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Villa Isabelita 1
VILLA ISABELITA Paco coge el periódico gratuito de la papelera sujeta a una farola, lo ojea y vuelve a echarlo dentro. Ha salido a tomar café, como cada mañana. Dispone de poco más de quince minutos y vuelta a casa. Hace ya cinco años que su mujer empezó con el alzheimer. En el bar se toma su habitual café en taza, fuerte. Al salir, recoge el mismo número de la suerte que le guarda siempre el tullido de los cupones. Marta, en ese momento recuerda un niño que tuvo. Fue después de dejar el hotel en el que trabajaba de camarera y casarse con aquel joven futbolista con un futuro prometedor. Ernesto es un pequeño despierto y alegre. Llama con insistencia al chiquillo pero no contesta. En cuanto ve llegar a Paco pregunta por él. Se le ha olvidado que creció, se fue de casa y vive en la otra punta de la ciudad y nunca viene a verlos. El hijo es ahora un tipo calvo, con gafas y administrador de fincas urbanas. Está soltero. Paco le da un beso en la frente y espera en la salita hasta la hora de las pastillas para bajar a la plaza. Se entretiene recordando aquel gol que falló, maldito resbalón, en el partido decisivo de la liga regional y que le pudo cambiar la vida y el primer día en que encontró a Marta hablando con el hijo ausente que se había vuelto adulto pero seguía siendo un niño en su flaca memoria. Por un momento se siente desgraciado, pero se atusa el pelo encanecido y se sacude los malos pensamientos como quien sacude y estira los músculos. Sobre las doce arranca con paso irregular y lento. Por causa de una vieja lesión en una rodilla va arrastrando su cuerpo de anciano alto y bonachón hasta el punto de encuentro de los últimos meses. Bernardino es ciego y anda con la mirada al frente, como un soldado desfilando. Cada mañana se levanta, se asea, va a la cocina, enciende la radio, se toma un vaso de leche con galletas y se coloca junto a la ventana del salón en una butaca. Su memoria dibuja el plano de dónde está cada cosa. Se diría que cada paso que da forma parte de una danza. Luego, se queda sentado y espera en la negrura. Todo en su vida es una mentira. Parece que ve y no es así. Estudió derecho por satisfacer a sus padres cuando lo que le gustaba era pintar. Se casó con Gertrudis porque le dio miedo arriesgarse con Isabel, compañía de alquiler. Tuvo tres hijos que no deseaba y no supo qué hacer cuando Gertrudis descubrió sus correrías, se separó de él y se llevó a los niños. Defendió por dinero toda clase de causas, haciendo de tripas corazón. Únicamente se reservaba algún respiro de sinceridad entre pinceles. A la postre, no pudo esquivar la ceguera que se llevó sus ratos de pintura los fines de semana y colocó en su mundo negro de sombras la mentira de un presente falso para soportar la soledad y el rencor contra todo y contra todos: que era separado y que no tuvo hijos. Salvo la oscuridad espesa que lo rodea, nada encaja en su sitio. Es un sonámbulo en un mundo asimétrico, imperfecto, que lo crispa y lo vuelve áspero ante la certeza de que no puede mentirse a sí mismo. En cuanto acaban los magazines en cadena y empiezan las noticias locales suena el timbre, coge el bastón, va hacia la puerta y se le alegra el día pensando que está a punto de recorrer la acera en forma de ele hasta el banco de hierro en donde se reúne con otros dos colegas jubilados.
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Villa Isabelita 2
Llaman a la puerta: es Máximo. Su nombre es como los reflejos invertidos de los espejos de feria. Pequeño, menudo, camina con pasos diminutos, acelerados, arrastrando los pies. A pesar de pasar de los setenta es al que la edad lo ha mermado menos. Apenas cheposo y con cierta incontinencia de esfínteres y un poco artrítico. Hipocondríaco, pero de corazón alegre. Lo que pasa es que, acostumbrado que todos se burlen de él desde siempre, se volvió un perfeccionista. A falta de centímetros aprendió desde pequeño a echarle casta a la vida. Debía ser más rápido y más práctico para llegar al mismo sitio que los más grandes. Se abrió camino en la vida por cojones: los de su voluntad y los de su generosa dotación de macho. Trabajó feliz treinta años despachando pescado sobre una tarima y se labró un currículo de conquistador irreductible. Siempre le gustó vivir solo porque él no se hacía a que nadie le pisara el rabo y porque ninguna mujer terminó por hacerse a su pequeño mundo y a su descomunal armamento todo junto. Es un tipo vivaracho y optimista. Por eso, deja que Bernardino se apoye en su hombro, soporta sus mohínes y bastonazos y lo acerca hasta la vuelta de la esquina adonde los alcanza Paco camino de la cita ineludible de cada mañana. Desde la última curva de la iglesia van los tres hablando. Octubre está casi vencido. Toman asiento en el mismo banco de siempre: de espaldas a la tapia del convento de las carmelitas y frente a una de las casas que rodean la plaza de San Miguel en una zona residencial. Es una vivienda de dos plantas y un pequeño jardín a la entrada. En uno de los pilares de la cancela reza: Villa Isabelita. La plaza es un lugar tranquilo. En las esquinas, como centinelas, hay cuatro palmeras altas, esbeltas y negras que proyectan círculos de sombra sobre los bancos de hierro y desde las aceras filas de naranjos perfuman aquella balsa de paz. Por encima de las tapias de algunas casas descuellan cipreses, mimosas y jacarandas. A esa hora suenan las campanas de la iglesia. El tiempo parece haberse detenido. De repente cruzan unos gorriones chillando y ladra un perro solitario desde un balcón a uno de los pocos coches que pasan de tarde en tarde. -¿Pasa algo?-se impacienta Bernardino. Bernardino le da con el bastón al de al lado y a todo lo que le molesta. El pequeño, Máximo, es más vivaracho y se remueve en el asiento inquieto. Va siempre en medio y dirige al trío. -No. ¡Que te lo diga Paco! Paco escucha y asiente con la cabeza y síes lentos. Los tres ancianos ocupan un banco estratégico de la plaza San Miguel y conversan frente a lo que fue un burdel: Villa Isabelita. A cien pesetas servicio básico, quinientas un completo. Planta alta, se decía, y la altura comunicaba la magnitud de los placeres que se pagaban. Ya casi es la hora. Mientras llega el momento esperado pasan revista a los achaques de la edad, a los sucesos que repiten los telediarios, a la última visita recibida, a algunos recuerdos desempolvados involuntariamente. -Jodido catarro- se queja el ciego y saca un pañuelo y se seca la vela que empieza a colgarle de la nariz. -Si yo te contara…-amenaza Máximo, pero como ve que nadie le coge el trapo señala impreciso con la barbilla -Mira-.
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Villa Isabelita 3
Pasa otro viejo con tres perros, saca una bolsa de pan y lo va desmigando para los pájaros. -Menuda tontería- comenta Máximo y a renglón seguido encomia al anciano que camina encorvado por llevar de la mano al nietecito que apenas si ha empezado a andar. -Pues esos…-tercia Paco Pasan un par de jóvenes raftas y otro viejo que lleva un perro en el pescuezo, como si fuese un pirata hablando con el viejo guacamayo que ganó en una partida en una isla del Caribe. Durante unos momentos se hace el silencio. Pero al final, Isabelita se mete en la conversación, como todos los días. Especulan sobre lo que sucederá allí dentro. Y de paso eso les permite desempolvar algún recuerdo. Sólo cinco minutos. Sólo eso es lo que tienen y esperan. Dentro está Isabelita, pero otra Isabelita, la hija de la puta que ellos conocieron de jóvenes y que no soportó que la abandonara el único hombre al que quiso en su vida y que le dejó una hija en el vientre y se marchó para siempre. Aquella Isabelita que soportó su pena de amor ocho años y una noche llevó a su hija a la puerta del convento de las carmelitas, se volvió a su casa y se ahorcó en la alcoba de los placeres fingidos. La vieja Isabelita ahora es tan sólo un recuerdo angustioso en el corazón de su hija. Una pareja de novios cruza la plaza haciéndose confidencias en voz baja. Un tipo con pinta de ejecutivo detiene su coche en el semáforo y rebusca papeles en un maletín de cuero negro. El bebé que conduce una madre en un carrito hace una pompa de saliva y se echa a reír. -Ahí sale…-anuncia con entusiasmo Máximo y a Paco le cruje la rodilla cuando tensa el cuerpo para admirar la belleza de Isabelita y Bernardino insta con el bastón al pequeño para que le narre contenido y forma de aquel bombón de mujer que es clavadita a su madre. La Isabelita que acaba de salir al balcón es la hija de la que en tiempos fue una madame de renombre en la ciudad. Isabelita hija no es puta pero a ella la come también por dentro el desamor. Pasa las horas muertas mirando por la ventana, con la mirada perdida. A veces, sale al balcón, ve a los ancianos y se imagina lo que han vivido y ella no. Espera, siempre espera. Isabelita ha pasado mala noche y acaba de despertarse. La habitación estaba en penumbra. Se ha incorporado y se ha quedado quieta frente al espejo. Enseguida ha recordado que el tipo que la acompañó a su casa estuvo haciéndole el amor hasta bien entrada la madrugada. Le ha venido de nuevo a la boca el sabor amargo de los malos presagios que la persiguen noche y día. Isabelita es tan hermosa como infeliz. A veces se queda en camisón frente al espejo dejando asomar en parte la robusta contundencia de su figura. Repasa un día y otro día la tragedia de su vida. Fruto de una noche de sexo comprado, vivió la infancia viendo cómo la belleza imponente de su madre se fue reblandeciendo y las arrugas se le fueron marcando en el rostro y desesperadamente proporcionaba placer a aquellos hombres silenciosos buscando en alguno de ellos el alma gemela que la despreció. Y una voz apagada desde el espejo le repite que cuando por fin encontró al hombre de su vida, él estaba atado de pies y manos como para quedarse con ella en la cama todo
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Villa Isabelita 4
el día y, mientras le crecía una panza redonda, su ausencia la volvió amarga y luego le hablaba a solas a su recuerdo en la oscuridad de la alcoba y confundía a los clientes con su nombre y cuando se le agotaron las lágrimas y la esperanza se ahorcó sobre el lecho de su perdición. Isabelita abre la ventana del balcón y entra de nuevo la vida con su luz, su olor, su frescor. Luce un tibio sol otoñal sobre un cielo añil. La brisa aparta las cortinas y mece sus cabellos. Sale y enciende un pitillo y con el humo que vuela hacia el cielo se disipan los malos pensamientos que la acechan desde hace tiempo. Abajo, en un banco, distingue a tres ancianos. Por un momento, imagina que tal vez fueron amantes fieles que ahora se hacen confidencias sobre la soledad que les dejó la pérdida de sus amores. En cuanto se abre la ventana, sale al balcón y durante unos pocos minutos Isabelita consume el cigarrillo de su desesperación, es como si se abriera una puerta al mundo para los tres ancianos. La vida deja de tener ayer y mañana: es un hoy, un ahora intemporal, libre. Les da tiempo a embelesarse con el cuerpo hermoso y firme de Isabelita, a soñar escapadas con alguien como ella a islas de perdición, a rememorar amores furtivos de juventud y amores serenos de madurez, a atisbar de nuevo, mientras la brisa levanta la cortina del balcón de Isabelita, la alcoba donde se desahogaron algunas veces sobre el cuerpo oscuro de la dueña y hasta se atreven a verse reflejados en algún rasgo de la joven que arroja la colilla a la calle. Pero ninguno dice nada. Simplemente apuran los cinco minutos hasta el límite. Luego, cuando se cierra el balcón, permanecen callados, se echan hacia atrás en el banco y es como si el mundo se encogiese y se quedasen cada uno a solas con su destino. Francisco Muñoz García tiene el corazón abierto en dos mitades: la desmemoria de Marta y el gol que le marcó a la Balompédica Linense. Fue en la eliminatoria de la Copa del Rey. En el mapa chiquitito de la comarca era más que una eliminatoria entre un equipo de tercera y uno de segunda: era el orgullo de David frente a Goliat. Aquel gol de cabeza le supo a gloria. Y luego, en el hotel de Marta, por la noche, bebió champán e hicieron el amor hasta que él se quedó sin fuerzas y ella le acariciaba la frente con la que había marcado y los ojos que habían visto la estirada inútil del portero y los labios que habían gritado al cielo su alegría. El resto, como si alguien hubiese tirado del tapón de la bañera, no era más que la lesión de rodilla, el matrimonio, el trabajo de funcionario en Correos, el hijo y la enfermedad del olvido instalada en su casa. Por más que el presente y el futuro de Bernardino Castaño Vega no sean más que oscuras sombras, no puede evitar la luminosidad hiriente de un vestigio de su pasado. El secreto que guarda en su corazón es que no se arrepiente de ninguno de sus errores, menos de uno: el no haber tenido el valor de decirle al mundo que estaba loco por Isabelita. Y luego, cuando la vida lo cargó de años y los remordimientos le envenenaron la sangre y se quedó ciego, la única imagen nítida, luminosa, que resplandecía en su negro mundo era la de aquella mujer a la que renunció porque la gente decía que era mala y porque el miedo le cegó la razón antes que la vista y no supo ver que la sonrisa y la mirada de la niña recién nacida que ella le enseñó un día eran más que el vivo retrato de su madre y que las lágrimas con que lo despidió eran un grito de desesperación. Máximo Beltrán Jiménez es feliz en su pequeñez. Acostumbrado al menoscabo, está dotado de una coraza de buen carácter para enfrentarse al mundo desde su corta
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Villa Isabelita 5
estatura. Labia, desparpajo, atrevimiento, optimismo, han sido sus armas para vivir y le han dado buen resultado. Desde que los años le adormecieron el empuje amoroso encontró un método para no desmerecer su currículo de don Juan, una fantasía que le permitía recorrer el mundo blandiendo su miembro ya penitente: los libros. Da igual el género. Historias reales o inventadas, antiguas o modernas. Como un camaleón, se acomoda al tiempo y al espacio de las páginas y se convierte en lo que sea menester y llega hasta donde sea necesario. Y así, con paciencia, se ha hecho un hombre de mundo en su salita de estar, un Casanova diminuto y cosmopolita. Hasta que apareció Isabelita sólo tenía un problema: los mares del sur de su fantasía se acaban en cuanto atravesaba la puerta de la casa. Entonces, se jibarizaba de cuerpo y alma. Por fin suena el teléfono. Isabelita tira la colilla a la calle y cierra tras de sí la puerta del balcón. Es él, pero parece estar muy lejos. Le habla con frialdad y en sus palabras Isabelita lee la ausencia de compromiso. No escucha la respuesta definitiva que ella espera. Isabelita ha colgado. Se siente vacía, sentada al borde de la cama. Mira distraída hacia la calle. Los tres ancianos ya se han ido. Paco regresa a su casa cojeando. Camina solo. Bernardino y Máximo se marchan despacio apoyados el uno en el otro. Marta ve entrar a Paco y lo confunde con su pequeño: -Lávate las manos antes de comer, hijo. Y él le sigue la corriente para no alterarla. Después de comer ella sale de paseo con el pequeño Ernesto y él sueña con un regate imposible el día de la final de la copa frente a la Balompédica Linense. Máximo ha entrado en el baño a cambiarse el pañal. Aunque conserva parte de la vitalidad de otro tiempo, se le ha quitado el apetito. Descabeza un sueñecito y por la tarde se mete en el papel del protagonista masculino de su última lectura: El Conde de Montecristo. Bernardino repite varias veces la película imaginaria que se ha fabricado con las explicaciones de sus dos colegas de banco sobre la aparición de Isabelita, fundidas con imágenes amarillentas del pasado. En medio, algo ajada por el tiempo, sale una escena en que él no es abogado ni está casado con Gertrudis sino un toro bufando entre las piernas de Isabelita. Dentro de su noche sin luz un velo negro va disipando los recuerdos y se queda dormido al rato. El puchero aguado que le ha dejado la asistenta se enfría en la cocina. Al día siguiente Isabelita, hija de un par de resuellos sudorosos, espera impaciente al hombre que desea, un tipo furtivo y solitario que desdeña el compromiso. Hace rato que dieron las doce y está aguardando a que él llegue para decirle que lo quiere y que sólo existe una felicidad capaz de salvarla de esa misma soledad que se transparenta bajo la piel apergaminada de los tres ancianos que toman el sol en el banco de la plazuela. Pero él aparece y se acomoda sobre su cuerpo y le deja unos besos desmayados en la boca y una ascuas ardiendo entre las piernas y unas palabras que no son tan firmes como ella quisiera y, sin saber cómo, ya está de nuevo sola mirándose en el espejo mientras se nubla el día y empieza a caer una lluvia fina y ve en el espejo a los ancianos que en ese preciso instante murmuran para sí mismos con la saliva empapándoles la boca porque se ven llamando a la puerta y subiendo a su habitación y recostándose sobre aquella diosa morena que los aguarda una a uno para llevárselos en un carro de amor y de olvido hasta la muerte.
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Villa Isabelita 6
Sin querer, la gasa de la cortina pone un filtro de fantasía a la mirada de Isabelita. Mientras la tela se balancea con un baile suave e irregular su corazón va y viene, entra y sale como una golondrina enloquecida. Tal vez aquel anciano ciego guarda en su corazón imágenes maravillosas, un rostro amado, las caricias de años heladas para siempre en una imagen que se esfuerza en mantener viva o tal vez la oscuridad de su mundo le oculta las heridas sangrantes de la vida y lo mantiene en una especie de olvido misericordioso porque ella se fue o murió o nunca existió más que en el deseo del ciego hierático que mira siempre a un punto fijo al que sujeta su vida. Y ella quiere que su corazón se quede ciego a ratos y otras veces lucha por impedir que se borre la imagen del hombre que ama y la brisa sacude la cortina y mira hacia abajo y allí hay otro anciano, un tipo pequeño, inquieto, tal vez un tipo de esos que siempre están alegres y cuentan chistes y ven el mundo de color de rosa y no le importa ser fontanero o albañil o mecánico de automóviles porque tienen el corazón alegre y alma generosa o tal vez no, porque la nube de la memoria se cruza como un mal presagio por la cabeza de Isabelita y ve a aquel viejecito como un tipo con dos caras, una sonrisa franca de frente y ojos de hiena en la oscuridad y un tipo rencoroso con la bilis reconcomiéndole las venas sin amor, solitario, perverso, una rata que busca los rincones y la oscuridad. Pero las luces de las farolas, que se encienden de pronto a deshora, la sacan de sus cavilaciones y vuelve la vista en derredor y no ve más que los mismos muebles, los objetos de siempre vacíos de significado porque ella está en otro lugar y va de la mano de él y ya su paseo la saca por el balcón y van riéndose de felicidad y al pasar ven a aquel anciano alto, desgarbado, guapo, con el pelo blanco y cogen impulso con la serenidad de su rostro para aceptar lo que el porvenir les reserva allá lejos, más allá de la cárcel estrecha de la plaza. Y de repente un estampido rasga el cielo y parte en dos la frágil esperanza de Isabelita. En la penumbra de la habitación hay un murmullo ahogado de sábanas. Los tres ancianos van a sentarse cada día a la misma hora en el mismo banco delante del balcón de Villa Isabelita. Aguardan expectantes a que ella salga, pero se suceden las mañanas y las tardes y el balcón no se abre. Los tres ancianos ven pasar a los pájaros chillando y callan. No se les ocurre de qué hablar.