Inocentes Sentada bajo un rabioso sol de finales de verano, a los pies de la iglesia, contemplaba la gente pasar por la plaza mientras saboreaba mi café. Era un café colombiano, muy fuerte al paladar, y lo tomaba solo y sin azúcar, para no desvirtuar el sabor. Cada mañana realizaba el mismo ritual desde que tres años antes me había jubilado. Yeray, el joven camarero de la cafetería de la plaza me traía el café y el periódico nada más verme aparecer y sentarme en una mesa de la terraza. Ese día era sábado, y las calles estaban llenas de gente, muchos niños corrían por la plaza, jugando con sus juguetes y apurando sus últimos días de vacaciones. La cafetería también estaba más concurrida que de costumbre, y las mesas de la terraza estaban todas ocupadas. Yeray estaba muy atareado esa mañana, atendiendo rápidamente cada mesa. —Otro café encanto —le dije cuando pasaba raudo a mi lado. Me hizo un gesto con la cabeza para darme e entender que me había oído, y siguió para atender a la mesa contigua. A mi lado, una pareja de turistas ingleses refugiaban sus ojos del sol con unas gafas oscuras, mientras exhibían orgullosos su torturada piel, que había adquirido el violento color de la carne poco hecha. Eran de mediana edad, y vestían con la libertad de aquellos que saben que están en un lugar lleno de desconocidos. Retazos de su conversación llegaban hasta mí, y reconocí en ellos el pesado acento de las ciudades industriales del centro de Gran Bretaña, podrían ser de Manchester, quizá de Leeds. La pareja miraba ensimismada los juegos de los niños en la plaza, y a mi vez yo también les miré. Un grupo de niños de unos diez años jugaba a las cogidas. Junto a ellos había un niño más pequeño de cinco o seis años, que se afanaba en seguir el ritmo de sus compañeros. —¡Venga Adrián, corre! —le gritaban con malicia al pequeño, sabiendo que no podía seguir su paso—, ¡a ver si nos coges! El pequeño Adrián corría cada vez más y más rápido, con su torpes piernecitas, hasta que al final trastabilló y cayó al suelo. Se quedó sentado, frotándose las rodillas, mientras su mentón temblaba irremediablemente, por los evidentes esfuerzos que hacía para no llorar, mientras los otros niños se iban acercando a él. —Look at those children, David —la mujer inglesa hablaba con su marido y captó de nuevo mi atención—, they are so innocent.
“Inocentes”. Volví a mirar hacia la plaza, donde el pequeño Adrián rompió a llorar finalmente, mientras los demás niños gritaban a coro su nombre.
Marta, Marta, esta gorda no se harta, no se puede levantar, está gorda a reventar La impertinente cancioncilla resonaba contra los muros del patio, atrayendo la mirada de todos los niños que allí jugaban. Los que la cantaban hacían un corro alrededor de una niña muy gorda que lloraba tirada en el suelo. El cielo estaba encapotado, y unas gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre ellos, mezclándose en el suelo con las lágrimas de la niña. —¡Dejadme en paz!— imploró entre sollozos, mientras intentaba levantarse. Pero uno de los chicos la empujó y volvió a caer al suelo. Marta, Marta, si la dejas se levanta y se irá a comer, que es lo que sabe hacer El escándalo de voces y risas atrajo a un profesor, que se acercó presuroso para poner orden. —Eh gamberros, déjenlo tranquilo. Una mujer salió corriendo de una tienda cercana y se acercó al pequeño. Los demás niños se dispersaron en todas las direcciones, perdiéndose entre las calles, temerosos de las represalias. Adrián elevó los brazos hacia su madre, que lo levantó en volandas, y lo acunó para consolarle. “Inocentes” volví a pensar, sorprendida esta vez por la intensa amargura que aquellos recuerdos me habían provocado. Sacudí la cabeza para aclararme las ideas, vi a Yeray venir hacia mí y antes de perderse nuevamente entre las mesas, me dijo sonriendo: —Ten Marta, tu café.