EL DÍA QUE BARBIE NO PUDO MORIR Natalia Fernández Díaz (España)*
(Radio Universidad de Chile, verano 2007) Hace ya tantos años, que mirar hacia atrás me produce vértigo, mi abuela materna me regaló una Cindy, una peculiar antecesora de la Barbie que todos conocemos. Era un primer intento de adoctrinarnos a las niñas de entonces en una estética que no entendíamos, quizá porque Hollywood merodeaba nuestras vidas pero aún no se había atrevido a desembarcar en ellas. Cindy exhibía unas largas piernas y un cuerpito estrecho, aunque mucho menos andrógino que la insulsa Barbie. Llevaba unos atuendos de abuela que hoy cualquier niña rechazaría por principio –un pullover de punto negro y unos pantalones muy desabridos- Porque hoy los niños creo que deben tener una mutación genética que les hace rechazar cualquier vestimenta que no venga rubricada por algún diseñador de fama. Las muñecas no me gustaban, de manera que no me molesté en disimular mi mueca de disgusto y Cindy murió y fue enterrada –de la mejor forma que se puede enterrar a una muñeca: acomodándola en un discreto rincón de un mueble, para que llegue a ser parte del propio mobiliario- el mismo día que me la regalaron. Ahora las niñas crecen con Barbie, pero no la entierran: primero les convierte en niñas estrella dispuestas a ser el centro de atención de todos y de todo, luego las transforma en adolescentes esclavas del físico y de las tiranías de las modas, la apariencia y las pasarelas. Y nosotros, los adultos, en vez de conminar a crecer a esa población de jóvenes despistados, lo que hacemos es volvernos como ellos: por fin Hollywood vive entre nosotros, y nos ha convencido de que el mundo es Disneylandia y las drogas de diseño, su profeta. En otras palabras, han acabado triunfando todos aquellos elementos que, estratégicamente dispuestos, nos distraen de la realidad. Y por supuesto de todo lo que la realidad lleva aparejada: la responsabilidad, el esfuerzo o el compromiso. Somos una sociedad improductiva, de ocio, en que la solidaridad es entretenimiento de ricos ansiosos de experimentar los límites o de salvar su alma, según el nivel de sus defensas religiosas, y dispuesta a que el espectáculo en cualquier formato nos distraiga de 1
nosotros mismos: mucho viaje exótico, endeudamiento para creer que somos propietarios de la vivienda que el banco nos presta a cambio de nuestra sangre, y somos el orgulloso número uno mundial en consumo de cocaína, que ya no es que te distraiga de la realidad, sino que te hace volar por encima de ella hasta aniquilarla. Pero volvamos a los niños. Nunca han sido tan frágiles. Víctimas muchas veces de malos tratos cuando están absolutamente indefensos, en cuanto tienen una edad mínima de autonomía se transforman en los torturadores de sus padres. Y además han revolucionado la idea de violencia: antes la violencia era un acto de terror que se ejercía en la intimidad. Ahora el dios Hollywood, omnipresente, nos exige aquello mismo que nos exigía imperativamente el dios bíblico: “creced y multiplicaos”. O sea, que la violencia crezca, que se difunda, que llegue por cualquier medio. Y la violencia se filma, se hace inmortal en las diminutas pantallas de los celulares, que luego llegan a la humanidad toda gracias al prodigio de You.Tube. Los niños y los adolescentes han sido los inventores del tercer ojo en la violencia: si no hay público, la violencia gratuita, la violencia lúdica, no sirve. Luego está el otro aspecto. El poder ama a los niños y pide que se acerquen a él, como Jesucristo. Fíjense si no, en la devoción mostrada por los militares argentinos, que se llevaron en volandas a los hijos de las torturadas –los que crecían en el vientre de las madres dolientes- para que se desarrollaran en una familia robustecida por los valores cristianos y el sentido de una justicia que no ocultaba que la caridad empieza en casa. También pienso en un suceso reciente, en unos abuelos desvalidos a los que se les ha despojado de su nieto, que estaba bajo su tutela. ¿El mal de estos abuelos? Dar de comer al niño en exceso (la madre de la criatura, hija de ellos, había fallecido de anorexia, y el niño en cuestión padecía un sobrepeso notable). Las autoridades decidieron llevarse al menor para asegurarse de que bajaría kilos. Digo yo si las autoridades hubieran actuado con idéntico rigor si en lugar de tratarse de una dieta estricta, se hubiera tratado de engordar a un niño. Todavía sigue habiendo casos de desnutrición por abandono, pero ahí las autoridades no asoman la nariz. ¡Menuda inversión! No nos iban a alcanzar los fondos públicos. Además detrás de todo esto hay tal manipulación, que los gobiernos nos han hecho creer que la desnutrición es un problema individual, y la obesidad un problema colectivo. Y no basta el castigo de las abrumadoras letanías que nos llegan del Ministerio de Sanidad: tenemos que soportar a los estetas y a los que viven de la 2
industria del glamour lanzar improperios contra la gordura y aclamar con embeleso los esqueléticos y ruinosos cuerpos que desfilan, fantasmales, por las pasarelas. Y ahí viene toda esa legión de adolescentes que, sin haber enterrado a Barbie, se obsesionan con los kilos, con su aspecto y con el qué dirán. Porque el cuerpo esclaviza tanto como los comentarios que suscita. La compañía aérea india de bandera ha expulsado de sus nóminas a las mujeres con sobrepeso. Ni siquiera gordas: simplemente pasadas de ese canon de belleza discutible que lleva a las adolescentes al matadero dietético y existencial. Entretanto, cosas de la vida, en Mauritania las mujeres obesas son el ideal de la belleza, y desde pequeñas las engordan como se engorda en Francia a los gansos para hacer de ellos un gran foie. Y yo pienso que entre lo uno y lo otro seguramente debe haber un espacio para la razón, o para algo más sencillo, para el sentido común, un espacio donde tal vez ni Hollywood ni Bollywood se hayan instalado repartiendo sus pasquines, donde se acepte a las personas por el hecho de serlo, donde no haya que pedir disculpas por existir y menos por existir de un modo diferente, y sobre todo, donde Barbie, y todo lo que significa, esté muerta. Y enterrada a varios metros bajo nuestra conciencia. *Doctora en Lingüística, Máster en Sexualidad Humana y Máster en Filosofía de la Ciencia. Germinista y traductora. Profesora universitaria.
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