de crisis financiera que en vano intentó solucionar sacando recursos de sus dominios por vía de impuestos, procedentes sobre todo de la minería y del comercio. Monarcas ineptos y una aristocracia más preocupada por sus intereses que por el bien común, generaron una situación de decadencia en la península. Sin embargo, la debilidad política de los Austrias propició una gran capacidad de adaptación a situaciones complejas y cambiantes, sobre todo a aquellas que se daban en los reinos de ultramar. Siguiendo la tradición imperial hispana del siglo xvi, a lo largo del siglo xvii el Consejo de Indias mostró, detrás de una aparente ambigüedad política, una gran flexibilidad al aplicar con gran acierto principios jurídicos generales a realidades concretas y al emplear el pactismo como vía del buen gobierno; en el libro Política indiana, del jurista Juan de Solórzano Pereyra, su ejemplo más acabado, el autor consideraba que el rey debía gobernar los virreinatos de América como si fueran reinos. Esta capacidad de adaptación hizo posible la convivencia y la colaboración de intereses muy diversos tanto en la península como en Indias, las cuales eran consideradas, sin embargo, patrimonio de la Corona de Castilla. Gracias a esta flexibilidad y a la existencia de una estructura jurídica autonomista basada en los municipios urbanos, y en la idea de un reino ininterrumpido, los grupos dirigentes en Nueva España pudieron forjar una teoría pactista y obtener beneficios de ella. Por medio de la compra de cargos públicos (que la Corona subastaba para aumentar sus rentas) y de la captación de la benevolencia de virreyes, oidores y obispos, los criollos ricos y la nobleza indígena tuvieron acceso a instancias de poder y a una activa participación en la toma de decisiones en sus respectivas comunidades. Este autonomismo se vio además reforzado a causa de los numerosos conflictos que se dieron entre los diversos sectores del aparato estatal, cuyas autoridades eran nombradas desde España, y que poseían un poder diferido en instancias de muy diversa vinculación política. En este periodo fueron comunes las pugnas del virrey con la Audiencia de México y, sobre todo, con el arzobispo, que en varias ocasiones ocupó interinamente el cargo virreinal. Detrás de esa tensión se encontraba también a menudo el descontento de los criollos terratenientes con los corregidores y alcaldes mayores peninsulares, que eran quienes controlaban la mano de obra indígena y el cobro de sus tributos. Los principales focos de tensión de la época fueron: la jurisdicción política y territorial de las autoridades; la afectación de los intereses de los grupos de poder locales o los excesivos impuestos, y las pugnas entre religiosos y clérigos seculares por el control de las parroquias de indios. 210



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En los siglos xvii y xviii la Nueva España era un territorio en expansión. La penetración misionera continuó siendo uno de los principales medios de colonización en la zona norte, aunque ésta se vio a menudo amenazada por rebeliones y ataques indígenas. Junto a los jesuitas, que mostraron ser buenos administradores y llevaron sus fundaciones hasta Arizona y Baja California, los franciscanos reorganizaron sus misiones con la creación de varios colegios llamados de Propaganda Fide entre 1683 y 1733. La misión mostró ser un medio tan efectivo de colonización que el Estado español la promovió e impulsó, en parte porque gracias a ella se propiciaba la concentración de la población indígena, indispensable para la producción minera. Junto con las misiones, el otro aliciente para la colonización del norte fueron los nuevos yacimientos de plata que comenzaron a atraer una numerosa población del centro, asentada en los reales de minas y en las villas agrícolas y ganaderas surgidas para abastecer a los centros mineros. Esta emigración fue posible gracias al crecimiento económico acelerado en el centro de Nueva España, propiciado por el aumento de la población, perceptible desde 1650, y por la colonización del Bajío. El incremento de la fuerza de trabajo y del consumo fortaleció la producción y eso benefició a varios sectores sociales que pudieron subvencionar los gastos del suntuoso aparato con el que se construían las identidades (edificios, fiestas, impresos, imágenes, retablos, etcétera). El primero de estos sectores fue el de los mercaderes, cuya riqueza procedía no sólo del monopolio en el abasto de artículos y de créditos a los centros mineros, sino también de la importación de productos europeos y asiáticos y la exportación hacia Europa de tintes (como el añil y la grana cochinilla) y de cueros de vaca. Los comerciantes también controlaban la casa de moneda de la ciudad de México, el lugar donde los lingotes de plata se convertían en pesos y reales, y el abasto de piezas amonedadas en el norte. Un sector de esos comerciantes ejercía el monopolio mercantil en el territorio por medio del Consulado, única corporación de mercaderes mayoristas cuya sede estaba en la capital. El segundo sector beneficiado por el crecimiento económico fue el de los hacendados. La producción agropecuaria era la actividad a la que se dedicaban los mayores recursos humanos y materiales al interior de Nueva España, y la propiedad de la tierra seguía siendo la fuente de riqueza más segura, estable y prestigiosa. La producción de cueros, carne, sebo, azúcar, alcoholes, cereales, pulque y lana, insumos que se vendían en las ciudades o se exportaban a Europa, consolidaron el latifundio, sobre todo en el centro y en el norte. Los hacendados, propietarios de mulas, rebaños, bosques, praderas, tierras de cultivo y aguas de regadío, tenían su representación en los ayuntamientos de las ciudades, corporaciones que controlaban el abasto y que fueron dominadas por los terratenientes criollos gracias a la compra de los regimientos. El tercer sector beneficiado por el desarrollo económico fue el clero. Como aliada y servidora del Estado (el rey era su patrono), la Iglesia generó un enorme poder económico y político durante la era barroca, afianzado

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por la fuerte presencia social de sus miembros, quienes poseían una sólida conciencia estamental avalada por una serie de privilegios, como la exención tributaria, el derecho de ser juzgados por tribunales especiales y otros fueros. Los jesuitas, con sus colegios y las provincias mendicantes con sus imponentes conventos urbanos, eran importantes propietarios de haciendas y otorgadores de créditos; compartían esta última función con los monasterios femeninos que además tenían arrendadas numerosas propiedades urbanas. El oratorio de San Felipe Neri, congregación de clérigos seculares fundada en Nueva España a mediados del siglo xvii, cumplió también importantes funciones culturales en la predicación y las obras de beneficencia (como los recogimientos de mujeres); por su parte, las órdenes hospitalarias de juaninos, hipólitos y betlemitas, al hacerse cargo de su labor a favor de los pobres, hicieron uso de rentas, explotación de haciendas y otros importantes recursos económicos. Finalmente estaban los cabildos catedralicios que controlaban el cobro de los diezmos y que a partir de la segunda mitad del xvii consiguieron someter a este sistema a las reacias órdenes religiosas, proceso que inició el obispo de Puebla y visitador Juan de Palafox (1640-1649) y concluyó el arzobispo virrey fray Payo de Rivera (1668-1680). Esta Iglesia, ya plenamente americanizada, estaba formada por miembros de las capas medias y acomodadas criollas y mestizas, que encontraron en ella un medio de subsistencia y prestigio, única salida para muchos segundones. Los fuertes lazos familiares y clientelares entre los clérigos regulares y seculares y el resto de la sociedad conformaron consistentes redes que incidieron no sólo en lo económico, sino también en las identidades culturales. Fue precisamente en este sector donde se comenzó a conformar en este periodo una “república de las letras”, es decir, un grupo de “intelectuales” que monopolizaban las cátedras universitarias, los púlpitos de los templos urbanos, la inspiración de los aparatos festivos y de los programas iconográficos y el acceso a las imprentas, con lo cual se erigieron en los principales difusores de las redes simbólicas identitarias. 1 En este proceso recibieron un importante apoyo de los obispos, promotores, entre otras cosas, de la actividad simbólica representada por los monasterios femeninos, de la construcción o terminación de los edificios catedralicios, los santuarios y otros templos, de las informaciones jurídicas para iniciar procesos de beatificación de santos “americanos” ante la sede papal en Roma y del impulso devocional hacia las imágenes locales. El último sector privilegiado fue el de la nueva nobleza indígena, que había desplazado en la mayor parte de las comunidades a los antiguos linajes de origen prehispánico. Su presencia como representantes legales de sus comunidades en los juicios para defender sus autonomías y resistir a los abusos les dio un gran poder, así como el control de las cofradías, los hospitales y, sobre todo, los cabildos de los pueblos. En ellos las familias de caci1

Perla Chinchilla Pawling, De la Compositio Loci…, pp. 307 y ss.



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ques se distribuían entre sí los cargos y los beneficios. Estos caciques, muchos de ellos mestizos, comenzaron a imitar la lujosa manera de vivir de los españoles ricos y su mentalidad. Para mantener sus privilegios, los grupos dirigentes estructuraron un sistema en el que el clientelismo y los vínculos familiares y corporativos fueron fundamentales. La riqueza procedente de la minería, el comercio y la tierra que ellos detentaban se aplicó a un cúmulo de productos culturales en los que se reflejaron sus necesidades identitarias. Uno de esos productos fue la fiesta, medio por el cual las diferentes corporaciones (consulado, ayuntamientos, provincias religiosas, cabildos catedralicios, gremios y cofradías) manifestaron su pacto con virreyes, gobernadores, oidores y obispos, las autoridades nombradas desde la península. La presencia de estos funcionarios y de sus séquitos (entre los que había clérigos y artistas) trajo consigo la importación de las modas, las costumbres y la cultura cortesana europea; esto, junto con una intensa correspondencia que atravesaba el Atlántico y con el arribo de libros de ultramar, consolidó las redes que afianzaban la pertenencia de Nueva España a la hispanidad y a la catolicidad. Esto explica el notable éxito de la obra de sor Juana en España gracias a labor de la virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes y marquesa de la Laguna, y a los contactos de Sigüenza y Góngora con los sabios franceses. O el influjo que tuvo Athanasius Kircher, el más notable erudito católico del siglo xvii, en varios sabios novohispanos gracias a la presencia del jesuita francés François Guillot (cuyo nombre se españolizó como Francisco Ximénez) en las cortes del obispo virrey Diego Osorio y Escobar y del marqués de Mancera.2 No hay que olvidar tampoco los continuos viajes a las cortes de Madrid y Roma que realizaban los procuradores de las provincias religiosas y de las catedrales americanas, a través de los cuales se establecieron todo tipo de contactos (editoriales, políticos y amistosos) y se importaron reliquias, libros, cuadros y devociones. Esas mismas redes, sobre todo las de las provincias religiosas, hicieron posible los contactos de todo tipo con el otro virreinato americano, el del Perú. Sin embargo, a pesar de este internacionalismo, el barroco era una cultura que, a diferencia del universalismo manierista, fomentaba los localismos. Así, en esta época se consolidaron los discursos alrededor de las patrias urbanas y de las regiones; los primeros avalados por las diversas corporaciones ciudadanas, y los segundos construidos a partir de las necesidades de las provincias religiosas. En todos ellos el tema predominante era que Dios había elegido esta tierra para derramar sobre ella sus gracias y favores.

2 Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, pp. 91 y ss.; Ignacio Osorio Romero, La luz imaginaria. Epistolario de Athanasius Kircher con los novohispanos, pp. xxix y ss.

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1. Los paraísos terrenales en las patrias criollas Que yo señora nací en la América abundante compatriota del oro paisana de los metales

De la común maldición libres parece que nacen sus hijos, según el pan no cuesta al sudor afanes

En donde el común sustento se da casi tan de balde que en ninguna parte más se ostenta la tierra madre

Europa mejor lo diga pues ha tanto que insaciable de sus abundantes venas desangra los minerales.3

Los conocidos versos de sor Juana Inés de la Cruz, uno de los innumerables textos con los que los novohispanos describían con orgullo las grandezas de su tierra, son ejemplo de una actitud ambigua y contrastante: la exaltación de lo propio como algo diferente, sublime y avalado por Dios, y la queja por los abusos (descritos con el verbo desangrar) y por la discriminación de los peninsulares hacia los criollos. Dos características de América se hacen evidentes en estos versos, que han sido considerados paradigmáticos del pensamiento “criollo”: por un lado, la abundancia en riqueza mineral y en abastos comestibles; por el otro, la exención que sus habitantes disfrutan de la maldición ocasionada por el pecado original, lo que nos remite al Paraíso terrenal libre de trabajos. En el siglo xvii, los descubrimientos geográficos y el avance del pensamiento crítico habían provocado que la idea de un paraíso existente aún en alguna parte del Oriente se fuera desechando y se extendiera la hipótesis de que el Edén había sido destruido con el diluvio universal. El Paraíso comenzó entonces a convertirse en un espacio asociado con el cielo o en una metáfora para describir toda naturaleza pródiga, y de ahí su asociación con América y las innumerables analogías que los criollos encontraban entre sus espacios y el Paraíso, tema convertido en un topos retórico, aunque para el siglo xvii había todavía letrados que seguían considerando que el Paraíso podía encontrarse en América, como Antonio de León Pinelo.4 Uno de los autores que más utilizó esta comparación fue el franciscano Agustín de Vetancurt, quien señalaba: “Viendo sus autores antiguos y modernos la templanza y suavidad de los aires, la frescura y verdor de las arboledas, la corriente y dulzura de las aguas, la variedad de las aves, librea de 3 Sor Juana Inés de la Cruz, romance “Aplaude lo mismo que la fama en la sabiduría sin par de la señora doña María de Guadalupe Alencastre [duquesa de Aveyro]”, en Inundación castálida, edición facsimilar de la de Madrid, Juan García Infanzón, 1689; México, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 1995, p. 133. 4 Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo..., vol. i, pp. 136 y ss.



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sus plumas y armonía de sus voces, la disposición alegre de la tierra, tienen por cierto que está oculto y escondido el Paraíso terrenal en alguna parte de esta región”.5 Este autor también denominó a San Agustín de las Cuevas en Tlalpan: “paraíso occidental” bañado por una rica fuente que manaba de la Peña Pobre y que abastecía las fértiles huertas de sus alrededores. El fraile mencionaba que la ciudad de México poseía frutas todo el año, pues un mismo árbol tenía “matas, capullos, flor, fruta verde y madura a un mismo tiempo”, tema que recuerda las visiones de Ezequiel.6 Las descripciones de los frutos novohispanos se volvieron un lugar común en muchos autores del siglo xviii, como Juan de Viera, quien hace una prolija enumeración de ellas en su Breve compendiosa narración de la ciudad de México.7 En esa misma centuria se multiplicaron también los biombos que describían puestos con frutas o que representaban una plácida laguna con trajineras sobre la cual revoloteaban mariposas y aves de diferentes clases, tema, como hemos visto, que estaba asociado con la libertad paradisiaca y el equilibrio, la armonía y la paz que reinaban antes de la caída.8 La calidad edénica de Nueva España se vio reforzada, además, por la idea de una evangelización que había resarcido a la cristiandad de la pérdida sufrida por la reforma protestante. En este paraíso, libre de la perfidia de la herejía, florecería una sociedad de concordia y pureza, cualidades que se habían perdido en la vieja Europa. América se convertía así en el lugar donde, una vez vencido el demonio de la idolatría, se ponían las bases para crear el reino de Cristo antes del final de los tiempos. Ese mismo contenido escatológico y cristológico utilizó en sus menciones del paraíso el franciscano Alonso de la Rea, quien, a principios del siglo xvii (1639), hablaba de Querétaro, su patria chica, como un paraíso en el que Dios plantó un nuevo árbol de la vida, una milagrosa cruz de piedra. 9 A esa reliquia se le atribuían numerosas curaciones milagrosas, además del hecho de que se agrandaba y achicaba de manera prodigiosa. Con todo, la fertilidad vegetal, la riqueza mineral y la benignidad del clima (temas cargados de símbolos morales) eran sólo el preámbulo para elogiar las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de los novohispanos, sobre todo de los criollos; en América la naturaleza no únicamente propiciaba la práctica de las virtudes cristianas (prueba de ello eran los numerosos ermitaños que vivían en sus bosques), sino que fomentaba también las seculares, como la valentía y la fidelidad al rey (la plata en sus aguas hacía 5

Agustín de Vetancurt, “ Tratado de la ciudad de México”, en Teatro mexicano, tratado ii, p. 17. Ibid., fols. 2 y 3. 7 Juan de Viera, “Breve compendiosa narración de la ciudad de México, corte y cabeza de toda la América septentrional”, en Antonio Rubial García, La ciudad de México en el siglo xviii (1690-1780). Tres crónicas, pp. 285 y ss. 8 Jean Delumeau, Historia del paraíso, vol. i, pp. 257 y ss. 9 Alonso de la Rea, Crónica de la Orden de N. Seráfico..., libro ii, cap. 23, p. 191. 6

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valientes a los hombres) y las relacionadas con el saber. El mismo cronista queretano Alonso de la Rea atribuía a la fértil naturaleza de su ciudad y a la influencia de sus propicios astros las “grandes habilidades y talentos, cuyo crédito celebra hoy el común aplauso, así en los púlpitos y cátedras como en lo político y moral”. Y agregaba con un dejo de modestia retórica: “Pongo punto aquesta descripción por no exceder los límites de mi profesión [de fraile] por el amor natural de la patria, porque prescindiendo este respecto la copia y fertilidad del pueblo, el cielo y temple empobrecen mi caudal y lo agotan para que deje por temeroso lo que pudiera referir inclinado”.10 Para su hermano de hábito, fray Antonio Ramírez, el tema del Paraíso lo lleva a una metáfora de los religiosos (piedras arrojadas por las aguas de los ríos del Paraíso por todo el territorio) para que ayuden a propagar el culto a la Inmaculada Concepción: Son estas aguas como de Paraíso, que divididas en ríos […] y repartidas en corrientes rodean aqueste Nuevo Mundo, fertilizándolo y enseñándolo; y a la fuerza de sus crecientes, saliendo de madre se lleva sus piedras y las dejan en los desiertos más incultos, donde los montes empinados y peñascos […] les sirven de cátedras y las montañas […] y riscos encrespados de púlpitos, en que predican la fe de Jesucristo como ministros apostólicos, ganándole almas infinitas. Memorias de eternidad merecen estas piedras hijas de tales aguas, y más en causa de María, a quien le tienen consagrada, jurada y ratificada la devoción en defensa de su Inmaculada Concepción.11

Aunque en la mayoría de los autores criollos las cualidades morales de los americanos no abarcaban a todos los habitantes del continente, sino sólo a los blancos, existe alguna mención en Vetancurt al ingenio y agudeza de los indios, propiciada por la benignidad del clima y que hacía que sus antiguos habitantes se sintieran libres de la esclavitud de la plata.12 Esa misma posición inclusiva se puede también observar en sor Juana, quien otorga a la plebe una de las virtudes más alabadas por los tratadistas políticos: la lealtad al rey: “Y la muy Noble ciudad, / nobleza y plebe, en quien veo / de diferentes mitades / formar la lealtad un cuerpo”.13 Con estas bases, el tema del Paraíso terrenal y la caída de Adán y Eva, se convertiría en uno de los más representados en Nueva España, siempre asociado con la redención, con la figura de Cristo, el nuevo Adán, y con la cruz, el nuevo árbol de la vida, y a menudo relacionado con la fauna y la flora americanas. Estas alusiones son muy claras en los dos enormes lienzos 10

Idem. Fray Antonio Ramírez, El David seráfico de la solemne fiesta que la Real Universidad de México celebró a la Inmaculada Concepción..., p. 19. 12 A. de Vetancurt, Teatro mexicano, pp. 10 y ss. 13 Sor J. I. de la Cruz, “Loa a los años de la reyna nuestra señora doña María Luisa de Borbón”, en Inundación castálida, p. 73. 11



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que decoran el ábside del templo de Santa Cruz en Tlaxcala, obra de mediados del siglo xviii.14 En uno se representa a Cristo crucificado rodeado de los siete sacramentos; en su opuesto, se encuentra el árbol del Paraíso, flanqueado por Adán y Eva tentados por la serpiente y rodeados de los siete pecados capitales, ejemplificados con escenas del Antiguo Testamento. En este Edén, una diversidad de animales terrestres y acuáticos, salvajes y domésticos, mamíferos y aves (entre las que destaca en primer plano un guajolote), se pasean por un campo sembrado de flores azules, blancas, rojas y amarillas, cuyos colores están relacionados con diferentes virtudes como la pureza, la caridad o la humildad. En el horizonte, una serie de árboles representan con sus frondas siempre verdes la vida eterna: la palmera, símbolo de los mártires, el ciprés y el cedro, cuyas maderas se creían incorruptibles, y el pino, planta de hoja perenne. Lo más significativo del cuadro es la presencia en sus dos ángulos inferiores de dos plantas emblemáticas para Nueva España, el nopal, vinculado con la fundación de México-Tenochtitlan, y el maguey, al cual se le relacionó desde la época de Miguel Sánchez con el ayate de Juan Diego.15 Pero la idea de Paraíso no sólo se refería al descrito en el Génesis; la cultura cristiana también consideró el cielo como un lugar de delicias. Sin embargo, por la influencia del Apocalipsis de San Juan, el más allá se concebía como una ciudad amurallada de oro y cristal, con doce puertas cubiertas por piedras preciosas, en cuyo centro se encontraba el Cordero. Durante la Edad Media la visión de esta Jerusalén celeste produjo imágenes de un gran lirismo que transitaron entre las visiones y las pinturas y que marcaron la concepción que el Occidente se forjó del más allá como un palacio, una catedral o una urbe. Con todo, en el Apocalipsis también se mencionaba un río que brotaba del trono del Cordero y un árbol de la vida que daba doce cosechas al año, lo que remitía igualmente a una naturaleza pródiga. Esto dio pie a que, junto al aspecto urbano del cielo, se desarrollara también otro relacionado con el Paraíso terrenal, sobre todo por la relación existente entre jardín y alegría. Así, desde los primeros siglos cristianos, escritores, visionarios y poetas fusionaron ambas visiones: una ciudad-estado bien planificada en mitad de un jardín paradisiaco con ríos y abundante vegetación. Jerusalén celeste y Paraíso terrenal se encontraban una junto al otro y serían algún día los espacios donde habitarían los elegidos. Esta ciudad, que como las terrenas 14

Sobre estos cuadros véase el libro de Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la ciencia: procesos de figuración en Santa Cruz, Tlaxcala. 15 La presencia de animales y plantas americanos en el jardín del Edén, que se puede observar en la pintura de Santa Cruz en Tlaxcala, ya existía en los grabados que fray Diego Valadés realizó para ilustrar su Retórica cristiana. En uno de ellos, que representa las cadenas del ser, hay llamas, guajolotes, plátanos y palmeras. Esta obra estaba dedicada a mostrar a una Europa ignorante de la realidad americana, una América donde la violencia de la conquista ha sido erradicada y sustituida por una misión pacífica enmarcada en un nuevo paraíso. Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología…, p. 311.

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estaba rodeada de vergeles, proporcionaría seguridad y libraría a los santos de la precaria vida de los campesinos.16 Al igual que sucedía en Europa, no encontramos en la plástica una descripción paralela de estas visiones. De hecho, la representación de la ciudad como símbolo del cielo sólo quedó como ilustración en los grabados que servían para describir la escena bíblica del Apocalipsis; en la plástica el tema fue suplantado por los grandes vórtices angélicos y nubosos en perspectiva que desembocaban en estallidos de luz o por las esquemáticas cortes celestiales de los cuadros de ánimas donde ángeles y santos alababan a la Trinidad. En Nueva España, donde llegaron también esos modelos, el tema de la Jerusalén celeste no fue abandonado del todo y siguió utilizándose relacionado a la Inmaculada Concepción, asunto que veremos más adelante. En estas representaciones, sin embargo, desapareció, al igual que en Europa, el jardín de delicias que rodeaba la ciudad santa, aunque, a partir del siglo xviii, Nueva España vio aparecer una novedad iconográfica al representar el espacio celestial como un hortus conclusus amurallado en lugar de utilizar a la ciudad. Una curiosa mezcla de Jerusalén celeste, de la que se conservaron las murallas con sus doce puertas custodiadas por sus respectivas figuras (santos o ángeles), pero en la que los edificios fueron sustituidos por jardines geométricos.17 Para la cultura novohispana del siglo xvii, como para la europea medieval, la naturaleza era un gran libro donde se podía leer la obra divina, pero un libro escrito en claves alegóricas, donde plantas, animales, astros y piedras no eran más que símbolos que hablaban de Dios. Para algunos autores modernos, en la España barroca la ciencia como tal estaba confinada a ser un mero catálogo de figuras antropomórficas reelaboradas a partir de los esquemas retórico-teológicos.18 Dentro de esta visión, es comprensible que las descripciones de la naturaleza novohispana funcionaran más como argumentos que intentaban magnificar los dones otorgados por Dios a América, que como verdaderas relaciones realistas. Sin embargo, conforme avanzaba el siglo xvii, se fueron insertando en los esquemas retóricos numerosos elementos que intentaban describir la orografía, hidrografía, flora y fauna de las diversas regiones, así como la enumeración de sus riquezas minerales, agrícolas o ganaderas en un despliegue de erudición. Al determinismo geográfico eurocentrista, que insistía en la defectuosa humanidad americana como hija de un territorio de pantanos y calurosa naturaleza, los criollos oponían una visión de seres hábiles y laboriosos, producto de un clima templado y de una tierra pródiga y fértil; la historia natural daba argumentos para crear una historia moral gloriosa. 16

J. Delumeau, op. cit., vol. iii, pp. 149 y ss. Véase mi artículo “Civitas Dei in Novus Orbis. La Jerusalén celeste en la pintura novohispana”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xx, núm. 72, pp. 5-35. 18 F. de la Flor, La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma, pp. 87 y ss. 17



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De hecho, los más acabados productos de este paraíso eran sus ingenios, más importantes para España que las riquezas minerales que extraía de sus minas. El tema fue muy explotado por escritores criollos como Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, uno de los editores de la Fama y obras póstumas, tercer volumen que recopilaba la obra de la inmortal sor Juana Inés de la Cruz; dicho texto recibió varias ediciones en Europa (Madrid, 1700; Lisboa y Barcelona, 1701; Madrid, 1714). Para él, la monja jerónima era un tesoro, una pluma de perlas ofrecida al cetro de oro de la reina Mariana, un fénix de América sacrificado al águila de Alemania, una princesa de las musas consagrada a la reina de las gracias. Castorena utilizaba también otra metáfora áurea para alabar a la mecenas que facilitó la edición, Juana Piñateli, marquesa del Valle de Oaxaca; a ella, como descendiente del capitán Cortés, ofrecía este libro de plumas de oro, semejante a los cuadros que hacían los indios con plumas iridiscentes y multicolores, cuyo artificio y primor sólo podía admirarse en plenitud a la luz del sol, representada por la marquesa. La décima musa, para Castorena, había nacido en un paraíso novohispano: las floridas vertientes de un volcán partido en dos montañas (una de fuego y una de nieve), émulo del Parnaso y cuna de la última de las hijas del dios Apolo.19 2. Huertos místicos y yermos bíblicos Ennoblecieron los augustísimos progenitores de V. M. su imperial ciudad de México con el convento real de Jesús María mejorando en él su magnificencia aquel delicioso Paraíso con que en las niñeces del mundo se engrandeció el Oriente […] Si en aquel triunfó de la original pureza la primera culpa, en este tiene pacífica habitación la divina gracia; si en aquel conducidos de la inobediencia se enseñorearon de la humana naturaleza todos los vicios, en éste la reducen a su ser primitivo las virtudes todas; y si de aquel desterró un querubín a una sola mujer que lo habitaba, por delincuente, en este viven como serafines abrazadas en el amor de su esposo innumerables vírgenes.20

Con estas palabras Carlos de Sigüenza hacía referencia a uno de los temas más gratos de la cultura monacal: la relación entre el paraíso incontaminado por el pecado y el claustro, prefiguración de la perfección celestial. No era una casualidad que los monasterios medievales tuvieran claustros cuadrados que recordaban la Jerusalén celeste descrita por san Juan. Para los monjes, el pozo de agua que se encontraba en el centro de ese espacio, así como las plantas del huerto monacal, simbolizaban la fuente de donde salían los ríos de la gracia y las virtudes que adornaban la vida de los monjes. 19 Véase Juan Ignacio de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras póstumas del Fénix de México... 20 Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso occidental, Dedicatoria.

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Frente al hortus conclusus como símbolo de la vida retirada, desde el siglo xii comenzó a aparecer la idea más secularizada del jardín, símbolo del espacio placentero, locus amoenus en el que se daban los encuentros amorosos, pero también lugar de meditación y contemplación.21 Tomando elementos de los jardines de amor, el hortus se convirtió en espacio de los encuentros amorosos entre Cristo y las almas. La literatura visionaria femenina desde el siglo xiii y la plástica desde el xv plasmaron de manera exhaustiva esa metáfora que veía a los jardines como espacios de pureza y perfección, sin contaminación, y sus plantas, aves y flores como símbolos de las virtudes existentes en el Paraíso primigenio.22 El Paraíso occidental de Carlos de Sigüenza fue sólo una de las muchas manifestaciones novohispanas de ese mundo metafórico. En numerosos cuadros que describen la vida de las religiosas (o de las ermitañas como María Magdalena) en los siglos xvii y xviii, el jardín místico se volvió un referente obligado como parte de los paisajes que aparecían como telones de fondo de sus vidas. Una fuente de agua cristalina, flores y árboles hacían referencia a la felicidad de los encuentros entre Cristo y sus amadas esposas. En esos jardines, cada flor tenía un significado místico, las blancas simbolizaban la pureza, las rojas la caridad y la pasión de Cristo y las azules la promesa del cielo. El tema del locus amoenus místico, con una fuente de piedra rodeada de árboles, se volvió un lugar común en muchos de los cuadros que representan a religiosas místicas: María de la Antigua, Catalina de Siena, Rosa de Lima y, por supuesto, Teresa de Jesús. Uno de los ejemplos más sugerentes al respecto es el cuadro Los desposorios místicos de la colección del Museo Nacional del Virreinato en Tepotzotlán. La monja profesa, una carmelita, abrazada por la virgen del Carmen, recibe del niño Jesús dos obsequios: un anillo en su dedo, símbolo del desposorio, y un clavo en su corazón que representa los sufrimientos de su pasión. Acompañan a la religiosa los santos patronos de la orden (santa Teresa, san Juan de la Cruz, san José y el profeta Elías) y otra monja que sostiene un canasto con flores-virtudes. En el fondo de la derecha está el huerto, espacio de intimidad y encuentros, de oración y de visiones, donde varias religiosas cultivan flores y juegan con el agua de la fuente, que es Cristo. El lugar representa aquí el huerto monacal situado a un lado de la construcción conventual que abarca todo el fondo del cuadro. Ese mismo tema de las religiosas en el huerto monacal se encuentra en el gran lienzo de la sacristía de la iglesia de Santa Rosa de Viterbo, en Querétaro. Las beatas con hábitos azules junto con algunas sirvientas departen, cultivan y cargan jarras de agua en una escena de tal cotidianidad y desenfado que está muy lejos de expresar éxtasis místicos. Sin embargo, una fuente 21

Ernst Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, vol. i, p. 284. Juan García Font, Historia y mística del jardín, pp. 71 y ss. La idea del jardín místico que combina la concepción de lugar de placeres con la idea de recogimiento se puede ver ya en la obra Hortus deliciarum de la monja alemana del siglo xii Herrad de Lanksberg. 22



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de la que toman agua unas beatas y un hortus conclusus marcado por una custodia con la Eucaristía, remiten a la emblemática paradisiaca; ambos elementos, fuente y huerto, se asocian con las dos figuras centrales del cuadro: un Cristo en la cruz; el árbol de la vida del que brota la fuente de sangre redentora que se ofrece en el sacrificio de la misa, y una Divina Pastora, fuente de sabiduría y huerto cerrado. La fundadora de este beaterío, Francisca de los Ángeles, era una terciaria franciscana adscrita al Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, y en alguna de sus visiones dejó plasmado lo común que era para 1700 la asociación del Paraíso con la vida mística: “y en mucho tiempo no podía olvidar aquella hermosura deseable de aquel hermosísimo niño, ni se me quitaba de la imaginación aquel espacioso campo y aguas cristalinas con que se regaban todos aquellos lugares”.23 En otra de sus visiones Francisca percibió al niño dentro de un lirio, metáfora muy utilizada por la retórica y que aparece también en varios cuadros, como en el que se encuentra en la sacristía de la iglesia de Misquitic (San Luis Potosí). Dentro de un huerto triangular con claras connotaciones relacionadas con la Jerusalén celeste, crece un árbol que cultivan varios franciscanos cuyo fruto es un niño lirio sobre un sol, representación de Jesús quien debe nacer como una flor en todas las almas.24 En otra sacristía franciscana, la de San Francisco de Puebla, el tema del huerto paradisiaco aparece de nuevo, pero ahora vinculado con un enorme árbol genealógico, tema muy común en las órdenes religiosas mendicantes desde la Edad Media y que vemos en porterías de conventos novohispanos del siglo xvi, como el agustino Atlatlahuacan y el franciscano Zinancatepec. Sin embargo, en el cuadro dieciochesco de Puebla, el árbol de la vida, cuyos frutos son todos los santos de la orden, crece en un huerto cultivado por los frailes, donde nacen las virtudes simbolizadas por macizos de flores. Su contraste con el árbol del bien y del mal del Paraíso terrenal también es notable, pues mientras uno se relaciona con el pecado, el otro está vinculado con la virtud. Este árbol también se asocia con la genealogía de Jesé, tema ascensional que, al igual que la escala de Jacob, tienen una clara relación con la comunicación entre la tierra y el cielo. Todos estos ejemplos pertenecen a un siglo xviii en el que Europa se inclinaba a una visión más secularizada de la naturaleza y muchos de los temas donde ésta se incluía estaban relacionados más bien con la vida galante o con la bucólica visión pastoril. En cambio, las tradiciones hispánicas del siglo xviii hundían sus raíces en el Siglo de Oro y en su percepción mística del mundo, percepción que alimentaba este verso de las Soledades de Luis de Góngora: 23 Francisca dejó unos cuadernos manuscritos con sus experiencias que resguarda el Archivo Histórico de la Provincia Franciscana de México-acsc, Celaya, Ms. G, Legajo 2, Cuaderno 9, Abril 1700. Ver Ellen Gunnarsdottir, Mexican Karismata. The baroque vocation of Francisca de los Ángeles. 1674-1744. 24 Antonio Rubial García, “Civitas Dei in Novus Orbis…”, op. cit., pp. 28 y ss.

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Jardín cerrado, inundación de olores Fuente sellada, cristalina y pura Inexpugnable torre, do segura de asaltos goza el alma sus amores.25

En el otro extremo del jardín monacal estaba el desierto eremítico, pero mientras el primero hundía sus raíces en la sensualidad sublimada de los huertos medievales creados por el hombre, relacionados con el amor cortés y la vida de los claustros, el segundo se vinculaba con la naturaleza salvaje e indómita, más cercana a las meditaciones virgilianas y melancólicas del bosque sagrado (Sacro Bosco) donde el hombre confrontaba en la soledad su pequeñez con la grandeza divina manifestada en la naturaleza. Mientras que en los huertos la mano ordenadora del hombre está siempre presente y los productos son obtenidos por el trabajo, en el yermo, el hombre obtiene su alimento de la providencia, de cuya mano depende en absoluto. En los paraísos eremíticos la gran ausente era Eva. Los Adanes del desierto tenían incluso como orgullo resistirse a toda presencia femenina, evitando así la tentación con el rechazo, como principio, de la causante de la caída y de la pérdida del paraíso.26 Uno de los primeros autores barrocos novohispanos que habla de estos paraísos eremíticos en Nueva España fue fray Agustín de la Madre de Dios (16101662), un peninsular que simpatizaba con la causa criolla en la provincia de San Alberto de los carmelitas descalzos. Al hablar de la fundación del Desierto de los Leones en Cuajimalpa, describió cómo el sitio para el yermo fue señalado por el mismo san Juan Bautista, disfrazado de indígena tlaxcalteca, quien con una tilma labrada con plumas les señaló a los padres fundadores la fuente de agua, indispensable para realizar la obra.27 Además, al igual que Elías, padre mítico de los carmelitas, los fundadores fueron alimentados milagrosamente con pan que apareció en el monte o que era llevado a lomo de un asno solitario. No faltó tampoco la oposición demoniaca, tema típico de esos paraísos: “Muchas veces traía los leones allí junto a los jacales; por entre las matas aullaban los lobos y los tigres; no aprovechando nada todo aquesto armaba horribles nublados y con rayos y truenos formidables hundía aquellos montes”.28 Fray Agustín de la Madre de Dios señalaba que el Desierto de los Leones presentaba así todas las cualidades de un paradisiaco locus eremitarum: “Porque a voto y sentimiento de personas que han recorrido la mayor parte 25

Luis de Góngora, Las soledades, FO. 111 R. F. de la Flor, La península metafísica…, p. 132. 27 Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido en el Santo Carmelo mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España, libro iv, caps. 1-9, pp. 256 y ss. Esta lectura retórica contrasta con la oposición que los indios hicieron a un monasterio que les quitaba recursos acuíferos y forestales. 28 Ibid., libro iv, cap. iv, p. 269. 26



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del orbe y visto el sitio de este paraíso, es de las mejores cosas para el intento del yermo que en lo descubierto se halla”.29 Convertidos en templo natural, los desiertos carmelitanos intentaban crear un refugio de sacralidad frente a un mundo cada vez más mundano y secularizado. La misma localización de los espacios elegidos como desiertos era de una gran amenidad: fuentes, árboles, lugares deleitables, construcciones realizadas y preservadas para la soledad. Para los carmelitas, éstas eran refundaciones de una tierra santa, matriz de aquel monte Carmelo del que fueron expulsados los carmelitas en el siglo xiii.30 Bajo ese espíritu fue pintado un cuadro anónimo del siglo xviii que se encuentra en el museo del ex Colegio de San Ángel. Bajo un edificio baldaquino hexagonal que representa la sabiduría, están distribuidos los doce conventos de la provincia de San Alberto. En el centro de ellos, rodeado de una exuberante vegetación, se ha representado al Santo Desierto de los Leones con sus ermitas. El eremitorio paradisiaco lleva el nombre de Monte Carmelo y en él nace un árbol candelabro de siete brazos que contiene las efigies de veintidós frailes que florecen entre lirios y granadas y que representan los frutos de santidad de la provincia novohispana. Una cartela en la base del cuadro alude a una numerología esotérica relacionada con el Antiguo Testamento y con la astrología.31 Un sol corona el candelabro que con sus siete brazos recuerda los planetas, mientras que las doce fundaciones se asocian con los signos zodiacales. El profeta Elías aparece mencionado como fundador; una filacteria en la parte alta con el texto del Éxodo 25, 31, “harás un candelabro de oro puro”, hace alusión a la orden divina dada a Moisés para la fabricación de la Menorah. Junto a los carmelitas, la otra orden que desarrolló el tema eremítico fueron los agustinos. En la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, fray Matías de Escobar (1690-1748) escribía a principios del siglo xviii su Americana tebaida, en la que se intentaban asociar dos principios tan opuestos como el ideal evangelizador y la vida eremítica: “El ver y considerar esto, fue lo que me movió a darte el nombre de Mechoacana Thebaida, porque leyendo las admirables vidas de tus hijos, mis hermanos se me representaban (y, a no detenerme la fe, quería creer la trasmigración pitagórica) en que habían las almas de aquellos penitentes padres pasádose a los cuerpos de nuestros primitivos fundadores”.32 El tema no era nuevo y ya había sido tratado por el cronista fray Juan de Grijalva. Al igual que él, para Escobar uno de los tópicos de la Edad Dorada, tan importante como el de las misiones, era el de las tebaidas primitivas, 29

Ibid., libro iv, cap. v, p. 271. F. de la Flor, La península metafísica…, p. 138. 31 Una reproducción con una traducción de la cartela hecha por Pedro Ángeles Jiménez y Norma Fernández en Catálogo de pintura del Museo del Carmen, pp. 126 y ss. 32 Matías de Escobar, Americana Thebaida, Vitas Patrum de los religiosos hermitaños de nuestro padre san Agustín de la provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán, p. xiv. 30

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pues ambos formaban parte del ideario original de su orden. La obra de Escobar respondía de hecho a una necesidad de reforma, pues la provincia de San Nicolás acababa de pasar en 1701 un terrible cisma y uno de sus miembros más destacados había sido enviado prisionero a España. Es por eso que el tema central de la voluminosa crónica, la vida eremítica de los primeros fundadores de la provincia, servía como argumento retórico para demostrar que los frailes seguían con absoluto apego la idea original de san Agustín al crear su regla. Escobar exaltaba así a religiosos cuya labor evangelizadora ya había concluido para el siglo xviii, pero que podían seguir siendo modelo de virtudes para unos frailes inmersos en conflictos mundanos. El tema tratado por Escobar no dejaba de ser, sin embargo, un recurso retórico. De hecho, el ámbito agustino, al igual que el carmelita, había encontrado en la tebaida, como vimos, uno de sus rasgos identitarios más fuertes; pero a diferencia de ellos desarrolló esta temática no sólo con sus frailes ejemplares, sino también alrededor de uno de los más importantes centros de peregrinación novohispano: el del Santo Cristo de Chalma. Como vimos en el capítulo precedente, los agustinos de Ocuila y Malinalco habían promovido un santuario de sustitución en una cueva dedicada a una antigua divinidad telúrica y su éxito atrajo a un ermitaño mestizo, Bartolomé de Torres, quien, junto con sus prácticas ascéticas, realizaba curaciones, leía las conciencias y daba consejos. El fenómeno llamó la atención de los religiosos, quienes en 1630, por mano de fray Juan de Grijalva, entonces prior de Malinalco, dieron al curandero el hábito de lego agustino. Con ello la orden se beneficiaba del prestigio del santón y continuaba ejerciendo el control sobre el santuario. El mestizo Bartolomé cumplía además las funciones de intermediación que necesitaban los frailes para atraer a las comunidades indígenas; el “chamán cristiano” convertido en religioso no sólo aseguraba la ortodoxia de la predicación, podría también suplantar con su “magia” a los hechiceros indios. El hermano lego fray Bartolomé de Jesús María, como fue llamado el ermitaño al entrar a la congregación, recibió algún tiempo después como ayudante a un muchacho mestizo de ocho años, donado por sus padres a la ermita. Este discípulo, que recibiría con el tiempo el nombre de fray Juan de San Joseph, se dedicó a recolectar limosnas en pueblos y ciudades y a expandir la fama de su venerable maestro. Cuando fray Bartolomé murió en 1658 y dejó a fray Juan de San Joseph como su sucesor, sus milagros relacionados a la devoción del Santo Cristo y los viajes promocionales que ambos mestizos realizaron a lo largo de cuarenta años extendieron su fama eremítica y el culto al santuario por toda el área central del territorio novohispano. Junto con los viajes promocionales del ermitaño viajero influyó en esta difusión la gran aceptación de la imagen entre los indios otomíes, quienes desde Acámbaro llegaban todos los años al santuario. Este grupo tuvo desde la segunda mitad del siglo xvi un importante papel en la colonización de las tierras del Bajío y en la penetración hacia la zona chichimeca del Tunal Grande (San Luis Potosí, Guadalcázar, etcétera), hacia donde llevaron al-



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gunas de las devociones del centro, en este caso la del Señor de Chalma y otras, como veremos.33 Para fines del siglo xvii Chalma era uno de los centros de peregrinación más populares de Nueva España y un lugar donde se retiraban a menudo quienes tenían inclinaciones eremíticas, atraídos por los hechos milagrosos atribuidos al Santo Cristo y a fray Bartolomé. Para 1683 su vida y milagros estaban ya tan difundidos que el arzobispo de México Francisco de Aguiar y Seijas permitió al oidor Juan de Valdés y a fray José Sicardo realizar las informaciones sobre la vida de tan ejemplar varón con el fin de iniciar su proceso de beatificación.34 En diciembre de 1684 el mismo prelado hizo una visita al santuario de Chalma y pidió que se abriera la tumba de la cueva. La sorpresa fue grande al encontrar el cuerpo de Bartolomé incorrupto, símbolo inconfundible de santidad.35 Al año siguiente los prebendados Alonso Alberto de Velasco y Francisco Romero fueron enviados por el arzobispo para reconocer la sepultura y a levantar nuevas informaciones.36 En tanto se iniciaban los trámites para la beatificación, el santuario de Chalma comenzaba a sufrir una serie de cambios por mano de fray Diego Velázquez de la Cadena. Este fraile, hermano del secretario de Gobernación y Guerra, comenzaba a afianzar su poder sobre la provincia agustina de México y necesitaba crear una imagen pública positiva que acabara con las fundadas acusaciones de corrupción que contra él se hacían. Para tal fin mandó crear dos comunidades cenobíticas de acuerdo con el espíritu de la orden, que recomendaba tener casas de recolección en cada provincia. Una de ellas, en el convento de Culhuacán, tuvo una vida efímera y trasladada después a Atlixco, finalmente desapareció. La otra, creada en Chalma, tuvo en cambio un gran éxito. Para lograr su cometido, el padre de la Cadena aprovechó un terraplén en el santuario que ya había iniciado fray Juan de San Joseph y sobre él inició la construcción de un soberbio convento y de un templo al que mandó trasladar la imagen del Santo Cristo desde la cueva donde estaba en 1683. Un acta notarial enviada a Madrid daba noticia al rey de las obras realizadas y anunciaba a fray Diego como restaurador del espíritu eremítico en la provincia de México.37 Con ello el religioso no sólo consiguió prestigio personal, la provincia también recuperaba el control sobre la ermita, control que había perdido a pesar de existir ahí un lego agustino. La fundación de la casa de recolección de Chalma convertía al último reducto de los ermitaños autónomos en una comunidad de frailes asimilada 33

Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores antes de la Independencia, vol. ii, pp. 400 y ss. Véase José Sicardo, Interrogatorio de la vida y virtudes del venerable hermano fray Bartolomé de Jesús María, natural de Xalapa. Religioso lego del Orden de Nuestro Padre Sant Agustin... 35 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), vol. ii, p. 86. 36 Joaquín Sardo, Relación histórica y moral de la portentosa imagen de Nuestro Señor Jesucristo Crucificado aparecida en una de las cuevas de San Miguel de Chalma, libro ii, cap. xxii, p. 319. 37 Testimonio público a petición de fray Diego de la Cadena, Chalma, 6 de marzo de 1684, Archivo General de Indias, Sección México, 708. 34

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y controlada por la institución. Por otro lado, al separar la imagen de la tumba del ermitaño, que se quedó en la cueva, se rompía con la vinculación que durante seis décadas había asimilado cueva, Cristo y reliquias en un solo espacio simbólico. El proceso se había iniciado desde 1680; ese año, cuenta Antonio de Robles, el miércoles 14 de febrero, “trajo a México el provincial de San Agustín al lego de Chalma para mortificarlo un poco”.38 La provincia agustina ya no veía con buenos ojos a fray Juan, ese fraile ermitaño mestizo que vivía muy a su aire y con una relativa autonomía; al trasladarlo al convento de México, el prelado hacía desaparecer la presencia de un personaje popular en Chalma y ponía las bases para la fundación del cenobio provincial. En ese sentido debe también entenderse que el peninsular fray José Sicardo, enemigo declarado del padre de la Cadena, imprimiera en 1683 las informaciones para abrir la causa de beatificación del ermitaño fray Bartolomé y que fuera el cabildo de la ciudad de México, y no la provincia agustina, la instancia que iniciara los trámites en Roma.39 Para afianzar su nueva creación, en 1684 fray Diego, recién electo provincial de los agustinos de México, promovió seguramente que el jesuita Francisco de Florencia (1620-1695) escribiera una narración de la leyenda del Santo Cristo. En 1689, año en que moría fray Juan de San Joseph, el jesuita criollo publicaba en Cádiz esa obra con el título Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas.40 En ella, Florencia incluyó las vidas y obras del taumaturgo eremita mestizo fray Bartolomé de Jesús María y de su discípulo e hizo constantes paralelismos entre el primero y los santos Pablo el ermitaño, Antonio, Macario e Hilarión. Incluso llega a insinuar que su biografiado los sobrepasó en algún sentido cuando expresa, con el título marginal de “engaño de los relajados”: “Engáñase nuestro amor propio cuando dice que ya la naturaleza se ha debilitado tanto que no hay en ella fuerzas para igualar los rigores de aquellos ejemplares de penitencia que hubo antiguamente en el Yermo, pues en el de Chalma vimos en nuestro tiempo igualadas, y en parte excedidas, las asperezas admirables de aquellos tiempos”.41 Pocas páginas después el cronista jesuita agrega que la humildad de Bartolomé era digna de un san Francisco y su sabiduría propia de un san Agustín. Aunque la comparación con otros santos es un tópico muy común en la literatura hagiográfica, no deja de asombrarnos su intrepidez al hablar de “exceder en asperezas” a los venerables padres de desierto, tratándose de un santo no canonizado, y al compararlo con dos de las estrellas más lumi38

A. de Robles, op. cit., vol. ii, p. 276. Véase J. Sicardo, op. cit. 40 A. Rubial García, La santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados de Nueva España, p. 93. 41 Francisco de Florencia, Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas en el reino de la Nueva España e ivención de la milagrosa imagen de Christo Nuestro Señor crucificado que se venera en ellas. Con un breve compendio de la admirable vida del venerable anacoreta fray Bartolomé de Jesús María..., p. 94. 39



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nosas del cielo cristiano. Tal actitud es explicable sólo por la exaltación de un escritor criollo como Florencia, quien llega a decir: “Cuan gran tesoro de virtudes tuvo la Nueva España encerrado en una cueva de Chalma en el venerable fray Bartolomé, porque es más rica y opulenta [por esto], que por los millones de oro y plata que cada año dan sus minas”.42 A lo largo del siglo xviii el santuario construido por el padre de la Cadena se enriqueció con nuevas construcciones y obras de arte, y la afluencia de peregrinos desde todas las regiones de Nueva España se hizo mayor.43 Varias ermitas fueron abiertas a su alrededor, además de la cueva, y en dos de ellas (la de la Inmaculada y la de Guadalupe) se admiraban sendas estatuas de los ermitaños mestizos, “puestos de rodillas y con aparatos de penitencia”.44 Por otro lado, la rareza de la obra de Florencia, editada en Cádiz y escasamente conocida en México, y el crecimiento de la devoción hicieron necesario un texto más accesible, por lo que fray Juan de Magallanes, que fue prior del convento a principios del siglo xviii (1720-1729), imprimió un breve compendio sobre la aparición y una novena, ambos textos varias veces reimpresos.45 Fray Juan concluía con estas obras una ardua labor a favor del santuario que gracias a sus trabajos fue remodelado y transformado en un importante centro de vida religiosa.46 Finalmente, en 1810, otro prior de Chalma, fray Joaquín Sardo, publicaría una nueva historia del Santo Cristo copiando casi textualmente la obra de Florencia. En la dedicatoria a la provincia agustina, este autor insiste en la gran afluencia de peregrinos que iban a visitar la imagen a lo largo del año y recapitula la importancia que tuvieron los ermitaños en su difusión y culto. Chalma sigue siendo hasta nuestros días un santuario muy visitado pero pocos de sus peregrinos recuerdan ya la historia de sus fundadores, los anacoretas mestizos.47 Con todo, el fenómeno eremítico no era exclusivo de las órdenes religiosas, ni ellas fueron las únicas que lo usufructuaron como un instrumento identitario. El área de Tlaxcala, lugar al parecer muy solicitado por los ere42

Ibid., p. 255. Gonzálo Obregón, “El real convento y santuario de San Miguel de Chalma”, en Homenaje a Silvio Zavala, pp. 109-182. 44 J. Sardo, op. cit., libro i, cap. xi, p. 97. 45 Juan de Magallanes, Aparición de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en el religioso convento, y santuario de religiosos ermitaños del Orden de N. P. S. Augustin de San Miguel de Chalma. Ésta es una reimpresión del original de 1731. Después de ella hubo varias ediciones (1778, 1792, 1799, 1816 y 1839). Magallanes también publicó un novenario para el Santo Cristo: Novena de la milagrosa imagen del Santo Christo que se venera en el religioso convento y santuario de Religiosos Ermitaños de la Orden de N. P. San Augustin de San Miguel de Chalma. 46 Alipio Ruiz Zavala, Historia de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de Mexico, vol. ii, p. 540. 47 J. Sardo, op. cit., Dedicatoria. (Hay una edición facsimilar en México, Gobierno del Estado de México, 1979, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México, 80.) 43

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mitas, fue el escenario de las pías actividades de dos personajes cuyas vidas también estuvieron relacionadas a imágenes milagrosas y que fueron promovidos por el clero secular. Uno de ellos, Diego de los Santos Lijero, se había retirado a las soledades después de llevar una vida disipada y, según su biógrafo, el clérigo Antonio González Lasso, tuvo una profunda conversión después de que la hermosa joven que él esperaba seducir se transformó en un ser demoniaco con ojos de fuego y cabellos de serpiente. Después de un año y medio de retiro en el yermo, Diego se fue a Filipinas con el deseo de pasar al Japón a entregar su vida por la fe; y aunque tal deseo no le fue concedido, en Manila consiguió algo muy preciado: una imagen milagrosa que lo hizo famoso a su regreso a la Nueva España, la virgen de la Guía. Al morir el ermitaño en 1648, la imagen pasó a la parroquia de Tlaxcala y nueve años después las cenizas del ermitaño, fundador de dos cofradías y él mismo hermano de la congregación de San Pedro, eran colocadas a los pies de la virgen que el mismo había traído del Oriente y junto a la cual quiso estar sepultado.48 El otro caso fue el de Juan Bautista de Jesús, eremita natural de Toledo que vivió también en el área de Puebla-Tlaxcala, cuya vida quedó igualmente vinculada al culto de una imagen milagrosa, la virgen de la Defensa, y que se dio a conocer por un impreso de 1683 obra del criollo poblano Pedro Salgado Somoza.49 Con base en la autobiografía que había dejado el mismo ermitaño, este clérigo narró cómo el obispo Palafox, personaje que jugó un importante papel en la narración, “despachó un auto que mandaba se hiciese información jurídica de muchas de las cosas que en el escrito se contenían” y mandó traer la imagen a su palacio mientras se le disponía un altar en la catedral. Pero antes de que esto sucediera, señala el mismo autor, la virgen fue entregada por Palafox al almirante Pedro Porter Casanate para que lo acompañara en una expedición a California, en la cual lo libró de numerosos peligros; este personaje se la llevó después a Chile, donde participó en las campañas contra los araucanos. En 1676 la imagen regresó a Nueva España gracias a la intermediación de los jesuitas y fue colocada por el deán y cabildo en el altar de los Reyes de la catedral de Puebla (obra promovida por Palafox) después de una apoteósica recepción que le hizo la ciudad.50 La segunda parte de la obra de Salgado contiene un epítome con la vida del venerable ermitaño. En él aparece como un personaje libre de toda herejía, aclaración necesaria por la abundancia de falsos eremitas insumisos y engañadores, cuya ortodoxia quedó avalada por una junta de teólogos que lo examinó por orden de Palafox. A continuación, Salgado describe una vida 48 Véase Antonio González Lasso, Oración panegyrica que en la traslación de las cenizas del venerable varón Diego de los Santos Lijero, eremita de los desiertos de la ciudad de Tlaxcala. 49 Véase Pedro Salgado Somoza, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora de la Defensa... Con un epítome de la vida del venerable anacoreta Juan Bautista de Jesús (hay una reedición en Puebla en 1760). 50 Idem. El hecho se explica por el parentesco que el almirante tenía con la madre del obispo, Ana de Casanate, aunque los hagiógrafos sólo señalan que era compatriota de Palafox.



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llena de prodigios: luchas con las fuerzas demoniacas (que lo golpeaban y arrastraban por las cañadas y lo mordían para impedir que escribiera los milagros de la virgen); prácticas de un ascetismo sobrehumano que lo convirtieron en un hombre salvaje, “negro, flaco, con el cabello descompuesto erizado y lleno de hojas”, y sorprendentes portentos (calaveras parlantes, águilas portadoras de pan, crucifijos que aparecían y desaparecían). Esta vida (que había llevado desde 1621 hasta 1660, año en que murió) estuvo entregada al culto y veneración de la virgen de la Defensa y de una copia de la imagen que él había mandado hacer cuando Palafox se llevó la original.51 Francisco de Florencia, quien años después reunió las narraciones de Salgado y de Juan Bautista, dio una versión completa de los prodigios de la imagen en su Zodiaco mariano. En ella, la virgen aparece como protectora de aves y roedores que huyen de los depredadores y se refugian en la ermita, la acompañaban continuamente luz y música de ángeles y los demonios sollozaban en los árboles por las almas que se salvaban por su intermediación. Los mismos milagros se continuaron con la copia que el ermitaño mandó fabricar para sustituir a la que se llevara Palafox y Casanate: protegía a los animales que entraban en la ermita, detuvo destructoras tempestades y viajaba a la cabecera de los enfermos para traerles alivio.52 Con Florencia se consolidaba un ciclo narrativo, quizás el más representativo, que vinculaba dos imágenes marianas con las actividades milagrosas de un ermitaño. Esta asociación tuvo una larga continuidad en el santuario que se construyó para albergar la segunda imagen de la virgen de la Defensa, en el cual Juan Bautista estaba enterrado. En una remodelación de este espacio llevada a cabo en 1808 aún seguía presente la memoria de este ermitaño, como lo constatan dos lienzos que describen su vida y que se mandaron pintar en la ermita. Las pinturas llevan numerosas inscripciones sacadas de la obra de Pedro Salgado Somoza.53 A pesar de estas vidas ejemplares, para fines del siglo xvii los ermitaños reales tendían a desaparecer tanto en Europa como en América. En Nueva España, la Inquisición los comenzó a perseguir desde el último tercio de la centuria y la Iglesia intentó reducirlos a la vida conventual. En el mundo de la retórica, sin embargo, los ermitaños poseían un importante espacio pues representaban la condición edénica del hombre natural que buscaba restituir en la tierra el orden que había destruido el pecado. Los hombres que habitaban el yermo eremítico, al igual que Jesús en el huerto de los olivos, sobrepasaron las tentaciones de la duda y con su lucha contra el Maligno en las soledades reivindicaban a Adán, vencido por el Demonio en el Paraíso terrenal. Por otro lado, la Tebaida era el espacio ideal para esperar el Juicio 51

Ibid., pp. 30 y ss. Francisco de Florencia y Juan Antonio de Oviedo, Zodiaco mariano, pp. 217 y ss. 53 Jaime Cuadriello, “Tierra de prodigios. La ventura como destino”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 212 y ss. 52

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Final, tiempo en el que Jesús reintegraría el jardín edénico. Nueva España era, de todos los territorios del planeta, el más adecuado para esta espera, y ese carácter de tierra de ermitaños reforzaba para los criollos su vinculación con el Paraíso terrenal. 3. La Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción Esta, pues, ciudad de Dios insigne, ya que […] manifiesta a sus ojos, gozando del especialísimo título de Nuestra Señora de los Zacatecas, y por eso granjeándose el renombre de tal ciudad de Dios y ciudad de un rey grande, y atributos de María en las sagradas letras: Civitas Dei […] Es, cuando no corte de la Nueva Galicia, la primera y mayor de sus ciudades, plantada en la medianía de la tierra adentro, y si la gran Jerusalén, por altísimos fines, la colocó Dios en medio de la Tierra, no menos privilegio goza ésta en su situación, para que todos acudan a beber y participar de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano, de lo noble.54

Mientras el jardín del Edén era el referente forzoso para hablar de la naturaleza perfecta e incontaminada, Jerusalén fue la ciudad paradigmática, el centro del mundo y el eje de todo referente relacionado con lo urbano. La comparación con la ciudad santa que Joseph de Rivera hace de Zacatecas en 1732 se había repetido en muchos otros centros novohispanos, a menudo asociada con el templo de Salomón. En 1650 Antonio Tamariz de Carmona, en su descripción de la catedral de Puebla, recurrió al paralelismo entre los reyes de España y Salomón, ambos constructores de templos, y Palafox convirtió la catedral en la reconstrucción ideal del templo de Jerusalén.55 El tema se repetirá hasta la saciedad con Querétaro, Oaxaca, Valladolid y todas las ciudades del virreinato. Para el ámbito cristiano, como lo fue para el judío, Jerusalén era la ciudad santa por excelencia; fundada por el rey David en el monte Sión, se convirtió en el símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo elegido. Durante mucho tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo, sobre todo porque en ella se encontraba el templo de Salomón. La fuerza del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y protector, traspasó el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra era el santuario fue destruido y saqueado y la ciudad devastada. El Cristianismo convirtió entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén en una ciudad celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiempos. San Pablo, en la epístola a los Gálatas, comparaba a la Jerusalén terrena con Agar, la 54 Joseph de Rivera Bernáldez, Descripción breve de la muy noble y leal ciudad de Zacatecas, p. 3. 55 Martha Fernández, “La Jerusalén celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en Barroco iberoamericano. Territorio, arte, espacio y sociedad, pp. 1211-1229.



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madre esclava de aquellos nacidos de la carne, y la contrastaba con la Jerusalén de arriba, Sara, madre de hombres libres nacidos en el espíritu.56 Pero más que la imagen terrena, fue la visión que describió san Juan de la ciudad celeste en el Apocalipsis la que tuvo un mayor influjo en la cultura occidental. Su brillo era semejante a la piedra más preciosa [...] Tenía un muro grande y alto y doce puertas y sobre ellas doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel [...] El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero [...] La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como su anchura [...] Las doce puertas eran doce perlas […] y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio transparente [...] Pero templo no vi en ella pues el señor Dios con el Cordero era su templo.57

El espacio cuadrado y mineral, ambos símbolos relacionados a la estabilidad, contrastaba con el movimiento relacionado con el ámbito circular y vegetal del paraíso perdido por el pecado de Adán y Eva.58 San Agustín convirtió la metáfora apocalíptica de la ciudad santa en el centro de su concepción de la historia. Para él, la existencia de tal ciudad, que se había iniciado con Abel y terminaría con el fin de los tiempos, no se podía relacionar con un ámbito físico pues sus ciudadanos convivían con los de la ciudad de Satanás y sólo serían separados de ellos hasta la consumación de los tiempos. Para el santo obispo de Hipona, después de transcurridas las seis edades del mundo, vendría la séptima, el reino que no tendría fin, espacio donde no existirá el sufrimiento y donde los cuerpos glorificados de los salvados “mudarán su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción e inmortalidad”.59 La ciudad de Dios no existía por tanto como un proyecto para desarrollarse en la historia y en el tiempo, no era ni la Iglesia militante ni un reino terreno; su desenvolvimiento tendría lugar en la eternidad, en un espacio donde la Iglesia triunfante de los elegidos viviría en la presencia de Dios Padre y del Cordero Cristo.60 Tanto el Apocalipsis como La ciudad de Dios agustiniana crearon, frente a esta imagen de una ciudad santa, otra de una entidad corruptora, hija de Caín, que contenía muerte, dolor y maldiciones. Los paradigmas de esa ciudad pecadora eran Babilonia y Roma, ámbitos terrenales que tendrían también su continuación en el Infierno, convertido en la ciudad de Satanás y de 56

Epístola a los Gálatas, 4, 22-27. Apocalipsis, 21, 10-21. 58 Louis Réau, Iconografía del arte cristiano, vol. ii, p. 745. 59 Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, libro xxii, cap. 17, p. 514. De hecho, los cuatro últimos libros de La ciudad de Dios son una interpretación muy detallada del Apocalipsis. 60 Elsa Cecilia Frost, La historia de Dios en las Indias. Visión franciscana del mundo, pp. 67 y ss. 57

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los réprobos por la eternidad. Ya desde san Juan, ambas ciudades compartían su campo semántico positivo o negativo con figuras alegóricas femeninas paralelas; una, la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies y coronada de estrellas, aparecía como la vencedora del dragón infernal; la otra, era la gran prostituta que llevaba en su mano una copa llena de abominaciones e impurezas y que se emborrachaba con la sangre de los santos y de los mártires. Con el tiempo, ambas figuras fueron utilizadas también para representar a las mismas ciudades, pues la mujer funcionaba como un símbolo perfecto de una entidad que, como ella, contenía a sus hijos. Además, la imagen positiva fue vinculada desde el siglo xiv con una de las más destacadas advocaciones marianas de fines de la Edad Media: la Inmaculada Concepción. En efecto, junto con el gran desarrollo del culto a la Virgen María iniciado desde el siglo xii, y para hacer más patente la presencia del pecado original en el ser humano, un grupo de escritores encabezados por el franciscano Duns Scoto sostuvieron que María había sido concebida sin la mancha que todos los hombres traían al nacer; para estos inmaculistas tal estado de gracia ya se encontraba previsto en la mente de Dios desde la eternidad para aquella que sería la madre de su Hijo. Sin embargo, autores como santo Tomás de Aquino negaron con argumentos teológicos tal posibilidad y generaron una corriente, igualmente ortodoxa, que recibió el nombre de maculista, es decir, que sostenía la existencia de la mancha original en María. A partir del siglo xv la corriente inmaculistas asoció la imagen de su propuesta teológica con la mujer vestida de Sol del Apocalipsis y María recibió, entre muchos otros apelativos, los de ciudad de Dios (civitas Dei) y casa de Oro (Domus Aurea, uno de los nombres del templo de Salomón) como parte de los emblemas de la llamada letanía lauretana. No era difícil realizar tales asociaciones dado que la Virgen, al igual que la Jerusalén celeste y que el Santuario, había contenido en su seno a Cristo. A fines del siglo xvi, el tema del templo de Salomón recibía una gran difusión gracias a la edición en tres volúmenes que hicieron los jesuitas Jerónimo de Prado y Juan Bautista Villalpando. La magna obra intentaba reconstruir el monumental edificio a partir de la visión de Ezequiel y fue publicada en Roma entre 1595 y 1606.61 Para esta época, el desarrollo de la simbología hierosolimitana estaba además inmerso en un ámbito en el que las ideas apocalípticas se fortalecían, avivadas por las guerras, las catástrofes y las epidemias que asolaban a Europa y, después de la ruptura producida con los protestantes, por las divisiones y luchas religiosas del siglo xvi. En este ambiente el rey de España Felipe III juró en 1612 a la Inmaculada como patrona del imperio, en clara consonancia con la idea de una purificación interior que se llevaba a cabo en la península (los últimos moriscos 61 El primer volumen lleva por título In Ezechielem Explanaciones, el segundo De postrema Ezechilelis Prophetae visione y el tercero Apparatus Urbis ac Templi Hierosolymitani. Juan Antonio Ramírez et al., Dios arquitecto. Juan Bautista Villalpando y el templo de Salomón.



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habían sido expulsados en 1609). La declaración ocasionó una serie de disputas, que tuvieron lugar en 1616 en Toledo y Alcalá, entre la facción que defendía la opinión de que la Virgen María había sido concebida sin la mancha del pecado original (inmaculistas) y aquellos que sostenían lo contrario (maculistas). Entre los primeros había jesuitas, mercedarios y agustinos, pero destacaban sobre todos ellos los franciscanos, que aducían los argumentos del teólogo de su orden fray Juan Duns Scoto. Entre los segundos sólo estaban los frailes de Santo Domingo, avalados por la autoridad de santo Tomás de Aquino, quien siempre se mostró contrario a esta opinión, y que veían desplazada a su virgen del Rosario (la campeona de Lepanto) de la promoción regia. En 1619 una nueva declaración (ahora por parte del pontífice Paulo V) que favorecía a los inmaculistas provocó que los dominicos se enfrentaran a las otras órdenes en sermones y poemas. A causa de la virulencia que alcanzaron tales discusiones, Felipe III las prohibió y promovió que los universitarios hicieran la promesa de defender que la Virgen María había sido concebida sin la mancha del pecado original.62 A partir de entonces la monarquía española convirtió el inmaculismo en el elemento central de su identidad y se dedicó a buscar el aval pontificio para su definición como dogma universal y a extenderlo en todos sus dominios. La promoción inmaculista de la monarquía y los conflictos que generó tuvieron su repercusión en todo el ámbito imperial. En México, donde la declaración pontificia motivó fastuosas ceremonias, se levantaron lujosos altares, hubo procesiones y mascaradas, pero en los sermones y en los certámenes poéticos se desató una batalla de sonetos y canciones en las que se descalificaba a los contrarios. Los excesos a los que se llegó provocaron que la Inquisición reuniera un expediente de doscientas treinta y seis fojas por considerar que en tales piezas literarias se habían hecho declaraciones rayanas en la herejía.63 En ese contexto Basilio de Salazar pintaba en 1637 un cuadro (conservado en el Museo de Arte de Querétaro) que tiene como centro una Inmaculada, rodeada por un frondoso árbol de rosas y que sobrevuela una Jerusalén franciscana. La figura está flanqueada por algunos emblemas lauretanos: dos puertas, una abierta (ianua coeli) y una cerrada (ianua clausa); el espejo de justicia (speculum iustitiae); el templo de la sabiduría (sedes sapientiae); la torre de David (turris davidica), y la escalera del cielo (scala coeli) salida del pasaje del sueño de Jacob;64 asimismo, rodean a la imagen tres filacterias que llevan inscritas frases tomadas del texto bíblico del Eclesiástico que hace referencia a la sabiduría: a ambos lados de la Virgen aparece dos veces el versículo Flores mei fructus honoris honestatis (Mis flores dieron frutos de 62

Véase Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español. Julio Jiménez Rueda, Herejías y supersticiones en la Nueva España. Los heterodoxos en México, pp. 229-235. 64 Génesis, 28, 12-15. 63

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dignidad y belleza),65 y a sus pies la frase inscrita es Ego quassi vitis fructificavi […] suavitatem odoris (Yo como la vid fructifiqué... [di] suave olor).66 Tales textos insertos en el cuadro responden a la exégesis cristiana que desde la patrística ha relacionado esos versículos del capítulo 24 del Eclesiástico con María, quien, como imagen de la sabiduría, era una idea presente en la mente de Dios desde la eternidad. El tema (del que se hicieron durante la Edad Media y el Renacimiento profusas interpretaciones neoplatónicas) estaba también directamente asociado con Jerusalén, como lo muestra el versículo 15 del mismo texto bíblico que hace decir a la sabiduría: “Y así tuve en Sión morada fija y estable, reposé en la ciudad de él amada, y en Jerusalén tuve la sede de mi imperio”.67 En el cuadro de Salazar se representa así a la mujer vestida de sol, idea primigenia de Dios y trono de la sabiduría, posada sobre la ciudad santa, la Jerusalén celeste. Pero la originalidad de esta pintura radica no en esta clásica Inmaculada, sino en que las murallas de la ciudad cobijan a una multitud de personajes franciscanos. En el centro de la urbe (sobre un monte que alude al de Sión), san Francisco arrodillado sostiene en sus manos un báculo y una cruz y sirve de soporte al árbol de rosas y a la Inmaculada. En lugar de ángeles, las puertas de la urbe están guardadas también por santos de la orden, entre los que se distingue un alado san Buenaventura. Pero lo más destacado y novedoso de la imagen es la presencia de los doctores franciscanos con bonetes y libros colocados sobre torres y de los grupos de papas, reyes, obispos y monjas que se distribuyen entre edificios suntuosas techados de cúpulas. La presencia de estos personajes sirve para exaltar a las diferentes ramas de la orden franciscana, defensora a ultranza de la Inmaculada y receptora de la sabiduría que María emite en forma de rayos de su cuerpo. La comunidad franciscana aparece representada aquí como el pueblo elegido y así nos lo hace saber la filacteria colocada sobre la puerta de acceso y bajo las rodillas de san Francisco: In populo honorificato. In parte Dei Mei (En el pueblo elegido, en la parcela de mi Dios), frase que recuerda varios versículos de los Salmos.68 El cuadro de Salazar respondía no sólo a los antagonismos entre franciscanos y dominicos, sino también a las disensiones que dividieron al episcopado y a las órdenes mendicantes por el control de las parroquias indígenas. Desde fines del siglo xvi la Corona comenzó a obligar a los religiosos a someterse a la autoridad episcopal, a la cual se le concedieron los privilegios de visitar los curatos de los regulares y de examinar a sus párrocos en 65

Eclesiástico, 24, 23. La frase parece referirse a dos versículos distintos; en Eclesiástico, 24, 23, se dice: “Como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos”. Tres versículos más arriba, en Eclesiástico, 24, 20, se expresa: “como mirra escogida di suave olor”. El pintor y su patrocinador quisieron incluir en la obra ambos versículos. 67 Eclesiástico, 24, 15. 68 Salmos, 135, 4; 144, 15. 66



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lenguas indígenas y en conocimientos teológicos. Los franciscanos, tradicionales defensores del inmaculismo, hicieron uso de un cuadro como el de Salazar para mostrarse como la verdadera Jerusalén, llena de sabios y santos y protegida por la Inmaculada, superior a los obispos. Unos años después del cuadro, los franciscanos obtendrían en 1662 una cátedra exclusiva para enseñar las doctrinas de Duns Scoto en la Universidad de México, lo que fue de hecho su puerta de entrada a esa institución.69 Ese mismo año los dominicos participaron por primera vez en los festejos de la Inmaculada Concepción y entraban finalmente al redil de los devotos. Era imposible mantenerse contra corriente pues eso no sólo les traía conflictos con las otras corporaciones religiosas, sino que también disminuía sus limosnas y su popularidad entre los fieles.70 Los festejos inmaculistas fueron también importantes como elementos de identidad para otra de las corporaciones centrales de la capital: la universidad. En 1682 tales festejos tuvieron un despliegue inusitado gracias al mecenazgo del recién nombrado y joven rector Juan de Narváez. A expensas del funcionario y de las facultades fueron decorados el pórtico y el patio del recinto universitario con suntuosas colgaduras de finas telas y con hermosos altares cuajados de plata, cristalería, pinturas, esculturas y emblemas. Durante varios días hubo misas y sermones que estuvieron a cargo de los más distinguidos oradores de las órdenes religiosas asentadas en la ciudad, incluidos los dominicos. Se representó después un auto: El mayor triunfo de Diana, en el que su autor, el capitán criollo Alonso Ramírez de Vargas, asociaba a la casta diosa clásica con la inmaculada Virgen María. Se concluyeron los festejos con un certamen poético, a cuya ceremonia de premiación, en el salón de actos de la universidad, asistieron el virrey y la Audiencia. Para coronar los fastos, al año siguiente el mismo rector Narváez, que había sido reelegido para el cargo, financió un segundo certamen poético que, además, serviría para inaugurar el recién restaurado y decorado salón de actos (el general grande) debido también a su munificencia. Ese mismo año, el rector encargó a Carlos de Sigüenza y Góngora una relación que dejara constancia de su labor como mecenas de la fiesta y como patrono de las obras de remodelación de la universidad. El Triunfo parténico, como se llamó el escrito financiado por Narváez, no sólo recopiló los poemas del certamen y relató la fiesta y su historia, en él el autor hizo una apología de su mecenas, además de destacar la presencia del virrey conde de la Laguna y del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas (sus posibles promotores) con exaltadas alabanzas. Una relación como el Triunfo parténico era para su autor un muy buen foro para hacerse de nuevos encargos y para buscar la protección de los po69 Antonio Rubial García y Enrique González, “Los rituales universitarios, su papel político y corporativo”, en Maravillas y curiosidades. Mundos inéditos de la universidad, pp. 135-152. 70 Martín de Guijo, Diario de sucesos notables (1648-1664), vol. ii, p. 176.

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derosos, pero el mayor beneficiado de las fiestas fue sin duda el mecenas Juan de Narváez, quien se sirvió de ellas para conseguir ascenso y prestigio: aún no concluía su segundo periodo de rector cuando vacó la cátedra de Biblia, la segunda en jerarquía de la facultad teológica, presea que siempre había anhelado, pero que exigía una dilatada carrera de oposiciones. En tan propicia ocasión renunció al cargo para concursar, y ganó. Las celebraciones a la Inmaculada habían sido para él uno de los medios más propicios para afianzar su posición en la universidad.71 Para entonces, esta institución estaba casi totalmente controlada por el cabildo de la catedral de México, que había desplazado finalmente a los religiosos de la rectoría gracias, por un lado, a que la universidad era el ámbito educativo propio del clero secular, y por el otro, al apoyo que recibiera en la década anterior del arzobispo virrey fray Payo de Rivera. Sin duda los festejos promovidos por Narváez constituían también, por tanto, un canto de alabanza al triunfo de los seculares sobre las órdenes religiosas en el ámbito universitario.72 El tema de Jerusalén celeste, relacionado con la Inmaculada Concepción, recibió un gran impulso en el siglo xvii a raíz de la edición en 1670 del controvertido libro La mística ciudad de Dios, de la madre sor María de Ágreda (1602-1665), texto muy difundido en Europa y América que contenía las revelaciones que la Virgen María había hecho a la religiosa concepcionista, con referencias al capítulo 21 del Apocalipsis; Jerusalén, al igual que María, era centro y escenario de las maravillas del Altísimo; ambas estaban también relacionadas con el arca de la alianza y en ellas estaban “cifradas todas las gracias y excelencias de la Iglesia triunfante y militante”.73 La ciudad celeste, lo mismo que María lo hiciera con el templo de Diana en Éfeso, había también vencido al Demonio y extirpado la idolatría. A partir de la obra de la madre Ágreda, la imagen de la Inmaculada, mujer vestida de sol del Apocalipsis, quedó indeleblemente unida a la de la Jerusalén celeste. La Virgen, que triunfa sobre el pecado y el Demonio, se convirtió en el mejor paradigma para representar a la ciudad santa. Las visiones de la madre Ágreda fueron muy difundidas por los franciscanos y llegaron muy pronto a Nueva España, donde la monja concepcionista se volvió muy popular desde las últimas décadas del siglo xvii dejando una fuerte huella en la iconografía, a pesar de que la obra fue objeto de una censura inquisitorial en 1690.74 Una de las mejores pinturas inspiradas por el texto de esta religiosa fue sin duda la que realizó el pintor criollo Cristóbal de Villalpando en 1706 para el convento Colegio de Propaganda Fide de Guadalupe en Zacatecas (lugar donde hoy se conserva), ya que fue la que mejor 71

A. Rubial García y E. González, “Los rituales universitarios…”, en op. cit., pp. 135-152. Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana de la ciudad de México, 1653-1680, pp. 271 y ss. 73 María de Jesús de Ágreda, La mística ciudad de Dios, libro i, cap. 17, párr. 250. 74 A. de Robles, op. cit., p. 211. “Domingo 24 [septiembre de 1690] Se leyeron tres edictos de la Inquisición prohibiendo los escapularios, oratorios, libros de la monja Ágreda y cruces”. 72



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captó el sentido del texto. El cuadro lleva el título La mística ciudad de Dios inscrito bajo los muros de la urbe y se basó en el grabado de la edición de 1670 del texto de la visionaria. En él aparecen la monja Ágreda y san Juan plasmando con sus plumas en sendos libros la visión de una Jerusalén celeste, que parece una maqueta con muralla metálica y edificios palaciegos, cuyas puertas están custodiadas por doce ángeles y en cuyo centro varios personajes vestidos de blanco adoran al Cordero colocado sobre un montículo circular.75 Con la inserción del círculo dentro del cuadrado parecía quedar resuelto místicamente el problema matemáticamente irresoluble de la cuadratura del círculo, tema que remitía a arcanos simbolismos alquímicos. Sobre la ciudad vuela una Inmaculada, símbolo de la eterna sabiduría (recuérdese el texto del Eclesiástico), que está siendo tocada por el Padre y por el Hijo y que es venerada por los arcángeles Miguel y Gabriel. La mística ciudad de Dios se volvió un pilar fundamental del marianismo novohispano no sólo por el impulso que le dio al inmaculismo, sino también por su asociación con las misiones franciscanas en el norte del territorio. De hecho, desde las últimas tres décadas del siglo xvii esta orden fue tejiendo poco a poco una leyenda apoyada por supuestos testimonios indígenas que hacían aparecer a sor María como una señora de azul que había anunciado a los indios la llegada de los franciscanos. Los misioneros en Nuevo México y Texas aseguraban que estas tradiciones indígenas tenían una enorme difusión en el norte, desde la región de los Ocoroni y el Nuevo México hasta el Canadá.76 La leyenda se vio reforzada, además, por la rebelión indígena que durante doce años (1680-1692) arrebató Nuevo México del dominio español y produjo la muerte de veintiún franciscanos.77 El cronista de la orden fray Agustín de Vetancurt, en su Teatro mexicano (impreso en 1698), daba una extensa noticia respecto a la intervención de la madre Ágreda en la conversión de los xumanas y con ello aumentaba su fama y la de los frailes.78 Pero fueron sobre todo los colegios de Propaganda Fide los que difundieron con mayor entusiasmo estas leyendas, convirtiéndolas en uno de los principales instrumentos de difusión de sus logros misioneros. El Colegio de Guadalupe fue sin duda uno de los principales promotores de la figura de sor María de Jesús de Ágreda, como puede constatarse en las visiones de Francisca de los Ángeles (1674-1744), una beata adscrita al colegio y protegida de su fundador, fray Antonio Margil de Jesús. Esta mujer, influida por la predicación de los padres apostólicos, aseguraba haber viajado 75 Véase la ficha que elaboró sobre este cuadro Clara Bargellini, en Juana Gutiérrez Haces et al., Cristóbal de Villalpando, pp. 317-318. 76 Existen muchos estudios sobre la relación de esta monja (conocida por los indios como “la mujer de azul”) con las misiones norteñas, sobre todo en Estados Unidos. Véase����������������� William H. Donahue, “Mary of Ágreda and the Southwest United States”, The Americas, núm. 9, pp. 291-314. 77 Véase Isidro Sariñana, Oración fúnebre... en las exequias de 21 religiosos... de San Francisco que murieron a manos de los indios apóstatas de la Nueva México... 78 A. de Vetancurt, op. cit., parte iv, p. 96.

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en espíritu a las misiones del norte para bautizar a los paganos, al igual que lo había hecho casi cien años atrás la madre Ágreda.79 No cabe duda que estas visiones fueron alimentadas por la propaganda franciscana que, a principios de la centuria, hizo pública una carta de la madre Ágreda a los misioneros de Nuevo México en la que aseveraba no sólo haber catequizado ella misma a los indios, sino además que san Francisco había enviado dos misioneros a predicar a estas provincias y “el Señor le había prometido que con sólo ver los indios a los hijos suyos se convertirían”.80 Desde entonces el tema se volvió argumental para demostrar que la orden franciscana estaba predestinada por Dios para evangelizar el norte de la América septentrional. Muestra de esa labor propagandística es el relieve del siglo xviii sobre la puerta principal de la fachada del Colegio de Guadalupe en Zacatecas, dedicada en 1721. En él, la monja concepcionista y Duns Scoto comparten la veneración de la Inmaculada (que es ahora Nuestra Señora de Guadalupe) con otras dos figuras vinculadas al ámbito mariano, san Lucas, el primer pintor que plasmó la imagen de la virgen, y san Juan, el visionario apocalíptico.81 El impulso de esta iconografía se debió a dos hechos: por un lado la gran difusión que recibió el culto a la Inmaculada en el siglo xviii, avalado a partir de 1708 por una orden pontificia que convertía en obligatoria para el conjunto de la Iglesia dicha creencia y, en España, impulsado por la Corona borbónica. La devoción inmaculista propició una abundante iconografía que se extendió por todos los ámbitos del imperio convirtiéndose en una imagen axial alrededor de la cual se desarrolló una rica emblemática.82 Por otro lado, influyó también el desarrollo del proceso de beatificación de la madre Ágreda iniciado en Roma con el apoyo de la monarquía española y de los franciscanos, a pesar de la condena que hizo de su obra la Universidad de París en 1695. La gran cantidad de ediciones que recibió La mística ciudad de Dios en el siglo xviii, tanto dentro como fuera del imperio español, y el influjo que tuvo en el devocionalismo cristiano y en la iconografía, está aún por estudiarse.83 En Nueva España se puede observar la gran difusión que despertó este proceso en una considerable cantidad de impresos, tanto de la obra de la religiosa como de su vida, así como de una abundante literatura devocio79 E. Gunnarsdottir, “Una visionaria barroca de la provincia mexicana: Francisca de los Ángeles (1674-1744)”, en Asunción Lavrin y Rosalva Loreto (eds.), La escritura femenina en la espiritualidad barroca novohispana, siglos xvii y xviii, pp. 205-262. 80 Francisco de Palou, Recopilación de las noticias de la antigua y nueva California, vol. ii, p. 808. 81 J. Cuadriello, “El obrador trinitario o María de Guadalupe creada en idea, imagen y materia”, en El divino pintor. La creación de María de Guadalupe en el taller celestial, pp. 61-205. 82 L. Reau, op. cit., vol. ii, p. 85. 83 Quizás el autor que influyó con mayor fuerza en el desarrollo de esta devoción fue fray José Jiménez Samaniego, quien desde 1695 publicó en Valencia una Relación de la vida de la venerable madre sor María de Jesús, como introducción a la edición de La mística ciudad de Dios. Una nueva edición de esta hagiografía salió en Madrid en 1720 y a partir de 1721 hasta 1762 se publicaron en esa ciudad varios libros sobre su causa.



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nal inspirada por ella. El jesuita Antonio Núñez de Miranda, la monja jerónima sor Juana Inés de la Cruz y el filipense Luis Felipe Neri de Alfaro se vieron influidos profundamente por su lectura.84 El libro de la madre Ágreda quedó fuertemente vinculado a la visión criolla: México-Tenochtitlan, considerada la nueva ciudad de Dios, poseía su Inmaculada, la virgen de Guadalupe. El Demonio, que había vencido a la mujer en el Paraíso, había sido sojuzgado en América por esta virgen extirpadora de la idolatría. Gracias a ella quedaba restituida la bondad de la naturaleza paradisiaca americana a su condición primigenia. Los temas de la Jerusalén celeste y de la Inmaculada Concepción fortalecieron el culto guadalupano, quedaban fuertemente vinculados a él y, como veremos, ejercieron un papel fundamental en su formación y desarrollo. El paraíso terrenal, la Jerusalén celeste y la Inmaculada Concepción fueron sólo algunos de los muchos símbolos que Nueva España compartía con la unidad imperial de la que formaba parte. Junto con ellos, toda una constelación de santos confluía para generar la sensación de protección celestial y elección divina que embargaba a los habitantes del mundo hispánico de la era barroca. 4. Imperio y santidad. Los códigos y los medios de una inserción simbólica

Y tuviera dilatada provincia en referir de esta corte la grandeza, que se ha mostrado tan magnífica cuanto liberal en celebrar los aplausos de san Juan de la Cruz, siendo los primeros, como en todo, los ínclitos hijos de Nuestro Padre Santo Domingo […] concurriendo también con magnífica liberalidad muchos caballeros y lo principal del comercio, y lo que es más, aún los pobres con sus limosnas, de que resultó el crecido gasto de estas plausibles fiestas.85

Con estas palabras terminaba la relación de las celebraciones que se realizaron en la ciudad de México en 1729 para conmemorar la canonización de 84

Véase Antonio Núñez de Miranda, Epítome historial y moral historia de la vida, virtudes y excelencias de Nuestra Señora Santa Ana con los de su felicísimo consorte san Joaquín, padres de Nuestra Señora la Madre de Dios. En esta obra, publicada por Isidro Ortuño de Carriedo, se habla de las revelaciones de santa Brígida, de las de la venerable madre Marina de Escobar y de la madre Ágreda. Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sion por donde pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Éste es un librito devocional dirigido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir los domingos primeros de los doce meses del año y en él expresa su deuda con la monja concepcionista. Para la relación entre sor Juana y la madre Ágreda véase Grady C. Wray, “Seventeenth Century WiseWomen of Spain and the Americas. Madre Ágreda and Sor Juana”, Studia Mystica, vol. 22, pp. 123-149. 85 Varios, El segundo quince de enero de la Corte Mexicana. Solemnes fiestas que a la canonización del místico doctor san Juan de la Cruz celebró la provincia de San Alberto de Carmelitas Descalzos de esta Nueva España, p. 705.

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san Juan de la Cruz por el Papado realizada tres años antes. Los costosos festejos pagados por los habitantes de la ciudad duraron ocho días, y en ellos hubo procesiones, fuegos pirotécnicos, sermones, altares efímeros, mascaradas, tocotines de Moctezuma, música y certámenes poéticos. En la capital y en Puebla, que lo había jurado como patrono en 1728, las ricas familias prestaron sus joyas, cuadros y objetos de plata para decorar los altares efímeros, y las imágenes, los carros alegóricos y arcos triunfales hicieron gala de ingenio y los más encumbrados oradores y poetas de ambas ciudades desplegaron sus habilidades para celebrar al nuevo santo carmelita. Tal magnificencia quedó plasmada en la voluminosa publicación que con el título El segundo quince de enero de la corte mexicana rememoraba los aciagos acontecimientos de una fecha similar, pero de 1624, cuando la capital se vio asolada por una revuelta popular; tan nefasta efeméride quedaba borrada con los fastuosos festejos y la protección del nuevo santo, cuya conmemoración demostraba una vez más que México-Tenochtitlan era “la emperatriz de todas las ciudades de América”.86 Este despliegue festivo no era algo extraño para los habitantes de la América hispánica, como tampoco lo fue para los de la península ibérica. Desde hacía cien años la Corona española había obtenido del Papado la canonización de varios de sus súbditos en su empeño por mostrarse como la campeona elegida por Dios para defender la ortodoxia católica. En 1622, Urbano VIII canonizó al campesino san Isidro Labrador, a los jesuitas san Francisco Xavier y san Ignacio de Loyola y a la reformadora del Carmelo santa Teresa de Ávila. Esta última fue jurada como patrona de España en 1626, unos años después de su canonización, aunque su patronato le fue disputado (y finalmente arrebatado) por los partidario del apóstol Santiago. Poco a poco, la promoción de los venerables de su inmenso imperio se convirtió en una de las obligaciones importantes del Regio Patronato, junto con la recolección y administración de las limosnas que se recogían para tal fin. A las canonizaciones de 1622 siguieron la del mercedario san Pedro Nolasco en 1628, la del agustino santo Tomás de Villanueva en 1658 y la del franciscano descalzo san Pedro de Alcántara en 1669. En 1671 Clemente X elevaba a los altares al rey de Castilla san Fernando, el conquistador de Sevilla del siglo xiii, clara muestra de los intereses monárquicos por vincular imperio y santidad. Ese mismo año eran también canonizados el jesuita san Francisco de Borja, el dominico san Luis Beltrán y la terciaria santa Rosa de Lima. Por último, entre 1690 y 1691 Alejandro VIII elevaba a los altares al lego franciscano san Pascual Baylón, al fraile agustino san Juan de Sahagún y al fundador de los hermanos hospitalarios san Juan de Dios.87 86

Ibid., p. 41. Esta última canonización fue publicada en la ciudad de México hasta el 16 de octubre de 1700, lo que provocó festejos en la capital promovidos por la orden hospitalaria por él fundada. Una descripción pormenorizada de éstos en A. de Robles, op. cit., vol. iii, pp. 115 y ss. 87



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Al llegar las noticias de estas canonizaciones, las órdenes religiosas y los cabildos urbanos, principales interesados en la promoción de sus festejos, desplegaban sus aparatos de representación pues los nuevos santos les daban prestigio; las primeras, por ser los canonizados miembros distinguidos de sus institutos, y los segundos porque entre los recién elevados a los altares se podía encontrar a los nuevos protectores celestiales, aquellos santos denominados jurados. Desde la era manierista, como vimos, los municipios urbanos, encargados de velar por la salud y el bienestar de sus habitantes, elegían a esos abogados celestes después de alguna catástrofe por medio de un sorteo. En la era barroca, la elección de esos protectores celestiales se dejó de hacer por ese medio para tomar otro carácter: la eficacia que habían mostrado en la solución de problemas específicos y la imitación de otras ciudades de la cristiandad. A lo largo del siglo xvii las elecciones de santos patronos en las ciudades pequeñas no parecen haber sido muy numerosas; Veracruz, por ejemplo, juró a san Sebastián contra las epidemias en 1648 y no tuvo otro después (salvo a la virgen de Guadalupe en el siglo xviii). En cambio, los cabildos de las grandes ciudades juraron a muchos: Valladolid tuvo cuatro, México trece y Puebla diecisiete. Una excepción fue San Luis Potosí, que sin ser una capital episcopal tenía en 1748 ocho santos jurados, posiblemente por la ausencia de imágenes milagrosas en su entorno.88 Con todo, y a pesar de su importancia, se dedicaba muy poco dinero para las fiestas de esos protectores, salvo cuando llegaba la desgracia. Esto se debió sin duda a la multiplicación del aparato ceremonial a lo largo del año y a la existencia de festejos que absorbían grandes sumas de dinero, como el del Corpus Christi, en el que se gastaba tanto como en todos los otros juntos. Un segundo factor fue también la competencia que los santos tenían en la protección del espacio urbano por parte de las imágenes milagrosas consideradas más poderosas. En México, Remedios y Guadalupe eran preferidas siempre respecto a los santos en la solución de las catástrofes mayores.89 A menudo la promoción de tales juras no partió de los ayuntamientos sino de las órdenes religiosas, con las cuales a veces aquellos tuvieron conflictos. En 1647 la república de españoles de San Luis Potosí (aún no constituida en ayuntamiento) intentó trasladar la fiesta de san Nicolás Tolentino desde la iglesia de San Agustín (su titular) a la parroquia. Ese santo había sido elegido patrono del real de minas en 1629, y los españoles pretendían controlar su culto, lo que provocó una enorme oposición de los frailes. El procurador de los agustinos consiguió del virrey conde de Salvatierra que se mantuviera la costumbre y el convento conservó su fiesta.90 88 Alfonso Martínez Rosales, “Los santos jurados…”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas..., p. 91. 89 Pierre Ragon, “Los santos patronos…”, Historia Mexicana, vol. lii, núm. 2, pp. 361- 389. 90 A. Martínez Rosales, “Los santos jurados…”, en M. Ramos y C. García (eds.), op. cit., p. 98. Es curioso que eso no pasara con san Antonio de Padua, el otro patrono jurado en 1645 y que poseían los franciscanos en su convento.

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A pesar de esos conflictos, cuando se trataba de elegir a unos santos sobre otros como protectores influían las opiniones de las diversas corporaciones urbanas, teniendo en cuenta siempre las características particulares de cada santo. De hecho algunos de ellos se convertían en símbolos emblemáticos para encarnar aspiraciones especiales a causa de su carácter “universal”. Uno de los casos más significativos fue el de santa Rosa de Lima.91 Esta terciaria dominica y criolla, canonizada en 1671 después de un meteórico proceso, se volvió tan importante para las ciudades del virreinato que en ellas se multiplicaron sus imágenes y retablos a todo lo largo del territorio y se le dedicaron templos y personas, siendo el nombre de Rosa muy popular desde entonces. Quizás por el hecho de no haber nacido en ninguna de las ciudades novohispanas y no poderse vincular a alguna de ellas, esta santa se convirtió en un icono utilizado por muchas urbes y no sólo por una. En la capital, el cabildo de la catedral mandó colocar entre 1695 y 1696 un retablo dedicado a la nueva santa en un espacio con fuertes cargas simbólicas, la capilla del beato Felipe de Jesús, con lo cual se la convertía en el segundo timbre de orgullo de la ciudad de México. En las pinturas insertas en ese retablo el pintor Cristóbal de Villalpando desarrolló escenas de la vida de santa Rosa, entre las que cabe destacar una predela en la que se muestra a la niña Rosa, recién nacida, atendida por dos figuras alegóricas tocadas con sendas coronas; en el primer plano está la que lleva la de plata, mientras que la de oro aparece atrás. Si consideramos que el virreinato de México era famoso por sus minas argentíferas de Zacatecas y el del Perú por el áureo Potosí, estamos ante una clara muestra de apropiación, pues es la Nueva España quien arrulla a la pequeña, dejando al Perú detrás.92 Es muy significativo que por esas fechas los dominicos de Azcapotzalco mandarán al mismo Villalpando la elaboración de pinturas similares para un retablo que se colocaría en su templo en ese poblado. Como corporación, los dominicos habían sido importante promotores del proceso de canonización y fueron también ellos los que se dedicaron a expandir el culto a la nueva santa de su orden.93 Rosa de Lima (la única criolla canonizada en el periodo virreinal) pasó a ser la imagen emblemática de la santidad del nuevo continente, orgullo de los dominicos, pero también de todas las ciudades americanas, como la de Puebla, que la nombró patrona en 1673. Otro de estos santos con funciones múltiples fue el jesuita san Francisco Xavier. Bajo su advocación se puso en 1653 una congregación que funcionaba en la parroquia de la Santa Veracruz de la capital, donde se veneraba una reliquia de su cuerpo, y la ciudad de México lo recibió como santo protector propio en 1660. En 1665 Puebla siguió el ejemplo de la capital nombrándolo 91 El más importante estudio sobre esta figura es el de Ramón Mujica, Rosa limensis: mística, política e iconografía en torno a la patrona de América. 92 J. Gutiérrez Haces et al., op. cit., p. 101. 93 Sobre la presencia de Rosa de Lima en México ver Elisa Vargas Lugo, “Proceso iconológico del culto a santa Rosa de Lima”, en Actes du XLIIem. Congrès International des Americanistes, pp. 69-89.



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también por su patrono y San Luis Potosí lo hacía en 1748. En 1708, en la portada del nuevo santuario de la virgen de Guadalupe se colocó a este santo junto a san Ignacio de Loyola, muestra del importante papel que desempeñaron los jesuitas en la promoción de esta imagen.94 San Francisco Xavier es un claro ejemplo de los diversos intereses corporativos que se manifestaban en la promoción del culto a los santos, muestra de que, además de las ciudades, fueron las provincias religiosas las principales interesadas en explotar sus posibilidades propagandísticas e identitarias. Desde 1621, año en que fue recibida en las ciudades novohispanas la beatificación de Francisco Xavier, este santo se convirtió para los jesuitas en el aval que necesitaban para enaltecer sus misiones norteñas, pues al ser el primero en predicar en las Indias orientales habían obtenido para los jesuitas la primacía en todas las Indias. A mediados del siglo xviii también se vinculaba a san Francisco Xavier con América a causa de un encuentro que tuvo el santo en 1546 con Ruy López de Villalobos y su tripulación, los primeros novohispanos en arribar a Filipinas. Una narración mencionaba que estos navegantes habían sido favorecidos por el santo al llegar a la isla de Amboina, donde este se encontraba predicando, y él les dio ayuda material y espiritual, confortando al mismo capitán a la hora de su muerte. En esa expedición iba además Cosme de Torres, el brazo derecho del santo en la penetración a Japón. El oratoriano Cayetano Cabrera Quintero aseguraba en 1746 que san Francisco Xavier era el misionero que necesitaba México para defender su salud y si “las distancias del oriente le impedían viniese en persona a Nueva España, dispuso Dios que todo casi lo que era Nueva España en aquel tiempo, le fuese a buscar hasta el Oriente, y en la isla de Maluca ya los aguardaba su peregrino protector”.95 A lo largo del siglo xvii la hagiografía jesuítica vinculó a Francisco Xavier con el apóstol Santo Tomás, primer evangelizador del Oriente, a quien él veneraba y cuya tumba visitó, haciéndolo continuador de la obra del santo enviado de Cristo. Al nuevo santo Tomás se le consideró el apóstol de las cuatro partes del mundo y así se le representó a menudo bautizando a nativos de América, Asia y África. En la portada de Florencia citada arriba aparecía representado junto con san Francisco de Borja como los dos apóstoles de las Indias, pues este último fue el primero en enviar misioneros a América. El mismo Florencia relacionaba esta primera misión jesuítica con una profecía atribuida a santo Tomás sobre la evangelización de Oriente y Occidente.96 El cronista jesuita Andrés Pérez de Ribas atribuía al santo la conversión de los indios sinaloenses y desde el cielo había promovido el bautizo de párvulos y adultos.97 94

Ibid., p. 209. Cayetano Cabrera Quintero, Escudo de armas de la ciudad de México. Celestial protección de esta nobilísima ciudad de la Nueva España y de casi todo el Nuevo Mundo. Edición moderna de Víctor M. Ruiz Nautal, México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1981, pp. 171, 344 y 345. 96 J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en San Francisco Xavier en las artes. El poder de las imágenes, pp. 200-233. 97 Andrés Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe..., p. 437. 95

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El tema llegó hasta el siglo xviii como se puede observar en la contraportada del catecismo de Ripalda publicado y traducido al náhuatl en México en 1758 por el jesuita criollo Ignacio de Paredes, en el cual san Francisco Xavier se dirige a un grupo de niños con rasgos chinescos portando una campanilla en una mano y un catecismo en la otra. Detrás del santo un niño indígena está acompañado por un Moctezuma empenachado y con bigote. Jaime Cuadriello interpreta esta presencia como un claro referente al uso catequístico que se le daría al texto en náhuatl, pero también a un ataque de los jesuitas a los clérigos seculares promotores de la castellanización de la enseñanza a los indios. Es por demás significativo que el libro esté dedicado al arzobispo Manuel Rubio y Salinas, el último de los protectores episcopales de la Compañía, pero también uno de los promotores de la extinción de las lenguas nativas en aras de la castellanización.98 Esta presencia episcopal es muestra de que existía un tercer sector inclinado a promover tales cultos: las autoridades virreinales. La combinación de intereses corporativos, la preocupación oficial y la propaganda jesuítica pueden verse muy claramente en el caso de san Francisco de Borja, noble español y tercer general de la Compañía. En 1640, con motivo de los festejos de recepción del virrey marqués de Villena y duque de Escalona, se representó una Comedia de san Francisco de Borja escrita por el jesuita poblano Matías de Bocanegra (1610-1668). Lo insólito del acto fue que su puesta en escena se hiciera en un ambiente secular, caso raro para este tipo de obras, y dentro de una celebración organizada por el cabildo de la capital y no por la Compañía de Jesús. Aún más significativo fue que al mismo jesuita se le encargara el relato de los festejos (Viaje del marqués de Villena por mar y tierra a Nueva España), que sería impreso en México en 1641.99 Es cierto que el atractivo de Borja para un público laico, y con motivo de la recepción de un marqués y duque, era su prosapia de grande de España y que los duques de Gandía y de Escalona estuvieran emparentados; pero también es muy significativo que el jesuita poblano haya aprovechado sus influencias en la corte virreinal para introducir un tema propio de su orden, a nueve años de la beatificación de Borja (1631), como parte de una campaña publicitaria encaminada a dar prestigio a la Compañía ante el nuevo virrey. Unas décadas después, en 1672, Francisco de Borja se volvió a hacer presente con motivo de los festejos de su canonización, que coincidieron con los cien años de la llegada de los jesuitas a México, llegada que el mismo santo festejado había promovido cuando fue general de la orden. El espectáculo fue de nuevo un auténtico despliegue de propaganda hacia la Compañía, pero también de exaltación de la capital del virreinato y de sus símbolos indígenas, como veremos. En el sermón de clau98

J. Cuadriello, “Xavier indiano o los indios sin apóstol”, en op. cit., pp. 228 y ss. Matías de Bocanegra, Comedia de san Francisco de Borja a la feliz venida del excelentísimo señor marqués de Villena, virrey de esta Nueva España. Ver el texto de la comedia y una interesante introducción en Elsa Cecilia Frost, Teatro profesional jesuita de siglo xvii. 99



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sura encargado a Antonio Núñez de Miranda, quien comparó a Borja con uno de los planetas del universo, lo llamó cuasi obispo y terminó con la atrevida aseveración de que Cristo había sido el primer jesuita. Para que quedara en la memoria tan suntuosa celebración y para reforzar el aparato publicitario, un jesuita anónimo escribió la relación de los festejos que fue publicada en ese mismo año de 1672 con el título de Festivo aparato, siendo el mecenas de esta edición el virrey marqués de Mancera, a quien estaba dedicado.100 Un último ejemplo de cómo los jesuitas supieron adaptar sus discursos de santidad a los ámbitos corporativos y oficiales urbanos es el de san Juan Nepomuceno. Este canónigo de la catedral de Praga nacido en el siglo xiv había sido ahogado en el río Moldavia por resistirse a los caprichos del celoso rey Wenceslao, quien quería averiguar los secretos de su mujer por medio de su discreto confesor. Con el descubrimiento de la lengua incorrupta del mártir, al realizarse su exhumación en la catedral de San Vito de Praga en 1719, se iniciaría una devoción acentuada por el meteórico proceso de beatificación (1721) y canonización (1729). El culto a este santo que los jesuitas checos y silesios habían promovido ante Roma, se introdujo de inmediato en Nueva España gracias a la llegada de numerosos jesuitas de esas regiones destinados a las misiones de California y a la promoción de los sacerdotes locales, como Juan Antonio de Oviedo, quien publicó en 1727 una vida del santo, y del padre Clavijero, que tradujo del italiano otra en 1762.101 Reconocido como el patrono de la buena fama y del secreto de confesión, san Juan Nepomuceno fue acogido muy pronto por diferentes corporaciones como su protector, pero también como un símbolo del poco fruto que contra él y sus seguidores podían obtener la maledicencia, la murmuración, la difamación y la calumnia. En 1724 los oidores de la Audiencia formaron una congregación bajo su advocación por considerarlo abogado imparcial, quizás frente a los ataques que sufrían por parte de los visitadores del rey en esas fechas. Entre 1740 y 1743 el Real Colegio de Abogados de la capital y el Claustro de Doctores de la Universidad de México lo proclamaron su patrono; los últimos posiblemente por la libertad que exigían frente a la ingerencia del rector en turno o de un virrey autoritario. Desde antes de su canonización a Nepomuceno se le representó con su sobrepelliz de clérigo, la palma del martirio en una mano y su lengua incorrupta en la otra. Este miembro se volvió un talismán contra todo lo negativo que salía de las bocas como chismes, injurias, comentarios ponzoñosos e infundados y difamaciones de todo tipo. En algunas de sus representaciones, de la lengua salía un rayo que fulminaba serpientes, loros y monstruos. El 100 Véase Anónimo, Festivo aparato con que la provincia mexicana de la Compañía de Jesús celebró en esta imperial corte de la América septentrional los inmarcesibles lauros y glorias inmortales de san Francisco de Borja. 101 Véase J. Cuadriello, “El padre Clavijero y la lengua de san Juan Nepomuceno”, en Homenaje a Juana Gutiérrez Haces.

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aval universitario le agregó un birrete doctoral y con él su asociación con el conocimiento teológico. El clero secular, por su parte, lo tomó como un símbolo de su labor pastoral, representada por el sobrepelliz y de su celo en guardar el secreto de confesión. Pronto sus imágenes y altares se difundieron por todo el ámbito novohispano, en los coros de las catedrales (Puebla y Valladolid) y basílicas (como en la de Guadalupe), en las iglesias de los monasterios de las religiosas (la de la Compañía de María conocida como La Enseñanza en la ciudad de México) o en lejanos pueblos como el de Santa María Tonantzintla, en donde un altar dedicado a san Juan Nepomuceno fabricado entre 1750 y 1759 muestra la escultura de este mártir rodeado de los santos emblemáticos de los jesuitas (san Ignacio, san Francisco de Borja, san Francisco Xavier, san Estanislao de Kotska y san Luis Gonzaga).102 Es por demás significativa la manera como tal advocación llegó a las comunidades indígenas, muestra de los variados mecanismos por los cuales circulaba la devoción a los santos. A causa de la deficiente administración parroquial los obispos encargaron a los miembros de la Compañía realizar durante la Cuaresma misiones en los pueblos de visita, en las rancherías y haciendas para conseguir con sus predicaciones la conversión de los pecadores, la confesión y obtención de los jubileos, lo cual era aprovechado también para la difusión de sus santos y devociones.103 Frente a santos como Francisco Xavier, Juan Nepomuceno, Juan de la Cruz o Rosa de Lima, cuyos promotores procedían de las más diversas instancias corporativas y oficiales, estaban aquellos que representaban intereses más particulares de las diversas corporaciones que los veían como elementos de cohesión institucional. A partir de 1700 la imagen de san Pedro, figura emblemática del poder episcopal, recibió un gran impulso por parte de los cabildos catedralicios.104 El ayuntamiento de la ciudad de México siguió festejando a san Hipólito como su patrono, aunque para principios del siglo xviii su fiesta había sufrido una notable decadencia, pues la nobleza criolla prefería desfilar en sus carruajes y no en caballos como se hacía antes, además de haber trasladado al ámbito doméstico y privado los ostentosos gastos. La universidad celebraba las fiestas de santa Catalina de Alejandría el 25 de noviembre (el primer acto público del nuevo rector) y de la Inmaculada (que se celebraban en enero, el domingo posterior a la octava de Epifanía, y era independiente de la que el resto de la Iglesia festejaba el 8 de diciembre), con todas las instancias que actuaban dentro del recinto universitario (audiencia, cabildo catedralicio y provincias religiosas). El consulado de comerciantes veneraba también a la Inmaculada y a san Francisco como sus 102 El capuchino fray Francisco de Ajofrín, quien vivió en la zona de Cholula varios meses y visitó Tonanzintla en 1763, sólo menciona la escultura de Nepomuceno entre las muchas que existían en el templo. Francisco de Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo xviii, vol. ii, p. 201. 103 A. Rubial García, Santa María Tonantzintla: un pueblo, un templo. 104 Véase P. Ragon, Les saints et les images du Mexique: xvie-xviiie siècle.



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patronos. El Santo Oficio le rendía culto a san Pedro de Verona, a quien estaba consagrada también su cofradía. Las diferentes provincias religiosas promovían a sus santos fundadores (san Francisco, santo Domingo, san Agustín, santa Teresa, san Ignacio y san Ramón), cuyas imágenes engalanadas con joyas salían en procesión por las calles durante la fiesta del Corpus Christi y en otras celebraciones. Además, todo convento o colegio poseía series de lienzos donde se narraban sus vidas y milagros y en los templos administrados por las órdenes se desplegaban en suntuosos retablos sus esculturas y las de sus seguidores canonizados. Finalmente, para las comunidades indígenas los santos también siguieron siendo importantes símbolos corporativos. A lo largo de la era barroca todos los poblados de indios gastaban enormes peculios en las fiestas de sus santos patronos, cuya devoción estaban obligados a subvencionar los cabildos. Pátzcuaro celebraba a san Pedro y san Pablo en una capilla edificada en la cima de una isla del lago, en conmemoración de la conversión del cazonci a la fe católica, y toda la población se trasladaba en canoas desde la ciudad “con música e invenciones”.105 Junto con la fiesta, el otro medio básico de difusión del culto a los seres celestiales fueron las imágenes, uno de cuyos modelos, el que representa con mayor claridad la relación entre los santos y el corporativismo religioso, es aquel denominado “de patrocinio”. En él, las figuras de santos o advocaciones marianas (como el Rosario, el Carmen, la Merced o Guadalupe) protegen bajo su manto a familias, autoridades civiles y eclesiásticas, cofradías u órdenes religiosas. Es muy significativo que estas representaciones se comiencen a dar precisamente en el momento en el que se está afianzando la identidad criolla y se multipliquen durante el siglo xviii, en tanto que en el mundo europeo tienden a desaparecer en la iconografía hasta extinguirse por completo.106 Los “patrocinios” más comunes eran aquellos que mostraban a la Virgen protegiendo bajo su manto a una orden religiosa representada tanto por sus fundadores, como por sus miembros vivos, siendo las más numerosas las de los carmelitas y los dominicos, que aparecen representados en grupos compactos. En el siglo xviii las composiciones de los “patrocinios” ampliaron sus espacios; bajo el manto protector se colocaron mayor número de gente y a menudo los rostros antes estereotipados se convirtieron en retratos. Al mismo tiempo se concentró la atención en unas cuantas figuras protectoras, entre las cuales la de san José tuvo una presencia sobresaliente. De patrono de Nueva España (desde el Segundo Concilio Provincial de 1555) el padre putativo de Jesús, patrono de la buena muerte, pasó a ser tutelar de los dominios españoles en 1676 y modelo de patriarca, sabio y con105 Carlos Salvador Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca: poder político y conflictos en el Michoacán colonial”, Anuario de Estudios Americanos, 65-1, p. 114. 106 Véase Marcela Corvera Poire, El patrocinio. Interpretaciones sobre una manifestación artística novohispana.

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sejero de los reyes, sin dejar su más popular (y accesible a la identificación mestiza) oficio de carpintero. En el siglo xviii los novohispanos lo representaron coronado y lo volvieron símbolo de su virreinato, pues, como su homónimo José, virrey de Egipto, era considerado gobernador de Nueva España. En estas tierras fue común pintar bajo su manto protector a las jerarquías civiles y eclesiásticas.107 Un ejemplo de estas imágenes se encuentra en el colegio jesuítico de Tepotzotlán, donde aparecen representados el rey Felipe V y el papa Clemente XII con sus séquitos de eclesiásticos jesuitas y laicos venerando a este patrono de Nueva España. El cuadro pintado por José de Ibarra en 1735 representa un aparato idealizado de dominación simbólica. Al poner al rey y al papa como pilares de la sociedad, se sacraliza al poder espiritual y temporal que tales figuras representan, aunque en esos tiempos la relación entre ambos estaba lejos de ser tan armónica como se pinta. Tiempo después, el concordato de 1753 entre la monarquía española y la santa sede reforzaba los controles del rey sobre la Iglesia dentro del todo el imperio. Por otro lado, la presencia de los jesuitas detrás del papa no deja de ser significativa, sobre todo por los ataques que la Compañía de Jesús comenzaba a sufrir por parte de la nueva política regalista que la llevaría hasta su expulsión de los dominios españoles unos años más tarde. La mayoría de los patrocinios fueron pintados para ser colocados en los templos y conventos, espacios públicos donde el valor social de representación podía tener influjo sobre sus destinatarios: los fieles y las comunidades religiosas. Entre las corporaciones de regulares (provincias) y seculares (cabildos catedralicios) se libraba lo que Norbert Elias llamó “una incesante lucha de competencia por las oportunidades de status y prestigio”.108 Junto con las imágenes de “patrocinio”, el otro modelo iconográfico que permitió integrar la representación de la sociedad en el espacio del imaginario fueron los denominados “cuadros de ánimas”, frente a los cuales se celebraban misas por los difuntos. Los principales promotores de estas obras, las cofradías de ánimas y las provincias religiosas, buscaban con ellos un doble objetivo: reforzar la creencia en el Purgatorio (atestiguada por las visiones de monjas y beatas), para promover las limosnas que como capellanías o como bulas de Santa Cruzada recibían la Iglesia y el Estado; y publicar el poder intercesor de la Virgen, de san Miguel y de los santos para sacar a los fieles de tan enojoso trance, así como el de los objetos (escapulario carmelita, cordón franciscano, rosario dominico o cinto agustino) promovidos por cada orden religiosa como ayuda para salir del trance. Reforzadas por sermones y escritos, los cuadros de ánimas tenían carácter devocional, pero también didáctico para orientar las conciencias, promover conductas virtuosas y evitar las viciosas. A veces los donantes se ha107 J. Cuadriello, “San José en tierra de gentiles…”, Memoria. Revista del Museo Nacional de Arte, núm. 1, pp. 5 y ss. 108 Norbert Elias, La sociedad cortesana, p. 88.



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cían retratar en ellas por una limosna (pues las cofradías de ánimas no poseían rentas), pero generalmente las figuras representadas eran arquetípicas: personajes desnudos, gesticulando, con expresiones faciales y posturas corporales que denotaban resignación, sufrimiento y petición. Algunas de esas almas portaban atributos de poder (coronas, mitras o tiaras), otras la tonsura que distingue a los clérigos de los laicos, pero tales atributos no eran signos de jerarquía sino de igualdad escatológica. En el Purgatorio, a diferencia de lo que pasaba en la sociedad, se hacía efectivo el dogma de la comunión de los santos. Ahí las tres Iglesias que formaban el Cuerpo Místico de Cristo (la triunfante que habitaba en los cielos, la militante que vivía en la tierra y la purgante que penaba sus culpas) se comunicaban en una perfecta armonía, libres de las diferencias sociales y étnicas.109 En ocasiones, en las predelas de los cuadros, aparecían plasmados actos litúrgicos que las cofradías realizaban ante los altares de ánimas con misas, procesiones y ofrendas. Con estas prácticas los habitantes de las ciudades novohispanas (españolas e indígenas) rindieron un culto abierto a los santos que la cristiandad avalaba como efectivos. Sus imágenes pintadas o de bulto eran objeto de una extendida devoción doméstica en todos los sectores sociales urbanos y rurales. En los hogares, de pobres o de ricos, existía un altar familiar con numerosas estampas impresas a las que se les ofrendaban cirios, que eran también colocadas en la cabecera del lecho, en cofres y armarios y detrás de las puertas para preservar los lugares del mal y para traer fortuna y salud. Hasta las parteras ponían grabados de san Ignacio o de san Ramón sobre el vientre de las parturientas para ayudarlas a bien parir, y las hechiceras utilizaban las estampas de varios santos en sus hechizos. El gran consumo de estampas provocó incluso que muchos impresores utilizaban las láminas con que habían hecho las portadas de libros para hacer impresiones sueltas y venderlas como estampas a los fieles y, a menudo, los comerciantes las regalaban como “pilón” en la compra de mercancías. Un uso similar tenían las imágenes religiosas grabadas en novenas, patentes, contratos y sumarios de gracias e indulgencias de las cofradías, coplas, loas, gozos y gacetillas y los escapularios. Las reliquias y las imágenes de los santos, además de funcionar como amuletos con poderes taumatúrgicos, fueron signos que vincularon a la heterogénea población novohispana a un espacio cultural común. Con los ritos realizados alrededor de ellas, esos objetos adquirían un nuevo valor simbólico que actualizaba su poder de hacer milagros y aseguraba la protección divina. Precisamente para dar testimonio de un hecho milagroso y agradecer al santo por cuya intercesión se había obtenido tal dádiva de Dios fueron creados los exvotos o retablos de gratitud, que constituían una respuesta individual ante un favor recibido y eran producto de la devoción popular. Muchas dolencias, accidentes y calamidades ocasionadas por epidemias y terremotos quedaron impresos y minuciosamente descritos en sus imágenes y cartelas 109

Jaime Ángel Morera González, Pinturas coloniales de ánimas del Purgatorio, pp. 71 y ss.

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en las que se resalta la imposibilidad de una solución natural a tales desgracias. Aunque a veces ostentaban la firma de artistas conocidos, los exvotos eran por lo general obras anónimas, mientras que sus patrocinadores aparecían siempre con sus nombres. A pesar de la mediatización de los clérigos, son estos beneficiados, su fe y el prodigio los actores de la escena. En el exvoto “el doliente, la súplica y la respuesta del santo parecen ser tres momentos y tres espacios distintos en una secuencia narrativa”.110 Los exvotos virreinales que se conservan, sin embargo, no nos muestran como beneficiados a los grupos marginados. En los de curación de enfermedades (que son los más numerosos) aparecen mercaderes y terratenientes, o sus esposas, en sus lechos de dolor ricamente cubiertos de doseles y damascos, detrás de decorados biombos y asistidos por una nutrida concurrencia: sirvientes, hombres y mujeres prominentes, médicos solícitos y sacerdotes beneficiados por sus dádivas testamentarias. El mismo nivel económico presentaban los liberados de la muerte segura por accidentes, entre los que ocupan un lugar destacado las caídas del caballo. Incluso en los “retablos” que parecerían tener un carácter más popular debieron ser encargados por gente acomodada. No podía ser de otra forma dado el costo que debieron tener esas obras de arte y la dificultad de los miserables para sufragar un gasto así. El exvoto, a pesar de su carácter privado, se colocaba en un ámbito público y también servía para dar prestigio a quien lo había encargado. Entre todos los símbolos utilizados por las sociedades novohispanas, los santos constituyeron el puente de unión más importante entre el ámbito público y el privado, entre el espacio rural y el urbano, entre el mundo español y el mundo indígena. Su presencia fue posiblemente el instrumento más apropiado para generar identidades compartidas en la era barroca. Pero la santidad tuvo otro influjo mucho más importante al constituirse en una de las principales pruebas de la madurez espiritual de un territorio o de una institución. Esto se volvía más notorio al comparar las cristiandades europeas llenas de santos, con las americanas, donde prácticamente no los había. El no tener santos reconocidos por la Iglesia católica generó en los sectores corporativos novohispanos la necesidad de demostrar que estaban a la altura de los europeos, pues sus espacios habían producido frutos de santidad. Más aún en un ambiente en el que el culto de aquellos santos europeos reconocidos por la Iglesia católica era público y ostentoso, mientras que los venerables locales sólo tenían el aval de la veneración privada de sus fieles. En este sentido se hacía inminente la necesidad de dar a conocer al mundo católico esas manifestaciones de santidad local, y en ello las instancias más activas fueron de nuevo las corporaciones urbanas y las provincias religiosas.

110 Pilar Gonzalbo Aizpuru, “Lo prodigioso cotidiano en los exvotos novohispanos”, en Dones y promesas. 500 años de arte ofrenda, p. 58.



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5. Santos, reliquias e imágenes en la construcción de las patrias urbanas

Corona son de nuestra patria, la muy noble y opulenta ciudad de Santiago de Querétaro, los espirituales triunfos que siguió en su vida la madre Antonia de San Jacinto, y para que sus hechos admirables sean gloria de nuestra patria los pongo en manos de Vuestra Merced, que por muchos títulos merece el nombre de padre de ella, no sólo por lo que sus ilustres progenitores, a expensas de su sangre y hacienda, trabajaron en su primera población y conquista […] sino principalmente por las insignes obras de su piedad generosa, que son verdaderamente obras de padre.111

Con estas palabras el jesuita queretano Juan de Robles iniciaba en 1685 la dedicatoria del sermón fúnebre en el aniversario de la muerte de su compatriota sor Antonia de San Jacinto, descendiente de las linajudas familias Sotomayor y Altamirano, profesa en el monasterio de Santa Clara de Querétaro y famosa por sus ayunos, por el rescate que hizo de ánimas del Purgatorio y por los ataques demoniacos que sufrió. El epígrafe también muestra a otro personaje, tan importante como la celebrada monja, el patrocinador de la edición, Juan Caballero y Ocio, rico ganadero que después de desempeñar funciones militares y de justicia profesó como clérigo secular.112 En 1689, el mismo mecenas pagaba a su costa la edición en la ciudad de México de otro texto que describía vida, virtudes y milagros de la ilustre religiosa. Su autor, el franciscano José Gómez, describió en él los concurridos festejos de su aniversario luctuoso, los milagros que realizaron sus reliquias y la traslación de su cuerpo al altar de San Miguel.113 Para una sociedad tan obsesionada por el temor a un Dios justiciero, las religiosas, esposas de Cristo, eran intercesoras para aplacar la ira divina dispuesta a aniquilar a los pecadores. Como señalaba Juan de Robles: “estas santas religiosas que le están deteniendo el brazo [a Cristo] y castigando en sus cuerpos inocentes los excesos de los vuestros desenfrenados”.114 Su principal función social era pedir a su esposo que no enviara epidemias, inundaciones y terremotos, por lo que gracias a ellas las ciudades estaban protegidas y menos expuestas a las catástrofes. Pero las religiosas santas eran no sólo protectoras, sino también un timbre de orgullo, pues la mayoría eran criollas que habían practicado sus virtudes y desarrollado su actividad milagrosa en la ciudad donde nacieron; a diferencia de los frailes y otros regu111 Dedicatoria a don Juan Caballero y Ocio. Juan de Robles, Oración fúnebre, elogio sepulcral en el aniversario de la... madre Antonia de San Jacinto, religiosa... del convento de Santa Clara... de Querétaro. 112 Eduardo Loarca Castillo, Don Juan Caballero y Ocio: gran benefactor de Querétaro. 113 Fray José Gómez, Vida de la venerable madre Antonia de San Jacinto... 114 J. de Robles, op. cit., p. 4.

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lares, cuyas vidas servían para exaltar instancias más universales como lo eran las órdenes religiosas, las monjas pertenecían a ámbitos más particulares, los monasterios de clausura, enclaves urbanos promovidos por las oligarquías locales formadas por terratenientes y comerciantes. Entre 1731 y 1738 aparecieron impresas en México otras dos vidas de monjas queretanas, ambas del convento de capuchinas de San José de Gracia: una, dedicada a la madre Marcela Estrada y Escobedo, monja mexicana de la capital, fundadora y abadesa del convento muerta en 1728, a quien el autor Juan Antonio Rodríguez (capellán del monasterio) consideraba tanto un “nuevo esplendor de esta nobilísima ciudad, como ornamento de la corte de México y astro de primera magnitud de su seráfico cielo”. Otros cuatro sermones fúnebres fueron impresos en los años sucesivos a las muertes de otras tantas monjas fundadoras del monasterio que, como creación póstuma de Juan Caballero y Ocio, recibió una especial atención de la congregación de Guadalupe por él promovida. Uno de sus miembros, el acaudalado Juan Antonio Urrutia, marqués del Villar del Águila, se hizo cargo, con otros, de la edición de esos sermones.115 Al igual que Querétaro, Oaxaca también se distinguió por la promoción de sus religiosas santas. El caso más eminente fue el de sor María de San Joseph, una monja agustina recoleta poblana, dirigida por el obispo Fernández de Santa Cruz, connotada escritora mística y visionaria y una de las fundadoras del monasterio de Nuestra Señora de la Soledad en Oaxaca en 1697. Dicha fundación había sido promovida por el obispo Isidro de Sariñana y el arcedeán Pedro de Otálora Carvajal entre 1684 y 1694, y afianzaba la construcción del nuevo santuario donde se veneraba la milagrosa imagen de la virgen de la Soledad, patrona de Oaxaca. Con el apoyo de la cofradía encargada del culto, el obispo y el arcedeán habían conseguido limosnas para levantar un suntuoso templo (terminado en 1690) y un monasterio suficiente para albergar a trece religiosas pobres y a otras veinticuatro pretendientes con dote. Este edificio se terminó alrededor de 1695, pero fue abierto hasta dos años después, con la llegada de las fundadoras poblanas.116 Durante los veintidós años que vivió en Oaxaca, sor María pronto se destacó entre todas las otras monjas llegadas de Puebla como maestra de novicias; continuo escribiendo y teniendo visiones y recibió el apoyo incondicional de los dominicos y del nuevo obispo Ángel Maldonado, quien fue su 115 Juan Antonio Rodríguez, Vuelos de la paloma: elogio de la M. R. M. Marcela Estrada y Escobedo, fundadora y abadesa del convento de Capuchinas de la ciudad de Querétaro, p. 2. Josef María Zelaa e Hidalgo hace mención de estas cuatro ediciones (Glorias de Querétaro, en la fundación y admirables progresos de la muy ilustre y venerada congregación eclesiástica de presbíteros seculares de María Santísima de Guadalupe, p. 73). Manuel de las Heras, Mística piedra cuadrada fundamental del ejemplar edificio del religiosísimo convento de San José de Gracia de la ciudad de Querétaro... La madre Petra Francisca María. 116 María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas, fundaciones en el México virreinal, pp. 273 y ss.



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confesor y gran admirador de sus virtudes. A la muerte de la religiosa en 1719, durante la misa de funerales en la iglesia de la Soledad, fue necesaria la intervención de la fuerza pública a causa del asedio de las multitudes sobre el cadáver para llevarse reliquias. El obispo Maldonado encargó al dominico criollo fray Sebastián Santander y Torres, quien predicó el sermón fúnebre, la elaboración de una Vida de la monja (que incluyó abundantes párrafos de su propia autobiografía espiritual) y la edición de unas Estaciones devocionales a la Virgen escritas por ella.117 El Sermón fue impreso en Puebla, la Vida recibió dos ediciones, una en México y otra en Sevilla, mientras que las Estaciones fueron publicadas en numerosas ocasiones en esos tres lugares. A pesar de poseer una imprenta (el mismo Santander ya había publicado en ella en 1720 el sermón fúnebre de la dominica sor Jacinta María de San Antonio), Oaxaca era un centro cuyo taller tipográfico no era muy importante y la promoción de su venerable debía hacerse en las otras capitales.118 Detrás de esta promoción editorial también estaba el mismo obispo Ángel Maldonado, quien inició el proceso de beatificación enviando a Roma unas informaciones.119 Al igual que pasó con la vida de sor María de San Joseph, la mayor parte de los textos hagiográficos iban dirigidos a conseguir la apertura de procesos de beatificación, pero, salvo uno, no hubo en Roma interés por escuchar las promociones llegadas de Nueva España. El único caso provino de Puebla, que desde 1676 inició el proceso de una de sus religiosas más ilustres: sor María de Jesús Tomellín. En 1676, el canónigo de la catedral de Puebla, Francisco Pardo, publicaba bajo los auspicios del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz la vida de esta monja que había vivido medio siglo antes en el monasterio de la Concepción y había asombrado a sus compatriotas con sus visiones y milagros. En tiempos del clérigo Pardo, la gente aún iba al torno del monasterio a solicitar polvo de su sepultura y trozos de su hábito para diversos usos, pues con ellos se evitaban heladas en los campos, se aumentaban las cosechas esparciéndolo sobre la tierra y se curaban las enfermedades sólo con tomarlos disueltos en agua.120 La religiosa muerta en olor de santidad, considerada por Pardo el corazón de Puebla, había sido propuesta para su beatificación a la Sagrada Congregación de Ritos en Roma, siendo sus 117 Sebastián Santander y Torres, Vida de la venerable madre sor María de San Joseph, religiosa agustina recoleta de Santa Mónica de Puebla y la Soledad de Oaxaca. 118 S. Santander y Torres, Sermón fúnebre que en las honras de la venerable madre Jacinta María de San Antonio, religiosa del convento de Santa Catarina de Sena de esta ciudad de Oaxaca predicó… Edición facsímil moderna: México, Universidad Autónoma Benito Júarez / Verdehalago, 1999. 119 Kathleen Myers, Word from New Spain. The Spiritual Autobiography of Madre María de San Joseph (1656-1719). Era excepcional que los escritos de las monjas fueran impresos, por lo que su impacto social dependió de la inserción de textos manuscritos elaborados por ellas en las obras difundidas por sus confesores. 120 Francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas…, Prólogo al lector, fol. 6.

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principales promotores los cabildos civil y eclesiástico y los obispos poblanos. La biografía sirvió además a Pardo para exaltar a Puebla, su ciudad natal, con estas palabras: “No se qué deliciosas dulzuras tiene el amor de la patria [...] que se lleva lo más del afecto [...] y especialmente si en las circunstancias del nombre trae consigo la etimología de la patria anuncios de la mayor dicha, indicios de un superior empleo y cifras de felicidades gloriosas [...] Puebla es [...] cielo de ángeles en la tierra”.121 En 1688, cuatro años después de que se inició en Roma el proceso de sor María, moría en Puebla otra mujer asombrosa, Catarina de San Juan, una esclava de la India que, liberada de sus amos, se había dedicado a servir en la iglesia de los jesuitas. Cuando su cadáver fue sacado de la casucha donde vivía, los poblanos se arremolinaron a su alrededor y comenzaron a despojar el cuerpo muerto de su mortaja para llevársela como reliquia, y una vez en el templo de la Compañía, donde sería sepultada, los más honorables miembros de la sociedad poblana se abalanzaron sobre el cadáver para arrancarle a pedazos mortaja, orejas, dedos y cabellos.122 Al poco tiempo la Compañía de Jesús se hizo cargo de iniciar un proceso de beatificación; por sus instancias se editó uno de los sermones fúnebres que se dijeron en sus honras y una extensa biografía en tres volúmenes fue impresa entre 1689 y 1692.123 A pesar de que el proceso fue detenido por la Inquisición y su hagiografía fue retirada de la circulación, la devoción popular hacia su persona continuó y sus retratos eran venerados en los altares domésticos, a pesar de las prohibiciones inquisitoriales y que Roma no había aún dado su anuencia para rendirle culto público. Junto con Catarina y sor María, los poblanos también veneraban a sor Isabel de la Encarnación, monja del convento de las carmelitas descalzas que tuvo una vida de sufrimiento atormentada por la presencia constante de tres demonios. Sus biógrafos y confesores, el jesuita irlandés Michael Wadding (Miguel Godínez) y el presbítero poblano Pedro de Salmerón, describieron su vida con base en los materiales que les facilitó la compañera de la venerable sor Francisca de la Natividad.124 A fines del siglo xvii su culto ya estaba tan extendido que las monjas y los carmelitas mandaron hacer retratos de ella, uno de los cuales recibió la atención de la Inquisición, pues 121 Ibid., trat. iv, cap. 1, fols. 260 vta. y ss. Ver también A. Rubial García, La santidad controvertida..., p. 186. 122 Francisco de Aguilera, Sermón en que se da noticia de la vida admirable, virtudes heroycas y preciosa muerte de la venerable señora Catarina de San Joan..., p. 20 vta. y s. 123 Véase Alonso Ramos, Prodigios de la omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la venerable sierva de Dios Catharina de San Joan, natural del gran Mogor... 124 El manuscrito de Miguel Godínez ha sido editado parcialmente por Rosalba Loreto con un estudio introductorio: “Oír, ver y escribir. Los textos hagio-biográficos y espirituales del padre Miguel Godínez”, en Asunción Lavrin y Rosalía Loreto, eds., Diálogos espirituales. Manuscritos femeninos hispanoamericanos. Siglos xvi-xix, pp. 74-116. El texto de Pedro Salmerón fue publicado en el siglo xvii: Vida de la Ven. madre sor Isabel de la Encarnación, carmelita descalza natural de la ciudad de los Ángeles.



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estaba prohibido rendir culto a personas que no habían sido beatificadas. Cuando en 1681 fue nombrado patrono de Puebla el beato Juan de la Cruz, el patronato se asoció con una visión que tuvo la venerable monja en la que el fundador carmelita sobrevolaba la ciudad expulsando a los demonios. Algún tiempo después el cabildo de la ciudad mandaba pintar un cuadro en el templo del Carmen para conmemorar este acontecimiento y en él aparecían representados la monja, el beato y los miembros del cabildo.125 A las tres mujeres se les relacionó con otra de las glorias poblanas del siglo xvii, el obispo Juan de Palafox y Mendoza, quien se interesó en sus vidas, aunque las dos religiosas ya habían muerto cuando él llegó a la sede. Durante la década que fungió como prelado de Puebla (1640-1650), su extraordinaria actividad como fundador del seminario conciliar, la terminación de la catedral y la promoción de obras de caridad, le hicieron ganar el título de “padre de la patria”. A pesar de su conflicto con la Compañía de Jesús y de su ignominioso cambio de sede episcopal, la figura del obispo fue promovida por el clero secular y el cabildo catedralicio como un modelo de prelado. A su muerte, acaecida en 1659, su culto se expandió en Puebla por medio de imágenes a las que se les ofrendaban cirios y se les colocaba en los altares domésticos, junto con las de los santos canonizados. Muy pronto proliferaron las narraciones milagrosas de su vida en el ámbito popular y se le atribuyeron curaciones, ahuyentar tormentas y eliminar mosquitos.126 Por esas mismas fechas fray Diego de Leyba y fray Juan de Castañeira publicaban dos biografías de uno de los personajes más venerados por los poblanos, el lego franciscano Sebastián de Aparicio. Siguiendo la primera biografía escrita por fray Juan de Torquemada y publicada en 1602, estos autores referían el ingreso del hermano a la orden a los setenta y dos años, después de dos matrimonios castos; resaltaban la simplicidad de su vida y su poder sobre las bestias (lo que recordaba el paraíso perdido), y señalaban su incansable actividad de arriero y de limosnero.127 La promoción de este venerable se había hecho por aclamación popular y su proceso de beatificación se había iniciado en 1608 con la anuencia de los franciscanos. En el proceso apostólico abierto en Roma entre 1628 y 1630 se recopilaron testimonios de mil doscientos milagros, siendo la mayoría de los testigos hombres y mujeres laicos. Incluso el encino donde se protegía del mal tiempo a las afueras de Puebla se volvió un lugar de peregrinación, sus frutos y hojas eran solicitados como reliquias y en su entorno se construyó en 1639 una capilla dedicada a Nuestra Señora del Destierro y que comenzó a ser llama125 Véase Doris Bieñko de Peralta, Azucena mística. Isabel de la Encarnación, una monja poblana del siglo xvii. 126 F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, pp. 15, 41 y 202. 127 Véase Diego de Leyba, Virtudes y milagros en vida y muerte del venerable padre fray Sebastián de Aparicio; Juan de Castañeira, Epílogo métrico de la vida y virtudes de el venerable fray Sebastián de Aparicio.

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da “iglesia de San Aparicio”.128 El lugar era tan importante para 1710 que fray Manuel de Mimbela solicitaba que la ermita de Aparicio (donde se veneraba también una imagen de la virgen del Destierro, recién cambiada de lugar por las subidas del río Atoyac) fuera la sede de un hospicio de los franciscanos. Según ellos, el cabildo de la catedral había remodelado recientemente la ermita. Tiempo después, en 1733, unos autos del obispo de Puebla mencionaban que los padres apostólicos del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro también querían fundar un colegio en el mismo lugar, pues era un espacio que se prestaba para recolectar limosnas por la gran cantidad de peregrinos que llegaban allá. En esta solicitud los apoyaba el cabildo de la ciudad, pero el rey se opuso a la fundación.129 Es por demás extraño que, junto con este santuario, los franciscanos no promovieran la veneración del cadáver incorrupto del venerable Aparicio en el templo de San Francisco de Puebla, donde estaba sepultado sin ningún aparato especial. El cronista Vetancurt, al hablar extensamente de su vida y milagros y de que “la ciudad de Puebla lo tiene jurado por Patrón” (lo cual es dudoso) agrega: “su cuerpo está en su caja, entre los demás, entero, fresco y oloroso esperando la resurrección universal”.130 Las reliquias, junto con las imágenes milagrosas, además de funcionar como amuletos con poderes taumatúrgicos, eran signos que vinculaban a la heterogénea población novohispana a un espacio cultural común. Los conventos guardaban de ellos todo tipo de objetos que habían pertenecido a los hombres y mujeres que habían muerto en olor de santidad: toallas y listones con las gotas del aromático sudor que expelían sus cadáveres; telas, flores y sábanas que estuvieron en contacto con los cuerpos de esos venerables; rosarios, escapularios, cilicios, alambres de púas, jubones de cerdas y demás instrumentos de devoción o de penitencia pertenecientes a esos ascetas. Muy a menudo los fieles solicitaban en las porterías de los conventos que se les permitiera tocar con sus rosarios las reliquias que ellos poseían (pues su poder se transmitía por el mero contacto) o que se les regalara un puñado de la tierra de las sepulturas de sus venerables. A veces esas reliquias eran expropiadas de los pueblos indígenas que las guardaban celosamente. El cuerpo de fray Diego de Basalenque, religioso agustino, modelo de prior y de provincial, amado por los indios y por los españoles por sus virtudes, se veneraba en el pueblo de Charo, donde murió, desde 1651. Un año después se descubrió que el cadáver estaba incorrupto, a pesar de la cal con la que había sido enterrado. En 1702, con motivo de la visita pastoral del obispo Legazpi, se le volvió a sacar y el prelado se llevó un trozo de su hábito; en ese entonces fue necesario poner guardia para pro128 P. Ragon, “Sebastián de Aparicio: un santo mediterráneo en el altiplano mexicano”, Estudios de Historia Novohispana, 23, pp. 17-45. 129 agi, Indiferente General, 3054. 130 A. de Vetancurt, op. cit., Menologio, pp. 23 y ss.



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teger al cadáver de la devoción de los frailes. Para 1758, el obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle dio permiso para que el cuerpo fuera llevado al convento de los agustinos de Valladolid, capital de la provincia, recomendando que el traslado se hiciera con gran sigilo para evitar escándalo en el pueblo de Charo. A raíz de este último traslado se hizo un documento médico con la descripción del cuerpo incorrupto y se realizó la reimpresión en Roma de una biografía que fray Pedro Salguero había escrito cien años antes, quizá para promover el proceso de beatificación.131 Por su humildad y por su castidad, dice el cronista Matías de Escobar, “permitió Dios la incorrupción de su cadáver, embalsamándolo quizás con perennes celestiales aromas, con que hasta hoy casi incorrupto permanece”.132 Unos años antes el mismo cronista agustino describía el culto rendido a los restos mortales del obispo de Michoacán Juan José de Escalona y Calatayud, muerto en 1737. Siete años después del deceso se abría su sepultura y, aunque su cadáver se había descompuesto, sus vísceras y sangre, depositadas en un recipiente de madera por los embalsamadores, estaban incorruptas. Fray Matías de Escobar, para demostrar que el prodigio no se debió a causas naturales, escribió un opúsculo de ciento once páginas en el que se incluían testimonios de médicos especialistas y de los embalsamadores. Con una mezcla de cientificismo dieciochesco y de retórica barroca, el autor llega a la conclusión de que el hecho se debió a una especial gracia divina.133 Estos piadosos hurtos no sólo daban a esos cuerpos un carácter sagrado (reforzando la fama de santidad de los que habían sido sus propietarios), sino que además multiplicaban la acción benéfica del cuerpo santo al fragmentar su potencialidad y distribuirla entre un gran número de personas. Como pasaba con la eucaristía al ser dividida, cada parte contenía la fuerza del todo, y con ello la presencia del venerable se introducía en las celdas conventuales y en los hogares familiares y se filtraba hasta los más recónditos resquicios de la vida privada. “Las reliquias se convierten en los instrumentos esenciales que desencadenan la compleja alquimia de los milagros”.134 Fuente inagotable de bienestar material y espiritual, la reliquia detenía epidemias, traía las lluvias, curaba enfermedades, expulsaba demonios y protegía cosechas y animales. Gracias a ella, la fertilidad, la salud y la felicidad de la Nueva España estaban aseguradas. Estos cultos a las reliquias rara vez traspasaron el ámbito donde el venerable ejerció sus actividades; los promotores de las biografías y del culto de tales personajes, en la mayoría de los casos, sólo aspiraban a generar el orgullo de la patria chica, el amor al terruño. Por otro lado, el fenómeno se re131 Véase Pedro Salguero, Vida del venerable padre y ejemplarísimo varón fray Diego de Basalenque. 132 M. de Escobar, op. cit., p. 177. 133 Véase M. de Escobar, Voces de tritón sonoro que da desde la santa iglesia de Valladolid de Michoacán la incorrupta sangre del ilustrísimo Sr. Dr. don Juan José de Escalona y Calatayud. 134 P. Ragon, “Sebastián de Aparicio...”, op. cit., p. 29.

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dujo sólo a las ciudades capitales, aquellas que como Puebla, México, Oaxaca, Valladolid o Querétaro poseían numerosos y ricos conventos masculinos y femeninos, una elite eclesiástica culta relacionada (salvo en Querétaro) con un cabildo catedralicio, una vasta red corporativa de gremios y cofradías, poderosos ayuntamientos y un grupo de terratenientes y mercaderes dispuestos a financiar y a comprar las ediciones y a subvencionar los procesos de esos venerables. La urbe, vórtice que concentraba, expandía y sacralizaba los cultos, era el único espacio que podía hacer de las reliquias símbolos de identidad. La ciudad de México era en este sentido un lugar privilegiado para tales promociones. Sus numerosos monasterios femeninos constituían espacios en los que proliferaba la santidad. Uno de ellos era el de Jesús María, cuyas flores de santidad fueron inmortalizadas por el Paraíso occidental de Carlos de Sigüenza y Góngora, texto escrito por encargo de las monjas para solicitar la ayuda de su patrono el rey de España. El texto dedicó un extenso espacio a la vida de dos religiosas, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación, fundadoras de otro monasterio, el de las carmelitas descalzas de la capital. Además, Sigüenza daba noticia de la existencia de “vestales” en el México prehispánico, vírgenes ofrecidas al servicio de las divinidades, muestra de que en esta ciudad capital la virtud se había dado antes de la llegada del cristianismo. Además de las religiosas, México se enorgullecía de poseer las reliquias del ermitaño Gregorio López, cuya vida ascética había maravillado a la Nueva España del siglo xvi y que después de vivir en Zacatecas, la Huasteca y Oaxtepec había acabado sus días en el pueblo de Santa Fe, cercano a la capital. En 1616, los huesos del ermitaño fueron trasladados en secreto a México por Francisco Losa, amigo y confesor del ermitaño, y depositados en el nuevo convento de las carmelitas descalzas de la ciudad de México, del cual él era capellán. Con el tiempo, la fama y los milagros del ermitaño se multiplicaron, y en 1635 el arzobispo Francisco de Manzo y Zúñiga daba órdenes para una segunda exhumación, después de la cual el cuerpo del venerable fue trasladado a la catedral de México, lugar más apropiado para un futuro beato. El mismo prelado, poco tiempo después, mandaba separar el cráneo para llevárselo a España, ya que el difunto era madrileño.135 Las reliquias de López elevaban su cotización ante la inminente apertura de su proceso de beatificación y su fragmentación y exportación eran sólo una muestra más de la fama de santidad que el ermitaño comenzaba a adquirir. El impulso del culto a Gregorio López estuvo vinculado con una imagen muy popular en la ciudad: el Cristo de Ixmilquilpan, que como vimos había sido expropiada por el arzobispo Pérez de la Serna para sacralizar la fundación del monasterio de las carmelitas descalzas de la capital en 1616. En las últimas décadas de la centuria, al igual que sucedió en sus inicios, el episcopado le dio un nuevo impulso al culto. En septiembre de 1684, Francisco 135

Gil González Dávila, Teatro eclesiástico..., p. 56.



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Aguiar y Seixas bendecía el nuevo templo de las carmelitas construido con el apoyo de un rico mercader, y colocaba al Santo Cristo en una capilla fabricada ex profeso para él. Tiempo después, en 1689, el arzobispo reunía una junta arzobispal que declaraba “por milagro” la renovación del Santo Cristo de Santa Teresa.136 En este contexto apareció publicado en 1688 el primer texto sobre la milagrosa imagen, obra de Alonso Alberto Velasco (1635-1704), capellán de las carmelitas y autor criollo connotado. En él se presenta a la imagen como la protectora de la ciudad de México, al mismo nivel que las vírgenes de Guadalupe y Los Remedios. El autor dice basarse en un cuadernillo escrito por Pedro Zamora, cura vicario de las Minas de Plomo Pobre, fechado en 1621, años después de ocurrido el suceso.137 Una nueva versión de la narración, revisada para un público más amplio, aparecía impresa en 1699, acompañada con oraciones y novenarios y con un nuevo título: Exaltacion de la Divina Misericordia.138 Su gran éxito provocó que en 1724 se realizara una reimpresión de esta obra promovida, como las anteriores, por las mismas religiosas carmelitas y un novenario para los devotos de la imagen escrito por el jesuita Domingo de Quiroga.139 Nuevas ediciones del texto de Velasco en 1776, 1790, 1807, 1810 y 1820, alimentadas por la necesidad de los devotos, y varias más de la novena de Quiroga, son una muestra de la gran popularidad que tuvo el culto en la capital.140 La obra de Velasco construía alrededor de la imagen del Santo Cristo un complejo cúmulo de alusiones morales y alegorías históricas en el que la presencia indígena era incidental. En la narración, el autor señalaba que la imagen estaba tan carcomida por la polilla y la humedad que en 1615 el “arzobispo” había ordenado que en lugar de destruirla fuera enterrada con el primer adulto que muriera en la parroquia. Durante cerca de seis años nadie murió, pero todo ese tiempo una música celestial salía de la capilla por las noches. Ése fue el inicio de la milagrosa renovación que fue acompañada con todo un aparato de gritos desgarradores, de sudor, de sangre, de emisiones de luz y de movimientos de ojos y de boca. La descripción sirve para hacer un discurso retórico sobre los sufrimientos del calvario. 136

A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 74 y 181. Véase Alonso Alberto de Velasco, Renovación por sí misma de la soberana imagen de Cristo Señor Nuestro crucificado que llaman de Itzmiquilpan. 138 Véase A. Alberto de Velasco, Exaltación de la Divina Misericordia en la milagrosa renovación de la soberana imagen de Christo Señor N. Crucificado que se venera en la iglesia del Convento de San Ioseph de Carmelitas Descalzas de esta ciudad de México. 139 Véase Domingo de Quiroga, Novena de la milagrosa imagen del Santo Crucifixo que se venera en el Convento Antiguo de Señoras Carmelitas Descalzas de la imperial ciudad de México. 140 En el siglo xviii, entre 1724 y 1776, William Taylor ha constatado numerosas manifestaciones de fervor hacia la imagen, considerada “celestial médico”, objeto de novenarios públicos y procesiones a la catedral para solicitar alivio en las epidemias. “Two Shrines of the Cristo Renovado: Religion and Peasant Politics in Late Colonial Mexico”, The American Historical Review, vol. 110, núm. 4: 50 pars. http://www.historycooperative.org/journals/ahr/110.4/taylor.html. 137

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A continuación se hace narración del traslado, precedido por un motín popular que se oponía a él y sucedido por una procesión devota y curativa, y su llegada al templo de las carmelitas. El resto del libro es una meditación sobre el alma (afeada por el pecado y restituida con los dones del Espíritu Santo a la belleza y candidez de la infancia) y una adecuación de los hechos históricos que vivió la ciudad en el siglo xvii para convertirlos en una manifestación alegórica de los milagros que rodearon a la renovación de la imagen. La expulsión del arzobispo por el virrey durante la rebelión popular de 1624 significaba un ataque a los fueros eclesiásticos, que triunfaron finalmente con la restitución arzobispal. Las pocas muertes acaecidas durante la inundación de 1629, la persecución inquisitorial contra los judíos portugueses y su quema en la hoguera en la capital en 1649 eran hechos interpretados a la luz de una imagen que con sus prodigios enseñaba, purificaba y aliviaba a la ciudad de todas las plagas. Una parte importante del discurso de Velasco se centraba en la colocación previa de los huesos del ermitaño Gregorio López en el templo de las carmelitas. Este “fénix o gigante entre los muy espirituales y perfectos”, se convierte en otro Juan Bautista, precursor del Mesías que anunciaba la salvación a la ciudad de México. A pesar de que el ermitaño ya no estaba en el templo, las referencias seguían haciéndolo parte de la leyenda de la imagen y en una de las glorias de la capital. Es por demás significativo que el mismo Velasco fuera asiduo promotor de la beatificación de Gregorio López, iniciada en 1675; que en la siguiente década estuviera impulsando las obras de la ermita de Santa Fe, donde el venerable había pasado sus últimos años, y que en 1690, ya cura del sagrario metropolitano, estuviera encargado de recoger las limosnas para su causa en Roma. Desde mediados del siglo un sinnúmero de donaciones testamentarias y limosnas eran enviadas a la Ciudad Eterna como muestra del interés que la capital tenía por conseguir un santo propio.141 Pero Gregorio López no era el primer venerable que poseía la capital y que estaba propuesto a los altares. Desde 1627 la ciudad de México había obtenido su primero y único beato, un franciscano criollo llamado Felipe de las Casas, cuyo barco había sido desviado de su ruta entre Manila y Acapulco por una tormenta, y que murió crucificado en 1597 junto con otros cinco frailes europeos, un sacerdote y dos catequistas japoneses vinculados con los jesuitas, y diecisiete seglares nativos. El hecho no tuvo mayor trascendencia entre los novohispanos hasta que treinta años después, en 1627, el Papado los beatificó después de un proceso promovido por miembros de la Orden de los Franciscanos Descalzos en España y en Roma. El hecho inició en la capital del virreinato un largo proceso hagiográfico y de culto alrededor de Felipe de Jesús, el primer beato novohispano. A pesar de que la figura del beato criollo no recibió una especial atención en el proceso e incluso fue considerado un personaje menor dentro del grupo, 141

A. Rubial García, La santidad controvertida…, p. 107.



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varias corporaciones de la ciudad de México insistieron en destacarlo y en impulsar una devoción individual hacia él. Los primeros que destacaron su criollismo fueron los religiosos del convento de San Diego cuando en 1628 llegó la noticia de la beatificación a la capital novohispana. Al año siguiente, en 1629, se realizó una ceremonia en la catedral de México para festejar la beatificación de Felipe; durante ella, y ante la presencia del virrey y de la corte, fue incensado el vientre de la madre del mártir, que aún vivía.142 A lo largo del siglo xvii, se nombró a Felipe patrono de la ciudad de México (1629), el gremio de plateros lo consideró su santo protector (pues se decía que el beato había sido aprendiz de ese oficio) y se le consagró el templo de las religiosas capuchinas de la capital construido a expensas de los bienes del mercader Simón de Haro en 1673. Doce años antes, en 1661, la congregación del Oratorio de San Felipe Neri había inaugurado su primera capilla en la ciudad, en el lugar donde se creía que había nacido el beato. Según cuenta su cronista, en ella se llevó a cabo su primer milagro (y al parecer el único). Mientras unos sacerdotes estaban decidiendo cuál santo colocarían en el retablo mayor (junto a la Virgen y a san Felipe Neri), oyeron un estrépito en la sacristía y al ir a cerciorarse qué pasaba, vieron en el suelo un cuadro del beato mártir que había estado colgado firmemente en la pared. Esto fue visto como señal de elección: el mártir había “invitado su casa” al de Neri y éste le correspondía llamándolo a su vez a su retablo. De hecho, desde entonces, la fiesta del beato Felipe de Jesús se celebraba con gran boato en la capilla del oratorio todos los años a expensas de una capellanía que dejó el prefecto de la congregación José Martínez de los Ríos.143 Desde 1629, el 5 de febrero, día en que se conmemoraba su muerte, se consideró fiesta de la patria y en los festejos tuvieron un papel central los miembros del ayuntamiento de la ciudad, quienes organizaron cabalgatas, luminarias y mascaradas.144 Su identificación con la capital fue tan fuerte que desde mediados del siglo xvii su imagen posada sobre el águila y el nopal se paseaba en todas las procesiones importantes, como lo hiciera un siglo atrás la de san Francisco de Asís. Al parecer tal despliegue devocional no se dio en otras ciudades del virreinato, y aunque tenemos noticias de imágenes del beato en Toluca y en Puebla en el siglo xvii, y que en esta última se guardaba como reliquia un pedazo de su piel en el convento franciscano de Santa Bárbara, donde profesó, podemos decir que el culto a “san Felipe” no pasó de ser una devoción local de la ciudad de México, pues cada ciudad tenía los suyos.145 142 José Boero, Los 205 mártires de Japón, p. 23. Sobre la reliquia que se guardaba en Puebla ver Baltasar de Medina, Crónica de la santa provincia de San Diego de México (México, 1682), libro i, cap. xii, f. 33 v. 143 Julián Gutiérrez Dávila, Memorias históricas de la Congregación de el Oratorio de la ciudad de México, p. 7. 144 ahcm, acta del 12 de enero de 1629. 145 Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón en la hagiografía novohispana”, en Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, p. 84.

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En 1636 se le dedicó una capilla en la catedral con un suntuoso retablo y en ella fue colocada como reliquia la pila donde el beato había sido bautizado. Tiempo después, los virreyes marqueses de la Laguna bautizaron a su hijo en esa pila, lo que muestra que el objeto se guardaba ya como una reliquia en la catedral para 1670. Esta sacralidad fue transmitida incluso a sus familiares, como lo muestra el hecho que en diciembre de 1677 el arzobispo virrey fray Payo de Ribera, cuando murió Petra de las Casas, sobrina del beato, mandó “se enterrase por los curas en la Santa Iglesia Catedral en la capilla de su tío, y la cargaron los religiosos de San Francisco; también fueron los de San Diego y toda la compañía de palacio y familia de Su Excelencia”.146 En todos los actos públicos y textos coloniales, desde el mismo testamento de su madre, Felipe fue llamado “santo”, a pesar de que era sólo beato.147 Su exaltación hagiográfica también comenzó desde muy temprano. En 1640 el bachiller Miguel Sánchez predicó un sermón durante la celebración de su fiesta, que fue publicado a expensas del arcedeán de la catedral Lope Altamirano. En esta pieza de oratoria el cronista guadalupano insistía en el orgullo de la capital por tener su primer santo y lo comparaba con figuras bíblicas como Ruth (quien se ausentó de su patria), Jonás (que naufragó como el beato) o el apóstol Felipe (que introdujo a Cristo entre los infieles). Los padecimientos del mártir fueron equiparados a los de Jesús y el nombre del rey Felipe IV se enalteció con el de este otro Felipe, “el más logrado de todos sus criollos, el más dichoso de toda nuestra patria”.148 Doce años después, en 1652, otro bachiller, Jacinto de la Serna, cura del sagrario de la catedral, publicaba un sermón dedicado al obispo de Michoacán fray Marcos Ramírez de Prado. Para él, la ciudad de México era una “nueva Jerusalén”, la que como “discípula de la verdad” ya no rendía culto “al águila en el tunal (figura del Demonio) sino a Felipe de Jesús en su cruz”. 149 El tema le sirve para exaltar al mártir como una nueva águila en el nido del serafín Francisco, lo que debió influir en la representación que de ahí en adelante se hizo del santo mártir montado sobre un águila.150 El ciclo de los tratadistas filipinos se cierra con el cronista franciscano descalzo Baltasar de Medina, quien en 1683 publicó la primera biografía completa del protomártir. En ella, recopiló una larga tradición llena de hechos prodigiosos aunque, a diferencia de sus predecesores, con pocas alusiones bíblicas.151 La llegada del beato al Japón fue anunciada por cometas, temblo146

A. de Robles, op. cit., vol. ii, pp. 50 y 228. Felipe de Jesús se celebraba en todos los conventos dieguinos como patrono. En Puebla lo señala Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles, p. 172. 148 Véase Miguel Sánchez, Sermón de san Felipe de Jesús. 149 Véase Juan de Ávila, Sermón del glorioso mártir S. Felipe de Jesús, patrón y criollo de México. 150 Véase Jacinto de la Serna, Sermón predicado en la santa iglesia catedral de México, en la fiesta que su ilustrísimo cabildo hizo al insigne mexicano protomártir ilustre del Japón san Felipe de Jesús. 151 Gustavo Curiel, “San Felipe de Jesús, figura y culto”, en Actas del XI Coloquio Internacio147



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res, lluvias de tierra roja y de ceniza; después de su martirio, los cuervos no tocaron su cadáver, que destilaba sangre fresca días después de muerto, mientras que columnas de fuego se levantaban en el cielo para dar testimonio del hecho. Medina llama a Felipe “clavel, flor y fruto mexicano” y señala que con su martirio se mostró “la fertilidad del suelo que tal planta y árbol de vida crió”.152 Con “san” Felipe, la puerta estaba abierta para nuevas beatificaciones y parecía que el martirio era el mejor medio para obtenerlas. Por ello los habitantes de la ciudad de México estuvieron a la expectativa con la apertura del proceso de otro de sus hijos, el agustino criollo Bartolomé Gutiérrez, que murió mártir en el Japón en 1632. Su vida, o por mejor decir su muerte, fue descrita por primera vez en un librito publicado en Manila en 1638 por fray Martín Claver.153 Durante el siglo xvii la figura del mártir Bartolomé sirvió a los más diversos fines: fray Esteban García lo utilizó como bandera para mostrar la excelencia de las órdenes religiosas sobre el clero secular en las pugnas que había entre ambos.154 La ciudad de Puebla, que por un error lo consideraba su hijo, le disputó a México su lugar de nacimiento y la gloria de ser su patria, en un intento más por obtener supremacía sobre la capital. Varios cronistas, desde el mismo Claver, habían señalado que Bartolomé había nacido en Puebla y el hecho quedó sacralizado en el Teatro de Gil González Dávila y en la Historia de fray Diego de Basalenque.155 El hecho no pasó inadvertido para los poblanos que, avalados por tan incuestionables testimonios, tuvieron desde entonces la certeza de que el segundo mártir criollo que sería llevado a los altares era su coterráneo. La aparición de la obra de Medina sobre la vida del beato Felipe de Jesús, a quien los poblanos habían jurado por patrono en 1631, movió aún más los ánimos de los habitantes de Puebla para buscar la beatificación de su propio mártir, a pesar de que el cronista franciscano expresaba sus dudas sobre la supuesta oriundez poblana del venerable, asegurando que Bartolomé había nacido en la ciudad de México.156 La cuestión quedó zanjada en 1683 gracias a fray José Sicardo, agustino madrileño que tuvo acceso a los archivos de la provincia del Nombre de Jesús y que escribió un Memorial sobre la patria de fray nal de Historia del Arte, pp. 55 y ss. Además de los cuadros con su imagen, los franciscanos de Cuernavaca mandaron pintar en la nave de su iglesia unos murales de su martirio. 152 Véase B. de Medina, Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón san Felipe de las Casas o de Jesús, franciscano descalzo natural de México. 153 Martín Claver, El admirable y excelente martirio en el reyno de Japón... El opúsculo de Claver fue reeditado en México en 1666, con algunos agregados, por el criollo Juan Fernández Lechuga. La obra lleva el título Relación del martirio del Ven. P. fray Bartolomé Gutiérrez del Orden de San Agustín de la provincia de México y está citada por José Mariano Beristáin y Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional, vol. ii, p. 152. 154 Esteban García, Crónica de la provincia agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de México. Libro Quinto, caps. cxvi y cxvii, pp. 346 y 350. 155 G. González Dávila, op. cit., f. 72; Diego Basalenque, Historia…, libro i, cap. xii, p. 148. 156 B. de Medina, Crónica…, “Breve geographica, y panegyrica descripcion de las ciudades, villas, y pueblos en que están fundados los conventos de esta provincia”, f. 244 v.

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Bartolomé Gutiérrez. En esta obra demostraba, con la fe de bautizo guardada en el Sagrario de la Catedral y el acta de su profesión religiosa del convento de México, que Bartolomé había nacido y profesado en la capital.157 Este mismo autor imprimía en España en 1698 su monumental obra Cristiandad en el Japón, en la que hacía referencia a ambos mártires criollos, a pesar de lo cual Bartolomé, y los más de doscientos cristianos muertos en Japón, no llegarían a los altares en este periodo.158 Por otro lado, cuando escribía Sicardo, Japón ya había cerrado sus puertas a la religión católica en forma definitiva desde 1639. Ante tal perspectiva, la figura del mártir en el Japón perdió toda vinculación con la realidad. Los únicos mártires efectivos para estas fechas eran los franciscanos y jesuitas que morían en el norte y el sureste de Nueva España víctimas de las rebeliones indígenas, pero que nunca fueron promovidos ante Roma.159 Esto pudo deberse también a la imagen que se quería mostrar de Nueva España como madre de nuevas cristiandades y no como un territorio en que aún vivían idólatras. Al ser Nueva España madre de misioneros y de mártires en Asia, se volvía una nación evangelizadora como lo eran las de Europa, lo que constituía una prueba fehaciente de su madurez espiritual y de su pretensión de ser espejo y sucesora de la Iglesia primitiva apostólica. Para las ciudades novohispanas era fundamental promover el culto a sus venerables, aunque éstos ni siquiera hubieran sido propuestos a Roma para ser beatificados. Promocionar las narraciones de sus vidas era escribir la historia de sus patrias, historia que quedaba inmersa así en el plan divino y formaba parte de la única historia verdadera y válida, la historia sagrada. Esa misma inquietud es la que llevó a los diversos sectores sociales, conventos y parroquias sobre todo, a proponer la veneración de sus reliquias milagrosas y de sus imágenes, haciendo caso omiso de las prohibiciones pontificias de Urbano VIII sobre el culto público a venerables no canonizados. La búsqueda de “santos” propios constituía un elemento clave en la construcción de un nexo entre el pasado y el presente; a través de la exaltación de una tierra que producía frutos de santidad se creaban además elementos de diferenciación frente a España, aunque éstos estuvieran inscritos dentro de los códigos que le imponía la metrópoli.160 A imitación de las ciudades españolas, las comunidades indígenas comenzaron también a proponer en esta época a sus propios modelos de santidad. Los niños mártires de Tlaxcala, aún sin estar beatificados, fueron un timbre de orgullo para esa ciudad. Varios caciques indios de los alrededores de la capital a principios del siglo xviii decían ser descendientes de Juan Die157 Gregorio de Santiago Vela, Ensayo de una biblioteca iberoamericana de la Orden de San Agustín, vol. vii, p. 491. 158 Ver José Sicardo, Cristiandad en el Japón. 159 A. Rubial García, “El mártir colonial, evolución de una figura heroica”, en Memorias del Coloquio Internacional El Héroe, entre el Mito y la Historia, pp. 75-87. 160 A. Rubial García, La santidad controvertida…, pp. 73 y ss.



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go, el vidente guadalupano, a pesar de que Boturini impugnaba esto en una apología en defensa de su virginidad y de que la tradición original aseguraba que había sido macehual.161 En 1739 aparecía en la gaceta de México la noticia de la toma de hábito en el convento de Corpus Christi de doña María Antonia de Escalona y Rosas, quinta nieta del venerable Juan Diego. Ella no era la única profesa que pretendía tener tal antepasado; sor María de la Ascensión, una de las primeras religiosas que entraron con las fundadoras, nativa de la villa de Guadalupe, decía descender también de su linaje.162 Pero ni los niños mártires ni Juan Diego eran aún santos canonizados y por lo tanto era imposible realizar con ellos un culto público ni privado. Las ciudades indígenas y españolas no eran las únicas interesadas en la promoción de sus santos propios como un medio para afianzar un fuerte sentido de pertenencia a una tierra elegida. Para las provincias religiosas, cuyo principal objetivo era la santidad, el tema tenía una importancia fundamental. 6. Las provincias religiosas y sus crónicas de santidad En esta historia o crónica de mi provincia, mi deseo ha sido desenvolver de las fúnebres mortajas, que entre pálidas cenizas encubren las reliquias con que Nuestro Señor ha enriquecido las urnas de tantos justos siervos suyos, como encierra el campo de nuestros cementerios […] movió Nuestro Señor al espíritu del prelado superior de nuestra religión a que mandase recorrer las memorias de los huesos de nuestros primitivos religiosos, que con los ejemplares de vida fundaron el tesoro de tan señaladas virtudes con que desde los primeros lustros granjearon a esta su madre, y entre lo trágico de tan fúnebres memorias resplandecen los alientos de vida que gozan. Éstos me mandó el prelado sacar al teatro de esta historia.163

Entre todas las corporaciones fueron las provincias religiosas las que utilizaron con mayor conciencia y efectividad los recursos que les daba el uso y control de la escritura, como se puede observar en el epígrafe tomado de la obra de fray Francisco de Burgoa al hablar de su madre, la provincia de San Hipólito de Oaxaca y de sus religiosos fundadores. Por otro lado, la territorialidad de estas corporaciones provocaba que sus discursos no se centraran en una ciudad sino en un ámbito más extenso, pues su interés estaba en exaltar la identidad de una corporación que tenía fundaciones en espacios más 161

Inventario de Lorenzo Boturini, agi, Indiferente General, leg. 398, f. 101 r. Juan Francisco Sahagún de Arévalo y José Ignacio Castorena y Ursúa, Gaceta de México, núm. 138, vol. iii, p. 178; Josefina Muriel, Las indias caciques de Corpus Christi, p. 56. 163 Francisco de Burgoa, Palestra historial de virtudes y ejemplares apostólicos. Fundada del celo de insignes héroes de la Sagrada Orden de Predicadores en este Nuevo Mundo de la América de las Indias occidentales (México, 1670), Prólogo al lector. 162

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extendidos. Finalmente, de los dos sectores que conformaban a la Iglesia, el clero regular era el que presentaba las condiciones más propicias para desarrollar una sólida literatura histórica, dada su organización jerárquica, su riqueza y el hecho de poseer un arraigado sentido corporativo que determinó un tipo de escritura de la historia (la crónica y la hagiografía) marcadamente particularista y teñido de apología. Los historiadores religiosos de la era barroca se basaron, para estructurar sus escritos, en los documentos de los archivos conventuales, en obras impresas (crónicas provinciales e historias generales), en otras crónicas manuscritas que hoy se han perdido y en la tradición oral guardada en sus comunidades, por lo que estos textos deben considerarse una creación colectiva, hecho del que sus autores estaban conscientes.164 El tema central de esa escritura era la descripción de las vidas de religiosos ejemplares y se manifestó tanto en hagiografías individuales como en crónicas. Las primeras tomaron forma de sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre virtudes y milagros, biografías particulares y biografías incluidas en textos sobre santuarios. En todos aparecen ejemplos de virtud, piedad, sacrificio y devoción, así como revelaciones y hechos sobrehumanos. Las crónicas, por su parte, aunque también incluían estos tipos de narraciones, ponían especial énfasis en las vidas de los varones apostólicos de la época misional, pues ellos constituían importantes instrumentos de cohesión institucional, lo que explica que en todas las provincias religiosas existiera el cargo oficial de cronista.165 Por los datos recopilados en ellas, estas crónicas sirvieron también para completar las historias generales que se hacían sobre sus órdenes en Europa, y a través de ellas influyeron en la concepción que los núcleos cultos del Viejo Continente tenían sobre el Nuevo Mundo.166 Algunas de estas crónicas se estructuraron a partir de un esquema de “historia general”, al igual que las de la era manierista, pero la mayoría tomaron un carácter provincial. Con todo seguían teniendo las mismas intenciones de aquellas de la época anterior: dar ejemplo de virtud a las generaciones de jóvenes frailes de cómo se debía practicar la espiritualidad originaria, para paliar la decadencia moral que se vivía; y justificar sus derechos sobre las doctrinas de indios, disputadas por el clero secular y por los obispos, sobre todo a raíz de la secularización llevada a cabo en Puebla por el obispo Juan de Palafox. Las crónicas provinciales de la era barroca partieron también de la concepción de Edad Dorada que habían construido los cronistas manieristas; 164

Rosa de Lourdes Camelo, “Las crónicas provinciales de órdenes religiosas”, en Brian F. Connaughton y Andrés Lira, coords., Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, p. 166. 165 E. Trabulse, “Las crónicas coloniales y nuestra memoria histórica”, en Crítica y heterodoxia. Ensayos de historia mexicana, pp. 131 y ss. 166 A. Lavrin, “Misión de la historia e historiografía de la Iglesia en el periodo colonial americano”, Anuario de Estudios Americanos, vol. xlvi, núm. 2, pp. 18 y ss.



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retomando las narraciones de esa época prístina, rememoraban de nuevo a sus venerables fundadores, héroes culturales, guerreros místicos que enarbolaron sus cruces cual espadas contra Satanás, monstruos de sabiduría teológica y de ascetismo dignos del cristianismo primitivo. Para describir sus hazañas se siguió casi siempre la secuencia cronológica basada en los capítulos provinciales; después de nombrar a la autoridad elegida, las fundaciones conventuales realizadas bajo su mandato y algún hecho sobresaliente en la provincia o en el territorio de la Nueva España, se entraba a la narración de las vidas de los varones santos que murieron durante el trienio. Frente a la descripción de carácter histórico de los acontecimientos provinciales, escueta y objetiva, las biografías de los frailes nos introducen en un mundo maravilloso de milagros y hechos sobrenaturales, donde las leyes físicas y los poderes demoniacos se controlan con salmos y oraciones, y en el cual un taumaturgo, una imagen o una reliquia realizan hechos sorprendentes. En el modelo del misionero que nos presentan las crónicas provinciales, las virtudes tienen un papel sobresaliente: la caridad para con las almas de los indios, para cuya salvación los frailes realizan viajes y hazañas inauditas y sacrificios insólitos; la castidad y en muchos casos la virginidad, y las virtudes monacales como la obediencia, la pobreza, la humildad y el ascetismo. La iglesia indiana encuentra su parangón en los primeros tiempos cristianos y las hazañas de los religiosos sólo son comparables a las de los apóstoles o a las de los primitivos anacoretas. Pero junto a los milagros y virtudes, propios de los Flos Sanctorum medievales, se narran los hechos concretos y reales de la evangelización: la predicación, la administración de los sacramentos y la construcción de pueblos, conventos e iglesias. El ideal de los mendicantes, que amalgamaba la vida activa y la contemplativa, mostraba en sus flores de santidad la combinación del apóstol con el eremita. A estos intereses se añadieron nuevos temas, pues ahora las crónicas incluían alusiones a los conflictos internos que se vivían en las provincias, sobre todo los de las alternativas que enfrentaron a peninsulares y criollos. Entre l614 y 1629 el papado, a instancias del rey de España y de algunos frailes españoles, emitió breves que imponían la obligación de que los cargos provinciales entre los mendicantes americanos se alternaran entre los nacidos en Indias y los peninsulares. Con ello, estos últimos (que eran una minoría en la mayor parte de las provincias) gobernarían durante trienios alternados sobre la mayoría criolla que se vería, por tanto, privada de expresar su voluntad. La orden papal desató una fuerte reacción en todos los medios criollos americanos, pues los frailes tenían estrechos vínculos con los sectores más activos de la sociedad, los cuales consideraban violentados sus derechos de autogobierno. Las órdenes religiosas eran para ellos no sólo ámbitos de poder económico y político, sino también uno de los pocos espacios en los cuales los criollos elegían a sus representantes. Los problemas que suscitaron las alternativas crearon así una fuerte tensión social entre criollos y peninsulares durante varios lustros en toda la América hispánica,

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pero también ayudaron a generar una conciencia de pertenencia a la tierra, al exacerbar posiciones antagónicas con los peninsulares y al producir abundantes discursos de exaltación criolla.167 Un ejemplo de ello fue la Crónica de la provincia agustina de México de fray Esteban García (ca.1600-ca. 1660), una de las voces que se levantaron contra la exclusión sistemática de los nacidos en Indias por parte de los funcionarios peninsulares, con el pretexto de su incompetencia e inferioridad. Fray Esteban expresó por escrito lo que estaba en la boca de muchos criollos de su tiempo: “Misterio inescrutable de la Divina Providencia que concediendo a todas sus naciones los gobiernos y premios de sus patrias, sólo los niega a los nacidos en Indias”.168 La alternativa, tema que ocupa seis capítulos de la crónica, se convertía así en una de las muchas vejaciones que los criollos sufrían por parte de las autoridades peninsulares. El texto del padre García era un llamado al rey para que hiciera justicia a los frailes criollos, sus más fieles servidores, pero que vivían apabullados por las leyes de alternativa y por los abusos de los obispos. En la obra, el conflicto brotaba por todos lados, y en frases dispersas entre las vidas de frailes santos se insinúan las rencillas, los odios, la ambición y la corrupción descritos con un tono apasionado, lo que influyó quizás para que quedara manuscrita y sepultada en el archivo del convento de San Agustín de México. En estas crónicas se incluían también nuevos temas, pues ahora las crónicas contenían alusiones a los conflictos internos o externos que se vivían en las provincias; la relación de los pueblos, hospitales, escuelas y obras públicas fundadas por los religiosos; la descripción de sus conventos; los tesoros y obras de arte que albergaban sus templos; las imágenes milagrosas que en ellos se veneraban, y, en ocasiones, las rentas y propiedades que poseían, además de la transcripción literal de documentos, bulas y probanzas. Y sobre todo, insistían en la autonomía que sus conventos habían tenido desde un principio respecto a sus provincias madres. A veces también se daban noticias sobre las monjas de la orden. La crónica provincial había surgido como una necesidad de las nuevas provincias periféricas para justificar su separación de las provincias originarias fundadas en los principios de la evangelización. Además, es muy interesante que casi todas las crónicas de la región central del territorio fueran impresas en su tiempo gracias al apoyo de mecenas locales, lo que nos habla del gran prestigio que tenían las provincias mendicantes.169

167

Bernard Lavallé, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, pp. 157 y ss. E. García, op. cit., cap. lxxxix, p. 268. 169 Fuera de las provincias del centro del territorio, solamente otras tres provincias mendicantes pudieron editar sus crónicas: las franciscanas de Zacatecas (José Árlegui, México, 1737) y Guatemala (Francisco Vázquez, Guatemala, 1714-1716), y la dominica de Chiapas y Guatemala (Antonio de Remesal, Madrid, 1619). Las crónicas de las demás provincias periféricas quedaron inéditas en su tiempo. No les dedico mayor atención pues se encuentran fuera del límite espacial propuesto en este estudio. 168



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Un ejemplo de esa regionalización historiográfica fueron las crónicas agustina y franciscana sobre Michoacán. La primera, realizada por fray Diego de Basalenque (1577-1651), un peninsular acriollado cuya Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (México, 1673) quiso mostrar que la provincia de Michoacán existía desde la fundación del convento de Tiripitío en 1537, aunque legalmente la erección se hiciera hasta 1602. La escisión era presentada como un hecho absolutamente necesario, pues la cantidad de conventos que había en esa región y la calidad temporal y espiritual de ellos exigía su autonomía. El tema de la partición servía al cronista como palestra para hablar de su provincia y para exaltar sus grandezas: sus noviciados, sus casas de estudios, sus conventos y las extensas tierras que administraba, que llegaban hasta Nueva Galicia y Nueva Vizcaya. La provincia de Michoacán era una madre celosa de sus hijos, para ella debían trabajar los egresados de sus noviciados y colegios; ya bastantes sabios habían salido de ella para la de México desde el semillero que fue la casa de Tiripitío, escuela de todos los oficios para los demás pueblos de Michoacán, ejemplo para todos los conventos fundados por los frailes y primera casa de estudios mayores de los agustinos novohispanos. Tiripitío había sido como Atenas para Roma. El texto muestra un armonioso equilibrio entre el florecimiento espiritual de los frailes y la ayuda material de los encomenderos, entre la caridad y la humildad de sus miembros y las pugnas con los obispos, la división de las provincias, los problemas de la alternativa y los capítulos cismáticos que vivió la provincia.170 El otro autor que se interesó por la región michoacana, pero ahora desde una perspectiva franciscana, fue el queretano fray Alonso de la Rea (1600 ca.1661), quien en 1643 dio a la luz en la ciudad de México una crónica sobre la provincia de San Pedro y San Pablo, una de las más antiguas, casi tanto como la provincia matriz del Santo Evangelio. Con “una pintura escueta, breve y precisa… y un estilo sobrio” este criollo queretano describió la historia de su región, con sus riquezas agrícolas y minerales, su pasado prehispánico y sus procesos de conquista y evangelización. El esquema de la obra fue el de Torquemada, de quien tomó también muchos de los datos, sobre todo aquellos relativos a la civilización indígena de Michoacán; sin embargo, “sus episodios no tienen ni la extensión ni la prolijidad” de la Monarquía y el autor nunca pierde de vista que los datos que aporta son meros eslabones dirigidos a 170 Con la crónica de Basalenque están vinculados dos cuadros del templo de San Agustín de Morelia, obras, al parecer, del padre Simón Salguero. Él y su hermano Pedro, ambos priores en el convento de Charo (donde estaban originalmente los cuadros), eran criollos y amigos cercanos del padre Basalenque, de quien el segundo escribió una biografía. Los cuadros describen escenas de las vidas de dos de las más prominentes figuras asociadas a la primera misión agustina en Michoacán: fray Juan Bautista Moya y fray Alonso de la Veracruz. En el primero de los lienzos se representan los milagros del apóstol de la tierra caliente. En el segundo a fray Alonso de la Veracruz en la cátedra de Tiripitío rodeado por sus discípulos agustinos y por Antonio Huitzimengari, cacique indígena de Michoacán.

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explicar un hecho trascendente: la presencia del cristianismo en Michoacán, como consecuencia de un plan divino, avalado por la aparición de algunas imágenes milagrosas y por las virtudes de sus fundadores, unos frailes santos y entregados al ideal de su fundador Francisco de Asís.171 Junto con Michoacán, la otra región destacada por su crónica provincial fue Oaxaca, sobre la que escribió fray Francisco de Burgoa (1605-1681). Este autor, oaxaqueño de nacimiento, provincial de la provincia de San Hipólito, prior en varios conventos y defensor de los derechos de los dominicos frente a las pretensiones secularizadoras del obispo Bartolomé de la Cerda, quiso enaltecer la provincia dominica de Oaxaca, separada desde el siglo xvi de la de Santiago de México. La historia de Burgoa es una narración de las “refulgencias espirituales… prendas esclarecidas de virtud, santidad y letras” de los varones insignes de la provincia, y una descripción de los “temperamentos, sitios, frutos y calidades así proficuas como nocivas” de las tierra. 172 La originalidad del autor fue separar ambas historias en dos libros independientes y con dos finalidades distintas. En el primero, denominado Palestra historial (México, 1670), se muestran las ejemplares vidas de los miembros de la orden, campeones contra la idolatría y constructores de una provincia llena de conventos. Siglo y medio de historia dominica vista a través de hombres que lucharon por salvar sus almas y las de los indios en curiosa intemporalidad, pues Burgoa no era afecto a citar fechas. Con todo, este texto no fue sólo una descripción edificante de virtudes, era (como lo indica su título) una palestra donde se denunciaban los abusos de los españoles, la desenfrenada codicia y las presiones episcopales y donde se justificaba la inconstancia del indio que regresaba a sus idolatrías al faltarle el apoyo de sus ministros, expulsados de algunas parroquias. Los predicadores, que en el siglo xvi se habían enfrentado a los abusos de los españoles, ahora debían vencer al nuevo enemigo, la ignorancia, con sus mismas armas: el celo y la virtud. En el segundo texto, llamado Geográfica descripción (México, 1674), quedó plasmado el espacio de la provincia, lugar que el autor conoció en sus recorridos como provincial, cuya forma de planta de un pie gigantesco que mira hacia la salida del sol simbolizaba “las huellas de santidad” de sus apostólicos fundadores. La obra describía la fundación de los conventos, sus magníficos edificios, los parajes donde estaban y los pueblos indios; la escenografía geográfica, económica y humana de Oaxaca antes y después de la llegada de los dominicos.173 La crónica provincial mendicante, por su carácter fuertemente regional, se hizo eco de los intereses de las oligarquías locales de Oaxaca o Michoacán 171

Patricia Escandón, “Introducción” a A. de la Rea, op. cit., pp. 39 y ss. Francisco de Burgoa, Geográfica descripción de la parte septentrional del Polo Ártico... y sitio de esta provincia de predicadores de Antequera, valle de Oaxaca (México, 1674), vol. i, p. 16. 173 Eduardo Ibarra, “Fray Francisco de Burgoa, imagen de una provincia novohispana”, en Margo Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la Cruz y sus contemporáneos, pp. 73 y ss. 172



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con las que compartía la necesidad de celebrar a sus religiosos santos. Otro fue el caso de las órdenes con provincias únicas que poseían una dimensión menos regionalista, como la de los franciscanos descalzos de San Diego, cuya historia (impresa en México en 1682) realizó su cronista fray Baltasar de Medina (1634-1697), franciscano criollo perteneciente a dicha provincia. Su orden había sido la última de las mendicantes en llegar a Nueva España y, de hecho, su fundación estuvo determinada por la de la provincia de San Gregorio de Filipinas, que necesitaba un convento de paso en América para los misioneros que iban al Asia. Esta posición de orden secundaria en Nueva España llevó a su cronista a exaltar aspectos que no tenían que ver directamente con la orden pero sí con el territorio criollo: descripciones geográficas y urbanas de las ciudades donde hubo conventos de descalzos; relación de la fundación de México-Tenochtitlan; el abasto de la ciudad de México; posición astronómica, riqueza, edificios, autoridades y tribunales de la capital, etcétera. Y junto a estas noticias misceláneas se entrelaza la presencia de la Orden de los Descalzos, los privilegios pontificios que recibió la provincia, sus provinciales y escritores, los beneficios que recibía el reino con sus fundaciones conventuales y, sobre todo, su maternidad sobre el único beato criollo que había dado esta tierra, fray Felipe de Jesús.174 Autor, como vimos, de una biografía completa del mártir, el padre Medina dedica varios capítulos a describir la obra de los descalzos en Filipinas y en Japón. Con una excepcional conciencia de dirigirse a un amplio público, utilizó un lenguaje llano y vocablos de uso común, pues buscaba “más ser reprendido por los doctos que ignorado de los pueblos”. Esta frase define lo que fue la crónica franciscana: textos que gracias a su carácter misceláneo pudieran ser leídos tanto por los eruditos como por los lectores comunes. Frente a esta historia regional o provincial, algunas corporaciones religiosas desarrollaron una crónica en la cual la exaltación de la santidad rebasaba los límites territoriales de la Nueva España colonizada. La Compañía de Jesús y los colegios apostólicos de Propaganda Fide, gracias a la activa participación que tenían en la expansión de las fronteras por su actividad misionera, produjeron un tipo de crónica y de hagiografía de carácter más general, con un sentido que podríamos denominar “territorialidad novohispana”. La Compañía de Jesús era la orden religiosa más compleja y multiétnica de todas las que actuaron en el territorio. Por su carácter dual como administradora de colegios en las principales urbes y de misiones en la frontera norteña, la provincia mexicana de los jesuitas estaba formada por peninsulares y criollos procedentes de varios territorios y, desde mediados del siglo xvii, por un importante sector de miembros llegados de distintos países europeos (italianos, alemanes, checos, franceses, polacos, flamencos, irlandeses, etcétera). La convivencia de hombres provenientes de tan distintas regiones produjo intercambios sumamente fructíferos y sorprendentes. Esta 174

B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xii, fs. 113v y ss.

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multietnicidad no se dio en ninguna de las provincias europeas de manera semejante y creó una enorme gama de posibilidades y una interesante visión que se movía entre el internacionalismo y el novohispanismo. Para mediados del siglo xvii la provincia mexicana de los jesuitas administraba una extensa zona misionera en Sinaloa y Sonora y poseía suficientes glorias propias (sacerdotes, misioneros y mártires) como para desplegar una fuerte propaganda impresa. El pretexto para realizar esta campaña provino de los ataques contra los jesuitas que llevaba a cabo el obispo de Puebla Juan de Palafox, cuyas pretensiones para cobrar el diezmo a las haciendas de la Compañía lo habían convertido en su enemigo acérrimo. El encargado de publicitar la labor de los jesuitas en Nueva España fue el peninsular andaluz Andrés Pérez de Ribas (1576-1655), quien había tenido una larga experiencia misionera en Sinaloa y había ocupado varios cargos administrativos, como el de provincial. En 1643 fue enviado a España como procurador para defender a su provincia contra las pretensiones del obispo, hecho que facilitó la edición de su principal obra en Madrid en 1645, Historia de los triunfos de nuestra santa fe entre gentes las más bárbaras y fieras del Nuevo Orbe, la primera crónica jesuita mexicana editada. Al narrar los duros trabajos de los jesuitas en Sinaloa y las muertes de algunos de ellos (víctimas del odio de los hechiceros, ministros de Satán), el autor escribía también un alegato contra los ataques de Palafox, construía una defensa para atajar a quienes aseguraban que los jesuitas novohispanos sólo se dedicaban a laborar en las ciudades ricas y creaba un instrumento de propaganda para conseguir los favores del rey hacia la labor misionera de su instituto. Pero además de recopilar las vidas y hazañas de los virtuosos misioneros y mártires, la obra era, como otras crónicas contemporáneas, una miscelánea que narraba las acciones de armas que hicieron posible el avance de la cristiandad en Sinaloa y una relación geográfica y etnográfica de la región.175 Contrariamente a lo que dice el título, las bárbaras naciones del norte aparecen a los ojos del cronista como gente industriosa e ingeniosa, que argumenta con sabios discursos, que adorna sus cuerpos con galanos aderezos, que sabe hacer textiles y conoce la agricultura; una vez cristianizados están incluso más libres de vicios que los viejos creyentes. Con esta visión se justificaba la labor y la presencia de los jesuitas en el norte y sus “triunfos” quedaban resaltados. La obra de Pérez de Ribas tuvo un éxito inusitado, por lo que sus superiores le mandaron escribir una Crónica más amplia donde se trataran los otros aspectos de la labor de la Compañía; sin embargo, la extensa obra quedó inédita seguramente porque quince capítulos de ella se ocupaban en atacar a Palafox. Ante la ausencia de un trabajo de este tipo, a fines del siglo se echó a cuestas esa labor el más eminente escritor de la Compañía en Nueva España, el criollo nacido en La Florida Francisco de Florencia (1620-1695). La am175 Ignacio Guzmán Betancourt, “La verdadera historia de la conquista del noroeste”, Introducción a A. Pérez de Ribas, op. cit., pp. xi y ss.



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biciosa obra, abarcaba desde la llegada de la Compañía en el siglo xvi hasta el siglo xvii e incluía un extenso menologio o colección de vidas de ilustres miembros de su instituto. La Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España, a pesar de lo importante que era para los jesuitas, fue impresa en México parcialmente (una tercera parte) en 1694 y sólo salieron a la luz aquellos hechos sucedidos entre 1566 y 1582.176 Curiosamente, a pesar de que el libro no trataba extensivamente de las misiones, la portada de esta edición mostraba a un abigarrado grupo de infieles, nativos de América, Asia y África, recibiendo las luces de una trinidad jesuítica formada por san Ignacio de Loyola, san Francisco Xavier y san Francisco de Borja. Como estrategia propagandística era indispensable resaltar el sentido misional y universalista de la Compañía, su mayor timbre de orgullo, aunque la obra no lo hiciera. El texto de Florencia que conocemos se comenzó a elaborar desde 1669 durante su viaje como procurador a Europa. En ese tiempo no sólo obtuvo importante información en los archivos romanos, también consiguió hacer contactos con impresores e incluso consiguió la publicación de una primera versión de su menologio (colección de vidas de ilustres miembros novohispanos de su instituto) en Barcelona en 1671.177 La Historia, con su desmesurada erudición y su conocimiento profundo de los archivos, no tiene la intención de mostrar los logros misioneros de la Compañía, sino más bien sus actividades educativas y devocionales; aunque al principio habla de la labor jesuítica en Brasil y en la Florida (lugar de su nacimiento que describe como un paraíso) y de algunos mártires de su orden en esas zonas, la mayoría de los capítulos están dedicados a la fundación de colegios, a sus haciendas y bienes, a las donaciones que recibieron y a sus benefactores, al apoyo de los obispos y a la riqueza de las ciudades que los recibieron y que se vieron honradas con sus letras y sus espirituales riquezas; son también de su interés algunas actividades relacionadas con el culto, como el traslado de un baúl de reliquias desde España y la descripción de los festejos con que fueron recibidas, hecho del que se ocupa en numerosas páginas de la obra. Florencia era un hombre dedicado a la erudición, autor de varios sermones temáticos y de una extensa obra aparicionista, por lo que no es gratuito que su crónica se dedicara a exaltar la labor urbana de la Compañía, más que su actividad misionera.178 Los jesuitas aparecen en su obra como los Hércules, los héroes descubridores de un nuevo mundo, y su patriarca san Ignacio como un Alejandro Magno conquistador del orbe. Lleno de metáforas imperiales, el texto de Florencia es parco en revelaciones y milagros, pues, como afirma en su prólogo, la labor de los jesuitas se fundó tan sólo con virtudes sólidas. Con todo, en el capítulo i (cuando habla de los preparativos para la salida de los 176

Véase F. de Florencia, Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España. Véase F. de Florencia, Menologio de los varones señalados en perfección religiosa de la Compañía de Jesús de la provincia de Nueva España. 178 P. Chinchilla Pawling, op. cit., pp. 321 y ss. 177

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jesuitas de España) el tema central son los vaticinios con que fueron anunciadas sus excelsas acciones futuras en América. Parte importante de la labor de los jesuitas fue también publicitar la obra de sus compañeros, labor que llevaron a cabo a lo largo de más de cien años (1640-1760) en los que entregaron a las imprentas novohispanas tres decenas de biografías. Desde la primera, realizada por el rector del Colegio de San Pedro y San Pablo Luis de Bonifaz sobre Alonso Guerrero, la constante de estos textos fue mostrar la grandeza del instituto ignaciano a través de sus personajes ilustres. La mayor cantidad de estas obras pertenece al siglo xviii, época en la cual se destacó sobre todo Juan Antonio de Oviedo (1670-1757). Este jesuita, nacido en Santa Fe de Bogotá y educado en Guatemala antes de ingresar a la Compañía en la Nueva España, escribió las biografías de Antonio Núñez de Miranda, José Vidal y Juan María Salvatierra, personajes de la centuria anterior a quienes había conocido y veneraba; Oviedo también estaba unido “con amorosos lazos de religiosa familiaridad” a Francisco de Florencia, cuyo Zodiaco mariano revisó y preparó para su publicación. A su muerte, Francisco Xavier Lazcano publicó su vida, una de las últimas que se editarían en México, en la que relataba su viaje a Europa en 1717 como procurador de la provincia ante la Congregación General celebrada en Roma, describía su labor como visitador de los colegios jesuitas en las Filipinas y su actividad como provincial de 1729 a 1732 y nuevamente de 1736 a 1739, así como su desempeño rectoral de los principales colegios en México y Puebla y como prefecto de la congregación de la Purísima. Alrededor del óvalo grabado con su efigie que ilustra su biografía, el pintor Miguel Cabrera puso una leyenda que lo llama “americano de la Compañía de Jesús” y en la base incluyó un letrero en que se señala: “Sus talentos lo llevaron a las tres partes del mundo. Murió en México a 2 de abril de 1757 y aún queda sirviendo a los hombres con sus escritos”.179 Este sentido novohispanista fue también característico de los colegios de Propaganda Fide, los cuales se distinguieron por sus intentos de reactivar la actividad misional franciscana, que a la sazón había rendido escasos frutos en las fronteras, y que contrastaba con la gran avanzada misional jesuítica del siglo xvii. El primero de estos colegios, el de la Santa Cruz de Querétaro (1683), fue la matriz de la que se desprenderían otros por todo el territorio novohispano: Cristo Crucificado de Guatemala (1700), Guadalupe de Zacatecas (1704), San Fernando de México (1733) y San Francisco de Pachuca (1733). Andando el tiempo, el Colegio de Santa Cruz de Querétaro llegaría a ser el más célebre instituto religioso en el centro del país. En ello tuvo mucho que ver la construcción de un gran aparato publicitario que, como vimos, partió del rescate y la apropiación de ciertos símbolos, como el de la Santa Cruz de piedra del poblado. 179 Véase Francisco Xavier Lazcano, Vida ejemplar y virtudes heroycas del venerable padre Juan Antonio de Oviedo.



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Uno de los grandes cronistas dedicados a exaltar la labor de esos misioneros fue Isidro Félix de Espinosa (1679-1755). Criollo queretano, hombre de acción, misionero en Texas y fundador del Colegio de San Fernando (1733), Espinosa pudo dedicar poco tiempo a sus intereses históricos, pese a que desde 1726 fue nombrado cronista de su instituto. Por ello, no fue sino hasta 1746 que dio a la luz su Crónica apostólica y seráphica de todos los colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España.180 En ella dedica toda su primera parte (capítulos 2 a 8) a la cruz de piedra (lo que da idea de la importancia que el colegio concedía al usufructo del prestigio de la milagrosa reliquia) y el resto del texto era una apología del instituto del que habían salido los otros colegios de Propaganda Fide y una exaltación de la actividad misionera que habían desplegado los padres apostólicos en las dos fronteras de la Nueva España. Toda la crónica es una extensa narración hagiográfica de hazañas portentosas, de exitosos viajes evangelizadores entre pueblos bárbaros; es un compendio de las heroicas virtudes de predicadores, como fray Antonio Llinás o las de mártires cuyas proezas eran dignas de los primeros tiempos del cristianismo, como fray Francisco Casañas (al que llama protomártir de Propaganda Fide en la América septentrional) o fray Pablo Rebullida, mártir en la frontera sureste.181 Con la obra de fray Isidro, el prestigio y la actividad del colegio queretano trascendía los límites de la ciudad que lo albergaba, para convertirse en una de las fundaciones más importantes de la cristiandad universal. La Crónica venía a ser la culminación de un proceso, de más de sesenta años, de intensa propaganda política dirigida a convertir al Colegio de Santa Cruz en el instituto rector de la espiritualidad, no sólo de Querétaro, sino de toda la Nueva España. En este reino, que consolidaba sus espacios de identidad al tiempo que ampliaba sus fronteras, se afianzaban en la primera mitad del siglo xviii las prácticas, los símbolos y las instituciones que conformarían la visión optimista de que los novohispanos vivían en un nuevo Paraíso terrenal. Por medio de los colegios de Propaganda Fide los franciscanos promovieron la idea de que en este siglo se vivía una segunda “Edad Dorada” de la evangelización. Sus fundaciones proliferaban y sus misioneros recordaban a los heroicos padres de los relatos de los primeros años de la conquista espiritual del siglo xvi. Una línea de continuidad hermanaba a la Iglesia novohispana del siglo xviii, con la del xvi, y la hacía heredera, espejo y seguidora fiel de la cristiandad de los tiempos primitivos. Con ella se consumaba una labor 180 La obra fue impresa en México por la viuda de José Bernardo de Hogal en 1746. Utilizo la segunda edición de Lino Gómez Canedo, Washington, Academy of American Franciscan History, 1964. 181 Para reforzar esta postura se hicieron innumerables pinturas siguiendo el modelo iconográfico de los mártires antiguos: se mostraba al personaje portando los símbolos de su martirio, atravesado por las lanzas o siendo devorado por los caníbales. Sobre todo los colegios franciscanos de Propaganda Fide supieron utilizar muy bien estos medios visuales para obtener apoyo de las autoridades para sus misiones.

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iniciada ciento cincuenta años atrás y se coronaba la conquista espiritual franciscana de México. Uno de los misioneros más destacados de este instituto, cuyo biógrafo había sido el mismo Isidro Félix de Espinosa, fue fray Antonio Margil de Jesús, fraile natural de Valencia que había recorrido a pie, entre fines del siglo xvii y principios del xviii, las fronteras de la Nueva España y fundado dos colegios de Propaganda Fide (en Guatemala y Zacatecas). Su larga agonía en la enfermería del convento de San Francisco de México en 1726 estuvo marcada por continuas visitas de personas de todas las jerarquías, prueba de que la santidad del misionero era reconocida por todos. Ese mismo reconocimiento se pudo comprobar durante su sepelio en la capilla mayor de San Francisco, donde el cadáver no pudo ser enterrado sino hasta el tercer día después de muerto, por el gran concurso de gente que quería verlo y llevarse una preciada reliquia. Isidro Félix de Espinosa señalaba en su biografía que “fue preciso poner guardas de los soldados de palacio y mayor número de religiosos que defendiesen la integridad del cadáver, ya que no podían, aunque se hiciesen Argos, excusar le desnudasen a pedazos el santo hábito, que fue necesario mudarle la mortaja varias veces”. A pesar de que muchos sólo se conformaron con besarle los pies, con tocarle el cuerpo con rosarios, medallas y pañuelos o con llevarse las flores de su catafalco, ninguno de sus bienes “pudieron reservarse del piadoso hurto”. El acto descrito es calificado como “excesos de una indiscreta piedad”, pero hasta los mismos frailes se repartieron sus cilicios, una faja de ancho alambre, una faldilla sembrada de rosetillas en forma de estrellas y un juboncillo de cerdas, todos inventos de su “penitente industria”. Sus sandalias, su manto y las cartas que escribió también se guardaron con veneración. Un testigo presencial aseguró que las exequias “no hubieran sido mayores si hubieran muerto en México San Antonio de Padua o San Francisco Xavier”.182 Incluso los franciscanos mandaron pintar un retrato mortuorio a Juan Rodríguez Juárez en espera de una futura beatificación, tampoco conseguida.183 Fray Antonio Margil era un símbolo de la Nueva España. Con la conversión de los idólatras en las regiones de América central y de Texas, las fronteras físicas del reino, el siervo de Dios era el paladín que, en sus dilatados viajes, consolidaba el territorio novohispano; con su atracción de los descarriados (en América el indígena apóstata cumplía el papel del hereje protestante europeo), sembrando el perdón, y con su predicación entre los fieles, fortalecía la fe y restituía la armonía entre todos los grupos que formaban la Nueva España. Su veneración a la virgen de Guadalupe y su inminente beatificación aseguraban al territorio seguridad y paz. A mediados del siglo xviii,

182

Isidro Félix de Espinosa, El Peregrino Septentrional Atlante delineado en la ejemplarísima vida del venerable padre fray Antonio Margil de Jesús, libro ii, caps. 30 y 31, pp. 321 y ss. 183 Ibid., libro ii, cap. 30, p. 319.



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fray Antonio Margil representaba al héroe cultural de una nueva era, símbolo de una tierra rica en flores de santidad y segura de sí misma. La conciencia de territorialidad novohispana que se refleja en la construcción de un personaje como fray Antonio Margil de Jesús tuvo su gestación durante la segunda mitad del siglo xvii, siendo la obra que la refleja con más claridad el Teatro mexicano. Sucesos ejemplares históricos, políticos, militares y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias del franciscano fray Agustín de Vetancurt (1622-ca. 1708), la única historia general impresa en este periodo. El modelo usado por el autor fue el Teatro eclesiástico de Gil González Dávila, editado en Madrid en 1649 y ejemplo de un género nacido, como vimos, con el manierismo. En este cronista criollo es notable, como en Torquemada, la necesidad de mostrar las hazañas de los conquistadores que dieron al rey de España estas tierras, pero sólo como un antecedente de la labor de los frailes que le ofrecieron las almas redimidas de los indios. A pesar de que su misión principal fue dar a conocer la labor franciscana en la provincia del Santo Evangelio (para lo cual incluyó un menologio de frailes santos, una descripción de conventos y una pormenorizada relación de imágenes milagrosas veneradas en sus templos), la obra rebasó este objetivo e incluyó un sinnúmero de noticias de todo género. La monumental obra, impresa en México en 1698, estaba dividida en cuatro partes que daban noticias sobre la geografía, la historia de los mexicas prehispánicos, la conquista de México-Tenochtitlan, la evangelización franciscana remarcada por las biografías de sus realizadores, el estado de los conventos de esa orden en el siglo xvii y la descripción de las ciudades de Puebla y México con su clima, sus plazas, sus calles, sus templos y sus conventos. Con estos dos últimos apartados con los que terminaba su obra, Vetancurt inauguraba un género que tendría en la centuria siguiente en ambas ciudades un importante papel: la crónica urbana. De hecho, la principal finalidad del cronista franciscano era escribir sobre su tierra natal (la ciudad de México) para pagar —como señala explícitamente— “una deuda a la patria”, pero de paso también realizaba una labor didáctica: salir al paso de muchas creencias erróneas que circulaban en Europa sobre América. Con ello Vetancurt traspasaba el ámbito local de su patria chica y mostraba la dimensión territorial novohispana. Para él, cuatro cosas influían en la forma de ser del hombre: la naturaleza, el alimento, la abundancia de lo necesario y el ejercicio de las buenas obras. De las tres primeras, la Nueva España era una tierra pródiga, pero era sobre todo en la cuarta en la que se excedía su grandeza, pues era una tierra de hombres inteligentes y virtuosos que habían construido ricas y hermosas ciudades llenas de templos y conventos.184 En su obra, desde el mismo título, lo mexicano se refiere tanto a la ciudad capital como al territorio de la Nueva España, por lo 184 R. de L. Camelo, “Fray Agustín de Vetancurt”, en M. Glantz (ed.), Sor Juana Inés de la Cruz y sus contemporáneos, pp. 107-116.

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que este autor puede ser considerado como el primer escritor “novohispanista”. Esta actitud lo llevó a considerar a las Indias como la parte del mundo más próspera, pues de sus metales se alimentaban las otras, metáfora que recuerda los versos de sor Juana citados páginas atrás: “la Nueva España y el Perú son dos pechos donde Roma, Castilla, Italia, Nápoles, Milán, Flandes, Alemania, China y las demás provincias del mundo se sustentan de sangre convertida en leche de oro y plata”.185 Su importancia es tal que el sol en su viaje astral pasaba del viejo continente al nuevo, pues éste era “más grande, más rico, más habitable y de mejor y más templado hemisferio, con que los de Europa vienen a ser Antípodas o Antictones de las Indias”.186 Aunque la obra de Vetancurt tenía un carácter excepcional, cronistas contemporáneos a él como Medina, Florencia y Burgoa, criollos orgullosos de sus patrias y de su historia y preocupados por protegerlas del olvido, poseían una visión muy similar. La literatura que produjeron (casi toda de carácter misceláneo aunque su tema central fuese lo religioso) compendiaba no sólo los hechos del pasado sino también incluía noticias geográficas y descripciones de su presente. Por medio de esa literatura, que conjuntaba tiempo y espacio en un afán enciclopédico, se afianzaba la memoria de lo propio, premisa básica para hacer un balance del momento en el que se estaba, y se generaba una conciencia territorial novohispana que rebasaba los localismos. Los miembros de esa “república de las letras” estaban además conscientes de ser herederos de una tradición y citaban a los autores que la habían construido (Cortés, Bernal, Torquemada, Ixtlilxóchitl, Dávila Padilla, Grijalva, etcétera). En la formación de sus identidades corporativas, los miembros de estas instituciones religiosas colaboraron para forjar símbolos que influyeron tanto en los ámbitos locales como en los regionales y, a la larga, también en la construcción de la idea de un reino. La crónica religiosa del siglo xvii fue imitada por dos congregaciones que no pertenecían al clero regular: la universidad y el oratorio de San Felipe Neri. La primera había sido fundada por cédula de Carlos V en 1553 bajo los estatutos de la de Salamanca, aunque estaba regulada por las constituciones que le dio Juan de Palafox. Diversas corporaciones participaban en sus cinco facultades: la de Artes, prácticamente inexistente, tenía por función revalidar los estudios que se hacían en los colegios jesuitas; las dos de Derecho (cánones y civil) se encontraban bajo el auspicio de la Audiencia; de la de Medicina se hacía cargo el tribunal del protomedicato, una especie de organismo que vigilaba la salud pública, y finalmente la de Teología, la más importante y más poblada, tenía catedráticos de las órdenes mendicantes o clérigos seculares, sobre todo miembros del cabildo de la catedral, institución que a la larga terminó por controlarla. En 1689 se terminó la única crónica de la universidad conocida, aunque su autor, el secretario Cristóbal de la 185 186

A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, introd., p. 17. Ibid., trat. i, cap. 2, p. 5.



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Plaza y Jaén, nunca pudo verla impresa por las rencillas internas en la institución y a causa del dictamen negativo sobre su forma narrativa que dio uno de sus colegas.187 Sin embargo, la crónica representó el único intento en dicha corporación por rescatar su glorioso pasado y a sus hombres ilustres. A lo largo de sus páginas, el secretario Plaza, el último de una dinastía de funcionarios con ese cargo en la universidad, pretendía mostrar, por un lado, los servicios prestados por sus antepasados a la institución, pero también exaltar a todos aquellos hombres que con sus letras le dieron brillo y que fueron promovidos por el rey a importantes cargos, tanto civiles como eclesiásticos. Además de la demostración de su carácter pontificio, tema que no estaba avalado por una documentación suficiente, la finalidad de un clérigo como Plaza era dar noticias sobre los hombres ilustres de esta “casa de la sabiduría”, describir las ceremonias internas que le daban cohesión como corporación y, sobre todo, mostrar a la universidad como la matriz donde los criollos se formarían para recibir de la Corona los cargos y dignidades que merecían.188 A semejanza de las crónicas religiosas, la de Plaza basa su descripción en los periodos rectorales, pero a diferencia de ellas lo que quiere resaltar es la sabiduría no la santidad; en este sentido su obra se podría considerar como un antecedente de lo que en el siglo siguiente harían autores como el oratoriano Juan José de Eguiara y Eguren, quien hace una elogiosa semblanza del secretario Plaza y cita su crónica.189 Eguiara pertenecía a la otra congregación (la única del clero secular) que generó ese sentido corporativo de las provincias mendicantes, de la Compañía de Jesús o de la universidad: el oratorio de San Felipe Neri. Dicha congregación había nacido en 1650 en la ciudad de México a instancias del presbítero Antonio Calderón, quien vio en su creación un medio para reformar al clero secular, tal como lo había concebido su fundador en Roma un siglo antes. La idea original de este instituto era convocar bajo un ideal que combinara la vida activa de la predicación y el ejercicio de la caridad con la vida de oración y meditación. Calderón consideraba que los miembros de la congregación debían tener reuniones periódicas para llevar a cabo su labor de manera ordenada, pero varios de sus seguidores, como el padre Pedroza, comenzaron a introducir la novedad de una vida comunitaria cotidiana, para lo cual era necesario construir casas para la habitación de los sacerdotes y cambiar el sentido de la congregación por uno nuevo denominado “la Pía unión”. Este tipo de vida, tan parecido al que llevaban las órdenes regulares, no fue del agrado de un sector de los congregantes, por lo que la idea del padre Pedroza recibió una fuerte oposición. A principios del siglo xviii las dos tendencias que dividían a los oratorianos estaban aún en una pugna latente y 187 Véase Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén, Crónica de la Real y Pontificia Universidad de México. 188 Enrique González González y Lorenzo Luna Díaz, “Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén, cronista de la Real Universidad”, en La Real Universidad de México..., pp. 49-66. 189 Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, p. 488.

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dentro de este ambiente salieron a la luz en 1736, en la ciudad de México, las Memorias históricas de la Congregación del Oratorio, bajo los auspicios del arzobispo y virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien la obra estaba dedicada.190 Su autor, Julián Gutiérrez Dávila, quien también escribía sermones y vidas ejemplares, quiso reunir en esta obra una miscelánea biográfica de cuantos sacerdotes tuvieron que ver con los orígenes de la congregación de san Felipe Neri en Nueva España, sea como miembros activos o como mecenas.191 Julián Gutiérrez Dávila era un criollo nacido en la ciudad de México; como presbítero y miembro del oratorio de San Felipe Neri desde principios del siglo xviii y como prepósito de la misma congregación había conocido a muchos de los personajes que biografiaba. Son por tanto sus Memorias más una colección de vidas ejemplares que una crónica propiamente dicha, aunque a través de las hazañas y virtudes de sus héroes se pueda reconstruir la evolución de la institución a la que pertenecieron. Con todo, a pesar de que sus historias de virtudes debían estar libres de la narración de prodigios como lo exigía el género biográfico del siglo xviii, Gutiérrez Dávila no pudo evitar la mención constante de la presencia demoniaca en las vidas de sus biografiados, por lo que su obra debe ser considerara dentro de la tradición retórica barroca. Aunque las Memorias sólo se ocupan de la ciudad de México, cuando se publicaba la congregación tenía ya presencia en todas las ciudades del virreinato y sus miembros eran connotados predicadores y escritores. Varios de ellos, como veremos, tuvieron un destacado papel en la “república de las letras” de la Nueva España ilustrada y participaron activamente en la formación de sus identidades colectivas. 7. Hernán Cortés, Bartolomé de Olmedo y las pinturas de la conquista

Mucho debe al valor de los españoles la conquista, pero más se debe a la disposición divina […] y se prueba con las veces que la Virgen Santísima les ayudó en sus conflictos, y las que santiago se apareció en las batallas. Ayudoles Dios entonces con auxilios favorables, pero castigoles después con sucesos ejemplares, y manifestó su indignación con los tristes fines, porque no le ganaban a Dios la piedad con los robos, homicidios y la codicia que mostraron, con crueldades que cometieron, quien las quisiese leer (si no es que no se quiera afligir) las puede ver del señor don fray Bartolomé de las Casas en el memorial que intituló Ruina de las Indias.192

190

Cf. J. Gutiérrez Dávila, op. cit. Francisco de la Maza, Los templos de san Felipe Neri de la ciudad de México..., p. 36. Este autor señala que además de las Memorias históricas, Julián Gutiérrez Dávila publicó: Vida del P. Domingo Pérez de Barcia, fundador de la casa y voluntario recogimiento de mujeres de San Miguel de Bethlén en México, y Vuelos amantes de la Sagrada Flor de Palermo. 192 A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 165. 191



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Estas palabras del cronista franciscano Agustín de Vetancurt, escritas en las últimas décadas del siglo xvii, nos presentan una visión muy poco positiva de la conquista. El autor critica en su obra la dedicación de la ermita de San Hipólito a los “mártires” españoles que murieron durante la Noche Triste, pues “mal le vino el título de mártires a los que por la codicia faltaron al valor”. Dios castigó a los españoles por sus pecados y sólo salvó a unos cuantos para que llevasen a cabo su labor militar previa a la evangelización, por lo que la conquista fue una victoria de Él. Una vez consumada, los robos, homicidios, codicia y crueldades que mostraron con los indios fueron la causa de los trágicos destinos de muchos de los conquistadores.193 De hecho, según él, muy pocos de sus descendientes disfrutaron de lo ganado por sus padres y “los que más han lucido en el reino son algunos pobladores que viven con lustre y estimación, conservando la nobleza de sus antiguos con rentas y mayorazgos”. A partir de la segunda mitad del siglo xvii fueron estos hombres quienes hicieron una exaltación de la conquista y de su principal dirigente, Hernán Cortés. Para ellos, a diferencia de los encomenderos de la era manierista, la exaltación de la conquista no tenía que ver con una relación de méritos, sino con la justificación de su papel como regidores del reino, un reino que había sido fundado por el insigne capitán extremeño. Desde 1629 sus restos habían sido trasladados desde Tezcoco hasta el convento de San Francisco de la capital, donde se guardaban en un cofre a un lado del altar mayor “con su efigie y sus armas en un dosel”. Con ello, la ciudad le rendía un homenaje a quien fuera su fundador. Vetancurt, quien nos da esta noticia, también hizo esta semblanza del conquistador: “fue en el comer abundante y en el beber templado, en los festejos, guerras y mujeres liberal, tratábase con gravedad y ostentación, y fue después de sus mocedades, cuerdo y sufrido en el servicio de su casa y en criados ostentativo; muy devoto y rezador, sabía oraciones y salmos de memoria, fue gran limosnero […] porque decía que con eso restauraba sus pecados […] dándole a Dios la gloria de sus hazañas”.194 Para el padre Vetancurt, como lo había sido para su antecesor fray Juan de Torquemada, el tema de la conquista era tratado como un mero antecedente de la labor evangelizadora de los religiosos. Pero ellos no fueron los únicos que utilizaron ese vehículo para justificar sus posiciones. En 1632 salía en Madrid la primera edición de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, que escribiera Bernal Díaz del Castillo noventa años atrás. La edición había estado a cargo del mercedario fray Alonso Remón, que murió antes de verla concluida y, al parecer, su transcripción de la obra era bastante fiel al original. Sin embargo, al salir impreso, el texto ya no respetaba exactamente el manuscrito que emergió de la pluma del conquistador cronista. El 193

Sonia Rose-Fuggle, “La revisión de la conquista...”, en Raquel Chang-Rodríguez, Historia de la literatura mexicana, pp. 264 y ss. 194 A. de Vetancurt, op. cit., trat. ii, p. 168.

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editor que sustituyo a Remón, el también fraile de la Merced Gabriel Adarzo y Santander, introdujo varias interpolaciones en el último momento, muchas de ellas relacionadas con su hermano de hábito, fray Bartolomé de Olmedo, fraile que había acompañado a los ejércitos de Cortés, pero cuya presencia en las narraciones anteriores sobre la conquista era muy secundaria. En los agregados insertados por fray Gabriel (que por supuesto quedaban sacralizados al hacerlos aparecer como salidos de la autorizada pluma de un testigo presencial como Bernal), el mercedario era descrito como el primer evangelizador de Nueva España, colaborador y consejero de Cortés, predicador de la fe cristiana a los indios, cura castrense de los ejércitos que tomaron México-Tenochtitlan y de aquellos que, tiempo después, conquistaron Guatemala al mando de Pedro de Alvarado.195 El hecho real de la participación de Olmedo en la gesta conquistadora, apenas esbozado en los cronistas, tomaba en la versión mercedaria de Bernal un tono heroico y unas dimensiones exorbitantes que lo equiparaban al mismo Cortés. Este papel protagónico del fraile y de su actuación quedaba plasmado desde la portada de la edición en la cual aparecen el religioso y el conquistador de la misma talla flanqueando el frontispicio del título. Ellos son la mano y la boca, como dicen los carteles sobre sus cabezas; ellos son la acción y la palabra, la espada y la cruz. Sus escudos de armas (el del marquesado y el de la Merced) y sus hazañas descritas en los otros escudos que los personajes sostienen (el encuentro con Moctezuma y la predicación a los indios) son los emblemas que pregonan sus glorias y que los hacían complementarios. El influjo que este texto tuvo en la literatura y en el arte fue enorme; su contenido formó parte central de la campaña mercedaria que tenía por objeto colocar a esta orden en un destacado lugar en los inicios mismos de la iglesia novohispana. Formar parte de un hecho fundacional de tales magnitudes podía aportar a la provincia de la Merced permisos para nuevas fundaciones y limosnas reales, además de la preeminencia que se manifestaba en la presencia de sus miembros en lugares destacados en los actos públicos. A fines del siglo xvii se insertaba en esta línea fray Francisco de Pareja (1619-1688), criollo neogallego, provincial y primer cronista (desde 1671) de la provincia mercedaria de la Visitación en Nueva España. Este autor escribió su obra con un objetivo básico: demostrar el papel primordial que jugó Olmedo en la conquista y lanzar diatribas contra los cronistas de las otras órdenes que no reconocían los múltiples méritos de su correligionario. Con base en la versión interpolada de Bernal, Pareja presentaba a Olmedo como el primer apóstol de Nueva España, quien celebró la primera misa en Tenochtitlan frente a la virgen de los Remedios, la milagrosa imagen que después se venerará en el cerro de Totoltepec.196 195

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, edición de Carmelo Sáenz de Santa María. Esta edición hace un cotejo muy minucioso de todas las versiones del texto de Bernal y en un Suplemento recopila las interpolaciones mercedarias. 196 Francisco de Pareja, Crónica de la provincia de la Visitación de Nuestra Señora de la Merced, redención de cautivos de la Nueva España, vol. i, pp. 24 y ss.



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Una mayor influencia que la crónica de Pareja tuvo sin embargo la otra obra, influida por el texto de Bernal interpolado por los mercedarios: la Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional, conocida por el nombre de Nueva España de Antonio de Solís (1610-1686) y publicada también en Madrid en 1684. En ella, el cronista oficial hacía aparecer a Olmedo como uno de los más fieles colaboradores del conquistador, resaltaba su labor como emisario ante Pánfilo de Narváez y se le presentaba como el primer evangelizador de los indios, tal como lo mostraba la visión mercedaria. En una escena al principio de la conquista, Solís lo describe intentando convertir a los embajadores de Moctezuma y después, durante su estancia en Tenochtitlan, procurando persuadir al mismo emperador de que se bautizara, con nulos resultados, cuando estaba moribundo víctima de la pedrada fatal. Finalmente, Olmedo era mencionado por Solís como el primero en introducir el bautizo entre los señores indígenas, primero a Maxicatzin, el cacique tlaxcalteca, y después a Ixtlilxóchitl, el señor de Tezcoco.197 Aunque inspirada por el texto de Bernal, la obra de Solís rebasó el alcance que aquella tuvo tanto en Europa como en América. Fue por ejemplo traducida a varias lenguas europeas (francés, inglés, italiano y alemán), y de ella se hicieron numerosas ediciones en castellano. Con este texto la figura de Cortés quedó sacralizada como el héroe invicto e indiscutible de la empresa conquistadora. Solís, además, contrastaba el valor de los españoles, con la ferocidad de los aztecas, más propia de los brutos que de hombres. En curiosa aposición se mostraba a un pueblo con senado, jueces, órdenes de caballería y una educación moral sólida, pero con una religión diabólica y detestable.198 A lo largo de las últimas décadas del siglo xvii, la capital de Nueva España vivió una recepción inusitada de las obras de Bernal y de Solís que se plasmó en numerosas imágenes en biombos, óleos sobre tela y pinturas de “enconchados”. Nunca antes ni después se dio un despliegue tan amplio del tema de la conquista y el hecho pudo deberse a la llegada del virrey conde de Moctezuma, aunque al parecer ya desde su antecesor, el conde de Galve, existieron muestras de tal interés. En los biombos se repitió una fórmula que se volvió habitual: uno de los frentes se dedicó a la conquista y el otro a la vista de la ciudad de México. En el primero se representó a lo largo de sus diez hojas un registro de las hazañas de Cortés mediante una narración en la que unas escenas se entremezclaban con otras, aunque siguiendo una secuencia cronológica que se iniciaba con el “encuentro” entre Cortés y Moctezuma en 1519 y terminaba con la caída de la ciudad y el asedio de los bergantines a Tlatelolco, el último reducto de la resistencia mexica. Además de Cortes, a lo largo de esta secuencia aparecen personajes protagonistas, y si197 Antonio de Solís y Rivadeneira, Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional, conocida por el nombre de Nueva España, libro v, cap. v, p. 283 y cap. xii, p. 307. 198 Benjamín Keen, La imagen azteca en el pensamiento colonial, pp. 186 y ss.

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tuaciones que se habían vuelto prototípicas desde la historiografía del siglo xvi: la Malinche, colaboradora de los españoles, azuzando al ejército hispano-indígena; Cuauhtémoc, lapidando al emperador Moctezuma y aprisionado al final; las cabezas mutiladas de españoles y caballos pendientes del tzompantli, como argumento jurídico que avalaba que hubo una “causa justa” para la conquista de la ciudad; la colocación del pendón con las armas castellanas sobre la pirámide de Tlatelolco por un capitán, posiblemente Pedro de Alvarado, y la destrucción de un ídolo de oro de aspecto diabólico, lo que evidenciaba como un tema central de la conquista la erradicación de la idolatría y la imposición del cristianismo.199 Estas escenas se desarrollaban en un paisaje de casas y palacios que recordaban a la virreinal ciudad de México con sus barrocos balcones y herrajes y, en ocasiones (como el biombo del Castillo de Chapultepec), hasta con iglesias. El otro lado de los biombos mostraba en lo que se había convertido la ciudad conquistada a través de los años. La violencia y el caos del anverso contrastaban con una vista armónica desde el cerro de Chapultepec, una ciudad llena de limpias calles y plazas y hermosos edificios en cuyos flancos aparecían dos de sus santuarios marianos protectores: La Piedad, al sur, y Guadalupe, al norte. El espacio retórico se describía a partir del esquema de la Urbs, es decir, la base material formada por los edificios, las plazas y las calles, sin gente. Espacio urbano y tiempo fundacional convivían así en un objeto excepcional que servía para exaltar a la capital y a sus habitantes. 200 Como ejemplo del segundo tipo de pinturas sobre la conquista está la serie de ocho óleos que hasta hace poco custodiaba la embajada británica de la ciudad de México. El autor anónimo de esta serie, influido por las representaciones de batallas flamencas, muestra un armonioso equilibrio entre el paisaje y la historia, con una gran fidelidad histórica en la representación del vestuario de los guerreros indígenas, posiblemente gracias a la consulta de códices. En esta serie el protagonismo de Cortés se ve matizado con la activa presencia de sus capitanes y del ejército, y se resalta, como veremos, la presencia de Moctezuma. Pero sin duda las más extensas y originales representaciones de la conquista se dieron en los cuadros llamados “enconchados” por la utilización en su superficie de “embutidos” de concha nácar. Hasta el momento se tiene noticia de ochenta y cuatro tablas (aproximadamente una tercera parte de las obras realizadas con esta técnica) sobre el tema distribuidas en seis se199 J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 51-107. 200 Este tipo de representaciones contrastaba con la Civitas, es decir, vistas en las que el espacio urbano se llenaba con el bullicio de la vida humana, como en la famosa vista de la plaza mayor pintada por las mismas fechas por Cristóbal de Villalpando. Al igual que en el texto sobre la ciudad de México escrito por su contemporáneo fray Agustín de Vetancurt, el cuadro era un “teatro” compendiado por el que transitaban los actores, nobles y plebeyos, que habitaban la ciudad imperial.



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ries. Todas las tablas de las series tienen varias escenas representadas e identificadas por medio de números o letras, cuya relación se haya en las cartelas que las acompañan. En ellas se observa la intención de adecuarse a la secuencia cronológica marcada por los textos de los cronistas que les sirvieron de referencia: Bernal y Solís. Varias de estas obras se han vinculado con el patrocinio de dos virreyes, el conde de Galve y del conde de Moctezuma, y con el taller de los hermanos Miguel y Juan González, quienes firmaron en 1698 algunos de esos enconchados.201 Pero sobre todo se han visto detrás de ellos la influencia no sólo de las crónicas mencionadas, sino también la presencia de un estudioso criollo del pasado novohispano: Carlos de Sigüenza y Góngora. En efecto, este polígrafo dejó un elogioso retrato del conquistador Hernán Cortés en su obra Piedad heroica, encargada posiblemente por los descendientes del marqués para describir el hospital de Jesús. Escrita en fecha incierta entre 1691 y 1694 e impresa sin portada, esta obra (cuyo título fue puesto por Cayetano Cabrera Quintero en el siglo xviii) debió formar parte de su inacabada obra Teatro de las grandezas de México. Para Sigüenza el conquistador tenía méritos suficientes para aparecer entre los grandes héroes de la Antigüedad clásica a quienes incluso superaba. Al compararlo con Eneas, el fundador de la vieja Roma, no sólo convertía a México en la nueva Roma sino lo mostraba como un dechado de virtudes caballerescas, aunque Cortés se mostraba superior al héroe pagano; primero porque gracias a él se introdujo la cristiandad en estas regiones, y después por su piedad religiosa que lo llevó a erigir templos para alabar a Dios y obras de caridad en beneficio de los pobres. “Siendo hoy lo más bien parado de la América, lo que para ofrecerle a Dios conquistó su brazo. Y si era su cuidado erigirle templos, y altares por donde iba de paso a continuar sus empresas, como fue en Cozumel, en Tabasco, en Cempoala, en Tlaxcalan, y en otras partes, que no es de creer que haría en México, que fue el destino de su fortuna, el norte de sus acciones, y por eso el empleo de su cariño”.202 Tomando como pretexto la descripción del hospital, la obra de Sigüenza entreteje los hechos milagrosos acaecidos en la institución con el tema histórico de la fundación y construcción del edificio y de su templo y las hazañas de Cortés, héroe fundador de su patria criolla, México-Tenochtitlan.203 El mismo Sigüenza utilizó el modelo cortesiano en otra de sus obras: el Mercurio volante, relación sobre la reconquista de Nuevo México llevada a 201 De las seis series que se conocen por lo menos tres están muy relacionadas: la de los duques de Moctezuma, la del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires y la del Museo de América de Madrid. María Concepción García Sáiz, “La conquista militar y los enconchados. Las peculiaridades de un patrocinio indiano”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 109-141. 202 C. de Sigüenza y Góngora, Piedad heroica de don Fernando Cortés, p. 3. 203 Antonio Lorente Medina, La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia criolla mexicana, p. 119

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cabo en 1695 por el capitán Diego de Vargas Zapata. Este nuevo Cortés tenía el valor, magnanimidad y piedad del conquistador de Tenochtitlan. Como el capitán extremeño logró una gran victoria sobre los numerosos indios rebeldes con un pequeño ejército; don Diego aprovechó las disputas internas de los confederados para recuperar Santa Fe, la capital, y recibió la ayuda de indios “amigos”. Las arengas del conquistador están cargadas de “decoro” y piedad y junto con las armas consiguieron que los apóstatas regresaran a la luz del Evangelio.204 Ese mismo espíritu cortesiano seguía aún vivo en el siglo xviii, aún cuando los marqueses del Valle ya no radicaran en la ciudad sino en Italia. Frente a su palacio, situado sobre el lado poniente de la catedral, se construyó un verdadero santuario cortesiano en la primera mitad del siglo xviii en la antigua capilla de los talabarteros. En ese lugar, según una tradición mencionada por el viajero fray Francisco de Ajofrín, el águila y la serpiente se habían aparecido a los aztecas y ahí el padre Olmedo había celebrado la primera misa.205 En ese mismo lugar, según otra tradición, estuvo el templo de Huitzilopochtli, cuyo ídolo derribó Cortés, convertido en paladín de la cruz en América. Plazoleta y capilla estaban situadas en el punto de entrada a la plaza mayor por el que los virreyes hacían su arribo oficial al corazón de la ciudad. Éste era por tanto un monumento público que marcaba el tránsito entre las casas del Marquesado (símbolo de la nobleza local) y el palacio virreinal (sede de los poderes españoles), el pórtico de entrada a la zona de los festejos oficiales. La cruz venerada en la capilla recordaba la divisa del estandarte de Cortés, con claras alusiones constantinianas: “Seguid la cruz, porque si tuviéramos fe, con esta señal venceremos”. Ese sentido salvífico tenían también los cuadros que en ella se colocaron en la tercera década del siglo xviii, una serie de cuatro lienzos del pintor José Vivar y Balderrama. En uno de ellos se representaba la primera misa en Tenochtitlan, celebrada por Olmedo ante unos devotos españoles encabezados por Cortés, y unos indios asombrados. En ella contrasta la actitud de respeto de Moctezuma frente a la altanería de Cuauhtémoc, en una posición de abierta simpatía hacia el primero. El segundo cuadro narraba el bautizo de un señor (Cuauhtémoc, según una referencia del siglo xix) por manos del mismo fraile y bajo el padrinazgo de Cortés como acto fundacional del cristianismo en Nueva España. En el tercero se representaba la humillación de Cortés ante los franciscanos; la escena, narrada por Vetancurt, es un elogio del sacramento de la Penitencia pues el conquistador es azotado por fray Martín de Valencia por llegar tarde a misa. El cuarto y último cuadro representaba la aparición de la virgen de Guadalupe, elogio de la mariofanía por la que se mostraba la elección divina hacia el Nuevo Mundo. La serie en su conjunto constituía una exaltación del papel salvífico que tuvo Cortés, el Moisés que rescató a los indios de la idola204 205

Ibid., pp. 160 y ss. F. de Ajofrín, op. cit., vol. i, p. 55.



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tría para llevarlos a la tierra prometida, la cual se había constituido como tal gracias al milagro del Tepeyac.206 Esa misma admiración y respeto por Hernán Cortés podía verse en Tlaxcala, en cuyas Casas Reales se guardaba un pendón de batalla que les había obsequiado el conquistador y cuyo “paseo” o traslado era considerado, como en la capital, un acto central de los festejos fundacionales. La única diferencia era que en Tlaxcala la fiesta se celebraba el 15 de agosto, día en el que se había consolidado la alianza con Cortés y el aniversario de su conversión a la fe, y no el 13 de agosto.207 La presencia de Cortés también se hizo patente en varios cuadros que representaban el bautizo de los cuatro señores, en los que el conquistador aparecía como padrino. El hecho de representar el bautismo, ceremonia de entrada a la religión cristiana, curación de la perversidad demoniaca y abjuración de la idolatría, era la mejor manifestación de la antigüedad de la tradición cristiana entre los tlaxcaltecas, lo que los convertía en cristianos viejos. Pero además, el bautismo constituía un acto fundacional que significaba no sólo la entrada al ámbito de la cultura occidental, sino también el símbolo de la alianza con los españoles antes de que éstos tomaran la capital mexica. De alguna forma, como había sucedido en el siglo xvi, los bautizos eran un acto civil y religioso de reconocimiento de legitimidad de un gobernante indígena. La presencia de Cortés en ellos convertía el bautismo en un rito de sujeción y vasallaje al rey de España, lo que otorgaba derechos sobre el señorío a los descendientes, que eran quienes mandaban pintar el cuadro. Se exaltaba así, con el acto fundacional del bautismo, el reconocimiento del cacique y de sus sucesores como legítimos gobernantes del pueblo. Los caciques tlaxcaltecas de fines del siglo xvii tenían, por tanto, conciencia de que un hecho histórico podía ser el aval de sus derechos. Fuera de México y Tlaxcala no nos quedan muchas constancias de una celebración de la conquista o de una exaltación de la figura de Cortés en otras ciudades, sobre todo españolas. En cambio, en el ámbito indígena, el conquistador se volvió un símbolo de la alianza de las comunidades con el régimen español, como veremos sucedió con los “títulos primordiales” elaborados entre finales del siglo xvii y principios del xviii. Un cuadro en el Museo Regional de Oaxaca de principios del siglo xviii, en que aparecen Cortés y Moctezuma a los pies de un Santiago a caballo, nos hace pensar en una imitación de los patrones de la capital. Lo más significativo del cuadro es que el estandarte con el águila bicéfala de los austrias lo porta el contingente indígena de Moctezuma. Frente a la gran fidelidad tlaxcalteca a la figura de Hernán Cortés y la enorme difusión de los temas de la conquista en biombos y enconchados, resulta por demás extraño que la celebración de la conquista en la ciudad de México el día 13 de agosto sufriera un enfriamiento desde finales del siglo 206 207

J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en op. cit., p. 103. J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 170 y ss.

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xvii;

con el pretexto de que los festejos coincidían con la temporada de lluvias, muchos nobles se excusaban de acudir. En 1721, a raíz de la conmemoración del 200 aniversario de la conquista de Tenochtitlan, el virrey pidió al secretario del ayuntamiento que buscara en los archivos para ver como se celebraba la fiesta en sus remotos orígenes del siglo xvi. La celebración se hizo con corridas de toros, justas caballerescas, danzas en la catedral y fuegos artificiales. Se incluyeron además algunas novedades, como el desfile de los gremios y de los caciques y cofradías indígenas (para celebrar “los singulares beneficios” que los indios habían recibido con la conquista), algo totalmente inusual en este tipo de celebración.208 Éste era el primer intento llevado a cabo por parte de las autoridades virreinales para rescatar la fiesta del Pendón como un recuerdo de la conquista, algo que al parecer ya no formaba parte sustancial del interés de los criollos. Este desinterés criollo por la fiesta de la conquista se dio de manera paralela a la aparición de varias vías de acceso a cargos de gobierno que la Corona abrió para los nacidos en Indias: numerosos episcopados de las sedes sufragáneas recayeron en criollos a lo largo del siglo xvii; se les abrió también el campo de los oficios vendibles, como la Secretaría de Gobernación, que tuvo a su cabeza al criollo Pedro Velázquez de la Cadena por más de cuarenta años; desde 1678 también entraban a la venta los cargos de corregidores, tradicionalmente concedidos a los virreyes para sus allegados y abiertos ahora para los americanos;209 por último, los nombramientos de oidores en varias audiencias recayeron también en criollos. Con todo esto, el discurso de la conquista, que había sido utilizado en la época anterior como el argumento principal para obtener cargos y prebendas como recompensa por las hazañas de sus abuelos, quedaba hasta cierto punto sin efecto. A pesar de este aparente desinterés, la conquista seguía siendo para los habitantes de la capital su hecho fundador, un hecho en el cual los indios comenzaron a tener un valor simbólico tan importante o más que los mismos conquistadores. 8. La Roma del Nuevo Mundo. Recuperación y resignificación del mundo indígena

El tercero y más principal trozo de la lucida máscara, que se compuso de grandeza, que aunque gentílica y bárbara, mereció las aclamaciones de augusta, a beneficios del cetro que rigió el dilatado Septentrional Imperio del Occidente. 208

Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, p. 78. Algunos corregimientos como el de Veracruz, Puebla, San Luis Potosí y Acapulco se habían mantenido en manos del rey por su situación clave desde mediados del siglo xvii; pero en 1678, aprovechando que en México y Lima gobernaban arzobispos virreyes, la Corona se apropió el derecho de nombrar todos los cargos, los cuales entraron en el sistema de oficios vendibles. Alejandro Cañeque, The King’s Living Image..., pp. 168 y ss. 209



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Y claro está que fuera monstruosidad censurable el que, para manifestar su regocijo, los indios se valiesen de extrañas ideas, cuando en sus emperadores y reyes les sobró asunto para el lucimiento y la gala; la que todos vestían era la antigua, que en las pinturas se manifiesta y que en la memoria se perpetúa, siendo en todos tan uniforme el traje, como rica y galante la contextura de sus extraordinarios adornos.210

En 1680, para inaugurar el santuario de Guadalupe en Querétaro, se llevó a cabo una fiesta donde el mundo prehispánico tuvo una fuerte presencia. La narración que de los festejos hizo Carlos de Sigüenza y los temas que en ella aparecieron y que posiblemente él ideó, mencionan un desfile con los señores chichimecas, dirigidos por don Hernando de Tapia, el otomí que los conquistó; la reina de los toltecas; los emperadores mexicas, por sus nombres, encabezados por Moctezuma II, y los gloriosos señores de Tezcoco, encabezados por Nezahualcóyotl. Todos llevaban, decía, sus xiuhzolli (divisa propia del señorío) esmaltadas en riquísimas joyas, con piedras preciosas y perlas. La tropa terminaba con Carlos V a caballo seguido por un carro triunfal en forma de barco, en cuya popa venía la imagen de la virgen de Guadalupe rodeada de ángeles, con una niña a sus pies, “adornada con los atavíos indianos, en que se ideaba no tanto la América en común, cuanto con especialidad estas provincias septentrionales que llamó la gentilidad Anáhuac”. Alrededor del carro iba la danza del tocotín “para remedar en ella la majestad con que los reyes antiguos la practicaban”. En la celebración de Querétaro podemos observar algo que era ya común en las fiestas novohispanas que habían tenido su origen en la capital desde la era manierista, pero que en el barroco se volvieron más ostentosas y se difundieron en las principales ciudades del virreinato. El pasado de la ciudad de México se comenzaba a imponer como el prototipo de historia antigua para todo el territorio. Por otro lado, ese pasado quedaba desdemonizado y sus personajes emblemáticos tomaban un valor por sí mismos y no ya como “antecedentes” necesarios para justificar la conquista, y sobre todo la evangelización, hechos que desde el siglo xvi habían condicionado su estudio y el interés que pudieran tener. Sin duda Sigüenza también estaba detrás de esa nueva actitud hacia el pasado prehispánico, actitud que compartía con algunos de sus contemporáneos criollos, como fray Agustín de Vetancurt y sor Juana Inés de la Cruz.211 Ese interés se vio en su actividad de anticuario que lo llevó a reunir una de las más impresionantes colecciones de antigüedades mexicanas jamás conocida hasta entonces. Este “museo” (nombre que se daba a tal tipo de repertorios) contenía veintiocho volúmenes de manuscritos (doce en folio y dieciséis en cuarto), códices, mapas y documentos en náhuatl y castellano, originales y transcritos; la colección se completaba con una selecta bibliote210 211

C. de Sigüenza y Góngora, Las glorias de Querétaro…, p. 48. B. Keen, op. cit., pp. 200 y ss.

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ca de historia, ciencias, filosofía y teología que se acercaba a los quinientos volúmenes. 212 A lo largo de su vida Sigüenza había recopilado este material que provenía de compras, donaciones, préstamos e intercambios. La parte central de la sección correspondiente al mundo indígena la formaban los papeles y escritos del tezcocano Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, que Sigüenza había obtenido de su sobrino Juan de Alva Cortés. Esto explica el papel que en adelante tendría Nezahualcóyotl, el ilustre ancestro de esta familia, en la historiografía indigenista posterior. Además de las propias obras del historiador mestizo, la colección incluía las de Fernando Alvarado Tezozómoc, Juan de Pomar, Diego Muñoz Camargo, Domingo Chimalpahin, Pedro Gutiérrez de Santa Clara y Alonso de Zorita; el llamado Códice Ixtlilxóchitl, y mapas antiguos. En otras secciones existían libros y documentos sobre las apariciones de la virgen de Guadalupe, los papeles del jesuita Manuel Duarte acerca de la predicación de santo Tomás en América, copias de documentos de diversos archivos familiares (como el de los marqueses del Valle) y corporativos (como el del Ayuntamiento) y textos científicos inéditos (los del mercedario fray Diego Rodríguez, por ejemplo). Finalmente estaban también sus propias obras, tanto las impresas como las manuscritas.213 Pero la labor de Sigüenza no se quedó en la de un simple coleccionista, el polígrafo fue también un historiador interesado en rescatar el mundo indígena. Por los autores del siglo xviii sabemos de la existencia de un texto de Sigüenza (desaparecido en fechas tempranas) llamado Ciclografía mexicana, un estudio sobre el calendario indígena derivado de sus intereses científicos como astrónomo y matemático, ya que detrás de ellos estaban las disputas sobre la datación de los hechos bíblicos, cuya memoria quedó impresa en los anales indígenas. Otro texto, la Cronología del imperio mexicano, era una relación cronológica de las vidas y obras de los emperadores que habían regido desde Tenochtitlan, seguida de la nómina de los virreyes que gobernaron Nueva España.214 En dicha obra se mostraba que desde la fundación de la capital mexica existía una línea ininterrumpida de continuidad “imperial”, con lo cual se equiparaba la monarquía indígena con la española y se convertía a los emperadores mexicas en los fundadores de Nueva España.215 Esta imposición de un esquema imperial mexica uniformado sobre todo el territorio 212 El primero que dejó noticia de esta colección fue su sobrino, Gabriel López de Sigüenza, en la carta dedicatoria al Oriental Planeta Evangélico (José Toribio Medina, La imprenta en México, vol. iii, p. 243). José de Eguiara y Eguren, por su parte, refiere que Sigüenza donó al colegio de los jesuitas cuatrocientos setenta volúmenes, pero algunos otros debieron parar en otros herederos. Bibliotheca mexicana, vol. ii, p. 735. 213 Irving A. Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo xvii, pp. 192 y ss. 214 El mismo Sigüenza incluyó en su Lunario de 1681 un resumen de este texto más amplio al que intituló Noticia cronológica de los reyes, emperadores, gobernadores, presidentes y virreyes de esta nobilísima ciudad de México. 215 E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 57.



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no solamente simplificó el complejo panorama del mundo prehispánico, sino que excluyó de él a los otros grupos indígenas no nahuas (mayas, totonacas, mixtecos, zapotecas, purépechas, etcétera). Aunque también desaparecida, esta obra fue sin embargo la inspiración para uno de sus textos más conocidos que sí fue impreso, el Teatro de virtudes políticas. En esta relación del arco triunfal que costeó el ayuntamiento para la entrada a la capital del virrey marqués de la Laguna, Sigüenza proponía a los señores prehispánicos como modelo de buen gobierno. El texto era algo más que la descripción del arco, pues constituía una verdadera declaración de orgullo patrio. El autor aprovechó la ocasión de un acto público y un texto impreso para exaltar un pasado que era considerado bárbaro por los españoles y convertirlo en un antecedente glorioso de la Nueva España. Pinturas y poemas del arco iban dirigidos tanto al virrey como a los criollos, como señala el epígrafe latino que preside el libro: “Consideren lo suyo los que se empeñan en considerar lo ajeno”. Con todo, las virtudes políticas que se atribuyen a los emperadores indígenas son exactamente aquellas que se consideraban propias de los gobernantes cristianos: religión, justicia, prudencia, liberalidad y clemencia. De hecho hasta los sacrificios humanos mostraban la presencia de la primera de esas virtudes, pues a Dios se le debe ofrecer lo más preciado.216 En una primera parte, el texto justifica la elección del controvertido tema (la utilización de príncipes paganos para ilustrar virtudes cristianas), para lo cual compara a México con Roma. Si los europeos tomaban como modelos morales a los emperadores romanos ¿por qué los novohispanos no pueden hacerlo con sus propios reyes? “Mendigar extranjeros héroes” era para Sigüenza “agraviar a la patria”. En la segunda parte del texto se describe el arco y se desarrollan las acciones de los doce monarcas aztecas. En esta parte los indios eran mostrados como descendientes de Neptuno, nietos de Cam y bisnietos de Noé, y se relacionaba a los mexicanos con la cultura egipcia por sus pirámides, cómputo del tiempo y jeroglíficos. A la par que las virtudes cardinales que representaba cada gobernante, incluido el dios Huitzilopochtli (considerado por Sigüenza el primer emperador y con el que completaba el número de doce), el texto los comparaba con los reyes y personajes romanos y describía cada una de las pinturas del arco triunfal con sus emblemas y motes. A Cuauhtémoc lo hace otro Catón, por su rigidez moral, por la paciencia con la que sufrió el tormento y por su constancia (por ello se le “pintó con rostro mesurado, y alegre sobre una columna”), viendo en su nombre “águila que cae” una premonición de su destino. De Moctezuma II dice que estaba “adornado con imperiales y riquísimas vestiduras” y sacaba de las fauces de un león perlas, oro y plata como símbolo de su liberalidad.217 De todas las insignias imperiales salían rayos que confluían en una 216

A. Cañeque, “Espejo de virreyes…”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y espectáculo..., pp. 208 y ss. 217 C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, pp. 23, 48, 131 y 137.

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cornucopia que el virrey vertía sobre la capital, que era el personaje principal de la tercera parte del texto. Ahí, unas octavas exaltaban a la ciudad de México, que estaba colocada en la parte superior del arco entre nubes y “representada por una india con su traje propio y con corona murada, recargada en un nopal que es su divisa o primitivas armas”. México-Tenochtitlan, con su glorioso pasado imperial detrás, se ofrecía al nuevo gobernante como su espacio de actuación pero, como mostraba su posición preeminente, en sus propias condiciones.218 Sigüenza se refirió a los aztecas de acuerdo con los códigos retóricos cortesanos de su época, para hacerlos accesibles a sus mecenas (los virreyes y el cabildo de la capital). Detrás de estas versiones retóricas de un pasado indígena imperial (a la romana) se buscaba acabar con la discriminación hacia los criollos y crear imágenes de prestigio. El mundo indígena prehispánico no era aún visto como el pasado de los criollos sino sólo como un medio para dar a la patria un timbre de orgullo, para cambiar la imagen que de ella tenían los europeos, incrédulos de que en América se diera nada bueno.219 Autores como Sigüenza le daban a la capital una digna y honorable antigüedad, homologándola con la Roma imperial y con la prestigiosa cultura egipcia, cuna de la sabiduría. Esta recuperación histórico-retórica del mundo prehispánico coincidió con la expansión del hermetismo, impulsado por el jesuita Athanasius Kircher, y con el sincretismo introducido por la Compañía de Jesús; ambas coadyuvaron en la inserción del mundo prehispánico en la sabiduría universal nacida en Egipto y extendida por Grecia, Roma, Persia, India y China, zonas estas tres últimas en las cuales los jesuitas tenían misiones. El mismo Kircher había hecho comparaciones entre las pirámides de Egipto y de Mesoamérica para demostrar que la expansión de la sabiduría hermética había llegado hasta acá.220 En los discursos criollos el mundo indígena anterior a la conquista perdía así la carga demoniaca que le dieron los frailes del siglo xvi. Sigüenza y sus contemporáneos, partiendo de la idea de “pagano civilizado” elaborado por la nobleza indígena y por esos mismos frailes, y retomando el tema del “imperio mexica como imperio romano” de la obra de Torquemada, convirtieron el pasado político mexica y sus logros culturales (astronómicos y calendáricos, sobre todo) en el fundamento y orgullo tanto de la capital como de todo el reino. Sigüenza, educado por los jesuitas, gozaba de gran reputación entre los contemporáneos como profundo conocedor del mundo indígena. El franciscano fray Agustín de Vetancurt hablaba de él y de lo útiles que le resultaron 218

A. Lorente Medina, op. cit., pp. 32 y ss. Alejandro Montiel Bonilla, El teatro de virtudes de Sigüenza y Góngora. ¿Pilar del nacionalismo o texto cortesano del siglo xvii?, pp. 122 y ss. 220 Atanasius Kircher revalorizaba las civilizaciones no cristianas del Oriente y asoció las civilizaciones azteca e inca con el mundo egipcio, con ello, el pasado indígena de América quedaba integrado a la cultura universal, con lo que se diluía el carácter demoniaco del que lo habían revestido la mayoría de los frailes del siglo xvi. 219



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sus materiales en la elaboración de su Teatro.221 El viajero napolitano Giovanni Francesco Gemelli Careri lo mencionaba continuamente a lo largo de su Giro del Mondo y publicaba varias imágenes sacadas de sus códices. Esa influencia se puede ver también en los cuadros enconchados con el tema de la conquista que Juan y Miguel González pintaron por encargo del virrey conde de Moctezuma. En una de las escenas se mostraba el salón del trono del palacio imperial de Tenochtitlan (representado como la sala de acuerdos del palacio virreinal) con una galería con los retratos de los emperadores mexicas que recordaban el arco triunfal elaborado por Sigüenza para la recepción del virrey conde de la Laguna. En el cuadro aparecen dos tronos vacíos, siendo uno de ellos destinado para el emperador Carlos V, según una tradición que había fijado Cervantes de Salazar a mediados del siglo anterior.222 De todos los personajes que aparecían en los arcos, en los festejos, en los biombos y en los enconchados, dos poseían el carácter de emblemáticos: uno, Moctezuma II Xocoyotzin, el emperador que vivió la conquista; el otro, la india cacica que representaba a la Nueva España y que desde muy temprano se había identificado como la Malinche. El primero de ellos se convirtió en un referente obligado en todas las fiestas en las que se representaban los llamados “mitotes” indios y en los cuadros y biombos denominados “de la conquista”. Además, su constante presencia se reforzó a lo largo del siglo barroco gracias a las dos crónicas sobre la conquista ya mencionadas, la de Bernal Díaz y la de Antonio de Solís, en las que se difundieron muchas anécdotas de la vida del emperador mexica. En la última obra se imprimió una imagen de Moctezuma que tendría un fuerte influjo en Europa (la cual lo mostraba como un salvaje lleno de plumas) pero que en América tuvo un escasísimo éxito. Esto se debió a que la Nueva España barroca desarrollaba un impresionante aparato festivo, en el que podían descubrirse tanto elementos de la tradición tomada de los códices, como de aquella iconografía procedente del mundo clásico latino. Así, aunque las crónicas aportaban elementos narrativos, la fiesta y la plástica desarrollaban sus propios códigos haciendo caso omiso de la representación denigratoria europea. Uno de los espacios festivos que permitió a las elites intelectuales de algunas ciudades desplegar estos símbolos fue la fiesta del Corpus Christi. En 1645, el cronista jesuita Andrés Pérez de Ribas narraba cómo en ese día los indios principales que estudiaban en el Colegio de San Gregorio de la ciudad de México representaban un sarao o “mitote del emperador Moctezuma”. Éste, coronado con su copilli, iba vestido con ricas telas y joyas, llevaba en su brazo izquierdo un brazalete decorado con un penacho de plumas verdes (como se le representaba en los códices del siglo xvi) y en la mano derecha otro igual. Lo acompañaban tres niños “españoles” que barrían el piso a su 221 222

A. de Vetancurt, op. cit., Catálogo de autores, sin página. Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, pp. 277 y 281.

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paso y lo protegían del sol con una gran sombrilla o “mosqueador de rica plumería”. Catorce personajes, su séquito, lo rodeaban con veneración mientras bailaba al son de varios instrumentos y cantos y al final todos se dirigían reverentes al Santísimo Sacramento. El acto terminaba con el juego del volador. El cronista concluye: “no puede dejar de ser gustoso a los fieles católicos el ver rendida la antigua gentilidad a los pies de su redentor”.223 El otro espacio festivo en el que aparecía Moctezuma fue la recepción de los virreyes durante la cual se podía admirar a un personaje ataviado como el emperador vencido, con un lujoso traje y rostro cubierto por una máscara, que le hacía entrega al nuevo gobernante de su corona, simbolizando la sujeción del reino novohispano al rey de España. Lo que para la autoridad enviada desde España constituía un paseo que avalaba la conquista y el dominio de los reyes sobre el territorio y una renovación de los votos de obediencia al imperio, para los criollos y los indígenas era un espacio que les permitía la reafirmación de su orgullo, oculto detrás de esa ciega lealtad que los novohispanos decían tenerle a la monarquía.224 En 1640, en la fiesta de recepción del marqués de Villena, marcharon en una mascarada, a los lados de un carro triunfal, dos personajes que representaban a Hernán Cortés y al emperador Moctezuma, y cuando llegaron ante el marqués se detuvieron y entablaron un diálogo con la ninfa México.225 El tema se repitió en los festejos celebrados alrededor de la canonización de algunos santos, como sucedió en 1672 con motivo de la elevación a los altares de san Francisco de Borja, que coincidió con el centenario de la llegada de la Compañía de Jesús a México. En la celebración los estudiantes del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo y los mismos jesuitas organizaron un soberbio festejo que duró varios días. El domingo 7 de febrero de 1672 se inició la celebración con una mascarada en la que participaron trescientas personas distribuidas en cinco compañías, las cuales desarrollaron temas alegóricos alrededor de otros tantos carros triunfales para “doctrinar” y deleitar a los espectadores. El más destacado era uno que se distribuía alrededor de un cuadro sobre un caballo que representaba a América en traje de india sentada a la orilla del mar y recibiendo a una nave en la que venían los primeros sacerdotes de la Compañía a Nueva España. Al lienzo lo precedían cuatro jovencitos cargando carcajes con flechas y arcos dorados en las manos y lo seguían sesenta y siete niños criollos vestidos a la usanza de “los antiguos mexicanos”, con joyas, tiaras y encajes. La alegoría la cerraba un “caballerito” que representaba al emperador Moctezuma, en un trono rodeado de riquezas y coronado con una corona de plata con un águila y un nopal.226 223

A. Pérez de Ribas, op. cit., libro xii, cap. xi, pp. 739 y ss. Víctor Mínguez, Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal, p. 32. 225 Véase Anónimo, Zodiaco regio, templo político al excelentísimo señor don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, marqués de Villena. 226 Anónimo, Festivo aparato…, f. 10 r. y ss. 224



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Esa misma actitud de asimilación del emperador mexica al discurso jesuítico puede observarse en un lienzo de la colección Franz Mayer, pintado por Juan Rodríguez Juárez y fechada en 1693, que muestran a san Francisco Xavier bautizando a un nativo de América, vestido como el emperador mexica, a quien observan otros dos emblemáticos personajes desconcertados por esta intromisión, un turco asiático y un negro de África.227 El pintor criollo, posiblemente asesorado por sus comitentes jesuitas, introducía en el carácter universal de la representación de las partes del mundo una especial predilección del santo por la Nueva España simbolizada en Moctezuma, su personaje más emblemático. De hecho los jesuitas ya habían introducido a este personaje desde 1623, a raíz de la canonización de san Francisco Xavier, en una solemne fiesta en Puebla, en la cual Moctezuma apareció con un contingente indígena bailando un mitote, “con cadena de oro al pecho y diademas con jesuses de joyas y perlas”. El representante del reino de Nueva España se volvía jesuita al portar el emblema utilizado por la compañía (el jhs) en su diadema.228 Fuera del ámbito jesuita, el emperador mexica también aparecía en otras fiestas más populares, pues en varios lienzos del siglo xviii, en las llamadas “bodas de indios”, se representaba el “mitote” del emperador Moctezuma, con su máscara, acompañado por un séquito de músicos. Esta imagen llegó a influir también en la plástica, como lo muestra un biombo de la conquista localizado en una colección particular en el que el emperador mismo es representado con una máscara en el momento del encuentro con Cortés.229 El pintor anónimo de esta obra percibió que el disfraz festivo era algo más que una teatralización, se convertía en una reconstrucción real de un hecho acontecido en el pasado. Como debió sucederle a la mayoría de los espectadores, la representación plástica de la fiesta se volvió una actualización de la historia, una escenificación de los hechos tal como habían acontecido en el pasado, del mismo modo que el rito religioso renovaba día a día el hecho mítico, fenómeno muy común en los ámbitos de oralidad. Junto a la fiesta ritual, influyó también en la representación plástica el entorno de la corte virreinal de la capital y los modelos imperiales occidentales, que sirvieron para ambientar el palacio, las vestimentas y los rituales que rodeaban a la figura del emperador. Ya mencioné arriba la representación del salón del trono de Moctezuma como la sala de los acuerdos del palacio de los virreyes. En varias escenas de los cuadros enconchados y de los biombos que se pintaron con el tema de la toma de Tenochtitlan, Moctezuma aparecía 227 J. Cuadriello, “Xavier indiano…”, en op. cit., pp. 119 y ss. Este autor habla de otro cuadro atribuido a Juan Sánchez Salmerón en el que sólo aparece Moctezuma recibiendo el bautismo de san Francisco Xavier y da otros ejemplos similares en el Perú con los incas. 228 Efraín Castro Morales, Fiestas jesuitas en Puebla, 1623, p. 33. 229 Este biombo lo dio a conocer Marita Martínez del Río en su artículo “Una visión singular de la conquista de México”, en Elisa Vargas Lugo (ed.), Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, pp. 125 y ss.

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como un rey romano, ricamente ataviado con penachos de plumas en sus brazos y sentado sobre elaborados tronos barrocos protegidos por suntuosos palios de finas telas que recordaban tanto a los que cubrían a la Eucaristía en la fiesta del Corpus Christi, como a los que se utilizaban en las entradas de los virreyes. En tales biombos, las coronas barrocas y los petos y espinilleras a la romana compartían la simbología real con las diademas indígenas (xihuitzolli), llamadas también “copiles”, y con el penacho de plumas verdes atado al brazo o en una de sus manos. Salvo estos últimos atributos, ninguno de los atavíos tenía un referente directo a las imágenes de los códices. Un caso excepcional es un cuadro de la colección del duque de Toscana (actualmente en el Museo degli Argenti en Florencia) en el cual se representa a Moctezuma con besotes, orejeras, xihuitzolli, escudo, jabalina y capa de plumas.230 Pablo Escalante ha relacionado esta obra con el Códice Ixtlilxóchitl y con el manuscrito Tovar, documentos que formaban parte del “museo” de Carlos de Sigüenza y Góngora, quien muy probablemente lo haya mandado pintar en México para enviarlo al gran duque.231 La misma convergencia de elementos inspirados por las crónicas, los espacios cortesanos occidentales y las fiestas virreinales puede ser observada en las dos escenas de cuadros enconchados y biombos en las que Moctezuma es el personaje protagónico: una, su desastrosa muerte por una pedrada mientras trataba de calmar los ánimos (escena que le daba a esta vida su carácter trágico), se sitúa casi siempre en un elaborado balcón barroco; la otra, que describía el encuentro entre Cortés y el emperador mexica (situación que los criollos construyeron como un verdadero acto fundador del reino, con el cual ambos estados se habían hecho mutuo reconocimiento), se elaboró con elementos tomados de la entrada de los virreyes. La escena fue representada de manera autónoma en un conocido biombo, atribuido al pintor Juan Correa, en el cual Cortés y Moctezuma se hallan frente a frente seguidos de sus respectivas comitivas y pendones. El primero, con atributos de gobernador y acompañado por sus soldados y clérigos, es presidido por su pendón. Moctezuma, por su parte, vestido a la “romana”, se sitúa bajo un lujoso palio, sobre un barroco trono cargado en andas por cuatro barbados príncipes y portando una corona con el águila emblemática. La escena se basaba en una descripción de Solís: Venía Moctezuma sobre los hombros de sus favorecidos, en unas andas de oro bruñido, que brillaba con proporción entre diferentes labores de pluma sobrepuesta, cuya primorosa distribución procuraba obscurecer la riqueza con el artificio. Seguían el paso de las andas cuatro personajes de gran suposición, que le 230 J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en Víctor Mínguez y Manuel Chust (eds.), El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, pp. 111 y ss. 231 Pablo Escalante, “Moctezuma, Sigüenza y Cosme III”, en E. Vargas Lugo, Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, pp. 210 y ss.



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llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes, entretejidas y dispuestas, de manera que formaban tela con algunos adornos de argentería.232

Entre los dos personajes se desarrollaba un mitote o danza indígena en la que varios danzantes agitan sus sonajas y mosqueadores de plumas acompañados del tañido del teponaxtle. La escena recordaba las danzas que se realizaban durante la entrada de los virreyes, por lo que es muy posible que el cuadro represente una lectura simbólica de esa festividad: el gobernante que llegaba en nombre del rey de España (al igual que Cortés) debía reconocer en los criollos a los herederos del reino de Moctezuma, cuya soberanía, simbolizada por el palio, había perdido al ceder el reino a Carlos V.233 Ese mismo simbolismo se encontraba detrás de un cuadro en el que Moctezuma aparece representado como un emperador romano, con todos los atributos de poder imperial a la occidental: peto metálico, espada de filos de obsidiana recamada de oro que cuelga de su cintura, diadema afiligranada y su báculo. El emperador observa su corona (símbolo de la autoridad que ha delegado), colocada sobre una bandeja y baja su bastón de mando en señal de sujeción. Todos los gestos hacían referencia a la deposición del emperador como cabeza del reino y capitán de sus milicias. Su actitud, la de un rey depuesto, simbolizaba la de aquel que había cedido su poder a un ser superior, Cristo, y a su representante en la tierra, el emperador Carlos V. La escena había sido también descrita por Solís: mientras estaba preso, Moctezuma había aceptado el vasallaje de su reino a Carlos V, como lo había profetizado Quetzalcóatl, y le hizo enviar algunas joyas y riquezas en señal de sujeción. Cortés había recibido todo esto en nombre del rey y había designado un notario que diera fe del acto. Aunque Moctezuma “no tuvo intento de cumplir lo que ofrecía” y aquel discurso no era más que un ardid para alejar a los españoles, Solís remarcaba que por ese acto el rey azteca había reconocido como señor del Imperio mexicano a Carlos V, “destinado por el Cielo a mejor posesión de aquella corona”, y agregaba que el acto se hizo “según el estilo de los homenajes que solían prestar a sus reyes”.234 Jaime Cuadriello, quien estudió y dio a conocer este cuadro, sugiere que se encontraba en las casas reales de Tlatelolco, asiento de la antigua nobleza mexica y sede de uno de los gobernadores indígenas de la ciudad, y recuerda la danza que se hacía durante la recepción de los virreyes. Para él, la existencia de este lienzo en tal espacio era, por tanto, una muestra del poder simbolizador que tuvo este personaje también para la nobleza indígena, la cual 232

A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. x, p. 159. Moctezuma aparecía también en otra festividad, la jura de los reyes. Después de 1621, según Arias de Villalobos, en las juras de los reyes, los coheteros colocaban sobre dos canoas unos juegos artificiales con figuras que representaban al emperador Moctezuma y a otros líderes precolombinos arrodillados frente a un león, símbolo de la Corona española. Curcio-Nagy, The great festivals…, p. 50. 234 A. de Solís y Rivadeneira, op. cit., libro iii, cap. iii, pp. 203 y ss. 233

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veía este acto de sujeción de Moctezuma como un símbolo del pacto entre sus comunidades y el rey de España. En función de la obtención de privilegios, era mucho más beneficiosa la idea de un vasallaje derivado de una alianza que la sumisión obtenida por una conquista armada.235 Moctezuma, convertido en el rey de Nueva España, avalaba con su presencia la existencia de un imperio anterior a la conquista y de un pacto por el cual éste se insertaba en el sistema monárquico hispano, pero conservando los privilegios que Moctezuma había conseguido al entregarlo a Cortés.236 Con este acto no sólo dejaba a sus herederos, los criollos y nobles indígenas, una serie de privilegios, sino además se convertía en el rey fundador de Nueva España. De hecho Moctezuma era el puente entre los mundos anterior y posterior a la conquista, dos realidades unidas por una continuidad ininterrumpida.237 Frente al discurso de la monarquía hispánica, que consideraba a los reinos de las Indias como “cosa y parte de la Corona de Castilla” (de acuerdo con la definición de ideólogos como Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano y Pereyra),238 los criollos de la ciudad de México elaboraban un discurso en el que Moctezuma y su imperio, la Nueva España se convertía en un reino asociado que había pactado con Carlos V y no en un territorio sometido y obligado a pagar tributos como derecho de conquista. A partir del autonomismo municipal medieval y ante la ausencia de cortes o de cualquier aparato de representación como los que tenían los reinos peninsulares, los criollos usaron el pasado indígena de la capital para equipararse a Aragón y a Navarra. Por su carga indigenista, la presencia del emperador Xocoyotzin como rey de México trascendió el ámbito de las elites criollas e indígenas y se convirtió en un tema popular; el hecho se puso de manifiesto durante los funerales de la pequeña hija del virrey José Sarmiento de Valladares, conde de Moctezuma, muerta en 1697 y considerada como descendiente directa del gran tlatoani por línea materna. El pequeño cadáver fue acompañado por las autoridades urbanas y por el pueblo en una apoteósica despedida, lo que no era un hecho común cuando moría el hijo de algún virrey.239 Esa presencia popular se puede observar también en dos casos inquisitoriales del siglo xvii. En 1650 el cerero Pedro López declaraba en el juicio de la vidente Josefa Romero que, después de asistir a un mitote de los indios en un tablado, enternecido con la figura de Moctezuma, había preguntado a la acusada por la suerte de un rey tan digno y justo. La vidente le aseguró que el monarca azteca no se había condenado, que antes de morir había pedido 235 J. Cuadriello, “Moctezuma a través de los siglos”, en V. Mínguez y M. Chust (eds.), op. cit., pp. 110 y ss. La imagen de Moctezuma también tuvo un fuerte influjo en Europa. Carmen Val Julián, “Rey sin rostro...”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xx, núm. 77, pp. 105-122. 236 J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en Juegos de ingenio y agudeza..., p. 88. 237 Ibid., pp. 71 y ss. 238 Carlos Garriga, “Patrias criollas…”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 43 y ss. 239 Giovanni Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, p. 120.



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el bautismo y que estaba en el purgatorio en espera de que alguien rezara por él.240 En 1677 el mestizo Pedro del Castillo, acusado por los inquisidores de tener un pacto con el Demonio, confesó que una india le había aconsejado subir a una montaña, donde encontró una cueva en la que el mismísimo Moctezuma, sentado en una silla dorada, le había ordenado que se quitara el rosario y las reliquias y le ofreciera su alma al Demonio a cambio de los poderes extraordinarios que se le habían concedido.241 Ese impacto no sólo afectó a la capital. Para fines del siglo xvii la figura del emperador había penetrado en el lejano norte y formaba parte de los discursos contestatarios de los indios rebeldes. En varios informes de misioneros, desde el padre Kino, se menciona que los indios creían en Moctezuma como un hechicero y se le asociaba con la tierra de donde salieron sus antepasados para fundar Tenochtitlan.242 Entre 1712 y 1713, en la insurrección de Cancuc (Chiapas), se esperaba la resurrección milagrosa de Moctezuma, quien se sumaría a los soldados de una virgen milagrosa aparecida a una india para derrotar a los españoles.243 Junto con Moctezuma, la otra figura indígena emblemática que aparecía en fiestas y cuadros era el de la india cacica como personificación del reino de Nueva España. Como vimos, la representación había surgido desde el siglo xvi con atuendos indígenas y vestida con huipil; en el siglo xvii le fue agregado un penacho de plumas en un brazo y un tocado con el copilli, xihuitzollin o diadema azteca, objeto que debió también ser sustituido a veces por una corona murada, tradicional emblema de las ciudades, como la que lucía la que ideó Sigüenza para su arco del virrey Laguna. Para el siglo xvii era común ver esta figura en las representaciones teatrales En las anotaciones al Divino Narciso de sor Juana se dice: “Sale el Occidente, Indio galán con corona, y la América a su lado de India bizarra con mantas y cupiles, a modo que se canta el tocotín; siéntanse en dos sillas, y por una parte y otra bailan Indios y Indias con plumas y sonajas en las manos, como se hace de ordinario esta danza, y mientras bailan, canta la música”.244 La misma representación comenzó a invadir la plástica. En 1666 Isidro de Sariñana describía el catafalco luctuoso que se construyó en memoria de Felipe IV con el título Llanto de Occidente en el ocaso del más claro sol de las Españas. Entre los dieciséis jeroglíficos que lo componían, con claras alusiones monárquico-solares, dos tenían un fuerte carácter novohispano. En una se veía un edificio partido en dos con un barco que representaba la partida 240 Testimonio de Pedro López de Covarrubias, México, 4 de abril de 1650. agnm, Inquisición, 432, fol.473r. 241 agnm, Inquisición, 633.4, fols. 413r-417r. Citado por Fernando Cervantes, El Diablo..., p. 63. 242 Herbert Bolton, Rim of Christendom: A Biography of Eusebio Francisco Kino, Pacific Coast Pioneer, p. 286. 243 Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 212. 244 Sor J. I. de la Cruz, “Anotaciones a la loa para el auto del Divino Narciso”, en Segundo volumen de las obras de..., p. 198.

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del rey y en los extremos dos figuras femeninas coronadas, una España con cetro y corona, otra Nueva España con copilli y abanico de plumas. El emblema de la india cacica ya tenía aquí sus connotaciones geopolíticas: una figura coronada que daba al reino un sentido de autonomía, gracias a la majestad y autoridad de su glorioso pasado indígena, y que resaltaba el sentido de pacto por el cual se había vinculado al imperio español.245 Esta figura se puede observar también en el lienzo sobre el Triunfo de la Iglesia, que Cristóbal de Villalpando pintó para la sacristía de la catedral de México; América, junto con las otras partes del mundo, ofrece su corona de oro a la Iglesia; lo interesante de la alegoría es que, aunque está vestida con un traje europeo y está parada sobre un cocodrilo (como se representaba a América en la Iconología europea de Cesare Ripa), lleva sobre la cabeza un águila encima de un nopal y un penacho de plumas verdes atado a su brazo, uno de los emblemas de los emperadores mexicas. En esa creación se puede notar la preeminencia de la capital que para entonces ya asociaba a todo el reino con sus propios símbolos urbanos, el imperio azteca y el águila y el nopal.246 Una América asimilada ya a Nueva España aparecía también por las mismas fechas en Europa en el grabado de la portada de la Historia de Solís de 1684, pero en él la imagen era la de una india desnuda con penacho de plumas, representación que contrasta con la riqueza del vestido de la América/Nueva España del criollo Villalpando.247 Esa misma asimilación de toda América sólo a su parte septentrional podía verse también en las danzas y cuadros que representaban los cuatro continentes, tema europeo que tuvo gran aceptación en Nueva España, aunque modificando de nuevo la representación de la pareja americana que en Europa estaba desnuda, muestra de su salvajismo. En el reverso del biombo del encuentro atribuido a Juan Correa (reseñado páginas atrás) aparece una alegoría de las cuatro partes del mundo, cada una en la figura de una familia real ataviada con lujo acompañada por los animales emblemáticos de cada continente. América está representada por un indio galante (el Occidente según vimos en la loa de sor Juana) y una cacica con un periquito posado en su mano. Este tipo de personificaciones continentales se empleaban también en la fiesta, sobre todo en la de Corpus Christi, a modo de gigantones con el propósito de simbolizar la difusión de la fe en todos los confines del orbe. En un 245

J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 90 y ss. El águila tenía fuertes cargas emblemáticas hispánicas vinculadas con la monarquía y la divinidad. Se consideraba que era el único ser vivo que podía ver directamente al sol y por lo tanto simbolizaba una actitud mística de búsqueda de Dios; también se le veía como un ave fénix que cuando llegaba a la vejez se arrojaba al sol para abrasarse y con ello rejuvenecer. En México, el águila del escudo de la antigua Tenochtitlan fue utilizado en dos sentidos metafóricos. Uno positivo, la veía como la virtud que vence al vicio simbolizado en la serpiente; el otro negativo, como representación de la idolatría pagana que fue vencida por la otra águila, la hispánica. 247 A. Rubial García, “Se visten emplumados…”, en J. P. Buxó (ed.), La producción simbólica en la América colonial, p. 250. 246



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cuadro firmado por un pintor de apellido Arellano se les puede ver en los festejos del traslado de la virgen de Guadalupe a su nuevo santuario. En él, junto a las parejas vestidas “a la turca” que representaban Asia y África, Europa aparecía bajo las efigies de los reyes de España, Carlos II y su esposa, y América como un “indio galante” y una india cacica, ambos con vestidos lujosos y coronados con sus copilli, como reyes, y no como los dos salvajes semidesnudos dados a conocer en Europa. Las ricas vestimentas mostraban una civilización sofisticada que estaba a la altura de cualquiera de las del viejo mundo. Es muy significativo que en la representación teatral los gigantones tuvieran los atributos imperiales mexicas, por lo que la asociación del rey con Moctezuma y de la reina con Nueva España debió ser obvia para todos. Por otro lado, la presencia de estas figuras en las fiestas de Corpus en todas las ciudades del territorio las convirtieron en un símbolo generalizado y aceptado como representaciones del reino. Nueva España vestida como india cacica y el rey Moctezuma, vueltos símbolos de un imperio mexicano que tenía una continuidad desde los aztecas hasta los novohispanos, sirvieron a los criollos como una herramienta de inserción dentro del conglomerado imperial español y como una entelequia que permitía asegurar sus privilegios bajo el concepto de un pacto con el rey. Así, bajo el manto protector de esas figuras emblemáticas extraídas del pasado indígena, el único elemento diferenciador que tenían los criollos frente Europa, se creaba una entidad denominada reino de Nueva España.248 Diversas fuentes nos permiten intuir que la representación de la india cacica ya había sido relacionada durante los siglos xvii y xviii con un personaje central de las escenas de la conquista desde el siglo xvi: la Malinche. La estirpe nobiliaria de la intérprete y compañera de Cortés había sido resaltada por la obra de Bernal Díaz del Castillo, impresa como se recordará a mediados de la centuria y que tuvo una gran difusión en México. En su carácter de cacica, la Malinche poseía los mismos atributos del emblema de Nueva España: noble vestimenta, copilli y penacho de plumas en el brazo. En la “Relación histórica de la conquista de Querétaro”, texto de origen indígena de finales del siglo xvii sobre la fundación de la ciudad (utilizado como vimos por el padre Santa Gertrudis), se llamaba a la Malinche “congregadora y pobladora” de México y se le hacía esposa de Moctezuma.249 En 1747 el cacique mestizo de Cholula Juan León de Mendoza sufragaba los gastos para las fiestas de la jura de Fernando VI en las cuales aparecía Moctezuma sobre un asiento decorado con un león dorado y “una doncella vestida en el traje común de las indias de esta América, significando ser aquella la celebrada Malinche, que en la conquista de este nuevo mundo ministró al teniente ge248 J. Cuadriello, “La personificación de la Nueva España…”, en V. Mínguez (coord.), Memorias del Simposio Del Libro de Emblemas..., pp. 130 y ss. 249 El texto fue publicado por Rafael Ayala Echávarri con el título “Relación histórica de la conquista de Querétaro”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, vol. lxvi, núms. 1 y 2, pp. 109-152, p. 125.

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neral Cortés, de loable memoria, los favorables arbitrios y noticias que tanto facilitaron sus hazañosas empresas”.250 Esa misma asimilación se podía observar en algunos cuadros de la conquista, como en el que representa al “encuentro entre Cortés y Moctezuma” de la colección que poseía la embajada británica en México. En él aparece doña Marina con atributos de realeza (copilli, penacho de plumas en su brazo), literalmente como se representaba la personificación del reino en las fiestas.251 No es por tanto descabellado pensar que la pareja que acompañaba a Moctezuma en las representaciones de los cuatro continentes haya sido vista como la Malinche y que ambos, con sus lujosos atavíos y su carácter de “reyes de América”, se volvieran las figuras más utilizadas para mostrar el alto grado de civilización que habían alcanzado los indios en el nuevo continente. En 1710, con motivo de la jura de Luis Fernando, príncipe de Asturias, la ciudad de Guanajuato hizo una conmemoración en la que aparecía Moctezuma, con la Malinche a su lado vestida a la usanza mexicana y rodeada de mujeres, “las cortesanas matronas de dicho monarca”; todos estaban debajo de una silla donde un niño ricamente vestido representaba al príncipe. Pero además este carro triunfal iba encabezado por el monarca “Calzonzin, que lo fue de los pueblos de Michoacán”, quien montaba a caballo.252 Esta descripción nos muestra que, a pesar de que los símbolos de la capital (Moctezuma y la Malinche) se imponían por medio del ámbito festivo en todas las ciudades novohispanas, hubo ciudades que se remitían a las tradiciones indígenas locales. En los festejos de aclamación de Felipe V en la plaza principal de Pátzcuaro en 1701, el gobernador indígena Miguel de Urbina se presentó como el gran Cazonci, “señor natural que fue de esta provincia”, ricamente vestido (corona de perlas, cetro, escudo de oro) y llevado en andas por cuatro caciques, seguido por numerosos indios armados con arcos y flechas. El personaje se encaminó a la tarima donde se hacía la jura, se arrodilló ante el retrato del rey, besó sus insignias y rindió cetro y trono ante el nuevo monarca Borbón.253 El acto era una manera de hacer patente la presencia del gobierno indígena en una ciudad donde el cabildo español se había apropiado de la dirigencia urbana desde que fuera reinstalado con el permiso real en 1689. En Tlaxcala, en las juras y funerales de los reyes y en la recepción de los virreyes desde el siglo xvi, participaban los cuatro caciques vestidos a la usanza antigua, pero galardonados con sus escudos de armas y pendones

250 Citado por Francisco González Hermosillo, “La elite indígena de Cholula en el siglo xviii: el caso de don Juan de León y Mendoza”, en Carmen Castañeda (ed.), Círculos de poder en la Nueva España, p. 96, n. 57. 251 J. Cuadriello, “Los jeroglíficos de la Nueva España”, en op. cit., pp. 87 y ss. 252 C. S. Paredes Jiménez, “La nobleza tarasca…”, op. cit., p. 116. 253 Armando Mauricio Escobar Olmedo, “La fiesta en Pátzcuaro en 1701 por la aclamación del rey Felipe V”, Tzintzuntzan, núm. 9, p. 144.



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españoles, para hacer patente la persistencia del senado tlaxcalteca que había prestado tan importantes servicios a Cortés y a la Corona.254 Mientras esto sucedía en el ámbito indígena, en el mundo criollo las referencias a un pasado prehispánico asimilado a las civilizaciones egipcia, griega o romana era importante para darle prestigio ante la cultura occidental. Pero era aún más necesario remarcar su relación con el mundo bíblico, sobre todo el del Nuevo Testamento. Esa necesidad puede verse en las alusiones al pasado indígena en la extensa obra poética de sor Juana Inés de la Cruz, sobre todo en las loas a los autos sacramentales El cetro de José y El divino Narciso, en los que señalaba ciertos paralelismos alegóricos entre los ritos prehispánicos (el sacrificio humano y la antropofagia) y la eucaristía católica. De alguna forma se recuperaba la idea de los escritores del siglo xvi sobre las premoniciones cristianas que tuvieron los indios antes de la llegada de los españoles. Con ello se equiparaba de nuevo a los pueblos paganos de América con los de Europa. Sin embargo, hasta mediados del siglo xvii los criollos novohispanos sólo habían podido construir paralelismos retóricos con la Iglesia primitiva y, cuando mucho, habían conseguido unas cuantas reliquias de los cuerpos de los mártires antiguos. A diferencia de las naciones europeas, que remontaban su conversión a la predicación apostólica y que conservaban los cuerpos de sus mártires, los americanos no podían vincularse históricamente con el mandato que Cristo hizo a sus apóstoles: “Id y predicad a todas las naciones”. Esto sólo fue posible hasta que apareció la idea de que el apóstol misionero de la India, santo Tomás, el único de quien Los hechos de los apóstoles no narraba su martirio, pudo haber pasado a América. Para esta construcción histórico-retórica los criollos echaron mano de algunos datos que comenzaron a aparecer en las crónicas desde el siglo xvi. Los cronistas de Indias Antonio de Herrera y Francisco López de Gómara dieron noticia de cruces encontradas por los conquistadores en varios lugares del Nuevo Mundo. Con ellas se ponían las bases para una difundida teoría sobre la llegada a estas tierras de evangelizadores cristianos en los tiempos apostólicos. El tema, como vimos, fue tratado a fines del siglo xvi por fray Jerónimo de Mendieta. A esas menciones se agregaron las narraciones de fray Antonio de Remesal (1619) sobre algunos ritos indígenas que recordaban el bautismo y la confesión y las referencias de fray Diego Durán y del jesuita Juan de Tovar a un sacerdote llamado Topiltzin Quetzalcóatl, cuyas virtudes de castidad y penitencia hacían pensar en un predicador apostólico. Esta hipótesis de la evangelización primitiva no se oponía a la de la parodia demoniaca, pues Satán había pervertido el espíritu original cristiano.255 El mito de una predicación apostólica se veía reforzado por otras noticias paralelas que se fueron vinculando a él. Desde 1615 la obra de fray Juan 254 Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, vol. i, p. 103. 255 Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, pp. 215 y ss.

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de Torquemada había hecho pública la existencia de una milagrosa cruz encontrada en el puerto de Quauhtochco (llamado por los castellanos Guatulco), que había mostrado su autenticidad como reliquia no sólo realizando grandes curaciones, sino librándose de ser quemada por unos piratas ingleses que asolaron las costas del Pacífico. Torquemada señalaba que la cruz había sido llevada a Oaxaca por el obispo Juan de Cervantes (1609-1614) y que en la catedral seguía haciendo milagros, pero atribuía su origen a un viaje que hiciera fray Martín de Valencia al sureste y no a la presencia del apóstol san Andrés en esas regiones, como algunos pensaban.256 Décadas después, en 1649, Gil González Dávila, en su Teatro eclesiástico, retomaba la noticia sobre la cruz de Guatulco, pero señalaba que “un hombre blanco y barbado vestido de blanco” la había dejado en la costa del Pacífico muchos cientos de años antes que llegasen los españoles.257 En 1682, fray Baltasar de Medina señalaba que reproducciones de esa cruz se utilizaban colgadas al cuello y servían para apagar incendios.258 Para fines del siglo xvii numerosas iglesias en toda Nueva España decían poseer un trozo de esa cruz como parte de sus reliquias más preciadas. Sin embargo, ninguno de los tres cronistas mencionaba explícitamente que fuera santo Tomás su introductor. En 1694 el jesuita criollo Francisco de Florencia hablaba de otra milagrosa cruz labrada sobre la roca junto con dos huellas que se encontraba en el norteño Tepic, tema inspirado en una tardía tradición occidental sobre las huellas dejadas por Jesús en el Monte de los Olivos. Florencia señalaba también que huellas apostólicas eran mencionadas por los cronistas Burgoa y Cogollado para Oaxaca y Campeche, respectivamente.259 Noticias similares habían aparecido en Sudamérica desde el siglo xvi y recogidas por el dominico fray Gregorio García y por el agustino peruano fray Antonio de Calancha en la primera mitad del siglo xvii. Estos autores fueron los primeros que argumentaron de manera contundente que la predicación apostólica en América había sido obra de santo Tomás, cuya vida como predicador en la India aparecía relatada en la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine y en las crónicas de viajes de los franciscanos al Asia desde el siglo xiv.260 Con esos argumentos, con las noticias de los religiosos del siglo xvi sobre el sacerdote Quetzalcóatl y con la información de los hallazgos de “cruces prehispánicas”, los criollos novohispanos asimilaron la predicación de santo Tomás con el profeta indígena. Al parecer, el primero que hizo esta asociación fue el jesuita Manuel Duarte, para quien la xihuitzolli o diadema impe256

Juan de Torquemada, Monarquía indiana, libro xvii, cap. 28, vol. v, pp. 305 y ss. G. González Dávila, op. cit., p. 229. 258 B. de Medina, Crónica…, libro iii, cap. xx, f. 134 r. 259 F. de Florencia, Origen de los dos célebres santuarios de la Nueva Galicia, obispado de Guadalajara en la América septentrional, p. 6; J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 372 y ss. 260 Estos textos son: Gregorio García, Predicaciones del evangelio en el Nuevo Mundo, y Antonio de Calancha, Crónica moralizada de la Orden de San Agustín en el Perú. 257



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rial que portaban Moctezuma y los emperadores aztecas representaba una media mitra, en recuerdo de la investidura episcopal de aquel santo TomásQuetzalcóatl (obispo y sacerdote), de quien ellos se consideraban tenientes y subalternos.261 Luis Becerra Tanco, astrónomo y matemático contemporáneo del padre Duarte, destacó que el apóstol había legado a los indios el calendario solar, obra que no podía haber sido concebida por inspiración demoniaca, y que tal predicación había preparado el camino para la aparición de la virgen de Guadalupe.262 Basado en las apreciaciones de los padres Duarte y Becerra y en sus propios conocimientos, el polígrafo Carlos de Sigüenza escribió su Fénix de Occidente, santo Tomás apóstol hallado con el nombre de Quetzalcóatl entre las cenizas de antiguas tradiciones. Al remontar la predicación cristiana en las tierras del Anáhuac a la época de la fundación de la Iglesia este autor consideraba probado que América había estado presente en la mente divina de Cristo durante su estancia terrena. Aunque esta obra está hoy desaparecida, fue muy consultada durante el siglo xviii. Uno de sus deudores fue el erudito italiano, discípulo de Juan Bautista Vico, Lorenzo Boturini, quien durante su larga estancia en México recopiló materiales indígenas de muy variado origen. Boturini localizó la predicación del apóstol en Tlaxcala, habló de las prácticas de ayuno y penitencia prehispánicas (como las que hacía el rey poeta Nezahualcóyotl), como influidas por santo Tomás, y se refirió a la promesa de Quetzalcóatl de que regresaría por el oriente como una profecía de la llegada de los españoles y del cristianismo.263 Para Sigüenza y para Boturini la conquista y la misión del siglo xvi se mostraban como una mera continuación de un proceso que se había iniciado de manera paralela al de la cristianización del viejo continente, con lo cual América se colocaba al mismo nivel que Europa. El pasado prehispánico perdía la carga demoniaca que le habían dado los misioneros del siglo xvi y se convertía en una civilización equiparable a las del viejo continente. Esa necesidad de insertar el pasado prehispánico en la historia de la salvación se puede observar en un lienzo de la sacristía del templo de la Soledad en Oaxaca, obra de Isidoro de Castro fechada a principios del siglo xviii. En una tradicional “adoración de los reyes” ante el pesebre de Belén, el pintor ha incluido al arcángel san Miguel, patrono de Nueva España, y a un empenachado cuarto rey mago que representa a América, junto con los convencionales personajes que desde fines del siglo xv se vinculaban a los tres continentes: Europa, Asia y África. Para este pintor, y posiblemente también para su comitente, debió ser importante incluir una mención a América, como la 261

Su escrito se encuentra publicado en Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo xviii, vol. iii, pp. 437 y ss. 262 Luis Becerra Tanco y Antonio de Gama, Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe [Felicidad de México], pp. 55 y ss. 263 Lorenzo Boturini, Historia general de la América septentrional, p. 246.

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de santo Tomás, en una escena que representaba el momento más importante de la historia de la humanidad, el nacimiento de Cristo. Es muy significativo que en esta representación europea, que desde el siglo xv sirvió para alegorizar las partes del mundo (y de la que América estaba naturalmente excluida), se insertara un referente a los indios como una parte importante de la humanidad redimida y a san Miguel como su protector y defensor contra las idolatrías. Frente a esa visión sacralizadora del pasado indígena, los indios contemporáneos eran vistos como una plebe urbana, “paciente en el padecer, gente que siempre aguarda el remedio de sus miserias y siempre se halla pisada de todos”, según lo expresaba Carlos de Sigüenza y Góngora en su Teatro de virtudes políticas.264 Juan de Palafox, por su parte, exaltaba la imagen de los indios, no sólo considerados buenos cristianos sino también obedientes vasallos, aunque se seguía sosteniendo su incapacidad para gobernarse, por lo que se justificaba la presencia de autoridades españolas.265 Sor Juana, en tono de orgullo, expresaba en uno de sus versos: ¿Qué mágicas infusiones De los indios Erbolarios De mi Patria, entre mis letras El hechizo derramaron?266

Pero junto con esta visión también existía la otra, que consideraba a los indios como hombres viciosos, que embriagados por el pulque podían robar, incendiar y destruir, como los describía el mismo Sigüenza cuando hizo la relación de la rebelión que asoló la ciudad de México en 1692. Resulta por demás significativo que la cultura criolla haya invertido los términos en los que concibieron al indígena contemporáneo sus pastores peninsulares, obispos y frailes, del siglo xvi, y es claro el porqué los autores barrocos se identificaban con una sociedad estamental, cortesana y civilizada que necesitaba reafirmar sus valores nobiliarios a partir del vituperio del comportamiento poco refinado e inmoral de la plebe urbana indígena y mestiza. En cambio, la recuperación de la civilización “azteca”, traducida a los códigos de la cultura cortesana occidental (aunque idílica y retóricamente deformada y alegorizada), se convertía en un referente indispensable de la red simbólica criolla. El pasado “indígena” de su tierra era, finalmente, lo que diferenciaba al novohispano del europeo; su conocimiento y exaltación de una presencia que no existía en Europa era lo único que podía darle una conciencia de autonomía. Así, desde la segunda mitad del siglo xvii el “indio 264

C. de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, p. 252. Ver Juan de Palafox, Libro de las virtudes del indio. 266 Sor J. I. de la Cruz, “Romance en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa”, en Fama y obras póstumas del Fénix de México..., p. 159. 265



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noble” anterior a la conquista fue tomando un carácter emblemático en el mundo criollo, al igual que el águila y el nopal del escudo de la ciudad de México-Tenochtitlan, que se convertiría a la larga en el emblema de todo el territorio. Con ello todo el mundo “indígena” de Nueva España, rico, plural y variado, quedaría uniformado y estereotipado dentro del parámetro único de lo mexica o “azteca”, pasado impuesto como consecuencia de la centralización cultural de la capital “imperial”. Frente a la ciudad de México, cuya fundación y escudo se remontaban al pasado indígena, el resto de las ciudades novohispanas (con excepción de Valladolid) remitieron sus emblemas al ámbito cristiano y dos de ellas, Puebla y Querétaro, los vincularon con hechos prodigiosos. 9. Los escudos de armas y las fundaciones prodigiosas Tuvo una noche un sueño [el obispo fray Julián Garcés] en el que le mostró Dios el sitio en que era su voluntad fundase dicha ciudad, porque vio un llano en que había cierto ojo de agua (que estaba donde hoy es la plaza) y un río por la parte del oriente, no grande, que es el que llaman San Francisco, y otro grande y caudaloso […] que es el que llaman Atoyac, por la banda poniente. En éste le mostró Dios unos ángeles echando los cordeles y señalando la planta de la futura ciudad y midiendo las cuadras y proporcionando las calles […] De la noticia que el dicho obispo daría al Emperador se motivó la forma del escudo de armas con dos ángeles.267

Con estas palabras describía el cronista jesuita Francisco de Florencia en 1692 la fundación prodigiosa de la ciudad de Puebla y la elaboración de su escudo. Ésta era la primera vez que aparecía impreso un hecho de esta naturaleza. El jesuita aseguraba haber escuchado esta narración de los labios de Jacinto de Escobar y Águila, miembro del cabildo eclesiástico poblano, y agregaba que dicho canónigo la había leído en “un papel auténtico del archivo de la catedral o de la ciudad”. La noticia de una fundación angélica de Puebla, relacionada con un sueño del primer obispo de la sede, el dominico Julián Garcés, debió circular en los medio catedralicios alrededor de 1670. Por esas fechas, otro miembro del cabildo catedralicio, Joseph de Goitia Oyanguren, hablaba “de los cordeles que echaron los ángeles en esta ciudad” y aseguraba: “Pues aquel eminente lugar no es otra cosa que ciudad de ángeles como lo es la Puebla de los Ángeles. Pero en la fundación de aquel nuevo cielo si hubo ángeles que humildes bajasen a medirlo humanados [y no de267 F. de Florencia, Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel san Miguel a Diego Lázaro de San Francisco, indio feligrés del pueblo de San Bernabé de la jurisdicción de Santa María Nativitas, pp. 61 y ss. Es muy significativo que el texto esté dedicado al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz.

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monios que cayeron fulminados por su pecado] Hagan alarde todas las ciudades del universo de las glorias de sus fundadores, que todas fueron glorias del mundo, no eternas glorias del cielo”.268 A continuación, el canónigo comparaba a Puebla con Constantinopla, cuya fundación se asoció con la aparición de dos águilas de Júpiter: “Goza mi patria con las ventajas que hay de cielo a suelo, de ángeles ministros de un Dios inmenso a águilas de un Júpiter fabuloso”. El texto finalizaba diciendo: “tiene ella sola [Puebla] todas aquellas excelencias de que pudieran preciarse los mayores emporios del orbe […] Está situada en la mejor región del universo que es América”. Sin embargo, lo más interesante de estas alusiones no está en el texto, sino en una nota al margen donde Oyanguren cita al jesuita belga Cornelius Lapide y en la que se habla de la capacidad de san Miguel para delinear ciudades y edificios de acuerdo con una exégesis de los pasajes bíblicos de Ezequiel 40 y Apocalipsis 21. La última de las referencias remitía a la Jerusalén celeste y al pasaje de san Juan donde se describía a un ángel con una caña de oro midiendo la ciudad cuadrada. En la otra mención estaban presentes las imágenes del templo de Salomón. Como vimos, ambos temas habían tenido una amplia difusión en el imperio español a lo largo de la centuria, a raíz de la edición en 1670 del controvertido libro La mística ciudad de Dios, de la madre sor María de Ágreda, y de la gran difusión de la obra de los jesuitas Jerónimo de Prado y Juan Bautista Villalpando sobre el templo de Salomón. Este “rumor retórico” sobre la capacidad de los ángeles para construir y proyectar ciudades tenía su base también en varias leyendas locales registradas por los frailes mendicantes, sobre todo la leyenda de la virgen de los Remedios, cuyo santuario fue construido por seres angélicos. El hecho se veía reforzado además por la fiesta anual con que Puebla celebraba el Día de San Miguel, y por la difusión de los milagros del arcángel y sus triunfos sobre la idolatría que hizo el obispo Juan de Palafox. En efecto, alrededor de 1642 este prelado promovió el santuario de San Miguel en Nativitas, cerca de Tlaxcala, en el que se veneraba un pozo donde el arcángel se había aparecido al indio Diego Lázaro. Palafox no sólo tomó bajo su cargo la construcción de un lujoso templo y de una hospedería para el santuario, también mandó recoger las informaciones sobre el milagro en 1643 para llevar el proceso en Roma y encargó al bachiller Pedro Salmerón que, con base en ellas, escribiera la primera relación sobre la milagrosa aparición en 1645, obra que no se imprimió, pero que sirvió de base para la descripción que hiciera el jesuita Francisco de Florencia casi medio siglo después. 268

Joseph de Goitia Oyanguren, “Censura” al libro de Francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas de la madre María de Jesús, religiosa profesa en el convento de la limpia concepción de la Virgen María, Nuestra Señora en la ciudad de los Ángeles. Francisco Pardo, quien también estaba vinculado con el círculo capitular, señalaba en su introducción que Puebla era: “ciudad de ángeles en la tierra”, en alusión a las muchas personas santas que en ella habitaban.



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Todas esas hierofanías angélicas debieron influir en la difusión de una tradición sobre la fundación de Puebla, en la que se mezclaban las interpretaciones retóricas del nombre de la ciudad, las versiones de ángeles aparecidos mencionadas por las crónicas mendicantes, las espectaculares fiestas anuales en honor a san Miguel y la promoción palafoxiana. Es por demás significativo el contraste que había entre la versión fundadora de los canónigos y aquella referida por los cronistas franciscanos (fray Toribio de Motolinia, fray Juan de Torquemada y fray Agustín de Vetancurt), en la que no se mencionaba ningún tipo de milagro, aunque hiciera alusiones al nombre de la ciudad como un emblema de la extirpación de la idolatría indígena realizada por intermediación de los ángeles.269 Es también muy sintomático que en las versiones de Goitia y de Escobar (avaladas por el obispo Diego Osorio y por su sucesor Manuel Fernández de Santa Cruz) la presencia de los franciscanos en la fundación desaparecía por completo para dar todo el crédito de ella al obispo Garcés. La razón principal de tan encontradas versiones debemos atribuirla a la pugna entre los franciscanos y el episcopado poblano, iniciada con la secularización que el obispo Palafox hiciera de las parroquias de la orden en 1642. Precisamente en 1666, la oposición franciscana al episcopado poblano se había visto reanimada con la llegada del comisario de la orden, fray Hernando de la Rua, quien, entre otras pretensiones, exigía la restitución de las parroquias secularizadas por Palafox a los franciscanos. Con el sueño de Garcés los obispos poblanos y sus cabildos, al dar el protagonismo de la fundación al primer obispo de la diócesis, buscaban conceder una preeminencia al episcopado sobre los religiosos, quienes cuestionaban su autoridad para secularizar parroquias y sujetar a las órdenes. En esta versión era necesario que la participación franciscana en la fundación de Puebla quedara silenciada. Puebla era una “episcópolis”, una ciudad en la que el obispo representaba la máxima autoridad civil y religiosa; él era el único representante del poder que podía dialogar con todos los actores sociales.270 A principios del siglo xviii, la leyenda había quedado ya afianzada en los estratos cultos clericales poblanos; en adelante sería explotada por ellos, pero ya no con una finalidad detractora hacia los franciscanos, sino con otra totalmente distinta a la que motivó su creación. Para esas fechas la tradición angélica formaba ya parte de los aparatos festivos poblanos, sobre todo las grandes recepciones de los virreyes, cuyo 269 J. de Torquemada, Monarquía indiana, libro iii, cap. xxx, vol. i, pp. 426 y ss.; A. de Vetancurt, “ Tratado de la ciudad de Puebla”, en Teatro mexicano, p. 46. Este autor dice que profesó en el convento de Puebla, por lo que la considera su patria, pues “en ella renació a la vida religiosa”. 270 F. de la Flor, Barroco: representación e ideología..., p. 148. En Puebla, Valladolid y Oaxaca los obispos tenían una autoridad, ya que el funcionario civil de más alto rango en la ciudad era el alcalde mayor. En Puebla la labor constructiva y fundadora de los obispos Palafox, Osorio y Santa Cruz fue tan determinante que me pareció muy apropiado el uso del término episcópolis para expresar una concepción diocesana de la ciudad.

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principal escenario fue la catedral terminada por Palafox a mediados del siglo xvii. A lo largo de esos festejos, entre luminarias, arcos, danzas y banquetes, los poblanos desplegaron ante los ojos de las autoridades entrantes la visión de ciudad española, nueva maravilla que no sólo era un lugar de tránsito hacia México, sino una capital de hispanidad de la misma categoría que la cabeza del virreinato, ciudad cesárea, reino de sabiduría. En uno de los primeros arcos de los que se tiene noticia, el del conde de Baños, Juan Dávila Galindo, su autor, habló del virrey haciendo referencias astrológicas sobre el universo que cargaba Atlas sobre sus hombros, una república de ángeles formada por seis planetas. Puebla ganaría con él fuerza, justicia, salud y amparo, y se convertiría en Puebla de Dios. En el arco erigido por la catedral para el virrey Mancera en 1664 (obra de Miguel de Castilla), un doctor ángel celebraba las virtudes del gobernante y hacia una alusión a la catedral como el templo de Salomón, lo que convertía a Puebla en la nueva Jerusalén, la ciudad de Dios en la tierra. Flanqueando el arco aparecían también las dos figuras episcopales poblanas, el obispo actual, Diego Osorio de Escobar y Llamas, y su antecesor, Juan de Palafox. Al ponerlos como guardianes de las puertas se establecía una liga simbólica entre el episcopado, Puebla y el virrey. El arco para el conde de Monclova, erigido en 1686, terminaba con un soneto que expresaba la protección y tranquilidad esperada por Puebla y sus cívicos ángeles de paz. Finalmente, en el arco del conde de Galve de 1688, el jesuita Manuel de Valtierra, en atrevidas metáforas astrales, comparaba al virrey con el sol que pasaba por la constelación del León, que regía en ese momento. Puebla era comparada con otras ciudades solares, como Alejandría (aunque por su nombre angélico era superior) y Rodas (a la que superaba como amante del sol).271 Es muy significativo que cien años atrás la ciudad de Pátzcuaro había generado un rumor sobre su fundación a partir también de un sueño (el de su primer obispo Vasco de Quiroga), pero que no fructificó en la conciencia colectiva. Al ser trasladada la sede a Valladolid, como vimos, se quedaba sin fundamento la razón de ser del prodigio. Puebla en cambio vio nacer su mito del sueño fundador en un ambiente de triunfo y exaltación del episcopado sobre los religiosos. Con ello el éxito de su construcción se vio asegurado y fructificó a lo largo del siglo xviii. Además de Puebla, sólo Querétaro fue la otra ciudad novohispana que tuvo la pretensión exitosa de haber sido fundada a partir de un hecho prodigioso y sobrenatural y la seguridad de que su escudo de armas era una prueba de tal aseveración. Querétaro, sin embargo, tenía una situación muy distinta a la de Puebla, pues, a pesar de su importancia económica, no era una sede episcopal. Su fundación había sido realizada entre 1536 y 1541 por caciques otomíes en una zona fronteriza donde confluían chichimecas y puré271 Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, pp. 283-320.



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pechas.272 Los otomíes actuaban bajo la férula del encomendero español de Acámbaro, y para fortalecer al naciente poblado buscaron el apoyo de los franciscanos, quienes muy pronto fundaron en él un convento bajo la advocación de Santiago, patrono de la villa desde entonces. Unas décadas después, los franciscanos iniciaron la veneración a una cruz de piedra en una pequeña ermita en el cerro de Sangremal, y para tener mayor control sobre ella a mediados del siglo xvii se puso ahí una comunidad franciscana recoleta bajo la advocación de san Buenaventura.273 Al estar emplazado en el cruce de los caminos que iban tierra adentro, hacia el Bajío y las minas norteñas, Querétaro comenzó a atraer población blanca y mestiza durante la segunda mitad del siglo xvi, siendo además paso obligado para las caravanas que iban a la conquista de la Gran Chichimeca. A lo largo de este periodo se concedieron estancias ganaderas y tierras a numerosos colonos españoles, con cuya riqueza el poblado comenzó a llenarse de templos y conventos. A pesar de poseer un cabildo español desde esas fechas, Querétaro no consiguió el título de ciudad y escudo de armas sino hasta el 25 de enero de 1656. En el escudo aparecían representados los dos símbolos religiosos forjados por los franciscanos: uno el apóstol Santiago montado a caballo, el otro, una cruz “verde” flanqueada por dos estrellas y con un sol en el ocaso que le servía de pedestal. Ambos símbolos remitían a dos aspectos significativos para la ciudad: el uno, a su nombre y santo patrono; el otro, a la milagrosa reliquia de piedra que se encontraba en el cerro de Sangremal, cercano a la urbe. El primer autor que escribió sobre esta reliquia fue el cronista queretano fray Alonso de la Rea, autor de una crónica de la provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán publicada en 1639. Para él, como vimos, Querétaro era un paraíso fértil y hermoso en el que estaba plantado un “árbol de la vida”, la cruz de piedra a la que se atribuían numerosas curaciones milagrosas, además del hecho de que se agrandaba y achicaba de manera prodigiosa. La cruz se encontraba en “una capilla de cal y canto muy capaz y costosa” y se la guardaba en “su caja forrada en terciopelo rizo, tachonada y curiosa”, aunque, asevera el cronista, “el origen de esta reliquia no se sabe, porque con el tiempo se ha borrado”.274 En las décadas posteriores, los arzobispos de México y lo obispos de Michoacán promovieron el culto a la Santa Cruz, pero no fue sino hasta el último tercio del siglo xvii que el santuario recibió un gran impulso gracias a la ayuda de Juan Caballero y Ocio y de su protegido, el polígrafo mexicano Car272

Véase María de Lourdes Samohano, La conquista y fundación de Querétaro de acuerdo a las fuentes históricas (1536 y 1541). 273 En 1653 el rey de España aprobó su creación, pero fue hasta 1666 cuando la provincia lo destinó a Casa de Recolección y al año siguiente se abría ahí un noviciado para procurar el aumento de los recoletos. Manuel Septién y Septién, Historia de Querétaro. Desde los tiempos prehistóricos hasta el año de 1808, p. 113. 274 A. de la Rea, op. cit., libro ii, caps. xxiii y xxiv, pp. 189 y ss.

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los de Sigüenza y Góngora. En 1680 don Juan iniciaba la fabricación de un camarín adornado con reliquias y alhajas para la capilla de la Santa Cruz, al mismo tiempo que terminaba la financiación de un soberbio santuario dedicado a la virgen de Guadalupe. Para dejar memoria de la inauguración de este templo, el mecenas encargo a Sigüenza la elaboración de un texto que se llamaría Las glorias de Querétaro. El libro, impreso en 1680, tenía la intención de convertir a la recién nombrada ciudad en un territorio sagrado al adoptar como suyo el emblema más importante de la capital del virreinato. Como miembro del clero secular, Sigüenza cuestionaba la tradición que atribuía la primera evangelización a los franciscanos y le otorgaba esa gloria al clérigo Juan Sánchez de Alanís, quien, según una noticia tomada del cronista peninsular Antonio de Herrera, había bautizado al cacique otomí Conni.275 Con tal exaltación Sigüenza le daba un timbre de orgullo a la corporación que lo favorecía con el encargo, la congregación de Guadalupe, y a su cabeza y benefactor, Juan Caballero y Ocio. Sigüenza confirmaba su aseveración con la presencia de numerosos indios vestidos a la usanza antigua en la procesión de los festejos, muestra de su afecto hacia los clérigos de quienes habían recibido el gran beneficio de la fe cristiana.276 Muy significativa fue la presencia de personajes locales (como el fundador Hernando de Tapia) junto con otros emblemáticos de la capital (como Moctezuma). Junto a la narración de los festejos, el polígrafo incluía una prolija descripción de los milagros atribuidos a la franciscana cruz de piedra, como “resucitar muertos, sanar heridas, curar enfermedades” y, sobre todo, crecer y temblar, hecho prodigioso que se dio al aproximarse las fechas de la fundación del santuario de Guadalupe, objeto de su reseña. La cruz quedaba así unida a la imagen guadalupana insertando ambos símbolos en el tópico paradisiaco ya utilizado por La Rea: “Siendo Querétaro en su amenidad y abundancia remedo del Paraíso, le faltaba aquella flor por la que se nos perpetúan los veranos de las misericordias divinas y en quien se avivan los matices y fragancias de los favores del cielo”.277 En las Glorias de Querétaro no sólo se fundaba la fusión entre el emblema guadalupano de la capital y la reliquia local, también se exaltaba al hombre que lo había hecho posible, Juan Caballero y Ocio. En 1683, tres años después de la consagración del santuario guadalupano, se fundaba en el cerro de Sangremal, donde existía la ermita de la Santa Cruz, el templo y convento de los franciscanos que albergó a los misioneros apostólicos de Propaganda Fide. Desde su llegada a Querétaro esos religiosos, que eran peninsulares en su mayoría, impusieron su presencia por me275 Antonio de Herrera y Tordesillas, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, década iii, libro iv, cap. 19, p. 180. Aunque Sigüenza agrega que Herrera se equivocó “pues el pueblo había sido fundado ya por Moctezuma Ilhuicamina como consta por mapas pintados en su gentilidad que están en mi poder”. C. de Sigüenza y Góngora, Las glorias de Querétaro..., p. 9. 276 Ibid., pp. 28-29. 277 Ibid., p. 10.



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dio de vistosas y brutales prácticas de ascetismo (como mostrarse siendo azotados, escupidos y vejados en público) y con la difusión de devociones como la del via crucis. A los diez años de su llegada se vieron inmersos en el escandaloso suceso de unas mujeres supuestamente poseídas por el Demonio, quienes, azuzadas y protegidas por los frailes, tenían azorada a la población; la incredulidad de los otros sectores eclesiásticos de Querétaro y la intervención del Santo Oficio desenmascararon a las falsas posesas y dejaron muy mal parados a los apostólicos religiosos del colegio. A principios del siglo xviii una nueva presencia sobrenatural hizo célebre al convento, ahora relacionándolo con una beata, Francisca de los Ángeles (la fundadora del beaterio de Santa Rosa), que hacía viajes en espíritu a las misiones que los frailes tenían en el norte del territorio. El milagro también se hizo presente en la vida de uno de sus miembros más ilustres, fray Antonio Margil de Jesús, misionero en Guatemala y en Texas, muerto en 1726, cuya prodigiosa vida, como veremos, lo había convertido en un santo viviente.278 En ese ambiente de milagros y prodigios apareció en 1722 un impreso, La cruz de piedra, imán de la devoción, obra del franciscano de ese colegio, fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis. En este impreso aparece por primera vez mencionada una batalla fundadora de Querétaro y la aparición durante ella de Santiago y de la cruz de piedra. Narra el religioso que, después de once horas de lucha entre los ejércitos de los cristianos otomíes y los paganos chichimecas, se oscureció el cielo de repente con una “opacidad y amarillez que congojaba los ánimos (sin duda hubo aquel día algún eclipse) y en ese cerco de fatigas se hallaban los nuestros cuando se vio (raro portento) una claridad tan activa que se llevó tras los ojos las atenciones de ambos ejércitos en cuyo centro se vio una cruz resplandeciente entre roja y blanca y a su lado la imagen del apóstol Santiago” (hecho que recordaba la legendaria batalla de Constantino). Ante tal prodigio, los chichimecas asustados se dieron a la fuga. Esto acontecía precisamente el día del apóstol Santiago, 25 de julio; ese mismo día, en el cerro de Sangremal, “donde está ahora el colegio”, se tomó posesión del sitio en nombre de su majestad y se colocó ahí una cruz de madera y el general de los chichimecas dio su obediencia al rey.279 El padre Santa Gertrudis no sólo fue el primero en asociar el prodigio con la fundación de la ciudad, en su obra se mencionó también por vez primera, como prueba de la veracidad del hecho, la presencia de ambos símbolos en el propio escudo de armas: 278 A. Rubial García, “Estrategias de impacto. La llegada de los padres apostólicos de Propaganda Fide a Querétaro”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, pp. 263-273. 279 Francisco Xavier de Santa Gertrudis, La cruz de piedra, imán de la devoción venerada en el Colegio de Misioneros Apostólicos de la ciudad de Santiago de Querétaro. Descripción panegírica de su prodigioso origen y portentosos milagros, p. 9.

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Y ya se sabe lo que persuaden las pinturas y las láminas para reforzar la fe humana a la credulidad de antiguas tradiciones, pues son los buriles y pinceles mudos cronistas que con luces y con sombras dan a la posteridad delineados en sus lienzos los tesoros de la historia y exarados [sic] en sus bronces los monumentos de la Antigüedad. […] El escudo es la clave al machinoso edificio de tus grandezas, en él se ve exarada la cruz de los milagros con que te ennobleces.280

Así, de pronto, la total falta de noticias sobre el origen de la cruz de piedra que caracterizó al siglo xvii, dio paso a una novedosa construcción retórica llena de detalles y pormenores sobre la prodigiosa reliquia. El franciscano narra entonces cómo los chichimecas pidieron al general de los otomíes que cambiara la cruz de madera por una de piedra y cómo éste envió al arquitecto español Juan de la Cruz para que fuera a una cantera, situada a cinco leguas de Querétaro, a buscar el material apropiado. Explica a continuación que la nueva cruz fabricada no les gustó a los chichimecas, pues no se asemejaba en nada a aquella de la visión de la batalla. Ellos mismos fueron entonces al cerro de Sangremal y en sus bases encontraron cinco piedras “de un color ajedrezado blanco y rojo” que despedían un suave olor a rosas y azucenas; al verlas los indios exclamaron “la cruz de los milagros”, y llevaron las piedras en procesión a la punta del cerro, donde armaron con ellas la cruz. Alrededor de ella se formó una ermita de flores. Gracias a la posesión de esa reliquia, convertida en el símbolo mismo de la ciudad, el Colegio de Propaganda Fide se volvía el centro espiritual de Querétaro, el calvario de la nueva Jerusalén, el núcleo de su fundación, su lugar más sagrado. El hecho de ser poseedor de la cruz de piedra y de estar situado en el cerro donde se llevó a cabo la batalla fundacional y el prodigio permitía al nuevo instituto insertarse en un medio donde competían muchas órdenes religiosas y en el que el clero secular tenía una fuerte presencia. No cabe duda que la leyenda no existía ni siquiera en el ámbito del Colegio de Propaganda Fide antes de 1722, por lo que la ciudad de Querétaro debía al padre Santa Gertrudis un injerto de memoria único: su sorprendente “descubrimiento” unía en una historia “coherente” cruz de piedra, Santiago, escudo y fundación. Sin embargo, la leyenda no fue obra el padre franciscano; como él mismo lo señala, la narración había sido tomada de un documento indígena recién ingresado al archivo conventual: una Relación histórica de la conquista de Querétaro.281 El ser un testimonio “de los naturales” le daba a lo narra280 Ibid., pp. 11 y 45. Exarar se usa como sinónimo de grabar. El cronista no parece caer en la cuenta de que el color rojo de la cruz aparecida no coincidía con el verde que tenía la del escudo. A la argumentación retórica, sin embargo, no le interesaban estas minucias sino buscar paralelismos que demostraran que el hecho era posible pues ya se había visto antes. Por tanto, el cronista realiza un extenso recuento en una decena de páginas de otras apariciones de Santiago y de la cruz, tanto en la conquista de Tenochtitlan como en la reconquista española. “La cruz —termina aseverando— es la esposa más querida de Cristo”. Ibid., pp. 11-20. 281 El documento se encuentra en el archivo franciscano de San Antonio de Roma y lo dio a



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do un aire de antigüedad (aunque posiblemente su elaboración fuera reciente e influida por las danzas guerreras en las que luchaban chichimecas o “mecos” contra los aztecas), y permitía afianzar con una tradición inmemorial una narración desconocida hasta entonces en el ámbito español.282 La versión hispánica impuso a la narración indígena (plural, redundante y contradictoria) su racionalidad y sus normas y la volvió lineal. En esta lectura, que articuló los diversos episodios y los personajes en un conjunto coherente, se conservaron, sin embargo, los aspectos milagrosos de la tradición indígena, pues la retórica cristiana compartía con ella ese otro rasgo de la oralidad que es la creencia, sin cuestionamiento, en la existencia de hechos prodigiosos. La obra del padre Santa Gertrudis terminaba con un panegírico a la ciudad de Querétaro, a la que llamaba “Paraíso de América y Nueva Jerusalén”, gracias a la prodigiosa cruz, su sagrado blasón: “No hay ciudad más parecida a Jerusalén que Querétaro, así en la configuración de sus collados y valles y amenidad de su terreno, como por la gran similitud que tiene su monte Sangremal (en donde está nuestro apostólico colegio y se venera la milagrosa cruz) con el monte Calvario […] mereciendo por tanta gloria el exceso que hace a las demás ciudades por tanto título”.283 Como se nota en la cita anterior, el interés central de la obra del padre Santa Gertrudis no era la fundación de Querétaro ni su exaltación como la Jerusalén terrena, sino la promoción de su monte Calvario, el convento de los franciscanos que poseía la reliquia de la cruz. El hecho es explicable porque las identidades promovidas por las corporaciones religiosas poseían un carácter marcadamente endógeno. Los miembros de las provincias de los regulares, con su excluyente sentido corporativo, tenían la misión de exaltar ante todo a sus conventos y a sus frailes. Por otro lado, el hecho de ser corporaciones territoriales con fundaciones en varias ciudades y su conformación con individuos de diversas procedencias, provocaba que en sus discursos identitarios el sentimiento patriótico quedara en segundo término. Esto no era obstáculo, empero, para que alguno de los miembros de provincias y cabildos, a nivel personal, expresara el amor por su patria natal en sus escritos. En la época en que Querétaro recibía de la Corona título y emblema, otra villa conseguía el nombramiento de ciudad y su escudo de armas: San Luis Potosí. Desde 1630, al menos, aspiraban a obtener el estatuto de ciudad el grupo de españoles que explotaban el cerro de San Pedro y controlaban la conocer por primera vez Rafael Ayala Echávarri, quien le dio el nombre de “Relación histórica de la conquista de Querétaro”, op. cit., pp. 109-152. De él hablaré en el siguiente capítulo. 282 En las danzas de “mecos”, muy comunes en la zona del Bajío desde el siglo xvi, se representaba una batalla entre indios cristianos y chichimecas. Serge Gruzinski propone que ése fue el origen de la leyenda fundacional de Querétaro. Véase “La memoria mutilada: construcción del pasado y mecanismos de la memoria en un grupo otomí de la mitad del siglo xvii”, en Segundo Simposio de Historia de las Mentalidades. La Memoria y el Olvido, pp. 33-46. 283 F. X. de Santa Gertrudis, op. cit., p. 44.

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administración temporal de la Caja Real. La oportunidad se presentó cuando Felipe IV estableció la instrucción para beneficiar la Real Hacienda, recibida por el virrey Alburquerque en junio de 1654. En dicha instrucción se estableció, en uno de sus muchos rubros, que aquellos asentamientos que tuvieran los méritos podían hacer posturas a la Real Hacienda para obtener título de villa o de ciudad. Fue entonces que el vecindario español, encabezado sobre todo por funcionarios reales, impulsó la compra del título de ciudad ante Antonio de Lara Mogrovejo, representante del rey enviado al obispado de Michoacán. El virrey Alburquerque, a nombre de Felipe IV, le había dado el título de ciudad el 30 de mayo de 1656: “por tener la vecindad, comercio y lustre bastante para serlo y ofrecer los vecinos servirme con tres mil pesos pagados a ciertos plazos en mis Cajas Reales del dicho pueblo de San Luis Potosí”.284 El mismo rey Felipe IV, por cedula del 17 de agosto de 1658, le dio a la nueva ciudad un escudo de armas como emblema: “un cerro en campo azul y oro con dos barras de plata y dos de oro a los lados de la imagen de san Luis en la cumbre”. Los dos temas eran, por tanto, el santo rey de Francia con su cordón de terciario franciscano y el cerro de San Pedro, lugar que había producido la riqueza argentífera y aurífera del real de minas y que le diera una fama a la altura del centro emblemático peruano, del cual el cerro había tomado su segundo nombre. Desde su fundación el ayuntamiento de la ciudad se convirtió en el patrono de la fiesta tutelar de la ciudad, san Luis rey de Francia y terciario franciscano, a quien veneraba con un soberbio festejo el 25 de agosto de cada año. Junto con él, a mediados del siglo xvii, la misma corporación celebraba por lo menos las fiestas de otros cuatro patronos (la virgen de la Expectación, san Miguel, san Nicolás Tolentino y san Antonio de Padua). Al ayuntamiento se debió también por esas fechas la promoción del santuario de Guadalupe, fundado por el tesorero de la caja real Francisco de Castro. Entre 1652 y 1653 una epidemia había asolado a la población, lo que provocó la emigración de trabajadores y la decadencia de la minería, y para paliar tal situación Castro y el ayuntamiento se habían dado a la tarea de hacer un templo dedicado a la advocación de la capital cuya primera piedra era colocada en 1656, por las fechas en que San Luis recibía el título de ciudad. Finalmente en 1664, como veremos, el santuario quedó definitivamente bajo el patronazgo del cabildo de la ciudad, después de un pleito con los franciscanos por su administración. Con ello esta corporación se apropiaba de los dos símbolos urbanos más importantes: el principal santo patrono y el único santuario homogeneizador de la población. 284 Cédula de Felipe IV, en Juan Mariano Vildosola, Ordenanzas que debe guardar la muy noble y leal ciudad de San Luis Potosí del reyno de Nueva España, hechas en virtud de la Real Aprobación de Título de Ciudad en ellas inserta, p. 1. Agradezco a Juan Carlos Ruiz Guadalajara ésta y las otras referencias sobre San Luis.



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Es muy significativo que hasta ese momento no existiera en San Luis Potosí ninguna imagen milagrosa que centralizara la devoción de los múltiples sectores sociales que conformaron la población de San Luis, de sus barrios, ni del vecino cerro de San Pedro. A pesar de que existen menciones dispersas a milagros atribuidos por particulares a algunas imágenes, éstos son casos muy aislados que se encuentran en algunos exvotos y que no derivaron en una devoción generalizada. Eso pudo estar influido, quizás, por la sobreabundancia de patronos jurados y de fiestas anuales celebradas por el ayuntamiento. Tal ausencia de imágenes con orígenes portentosos fue debida también muy posiblemente a que el contexto de San Luis era a tal grado pluriétnico y conflictivo, que difícilmente se pudieron construir historias en torno a una imagen milagrosa local que unificara la devoción de vascos, portugueses, extremeños, andaluces, sicilianos, canarios, guachichiles, nahuas, tarascos, otomíes, negros y mestizos que habitaban en la zona. La virgen de Guadalupe constituyó por tanto la primera imagen unificadora en la región. Frente a San Luis Potosí, cuya jurisdicción pertenecía al reino de Nueva España, el otro gran real de minas que estaba generando identidad urbana en la era barroca era Zacatecas, en el reino de Nueva Galicia. Al igual que en San Luis, su escudo (otorgado como vimos por Felipe II en 1585) reflejaba de nuevo el carácter sagrado y la protección celestial de la ciudad. El caso de Zacatecas también fue en muchos sentidos similar al de Querétaro. Desde su fundación en 1709, el Colegio de Propaganda Fide de Guadalupe se había convertido en un centro que difundía símbolos y contenía objetos y reliquias que enorgullecían a la ciudad. En un texto del siglo xviii (publicado en México por Joseph Bernardo de Hogal en 1732) se describía a Zacatecas como una ciudad santa, como Jerusalén, aunque no se elaboró en ella el tema de una fundación milagrosa. La obra llevaba por título Descripción breve de la muy noble y leal ciudad de Zacatecas, y su autor, Joseph Rivera Bernáldez, conde de Santiago de la Laguna y coronel de infantería, lo dedicaba a Juan Manuel de Oliván Rebolledo, oidor de la audiencia de Guadalajara. La licencia del ordinario estaba firmada por Francisco Rodríguez Navarijo, provisor y vicario general del arzobispado de México. La obra comenzaba con la fundación de la villa por los vascos, refería a continuación las vidas de sus hombres y mujeres santos, entre los que nombraba tanto a los nacidos ahí (el jesuita Antonio Núñez de Miranda; el canónigo Ignacio Castorena; el capitán Joseph de Villa Real Gutiérrez del Castillo, alcalde ordinario de la ciudad al que llama “padre de la patria”, o la monja de San Lorenzo Dominga de la Presentación) como a aquellos venidos de fuera y que tenían fama en toda Nueva España (el ermitaño Gregorio López, que se retiró a sus parajes como anacoreta; al lego fray Sebastián de Aparicio, quien con sus carretas abrió el camino para su opulento comercio, y, por supuesto, a fray Antonio Margil de Jesús, el fundador del Colegio de Guadalupe). La obra terminaba describiendo los gloriosos edificios de la ciudad (sus conventos, colegios y templos) y el Cristo milagroso que se veneraba en su iglesia parroquial, y sobre el cual

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—señala— Castorena tenía escrita una historia inédita y el jesuita Antonio Guajardo había dejado algunos papeles en el Colegio de San Luis.285 Zacatecas y San Luis Potosí formaban los extremos de un paralelepípedo cuyos vértices inferiores estaban en Valladolid y Querétaro y en el que se encontraban los importantes centros urbanos del llamado Bajío, un área de intenso mestizaje y de una próspera economía.286 A lo largo de las décadas finales del siglo xvii y de las iniciales del xviii lugares como Acámbaro, San Miguel el Grande, Zamora, Celaya, Irapuato, Salamanca, León, Salvatierra, Aguascalientes y Santa Fe de Guanajuato desarrollaban una intensa actividad agrícola y comercial y convertían la antigua provincia de Chichimecas en la zona más próspera de Nueva España. Junto a esa bonanza, un mundo simbólico comenzó a elaborarse en esas villas alrededor de imágenes milagrosas promovidas por los párrocos regulares y seculares y por los terratenientes y mercaderes. En Salamanca, un Cristo colocado en el hospital de indios de Nativitas en 1683, junto con la fundación de una cofradía de la Preciosa Sangre, comenzó a atraer la atención de las poblaciones indígenas y mestizas de los alrededores, llegando su culto muy lejos gracias a los otomíes.287 En Zamora, desde 1686 se veneraba al Cristo de la Salud en una capilla del Calvario, la cual se remodeló a partir de las primeras décadas del siglo xviii. Una virgen con la misma advocación de la Salud se veneraba en San Miguel el Grande, posiblemente desde la fundación del templo del oratorio de San Felipe Neri, y en 1735 el padre Alfaro le mandó construir una iglesia vecina al Colegio de San Francisco de Sales. En el mineral de Cata, cercano a Guanajuato, se comenzó a levantar un santuario al Santo Cristo de Villaseca alrededor de 1709. En 1644 y 1655 Salvatierra y Celaya recibieron el título de ciudad. En la primera, cuyo escudo de armas llevaba la cruz de su patrón san Andrés, se veneraba una imagen de la virgen de la Luz asentada en su parroquia por esas fechas. La segunda, que poseía una imagen de la Inmaculada Concepción en su convento de San Francisco, la utilizó como emblema en su escudo.288 En 1696 una imagen de Nuestra Señora era trasladada a la nueva capilla construida en la villa de Santa Fe de Guanajuato, y con ella su cofradía, que había sido fundada por el obispo de Valladolid fray Marcos Ramírez del Prado en 1641; por esas fechas comenzaba a circular una leyenda de esa imagen de bulto (que fijó el Zodiaco mariano en 1755), a la cual se le conocía como la Nuestra Señora de Guanajuato, que la vinculaba a la fundación de la villa en el siglo xvi (1546), a una donación de Carlos V y a la conquista de Granada desde Santa Fe. En el Zodiaco también se narró la historia de la virgen del Pueblito, colocada en 1632 en un santuario cercano a Querétaro por los fran285

J. de Rivera Bernáldez, op. cit., pp. 80 y ss. Para una visión de la evolución del Bajío y de los problemas que implica su definición como región ver J. C. Ruiz Guadalajara, op. cit., vol. i, pp. 88 y ss. 287 Ibid., pp. 396 y ss. 288 Luis Mario Schneider, Cristos, santos y vírgenes, pp. 79, 161 y 349. 286



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ciscanos para erradicar las idolatrías, lugar que desde 1686 se volvió el centro de un importante culto y a partir de 1736 se traslado regularmente cada año a dicha ciudad. Por último, el Zodiaco mariano registra el culto a una imagen de la Inmaculada Concepción en la villa de León por estas fechas.289 A pesar de ser una región administrada por tres diócesis (Michoacán, México y Nueva Galicia) y que dependía de dos audiencias y dos reinos, los núcleos urbanos del Bajío generaron a lo largo de estas décadas fuertes vínculos con el centro del país y con la capital. Esto se dio gracias a las redes formadas por grupos indígenas (otomíes, tlaxcaltecas y michoacanos), mineros, comerciantes y alcaldes mayores españoles, arrieros mestizos y mulatos, curas párrocos seculares y miembros de todas las órdenes religiosas (carmelitas, franciscanos, agustinos, juaninos y jesuitas). Para fines del siglo xvii importantes comerciantes como José de Retes, primer “apartador del oro”, tenían negocios en las minas de San Pedro, cercanas a San Luis Potosí, y a partir de él sus redes con la ciudad de México se volvieron más intensas. Zacatecas, por su parte, también había generado estrechos vínculos con la capital a través de sus mineros y comerciantes, sobre todo de los llamados “mercaderes de plata” (como Domingo de la Rea y Luis Sáenz de Tagle).290 Personalidades zacatecanas, como el canónigo Juan Ignacio Castorena, poseían mucha influencia en la ciudad de México, y monasterios femeninos como el de San Lorenzo fueron el destino de varias de las criollas zacatecanas, ante la ausencia de instituciones de este tipo en su ciudad. Con sus vínculos con la capital, Zacatecas buscaba su independencia de Guadalajara. Esta situación se reflejó también a nivel simbólico y algunos insignes zacatecanos, al igual que los de Querétaro, buscaron vínculos “históricos” con la capital. En 1700, en la dedicatoria a la Fama y obras póstumas de sor Juana, Castorena introducía como elogio a la marquesa del valle de Oaxaca (mecenas de la edición) la mención a doña Leonor Cortés Moctezuma, hija del conquistador y nieta del emperador mexica, casada con Juan de Tolosa, “insigne fundador de la muy noble ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas, mi patria, ennobleciéndola hasta hoy sus descendientes”.291 Algo similar pasaba en Santa Fe de Guanajuato, aunque su auge se dio más hacia mediados del siglo xviii, lo que motivó que el real de minas recibiera del rey Felipe V un escudo de armas y el título de ciudad en 1741, un escudo que también tenía en su cuerpo un emblema religioso: la fe con los ojos vendados sosteniendo una cruz y una custodia, en recuerdo de la toma de Granada por los Reyes Católicos, finalmente la conquista precursora de la de Tenochtitlan. Estas redes hicieron del Bajío y de sus confines una 289 Ver F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit. Edición moderna de Antonio Rubial García, México, cnca, 1995, pp. 193 y ss., y 329 y ss. 290 Para este tema ver Elisa Itzel García Berumen, Los grandes comerciantes de Zacatecas en la segunda mitad del siglo xvii. 291 J. I. de Castorena, “Dedicatorias”, en sor J. I. de la Cruz, Fama y obras póstumas del Fénix de México..., p. 10.

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región en la cual, a las imágenes religiosas locales, se unió muy pronto y con gran fuerza todo el aparato simbólico que había forjado la capital y, sobre todo, como veremos, su emblema más querido. A pesar de sus fuertes vínculos con la ciudad de México, la mayor parte de esta región dependía del obispado de Michoacán. En su capital episcopal, Valladolid, se definían las políticas religiosas, se autorizaban las devociones y se promovían los cultos. Después de una situación crítica, a mediados del siglo xvii se consolidaba el cabildo catedralicio y el obispo franciscano fray Marcos Ramírez de Prado (1640-1666), llevada a cabo una reforma que consolidaba las rentas decimales, imponía la disciplina eclesiástica, centralizaba el poder urbano y regional en la sede episcopal y daba inicio a las obras de la nueva catedral.292 A partir de aquí comenzó una era de prosperidad y buen orden en la diócesis, que se reflejó en la construcción y remodelación de numerosos templos en la ciudad promovidos por miembros del cabildo de la catedral: en 1652 el de San José, antiguo patrono de la sede (con el apoyo del obispo Ramírez, del cabildo catedralicio y del alcalde mayor); el de Santa Cruz en 1675, que sería sede de la Congregación de San Pedro, y el de la virgen de Cosamaloapan en 1681, junto al cual se construiría en el siglo xviii el segundo monasterio femenino de la ciudad, el de capuchinas, para indias caciques.293 Junto con estas edificaciones, y como sucedió en las otras capitales episcopales, el cabildo catedralicio y el obispo fueron también los principales promotores de los cultos locales, siendo el más importante en Valladolid el llamado Cristo de las monjas, imagen que se veneraba en la iglesia del único monasterio femenino de la ciudad, Santa Catalina de Siena, de dominicas. Desde 1642 el obispo Ramírez de Prado había iniciado la costumbre de trasladar esta imagen desde su sede, en la orilla norponiente de la ciudad, a la catedral para solucionar la falta de lluvias. Además, el mismo arzobispo autorizó en 1644 la fundación de la archicofradía de la Preciosa Sangre con sede en la iglesia de las monjas para ocuparse del culto de la imagen. Sin embargo, con el tiempo, el traslado comenzó a estar bajo cuidado del ayuntamiento, y así se hizo en 1689, 1692, 1696, 1706 y 1720, aunque siempre con el permiso episcopal y la recepción del cabildo en catedral. Parece por demás extraño que en 1721 los capitulares se negaran a la petición del ayuntamiento sobre una nueva visita de la santa imagen aduciendo “las numerosas ocupaciones” de la iglesia. Al año siguiente, en 1722 se iniciaban las obras de un nuevo templo y convento para las dominicas en la calle real, muy cerca de la catedral, edificios concluidos en 1738 gracias al apoyo del obispo Escalona y Calatayud y de algunos miembros del cabildo. Después de un suntuoso traslado de las monjas a su nueva sede, del cual tenemos un cuadro conmemorativo, el Cristo de las monjas fue depositado en la capilla del coro 292

Jorge Traslosheros, La reforma de la Iglesia del antiguo Michoacán. La gestión episcopal de fray Marcos Ramírez de Prado (1640-1666), pp. 46 y ss. 293 Óscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 205 y ss.



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alto para uso privado de la comunidad. Al año siguiente, una sequía obligó al cabildo a condescender para que el Cristo de las monjas saliera en procesión, pero se dijo que se haría un novenario a una imagen que se veneraba en la sacristía de la catedral. En adelante el Cristo de las monjas no volvió a salir del monasterio y el de la Sacristía o de la Misericordia se convirtió en la imagen tutelar solicitada para traer lluvias. A causa de que el supuesto donador de esta imagen fue el obispo Ramírez de Prado, el Cristo se colocó en la capilla dedicada a su memoria, con lo que se usufructuaba el prestigio de esa figura benemérita y se afianzaba una tradición.294 Con este desplazamiento de una imagen por la otra, el cabildo, que estaba en sede vacante, pretendía afianzar el predominio de la catedral, muy posiblemente sobre las pretensiones del ayuntamiento, que pretendía organizar dichos traslados, como se hacía en México, Puebla y otras ciudades episcopales de Nueva España. De hecho, esta corporación tenía muchos problemas de solvencia en Valladolid, lo cual contrastaba con la riqueza del cabildo eclesiástico, al cual se le habían delegado funciones como el abasto de agua y el control de los granos en las sequías, sobre todo a causa de su manejo económico de los diezmos. Esta debilidad del ayuntamiento se pudo observar en 1701 a raíz de los festejos de la jura por el ascenso al trono de Felipe V, los cuales fueron realizados en Pátzcuaro por el recién fundado ayuntamiento español (1689) y no en Valladolid, carente de recursos para la celebración. Es muy significativa, por otro lado, la presencia simbólica de la ciudad de Pátzcuaro en la región, la cual el cabildo de Valladolid va a usufructuar continuamente desde el siglo xvii, sobre todo alrededor de dos de sus símbolos más significativos: su héroe epónimo, Vasco de Quiroga, y su icono fundador, la virgen de la Salud. El primero se constituyó para el cabildo de Valladolid, necesitado de afianzar una tradición, en el padre de dicha corporación. Esta imagen comenzó a construirla el canónigo vallisoletano Francisco Arnaldo de Ysassy, quien el 1649 escribía una “Demarcación y descripción del obispado de Mechoacán y fundación de su iglesia cathedral”, que a pesar de no haber sido editada se convirtió para el cabildo de la catedral en la base de su memoria histórica.295 Para el canónigo, la Iglesia de Michoacán fundada por don Vasco ya estaba anunciada en el pueblo de Santa Fe, creado por Quiroga cerca de la capital y donde la caridad y la fe recordaban a la Iglesia primitiva. A ese “seminario de virtudes” creado por Quiroga llegaban personas de todos lados y de todos los orígenes en busca de consuelo, como el afamado ermitaño Gregorio López, cuyo proceso de beatificación estaba siendo llevado en Ro294 Ó. Mazín, “Del Cristo de las monjas al Señor de la Sacristía. Imágenes y relaciones sociales en Valladolid de Michoacán. Siglo xviii”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Históricos del inah, núm. 46, pp. 45-53. 295 Francisco Arnaldo de Ysassy, “Demarcación y descripción del obispado de Mechoacán y fundación de su iglesia cathedral. Número de prebendas, curatos, doctrinas y feligreses que tiene, y obispos que ha tenido desde que se fundó. Valladolid, 25 de abril de 1649”, edición y notas de Diego Rivero, Bibliotheca Americana, vol. i, núm. 1.

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ma. La alusión a Santa Fe no era gratuita, el cabildo catedral de Michoacán tenía fuertes conflictos con el arzobispado de México, que se negaba a reconocer su patronazgo y jurisdicción espiritual sobre el sitio que don Vasco le había heredado. Además de Santa Fe de México, Ysassy exalta las otras dos fundaciones gemelas, la de la Laguna y la del Río, la primera como madre de los hospitales de Michoacán (contra la pretensión franciscana de darle este título a Uruapan) y la segunda como punta colonizadora de los chichimecas en el río Lerma (en oposición a la visión agustina que postulaba a su orden como iniciadora de esa misión). Finalmente el canónigo vinculaba los pueblos de Santa Fe con el Colegio de San Nicolás, semillero de sacerdotes y cuarta institución que Quiroga dejó a su cabildo como patrono y del cual el mismo Ysassy era superintendente. En 1649 las fundaciones de Quiroga enfrentaban una crisis financiera, para solucionarla el canónigo pretendía llamar la atención del obispo Ramírez y del cabildo de la catedral de Valladolid (construida como se recordará a pesar de la oposición de don Vasco). Poco se logró de estas expectativas, pero con la exaltación del fundador de la diócesis y del cabildo Ysassy iniciaba la construcción de una tradición que sería clave para la sede de Valladolid en el siglo xviii.296 El segundo símbolo de Pátzcuaro, la virgen de la Salud, también fue usufructuado por la capital episcopal. Con el aval de la catedral de Valladolid, donde una copia de esta virgen tenía una capilla (al igual que la de Cosamaloapan), la imagen visitaba a menudo la capital episcopal y pasaba temporadas ahí dándosele por casa la iglesia de la Santa Cruz.297 Esta virgen era considerada como una de las imágenes más milagrosas de la zona michoacana y recibió a principios del siglo xviii un monasterio femenino de monjas dominicas (1747) y el apoyo de los obispos de Valladolid: Francisco Matos Coronado (a quien la beata Josefa Gallegos convenció para autorizar la fundación inspirada por la misma Virgen) y Martín de Elizacoechea (quien nombró a las religiosas fundadoras que salieron del monasterio de Santa Catalina de Siena de la capital episcopal).298 El impulso que recibiera el cabildo eclesiástico de Valladolid se vio reforzado con la presencia de contactos intelectuales y políticos con los obispos y cabildos de las catedrales de México y Puebla. Como lo ha señalado Óscar Mazín en su magistral estudio sobre esa corporación, tal situación se debió, por un lado, a que tres de los cuatro obispos que gobernaron la diócesis michoacana en la segunda mitad del siglo xvii fueron promovidos después de su gestión al arzobispado de México (Ramírez de Prado, Aguiar y Seijas y Martínez Montañés) y a que dos de los prelados que les siguieron a principios del xviii habían sido miembros del cabildo metropolitano (García Felipe de Legazpi y Manuel de Escalante). Asimismo, varios canónigos vallisoletanos pro296

Ibid., pp. 183 y ss. Nelly Sigaut, coord., La catedral de Morelia, p. 41. 298 M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., p. 215. 297



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cedían de parroquias poblanas, lo que propició que Puebla fuera para Michoacán la principal asesora en materias de gobierno y administración y que algunos cultos a imágenes “poblanas” fueran introducidos en Valladolid, como el de la virgen de Cosamaloapan, cuyo santuario fue iniciado en esta ciudad en 1681 quizás por el deán de origen poblano Sebastián de Pedraza y Zúñiga.299 Es muy significativo que la advocación de esa virgen, cuyo santuario original se encontraba entre los obispados de Puebla y Oaxaca, hubiera sido una de las imágenes promovidas por el obispo Juan de Palafox, algunos de cuyos protegidos llegaron a ser miembros del cabildo de Valladolid. Desde su llegada a la diócesis poblana, el obispo Palafox había enviado al jesuita madrileño Juan de Ávalos (1581-1651) a misionar en la región del río Alvarado, a cuyas orillas estaba el santuario, “dándole orden que en su nombre visitase la imagen” y recopilase las narraciones de sus milagros. En 1643, salía impresa en Puebla, a instancias también de Palafox, la obra del jesuita con el título Relación de la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Cosamaloapan, “para común edificación y aliento a la devoción y confianza de esa imagen tan prodigiosa”.300 En la narración se contaba que la imagen había sido encontrada en el lomo de una mula muerta y, colocada en una ermita, realizaba innumerables prodigios (muchos de ellos relacionados con tormentas en el mar) en la zona de Veracruz. Por otras fuentes sabemos que, a lo menos una vez, Palafox mandó trasladar la imagen desde su santuario hasta Puebla para pedirle su intercesión durante una epidemia.301 Este prelado es posiblemente el mejor representante del papel central que jugaron los obispos en el apoyo y promoción de los cultos locales, tanto en el ámbito urbano español como en el indígena. Palafox, como muchos prelados de la Contrarreforma, consideraba que una de las obligaciones de su cargo era fomentar esos cultos, enriquecer o reedificar sus santuarios, dar a conocer los milagros que se manifestaran en su diócesis y promover el reconocimiento de tales prodigios por parte de la Sagrada Congregación de Ritos y de las autoridades de la Iglesia universal.302 Además, Palafox encontró en estas fundaciones la culminación de una política de apoyo al clero secular que se había hecho cargo de las antiguas parroquias quitadas a los regulares, como se puede ver en la promoción de santuarios tlaxcaltecas de San Miguel del Milagro y la virgen de Ocotlán. Esta política promocional del obispo de Puebla fue continuada por sus sucesores y encontró, como vimos, un fuerte eco tanto en el cabildo de la 299

Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 195 y ss. J. A. de Florencia y F. de Oviedo, op. cit., pp. 245 y 250. 301 Antonio González Rosende, Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y Mendoza, libro iii, cap. vii, p. 355. En San Andrés Chalchicomula, hoy Ciudad Serdán, existe la tradición oral de que la capilla dedicada a la virgen de Cosamaloapan fue fundada por Palafox. Agradezco al presbítero Sergio Fuentes esta noticia. 302 A. Rubial García, “Juan de Palafox. Promotor de prodigios”, en Patricia Escandón (ed.), De la Iglesia indiana. Homenaje a Elsa Cecilia Frost, pp. 117-130. 300

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catedral como en el ayuntamiento urbano. En 1665 esta corporación construyó a sus expensas una capilla dedicada a la virgen Conquistadora, que se veneraba en el convento de San Francisco desde el siglo xvi. En 1676 la virgen de la Defensa, otra promoción palafoxiana, era colocada por el deán y cabildo en el altar de los Reyes de la catedral de Puebla, convirtiéndose desde entonces en el centro de un culto patrio poblano. La presencia de obispos y cabildos emprendedores se dio también en Oaxaca, el episcopado sureño. En la era barroca en la ciudad de Antequera se estaba desarrollando un gran santuario alrededor de la virgen de la Soledad, imagen colocada cerca de 1617 en la capilla de San Sebastián, que se hallaba sobre un cerro cercano a la capital episcopal conocido como “el Monte Calvario de Jerusalén”. Alrededor de 1674 el dominico fray Francisco de Burgoa señalaba que este santuario atraía a numerosos devotos que acudían a ella “para todas sus necesidades de hambre, enfermedades y demás miserias”; agrega que “aquí acuden todos los días muchos sacerdotes a decir misa, así por promesas de devoción como por estipendio que dan de limosna en honra de la virgen los fieles”; el cronista termina señalando que el Viernes Santo la imagen encabezaba una procesión de sangre por la ciudad.303 Veinte años después, el obispo Isidro de Sariñana (criollo que había sido deán en la catedral de México), con la ayuda del arcedeán de Oaxaca Pedro de Otálora Carvajal, promocionó el culto a la imagen con la construcción de un soberbio templo y de un monasterio adjunto de agustinas recoletas, el cual no fue terminado durante su gestión. Uno de sus sucesores, el obispo Ángel Maldonado, a principios del siglo xviii, terminó las obras del santuario y el monasterio y reforzó el espacio con la promoción de una religiosa mística y visionaria: sor María de San Joseph.304 Por estas fechas debió construirse la leyenda, fijada ya en el Zodiaco mariano por Juan Antonio de Oviedo, según la cual la imagen llegó transportada por una mula sin dueño que se detuvo en la ermita de San Sebastián recién fundada la ciudad, modelo narrativo muy común en la literatura hierofánica europea y que muestra la necesidad de darle a la urbe un hecho fundacional milagroso. La leyenda debió aparecer hasta esta época tan tardía, pues a finales del siglo xvii el cronista dominico oaxaqueño Burgoa aún no la registraba.305 Esta capacidad promocional de los obispos se debió en buena medida a la gran autoridad que tenían sobre sus territorios episcopales, pues en esas zonas los funcionarios civiles de mayor rango eran los alcaldes mayores. Sus redes de influencia, sus alianzas con los ayuntamientos locales y los apoyos que tenían de sus cabildos catedralicios, así como la administración de una cuarta parte de los diezmos, les daban los abundantes recursos que les permitieron impulsar no sólo esos santuarios sino la misma construcción o termina303

F. de Burgoa, Geográfica descripción…, fol. 126. M. A. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 273 y ss. 305 F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., pp. 272 y ss. 304



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ción de sus sedes catedralicias, las cuales, a pesar de su valor simbólico, fueron concluidas después de varias décadas y con la ayuda de sus cabildos eclesiásticos.306 Excepto Puebla, donde Palafox terminó la catedral entre 1642 y 1649 y organizó una apoteósica consagración del edificio (aunque las fachadas fueron hechas entre 1664 y 1690), las otras sedes tardaron mucho en concluir sus edificaciones. En Oaxaca el templo se comenzó alrededor de 1640 durante el episcopado de Bartolomé Benavente, pero tuvieron que pasar dos décadas hasta que el obispo dominico fray Tomás de Monterroso (1665-1678), alrededor de 1667, autorizó la construcción de las bóvedas de las naves, la sacristía y la sala capitular, que fueron concluidos en 1678. Entre 1682 y 1694 se hicieron las capillas laterales, iniciadas por el cabildo en “sede vacante” y terminadas bajo el gobierno de Isidoro de Sariñana (1684-1696). Pero en 1714 un intenso temblor causó serios daños al edificio, lo que obligó a cerrarla al culto; las obras de la nueva catedral duraron entre 1724 y 1752. En Valladolid, gracias a la labor del cabildo y del obispo Ramírez, se iniciaron las obras catedralicias en 1660, después de un fuerte conflicto con el virrey duque de Alburquerque, a quien la Corona encargó proveerla de recursos. Sin embargo, estos tardaban en llegar y fue el cabildo eclesiástico, nombrado “superintendente de la fábrica”, el que, con la ayuda de los diezmos, pudo dar avance a la obra; sin embargo, no fue sino hasta la última década del siglo que se cerraron las bóvedas, gracias al impuso del obispo Juan Ortega y Montañés (1684 -1699), que al ser nombrado virrey interino destrabó desde México los fondos destinados a la construcción. Finalmente, entre 1732 y 1750 el cabildo pudo concluir las obras con sus fachadas, torres y oficinas.307 El papel central que tuvieron los cabildos catedralicios y los obispos en la conformación de los símbolos urbanos de sus capitales, sólo comparable al de los ayuntamientos, tuvo además una dimensión que rebasó los límites mismos de la ciudad. Su control sobre el territorio diocesano, aunque disputado por las provincias religiosas, les permitió expandir devociones en las parroquias adscritas a ellos. Por otro lado, existían entre las diócesis centrales fuertes lazos que permitieron intercambios de todo tipo (incluidos los simbólicos), tanto por la movilidad de sus miembros, que transitaban de un cabildo a otro e incluso a la ocupación de sedes episcopales, como por la lucha conjunta que entablaron ante la Corona austriaca por la defensa de sus privilegios frente a las órdenes religiosas (para que pagaran diezmos) o frente a los abusos del regalismo borbónico en el siglo siguiente.308 Fueron esos obispos, a menudo apoyados por sus cabildos, como veremos, quienes pro306 La catedral de México fue una excepción pues fue construida por los virreyes a expensas de la Hacienda Real, aunque su decoración interior (la sacristía, sobre todo) fue promovida por su cabildo. 307 Ó. Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, pp. 233 y ss. 308 Ibid., pp. 160 y ss.

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movieron en sus diócesis el culto de la virgen emblemática de la ciudad de México: Guadalupe. 10. Los Remedios y Guadalupe. La síntesis del espacio y del tiempo novohispanos

En todas las provincias y reinos de esta América septentrional se ha mostrado la gran Madre de Dios y Señora Nuestra, propicia y liberal en sus favores. Porque al paso que la religión verdadera se ha ido dilatando en ellas, han ido creciendo las misericordias de esta Soberana Reina, en que muestra cuánto le agrada el ver extendida la fe de su Hijo en este Nuevo Mundo, de lo cual serán prueba manifiesta los muchos santuarios milagrosos que en él tiene, que son como patentes oficinas de su piedad.309

El anterior epígrafe forma parte de un libro que se convertiría en la prueba de la elección divina sobre México, el Zodiaco mariano. Su iniciador fue el autor jesuita nacido en La Florida Francisco de Florencia (1620-1695), pero la obra no fue concluida sino hasta el siglo xviii por otro jesuita, el colombiano Antonio de Oviedo (1670-1757), quien lo editó en 1755.310 El Zodiaco recopilaba, como hemos señalado, las leyendas y milagros de ciento seis imágenes marianas distribuidas por obispados.311 Algunas de ellas habían sido obtenidas por donación o por flagrante robo, otras se “aparecieron”, se “revelaron” después de estar ocultas por mucho tiempo o se renovaron por sus propios medios; pero algo común a todas era la voluntad de María de mostrar su especial predilección por este territorio. De hecho, el Zodiaco era la última obra concebida por Francisco de Florencia sobre estos temas. Después de un viaje a España e Italia como procurador de su orden entre 1669 y 1678, el jesuita había conocido los principales santuarios marianos en esos países y a su regreso a Nueva España se dedicó a recopilar materiales para promover por medio de sus narraciones milagrosas los santuarios locales novohispanos y darles el carácter universal que tenían los de Europa. El viaje le había dado ideas para internacionalizar 309

F. de Florencia y J. A. de Oviedo, op. cit., p. 51. El hecho de que ambos fueran jesuitas no es gratuito, la Compañía tenía una fuerte vocación mariana. El padre Juan Bautista Zappa, jesuita italiano llegado a México en 1665, maestro en el Colegio de San Gregorio y conocedor del náhuatl, fue, junto con el padre Antonio Núñez de Miranda, gran promotor de las congregaciones marianas. A él también se le considera, junto con Juan María Salvatierra, como el introductor del culto a la virgen de Loreto y la Santa Casa de Nazareth, sobre cuya aparición el mismo padre Florencia publicó en 1689 un opúsculo. David Brading, “La patria criolla y la Compañía de Jesús”, en Colegios jesuitas, pp. 58-71. 311 Tomás Calvo, “El zodiaco de la nueva Eva: el culto mariano en la América septentrional hacia 1700”, en Manuel Ramos y Clara García (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, pp. 267 y ss. 310



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la vida religiosa novohispana. Las vírgenes de Guadalupe, Los Remedios, Zapopan y San Juan de los Lagos, el Cristo de Chalma y el santuario de San Miguel del Milagro fueron algunas de las imágenes de su interés. A lo largo de sus obras insistía en que el principal argumento que avalaba la devoción a estas imágenes era la existencia de una continuada tradición histórica sobre ellas; reconstruir esa tradición era el principal objetivo de sus obras. Junto a la existencia de una ininterrumpida devoción estaba también la autoridad de los obispos que habían patrocinado los santuarios, la difusión y multiplicación de las imágenes que proliferaban en los altares domésticos y la abundancia de limosnas de patronos ricos con que se edificaban sus templos. El mismo Florencia era uno de los impulsores más activos de los novenarios, pequeños libros de oración editados como complemento de la literatura aparicionista e importantes instrumentos en la difusión de los cultos. En sus obras, el autor jesuita daba a la imagen un carácter de documento visual que nunca había tenido antes; es significativo al respecto el uso que hizo de pictogramas indígenas y de exvotos para probar la autenticidad de las narraciones sobre las imágenes y el remarcar el carácter jeroglífico que poseían algunos iconos.312 La obra monumental de Florencia, que le permitía hacer a menudo referencias cruzadas entre todas las imágenes que manejaba, no era sólo una literatura de propaganda para promover la devoción de los fieles; para él esos iconos eran una muestra de los favores divinos concedidos a esta tierra, una manifestación de la unidad de la fe que existía en Nueva España y de su carácter de pueblo elegido. Sobre el mapa de la Nueva España, Florencia creaba por primera vez una cartografía de las apariciones milagrosas teniendo una visión más totalizadora y global que las visiones parciales de los discursos patrióticos locales.313 Ese espíritu, inspirador del Zodiaco mariano, era compartido por su editor final, Juan Antonio de Oviedo, a quien se deben los materiales sobre Guatemala, Oaxaca y otros santuarios como Ocotlán, el prólogo a la obra y muy posiblemente su organización temática por episcopados. El Zodiaco fue una de las primeras obras que contemplaba un fenómeno como éste en todo el territorio y es muy significativo que sus autores formaran parte de una corporación que tenía presencia tanto en las fronteras misionales como en las ciudades por medio de sus colegios. La provincia de la Compañía de Jesús, extendida en toda Nueva España, era la única que podía haber producido la percepción unificadora de un reino en los términos de una elección celestial mariana. Florencia y Oviedo, sin embargo, no hubieran podido realizar su obra de recopilación sin los textos que se dedicaron a describir las milagrosas apari312

Luisa Elena Alcalá, “¿Pues para qué son los papeles...? Imágenes y devociones novohispanas en los siglos xvii y xviii”, Tiempos de América. Revista de Historia, Cultura y Territorio, núm. 1, p. 46. 313 Jason Dick, “The Life of Francisco de Florencia” (manuscrito inédito facilitado amablemente por su autor).

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ciones locales de la Virgen desde mediados del siglo xvii, tanto de aquellos insertos en las crónicas mendicantes como de los dedicados exclusivamente a una imagen. Un ejemplo de los segundos es la obra del franciscano fray Juan de Mendoza (m. 1686), quien en 1684 daba a la imprenta un opúsculo sobre la virgen de Tecaxique, venerada en un santuario cercano a Toluca. Con un lenguaje sencillo el autor describía los prodigios de una imagen de Nuestra Señora de los Ángeles, pintada en una tela de algodón y conservada intacta a pesar de que estuvo a la intemperie en una ermita abandonada. Junto a la presencia de ángeles que tocaban música y emitían luz, la imagen multiplicó la cal, la carne y las limosnas para concluir el santuario. La alusión al nombre indígena del lugar (nido de aves) permite al autor hablar de una predestinación de los indios a convertirse en pueblo elegido.314 La finalidad primordial de estos escritos era mover la piedad de los fieles, su devoción y las peregrinaciones; la escritura y la imprenta formaban parte de la última fase del culto, y como un factor decisivo en su expansión. Pero a veces también estos textos se constituían en vehículos para promocionar las informaciones sobre las apariciones, primer paso en el proceso de solicitud de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos en Roma. En todos ellos aparece además, como tema central, la validación celestial que tenían esos cultos, a pesar de la ausencia de documentos escritos en sus orígenes. Para estos escritores Nueva España era, sin lugar a dudas, un espacio elegido por la divinidad para manifestarse; sus imágenes milagrosas lo hacían el lugar más destacado de la tierra, una segunda Jerusalén. Los materiales de la literatura hierofánica han sido tomados de la tradición oral popular y reelaborados con un nuevo sentido. La fijación textual obtenida con la escritura marcaba la transformación de una narración oral plural en un paradigma sacralizado y único que se convertía, a su vez, en materia prima para otras narraciones orales y escritas referidas a otras imágenes. Asimismo, para algunas de las imágenes más sobresalientes se crearon verdaderos ciclos narrativos que difundieron el mensaje y los contenidos de los primeros textos aparicionistas. Siguiendo este modelo, en Nueva España casi todas las leyendas aparicionistas remontaron sus orígenes al periodo inmediato posterior a la conquista de Tenochtitlan, el de la primera evangelización, aunque la elaboración de sus leyendas corresponde a las últimas décadas del siglo xvi y a las primeras del xvii. Los textos del siglo xvii y la primera mitad del xviii, la última etapa del proceso, estructuraron esos materiales bajo los lineamientos propios del mundo de la retórica: la presentación de documentos, testimonios e informaciones utilizados como argumentos característicos de una sociedad de escritura, aunque la inmediatez de lo narrado, el uso de imágenes narrativas, la ausencia de crítica y la gran credulidad eran características propias del mundo de la oralidad. La impo314 Véase Juan de Mendoza, Relación del santuario de Tecaxique en que está colocada la milagrosa imagen de Nuestra Señora de los Ángeles...



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sición de un medio impreso (que se difundía sin embargo por medios orales en una sociedad analfabeta), la misma impresión de estampas, se revertía sobre el ámbito de la oralidad y le imponía una serie de categorizaciones que recomponían las narraciones y les daban un sentido de veracidad y de crítica. Las elucubraciones de los cronistas sobre la necesidad de las imágenes, sobre la posibilidad del milagro y sobre la necesidad de allegarse testimonios son meros recursos retóricos, así como la reiterada alusión a la iconoclastia de los protestantes. Pero sin duda fue la capital la que desarrolló la mayor cantidad de textos aparicionistas alrededor de las devociones marianas en sus santuarios. Cuatro eran, según el padre Florencia, los baluartes que protegían a la ciudad de México de toda catástrofe desde los cuatro puntos cardinales. La virgen de la Bala, al poniente, se encontraba en el templo del hospital de leprosos de San Lázaro; la virgen de la Piedad, al sur, se veneraba en un convento de los dominicos; la virgen de los Remedios, al oriente, cuya importancia como protectora de la ciudad y portadora de lluvias comenzaba a abarcar también la buena fortuna de las flotas, era el más alejado del núcleo urbano y estaba a cargo del ayuntamiento de la capital; la virgen de Guadalupe, al norte, bajo el cuidado del cabildo catedralicio, estaba cercana a la ciudad, al final de una calzada que se flanqueó con monumentos que rememoraban los misterios del Rosario, y era solicitada originalmente para paliar los efectos de las inundaciones. De las cuatro imágenes fueron las dos últimas las que tuvieron un mayor influjo en la ciudad. La virgen de los Remedios pasó de ser una imagen conquistadora a una más accesible al pueblo y a los indios, se volvió la protectora de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban, siendo también la patrona contra epidemias y hambrunas y protectora también de las flotas y de los navegantes por su asociación con el mar. Icono esencial para las actividades agrícolas, sus fiestas de traslación a la capital, cuyos gastos corrían a cargo del ayuntamiento, eran tan suntuosas como las de Corpus, con altares efímeros, danzantes y disciplinantes. Además, en la fiesta del santuario el 28 de agosto los indios de la zona, sus principales promotores, hacían procesiones con la “niña”, arcos de flores, música, danza y fuegos artificiales. A mediados del siglo xvii el santuario de Los Remedios estaba lleno de exvotos y era tan popular que su culto había llegado a zonas tan alejadas como el Bajío, Michoacán y los valles de Puebla y Tlaxcala, pues una imagen peregrina, copia del original, hacía giras de promoción solicitando limosnas para sus festejos. Dos textos hierofánicos se vincularon con esta difusión: uno, el del capellán del santuario Lorenzo de Mendoza (m. 1690 ca.), editado en 1685, que fue la culminación de un pleito del cabildo urbano de la capital, que controlaba el santuario, con el arzobispo virrey fray Payo de Ribera; éste juzgó como irregular que una autoridad laica nombrara al capellán y le suspendió el patronato, por lo que el ayuntamiento orquestó toda una campaña para recuperarlo. El otro texto, el de Francisco de Florencia, La milagrosa inven-

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ción de un tesoro escondido (editado en 1686), le dio un nuevo giro a la imagen haciéndola colaboradora de la fundación de Nueva España por su presencia en la conquista. Ambas obras fueron impresas después de que la Corona restituyó al ayuntamiento de la capital en 1684 los derechos de patronazgo concedidos por el virrey Martín Enríquez (1574). Estas ediciones realizadas bajo el patrocinio de esa corporación muestran el papel fundamental que para ella tenía el santuario, no sólo como instrumento de prestigio, sino también como muestra de autonomía respecto a la autoridad episcopal.315 En 1692, a una semana de la revuelta que asoló la capital, la virgen de los Remedios fue traída a la ciudad para pedir salud y lluvias como otros años, pero lo más significativo fue que se quedó en la catedral hasta 1695. El hecho no tenía precedente, pero la presencia de la virgen en la capital se hacía necesaria como una manera de contrarrestar los efectos de la revuelta. En 1696, la imagen fue bajada a México de nuevo para pedir por la llegada a salvo de la flota, tradición que se volvió costumbre por un decreto real de 1698. A partir de entonces, y a todo lo largo del siglo xviii, las venidas y a veces también los festivales se fueron vinculando cada vez más con la elite española; la mitad de las veces las razones del traslado fueron por el buen arribo de las flotas o para pedir favores para el rey.316 A pesar de que la imagen de la virgen de los Remedios fue la que visitó la ciudad más veces, fue la de Guadalupe la que recibió una mayor atención por parte de los escritores criollos a lo largo del siglo xvii. Durante la década de 1640 a 1650 los clérigos Luis Lasso de la Vega (m. ca. 1670) y Miguel Sánchez (1594-1674), vinculados con el santuario y apoyados por el arzobispo Juan de Mañozca (m. 1650), dedicaron sus esfuerzos a divulgar el texto náhuatl llamado Nican Mopohua (Aquí se relata…), copiado por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1650). Luis Lasso de la Vega publicó en náhuatl en 1649 su Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta María (El gran acontecimiento con que se apareció la Señora Reyna del cielo Santa María), con el texto del Nican Mopohua seguido de breves anotaciones conocidas como Nican Motecpana (Aquí en orden y concierto…), una recopilación de las intervenciones prodigiosas de la virgen a favor de los españoles de la capital. Al parecer la publicación iba dirigida a promover el culto entre los indígenas, lo que significa que la devoción no estaba tan extendida entre la población nativa.317 Sin embargo, no fue este texto, sino el de Miguel Sánchez, impreso un año antes, en 1648, el que tuvo un influjo decisivo en la difusión de la narración, del simbolismo y del culto guadalupanos. A diferencia de la de Lasso, la obra de Sánchez (Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe) 315

Francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (15211549), pp. 51 y ss. 316 L. A. Curcio-Nagy, op. cit., pp. 75 y ss. 317 Ver Luis Lasso de la Vega, Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta Maria.



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no se quedó en una mera copia de la versión indígena del milagro, sino que realizó toda una elaboración alegórica en la que se entrelazaban la narración simbólica del Apocalipsis, las apariciones guadalupanas y los presagios y acciones desarrollados alrededor de la conquista de México.318 Miguel Sánchez supo aprovechar muy bien el hecho de la coincidencia entre las imágenes de la Inmaculada Concepción (culto que estaba expandiéndose con gran fuerza en ese momento en el imperio) y de la virgen de Guadalupe, y convirtió a su patria (la ciudad de México) en una alegoría viva de la visión descrita por san Juan: las alas de la mujer recordaban las del águila mexicana, el emblema de la capital; el dragón demoniaco simbolizaba la idolatría de los antiguos habitantes del Anáhuac sometida por Hernán Cortés y sus guerreros, émulos de san Miguel y sus ángeles; el Tepeyac, desierto al que voló la mujer preñada vestida de sol, se volvió espacio sagrado, junto con la isleña ciudad de México transformada en Patmos, la isla de las visiones apocalípticas; san Juan, el evangelista y autor del Apocalipsis, prefiguró a Juan Diego, a Juan Bernardino y a fray Juan de Zumárraga, los tres testigos del milagro, quienes eran a su vez comparados con Moisés, David y Aarón.319 La imagen se convertía así en la razón de ser de la conquista y de la evangelización y en un jeroglífico, en un emblema que encerraba en sí todo un lenguaje cifrado. Por medio de alegorías biológicas, numerológicas y astrológicas la Virgen se transformaba en un signo de salvación, en una exaltación solar de la monarquía española, en protección contra las aguas embravecidas de la laguna, en clave matemática para conocer el número de los elegidos, en signo que asociaba al águila con la cruz y a México con el calvario. Con ese método alegórico, la ciudad se convertía en esposa y María de Guadalupe, la mujer alada, se volvía la ciudad elegida. Los referentes se volvieron aún más significativos cuando el mismo santuario guadalupano fue convertido en trasunto del templo de Salomón; al igual que la ciudad santa, la nueva México Jerusalén tenía su centro simbólico en el templo del Tepeyac. En un momento dado las dos ciudades se confundieron y por una extraña alquimia, la capital novohispana se volvió semejante a la ciudad celestial, no sólo porque compartía con ella el geometrismo urbano, sino también porque en ella se realizaba la idea de la renovación de los tiempos mesiánicos, cuando la acción de Dios transformaría la creación. En esto Sánchez se basaba en la visión franciscana del siglo anterior, pero la llevaba a sus últimas consecuencias: México-Tenochtitlan, gracias a la portentosa aparición de la Virgen, se había convertido en una nueva Jerusalén terrena, en el paradigma de la Iglesia militante indiana que caminaba hacia 318

Véase Miguel Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe. Edición moderna de Ernesto de la Torre y Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, p. 257. 319 Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, p. 71; véase también D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 95 y ss.

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la patria celeste. El sentido escatológico y didáctico del tema de Jerusalén convertía en santa a una tierra que hacía un siglo había estado sometida a la idolatría y al Demonio. Sin embargo, a diferencia de la ciudad celeste, la Jerusalén mexicana tenía como centro a María, no a Jesús.320 Además de ser ciudad santa, México era también un nuevo paraíso relacionado a las rosas milagrosas del ayate y a la planta con la que éste fue fabricado, el maguey, que por ello se volvía un árbol paradisiaco. La virgen de Guadalupe se convertía también en el Arca de la Alianza del templo de Salomón, en la zarza ardiente aparecida a Moisés y en la vara florida de Aarón; en fin casi todas las figuras bíblicas que habían sido utilizadas por los padres de la Iglesia para referirse a María. Con ello la ciudad de México, su patria, era asimilada a la tierra prometida al igual que su conquista por los españoles lo era a la de Canaan por los judíos. La relación entre Tierra prometida e Iglesia primitiva se volvía un paradigma para hacer de esta parte de América un territorio fertilizado por la presencia de María y en el cual se cumplía la voluntad de Dios, manifestada en el Sinaí de la nueva alianza. Al vestirse con las plumas del águila mexicana, Guadalupe se volvía el vórtice hacia donde todas las plumas y los ingenios de México se habían de dirigir. Sánchez concluía su texto con una exposición de motivos por los que escribió su obra: “Movióme la patria, los míos, los compañeros, los ciudadanos, los deste Nuevo Mundo; teniendo por mejor, descubrirme yo atrevido ignorante para tanta empresa, que dar motivo para que se presumiese de todos olvido tan culpable, con reliquia de tal imagen originaria desta tierra y su primitiva criolla”.321 Es por demás curioso que los rasgos indígenas de la imagen no fueran resaltados y que, en cambio, la inconmensurable belleza de su tez “trigueña” fuera una de las razones para llamarla “la primera criolla”, término que Sánchez utilizó constantemente a lo largo de su texto. En un sentido similar, y con ese trasfondo de apropiación criolla, se expresaba Luis Lasso de la Vega, vicario del santuario, en una carta que se incluyó al final de la obra de Sánchez, en la que este autor proclama: “Yo y todos mis antecesores hemos sido Adanes dormidos poseyendo a esta Eva segunda en el Paraíso de su Guadalupe mexicano, entre las milagrosas flores que la pintaron y en sus fragancias siempre la contemplábamos admirados”.322 La siguiente década vio crecer la difusión del culto en la capital, gracias a esta venturosa reinterpretación de sus hechos fundadores (el águila del nopal, la conquista y la cristianización) a la luz de la aparición guadalupana.323 320

A. Rubial García, “Civitas Dei et novus orbis”, op. cit., pp. 12 y ss. M. Sánchez, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe, p. 257. 322 Ibid., p. 264. 323 La obra de Miguel Sánchez también impactó en la iconografía. Uno de los primeros ejemplos en el que vemos aplicado este modelo fue el cuadro anónimo del siglo xviii, que custodia la colección Franz Mayer; en él se presenta a la virgen de Guadalupe como la mujer vestida de sol que vio san Juan, quien aparece en una esquina del cuadro escribiendo. La ciudad de Dios (civitas Dei), amurallada con sus doce puertas resguardadas por doce ángeles, contiene cipreses en 321



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La obra de Sánchez influyó también en otros textos, como el del jesuita Mateo de la Cruz (m. 1686), publicado en Puebla en 1660, en el cual se hacía un contraste entre la virgen de los Remedios (la conquistadora y la gachupina), dotada de gran poder sobre la lluvia, y la de Guadalupe (la criolla), que aplacaba las inundaciones. El contraste también se daba entre sus orígenes, pues mientras la primera había sido una talla hecha por san Lucas, la segunda había sido pintada por Dios, por la Virgen o por un ángel.324 En esa misma década, Francisco de Siles (m. 1670 ca.) y un grupo de canónigos de la catedral de México, para subsanar la ausencia de la documentación original de tiempos de Zumárraga, llevaron a cabo en 1666 un interrogatorio en el pueblo de Cuauhtitlán, patria de Juan Diego, para obtener las pruebas de que ahí existía una tradición inmemorial del milagro. Las informaciones incluyeron la declaración de ocho ancianos indígenas y doce personas más, criollos y españoles, y con ellas se esperaban iniciar ante la Sagrada Congregación de Ritos los trámites para pedir misa y oficio propios, un día de fiesta y al aval del culto a la virgen de Guadalupe por parte de Roma.325 El documento se convirtió en un texto fundamental para las futuras elaboraciones guadalupanas y en él se construyó la imagen histórica del indio Juan Diego, que sería utilizada, entre otros, por el padre Florencia.326 Uno de los clérigos que participó en esas informaciones, Luis Becerra Tanco (1603-1672), políglota y científico criollo, profesor de astrología y matemáticas de la universidad, publicó ese mismo año de 1666 un opúsculo sobre el tema intitulado Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Fundamentos verídicos en que se prueba ser infalible la tradición en esta ciudad acerca de la aparición. Tres años después de su muerte, en 1675, Antonio de Gama reeditaba este libro aumentado y corregido, con el nombre Felicidad de México en el principio y milagroso origen del Santuario de la Virgen de Guadalupe, obra que alcanzó dieciséis ediciones (varias de ellas en España) y que intentaba dar al relato guadalupano un sustento histórico y científico. Después de la acostumbrada queja por la falta de documentos originales y de una velada alusión a la poca solidez de los trabajos anteriores, el autor explicaba el milagro como una impresión física que los rayos solares habían hecho sobre la manta; basado en los recientes trabajos del jesuita Kircher acerca de la óptica y de los fenómenos lumínicos, Becerra lugar de edificaciones, por lo que es al mismo tiempo ciudad y paraíso cerrado (hortus conclusus). Su contraparte es una escala de Jacob que termina en la imagen guadalupana. 324 Véase Mateo de la Cruz, Original profético de la santa imagen. Relación de la milagrosa aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Sacada de la historia que compuso el bachiller Miguel Sánchez. 325 Los textos guadalupanos tuvieron también influjo en Europa y sus narraciones fueron insertadas en las obras de los jesuitas Juan Eusebio Nieremberg, Guillermo Gumppenberg y Anastasio Nicoselli. J. Cuadriello, “La propagación de las devociones novohispanas…”, en México en el mundo de las colecciones de arte, Nueva España, vol. i, p. 260. 326 F. de la Maza, El guadalupanismo mexicano, pp. 97-105.

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concluía que la imagen apareció en la tilma como si hubiera sido producida por un espejo convexo.327 Una etimología náhuatl del nombre de Guadalupe, la crítica de ciertas contradicciones de la narración y varias razones que explicaban la desaparición de los documentos originales eran datos dirigidos a dar a conocer una información hecha “en decoro de la patria cuyas glorias debemos conservar sus hijos”.328 Hasta este momento, la mayor parte de los escritores y promotores del culto guadalupano eran clérigos vinculados con el cabildo catedralicio de México. Los largos periodos de vacante en la sede arzobispal mexicana a lo largo del siglo xvii contribuyeron a reforzar su posición en el santuario nombrando capellanes y mayordomos y fiscalizándolo a través del nombramiento de prebendados como sus jueces conservadores, lo que los enfrentó a menudo con los arzobispos.329 El cabildo pretendía tener esta titularidad sobre el santuario de Guadalupe a la manera en que el templo de Nuestra Señora de los Remedios estaba colocado bajo la protección del ayuntamiento de la capital. Junto con el cabildo, la otra gran corporación promotora del santuario fue la Compañía de Jesús, la cual, gracias a sus colegios distribuidos en las principales capitales del territorio, ayudó a la expansión del culto. Entre 1669 y 1678, Francisco de Florencia, uno de sus miembros más insignes, había estado como procurador de su provincia en Roma y en ella había sido uno de los más importantes promotores del culto a la virgen de Guadalupe, llevando a Europa varias copias de la imagen realizadas por un pintor indígena.330 También aprovechó su viaje para impulsar el proceso de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos, asuntó que se había iniciado una década antes con su propia participación, con la del también jesuita Diego de Monroy y con la del canónigo Francisco de Siles, pero que había naufragado en el mar de la burocracia vaticana. Aunque tampoco consiguió nada, sus gestiones le dieron al culto guadalupano entre los jesuitas de Roma una promoción que nunca había tenido. En 1688 Francisco de Florencia publicaba su Estrella del norte de México, texto enciclopédico construido para argumentar y promover la aceptación del culto por Roma y que recopilaba todo lo dicho con anterioridad sobre el tema guadalupano, pero que agregaba nuevos testimonios y novedosas metáforas: la gran inundación de 1629 se transformaba en el diluvio universal y María de Guadalupe aparece como el arco iris de la alianza entre Dios y su pueblo novohispano y en promesa de bienestar para el futuro.331 Una biografía piadosa de Juan Diego, un exagerado valor otorgado a las informaciones 327

E. Trabulse, Los orígenes de la ciencia…, p. 278. Véase L. Becerra Tanco y A. de Gama, op. cit.; véase también F. de la Maza, El guadalupanismo mexicano, p. 83. 329 Francisco Iván Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro…”, en Memorias del Coloquio Poder Civil y Catolicismo en México. Siglos xvi-xix, pp. 140 y ss. 330 F. de Florencia, La Estrella del Norte de México, fols. 66 y 99 y ss. 331 Idem. 328



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recopiladas en 1666 y una explicación poco convincente al silencio de los historiadores españoles del xvi sobre el prodigio son también elementos que hacen original este texto.332 Para Florencia, la aparición no sólo era muestra del favor que Dios otorgó a México, era prueba también de la superioridad de esta tierra sobre cualquier otra: “no hizo tal cosa en otra nación”. 333 Florencia insistía en que el icono era un objeto único en su género y diferente a todas los demás: “ninguna persona de esta tierra pintó su querida y venerada imagen” y exaltaba categóricamente que la tradición constante de varias generaciones era la mejor garantía de la autenticidad del portento.334 Fue también Florencia quien insistió en que no sólo había rosas, sino otras muchas flores en el ayate de Juan Diego. En la mayor parte de su prólogo se dedicó a refutar a cierto predicador español que afirmaba que si las rosas del Tepeyac eran de Castilla, la guadalupana pertenecía más a Madrid que a México. El jesuita criollo convertía la anécdota en una defensa de su patria adoptiva, pues recuérdese que el jesuita había nacido en La Florida.335 El tema, con sus claras asociaciones con el Paraíso, fue muy utilizado también por los poetas que cantaron las glorias de esta tierra generosa donde la virgen de Guadalupe se convertía en la principal autora del paraíso americano. El primer poema que explotó esta rica alegoría fue La primavera indiana de Carlos de Sigüenza y Góngora: Guadalupe, al par que es ella misma la primavera, instauraba la primavera en el territorio que eligió como suyo. De aquí es fácil llegar a la equiparación entre estas tierras y el Paraíso. El invierno en el que aparecieron las rosas y el desértico monte era comparado por Sigüenza con los tiempos de la idolatría y del pecado que la Guadalupana sepultó con su alud de flores.336 El paraíso americano que ha sustituido “al fúnebre albergue de la noche” (la idolatría) contrarresta además la terrible situación de Europa, que se ha entregado al anticristo Lutero o a la hidra venenosa que se esconde en el Támesis.337 Sigüenza fue también el primero en atribuir a Antonio Valeriano la autoría del Nican Mopohua, documento que él heredó pues estaba entre los papeles de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Asimismo, fue uno de los primeros en manifestar como prueba del portento el estado de conservación de la santa imagen y la belleza celestial de su rostro. Para el polígrafo criollo, la virgen 332 D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 166 y ss. El autor propone que Francisco de Florencia escribió esta obra principalmente para Roma y no para ser leída por un público novohispano. 333 Ibid., pp. 90 y ss.; ver también Sylvia Santaballa, “Writing the Virgin of Guadalupe in Francisco de Florencia’s La Estrella del Norte de México”, Colonial Latin American Review, vol. 7, núm, 1, pp. 83-103. 334 F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo y la Ilustración novohispana”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxi, núm. 82, p. 202. 335 F. de Florencia, La Estrella del Norte de México, fol. 79 v. 336 Véase C. de Sigüenza y Góngora, Primavera indiana. 337 Alicia Mayer, Lutero en el Paraíso. La Nueva España en el espejo del reformador alemán, pp. 225 y ss.

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de Guadalupe había liberado al “occiduo plácido hemisferio” de los horrores que Europa vivía con las herejías y guerras religiosas, al mismo tiempo que unificaba todos los afectos al ser venerada igual por indios y españoles. Sigüenza convertía así a la imagen ya no sólo en símbolo de la ciudad de México sino en emblema de todo el territorio. En su descripción de los festejos para la inauguración del santuario de Querétaro, la niña “adornada con atavíos indianos” que representaba a la América septentrional llevaba en una de sus manos un corazón del cual el autor señala: “era el de todos”.338 Tiempo después, en 1729, Francisco de Castro, en su Octava maravilla, vuelve a tomar el tema en una obra dedicada a resaltar el milagro de las rosas del Tepeyac: “Del mariano país la primavera, al campo de un ayate reducida”.339 En 1724, José de Villerías, en la invocación a su poema intitulado Guadalupe, indica a sus lectores que el propósito de su canto es relatar el milagro de la diosa indígena que nació de las flores patrias y que embelleció su retrato utilizando el color de las rosas, y utiliza la sugestiva comparación antitética que los versos establecen entre el origen de Venus, diosa del amor profano, y la guadalupana. Con el tema de la “patria de las flores” que ya tratara Florencia, no sólo se demostraba que lo novohispano era superior a lo español, sino también se vinculaba a la Madre de Dios con la erradicación de las malezas de la idolatría, “empezando por el vano culto que daban los indios en aquel puesto a la fingida madre de los dioses”.340 Para todos los autores criollos y peninsulares que trataron el tema, con la aparición de la virgen de Guadalupe se había cumplido la profecía de Isaías (32, 15): “será derramado sobre nosotros el espíritu de lo alto y el desierto se trocará en vergel”. El icono sintetizaba en sí todas las temáticas desarrolladas a lo largo del siglo: con él se cerraba el ciclo paradisiaco y se confirmaba la elección que Dios había hecho de estas tierras para construir en ellas el jardín del Edén que precedería al Juicio Final, el Reino Milenario de Cristo sobre la tierra, la nueva Jerusalén; en él se centraba también la elaboración histórica sobre los indios prehispánicos y la construcción de una supuesta tradición indígena preservada durante el siglo xvi en sus códices y mapas; finalmente con él se consumaba el proceso de interpretación de la historia concebida desde la perspectiva apocalíptica. De hecho, con la virgen de Guadalupe la visión escatológica franciscana de finales del siglo xvi, cristocéntrica y pesimista, había sido suplantada por otra, mariana y optimista; ambas veían en América la tierra ideal para forjar la utopía cristiana, pero mientras los mendicantes la concebían como una sociedad rural formada 338 A. Mayer, “El guadalupanismo en Carlos de Sigüenza y Góngora”, en A. Mayer (ed.), Carlos de Sigüenza y Góngora. Homenaje (1700-2000), vol. i, pp. 243 y ss. 339 Francisco de Castro, La octava maravilla y segundo milagro de México perpetuado en las rosas de Guadalupe, fol. 2 v. 340 I. Osorio Romero, El sueño criollo. José Antonio de Villerías y Roelas (1695-1728), pp. 223 y ss.



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por indios y frailes, los guadalupanos jesuitas y del clero secular la veían integrada dentro de una urbe criolla y multiétnica. De manera simultánea a la elaboración de esta rica literatura, el culto a la virgen de Guadalupe se extendió a otras ciudades del territorio por medio de imágenes, retablos y portadas, e incluso llegó a España y a Roma, expandida por virreyes, obispos, emigrantes indianos y sacerdotes, sobre todo los jesuitas. Uno de los pintores cuya obra fue promovida en Europa y América a causa de esta expansión fue el mulato Juan Correa, poseedor de una calca o plantilla sacada del original y que le sirvió para realizar las numerosas copias que convirtieron a su taller en el principal centro especializado en la elaboración de imágenes para difundir este culto.341 Correa fue también sin duda el divulgador, junto con José Juárez, de un novedoso modelo iconográfico de la guadalupana, aquel que la pintaba rodeada de las cuatro escenas aparicionistas (tres ante Juan Diego y la última ante Zumárraga). Este modelo narrativo tendría un gran éxito gracias a que fue difundido por los grabados que el español Matías de Arteaga realizó para la edición sevillana de la Felicidad de México de Becerra Tanco de 1686.342 De hecho Juárez y Correa pudieron haber tomado la idea de un ciclo que había mandado pintar en 1648 el capellán de Guadalupe Luis Lasso de la Vega, para decorar la capilla donde estaba el manantial conocido después como “el Pocito”. A principios del siglo xviii se agregó a veces a esas cuatro escenas una quinta, la aparición de la virgen a Juan Bernardino, el tío de Juan Diego, en su lecho de muerte. En ocasiones también se representó a los pies de la virgen una vista del santuario. Varias de las imágenes guadalupanas creadas en los talleres de la capital fueron enviadas a las principales ciudades del virreinato (después de ser “tocadas con el original”), para volverse el centro de las capillas que en las catedrales y otras iglesias se comenzaban a construir bajo su advocación para extender el culto. De hecho, en las principales ciudades del virreinato se fundaron desde mediados del siglo xvii santuarios guadalupanos, la mayoría de éstos construidos extra muros como centros de peregrinación e imitando la distancia que separaba el Tepeyac de la ciudad de México. Esos templos nacieron a veces como una necesidad de los dirigentes de esos centros urbanos por vincularse con una imagen que ostentaba una construcción hierofánica tan sólida e insólita, en otras ocasiones como promoción de un personaje de la capital que quería impulsar su culto patrio.343 341

Esto se colige del testimonio que dio su discípulo José de Ibarra y que fue transcrito por Miguel Cabrera en su Maravilla americana..., p. 10. 342 Cuadriello (“La propagación de las devociones novohispanas…”, en op. cit., vol. i, p. 263) señala que es muy probable que Arteaga conociera obras de Correa con este modelo narrativo que ya circulaban en Europa desde 1669. Por su parte, Nelly Sigaut (José Juárez. Recursos y discursos del arte de pintar, pp. 211 y ss.) sostiene que una obra de Juárez con este tema y fechada en 1656 había llegado al convento concepcionista de Ágreda en Soria y fue la que pudo inspirar a Arteaga. Esta autora cita a Florencia como la fuente sobre las pinturas de la capilla del pocito. 343 D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 31 y ss.

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El primer santuario dedicado a esta advocación que se inauguró fuera de la capital fue el de San Luis Potosí, construido entre 1656 y 1662 a las afueras de la ciudad, siendo sus principales promotores, como vimos, el cabildo urbano y el tesorero de la caja real Francisco de Castro. En 1662, durante la consagración del santuario, los franciscanos pretendieron administrarlo pues estaba en su territorio misionero, pero la ciudad se opuso a ello y nombró a un sacerdote secular para atenderlo. Después de un corto pleito, la Corona y el obispo de Michoacán fray Marcos Ramírez de Prado dieron al ayuntamiento el dominio del santuario.344 Para esas fechas existía también en la zona otro templo ofrecido al culto guadalupano y situado en un cerro cercano a San Luis llamado Santuario del Desierto. En 1625 un clérigo oriundo de Celaya pero vecino de San Luis, Juan Barragán Cano, se retiró como eremita a dos leguas del poblado español y construyó un pequeño convento con su ermita dedicada a san Juan Bautista.345 En ella colocó una pintura de la virgen de Guadalupe y la veneró como ermitaño hasta su muerte en 1665. Hacia 1740 se inició la construcción del actual templo, mismo que se terminó en 1755. La imagen de la Guadalupe del Santuario del Desierto tuvo (y tiene hasta nuestros días) un gran culto, y fue llevada en procesión por primera vez a la ciudad de San Luis el 4 de abril de 1786 en el contexto de la sequía y hambruna de ese año.346 Para entonces la virgen de Guadalupe ya había sido jurada como patrona de la ciudad de San Luis Potosí (hecho acaecido desde 1737). El siguiente santuario guadalupano fue abierto en Querétaro, promovido por una congregación de clérigos seculares fundada en 1669 y dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe. De hecho el gran benefactor del santuario, Juan Caballero y Ocio, poseía desde 1659 una copia fiel de la imagen original que según la tradición había pertenecido a Juan Diego y que éste había legado a un hijo suyo. Este mismo mecenas, para promocionar la cofradía de Guadalupe creada en 1668, fue quien pagó la suntuosa celebración de la consagración del santuario y encargo a Carlos de Sigüenza y Góngora que hiciera la relación de los festejos, cuya impresión también corrió a su costa. Casi al mismo tiempo que se consagraba el santuario de Querétaro se promovía el de la ciudad de Oaxaca. Desde 1658 una capilla lateral en la catedral de la ciudad estaba dedicada a la virgen de Guadalupe, culto introducido ahí, junto con una imagen, por el obispo Alonso de la Cueva y Dávalos. Sin embargo, el gran promotor de este culto en Oaxaca fue su sucesor, el criollo Isidoro de Sariñana, quien consagró el santuario guadalupano en 344 J. Traslosheros, “Rumbo a tierra nueva. Encuentros y desencuentros en torno a la fábrica de la ermita de Guadalupe, extra muros de la ciudad de San Luis Potosí. 1654-1664”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, núm. 48, pp. 115-136. 345 F. A. de Ysassy, “Demarcación y descripción…”, op. cit., p. 130. Agradezco a Juan Carlos Ruiz Guadalajara esta referencia y la siguiente. 346 Gazeta de México, vol. ii, núm. 8, 2 de mayo de 1786, p. 101.



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1686 anexo al hospital de Guadalupe que habían erigido los betlemitas.347 Desde que era deán del cabildo de México, Sariñana se había distinguido como promotor del culto y junto con Francisco de Siles comenzó la construcción de los misterios en la calzada de Guadalupe de la capital. En 1700 el santuario de Oaxaca ya era la parroquia de Guadalupe, tenía una abundante feligresía y estaba integrado en la red de diecisiete templos con que contaba la ciudad.348 En Zacatecas, por esas mismas fechas, fue el vicario y juez eclesiástico de la parroquia, Pedro Cortés García, quien inauguró los trabajos de construcción del santuario guadalupano el 3 de febrero de 1677 a las afueras de la ciudad. Hacía 1685 se fundó una cofradía en “honra de María Santísima de Guadalupe” en el santuario que, aún inconcluso, pasó a los franciscanos en septiembre de 1702 para que pudieran fundar ahí un hospicio. A partir de 1705 se hizo más insistente la idea de convertir ese hospicio en un colegio que fungiera como base de las futuras misiones al norte del territorio. En 1707 fray Antonio Margil llegó a Zacatecas con las reales cédulas que autorizaban la fundación del Colegio de Propaganda Fide al lado del santuario, lo que se hizo efectivo a partir de enero de 1709.349 Un año atrás, en 1708, el obispo de Michoacán, Juan José Escalona y Calatayud, mandaba iniciar las labores de un santuario a la virgen de Guadalupe en Valladolid, extra muros de la ciudad, a media legua del lado oriente. Terminado en 1716, junto a él se abrió una casa para ejercicios espirituales o de retiro. Poco tiempo después, en 1733, el ayuntamiento donó al santuario una considerable extensión de terreno, para que repartido en lotes puestos a censo pudiera sostenerse el culto en el santuario. En 1747 el vecino Pedro Garrido dejó al morir la cantidad de veintiún mil pesos destinados a un convento de dieguinos, quienes se establecieron ahí y se hicieron cargo de la casa de ejercicios.350 El culto a la guadalupana estaba para entonces tan arraigado en Valladolid que a ella se le dedicó una de las fachadas laterales de su catedral recién concluida por esas fechas (1744). De hecho en ese recinto se había iniciado su culto desde el siglo anterior, pues desde 1673 existía en su interior un altar dedicado a ella y una pintura con su imagen fue colocada en la sacristía recién inaugurada en 1705.351 El último santuario guadalupano de este periodo se edificó en Puebla, aunque desde 1670 existía en su catedral un altar dedicado a esa advocación. Fue construido, como todos, fuera de la traza de la ciudad y cerca del colegio 347 Jaime Ortiz Lajous, Oaxaca. Tesoros del centro histórico, p. 51; Robert S. Mullen, La arquitectura y la escultura de Oaxaca. 1530-1980, p. 93. 348 José Antonio Gay, Historia de Oaxaca, pp. 200 y ss. 349 José Francisco Sotomayor, Historia del Apostólico Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas, pp. 33 y ss. 350 Jesús Romero Flores, Historia de la ciudad de Morelia, pp. 63-64. 351 Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios, imaginar los destinos: patrocinio y corporación, identidad y tradición en Valladolid de Michoacán, siglo xviii, p. 52.

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jesuita de San Francisco Xavier (dedicado a la educación de indígenas), por lo que es muy posible que la Compañía de Jesús haya intervenido en su fundación. La obra se comenzó en 1694 a iniciativa del maestro cohetero Juan Alonso Martínez Peredo, aunque el templo fue dedicado hasta 1722. 352 Puebla, la más renuente a imitar los símbolos de la capital novohispana, había finalmente aceptado el culto a la virgen de Guadalupe, emblema de MéxicoTenochtitlan. Paralelamente el culto también llegaba a las comunidades indígenas por medio del sistema de rutas cordilleras, sistema que la catedral de México (al igual que todas las novohispanas) había generado para enviar las disposiciones episcopales a todas las cabeceras parroquiales de la diócesis. Este mecanismo administrativo se había vuelto también un importante medio de difusión de devociones y de envío de limosnas. En el memorial que Lorenzo Boturini dirigió en 1743 al conde de Fuenclara, al defender sus envíos de cartas solicitando limosnas para la coronación de la virgen de Guadalupe que intentaba llevar a cabo, el caballero decía inspirarse en una antigua tradición de los mayordomos indígenas del santuario; según él, éstos enviaban todos los años una “carta cordillera” a los principales pueblos del centro del reino en demanda de limosnas para la realización de la llamada “fiesta de los indios” en el santuario del Tepeyac, celebración que se realizaba en septiembre.353 Para la segunda década del siglo xviii la capital había conseguido extender el culto a su imagen tutelar por toda la Nueva España, un territorio que como lo mostraba el Zodiaco mariano estaba marcado por la devoción a la Virgen, lo cual facilitó dicha expansión. Al mismo tiempo, dentro del ámbito urbano de la ciudad de México, esta virgen ya había desplazado a las otras advocaciones en la preferencia de los fieles. Esto se pudo observar en 1709, fecha en la que, una vez concluido el nuevo edificio del santuario, la imagen era trasladada a él. Con motivo de esta celebración, el virrey duque de Alburquerque encargó al pintor J. Arellano un lienzo que la describía. En él quedó plasmado no sólo un ceremonial religioso que manifestaba la gran devoción de la capital a su protectora y madre celestial, sino también el modo como la sociedad novohispana se representaba a sí misma en el ámbito festivo. Resalta en primer lugar el aparato teatral que se desplegó en el atrio y que convirtió éste en un “espacio de mexicanidad”, espacio que no era para nada una novedad pues se veía representado año con año en la fiesta del Corpus Christi: Moctezuma y su consorte entre los gigantes de cartón que personificaban con parejas de reyes y reinas las cuatro partes del mundo; el mis352

Rosalva Loreto, La ciudad de Puebla, p. 162. Sobre la disposición arquitectónica y la descripción decorativa se puede consultar también a Manuel Toussaint, La catedral y las iglesias de Puebla, pp.190 y ss. 353 El documento está en agi, Indiferente, leg. 398, ff. 123-131. Citado por Francisco Iván Escamilla, “La piedad indiscreta. Lorenzo Boturini y la fracasada coronación de la virgen de Guadalupe”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez (eds.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas de interacciones políticas.



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mo emperador junto con Cortés en una danza de la conquista; el dragón de la idolatría (o tarasca) jalado por chichimecas desnudos y emplumados, y en la procesión, como único acompañante de la milagrosa imagen de Guadalupe, una escultura del beato Felipe de Jesús colocado sobre un águila de batientes alas posada sobre un nopal. Un segundo elemento que llama la atención es precisamente el modelo jerárquico que presentaba esa procesión. La encabezaban las órdenes religiosas, en el estricto orden de su llegada a Nueva España, seguidas por una cofradía de notables y por el cabildo de la catedral con el arzobispo; detrás de la imagen venían los doctores de la universidad, los miembros del ayuntamiento capitalino precedidos por sus maceros, el consulado de comerciantes, los tribunales de cuentas, la audiencia y el virrey. Al igual que en las procesiones del Corpus Christi, en ésta se remarca la idea de que cada corporación representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el cuerpo místico de Cristo. Sin embargo, parecen estar ausentes en la procesión las corporaciones en las que se agrupaban la mayor parte de los sectores sociales: gremios, cofradías y los dos cabildos indígenas de la ciudad. Es curioso que en el cuadro de Arellano los indios excluidos de la procesión oficial aparezcan en una pequeña procesión alternativa a la derecha del lienzo cargando en andas a los santos de sus parroquias, Santiago y san Agustín, símbolos religiosos de su sentimiento corporativo. Para los indios, como para los criollos, la presencia de esos protectores celestiales era una garantía de salud y fertilidad tanto para el individuo como para la colectividad y una protección contra las fuerzas del mal. Una vez colocada la imagen en el templo, se inició un novenario que marcó la dedicación de la nueva casa de la virgen del Tepeyac. En uno de los días, el jesuita oriundo de San Luis Potosí Juan de Goicoechea (1670-1734) predicó un sermón titulado La maravilla inmarcesible. El tema central de esta pieza de oratoria fue la comparación entre la iglesia del Tepeyac con el templo de Salomón y entre los colores de la imagen de la virgen de Guadalupe con las sustancias del sacramento de la Eucaristía. En esta atrevida metáfora se insinuaba que la virgen estaba presente en el ayate de la misma forma que Cristo en la hostia. Con esta aseveración rayana en la herejía se iniciaba una etapa en la que predicadores y escritores hicieron gala de su exuberante ingenio para alabar a la que los criollos consideraban la más importante imagen venerada en toda la cristiandad.354 El influjo de la virgen de Guadalupe en el territorio fue enorme y no sólo se dio como consecuencia de la fundación de santuarios dedicados a esa devoción. En Tlaxcala, por ejemplo, el culto a la virgen de Ocotlán, posiblemente surgida a raíz de la secularización de la parroquia franciscana llevada a cabo por Palafox, elaboró una leyenda y unas prácticas que parecen calcadas de aquellas que se hacían en la ciudad de México en relación con el Tepe354

D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 32 y ss.

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yac o Los Remedios. Cuando los virreyes entraban a la ciudad de Tlaxcala, era recurso obligado una visita al santuario de Ocotlán, como lo hacían con el de Guadalupe al llegar a México. Por otro lado, la virgen era trasladada a menudo desde el cerro al valle para pedir solución a epidemias y catástrofes, igual que se hacía en México con la virgen de los Remedios. Finalmente, su leyenda, a la que estaba vinculado un indio llamado Juan Diego y la comunidad de los franciscanos de Tlaxcala, también tenía muchos paralelismos con la tradición del Tepeyac. Como en el caso de Ocotlán, la virgen de Guadalupe sería uno de los emblemas que la ciudad de México comenzaría a expandir por todo el territorio.

Portada de la historia de las apariciones de la virgen de los Remedios, de fray Luis de Cisneros (1621).

Fray Jerónimo de Alcalá y los caciques de Michoacán entregan la obra al virrey Mendoza. Primera lámina de la Relación de Michoacán (siglo xvi). Procedencia: Jerónimo de Alcalá, Relación de Michoacán, México, El Colegio de Michoacán /  Gobierno del Estado de México, 2000.

Cortés y Pizarro ofrecen sus conquistas (Nueva España y Perú) a Carlos V. Lámina del Códice Glasgow atribuida a Diego Muñoz Camargo (siglo xvi). Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

Acamapichtli, primer señor de Tenochtitlan. Códice Durán, cap. 6 (siglo xvi). Procedencia: Diego Durán, Historia de las Indias, edición de Rosa Camelo y Rubén Romero, Madrid, Banco de Santander, 1990, 2 vols.

Escudo de armas de la ciudad de Puebla. Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias occidentales (Madrid, 1649). Procedencia: Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias occidentales, edición de Edmundo O’Gorman, México, Centro de Estudios de Historia de México Condumex, 1982.

Guerrero coyote somete a un chichimeca. Pintura mural del templo de Ixmiquilpan (actual estado de Hidalgo) (ca. 1575). Procedencia: Miguel Ángel Fernández, La Jerusalén indiana, México, Cartón y Papel de México, 1992.

Los señores de Tlaxcala y su sujeción a Carlos V. Lámina inicial del Lienzo de Tlaxcala (siglo xvi). Procedencia: Carlos Martínez Marín y Josefina García Quintana, El lienzo de Tlaxcala, México, Cartón y Papel de México, 1983.

Moctezuma II. Lámina del Códice Tovar (siglo xvi). Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.

América-Nueva España ofrece su corona a la Iglesia. Cristóbal de Villalpando, detalle del lienzo Triunfo de la Iglesia, ubicado en la sacristía de la catedral de México. Procedencia: Juana Gutiérrez Haces et al., Cristóbal de Villalpando, México, Fomento Cultural Banamex / unam, iie / cnca, 1997.

Festejos durante el traslado de la virgen de Guadalupe a su nuevo santuario. Detalle. Manuel de Arellano (1709). Colección particular. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana (1750-1860), México, Museo Nacional de Arte / unam / Conaculta, 2001.

Moctezuma ante Cortés portando una máscara festiva. Anónimo (siglo xvii). Colección particular. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.

Moctezuma recibe a Cortés y a la Malinche, quien viste con el atuendo de la cacica Nueva España. Colección Jay I. Kislak. Library of Congress. Washington. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.

Escudo de armas de la ciudad de Querétaro con Santiago y la cruz.

El arcángel san Miguel somete al Demonio (atribuido a Luis Juárez). Museo Nacional de Arte. Ciudad de México. Procedencia: Mexico Splendors of Thirty Centuries, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, 1990.

Moctezuma muestra a Cortés la sala del trono de su palacio. Miguel y Juan González (1698). Museo de América. Madrid. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

Santo Tomás predica a los indios. Publicado por Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo xviii, México, 19021908, 5 vols.

Mapa de tierras y aguas del pueblo de San Andrés Ahuashuatepec (1794). Templo de San Andrés Ahuashuatepec, Tlaxcala. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

El bautizo de los señores de Tlaxcala. Anónimo (siglo xvii). Sagrario de la catedral de Nuestra Señora de la Asunción. Ex convento de San Francisco de Tlaxcala. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (16801750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

Adoración de los Reyes Magos. Isidoro de Castro. Sacristía del templo de La Soledad en Oaxaca. Procedencia: Elisa Vargas Lugo et al., Imágenes de los naturales en el arte de la Nueva España, México, Fomento Cultural Banamex / unam, iie, 2005.

La virgen de Guadalupe como intercesora en la epidemia de 1737. José de Ibarra. Grabado en el libro de Cayetano Cabrera Quintero, Escudo de armas de la ciudad de México, México, 1743. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

La virgen de Guadalupe venerada por los reinos de España y Nueva España. Anónimo (siglo xviii). Colección particular. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana (1750-1860), México, Museo Nacional de Arte / unam / Conaculta, 2001.

Triunfo de san Hipólito con las armas mexicanas y venerado por Pedro de Alvarado y Moctezuma. Anónimo (1764). Colección Franz Mayer. Ciudad de México. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

Adán y Eva en el paraíso americano. Anónimo (siglo xviii). Templo de Santa Cruz, Tlaxcala. Procedencia: Luisa Noemí Ruiz Moreno, El árbol dorado de la ciencia: procesos de figuración en Santa Cruz, Tlaxcala, Puebla, buap / Gobierno del Estado de Puebla, 2003.

El triunfo de la Iglesia americana. Anónimo (siglo xviii). Templo de San Francisco Totimehuacán, Puebla. Procedencia: Jaime Cuadriello et al., Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), México, Museo Nacional de Arte, 1999.

V. LA ERA ILUSTRADA. CULMINACIÓN Y FIN DE UNA UTOPÍA La segunda mitad del siglo xviii fue para el imperio español una era de profundos cambios. Bajo el mando de los monarcas borbones se impuso una nueva política conocida como “despotismo ilustrado”. Su misión: gobernar de manera “científica y racional” con el fin de impulsar el progreso de los pueblos, pero sin tolerar ningún tipo de intromisión de aquellas entidades corporativas que tenían hasta entonces injerencia política. La autoridad del rey se convertía entonces en la representación única de los intereses sociales dirigida hacia un “bien común” que se concebía a partir de la conservación del orden y de la subordinación absoluta al Estado. Con esta base fueron reestructuradas también las relaciones entre la metrópoli y los reinos que formaban el imperio. Tales mecanismos de control intentaban minar las bases de las autonomías regionales imponiendo un sistema uniformador, con lo cual se rompía con la tradicional política de los monarcas de la casa de Austria, cuyos fundamentos jurídicos tendían a respetar esas autonomías. Los mayores cambios se propusieron entre 1759 y 1788, durante el gobierno del rey Carlos III y de su ministro José de Gálvez, el encargado de poner en práctica tales reformas en Nueva España, como su visitador, y después en todo el orbe indiano, como ministro del Consejo de Indias. Con la ayuda de virreyes y obispos se impuso en América un sistema que buscaba concentrar el poder de decisión en la Corona aumentando la burocracia y saneando las finanzas públicas y el aparato administrativo, al mismo tiempo que se reafirmaba el dominio absoluto del rey sobre sus posesiones de ultramar. Una de las más importantes reformas fue la que reestructuró la división política del territorio con base en el sistema de intendencias implantado a partir de 1786. El nuevo régimen, impuesto en todo el imperio y copiado de Francia, tenía como finalidad optimizar la administración de los recursos, terminar con la corrupción de los alcaldes mayores y corregidores y disminuir el poder de los virreyes; con él se desarticularon los antiguos espacios políticos y se crearon otros, pero sobre todo se introdujo a una nueva burocracia peninsular procedente del ejército y la administración. En este proceso, los criollos fueron desplazados, tanto de los cargos de intendentes, como de las audiencias y de otras dependencias gubernamentales donde habían conseguido entrar en la era barroca y se colocó en ellas principalmente a elementos peninsulares aunque, paradójicamente, se les abrió también la vía de las milicias provinciales y urbanas por el mecanismo de compra de cargos. Además, con la formación de ejércitos regulares, se 343

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amplió el control de los ayuntamientos sobre sus territorios pues en ellos recayó el alistamiento y abastecimiento de los regimientos y batallones.1 El fortalecimiento del fuero y las instituciones militares que fomentaron los borbones (los nuevos instrumentos para lograr la lealtad de sus súbditos) contrasta con el ataque a los privilegios de las corporaciones eclesiásticas, sobre todo a los religiosos y a los cabildos catedralicios. Desde 1749 con Fernando VI, hasta alrededor 1770 con Carlos III, las parroquias indígenas fueron sistemáticamente arrebatadas a las órdenes mendicantes para darlas en administración al clero secular. A ello se añadió una campaña de reforma de las órdenes religiosas masculinas y femeninas llevada a cabo entre 1769 y 1780, en la cual se les quitaron muchos privilegios. La más renuente a tales cambios, la Compañía de Jesús, fue expulsada a causa de su fuerte presencia económica, de la influencia que ejercían por medio de sus centros educativos y de sus tendencias antiborbónicas. Dichas reformas también afectaron a las monjas, que entre 1774 y 1775 fueron obligadas a regresar a la vida común en refectorios y celdas, y a los cabildos catedrales, a los cuales se les limitó el manejo irrestricto que tenían de los diezmos. El “regalismo” borbónico había dejado de considerar a los organismos eclesiásticos como colaboradores de las políticas monárquicas para convertirlos en sujetos incondicionales del Estado. Junto a las reformas políticas se dieron también entre 1765 y 1796 una serie de reformas económicas que eliminaron prohibiciones al comercio interno entre los territorios americanos, se rompió con el monopolio de los andaluces y se habilitaron nuevos puertos, todo lo cual propició el auge comercial. Esto afecto sobre todo a los comerciantes del Consulado de la capital, que ejercían el monopolio mercantil en el territorio. Sus prerrogativas fueron además limitadas con la creación de nuevos consulados en Veracruz y Guadalajara en tiempos del Carlos IV (1788-l808). Al mismo tiempo, el rey y sus ministros favorecían la creación de nuevas corporaciones como la de los mineros, quienes recibieron un gran apoyo por medio de un banco de fomento y de un tribunal especial. La Corona tenía interés en aumentar la producción de plata, su principal fuente de ingresos fiscales, para lo cual redujo el precio del mercurio y, aunque con pocos resultados, fomentó la introducción de nueva tecnología minera. Pero fueron sobre todo los beneficios fiscales y los créditos del banco del Avío, junto con otros factores internos como el descubrimiento de nuevas vetas, lo que convirtió a Nueva España en el primer territorio productor mundial de plata a fines del siglo xviii. Por otro lado, el Estado concentró el monopolio en la elaboración y distribución de ciertos productos, como el del tabaco, lo que aumentó enormemente las entradas de la Real Hacienda. A pesar de sus propuestas de largo alcance, las reformas no fueron aplicadas de manera integral y su aceptación fue limitada. Por otro lado, en 1 Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, http//historiapolitica. com/datos/biblioteca/annino1.pdf, p. 20.



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contraste con la prosperidad fiscal que la Corona consiguió, sucesivas crisis económicas, iniciando por la de 1737, causadas por alteraciones climáticas, provocaron hambres, epidemias y la muerte de miles de personas. La situación no era nueva, había sido una característica del sistema económico novohispano desde el siglo xvi, pero una población en aumento y una sobreexplotación de los recursos humanos agudizaron los efectos sociales de la crisis. Los nuevos empresarios agrícolas y mineros, que aplicaron mejoras tecnológicas para acrecentar la productividad de las haciendas y las minas, impusieron también su control sobre los precios en los mercados regionales y estancaron los salarios de los peones agrícolas y mineros, mientras los precios de los artículos subían progresivamente. En las ciudades, los gremios artesanales se vieron también afectados por la nueva política que en este caso fue implementada por los ayuntamientos. Sin embargo, la abolición de los privilegios gremiales y la instauración de la libertad de producción no beneficiaron a los pequeños artesanos libres sino a los comerciantes y a los empresarios, por lo que también aumentó el descontento entre las masas urbanas. La situación empeoró aún más con la fatal política económica del ministro Manuel Godoy, que extendió a América la llamada “consolidación de vales reales”. En 1804 se exigió que el clero depositase sus capitales en las cajas reales, encargadas desde entonces del pago de intereses. Los antiguos beneficiarios del crédito de esos fondos eclesiásticos (mineros, comerciantes, comunidades indias, artesanos y propietarios y arrendadores agrícolas y terratenientes) se vieron obligados a pagar sus deudas sin dilación, lo que produjo la descapitalización del país. Esto, junto al aumento de los impuestos y a la desigualdad social, creó fuertes resentimientos en amplios sectores novohispanos. Con la política borbónica no sólo se limitaron los privilegios corporativos, las reformas económicas también afectaron muchos intereses. Al romperse la flexibilidad del régimen anterior y al imponerse un orden regido por una burocracia poco sensible a los problemas locales, se resquebrajó el pacto social entre la Corona española y la elite y sociedad novohispanas. Mientras la política económica de los borbones se dirigía a aumentar los beneficios fiscales de la Real Hacienda por medio de una explotación más racional de sus dominios (a los que pretendía convertir en verdaderas colonias), en Nueva España se acentuaba el desequilibrio en la distribución de riquezas. Terratenientes, mineros y comerciantes acumularon grandes fortunas pero la mayoría de la población no podía cubrir sus necesidades básicas, siendo los más afectados los indígenas. Esto desató constantes rebeliones dirigidas por criollos y por mestizos e indios. Los primeros argumentaban que España había roto el pacto con los reinos asociados que formaban el imperio; los indios y mestizos reaccionaron contra una explotación desmedida y una miseria que era ya insoportable. Las rebeliones propiciaron la creación de un ejército regular en 1765, formado por regimientos y tropas cuyo propósito sería mantener el orden en un territorio que se quería sumiso. Sin embargo, el descontento no pudo ser detenido por la fuerza de las armas y las

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rebeliones continuaron a todo lo largo de la segunda mitad del siglo xviii. A principios de la siguiente centuria, y tomando como pretexto la abolición del gobierno legítimo en España por la invasión de Napoleón en 1808, el descontento acumulado estalló finalmente en el movimiento insurgente de 1810. A fines del siglo xviii Nueva España era un territorio muy heterogéneo. El lejano norte estaba casi despoblado. Misiones, reales de minas y presidios eran continuamente amenazados por los ataques de yumas, apaches y comanches. El sureste, si bien densamente poblado en su mayoría por indígenas, vivía en una terrible marginalidad. La zona más desarrollada del territorio desde el punto de vista económico era el centro, sobre todo la región del Bajío, Michoacán y los valles que rodeaban la meseta del Anáhuac. Ahí la producción agropecuaria estaba controlada por numerosas haciendas que abastecían de grano a la capital y que sobrevivían gracias al crédito eclesiástico. En esta región estaban las ciudades más prósperas y las que con mayor fuerza construyeron sus identidades patrias. Sus criollos, afectados por las reformas, comenzaban a ver a los peninsulares como extranjeros que los desplazaban del gobierno y del poder político y criticaron las políticas perjudiciales para los novohispanos que llevaba a cabo la Corona. Los símbolos generados en las etapas anteriores les sirvieron para consolidar los sentimientos de orgullo local al tiempo que se iban imponiendo desde la capital los emblemas que forjarían una idea incipiente de nación. Así, junto con los discursos regionales y locales comenzaban a entremezclarse las alusiones a una realidad más amplia: la América septentrional. Las constantes referencias al “mexicano imperio”, como le llamaban algunos de los más ilustres letrados novohispanos, no era sólo un recurso retórico. Dicha conciencia respondía a una realidad que se manifestaba no sólo en la intensa comunicación que ya se había generado en el territorio como una necesidad administrativa, sino también en la existencia de vastas redes de información que permitían el intercambio de ideas y noticias entre los eruditos de las principales ciudades del virreinato, un poco a la manera de las comunidades de intelectuales que se venían formando en Europa desde el siglo xvi. La multiplicación de repúblicas literarias en las ciudades de provincia y la afluencia de sus clérigos a la capital buscando completar su formación o para ocupar puestos en cabildos catedralicios o parroquias, reforzaron esos vínculos y, junto a las visiones de un reino novohispano unificado, se afianzaron también las conciencias de identidad local. En la consolidación de esas redes tuvo un importante papel la Iglesia, cuyo perfil social e institucional estaba sufriendo profundas transformaciones en este periodo, sobre todo en el clero secular, el cual desplazaría finalmente a los regulares en el control de las parroquias de indios. A partir del impulso que se dio a la Iglesia diocesana desde mediados del siglo xvii, el proyecto de obispos y cabildos catedralicios generó las condiciones que permitieron la formación eficiente de los clérigos en seminarios y colegios, al igual que los intercambios de experiencias entre las diócesis y de la defensa



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conjunta que hicieron de sus privilegios. Con esto, y con el aumento del mecenazgo de los poderosos, se multiplicó el número de un personal eclesiástico culto, bien capacitado y con una fuerte conciencia identitaria. La más importante manifestación de esta actitud de reforma del clero secular fue la reunión del Cuarto Concilio Provincial Mexicano en 1771 en el que se trató, además del aumento numérico de los clérigos indígenas y de otros temas de orden práctico, la religiosidad popular y los problemas de la castellanización de los indios. Junto con el clero secular, un importante grupo de laicos adscritos a cargos burocráticos, relacionados con la corte virreinal, o vinculados con los cabildos urbanos, comenzaron a generar discursos y a beneficiarse de las mismas redes de información que los eclesiásticos, enriqueciendo así con su presencia a la vieja “república de las letras”. Tales redes no se reducían a la Nueva España. A partir de 1767 un sector de eruditos novohispanos, los jesuitas expulsados, vivían en Italia; ellos, y los criollos que se quedaron en su tierra, tenían contactos con letrados en la misma Nueva España, en Perú, en España y en Italia, hecho avalado por una numerosa correspondencia; los viajes de algunos de ellos al Viejo Continente les permitieron afianzar amistades y traer a su regreso un voluminoso cargamento de libros. Estos instrumentos de comunicación atravesaban el Atlántico de manera constante gracias a una creciente demanda, y a un comercio cuyo volumen hacía cada vez más difícil el control ejercido por el Tribunal del Santo Oficio. Por otro lado, el conocimiento de otras lenguas, las traducciones completas o parciales de textos extranjeros (en francés y en italiano, sobre todo) que se hacían en Nueva España y el acceso a publicaciones periódicas de carácter científico pusieron a los letrados criollos en contacto con la comunidad intelectual europea y con las nuevas perspectivas que ésta proponía, sobre todo dentro de la llamada ilustración católica, cuyos postulados no cuestionaban la fe ni los dogmas como lo hacían las posturas ilustradas más radicales. En los discursos generados a lo largo del siglo xviii podemos observar un cambio paulatino de la percepción barroca, marcada aún fuertemente por los temas religiosos, hacia la concepción ilustrada, que sin abandonar el cristianismo se interesaban también por temas laicos como los de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, ese cambio es perceptible sólo entre algunos sectores de la elite que tenían acceso a la educación ilustrada, que estaban en contacto con los séquitos que acompañaban a los virreyes y obispos peninsulares o que formaban parte de las instituciones promovidas por la monarquía borbónica, como el Jardín Botánico, el Colegio de Minería o la Academia de San Carlos. En la mayor parte del territorio predominaba una cultura de oralidad en la cual la exuberante propuesta del barroco había arraigado profundamente. En esos ámbitos los cambios propuestos por la Ilustración no tuvieron ningún efecto.

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1. De la geografía retórica a la geografía erudita Nuevo mundo Señor, se llaman las tierras descubiertas de esta América; renombre a la verdad, que en cada día puede verificarse más, y más, pues cada día se puede nuevamente descubrir más nuevo, cuanto más se atalaren sus centros, con que siendo la novedad de las cosas la que acarrea las atenciones, puede por esta causa merecer la de Vuestra Majestad este Teatro nuevo en que se presenta el papel que hace América en el Mundo, cuando puesta a los pies de Vuestra Majestad se denota sagrada ara de tan suntuosa efigie.2

Con estas palabras introducía el contador de azogues potosino José Antonio de Villaseñor y Sánchez (ca. 1700-1759) su Teatro americano, obra nacida en respuesta de una cédula real que emitió la Corona española en 1741 para solicitar información geográfica, demográfica, económica y administrativa sobre América, lo que permitiría una explotación más racional de sus recursos. El virrey conde de Fuenclara encargó a Villaseñor y al cronista mayor Juan Francisco Sahagún de Arévalo la elaboración de este informe y ellos a su vez solicitaron, por medio de un cuestionario, la información de cada región. Desde 1743 Villaseñor se quedó prácticamente a cargo del proyecto y con sus propios recursos económicos sistematizó los datos que había recibido, rellenó las lagunas y redactó un texto homogéneo. A partir de la ciudad de México, el Teatro describe por obispados (excepto el de Yucatán) la realidad territorial novohispana, incluyendo zonas menos conocidas hasta entonces como Nuevo México, California y Texas.3 El Teatro fue además el más amplio catálogo de coordenadas geográficas de muchos puntos del virreinato cuya posición o se ignoraba, o era incierta, así como detalladas descripciones locales, demarcaciones de diversa índole, ríos, poblaciones y recursos “naturales”.4 Por razón de su finalidad informativa hacia el rey, el autor quiso mostrar en la introducción a una América en donde reinaba la paz y la armonía; una región poblada por hombres amantes de las letras, no de las armas, y fieles y obedientes vasallos del rey. Pero el Teatro fue más allá de un simple texto informativo, su contenido rebasó lo que se esperaba y se convirtió en “la primera geografía regional de México elaborada en Nueva España por un mexicano de nacimiento. El texto era un verdadero extracto o balance de la realidad económica, demográfica y política del virreinato, que sirvió para crear conciencia de la auténtica dimensión del territorio”.5 2

José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Teatro americano, vol. i, Proemio. Robert C. West, “The Relaciones geográficas of Mexico and Central America, 1740-1792”, Handbook of Middle American Indians, vol. 12, p. 398. 4 Peter Gerhard, México en 1742, pp. 7-8. 5 Ramón M. Serrera, “Introducción” a José Antonio Villaseñor y Sánchez, Suplemento al Teatro americano, p. 17. 3



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Sin embargo, a pesar de haber sido impreso en dos volúmenes, la Corona impidió su difusión por “razones tácticas”, con el pretexto de que la obra contenía demasiada información que podría ser utilizada por las potencias enemigas. De hecho, muy posiblemente, en tal decisión debió pesar más la poca utilidad que tenía la obra para los intereses prácticos que buscaban las autoridades españolas y, sobre todo, el peligro que encerraba el exaltado tono apologético criollo como toma de conciencia de la potencialidad americana. Con todo, es muy sintomático que ni Perú ni Nueva Granada enviaran un informe parecido, por lo que podemos aseverar que el Teatro americano es producto de una necesidad propia de los criollos novohispanos: obtener una perspectiva de la dimensión geográfica de Nueva España como base para consolidar su identidad como reino. Además de geógrafo, Villaseñor, como buen discípulo de los jesuitas, fue matemático, astrónomo y, sobre todo, cartógrafo. A él se debe, también, la aparición de un mapa geográfico de la América septentrional,6 de otro que describía la provincia jesuítica de Nueva España y de un plano cartográfico de la ciudad de México. En este sentido, Villaseñor tenía una enorme deuda con la actividad cartográfica que desde la centuria anterior llevaban a cabo los misioneros jesuitas y que Elías Trabulse ha calificado como una verdadera “apropiación criolla del territorio novohispano”. Fue Alejandro de Humboldt (1769-1859) quien por primera vez analizó y estudió los informes y mapas geográficos elaborados por los jesuitas de Nueva España, y quien también, antes que nadie, supo valorar sus aportaciones. Su Ensayo político contiene numerosas referencias a las observaciones realizadas por los jesuitas para determinar las posiciones de la capital virreinal, Puebla, Guanajuato y de otras localidades urbanas, así como de algunos puntos de Sonora y de la península de California. Según Humboldt, fueron los jesuitas los primeros en explorar estas remotas regiones y en utilizar los datos astronómicos y topográficos que obtuvieron en mapas tan precisos como útiles. Esta magna obra cartográfica era necesaria para las labores misioneras de la orden en regiones desconocidas y retiradas, de tal forma que fueron ellos quienes por primera vez realizaron mapas precisos de zonas tales como la Alta y la Baja California, Arizona, Nuevo México, Sonora y Sinaloa, de las cuales señalaron con exactitud los aspectos hidrográficos y orográficos, así como sus misiones, pueblos y puertos. Los nombres de Consag, Neswig, Linck, Venegas y Kino deben ser recordados dentro de la historia de la cartografía mexicana por sus aportaciones. Kino elaboró, él solo, treinta y un mapas, entre los que destaca el que señala definitivamente 6 Este mapa, fechado en 1746, se encuentra en el Archivo de Indias, Mapas y planos, México, 161. Probablemente estaba destinado a servir como complemento a su Teatro, y lleva por título “Iconismo hidroterreo o mapa geográfico de la América septentrional”. En él se utiliza el “sistema” de longitudes y latitudes (desde 263º a los 289º de longitud, y de los 16º a los 34º de latitud), lo que le permitió esbozar una importante porción del “Seno Mexicano Septentrional”. Se trata de un bello mapa de grandes proporciones (48.5 x 56 cm) grabado por Francisco Silverio.

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la peninsularidad de California. Dos grandes mapas generales del virreinato fueron realizados por jesuitas, varios años antes de la expulsión: el de Ignacio Rafael Coromina y el de José Rafael Campoy. A ellos debemos añadir los trabajos cartográficos de Clavijero y de Alegre.7 Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, la labor cartográfica novohispana continuó el proceso que ellos iniciaron, aunque con otra motivación relacionada con los intereses de la administración virreinal. Uno de sus más destacados propulsores fue Miguel Costanzó, cartógrafo que trabajó al servicio de los virreyes, y a quien le fueron encomendados un considerable número de mapas y planos.8 Humboldt decía de él a principios del siglo xix que había dedicado treinta años al conocimiento geográfico de Nueva España y lo consideraba “el único oficial de ingenieros que se ha dedicado a examinar profundamente las diferencias en longitud de los puntos más lejanos de la capital”.9 El mismo Humboldt agregaba a la lista de trabajos cartográficos que había utilizado la “carta” general del virreinato elaborada en 1772 por Joaquín Velázquez de León (1732-1786).10 Este matemático, científico y polígrafo criollo, interesado en la minería y la astronomía, fue también un cartógrafo de primera magnitud. Con avanzados métodos inició una “Descripción histórica y topográfica del valle, las lagunas y ciudad de México” con miras a las obras del desagüe que el marqués de Croix quiso continuar. En ella describía la historia natural del valle (suelos, vegetación, animales, fósiles, montañas, lagos). Finalmente, junto con Antonio de León y Gama determinó con exactitud asombrosa la latitud y longitud de la ciudad de México.11

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La pericia astronómica de los padres de la Compañía en la confección de mapas geográficos se vio también en su derivación más evidente: la discusión sobre el sistema del mundo. Durante el siglo xviii existieron dentro de la provincia novohispana todas las tendencias, desde el geocentrismo más radical de los padres Cristóbal Flores o Juan Brea, defensor de las teorías aristotélico-ptolemaicas, hasta el heliocentrismo de Abad o de Guevara y Basaozábal, pasando por las tesis eclécticas de Clavijero o Alegre, adeptos al sistema de Tycho-Brahe. El mecanicismo newtoniano estuvo también representado por los jesuitas Dávila y Castro, lo que ponía a la Compañía de Jesús a la vanguardia de la modernidad científica ilustrada en la Nueva España. Elías Trabulse, “La ciencia y los jesuitas en Nueva España”, en Colegios jesuitas, pp. 73-77.  8 Entre otras, Costanzó fue autor de “Carta general del virreinato”, que lleva las adiciones de Manuel Mascaró; “Plano del puerto y nueva población de San Blas” (1768); “Mapa de las provincias internas”, levantado por orden del virrey Bucareli en 1779, y “Carta reducida del Océano Asiático o Mar del Sur” (1770), grabada por Tomas López. Juan Antonio Ortega y Medina, “Estudio preeliminar” a Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España. Véase el Anexo ii (pp. cxxx y ss.) con las fuentes cartográficas citadas por Humboldt en su obra, sobre todo en la “Introducción geográfica” que la precede.  9 Ibid., vol. i, pp. 196-197. 10 Ibid., pp. cxxxii-cccxxxvi. 11 Véase Roberto Moreno de los Arcos, Joaquín Velázquez de León y sus trabajos científicos sobre el valle de México (1773-1775). Este autor publica la Descripción de León y Gama con una introducción.



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Pero sin duda el más destacado de todos estos cartógrafos fue el clérigo nacido en el pueblo de Ozumba José Antonio de Alzate (1737-1799), uno de los constructores de la “ciencia moderna” en Nueva España, pues combinó una sólida teoría con la observación y la práctica.12 Este intelectual (astrónomo, matemático y geógrafo), profundamente comprometido con su sociedad, se interesó en divulgar la ciencia por medio de publicaciones periódicas (Diario Literario y Gaceta de Literatura), pues consideraba que el conocimiento era la base de la felicidad pública. Dentro de esa perspectiva pueden explicarse sus trabajos geográficos, los cuales partieron y desembocaron en el fomento del “amor al terruño”. De alguna manera, las concepciones sobre la naturaleza que desarrolló tuvieron motivaciones patrióticas, en particular su confrontación con las políticas económicas de la metrópoli, que veía en la naturaleza novohispana el medio para hacerse de más recursos y así aminorar sus endémicas crisis financieras. Su crítica también estaba dirigida a la “irracionalidad política”, pues continuamente se manifestó en contra de las disposiciones virreinales que afectaban las condiciones climáticas de la ciudad de México, como la desecación del lago.13 En cuanto a su labor cartográfica, este autor realizó en 1767 un “Nuevo Mapa Geográfico de la América Septentrional, divida en obispados y provincias”, que contenía ilustraciones de la flora y la fauna de la Nueva España y que fue impreso en París por la Academia de Ciencias después de muchas vicisitudes.14 Por las mismas fechas Alzate elaboraba su “Atlas del arzobispado de México” y tres años después (1772) su mayor obra: el “Plano geográfico de la mayor parte de la América septentrional española”.15 Para la elaboración de estos “planos generales”, Alzate hizo uso de varios mapas antiguos y modernos. Con gran humildad este autor consideraba que su labor era heredera de una prolongada tradición y de los conocimientos acumulados por un sinnúmero de personas a lo largo del tiempo. En su obra daba un gran crédito a los trabajos de Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio cuya fama en el siglo xviii fue notable entre los científicos novohispanos. También reconoció los méritos y la utilidad de los mapas realizados por sus contemporáneos, Miguel Costanzó y Joaquín Velázquez de León.16 Respecto a la recopilación de materiales, Alzate consideraba de mayor utilidad los informes de los párrocos que aquellos que daban los alcaldes mayores. “No hay cura que pueda ignorar que rumbo, a que distancia estén 12

Alberto Saladino, El sabio José Antonio Alzate, pp. 50 y ss. Alzate criticó acremente a los astrólogos por sus pronósticos seudocientíficos que anunciaban catástrofes, calamidades y enfermedades. Como astrónomo realizó abundantes observaciones del paso de Mercurio sobre el disco del sol y el eclipse de 1769. 13 Ibid., p. 59. 14 José Antonio Alzate, Gacetas de Literatura de México, vol. iii, pp. 59-60. 15 Este mapa representa una división del reino en obispados. Parte de este mapa se encuentra en la Bancroft Library. 16 J. A. Alzate, op. cit., vol. iv, p. 129.

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los lugares de su curato, como también las corrientes de los ríos, direcciones de las montañas y demás cosas dignas de atención de su curato. Tampoco pueden ignorar cuáles son los curatos colindantes con el suyo. Y todo esto ¿no puede dibujarlo y describirlo en una cuartilla de papel y con demasiada facilidad? Pues asentemos que en la Nueva España haya mil curatos; entonces con una resma de papel bien empleada a costa de un cortísimo y sencillo trabajo, veríamos la geografía en un excelente estado; y los que se dedicasen a unir en ese cuerpo a aquellas partes lo ejecutarían muy pronto”. El tema lo lleva a cuestionar los informes de “personas empleadas en el gobierno político de la provincia”, que fueron los que utilizó Villaseñor en su Teatro. “Este medio —asegura Alzate—, aunque bueno, es muy inferior al que propongo, pues a más de la demasiada extensión que comprende cada alcaldía mayor o provincia respecto de un territorio parroquial, los gobernadores o alcaldes mayores no frecuentan tan a menudo su jurisdicción como el cura la suya, pues la precisión lo lleva a menudo aun al más despreciable arrabal. A más de que un alcalde mayor, por razón de que así lo establecen las leyes, poco tiempo reside en un mismo territorio, y por consiguiente no puede tener aquella instrucción topográfica que poseen los curas”.17 A fines del siglo xviii fue notable también la labor de Carlos de Urrutia (1750-1825), igualmente exaltada por Humboldt.18 Éste era un funcionario cubano, intendente de Veracruz, que elaboró un “Plano geográfico de la mayor parte del virreinato de Nueva España” realizado en 1793 y considerado como uno de los más importantes mapas del siglo xviii.19 Siguiendo lo estipulado por la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, el mapa sirvió para determinar geográficamente los límites de las intendencias y las posiciones de las principales ciudades del virreinato. El plano formaba parte de la Noticia geográfica del reyno de Nueva España, texto estadístico y demográfico realizado por Urrutia a petición del segundo conde de Revillagigedo.20 Para elaborarlo, Urrutia utilizó los datos que le proporcionaron varios funcionarios encargados de formar el padrón de 1791. También reconoció haberse servido de los mapas del “Seno mexicano” realizados por Corral y Aranda y por pilotos de la flota de Antonio de Ulloa. Utilizó las observaciones de Velázquez de 17

Ibid., vol. iv, pp. 127 y ss. Alejandro de Humboldt, Ensayo político…, vol. i, p. 198. 19 La demarcación de las intendencias fue el antecedente inmediato de las divisiones políticas del periodo independiente. Edmundo O’ Gorman, Historia de las divisiones territoriales de México, p. 25. 20 Este precioso mapa policromo comprende de los 15º a los 25º de longitud y de los 271º a los 286º de longitud: marca con detalle ríos, montañas, ciudades y pueblos. Su toponimia es abundante y tiene la minuciosidad de señalar trescientos doce sitios de minas, la división de intendencias y los caminos que cruzaban el virreinato en todas direcciones. Noticia geográfica del reyno de la Nueva España y estado de su población, agricultura, artes y comercio (1793), (Ms). Una copia incompleta de este Ms. datada en 1794 se encuentra en bnm, Cedularios, 1402, ff 206296, y fue publicado por Enrique Florescano e Isabel Gil, Descripciones económicas generales de Nueva España, 1784-1817, pp. 68-127. 18



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León, rectificadas por Costanzó para fijar las coordenadas de la ciudad de México; las de Vicente Doz, para las de Veracruz, y las de Alejandro Malaspina, para las de Acapulco. A principios del siglo xix, el oratoriano José Antonio Pichardo, anticuario y erudito, emprendió una de las obras geográficas de mayor envergadura de esa centuria. Comisionado por la Corona para que estudiase los límites de Luisiana y Texas, redactó un informe —que se conserva manuscrito— de más de tres mil páginas, que entregó al virrey en 1812. Ahí documentaba el desarrollo histórico de ambos territorios.21 En 1811 dibujó un mapa que lleva por título “Nuevo México y tierras adyacentes”, que ampliaba los datos conseguidos por Nicolás Lafora en su “Carta de las provincias internas de Nueva España”. La obra de Pichardo es un epítome cartográfico de los territorios norteños, que décadas después de consumada la Independencia serían objeto de disputas y guerras entre la nueva nación y su vecino del norte. José Pichardo fue también importante por la colección de mapas que poseía, entre ellos los de Alzate y Velázquez de León, mismos que facilitó a quien se convertiría en el sistematizador de todos esos conocimientos: Alejandro de Humboldt. Desde su llegada a Nueva España en 1803 el erudito germano realizó innumerables observaciones astronómicas y geográficas; con ello y con los valiosos informes que le proporcionaron sus colegas novohispanos escribió su Ensayo político (1811), delineó su “Carta general de la Nueva España” y su “Atlas geográfico y físico de la Nueva España (1811).22 Sus obras nos permiten aquilatar el amplio cúmulo de información geográfica, cartográfica y astronómica con la que contaba Nueva España a principios del siglo xix y que había sido obra de varias generaciones de eruditos. La virtud de Humboldt consistió en recopilar y sistematizar esa información que se hallaba dispersa y en confirmar la percepción que tenían las “elites mexicanas” sobre las potencialidades de su “patria”, dándoles el aval de la autoridad europea. Gracias a personajes como Villaseñor, Velázquez de León y Alzate este término comenzaba a definir no sólo el terruño donde se había nacido sino toda la América septentrional. En sus obras, a diferencia de la del sabio alemán, aparecía una de las motivaciones más importantes que habían inspirado la cartografía novohispana durante una centuria: el amor por una tierra pródiga y fértil y el orgullo por vivir en ella. Alzate lo resumió mejor que nadie con estas palabras sobre el benigno ambiente del valle de México: “Confesemos, somos de los más felices hom21 Se conserva en agnm, Historia, vols. 534-538. Fue publicado en traducción inglesa por Charles Wilson Hackett, Pichardo’s Treatise on the Limits of Louisiana and Texas, Austin, University of Texas Press, 1931. 22 Según su Tableau de positions geograpiques de Rayaume de la Nouvelle Espagne, determine per des observations astronomiques, de las ciento cuarenta y dos posiciones consignadas, treinta y seis son de su completa autoría, y ciento seis de los científicos novohispanos, de entre quienes destacan Ferrer, Velázquez de León, Rivera, Doz, Cevallos, Herrera, Malaspina y Lafora. J. A. Ortega y Medina, “Estudio preeliminar” a A. de Humboldt, op. cit., pp. cxxxii-cxxxv.

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bres que pueblan la tierra, porque vivimos en un país tan delicioso disfrutando grandes comodidades y patrocinados y resguardados con el fuerte apoyo de las leyes”.23 2. Las percepciones de una sociedad plural Ésta [la sociedad novohispana] se compone de diferentes castas que han procreado los enlaces del español, indio y negro: pero confundiendo de tal suerte su primer origen que ya no hay voces para explicar y distinguir estas clases de gentes que hacen el mayor número de habitantes del reino. Degenerando siempre en sus alianzas, son correspondientes sus inclinaciones viciosas, miran con entrañable aborrecimiento la casta noble del español y con aversión y menosprecio al indio. No se acomodan a las honradas costumbres de aquél ni a las humildes y algo laboriosas de éste, y a la verdad, pudieran bien compararse las castas infestas de Nueva España [coyote, lobo, tente en el aire, saltaatrás] a las de los verdaderos o supuestos gitanos de la antigua.24

Junto a la apropiación del espacio físico que implicó la cartografía se dio en Nueva España una toma de conciencia del espacio social. La mayoría de los testimonios escritos corresponden a la ciudad de México y en ellos esa percepción fue casi siempre negativa, como lo muestra la cita del epígrafe sacada de Hipólito Villarroel, un abogado peninsular cuya quisquillosa pluma culpaba a la plebe “incivilizada, desidiosa y llena de vicios” de todos los desordenes que padecía la ciudad. En su obra, Las enfermedades políticas, escrita en 1785, dejó una pintura en la que sólo se resaltaba el latrocinio, la ilegalidad y la falta de todo respeto por la autoridad. En la perspectiva de Villarroel, América era un continente donde reinaba la corrupción y la única utilidad que tenía era la de ser una fuente de riqueza para la Corona española. Con un espíritu pragmático, quería acabar con lo que consideraba lacras: el vicio, la incivilidad, la delincuencia, la insalubridad y la contaminación (incluso aquella auditiva ocasionada por el agobiante tocar de las campanas). Sus soluciones para mejorar la situación de la plaza mayor y de toda la ciudad eran brutales, como sacar familias enteras para limpiar la urbe de vagabundos o enviar a los muchachos desocupados a servir a las galeras, trabajos forzados con los que se castigaba sólo a los delincuentes y que traían consigo una muerte prematura.25 Tres años después, en 1788, otro funcionario de la Corona (un autor anónimo al que se ha identificado con Baltasar Ladrón de Guevara) escribía, en 23

J. A. Alzate, op. cit., vol. ii, p. 311. Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, p. 213. 25 Ibid., pp. 192 y ss. 24



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un tono menos visceral y mucho más práctico y tolerante, sobre los problemas urbanos en un tratado llamado Discurso sobre la policía de México, obra que no se dio a la prensa sino hasta el siglo xx. El autor al que se ha atribuido este texto era oidor, asesor general y regente y, por tanto, conocedor en la práctica de lo que se podía hacer y de lo que no. Uno de los aspectos más interesantes de esta obra fue su cálculo de lo que producía el arrendamiento de los puestos y cajones de la plaza mayor pues esa podía ser una importante fuente de ingresos para el fisco.26 El tercer autor que presenta una visión crítica de la ciudad es el librero Francisco de Sedano, quien ha dejado en sus Noticias de México (escrito en la década de 1790 pero impreso hasta 1880) una muy vívida descripción donde se resaltaba la suciedad en la que se vivía en el mercado. En ella podemos oler los miasmas y excrementos, ver a las marchantas lavando sus ollas y comales, y aun los pañales de sus niños, en la pila del agua potable y oír la caída de algún parroquiano resbalado en la lama jabonosa dejada por quienes lavaban su ropa en la misma fuente.27 La obra de Sedano está enmarcada en las nuevas concepciones que la Ilustración tenía sobre la enfermedad, la pestilencia y la suciedad. Durante el siglo xviii, las nuevas teorías sobre la circulación de la sangre modificaron la forma de ver el mundo urbano, y la movilización del aire y del agua fue considerada una necesidad ineludible para evitar las epidemias. Con estas ideas comenzaron a hacerse intentos por eliminar la basura y los focos de infección y putrefacción. Para ello fueron cubiertas algunas de las acequias, se intentó alejar las tocinerías y rastros del centro urbano hacia la periferia, poner en práctica un sistema de tiraderos y drenajes y de acarreo de basuras y excrementos fuera de las ciudades, así como crear cementerios municipales fuera de los templos, donde tradicionalmente se enterraba a la gente.28 En la ciudad de México fue en la época del conde de Fuenclara, a mediados del siglo xviii, que se pudieron iniciar algunas de esas reformas, que se concluyeron en tiempos del segundo conde de Revillagigedo, quien, entre otras cosas, introdujo el alumbrado público para disminuir la inseguridad que se iba incrementando año con año. En lo que coinciden todos estos autores es en la percepción cortesana de una sociedad plebeya muy mestizada en la que convivían los diversos grupos étnicos; una sociedad que hacía patente la inutilidad de las leyes que separaban a la población en dos repúblicas y que ponían cortapisas a las uniones entre gente de diferente color de piel. En efecto, a la mezcla de sangres entre españoles e indígenas que se dio desde los primeros días de la conquista, se agregó muy pronto la presencia de esclavos africanos y asiáticos, lo que forjó una sociedad cada vez más plural y compleja; en ella, sin embargo, el paradig26 Véase Baltasar Ladrón de Guevara, Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México. Fines de la Colonia, pp. 61 y ss. 27 Francisco de Sedano, Noticias de México, vol. ii, p. 88. 28 Marcela Dávalos, De basuras, inmundicias y movimiento, o de cómo se limpiaba la ciudad de México a finales del siglo xviii, pp. 31 y ss.

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ma social se seguía definiendo en los términos occidentales y, a partir de ellos, en sus imágenes se continuaban estableciendo exclusiones e inclusiones. En el siglo xviii hizo su aparición en Nueva España un género pictórico que mostró esa diversidad y esas definiciones: los cuadros de castas. En ellos se describen (por lo común) dieciséis escenas, con grupos de familias nucleares, con sus actividades laborales y con sus objetos, alimentos, plantas y animales, identificados todos por medio de leyendas. Esta pintura nació bajo las condiciones de un mercado europeo de coleccionismo, cuya curiosidad demandaba escenas exóticas, recurriendo a recetas europeas para representar los tipos físicos y las relaciones sociales (por ejemplo, el esquema de familia nuclear a menudo inexistente entre los grupos marginados novohispanos); pero sin duda en ellos también quedaron plasmados muchos aspectos de la realidad social que sus autores contemplaban diariamente. En las primeras series pintadas durante las décadas iniciales del siglo xviii, se puso un énfasis especial en el lujo cortesano. Realizadas por encargo de virreyes y obispos para llevarlas a España, estas pinturas tenían la intención de mostrar la opulencia del virreinato y la nobleza de sus estamentos privilegiados. Esto se puede observar en los cuadros de Manuel de Arellano y de Juan Rodríguez Juárez, pintores que representaron por primera vez a grupos familiares con diferentes combinaciones raciales, lujosamente ataviados con joyas y ricas telas sobre fondos neutros. Aunque no se reprodujera un hecho común (pues a veces aparecían matrimonios entre nobles criollos e indias o mulatos y españolas), con estas obras se trataba de exportar la imagen de un virreinato pleno de riqueza, para contrarrestar los prejuicios europeos sobre América. Desde estas fechas también comenzaron a representarse dos escenas relacionadas con la vida cotidiana indígena: el desposorio y el entierro. En ambas se mostraba el sentido festivo de los nativos, pero también el arraigo que el cristianismo tenía entre ellos y con esto su civilidad.29 Aunque difundir esa imagen favorable del virreinato siguió estando en la mira de los pintores a lo largo de la centuria, a partir de 1760 el espectro social representado se amplió y junto al lujo nobiliario también se plasmó la miseria de la plebe. En una serie firmada por Miguel Cabrera (1763), las primeras ocho pinturas, donde el dominante racial es el español, muestran a los personajes con atuendos lujosos y dos de ellos en actividades relacionadas con el comercio. En el resto, donde los componentes predominantes son el indio y el negro, los oficios modestos y los vestidos raídos son los elementos comunes. En todos los cuadros de esta segunda época se agregaron a las escenas, además, paisajes paradisiacos, frutas, animales y objetos de la tierra, elementos que satisfacían las exigencias europeas de exotismo, pero que también eran muestra del orgullo criollo por los recursos naturales de América. En algunas series de esta etapa, las peleas familiares son parte de la ac29 Ilona Katzew, La pintura de castas. Representaciones raciales en el México del siglo xviii, pp. 70 y ss.



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ción, y en varias de ellas son las personas de sangre negra (a las que por el estigma de la esclavitud se les daban cargas de atavismo y degeneración) las que son mostradas como más proclives a la violencia. En uno de estos ejemplos (el del cuadro llamado De español y negra nace mulata) la pelea se desarrolla entre un oficial del ejército español (de los llamados “blanquillos” del segundo regimiento de América) y una negra criolla que parece ser la dueña del merendero que sirve de escenario a la acción. Además de la violencia intrafamiliar, de la que hay numerosas constancias en los archivos judiciales, lo que se deja notar en éste y otros muchos cuadros del género es el abundante número de mujeres independientes, administradoras de un negocio propio y sustentadoras de la economía familiar. A pesar de esas muestras de violencia, las actitudes negativas no son comunes en los cuadros de castas. Por lo general la visión que ofrecen es de gente trabajadora, cuya diversión siempre se da de manera moderada, incluso en aquellos espacios (frecuentemente representados) donde se departe alrededor de una batea de pulque. Estas visiones idealizadas son un reflejo de la perspectiva ilustrada que consideraba el trabajo como la principal fuente de armonía y felicidad, y la diversión, con moderación, como un complemento de la vida apacible. Ese ambiente de agradable bienestar es el que nos muestra el cuadro De mulato y española sale morisco, en el que el tema central es el juego de cartas amenizado por la ingestión de chocolate en un jardín paradisiaco. En él se muestra el ámbito doméstico como un espacio de convivencia y de intercambio entre las etnias. Sorprende además la presencia, constante en muchos cuadros, de un hombre de color que desposó a una mujer blanca, cuando lo constante era la relación inversa. La imagen de la dama negra ataviada con vistoso atuendo (¿la suegra?) es otro elemento que nos habla de la fuerte comunicación interracial que se dio en el ámbito doméstico donde las tradiciones culinarias, mágicas, lingüísticas y narrativas de cuatro continentes se entrecruzaban e interactuaban. El otro ámbito de convivencia reflejado en los cuadros fue el laboral. Las actividades más comúnmente representadas fueron las del zapatero, el carpintero y la hilandera, pero también hay algunos con muestras de trabajos agrícolas o de pastoreo. En uno que se titula De negro e india nace lobo está representado un ambiente poco común en la pintura virreinal: una hacienda y trapiche de azúcar. En él queda de manifiesto la extendida presencia de africanos en estas empresas hasta el siglo xviii y su pronta asimilación al ámbito indígena por la falta de mujeres de su etnia. La imagen del negro en la sociedad virreinal había sufrido para entonces muchos cambios; de ser seres rebeldes y peligrosos asociados a menudo con el Demonio en el siglo xvi se fueron transformando en personajes del folclor urbano, como aparecen en algunas obras de sor Juana y en estas representaciones del siglo xviii. En los cuadros de castas sucedió un cambio similar con la imagen del indio, el cual, de ser una figura emblemática o histórica, pasó a convertirse

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en un “tipo popular” más. A la par que se representó al indio “civilizado” y urbano, es muy significativo que varias series de castas terminaran con una pareja de “salvajes” chichimecas o apaches, el grupo más marginal de la jerarquía virreinal, habitante de las fronteras y pagano. Su presencia no sólo marcaba el contraste entre civilización y barbarie, era también muestra del reto que aún tenía el virreinato para insertar a estos hombres a la vida civil y a la fe cristiana. En estas pinturas podemos observar dos estrategias de representación social. Por un lado su misión consistía en imponer orden en una sociedad confusa y subrayar la preeminencia de los grupos blancos (españoles) sobre los demás, de ahí que ellos sean los que inicien las series. Ilona Katzew señala a este respecto: “El despliegue de la idea de la familia servía para naturalizar la jerarquía generalizada que se representaba en las pinturas de castas. Puesto que la subordinación de la mujer al hombre y del hijo a la madre se consideraba como natural, otras formas de jerarquía social podían representarse en términos familiares para patentizar que las diferencias sociales eran categorías naturales”.30 Insistir en la jerarquización era un medio de garantizar la subsistencia de un sistema en el que las rupturas se hacían cada vez mayores. Además de la jerarquía, en los cuadros de castas la principal estrategia de representación insistía en que la estratificación de la sociedad estaba determinada por la “casta”, clasificada en una taxonomía aparentemente rigurosa. Sin embargo, en el vestido, en las actitudes y en los ambientes domésticos y laborales se nos muestra una realidad muy distinta y lejana al de la rigidez racial. De hecho, la expansión económica del siglo xviii había permitido el ascenso social de muchos grupos de color, que comenzaban a ingresar incluso en el sacerdocio. Ya desde la centuria anterior el término social de diferenciación utilizado comúnmente no era el étnico, sino otro que se relacionaba con la representación externa: la calidad de la persona. Tal apelativo tenía que ver con el oficio, la legitimidad de nacimiento, la manera de vestir, la pertenencia a corporaciones y cofradías de prestigio.31 Asimismo, existía una gran permeabilidad que permitía transitar fácilmente de una etnia a otra. De hecho un elevado número de mestizos “biológicos” se consideraban a sí mismos “españoles”, pues ocupaban cargos en algunas de las instituciones virreinales civiles o eclesiásticas o desempeñaban oficios prestigiosos como el de pintor, por lo cual eran considerados por la sociedad dentro de esta calidad. Además, estaba la vestimenta, una buena forma de cambiar de estatus en una sociedad estamental y jerarquizada en la que cada sector debía usar un tipo de ropa específico para marcar la diferencia entre el noble y el plebeyo. Un franciscano declaraba en 1693: “porque en ponién30 I. Katzew, “La pintura de castas. Identidad y estratificación social en la Nueva España”, en New World Orders. Casta Painting and Colonial Latin America, p. 110. 31 Pilar Gonzalbo Aizpuru, Familia y orden colonial, p. 14.



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dose el indio capotes, zapatos y medias y criando melena, se hace mestizo y a pocos días español libre del tributo, enemigo de Dios, de su iglesia y de su rey”.32 La necesidad de normar la forma de vestir como un medio para imponer límites sociales sólo era prueba de lo común de tales transgresiones. Mestizos y mulatos habían asimilado las exigencias de representación de la sociedad cortesana criolla y la utilizaban para blanquearse. De hecho, en el siglo xviii este proceso de “volverse español” fue cada vez más común (se puede observar, por ejemplo, en los registros de las actas bautismales de las parroquias urbanas) y se explica a partir de la nueva política implementada por los borbones de homologación de todos los súbditos de la Corona, incluidos los americanos, bajo el apelativo de “nación española”. Por otro lado, para gente de tan diversa calidad como eran los mestizos, los mulatos y los africanos, cuyo único distintivo era compartir un color de piel más o menos oscuro, era imposible reconocerse a sí mismos como un grupo cultural con identidad propia. Aunque entre ellos existiera una espesa red de relaciones sociales, de vínculos clientelares y de mecanismos de solidaridad, no poseían un sentimiento de grupo, ni una norma social u oficial que los diferenciase, ni símbolos o instituciones que les dieran sentido de comunidad, ni una elite intelectual que los construyese. Mientras que los indios tenían sus lenguas, sus propiedades y sus instituciones comunales regidas por una “nobleza” y los criollos sus símbolos de identidad cortesanos y su historia inventada, lo cual les permitía forjar una conciencia propia, los mestizos, mulatos y africanos no poseían modelo alguno para autodefinirse. Hablaban castellano, la mayoría dependía de los españoles y de los criollos, cuyo patrón definía sus normas de vida, por lo cual ser considerado “español” era su mejor opción de ascenso social. Ciertamente en los estratos más modestos estos sectores habían desarrollado muchos mecanismos de resistencia, manipulando la legalidad que a veces trataba a todos los súbditos por igual y a veces hacía distinciones jurídicas a partir de su legitimidad de nacimiento o condición de plebe, pero sus esfuerzos no sobrepasaron la línea de la supervivencia. En los documentos se denominaba a los mestizos “gente vil y despreciable” y se les culpaba de pervertir a los indios con sus vicios y con su rebeldía. Se les asociaba con la ilegitimidad de nacimiento, por lo que se les excluía de algunos oficios y dignidades, siendo morales los términos de esa exclusión. En una serie de cuadros del pintor zacatecano Juan Gabriel de Ovalle sobre la pasión de Cristo, los personajes negativos son pintados con el color de la piel oscuro, mientras los “buenos” son los blancos con rasgos españoles. Al igual que sucedía con el indígena, la exclusión aquí es la tónica que rige la representación. Esa misma actitud se puede observar en el teólogo Andrés Arze y Miranda, que en 1746 enviaba a José de Eguiara una carta señalando que los cuadros de cas32 Fray José de la Barrera, cura franciscano de Santa María, en E. O’Gorman (ed.), “Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, Boletín del Archivo General de la Nación, vol. ix, núm. 1, p. 20.

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tas exportaban a España la imagen de una América demasiado mestiza (“que todos somos mezclados, o como decimos champurros”), causa por la que las obras de los ilustrados criollos eran consideradas inferiores en Europa.33 A pesar de que la diversidad étnica novohispana formaba parte del paisaje social y debía ser considerada como un tema de la especificidad novohispana, los criollos intentaron a toda costa desvincularse de ella. El mestizaje era una realidad ineludible y se podía mostrar dentro de los cuadros de castas como una parte de la riqueza y variedad del territorio, pero no era un timbre de orgullo para incluirlo dentro del aparato de representaciones patrias. Esta actitud partía de los prejuicios nobiliarios que no veían en la plebe ningún valor. A principios del siglo xix, durante la Independencia, fray Servando Teresa de Mier (1763-1827) exigía la abolición de “las distinciones quimérico-colóricas”, pues eran perjudiciales para la unidad nacional. Su creación había sido propiciada por la premisa “divide y vencerás” y para mantener la condición servil de las castas y prevenir sublevaciones. Sin embargo, detrás de este discurso “igualitario” se encontraba todavía el temor criollo de que los extranjeros vieran a México como un territorio de negros y mestizos, sin ningún rasgo de civilización occidental.34 3. Entre los santos y los sabios. La nueva hagiografía y la biografía de los letrados

Si cada uno de los individuos de la sociedad se aplicase a ilustrar su Patria, aunque fuera con la mitad del celo, talento y erudición que ha concedido Dios al bachiller don Josef María Zelaa, hijo de la ciudad de Querétaro, las virtudes de los buenos tendrían el debido elogio en la posteridad, y éste estimularía a los vivos para la imitación de aquellas: se multiplicarían por consecuencia las acciones benéficas y laudables, y la república sería feliz. También se lograría con facilidad una historia completa, exacta y verídica de un reino y de una nación entera, sacada de las particulares escritas, por los hijos de cada ciudad y pueblo. El bachiller Zelaa es por tanto digno del reconocimiento, de su patria Querétaro, por haber publicado los monumentos y noticias que dan gloria a esta ciudad, y digno también del agradecimiento de todo el reino.35

Esto escribía en 1802 Mariano Beristáin y Souza (1756-1817) en el prólogo a la obra Las glorias de Querétaro de José María Zelaa. De acuerdo con la nueva visión de hombre que la Ilustración había introducido, para el sabio criollo la imitación de los próceres era una parte fundamental de la educa33 Efraín Castro Morales, Las primeras bibliografías regionales hispanoamericanas: Eguiara y sus corresponsales, pp. 30 y ss. 34 I. Katzew, La pintura de castas…, p. 204. 35 Parecer de José Mariano Beristáin, 10 de abril de 1810, en Josef María Zelaa e Hidalgo, Adiciones al libro Las glorias de Querétaro.



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ción que llevaría a los jóvenes a hacer benemérita a su patria (en este caso Querétaro). Ahora los modelos ofrecidos ya no eran sólo los santos y sus virtudes; de acuerdo con un tópico que venía desde el Renacimiento, las armas y las letras también podían ser carreras apetecibles para alcanzar honores y para honrar a la patria: “Es en fin un elogio de la piedad y de la literatura de los más célebres hijos de Querétaro, capaz de estimular a los jóvenes estudiantes, y a todo género de personas, a hacerse por una carrera brillante, o de virtudes, o de armas, o de ciencias, dignos de ocupar un lugar distinguido entre los hombres beneméritos de su patria, porque la ilustraron”.36 Mariano Beristáin era, él mismo, un ejemplo de estas nuevas vocaciones dedicadas a “las ciencias”. Nacido en Puebla, educado con los jesuitas y egresado del seminario palafoxiano y de la Universidad de México, este eclesiástico protegido del obispo Fabián y Fuero completó sus estudios en las universidades de Valencia y Valladolid en España. Finalmente consiguió una canonjía en la catedral de México, donde llegó a ser arcedeán.37 Desde sus tempranos estudios mostró una clara inclinación por las humanidades y una vez obtenida una posición privilegiada escribió una obra monumental, la Biblioteca hispanoamericana septentrional, fuertemente influida por la visión enciclopédica ilustrada y por el modelo de los diccionarios que estaban teniendo un fuerte auge en Europa, auspiciado por un mercado que las casas editoriales supieron aprovechar muy bien. En su obra, según el mismo Beristáin lo expresa, “se daba razón del nombre, patria, año de nacimiento y fallecimiento, empleos y méritos literarios de más de tres mil autores, de los títulos de sus escritos, año y lugar de la impresión, extendiéndose más o menos su respectivo elogio, según el mayor o menor mérito de cada uno”. Su finalidad fundamental era contrarrestar las afirmaciones calumniosas de algunos autores europeos contra España sobre el “estado de barbarie” en que mantenía a sus posesiones de ultramar. La utilidad de la obra, sin embargo, también beneficiaba a los españoles, pues les mostraba “los frutos de su liberal e ilustrado gobierno en la América”, y a los mismos americanos les presentaba “la historia de su literatura y de sus sabios”.38 La cultura católica era la matriz común que compartían todos los territorios del imperio y Nueva España podía aportar muchas cosas valiosas a esa matriz.39 Sin embargo, su principal función era la defensa de la actuación de España en América, actitud que también se dirigía a los que estaban descontentos con el dominio español y que aspiraban a separarse de la me36 Véase Joseph Mariano Beristáin, “Parecer” a la obra de Josef María Zelaa e Hidalgo, Las glorias de Querétaro. 37 Ernesto de la Torre Villar, “El bibliógrafo José Mariano Beristáin y Souza (1756-1817)”, Tempos. Revista de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, núm. 2, pp. 83-113. 38 Véase José Mariano Beristáin y Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional. 39 Alfredo Ávila, “La crisis del patriotismo criollo: el discurso eclesiástico de José Mariano Beristáin”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, pp. 205-221.

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trópoli. Beristáin escribía su obra en 1810, por lo que también iba encauzada contra aquellos criollos que se habían hecho corifeos de las calumnias extranjeras contra España y que se rebelaban contra “una nación grande y generosa, a quien deben la sangre, la lengua, la educación, las artes, las ciencias, la prosperidad y la abundancia que gozaban”. Beristáin estaba situado en una época marcada por la división y la ruptura, pero la tradición de la cual se declaraba heredero había nacido medio siglo antes con otra visión muy distinta, de la que sin embargo el mismo Beristáin se había beneficiado. Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763), también canónigo de la catedral de México y miembro de la congregación del Oratorio de San Felipe Neri, había iniciado una monumental Bibliotheca mexicana escrita en latín y que quedó inconclusa, con premisas radicalmente distintas a las de Beristáin. A diferencia de éste, que consideraba que toda la labor cultural producida en América se le debía a España y que su desarrollo era sólo parte de la hispanidad, para Eguiara eran los mexicanos los que habían conseguido a través del tiempo forjar una gloriosa civilización en la que se combinaba lo prehispánico con lo hispánico. Siguiendo los modelos de las “Bibliotecas” de Antonio de León Pinelo y de Nicolás Antonio, la obra estaba escrita en latín para darle un alcance universal, y pretendía exponer una visión sistematizada de la producción literaria y científica de Nueva España (y no sólo de la ciudad de México) por medio de sus autores y escritos y a partir de una labor de investigación en los archivos y bibliotecas conventuales y en el archivo de la universidad (donde consultó la crónica de Plaza y Jaén), además de una red de corresponsales que le enviaron información desde Puebla, Guadalajara, Guatemala, Oaxaca, Zacatecas y otras localidades.40 Aunque el término “América mexicana” utilizado por él no era algo novedoso, pues ya había aparecido en algunos mapas europeos desde el siglo xvi,41 Eguiara fue uno de los primeros en plasmar algo que para los criollos del siglo xviii comenzaba a tener un nuevo sentido: concebir a la Nueva España como un territorio uniformado bajo el patronímico común de “mexicano”. Según sus propias palabras, en su tiempo estaba ya muy extendido designar “a toda la región con ese calificativo tomado del nombre de su más famosa y principal ciudad”.42 40

Agustín Millares Carlo, Don Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763) y su Bibliotheca mexicana, pp. 31 y ss.; E. Castro Morales, op. cit., pp. 4 y ss. Este autor menciona la correspondencia y los informes enviados a Eguiara por Diego Bermúdez de Castro, Andrés de Arce y Miranda, fray Antonio de Arochena, fray Juan González de Afonseca y fray José de Arlegui, entre otros. 41 Véase al respecto Allan Musset y Carmen Val Julián, “De la Nueva España a México. Nacimiento de una geopolítica”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xix, núm. 75, pp. 111-140. Estos autores señalan que Francia fue el primer país en el que se usó el término Mexique para definir a todo el territorio de la Nueva España, antes que los mismos criollos lo utilizaran. 42 Juan José de Eguiara y Eguren, Prólogos a la Bibliotheca mexicana, pp. 206 y ss.



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Para llevar a cabo su empresa, Eguiara adquirió en España una imprenta que se convirtió en un importante instrumento difusor de textos sobre el guadalupanismo y la santidad criollos. Sin embargo, de su Bibliotheca sólo se publicó un volumen (México, 1755) en esta imprenta, buena parte de él dedicado a atacar las afirmaciones calumniosas de Manuel Martí sobre la cultura novohispana, pues conminaban a sus discípulos a no pasar a América sino a Roma para completar sus estudios, ya que en las Indias no había ni bibliotecas ni autores de nota. Para “vindicar la injuria tan tremenda” de quien calificó a su patria de desierto de libros, de maestros y de escuelas, Eguiara dedicará sus esfuerzos a demostrar la precocidad, ingenio y amor a las letras de los americanos, el gran número de sus colegios y bibliotecas y la enorme cantidad de sus letrados.43 Contra la opinión de que los americanos decaían en el uso de sus facultades a temprana edad, el autor criollo hace una larga enumeración de aquellos sabios que continuaron su labor intelectual después de los sesenta años. En los “prólogos” a su obra, Eguiara enfatizó la inhabilidad de algunos extranjeros para comprender América, pero también recogió numerosas citas de aquellos que reconocieron la grandeza de sus ingenios. Esta recopilación panegírica, que utilizó fuentes indígenas y españolas, nació de la convicción de que las obras escritas por los novohispanos contenían una enseñanza profunda y eran parte de una herencia común. Aunque inmersa todavía en la visión barroca, sus biografiados no estaban incluidos aquí por su santidad sino por su sabiduría. La Bibliotheca de Eguiara exaltaba la belleza y fertilidad de la tierra mexicana y la habilidad, ingenio e inteligencia de sus habitantes por medio de una gran erudición, lo que es una novedad que iba más allá de la simple exaltación retórica de la era barroca. El criollo Eguiara se sentía orgulloso heredero de dos imperios gloriosos: el hispánico y el tenochca, y por ello incluyó en sus introducciones, como veremos, a personajes del mundo anterior a la conquista. A Eguiara debemos la construcción para el orgullo patrio de las dos figuras más señeras del siglo xvii: Carlos de Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz. Sobre el primero nos dice: Y a estas dotes del espíritu añadió el cultivo de la crítica y de la historia y su erudición en las matemáticas disciplinas, por las que llegó a ser muy apreciado en mucho por los más célebres maestros europeos de su época... atareado en descubrir las antigüedades de la América, una vez obtenidos con la mayor diligencia los monumentos de los indios primitivos, los escudriñó, y con la severísima crítica y lectura asidua de la historia que le preciaban, los revocó a sereno juicio, y los tradujo en libros varios y muchos, donde las cosas anubladas y ocultas las 43 Véase Juan José de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana. Esta edición sólo reprodujo y tradujo la parte publicada de la obra en 1755. El resto de la Biblioteca, salvo algunos textos sueltos, aún se encuentra manuscrita.

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pone a la clara luz del mediodía. Para poder elaborar estas obras había aprendido el idioma náhuatl y la ciencia que ha menester un Edipo ingeniosísimo.44

Con esta semblanza que José de Eguiara pintó de Sigüenza en su Bibliotheca se dio inicio a la imagen que del sabio se crearon los intelectuales del siglo xviii: el erudito crítico, el coleccionista que salvó de la desaparición manuscritos antiguos, el investigador generoso que compartía sus conocimientos con sus colegas, el científico cuya fama trascendió las fronteras del reino de Nueva España.45 Con todo, ya en Eguiara aparece también la queja que otros repetirían después: “muchos fueron sus escritos, que quisiéramos ahora mirar, inéditos que fuesen, y harto sentimos que la mayoría de ellos, o estén sepultados en una especie de pozo de Demócrito, o lo que peor sería, que hayan perecido con daño irreparable para la república de las letras”.46 Pero el ilustre bibliófilo también fue quien introdujo algunos de los errores que se repetirían hasta el siglo xx, como el que convertía a Sigüenza en amigo de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y en el heredero directo de sus papeles.47 Para elaborar la semblanza de sor Juana, Eguiara utilizó tanto la Respuesta a sor Filotea de la Cruz, escrita por la misma monja, como la biografía que de ella publicó el padre Diego Calleja. Su prodigiosa capacidad, manifestada desde su infancia, es el tema de un exaltado discurso que mostraba a una persona dedicada a las más variadas disciplinas: teología, retórica, filosofía natural, matemáticas, poética, historia y música. Junto con su obra poética, Eguiara resalta sus profundos conocimientos teológicos, por los que en su tiempo fue tan perseguida, y remarca las discusiones de alto nivel que sostuvo con insignes letrados. Igualmente hace mención de su nutrida y selecta biblioteca y de su rara erudición que provocaba que muchos pensaran si provenía de “ciencia infusa” de orden divino o meramente de su “natural ingenio”. Pero sobre todo Eguiara se hace eco de un tema edificante y hagiográfico que apareció en las primeras biografías de la monja: en los últimos dos años de su vida, sor Juana se entregó al ascetismo, renunció a las letras humanas y a su biblioteca y se dedicó al negocio de su salvación bajo la dirección del padre Núñez de Miranda. Su texto finaliza con la mención de los tres volúmenes editados en España de sus obras y de las alabanzas que le tributaron en Europa ingenios como el de Feijoo y Manier. Eguiara consideraba a esta Décima Musa una gloria de su patria, aunque ésta ya no sólo era vista como la ciudad de México, sino como la América septentrional.48 44

J. J. de Eguiara y Eguren, op. cit., vol. ii, p. 721. Antonio Rubial García y Francisco Iván Escamilla, “Un Edipo ingeniosísimo. Carlos de Sigüenza y Góngora y su fama en el siglo xviii”, en Alicia Mayer (ed.), Homenaje a don Carlos de Sigüenza y Góngora (1700-2000), vol. ii, pp. 205-222. 46 J. J. de Eguiara y Eguren, op. cit., vol. ii, p. 721. 47 Ibid., p. 722. Irving Leonard (en su Don Carlos de Sigüenza y Góngora..., p. 105, n. 8) fue el primero en poner en duda el hecho de que un sabio mestizo dejara sus preciados papeles a un niño de tres años, que era la edad que tenía Sigüenza cuando murió Ixtlilxóchitl. 48 Véase J. J. de Eguiara y Eguren, Sor Juana Inés de la Cruz. 45



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La “república de las letras” novohispana del siglo xviii tenía ya una conciencia plena de que era heredera de una tradición cultural que afianzaba sus raíces en el mundo prehispánico y en el siglo xvii, pero cuya identificación se daba con los autores de la centuria anterior, a los cuales citaba continuamente. De hecho, el mismo Eguiara sería considerado como una gloria patria por ser su denfensor De manera paralela a la exaltación de los sabios de América seguían produciéndose textos que servían para afianzar intereses corporativos o locales, lo que se dio sobre todo en el terrero de la crónica religiosa y de la hagiografía, es decir, en la exaltación ya no de la sabiduría sino de la santidad. El contexto de estas construcciones estaba determinado por las campañas que la política borbónica llevaba a cabo contra las órdenes religiosas. Entre 1749 y 1753 Fernando VI emitía las leyes que ordenaban secularizar todas las parroquias de religiosos y las entregaba a los diocesanos, proceso que se concluyó en la época de su hermano y sucesor Carlos III. Del antiguo monopolio que ejercían las órdenes religiosas, sólo quedarían algunos emplazamientos dispersos en las fronteras misionales. En 1778 un pintor anónimo realizaba un enorme lienzo para la sacristía del santuario agustino de Chalma. En el cuadro aparecía de nuevo la imagen de la ciudad santa pero, en una atrevida metáfora, lo que observa san Juan no es a la mujer vestida de sol sino a san Agustín rodeado de una aureola de luz y coronado por la corte celestial; además, los doce apóstoles y los doce ángeles de las puertas han sido suplantados por santos y santas agustinos, encabezados por santa Mónica. El espacio de la ciudad, con claras alusiones a la obra del obispo de Hipona, recuerda además un hortus conclusus, pues, más que edificaciones, parece contener las geométricas divisiones de un jardín francés, a la manera de un difundido grabado de los hermanos Klauber.49 Con este cuadro los agustinos pretendían mostrar la preeminencia que su orden tenía en el cielo, algo que ciertamente ya habían perdido en la tierra novohispana. Para la segunda mitad del siglo xviii los muros protectores de la Jerusalén mendicante habían cedido ante los embates del regalismo y de sus colaboradores incondicionales, los obispos. En esa época las órdenes religiosas ya habían perdido su empuje ideológico y económico y vivían en una gran precariedad. Desde el ámbito corporativo, las únicas instancias que seguían elaborando discursos hagiográficos de identidad en la segunda mitad del siglo xviii eran aquellas que aún conservaban misiones norteñas (como los franciscanos y en especial los de los colegios de Propaganda Fide) o que habían generado una gran combatividad como consecuencia de la desgracia (como la Compañía). Gracias a ellos, el centro tomó conciencia de que los reinos norteños también eran parte de esa América. 49

En Historiae Biblicae Veteris et Novi Testamenti (Augusta, ca. 1750) los grabadores Joseph y Johann Klauber muestran una ciudad con ángeles sobre las puertas rodeada de escenas de lucha entre las fuerzas del bien y las del mal.

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El tema central de las crónicas franciscanas fueron los trabajos misioneros en el norte, única posibilidad de justificación y defensa de unos institutos que estaban sufriendo los embates de la secularización de sus parroquias y de su pérdida de control sobre las comunidades indígenas. Con todo, incluso las descripciones de la labor misionera están teñidas de desencanto. En las dos crónicas de los colegios de Propaganda Fide de este periodo, la de Zacatecas, escrita en 1788 por el criollo leonés fray José Antonio Alcocer, y la de Querétaro, publicada en 1792 por el criollo fray Juan Domingo Arricivita, es notable la misma paradoja: frente a la exaltación de las virtudes y entrega de unos misioneros excepcionales, se describía una realidad poco halagüeña. Los colegios se habían visto precisados a abandonar numerosas fundaciones en el norte, pues en ellas no se estaba cumpliendo el apostolado entre infieles. Por otro lado, a pesar de la labor misionera persistían las idolatrías de los indígenas y los frailes no sólo tenían que hacer frente a las amenazas y violencias físicas de los catecúmenos, sino incluso a sus maleficios; además, la apostasía o huida continua de indios cristianizados de las misiones resultaba ser un caso frecuente y generalizado en tierras de frontera. Por último, estaba la mala conducción de las autoridades civiles y del recién creado obispado de Sonora, que estorbaban la labor de los frailes e ideaban soluciones inapropiadas para los problemas que pretendían resolver. Con el transcurrir de los años, ante lo complicado y precario del panorama misional del norte, los tratados históricos encontraban cada vez más difícil sostener la imagen de una segunda Edad Dorada que había construido en la etapa anterior Isidro Félix de Espinosa.50 En 1787, un lustro antes de que se imprimiera la obra de Arricivita, fray Francisco de Palou había sacado a la luz la biografía de fray Junípero Serra, el último gran apóstol de los colegios de Propaganda Fide, muerto en 1784. Palou, compañero y discípulo del venerable, presentaba a otro peninsular, un mallorquín del Colegio de San Fernando de México que, al igual que fray Antonio Margil, dedicó su vida a una intensa actividad apostólica entre fieles e infieles y fundó misiones en la Sierra Gorda y en la Alta California. El propósito principal de la obra de Palou era hacer un llamado a sus hermanos de hábito para que acudieran a California a continuar la labor del insigne misionero. Aunque su visión está teñida de pesimismo sobre el futuro de aquellas fundaciones, muestra un atisbo de esperanza: el que California se convierta en la última frontera posible para las misiones franciscanas; que sea ésa la región donde perviva el ideal de la segunda Edad Dorada.51 50 Véase José Antonio Alcocer, Bosquejo de la historia del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe y sus misiones, año de 1788; Juan Domingo Arricivita, Crónica seráfica y apostólica del Colegio de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Querétaro. 51 Véase Francisco de Palou, Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable padre fray Junípero Serra y de las misiones que fundó en la California septentrional, y nuevos establecimientos de Monterrey. Desde el siglo xix esta biografía se publicó con la Historia de la Antigua o Baja California de Francisco Xavier Clavijero.



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Entre 1772 y 1780 escribía su obra el cuarto cronista franciscano de este periodo, fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont (1726-ca. 1780), un español de origen francés que, luego de diecisiete años de trabajar para el Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, pidió su afiliación a la provincia de Michoacán. Beaumont, hijo de un cirujano francés de Felipe V y formado en la Universidad de París, había llegado a Nueva España como maestro de cirugía y después de un tiempo ingresó como fraile en la Santa Cruz de Querétaro, donde combinó la predicación y la pesquisa científica.52 A los cuarenta y seis años, en su nueva adscripción en el convento grande de Santiago de Querétaro, Beaumont, nombrado cronista de la provincia, se dedicó a clasificar el archivo y la biblioteca conventuales y a elaborar la Crónica de la provincia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán.53 Para realizarla se valió de la crónica impresa de fray Alonso de la Rea y de la relación manuscrita sobre el tema que había dejado inconclusa fray Isidro Félix de Espinosa, de la cual incluyó amplias secciones en su obra. El texto se inicia con una síntesis de la historia de América, basada en el cronista Antonio de Herrera, y de las hazañas cortesianas hasta 1524, para insertar en ese proceso general la historia de Michoacán. Para ello utilizó antiguas relaciones de los indios que recopiló en tierras de Michoacán, documentos que reunió en los archivos de toda la provincia y noticias de libros de otros historiadores novohispanos y europeos. Para la segunda mitad del siglo xviii, aunque ya se pueden notar algunos visos de actitudes racionalistas en estas crónicas novohispanas, todas en mayor o menor medida compartían aún la visión retórica y escolástica que seguía considerando que lo importante de la historia no era su veracidad sino su eficacia moralizadora. Como ha demostrado acertadamente Francisco Iván Escamilla, uno de los principales ataques del racionalismo, aquel que iba contra la creencia en prodigios y hechos sobrenaturales de los que estaban llenas las vidas de santos, no había hecho mella en estas historias. Sin embargo, para muchos pensadores esas tradiciones piadosas sin sustento histórico eran muy dañosas para la religión, pues “su irracionalidad sólo servía para alimentar el escepticismo de los incrédulos”.54 Entre estos dos extremos se encontraba la visión de la única crónica que nos queda de los jesuitas escrita en este periodo, la Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España del veracruzano Francisco Xavier Alegre (17291788), obra elaborada entre 1764 y 1767.55 El autor, notable por su desempeño en varias disciplinas (teología, lenguas clásicas y modernas, poesía, filosofía, matemáticas, geometría y filología), había sido encargado por su 52

Publicó un opúsculo de hidroterapia: Tratado del agua mineral caliente de San Bartolomé (México, 1772), e inspeccionó, junto con otros eruditos, el lienzo de la virgen de Guadalupe. 53 La mejor edición y la más accesible de esta crónica es la realizada por Rafael López en tres volúmenes para el Archivo General de la Nación en 1932. Es la que aquí se utilizará. 54 Francisco Iván Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo y la Ilustración novohispana”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxi, núm. 82, pp. 199 y ss. 55 Ver Francisco Xavier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España.

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provincia para ampliar y concluir la historia de Francisco de Florencia, de la cual sólo se había impreso el primer volumen en 1694. Sin embargo, Alegre no se conformó con hacer una continuación de ella y escribió un texto que se iniciaba con la llegada de los jesuitas a Nueva España y culminaba con los acontecimientos de sus días. Para ello, el cronista jesuita se sirvió de papeles, cartas, relaciones y memorias que aportaban testimonios directos sobre los sucesos y, con una actitud crítica, los clasificó, analizó y confrontó utilizando modernos métodos hermenéuticos. Alegre, sin embargo, no dejaba de ser un eclesiástico y un fiel creyente, por lo que también incluyó los portentos y milagros que llenaban los textos antiguos que manejaba, aunque con reservas y siempre como relatos referidos por otros: “Bien sabemos que este género de apariciones son de ordinario sospechosas y muy mal recibidas en aquellas gentes que [se] precian de un gusto delicado y de no abandonarse jamás ciegamente a la buena fe o a la demasiada credulidad de ciertos autores que, por lo común, las refieren con poca discreción”.56 Su concepto de la historia era finalmente providencialista y el milagro era una manifestación divina, sobre todo cuando se llevaba a cabo en el proceso de la conversión de los infieles.57 Con todo, podemos considerar a este autor como uno de los pocos representantes de la historiografía moderna en Nueva España. La obra de Alegre quedó truncada con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. Al momento de la expatriación, la provincia mexicana de los jesuitas, que incluía Guatemala y Cuba, tenía seiscientos setenta y ocho miembros, entre sacerdotes y hermanos, repartidos en unos cuarenta colegios y casas y en ciento catorce misiones organizadas en seis rectorados. De ellos, por lo menos cuatrocientos sesenta y cuatro eran criollos.58 Su actividad había penetrado bien hondo en las diversas capas sociales novohispanas y se encontraba en una etapa de renovación intelectual con la incorporación de los elementos de la ciencia moderna en sus cursos. Las consecuencias de su salida fueron desastrosas, muchos fieles se quedaron sin la guía que los ignacianos ejercían a través del púlpito y del confesionario; la red misional del norte y el ámbito educativo experimentaron graves quebrantos; pero sobre todo el reino perdió a una porción considerable de sus intelectuales.59 A pesar de la expulsión, y quizá como consecuencia de ella, los jesuitas desde el exilio se dedicaron a exaltar a los miembros de su orden y a publici56

Ibid., vol. i, p. 444. Ernest Burrus, “Introducción”, ibid., vol. i, p. 18. 58 David Brading señala que eran quinientos los jesuitas criollos expulsados (“La patria criolla y la Compañía de Jesús”, en Colegios jesuitas, pp. 58 y ss.), sin embargo, la cantidad más exacta de cuatrocientos sesenta y cuatro la da Juana Gutiérrez Haces, El padre Pedro José Márquez, erudito mexicano en la Italia del siglo xviii. Agradezco a Rosario Gutiérrez Haces que me haya facilitado el original de esta obra que saldrá en breve. 59 A. Rubial García y Patricia Escandón, “Las crónicas religiosas del siglo xviii”, en Manuel Ramos (ed.), Historia de la literatura mexicana. La cultura letrada en la Nueva España del siglo xviii, vol. 3. 57



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tar sus hazañas culturales. Manuel Fabri (1737-1805), en una digresión a la biografía del padre Alegre publicada en Venecia en 1789, hablaba del ejemplo que este sabio dio en Europa de los muchos conocimientos y libros que se tenían en América y que con su presencia alcanzaron renombre no sólo para sí sino también para la patria, pues acabaron con el prejuicio de que ésta era una tierra de bárbaros. “Duélanse con justicia los mexicanos de esa prematura muerte y de ver apagada la luz de aquel ingenio soberano, digno de ser contado entre los mayores ornamentos de su patria”.60 Juan Luis Maneiro (1744-1802), en una semblanza del padre Clavijero, además de mostrarlo como el más importante conocedor de las antigüedades mexicanas, lo exaltaba como introductor de la filosofía moderna. Además de esta semblanza, Maneiro escribió en latín las vidas de otros treinta y cuatro jesuitas ilustres que publicó en tres volúmenes en Bolonia entre 1791 y 1792. A partir de su conocimiento personal y de lo que le contaron sus correligionarios, este autor veracruzano hizo una descripción de las actividades académicas y educativas de sus biografiados, de sus escritos y de la manera como la expulsión cambió sus vidas. Para Maneiro, Dios había hecho surgir varones de ingenio vivaz, los jesuitas de su generación, para llevar a feliz término una gran renovación espiritual dentro de la Iglesia, tanto en América como en Europa. Sus patrias de nacimiento (Zacatecas, Veracruz, México, Oaxaca) fueron descritas con nostalgia como espacios de una extraordinaria belleza y grandeza. Los padres expulsados fueron exaltados no sólo en sus actividades dentro de la Compañía, sino también por sus servicios ciudadanos. Un ejemplo de ello eran las gestiones del padre Juan Francisco López en Roma para promover el reconocimiento papal de la virgen de Guadalupe conseguido antes de la expatriación.61 La expulsión de los “santos y sabios” jesuitas ocasionó fuertes reacciones en todo el territorio novohispano. En el obispado de Michoacán (Pátzcuaro, Guanajuato, San Luis Potosí) los motines populares con ese pretexto no se dejaron esperar, alimentados por la crisis económica y por las levas forzosas que la Corona realizaba para aumentar sus recién establecidos ejércitos. En la capital y en Puebla los monasterios femeninos manifestaron su repudio ante la expulsión con discursos visionarios. En una Pragmática-Sanción del 2 de abril de 1768, el rey amonestaba a los frailes para que controlaran mejor las “profecías y revelaciones fanáticas de algunas religiosas acerca del regreso de los Regulares de la Compañía”. La orden regia aseguraba que “las especies sediciosas que han salido de sus claustros […] nacen del abuso de algunos de sus directores espirituales, secuaces de las máximas, y doctrinas de los regula60 Esta biografía apareció como introducción a la edición de las Instituciones teológicas del padre Alegre con el título Vita Commentarius. Silvia Vargas Alquicira, La singularidad novohispana en los jesuitas del siglo xviii, pp. 53 y ss. 61 Véase Juan Luis Maneiro, De Vitis aliquod mexicanorum aliorumque qui sive letteris Mexici imprimis floruerunt. Hay una edición en castellano con el título Vidas de algunos mexicanos ilustres con un estudio introductorio de Ignacio Osorio (México, unam, Centro de Estudios Clásicos, 1988).

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res expulsados”.62 Debemos recordar que por esas fechas se iniciaban los intentos de los obispos ilustrados Francisco Fabián y Fuero y Antonio de Lorenzana para llevar a cabo la reforma de las religiosas y su reducción a la vida común en México y en Puebla, con fuertes reacciones por parte de las monjas.63 Entre los letrados criollos, la reacción por las medidas de la Corona contra los jesuitas se manifestó de manera muy crítica, pues afectaban no sólo a una orden religiosa sino a lo más granado de la elite intelectual criolla. Francisco Xavier Gamboa (1717-1794), ex alumno de los jesuitas, abogado y conocedor de la realidad económica novohispana, famoso por sus Comentarios a las ordenanzas de minas, fue uno de estos letrados cuya defensa de los expulsos le ocasionó la expatriación a España. Tiempo después, a su regreso a México, su defensa de los valores y de los intereses de los habitantes de América frente a una política que los ignoraba, le acarreó serios problemas con las autoridades virreinales.64 Entre los varios criollos expulsados por su abierta oposición a la política antijesuítica de Carlos III estaban incluso miembros destacados del clero secular, como Antonio López Portillo (1730-1780), canónigo de la catedral de México, egresado del Colegio de San Ildefonso y graduado en las cuatro facultades de la universidad. Acusado de escribir una apología a favor de los jesuitas y en contra del despótico virrey marqués de Croix, fue expatriado en 1769 a Valencia. La universidad colocaría en 1783 su retrato (pintado por Mariano Vázquez) en el salón de sus hombres ilustres, tres años después de su muerte en el exilio, como un desafío “al autoritarismo que le había arrebatado a uno de sus hijos más ilustres”.65 La expulsión de los jesuitas y de sus seguidores fue sólo uno de los muchos agravios que los criollos tenían contra una monarquía que los marginaba y desfavorecía. Esas reacciones se dieron también a nivel simbólico, por lo que el culto a algunos santos vinculados a los jesuitas se volvió una forma de crítica política. Esto sucedió, por ejemplo, con la figura de san Juan Nepomuceno, santo promovido, como vimos, por los jesuitas checos en las primeras décadas del siglo xviii y que fue jurado en Nueva España como patrono de la Audiencia, del cabildo de México, de los colegios jesuíticos y de la universidad. El nuevo santo se convirtió en una bandera de la disidencia después de la expulsión de 62 Carta del Comisario fray Manuel de Nájera. Convento de San Francisco de México, 20 de julio de 1768. Archivo del Museo Nacional de Antropología e Historia. Caja 77, exp. 1274. 63 En 1774 salía impresa en el Seminario Palafoxiano una Carta a una religiosa para su desengaño y dirección, firmada con el seudónimo Jorge Mas Teophoro. En ella se atacaba la preparación de los confesores de monjas y se cuestionaba la calidad moral de sus dirigidas, se describían las frivolidades de quienes vivían en los monasterios en celdas privadas y se mostraba que la única vía para ellas era la vida común; finalmente se asociaba a los defensores de las monjas rebeldes, y a ellas mismas, con el probabilismo jesuita. R. Moreno de los Arcos, “Un caso de censura de libros en el siglo xviii novohispano: Jorge Mas Teophoro”, Suplementos del Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, núm. 4, pp. 24-28. 64 Véase E. Trabulse, Francisco Xavier Gamboa, un político criollo en la ilustración mexicana. 65 F. I. Escamilla, “Verdadero retrato: imágenes de la sociedad novohispana en el siglo xviii”, en El retrato novohispano en el siglo xviii, pp. 48 y ss.



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la Compañía en 1767; él, que había sido víctima de un monarca injusto en la Bohemia del siglo xiv, se volvía emblema, para los criollos projesuitas, contra el déspota Carlos III, victimario de sus coterráneos. En un cuadro fechado en 1782 y pintado por José de Alcíbar el Santo, con su lengua en la mano, símbolo del secreto de confesión, pisa al monstruo de la maledicencia y la calumnia que yace junto a un ave fulminada por un rayo, clara alusión a la situación que vivía la ya disuelta Compañía de Jesús.66 Posiblemente bajo la influencia de san Juan Nepomuceno, Joseph de Estrada, un jesuita radicado en Puebla, había comenzado a proponer en 1765 la veneración del arzobispo polaco lituano del siglo xvi Josafat Kuncevyk (1580-1623), beatificado en 1643 y muerto a hachazos por los clérigos “cismáticos” a causa de su fidelidad al papado romano. Al ser gran amigo de los jesuitas y promotor de sus misiones en Lituania, Estrada lo consideraba un símbolo ideal para defenderlos contra sus enemigos y mandó alterar una estampa europea de él, poniendo a sus pies a un jesuita y una leyenda que señalaba: “mártir por la obediencia al papa”. La imagen fue muy difundida en 1768 a raíz de la expulsión.67 Algo similar sucedía con las imágenes del fundador. En 1767 se inauguraba el Colegio de las Vizcaínas, promovido por varios ricos mercaderes vascos para la enseñanza de sus hijas, y se ponía bajo la advocación de san Ignacio. Tanto las fachadas como la decoración del templo anexo a la institución comenzaron a realizarse después de que ésta abrió sus puertas, es decir, en los diez años siguientes a la expulsión de la Compañía. A pesar de las órdenes regias y de las demandas episcopales, los santos jesuitas campearon en esos espacios como una propaganda abierta a los expulsados y una velada crítica a quienes los expulsaron. Por último, varias de las devociones promovidas por los jesuitas fueron también una buena excusa para recordarlos y llamar la atención sobre su ausencia. El culto al Sagrado Corazón, por ejemplo, que había recibido una gran difusión antes de 1767, se volvió sumamente popular a raíz de la expulsión. Aún más cuando el día elegido por las autoridades virreinales para realizar tan criticado acto fue precisamente en la madrugada del 25 de junio, vísperas de esa fiesta tan importante para la Compañía. Otro caso semejante fue el de la virgen de la Luz, devoción que promovió el jesuita Antonio Genovesi en Palermo a fines del siglo xvii y que llegó a México por instancias de los jesuitas italianos Mónaco y Bonalli a León (Guanajuato) en 1732. Por esas fechas José María Genovese publicaba en México una obra sobre ella, “Antídoto contra todo mal”, que dio al culto una extraordinaria difusión en el centro de Nueva España, sobre todo en la prós66 Jaime Cuadriello (coord.), Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España, p. 385. 67 Véase Gabriel Torres Puga, Censura y opinión pública en Nueva España. De la expulsión de los jesuitas a la Revolución francesa.

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pera zona minera del Bajío, posiblemente a causa de que la imagen se representaba sosteniendo con una mano a un joven para que no cayera en las fauces de Leviatán, el monstruo de la tierra asociado a los socavones de las minas. En 1771, el IV Concilio Provincial Mexicano prohibió su culto pues, según algunos teólogos, se prestaba a la confusión de creer que la virgen podía sacar a las almas del infierno; la disputa de hecho estaba muy politizada, pues frente a los defensores de la devota imagen, todos partidarios de los recién expulsados, el presidente consideró que debía retirarse del culto por ser una muestra del poder de los jesuitas, quienes habían sostenido esa herética devoción.68 La prohibición no tuvo ningún efecto y el culto a la virgen de la Luz siguió siendo muy popular en Nueva España, la imagen se reprodujo en muchos altares y para su veneración se crearon varias cofradías. Sin embargo la polémica siguió y en 1790, el franciscano José Antonio Alcocer, predicador del Colegio de Propaganda Fide de Zacatecas, imprimió una Carta apologética sobre la imagen declarando que la virgen no estaba sacando el alma del infierno sino evitando que cayera en él.69 Lo mismo pasó con la virgen de Loreto, introducida en 1677 en Nueva España por el padre Zappa en el noviciado de Tepotzotlán como parte de una propaganda generalizada en toda la orden, la cual desde 1554 tenía la custodia del santuario italiano. El padre provincial Juan María Salvatierra le creó una capilla anexa al colegio de San Gregorio de la capital y muy pronto su culto se hizo novohispano, tanto que en la gran epidemia de 1737 fue esta imagen la que se trajo a la catedral metropolitana antes que la de Guadalupe.70 Después de la expulsión, Loreto fue un importante elemento propulsor del recuerdo jesuítico. Numerosos cuadros se hicieron en esta época para apoyar esa memoria, como el pintado por José de Alcíbar en 1772, en el que la imagen aparece con san Estanislao de Kotzka. La familia De la Canal, formada por ricos terratenientes de San Miguel el Grande, fue gran promotora de ese culto, al que convirtió en su devoción emblemática y cuyo apelativo debían llevar todos los primogénitos como parte de su nombre. Antes de la expulsión de los jesuitas esta familia había financiado varias capillas con esa advocación y después de la expulsión, apoyados por los padres del oratorio de San Felipe Neri, impulsó el culto en todo el Bajío (como en el santuario de Atotonilco, fundado por el padre Alfaro). A fines del siglo xviii su suntuoso palacio en San Miguel ostentaba la imagen de Loreto como su escudo de armas en un nicho colocado sobre la fachada principal.71 68 J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, p. 70. 69 Idem. La obra del padre Alcocer lleva por título: Carta apologética a favor del título de Madre Santísima de la Luz, que goza la reina del Cielo, María Purísima Señora Nuestra, y de la imagen que con el mismo título se venera en algunos lugares de esta América. 70 J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano..., pp. 65 y ss. 71 Gustavo Curiel, “El palacio del mayorazgo De la Canal. San Miguel el Grande, Guanajuato”, en Candida Fernández (coord.), Casas señoriales del Banco Nacional de México, pp. 209-242.



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Franciscanos y jesuitas utilizaron a sus santos para confrontar las políticas borbónicas; las diferentes ciudades, en cambio, los usaron para aumentar sus timbres de orgullo local. Como había sucedido desde mediados del siglo xvii, alrededor de 1750 las monjas santas y los obispos benefactores seguían siendo un importante elemento en este sentido. Una de esas ciudades fue Valladolid, que para estas fechas exaltaba a la figura más señera de Michoacán, Vasco de Quiroga, cuyo bicentenario de muerte en 1765 fue celebrado con gran pompa como fundador que fue del episcopado. Un año después, en 1766, se publicaba la obra del rector nicolaíta Juan Joseph Moreno titulada Fragmentos de la vida y virtudes de don Vasco de Quiroga. Este autor, alumno de los jesuitas, consiguió, gracias a sus contactos con la Compañía, que el Colegio de San Ildefonso de México le publicara su obra. El libro era no sólo la primera biografía del prelado sino también la primera síntesis histórica sobre le Colegio de San Nicolás, en respuesta a la reciente fundación del seminario en Valladolid por el obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle. Esta institución amenazaba con llevar a la ruina material y académica al Colegio de San Nicolás, por ello la obra insiste en la antigüedad de este colegio fundado por Quiroga en Pátzcuaro en 1540 y trasladado después a Valladolid, remarca su sujeción al patronato regio y reafirma los derechos que le asistían, superiores a los del recién fundado seminario al cual se le pretendía fusionar.72 Para conseguir fondos para la edición, Moreno involucró también al cabildo eclesiástico de Valladolid como heredero del espíritu de Quiroga. Una de las dedicatorias, la del superintendente del colegio José Gutiérrez Coronel, exaltaba al cabildo como sucesor de Quiroga, pero también al obispo Sánchez de Tagle, quien participaba de ese mismo espíritu constructor y fundador. La obra reflejaba igualmente la situación crucial por la que atravesaba la Iglesia con la secularización de las parroquias de los regulares; con la vida de Quiroga se reforzaba el papel de los obispos al exaltar la labor del fundador de la diócesis, un obispo secular. A lo largo de su gestión (1758-1762), Sánchez de Tagle estaba enfrentando otro conflicto de carácter personal con el virrey marqués de Cruillas, a causa de la defensa a ultranza que hacía este funcionario de los privilegios del rey sobre la Iglesia.73 Este tema también se puede vislumbrar en el texto, pero por la omisión total de los conflictos que hubo entre Quiroga y el virrey Mendoza en los orígenes de la fundación de Valladolid y la negativa del mítico obispo de cambiar la sede episcopal de Pátzcuaro. Moreno explicaba esos hechos con meras razones de orden práctico (mejores aires de la nueva ciudad, dificultad para hacer el traslado a Valladolid teniendo ya catedral y ca72 Ricardo León Alanís, “Juan José Moreno: catedrático, rector e historiador nicolaíta. Introducción a la obra de Juan José Moreno”, en Fragmentos de la vida y virtudes de don Vasco de Quiroga”, pp. xxix y ss. 73 Óscar Mazín Gómez, Entre dos majestades. El obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas (1758-1772), pp. 99 y ss.

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bildo en Pátzcuaro, etcétera). No era conveniente hacer visibles pugnas que el obispo sostuvo con las autoridades virreinales en un momento en que las relaciones entre ambas eran muy tensas. Resulta por demás significativo que en esta semblanza de don Vasco la ciudad de Valladolid se haya apropiado de un héroe que estaba más vinculado con Pátzcuaro que con ella. Para Moreno, Quiroga había sido el introductor de las artesanías y de los mercados, el fundador del colegio nicolaíta, el instituidor de los hospitales, el creador de la catedral, en fin, el “padre de la patria” de Valladolid. De hecho, la obra es una biografía en sentido moderno, muy distinta a las que hasta entonces había desarrollado la literatura hagiográfica, en lo cual se puede observar también un cambio de perspectiva en la historiografía.74 Algo semejante sucedió con otra figura también asociada con Pátzcuaro, Josefa Antonia Gallegos de Nuestra Señora de la Salud, beata laica cuya vida fue biografiada por el clérigo secular educado por los jesuitas José Antonio Ponce de León (ca. 1700-1759), e impresa en 1752 con el título de La Abeja de Michoacán. Esta mujer viuda había promovido la fundación del monasterio de dominicas de Nuestra Señora de la Salud en Pátzcuaro (inspirada por la misma virgen) ante el obispo Francisco Matos Coronado; su caridad, principal virtud reseñada por su biógrafo, la llevó a ayudar a los enfermos del hospital de indios, a conseguirles medicinas y a asistir en los partos; para ayudar a los pobres hacía rosarios, guarnecía relicarios y costuras y fungía además como catequista de las indias de doctrina.75 Ella no sólo era un orgullo para Pátzcuaro, sino también para Valladolid. El mismo Ponce de León, capellán y confesor de las monjas, publicaba cuatro años después la vida de sor Luisa de Santa Catarina (1682-1738), dominica profesa en el monasterio de Valladolid, religiosa que en el siglo había sido administradora de la hacienda paterna, y que después de una confesión con el franciscano Juan López Aguado cambió “regalos en ayunos, galas en asperezas, codicia en desinterés y en humildad profunda toda su vanidad”.76 Una vida llena de sufrimientos físicos y espirituales (que le valió el título de “azucena entre espinas”), y una asombrosa caridad ejercida en la enfermería del monasterio, fueron las causas de la veneración de sus hermanas de hábito y del interés del provisor del obispado y de la priora del convento por preservar su memoria por medio de esta hagiografía. El autor aprovecha la ocasión para hablar de las virtudes de otras tres hermanas, sus hijas de confesión, y del mismo padre Aguado, pues de no hacerlo se perderían estos ejemplos de virtud para la posteridad. Asimismo, hace un panegírico del obispado de 74 Véase Juan Joseph Moreno, Fragmentos de la vida y virtudes del V. Ilmo. y Rvmo. Sr. Dr. don Vasco de Quiroga [México, 1766]. 75 Véase José Antonio Ponce de León, La abeja de Michoacán: la venerable señora doña Josefa Antonia de Nuestra Señora de la Salud. 76 J. A. Ponce de León, La azucena entre espinas representada en la vida de la venerable madre Luisa de Santa Catarina, definidora en su convento de Santa Catarina de Sena de la ciudad de Valladolid, p. 17.



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Michoacán, “paraíso de las Indias”, fértil en sus tierras y en sus doctos hijos, pero sobre todo “destacado por la especial inclinación a las virtudes” de sus habitantes.77 Puebla, por su parte, con una larga tradición que se remontaba a la centuria anterior, continuaba haciendo uso de la santidad de algunos de sus personajes destacados para elaborar discursos identitarios. En la segunda mitad del siglo xviii los poblanos tenían pendientes tres procesos de beatificación de venerables que navegaban en el proceloso mar de la burocracia vaticana desde hacía más de media centuria. El de sor María de Jesús, que era llevado por el convento concepcionista de Puebla, apoyado por sus ricos patronos y benefactores, se había reiniciado con una campaña epistolar entre 1713 y 1715 dirigida al rey para que él intercediera por la causa ante Roma. Desde la ciudad de los Ángeles, los priores de los conventos de religiosos, varias abadesas y los cabildos civil y eclesiástico enviaron elogios y votos por la pronta beatificación de su compatriota. Sor Antonia de San Juan, presidenta del convento de Santa Clara, solicitaba “que se dé a la ciudad de Puebla su criolla y patricia, como tiene el Perú a santa Rosa”.78 El cabildo angelopolitano había declarado a principios del siglo: “Se pretende que sea [la beatificación de sor María de Jesús] para el mayor servicio de Dios, universal consuelo de estos reinos, alegría y felicidad de esta ciudad, gloria de los dilatados dominios de Vuestra Real Majestad, que mantenidos en la protección de los santos, no sólo afianzarán su duración en la permanencia, sino también conseguirán gloriosos triunfos en la dilatación de sus provincias”.79 Después de varios intentos fallidos, en 1744 los poblanos consiguieron que la Sagrada Congregación abriera el proceso apostólico sobre la fama de santidad, virtudes y milagros de sor María, pero no fue sino hasta 1783 que Pío VI declaró el grado heroico en el ejercicio de las tres virtudes teologales de sor María de Jesús. Después de esto la beatificación quedó en suspenso. Lo mismo pasó con el caso del obispo Palafox, a pesar de que su proceso trascendió el ámbito poblano y se desarrolló sobre todo en Europa, en donde la figura del prelado poblano se convirtió en una bandera política. Su oposición a los jesuitas y la defensa que el obispo había hecho de los derechos del rey sobre la Iglesia vincularon su proceso de beatificación (iniciado entre 1665 y 1690) con la lucha entre jansenistas y jesuitas durante el siglo xvii y con la pugna que sostuvieron los regalistas ilustrados y quienes pugnaban por la autonomía papal en el siglo xviii.80 Con todo, Puebla vivió muy de cerca el proceso, pues Palafox era considerado una figura gloriosa, casi heroica, 77

Ibid., p. 2. Carta del 8 de octubre de 1715. agi, Indiferente General, 3032. Rosa de Lima fue canonizada en 1681. 79 Carta del cabildo eclesiástico y sede vacante de Puebla, 2 de diciembre de 1703. agi, Indiferente General, 3032. 80 A. Rubial García, “Las sutilezas de la gracia. El Palafox jansenista de la Europa ilustrada”, en Homenaje a don Juan Antonio Ortega y Medina, pp. 169-183. 78

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un timbre de orgullo que permitía a los poblanos disputarle la primacía religiosa a la capital del virreinato. Su presencia en la historia poblana quedó plasmada en el siglo xviii tanto en narraciones hagiográficas como en leyendas populares.81 A esto coadyuvó la iconografía surgida a raíz de su proceso de beatificación, de las que nos queda una abundante cantidad de ejemplos en grabados y en lienzos que eran venerados con fervor en los altares domésticos y en los templos. Con su rostro se llegaron a representar incluso algunos obispos “históricos”, pues Palafox se convirtió para los habitantes de Puebla y Atlixco en el prototipo del prelado. Dos cuadros en esta última ciudad confirman esta aseveración. En uno, realizada por los pintores Berrueco y Talavera para el hospital de San Juan de Dios, Palafox ocupa el lugar del obispo de Tuy, fray Sebastián Ramírez de Fuenleal, quien impone al santo el hábito que llevaría en adelante la orden fundada por él. La elección del rostro de Palafox para representar al obispo Fuenleal no fue hecha al azar. Al igual que el obispo poblano, fray Sebastián había ocupado cargos políticos y eclesiásticos en Indias (obispo de Santo Domingo y presidente de la segunda audiencia en Nueva España); ambos habían sido defensores de los pobres y promotores de obras en su beneficio, y los dos ocuparon una sede episcopal en España a su regreso. En el otro cuadro, localizado en el convento de los agustinos, el pintor anónimo representa a Palafox como el obispo de Tolentino, que en el siglo xiv recibió los brazos mutilados del cadáver del religioso agustino san Nicolás; un fraile alemán quería llevarse esas reliquias a su tierra natal, pero el piadoso hurto fue impedido por los borbotones de sangre que brotaron de los miembros desprendidos del cuerpo muerto de santo fallecido hacía cuarenta años. De manera paralela a esta proliferación iconográfica se dio un activo interés por parte de los poblanos en la evolución del proceso de beatificación del obispo; sus éxitos eran celebrados con ostentosos festejos que a veces terminaron en conflictivas reyertas. Durante el periodo de mayor conflicto con la Compañía de Jesús, poco antes de su expulsión, el obispo Fabián y Fuero se dedicó a exaltar la memoria de su ilustre antecesor, el antijesuita Juan de Palafox. Inmerso en el rescate de esta figura histórica readaptó dos espacios muy relacionados con él: la biblioteca palafoxiana y la capilla de San José de Chiapa, lugar donde se refugió el obispo durante la etapa más fuerte de la lucha contra los jesuitas.82 Pero la disolución de la Compañía de Jesús en 1773 81 La única biografía extensa que se conoció del obispo Palafox hasta este siglo fue la que escribió y publicó en Madrid en 1666 (a raíz de la apertura de su proceso de beatificación) su amigo Antonio González Rosende, quien lo conoció en Osma. Ver Antonio González Rosende, Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Iván de Palafox y Mendoza. La obra, que presentaba a Palafox como un héroe frente a los jesuitas, fue resumida por varios autores en Nueva España durante el siglo xviii. 82 Salvador Andrés Ordax, “Un coetáneo de Lorenzana: preocupación artística y patrimonial de don Francisco Fabián y Fuero, colegial del Santa Cruz y prelado en Puebla de los Ángeles y



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enrareció a tal grado el proceso de Palafox, y los cardenales pro jesuitas presentaron tanta oposición a la causa, que ésta quedó en suspenso.83 De hecho, el único beato que consiguió Puebla, tardíamente, fue Sebastián de Aparicio. En 1789, al cabo de ciento ochenta y un años de trámites, Roma había finalmente concedido el decreto de beatificación y Puebla celebraba el hecho con una impresionante serie de festejos que durarían diecisiete días con procesiones, misas, sermones, cohetes y fiestas populares. En dos de los sermones predicados durante esas fiestas, José Carmona y José Miguel Aguilera hablaron de Puebla como de otra Jerusalén, exaltaron su fertilidad al producir tan dulces frutos de santidad y la llamaron “gloria de América”.84 Aguilera señalaba exaltado: “¿Reina con Jesucristo en la gloria fray Sebastián de Aparicio? Pues es imposible que vea con indiferencia la felicidad de los que por fortuna nuestra habitamos estos países: debemos estar seguros de que la ha de promover por todos los medios posibles: a esto llamo yo intereses nuestros, particularmente propios...”85 Aunque el día de su fallecimiento, 25 de febrero, era celebrado por la ciudad como fiesta patronal desde el siglo xvii (según afirma Vetancurt)86 y sus imágenes ya entonces circulaban entre el pueblo, la beatificación le dio al culto un nuevo impulso. Posiblemente fue entonces que su cuerpo incorrupto fue trasladado a la capilla de la virgen Conquistadora en el templo de San Francisco y se expuso a la veneración pública. Entre 1790 y 1802 la capilla se decoró con los lienzos de Miguel Zendejas y otros autores que ilustraban escenas de la vida y milagros del beato. El otro espacio de veneración del beato, aquel situado en el llamado rancho de San Aparicio, también aumentó su devoción llenándose con pinturas alusivas al santo.87 Paralelamente a estos procesos, los poblanos siguieron elaborando discursos sobre sus obispos y religiosas santos que aún no tenían ninguna expectativa de llegar a los altares. Uno de los más representativos autores poblanos dedicados a esta actividad fue el mercedario fray Miguel de Torres, quien publicaba en 1716 la vida del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz.88 En ella exaltaba a este “dechado de príncipes eclesiásticos” por su enorme labor como benefactor de las religiosas, fundador y reconstructor de monasterios, promotor de obras de caridad y de santuarios y digno suceValencia”, en Jesús Paniagua (ed.), Entre el barroco y la ilustración. La época del cardenal Lorenzana en España y América, pp. 293-332. 83 A. Rubial García, La santidad controvertida…, pp. 207 y ss. 84 Véase José Carmona, Panegírico sagrado del beato Sebastián de Aparicio; José Miguel Aguilera y Castro, Elogio cristiano del beato Sebastián de Aparicio..., p. 6. 85 J. M. Aguilera y Castro, op. cit., p. 2. 86 Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano. Menologio seráfico…, p. 23. 87 Pedro Ángeles Jiménez, “Fray Sebastián de Aparicio. Hagiografía e historia; vida e imagen”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España (1680-1750), pp. 247-259. 88 Véase Miguel de Torres, Dechado de príncipes eclesiásticos que dibujó con su exemplar virtuosa y ajustada vida, el Illmo. y Eximo. señor don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún.

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sor del obispo Palafox. Llamándolo “sol que extendió sus benignas luces por toda la dilatada esfera de su diócesis” (metáfora sólo utilizada para los reyes), Torres dedicó un capítulo de su obra al conflicto que el obispo tuvo con el virrey Galve cuando éste intentó recabar granos en la región poblana para paliar el hambre de la capital, causa de la rebelión de 1692; el obispo Santa Cruz, quien se había negado a ofrecer esta ayuda pues eso traería escasez en su diócesis, es mostrado en la obra de Torres como un pastor que protege a su rebaño de la expropiación de sus recursos, como aquel que evitó un alzamiento parecido al de México y como defensor de los intereses de Puebla frente a los de la capital. Fray Miguel de Torres fue también uno de los grandes difusores de la santidad femenina poblana. En 1725 daba a la imprenta la vida de la madre Bárbara Josepha de San Francisco, viuda veracruzana que después de educar a sus hijos entró el convento de la Trinidad de Puebla, en donde el autor era capellán.89 En 1755, otro mercedario, fray Agustín de Miqueorena, daba a luz la vida de sor Micaela Josepha de la Purificación, religiosa del convento de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad.90 Pero la más afamada religiosa poblana de esa época fue sin duda la madre María Anna Águeda de San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas dominicas de Santa Rosa, quien además de una vida de santidad escribió varias obras místicas editadas en 1758 con una introducción biográfica del jesuita veracruzano Joseph de Bellido y el sermón fúnebre del dominico poblano fray Juan de Villa Sánchez.91 Los cronistas poblanos estaban conscientes de la importancia de estos personajes santos y de muchos otros, como parte de sus glorias patrias. Para su universo mental los símbolos religiosos y los prodigios eran más valiosos y determinantes desde el punto de vista probatorio que cualquier instrumento jurídico. Puebla había generado a lo largo del tiempo una historia sagrada en la que personajes como fray Sebastián de Aparicio, sor María de Jesús Tomellín o Juan de Palafox fortalecían el orgullo de ser una ciudad sagrada 89 Véase M. de Torres, Vida ejemplar y muerte preciosa de la madre Bárbara Josepha de San Francisco [...] del convento de la Santísima Trinidad de la Puebla de los Ángeles. 90 Véase Agustín de Miqueorena, Vida de la venerable madre Micaela Josepha de la Purificación, religiosa del convento de San Joseph de carmelitas descalzas de la ciudad de Puebla. 91 María Anna Águeda de San Ignacio, Mar de gracias que comunicó al altísimo a María Santísima Madre del divino verbo humanado en la leche purísima de sus virginales pechos. Medidas del alma con Cristo y leyes del amor divino; véase Joseph de Bellido, Vida de la Ven. madre sor Mariana Anna Águeda de San Ignacio, primera priora del religiosísimo convento de dominicas recoletas de Santa Rosa de la Puebla de los Ángeles. El sermón fúnebre del dominico Juan de Villa Sánchez llevaba por título Justas y debidas honras que hicieron y hacen sus propias obras a la M. R. M. María Anna Águeda de San Ignacio, primera priora y fundadora del convento de religiosas dominicas de Santa Rosa de Santa María en la Puebla de los Ángeles. Fue publicado por primera vez en México, Imprenta de la Biblioteca Mexicana, 1755, con dos reediciones, una en Puebla en 1756 y una más en México con la obra de Bellido. El promotor de la edición fue el obispo Domingo Pantaleón Álvarez Abreu.



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que producía santos. Sus imágenes milagrosas, como la virgen de la Defensa, venerada en la catedral, o la Conquistadora, del templo de San Francisco, eran prueba de que sus habitantes tenían la protección del cielo.92 La fundación angélica, ratificada cada año en la fiesta de San Miguel, sacralizaba el espacio urbano y lo convertía en un lugar especial. Querétaro, a pesar de no tener santos propios, poseía una cruz de piedra milagrosa y la seguridad de que la ayuda celestial de Santiago en la batalla fundadora se continuaba todos los días del año y se renovaba en los festejos que la ciudad hacía el 25 de julio al santo guerrero. Indios y españoles celebraban ese día como la fecha de la fundación de su ciudad, y con ella su inserción en la cristiandad y su sujeción a la monarquía hispánica. Todos estos símbolos y prácticas eran testimonios del destino sagrado de estas dos ciudades. Otro interesante caso de construcción hagiográfica fue el que se dio en San Miguel el Grande, próspera villa del Bajío cuyas glorias patrias locales se vieron exaltadas por la congregación del oratorio de San Felipe y por los condes De la Canal, los señores más poderosos de la región. Aunque en la mayoría de los casos hagiógrafos y hagiografiados no fueran nativos de ella, su presencia y sus acciones convirtieron a San Miguel en un centro de espiritualidad que generó un importante fenómeno de “orgullo patrio”. Cuatro personajes, estrechamente vinculados entre sí, conformaron este retablo sanmiguelense: el primero fue el misionero Juan Antonio Pérez de Espinosa, fundador de la congregación del oratorio de San Miguel el Grande, cuya espiritualidad estuvo orientada por el franciscanismo y por los jesuitas y cuya vida fue descrita por su hermano fray Isidro Félix de Espinosa; el segundo, Luis Felipe Neri de Alfaro, también filipense y fundador del santuario de Jesús Nazareno en Atotonilco y de su casa de ejercicios, fue ejemplo de un ascetismo brutal y de la promoción de un cristianismo centrado en la pasión de Cristo; el tercero fue sor María Josefina de la Canal y Herbás, hija de los condes De la Canal, dirigida del padre Alfaro y fundadora y patrona del monasterio de religiosas concepcionistas, que funcionaba también bajo la dirección de sacerdotes del oratorio; por último, el oratoriano Benito Díaz de Gamarra y Dávalos (17451783), uno de los introductores de la filosofía moderna en Nueva España como rector del Colegio de San Francisco de Sales en San Miguel y quien por sus ideas de avanzada encontró una gran oposición en el claustro de la Universidad de México, fue promotor de las glorias sanmiguelenses, pues a su pluma debemos las biografías del padre Alfaro y de la madre De la Canal.93 Junto con sus “santos”, San Miguel y sus alrededores estaban creando en el siglo xviii una importante identidad regional alrededor del santuario de Atotonilco. La fundación del padre Alfaro se convirtió, gracias a la promoción de este oratoriano, en un centro comparable a la Jerusalén terrena. En 92 La obra de Pedro Salgado Somoza, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora de la Defensa..., era reeditada en Puebla en 1760. 93 Véase Ricardo Ibarra Durán, El proceso espiritual en San Miguel el Grande durante el siglo xviii.

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uno de sus escritos sobre la virgen de los Dolores que se veneraba en el santuario, junto al Jesús Nazareno, señalaba: ¡Oh felices moradores de Atotonilco! ¡Oh dichosos vecinos de San Miguel! ¡Oh habitadores del pueblo de Dolores! ¡Oh circunvecinos de este celestial Paraíso pues tenéis tan cerca como en este santo cenáculo todo vuestro asilo, vuestro amparo y seguro refugio! Frecuentad vuestras visitas, no os apartéis de sus umbrales, guareceos en sus paredes pues aquí hallaréis el remedio de cuanto necesitareis. Oh dichosísimo suelo que has merecido ser una viva imagen de aquel que en todo el mundo sólo él fue remedio de la gloria [Jerusalén]. ¡Oh! con toda eficacia María Purísima intercede con tu benditísimo Hijo vuelva a la veneración de nuestros cristianos pechos aquel sagrado original que hoy está profanado de los moros.94

En ese contexto de exaltación promovida por el padre Alfaro se pintaron dos cuadros que se encuentran en San Miguel Allende, en los que se comparan los paisajes de Tierra Santa con el Bajío y donde Atotonilco es representado como el Monte Calvario y San Miguel como Jerusalén.95 En estas exaltaciones “patrias” la ciudad de México no era una excepción y el culto a Felipe de Jesús seguía siendo una de las promociones que más interesaban a algunos sectores, sobre todo los franciscanos, los oratorianos y los miembros del cabildo de la catedral. En 1798, con el fin de reactivar el culto que estaba muy decaído, el prebendado Joaquín Ladrón de Guevara, con el apoyo del arzobispo Alonso Núñez de Haro y del cabildo, propuso una innovación en la procesión del 5 de febrero que llevaba la imagen del santo desde San Francisco a la catedral. A la sobria solemnidad en la que sólo participaban franciscanos y dieguinos cargando la imagen del beato, se agregaron ese año varios pasos con figuras de bulto ilustrando pasajes de la vida del mártir y con la participación de gremios y cofradías.96 A pesar de las acres críticas que recibió, Ladrón de Guevara y un grupo de criollos interesados en promover la canonización consiguieron de Pío V en 1780 la concesión de un nuevo oficio y misa para el beato; con tal ocasión el oratoriano Joseph Francisco Valdés predicó un sermón en 1781 en la iglesia de las capuchinas de San Felipe de Jesús, la única dedicada al beato criollo, en el cual se ponía énfasis en la falta de culto al “héroe santo mexicano” y hacía votos para que con la nueva forma de celebrarlo éste se impulsara. Al año siguiente, el dieguino fray Joseph Francisco Valdés predicaba en la festividad del santo otro sermón en el cual lo llamaba “joven americano” y en el que lo mostraba no 94 Véase Luis Felipe Neri de Alfaro, Las doce puertas abiertas de la celestial Sión por donde pueden entrar las almas a ver y gozar de la Santísima Trinidad. Hubo una reedición al año siguiente. Éste es un librito devocional dirigido a Jesús, María y los doce apóstoles para repetir los domingos primeros de los doce meses del año. 95 Richard Kagan, Imágenes urbanas del mundo hispánico, pp. 227 y ss. 96 Elena Isabel Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón…”, en Los pinceles de la historia..., vol. ii, p. 87.



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sólo como un orgullo para su patria, la ciudad de México, sino también para toda América y para la monarquía española. Valdés terminaba su sermón solicitando para Felipe la misma suerte que tuviera Rosa de Lima, la única criolla canonizada hasta entonces.97 Otro franciscano, el peninsular fray José Joaquín Granados y Gálvez (1743-1794), adscrito a la provincia de Michoacán, se quejaba en sus Tardes americanas por boca de un erudito indígena que los españoles querían robarle a México la gloria y derecho de un hijo diciendo que “nuestro Felipe de Méjico […] nació y fue bautizado en la parroquia de San Miguel de Sevilla, y trasladado desde muy niño a estas partes”.98 En 1801 José María Montes de Oca publicaba su Vida de san Felipe de Jesús protomártir del Japón y patrón de su patria México, una historia narrada en treinta y un grabados con la vida y martirio del beato y que fue promovida por el mismo Ladrón de Guevara para darle publicidad al culto entre la gente iletrada. Los grabados se inspiraban en un texto que estaba ya concluido en 1800 (aunque no salió a la luz sino hasta 1802), escrito por un devoto del santo (que se ha identificado como José María Munibe) vinculado con la provincia franciscana del Santo Evangelio. El libro llevaba por título Breve resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomártir del Japón, Felipe de Jesús. La obra no era original, incluso copiaba partes de la de Baltasar de Medina (reeditada en 1751 gracias al mecenazgo del gremio de plateros), pero insistía en la necesidad de promover la canonización del beato y de construirle un templo propio.99 El autor exaltaba la capacidad protectora del beato sólo comparable a la de la virgen: “Luego debemos ingenuamente confesar que cuantos beneficios disfrutan europeos y mexicanos todos, todos son debidos a Felipe como primero y principal patrón y tutelar de México, después de María Santísima de Guadalupe”.100 A pesar de estos intentos por reanimarlo, el culto a “san Felipe” no tuvo el éxito que se esperaba. Su actividad milagrosa era más bien escasa y circulaban rumores, incluso insistentemente desmentidos por sus biógrafos, de que durante su martirio había intentado escapar. Con todo, su fiesta todavía tenía cierto prestigio en el siglo xix, por lo que fue sustituida por la celebración de la Constitución de 1857. De hecho, a unos años de ser proclamada esta Carta Magna, Roma otorgaba finalmente la canonización de Felipe de Jesús en 1862, en medio de otra problemática que no tenía nada que ver con el orgullo patrio de la ciudad de México: la lucha entre conservadores y liberales.   97 Véase Joseph Martínez de Adame, Sermón de san Felipe de Jesús; Joseph Francisco Valdés, Sermón en la festividad del glorioso mártir mexicano Felipe de Jesús.   98 Véase José Joaquín Granados y Gálvez, Tardes americanas, gobierno gentil y católico: breve y particular noticia de toda la historia indiana: sucesos, casos de la Gran Nación Tolteca a esta tierra de Anáhuac, hasta los presentes tiempos, edición facsimilar, México, Porrúa, 1987, p. 368.   99 E. I. Estrada de Gerlero, “Los protomártires del Japón...”, en op. cit., p. 86. 100 [José María Munibe], Breve resumen de la vida y martirio del ínclito mexicano y protomártir del Japón, Felipe de Jesús. Añadidas algunas reflexiones en honor del mismo héroe esclarecido de esta... ciudad felice de ser su patria, p. 25.

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4. La literatura aparicionista guadalupana en el ocaso virreinal

Apestado el pueblo de Israel, le aconsejó el profeta Gad a David, que aunque tenía en la iglesia de su oratorio la arca, se fuese con sus vasallos a la Hera Jebuseo y ahí le ofreciese a Dios sacrificios, que con ellos se aplacaría su enojo y cesaría la peste […] Y así sucedió […] porque aquel lugar era bien visto de Dios. No pienso yo que lo fuese más que éste, pues Su Majestad lo eligió para teatro de las portentosas maravillas que en él ha obrado su madre santísima.101

Con estas palabras el bachiller poblano Bartolomé Felipe de Ita y Parra concluía su sermón en el novenario que se hizo en honor de la virgen de Guadalupe en 1737 para suplicarle cesase la epidemia que asolaba a la ciudad de México y a la Nueva España. La mortandad había sido devastadora desde el año anterior, quizás la peor que viviera el territorio desde las terribles epidemias del siglo xvi. Los cabildos civil y eclesiástico habían intentado paliar la desgracia trayendo a la virgen de los Remedios y ante el aparente fracaso de esta intercesión se habían dirigido al santuario de Guadalupe para solicitar a esa imagen la terminación del castigo divino. El sermón de Ita y Parra comparó las dos imágenes llamando a la de los Remedios la extranjera (Ruth), asimilándola con el Arca de la Alianza que continuamente era llevada de un lugar a otro para solucionar problemas, mientras que la de Guadalupe era la nativa (Noemí) que era como la zarza ardiente e inmóvil que manifestó a Moisés la voluntad de Dios. De hecho, como en la leyenda fundadora, los Remedios había enviado a sus fieles a Guadalupe y aunque en secreto aquélla fuera la que propiciaba la salud, en lo público apareciera ésta como la sanadora “para que en los indios crezca su culto y su respeto”. Después del novenario unas fuertes lluvias extinguieron la epidemia y la ciudad de México juró como patrona a la virgen de Guadalupe. La imagen fue entonces llevada en procesión por las calles y algunos, como lo habían hecho los israelitas, marcaron las puertas de sus casas con el signo de María y no con la sangre del cordero. Para ese entonces la literatura guadalupana ya había consolidado la idea de que México, la ciudad, era el pueblo elegido, como lo muestra el epígrafe arriba citado. Ese mismo año de 1737, Bartolomé Felipe de Ita y Parra había predicado otro sermón moral ante el arzobispo Vizarrón y titulado Los pecados, única causa de las pestes. En este sermón se hacía referencia al escepticismo de algunas personas a quienes no satisfacían del todo las explicaciones teológicas e intentaban darle a las calamidades explicaciones naturales: “Acaba pues México de despertar, no te fatigues inútilmente buscándole las causas a esta 101 Bartolomé Felipe de Ita y Parra, La madre de la salud. La milagrosa imagen de Guadalupe, p. 18.



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tu Epidemia, discurriendo que las son, o las bebidas, o los alimentos, o los astros. Abre ya los ojos y sabe cierto que no viene sino de la mano de Dios que te castiga”.102 En 1736, poco antes de que se iniciara la epidemia, desembarcaba en Veracruz el valtelinés Lorenzo Boturini (1698-1755), quien permanecería en Nueva España hasta 1743. A lo largo de su estancia, este peculiar personaje recopiló una enorme cantidad de documentos sobre la tradición guadalupana y el México prehispánico gracias a sus recorridos por pueblos indígenas en el valle del Anáhuac y en la región tlaxcalteca y en archivos y bibliotecas eclesiásticos y al apoyo de algunos miembros del cabildo de la catedral, encargados por ese entonces del santuario. Consiguió estos apoyos sobre todo al mostrar uno de sus hallazgos, el “Testamento de Juana Martín” o “Testamento de san Buenaventura Cuauhtitlán”, fechado supuestamente en 1559, en el que se mencionaba a Juan Diego; este documento parecía conferir mayor autenticidad histórica al indio vidente que todos los testimonios de los ancianos de Cuauhtitlán recogidos durante las Informaciones de 1666.103 La obra de Boturini contribuyó mucho al fortalecimiento de la tradición guadalupana, pues no sólo fue capaz de encontrar las fuentes primarias que hablaban de sus inicios en el siglo xvi sino incluso inició un proceso, aunque fracasado, para que se realizara una ceremonia de coronación de la imagen, a la imitación de la que se hiciera en 1717 en Frascati (Italia) con la virgen del Refugio.104 Uno de los principales objetivos de Boturini durante su estancia en México era escribir en latín una historia compendiada de las apariciones para dar a conocer el milagro a las naciones extranjeras, obra que fue realizada en los aposentos que se había improvisado en la pequeña capilla de la cima del cerro del Tepeyac. La obra quedó manuscrita e inconclusa por falta del apoyo del entonces arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien iba dirigida. Pero más importante que este texto fue su colección de documentos denominado Museo indiano, en el que se incluían varios papeles guadalupanos, mismos que le fueron confiscados cuando en 1743 fue llevado a prisión por orden del virrey conde de Fuenclara, bajo la acusación de haberse introducido ilegalmente en Indias.105 La presencia de Boturini, sin embargo, no sólo atrajo la atención del cabildo y de las autoridades. Varios de los más distinguidos intelectuales criollos vieron con malos ojos que un extranjero que se autonombraba “Historiador de Nuestra Señora de Guadalupe” estuviera solicitando por todos lados documentos históricos sobre el milagro y se inmiscuyera en un tema 102

Véase B. F. de Ita y Parra, Los pecados, única causa de las pestes. Para una interpretación crítica de este documento y su contexto, puede verse Javier Noguez, Documentos guadalupanos, pp. 61-64. 104 Véase F. I. Escamilla, “La piedad indiscreta…”, en Francisco Cervantes y Pilar Martínez (eds.), La Iglesia en Nueva España... 105 F. I. Escamilla, “Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini”, en Memorias del Coloquio Poder Civil..., pp. 129 y ss. 103

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que debía concernir sólo a los escritores nativos del país e instruidos en su historia. Uno de estos escritores era el oratoriano, poeta, dramaturgo e historiador criollo (y mulato) Cayetano de Cabrera Quintero (ca. 1695-ca. 1775), quien contrastaba la figura de Sigüenza como autoridad en el tema y como recopilador de materiales, con la labor de ese “extranjero”, considerado como plagiario y advenedizo. Como señalaba el mismo autor, los papeles reunidos por Boturini resultaban ser, más que los materiales fundamentales del historiador, unas peligrosas “máquinas troyanas”. Como el Caballo de Troya, los documentos bajo el aspecto de auxilios podían ser en realidad una trampa que arriesgara los fundamentos históricos del milagro.106 La primera vez que Cabrera rompió lanzas sobre el tema fue en 1738 a raíz de un parecer jurídico que Juan Pablo Zetina Infante, maestro de ceremonias de la catedral de Puebla, escribió en contra del patronato guadalupano. En él no sólo argumentaba como principal impedimento para la jura el silencio de la Sagrada Congregación de Ritos, sino que además remarcaba de nuevo la falta de los testimonios originales del milagro. El escrito desató una furibunda réplica que Cayetano de Cabrera Quintero publicó en su contra usando el seudónimo de Antonio Bera Cercada y con el título El patronato disputado.107 El texto fue incluido por el autor en una obra más amplia, escrita entre 1740 y 1746 y redactada por encargo del entonces arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón (1734-1741) y del ayuntamiento de la capital: Escudo de armas de México.108 La portada, obra que diseñó el pintor José de Ibarra, muestra a los miembros de esa corporación en primer plano y al escritor en el siguiente, mientras la imagen de la virgen sobrevuela la ciudad asolada por la epidemia derramando sobre sus habitantes sus gracias. Este libro era la crónica de la desastrosa epidemia y un alegato en favor de la historicidad de las apariciones de la virgen de Guadalupe y de la legalidad de su adopción como patrona de la capital y de todo el reino. Cabrera Quintero fundamentaba la autenticidad de la aparición de la virgen exponiendo que ésta podía determinarse de tres formas: en primer lugar, si se tomaba en cuenta la milagrosa conservación y permanencia de la imagen en el ayate del indio Juan Diego y proponía una nueva inspección de la pintura realizada por los peritos de la materia; por otro lado, resaltaba la importancia que tenía la persistencia de la tradición del culto guadalupano, logrado a través de la transmisión oral cuyo origen se remontaba al siglo xvi. Pero sin duda el fundamento histórico más importante que sugiere Cabrera Quintero se refiere a la existencia de escritores y testimonios de los archivos 106

F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo...”, op. cit., pp. 199 y ss. Véase [Cayetano Cabrera Quintero], El patronato disputado, dissertación apologética, por el voto, elección, y juramento de patrona, a María Santíssima, venerada en su imagen de Guadalupe de México... 108 Véase C. Cabrera Quintero, Escudo de Armas de México… 107



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públicos, manuscritos y libros impresos referentes al relato primitivo de las apariciones y de los cuales Becerra Tanco y Sigüenza y Góngora hacen referencia, a pesar de que nadie más haya encontrado físicamente rastro alguno de aquellos documentos. El texto finalmente pretendía acallar las dudas de varios escépticos para los cuales la falta de testimonios de origen en el milagro lo hacía sumamente cuestionable.109 Desde 1737 el tema de la virgen de Guadalupe había colocado en el primer plano a un importante grupo de la intelectualidad clerical de la capital, entre los que estaban los ya mencionados: Bartolomé Felipe de Ita y Parra, José de Eguiara y Eguren y Cayetano de Cabrera Quintero. Desde el cabildo catedralicio de México, la real universidad y el seminario conciliar, estos hombres habían pugnado por el reconocimiento formal de la imagen guadalupana como patrona de la capital y la habían convertido en estandarte de sus aspiraciones espirituales. Sólo faltaba que este símbolo de la capital fuera jurada como patrona de toda Nueva España, hecho que se consiguió gracias a la colaboración en 1746 de los representantes de todas las diócesis novohispanas. La defensa de sus intereses comunes (sobre todo frente a las pretensiones del clero regular) había generado desde el siglo xvii fuertes vínculos entre los cabildos catedralicios novohispanos que ahora se unían de nuevo bajo un interés común. En este proceso también tuvieron un papel determinante los jesuitas, quienes se mostraron activos predicadores del milagro y promotores de su canonización. Fue precisamente un jesuita, Juan Francisco López (16961773), quien fue encargado por el prebendado del cabildo eclesiástico de la capital, Cayetano Antonio de Torres, en nombre de todas las sedes novohispanas, de llevar a Roma la petición para que el sumo pontífice sancionara el culto y una copia de la imagen pintada por Miguel Cabrera.110 En 1754 Benedicto XIV nombraba a la Guadalupana “Patrona de la América septentrional”, aunque no fue sino hasta 1756 que la Santa Sede sancionó el culto y otorgó oficio especial.111 Sin embargo, el pontífice sólo había certificado la existencia de una antigua tradición al culto de la virgen, dado que no existía una declaración o documento explícito que diera pleno testimonio sobre la aparición. El hecho no pasó inadvertido para los novohispanos y el sermón predicado en la basílica de Guadalupe en 1756, al recibirse la declaración pontificia, remarcó que la declaración papal no avalaba el milagro, sólo sancionaba la tradición, lo cual era suficiente para un culto cuya justificación se basaba precisamente en ella. El autor de la pieza oratoria, Cayetano Antonio de Torres, uno de los más brillantes y entusiastas promotores del culto, concluyó su intervención con una exaltada visión del terri109

F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanismo…”, op. cit., p. 211. J. Cuadriello et al., Zodiaco mariano..., pp. 21 y ss. 111 J. Cuadriello, “El discurso de la ceremonia de jura: un estatuto visual para el reino de Nueva España. El caso del Patronato Guadalupano de 1746”, Tiempos de América. Revista de Historia, Cultura y Territorio, pp. 3-18. 110

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torio que “desde Nicaragua y Honduras hasta los pimas y californios” se constituía en un templo que veneraba a su patrona. La “prodigiosa extensión de este vastísimo imperio” se congregaba para celebrar sus glorias. Guadalupe daba al reino un estatuto jurídico avalado por el cielo.112 Las declaraciones pontificias de 1754 y 1756 despertaron un furor guadalupano que venía a reforzar un proceso que ya se había iniciado desde finales del siglo xvii con la fundación de santuarios guadalupanos y de numerosas cofradías dedicadas a esa advocación en las principales ciudades de Nueva España. Santuarios y cofradías se habían constituido en importantes bastiones de los curas párrocos del clero secular y de los cabildos catedralicios. En Valladolid, por ejemplo, los miembros de esa corporación lograron reforzar su preeminencia social al reproducir el esquema de los cuatro baluartes protectores de la capital virreinal, con la fundación de los santuarios marianos de Nuestra Señora de Urdiales al norte, la Soterraña al poniente, la virgen de Cosamaloapan al sur y Guadalupe al oriente.113 A lo largo de las dos décadas siguientes (1760-1780), los promotores guadalupanos en todas las ciudades del virreinato no sólo promovieron la erección de altares dedicados a ella en todos los templos del territorio, sino que además se dieron a la tarea de consolidar los fundamentos históricos y jurídicos de la adopción de esa imagen, frente a las críticas de sectores escépticos que los consideraban insuficientes, siendo el ayate, para la mayoría de los defensores, la prueba incontestable del milagro.114 Al ser uno de sus principales argumentos la imagen misma, entre 1751 y 1752 el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, quien había promovido dos años atrás la fundación de una colegiata en el santuario atendida por canónigos e independiente del cabildo de la catedral, encargó su inspección a varios de los más connotados pintores y “científicos” del reino.115 El dictamen más conocido fue el del pintor oaxaqueño Miguel Cabrera (1695-1756), quien con un grupo de colegas, entre los que estaba José de Ibarra, sacó una calca del original para enviar una copia a Roma. En 1756 salía a la luz el dictamen de 112

Véase Cayetano Antonio de Torres, Sermón de la santísima virgen de Guadalupe. Mónica Pulido Echeveste, Reconfigurar los espacios…, p. 72. La autora cita un sermón de 1742 del agustino fray Manuel Ignacio Farías predicado en la catedral de Valladolid a raíz de la jura del patronato. 114 Véase, por ejemplo, el sermón predicado en Pátzcuaro por José Antonio Eugenio Ponce de León, El patronato que se celebra, suplemento del testimonio, que no ay, de la aparición de la santíssima virgen de Guadalupe Nuestra Señora. Sermón panegyrico, que el día doce de diciembre de este año de 1756, en la magnífica función con que celebró su declarado patronato en la iglesia de la misma señora la nobilísima ciudad de Pátzcuaro. Es curioso que en uno de los pareceres el jesuita Lazcano se extrañaba que Vasco de Quiroga jamás hubiera hablado de las apariciones ni extendiera el culto. Véase F. I. Escamilla, “Máquinas troyanas: el guadalupanimo…”, op. cit., p. 219. 115 En el año de 1749 fue aprobada la creación de la Insigne Iglesia Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, “siendo formada por un abad, diez canónigos, seis racioneros, seis capellanes y sacristanes y un mayordomo”. Su fundación se originó en medio de una feroz disputa entre el nuevo abad, Juan Antonio de Alarcón y Ocaña, y el arzobispo don Manuel Rubio y Salinas. 113



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esta inspección bajo el título de Maravilla americana, opúsculo dedicado al arzobispo Manuel Rubio y Salinas.116 Cabrera iniciaba su obra señalando lo prodigioso de la incorruptibilidad del lienzo en un ambiente salitroso como el de la laguna, analizaba el material concluyendo que no era fibra de maguey y afirmaba que la imagen había sido pintada con una inusual combinación de técnicas y pigmentos. En la obra se concluía que por su belleza y perfección la pintura no podía ser obra de pinceles humanos.117 Cabrera, artista que había trabajado para los grandes promotores del culto como la Compañía de Jesús y la colegiata de Guadalupe, y que era el pintor de cámara del arzobispo Rubio y Salinas, se convertiría, gracias a la Maravilla y a sus numerosas imágenes de la virgen, en el más célebre de los pintores guadalupanos del siglo xviii. Durante las inspecciones de 1752 había estado presente Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, el escritor poblano amigo de Boturini, cuyo interés por las apariciones lo llevó a escribir una monumental obra sobre los cuatro santuarios de la capital: Baluartes de México. En ella daba como prueba de la autenticidad de la imagen la devoción que tenían hacia ella los indios, y la tradición que se guardaba en sus comunidades y que se remontaba a los tiempos de Juan Diego. La forma de transmisión de esa tradición eran los cantos que rememoraban las historias de las apariciones a través de los ancianos de cada pueblo que las habían recibido de sus antepasados.118 Al mismo tiempo, estas dos décadas vieron aparecer sermones en los que se exaltaban la imagen con atrevidas metáforas, como la de comparar el milagro del ayate con la Eucaristía, y hablar de ella como un sacramento perpetuo. En muchos se hacían descripciones pormenorizadas del rostro y mientras algunos insistían en que la imagen reproducía el aspecto de la Virgen tal como vivía en Nazaret, otros en cambio mencionaban que María había tomado el aspecto de las indias, para llegar más fácilmente a los naturales. En muchos se sostenía la atrevida hipótesis, ya propuesta por Miguel Sánchez, que las apariciones en el cerro del Tepeyac eran “la tercera etapa de la historia de la revelación divina”, siendo la primera la de la zarza ardiente ante Moisés en el monte Sinaí y la segunda la manifestación del Hijo de Dios en el Calvario.119 En un sermón pronunciado en 1758 por Francisco Xavier Lazcano (17021762), en pleno furor de la confirmación del patronato sobre América, el jesuita llegó a aseverar que, de no ser por las verdades de la fe, los indios esta116 Véase Miguel Cabrera, Maravilla americana y conjunto de varias maravillas observadas con la dirección de las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Hubo una edición en italiano en Ferrara en 1783. 117 D. Brading, La virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, pp. 267 y ss. 118 Véase Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, Baluartes de México. Descripción histórica de las cuatro milagrosas imágenes de Nuestra Señora que se veneran en la muy noble, leal e imperial ciudad de México. 119 D. Brading, La virgen de Guadalupe…, pp. 260 y ss.

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rían adorando a María como “suprema deidad”. Para remarcar el gran privilegio recibido por América se marcaban las diferencias entre ésta y Europa: allá la conversión de los infieles se había dado por Cristo, acá por María; en el viejo continente entró la fe por los oídos, en el nuevo por los ojos; mientras en Europa varias de las imágenes de la Virgen habían sido pintadas o esculpidas por san Lucas, la Nueva España “poseía una imagen pintada por la propia María”. La Virgen, concluía, “quiso ser paisana nuestra, ser natural y como nacida en México […] ser conquistadora, ser primera pobladora”. El sermón culminaba con una exaltación de la capital: “Recibió México de Roma la Fe de Jesucristo. Ya le pagó México a Roma, con el apostolado de los amores más tiernos de María. Doble la rodilla la soberana Tiara a la milagrosa mexicana”.120 Diez años atrás otro jesuita, Francisco Xavier Carranza (1703-1769), había expresado en el santuario de Querétaro una escandalosa profecía sobre la llegada del sumo pontífice a Nueva España, cuando las fuerzas del anticristo tomaran Roma. La Ciudad Eterna regresaría al paganismo y la nueva sede, el lugar donde había estado el Edén, sería México, territorio libre de guerras y corrupción.121 Bajo el Tepeyac, la capital tenochca, convertida en una nueva Roma, estaría protegida por la virgen de Guadalupe y el arcángel san Miguel.122 La vocación guadalupana de los jesuitas siguió estando presente incluso después de su expulsión y en Italia se convirtieron en entusiastas difusores del culto, que para ellos constituía un fuerte signo de identidad en el exilio.123 Uno de los temas centrales del guadalupanismo de esta época fue el que mostraba la aposición desierto-paraíso. El cronista dominico fray Juan Bautista Moya señala, por ejemplo, que el cerro “convirtió su aridez en primavera y sus espinas en fragantísimas purpúreas rosas”. Y agrega que halló Juan Diego el lugar nombrado: “primavera de flores, vergel de delicias y convertido en paraíso de fragancia”.124 Para Antonio Díaz del Castillo el paraíso perdido en Europa había sido recuperado en México, gracias a la virgen de Guadalupe, “Divina Amalthea, florida diosa” que transformó el invierno en rosa, el infierno en paraíso. Esta idea protectora la volvemos a encontrar en Francisco Xavier Rodríguez, quien señalaba que desde el Tepeyac la virgen protegía a América de las ideas cismáticas de los herejes: “No hay me120 Véase Francisco Xavier Lazcano, Sermón panegyrico al ínclito patronato de María Señora Nuestra en su milagrosa imagen de Guadalupe; D. Brading, “La patria criolla y la Compañía de Jesús”, en op. cit., pp. 58 y ss. 121 D. Brading, Siete sermones guadalupanos, pp. 41 y 43. 122 Véase Francisco Javier Carranza, La transmigración de la Iglesia a Guadalupe. 123 S. Vargas Alquicira, op. cit., pp. 64 y ss. Esta autora menciona las obras de Diego José Abad y de Andrés Diego de la Fuente, quienes publicaron en varias ciudades italianas poemas y prosa sobre el culto guadalupano. 124 Juan de la Cruz y Moya, Historia de la santa y apostólica provincia de Santiago de Predicadores de México en la Nueva España, vol. i, p. 194.



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moria en nuestros anales de semejante azote, desde que se dejó ver en este monte la gran María”. El paraíso indiano tenía así la más hermosa rosa, México era el cielo y su sol era Guadalupe. Este paraíso, para Francisco Xavier Conde y Oquendo, estaba libre de la serpiente de la herejía, pues ésta había sido ahuyentada por la Madre del Tepeyac “con el olor de sus flores”.125 Este tema estaba muy relacionado con otro, el de la protección de la virgen de Guadalupe, no sólo sobre el reino de Nueva España, sino sobre todo el imperio español, a quien había defendido de las agresiones extranjeras. Desde principios del siglo xviii, con motivo del apoyo que muchos criollos dieron al monarca Felipe V contra el pretendiente austriaco al trono, varios oradores insistieron en que los triunfos obtenidos por los borbones y sus aliados frente a Austria e Inglaterra habían sido obra de la virgen mexicana, quien protegía a aquellos que luchaban contra los herejes. Iguales argumentos aparecieron durante la guerra con Inglaterra entre 1739 y 1748. Eran tiempos en los que aún se creía en un imperio unido bajo un monarca y una fe y en los que Guadalupe era para los criollos una imagen que protegía tanto a los españoles americanos como a los europeos.126 Un tercer tema se relacionaba con la lectura de la imagen como un mensaje cifrado. Ya Jerónimo de Valladolid, en un dictamen a la obra de Florencia, decía que la imagen había sido pintada como un jeroglífico en la tradicional manera como los indios escribían, por lo que Dios quiso comunicarse con ellos con su propio discurso. Miguel Cabrera volvió sobre el tema en su Maravilla americana al decir que Dios había empleado “el lenguaje de los indios, quienes no conocían otro tipo de escritura que no fuera la de los jeroglíficos”. Los mismos argumentos utilizó José de Eguiara y Eguren, quien en un sermón en la catedral el 10 de noviembre de 1756 señalaba que la virgen se adaptó “al estilo del país y de los mexicanos”, cuyos libros estaban llenos de figuras, símbolos y jeroglíficos, al utilizar una pintura para dirigirse a ellos.127 A pesar de esas muestras de exaltación patriótica, los nuevos vientos racionalistas seguían impugnando las apariciones con los argumentos de la falta de testimonios. Tales impugnaciones comenzaron a marcar el tenor de los sermones y de los textos guadalupanos en las últimas décadas. Uno de esos defensores fue José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796), canónigo de la catedral y maestro universitario, quien en un sermón predicado en la colegiata de Guadalupe en 1777 y en una Disertación histórico-crítica escrita el año siguiente se enfrentaba a la incredulidad y escepticismo de aquellos 125 Véase Antonio Díaz del Castillo, Sermón fúnebre al capitán Gaspar de Villalpando; Francisco Xavier Rodríguez, Sermón a la Señora de Guadalupe, p. 24; Francisco Xavier Conde y Oquendo, Discursos sobre la aparición de la portentosa imagen de María Santísima de Guadalupe, vol. i, p. 294; Alicia Mayer, Lutero en el Paraíso…, pp. 322 y ss. 126 F. I. Escamilla, “Razones de la lealtad, cláusulas de la fineza; poderes, conflictos y consensos en la oratoria sagrada novohispana ante la sucesión de Felipe V”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (eds.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, pp. 179-204. 127 D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 252.

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que negaban los milagros. Aunque estaba de acuerdo con una crítica prudente hacia las prácticas religiosas nacidas del ámbito popular, encontraba que el culto guadalupano no sólo estaba avalado por una documentación que remontaba al siglo xvi, sino además, y sobre todo, por una tradición documentada, constante e inmutable desde sus orígenes. Aunque ni el sermón ni la disertación fueron publicadas en su tiempo (lo serían hasta 1801), la defensa de Uribe al culto le valió el reconocimiento de sus contemporáneos.128 Sin embargo, todos los argumentos que se habían manejado hasta el momento no eran más que paliativos que intentaban solucionar la falta de los autos de Zumárraga sobre el milagro y el silencio de los autores contemporáneos al suceso. En 1794 el cronista de Indias Juan Bautista Muñoz presentaba en la Academia de la Historia de Madrid una breve disertación histórica sobre las apariciones de la virgen mexicana; en ella negaba abiertamente la historicidad del hecho basado sobre todo en el manuscrito de la Historia de Sahagún. La obra de Muñoz era heredera de una actitud crítica hacia las apariciones milagrosas que se había manifestado en España desde mediados de la centuria con autores como el marqués de Mondéjar, Manuel Martí y Juan de Ferreras, quienes habían puesto en duda tradiciones religiosas como la prédica de Santiago en España y la aparición de la virgen del Pilar. Estas obras, al igual que el Teatro crítico de Benito Jerónimo de Feijoo, fueron leídas por los novohispanos desde su aparición, pero en ellos no tuvieron impacto como para cuestionar el milagro guadalupano.129 De hecho, el texto de Muñoz, que no se conoció en México sino hasta 1817, no pudo haberlo suscrito ningún criollo. La virgen de Guadalupe se había convertido en un elemento tan fundamental de la identidad patria, tanto de la capital como de todas las ciudades del territorio, que negar su historicidad hubiera puesto en peligro el sustento de su emblema más sólido. Con todo, las discusiones sobre la tradición guadalupana y la perspectiva ilustrada sobre los hechos milagrosos habían introducido en el tema una larva de racionalismo crítico de la que ni los criollos pudieron liberarse. Evitando el espinoso tema de la documentación original, dos autores criollos que se ostentaban como creyentes del milagro cuestionaron sin embargo aspectos vinculados con la imagen misma de Guadalupe, la prueba material más contundente que existía sobre el prodigio, y con la tradición del relato de la aparición. El primero en aparecer fue un texto titulado Manifiesto satisfactorio, opúsculo guadalupano, de Ignacio Bartolache (1739-1790), doctor en medicina, profesor de matemáticas en la Universidad de México, autor de varios tratados sobre asuntos científicos y editor del Mercurio volante, gaceta de difusión de ciencia y tecnología. En la obra, con el rigor de un racionalista ilustrado, el autor se dedica a analizar la pintura y encuentra que la tela o 128 Véase F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796). El cabildo eclesiástico de México ante el Estado borbónico. 129 F. I. Escamilla, “La Iglesia en los orígenes de la Ilustración novohispana”, en Pilar Martínez (ed.), La Iglesia en Nueva España: problemas y perspectivas de investigación, pp. 105 y ss.



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ayatl era demasiado larga y estrecha para haber sido empleada como el manto de un indio; que la tela había recibido un aparejo o preparación, y que el material no era fibra de maguey sino un textil más fino llamado iczotl, una especie de palma silvestre. Finalmente, la imagen era defectuosa de acuerdo con las normas de la pintura. Lo primero: “la desproporción que se dice haber en el muslo izquierdo, más grande de lo que correspondía a todo el cuerpo. Lo segundo: las contraluces, esto es, las luces encontradas sin arte. Lo tercero: los perfiles negros, que dicen ser de mal gusto, y prohibidos por los tratadistas que escribieron sobre el arte de la pintura. Lo cuarto: lo dorado de la túnica, que se representa como una superficie plana, sin quebrar, como parecía correspondiente, en los parajes en que en dicha túnica está encañonada o plegada. Lo quinto: que el hombro izquierdo parece estar muy abultado y las manos, al contrario, muy pequeñas”.130 A pesar de sus declaraciones de creyente, lo que había hecho Bartolache era demoledor pues trataba la imagen de Guadalupe con los criterios de sus cualidades artísticas o técnicas y consideraba que podía sufrir el deterioro de cualquier obra humana. Después de un silencio forzado, en parte por el impacto de la obra de Bartolache, apareció otra novedad en 1794 que afectaba la tradición canónica de las apariciones. Con motivo de la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, se encargo al dominico fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) el sermón de la celebración. Asistieron al acto el virrey marqués de Branciforte y el arzobispo de México Alonso Núñez de Haro. El doctor Mier había ganado tal privilegio debido a los méritos obtenidos un mes antes por el sermón que predicó en la iglesia del Hospital de Jesús para conmemorar el traslado de los huesos de Cortés y la primera entrada de los españoles a la ciudad de México-Tenochtitlan. Ante el azoro de los asistentes, el fraile dio en su sermón guadalupano una versión no canónica de la aparición: la tela donde se estampó la imagen milagrosa no era la tilma de Juan Diego sino la capa del apóstol santo Tomás, a quien los indios conocían como Quetzalcóatl.131 El mismo santo había depositado la imagen en las colinas de Tenayuca de modo que fuese venerada por los indios, pero cuando éstos cayeron en la apostasía, santo Tomás la ocultó. Mier no negaba la aparición de la Virgen María a Juan Diego, pero aseguraba que en ella sólo reveló la ubicación de su imagen oculta, de manera que pudiese llevársela a Zumárraga. Fray Servando hacía remontar la imagen de Guadalupe al tiempo en que la Virgen aún vivía, cuando se imprimió su efigie en la túnica del apóstol.132 130 Joseph Ignacio Bartolache, Manifiesto satisfactorio anunciado en la Gaceta de México..., publicado por E. de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda (eds.), Testimonios..., p. 598. 131 Servando Teresa de Mier, Obras completas. El heterodoxo guadalupano, vol. i, p. 27. 132 D. Brading, La virgen de Guadalupe…, p. 316. Con ello Mier no hacía sino remitirse al esquema narrativo de numerosas imágenes españolas (Almudena, Guadalupe, Atocha, etcétera), las cuales habían sido hechas en los tiempos apostólicos, desaparecieron durante la invasión musulmana y volvieron a aparecer cuando los infieles fueron expulsados.

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Con el sermón heterodoxo no sólo se arrebataba a España la gloria de haber introducido el cristianismo en América, sino también se emitía una variante en el “dogma” oficial del guadalupanismo. La descabellada tesis de Mier, sin embargo, no era de su autoría, la había oído del licenciado Ignacio Borunda, quien sostenía que las dos piedras recién desenterradas en la plaza mayor, la Coatlicue y el “Calendario Azteca”, contenían la historia del mundo a partir del diluvio, la predicación de santo Tomás en América y los misterios de la Encarnación y la Trinidad. Con este afán por descifrar los jeroglíficos prehispánicos Borunda también aplicó a la virgen de Guadalupe este método y la estudió como un jeroglífico.133 Con las teorías sobre la evangelización primitiva del padre Mier se cerraba el ciclo de los mitos virreinales sobre el tema. La Iglesia apostólica de América, que había dado argumentos para justificar posiciones políticas diversas, como la apreciación de la conquista como un mandato divino, la necesidad de conservar el control de las parroquias por los regulares o la exaltación de la patria criolla, sería utilizada finalmente como una bandera para que la Nueva España consiguiera su liberación de la tutela mesiánica de los españoles.134 El sermón de Mier y las tesis de Borunda parecían ser una respuesta tardía al Manifiesto satisfactorio de Bartolache, quien ya había muerto para entonces. La solución que encontraron ambos autores era digna de la cultura barroca y cien años atrás hubiera sido aplaudida, pues unía los dos símbolos más caros para los criollos. Pero en un momento en que era necesario afianzar la tradición canonizada, la intervención de Mier se consideró peligrosa. El sermón caía además en un momento muy poco propicio: la guerra entre España y la República Francesa había creado una psicosis colectiva acentuada por el descubrimiento de una “conspiración” que intentaba imponer en Nueva España las nuevas ideas revolucionarias. Cualquier escándalo o inquietud en materia política o religiosa eran vistos como intentos por alterar el orden. La desgracia política se abatió entonces sobre fray Servando, a quien el arzobispo retiró sus licencias para predicar. El encargado de responder al herético sermón fue el canónigo José Patricio Fernández de Uribe, campeón de la tradición inmemorial, quien ridiculizó la descabellada teoría con argumentos racionales y mostró la peligrosidad de hipótesis tan fantasiosas: se daban bases a los impíos para reforzar sus burlas contra los milagros y se debilitaba la fe del pueblo al mostrar una versión que difería de la tradicionalmente avalada por la Iglesia. A instancias del canónigo Uribe, el arzobispo Alonso Núñez de Haro emitió un edicto el 25 de marzo de 1795 en que se prohibía la prédica y enseñanza de toda versión no autorizada de la tradición guadalupana. Las ricas metáforas que había creado la retórica barroca quedaban aplastadas por argumentos racionalistas que al intentar explicar el milagro habían generado 133 134

Ibid., pp. 319-324. S. T. de Mier, op. cit., vol. i, p. 78.



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un callejón sin salida. El guadalupanismo, que se había alimentado de una convivencia entre la devoción popular y el exaltado discurso de los sacerdotes criollos, se partía en dos vertientes irreconciliables: una popular, que seguiría viva hasta hoy, y la otra culta, que enfrentaría el gran dilema que tanto había atormentado a los historiadores guadalupanos anteriores: la falta de testimonios contemporáneos a los hechos narrados por la leyenda.135 Los textos aparicionistas habían sufrido un profundo cambio en doscientos años. Aunque todos ellos nacían de la existencia de una comunidad de creyentes que compartían los mismos códigos con quienes escribían, con el paso del tiempo se iban distanciando cada vez más los dos mundos, el de las prácticas y el de la escritura. Conforme avanzaba el Siglo de las Luces, y con él la secularización, la repetitiva descripción de milagros perdió su razón de ser como fenómeno literario y se volvió un mero ejercicio reiterativo, pero las prácticas que estos textos habían fomentado durante décadas ya estaban tan arraigadas que no se vieron afectadas por los cambios de la modernidad y, siguiendo su propia dinámica, continuaron formando parte de la vida de las comunidades. Esta devoción popular, extendida ya como símbolo del reino, explicaría el influjo que tuvo el gesto de Miguel Hidalgo al enarbolar la imagen de la virgen de Guadalupe como enseña de campaña en Atotonilco, el santuario más importante de la región del Bajío. En ella se había conjugado la potestad del reino de la Nueva España, las demandas de justicia para los americanos y una devoción popular ya muy extendida. A pesar de que en ambos bandos (realista e insurgente) había criollos guadalupanos, la sociedad novohispana estaba sumamente polarizada. Los dos grupos en pugna la invocaban para fortalecer proyectos políticos radicalmente distintos. Esto explica por que Mariano Beristáin, un crítico furibundo del movimiento insurgente, encabezó una misa de desagravio por el “mal uso” que los insurrectos hicieron de la imagen de la virgen de Guadalupe.136 Detrás de ello también estaba la jura que el ejército realista hiciera en 1811 de la virgen de los Remedios como generala y campeona frente a los insurgentes, recuperando su carácter de virgen de la Conquista y siendo víctima de fusilamientos por parte de los insurrectos.137 5. Los indios vistos por los ilustrados Esto es lo poco que he podido indagar de este apreciable monumento de la antigüedad indiana: otras significaciones respectivas a su falsa religión he omitido de propósito, por ser inconducentes a la Cronología, y Astronomía y sólo tienen 135

F. I. Escamilla, José Patricio Fernández de Uribe…, pp. 135 y ss. A. Ávila, “La crisis del patriotismo…”, en A. Mayer y E. de la Torre Villar (eds.), op. cit., p. 215. 137 Linda A. Curcio-Nagy, “Native Icon to City Protectress…”, The Americas, núm. 3, lii, p. 389. 136

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lugar en su Astrología judiciaria, y en sus ridículos y supersticiosos ritos; para no confundir con las sombras que les figuraba el demonio en sus falsas predicciones, y pronósticos genetliacos [sic], los claros conocimientos que tuvieron los mexicanos de los movimientos de los principales Planetas, y el método de observarlos para dividir el tiempo y gobernarse en su distribuciones civiles y religiosas.138

En 1790, a raíz de unos trabajos realizados en la plaza mayor, fueron desenterrados dos enormes monolitos de la antigua México-Tenochtitlan: uno, la Piedra del Sol o “Calendario Azteca”, fue colocado en el costado poniente de la catedral; al otro, la Coatlicue, se le depositó en el claustro de la universidad. Antonio de León y Gama, empleado del oficio de cámara de la Audiencia y conocedor del pasado indígena, publicó dos años después en la Gaceta literaria una descripción de las dos esculturas, tratando de descifrar los “jeroglíficos” que contenían (a partir de la emblemática europea, como se había hecho con los de Egipto) y dándoles a ambas un sentido astrológico. Su posición ante el hallazgo, según contaba en una carta, era de admiración, pero al mismo tiempo decía estar preocupado por la pérdida de esos monumentos de la gentilidad, que en la culta Europa estaban siendo revalorados y que en Nueva España era necesario recuperar “para ilustrar la Historia mexicana que estaba tan oscura”.139 Algo que sorprendió a los ilustrados criollos de entonces fue que los indios comenzaron a rendir culto a la Coatlicue que se exhibía en el claustro de la universidad; a los pies de la antigua diosa aparecieron veladoras encendidas y ofrendas, por lo que se decidió volver a enterrarla por un tiempo. En esta anécdota se pueden observar las dos grandes líneas con las que el pensamiento ilustrado percibió a los indios: una, relacionada con el rescate y admiración por el mundo prehispánico como un elemento de orgullo; la otra, que veía a los indios contemporáneos como seres débiles, llenos de vicios, proclives aún a la idolatría y cristianizados muy superficialmente. En cuanto a la primera posición, lo más notable es el cambio de actitud ante los ídolos respecto a la que se tenía tres siglos atrás. En contraste con la postura de los frailes que los consideraban manifestaciones demoniacas, el Siglo de las Luces los veía como monumentos de la Antigüedad mexicana, como manifestaciones de una cultura que merecía ser conocida, pues era parte del pasado de este territorio. Antonio León y Gama, que publicó en 1792 un estudio de las dos piedras acompañado de una explicación sobre el sistema calendárico mexica, su mitología y su astronomía, aseguraba que la perfección geométrica y los conocimientos contenidos en estas piezas eran 138 Antonio de León y Gama, Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en ella el año de 1790, p. 113. 139 J. Gutiérrez Haces, “Las antigüedades mexicanas en las descripciones de don Antonio de León y Gama”, en Los Discursos sobre el Arte. XV Coloquio Internacional de Historia del Arte, p. 122.



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prueba irrefutable de la sabiduría de los antiguos mexicanos. Los ídolos se convertían así en documentos históricos. Otro gran estudioso del pasado y destacado científico, José Antonio Alzate, coincidía también en exaltar la grandeza del México indígena y un año antes que saliera la obra de León y Gama (1791) publicaba en su Gaceta literaria una interesante descripción del “castillo” de Xochicalco y de las ruinas de Tajín descubiertos una década atrás (1777 y 1785). En su obra exaltaba los grandes conocimientos arquitectónicos, matemáticos y astronómicos que se necesitaron para construir tan soberbios edificios. Poco después León y Gama lo cuestionaría diciendo que Xochicalco era un templo y no un castillo, y lo que se ofrecían a los dioses ahí eran flores, de ahí el nombre.140 Los dos estudiosos novohispanos estaban siguiendo en este sentido a los “anticuarios” europeos que en esos momentos creaban el término “Antigüedad” para definir no sólo el arte griego y romano, sino también el egipcio. Los novohispanos comenzaron a utilizar la acotación de antigüedades mexicanas para todos aquellos vestigios del mundo prehispánico que debían ser preservados como un timbre de orgullo. A pesar de sus diferencias, Alzate y León y Gama participaban de una visión muy positiva del pasado indígena, visión que comunicaban y compartían con otros dos sabios mexicanos jesuitas que habían sido expatriados y desde Italia producían textos que iban en la misma línea, pero con otros objetivos: Francisco Xavier Clavijero y Pedro José Márquez. Entre 1780 y 1781, el padre Clavijero, sin duda el autor que con mayor solidez intentó reconstruir el pasado indígena de su patria, daba a la luz en Cesena, en italiano y en cuatro volúmenes, su obra Storia Antica del México, seguida de una serie de Disertaciones que tenían un carácter polémico. Traducida muy pronto al inglés y al alemán, este extenso texto se convirtió no sólo en una muestra del orgullo criollo por un pasado glorioso y equiparable a la antigüedad clásica europea, sino también en una palestra contra los prejuicios que se tenían en Europa sobre América. Tales prejuicios iban en dos sentidos: uno estaba relacionado con la capacidad de los indios, y el otro con las nefastas consecuencias de la colonización española en América. El principal autor que defendía la primera posición era Cornelius de Paw, quien consideraba la naturaleza degradada de América la causa que había producido seres inferiores a los europeos, bárbaros y sin ningún tipo de civilidad. En cambio Voltaire, Raynal y Diderot consideraban que la inferioridad se debía más a causas sociopolíticas, sobre todo al hecho de la conquista brutal de los españoles, pero una vez superadas éstas, América sería igual a Europa. La disputa del Nuevo Mundo se insertaba así en el prejuicio de la Leyenda Negra que Europa del norte generó contra España. La grandeza de los imperios azteca e inca era reconocida por algunos como muestra de que los indios no eran inferiores a las civilizaciones del mundo, lo que afectó su desarrollo fue 140

Sobre la disputa se puede ver Benjamín Keen, La imagen azteca..., pp. 311 y ss.

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la conquista española. Clavijero se enfrentaría a esas dos posiciones como español y como novohispano. Contra la segunda afirmación, el autor jesuita consideraba la conquista como un mal necesario, querido por la providencia para castigar la crueldad y superstición e iluminar con la luz del Evangelio a quienes vivían en las tinieblas, aunque no dejaba de reconocer que los maltratos y la explotación generaron miseria y alcoholismo. Clavijero se hacía eco de la teoría de corte agustiniano sobre la sucesión de los imperios que legitimaba a la Corona española como sucesora del reino de Moctezuma, pero sobre todo a los criollos como sus herederos. Aunque en algún momento revelaba sus dudas sobre el relato de la escena en la cual el emperador azteca se habría pronunciado vasallo del monarca español, en otra parte señalaba: “los reyes católicos han concedido muchas mercedes a la ilustre posteridad de Moctezuma en atención al incomparable servicio que hizo a aquel monarca en incorporar con su voluntaria cesión en la Corona de Castilla un reino tan dilatado”. Esta tradición nacida en el siglo xvi aseguraba, según vimos, que al acercase a su muerte Moctezuma mandó llamar a Cortés y, reconociendo a Carlos V como sucesor de Quetzalcóatl y en cumplimiento de los oráculos, le entregó el reino.141 Sin embargo, lo que más le interesa a Clavijero es mostrar que el mundo indígena prehispánico es similar a las grandes civilizaciones del antiguo continente. Para estudiarlo, una de sus principales fuentes fue sin duda la obra de fray Juan de Torquemada, texto que tradujo en términos comprensibles para la Europa ilustrada. De hecho, Clavijero no descubrió nuevas fuentes primarias sobre el pasado indígena, pero sí produjo una nueva interpretación de ellas desdemonizándolas. Mostró una civilización que, aislada del viejo mundo, creó una escritura jeroglífica, una arquitectura monumental, un sistema calendárico y astronómico que era igual de complejo y valioso que aquel del mundo occidental y una estructura jurídica y pedagógica que nada tenía que envidiar a Grecia y Roma. En esta visión los valores positivos de la cultura indígena son los que se asemejan a los postulados cristianos, aquellos que no son considerados superstición, error, obscenidad y pecado.142 Su postura, sin embargo, llega a mostrar desacuerdo con algunas aseveraciones de sus predecesores criollos, como Sigüenza, sobre la hipótesis de la predicación apostólica de santo Tomás en América, o acerca del origen egipcio de los antiguos mexicanos a partir de la existencia de pirámides y del uso de jeroglíficos.143 Pero su mayor interés no era éste, sino contradecir los argumentos de los escritores del norte de Europa que estaban más preocupados en construir sistemas que en catalogar e interpretar los hechos. 141

Francisco Xavier Clavijero, Historia antigua de México, libro ix, caps. 10 y 19, pp. 350 y ss.

y 364. 142 Giovanni Marchetti, Cultura indígena e integración nacional: la historia antigua de México de F. J. Clavijero, pp. 111 y ss. 143 F. X. Clavijero, op. cit., libro x, cap. 1, p. 430.



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Usando los códices que se conocían en Europa (el Mendocino, que había sido publicado en el siglo xvii por Samuel Purchas, y la Matrícula de Tributos, que editó el arzobispo Lorenzana en 1770) hizo una reconstrucción de las fronteras del imperio azteca y localizó muchos reinos que existían en el México central a la llegada de los españoles. Al mismo tiempo, como muchos de sus contemporáneos, cuestionó la validez de los testimonios de las comunidades como fuentes históricas y consideró que los únicos testimonios occidentales dignos de crédito eran aquellos de los franciscanos y los jesuitas, pues conocieron las lenguas nativas y tuvieron a la vista muchos de los códices desaparecidos. Contra las aseveraciones de De Paw sobre la pobreza de las lenguas indígenas, Clavijero aseguraba que el náhuatl era una lengua sutil y llena de matices, rica en vocablos para expresar ideas sublimes. Ante las referencias a la anarquía que reinaba entre los mexicas, el jesuita daba una relación pormenorizada del derecho, de la administración de justicia y de las muestras de buen gobierno, valor, sabiduría y benevolencia de gobernantes como Xólotl o Nezahualcóyotl. A los ataques al salvajismo y crueldad de las prácticas religiosas mexicas, Clavijero señalaba: “La religión de los mexicanos fue menos supersticiosa, menos indecente, menos pueril y menos irracional que las de las más cultas naciones de la antigua Europa y que de su crueldad ha habido ejemplos, tal vez más atroces, en casi todos los pueblos del mundo”.144 Siguiendo las argumentaciones de Las Casas llegaba incluso a insinuar que la religión de los indios había estado más cerca del cristianismo que la de los griegos y los romanos. El tema de los sacrificios humanos se situaba en la dimensión de los otros pueblos del orbe, incluso los de Europa, donde habían sido práctica común en algún momento de su historia.145 La moderna visión de Clavijero tuvo un gran influjo en México durante esta época, como lo muestra que muchas bibliotecas de criollos poseían ejemplares de su obra en italiano. Con todo, la primera edición de su libro en español se publicó en Londres en 1826. En su obra, Clavijero fusionó la interpretación providencialista de la historia con una cuidadosa exégesis de los documentos, lo que permitió incluso criticar algunas aseveraciones de quienes lo antecedieron en el estudio de las antigüedades. Con todo, su perspectiva “indigenista” no iba dirigida a exaltar los alcances propios de esa civilización sino los valores cristianos. La decadencia en la que se encontraban los indios en su presente se debía sobre todo a que la labor evangelizadora iniciada por los frailes y obispos del siglo xvi no estaba concluida. Para el autor jesuita la única solución viable era que la “nación” indígena se integrara a la española, con lo cual sus valores (los únicos rescatables que eran aquellos similares al cristianismo) cobrarían su 144

F. X. Clavijero, op. cit., Octava disertación, p. 578. Karl Kohut, “Clavijero y la disputa sobre el Nuevo Mundo en Europa y en América”, en K. Kohut y Sonia Rose (eds.), La formación de la cultura virreinal, vol. iii, pp. 92 y ss. 145

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verdadero sentido universal. Al defender a los indios de los ataques ilustrados, Clavijero estaba también argumentando a favor de su tierra y de los habitantes criollos de ella, acusados de barbarie y poco refinamiento. No es gratuito que la Storia esté dedicada a los ilustres doctores de la Universidad de México, es decir, a aquellos que con sus letras daban lustre a una patria criolla novohispana denigrada, como los indios, a causa de la ignorancia de los europeos sobre los asuntos americanos.146 Junto con su elogio a los doctores novohispanos, Clavijero les proponía formar en el edificio de la universidad un museo que recogiera estatuas antiguas, armas, obras de mosaico y manuscritos y códices para conservar “las antigüedades de nuestra patria”. Ese mismo espíritu animaba al continuador de su obra en Europa, otro jesuita más joven que él y también radicado en Italia, Pedro José Márquez (1741-1820), autor muy vinculado también con Alzate y León y Gama, cuyas obras difundió entre el público europeo. Así, en Roma en 1804 salían a la luz los libros Saggio dell’Astronomia, cronologia e mitologia degli antichi messicani, de Antonio de León y Gama, y Due antichi monumenti de architettura messicana, que traducía los textos de Alzate sobre Tajín y Xochicalco, agregando un esbozo sobre las civilizaciones antiguas del Anáhuac. En esas obras se mostraban los conocimientos astronómicos y arquitectónicos de los antiguos mexicanos para confrontar las opiniones de los europeos sobre la capacidad de los indios, proclamando la igualdad de todas las razas y su fe en el poder de la educación para llevar a todas al progreso.147 Sobre el tema obligado de los sacrificios humanos, Márquez aseguraba que no fueron tan frecuentes ni abundantes como algunos autores pretendían, además de que todos los pueblos en algún momento de su historia los habían practicado. Agregaba también que no todos los sacrificios que los indios hacían eran de seres humanos ni todos sus dioses eran sanguinarios.148 Márquez también se dirigía en su obra a sus compatriotas, animándolos a escribir sobre las grandezas de su patria para dar a los sabios imparciales europeos, hartos de las feas pinturas que les vendían de los americanos, los conocimientos necesarios para que tengan una visión más justa de ellos. A partir de los descubrimientos arqueológicos, sobre todo los de la Villa de Mecenas en Tívoli, el padre Márquez trataba de demostrar que las construcciones prehispánicas eran comparables a los logros arquitectónicos de griegos y romanos, lo que le permitía demostrar la alta civilización de los pueblos prehispánicos. En su libro Delle case di citta degli antichi roman secondo la dottrina di Vitruvio Márquez llegó a afirmar que el arte de los antiguos mexicanos formaba parte de un pasado común, por lo que sus logros 146

G. Marchetti, op. cit., pp. 67 y ss. Véase J. Gutiérrez Haces, El padre Pedro José Márquez…; B. Keen, La imagen azteca…, p. 310. 148 Pedro José Márquez, Dos monumentos antiguos de arquitectura mexicana: Tajín y Xochicalco, pp. 19 y ss. 147



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arquitectónicos podían ser estudiados a partir de los modelos descritos por el teórico latino Vitrubio. Pero el jesuita iba aún más allá de una mera comparación con el mundo clásico, proponía que el estudio de las antigüedades mexicanas ilustraría a los propios europeos sobre su pasado, pues en América se podían encontrar vestigios del arte clásico.149 Los cuatro autores criollos hasta aquí mencionados presentaban dos actitudes ante las fuentes del mundo prehispánico relativamente novedosas: por un lado comenzaron a utilizar los monumentos, esculturas y objetos como documentos; en segundo lugar aplicaron una epistemología a los testimonios ya conocidos (códices, crónicas y otros testimonios) que intentaba restituirles su verdadero valor como fuentes. Los criollos del siglo xviii querían articular un discurso libre tanto de los prejuicios religiosos de los frailes y de la manipulación y deformación que hicieron las comunidades indígenas coloniales de sus textos antiguos, como de la visión de los viajeros o de los europeos mal informados por su desconocimiento de las lenguas indígenas. Aunque como hombres de su tiempo no pudieron evitar la perspectiva providencialista y la emisión de juicios cargados de moral cristiana, su admiración por el mundo prehispánico y el orgullo que sentían al verlo como el pasado de su tierra les permitieron desdemonizarlo y mirarlo con otros ojos.150 Sin embargo, de ese pasado quedaron excluidos los grupos periféricos al área cultural náhuatl y, sobre todo, al “imperio mexica”, que fue para los criollo el único pasado legitimado. En este sentido, los autores de las últimas décadas del siglo xviii eran herederos de una tradición criolla que se remontaba a fines del siglo xvii y que tuvo su origen, como vimos, en Carlos de Sigüenza y Góngora, el creador de una cultura prehispánica uniformada en lo mexica. A pesar de los pocos textos que se conservaban de este autor y de que su “Museo” había sido saqueado y dispersado (sobre todo después de la desaparición del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo donde se encontraba), su actitud ante el mundo indígena tuvo grandes continuadores a mediados del siglo xviii, personajes que fueron los puentes entre él y la generación ilustrada de fines de la centuria. Uno de estos personajes fue el poblano Juan Francisco Sahagún de Arévalo, editor de la Gaceta de México entre 1728 y 1742, quien incluyó las semblanzas de los gobernantes de la ciudad desde los tiempos prehispánicos hasta los virreyes. En varios de sus números el editor se expresó de los emperadores mexicas con elogiosas palabras: “Entre las grandes glorias de que goza esta insigne metrópoli del Nuevo Mundo, no es la menos haberla ilustrado con su nacimiento nueve emperadores”. En 1730 incluyó una relación 149 J. Gutiérrez Haces, “Los antiguos mexicanos, Vitrubio y el padre Márquez”, en Historia, Leyendas y Mitos de México. Su Expresión en el Arte. XI Coloquio Internacional de Historia del Arte, pp. 179-197. 150 Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New Word, p. 210.

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de las conquistas realizadas por ellos en un solo número de la Gaceta, pero a lo largo de 1733, desde febrero hasta diciembre, sacó cada mes la referencia al significado del nombre de cada emperador, el linaje del que venía y sus principales hazañas. De Moctezuma II dice que fue “príncipe liberal, franco, dadivoso, religioso, justiciero, guerrero, sabio, sagaz, cuyos heroicos hechos piden larga y prolija historia”. En esta segunda entrega agregó a los dos últimos emperadores (con lo que se cubrían once) y en la semblanza de Cuauhtémoc señala: “era muy estimado por su gran valor y buen entendimiento, como lo dio a entender el día último del cerco de México, en que fue preso, e inmediatamente en el viaje que hizo Cortés a las Hibueras, ahorcado con otros dos reyes sus parciales, en un árbol llamado Pochotl, y en este feneció el Imperio Mexicano”.151 Al igual que Sigüenza, sobre quien posiblemente se basó, el editor de la Gaceta rindió tributo, con este párrafo aparentemente aséptico, al valor de Cuauhtémoc. Pero lo más significativo de este listado, de gran difusión gracias a la imprenta, era que establecía una línea de continuidad entre los gobernantes aztecas y los virreyes, lo cual reafirmaba la idea de que el reino de Nueva España tenía su legitimidad en el imperio mexica anterior a la conquista. Otro de los criollos orgullosos del pasado indígena fue el oratoriano José de Eguiara y Eguren, a quien ya mencionamos en un capítulo anterior, quien en sus prólogos a la Biblioteca mexicana presentaba los logros culturales del mundo indígena, sus calendarios, libros y bibliotecas, sus colegios y centros de enseñanza, y su afición por la poesía y la oratoria. Eguiara y Eguren revisó la colección de Sigüenza alrededor de 1752 (en la que ya sólo restaban ocho volúmenes de manuscritos)152 y haciendo uso de ella y de los autores que tenía a su alcance (Sahagún, Torquemada, Ixtlilxóchitl) mostró una civilización, comparable a la caldea o la egipcia (y aún superior), que poseía dos medios para conservar y trasmitir su historia: una escritura pictórica y jeroglífica y canciones que narraban las epopeyas de sus héroes y que se transmitían oralmente de generación en generación. Eguiara exaltó entre todos los personajes prehispánicos las figuras de Nezahualcóyotl y Nezahualpilli, el primero destacado como poeta y promotor de las artes, y el segundo como astrólogo. La presencia de estos personajes demostraba que los antiguos habitantes de México estaban muy lejos de ser los salvajes que los europeos creían.153 Pero sin duda el criollo que con mayor consistencia, junto con Clavijero, intentó una síntesis de la historia prehispánica fue el poblano Mariano Fernández de Echeverría y Veytia en su Historia antigua de México, obra iniciada alrededor de 1750 y que quedó inconclusa e inédita por la muerte de 151 Juan Francisco Sahagún de Arévalo, Gazeta de México, núm. 33, vol. i, p. 265; núms. 6373, vol. ii, pp. 83, 85, 91, 97, 103, 109, 115, 121, 127, 133, 139 y 146. 152 E. Trabulse, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, p. 51. 153 J. J. de Eguiara y Eguren, Bibliotheca mexicana, vol. i, pp. 57, 67, y vol. ii, pp. 720 y ss.



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su autor en 1780. Anclado en la historia bíblica como sus predecesores, este criollo intentó demostrar que los habitantes de América llegaron después del episodio de la Torre de Babel y que en sus tradiciones aún quedaban signos de las historias bíblicas del diluvio, de la confusión de las lenguas y de las luchas con los gigantes. Veytia trataba de restituir las fuentes indígenas originales que para él estaban contaminadas por los intereses de las comunidades coloniales. Ésta es una crítica abierta a los “títulos primordiales” que sirvieron para defenderse de los españoles, pero que no poseían ninguna credibilidad histórica. Critica también a viajeros como Gemelli, que al no tener conocimiento de la realidad ni de las lenguas indígenas les era imposible comprender el mundo indígena antiguo. En cambio, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, descendiente de la nobleza tezcocana, era considerado como una fuente totalmente confiable. De esa fuente sacó la visión de que Tezcoco era un baluarte del culto al ser supremo, pero que sus contactos con la sangrienta religión mexica los obligó a abandonar su antigua fe y a idolatrar. Con Ixtlilxóchitl compartía esa tradición histórica criolla que, al igual que Sigüenza y Eguiara, exaltaba el pasado indígena glorioso representado por el rey filósofo Nezahualcóyotl, con cuya vida concluía su obra.154 Como a la mayoría de los sabios ilustrados, a Veytia le preocupaba el problema de los cómputos calendáricos y de la adecuación de las fechas cristianas e indígenas, y también, como la mayoría, sólo conocía de Sigüenza algunos de sus lunarios o pronósticos anuales; precisamente en uno de ellos, el de 1681, el sabio criollo había incluido una cronología de los gobernantes de México desde la fundación de la ciudad, con las correspondencias entre el calendario indígena y el cristiano. A partir de esas efemérides, Veytia estableció su propio cómputo calendárico, como lo da a entender cuando habla de un cálculo erróneo sobre la fecha del diluvio fijado por Sigüenza: “Pero advierto que la mayor parte de las épocas que iré señalando en los sucesos de la historia arregladas a mis cómputos, están conformes con las de Sigüenza, y esto me hace sospechar que hubiese padecido algún equívoco en ésta”.155 Páginas después, al elucubrar sobre la fecha de la fundación de Tenochtitlan, Veytia acepta la que dio Sigüenza de 1327, “porque es el cómputo que viene más ajustado al orden de los sucesos”.156 Junto con el de los calendarios, el otro gran tema que preocupaba a Veytia era el de la predicación del apóstol santo Tomás en Indias. El capítulo donde trata del tema se inicia con los trabajos de Boturini por conseguir el Fénix de Occidente, y con sus propios infructuosos intentos. “No dudo —señala— que si la hubiera conseguido satisfaría plenamente la curiosidad y el buen gusto de mis lectores; porque considero, según la vasta erudición del autor, especialmente en las antigüedades de los indios, que sería una obra 154

B. Keen, op. cit., pp. 248 y ss. M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia antigua de México, vol. i, p. 11. 156 Ibid., vol. i, p. 330. 155

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completa”.157 Para Veytia, como para muchos autores del siglo xviii, el hecho de que Sigüenza se hubiera ocupado de este asunto era prueba suficiente para considerarlo plausible, aun cuando se desconociera lo que en realidad había escrito. Para demostrar sus aseveraciones, Veytia realizó una exhaustiva recopilación de pruebas materiales de la presencia de santo Tomás en la América septentrional: las cruces prehispánicas y las huellas de los pies apostólicos plasmadas en algunas rocas; las tradiciones indígenas que hablaban de un sacerdote virtuoso, blanco y barbado y la presencia de códices antiguos y tradiciones que supuestamente contenían enseñanzas de clara raigambre cristiana, y las similitudes entre los nombres de santo Tomás (llamado también dydimus, el mellizo) y el sabio y piadoso Quetzalcóatl (también conocido como el “coate” o gemelo divino). Contra la aseveración de Torquemada de que Quetzalcóatl era un rey supersticioso, nigromántico y astrólogo, Veytia lo hacía un héroe cultural y utilizando recursos como las leyendas, los cantares y la tradición oral mostraba que gracias a él se introdujo la ley de gracia, como se podía ver por los rastros de la práctica de los siete sacramentos. La llegada de santo Tomás a América le servía además para demostrar la existencia en ella de un monoteísmo original, que se degradó hacia el politeísmo por la acción de mercaderes y sacerdotes promotores de idolatrías para atraer peregrinos a sus centros ceremoniales.158 El interés de Veytia por el mundo prehispánico había sido inspirado durante su estancia en Madrid (1737-1750), donde conoció a Lorenzo Boturini, recién llegado de México en 1744, quien lo introdujo en el fascinante mundo de las antigüedades indígenas y de la nueva concepción de la historia que había aprendido de la lectura de Juan Bautista Vico. Con las ideas que escuchó del sabio italiano y con copias de algunos de los códices y documentos que éste le proporcionó de su colección, Veytia comenzó a fraguar la idea de escribir una historia que iniciaría a su regreso a México. En 1746, Boturini publicó su Idea de una nueva historia general de la América septentrional, en la que trataba las épocas divina, heroica y humana de los antiguos mexicanos, exaltaba sus logros en matemáticas, astronomía y cómputos calendáricos, describía sus sistemas de propiedad de la tierra y se hacía eco de la tradición sobre la predicación apostólica de santo Tomás.159 Al final de su obra anexaba un catálogo del contenido de su “Museo”, esa colección miscelánea de documentos que tanto debía a la de Sigüenza, que le habían sido confiscados por las autoridades virreinales y que se encontraban en las bodegas del palacio de gobierno.160 Sin embargo, salvo la influencia directa que pudo tener en Veytia, 157

Ibid., vol. i, p. 135. Ibid., vol. i, pp. 143 y ss. 159 Véase Lorenzo Boturini, Idea de una nueva historia general de la América septentrional. 160 Boturini fue el primero que otorgó a Sigüenza un halo de prestigio como investigador de los calendarios prehispánicos y como iniciador de los intentos arqueológicos en la Pirámide del Sol en Teotihuacan. L. Boturini, op. cit., Edad Segunda, párrafo v, p. 52. Él mismo hizo uso del rico “Museo” que había recopilado Sigüenza y que pasaría a la biblioteca del Colegio de San Pedro 158



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la obra de Boturini en este terreno no tuvo mayor influjo en los escritores novohispanos de la ilustración, quienes lo consideraron más un anticuario o coleccionista de papeles antiguos que un verdadero historiador.161 Para fines del siglo xviii el interés por el mundo indígena prehispánico estaba ya muy generalizado. En México había en 1790 por lo menos once colecciones de antigüedades y curiosidades indígenas y se seguía con interés las excavaciones que se hacían en lugares como Palenque en 1787, que estaba siendo explorado con recursos de la Corona.162 Este hecho muestra que el interés por el mundo indígena había también cundido entre las autoridades españolas. Alrededor de 1788, la Academia de la Historia de Madrid, a cargo de Juan Bautista Muñoz, había encargado recopilar documentos en las posesiones de ultramar para hacer una Historia de la América septentrional. En México, los encargados de esa labor fueron los franciscanos Francisco García Figueroa y Manuel de la Vega, quienes entre 1790 y 1792 hicieron una copia de documentos (que llegaron a reunir en treinta y dos volúmenes), entre los que estaban parte de los papeles y crónicas de los “museos” de Sigüenza y Boturini, que habían parado finalmente en el convento de los franciscanos. En esta colección, que llevaría por título Memorias de la nación indiana, no se incluyeron documentos en náhuatl ni códices, por que los frailes consideraron que eran de poco valor para lo que quería Muñoz.163 En sus Tardes americanas, otro franciscano, el peninsular malagueño fray José Joaquín Granados y Gálvez, daba una versión muy positiva del mundo indígena prehispánico (de la Gran Nación Tolteca a esta tierra de Anáhuac) en la que incluía a Michoacán, dado que estaba adscrito a esa provincia de su orden. En la obra se exaltaban sus logros culturales y se los comparaba con los de la Antigüedad grecolatina. El texto, impreso en México en 1778 y muy leído por su carácter divulgador, ponía a dialogar a un español con un erudito indio alrededor de los temas de la historia “patria”. En su visión del mundo prehispánico, al que dedica la mitad de la obra, retomaba a los autores franciscanos (Torquemada, Vetancurt, Beaumont), poniendo siempre como premisa la necesidad de la evangelización, pero reconociendo la grandeza de esos pueblos paganos.164 Gracias a textos como el de Granados y a las gacetas de Sahagún de Arévalo y Alzate estos temas llegaron a un ávido público lector y divulgaron aquellos temas que estudios como el de Veytia no consiguieron, pues se quedaron inéditos. El pasado indígena sin duda despertaba un gran interés, soy San Pablo de los jesuitas. De hecho, el historiador italiano se aprovechó copiosamente de ella, e incluso sustrajo diversos documentos para acrecentar su propio “museo indiano”, como lo asegura Cayetano Cabrera Quintero en su Escudo de Armas de México…, pp. 325 y 334. 161 B. Keen, op. cit., p. 246. 162 Manuel Antonio Valdés, Gaceta de México, vol. iv, abril de 1790, pp. 68-71, y agosto de 1790, pp. 152-154. 163 J. Cañizares-Esguerra, op. cit., pp. 300 y ss. 164 J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 12 y ss.

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bre todo en la aristocracia criolla que, para demostrar su nobleza frente a los peninsulares, pretendía ser descendiente de los emperadores mexicas. Varias familias linajudas, como los condes de Orizaba, decían tener entre sus antepasados a Moctezuma.165 Este argumento, como veremos, será utilizado también por los criollos para reafirmar sus derechos a acceder a los cargos de la República, pues eran los señores naturales del territorio, herederos legítimos del imperio mexica a través de sus abuelas, las princesas tenochcas desposadas con los españoles. En 1776 se colocaba frente al nuevo templo de San Hipólito de la capital (comenzado en 1740 y apenas terminado en esta fecha) un monumento conmemorativo. En él aparecía esculpido un indio con el torso desnudo y faldellín y penacho de plumas que era levantado en vilo por una gigantesca águila que lo agarraba por el torso. Circundaban el conjunto un escudo de la ciudad y una mujer, posiblemente la Nueva España, y varios objetos indígenas. El ayuntamiento, mecenas de tal monumento, había escogido este emblema y no uno relacionado con Cortés o con los mártires españoles de la conquista, pues en él se representaba uno de los augurios, mencionados por fray Diego Durán, que recibió Moctezuma antes de la caída de la ciudad. La conquista no había acontecido, por tanto, ni por mérito de los españoles ni por debilidad de los indios, sino por una determinación de la providencia manifestada en el presagio. En el templo donde se conmemoraba la caída de Tenochtitlan, un emblema “indígena” tomaba el lugar de los conquistadores.166 Esta percepción de la conquista “desde los indígenas” fue también el tema de los Anales de la ciudad de México, de Andrés Cavo (1739-1803), jesuita nacido en Guadalajara y expulsado junto con sus compañeros en 1767, quien escribió desde el exilio en Italia. Con materiales que había recopilado en México, con la consulta de autores como Torquemada y con las noticias sacadas de los archivos mexicanos que el ayuntamiento de México, que le encargó la obra, le hizo llegar, Cavo construyó un texto inflamado de espíritu patriótico, que mereció la atención de Carlos María Bustamante, su primer editor en el siglo xix. Un lugar destacado en el discurso de Cavo fue la defensa de los indios que llevaron a cabo la Corona y los religiosos, sobre todo el padre Las Casas, y los ataques hacia aquellos españoles que los esclavizaron y maltrataron contraviniendo las leyes divinas y humanas. Incluso al hablar de la resistencia de los indios de la Florida y su constancia en “mantenerse independientes [...] probaba un genio superior a las demás [naciones] del Nuevo Mundo”.167 165

Doris M. Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Independencia, 1780-1826, pp. 37 y ss. Jorge Alberto Manrique, “Presagio de Moctezuma: el mundo indígena visto al fin de la Colonia”, en Arte, Historia e Identidad en América. Visiones Comparativas. 17o. Coloquio Internacional de Historia del Arte, vol. i, pp. 173-179. 167 Andrés Cavo, Anales de la ciudad de México, libro v, n. 2. La primera edición se publicó en la ciudad de México, en cuatro volúmenes, entre 1836 y 1838, con un suplemento escrito por Bustamante y bajo el título Tres siglos de México bajo el gobierno español hasta la entrada del 166



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Frente a esta visión en la que los indios del pasado eran exaltados, pervivía aquella afianzada desde el siglo xvii en la que los del presente eran denostados. A los antiguos prejuicios se agregaba ahora el concepto de Antigüedad, noción aislante pues distanciaba las aportaciones de los hombres del pasado idealizándolas y contrastándolas con aquellas de las comunidades indígenas del presente. Antonio de Alzate comenzaba su descripción de Xochicalco con estas palabras: “la nación mexicana en el día [de hoy…] una vez avasallada por la nación española […] perdió aquellos caracteres que la distinguían de las otras naciones, de modo que en día, los indios mexicanos son respecto a los anteriores a la conquista, lo mismo que los modernos habitantes del Peloponeso […] respecto a los antiguos griegos”.168 Uno de los aspectos que más disgustaban a los ilustrados de los indios era su vivencia de la religión cristiana. Esta actitud venía desde las mismas jerarquías eclesiásticas. En el Cuarto Concilio Provincial realizado en 1771 se habían prohibido los flagelantes y las mortificaciones excesivas en las procesiones de Semana Santa, no sólo porque era de gentes bárbaras, sino porque muchos estaban alcoholizados. Ésta era sólo una de las muchas medidas que los obispos ilustrados implementaron para controlar la desbordante religiosidad indígena que ellos consideraban aún pagana. Se comenzó por intentar una limitación de los gastos de las cofradías y por la exigencia de que éstas presentaran sus títulos legítimos.169 Según los reformadores, esas corporaciones dedicaban la mayor parte de sus ingresos a “gastos inútiles y perjudiciales a la religión” (cohetes, trajes vistosos, bailes y borracheras), con lo que la prosperidad de los pueblos se veía disminuida. Cofradías y hospitales, que habían servido para reforzar los vínculos sociales y en algunas zonas para salvaguardar la propiedad comunal, sufrían con ello un duro golpe. Para una visión que consideraba que las entradas comunitarias debían dedicarse a las escuelas para la enseñanza del castellano en lugar de a las fiestas, esta revisión era fundamental. En ella podemos ver un regreso a la concepción erasmista de la religión, más inclinada a la vida interior y a la moral que a los rituales, actitud que divulgaba asimismo un devocionalismo mesurado, más acorde con la racionalidad ilustrada, en fuerte contraste con los excesos emotivos del barroco. Para la política borbónica, una reestructuración seria de la sociedad debía compaginar, por tanto, la ética cristiana y el comportamiento ciudadano uniformando a todos los súbditos bajo un mismo patrón, el de la “nación española”. La diversidad lingüística provocaba división y excluía a los indios del proyecto borbónico, por lo que era necesaria la castellanización, reforzaEjército Trigarante. Una edición moderna: Historia de México, edición del texto original Ernesto J. Burrus, con un prólogo de Mariano Cuevas, México, Patria, 1949. 168 J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, publicada en el suplemento de las Gacetas de Literatura de México, vol. ii, p. 2. 169 Serge Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en Nueva España (1775-1800)”, Estudios de Historia Novohispana, 8, pp. 175-201.

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da por la educación. La Iglesia debía jugar en ese proceso un papel fundamental, pues la ignorancia religiosa era considerada parte fundamental de ese retroceso moral y en buena medida su labor debía ir dirigida a hispanizar a los indígenas, único medio por el cual podrían redimirse con la asimilación definitiva a la “civilización”. Estas políticas constituían el golpe de gracia del proyecto evangelizador iniciado por los mendicantes en el siglo xvi, el cual promovía la permanencia de las lenguas nativas. La secularización de las parroquias que estaban en manos de los frailes, los ataques a la religiosidad indígena y las campañas de castellanización formaban parte del proyecto borbónico, que intentaba consumar la actividad homogeneizadora iniciada por el episcopado desde la segunda mitad del siglo xvi. El programa pretendía dar el control al clero secular sujeto a los obispos regalistas (como Lorenzana y Fabián y Fuero), extirpar de raíz los restos de las idolatrías que subyacían detrás de las prácticas cristianas y acabar con la segregación lingüística y proteccionista de los indios. Sin embargo, el sustrato barroco en Nueva España era muy fuerte y estas reformas episcopales tuvieron un éxito muy relativo. Los actos de piedad externa y las grandes fiestas siguieron siendo tan populares como hacía cien años y las lenguas indígenas continuaron su existencia como instrumentos de comunicación.170 Junto a esta imagen negativa del indio cristiano, la ilustración siguió utilizando otra que era fundamental para reafirmar los triunfos de la Corona española y su expansión entre los grupos nómadas de la frontera norte. En términos generales, esta construcción seguía los lineamientos iniciados, como vimos páginas atrás, en los ámbitos indígena y frailuno del siglo xvi. Sin embargo, en ellos la desnudez y las plumas (idealización que les llegaba por entonces de Europa en los grabados) aún no competía con una realidad históricamente presente. En cambio, para el siglo xviii la imagen que triunfaba era aquella nacida en 1505 en Europa, la que se dedicó a cubrir la desnudez de los bárbaros sólo con plumas; tal fue la representación del nómada del norte en cerámica, en cuadros de castas, en grabados y en pinturas emblemáticas. Al igual que la pintura, la retórica reflejaba una concepción similar: el nómada era considerado vicioso para contrastar, por medio del vituperio, sus defectos con la santidad de los misioneros (que intentaban su evangelización en esos momentos) y de los indios cristianos y sedentarios. En obras como la de Isidro Félix de Espinosa sobre los colegios de Propaganda Fide, estos idólatras que habitaban lugares agrestes, espacios simbólicos cargados de sentido demoniaco, presentaban fuertes semejanzas con el indio salvaje del siglo xvi. Estos emplumados y desnudos (apaches, seris, yumas y comanches) eran ahora el otro excluido para los novohispanos. Para ese momento, frente al indígena civilizado prehispánico que se había convertido en algo propio (recuérdese la obra de Clavijero), en una parte indispensable del 170 Brian Larkin, “Liturgy, Devotion, and Religious Reform in Eighteenth-Century Mexico City”, The Americas, lx, núm. 4, pp. 493-518.



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pasado criollo de Nueva España, el nómada del norte tomaba la figura del salvaje no cristiano y se le representaba con la vestimenta de una tradición que llevaba tres siglos en la cultura occidental. Con esta vestimenta salía en los mitotes, en las danzas de mecos, sobre los dragones que representaban la idolatría (las tarascas) y en las procesiones como el símbolo del mal. 6. La fiesta y sus espacios como escenario de identidades y conflictos. Monarquía, rebelión, religión y conquista Usan también de algunos bailes, y con especialidad del que llaman de Moctezuma […] Esta danza se compone de 12, 16 o 24 hombres, todos vestidos de blanco, cuya finísima ropa con muchos y ricos encajes sobrepuestos hacen costoso el adorno […] en la mano derecha llevan un tecomatillo, que es un instrumento hueco con cantidad de piedras muy menudas […] y en la izquierda una macana o ramillete de hermosas plumas de diversos colores. Preside esta danza otro hombre que hace el papel de emperador, distinguiéndole de los demás no solamente la rica diadema que ciñe su frente, sino también lo suntuosísimo de su traje y costosísima pedrería. Mientras danzan los demás se está sentado en su solio, y luego que concluyen sale él solo con majestuoso ademán a hacer lo propio y dar el último realce al baile […] Es el baile mejor que tienen, así por lo honesto y divertido de sus mudanzas, como por los excelentes requisitos de su adorno […] En unos parajes se hace con más esmero que en otros. La diferencia que pueda haber consistirá en las galas, en la pobreza o riqueza del lugar.171

Con estas palabras Joaquín Antonio Basarás describía el mitote o danza de Moctezuma, escenificación muy popular que se realizaba desde el siglo xvii en diferentes festejos de la capital y de otras ciudades y que se pretendía era la representación exacta de aquella que llevara a cabo el mismo emperador en su corte antes de la llegada de los españoles. Para la primera mitad del siglo xviii el mitote se había vuelto una de las danzas más comunes tanto en el ámbito público (entradas de virreyes, juras de reyes, la fiesta del Corpus, festejos por canonizaciones) como en el privado, pues en algunos cuadros se la representa en escenas de matrimonio de indios. Como vimos, a lo largo del siglo xvii la figura de Moctezuma, y su participación en los mitotes y en la fiesta del Corpus, había adquirido una fuerte carga política pues constituía una conmemoración del pacto entre España y Nueva España, un recuerdo de la sujeción de los indios al rey y al Dios cristiano y una alusión al imperio glorioso que había sido México antes de la llegada de los españo171 Anónimo, “Discurso sobre los indios de la Nueva España”, en Recolección de varios curiosos papeles no menos gustosos y entretenidos que útiles a ilustrar en asuntos morales, políticos, históricos y otros, vol. vi, publicado por I. Katzew (ed.), Una visión del México del Siglo de las Luces. La codificación de Joaquín Antonio Basarás [1763], ff. 352-353.

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les. Sin embargo, para la segunda mitad del siglo xviii, se le fue eliminando del espacio de las fiestas oficiales, como veremos, pero en cambio tomó otra significación política y social al vulgarizarse y convertirse en un baile para toda ocasión. Al igual que Moctezuma, la india cacica se convirtió en una presencia indispensable en los festejos de todas las ciudades novohispanas. En un cuadro que representa el arco triunfal que la catedral de Puebla ofreció al marqués de las Amarillas en su paso hacia México en 1755, la figura del virrey montada sobre un soberbio carro triunfal es recibida por una cacica sentada vestida con huipil y coronada con diadema.172 Al igual que Moctezuma y que el águila y el nopal que a menudo estas figuras portaban como emblema, los símbolos identitarios de la ciudad de México se convirtieron en el siglo xviii en lugares comunes para definir a la Nueva España en todas las ciudades del virreinato, siendo la fiesta el vehículo más importante de esa difusión. Pero para el siglo xviii la fiesta no sólo era un espacio identitario donde se manifestaban los símbolos propios de los americanos, seguía siendo también el ámbito privilegiado para mostrar la pertenencia de América a una unidad cultural universal que era el imperio español. En el siglo xviii uno de los símbolos más fuertes de esa unidad continuaba siendo la Inmaculada Concepción. En 1760 el rey Carlos III, como uno de sus primeros actos de gobierno, renovaba la jura a esa advocación como una manifestación de la catolicidad del imperio, pero también como una muestra de su autonomía y diferenciación frente al resto de Europa, pues esta devoción era el símbolo más fuerte de la hispanidad. Su propuesta fue aprobada por las cortes el 18 de julio de 1760. Unos meses antes, en la víspera del juramento de Carlos III como rey, el papa Clemente XIII aceptó el patronazgo y autorizó como fiesta propia el 8 de diciembre.173 El acto desató un aparato festivo e iconográfico en todo el imperio que tuvo Nueva España como uno de sus escenarios. Sermones e imágenes se desplegaron en su elogio pues el discurso de la Inmaculada Concepción era la garante de una única nación hispánica que vivía a ambos lados del Atlántico y que compartía los mismos valores: la religión y la fidelidad a su rey. Esta presencia de la monarquía puede también observarse en la construcción de los altares de los reyes que decoraron los ábsides de algunas de las catedrales americanas en esta época, como una muestra de que el rey estaba a la cabeza de la Iglesia. Si bien esta imagen semidivina de los reyes españoles se dio desde la segunda mitad del siglo xvii, como símbolo de cohesión y de unidad en todo el imperio, no fue sino hasta los monarcas borbones que el regio patronato fue llevado a sus últimas consecuencias con el 172 El cuadro fue dado a conocer por Guillermo Tovar de Teresa y está reproducido en Jaime Cuadriello et al., Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España, p. 235. 173 Suzzane Stratton-Pruitt, La Inmaculada Concepción en el arte español, pp. 80 y ss.



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sometimiento absoluto del aparato eclesiástico del imperio a la monarquía española.174 Así, aunque el primer altar de este tipo en Nueva España se puso en la catedral de Puebla a instancias del obispo regalista Juan de Palafox (para colocar en él como vimos la famosa imagen de la virgen de la Defensa), no fue sino entre 1718 y 1737 que se construyó el altar de los reyes en la catedral de México, encargado al arquitecto sevillano Jerónimo de Balbás.175 En Valladolid de Michoacán no aparece la mención a un altar similar hasta 1721, aunque fue consagrado hasta 1776; de él, sin embargo, no queda en la actualidad ningún resto y sólo existe una descripción hecha por Isidoro Vicente de Balvás.176 En estos retablos un tema central era el de la adoración de los reyes magos a los que se les rodeaba con la imagen de los reyes santos de la historia cristiana, sobre todo san Luis, el rey de Francia, y el recién canonizado san Fernando de Castilla, el conquistador de Sevilla. Este regalismo no sólo partió de las autoridades enviadas por la Corona (virreyes y obispos); a fines de la centuria, había numerosos defensores de esta posición entre los criollos, como Mariano Beristáin, quien en sus sermones alrededor de 1790 se muestra convencido de que todos los que formaban parte del imperio español debían estar unidos contra el enemigo común, que en ese momento era la Francia revolucionaria, impía y atea. Para él, igual que para muchos de sus contemporáneos criollos, el principal objetivo de sus inquietudes era preservar el catolicismo frente a la invasión de las ideas revolucionarias francesas. En este contexto la virgen era considerada la abogada y protectora contra esa invasión, pues la Inmaculada Concepción defendería al imperio español de la hidra monstruosa que quería destruir a los elegidos. En representaciones como las de la mujer vestida de sol venciendo al monstruo de las siete cabezas, España veía ensalzada su propia imagen abatiendo a Inglaterra, la pérfida Albión. En el siglo xviii, cuando el imperio español vivía una clara decadencia política, cuando su economía iba en franco descenso y su presencia en Europa se eclipsaba, los discursos triunfalistas se volvieron más exaltados, destacándose entre ellos el de la Inmaculada Concepción con todo su esquema simbólico apocalíptico.177 La veneración de la Inmaculada plasmaba la pertenencia a una unidad imperial sometida a una monarquía benefactora y protectora de sus súbditos. En la fiesta se manifestaba su poder al mismo tiempo que se hacía patente la fidelidad de sus vasallos. Pero conforme avanzaba el siglo xviii, la monarquía española estaba cada vez más convencida de la necesidad de imponer su dominio y sus símbolos de poder sobre sus súbditos, aun a costa de exasperar los ánimos y herir la susceptibilidad local. Por ello la fiesta se con174

Alejandro Cañeque, The King’s Living Image..., pp. 19 y ss. Manuel Toussaint, La catedral de México, pp. 125 y ss. La pintura de la adoración de los Reyes para ese altar la realizó Juan Rodríguez Juárez. 176 Nelly Sigaut, coord., La catedral de Morelia, pp. 116 y 143. La descripción de Balvás está publicada en Ó. Mazín Gómez, Entre dos majestades…, apéndice xi, pp. 293 y ss. 177 S. A. Ordax, “Un coetáneo de Lorenzana…”, en J. Paniagua (ed.), op. cit., p. 294. 175

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virtió también en un espacio de conflicto, en un escenario donde se manifestaban los cambios que estaba sufriendo el territorio en la última etapa virreinal. A pesar que desde siempre la fiesta era un mecanismo de control y que en ella se insistía en las jerarquías y las diferencias, en el barroco la fiesta era incluyente mientras que durante la ilustración fue excluyente. Una muestra de esta imposición de la Corona borbónica fue que a lo largo del siglo xviii las juras de los reyes comenzaron a desplazar a las entradas de los virreyes como instrumentos de sumisión a la monarquía. La ceremonia, que en el siglo xvii sólo duraba un día y costaba una tercera parte del dinero (5 000 pesos) de lo que se gastaba en la entrada de un virrey (15 000), para el xviii se convirtió en una celebración que duraba varias semanas y que se fue haciendo cada vez más elaborada y costosa. En la entrada de los virreyes del siglo xvii se exaltaba sobre todo la nobleza, piedad y magnanimidad del recién llegado, quien era esperado como un salvador capaz de restituir la edad dorada de Saturno. En las juras del siglo xviii, en cambio, se insistía más en la imagen del rey como un semidiós o como el mismo Apolo. Detrás de este aparato festivo estaba el cambio de la política borbónica que tendía a consolidar el absolutismo monárquico a costa de disminuir los atributos del virrey, quien en adelante aparecerá como un buen burócrata que seguía las directrices regias para promover prosperidad y modernidad.178 En la jura de Fernando VI en 1747, el arco de los pintores señalaba que sus vasallos defenderían al rey incluso a costa de su sacrificio personal. América fue representada sacando los corazones de los pechos de los súbditos para ofrecerlos a los reyes españoles. Imágenes del águila mexicana sacrificándose a sí misma fueron también comúnmente mostradas en estos arcos como símbolos de lealtad a lo largo del xviii y en el xix. El mensaje era claro: los vasallos debían estar preparados a dar todo, incluso su vida, por el rey. Muy relacionados con los temas lealtad y rebelión, las juras comenzaron a insertar imágenes del indio como uno de los más fieles vasallos de los reyes españoles, pero curiosamente estas representaciones no partían de los indios sino de los criollos. En 1747 los gremios representaron un carro alegórico con dos flotas comandadas por un grupo de líderes indios de la época de la conquista rindiendo homenaje al rey Borbón, y quienes iban vestidos de chichimecas y reyes indios eran criollos. En 1760, durante la jura de Carlos III, la portada del palacio arzobispal se decoró con un arco en el que los indios se mostraban destruyendo sus ídolos mientras que la Religión (una figura femenina) expulsaba la idolatría. En el segundo cuadro, la Política, manejando el carruaje de la diosa Minerva, la sabiduría, llegaba hacia unos indígenas ignorantes (ciegos y con orejas de burro) que por su arte se convertían en hombres que portaban instrumentos de las artes y de las ciencias. El cuadro mostraba el interés por las nuevas políticas educativas que la Iglesia y el Estado borbónicos llevaban a cabo hacia los indios. En ellas se trataba de trans178

L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals…, pp. 72 y ss.



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formar la piedad indígena, muy ritual, y volverla más “espiritual” eliminando banquetes y profanidades, limitando los excesivos gastos que hacían en sus fiestas, controlando sus cofradías y formando escuelas en la comunidades.179 Con la llegada de los borbones la participación pública en las fiestas también se fue transformando a instancias de las autoridades. Antes de 1727 la entrada del virrey y la jura corrían a cargo del ayuntamiento de la capital y los oficiales de la Corona casi no tenían injerencia ni en su organización ni en los gastos. A partir de un decreto real en ese año, los oficiales tuvieron mayor participación en esas celebraciones oficiales; se comenzó a arrendar a particulares la corrida de toros, que salió a remate y que se convirtió en un importante ingreso para la organización de los festejos. Poco a poco, éstos se fueron privatizando; en las corridas, bailes de máscaras, paseos y banquetes realizados para celebrar al nuevo rey sólo era requerida la nobleza que podía pagar las entradas. Este fenómeno de elitización tuvo como contraparte continuas limitaciones a la participación popular con el pretexto de las buenas costumbres y la moda, eliminado lo desordenado, lo supersticioso y lo profano. Entre 1722 y 1731 las autoridades religiosas prohibieron las mascaradas en el carnaval y que los hombres se vistieran de mujeres. En 1744 el ayuntamiento dejó de contratar danzantes para sus celebraciones y éstos desaparecieron de las procesiones; asimismo, se prohibió la ingestión de alcohol y que los asistentes se presentaran vestidos inapropiadamente. En 1769 se eliminaron los gigantes y cabezudos y la tarasca del Corpus, emblemas como vimos con fuertes cargas americanistas. Aunque la parte pública siguió recayendo en gremios y cofradías, sin los recursos que antes se tenían se fueron haciendo menos vistosas. La enramada, un túnel formado por hojas y flores que se colocaba en algunas calles por las que pasaba la procesión de Corpus, fue finalmente prohibida en 1769 después de un largo pleito, que duró cuarenta años, entre los indios de las comunidades vecinas y el ayuntamiento de la ciudad. El pretexto, las escandalosas comidas colectivas organizadas durante su construcción por los indios. Finalmente, en 1783, después de la entrada del virrey Matías de Gálvez, se dejaron también de construir arcos triunfales.180 Esta actitud de las autoridades civiles se veía reforzada por aquella que provenía de las autoridades religiosas. El Cuarto Concilio Provincial mexicano de 1771 marcó una ruptura respecto a la piedad religiosa y a las fiestas. Al intentar imponer una religiosidad erasmista (como aquella con que se fundó la Iglesia novohispana en el siglo xvi), los obispos borbónicos ejercieron mayores controles sobre cofradías e idolatrías, e intentaron acabar con los cultos espurios y con aquellas manifestaciones festivas que se prestaban para la embriaguez y los excesos. Sin embargo, las limitaciones en la participación popular en las fiestas de la era borbónica no sólo tuvo que ver con esa moral erasmista, estuvo vinculada también con el hecho de que muchas revueltas 179 180

Ibid., pp. 106 y ss. Ibid., pp. 113 y ss.

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contra el Estado tenían lugar en los espacios festivos tanto en Europa como en América. Recuérdese el motín de Esquilache en 1766 que estalló en Madrid durante la fiesta de la Pascua. Tal actitud de las autoridades no estaba fuera de lugar. En efecto, la fiesta era un espacio peligroso pues propiciaba no sólo la rebelión sino también la crítica satírica. En pasquines y mascaradas se manifestaba esa “cultura de risa” considerada tan perniciosa que desde el siglo xvii y hasta entrado el xviii la Inquisición la persiguió pues atacaba las instituciones civiles y religiosas y ponía en peligro el orden social. Mucha de esa sátira se hacía en verso, a veces se cantaba y se llegó a incluir incluso en los sermones rimados. Frente a la visión oficial que intentaba mostrar una sociedad perfecta, estable, ordenada y bien gobernada, la sátira creaba la parodia de unos oficiales hipócritas, avaros, crueles, arrogantes y estúpidos. En un poema contra Carlos III, una mujer que decía ser México, desde su lecho de muerte, se preparaba para encontrarse con su creador. La causa de su muerte era el abuso y la negligencia de su marido el rey. Ahí se cuestionaba el envío de soldados y se decía que el rey había sofocado a su mujer con sus celos, sospechas y falta de confianza. El poema terminaba diciendo que México había sido sojuzgado no por los bárbaros o enemigos sino por la fiereza de tres cabezas que le habían succionado su oro y plata.181 Las quejas se fueron haciendo cada vez más fuertes después de la consolidación de vales reales de 1804. Las tensiones se mostraron sobre todo durante las juras. En la celebración de la segunda jura de Fernando VII en 1813, la plebe arrojó piedras contra los carruajes de las autoridades y la nobleza criolla. En el estrado las pinturas oficiales mostraban fuertes diatribas contra Napoleón, la población rebelde destruyó parte del estrado y se oían los gritos de que no era Bonaparte quien debía ser destituido para darle el gobierno a Fernando, sino que los mexicanos debían gobernarse por sí mismos.182 En la ciudad de México la actitud de las autoridades ante las fiestas manifestó cambios desde mediados de la centuria, sobre todo en las dos grandes celebraciones urbanas asociadas con la conquista: la procesión de la virgen de los Remedios y el paseo del pendón. La primera celebración comenzó a ser intervenida por las autoridades y de ser una imagen popular se volvió “La Conquistadora”, una imagen oficial. Desde 1708 el traslado que sólo se hacía para pedir lluvias y calmar epidemias, se comenzó a realizar para avalar actos oficiales. En ese año la procesión se hizo por el nacimiento del hijo de Felipe V para pedir salud para la reina y el príncipe. En 1719, el virrey ordenó “la venida de la imagen” que se quedó en la ciudad hasta 1720, a pesar de la oposición de los indios y del cabildo que controlaban sus traslados y a quienes por este acto se les expropió la imagen. Aunque el pueblo siguió visi181 Ibid., pp. 121 y ss. Posiblemente se trate de una referencia común en la época a las tres cabezas del Cancerbero que las consignas populares asimilaban a Gálvez, Lorenzana y Fuero. 182 Ibid., p. 136.



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tando el santuario y pidiendo a la virgen por las causas tradicionales, fueron las autoridades virreinales las que decidieron cuándo ésta debía visitar la capital. En 1789 un intento popular por inducir al ayuntamiento a que patrocinara una venida de la virgen fue rehusado por éste, muy posiblemente debido a que el cabildo criollo ya había suplantado el culto de los Remedios por el de la Guadalupe, después de su fracaso en la gran epidemia de 1736 a 1737 y del éxito de la virgen morena. En 1810 la procesión de la virgen de los Remedios se enfocó en el rey, en la derrota de Napoleón y en una revuelta (la de Hidalgo) que estaba poniendo en peligro a la capital. La virgen de los Remedios regresaba a su carácter de “conquistadora”, protectora de los españoles, herederos de Cortés. En esa ocasión también se hizo patente la supuesta fidelidad de los indios a la Corona y en la procesión aparecieron Juan Tovar o Cuauhtli (a quien la virgen se apareció), y otros indios con un ángel y la virgen derrotando a Napoleón. Agustín Fernández de San Salvador, el autor de la descripción del traslado, escribió tiempo después, cuando Hidalgo fue apresado y ejecutado, que la virgen de los Remedios estaba atrás del éxito de las fuerzas realistas contra los insurgentes.183 Algo similar aconteció con la fiesta que celebraba tradicionalmente la conquista en la capital: el paseo del pendón. Para mediados del siglo xviii ésta se encontraba en tal decadencia que en 1745 el virrey, por orden de la Corona, multó con quinientos pesos a todo caballero que dejase de concurrir sin causa justa. Ese año tampoco acudieron al acto los ministros del tribunal de la contaduría mayor, hecho que mereció una reprimenda real tres años después, pero que parece se volvió costumbre pues en 1760 se ordenaba de nuevo “que los contadores participen también en el paseo”.184 El pretexto de muchos era que la celebración caía en la temporada de lluvias, pero de hecho el Día de San Hipólito se había convertido en una mera ocasión para ofrecer opíparos banquetes en casa del alférez real en turno, quien competía en magnificencia y exquisitez con el anterior, siendo el paseo lo que menos importaba.185 A fines de la centuria éste ya ni siquiera se hacía a caballo sino en coches, y el pendón iba asomado por la portezuela de uno de ellos; el hecho llegó a ser tan escandaloso que, a instancias del ayuntamiento, el mismo rey ordenó en 1791 se regresara a las viejas costumbres.186 Ese enfriamiento hacia la conquista afectó también a la figura de Hernán Cortés, en abierto contraste con lo que sucedía a nivel oficial como veremos. Tal hecho puede observarse ya en un autor criollo prohispanista como 183

Ibid., pp. 139 y ss. Cartas del rey, 17 de mayo de 1748 y 3 diciembre 1760, en “El paseo del pendón”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 4, pp. 572 y 574. 185 Esto es lo único que destacan las noticias del diarista José Manuel de Castro Santa Ana, Diario de sucesos notables, vol. i, pp. 17 y 147; vol. ii, pp. 24 y 153; vol. iii, pp. 21 y 164. 186 Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España, pp. 17-18. 184

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Mariano Beristáin y Souza a fines del siglo xviii. En varios sermones impresos entre 1794 y 1814 (en recuerdo de los soldados españoles caídos en las guerras contra los franceses), el clérigo expresaba su admiración por los hechos heroicos de la conquista de México y por Cortés, quien con un puñado de hombres había conseguido una hazaña tan grandiosa como la de Pelayo en Covadonga.187 Sin embargo, en esos mismos sermones los elogios hacia el conquistador eran sumamente escuetos y las glorias mayores se le daban a Cristóbal Colón, “patriarca de las milicias españolas y maestro de los corteses y pizarros”, y sobre todo a la reina Isabel, quien “libró a las Indias de la esclavitud del Demonio”.188 Estas preferencias eran un síntoma de que las cosas habían cambiado respecto a lo que se pensaba de Cortés en el siglo xvii e incluso en la primera mitad del siglo xviii, cuando esa figura se había convertido en un tema central de la exaltación con la que las elites criollas y la nobleza indígena concebían el pacto del cual había nacido el reino de la Nueva España. Frente a este desinterés es muy significativo, como vimos, que fueran los funcionarios de la Corona los principales promotores para reavivar la fiesta del pendón (como aconteció con la de la virgen de los Remedios) y con ello la figura de Hernán Cortés. En 1770 el arzobispo Antonio de Lorenzana publicaba las Cartas de relación en una lujosa edición cuya portada mostraba a una orgullosa Nueva España como cacica rodeada con una parafernalia de elementos simbólicos. La edición era un acto con fuertes cargas simbólicas, Lorenzana y su colega el obispo de Puebla Fabián y Fuero eran representantes del más acendrado regalismo, de una posición que impulsaba los discursos imperiales sobre aquellos autonomistas de los novohispanos. Cortés y la conquista eran los símbolos de la instauración del dominio hispánico sobre Nueva España, por lo que la edición de las Cartas de relación debe leerse como un recordatorio de la sujeción y respeto que debían los americanos al rey. Ese mismo carácter tuvo el traslado de los restos del capitán extremeño del convento de San Francisco al Hospital de Jesús, ceremonia que el virrey conde de Revillagigedo mandó llevar a cabo el 8 de noviembre de 1794, el día en que se conmemoraba el aniversario en que Cortés hizo su entrada al reino. Para celebrar el acontecimiento se encargó al arquitecto José del Mazo y Avilés y al escultor don Manuel Tolsá levantar un cenotafio con su busto en bronce dorado y dos lápidas conmemorativas con leyendas y trofeos. A las exequias asistieron el virrey, los oidores, el cabildo y el marqués de Selva Nevada (gobernador del marquesado del Valle).189 El sermón del acto fue encargado por el cabildo al doctor dominico fray Servando Teresa de Mier, 187

J. M. Beristáin y Souza, La felicidad de las armas de España vinculadas a la piedad de sus reyes, generales y soldados, p. 12. Agradezco esta referencia a Alfredo Ávila. 188 Ibid., pp. 101 y 103. 189 J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la historia..., p. 78.



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quien hizo una detracción de las exageraciones de fray Bartolomé de las Casas, al tiempo que celebró la destrucción de la idolatría por mano de Cortés y la llegada de la luz “a los que moraban en las tinieblas de Egipto”. El predicador mostró a la Nueva España como un fruto de la visión y valentía del conquistador.190 ¿Quién pensaría entonces que tiempo después este mismo fraile denostaría la conquista, se haría llamar descendiente de Cuauhtémoc por línea materna y reeditaría la Brevísima relación del padre Las Casas en Londres?191 A principios del siglo xix el paseo del pendón, y en general todos los temas relacionados con el recuerdo de la conquista, se fueron diluyendo, pero después de 1810 tomaron de nuevo una relevancia inusitada. La fiesta realizada el Día de San Hipólito fue abolida por un decreto de las cortes de Cádiz el 7 de enero de 1812 por considerarse que una exaltación de la conquista no sólo era contraria al nuevo espíritu pactista que se estaba promoviendo, sino también porque podía reavivar los sentimientos de rebelión. Esto no ayudó al ayuntamiento constitucional nombrado por sufragio a raíz de la jura de la constitución en septiembre de ese año, pues su interés consistía en demostrar que las nuevas autoridades no eran contrarias al catolicismo ni promotoras de la irreligiosidad, como pretendían algunos clérigos.192 Al año siguiente, el 31 de diciembre 1813, las cortes de Cádiz ordenaban a los ayuntamientos que fueran quitados de los edificios públicos todos los signos de vasallaje; a los alcaldes de la capital seguramente les vino a la mente los escudos que había en la casa del marquesado del Valle que mostraban siete cabezas de señores indígenas atados con una cadena, emblema de una de las hazañas de Cortés.193 Finalmente, el 11 de febrero de 1815, con el regreso de la monarquía, el rey derogaba el decreto de las cortes sobre los signos de vasallaje y el pendón y el ayuntamiento nuevamente elegido organizó la celebración para recuperar la fiesta del 13 de agosto, uno de los espacios festivos que le eran más propios. Pero el gusto le duró poco pues en adelante el virrey tomaría en sus manos el festejo, el pendón saldría en su coche hasta que finalmente la fiesta de san Hipólito se redujo a una misa en la capilla del santo a la que asistían el virrey, la audiencia y las autoridades de la ciudad. Así se 190 Adolfo Arrioja Vizcaíno, Fray Servando Teresa de Mier. Confesiones de un guadalupano federalista, p. 16. 191 E. O’Gorman, Seis estudios históricos de tema mexicano, p. 62. Desde entonces la obra de Las Casas, que condenaba la encomienda y contenía relatos espeluznantes sobre los abusos de los conquistadores, se volvería un argumento fundamental de los insurgentes para demostrar la necesidad de independizarse de un régimen que se había iniciado con tan crueles y tiránicos principios. Alfredo Ávila, “Servando Teresa de Mier”, en Belem Clark y Elisa Speckman, La República de las Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico, vol. iii, pp. 9-22. 192 Esteban Sánchez de Tagle, “El privilegio, la ceremonia y la publicidad. Dilemas de los primeros regidores constitucionales de la ciudad de México”, en Beatriz Rojas (ed.), Cuerpo político y pluralidad de derechos. Los privilegios de las corporaciones novohispanas, pp. 247 y ss. 193 ahcm, acta 132-A, ff. 35 vta. Actas de cabildo originales de sesiones ordinarias, 1813. Agradezco a Esteban Sánchez de Tagle esta información.

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haría en adelante hasta que el 11 de agosto de 1820 la fiesta del pendón era abolida por las nuevas cortes de Cádiz y los signos de vasallaje eran definitivamente retirados de las fachadas.194 José Joaquín Fernández de Lizardi escribiría en 1822 una sátira con el nombre de “Vida y entierro de don pendón, por su amigo el pensador”, en la cual hacía dialogar a una abuela con su nieto. Con este pretexto, el joven explicaba a la anciana una fiesta que ya no tenía para esta época ningún sentido. “A mi me chocaba la circunstancia de que se celebrase la función de iglesia en una iglesia de locos, hasta que advertí que era cosa natural, pues sólo los locos pudieron consentir por tantos años que se ultrajase con solemnidad al Dios único, justo y piadoso por esencia, dándole gracias porque Cortés y sus asesinos y ladrones compañeros, en tal día, hubieran consumado la obra de sus atrocísimos delitos”.195 La visión de Lizardi estaba inmersa en el furor anticortesiano que siguió a la consumación de la Independencia. Era una reacción lógica ante lo que había sucedido con las imágenes de la conquista y la idea de superioridad de los españoles sobre los indios y criollos, resucitadas por los funcionarios españoles en las últimas décadas. La Corona había impuesto su voluntad por la fuerza de las armas en el siglo xvi y haría lo mismo en el xviii con la refuncionalización de las fiestas en las que la conquista se convirtió en un elemento de ataque a las pretensiones patrióticas de los criollos y de los indios. Los mismos símbolos pudieron ser manipulados y reinterpretados, pero poco a poco el diálogo entre gobernantes y gobernados, que se había establecido en la fiesta como parte del proyecto de los Habsburgo, se rompió. El rechazo de las políticas borbónicas y la unilateralidad que comenzó a manejarse en la fiesta propició que ésta dejara de ser una válvula de escape para las tensiones sociales, las cuales estallaron en una abierta rebelión contra el sistema colonial.196 La lenta agonía de la fiesta del pendón es también una muestra de lo que estaba produciendo la modernidad en los ámbitos políticos y culturales; el deterioro del sistema corporativo, la consolidación del Estado moderno sobre los restos del estado patrimonialista, la secularización de la cultura y el debilitamiento de las tradiciones iban afectando todos los ámbitos de representación de las instituciones que mantenían el ordenamiento del antiguo régimen. En adelante, el espacio público sería ocupado por otro tipo de celebraciones que formarían, a su vez, el escenario de los nuevos conflictos de intereses. Además de ser un tema en los festejos, la conquista se volvió también un éxito teatral, como lo muestra el hecho de que en las últimas décadas del siglo xviii, durante el mes de agosto y coincidiendo con los festejos del Pen194 ahcm, acta 134 A, f. 197. Acta 140-A, f. 92 vta. Estas actas están publicadas en “El paseo del pendón (concluye)”, Boletín del Archivo General de la Nación, t. v, núm. 5, pp. 705-734; véase también María José Garrido Asperó, La fiesta de san Hipólito..., pp. 114 y ss. 195 José Joaquín Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), vol. xii, p. 111. 196 L. A. Curcio-Nagy, The Great Festivals..., pp. 151 y ss.



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dón, se representaban en el coliseo de la capital obras con esa temática. La Conquista de México, del autor peninsular Diego de Sevilla, fue un éxito de taquilla en 1788 pues se representó en cinco ocasiones. Sin embargo, en 1790 se dio un escándalo alrededor de una obra que llevaba por título México rebelado, cuya acción se iniciaba con el levantamiento de los aztecas contra Pedro del Alvarado (de ahí el título) y terminaba con la conquista de Tenochtitlan. La representación causó descontento entre algunos de los asistentes e hirió susceptibilidades por considerarse, por un lado, que el tratamiento sobre la violencia ejercida por Cortés contra Cuauhtémoc dejaba muy mal parada a la “nación española”, y, por el otro, que los hechos expuestos contenían una crítica velada a la política regalista, especialmente peligrosa a un año de la Revolución francesa. El censor que había autorizado la obra alegaba que ésta se basaba en hechos históricos narrados por Bernal y Gómara e incluso eran los mismos que “anda[ba]n vulgarizados en varios libros escritos en romance, que leen hasta los niños de la escuela”. Insistía además que “los indios fueron desagraviados de los daños que padecieron con los privilegios, libertades y demás benignas providencias con que los favoreció el gobierno”. Pero nada de esto pareció argumento suficiente a la autoridad y después de su segunda representación la obra fue prohibida.197 Sin embargo, al año siguiente, en 1791, José Antonio de Alzate dejó en su Gaceta una noticia, escrita con gran indignación, sobre una “farsa indecente” que representaba la conquista de México. Lo que debió ser tratado como una tragedia, señalaba el clérigo, se había escenificado en una obra en la que “la virtud es oprimida, la mala fe preconizada y, lo que es más, el regicidio aplaudido”.198 Es muy posible que se tratara de la misma comedia representada el año anterior, pero haya sido o no, ambas noticias nos permiten leer entre líneas una situación de crítica al sistema colonial a partir de un tema tradicionalmente sagrado. Además, la figura de Moctezuma, que el mismo Alzate consideraba un tirano, había dejado de ser un héroe para convertirse en un rey asesinado justificadamente, lo cual también se volvía un argumento peligroso. No sabemos la aceptación que pudo tener esta obra, pero sin duda su posición política e histórica debió estar bastante generalizada en esos años que anunciaban el convulsivo inicio del siglo xix. De manera simultánea a este ocaso de las figuras de Cortés y Moctezuma, los años finales del siglo xviii vieron renacer una figura emblemática del mundo indígena vinculada a la conquista: Cuauhtémoc. Desde su exilio en Italia, el jesuita Andrés Cavo, en sus Anales de la ciudad de México, lo describía como “hombre de espíritu y dotado de tal grandeza de ánimo que aun sus enemigos lo estimaron”. Su texto, editado por Bustamante en el siglo xix, consagraba escenas como la del último rey mexica entregándole la daga 197

G. Torres Puga, op. cit., pp. 349 y ss. J. A. Alzate, Descripción de las antigüedades de Xochicalco, en Obras, vol. i, Periódicos, pp. 5 y ss. 198

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a Cortés para que le diera muerte, o la quema de los pies a la que Cavo llama “uno de los hechos más bárbaros de la historia”. Siguiendo a Torquemada, el jesuita menciona la muerte de Cuauhtémoc, y señala que de acuerdo con este autor Cortés temía una rebelión. Cavo lo llama “un procedimiento tan indigno y atroz que denigraba tanto el nombre español”, aunque está de acuerdo con Torquemada en que los caciques estaban siendo ya una pesada carga para Cortés en el viaje y considera que esta indigna acción “oscureció la fama de sus proezas”. Cuauhtémoc, para Cavo, era un héroe valeroso y constante en las adversidades que no merecía una muerte tan indigna.199 La visión de Cavo desde Italia se correspondía con la que tenían muchos novohispanos sobre este personaje que sustituiría finalmente a Moctezuma en el siglo xix como el héroe que resistió a la conquista española. El franciscano Granados y Gálvez, en sus Tardes americanas, exclamaba a raíz de la narración del tormento de Cuauhtémoc: ¿Quién creyera que un varón [Cortés] revestido del espíritu de verdadera religión, y conversión de las almas bárbaras, idólatras, y gentiles, había de predicar con la espada, y persuadir con el plomo, inundando los campos con las calientes púrpuras de las humanas vidas, y llenar los pueblos, como los llenaron, de horror, turbaciones, escándalos, muertes, robos, despojos, ruinas, devastaciones, estupros, odios, crueldades, inobediencias, lamentos, clamores, lágrimas, y suspiros […]?200

Si en la ciudad de México, que tenía en la conquista su hecho fundacional, se dio ese proceso de transformación, en los demás centro urbanos españoles su presencia se volvió nula. De hecho, a lo largo de los siglos virreinales en ninguna de las otras ciudades de Nueva España, salvo las indígenas como veremos, habían tenido peso las representaciones fundacionales de la capital, ni la conquista de México, ni la figura de Hernán Cortés, y la fiesta del 13 de agosto no era para ninguna significativa. Por el contrario, a lo largo del siglo xviii esas ciudades habían consolidado sus propios símbolos patrios y sus mitos fundadores. 7. La crónica de las patrias criollas en el Siglo de las Luces Cinco diócesis tiene el reino de México, y ellas son ese arzobispado y los obispados de Puebla, Valladolid, Guadalajara y la Ciudad de Antequera: mismas que serían las capitales que de Capitanes generales deberían proveerse, y en que las Audiencias deberían erigirse [..] Estaría a la cabeza de la provincia el Capitán General que debía gobernarla. Presidiría cada uno su Audiencia respectiva. Ha199 200

Gabriel Méndez Plancarte, ed., Humanistas mexicanos del siglo xviii, pp. 83 y ss. J. J. Granados y Gálvez, op. cit., pp. 257 y ss.



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rían todos aquellos en su distrito lo que no puede hacer un solo virrey en todo el reino, y se conseguirían por de contado estos imponderables beneficios […] Quitada de México la absoluta dominación que hoy logra. Dejaría de ser esta capital la madrastra de todas las ciudades que le están sujetas y cuyo desahogo y comodidad frustra por no ver competida su gloria y opulencia.201

De esta manera veía el intendente de Puebla Manuel Flon la relación entre la ciudad de México y el resto de las urbes novohispanas. En su Representación del 21 de diciembre de 1801 proponía crear cinco capitanías generales y pequeñas audiencias en las capitales de provincia (Puebla, Valladolid, Guadalajara y Antequera) para descentralizar el gobierno y quitar a la ciudad de México el poder absoluto que ejercía. Tal poder no sólo se había manifestado en los terrenos económico y político, también se mostraba en la imposición que México-Tenochtitlan hizo de sus símbolos locales (escudo de armas, el pasado azteca, Moctezuma, la Malinche y la virgen de Guadalupe) a todo el territorio. Esta situación había generado a lo largo del siglo xviii en algunas ciudades una serie de discursos identitarios que intentaban demostrar su igualdad con la capital del virreinato a partir de la reelaboración de sus mitos fundadores y de la exaltación de su riqueza monumental, de sus personajes señeros y de sus propias imágenes milagrosas. Estas construcciones identitarias estaban avaladas por lo que en la época se denominaba “amor a la patria”. En dos ciudades, Puebla y Querétaro, y por diferentes motivos, esa conciencia identitaria generó mitos fundadores asociados con hechos prodigiosos y una literatura relativamente abundante que expresaba su orgullo local. En la segunda mitad del siglo xviii, los diversos temas se insertaron en un discurso patrio común construido en espacios de erudición, siendo Puebla la primera que los generó. En efecto, entre 1740 y 1790 en esta ciudad apareció un fenómeno sin precedente y sin parangón en la Nueva España: una erudita crónica patria. A lo largo de la centuria los cronistas poblanos describieron los suntuosos edificios religiosos de su ciudad, las milagrosas imágenes que poseían y lo paradisiaco de su entorno, refirieron las vidas ejemplares de sus hombres y mujeres ilustres, elaboraron listas de los santos protectores jurados por sus habitantes y narraron los hechos que dieron origen a la fundación de su urbe. Sus historias pretendían estar avaladas por documentos encontrados en los archivos locales y, a pesar de que ninguna de sus crónicas fue impresa en su época, todos consultaron aquello que sus antecesores habían escrito. Entre ellos había clérigos, frailes y laicos que pertenecían a distintas corporaciones, pero con un interés común que estaba por encima de sus filiaciones y procedencias: mostrar a Puebla como la mejor y más bella ciudad del orbe. 201

Manuel Flon, “Representación del intendente de Puebla al secretario de Estado y del despacho universal de hacienda, don Miguel Cayetano Soler. 21 de diciembre de 1801”, Boletín del Archivo General de la Nación, 2, xii, 3-4, pp. 397-442, p. 440.

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De todos los temas que trataron, el más coincidente fue quizás el de la fundación de la ciudad. En sus descripciones era imposible ignorar las diversas versiones que existían sobre el hecho y lo que hicieron fue integrarlas, sin cuestionar a menudo las contradicciones que existían entre ellas. El primero de estos cronistas fue Miguel de Alcalá y Mendiola, cura párroco de San Juan de los Llanos, rector del orfanato de San Cristóbal de Puebla y autor de una Descripción en bosquejo escrita entre 1714 y 1746. Para este autor el nombre de los Ángeles que se dio a la ciudad pudo deberse a dos circunstancias milagrosas, anteriores incluso a su misma fundación: el rescate de cautivos en el cerro de Belén por angélicos espíritus de acuerdo con una tradición “prehispánica”, o la presencia de esos mismos seres aparecidos en el cielo durante la conquista. Este autor parece ignorar la leyenda del sueño de Garcés y tampoco le da excesivo énfasis a la presencia franciscana y sólo repitió las vagas alusiones de los autores del siglo xvii sobre “los cordeles que echaron los ángeles en este sitio”. Y agrega: “los varones y matronas esclarecidas que había producido esta ciudad serían unos y otros, algún día, apacible argumento de sus vigilias, con que algunos motivos hubo y tuvieron para darle este honorífico título”. Empapado del espíritu de la Contrarreforma, Alcalá concluye diciendo: “Felices tiempos para la América, pues cuando una chispa del infernal Lutero dejó infestada con abominaciones diabólicas y heréticas de su maldita secta parte de la Europa, en este nuevo mundo se levantaban altares en honor de la fe católica, y en el de María Santísima en su Concepción y de nuestro patrón y defensor San Miguel”.202 En el mismo año de 1746 dos contemporáneos de Alcalá, ambos amigos muy cercanos, también concluían sus textos patrióticos. Uno, el escribano mayor y notario apostólico de la curia eclesiástica Diego Antonio Bermúdez de Castro (ca. 1693-1746), dejaba inconcluso por deceso su Teatro angelopolitano. El otro, el predicador dominico fray Juan de Villa Sánchez, terminaba su Puebla sagrada y profana. En ambos textos se recogían, sin cuestionarlas, todas las tradiciones sobre la fundación de Puebla y se daba un enlistado de los principales escritores que habían dado noticias sobre el asunto, desde González Dávila hasta Alcalá y Mendiola. El más prolijo en esas descripciones fue sin duda Bermúdez, quien por lo menos menciona cuatro versiones del hecho: La primera hacía referencia a “una antigua e inmemorial tradición” de una visión que los indios tuvieron de la Virgen rodeada de ángeles y dos de ellos trazando las calles. Bermúdez utilizaba de nuevo la asociación que insinuara Goitia a fines del siglo xvii entre la visión angélica que tuvo san Juan de la 202

Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles. Esta obra fue editada parcialmente por Mariano Cuevas, quien atribuyó erróneamente el texto a Miguel Zerón Zapata, La Puebla de los Ángeles en el siglo xvii. Narración del dibujo amoroso que ideó el efecto: noticia de la creación, principio y erección de la nobilísima ciudad de la Puebla de los Ángeles.



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Jerusalén celeste y la traza con aéreos cordeles de Puebla. Esto hacía que la segunda tuviera una hermosura y perfección similares a las de la ciudad descrita por el Apocalipsis. “Y habiendo sido los que midieron sus calles no otros que de la misma especie del que, por orden del Altísimo, niveló la Sagrada Sión, se puede con mediano discurso inferir la hermosura que tendrá esta Ciudad Angélica, por sus bien dispuestas calles, hermosos templos, ricas casas y oficinas, con su forma y figura cuadrada.”203 La segunda versión señalaba: Después de haber celebrado con toda devoción de pontifical la misa, el ilustrísimo don fray Julián Garcés, primer obispo de Tlaxcala, el día 29 de septiembre del año de 1529 al arcángel San Miguel, tutelar y patrono de esta ciudad, salió al campo y discurriendo por el desierto sitio en que hoy está su población en compañía de los ilustres caballeros que después la fundaron, oyeron una celestial divina música en el lugar que ocupa su catedral con iglesia, como que en su día hacían alarde los ángeles de aplaudir a su príncipe [san Miguel] en el lugar y paraje en donde después se le habían de rendir devotos anuales cultos y consagrar en las aras incruentos sacrificios.

Aunque desde el siglo xvii san Miguel fungía como uno de los patronos de la ciudad y su fiesta era celebrada con gran boato, nadie había mencionado esta aparición el día de su fiesta. Finalmente, Bermúdez mencionaba la cuarta versión, tomada de la tradición franciscana de Torquemada, sobre la fundación de la ciudad el Día de Santo Toribio de 1530, fundación que tuvo por finalidad “el que cesasen [los españoles] de pretender las encomiendas y repartimientos de los miserables indios [para lo cual el presidente de la audiencia] cometió a los religiosos franciscanos el que solicitasen paraje acomodado para la situación de la nueva ciudad”.204 Fray Juan de Villa Sánchez, con otro objetivo en su obra Puebla sagrada y profana, sólo mencionaba las últimas dos versiones y corregía la fecha de fundación: “cayó en mil quinientos y treinta y dos, no de treinta como escribió el Padre Torquemada”, pues el gobierno de la segunda audiencia empezó por agosto de 1531. Villa Sánchez había escrito su obra en respuesta al cuestionario enviado por José Antonio de Villaseñor y Juan Francisco Sahagún de Arévalo, quienes formaban parte de la comisión para la recopilación de información geográfica ordenada por el rey en 1741. Junto con las noticias de la fundación de Puebla, el dominico aprovechó la ocasión para señalar una serie de causas del lamentable estadio de miseria en que se encontraba 203 Diego Antonio Bermúdez de Castro, Teatro angelopolitano (edición facsimilar de la de Nicolás León de 1908), pp. 148. El tema ha sido estudiado por Martha Fernández, “La Jerusalén Celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en Barroco iberoamericano. Territorio, arte, espacio y sociedad, pp. 1211-1229. 204 D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 7 y 8.

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la ciudad, entre otras por el decaimiento del comercio y para señalar las grandezas de su patria: [Puebla] es verdaderamente el Cuello y Garganta del bastísimo cuerpo de esta América septentrional […] No habrá Nación, ni gente tan peregrina en el mundo, a cuya noticia no haya llegado la fama de la Puebla de los Ángeles, aplaudida y famosa en los Anales, celebrada en las historias, delineada en Mapas, copiada en Pintura y notada de todos los Geógrafos en sus tablas, no le han dado tanto vuelo las plumas de los diligentísimos escritores que se empeñaron en recomendar sus prerrogativas a los distantes, cuanto es bastante a exaltar la grandeza de su nombre.205

Fray Juan de Villa Sánchez había sido nombrado por su amigo Bermúdez como albacea de sus bienes y difundió sus noticias entre quienes quisieran escucharlas. Fue él quien facilitó en 1757 una copia del Teatro angelopolitano al abogado y polígrafo Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Este poblano, recién llegado de una prolongada estancia en Europa, iniciaba en esos años su labor historiográfica sobre su ciudad natal, labor que quedaría truncada por su muerte, acaecida en 1780. En su Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de los Ángeles, este autor intentó integrar en una narración coherente las diversas versiones, dando razones para explicar sus contradicciones y puntualizando errores en las fechas. Con todo, el discurso de Veytia privilegiaba la versión milagrosa del sueño de Garcés otorgándole la “veracidad” de una tradición inmemorial que debía ser tomada como histórica según las tesis de algunos eruditos: “Refiero el suceso, cumpliendo con las leyes del historiador, como lo he oído desde mi niñez a personas doctas, juiciosas y timoratas que lo aprendieron de sus mayores y como le hallo en documentos que tengo entre manos”.206 Para el historiador poblano, fray Julián Garcés no había fundado Puebla, pero en cambio había sido el inspirador de su escudo. Veytia dedicó todo el capítulo xix de su obra a “elucubrar” sobre los sucesos que llevaron al rey a darle a la ciudad dos ángeles como emblema. Él no cree, como Florencia, que el obispo dominico contara su sueño directamente al rey (pues su publicidad hubiera resultado contraria a “su humildad y modestia”), sino que “pudo ser el señor don fray Juan de Zumárraga”, quien en 1532 regresó a España, el que narró al soberano las circunstancias del sueño y del terreno de la ciudad, con lo cual éste ideó el escudo de armas. Veytia llegó incluso a insinuar que la Real Cédula de fundación era: “aquel papel auténtico que 205 Juan de Villa Sánchez, Puebla sagrada y profana. Informe dado a Su Muy Ilustre Ayuntamiento el año de 1746… Instruye de la fundación, progresos, agricultura, comercio etc. de la espresada ciudad (editada por primera vez por Francisco Javier de la Peña, Puebla, Casa de José María Campos, 1835). Aquí utilizo la edición facsimilar más reciente de Francisco Téllez y María Esther López-Chanes, Puebla, buap, 1997, pp. 12 y ss. 206 M. Fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de los Ángeles en la Nueva España, su descripción y presente estado, vol. i. p. 41.



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dice el padre Florencia, que le aseguró haber visto al doctor Jacinto de Escobar en uno de los archivos de la Catedral, o la Ciudad”.207 Para el cronista los escudos de armas y las figuras de que se componen mantienen “la memoria de una hazaña heroica, de un hecho ilustre o de un acaecimiento raro y prodigioso”, por lo que el escudo de Puebla se convertía en la mejor prueba de la veracidad del sueño de Garcés. Mariano Veytia fue, entre todos los cronistas poblanos, el único que intentó darle una ordenación cronológica y una explicación lógica a las contradictorias versiones de la fundación. Aunque su obra quedó también inédita, debió tener bastante difusión gracias al cabildo de la ciudad, cuerpo al cual el cronista exaltó en su obra como eficaz organizador del bien social y como “el lugar por el que la ciudad se dignifica”.208 La historia del escudo allí narrada debió convertirse en la versión oficial utilizada en los actos públicos. Por las fechas en que Veytia moría, otro poblano cercano al cabildo, el agrimensor Pedro López de Villaseñor, componía su Cartilla vieja de la nobilísima ciudad de Puebla (1781). Con un acceso irrestricto al archivo del ayuntamiento, a causa de su habilidad para leer “letra gótica”, este autor pudo consultar documentos originales de los cuales incluyó numerosos traslados en su obra. A diferencia de la narración armónica y secuencial de Veytia, la de López es una caótica recopilación de documentos insertados en medio de una sarta de elucubraciones metafísicas que asociaban la fundación de Puebla con fray Juan de Zumárraga y con la aparición de la virgen de Guadalupe. López hizo tabla rasa de todo lo dicho con anterioridad, propuso nuevas fechas y nuevos personajes y, con unas bases documentales que manejaba de manera muy libre, lanzó aseveraciones insólitas. Para este autor, la fundación de la ciudad había sido el Día de San Miguel (29 de septiembre) de 1531 y en ella habían concurrido “tres ilustrísimos señores obispos, príncipes de la Iglesia”: fray Julián Garcés, primer obispo del reino que la había solicitado después por supuesto de su prodigioso sueño; fray Sebastián Ramírez de Fuenleal (llegado en agosto de ese año), quien como cabeza de la segunda audiencia la mandó ejecutar, y el señor fray Juan de Zumárraga, quien puso la primera piedra de la catedral para efectuar la fundación de la ciudad.209 A continuación, para “demostrar” la relación entre la dedicación de la catedral a la Inmaculada Concepción de María y el patronazgo de San Miguel sobre la ciudad, expone una serie de descabellados argumentos: porque 207 Ibid., vol. i, pp. 197 y ss. Fernández de Echeverría y Veytia señala que la primera cédula conservada en que se da a Puebla su escudo es del 20 de julio de 1538 y ella “ministra otra nueva prueba de la verdad de la tradición del sueño del señor obispo, porque sea cierta o no la expedición de la anterior […] es indubitable que cuando la Ciudad pide esta gracia, en los años de 1534 y 1537, deja enteramente al arbitrio del Soberano la figura y forma del escudo y sólo pide la corona”. 208 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad y autoimagen”, Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, núm. 42, pp. 59-76. 209 Antonio López de Villaseñor, Cartilla vieja…, pp. 39 y 40.

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la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe a los setenta y tres días de fundada esta ciudad por Zumárraga aluden al “número de años que vivió Nuestra Señora la Virgen María, según la más probable opinión”; porque las cinco torres del escudo aludían a las cinco letras del santo nombre de María; “porque el haberse fundado la ciudad en tierra virgen, libre de los sacrificios que los indios tanto frecuentaban” fue previsto por el arcángel; porque fueron los fundadores treinta y tres y una viuda, “número figurativo de la edad de Jesucristo, Nuestro Señor, y la viuda dice con no concedérsele a las armas la corona [aunque este atributo fue solicitado por los poblanos]”.210 Pedro López, como casi todos los cronistas poblanos, se vieron forzados a insertar la narración franciscana porque su presencia avalaba la de los otros fundadores, las treinta y tres familias que la mayoría de los cronistas enumera prolijamente, y los alcaldes y regidores del ayuntamiento, quienes constituían el núcleo político de la ciudad y que a menudo estaban detrás de la promoción de tales narraciones. Por ello, no solamente era importante conservar la versión de la fundación franciscana, sino también mantener la tradición del sueño de fray Julián Garcés, pues éste mostraba la intervención divina. Así, el hecho milagroso, nacido originalmente en el ámbito capitular catedralicio, se convertía no sólo en la explicación más factible del escudo de armas, sino además en el símbolo más representativo de la ciudad, símbolo que unía a todos los sectores urbanos alrededor de una ideología patria. Resulta paradójico que esta exaltación de la fundación angélica estuviera inmersa en una situación social y económica crítica. En efecto, desde finales del siglo xvii Puebla se vio afectada por una serie de reformas que ocasionaron una recesión de la que la ciudad no se recuperaría en toda la centuria. Desde 1697 el gobierno municipal perdió el privilegio de cobrar las alcabalas (de cuyo pago ellos estaban por supuesto excluidos). Los malos manejos hicieron imposible pagar a la Corona los derechos debidos, por lo que el rey envió a Juan José de Veytia y Linaje como superintendente de la alcabala y poco después como alcalde mayor de Puebla y teniente de capitán general. Sus reformas golpearon duramente al ayuntamiento y a los criollos terratenientes.211 Poco después, la consolidación de la feria de Jalapa entre 1722 y 210

Los argumentos en ibid., pp. 39 y ss. La última referencia hace alusión a una concesión de la monarquía que sólo se daba a algunas ciudades que tenían el título de real y que consistía en ostentar en el escudo una corona. Resulta paradójico que frente a este esoterismo, López aporte noticias documentales reveladoras de lo que fue la verdadera fundación y que a veces contradicen incluso sus aseveraciones. Un ejemplo es la edición de una carta de la reina a la Audiencia (Ocaña, 18 de enero de 1531) en la que se pone en tela de juicio la supuesta participación de fray Julián Garcés en la fundación de Puebla y muestra en cambio lo que era su idea original: crear una ciudad española en la misma Tlaxcala. Por otro lado, es significativo que los franciscanos no aparezcan en la relación de la fundación sino hasta 1532, como lo mencionan varios documentos de ese año (“insertos —dice el autor— en el Suplemento del libro número 1 que formé”), y están vinculados con el complejo proceso de lo que debió ser la elección de un sitio. 211 Gustavo Rafael Alfaro Ramírez, La lucha por el control del gobierno urbano en la época colonial. El cabildo de la Puebla de los Ángeles. 1670-1723, pp. 170 y ss.



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1729 afectó los intereses de los comerciantes poblanos y su control sobre el sureste novohispano; esta situación fue ampliamente comentada por los mismos cronistas de la ciudad (como Villa Sánchez, Bermúdez y Veytia), quienes mencionan igualmente la desaparición de obrajes textiles como causa de empobrecimiento. En buena medida, esa decadencia se debió también al desarrollo del Bajío, que no sólo usufructuó la expansión de la economía minera del norte, sino también desvió recursos e inversiones de la capital que antes beneficiaban a Puebla, tales como el abasto de granos y el de textiles.212 Por otro lado, Oaxaca, su zona de influencia comercial desde el siglo xvii, comenzó a ser controlada por el consulado de la capital, el cual, a través del cabildo de Antequera y de los alcaldes mayores de los pueblos indígenas, monopolizó el comercio de la grana cochilla, principal riqueza de la región, a partir de la primera mitad del xviii; esto también redundó en perjuicio de la economía poblana. A esta situación se agregaron varias catástrofes, lluvias torrenciales, temblores de tierra y epidemias (la de 1737 fue devastadora para Puebla) que disminuyeron los recursos humanos y amenazaron con producir brotes de violencia social. En los albores del siglo xviii Puebla había experimentado el final de su edad de oro para entrar en un declive económico; la prosperidad, que había producido una acelerada actividad constructiva durante el siglo xvii, daba paso a un estancamiento del que Puebla no se recuperaría.213 Frente a una realidad económica deprimida, los poblanos fortalecieron sus glorias en el terreno simbólico de la fundación angélica. Como lo señala Fernando de la Flor, las directrices tridentinas propusieron la creación de “ciudadelas de la Contrarreforma”, una suerte de geografía sagrada en la que algunas ciudades eran elegidas “por su trascendencia en el plano de lo imaginario”. Puebla, al igual que Toledo lo fue a fines del siglo xvi, se volvió desde fines del siglo xvii el prototipo novohispano de la Cristianópolis, una ciudad penitencial y eclesiástica, orgullosa de sus templos y conventos, “levítica”, ciudad sacramental, modelo de lucha contra el vicio.214 Esta realidad simbólica era para los poblanos excelsa y trascendente; gracias a ella, la situación social y económica de franca decadencia que presentaba su urbe podía ser ignorada. Por las mismas fechas que los cronistas de Puebla estaban consolidando su mito fundador, en la tercera ciudad del virreinato, Querétaro, los franciscanos seguían discutiendo el suyo, pero en una situación marcada por el 212 Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso, “La región de Puebla Tlaxcala y la economía novohispana (1680-1810)”, en Puebla, de la Colonia a la Revolución. Estudios de historia regional, pp. 73-124. 213 Frances L. Ramos, “Arte efímero, espectáculo y reafirmación de la autoridad real en Puebla durante el siglo xviii: la celebración en honor del Hércules borbónico”, en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. xxv, núm. 97, pp. 179-218; Rosalva Loreto, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, p. 34. 214 Fernando de la Flor, Barroco: representación e ideología…, pp. 137 y ss.

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auge comercial y el crecimiento económico. A lo largo de la centuria la ciudad se había vuelto el centro más importante de comercialización de productos agrícolas del Bajío oriental y en una próspera ciudad con numerosos obrajes textiles. En la década de 1780 a 1790 se construyó en ella una fábrica de tabaco, la segunda en importancia después de la de México. Cinco caminos principales salían de ella, pues Querétaro era el paso y el principal punto de partida de las numerosas caravanas que iban hacia los más importantes centros mineros del norte: Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí. A principios del siglo xviii la ciudad poseía alrededor de veintiséis mil residentes de todos los grupos étnicos, cifra que se duplicó en cien años.215 Sin embargo, a pesar de su prosperidad, Querétaro no tenía el peso institucional de Puebla: no era sede episcopal y, por tanto, no poseía un cabildo eclesiástico que afianzara las identidades urbanas alrededor de la sede catedralicia; su ayuntamiento no tenía ni el prestigio ni los blasones de una ciudad capital como Puebla; tampoco poseía imprentas ni abundantes mecenas que propiciaran la edición de textos que mostraran las grandezas de la tierra. Con todo, encontramos en el Querétaro del Siglo de las Luces varios sectores interesados en exaltar a la ciudad, aunque sin la congruencia y uniformidad que notamos en Puebla. Al igual que los cronistas poblanos, los letrados queretanos intentaban dar coherencia a una tradición con fuertes contradicciones. En efecto, la narración propagada por fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis que estudiamos en el capítulo anterior presentaba serios problemas de concordancia con los datos aportados por otras versiones. El mayor era sin duda situar la fecha de fundación en 1550 y atribuir el triunfo de la batalla al general Nicolás Montañés, enviado por el virrey Velasco en nombre de su majestad a pacificar el territorio chichimeca. Ambos datos eran opuestos a las abundantes referencias que había en los documentos guardados en el monasterio de Santa Clara, en los cuales la fundación se atribuía a Hernando de Tapia en una fecha poco precisa, pero sin duda situada durante la primera mitad del siglo xvi.216 A solucionar tales contradicciones dedicaron sus esfuerzos cuatro cronistas que hablaron de la fundación de Querétaro a lo largo del siglo xviii. El primer intento de dar una versión congruente de los hechos fundadores apareció en el informe sobre Querétaro presentado al rey en 1743 por el corregidor de la ciudad, el peninsular gallego Esteban Gómez de Acosta. Dicho documento, redactado por varias manos, no tenía como finalidad exaltar la ciudad, era más bien una respuesta a la solicitud de información geográfica ordenada por el rey en 1741. Al igual que las obras de Bermúdez de Castro y Villa Sánchez, seguía el modelo del cuestionario elaborado por Juan Fran215

John C. Super, La vida en Querétaro durante la Colonia, 1531-1810, pp. 15 y ss. El monasterio había sido fundado por don Diego de Tapia, hijo de don Hernando, y sus archivos habían sido utilizados desde el siglo xvii para sacar documentos probatorios en los pleitos de tierras que sostuvieron las monjas con sus vecinos. 216



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cisco Sahagún de Arévalo y Antonio de Villaseñor: descripción geográfica, recursos naturales, edificios e instituciones eclesiásticas, imágenes devocionales, producción y comercio. En el tema de la fundación, este documento unificaba por primera vez las dos tradiciones fundadoras y señalaba que en 1531 los caciques otomíes Hernando de Tapia y Nicolás Montañés, con el auxilio de “valientes y numerosos españoles”, lucharon contra los chichimecas venciéndolos en una “sangrienta batalla”. En lo demás (la aparición de Santiago y la cruz roja en el cielo y el encuentro de las cinco piedras) seguía la versión del padre Santa Gertrudis.217 Este documento, elaborado posiblemente en el ámbito del ayuntamiento de la ciudad, hacía patente que aquellos queretanos que ayudaron a Gómez de Acosta a elaborar su discurso tenían ya en 1743 una versión sincrética y muy acabada de la leyenda fundadora. Tres años después, en 1746, el criollo queretano fray Isidro Félix de Espinosa, miembro también de la orden franciscana encargada de los colegios de Propaganda Fide, publicaba su Crónica apostólica con nuevos aportes documentales que ratificaban esta versión. En ella daba noticia de un Protocolo jurídico encontrado en 1740 en el monasterio de Santa Clara de Querétaro, en el que se demostraba, contra la noticia de Sigüenza, que el evangelizador de la zona había sido fray Alonso Rangel y no el clérigo Juan Sánchez de Alanís.218 Era necesario mostrar la precedencia de los franciscanos en la fundación, pues desde principios de la centuria el arzobispo y los seculares cuestionaban el derecho de los frailes a administrar las parroquias indígenas vecinas a Querétaro.219 Dicho Protocolo dejaba claro también, sin lugar a dudas, que la fundación de la ciudad había sido obra de Hernando de Tapia en 1531.220 217

Esteban Gómez de Acosta, Querétaro en 1743. Informe presentado al rey por el corregidor..., p. 117. La “tradición” que representa este autor y que sitúa a Montañés como conquistador de Querétaro alrededor de 1531 se contradice con las menciones a un Nicolás de San Luis, gobernador de Querétaro vivo en 1607. Ricardo Jiménez ha demostrado que Nicolás Montañés no aparece en ningún acto jurídico ni judicial en el siglo xvi, por lo que nada tiene que ver con la vida de Querétaro, a diferencia de Fernando y Diego de Tapia, los verdaderos fundadores y caciques de la villa. Juan Ricardo Jiménez Gómez, La república de indios en Querétaro..., pp. 62 y ss. 218 El cronista franciscano presentaba como prueba de ello una información hecha con testigos del año 1571 a petición de don Hernando en la que se decía que “el conquistador salió de Xilotepec con otros deudos, parientes y amigos y trajo consigo religiosos franciscanos para la doctrina”. Espinosa explica que la noticia de Sigüenza (tomada de Antonio de Herrera) fue una confusión, pues uno de los testigos de la información era Juan Sánchez de Alanís, vicario de Sichú, un hombre de sesenta años quien por su edad (debió tener veinte años en 1531) no pudo haber sido el evangelizador de los chichimecas. Isidro Félix de Espinosa, Crónica apostólica..., libro i, cap. iii, pp. 110 y ss. 219 agi, México, 721. 220 El Protocolo que Espinosa consultó forma parte de un conjunto de documentos que se encuentran actualmente en el Archivo Franciscano de Celaya. Existe un traslado y selección de ellos realizada en 1724 para usarlos como pruebas en un pleito de tierras del monasterio de Santa Clara en el agnm, Ramo Tierras, v. 417. Parte de estos documentos se publicaron en el Boletín del Archivo General de la Nación, núm. v, 1934, pp. 34-61. Entre ellos sobresale la información de méritos y servicios de Hernando de Tapia de 1571 y otra información que don Diego presentó entre 1603 y 1604 para justificar legalmente sus propiedades. En 1989 estos documen-

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Pero no sólo la versión de don Hernando de Tapia como primer conquistador se adaptaba mejor a la tradición franciscana, también la fecha de 1531 para la fundación (y no la de 1550 del padre Santa Gertrudis) encajaba con mayor perfección con otro hecho histórico básico para Nueva España, pues ése era el año en que se apareció la virgen de Guadalupe en el Tepeyac.221 Fuera de estos datos, el cronista Espinosa se apegaba fielmente a la descripción del padre Santa Gertrudis, dando como hecho incontrovertible la aparición de Santiago y de la cruz en la batalla de 1531, a pesar de que ninguno de ellos estaba mencionado en el Protocolo. El cronista agregaba así a la historia fundacional de los Tapia no sólo el prodigio, sino también la batalla fundadora en la que las banderas que portaba el ejército otomí, “según la relación antigua de los indios”, tenían por escudo, “de un lado, la santísima cruz y de otro a nuestro patrón Santiago”.222 Espinosa, como fraile del colegio apostólico, debía proteger los intereses de su instituto cuyo principal timbre de gloria se encontraba en la santa cruz de piedra. Con la Crónica de Espinosa quedaban unidos para siempre la narración milagrosa de la fundación insertada por el padre Santa Gertrudis con el indio otomí Hernando de Tapia, conquistador e inspirador del escudo de la ciudad. Así, aunque el cronista aduce documentos para avalar la veracidad de los hechos que narra, el uso que hace de ellos es sólo un recurso retórico demostrativo. Para él, se podían fusionar dos versiones opuestas en una sola narración sin faltar a la fidelidad que le debía a sus fuentes. Alrededor de 1780 otro franciscano vinculado con el Colegio de Santa Cruz, el español de origen francés fray Pablo de la Concepción Beaumont, sacó de nuevo a la palestra el tema de los fundadores en el capítulo de su extensa Crónica de Michoacán, dedicado a la fundación de Querétaro.223 Aunque el cronista compartía con Espinosa el ámbito de la orden de frailes menores, difiere de él respecto a la parte que tocó a don Hernando de Tapia en la pacificación de los chichimecas y en la fundación de Querétaro. Beaumont examinó también los documentos del archivo de Santa Clara, de los cuales no le parece pueda deducirse que Tapia fuera capitán general de los chichimecas. Cree, en cambio, que este honor corresponde al cacique de Tula, don Nicolás de San Luis Montañés, tal como lo decía el padre Santa Gertrudis. Para él, Tapia habría sido el segundo de Montañés. Estos paralelismos entre Beaumont y Santa Gertrudis se deben a que el primero utilizó tos fueron publicados completos con el título: “Documentos sobre el cacicazgo de Hernando y Diego de Tapia (1569-1604)”, por David Wright, Querétaro en el siglo xvi. Fuentes documentales primarias, pp. 223-367. 221 Así lo señala explícitamente Espinosa al final del capítulo iii del libro i (p. 112) de su Crónica apostólica... 222 Ibid., p. 103. 223 Pablo de la Concepción Beaumont, Crónica de la provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, libro ii, cap. 18, vol. iii, pp. 95-119. Este fraile había servido por diecisiete años en el Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, aunque desde 1772 solicitó su afiliación a la provincia franciscana de Michoacán.



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también fuentes indígenas. Una de ellas fue una Relación del mencionado cacique don Nicolás, que se conservaba en el archivo del convento franciscano de Acámbaro, otra de las fundaciones atribuidas a Montañés. Con base en esta fuente Beaumont menciona un hecho prodigioso que no había sido mencionado por ningún otro cronista: cuando se estaba colocando la cruz de piedra en su pedestal, un “zahorí de los chichimecos” vio en el cielo unos ángeles que colocaban palmas y coronas de rosas sobre los brazos de la cruz bajo una hermosa nube azul.224 Beaumont agrega que hace mucho tiempo que la cruz no tiembla ni crece (ya tiene cuatro varas, una más de las tres que señalan los textos antiguos) y esto se debe a que los chichimecas han sido ya reducidos al gremio de la Iglesia y los milagros no son por tanto necesarios. A pesar de la transcripción que Beaumont hace de esa fuente indígena, es sintomático que no se comprometa con toda su narración; en esto de las apariciones, por ejemplo, avala la versión oficial de Espinosa que sólo menciona a Santiago y la cruz, y vuelve a asociar el escudo como prueba de dicha versión fundacional; por otro lado, tampoco acepta las encontradas fechas de su fuente indígena y considera que la conquista de la zona se dio entre 1522 y 1555. Este respeto a la tradición historiográfica franciscana sobre cualquier otra fuente se puede ver, finalmente, cuando trata de la introducción del cristianismo en Querétaro e insiste en la vieja diatriba contra Sigüenza, “a quien cegó la pasión y lisonja” al atribuir el inicio de la evangelización a los seculares y no a los franciscanos; este tema era de gran actualidad a causa de la secularización de las doctrinas en manos de los frailes que llevaba a cabo la Corona. El proceso de conformación de esta narración “racional” concluyó con fray Pablo de Beaumont, quien, con todo y su perspectiva ilustrada y racional, no pudo desprenderse de la narración prodigiosa. A partir de la “invención” franciscana todas las fuerzas políticas y económicas de la ciudad aceptaron la “tradición”, pero sobre todo los caciques indígenas, quienes encontraron en esa historia el aval para sostener sus pretensiones fundacionales y una herramienta eficaz para defender sus privilegios y sus tierras. El nuevo discurso reelaboró los símbolos del escudo y, con base en la leyenda forjada por los padres apostólicos, los asoció a los caudillos indios a quienes se atribuía la fundación de Querétaro. 224 “Empezaron a devisar y a mirar esta santa Cruz los indios chichimecos con mucho cuidado: estuviéronla mirando los bárbaros hasta que no estuvieron satisfechos, y llamaron su Zaurí que ellos tienen. Vino este Zaurí; estuvo mirando desde arriba hasta abajo la santísima Cruz, si estaba buena; en este tiempo vido el Zaurí cuatro ángeles con palma y corona de rosas, y hermosísimos, que les estaba poniendo en los brazos las rosas y la corona a la Santísima Cruz; y una nube tan hermosa azul que le estaba haciendo sombra. Vido el Zaurí aquellos milagros, se alegró y dijo en alta voz: ésta es la Cruz que ha de servir de mohonera, que dure para siempre jamás, Cruz para siempre jamás, ésta es la Cruz que queremos. Después de esto los indios rodearon la cruz, la besaron e hicieron el mitote”. P. de la C. Beaumont, op. cit., libro ii, cap. 24, vol. iii, p. 216.

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El último de los cronistas queretanos fue el clérigo secular Joseph María Zelaa e Hidalgo, miembro de la cofradía de Guadalupe, cura párroco y natural de la ciudad. Este hombre editó en 1803 Las glorias de Querétaro, libro en el que utilizó la obra de Sigüenza como base para la narración de la historia de la congregación de Guadalupe, pero a la que agregó una gran cantidad de inserciones propias. En 1810 publicó unas Adiciones con nuevos datos. Zelaa utilizó el prestigio del texto de Sigüenza, quien no era queretano, para convertirlo en una tribuna para hablar elogiosamente de su patria chica y para glorificar al clero secular: “deseoso de ilustrar esta obrita con todo cuanto ceda en honor de mi patria y de mi amada madre [la congregación de Guadalupe]”. Respecto a la leyenda fundadora, Zelaa asocia directamente a Conni con Hernando de Tapia (personajes que hasta entonces no habían sido considerados como uno solo) y repite la versión de Espinosa sobre la batalla milagrosa. Además, como clérigo secular, apoyaba la hipótesis de Sigüenza sobre el inicio de la evangelización realizada por Juan Sánchez de Alanís.225 Si bien Zelaa agregaba pocas cosas nuevas a la narración de la fundación, la importancia de su obra radica en la enorme cantidad de datos que aporta sobre los sabios, valerosos y santos queretanos ilustres. Por su obra desfilan clérigos, frailes, jesuitas, militares, burócratas, monjas y beatas que contribuyeron a las grandezas de su patria. Lugar destacado lo ocupa Juan Caballero y Ocio, a cuya actividad filantrópica dedica varias páginas y como benefactor le llama “padre de la patria”. Es interesante también la inclusión de María Josefa Vergara, protectora de los pobres, fundadora de un hospicio y de una casa de expósitos que ocupó toda su fortuna en obras de caridad y a la que Zelaa llama “madre de la patria”.226 Engarzadas dentro de esas vidas están las descripciones de iglesias, santuarios, imágenes milagrosas, retablos y pinturas que forman otros tantos elementos de orgullo patrio. A diferencia de las menciones a Querétaro que aparecían en las crónicas franciscanas de Espinosa y Beaumont como uno de los elementos de un conjunto más amplio y universal, en la obra de Zelaa Querétaro era el tema central de la narración. Esta ciudad consiguió a principios del siglo xix lo que Puebla había desarrollado entre 1740 y 1790 con las obras de Alcalá, Bermúdez, Veytia y Villaseñor: conformar una crónica patria. Es por demás significativo que Puebla y Querétaro (las más populosas urbes novohispanas después de la capital) fueran las únicas ciudades del territorio novohispano que crearon mitos fundadores prodigiosos y que sólo ellas hayan producido una consistente crónica patriótica urbana. Con todo, existen entre ambas profundas diferencias en los procesos de formación de sus identidades. Querétaro marcó su fundación con un hecho prodigioso atribuido al mundo indígena y vinculado con Santiago, uno de los santos presentes en la 225

J. M. Zelaa e Hidalgo, Glorias de Querétaro…, pp. 2 y 103. J. M. Zelaa e Hidalgo, Adiciones al libro…, pp. 50 y ss. Zelaa también reeditó por esas fechas la Oración fúnebre en honor del Sr. Pbro. Br. D. Juan Caballero y Ocio de Esteban G. Rebolledo, Querétaro, Imprenta del Rosario, 1891. 226



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conquista de Tenochtitlan y patrono de indios y españoles. Puebla, en cambio, ignoró en su mito fundador al mundo indígena y remarcó su identidad urbana con un fuerte signo hispánico. Esto se podía observar en las fiestas de entradas de virreyes, en las que los poblanos “elogiaban a España como una fuente de autoridad cultural y política y promovían y abanderaban a la ciudad de Puebla como la maravilla española privilegiada del Nuevo Mundo”.227 Otra diferencia entre Querétaro y Puebla fue la total ausencia de una expectativa santoral en la primera, frente a un furor de promoción beatífica en la segunda, lo que estaba directamente vinculado con la presencia de una sede episcopal, un cabildo eclesiástico y un activo cabildo secular, además de una numerosa cantidad de corporaciones regulares. En Querétaro sólo dos instituciones parecían estar interesadas en forjar discursos identitarios, la congregación de Guadalupe y el convento de los franciscanos de Propaganda Fide, pero éste, como vimos, estaba vinculado, por su carácter territorial, con una orden religiosa, para la cual la promoción de sus santos rebasaba el ideal patrio local; mientras que la congregación de Guadalupe, más relacionada con los intereses queretanos, tenía el perfil más idóneo para generar una crónica patria. Esto coincidía con un fortalecimiento del clero secular en Querétaro desde la segunda mitad del siglo xviii, a raíz de la secularización de la doctrina franciscana en 1758 y de la formación de una parroquia secular, cuya primera sede fue precisamente el santuario de Guadalupe y, a partir de 1771, el templo de los expulsados jesuitas. Finalmente, también fueron distintos los mecanismos de respuesta de ambas ciudades ante la presencia de los signos identitarios de la capital del virreinato. Frente a ella, y como un argumento para defender fueros y privilegios, los dirigentes intelectuales de Puebla y Querétaro forjaron mitos fundadores basados en prodigios que mostraban una elección celestial. Desde los días de la conquista, Querétaro resintió el predominio de la capital y su dependencia comercial e institucional no le permitió escapar de esa influencia. Eso se ve claramente en la fundación del santuario guadalupano y hasta en el encargo de escribir una relación de los festejos a un sabio capitalino. Esta presencia se intensificó en el siglo xviii pues, a través de esa ciudad, la capital desplegaba sus redes económicas y culturales sobre todo el Bajío, región que se había convertido desde la centuria anterior en su espacio natural de expansión. Puebla, en cambio, desde el siglo xvi se confrontó con la capital y se negó a aceptar sistemáticamente sus símbolos. Por otro lado, Puebla enfrentó a la hierofanía pagana del águila y el nopal de la fundación de México, la narración cristiana que refería la presencia de ángeles en sus orígenes. Muestra de tal actitud es la siguiente aseveración de Diego Antonio Bermúdez de Castro en su Teatro angelopolitano: 227

Nancy Fee, “La entrada angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3, p. 284. Esta autora compara Puebla con Lima en esta necesidad de mostrarse como ciudad hispana.

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Glóriese enhorabuena la Imperial, Insigne y Cesárea ciudad de México, con las riquezas y maravillas que la ilustran, que con todas ellas no tuvo los piadosos fundamentos que ésta de la Puebla, pues le viene ajustado el glorioso timbre y plausible blasón de intitularse la Santa Ciudad de la Puebla de los Ángeles […] pues siendo esta ciudad medida y delineada por los espíritus angélicos, como quiera que éstos son Moradores de la Santa Jerusalén, se puede discurrir sin violencia que es al dicho de su fundación gloriosa Teatro de Celestiales Espíritus y convenirlo por eso el distintivo característico de Angélico y Santo.228

Pedro López de Villaseñor en su Cartilla vieja resalta la desconfianza que los poblanos tenían de los capitalinos “por las pasiones que entre estas dos ciudades hay”.229 Posiblemente detrás de esta oposición está la tardía aceptación que Puebla tuvo del culto guadalupano. Cuando en 1737 el arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón propuso que la jura de la virgen de Guadalupe (realizada en la ciudad de México después de una devastadora epidemia) se hiciera extensiva a todas las urbes novohispanas, una de las primeras voces que objetaron tal designación fue la de Juan Pablo Zetina, maestro de ceremonias de la catedral de Puebla. Este clérigo, como vimos, no sólo cuestionaba el patronazgo de una imagen aún no sancionada por el papado, insistía también en poner en tela de juicio la ausencia de fuentes originales sobre el milagro. Tampoco es gratuito que el santuario de la virgen de Guadalupe de Puebla fuera uno de los más tardíos construidos en el territorio y que el nombre de Guadalupe se haya generalizado entre los niños y niñas bautizados en Puebla hasta fines del siglo xviii.230 En la segunda mitad del siglo xviii los discursos corporativos nacidos en las décadas anteriores en estas dos ciudades se insertaron en una construcción patriótica más amplia que englobaba a todas las instancias urbanas. La exaltación de Puebla y Querétaro, a partir de sus fundaciones milagrosas, dejó de ser utilizada como argumento para justificar intereses corporativos (los del cabildo catedralicio de Puebla o los del Colegio de Propaganda Fide y 228

D. A. Bermúdez de Castro, op. cit., pp. 132 y ss. A. Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad…”, op. cit., pp. 59-76, p. 72. Según esta autora, Puebla impidió la formación de una identidad regional y pone como contraparte el ejemplo de Guadalajara, donde, según Brian Connauhgton, se nota “un protagonismo creciente para su propia región en la obra de renovación imperial”. En Guadalajara hubo audiencia tempranamente y se le reconoció gobierno propio. A fines del siglo xviii tuvo consulado, universidad y caja real y estuvo involucrada en el proyecto de formar un virreinato independiente de México. Muy precozmente, según Connaughton, se desarrolló en ella una conjunción de intereses locales que rebasó la frontera urbana. Ideología y sociedad en Guadalajara. 1788-1853, pp. 70-102. Véase también María Ángeles Gálvez Ruiz, La conciencia regional en Guadalajara y el gobierno de los intendentes, 1786-1800. 230 Agustín Grajales Porras, “María, Joseph… Panteona y Pioquinto: nombres poblanos en el siglo xviii”, Crítica. Revista Cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, nueva época, núm. 54, pp. 80-88. En la página 83 este autor sostiene que hubo pocos bautizados con este nombre a diferencia de la capital y del norte, en donde el culto se expandió con mayor rapidez. 229



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de la comunidad indígena de Querétaro) y ambas ciudades se convirtieron en los principales personajes de los discursos patrióticos. En Puebla el proceso se dio a lo largo de cincuenta años con cinco cronistas, en Querétaro se consolidó hasta principios del siglo xix y sólo en la obra de uno de sus letrados. Pero en ambos casos las prodigiosas historias de fundación, avaladas por sus escudos de armas, la actuación de sus hombres y mujeres destacados, los edificios que albergaban sus ciudades y su entorno natural confluyeron en un discurso que permitía poner en marcha un proyecto de afianzamiento simbólico de sus identidades. Ello les permitía tener una posición de diferenciación y orgullo local frente a aquellos emblemas que les imponía la ciudad de México. La capital, al igual que Puebla y Querétaro, también desarrolló en el siglo xviii un discurso patriótico que destacaba sus riquezas materiales y espirituales. Sin embargo, es por demás significativo que sus mejores cronistas no habían nacido en la ciudad. Uno de ellos, el clérigo poblano Juan de Viera, señalaba en su Breve compendiosa relación de la ciudad de México, escrita en 1777: Deseoso de complacer, vuelvo a decir, así a los que me lo han suplicado, como a los Patricios Mexicanos, formé esta Relación, aunque bien sé que no dejarán algunos de decir (sabiendo que yo soy nacido en la Puebla de los Ángeles) que, “salutem ex inimicis nostris” pero nunca me he tenido por tal y siempre he sido amartelado por esta Ciudad, pues fuera acreditarme más de necio querer darle ventajas a mi Patria, cuando conozco las incomparables de esta Corte. Y no, no se agravien mis compatriotas de estas expresiones que hago de la ciudad de México, pues la Puebla de los Ángeles, aunque hermosa y brillante, la considero como a la Luna con respecto del Sol.231

Viera comparaba a la ciudad de México con Roma y con Jerusalén, y era vista por él como una nueva tierra prometida, “el segundo paraíso”, tan libre de pecado que Dios la había elegido para asiento de la virgen de Guadalupe, una ciudad celestial transplantada a la tierra americana. Además de dejarnos un curioso registro de todas las mercaderías que había en la plaza mayor, el nombre de las noventa y ocho frutas que en ella se vendían, y los medios de transporte por los que llegaban a los puestos, Viera proporcionó interesantes cifras sobre el abasto, listas de pescados, plazas y pintores y una descripción de los espacios mercantiles de la plaza (llamando al Parián “teatro de maravillas”). El autor poblano se inspiró muy posiblemente en otro cronista urbano, el ya mencionado potosino José Antonio Villaseñor y Sánchez, quien entre 1754 y 1755 redactó un anexo a su monumental Teatro con el título de Suple231 Juan de Viera, “Breve compendiosa relación de la ciudad de México...”, en A. Rubial (ed.), La ciudad de México en el siglo xviii (1690-1780). Tres crónicas, p. 190.

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mento al Teatro americano, en el que se avocó también a describir la capital en términos elogiosos. A igual que Viera, a él le interesaba mostrar la riqueza del comercio, las secciones de la plaza y de las acequias donde se vendían los bastimentos procedentes de las cercanías. Muy posiblemente Viera también se inspiró para su obra en la Exacta descripción de la magnífica corte mexicana, cabeza del nuevo americano mundo, crónica urbana de la capital editada en Cádiz alrededor de 1770. Su autor, Juan Manuel de San Vicente, era un peninsular que radicaba en México y se dedicaba a escribir obras de teatro y a administrar el coliseo de comedias. En él existe un interés especial por mostrar las suntuosas ceremonias civiles y eclesiásticas, las salidas públicas de virreyes (como la realizada por el marqués de Croix en 1768) y las cifras del gasto público, del número de habitantes o de las cantidades de productos que llegaban a la ciudad. Algo común a estos tres cronistas, que los vinculan con los poblanos, es que todos describieron los edificios de la capital con elocuentes discursos y exaltados epítetos, y a menudo, incluso, con un fuerte dejo de orgullo. Al mismo tiempo los tres se desviven en elogios a la virgen de Guadalupe y a su santuario. Su interés se centraba en dar una imagen positiva de la capital como paradigma de perfección a pesar de que, curiosamente, ninguno de los tres había nacido en ella. En ellos puede verse sin embargo la huella que dejó fray Agustín de Vetancurt con su Teatro mexicano, sin duda la primera crónica que se interesó por dejar constancia de aquellos elementos que podían enorgullecer a una ciudad y con ello convertirse en símbolos de su identidad colectiva. 8. Las patrias y las naciones de los indios Y después acá que Dios crió, y vinieron los hijos por la divina voluntad de Dios, el uno se llamaba Miguel Omacatzin y Pedro Ca Pollicano, que ellos son los mayores de todos los que quedaron y Dios les puso en el corazón diciendo o conversando entre estos dos amigos, y dijo el uno: aquí no tenemos a quien volver los ojos ni ha de venir de otra parte el que nos ha de decir lo que hemos de hacer… Y luego los dos que eran como padres de todos se consultaron el que habían de tener por patrón, y aquella noche se estaban acordando qué santo habían de escoger y el dicho Miguel Omacatzin no estaba dormido y vio un hermosísimo español que lo llamaba por su nombre y le dijo: Mírame que ya estoy aquí que me deseáis a que yo sea vuestro patrón. Yo me llamo Santiago que es mi gusto que yo os ampare. Y el dicho Miguel Omacatzin quedó muy espantado a que le hablase aquel santo.232

La historiografía tradicional ha visto a los pueblos indígenas como entidades explotadas y marginadas de un sistema colonial que las sometió y 232

Título primordial de Santiago Sula, agnm, Ramo Tierras, v. 2548, exp. 11, fols, 23 r. y s.



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cuyo resurgimiento se dio a partir de la Independencia. Ambas afirmaciones deben ser matizadas. Las comunidades indias del virreinato, que a fines del siglo xviii estaban conformadas por más de tres millones y medio de personas, presentaron una gran vitalidad y se amoldaron a los esquemas legales y religiosos del conquistador, con tan buenos resultados que gracias a ello pudieron mantener una cierta autonomía y, sobre todo, una gran cohesión interna. No podemos negar ciertamente la explotación y la miseria, pero tampoco el papel activo que tuvieron en la adaptación de la cultura occidental a sus propias necesidades.233 Esta situación fue propiciada tanto por los frailes como por las autoridades virreinales desde el siglo xvi, con la creación de un esquema legal que contemplaba una república de indios separada de la de españoles y a la cual se le otorgaron una serie de privilegios y exenciones: las concesiones de tierras del común (fundo legal) que no podían ser enajenadas; la conservación de sus lenguas autóctonas; un gobierno electo por los ancianos (gobernador, cabildo y oficiales de república) que fue controlado por una nobleza rica y de prestigio (caciques); una iglesia consagrada con un santo patrono; la organización de instituciones comunales (cofradías, hospitales, cajas de comunidad); la exención en el pago de alcabalas, y la creación de tribunales especiales de justicia civil y eclesiástica para ellos. El pueblo de indios nació así como una entidad corporativa; sus dirigentes administraban las finanzas de los bienes comunales de las cajas, se hacían cargo de las principales fiestas religiosas y de la remodelación de sus templos y representaban al pueblo en los litigios y en los actos ceremoniales (como la recepción de virreyes, obispos o alcaldes mayores). Desde el siglo xvi el estado español estableció con ellos un pacto que los dirigentes indios supieron usufructuar muy bien. Por otro lado, estas comunidades tuvieron continuos contactos con el mundo cortesano español. Cada año se reunían en el palacio virreinal los gobernadores de los pueblos principales para la ceremonia de la entrega de las varas de mando, ceremonia que se repetía en las alcaldías mayores con los dirigentes de los pueblos de cada región. Las comunidades tenían continuamente pleitos en el juzgado de indios de la audiencia e iban en peregrinación a los santuarios de las capitales o, cada dos o tres años, a comprar la Bula de Santa Cruzada.234 Todo ello los hizo familiarizarse con el ámbito cultural de los criollos y provocó la inserción de muchos de sus elementos en las formas de representación indígenas desde el siglo xvi. Uno de los ejemplos más significativos de esa interacción fue el uso de la escritura con caracteres latinos que, junto a las pinturas sobre papel de tradición prehispánica, se convirtieron en instrumentos legales para defender sus derechos. El proceso se intensificó a raíz de los cambios introducidos 233 A. Rubial García, “Nueva España: imágenes de una identidad unificada”, en Espejo mexicano, pp. 72-115, p. 97 y ss. 234 Dorothy Tanck, Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821, p. 60.

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por la nueva política agraria de Felipe II y por la amenaza sobre las tierras comunales que trajo consigo la expansión de la propiedad española desde fines del siglo xvi. Para principios del siglo xviii los pleitos seguían y las comunidades indias se vieron forzadas a demostrar los derechos que tenían sobre sus “fundos legales” por medio de las composiciones (legalización de tierras ante la Corona que ésta impuso entre 1707 y 1710), de los pleitos judiciales y de documentos probatorios llamados “títulos primordiales”. Éstos eran papeles escritos con letras latinas pero en las lenguas autóctonas, a veces con sencillas ilustraciones, y conservados en los archivos de los cabildos indígenas en un cofre con tres llaves. En ellos se guardaba la memoria de la fundación mítica del pueblo, realizada a menudo por órdenes de un santo a sus caciques a principios del siglo xvi, como el caso de Santiago Sula transcrito en el epígrafe. Por la forma del discurso, los “títulos primordiales” estaban relacionados con la transmisión oral (por sus advertencias, consejos y reprimendas, y por sus reiteraciones que parecen fórmulas), pero también con documentos pictográficos antiguos.235 Por su carácter de documentos probatorios existen numerosas copias y las que conocemos pertenecen a los años finales del siglo xvii, al xviii y hasta al xix.236 En los títulos se insistía en los temas que merecían ser recordados por la memoria colectiva. El primero y central eran las tierras comunales, cuya demarcación se describía con gran minucia, y alrededor del cual giraban los demás. El segundo era el de la conquista, hecho que se mencionaba como algo útil que permitió demarcar las tierras de cada pueblo; a excepción del título de Santo Tomás Ajusco, en el que están presentes la tristeza y el lamento, la conquista se evocaba como el inicio del pacto original entre la comunidad y el rey. Después se mencionaba la congregación del pueblo, el bautizo de los caciques, la elección del santo (como padre fundador) y la construcción de su iglesia como elementos legitimadores. Por último estaba el tema de las epidemias como castigo divino, pero también como parte del proceso de la pérdida de las tierras. A menudo estas catástrofes eran consideradas como parteaguas, mucho más significativos que la misma conquista.237 A veces los títulos venían acompañados con imágenes relacionadas con los caciques fundadores, con el culto cristiano y el bautismo y con los ancianos que conservaban la tradición. Escritos y pinturas fueron así no sólo documentos legales sino también muy útiles instrumentos en la transmisión de la memoria histórica colectiva.

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S. Gruzinski, La colonización del imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos xvi-xviii, pp. 104 y ss. 236 Margarita Menegus Bornemann, “Los títulos primordiales de los pueblos de indios”, en Dos décadas de investigación en historia económica comparada en América Latina. Homenaje a Carlos Sempat Assadourian, pp. 137-162. 237 Paula López Caballero, Los títulos primordiales del centro de México. Introducción y catálogo, p. 92.



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Emparentados con los “títulos primordiales” estaban los llamados “mapas”, grandes lienzos que se solían colgar en las oficinas de las mayordomías de los templos, tal como los vemos todavía en los pueblos, en los cuales se incluían elementos heráldicos, cartográficos, paisajísticos y devocionales que tenían por finalidad mostrar el pacto de las comunidades con el conquistador y con Carlos V. En ellos aparecen los santos patronos, testigos de honor de esos pactos, junto con Cortés o el rey que avalan ese compromiso. Los caciques, por su parte, no desperdiciaban la oportunidad de aparecer haciendo escolta al santo patrono.238 En el “mapa” de San Andrés Ahuashuatepec, el santo patrono aparece en el centro flanqueado por Cortés y la Malinche (figura que seguía teniendo gran peso en el ámbito indígena), por los reyes prehispánicos (los que hicieron el pacto) ataviados con penachos de plumas y por cinco caciques, vestidos a la española para marcar su diferencia con los macehuales. Este “mapa” es uno de los varios que se conservan de la región de Tlaxcala, zona privilegiada por sus fuertes sentimientos localistas donde resurgió la idea de un antiguo senado de caciques originarios que para dejar constancia de ese estatus nobiliario y los derechos que conllevaba hacían pintar a sus señores fundadores con cacles de oro, ricas capas y escudos de armas.239 En el lienzo de San Bernardino Chalchihuapan, dependiente del señorío de Cholula, se representan quince cuadretes con imágenes que se hacen pasar por escenas pintadas en el siglo xvi. En él aparece el apoyo militar que el pueblo prestó a Cortés, la ayuda que recibió de la virgen de los Remedios, la captura de prisioneros “bárbaros” vestidos de pieles, el bautizo de sus caciques y el recibimiento de una embajada india ante el rey para recibir sus títulos comunales.240 En el lienzo, que recuerda mucho a los “títulos primordiales”, la noción de pacto entre el rey de España y la comunidad indígena es más importante que el dato histórico de un Carlos V vestido con casaca y peluca como si fuera Carlos III. La mayor parte de estos “mapas”, así como las copias más recientes de los títulos primordiales, fueron elaborados en una época de crisis para las comunidades indígenas. Entre 1766 y 1784 se eliminó la autonomía financiera de los municipios y se les sometió a la vigilancia y las decisiones del gobierno virreinal con el objetivo de reducir los egresos destinados a las fiestas religiosas (comidas ceremoniales, corridas de toros y los fuegos pirotécnicos) y encauzarlos hacia las escuelas.241 Por otro lado, los obispos borbónicos eliminaron numerosas cofradías que no tenían autorización episcopal y limitaron su funcionamiento adscribiéndolas al control de los curas párrocos. Ambas reformas tendían a limitar el manejo de los fondos comunitarios por parte de los gober238 J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala..., pp. 194 y ss. Estos cuadros regionales deben enlazarse en la tradición de los códices Techialoyan y son una expresión más de los mecanismos legales que oponía la nobleza indígena ante las nuevas disposiciones borbónicas. 239 Luis Reyes García, La escritura pictográfica de Tlaxcala, pp. 227-234. 240 J. Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en op. cit., p. 99. 241 D. Tanck, op. cit., pp. 18 y ss.

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nadores y de los cabildos indígenas, que para entonces estaban ocupados ya por mestizos.242 En ese contexto, la pintura se convertía no sólo en una prueba de “cristiandad” y devoción, sino también en el género de representación más idóneo para las elites indígenas, quienes por medio de ella se mostraban como miembros destacados de la sociedad, en nada menores a los españoles. Por ello, al igual que lo hacían los criollos, los caciques indomestizos acudieron a los hechos fundacionales del reino para legitimar unos privilegios que les estaban siendo cuestionados. Esta nobleza se mostraba a sí misma como colaboradora en la conquista, hecho que sin ella no habría podido llevarse a cabo, por lo que la imagen de Cortés se había vuelto emblemática del pacto entre los “indios” y la Corona, a diferencia de lo que pasaba con las ciudades españolas, para las cuales la conquista de México-Tenochtitlan no avalaba ningún suceso que remitiera a su propia fundación. Pero sobre todo, la nobleza indígena se hacia pintar en el acto de recibir el bautismo durante la primera etapa evangelizadora. En un lienzo colocado en la capilla bautismal del templo de Tonantzintla (Puebla), junto al bautizo de Cristo en el Jordán, los caciques del pueblo colocaron una escena de los señores de Tezcoco recibiendo el agua sacramental de manos de Bartolomé de Olmedo, agua que significaba al mismo tiempo conversión y alianza. Es por demás significativo la equiparación en dignidad y presencia de los señores indígenas con Cortés y los españoles colocados frente a ellos en el cuadro. El cuadro fue pintado por Gregorio José de Lara (conocido también con el sobrenombre de “El mixtequito”) alrededor de 1755 y se basaba en una noticia de Antonio de Solís, quien en su difundida Historia de la conquista de México señalaba al mercedario como el ministro del sacramento que convirtió al señor indígena en cristiano, a pesar de que la tradición tezcocana atribuía a los franciscanos ese bautizo. Los caciques de Tonanzintla que mandaron pintar el lienzo, al colocar a Olmedo pretendían remitir la conversión de los indios caciques a la época misma de la conquista. Con un cuadro de bautizos múltiples, los caciques indios y sus familias ratificaban su presencia en un hecho fundacional de la Nueva España y avalaban, con la aceptación de la fe cristiana por sus antepasados, sus derechos de gobierno y sus privilegios de clase. Junto con la exaltación de los hechos fundadores, los caciques indios también imitaron a las patrias criollas en la exaltación de sus imágenes y de sus santos, aunque sus discursos sean básicamente visuales y vinculados a la oralidad y muy pocas veces lleguen a plasmarse en la escritura. A veces, el control de esos símbolos identitarios les fue arrebatado por las autoridades eclesiásticas, en otras ocasiones los intereses de ambos grupos coincidían. Un ejemplo del primer caso lo podemos observar en el santuario de Amecameca que, como se recordará, había sido fundado en el siglo xvi alrededor 242 S. Gruzinski, “La segunda aculturación; el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en Nueva España (1775-1800)”, op. cit., pp. 175-202.



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de las reliquias de fray Martín de Valencia y de una imagen de Cristo en el sepulcro. Desde su fundación, y a pesar de la presencia de los dominicos, la cueva en el cerro de Amaqueme había estado a cargo de la comunidad indígena representada por la cofradía del Santo Entierro. En 1687 ésta se unió a la del Santísimo Sacramento con la ratificación del arzobispo Aguiar y Seijas, después de su visita pastoral al lugar.243 A fines del siglo xviii el episcopado seguía promoviendo el culto, pues en 1794 los obispos de Puebla y Sonora concedieron indulgencias a aquellos peregrinos de sus diócesis que visitaran el santuario.244 Por esas fechas concluía el largo curato de Lino Nepomuceno Gómez, quien había tomado a su cargo la parroquia de Amecameca en 1777, a tres años de haber sido dejada por los dominicos por la secularización. A lo largo de más de tres lustros este cura había realizado importantes obras en el santuario y en el pueblo (arcos, calzadas, vía crucis, edificación fuera de la cueva y decoración con temas eremíticos, como santa María Egipciaca y san Simeón el Estilita) convirtiéndolo en un Sacromonte, palabra que comenzó a usarse hasta entonces para denominar al santuario. Detrás de estas obras no sólo estaba la necesidad de consolidar la presencia del clero secular recién instaurado, sino también meter en orden a las autoridades “indígenas” y arrebatarles el control del lugar, cosa que ya había pretendido el cura anterior al intentar crear un mayordomo autónomo que cobrara las limosnas del santuario y que fuera independiente de la cofradía. El conflicto se manifestó primero entre el cura y el cacique local, Luis Páez de Mendoza, y después con el pueblo, que se quejó por la elevación de los costos de los servicios parroquiales para remodelar el santuario. Para Rigel García, que ha estudiado este fenómeno, la intervención en el cerro y la cueva por parte del cura Gómez se insertaba en el programa episcopal de control sobre las devociones populares; con esos trabajos, el viejo santuario indígena de Amaqueme, controlado por la comunidad hasta entonces y conservado en su entorno natural, pasaba a convertirse en un Sacromonte con edificaciones, accesos y servicios y bajo el cuidado y la explotación del clero secular.245 Para entonces aún no se escribía un testimonio canónico sobre la milagrosa imagen y ésta seguía teniendo una fuerte dependencia respecto a la vida del ermitaño Valencia. Esto puede verse en la inscripción que conte243 Rigel García, De la cueva al sacromonte: cuerpos y territorios. El Santo Entierro del Amaqueme, p. 30. 244 Fortino Hipólito Vera, El santuario de Sacromonte. O lo que se ha escrito sobre él desde el siglo xvi hasta el presente, pp. 18 y ss. Este autor menciona una narración, recogida según dice por un autor contemporáneo, en la cual se decía que la imagen había llegado a la cueva sobre el lomo de una mula, desviada de su recua y estacionada en el lugar sagrado, con lo cual había mostrado la voluntad divina de resaltar lo excepcional del Santo Cristo. A pesar de que el autor alega la antigüedad de esta tradición tardía, no existe ningún texto virreinal que la avale, aunque su misma mención nos habla de la persistencia de modelos medievales (animales que portan imágenes milagrosas) en un periodo tan tardío como el siglo xix. 245 R. García, op. cit., pp. 84 y ss.

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nía una estampa del Santo Entierro de Sacromonte que circulaba a fines del siglo xviii (seguramente formando parte de la promoción del cura Gómez) y que fue recogida por la Inquisición. En ella se decía: “La imagen del Señor de Meca que se venera en la cueva donde se refiere habérsele aparecido al V. P. F. Martín de Valencia (1782)”.246 Por lo visto, ante el silencio de una tradición canónica, a nivel popular circularon versiones milagrosas como ésta, que se insertaba en las narraciones sacralizadas por las crónicas mendicantes. Hubo otros casos, sin embargo, en los que la autoridad eclesiástica y la comunidad tuvieron un interés común en promocionar imágenes y santos propios y donde el signo no fue el conflicto sino la colaboración. Dentro de ese marco se inscriben dos pinturas que se encuentran en el sotocoro de la iglesia de Totolapan encargadas por la comunidad al pintor Francisco Vallejo. Se recordará que desde el siglo xvi la imagen de un Santo Cristo aparecida milagrosamente a fray Antonio de Roa había sido expropiada por los agustinos para su Colegio de San Pablo de la capital y en el pueblo sólo había quedado la cruz sobre la cual estaba la imagen. Las pinturas, por tanto, deben entenderse en este contexto de “ausencia” del objeto sagrado original. En una aparece el insigne misionero con el torso desnudo, cargando una cruz sobre sus hombros y con unos leños ardientes bajo sus pies. Lo siguen dos indios rapados (a la usanza del siglo xviii): uno en actitud devota entrecruza sus dedos, y el otro levanta un ramo para azotar al penitente. Frente a él, un personaje tira de una cuerda atada a su cuello mientras varios indígenas y un niño observan la escena. En el ángulo inferior, en un perol sobre piedras y brasas, se calienta resina de ocote que será derramada sobre las heridas del fraile y servirá para concluir el tormento. En el otro lienzo, el mismo Roa recibe de manos de un ángel el Santo Cristo, aunque curiosamente esta escena se encuentra en un segundo plano, pues el primero lo ocupa la imagen admirada por cuatro agustinos. Los cuadros de Totolapan parecen estar relacionados también con la presencia de un religioso peninsular llamado fray Manuel González de la Paz y del Campo. Este fraile fue cronista de la provincia, prior de México (1750 y 1754) y de Totolapan (a partir de 1758) y escribió, además de una crónica del convento de San Agustín de la capital, una biografía inédita de fray Antonio de Roa. Su admiración por el fraile penitente, peninsular como él, lo llevó a promover en 1740 la exhumación de sus restos mortales para colocarlos en un lugar prominente del templo para su veneración. El fracaso de sus intentos y la poca atención que el arzobispado dio a su propuesta, fueron quizá la causa de que buscara otros medios, como la pintura y la biografía, para mantener viva la memoria de su admirado Roa, a lo menos en la comunidad indígena donde él había evangelizado.247 Para la comunidad, sin duda, el colocar 246

Inquisición, v. 1360, exp. 1, año 1795, f. 357. Catálogo de ilustraciones, núm. 4900. Ver Víctor Ballesteros García, La crónica de fray Manuel González de la Paz de la Orden de San Agustín. 247

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esos cuadros en su templo era un medio para que la memoria indígena se conservara alrededor de Roa, su santo fundador, y de la expropiada imagen milagrosa asociada a él. Esa persistencia de la memoria permitió a la larga la recuperación del objeto sagrado, aunque esto no se dio sino hasta 1861. La exaltación de los santos misioneros fundadores de pueblos en el ámbito indígena puede observarse en un cuadro que está en el templo parroquial de Totimehuacán (Puebla). El tema, tomado de los grabados y lienzos salidos de Rubens, tiene aquí un sentido de exaltación de la Iglesia novohispana. Un carro alegórico con la Iglesia triunfante atropella con sus ruedas a varios indios idólatras y es tirado por una procesión en la que aparecen frailes y caciques con sus nombres: Olmedo, Zumárraga, Gante, Valencia y Motolinia, entre los primeros, y los señores de Tlaxcala y Tezcoco, entre los segundos; pero, salvo Juan Díaz, los seculares (como el obispo Vasco Quiroga) están ausentes. Parecería una visión idílica que rememora los viejos tiempos dorados en los que se había colocado la sociedad perfecta, una república de indios dirigida por frailes y por caciques. Es explicable tal visión si se tiene en cuenta la ruptura que han traído consigo las reformas borbónicas y los obispos regalistas. Lo más curioso es que este cuadro, como otros que hemos visto, se pintaba para un templo que había sido secularizado por Palafox más de cien años atrás. La persistencia de las devociones franciscanas en estas parroquias es una prueba del influjo que dejaron en ellas los frailes y quizá una crítica contra la política borbónica que estaba perjudicando tanto a los religiosos como a las organizaciones comunales de los pueblos. Es muy interesante que el destino de la procesión sea una ciudad, una Jerusalén terrena, cuya situación lacustre y el emblema del águila que está sobre ella la vincula con México-Tenochtitlan. A fines del siglo xviii el esquema de la capital como Jerusalén ya había alcanzado tal difusión que funcionaba como el modelo de ciudad hasta en un pequeño pueblo de la zona poblana como Totimehuacán, siendo su escudo de armas un emblema que se tomaba como propio. Si los símbolos criollos de la capital tenían este alcance en comunidades indígenas tan alejadas, el que tuvieron entre los indios de la ciudad de México fue aún mayor. Muestra de ello es un cuadro de la colección Franz Mayer, en donde san Hipólito va montado sobre el dorso del águila dorada y batiente de México-Tenochtitlan. A sus pies, en señal de veneración, se encuentran el emperador Moctezuma con su séquito y Pedro de Alvarado (quien consumó el cerco de Tlaltelolco antes de la caída de Tenochtitlan) con los conquistadores, ambos como representantes de las dos repúblicas que formaban la ciudad. Dos cosas sorprenden de este cuadro de clara raigambre criolla: una es la vestimenta que porta Moctezuma, la cual se separa abiertamente de la tradición local (copilis y ricos trajes a la romana) para seguir el modelo europeo plasmado en la Historia de Solís; la segunda es la inscripción que se encuentra al pie del tunal que deja en claro el mecenazgo indígena de la obra: “La conquista de México fue a 12 de agosto de 1521. A debosión de Don Hipólito Caciano Ayotzi Hernández, se hizo este lienzo a 10 de agosto

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de 1764”. El cuadro es muestra de la necesidad de un mecenas indio por allegarse el prestigio de un santo que, además de ser su patrono personal, era un emblema para los criollos. Es notable también en el cuadro la cristianización ya consumada de la figura de Moctezuma, a quien se representa como un devoto fiel del santo protector de la capital. La imagen de Moctezuma creada por los criollos, que como vimos se difundió a través de la fiesta, tuvo otro impacto entre los indígenas además de éste relacionado con la asimilación de la conquista. El emperador mexica aparece mencionado en las rebeliones indígenas del siglo xviii como un símbolo de negación y rechazo del mundo hispánico. Agustín Ascuhul, indio guayma que atrajo hacia su predicación a numerosos pimas en 1778, decía que Moctezuma era un dios creador del cielo y de la tierra y que pronto regresaría a instaurar una era de paz para los indios en la que los españoles serían sus esclavos; esto sucedería después de que el mundo fuera destruido. El profeta prometía a los que lo siguieran salud y juventud y fabricó una figura a la cual tenían acceso unos cuantos, y le ponía en la boca un cigarro que después compartía con los concurrentes; también se le ponía comida como ofrenda, al igual que rosarios y joyas. Agustín llegó a reunir hasta tres mil indios guerreros para defenderse de un posible ataque pero finalmente fue capturado y ajusticiado.248 En Yucatán, Jacinto Uc de los Santos se presentó a sí mismo en 1761 como Canek Rey Moctezuma, un hombre dios mesoamericano con rasgos de Jesucristo, que venía a instaurar los nuevos tiempos en los que los indios quedarían liberados del yugo hispánico, y cuya inspiración había nacido de su estancia en la insumisa región de los itzáes.249 Hasta los dos extremos del reino, Sonora y Yucatán, zonas que jamás habían estado bajo el dominio mexica, había llegado la figura de Moctezuma forjada por los criollos y asimilada por los indios nobles mesoamericanos. Sin embargo, su recepción no se daba en el mismo sentido con el que ellos la concibieron, pues para los indios rebeldes el rey mexica era un dios, un símbolo de liberación de la opresión y no de sujeción al imperio español. En contraste con esos discursos de rechazo, los dirigentes de las poblaciones indígenas de la antigua Mesoamérica tenían totalmente asimilados los temas de la conquista, y sus héroes (Cortés, Moctezuma y la Malinche) formaban parte de los símbolos que les permitían acceder a beneficios y conservar privilegios. Esa necesidad de prestigio fue también la que llevó a los caciques indios a promover la fundación de conventos exclusivos para sus hijas, tema que destapó una fuerte polémica acerca de la capacidad de los indios para tener acceso a la santidad. En México, Pátzcuaro y Oaxaca los caciques obtuvieron ese privilegio no sin enfrentar alguna oposición. En la capital, el monasterio de Corpus Christi fue una promoción del virrey marqués 248

José Luis Mirafuentes, “Agustín Ascuhul, el profeta Moctezuma. Milenarismo y aculturación en Sonora”, Estudios de Historia Novohispana, vol. 12, pp. 123 y ss. 249 Pedro Bracamonte y Sosa, La encarnación de la profecía, Canek en Cisteil, pp. 107 y ss.



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de Valero y de un grupo de caciques indomestizos, quienes aportaron los fondos para un edificio que estaba ya prácticamente terminado para 1723. El arzobispo José Lanciego y el provisor de los franciscanos habían ya otorgado licencia para su fundación bajo la regla de Santa Clara y el cabildo de la ciudad había dado también su autorización, por lo que en 1720 el virrey Valero solicitó al rey el permiso de fundación.250 En 1723 el rey pidió informes a la audiencia de México sobre la necesidad de tal monasterio y ésta solicitó a su vez dictámenes a los ministros de doctrina de la capital sobre la capacidad de las indias para la vida religiosa. El caso sirvió de pretexto para desatar una polémica acerca de las capacidades espirituales del indio. Los franciscanos, agustinos y dominicos respondieron que la fundación era indispensable, que las indias eran muy inclinadas a la castidad y que muchas ya habían mostrado una clara aptitud para la vida religiosa viviendo como donadas en los monasterios de españolas. Frente a estas opiniones favorables, un grupo de jesuitas del Colegio de San Gregorio presentó la opinión contraria; para ellos las indias eran inconstantes, muy cortas en sus alcances, incapaces de distinguir y lograr la perfección, ni la prudencia y cordura necesarias para gobernarse como comunidad. Según ellos, lo único viable para esas indias nobles era crear un beaterio, en el ya concluido edificio, bajo la administración de un sacerdote virtuoso que las guiara.251 En 1724, para contrarrestar la campaña opositora al nuevo establecimiento, salía impreso en México el texto del también jesuita navarro Juan de Urtassum, La gracia triunfante en la vida de Catarina Tegakovita, traducción de una biografía que había escrito otro miembro de la compañía en la Nueva Francia (el padre Pierre Cholenec) que exaltaba la vida virtuosa de una iroquesa de Canadá. La obra iba encabezada por el parecer del clérigo zacatecano Ignacio Castorena y Ursúa (vicario y provisor del arzobispado), en el que se expresaba una defensa abierta a la fundación del convento de Corpus Christi y a la capacidad espiritual de los indios. Como prueba, el vicario argumentaba que “en tiempo de su gentilidad existían escogidas matronas que gobernaban comunidades de vestales mexicanas”, cuya vida era tan rigurosa como la de las monjas cristianas.252 El carácter apologético del texto de Urtassum y de la declaración de Castorena y su relación directa con la polémica sobre Corpus Christi se ponía también de manifiesto en un apéndice en el que se incluían las vidas de seis indias mexicanas, algunas donadas, otras casadas, que vivieron en castidad y virtud.253 El 10 de septiembre de 1724 se dedicaba

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María Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, Conventos de monjas..., p. 122. agnm, Historia, v. 109, exp. 2, fols. 8 r.-55 v. 252 Aprobación de Ignacio Castorena y Ursúa a Juan de Urtassum, La gracia triunfante en la vida de Catarina Tegakovita, india iroquesa, y en las de otras así de su nación como de esta Nueva España. 253 Asunción Lavrin, “Indians Brides of Christ: Creating New Spaces for Indigenous Women in New Spain”, Mexican Studies / Estudios Mexicanos, 15 (2), pp. 225-260. En este artículo la 251

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el templo y poco después las indias y los caciques fundadores levantaban un pleito contra el ingreso de novicias españolas al convento, pues ello limitaría las oportunidades de las aspirantes indígenas. La segunda fundación de este tipo fue realizada en Valladolid de Michoacán. Dos caciques de Pátzcuaro ya habían iniciado una capilla a sus expensas para tal fin y, a instancias suyas, el comisario de los franciscanos consiguió en 1734 un real acuerdo para que se iniciara la construcción de un instituto similar al de Corpus Christi de la ciudad de México. Sin embargo, esta fundación también encontró oposición, ahora en el obispo Juan José de Escalona y Calatayud y en el cabildo de la catedral de Valladolid; sin embargo, esta contradicción no se relacionaba con la capacidad de las indias sino con cuestiones de jurisdicción; el ordinario pretendía que el nuevo monasterio estuviera en la capital episcopal y sujeto a su autoridad y no a la del provincial franciscano.254 El conflicto finalmente se superó y en 1737 la obra se estaba concluyendo bajo los auspicios del mismo obispo Escalona y con la ayuda del cabildo criollo de la ciudad de Valladolid (que ofreció doce mil pesos) y del canónigo Marcos Muñoz, quien se convirtió en uno de los principales patronos del monasterio, que se construiría cerca de la ermita de Nuestra Señora de Cosamaloapan y bajo la advocación. Ese mismo año llegaban a él, como fundadoras, monjas de Corpus Christi.255 En uno de los sermones dichos en la ceremonia de fundación, el jesuita Juan Uvaldo de Anguita señaló que el convento era el último escalón en el proceso de evangelización de los tarascos, proceso que se había iniciado desde la época prehispánica con algunos signos divinos que prepararon a los indígenas para recibir el mensaje cristiano. Yuxtaponiendo los símbolos de las viejas deidades con el cristianismo, el jesuita pretendía explicar no sólo la facilidad con que se implantó la nueva fe en Michoacán, sino también expresar las expectativas que se tenían sobre la convivencia pacífica entre monjas indias y españolas en el recién fundado instituto. Al igual que pasó con la conquista espiritual, ambos mundos podían llegar a construir una armoniosa comunidad cristiana.256 Pero el sermón del padre Anguita era sólo eso, una expectativa. Al igual que había sucedido en la fundación de la capital, en ésta de Valladolid la admisión que hicieron los franciscanos de novicias españolas ocasionó de nuevo conflictos con los fundadores y con las religiosas indígenas. El comisario fray Pedro Navarrete, que tenía una muy mala opinión de la capacidad autora hace una interesante recapitulación de las fundaciones religiosas para mujeres indígenas y de su hagiografía desde el siglo xvi. 254 agnm, Historia, v. 109, exp. 4, fols. 133r.-188 v. 255 M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 202 y ss.; A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., p. 250. 256 Véase Juan Uvaldo de Anguita, El divino verbo sembrado en la tierra virgen de María Santísima Nuestra Señora da por fruto una cosecha de vírgenes. La referencia y el resumen de esta obra se encuentran en A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 257-259.



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de las indias para la vida religiosa, justificaba esas admisiones de blancas en los conventos de indias como una necesidad para elevar su nivel espiritual. Entre 1735 y 1752 el clérigo indio Diego de Torres organizó una campaña para solicitar al virrey la salida de las novicias españolas de los conventos de indias; el sacerdote argumentaba que eran muy pocos los espacios que éstas tenían para llevar a la práctica su vocación y era injusto que las españolas ocuparan esos lugares teniendo para su uso todos los otros conventos; además expresaba que las monjas indias eran maltratadas por sus preladas blancas y en 1752 se quejaba porque en diez años no habían sido aceptadas novicias nativas en el monasterio.257 En 1767 los indios caciques de Oaxaca solicitaban la fundación de otro convento similar en su ciudad, aunque la idea ya había sido expresada por el prior del convento de San Agustín de Antequera desde 1743; esta fundación, según él, no sólo ayudaría a limpiar esas tierras de idolatrías y a implantar la hispanización de los indios, sino además se disminuirían los terremotos gracias a las oraciones de esas religiosas. En 1774, el virrey Bucareli recibió finalmente la autorización de la Corona para fundarlo bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, aunque las fundadoras no llegaron a ocuparlo sino hasta 1782. Por esas fechas, el obispo de Oaxaca, José Gregorio Alonso de Ortigosa, al escribir las reglas de gobierno para este monasterio, exigió que sólo fueran aceptadas en él novicias indias y, excepcionalmente, mestizas, siempre que fueran hijas de familias nobles. La advertencia se hacía necesaria quizás a causa de las malas experiencias que se habían dado en México y en Michoacán.258 La defensa de los caciques de México, Pátzcuaro y Oaxaca para conservar sus espacios monásticos sólo para mujeres indias es una clara muestra de la presencia de una identidad definida y defendida en esas tres ciudades que, a imitación de los cabildos españoles, consideraban como un timbre de orgullo local tener monasterios de “vírgenes” dedicadas a Dios. La misma actitud podemos vislumbrar en los dirigentes de las parcialidades de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco de la capital, quienes en 1784 y 1791 pagaban dos reimpresiones del libro del jesuita Antonio de Paredes sobre la otomí Salvadora de los Santos; el texto había salido a la luz por primera vez en 1763, un año después del deceso de la venerable. El hecho es muy significativo, no sólo por ser una gestión de los gobernadores indígenas de la ciudad de México, sino también porque el texto se utilizó como cartilla de primeras letras —según lo señala de dedicatoria inicial hecha al virrey Matías de Gálvez— para “proveer las escuelas y migas donde nuestros hijos son educados”; en él, además de aprender a leer, los niños serían enseñados “a imitar las virtudes cristianas”.259 257

A. Lavrin, “Indians Brides of Christ…”, op. cit., pp. 248 y ss. Ibid., pp. 243, 252-254; M. C. Amerlinck y M. Ramos, op. cit., pp. 279 y ss. 259 Véase Antonio de Paredes, Carta edificante en que el padre... de la extinguida Compañía de 258

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A principios del siglo xix estas parcialidades exigían una mayor presencia en el ámbito urbano de la capital. En 1809 solicitaron al arzobispo virrey Francisco Xavier de Lizana poder incorporarse en el paseo del pendón, fiesta hasta entonces exclusiva de los criollos. La autoridad ordenó al ayuntamiento que los acogiera. En 1810, éste se negó a repetir el acto del año anterior y el pleito pasó a la audiencia, “donde el fiscal protector de indios, siguiendo el alegato del apoderado de las parcialidades, dictaminó que los indios eran dignos de participar, pues entre ellos había muchos descendientes de caciques que eran nobles”.260 A fines del siglo xviii, además de la capital, solamente otras dos ciudades poseían de manera simultánea un cabildo de españoles y otro de indios que funcionaban de manera independiente: Pátzcuaro y Querétaro. En el primero el debilitamiento del cabildo indígena se dio a raíz de la refundación del ayuntamiento de la “república de españoles” en 1689. Durante las primeras décadas del siglo xviii, avalados por algunas autoridades, los criollos patzcuarenses alegaban que la mudanza de la catedral a Valladolid no había provocado el cambio de la capital civil, la cual seguía siendo Pátzcuaro como sede de la alcaldía mayor. Posiblemente en este contexto y a raíz de la epidemia de 1737, la virgen de la Salud era proclamada patrona de la ciudad de Pátzcuaro a instancias del cabildo criollo. En este contexto se publicaba en 1742 el texto sobre la imagen milagrosa del jesuita nacido en Guadalajara y rector del Colegio de Pátzcuaro, Pedro Sarmiento (16941747).261 Pero eso no beneficiaba en nada al cabildo indígena, el cual aparecía públicamente en las fiestas supeditado al ayuntamiento español. Durante los conflictos que asolaron la región a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1767, el gobierno indio de Pátzcuaro adquirió un nuevo protagonismo. El entonces gobernador Pedro Soria Villarroel, quien había conseguido un gran prestigio entre los pueblos del lago por encabezar la reconstrucción de la capilla isleña de San Pedro, símbolo religioso del señorío indígena, se convirtió en la cabeza del movimiento. Sus buenas relaciones con los criollos de la región, su negativa a entregar los tributos al alcalde mayor, su liderazgo sobre la población mestiza y mulata y el prestigio que tenía la sede de Pátzcuaro sobre los indígenas ribereños le dieron la posibilidad de reunir un contingente armado con hondas, arcos y flechas. Según la autoridad virreinal Jesús refiere la vida ejemplar de la hermana Salvadora de los Santos, india otomí, que reimprimen las parcialidades de San Juan y Santiago de la capital mexicana. Ese texto se encuentra en la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología empastado junto al de Jacinto Morán Buitrón, La Azucena de Quito… La edición de 1684 se hizo en la imprenta de los herederos de José de Jáuregui (José Toribio Medina, La imprenta en México (1535-1821), 8 vols., Amsterdam, N. Israel, 1965, vol. vi, p. 408). La de 1763 en la Imprenta Real del Colegio de San Ildefonso. 260 Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y barrios (1812-1919), p. 41. 261 Juan Carlos Ruiz Guadalajara, Dolores…, vol. ii, p. 366; Pedro Sarmiento, Breve noticia del origen y maravillas de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Salud... de Pátzcuaro.



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“quería apropiarse de la absoluta dominación del reino de Michoacán, suponiéndose descendiente de sus antiguos señores”. Sin embargo, su oposición no iba dirigida contra el gobierno virreinal, sólo manifestaba una queja contra las levas y los abusos de las autoridades españolas. Por ello, a instancias de los mismos jesuitas, desistió de sus intentos de rebelión, se sujetó a las autoridades e intentó aplacar el descontento que él mismo había fomentado.262 Con su actitud, el gobernador Soria perdió credibilidad entre los rebeldes. Otros líderes menos sumisos al régimen y más radicales en sus demandas tomaron las riendas de la rebelión, que terminó ahogada en sangre. En las consignas de sus gritos (“Muera el rey, muera el obispo, mueran todos los gachupines y viva el rey indiano”) podía observarse la ruptura que existía entre las demandas de la población y la posición sumisa y colaboracionista de sus gobernantes indígenas. Después de este incidente, las autoridades indias de Pátzcuaro perdieron su representatividad. Para la segunda mitad de la centuria, al convertirse Valladolid en la capital de la intendencia en 1786 y en cabecera política, administrativa y militar de Michoacán, Pátzcuaro, con sus dos cabildos, quedó definitivamente marginado.263 Como en Pátzcuaro, Querétaro poseía también un cuerpo de república; éste estaba sujeto desde mediados del siglo xvi a las órdenes de la familia Tapia, la cual dejó como beneficiario de su fortuna al monasterio femenino de Santa Clara; a principios del siglo xvii los Tapia fueron sustituidos por Nicolás de San Luis Montañés y después por Baltasar Martín, quien se enfrentó a las pretensiones de las clarisas sobre tierras del común. Aunque desde 1656, al otorgársele el título de ciudad, el cabildo español se abrogó la autoridad máxima, los gobernadores indios tuvieron aún una relativa presencia en las ceremonias. En el siglo xviii participaban en los paseos festivos a caballo, ataviados “a la romana” con “penachos, jaeces y gualdrapillas” y con un séquito de indios vestidos a la manera de “su gentilidad”. Para entonces, la comunidad indígena de Querétaro era muy numerosa, pues en la procesión de los Cristos, su principal fiesta, participaban más de ocho mil personas.264 Sin embargo, su actuación como cuerpo político no tenía mayor influjo en la ciudad, lo que posiblemente generó a fines del siglo xvii el mito fundador que daba a los indios otomíes un papel fundamental en la fundación de la ciudad y en la batalla milagrosa en el cerro de Sangremal, con lo cual se restituiría la preeminencia arrebatada por los españoles en la ciudad. Para conseguir privilegios de la Corona, los representantes indomestizos de Querétaro debieron utilizar la retórica de la conquista, la participación del apóstol Santiago y la cruz de la leyenda constantiniana como signos más 262 Felipe Castro Gutiérrez, Movimientos populares en Nueva España. Michoacán, 1766-1767, pp. 111 y ss. 263 Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, pp. 300 y ss. 264 J. R. Jiménez Gómez, op. cit., pp. 34, 75 y 114.

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efectivos de su “hispanidad” que hablar de un poblamiento pacífico de la zona, lo sucedido en realidad. El primer testimonio indígena que mencionaba los prodigiosos hechos fue la denominada Relación histórica de la conquista de Querétaro. Rafael Ayala, el editor moderno del texto y quien le puso ese título, piensa que se trata de un traslado mandado hacer por Nicolás Montañés en el siglo xvi, como una relación de méritos, pero a mi parecer es más bien un texto de elaboración tardía, posiblemente de finales del siglo xvii.265 Por principio de cuentas, una nota que lo antecede, firmada por el guardián fray José Díez, tiene la fecha de 1717, en que fue copiado para ingresarlo a la biblioteca del Colegio de Santa Cruz, donde lo trabajó, como vimos, el padre Santa Gertrudis. Por otro lado, tanto por su contenido como por su forma narrativa, el documento está más bien emparentado con los “títulos primordiales”, narraciones míticas de la fundación de los pueblos, que con una relación de méritos. El texto presenta varias marcas características de la oralidad, es decir, de un texto que ha ido acumulando hechos sin respetar la lógica que impone la escritura: primero, su sintaxis, sin concordancia de tiempos, géneros o números, parece una versión transmitida por un hablante de una lengua indígena con un conocimiento insuficiente del castellano; segundo, se descubre la presencia de varias generaciones de narradores que han ido agregando a la historia nuevos elementos, como se puede notar en la repetición de temas y asuntos a lo largo del texto y en la falta de concordancia histórica entre los personajes, pues se menciona que don Nicolás pidió permiso al virrey Velasco (quien gobernó en la segunda mitad del siglo xvi), a quien pone como contemporáneo de la Segunda Real Audiencia (1530-1535) y del emperador Carlos V; tercero, la atemporalidad de los hechos, la datación de la batalla milagrosa en la fecha imposible de 1502 (varias veces repetida a lo largo del texto) es característica de las tradiciones orales, en las que la narración acumula hechos de diferentes épocas sin importar la precisión cronológica; cuarto, la asociación del personaje heroico con acontecimientos que han sido sacralizados por la historia oficial, y por tanto son referentes obligados para validar la veracidad de lo que se narra, como el bautizo de los señores de Tlaxcala, la presencia de Hernán Cortés, del emperador Carlos V y de la Malinche, a quien se le llama congregadora y pobladora de México y se le hace esposa de Moctezuma;266 quinto, junto con esta tradición histórica reciclada se puede observar también la adquisición de elementos narrativos tomados de la retórica española, como la descripción de la batalla, en la que aparecen “cientos de armas de fuego, cajas y clarines de guerra”; los capitanes indios portan estandartes con las estampas de la Concepción, el Espíritu Santo y 265 Rafael Ayala Echávarri, “Relación…”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, vol. lxvi, núms. 1 y 2, pp. 109 y ss. Una reedición del texto de esa relación con un estudio introductoria en A. Rubial García, “Santiago y la cruz de piedra...”, en Ricardo Jiménez (ed.), Creencias y prácticas religiosas en Querétaro. Siglos xvi-xix, pp. 25-104. 266 R. Ayala Echávarri, “Relación…”, op. cit., p. 125.



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Juan Bautista, visten petos de bronce, usan darga (¿por adarga?) y sus caballos llevan “cilla antigua bordada de seda pasada, negro y verdes”, portan además como estandarte a su patrono, pues “!todos son caballeros de Santiago¡”;267 sus enemigos, en cambio, son “el capitán Lobo y don Coyote” y se les llama indistintamente chichimecos, mecos o caribes, clara alusión a las crónicas hispánicas, y sexto, la inserción del prodigio como parte de la narración, común a muchos de los “títulos primordiales” y que sirve de aval a la fundación mítica, la aparición de Santiago tomada de la rica tradición española al respecto y la cruz milagrosa de la promoción franciscana. Entre 1700 y 1800 aparecieron nuevos materiales, que los franciscanos utilizaron para sus propios fines, y que daban el protagonismo, como vimos, a Nicolás de San Luis Montañés sobre Fernando de Tapia. Una fue el Instrumento del pueblo de San Francisco de Acámbaro que copió Beaumont e incluyó en su crónica. 268 Otras tres relaciones, éstas vinculadas con los ámbitos otomíes en San Luis Potosí, presentaban versiones sobre el mismo tema de la batalla milagrosa.269 Todavía a principios del siglo xix se escribían unos “Testimonios y diligencias hechos en los años de 1519 a 1531”; en ellos se incluía una relación “de la santa cruz y del Santo Cristo de la conquista” que se basaba en el libro del padre Santa Gertrudis para dar su propia versión de los hechos. Este documento cerraba el círculo de una leyenda, nacida en el ámbito indígena, llevada a la imprenta por los religiosos españoles y finalmente retornada a la tradición de la que había partido, aunque enriquecida por la difusión impresa.270 Frente a la tradición avalada por los documentos del monasterio de Santa Clara sobre el protagonismo de Hernando de Tapia (que sostenían Félix de Espinosa y Zelaa e Hidalgo), los testimonios indígenas habían preferido la versión que ponía a Montañés como el héroe del acontecimiento. Es por demás significativa la presencia de dos retratos de él, al parecer de mecenazgo indomestizo, pintados en ámbito queretano de la segunda mitad del siglo xviii. En el más antiguo, y de factura más culta, se mostraba a Nicolás Montañés como caballero de Santiago y detrás de él una reconstrucción de la 267

Ibid., p. 138. El documento que transcribe Beaumont es un traslado “fielmente sacado del instrumento que tiene el común de indios de este pueblo de San Francisco de Acámbaro; y para que conste ser verdad todo lo que contiene esta copia simple, yo, Luis Antonio Alejo, escribano de república de este dicho Pueblo de Acámbaro, la firmé en él, en seis días del mes de Agosto de mil setecientos y sesenta y un años”. 269 Primo Feliciano Velásquez, en su Historia de San Luis Potosí (vol. i, p. 366), menciona las siguientes: una de San Bartolomé Aguascalientes, conservada en copia del siglo xix y que publicó Frías en su opúsculo La conquista de Querétaro (1906), pp. 131-141; otra que también fue publicada por Frías en el mismo escrito (pp. 79 a 98) aparece suscrita por el copiante Josef Gregorio Jilotepeque, y una última, “Memoria inédita”, que Velásquez dice tener en su poder gracias a una copia que le dio Fulgencio Ramírez. 270 La noticia se encuentra en una nota de David Wright (op. cit., p. 80) y pertenece a un traslado hecho en San Miguel de Allende en 1947. 268

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mítica batalla de Sangremal con Santiago y la cruz suspendidos en el cielo. En la cartela que lo acompaña se hace explícita mención a la obra del padre Santa Gertrudis. No sabemos quién gestionó la pintura, la cual según Valentín Frías se encontraba en el Colegio de Santa Cruz de Querétaro a principios del siglo xx. No parece probable que el lienzo haya sido encargado por los religiosos y más bien correspondería al interés de algún descendiente del cacique por mostrar las glorias de su antepasado.271 A principios del siglo xix un segundo retrato de Montañés, de factura muy popular, lo representa también con la escena de la batalla y menciona en una cartela explicativa la Descripción panegírica del padre Santa Gertrudis. La obra está fechada en 1807 y señala: “[se co]locó este lienzo a expensas del bachiller don Ignacio Montañés, profesor en cirugía”.272 Ambos retratos (actualmente en el Museo Regional de Querétaro) son una prueba de la presencia viva de esta otra tradición, tan vigente como la que atribuía la conquista a Hernando de Tapia. Sin embargo, estos cuadros parecen ser obras encargadas a nivel privado y no por el cuerpo de la república indígena de Querétaro, para entonces bastante decaído. El caso de la cruz de piedra, en cambio, nos remite a una identidad mucho más amplia que la del espacio queretano, como nos lo muestra el hecho de que en todas las versiones indígenas de la tradición existen numerosos paralelismos. Eso nos hace pensar en una tradición oral común al ámbito otomí que se fijó en diferentes tiempos y que abarcó lugares tan distantes como Acámbaro y San Luis Potosí. Ese mismo fenómeno de expansión fue observado por William Taylor respecto a otros cultos, también relacionados con cruces, en el ámbito otomí, en especial el del Cristo de Ixmiquilpan (también conocido como del Cardonal o Mapeté). Como vimos en los capítulos precedentes, esta imagen había sido expropiada a principios del siglo xvii por el arzobispo Pérez de la Serna a la comunidad otomí de las minas de Mapeté y colocada en el templo de las carmelitas descalzas de la capital. La capilla original donde aconteció el milagro estuvo al parecer abandonada hasta 1720, pero con motivo de la reedición de la obra de Velasco en 1724, varios caciques otomíes de la zona minera de Zimapán, el Cardonal y Plomo Pobre se disputaron el control del lugar del prodigio, que desde 1728 comenzó a reconstruirse con una suntuosa iglesia (concluida en 1765) y a atraer a numerosos peregrinos indígenas, mestizos y españoles. La recolección de limosnas se volvió un tema central de los conflictos entre los diferentes promotores del nuevo santuario, que se llenó de diversas imágenes de Cristo que copiaban la original, pero en el cual lo importante no eran éstas, sino el espacio sagrado donde aconteció el primer milagro y en el que seguían sucediendo curaciones y prodigios. 271

Véase Valentín Frías, La conquista de Querétaro. Una buena reproducción del cuadro y de la cartela en J. Cuadriello, “El origen del reino...”, en Los pinceles de la historia…, pp. 102 y 296. 272



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Gracias a las redes que, como vimos, tenían las comunidades otomíes en un extenso territorio que llegaba hasta el Bajío, Tlaxcala y Michoacán, el culto a este Santo Cristo adquirió una territorialidad inusitada. A pesar de que existía la esperanza, alimentada por la obra de Velasco, de que el Santo Cristo que se veneraba en la capital regresara a Mapeté, su lugar de origen, cuando se concluyera un santuario digno de él, esto nunca sucedió. Sin embargo, durante la Cuaresma la procesión de los cristos, que llegaban de los alrededores de la zona minera, convirtió a Mapeté en uno de los más importantes centros de culto de Nueva España.273 Éste no fue el único caso de culto a la cruz extendido en el ámbito otomí. Vimos arriba el gran impulso que gracias a ellos tuvieron en el norte el Señor de Chalma y otras devociones agustinas como la del Cristo Negro de Salamanca. Por otro lado, un gran número de otomíes fueron bautizados con el apellido Cruz y muchas capillas de la zona otomí en Hidalgo estaban dedicadas a esa advocación. Para este grupo, la cruz representaba vida y protección, estaba asociada con el culto a los antepasados y con el dios de la lluvia y de las montañas, Makata. Sin importar el espacio donde se encontrara, la cruz constituía por sí misma un elemento de identidad étnica que iba más allá de un cabildo indígena o de un grupo de caciques locales, se convertía en un símbolo de pertenencia, al igual que la lengua, a una comunidad otomí más extensa, una nación en los términos hispánicos.274 Algo similar debió acontecer con los cultos trasladados por los inmigrantes tlaxcaltecas y purépechas que llegaron a colonizar las regiones norteñas y sobre los que sabemos muy poco. Respecto a los segundos, el agustino Matías de Escobar nos ha dejado una extensa relación de imágenes (una de María, la virgen de la Raíz de Xacona, y diez de Cristo) veneradas en varios pueblos indígenas del obispado de Michoacán alrededor de 1729, en las que el común denominador es su factura milagrosa a partir de raíces y árboles. William Taylor ha encontrado como patrón en casi todas las narraciones la presencia de un campesino que recoge leña en el campo y descubre la imagen al intentar quemarla, y observa en ellas “las concepciones prehispánicas de un universo de capas superpuestas fusionadas en las esquinas por árboles cósmicos”.275 Mientras las comunidades aborígenes afianzaban sus vínculos alrededor de sus santos e imágenes, para principios del siglo xix las repúblicas indígenas en las ciudades de México, Querétaro y Pátzcuaro agonizaban. Las causas de su decadencia eran los abusos de los gobernadores y alcaldes ordinarios en el manejo de las cajas de comunidad, las pugnas de los diferentes grupos caciquiles por el control de los “oficios de república” y la disminución del patrimonio comunal. Cuando entre 1812 y 1814 se suprimieron las repú273 William Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado…”, The American Historical Review, vol. 110, núm. 4, p. 10. 274 Ibid., pp. 16 y ss. 275 W. Taylor B., Ministros de lo sagrado…, vol. ii, pp. 398 y ss.; Matías de Escobar, Americana Thebaida…, cap. lxi, pp. 654 y ss.

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blicas de naturales por la constitución de Cádiz, la orden no causó alteración en ninguna de ellas. A esta decadencia corporativa se aunaba la competencia de los cabildos españoles, con mayores recursos y mejor organizados. Esto influyó poderosamente en la conformación de símbolos propios. En las fiestas urbanas la presencia de la “república de indios” estuvo siempre supeditada a la estructura municipal de los criollos, como vimos sucedió en la ciudad de México en las juras, y en Querétaro y Pátzcuaro en sus más importantes celebraciones festivas. Las imágenes milagrosas y los santos que servían como vehículos de identidad urbana (Santiago, san Hipólito, la virgen de la Salud o las vírgenes de Guadalupe y los Remedios) habían sido coptados por los criollos. Incluso en la búsqueda de santos propios las parcialidades indígenas de la capital tuvieron que echar mano de una india otomí de Querétaro como signo de identidad propia. Posiblemente por su debilidad institucional y económica y por esa competencia con los cabildos españoles ninguna de estas comunidades indígenas pudo elaborar discursos coherentes y continuados como los de los criollos sobre los símbolos de su orgullo local. Frente a ellas, y en un fuerte contraste, se encontraba la ciudad de Tlaxcala, cuya nobleza había mostrado desde el siglo xvi una actitud constante en el desarrollo de una conciencia patria. El discurso de una república con un senado formada por cuatro señoríos había sido la base de prestigio para una nobleza mestiza que todavía conservaba el control del cabildo de la ciudad en el siglo xviii. Desprovistos del apoyo de las autoridades, los grupos blancos que habitaban la zona jamás constituyeron un cabildo independiente y en 1716 el virrey marqués de Valero había impedido a los terratenientes criollos de la provincia apropiarse del ayuntamiento indígena. En 1791 la Corona se declaró a favor de los naturales de Tlaxcala para que esta provincia no quedara anexada a la intendencia de Puebla, como solicitaba el intendente Manuel Flon, sino que se mantuviera independiente.276 Entre esas dos fechas se había desarrollado un discurso patrio que abarcaba tanto la ciudad capital como la provincia de Tlaxcala, es decir, que en él la identidad local se hizo extensiva a una región e incluyó símbolos de todo su territorio, algo que con anterioridad sólo habían hecho las provincias religiosas. No es por tanto extraño que en el desarrollo de esos discursos tuvieran un papel importante los caciques del pueblo de Ocotelulco, sobre todo los hermanos mestizos Juan, Nicolás e Ignacio Faustinos Mazihcatzin, y que sus discursos insistieran tanto en la historia de su familia como en los emblemas religiosos de Tlaxcala y de su provincia. El primero, Juan, fue el defensor de la autonomía tlaxcalteca y representante del cabildo ante la corte de Madrid; el segundo, Nicolás, se destacó como conocedor de las antigüedades tlaxcaltecas, así que como amigo del anticuario Antonio de León y Gama fue autor de una obra que interpretaba el lienzo de Tlaxcala (“mapa” 276

J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 442.



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que se mandó copiar al pintor Juan Manuel Yllanes en 1773). Pero sin duda fue don Ignacio, cura párroco de Yehualtepec, quien más se distinguió en la elaboración de ese discurso con la inspiración de uno de los programas iconográficos más originales del mundo novohispano de finales del siglo xviii. Jaime Cuadriello, quien ha estudiado la labor cultural de esta familia de caciques, nos ha dejado un brillante análisis de sus contenidos. Entre 1790 y 1791 el cura cacique Ignacio Faustinos encargaba a Juan Manuel de Yllanes seis lienzos en los que quedaba plasmado un proyecto de exaltación de Tlaxcala y de sus glorias. El programa quedó fijado en un cuaderno con cuatro acuarelas y la descripción de las seis obras y los lienzos derivados de ellas que debían ser colocados en los muros de la iglesia cural de Yehualtepec. En el testero del templo serían colgadas las dos imágenes devocionales: la virgen de Ocotlán y la imagen de san Miguel del Milagro; en el coro bajo se pondrían los dos cuadros históricos: los niños mártires de Tlaxcala y la predicación apostólica de santo Tomás entre los tlaxcaltecas; y bordeando la puerta de entrada se colocarían los dos retratos: Catarina Tegakovita y Juan Ayllon.277 La primera advocación había sido promovida desde la época de Palafox, quien fue el primer benefactor del santuario construido sobre el pozo que según la tradición el arcángel había descubierto al vidente Diego Lázaro. Sin ninguna base histórica, pues el cronista Florencia, que escribió sobre el santuario, no lo menciona. Mazihcatzin convirtió al vidente en miembro de su familia, descendiente del famoso don Lorenzo Mazihcatzin, un aliado de Cortés. Con ello un santuario que no estaba cercano a la capital se insertaba en la historia de la provincia, pero a través una familia de caciques. La segunda advocación, la de Ocotlán, era también muy cercana al linaje de los caciques de Ocotelulco. A mediados del siglo xviii uno de sus miembros, Manuel Loayzaga Mazihcatzin, capellán del santuario, escribía la Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán que se venera extra muros de la ciudad de Tlaxcala, obra impresa en Puebla en 1745 auspiciada por las autoridades de la Villa de Córdoba.278 Esta primera versión fue tan popular que cinco años después, en 1750, salió en México una nueva, revisada y aumentada por el propio Loayzaga. En esta segunda edición se reunieron, según su autor, diversas tradiciones que venían dándose desde los orígenes del santuario (la primera mitad del siglo xvi) para dar razones a los fieles y acrecentar su devoción. Loayzaga describió la caritativa actividad del vidente Juan Diego, antecedente de las apariciones de María que presenció en un cerro cercano a Tlaxcala (en un sorprendente paralelismo con 277 De los bocetos para los lienzos se conservan cuatro en el Museo Nacional de Arte de México, y de las pinturas dos, la de los niños mártires en la curia episcopal de Tlaxcala y la de santo Tomás en la sacristía de la basílica de Ocotlán. Los demás se han perdido. 278 Véase Manuel Loayzaga, Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán que se venera extra muros de la ciudad de Tlaxcala. Véase también el interesante estudio de Manuel Ramos Medina en la edición moderna de esta segunda versión (Tlaxcala, Gobierno del Estado de Tlaxcala, 2008, pp. 10 y ss).

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la virgen de Guadalupe) y de la promesa de otorgar un agua salutífera a los indios. Ante la incredulidad de los franciscanos acerca del prodigio (como la del obispo Zumárraga en la narración guadalupana), la Virgen se manifestó dentro de un ocote ardiente ante varios franciscanos e indios. Aunque no se conservó la fecha exacta del prodigio, éste se dio en los principios de la evangelización como un apoyo que permitiría su aceptación del cristianismo. A partir de ahí se sucede la narración de los milagros, algunos asociados con la construcción del soberbio santuario del siglo xviii (en el que Loayzaga participó activamente), otros con curaciones y solución de necesidades de indios y españoles o con la movilización prodigiosa de la imagen. Las descripciones del santuario, de sus retablos y yeserías y de la misma escultura milagrosa complementan este texto escrito por un capellán que, según sus palabras, había juntado las diversas tradiciones para dar razones a los fieles para acrecentar su devoción. El santuario había sido promovido por el obispo de Puebla Pantaleón Álvarez Abreu y por ello el culto a la virgen de Ocotlán vivió una extraordinaria expansión en el ámbito del obispado en la segunda mitad del siglo xviii. En 1755 se juro su patronato sobre la ciudad y provincia de Tlaxcala, y tiempo después los Mazihcatzin vinculaban a Juan Diego como terrazguero de su casa solariega y mandaban remozar una capilla en el pueblo natal del vidente, Santa Isabel Xiloxochtla. En la segunda edición de su obra, Loayzaga incluyó una apologética descripción de Tlaxcala, la narración del martirio de los niños Cristóbal, Antonio y Juan por manos de los idólatras dedicándoles dos capítulos. Para el autor indomestizo el martirio de esos niños había “alfombrado de rosas” el terreno donde María hizo su aparición. Loayzaga llama a Cristóbal “protomártir de la América en el abril de su edad” y compara a Antonio y a Juan con “los del signo de Géminis, dos luceros que podían pasar por soles a desvanecer las tinieblas de la idolatría y superstición con sus brillos”.279 Es muy significativa la inclusión de los niños mártires (dos de ellos hijos de caciques) en la serie de pinturas de Yehualtepec; el tema, que había recibido una amplia difusión en el mundo indígena desde el siglo xvii, se convertía a fines del xviii en un elemento central para afianzar la identidad de los tlaxcaltecas. La exaltación de esos niños constituía una prueba fehaciente del importante papel que jugó su nobleza en el proceso evangelizador, tan destacado como el que había tenido en la conquista militar. Entre 1795 y 1803 se pintaban dos enormes lienzos en la parroquia de Atlihuetzia en Tlaxcala con el tema del martirio de esos niños, y en uno de ellos el cacique, aunque pagano e idólatra, aparece vestido con una lujosa capa de plumas y un penacho de grabado europeo, mientras su mujer porta un rico huipil con encajes de Holanda.

279

M. Loayzaga, op. cit., pp. 10 y ss.



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El tema ya había sido tratado en un lienzo de la antesacristía de Atlihuetzia y en la portería del convento de Ozumba, pero en la segunda mitad del siglo xviii se convirtió en una de las escenas más representadas en el ámbito tlaxcalteca. Las nuevas representaciones estaban avaladas por una rica hagiografía que se estaba reactivando en la segunda mitad del siglo xviii. Además de la segunda edición de Torquemada en 1723, que reseñaba la narración de Motolinia con eruditas digresiones, en 1791 salía también una pequeña obra traducida del náhuatl al castellano por orden del virrey Revillagigedo sobre la martirio de los niños.280 El cuadro más sorprendente del programa de Ignacio Faustinos Mazihcatzin fue el que incluyó el mito criollo de la predicación del apóstol santo Tomás como Quetzalcóatl. En la composición de Yllanes, el apóstol porta una cruz como introductor de ese culto entre los indios y desde un montículo (el primer púlpito de América) da a conocer el cristianismo a los tlaxcaltecas. Los cuatro caciques de la acendrada tradición aparecen representados con coronas y trajes a la española (a la usanza de los reyes de armas), y fungen como lugartenientes del santo y como representantes de su pueblo. A los pies de santo Tomás, una mujer que amamanta, quizás la madre del futuro pueblo cristiano, mira al espectador. En el primer plano sobresale una alegoría de la cacica Nueva España sosteniendo el escudo con el águila y la serpiente, una muestra más de la gran difusión que este tema tuvo en todos los ámbitos novohispanos y de la aceptación del emblema de la capital como propia. Finalmente son muy novedosos los dos retratos de Nicolás de Dios (Ayllón o Puizón), indio cacique laico y místico del Perú, y Catarina Tegakovita, venerable y casta india iroquesa adscrita a la misión jesuítica francesa de Canadá y muerta martirizada por los idólatras. En una extraordinaria visión americana, este sacerdote indomestizo hermanaba las glorias de su patria chica con las de los indígenas de otras latitudes de América, para mostrar a Tlaxcala como primera sede del cristianismo novohispano, a los indios como sujetos de una elevada virtud y espiritualidad y a los tlaxcaltecas como discípulos fieles de la predicación apostólica.281 Curiosamente, como pasaba con Puebla, el discurso magnificador no se correspondía con la realidad de decadencia económica y social en la que se encontraban Tlaxcala y su nobleza. De manera simultánea a la creación de una identidad patria, Tlaxcala, como muchos otros centros urbanos con cabildos indígenas o españoles, integró a su mundo simbólico el emblema unificador que partiendo de la capital se estaba extendiendo por todo el territorio. El 17 de agosto de 1737 Tlaxcala celebraba la jura del patronato de la virgen de Guadalupe, al igual que otras ciudades, con una gran procesión, toros y fuegos artificiales, pero lo más peculiar fue el estandarte real colocado en el balcón de las casas del ayuntamiento, a cuyas armas se sobrepuso “la imagen de la Señora [de Gua280 281

J. Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala…, p. 309. Ibid., pp. 211 y ss.

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dalupe], inserta en una esfera cronológica de los tiempos, en que con las cuatro figuras, con que significaban los indios sus olimpiadas, que eran pedernal, casa, caña y conejo, recordaban los continuados favores de la Señora, explicados en eruditos claros poemas”.282 El hecho de incluir símbolos calendáricos de la gentilidad en el festejo fue algo que no se dio en ninguna de las otras juras que se llevaron a cabo a lo largo de 1737 y 1738 en el territorio.283 La presencia de tales elementos, que Iván Escamilla atribuye a la presencia de Lorenzo Boturini en Tlaxcala entre agosto y septiembre de 1738, fue para la nobleza tlaxcalteca un recurso por el cual el emblema de la capital se indigenizaba para adaptarlo al orgullo local.284 Las elites tlaxcaltecas, como las de muchas de las comunidades nativas, elaboraron sus identidades patrias a partir de los patrones occidentales (a cuyo sistema los caciques pretendían estar integrados) y haciendo uso de los mismos mecanismos que utilizaban las patrias de los criollos: vinculación a la conquista y a la evangelización, exaltación de “santos” e imágenes milagrosas propias, y rescate del pasado prehispánico. Sólo que a diferencia de los criollos, cuyos discursos estaban anclados en la escritura, la mayor parte de los mensajes emitidos por las comunidades indígenas pertenecían al ámbito de lo oral y lo visual. Con todo, era la categoría de “indígena” lo que daba a estos caciques mestizos su imagen de autonomía y su signo de estatus privilegiado, derivados del carácter corporativo de sus comunidades. En ellos, el uso de lo indígena se convirtió en una estrategia de diferenciación y de supervivencia frente al español. El argumento de sangre era un elemento identificador para esta nobleza mestiza, que sólo podía mantener sus privilegios y su estatus presentándose como indígenas y alegando un linaje que no tenían. Su prestigio sólo podía avalarse con esos injertos de memoria histórica que, al igual que los criollos, les permitían justificar su dominio con hechos supuestamente acontecidos en el siglo xvi. Estos símbolos fueron tan

282

J. F. Sahagún y Arévalo y J. I. Castorena y Ursúa, Gaceta de México, núm. 130, vol. 3, p. 129. 283 agnm, Bienes Nacionales, leg. 519, exp. 5, que contiene noticias de la jura guadalupana en México, Ciudad Real, Valladolid de Michoacán, Aguascalientes, Mérida, Oaxaca, Guanajuato, Durango, Querétaro, Comayagua, León y Nueva Segovia de Nicaragua, Guatemala, Santiago de Esquipulas, Toluca, Guadalajara, San Miguel el Grande, Atlixco, Zamora, Cholula y Puebla. 284 F. I. Escamilla, “Lorenzo Boturini y el entorno social de su empresa historiográfica”, en El caballero Lorenzo Boturini entre dos mundos y dos historias. Este autor señala también que a principios de septiembre de 1738 Boturini solicitó ante el alcalde ordinario de Puebla testimonios y traducciones autorizados por el escribano de cabildo (nada menos que Diego Antonio Bermúdez de Castro, el autor del Teatro angelopolitano) de varios documentos: el testamento de Sebastián Tomelín de 1572, que contenía un legado para el santuario de Guadalupe; la fe de bautizo y el testamento del indio Diego Lázaro, a quien se apareció san Miguel en Tlaxcala, y una relación de la historia de Nuestra Señora de la Defensa que se guardaba en el convento de San Francisco de Tlaxcala. ahinbg, caja 300, exp. 2; agnm, Historia, vol. 1, ff.



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importantes como mecanismos de supervivencia como la conservación de sus propiedades comunales, sus lenguas y sus costumbres ancestrales. Durante tres siglos, esa nobleza indígena mestizada, que tenía acceso a la escritura y al mecenazgo artístico, se había asimilado al sistema español, pues en mayor o menor medida se beneficiaba de él. ¿Qué pasaba con los campesinos sobre cuyos hombros recaía el sustento de caciques, criollos, peninsulares y funcionarios? A lo largo de las últimas décadas virreinales, las comunidades indígenas se vieron presionadas por las autoridades ilustradas que les exigían cambios en sus cofradías y rituales e incluso en el abandono de sus lenguas nativas. Estas ordenanzas pudieron hacer muy poco frente a una tradición que seguía viva y que les daba coherencia. Las fiestas de los santos patronos, el Corpus Christi y el Jueves Santo seguían siendo a fines del siglo xviii las principales erogaciones de los pueblos, pues esas celebraciones constituían sus signos de identidad. El cristianismo había calado tan profundamente en ellos que incluso las rebeliones contra el dominio español estaban inmersas en sus discursos. Vírgenes y Cristos indios eran sus dirigentes, la misa y los ritos cristianos eran los modelos de sus ceremonias y hasta se imitó el aparato eclesiástico español (obispos y sacerdotes). El nuevo sistema que proponían los insurrectos era el del reino de los españoles, sólo que invertido, pues los indios ocuparán los puestos de gobierno. Sin embargo, esos pueblos inmersos en la oralidad, y muchos de ellos conservando sus lenguas, mantenían aún en sus concepciones del mundo fuertes rasgos míticos heredados del mundo prehispánico: el tiempo cíclico, la presencia de las divinidades vinculadas a la agricultura, el papel fundamental del rito, la creencia en cambios milagrosos y la fe ciega depositada en dirigentes carismáticos a los que se les veía como hombres-dioses. Esas identidades no dejaron testimonios escritos ni visuales pero sin duda estuvieron presentes en el ánimo de las masas campesinas que se levantaron en armas durante la segunda mitad del siglo xviii e incluso, posiblemente, a lo largo del movimiento insurgente.285 9. La América septentrional sustituye a Nueva España Ahora bien, si el amor de la patria es una pasión tan general, de que ni los brutos se exceptúan ¿Podré yo, América septentrional, dejar de amarte estando dotado de razón y habiendo sido tu capital cuna de mis primeros alientos? ¿Podré ver con indiferencia las amarguras que te rodean en estos días calamitosos? ¿Dejaré de lastimarme contigo de las desgracias de tus hijos? ¿Habrá alguno tan cruel que haga crimen en mí lo que es natural en todos? Cuando considero, ¡oh patria!, que en otro tiempo tú eras el depósito de la abundancia y el asilo santo de la paz, y ahora te hallas convertida en el funesto teatro de la más cruel y sanguinaria guerra, 285

E. Florescano, Memoria mexicana…, pp. 226 y ss.

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no puedo menos que exclamar con el profeta Jeremías: “¿Quién dará agua a mi cabeza y a mis ojos fuentes de lágrimas para llorar las desgracias de los hijos de mi país?”286

Con estas palabras José Joaquín Fernández de Lizardi expresaba en los aciagos momentos anteriores a la declaración de independencia el sentimiento de los americanos. Para entonces, la denominación de América septentrional para llamar el antiguo territorio de Nueva España era ya de uso generalizado. En la década anterior, durante sus viajes por Europa, fray Servando Teresa de Mier expresaba sus percepciones sobre España como un país decadente y sin poder, mientras que América estaba llena de gracia, orden y progreso.287 El término América comenzó a aparecer con este sentido de territorialidad desde la segunda mitad del siglo xvii (recordemos “la América abundante” de la que hablara sor Juana), pero no fue sino hasta el xviii que su uso se generalizó y comenzó a sustituir a la denominación de Nueva España. El abogado de la audiencia de México Juan Antonio de Ahumada, en una Representación político-legal escrita hacia 1725, comparaba al rey con un esposo que daba a todos sus hijos los mismos beneficios, aunque estos fueran de una segunda mujer, América. En su alegato apelaba a la justicia del monarca para que concediera las magistraturas y demás oficios a los nacidos en este continente, no sólo como premio por los méritos propios y de los antepasados, sino como un medio fundamental para promover la virtud y la obediencia.288 Ahumada introducía en su discursos dos temas fundamentales: América era la patria común de todos los españoles nacidos en ella, con lo que las patrias urbanas quedaban subsumidas en definitiva a esta entidad mayor; las magistraturas y demás puestos de la administración debían ser considerados como cargos de república, por ello las Indias se convertían en un espacio en el que la participación en el gobierno volvía a los americanos ciudadanos de primera, hijos legítimos del rey y no “ilegítimos” como habían sido considerados hasta entonces. Con citas de autores clásicos y medievales, juristas y teólogos, Ahumada trasladaba el autogobierno que habían conseguido los ayuntamientos americanos a una dimensión territorial más amplia, un reino. El rey, como padre de sus súbditos y como autoridad suprema, debía buscar el bien común de las repúblicas a él sujetas y esta “república de repúblicas”, que era la madre América, sólo conseguiría liberarse de

286

J. J. Fernández de Lizardi, Obras…, “Sobre el amor de la patria”, vol. iii, p. 382. Fray S. T. de Mier, Memorias, pp. 268-69 y 368-69; E. O’Gorman, Seis estudios históricos de tema mexicano, pp. 59-63. 288 Juan Antonio de Ahumada, Representación político-legal que hace a nuestro señor soberano don Felipe V… para que se sirva declarar no tienen los españoles indianos óbice para obtener los empleos políticos y militares de la América (1725). Edición parcial en Manuel Ramos, Documentos selectos del Centro de Estudios de Historia de México Condumex, pp. 79-105. 287



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la corrupción y venalidad de sus funcionarios cuando sus naturales ocuparan los cargos de gobierno.289 La obra de Ahumada impresa en su tiempo desapareció de la circulación por orden del rey, pero sus argumentos fueron utilizados en todas las representaciones políticas de los cabildos novohispanos en adelante y fue reimpresa en 1820, precisamente alrededor del republicanismo promovido por las cortes de Cádiz. Los anhelos de los criollos sobre una América separada de Europa, aunque equiparable a ella, se vieron fomentados por la política “descarnadamente colonial” que se dio después de la guerra de siete años (1756-1763) y por la expulsión de los jesuitas. Estos acontecimientos generaron en los virreinatos americanos discursos que volvían una y otra vez sobre la necesidad de darles a los criollos cargos en el gobierno. En 1771 el ayuntamiento de México mandaba al rey una “Representación” escrita a partir de un informe secreto de “un ministro o prelado” en el cual se decía que el rey debía tener a los americanos “sumisos y rendidos”. En ella se planteaba de nuevo la metáfora del rey esposo de América y la necesidad de que sus hijos disfrutaran de la dote de su madre: los cargos civiles y eclesiásticos de la república de los que habían sido desplazados. Esto, inmerso en los viejos tópicos jesuíticos de la nobleza de las letras y en los ancestrales argumentos de la pureza de sangre española (sin mezcla con indios o negros plebeyos) y de la hidalguía de los criollos; esta nobleza, curiosamente, se reforzaba con la legitimación del linaje “imperial” a partir de la existencia de matrimonios entre los conquistadores y las princesas indígenas de la casa de Moctezuma. Aunque la “Representación” insistía en que los españoles europeos no tendrían que ser considerados extranjeros en América y se les debían conceder por tanto algunos puestos, en ella también se mostraba el disgusto de los americanos por ser tratados como seres irracionales e incapaces de ocuparse de los asuntos políticos de su tierra. El texto achacaba muchos de los males (como la decadencia de la población indígena) a que los cargos los ocuparan peninsulares que sólo pensaban en enriquecerse para regresar a sus patrias y alegaba que de no darse cargos a los americanos decaerían los estudios y dominaría en el reino un “vergonzoso idiotismo”. Además se arremetía contra todos los prejuicios que existían en Europa acerca de la inferioridad de los americanos por razones de alimentación, clima, mezcla o carácter, y se exaltaba en cambio su absoluta fidelidad al rey y el brillante papel desempeñado en sus cargos por aquellos pocos que habían sido nombrados por él.290 A pesar de su conservadurismo, la “Representación” mostraba ya la concien289 Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Eduardo Partiré (coord.), La América de Carlos IV, pp. 65 y ss. 290 “Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de beneficios y empleos de estos reinos”, en J. E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, vol. i, pp. 427-455.

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cia que tenía el ayuntamiento de la capital de fungir como cabeza todo del reino y como defensor de sus intereses. Para entonces ya se había consumado el proceso iniciado cien años atrás: de la idea de “constitución de privilegios”, propios de un sector terrateniente de la capital, se había pasado a la “constitución del reino”, un reino que supuestamente se había incorporado a la Corona desde los tiempos de Carlos V.291 La última década del siglo xviii mostraría el escaso interés que la monarquía tenía por conceder a los criollos el acceso a los cargos que solicitaban y en reconocerles el estatus de reino. Entre 1787 y 1790 la Secretaría de Indias desaparecería y sus asuntos serían derivados hacia las distintas instancias castellanas según la materia. Carlos Garriga considera este hecho como una evidencia de “la falta de consideración de las Indias como entidad territorial” por parte de la monarquía. El proceso de militarización, fomentado después de la guerra de siete años (1756-1763) con el pretexto de mantener las defensas internas y las externas contra Inglaterra, convirtió el espacio americano en sede de plazas militares, piezas en un tablero geopolítico que privilegiaba los intereses de España y no los de América.292 Para los criollos ilustrados que vivían en la última década de ese siglo debieron parecer absolutamente certeras las observaciones de Montesquieu sobre el hecho de que las Indias y España eran dos poderes bajo el mismo mando, pero que las primeras eran las más importantes gracias a sus riquezas naturales, mientras que España no formaba más que un territorio accesorio.293 Conforme se iban agudizando estas diferencias, los criollos construían todo un aparato simbólico en el que la América septentrional se comenzaba a concebir como una entidad geopolítica, con lo cual el reino se consolidaba simbólicamente. En efecto, en numerosos cuadros desde finales del siglo xvii la Nueva España pintada como una indígena vestida de huipil y ataviada con un xihuitzolli o tocado de plumas comenzó a representarse como América, es decir, tomando la caracterización simbólica de todo el continente (recuérdese el cuadro del triunfo de la Iglesia de Cristóbal de Villalpando en la sacristía de la catedral de México). Para el siglo xviii los rasgos indígenas de la representación se fueron acriollando: se le pintó bajo algunos santos (como san Juan Nepomuceno o “san” Felipe de Jesús), con tez morena pero vestida a la occidental y colocada enfrente de una blanca y coronada España. Esta visión se utilizó incluso en los discursos oficiales de las autoridades virreinales, como lo muestra la portada de la edición de las cartas de Cortés impresas por el arzobispo Lorenzana en 1770 y en la que elementos asociados con América (cocodrilo y carcaj) y comparten el espacio con otros relacionados con Nueva España (diadema, huipil, códices y águila) y con símbolos religiosos y civiles (banderas, mitras, coronas y espadas). 291

A. Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, op. cit., p. 25. C. Garriga, “Patrias criollas, plazas militares...”, en op. cit., pp. 79 y ss. 293 Citado por Anthony Pagden, “Identity formation in Spanish America”, en Nicholas Canny y A. Pagden (eds.), Colonial Identity..., p. 93. 292



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A menudo la cacica América se siguió representando junto con su consorte, el rey Moctezuma, y ambos continuaban formando parte de los ocho gigantes de cartón que salían como las parejas reales de los cuatro continentes en la procesión de la fiesta de Corpus Christi en ciudades y pueblos, hasta que fueron prohibidos por un decreto virreinal en 1769.294 Sin embargo, a pesar de la prohibición, como vimos, Moctezuma se volvió una figura muy popular en todo tipo de celebraciones, incluso privadas. Gracias a ese importante vehículo de comunicación que era la fiesta, un tema que había nacido como emblema de la ciudad de México se convertía en el siglo xviii en patrimonio común de todos los centros urbanos del virreinato. Muy a menudo la cacica América y el rey Moctezuma portaban (la primera en su escudo y el segundo en su corona) el emblema indígena del águila y el nopal, el cual se convirtió también en elemento indispensable en portadas de libros, edificios públicos y hasta en sermones. En 1753 el jesuita Mariano Antonio de la Vega, rector del Colegio de Puebla, en un sermón titulado La más verdadera copia del divino Hércules del cielo, decía que el águila y la serpiente eran una prefiguración de san Miguel y el dragón y por medio de ese jeroglífico los aztecas habían profetizado la propia destrucción de sus prácticas idolátricas (un claro símbolo de la victoria de Dios sobre la serpiente infernal).295 Tres años antes, otro sermón sobre san Pedro comparaba al santo con la piedra que sostenía al águila mexicana.296 Ese emblema apareció también en varias ediciones: la primera Gazeta de México, publicada en 1722 por Juan Ignacio María de Castorena y Ursúa y continuada después por Juan Francisco Sahagún de Arévalo (entre 1728 y 1742), incluía en algunas de sus portadas el escudo indígena, al que agregó una estrella y una corona real arriba del águila. Para Enrique Florescano, la frecuencia con que la corona aparece sobre la cabeza del águila induce a pensar que este símbolo no alude a la monarquía española, sino a las pretensiones políticas de la ciudad de México para representar al conjunto del reino. Era tan fuerte su presencia que la misma Academia de San Carlos, institución creada por los borbones para imponer el neoclasicismo, lo difundió como emblema y le agregó las hojas de laurel y de la encina que perduran hasta la fecha en el escudo nacional. La difusión del escudo indígena comenzó también a invadir los edificios de las instituciones municipales, academias y hasta la Casa de Moneda y la Aduana de la capital.297 Ya para entonces se le vinculaba con todo el territorio, pues la cacica América y el rey Moctezuma eran representados a menudo portando un escudo con el águila 294

D. Tanck, op. cit., p. 310. Véase Mariano Antonio de la Vega, La más verdadera copia del divino Hércules del cielo, sagrado Marte de la Iglesia, el glorioso arcángel señor san Miguel a las sagradas plantas de María Nuestra Señora en su milagrosa aparecida imagen de Guadalupe. 296 Véase Antonio Claudio de Villegas, La piedra de el águila de México, el príncipe de los apóstoles y padre de la universal iglesia señor san Pedro. 297 E. Florescano, La bandera mexicana, p. 68. 295

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y la serpiente. Como veremos, esa misma idea territorial se difundió al insertársele en los cuadros religiosos, sobre todo los de la virgen de Guadalupe. Junto con estos discursos visuales que llegaban a las masas, las elites criollas elaboraban numerosos mensajes autonomistas americanos. Ya vimos al principio del capítulo cómo se manifestó esta conciencia de América en la cartografía y en la obra de autores como Villaseñor y Sánchez, quien escribía al rey: “siendo la novedad de las cosas la que acarrea las atenciones, puede por esta causa merecer la de Vuestra Majestad este Theatro nuevo en que se representa el papel que hace la América en el mundo”.298 También hemos observado los discursos de Clavijero y de Veytia que contemplaron la América indígena como un antecedente glorioso de la criolla, y señalamos cómo algunos autores culpabilizaron a la conquista como causante de las desgracias y el deterioro de la moral de los pueblos aborígenes. A pesar de sus diferencias, señalamos también que tanto Eguiara y Eguren como Beristáin y Souza concebían la riqueza intelectual como patrimonio de la América septentrional y no sólo como manifestación del orgullo patrio local. La misma actitud e idéntico objetivo tenían las diferentes gacetas que se editaron en México en la segunda mitad del siglo xviii. En 1731, el editor José Bernardo de Hogal publicaba en el prólogo a una selección que hizo de la elaborada por el poblano Juan Francisco Sahagún de Arévalo la frase siguiente: “pues aunque no se supiese otra cosa en las gacetas que sus novedades, bastaría para noble empeño de los ingenios mexicanos el perpetuar sus memorias”. Además de divertir a los lectores, estas noticias de la “corte y aún de las provincias más lejanas” servirían para crear una nueva conciencia de la patria.299 Las ya mencionadas gacetas publicadas por Juan Antonio Alzate tenían esa misma finalidad (dar a conocer “la vida y los hechos de los hombres que han ilustrado a nuestra nación Hispano-Americana”) y mostraban el orgullo de vivir en un “reino tan abundante en sabios, en un país donde la naturaleza se ha mostrado tan pródiga en sus producciones”.300 Manuel Antonio Valdés (1742-1814), editor de la Gaceta de México cuyo primer número salió impreso en 1784, tenía conciencia de que sus noticias no iban dirigidas “para un lugar determinado, sino para un reino entero”, por lo que incluyó en su periódico sucesos de diferentes partes del territorio.301 Éste, y todos los autores mencionados, señalaban además la importancia que tenían tales noticias para dejar memoria a los historiadores del futuro de tales glorias americanas. Es muy significativo que la mayor parte de esos autores, aunque escribieron desde la capital o tuvieron vínculos con ella, procedían de ciudades 298

J. A. de Villaseñor y Sánchez, Teatro americano, vol. i, p. 51. Este Compendio de noticias mexicanas fue dedicado al arzobispo de México Juan Antonio de Vizarrón. Citado por Xavier Tavera Alfaro, El nacionalismo en la prensa mexicana del siglo xviii, pp. li y ss. 300 J. A. Alzate, “Asuntos varios sobre ciencias y artes”, Obras, vol. i, Periódicos, p. 62. 301 X. Tavera Alfaro, op. cit., p. lvi. 299



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de provincia y algunas de sus obras rompieron con las fronteras que les imponía su pertenencia a una patria chica. Esto les permitió tener una conciencia territorial más amplia que abarcaba las otras patrias y que comenzó a considerar a América como la patria de todos. El poblano Veytia escribió sobre los cuatro baluartes o santuarios protectores de la capital y sus compatriotas Sahagún de Arévalo y Viera realizaron muchos de sus trabajos aquí; el zacatecano Castorena y Ursúa pasó buena parte de su vida en la ciudad de México y realizó toda su labor propagandística en ella; Villaseñor y Sánchez, autor como vimos de la primera geografía general del territorio, había nacido en San Luis Potosí. Por otro lado estaban los jesuitas expulsos, para los cuales la palabra “patria” comenzó a tener un significado que iba más allá de la ciudad de nacimiento. Todos ellos procedían de diferentes patrias (Clavijero y Alegre, por ejemplo, eran veracruzanos; Cavo nació en Guadalajara, y Márquez era guanajuatense), pero los unía, además de su desgracia común de exiliados, el ideal de defender América de los ataques de los filósofos ilustrados. Al exaltar las hazañas de sus correligionarios, los jesuitas las convertían en glorias de la patria, pero ésta ya no se concebía como el terruño donde se había nacido, sino como un territorio asociado a toda la Nueva España. No es por tanto gratuito que esas generación nacidas después de 1700 fueran las que convirtieran a la virgen de Guadalupe, una advocación propia de la ciudad de México, en patrona de todo el territorio. Algunos de sus promotores, como los pintores Miguel Cabrera y José de Ibarra, provenían del ámbito mestizo y habían nacido en la provincia (el primero en Oaxaca y el segundo en Guadalajara). Por otro lado, en la expansión del culto tuvieron un importante papel los cabildos catedralicios, los cuales desde el siglo xvii habían tejido entre sí redes que hicieron posible no sólo que el culto se afianzara casi simultáneamente en todas las capitales episcopales, sino que además llegara, a través del sistema de “rutas cordilleras” y de su clero secular, a todas las parroquias de sus territorios. El sentido americanista que adquirió en la segunda mitad del siglo xviii la virgen de Guadalupe fue sin duda una de las causas de que los símbolos de la capital se volvieran extensivos a todo el territorio de la América septentrional. En varios cuadros que se pintaron de ella entre 1746 y 1810 se le rodeó de una emblemática que comenzó a asociar a la imagen con el águila y el nopal y con la cacica, figura que en el siglo xviii, como vimos, representaba a América, pero que había nacido en el ámbito de la capital. Una de las primeras imágenes de este tipo fue la de un grabado firmado por S. T. Meza en 1755, sobre la cual se hicieron por lo menos dos versiones pictóricas. En los lienzos y el grabado se representa la imagen milagrosa sobre una fuente de la que caen cuatro chorros de agua, a manera de los ríos del paraíso. Dos parejas, una que encarna a la monarquía española y otra a la indígena (Moctezuma y la Malinche), se aprestan a recoger en unos cuencos el preciado líquido para beneficiarse, junto con sus reinos, de las gracias concedidas por

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estas aguas vivas. En uno de los lienzos la fuente está rodeada por un paraíso, con una garza, rojas flores y frondosos árboles, que hace referencia al huerto edénico alimentado por el agua salutífera que sale de la virgen. En el otro una corona de rosas rodea a la imagen.302 El águila sobre el nopal, el otro símbolo de la capital, aparece como peana de la imagen en un cuadro que lleva por título Verdadero retrato de la virgen de Guadalupe, obra de José de Ribera I. Argomanis fechado en 1778. Además del águila sobresalen en el lienzo un indio bárbaro (¿un “apache”?), que aparece de frente con penacho, pectoral y faldellín de plumas y con un carcaj a la espalda, presentado en oposición a otro indio cristiano (¿Juan Diego?), rapado, vestido y ofreciendo flores a la virgen. Además, algo muy significativo, de la boca del nómada es de donde sale la cartela con el Non fecit taliter de la declaración pontificia, prefigurando con esto la futura conversión de esos pueblos “salvajes” por intermediación de la virgen. El cuadro refleja cabalmente el interés de los criollos por mostrar a la imagen como protectora de todo el territorio novohispano, en especial de su población indígena, tema que como vimos apareció en el sermón de Cayetano de Torres durante las fiestas patronales de 1756. Con la inclusión de estos elementos en su campo simbólico, la Guadalupana fue la figura novohispana que insertó con mayor efectividad no sólo a lo indígena como parte fundamental de lo mexicano (Juan Diego), sino también la imagen que fundió el águila y el nopal, emblemas de la capital, con la india cacica que representaba a la América septentrional. A partir de la segunda mitad del siglo xviii esos símbolos vinculados con la imagen guadalupana se volvieron fundamentales para un territorio para el cual el nombre de Nueva España, que le diera Cortés en su fundación, ya no le era funcional. Conforme se iba alejando más de España, el término América tomaba un carácter denominador más definitivo; pero su existencia fue transitoria, pues una vez consumada la Independencia el nombre de México, la capital del prehispánico imperio “azteca” y el centro del antiguo virreinato, se impuso para denominar al país recién nacido bajo los auspicios de un recalcitrante indigenismo. Sin embargo, en la vida cotidiana de las personas muchos símbolos identitarios generados en el virreinato siguieron vivos décadas después de la Independencia y algunos aún lo están. El mundo simbólico, tan importante como la satisfacción de las necesidades materiales (sobre todo en sociedades caracterizadas por una hipersimbolización de la realidad), es el más resistente a los cambios.

302 Una buena reproducción y un estudio sobre estas imágenes en Jaime Cuadriello, “Del escudo de armas al estandarte armado”, en Los pinceles de la historia..., pp. 38 y 39. Este autor asocia la lámina de Meza con la erección en 1740 de la Real Congregación de santa María de Guadalupe en la corte madrileña y a la participación del rey mismo como congregante mayor.

EPÍLOGO Las autoridades españolas y las elites novohispanas, tanto criollas como indígenas, insertas en una compleja red corporativa, construyeron sus identidades a partir de cuatro dimensiones: una imperial, una local, una regional y una territorial. Las cuatro fueron apareciendo de manera paulatina, se influyeron mutuamente y forjaron las bases emotivas del sentido de pertenencia que se consolidó con el nacionalismo del siglo xix. La dimensión imperial se comenzó a gestar desde la primera mitad del siglo xvi bajo los auspicios de virreyes, obispos, conquistadores y religiosos y fue un poderoso elemento de cohesión que le dio a los novohispanos la idea de pertenecer a una entidad universal avalada por una monarquía y una Iglesia católicas. A lo largo de los siglos virreinales esa perspectiva fue el telón de fondo sobre el que se forjaron todas las otras. Desde mediados del siglo xvii Nueva España fue concebida por los criollos de la capital como un reino que había establecido un pacto con la Corona; a pesar de que la teoría política hispánica consideraba los territorios americanos como patrimonio de la Corona de Castilla, la elaboración criolla fue posible gracias al autonomismo municipal heredado de la era medieval y a la estructura jurídica de un imperio, como el de los Austrias, que se había construido como un conglomerado de reinos. La presencia de virreyes, obispos y demás autoridades peninsulares, las fiestas que rodeaban su llegada y los fastos que celebraban los acontecimientos de la vida de un rey ausente, pero emblemático de la unidad imperial, dieron a los novohispanos la seguridad de pertenecer a los elegidos. Además de la comunidad de lengua y religión, Nueva España creó todos sus símbolos de identidad, incluso aquellos vinculados con el mundo indígena, dentro de los parámetros de la matriz hispánica occidental. En la segunda mitad del siglo xviii, y sobre todo a partir de 1804, este parámetro sufrió una fuerte confrontación a raíz de la nueva perspectiva imperial y colonialista que mostraron los borbones, que fue considerada en América como una ruptura del pacto original. Para entonces, los símbolos criollos de la capital (como la fiesta del pendón o la virgen de los Remedios) ya habían sido expropiados por las autoridades virreinales como emblemas de conquista y sujeción. Muestra también de ese sentimiento de ruptura fue el paulatino abandono de los discursos laudatorios sobre la conquista por parte de los criollos y el uso cada vez más generalizado del término América septentrional en sustitución del tradicional de Nueva España, demasiado vinculado con un sentido de dependencia. En 1808, cuando se supo de la prisión de Fernando VII por Napoleón Bonaparte, los oficiales de la república, tanto indios como criollos, ofrecie465

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ron apoyo militar y declararon su lealtad al soberano legítimo, pero esto no era más que una fórmula que había sido solicitada por la alta burocracia virreinal. Sin embargo, en la proclama de Hidalgo todavía se veía al rey como un personaje que encarnaba la justicia y que terminaría con la corrupción de las autoridades coloniales. El monarca mantendría su prestigio liberando de la opresión a su pueblo. Entre los indígenas capitaneados por Hidalgo se escuchaba la consigna de que el rey destituido había sido visto viajando con el prócer, oculto tras una máscara de plata.1 En realidad estamos ante un fenómeno rural donde el rey seguía siendo una figura de autoridad; esto no pasaba en el ámbito urbano de la capital, que tenía más conciencia de los abusos y de la tiranía de los reyes borbones y de sus funcionarios.2 En la primera década del siglo xix, la idea imperial de una España que existía a ambos lados del Atlántico se volvió irreconciliable con una política que consideraba a los reinos americanos como colonias y que promovía la inequidad y la explotación. Sin embargo, aunque en 1804 pudo darse una situación en la cual todos los sectores sociales novohispanos se unieron contra las medidas “anticlericales” de la Consolidación de Vales Reales, tal unión quedó destruida cuando el estallido social de 1810 mostró una faceta de descontento con la que los nobles criollos no podían estar de acuerdo. El resentimiento de la elite contra la Corona pasó así a un segundo término, pues los propietarios dependían de las autoridades españolas para aplacar a las masas levantadas y rebeldes. Los intereses económicos de esta aristocracia se antepusieron a sus discursos de orgullo patrio o nacional. Una nueva situación en 1821 los hizo regresar a la idea de una independencia de la España imperial. Frente a la identidad imperial comenzó a estructurarse una dimensión regional en algunas zonas del país. Ayudaron a generarla las provincias religiosas, corporaciones cuyo espacio de actuación no se reducía a un solo ámbito urbano y que poseían intereses en extensas áreas, incluso rurales. Su actuación en esos espacios, las crónicas que desarrollaron y sus aparatos de representación tendieron a fomentar visiones menos localistas y a crear las primeras identidades regionales, aunque limitadas por sus intereses corporativos. Una de ellas, la Compañía de Jesús, fue quizás la que forjó más tempranamente una conciencia territorial que abarcaba todo el país, pues su actividad se desarrollaba tanto en las misiones norteñas como en las ciudades que albergaban colegios de la orden. La expulsión de sus miembros en 1767 ayudó también a reforzar esa conciencia desde el exilio. Por esas fechas se consolidaba otra identidad regional en la provincia de Tlaxcala, la única quizás de este tipo fuera de las provincias religiosas que rebasaba la ciudad 1 Enrique Florescano, Memoria mexicana. Ensayo sobre la reconstrucción del pasado, p. 289. Véase también Marco Antonio Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario monárquicos en una época de crisis. Nueva España 1808-1822. 2 Linda A. Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City…, p. 144.



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indígena y que permitió a sus caciques conseguir la creación de una intendencia independiente de Puebla en 1791. Ésta y otras identidades territoriales indígenas (como la otomí o la purépecha) estaban insertas en el espacio lingüístico que en Europa definía una nación. Es por demás significativo que en el ámbito criollo las regiones no se definieran en términos “nacionales”, como en España, posiblemente por que la expansión del castellano como lengua general en el territorio no permitió la presencia de otras entidades lingüísticas, fuera de las indígenas. Muy posiblemente por ello es que tuvo tan fuerte presencia la tercera dimensión identitaria, la local (en la cual se construyeron los primeros sentimientos patrios), que apareció por primera vez en la ciudad de México, en donde, como capital del reino, se forjaron símbolos identitarios desde muy temprano. Los forjadores de éstos fueron las corporaciones asimiladas al ámbito urbano, sobre todo el ayuntamiento, la universidad y el cabildo eclesiástico. Después de la ciudad de México, las otras entidades que crearon desde muy temprano un sentimiento patriótico fueron Puebla y Tlaxcala, las cuales, por diferentes razones, confrontaron la supremacía de la capital. Una sólida estructura corporativa que solventaba gastos y una elite intelectual forjadora de una “república de las letras” y que construía símbolos y discursos coadyuvaron a consolidar esas identidades locales. A pesar de que muchas otras ciudades, como Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas, Oaxaca, Pátzcuaro y Valladolid, también tenían esas características y crearon la idea de patria con símbolos propios desde fines del siglo xvii (escudos de armas, santos propios e imágenes milagrosas), muy pronto aceptaron también los de la capital. Las redes comerciales, religiosas, sociales y políticas que ésta había tejido hacia el Bajío, Michoacán y Oaxaca desde el siglo xvii fueron las vías por las cuales se impulsó la expansión de los símbolos identitarios de la capital en todo ese territorio. Fue precisamente esa imposición e hipersimbolización la que impidió que los estudios sobre el criollismo se percataran de la existencia de esas identidades locales. Con todo, fue gracias a esas “redes de relación constituidas por símbolos poderosos” (de las que habla Muchembled en el epígrafe que encabeza este libro) que el extenso territorio novohispano se cohesionó hacia el centro y transitó sin fragmentarse (salvo las zonas periféricas) hacia la vida independiente. El medio de difusión más efectivo de estos símbolos fue la fiesta, vehículo por el cual las ciudades novohispanas (criollas e indígenas) recibieron imágenes como Cortés, Moctezuma, la cacica Malinche-Nueva España, el águila sobre el nopal y la virgen de Guadalupe, los elementos de identidad de la ciudad de México. Sin embargo, la conciencia local siguió viva y las historias “patrias” no desaparecieron; a pesar del surgimiento de un espacio nacional, este tipo de obras tendrán un extraordinario desarrollo como manifestación de las identidades regionales a lo largo del siglo xix. Finalmente, la dimensión territorial o “protonacional” fue la que apareció más tardíamente, a pesar de que el emblema que representaba a la Nueva

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España (la india cacica) se remontaba a fechas muy tempranas. A lo largo del siglo xvii, esta dimensión se integró en el contexto de la inserción de América como el cuarto continente, de su liberación de las cargas de salvajismo con las que se le veía desde Europa y de la construcción de un reino de Moctezuma que realizó un pacto con la Corona. Pero no fue sino hasta el siglo xviii que la dimensión territorial de América se consolidó por medio de la cartografía, de la expansión de la virgen de Guadalupe como símbolo generalizado de identidad para todas las ciudades, de la imposición de un pasado prehispánico común (el mexica) a todo el territorio, de la exaltación de hombres y mujeres sabios y santos como signo orgullo para todos los novohispanos y de la confrontación de lo americano frente a lo europeo. Esta labor fue llevada a cabo primeramente por la ciudad de México y su ayuntamiento, que a lo largo del siglo xvii forjó alrededor del imperio mexica y de la cacica Nueva España la idea de un reino anterior a la conquista y de un pacto entre Cortés, en representación de Carlos V, y Moctezuma. Con ello extendió la autonomía municipal de la capital a todo el territorio del cual ella era cabeza y consiguió contrarrestar la propaganda imperial que consideraba a las Indias como propiedad de la Corona de Castilla. En la segunda mitad del siglo xviii la idea de un imperio americano equiparable al europeo se consolidó con la propaganda de los jesuitas expulsados (una corporación con fuertes cargas universalistas); con la actividad intelectual de los criollos educados por ellos, muchos nacidos en provincia pero fuertemente vinculados con la ciudad de México, y con la labor de los cabildos catedralicios que crearon redes de colaboración entre las capitales episcopales y difundieron símbolos (como el de la virgen de Guadalupe) en sus catedrales y en las parroquias entregadas al clero secular. La palabra “patria”, que definía a la ciudad donde se había nacido, comenzó a utilizarse para denominar a todo el territorio, y junto con ella apelativos como el de mexicano. Este término era originalmente un calificativo que se usaba para definir a los hablantes de náhuatl y poco a poco comenzó a referirse a todo aquello relacionado con la capital. Desde fines del siglo xvii se usó para denominar a algunas cosas relativas a la Nueva España. Finalmente, el nombre de México, tomado de la capital, terminaría por afianzarse después de la declaración de independencia en 1821 en sustitución del de América septentrional. El papel fundamental que el ayuntamiento de la capital jugó como el centro del reino en la formación de una idea teológico-histórica, comenzó a elaborar a principios del siglo xix el reconocimiento constitucional dentro del debate hispánico desarrollado en esa época. Al conocerse en México los hechos que llevaron a la abdicación de Fernando VII a principios de 1808, el ayuntamiento de la capital presentó ante el virrey Iturrigaray una propuesta que tenía como puntos básicos: la constitución de un gobierno provisional integrado por las autoridades existentes, en el cual el cabildo de la capital, como cabeza del reino, tendría un papel fundamental, y la convocatoria de una junta con la representación de todas las ciudades del virreinato para tomar deci-



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siones. La audiencia se opuso a ella pues con esta propuesta se postulaba la igualdad absoluta de Nueva España con los reinos peninsulares y su naturaleza autonómica dentro de la Monarquía hispánica. Es muy significativo que antes y después de este connato de golpe de Estado propuesto por el ayuntamiento, los argumentos criollos (como aquellos postulados por el síndico Francisco Primo de Verdad) se basaran en la vieja idea hispánica medieval y tomista de que, a falta de rey, los cabildos eran la verdadera y legítima fuente de autoridad. Sin embargo, esta posición seguía contemplándose dentro de los cauces de una monarquía unificadora, imposible después de la intransigencia de los liberales gaditanos para reconocer esas autonomías. De alguna manera, la rebelión de Hidalgo y de Morelos que postulaba la independencia absoluta fue una ruptura respecto a las expectativas del ayuntamiento.3 Muchas cosas cambiaron entre 1808 y 1821 y afectaron profundamente el valor simbólico que se había dado hasta entonces a algunas figuras: Hernán Cortés fue satanizado como instrumento de la dominación española y se volvió un guerrero depredador que utilizó la religión para justificar sus crímenes, y Moctezuma y la Malinche, símbolos de la alianza de los indios con los conquistadores, se convirtieron en emblemas de la traición. Frente a ellos la figura de Cuauhtémoc se exaltó como héroe de la resistencia, pero también como símbolo del mundo prehispánico, un mundo que se constituiría en la única raíz valiosa sobre la cual podía construirse la identidad de la nueva nación. Es por esto que la india cacica y el águila con el nopal y la serpiente, que representaban a la América septentrional, gracias a sus connotaciones “prehispánicas”, pudieron transitar hacia el futuro y convertirse en los emblemas de la República Mexicana. La retórica nacionalista había transformado en su provecho el viejo discurso indigenista del patriotismo criollo, pero ahora revertiéndolo contra lo español.4 Con todo, el país seguía siendo básicamente católico, por lo que el tema de la evangelización se salvó de los liberales detractores del “periodo colonial”, quienes consideraron la cristianización de los indios como el único acontecimiento memorable y rescatable de tan nefasta época. Los frailes ocupaban un lugar destacado en la historia de la humanidad como precursores de la libertad, apóstoles del progreso y defensores de los indios; el cristianismo, por su código moral, fue considerado como base civilizatoria, frente a las religiones indígenas, calificadas de poco evolucionadas, idolátricas y supersticiosas. Por ello, fray Bartolomé de las Casas fue uno de los personajes “coloniales” que los autores del siglo xix recuperaron sin problema. Por esa misma razón, los santos, aunque perdieron presencia para los municipios urbanos de las capitales como símbolos de identidad y fueron sustituidos por héroes libertarios, más acordes con los nuevos tiempos, en 3 Antonio Annino, “1808: el ocaso del patriotismo criollo en México”, en http//historiapolitica.com/datos/biblioteca/annino1.pdf, pp. 22 y ss. 4 David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, p. 115.

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las comunidades indígenas siguieron formando parte de su vida cotidiana, con sus fiestas patronales y en la solución de sus necesidades. A pesar de su decadencia, también las provincias de las órdenes religiosas continuaron haciendo uso de sus imágenes y santorales como un mecanismo de supervivencia en los azarosos cambios que vivió el país después de la Independencia. Pero sobre todo el culto popular a la virgen de Guadalupe fue uno de los elementos que transitó sin problemas al México republicano, pues llenaba las necesidades materiales y espirituales de una población asolada por las luchas de facciones. Como había pasado en el periodo anterior, después de la Independencia las identidades locales no se manifestaron en discursos coherentes, sino en las prácticas de la vida cotidiana que marcaban la pertenencia al terruño. En las fiestas del santo patrono o de la imagen milagrosa protectora, en la comida regional, en el recuerdo de un pasado común manifestado en las tradiciones y leyendas locales, y en la conservación de sus escudos urbanos, las comunidades encontraron su cohesión interna. De hecho, muchas ciudades construyeron sus crónicas locales sólo hasta el siglo xix. Frente a esto, el Estado nacional y sus promotores elaborarían su retórica en torno a un sentimiento que denominaban “amor a la patria”; este término había transitado poco a poco a lo largo del siglo xviii del ámbito local urbano al territorial y ahora era utilizado para definir al nuevo país: México. A lo largo de estas páginas se han propuesto sólo algunas de las múltiples líneas de investigación que pueden descubrirse cuando dejamos de caminar por los trillados lugares comunes de lo que se ha llamado “el criollismo”. No se puede hablar de un fenómeno tan complejo como éste sólo a partir de los textos impresos y sin tener en cuenta los espacios institucionales en los que fueron creados, la adscripción corporativa de los actores sociales denominamos “criollos”, la comunidad de intereses y de bagajes simbólicos que había entre las elites criollas e indígenas, las prácticas comunitarias en los ámbitos rurales y urbanos y, en fin, todas las manifestaciones culturales que hacen posible la existencia de una sociedad. En esta construcción historiográfica falta completar aún la voz de varios actores; los archivos de los cabildos de las catedrales y de los ayuntamientos de varias ciudades, así como los repositorios notariales, pueden dar aún mucha información sobre las prácticas corporativas de éstos y de otros forjadores de identidades. Es necesario también aún reconstruir la evolución de las “historias patrias” en Guadalajara, Durango, Monterrey o Mérida, ámbitos espaciales que quedaron fuera de este estudio, lo mismo que profundizar en el caso de Oaxaca, escasamente documentado aquí por la dificultad en el acceso a algunas de sus fuentes. Un tema que sin duda aún está por estudiarse es el relativo a la transición del virreinato al México independiente, y la manera como se fueron desestructurando los símbolos novohispanos para dar cabida a los nuevos elementos identitarios. Sería interesante observar la manera como se comenzó a desestabilizar la “república de las letras” clerical, cuáles mecanismos y prácticas sobrevivieron en esa convulsiva transición y cuáles fueron definitivamente desechados.



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A pesar de su importancia, en el proceso afectivo de la identidad nacional, en lo que Michel de Certeau llama el mundo de “los mitos y leyendas de la memoria colectiva”, varios de los temas identitarios elaborados durante el periodo virreinal siguen estando satanizados. En nuestros días, a pesar de los estudios y perspectivas novedosos sobre el tema, los mitos forjados a partir de la Independencia se siguen repitiendo (incluso en los libros de texto), modificados ahora, sin embargo, por el influjo de la popularizada polémica que opone a hispanistas e indigenistas. A la exaltación de la labor civilizadora de España por parte de los primeros, oponen los segundos los negros tintes del genocidio y la intolerancia. Los más radicales (como los movimientos de la mexicanidad) buscan regresar a las religiones prehispánicas, aunque se empeñan en negar la existencia en ellas de los sacrificios humanos. Los menos extremistas (como los concheros) rescatan imágenes y devociones virreinales e incluso han integrado el discurso cristiano en sus rituales y mitologías. Las dos vertientes de la identidad nacional, el cristianismo guadalupano y el indigenismo, son temas polémicos y cargados de emotividad, la cual se acentúa por la crisis social y económica que se vive hoy en México. Con todo, para la mayoría de los mexicanos, su país es el mejor y más bello del mundo y sus habitantes conforman un pueblo señalado entre todos los de la tierra. Con la extendida frase “como México no hay dos”, los mexicanos seguimos considerando que vivimos en “el paraíso de los elegidos”.

La ciudad de México

Las patrias locales

Ser el Paraíso y la Jerusalén terrenas

Europa

América y el reino

Protestantes y el Islam turco El Episcopado

Fidelidad al rey y a la Iglesia católica

La idea imperial

La otredad

Las regiones

Lugares comunes

Los niveles

Instituciones

Cabildos civiles y eclesiásticos

Cabildo de México, provincias religiosas

Provincias religiosas

Virrey, obispos y cabildos

Las identidades en Nueva España

Ángeles, Santiago. Santos e imágenes propios. Escudos

Cacica, Guadalupe y Moctezuma

Venerables frailes fundadores

El rey, Santiago y la Inmaculada

Símbolos

Actores y corporaciones

Franciscanos, cabildo de México, indios nobles de Tenochtitlan, Tlatelolco, Tezcoco, Tlaxcala y Tzintzuntzan

Jesuitas, cabildos catedralicios, universidad, ayuntamientos, provincias religiosas, gremios y cofradías y comunidades indígenas

Jesuitas, cabildos catedralicios, universidad, ayuntamientos, provincias religiosas, gremios y cofradías y comunidades indígenas

Ayuntamientos, oratorianos, cabildos catedralicios. Provincias religiosas, gremios y cofradías y comunidades indígenas están en decadencia

Etapas

Medieval renacentista

Manierista

Barroca

Ilustrada

Fiestas: la jura de la virgen de Guadalupe. Sigue la eclosión de imágenes. Testimonios de los jesuitas en el exilio y de los escritores ilustrados

Fiestas: las glorias de Querétaro. Eclosión de imágenes en el ámbito criollo. Poesía, teatro, crónica hagiografía, hierofantas

Fiesta de las reliquias. Crecen los pictogramas indios y aparece la pintura mural conventual. Testimonios, relaciones de méritos

Fiestas: el pendón y el auto de Tlaxcala. Primeros pictogramas indígenas. Textos fundadores. Cortés y Motolinia

Testimonios e instrumentos

Las etapas de la cultura novohispana

Apropiación cartográfica de Nueva España. Santos y sabios. Guadalupanismo y conciencia novohispana. Los aztecas como civilización universal. Las otras patrias criollas e indígenas

Paraíso y Jerusalén. Las patrias. Santos propios e imágenes milagrosas. Las provincias y las capitales. Moctezuma y la india cacica, símbolos de Nueva España. Orgullo por un pasado desdemonizado

Imperio católico universal. Edad dorada de la misión. Conquista meritoria para los descendientes (de la caballería de la guerra a la de la corte y las letras), bautizo como pacto. Pasado indígena como premonición del cristianismo

América paraíso. Conquista como hazaña querida por Dios como premisa para la evangelización. Pasado indígena demoniaco

Temas y símbolos

OBRAS CITADAS Siglas de los archivos citados agi:

Archivo General de Indias. Sevilla, España. Archivo General de la Nación. México, D. F. ahcm: Archivo Histórico del Cabildo de la Ciudad de México. ahinbg: Archivo Histórico de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe. agnm:

Fuentes primarias Acosta, Joseph de, Historia natural y moral de las Indias, edición de Edmundo O’Gorman, México, fce, 1962. Ágreda, María de Jesús de, La mística ciudad de Dios, edición de Celestino Solaguren, Madrid, Fareso, 1992 Aguilera, Francisco de, Sermón en que se da noticia de la vida admirable, virtudes heroycas y preciosa muerte de la venerable señora Catarina de San Joan..., México, 1688. Aguilera, José Miguel, Elogio cristiano del beato Sebastián de Aparicio..., México, Imprenta de Felipe de Zúñiga Ontiveros, 1791. Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, México, Porrúa, 1966. Ahumada, Juan Antonio de, Representación político-legal que hace a nuestro señor soberano don Felipe V […] para que se sirva declarar no tienen los españoles indianos óbice para obtener los empleos políticos y militares de la América (1725), edición parcial en Manuel Ramos, Documentos selectos del Centro de Estudios de Historia de México Condumex, México, Grupo Condumex, 1992, pp. 79-105. Ajofrín, Francisco de, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo xviii, 2 vols., edición de Antonio Castro Leal, México, Instituto Cultural Hispano Mexicano, 1964. Alcalá y Mendiola, Miguel, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles, edición de Ramón Sánchez Flores, Puebla, buap, 1997. Alcocer, José Antonio, Bosquejo de la historia del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe y sus misiones, año de 1788, edición de Rafael Cervantes, México, Porrúa, 1958 (Biblioteca Porrúa, 12). Alegre, Francisco Xavier, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, 4 vols., Ernest Burrus y Felix Zubillaga, Roma, Institutum Historicum Societatis Iesu, 1956-1960 (Bibliotheca Instituti Historici, 9, 13, 16 y 17). 475

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obras citadas

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El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804), se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2010 en los talleres de ???. En su tipografía, parada por Elizabeth Díaz Salaberría, se emplearon tipos New Aster de 10:12, 9:12 y 8:10 puntos. El diseño de la cubierta es de ???? La edición, que consta de ??? ejemplares, estuvo al cuidado de Raúl Gutiérrez Moreno.

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