LA MEMORIA DE LOS INOCENTES Natalia Fernández Díaz I Algunos
cirujanos
enguantados
forman
una
invencible
serpiente alrededor de mi espalda; de los huesos me brotan telarañas
lánguidas
y
doradas;
unas
agujas
indoloras
e
interminables me rebullen en las venas de los brazos; me levanto gritando, odiando el mundo de los bisturíes, casi vuelo
por
ovalados
el
que
pasillo me
aséptico,
devuelven
obturado
atrozmente
mi
por
imagen
espejos diminuta
(cada vez me hago más pequeño)... Son ya varios días en los que me despierta ese sueño recurrente. La primera vez me produjo
sorpresa.
La
segunda,
fascinación.
Y
ahora,
simplemente, me aniquila. Hoy -para añadir más elementos a mi
incertidumbre
y
a
mi
desgracia-
ni
siquiera
sonó
el
despertador y ha sido el imbatible reloj biológico el que me recordó que tenía exactamente dos minutos para vestirme y salir al trabajo -atravesando la helada y el primer quejido de las calles desiertas-. Sin embargo, al ponerme en pie, me acomete un cansancio infinito -y con él, un presagio de desesperanza- y me duele hasta respirar. Regreso a la cama. Se arremolinan imágenes y signos: mi debilidad en la última semana; oficina;
la
casi
las
inactividad
bromas
de
los
en
medio
colegas
del que
trajín me
de
la
aconsejaban
reiteradamente unas buenas vacaciones con la panza al sol,
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bien atrincherado en las arenas de una playa robinsoniana donde no haya sino el placer de la pleamar y la bajamar... Aparece mi madre, para comprobar si me he dormido. Le digo que no, que ya voy -cómo duele este corazón que casi no bombea-, que me ducho rápidamente y que
salgo incluso sin
desayunar ( cosa que en principio tampoco produce sorpresa en mi madre, ya que en los últimos tres días mi estómago se ha
negado
metáfora
a
ingerir).
de
la
Pero
soy
destrucción,
lo
mis
que
pies
queda se
de
mí,
arrastran
la
como
culebras febriles hasta el cuarto de baño. Me recibe el espejo,
con
avara
descortesía:
allí
están
mis
ojeras
trazadas con cincel y tinte de ciruela, mi piel sin color, mis
labios
pálidos,
mis
encías
perladas
de
sangre...
Mi
imagen es justo la caricatura trasfronteriza que separa la vida y la muerte. II Lo que
pasó después
es confuso.
Apenas retengo
la voz
lechosa del médico de guardia que sometía vanamente mi tórax a radiografías reiteradas. Apenas el murmullo que evocaba mi gravedad. Apenas el lejano e impulsivo rugir de la sirena de una
ambulancia
servicios
de
que
me
conducía
urgencias
más
como
un
cercanos.
meteorito Allí
a
empecé
los a
comprender que ya no se trataba de averiguar la razón que me interponía entre la vida y la muerte, sino de establecer por qué poderoso y benévolo milagro yo seguía atado a la cuerda firme de la vida. Pruebas y más pruebas. Un taladro en el
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esternón. Todo es un laberinto enorme de incertidumbre donde el tiempo se niega a destilar del reloj...¡Qué manso enemigo es el tiempo! Sin embargo, nunca lo había necesitado tanto: para
deshacer
lo
que
hice,
para
hacer
lo
que
no
hice
todavía, para rehacer lo mal hecho. ¿Quién me va a dar el tiempo para recorrer los caminos que no han desenrollado mis ávidas sandalias, para amar los cuerpos que no conozco, para abrazar francamente a mi enemigo? Ahora siento el paso de los minutos como una exigencia ajena a mi dolor físico. Y la supervivencia
impone
supersticioso
(hace
una tres
conciencia sonrisas
que
de estoy
un
tiempo
aquí,
dos
plenilunios que no puedo respirar, tengo un eclipse o dos lluvias
torrenciales
de
vida,
etc...).
Luego
vienen
el
pinchazo arterial, y la embestida lumbar... Presiento que, pase lo que pase (algo se adivina en los callados y sabios ojos de los galenos que me exploran), habré de convertirme en un Titán, un Coloso digno que pueda traspasar el cinismo de la enfermedad, que tendrá que aprender a sonreír con firmeza
en
las
tinieblas,
a
bromear
sobre
el
declive
corporal. Intento, en primer lugar, reconciliar la imagen de mí con la del muchacho del espejo, ése que me robó la vida esta mañana. Entra una doctora que me comunica que, dado que necesito
algunas
sesiones
de
quimioterapia,
se
hace
imprescindible mi traslado a otro hospital. A estas alturas, ya doy por sentado que la lectura de los signos sintomáticos había
arrojado
un
resultado
(casi
lo
llamaría
veredicto)
inequívoco. Por lo demás, el tutelar rostro de mi madre
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contenía la mueca del espanto. Esquivé instintivamente (en realidad
ni
sé
por
qué)
su
mirada,
para
no
recabar
información dolorosa. Luego vino un psicólogo y me dijo la verdad: que padecía leucemia aguda linfoblástica. III Después
de
que
eres
sabedor
de
algo
así,
recorres
un
camino más largo y vertiginoso que quienes te acompañan. La escalada
a
la
especie
de
existencia
madurez
repentina
crucifixión, tiene
en
valor,
produce
la
porque
que exige
vértigo:
todo
momento
esfuerzo:
es
una
de
poner
tu los
brazos para que la quimioterapia entre con estrépito en las venas, el sagrado recuento leucocitario, el tuteo diario con mis
plaquetas...La
estéril,
como
un
enfermedad templo
es
que
un
se
espacio
levanta
de
en
intimidad
las
carnes
taladas. Pero es un templo por el que caminas solo, oyendo el
leve
rumor
de
tus
propias
pisadas,
las
brisas
casi
inocuas que traspasan las vidrieras... Esa imagen del templo descosido me produce sosiego y quisiera conservarla para los meses
venideros,
en
que
la
vida
me
va
a
pedir
cuentas
amargas y tendré que ser testimonio infinito hasta de mis propios latidos. No me han dicho qué esperanzas tengo de sobrevivir. Pero eso poco importa. Lo que sí importa es que, al
mirar
hacia
detrás
y
hacia
delante,
puedas
sonreír
aliviado con el espesor agridulce de lo vivido y puedas intuir
que,
paraíso,
o
pese alguna
a
todo, vez
alguna
incluso
vez el
has
ascendido
paraíso
ha
al
venido
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dócilmente quizá-
has
hasta visto
ti; el
y
muchas
paraíso
a
otras
veces
través
de
-la una
mayoría, claraboya
bienestante -y eso te ha hecho llorar-. También importa la lucha por la vida -ese recipiente que contiene ahora mi conciencia prioridades
y y
mi
voluntad-.
Ahora
de
contingencias
me
banales,
he
desnudado
porque
lo
de
único
verdaderamente relevante es llegar a mañana sin morir en el intento de dialogar conmigo y con el resto de los mortales, que tendré que imaginar que me acompañan. Sin embargo, es éste un viaje tan prietamente solitario, tan austeramente lleno de horas inertes...La dignidad de sobrevivir. Afuera veo la ciudad. O un fragmento de ella. Cada día se parece, pero no es el mismo: la gente se da cita en las terrazas, y se me antojan vacíos, más vacíos que estas venas por las que entra
-amarillo,
volteador-
el
filo
de
mi
supervivencia.
Otras veces encuentro sonrisas gemelas. Incluso las hojas de los árboles simulan transmitir cada día y cada noche un mensaje distinto, para mi bendición o mi desencanto. Es un espacio vivo, mi ventana, por la que conquisto el mundo con una mirada inmóvil y por la que transito las calles para imaginar esas historias de paso que no viví, para conocer las gentes que no he saludado, para amar los cuerpos de amantes taciturnas y distantes... A veces he pertenecido a esa calle que ahora se me antoja lejana. Yo era parte de ese organismo vivo, que es la columna vertebral de la ciudad y, por ende, del universo entero. Yo he sido de ellos y me he entregado. Y ahora, que he cambiado mi campo de batalla por
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la ficción del drama más intenso, estoy solo. No porque los amigos se hayan olvidado de mí, sino porque estoy solo. Es una
soledad
física...
de
Mi
esmeraldado
estado
horizonte
y
condición,
es
la
Mediterráneo
que
no
pared
una
de
adivino
eventualidad
enfrente
al
otro
y
no
el
lado
de
la
manzana...Mis amigos son estos jóvenes a los que nunca antes vi, y que recorren el pasillo de esta planta del hospital, llenos
de
tubos
con
sueros
y
con
un
destello
firme
-e
hiriente- de vida... Mis deseos se reducen a saltar en la calle, hacer cabriolas, pasar en rojo un semáforo... Se me desmenuza astillas
el que
tiempo. van
Mis
quedando
horas de
ya
la
no
son
ilusión
horas,
que
se
sino
quema,
invasiones de distancia y nostalgia. ¿Saldré alguna vez de aquí?
¿Con
ojos
nuevos,
quizá,
para
no
horrorizarme
sin
lágrimas ante las gestas y crueldades del mundo? ¿Tendré más corazón?
¿Más
fuerza?
¿Más
clarividencia?
¿Quién
seré
yo
después del flirteo con la quimioterapia...? IV Ya ha pasado algún tiempo desde que abandoné el hospital por
última
vez.
Converso
cada
día
con
esta
médula
que
todavía se niega a funcionar. Es una conversación ciega y rotunda, como una exploración de lo imposible. Me dicen que sólo el trasplante me curará. O que tal vez no, pero es el único camino por el que me puedo adentrar en la probable curación. Como no tengo hermanos y mi madre ha resultado no ser
compatible
conmigo,
me
tienen
que
buscar
un
donante
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anónimo. Así que estoy en esa densa antesala de las esperas, imaginándome
la
ruleta
rusa
de
mi
suerte.
Pienso
en
el
teléfono, que alguna vez habrá de sonar, para comunicarme la buena nueva: que puedo estar tranquilo, que ya apareció la persona
que
busco
procede
de
fiordos
noruegos.
la
-¿o
vieja Y,
habría
y
fría
de
decir
Varsovia
entretanto,
"buscamos"?-,
o
de
todavía
los
me
que
tremendos
desespero
en
creer que algún día despertaré, tendré cinco tiernos años, mi madre me dará un beso y me llevará al colegio. Y desde el fondo
de
mi
cuerpo
(ése
que
ahora
se
resiente
y
calla)
vendrá la enunciación (y en verdad, anunciación) que más anhelo: que me he ganado una segunda oportunidad para vivir. Y, desde luego, para ser libre. Pero esa declaración no llega. Y tampoco la llamada del hospital. Como mi caso es urgente, si no aparece el donante, habrá que recurrir al autotrasplante
(mi
propia
médula
sería
reimplantada).
Entretanto, presiento los paralelismos de esta situación con la del enamoramiento incipiente: hay un ardor que no cesa, una explosión de vida que arranca de todos los poros, un afán
por
viajar
al
distribuir encuentro
trozos de
esa
indelebles persona
compartir algo tan íntimo como un
de
mí
mismo,
con
la
que
he
por de
órgano remoto. Tendré un
hermano o una hermana, por un designio azaroso. Y podré inventar mi memoria, como un niño terriblemente adulto, y depositarla donde pueda contemplarla sin espanto. Por supuesto, la llamada llegó. Me anunció que mi donante es una chica romana. Cuelgo. Tengo miedo. Pero también unas
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ganas enormes de conocer a esa hermana incipiente, que hasta hace poco ni sabía de mi existencia. Tengo ganas de tenderle estos brazos penetrados por el catéter, darle la bienvenida a mi cuerpo, hacerla entrar por mis ojos, descalza, para que mi templo sufrido y sufriente no se sienta profanado, en su soledad, por el advenimiento de la extraña. Hoy es uno de esos días magníficos, que auguran un mañana en el que se siente
el
fulgor
de
los
frutos
deseados,
los
racimos
amarillos y maduros...Ven, hermana. Te aguarda una comunión. La más intensa y la más noble, porque te mueve el amor sin límites y la solidaridad sin más recompensa que el triunfo de la voluntad. Además de médula, me tendrás que dar fuerza, y podremos ir los dos a mi nuevo bautismo. O quizá tú no vayas nunca y la ceremonia sea un monólogo agradecido ante este dolor que llevo arrastrando tanto tiempo y que ya, por derecho -y hasta por convicción- me pertenece. Porque, por ahora, eso es todo lo que tengo. V Monstruosos.
Mis
paseos
a
la
torturante
cita
con
la
radioterapia son sencillamente monstruosos. Salgo perturbado por ese insomnio que me acribilla en el fondo de mi región lumbar y me derrumba en una insolación infinita. El estómago no retiene nada. La cabeza me estalla. Quiero morirme, pero no puedo: todavía la vida me espera, en la barra del bar, a la vuelta de cualquier esquina. Siento que me despedazo, que me consume una fiebre que aún no tengo, odio mi inmovilidad,
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mi
cabeza
médula
rapada,
que
me
mis
ojos
siniestros...¿Dónde
está
¿Por
con
prometieron?
qué
pagarla
esa esta
crucifixión en la que sangran imaginariamente los costados? ¡Hermana, ven! ¡Ven o que lo desconecten todo, y que no tomen más al asalto las constantes vitales que me retienen en
este
circo
de
latidos
y
trajines...!
¿Sabes?
La
enfermedad no existe. La enfermedad son líneas de navegación por las que se mueven los códices científicos. Y nosotros podemos leerlas o no leerlas, como cualquier otro tomo de la biblioteca
más
insignificante.
Pero
los
enfermos
sí
existimos. Somos muchos los doblegados, los perdidos, los desahuciados. Estamos aquí como metáfora reverberante del dolor.
Traemos
el
mensaje
de
lo
efímero.
Recordamos
la
identidad vulnerable a la que todos fingimos no pertenecer. Pero todos pertenecemos. Incluso la gente que en este minuto practica
aeróbic
luciendo
una
poderosa
y
lubricada
musculatura. Y esos campesinos que un día conocí recorriendo las tierras mapuches. Y los gauchos atravesando los Andes, ataviados
con
sus
hebillas
de
plata
y
acompañados
por
cabezas de ganado enflaquecido que habían de vender. Y el mutilado de Paseo de Gracia que pide para comer. Y el señor que
habla
y
habla
admiradoras
en
habitación
que
las
por
teléfono
oficinas
ocupé
antes
con
que de
sus
clientes
o
sus
estaban
enfrente
de
la
pasar
a
este
aislamiento
absoluto...En todos ellos hay trazas de las huellas que se van y se quedan, como las caracolas mansas de las mareas. En todos
ellos
se
adivina
la
trampa
del
tiempo,
de
la
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nostalgia,
la
herida
viva
de
lo
enfermo
que
puede
ser
posibilidad o negación en ellos...Enfermos potenciales, de dolor, de comezón o de locura. Bienvenidos al grupo.... VI Tengo
un
órgano
que
no
es
mío.
Quiero
imaginar
su
construcción del hábitat y la contorsión que debe hacer para adaptarse
a
mi
cuerpo
desalojado
de
médula.
Siento
que
desfallezco. Y la verdad, no me gustaría desfallecer sin haber sabido más o haber podido contemplar por un segundo el rostro de mi hermana medular. La morfina me acompaña buenos trechos del día -es lo único que alivia el terrible dolor que
causan
las
llagas
en
la
boca-.
Las
encías
están
enblanquecidas por las pústulas. Es mi boca una playa ancha y soñada, erosionada de rocas y medusas. No entiendo lo que me dicen y apenas puedo procesar lo que las enfermeras me recomiendan. Todo se ha automatizado en mí. Hasta el gesto de levantarse a evacuar la vejiga o los enjuagues bucales. Miro con los ojos de nadie, ojos sin tiempo, vanas esferas sin milagros ni mapamundis. Son ojos vaciados de contenidos, de alfabetos, de perspectiva, de cadenas...Son ojos limpios los
que
veo
en
ese
pequeño
espejo
portátil
que
me
hice
esterilizar el primer día y me traje a mi burbuja vivienda. Mis ideas son de humo. Pierden consistencia antes de llegar a los labios para solidificarse en palabras. El cerebro se niega
a
pensar...Y
sin
embargo,
alguien
me
dijo
"tienes
visita" y yo no volví casi los ojos vírgenes para mirar. Al
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otro lado del plástico y del ruido del aire aséptico que invade mi cámara, descubrí un rostro innominado, inacabado se diría por el aspecto aniñado, la gravedad del caoba fino de las facciones... Alguien me dijo después que incluso me habló y yo dormía el sueño de la locura que pretende poner fin no se sabe si al clamor o la insistencia de lo inútil. Y la espiral de mis sueños me tragó para siempre, atravesando los pasillos de la vida y de la muerte, para llegar a esa isla de privilegio en donde sabes, ya con certeza, que has subido al paraíso, que lo has hecho sin apuro, que lo has vivido todo, que has conocido el amor que se entrega en silencio mefistofélico y sabio, cansado de siglos, sangrante de plenitud. Y de repente te das cuenta que la gemelaridad afectiva es eso, y que eso no se rompe con nada. Ni siquiera con el túnel sórdido de la eternidad. Ni con el no menos sórdido del olvido. Digo túnel y el suelo se mueve bajo mis pies. Me zumban los oídos. ¿De quién es esa mano sigilosa que me llama? ¿Y esa luz…?
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