Los otros ojos Por Orlando Mazeyra Guillén
“No sé si estoy despierto o tengo los ojos abiertos” Andrés Calamaro “¿Qué te pasa, ah? No camines tan a prisa”, pensó Ismael Gallo desacelerando el paso, “tienes que disimularlo bien, despacio, para que no lo noten: con el pecho frío y la sangre de pato; ahora es cuando no puedes parecer ansioso”. Él no tenía tiempo ni ánimos para notarlo, pues estaba recogido en esa vorágine malhadada que era su propia intimidad, pero la calle San José lucía casi desierta, apagada; parecía feriado o esos domingos por la tarde en que sólo las gentes sin vida y sin familia matan el tiempo deambulando por el centro histórico de la ciudad. “¡Ya sé! Mejor primero me compro algún libro para relajarme”, concluyó, y entró a la librería Aquelarre a revisar las novedades. Se encontró con libros de Francisco Umbral, Pamuk, Cortázar, Mario Levrero y Bryce. Como nunca antes Aquelarre prometía lecturas de bandera: el anaquel de Anagrama repleto y el de Tusquets también. Alfaguara, Planeta, Seix Barral y Bruguera terminaban de atiborrar el recinto. —¿Me consiguió El escritor y sus fantasmas, señor Ramírez? —le preguntó al librero sin dirigirle la atención. —Ah —bostezó el anciano con cierto descontento, como si lo acabaran de despertar malamente de un plácido sueño—, Hice el pedido pero no me ha llegado todavía… Y tú, ¿estás escribiendo algo? —Sí y no… —Y ¿cómo es eso?
—Tengo
una
historia
pero,
por
ahora,
la
escribo
mentalmente. —En conclusión: estás en nada. —No es eso —repuso—. Lo que pasa es que es un ajuste de cuentas. —Escribir por venganza es algo que yo nunca te recomendaría, Ismael. —Lo sé perfectamente, señor Ramírez. —Pero… soy muy curioso… —Eso también lo sé —afirmó Ismael sorteando una leve incomodidad. —Así que debo preguntarte de qué va la historia. —Es simple, nada fuera de lo común, algo trillado. —Te escucho. —Quiero contar la historia de una óptica de cualquier ciudad, comarca o país, una óptica cualquiera. Para efectos de mi relato esta tienda de anteojos estaría ubicada, digamos, en la calle Peral. —O sea, a media cuadra de aquí, a la vuelta nomás. —Podría ser. Los tenderos son dos personajes idénticos: zánganos, ignorantes y bastante afeminados. —Y seguramente miopes como yo —añadió el anciano acomodándose las gafas—, por lo tanto también usarían anteojos para hacerle honor al negocio, ¿verdad? —¡Por supuesto! —exclamó Ismael—. Además, me parece que siendo tan iguales, uno hasta podría creer que son… —¡Mellizos! —apuntaló Ramírez festejando el arranque de la historia—. Los mellizos Ormachea. Me estás hablando de la óptica Ormachea y no se diga más. —¿Usted cree? —inquirió sarcástico Ismael y haciéndose el sorprendido. —¿Qué problema has tenido con esos pobres diablos?
—Los acabo de matar. —No
digas
tonterías,
por
favor
—replicó
el
viejo,
escéptico. —¡Han acusado de narco a mi hermano Miguel! —¿Qué cosa? —exclamó el viejo sobresaltado. —¿Eso le parece poco? —indagó Ismael, ofuscado—. Esos mellizos andan diciendo que con la coca se ha comprado la nueva casa, el edificio en Cayma y la camioneta. Dicen que es imposible que un contador gane tanta plata. ¿Eso le parece justo, carajo? —Me dejas sin palabras, Ismael —le confesó el señor Ramírez sin salir de su asombro. —Así me quedé yo cuando me enteré de lo que están hablando: mudo, sin palabras. Por eso, fui y les saqué los ojos, después de molerlos a punta de puñaladas. —¿Cuándo has cometido esa locura? Ismael expulsó toda la rabia contenida abriendo su raída mochila y sacando con arrebato un verduguillo: —Oye, Ramírez, no seas tan preguntón —lo tuteó con desdén como nunca lo había hecho ni lo volvería a hacer—. A todo el que se atreva a poner en tela de juicio la honestidad de alguien de mi familia lo voy a degollar sin dudarlo, ¿entiendes? El viejo quedó estupefacto y al borde del infarto, y no tuvo tiempo de responder porque el muchacho devolvió el arma a la mochila y salió de golpe de la librería. Ismael llegó corriendo al cruce de San José con Peral y quebró a la derecha. Ahora estaba a escasos treinta metros de la óptica Ormachea. ¿Qué te pasa, carajo?, se preguntó en voz baja, ¿qué vas a hacer? ¿quieres que te conozcan por escribir novelas o por matar mariposas? —¡Ismael, Ismael! —repitió desde la esquina el viejo Ramírez que, presuroso, había salido a alcanzarlo—. Te has olvidado la novela.
Ismael volteó furioso: —¿Qué novela? —escupió a voz en cuello mostrando un semblante confundido. —Crimen y castigo —alcanzó a decir con el alma en vilo el anciano—. No seas un cualquiera. En tus ojos no veo a un asesino: ¿por qué no los castigas a tu manera? Ismael, dejando atrás a Ramírez, avanzó un par de pasos y se encontró con el umbral de la óptica Ormachea. En el mostrador los mellizos intentaban sin éxito juntar las cartas,
pues ya no
tenían ojos. “Crimen y castigo”, filosofó de pronto y, entonces, los miró con otros ojos: sintió pena por ellos pero, también, por Miguel, ¿de dónde estaba sacando tanta plata su hermano mayor? No tenía ni la menor idea. Se sentía incapaz de imaginarlo ligado al mundo de la droga, lo admiraba mucho, demasiado: “Qué están haciendo,
par
de
badulaques?”,
les
dijo
disimulando
su
desconcierto. —Los muertos también tenemos derecho a jugar a las cartas para distraernos —respondió uno de ellos mientras con sus manos descarnadas acomodaba el rey de espadas en la baraja—. Ahora ya tienes tus propios fantasmas. —Esto no es posible: no puede ser real –dijo Ismael agarrándose la cabeza, tratando de apartar de su mente aquella inesperada conversación. —¿No me digas, es que no crees en lo sobrenatural? —se mofó el otro de los cadavéricos mellizos, y luego ambos lo tomaron del cuello; él no se resistió—. Seguro sigues pensando en vengarte de nosotros. Esta vez se te pasó la mano con las drogas, esta vez realmente llegaste “Más Allá…”
Lima, 18 de agosto de 2009.