La Memoria De Los Inocentes

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  • Words: 2,729
  • Pages: 11
LA MEMORIA DE LOS INOCENTES Natalia Fernández Díaz I Algunos

cirujanos

enguantados

forman

una

invencible

serpiente alrededor de mi espalda; de los huesos me brotan telarañas

lánguidas

y

doradas;

unas

agujas

indoloras

e

interminables me rebullen en las venas de los brazos; me levanto gritando, odiando el mundo de los bisturíes, casi vuelo

por

ovalados

el

que

pasillo me

aséptico,

devuelven

obturado

atrozmente

mi

por

imagen

espejos diminuta

(cada vez me hago más pequeño)... Son ya varios días en los que me despierta ese sueño recurrente. La primera vez me produjo

sorpresa.

La

segunda,

fascinación.

Y

ahora,

simplemente, me aniquila. Hoy -para añadir más elementos a mi

incertidumbre

y

a

mi

desgracia-

ni

siquiera

sonó

el

despertador y ha sido el imbatible reloj biológico el que me recordó que tenía exactamente dos minutos para vestirme y salir al trabajo -atravesando la helada y el primer quejido de las calles desiertas-. Sin embargo, al ponerme en pie, me acomete un cansancio infinito -y con él, un presagio de desesperanza- y me duele hasta respirar. Regreso a la cama. Se arremolinan imágenes y signos: mi debilidad en la última semana; oficina;

la

casi

las

inactividad

bromas

de

los

en

medio

colegas

del que

trajín me

de

la

aconsejaban

reiteradamente unas buenas vacaciones con la panza al sol,

1

bien atrincherado en las arenas de una playa robinsoniana donde no haya sino el placer de la pleamar y la bajamar... Aparece mi madre, para comprobar si me he dormido. Le digo que no, que ya voy -cómo duele este corazón que casi no bombea-, que me ducho rápidamente y que

salgo incluso sin

desayunar ( cosa que en principio tampoco produce sorpresa en mi madre, ya que en los últimos tres días mi estómago se ha

negado

metáfora

a

ingerir).

de

la

Pero

soy

destrucción,

lo

mis

que

pies

queda se

de

mí,

arrastran

la

como

culebras febriles hasta el cuarto de baño. Me recibe el espejo,

con

avara

descortesía:

allí

están

mis

ojeras

trazadas con cincel y tinte de ciruela, mi piel sin color, mis

labios

pálidos,

mis

encías

perladas

de

sangre...

Mi

imagen es justo la caricatura trasfronteriza que separa la vida y la muerte. II Lo que

pasó después

es confuso.

Apenas retengo

la voz

lechosa del médico de guardia que sometía vanamente mi tórax a radiografías reiteradas. Apenas el murmullo que evocaba mi gravedad. Apenas el lejano e impulsivo rugir de la sirena de una

ambulancia

servicios

de

que

me

conducía

urgencias

más

como

un

cercanos.

meteorito Allí

a

empecé

los a

comprender que ya no se trataba de averiguar la razón que me interponía entre la vida y la muerte, sino de establecer por qué poderoso y benévolo milagro yo seguía atado a la cuerda firme de la vida. Pruebas y más pruebas. Un taladro en el

2

esternón. Todo es un laberinto enorme de incertidumbre donde el tiempo se niega a destilar del reloj...¡Qué manso enemigo es el tiempo! Sin embargo, nunca lo había necesitado tanto: para

deshacer

lo

que

hice,

para

hacer

lo

que

no

hice

todavía, para rehacer lo mal hecho. ¿Quién me va a dar el tiempo para recorrer los caminos que no han desenrollado mis ávidas sandalias, para amar los cuerpos que no conozco, para abrazar francamente a mi enemigo? Ahora siento el paso de los minutos como una exigencia ajena a mi dolor físico. Y la supervivencia

impone

supersticioso

(hace

una tres

conciencia sonrisas

que

de estoy

un

tiempo

aquí,

dos

plenilunios que no puedo respirar, tengo un eclipse o dos lluvias

torrenciales

de

vida,

etc...).

Luego

vienen

el

pinchazo arterial, y la embestida lumbar... Presiento que, pase lo que pase (algo se adivina en los callados y sabios ojos de los galenos que me exploran), habré de convertirme en un Titán, un Coloso digno que pueda traspasar el cinismo de la enfermedad, que tendrá que aprender a sonreír con firmeza

en

las

tinieblas,

a

bromear

sobre

el

declive

corporal. Intento, en primer lugar, reconciliar la imagen de mí con la del muchacho del espejo, ése que me robó la vida esta mañana. Entra una doctora que me comunica que, dado que necesito

algunas

sesiones

de

quimioterapia,

se

hace

imprescindible mi traslado a otro hospital. A estas alturas, ya doy por sentado que la lectura de los signos sintomáticos había

arrojado

un

resultado

(casi

lo

llamaría

veredicto)

inequívoco. Por lo demás, el tutelar rostro de mi madre

3

contenía la mueca del espanto. Esquivé instintivamente (en realidad

ni



por

qué)

su

mirada,

para

no

recabar

información dolorosa. Luego vino un psicólogo y me dijo la verdad: que padecía leucemia aguda linfoblástica. III Después

de

que

eres

sabedor

de

algo

así,

recorres

un

camino más largo y vertiginoso que quienes te acompañan. La escalada

a

la

especie

de

existencia

madurez

repentina

crucifixión, tiene

en

valor,

produce

la

porque

que exige

vértigo:

todo

momento

esfuerzo:

es

una

de

poner

tu los

brazos para que la quimioterapia entre con estrépito en las venas, el sagrado recuento leucocitario, el tuteo diario con mis

plaquetas...La

estéril,

como

un

enfermedad templo

es

que

un

se

espacio

levanta

de

en

intimidad

las

carnes

taladas. Pero es un templo por el que caminas solo, oyendo el

leve

rumor

de

tus

propias

pisadas,

las

brisas

casi

inocuas que traspasan las vidrieras... Esa imagen del templo descosido me produce sosiego y quisiera conservarla para los meses

venideros,

en

que

la

vida

me

va

a

pedir

cuentas

amargas y tendré que ser testimonio infinito hasta de mis propios latidos. No me han dicho qué esperanzas tengo de sobrevivir. Pero eso poco importa. Lo que sí importa es que, al

mirar

hacia

detrás

y

hacia

delante,

puedas

sonreír

aliviado con el espesor agridulce de lo vivido y puedas intuir

que,

paraíso,

o

pese alguna

a

todo, vez

alguna

incluso

vez el

has

ascendido

paraíso

ha

al

venido

4

dócilmente quizá-

has

hasta visto

ti; el

y

muchas

paraíso

a

otras

veces

través

de

-la una

mayoría, claraboya

bienestante -y eso te ha hecho llorar-. También importa la lucha por la vida -ese recipiente que contiene ahora mi conciencia prioridades

y y

mi

voluntad-.

Ahora

de

contingencias

me

banales,

he

desnudado

porque

lo

de

único

verdaderamente relevante es llegar a mañana sin morir en el intento de dialogar conmigo y con el resto de los mortales, que tendré que imaginar que me acompañan. Sin embargo, es éste un viaje tan prietamente solitario, tan austeramente lleno de horas inertes...La dignidad de sobrevivir. Afuera veo la ciudad. O un fragmento de ella. Cada día se parece, pero no es el mismo: la gente se da cita en las terrazas, y se me antojan vacíos, más vacíos que estas venas por las que entra

-amarillo,

volteador-

el

filo

de

mi

supervivencia.

Otras veces encuentro sonrisas gemelas. Incluso las hojas de los árboles simulan transmitir cada día y cada noche un mensaje distinto, para mi bendición o mi desencanto. Es un espacio vivo, mi ventana, por la que conquisto el mundo con una mirada inmóvil y por la que transito las calles para imaginar esas historias de paso que no viví, para conocer las gentes que no he saludado, para amar los cuerpos de amantes taciturnas y distantes... A veces he pertenecido a esa calle que ahora se me antoja lejana. Yo era parte de ese organismo vivo, que es la columna vertebral de la ciudad y, por ende, del universo entero. Yo he sido de ellos y me he entregado. Y ahora, que he cambiado mi campo de batalla por

5

la ficción del drama más intenso, estoy solo. No porque los amigos se hayan olvidado de mí, sino porque estoy solo. Es una

soledad

física...

de

Mi

esmeraldado

estado

horizonte

y

condición,

es

la

Mediterráneo

que

no

pared

una

de

adivino

eventualidad

enfrente

al

otro

y

no

el

lado

de

la

manzana...Mis amigos son estos jóvenes a los que nunca antes vi, y que recorren el pasillo de esta planta del hospital, llenos

de

tubos

con

sueros

y

con

un

destello

firme

-e

hiriente- de vida... Mis deseos se reducen a saltar en la calle, hacer cabriolas, pasar en rojo un semáforo... Se me desmenuza astillas

el que

tiempo. van

Mis

quedando

horas de

ya

la

no

son

ilusión

horas,

que

se

sino

quema,

invasiones de distancia y nostalgia. ¿Saldré alguna vez de aquí?

¿Con

ojos

nuevos,

quizá,

para

no

horrorizarme

sin

lágrimas ante las gestas y crueldades del mundo? ¿Tendré más corazón?

¿Más

fuerza?

¿Más

clarividencia?

¿Quién

seré

yo

después del flirteo con la quimioterapia...? IV Ya ha pasado algún tiempo desde que abandoné el hospital por

última

vez.

Converso

cada

día

con

esta

médula

que

todavía se niega a funcionar. Es una conversación ciega y rotunda, como una exploración de lo imposible. Me dicen que sólo el trasplante me curará. O que tal vez no, pero es el único camino por el que me puedo adentrar en la probable curación. Como no tengo hermanos y mi madre ha resultado no ser

compatible

conmigo,

me

tienen

que

buscar

un

donante

6

anónimo. Así que estoy en esa densa antesala de las esperas, imaginándome

la

ruleta

rusa

de

mi

suerte.

Pienso

en

el

teléfono, que alguna vez habrá de sonar, para comunicarme la buena nueva: que puedo estar tranquilo, que ya apareció la persona

que

busco

procede

de

fiordos

noruegos.

la

-¿o

vieja Y,

habría

y

fría

de

decir

Varsovia

entretanto,

"buscamos"?-,

o

de

todavía

los

me

que

tremendos

desespero

en

creer que algún día despertaré, tendré cinco tiernos años, mi madre me dará un beso y me llevará al colegio. Y desde el fondo

de

mi

cuerpo

(ése

que

ahora

se

resiente

y

calla)

vendrá la enunciación (y en verdad, anunciación) que más anhelo: que me he ganado una segunda oportunidad para vivir. Y, desde luego, para ser libre. Pero esa declaración no llega. Y tampoco la llamada del hospital. Como mi caso es urgente, si no aparece el donante, habrá que recurrir al autotrasplante

(mi

propia

médula

sería

reimplantada).

Entretanto, presiento los paralelismos de esta situación con la del enamoramiento incipiente: hay un ardor que no cesa, una explosión de vida que arranca de todos los poros, un afán

por

viajar

al

distribuir encuentro

trozos de

esa

indelebles persona

compartir algo tan íntimo como un

de



mismo,

con

la

que

he

por de

órgano remoto. Tendré un

hermano o una hermana, por un designio azaroso. Y podré inventar mi memoria, como un niño terriblemente adulto, y depositarla donde pueda contemplarla sin espanto. Por supuesto, la llamada llegó. Me anunció que mi donante es una chica romana. Cuelgo. Tengo miedo. Pero también unas

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ganas enormes de conocer a esa hermana incipiente, que hasta hace poco ni sabía de mi existencia. Tengo ganas de tenderle estos brazos penetrados por el catéter, darle la bienvenida a mi cuerpo, hacerla entrar por mis ojos, descalza, para que mi templo sufrido y sufriente no se sienta profanado, en su soledad, por el advenimiento de la extraña. Hoy es uno de esos días magníficos, que auguran un mañana en el que se siente

el

fulgor

de

los

frutos

deseados,

los

racimos

amarillos y maduros...Ven, hermana. Te aguarda una comunión. La más intensa y la más noble, porque te mueve el amor sin límites y la solidaridad sin más recompensa que el triunfo de la voluntad. Además de médula, me tendrás que dar fuerza, y podremos ir los dos a mi nuevo bautismo. O quizá tú no vayas nunca y la ceremonia sea un monólogo agradecido ante este dolor que llevo arrastrando tanto tiempo y que ya, por derecho -y hasta por convicción- me pertenece. Porque, por ahora, eso es todo lo que tengo. V Monstruosos.

Mis

paseos

a

la

torturante

cita

con

la

radioterapia son sencillamente monstruosos. Salgo perturbado por ese insomnio que me acribilla en el fondo de mi región lumbar y me derrumba en una insolación infinita. El estómago no retiene nada. La cabeza me estalla. Quiero morirme, pero no puedo: todavía la vida me espera, en la barra del bar, a la vuelta de cualquier esquina. Siento que me despedazo, que me consume una fiebre que aún no tengo, odio mi inmovilidad,

8

mi

cabeza

médula

rapada,

que

me

mis

ojos

siniestros...¿Dónde

está

¿Por

con

prometieron?

qué

pagarla

esa esta

crucifixión en la que sangran imaginariamente los costados? ¡Hermana, ven! ¡Ven o que lo desconecten todo, y que no tomen más al asalto las constantes vitales que me retienen en

este

circo

de

latidos

y

trajines...!

¿Sabes?

La

enfermedad no existe. La enfermedad son líneas de navegación por las que se mueven los códices científicos. Y nosotros podemos leerlas o no leerlas, como cualquier otro tomo de la biblioteca

más

insignificante.

Pero

los

enfermos



existimos. Somos muchos los doblegados, los perdidos, los desahuciados. Estamos aquí como metáfora reverberante del dolor.

Traemos

el

mensaje

de

lo

efímero.

Recordamos

la

identidad vulnerable a la que todos fingimos no pertenecer. Pero todos pertenecemos. Incluso la gente que en este minuto practica

aeróbic

luciendo

una

poderosa

y

lubricada

musculatura. Y esos campesinos que un día conocí recorriendo las tierras mapuches. Y los gauchos atravesando los Andes, ataviados

con

sus

hebillas

de

plata

y

acompañados

por

cabezas de ganado enflaquecido que habían de vender. Y el mutilado de Paseo de Gracia que pide para comer. Y el señor que

habla

y

habla

admiradoras

en

habitación

que

las

por

teléfono

oficinas

ocupé

antes

con

que de

sus

clientes

o

sus

estaban

enfrente

de

la

pasar

a

este

aislamiento

absoluto...En todos ellos hay trazas de las huellas que se van y se quedan, como las caracolas mansas de las mareas. En todos

ellos

se

adivina

la

trampa

del

tiempo,

de

la

9

nostalgia,

la

herida

viva

de

lo

enfermo

que

puede

ser

posibilidad o negación en ellos...Enfermos potenciales, de dolor, de comezón o de locura. Bienvenidos al grupo.... VI Tengo

un

órgano

que

no

es

mío.

Quiero

imaginar

su

construcción del hábitat y la contorsión que debe hacer para adaptarse

a

mi

cuerpo

desalojado

de

médula.

Siento

que

desfallezco. Y la verdad, no me gustaría desfallecer sin haber sabido más o haber podido contemplar por un segundo el rostro de mi hermana medular. La morfina me acompaña buenos trechos del día -es lo único que alivia el terrible dolor que

causan

las

llagas

en

la

boca-.

Las

encías

están

enblanquecidas por las pústulas. Es mi boca una playa ancha y soñada, erosionada de rocas y medusas. No entiendo lo que me dicen y apenas puedo procesar lo que las enfermeras me recomiendan. Todo se ha automatizado en mí. Hasta el gesto de levantarse a evacuar la vejiga o los enjuagues bucales. Miro con los ojos de nadie, ojos sin tiempo, vanas esferas sin milagros ni mapamundis. Son ojos vaciados de contenidos, de alfabetos, de perspectiva, de cadenas...Son ojos limpios los

que

veo

en

ese

pequeño

espejo

portátil

que

me

hice

esterilizar el primer día y me traje a mi burbuja vivienda. Mis ideas son de humo. Pierden consistencia antes de llegar a los labios para solidificarse en palabras. El cerebro se niega

a

pensar...Y

sin

embargo,

alguien

me

dijo

"tienes

visita" y yo no volví casi los ojos vírgenes para mirar. Al

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otro lado del plástico y del ruido del aire aséptico que invade mi cámara, descubrí un rostro innominado, inacabado se diría por el aspecto aniñado, la gravedad del caoba fino de las facciones... Alguien me dijo después que incluso me habló y yo dormía el sueño de la locura que pretende poner fin no se sabe si al clamor o la insistencia de lo inútil. Y la espiral de mis sueños me tragó para siempre, atravesando los pasillos de la vida y de la muerte, para llegar a esa isla de privilegio en donde sabes, ya con certeza, que has subido al paraíso, que lo has hecho sin apuro, que lo has vivido todo, que has conocido el amor que se entrega en silencio mefistofélico y sabio, cansado de siglos, sangrante de plenitud. Y de repente te das cuenta que la gemelaridad afectiva es eso, y que eso no se rompe con nada. Ni siquiera con el túnel sórdido de la eternidad. Ni con el no menos sórdido del olvido. Digo túnel y el suelo se mueve bajo mis pies. Me zumban los oídos. ¿De quién es esa mano sigilosa que me llama? ¿Y esa luz…?

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