La Industria Del To

  • Uploaded by: Natalia Fernandez Diaz
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LA INDUSTRIA DEL PENSAMIENTO Natalia Fernández Díaz* (Radio Universidad de Chile, 2007). Cuando la cultura era cultura quizá vivía unas horas bajas para sus arcas y un momento feliz para su futuro. Los sabios transmitían ideas con el fulgor de una inteligencia irreductible, los músicos componían aun conociendo de primera mano que si hay algo que se aviene mal con el talento es la riqueza, y los escritores se dedicaban a lo suyo, que era el horno de las palabras. Hablo de unos tiempos no muy lejanos en que la cultura no estaba subvencionada y pocas cosas se habían convertido en industria. Traigo un espejo con un azogue revenido para que nos refleje el rostro antiguo, el de lo que fuimos antes que nos traicionara la modernidad y el descaro con el que se codea con nuestras vidas. Cuando se empezaron a fabricar coches nadie pensó en su industrialización. Es más, hasta hubo quien afirmó que aquello no tenía futuro. Nada más lejos de nosotros pensar que los gobiernos todos acabarían por amamantarse, de una u otra manera –impuestos directos e indirectos; el combustible y su imparable pujanza; el chantaje, y por ende el negocio, de los sentimientos verdes; el valor añadido de los publicistas y de los diseñadores…- de esa industria automotriz. El automóvil fue un instrumento que, convertido en industria, nos creó la necesidad -y la ficción- de los desplazamientos cómodos, eficientes e individuales. Toda una revolución conceptual. Otro tanto podría decirse de la industria farmacéutica, que al principio no fue logos, sino un gesto benevolente para librarnos de los males que aquejaban al cuerpo o al espíritu. Y precisamente un conocimiento más detenido de lo que el espíritu es y representa trajo como consecuencia que un buen número de gente normal –usando como baremo de normalidad el diván de los psiquiatras del siglo XXI- se dio cuenta de que la química ayudaba a sobrellevar el insoportable tedio de la realidad no virtual y a veces, hasta incluso de la virtual. Y ahí estaban los sagaces pioneros de la industria farmacéutica dispuestos a hacernos el favor y suministrarnos pastillitas para que el cerebro descansara. Se calcula que los gastos sanitarios han aumentado abrumadoramente en

poco menos de veinte años. Cualquier alarma del cuerpo es objeto de medicación, y así nos lo explica el periodista y biólogo alemán Jörg Blech. Pero es que ahora son signos que merecen tratamiento la vejez, la preocupación, la fealdad, la delgadez o la gordura. Todo aquello que se interpone entre la felicidad de diseño y nuestras vidas rutinarias, tan distantes de los anhelos de Hollywood y de los dictados de los gurúes de la belleza; una verdadera industria que no sólo nos da indicaciones de lo que debemos aparentar sino que se permiten exigirnos quiénes debemos ser. Ser para el mercado, se entiende. Fuera de su órbita sólo está el lodazal de los olvidados, de los que nunca podrán morir de éxito. Y así podríamos seguir enumerando otras industrias: la del sexo –ahora que nos han convencido con argumentos rotundos que todos podemos ser estrellas porno a poco que nos lo propongamos, gracias al milagro de las webcams y la producción y postproducción doméstica-; la de armas –envasada en el ideal de una seguridad que nos permita seguir en la burbujita de vidrio que nos hemos creado-, la de las nuevas tecnologías –donde todo es posible: incluso fabricarte una vida paralela si no te gusta demasiado la que te ha tocado en suerte …- Habitamos un mundo transparente, donde lo privado es público. Y lo afirmo sin necesidad de echar mano a la bola de cristal que hace unos años nos vendió Vattimo. De todas las industrias florecientes que comparten con nosotros flujos y otras formas de intimidad, la que más me llama la atención es la de la cultura. Quizá porque, en principio, si el lenguaje no se hubiera convertido en el prestidigitador que ahora es, para burlar la verdad, cultura e industria son dos términos contradictorios. Eso tiene algunas explicaciones, que yo no voy a abordar en este espacio, pero alguna de las cuales tengo la obligación de mencionar. La degradación del concepto mismo de cultura ha hecho que bajo su generosa falda semántica quepan las cosas más chocarreras: he escuchado hasta el cansancio hablar de la cultura del fútbol, la cultura de McDonalds o la cultura del cuerpo. Y admito que no sé muy bien a lo que se refieren. La cultura del fútbol, ¿es otra cosa que devoción y entusiasmo, en el mejor de los casos, o fanatismo, las más de las veces? La cultura de McDonalds, ¿no es por ventura un analfabetismo culinario de marca mayor que se usa para que los jóvenes se sientan parte de un grupo social poderoso –el que se apoya en el lema de la “American way of life”-? En cuanto al cuerpo, ah, pobre cuerpo, qué más quisiera que tener cultura. O mejor: serlo. Como

mucho, tendrá admiradores, empezando por uno mismo, que está abonado al narcisismo imperante, lo quiera o no. Entonces, concedamos que el concepto de cultura, y la misma realidad de la cultura, se han visto afectados, y falsificados, por el advenimiento de estos convidados de piedra espurios. Dejo para otra ocasión la cultura financiera. Habría que analizar las cosas por el principio. Ahora ya no existen los ideólogos. Los políticos no tienen ideólogos. A lo más, un ejército de bien pagados asesores de imagen. La sociedad tampoco tiene ideólogos. Sólo una horda bonvivant de creadores de tendencias, que es como se llama en nuestra postmodernidad a los que disfrazan de ideas la tiranía de las modas y de la imagen. Tampoco hay géneros: sólo corrección política, esa censura de diseño que todos los demócratas hemos tenido que comprar a la fuerza, porque al más mínimo gesto de enfado, o amago de disensión, te bajan sin más preámbulos del carromato de la gran fiesta de la felicidad colectiva. ¿Habrán muerto de verdad las ideologías sin que nadie haya oficiado un responso? ¿Podremos vivir con la sola ideología que nos consienten, que es la de la absoluta falta de ideología, y que venera al dios del pensamiento único? A veces pienso si la muerte de las ideas no será la muerte de las palabras: la cultura será lo que quede de todo ello. Jamás hemos tenido tantos espejos para no vernos y tanta tecnología comunicativa para no tener nada que decirnos. *Doctora en Lingüística, Máster en Sexualidad Humana y Máster en Filosofía de la Ciencia. Germanista y traductora. Profesora universitaria.

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