IRSE DE PENAS Por Orlando Mazeyra Guillén
“Cogito ergo sum” Descartes
Elías estira las piernas de buena gana, apaga el teléfono celular y lo arroja al maletín. Se frota las manos contemplando sus uñas con rigor femenino, y no sabe qué será de su vida (no sabe, en suma, qué es la vida). Así es él. Ignora sus intereses y, casi sin percatarse de ello, alienta esperanzas vanas, ilusas: como la más preocupante despreocupación y, también, esa falsa lucidez que trasunta el color malva de su piel. El ventilador es como la oficina, una espiral que lo devora mientras sigue girando: de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Da muchas vueltas en la señal horario como un minutero trepidante que se burla de la paciencia del tiempo. ¿Cuántas vueltas por minuto? A
veces parecen infinitas. Infatigable hélice transparente, oscilante y hasta pretenciosa –como él–, muy a su manera. Cuando apunta al diploma que le dieron el mes pasado, éste se agita, bambolea, y su nombre parece resquebrajarse, sortearse en medio de un tornado minúsculo en el que caben ironías, temores y desplantes. Mañana viene el auditor de Lacoste, piensa golpeando el teclado, me va a llenar el escritorio de pautas, formas y cojudeces. El ventilador pasa por su rostro, lo despeina: mañana también me voy a la mierda. Irse a la mierda, después de hacer un agudo recuento vivencial, pasa ahora a ser un anhelo genuino, impostergable. ¿Es, acaso, el tedio laboral o es la película argentina –en donde un infartado Darín replantea su vida, haciendo sumas y restas– que vio anoche mientras devoraba una pizza de La Italiana? Vivo muy tenso, acelerado, no me mido, ¿cómo hacerlo? Cualquier día me da un infarto y todo se acaba, así de simple; muerto sin haber amado… de seguro que los que se mueren sin amar no van al cielo, pues no se lo merecen. “No somos nada”, dirá algún tarado de esos que nunca faltan: “Nadie tiene la vida comprada”. Luego mandarán un arreglo floral o, al menos, una tarjetita con un cinto negro transversal y, luego, a la caja…. A trabajar y a olvidar, eso es todo, señores (como cuando murió mamá): el trabajo. No hay nada como la rutina para olvidar. Y pensar que para el Día del Trabajo redacté un discurso en el que citaba al Hombre Mediocre. Ingenieros decía que el trabajo es la felicidad de la vida, la tabla de salvación en los momentos críticos de la existencia. ¡Ficción pura! El trabajo es condena, cadena cruel que envenena. Gira y gira la mente de Elías Figueredo buscando algún recuerdo en el cual abroquelarse para no irse de penas.
A fin de mes mis compañeros se van de putas. Yo, en cambio, me voy de penas. Nunca me he atrevido a tomar la vida por las solapas. Inés se me ofrece en bandeja, como dice el Flaco Nalvarte, y yo ni siquiera soy capaz de mirarla de frente como sí lo miro a él. Me hago un mundo para invitarle una cerveza, o aunque sea un café. –Apaga ese ventilador –le ordena entrando a la oficina el Flaco Nalvarte–. Ese aire jode los pulmones y no está haciendo tanto calor que digamos. –Apágalo tú, que yo no tengo ganas de nada. –Lo que tú no tienes es vida, Elías: sólo trabajo. Pero mañana es día de pago, así que por enésima vez te vengo a invitar al sitio más noble de la ciudad. ¡No sabes, han llegado unas chilenitas fantásticas! –No tengo ganas, Flaco. –¿Y ganas de qué tienes entonces? –De irme de penas –confesó Elías, derrotado por sus propias palabras. –Hazte un favor: ¡desahuévate! ¡Pareces mariquita, carajo! –¿Y qué si lo fuera? –preguntó de inmediato, escrutando la reacción del Flaco Nalvarte con un gesto altanero. –Mira, compadre, si te pones en ese plan mejor me quito de acá. –¿Acaso tú sabes lo jodido que es ser yo? –Sí, lo sé, es jodidazo ser tú –ironizó–. Ganas el doble que yo, tienes a una mujerota como la Inés que está a tu disposición cuando quieras y donde quieras. No estás atado a una mujer, no tienes hijos y, lo mejor de todo, me tienes a mí que te quiero ayudar a disfrutar de la vida.
–Tú sólo quieres ayudarme a ser un imbécil como todos ustedes. –Date cuenta, Elías. Eres el hombre más libre de toda la fábrica. La vida es algo más que trabajar y trabajar. Están el trago y las mujeres, la comida y lo que quieras agregar, ¿o quieres que yo solito te haga una lista? –Y si sólo quiero un beso tuyo –disparó Elías–. ¿Me lo darías sin poner peros? –Mejor te doy un par de trompadas, pendejo. –Te estoy hablando en serio, Flaco –remarcó tomando valor–. Lo único que quiero para ser feliz es un beso tuyo. –Me estás cargando, ¿verdad? –Te hablo como hombre… y te quiero como hombre. El Flaco le pegó una patada al ventilador y lo lanzó al suelo: –¡Ojalá te mueras con sida, maricón de mierda! –exclamó furioso y salió tirando la puerta. Elías ni se inmutó. Se puso de pie y levantó el ventilador. Fue por gusto, el golpe lo había estropeado. Se apoltronó en el asiento y volvió a estirar las piernas. Mientras las hélices, estáticas, parecían padecer de una inusual fatiga, él pensó: se sienten los más machos y los más pendejos del mundo por irse putas y engañar a sus mujeres, pero cuando un verdadero hombre los encara reaccionan como animales, ¡qué cobardes! Prendió el teléfono celular y marcó un número:
–Aló: por favor, quiero un nuevo ventilador en mi oficina tan pronto como le sea posible. El señor Nalvarte acaba de malograr el mío y hemos quedado en que él me lo tiene que reponer. Así que se lo descuenta de su salario por orden expresa mía. Gracias. Colgó y paladeó una revancha simbólica. Alargó la mirada pensando en el Flaco Nalvarte y en el ventilador descompuesto: –A ese cartón le falta un marco y a mí un hombre –sentenció mirando su diploma: Al mejor Diseñador de Incalpaca–. Mañana, de todas maneras, me voy de putas con esa sarta de maricones… no vayan a estar hablando cosas que no son en mi ausencia. (Arequipa, 2007)