RIBEYRO: CUANDO LOS ESFUERZOS SE CONGELAN Por Orlando Mazeyra Guillén En su libro de entrevistas a destacados periodistas de la prensa y la televisión, “Rajes del oficio”, Pedro Salinas (Lima, 1963) sostiene un interesante diálogo con Mario Vargas Llosa. ¿Qué le entristece del Perú?, le preguntan al autor de Viaje a la ficción y éste responde que, por lo general, el peruano se inhibe, no en uno, sino en todos los campos: “El El peruano carece de entusiasmo. Somos un país que carece de entusiasmos. Nuestros entusiasmos entusiasmos son totalmente pasajeros, y muy inmediatamente seguidos del desaliento, de una falta de continuidad”. continuidad Luego, Salinas utiliza un término muy futbolero (ese que dice que, la tocamos, a veces jugamos bonito, pero nunca hacemos goles) para seguir dándole cuerda al novelista: ¿el peruano no culmina? Vargas Llosa recurre a una imagen muy limeña, pero no exclusiva de la capital; es algo que todos vemos a diario –sobre todo cuando el avión está a punto de partir o aterrizar y el mar de hogares inacabados y edificios amorfos se apodera del panorama–, una postal que se extiende de Piura hasta Tacna, algo que todos podemos apreciar si nos damos una vuelta por cualquier rincón de Arequipa: “En En ninguna ciudad del mundo como en Lima hay tantas construcciones empezadas empezadas y que luego son abandonadas. Para mí eso es un poco el reflejo de la sensibilidad nacional. Después del esfuerzo inicial surge la inhibición, que es una falta de convicción que paraliza. Entonces, el Perú está lleno de peruanos que iban a ser escritores, escritores, y no fueron. Peruanos que iban ser pintores, y no fueron. Peruanos que iban a ser músicos, y no fueron. Peruanos que iban a ser extraordinarios abogados, y no fueron. ¿Por qué? Porque en el camino, como se inhibieron, perdieron el impulso, perdieron perdieron el entusiasmo. Los esfuerzos se congelan. Es una sensación que a mí me desmoraliza y me entristece muchísimo”. muchísimo Y seguramente que, como buen peruano, siento que, hoy por hoy, perdí el impulso, que me paralicé, que renuncié a cambiar. Puedo quedarme sin aliento, pero tengo que seguir leyendo; y, así, volví a Ribeyro. No debí hacerlo. Ya es harto sabido que Julio Ramón Ribeyro es uno de los maestros en la cuentística peruana y latinoamericana (recibió el Premio Internacional Juan Rulfo, meses antes de morir); pero releer sus cuentos es, casi siempre, volver a encontrarse con dolorosas metáforas de esas construcciones empezadas y luego abandonadas o distorsionadas para resultar siendo contrahechas: pobres diablos
derrotados por la rutina o por la falta de fortuna, autoestima o coraje. Peruanos que, como nuestros delanteros, no culminan: se quedan en el intento, en la puerta del arco rival. Si desean conquistar a una mujer entonces sufren feroces traspiés, si quieren ser prósperos empresarios siempre hay algo que los lleva a la quiebra; y, si solamente quieren escapar, no pueden. Se petrifican. ¿Azar o destino? Las dos cosas. O ninguna. Ribeyro es un cuentista que como pocos –y en pocas páginas– pinta con sobriedad esa sensibilidad nacional de la que habla Vargas Llosa. ¿Qué pasa cuando los esfuerzos se congelan? Se vive a medias, casi sin alma, deambulamos por aquí y por allá sorbiendo raciones generosas de mediocridad confundidas con impotencia o indiferencia. Mientras termino estas líneas me detengo un instante, miro por la ventana porque el ruido de la calle me hace perder la concentración (y creo estar en mi casa): allá, al frente, todo es puro ladrillo. ¿No alcanzó para el estuque? ¿No se animaron a pintar la casa? La pregunta es estúpida (frívola hasta las nubes) si pensamos que hay, desde luego, otras prioridades. Quisiera ir, tocar esa puerta y preguntarle a mi vecino el por qué nunca terminó de construir su casa. Descubro entonces que yo no tengo casa. Ni siquiera un ladrillo: sólo una ruma de libros. Libros: unos, garrapateados, resaltados, estragados como los personajes de Ribeyro; otros, intactos, durmiendo el sueño de los justos, esperando… como los personajes de Ribeyro. La parálisis me invade, los esfuerzos se congelan. Por suerte, ya terminé de escribir esta columna. O lo que es peor, la hice a medias, como queriéndole rendir un inusitado homenaje a Ribeyro: convirtiéndome en uno de sus personajes… Tal vez lo he sido siempre (“un personajillo”, diría Michael Corleone con una mueca de rotundo desdén). Sí, un personajillo. Hay que ser hidalgos y reconocerlo, aun a riesgo de que Vargas Llosa se decepcione… una vez más. Miami, agosto de 2009.
URGENTE: Necesito un retazo de felicidad
Después del almuerzo siempre hace lo mismo: prepara, a fuego lento, una infusión de anís con ramitas de apio en un viejo jarro de porcelana; mientras espera que enfríe " su mate digestivo" (así lo llama en las esporádicas tertulias familiares), se calza morosamente las abrigadoras pantuflas de lana que se compró en Juliaca durante las vacaciones del invierno pasado; y, conteniendo un ligero bostezo, se envuelve en una gruesa bata azulina que, tibia, siempre lo espera oreando en el cordel que atraviesa el jardín contiguo a su recámara; luego vierte la infusión en una rústica taza de arcilla que lleva su nombre con letras de imprenta: RAÚL RAMÍREZ; limpia sus gafas con un borde de la manga izquierda de su misma bata, se hunde en su sofá de descanso vespertino, y gasta al menos dos horas leyendo un par de periódicos (uno ' serio' que llega desde la capital, otro ' informal' que es del ámbito local). Con ambos periódicos también sigue un riguroso e invariable programa (que él nunca llamaría rutina ): empieza en la sección deportiva, escamotea las tediosas páginas que abordan la nauseabunda política, ojea sin atención el escaso bloque cultural. Memoriza un par de estrenos (pero casi nunca va al cine, pues su vieja misantropía se lo impide). Descansa. Termina con ruidosos sorbos su infusión.
Aborda la sección de Avisos Económicos del diario nacional y lee todos, pero todos, los avisos con desusada atención. Antes de leer la sección de ALQUILERES , recuerda que tiene una casa de tres plantas sólo para él. Sabe que jamás se animaría a alquilar ni siquiera esa cochera que nadie utiliza (nunca se compró un auto pero, paradójicamente, siempre renovó su licencia de conducir)... Tampoco gastaría sus ahorros alquilando casas de playa, terrenos, departamentos, etcétera. Pero todo esto para él es lo de menos cuando memoriza las ofertas que le parecen bastante atractivas. Cuando llega al bloque de EMPLEOS, recuerda que el próximo mes se van a cumplir once años desde que se jubiló. Añora sus buenos días de trabajo en la fábrica de telares. Se imagina joven, brioso, con ganas de conseguir un buen trabajo y se engulle todas las ofertas laborales que le ofrece el periódico. AUTOS . " Siempre que estaba apunto de comprar un auto, no sé por qué me desanimaba ", recuerda mientras termina de repasar la última de las diecinueve ofertas de cuatro ruedas. INMOBILIARIA, ANIMALES, AGRO, CONSTRUCCIÓN, SALUD, VARIOS . Todas. Las lee todas. Cuando lo invade el sueño, se frota los ojos. Mueve la cabeza, sacude las manos, vuelve a tomar el periódico, y siempre cierra la pesada faena con la sección ADULTOS. Nunca, eso sí que jamás. Nunca de los nuncas llamaría a alguna servidora del cuerpo. A veces un impulso primitivo lo invita a hacer la prueba... pero su mojigatería es más grande que sus apetitos sexuales. Termina un aviso y sin descansar pasa al siguiente. Se da un respiro para acomodarse los lentes. Cuando está por finalizar esa recargada sección, descubre —perdido entre variopintas ofertas de masajistas complacientes, morochas A1, charapitas ardientes y costeñitas confortables— un aviso que, en realidad, no sólo no encaja en ese voluptuoso rubro, sino que no podría pertenecer a ninguno de los que hay en el diario. Lo lee y lo relee sumido en una mezcla de estupefacción e incredulidad:
URGENTE: Necesito un retazo de felicidad. Quien esté en condiciones de ayudarme por favor llamar al 054054-256290.
Se ríe y se quita los anteojos. ¿Retazo de felicidad? Cierra el periódico pensando que se trata de una broma muy peculiar, o quizá un error de redacción... cualquier cosa. ¿Quién podría anunciar en un periódico que busca un "retazo de felicidad"? Ni siquiera buscaba felicidad (o la felicidad), sino un "retazo" de ella. Piensa en la felicidad. Trata de imaginarla, concebirla. No la conoce. Es muy difícil imaginar algo que uno nunca ha sentido. Felicidad, felicidad, felicidad... ¿Qué rayos era la felicidad? Tira el periódico al suelo mientras sentencia en voz alta: — Yo también me conformaría con un retazo de felicidad . El aviso ahora sí tenía sentido. Ya no le parecía una broma o un simple error. Era un pedido desesperado. Ahora sentía algo de pena —¿absoluta identificación?— por el autor (o autora) del pedido. Bah, era cierto: la sección ADULTOS no era el mejor medio para solicitar algo tan abstracto pero, bueno, valía la pena el intento. " Puedo llamar a ese teléfono —piensa, encendido por una creciente llama de curiosidad—. No pierdo nada: escucho su voz y cuelgo... O puedo decirle que yo tampoco encuentro a la felicidad y que me siento muy identificado con su aviso... Aunque me puede mandar a rodar. Mejor dejo de pensar tantas tonterías". Se para del sofá y se quita la bata. Recoge el periódico y vuelve a buscar el anuncio. Lo lee una vez más y se pone pálido al descubrir que el número no era otro que el suyo. Sí: 054-256290. No había duda, era el número de su casa. Tenía que ser un error. ¿Quién le estaba gastando una broma tan estúpida? ¿Algún familiar? ¿Alguno de sus odiados vecinos? ¿Quién? " Yo soy feliz", se dice con firmeza y se golpea los muslos con las palmas de ambas manos, " no necesito ningún retazo de felicidad ni de nada. ¡No necesito nada!" Suena el teléfono. No quiere contestarlo. Todo le parece absurdo, jalado de los pelos. De algo estaba absolutamente convencido: no le había gustado en absoluto la extraña broma. —Aló —Sí, buenas tardes —le dice una voz femenina—. Llamo por el aviso del periódico. Se queda en silencio. —¡Aló, aló! —repite la mujer—. Señor, le digo que llamo por el aviso. —¿Qué aviso? —pregunta contrariado. —El aviso del periódico. Yo estoy en condiciones de ayudarlo, señor.
—¿Y cómo piensa ayudarme? —pregunta turbado y con ganas de colgar. —Poniéndole fin a este patético sueño. —¿Qué cosa? No me tome el pelo, señorita. Despierta. Está en la Sala de Emergencias de un hospital. Una enfermera lo mira con cariño y le toma una mano: " Tranquilo, señor Ramírez. Ha tenido usted un infarto ". Un médico ausculta su corazón con extraños aparatos. Trata de balbucear algo pero la enfermera le junta los labios: " No se esfuerce, por favor. No diga nada, tiene que descansar. Ya todo ha pasado ". Al fondo, en una banca gris, una mujer de mirada extraña lee un diario. Cuando ella lo mira, él siente que el corazón le va a volver a estallar. La mujer se pone de pie, hace caer el diario y sale del ambiente. El periódico, en el suelo, luce abierto en la sección de Avisos Económicos, y el señor Ramírez se convence de que éste también es otro horrible sueño: " Mi corazón nunca falla, ¡jamás falla! —piensa confundido—. Tengo que despertar. ¡Tengo que llamar al diario para que quiten de una vez ese estúpido aviso!". Orlando Mazeyra Guillén
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