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DOS A CERO
-Dos a cero- pronosticó Modesto y aquellas palabras parecían encerrar algo más que su resultado para el próximo derby.
Tres años atrás, comenzó todo. Fue aquel lunes a las cuatro y media de la tarde, cuando Alfonso pidió un descafeinado de máquina antes de volver al supermercado. La simple visión de la portada del periódico deportivo cantando desde el mostrador la derrota de su equipo le pinchó en el estómago. La sonrisa callada del camarero también ayudó. -De máquina, templadito, que llevo prisa-apuró Alfonso. Sobre un taburete en la esquina de la barra, un tipo apagaba con desgana el cigarrillo, hizo señas al camarero de que dejaba unas monedas sobre el platillo y se despidió augurando un futuro amargo para los colores que compartían: -Este año, segundazo. Al pasar junto a Alfonso, le dio una palmada en el hombro y lo consoló: -La desgracia va por barrios. Entonces se presentó como técnico en una tienda de informática justo enfrente y salió a la calle. -Modesto Antúnez, un amigo. -Alfonso Araujo, maestro charcutero.
Eso sucedió tres años atrás y, desde entonces, cada día el tiempo del café los reunía antes de volver al trabajo tras el almuerzo. Quince minutos eran más que suficientes para resumir el día, el fin de semana o la misma vida. Quince minutos plagados de quejas, preguntas y confidencias de ya dos viejos amigos. El rato del café delimitaba tarde tras tarde un campo de fútbol sobre la mesa en el que entraba en juego el universo entero. Allí alineaban los acontecimientos del día junto a los avatares de sus equipos, los titulares de la política nacional y los ecos de sociedad junto a las intimidades domésticas y alguna que otra ilusión personal.
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-Joaquín ya no desborda- se lamentaba Modesto, al que se le caía el mundo encima con la portada del diario que ilustraba el pobre espectáculo que había ofrecido la selección española en el último partido. -Que no sabemos a qué jugamos. Que nos falta estilo propio- justificaba Alfonso, ralentizando una frase que tal como se le escapaba de la boca se le antojaba algo más que un juicio sobre el juego del combinado nacional.
Uno, azúcar; otro, sacarina. Uno, bético sin aspavientos; el otro, perdidamente sevillista. El fútbol les ponía el hilo conductor a sus vidas y, sin quererlo ni creerlo, ambos se habían convertido en la imagen vital de sus equipos: dos mediocres que deambulaban sin pena ni gloria por la mitad de la tabla de la vida con pocas victorias que saborear y menos ilusiones que ofrecer a sus aficiones. En el caso de Modesto -nunca dejó muy claro el motivo de su separación que lo dejó tan colgado como los ordenadores que reparaba-, tras unos años tirado a la calle en busca de la libertad perdida, un día se miró al espejo y se vio idiota. Se quitó el pendiente, colgó la chupa de cuero y vendió la moto. Se alegró de no haberse decidido a tatuarse el brazo y se dedicó en cuerpo y alma a desentrañar el alma y el cuerpo de los ordenadores. Decía que a ellos sí que logró entenderlos, al contrario que a las mujeres. Lo único que echaba de menos de su vida de casado era haber tenido más tiempo para Laura, su hija, quien se le escapaba desconocida con sus dieciséis años cuando dos veces al mes se sentaban el domingo a almorzar en una pizzería de barrio. -Me tengo que ir, papá. He quedado con unos amigos para tomar café. -Cuídate- y le tiraba un beso. Nunca le reprochó sus prisas ni le preguntó si su madre tenía novio.
Aquella tarde, la tertulia pormenorizaba excelencias individuales para camuflar que en el juego colectivo sólo mostraban miserias. -Nadal, Pedrosa, Alonso…, unos cracks- enumeraba Modesto. -Y Sergio García y Gasol,…- añadía Alfonso.
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A veces, otro cliente del bar pretendía entrar en la conversación. Entonces, aunque hubieran estado manteniendo opiniones divergentes, Alfonso y Modesto unían sus fuerzas contra el invasor que se aventuraba en campo enemigo. -Rjkaard es un pedazo de entrenador- terciaba Feliciano, el dueño de la zapatería. -¡Y un carajo!- saltaban como un resorte los amigos para repeler la invasión de la intimidad de su rato de café. Enseguida el ruido de cucharas y platos inundaba el establecimiento y era el momento de marcharse. -Cobra aquí, Manolo. Esta semana me toca a mí- aclaraba Alfonso, dejando un billete sobre la barra. Y volvían a sus tareas. Alfonso, a preparar el mostrador con los embutidos y chacinas y a despiezar dos cuartos traseros que le acababan de llegar del matadero; Modesto, a reinstalar por cuarta vez en dos semanas el sistema operativo al ordenador de Raulito, el hijo de Anselmo, el droguero, experto en reventar hasta la más avanzada tecnología informática.
En algunas ocasiones, la actualidad social imponía su ritmo de juego al debate futbolístico. Así, la inmigración, los estatutos de autonomía o la infanta Leonor ocupaban el cuarto de hora de los dos hombres. -Ahora quieren la independencia. En una liga con el Tarrasa y el Langreo los querría yo ver. -Y, ¿tú crees que la niña esa, la Leonorcita, llegará a reina? -Pena me da la pobre. Para cuando le llegue la edad, aquí no queda ni el rey de bastos.
Un cuarto de hora de terapia, que era más que suficiente para liberar sentimientos y para hacerles olvidar que sus aspiraciones cabían en una charla de café. Esos quince minutos equivalían, o habían sustituido, a los sueños que alguna vez tuvieron cuando todavía se permitían soñar. Ahora, sólo al cuponero le estaba
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permitido interrumpir la tertulia. Todos los días, más por costumbre que por ilusión, compartían un número. -Dame uno que termine en ocho. Otros días, la conversación se estancaba o no había tema que pudiera romper el silencio interior de ambos. Entonces, sus miradas quedaban fijas en las tazas buscando respuestas a aquellas preguntas que ni siquiera habían formulado o giraban las cucharillas en el café frío o perdían la vista tras la ventana sin encontrar en el exterior nada sobresaliente que pusiera sobre la mesa el asunto del día. Sólo el móvil inoportuno, a veces, lograba sacar una frase a los interlocutores silentes.
-A Manoli se le ha metido en la cabeza que compremos un perro- abrió Alfonso aquella tarde-. Y yo no sé decirle que no. -De comer no le va a faltar. -Yo creo que no ha superado que no hayamos tenido hijos. -Pues después huele toda la casa a perro.
Los achaques le vinieron a Manoli con la edad: la operación que le vació los ovarios y el interés por el sexo, la miopía que se le multiplicó como el rencor por su marido y el colesterol que le estrechó las venas y le dejó un corazón chiquitito donde ya no cabía Modesto. En un par de años, desató un odio cerval al tufo a carne y embutido que despedía su marido y lo obligó a mudarse al sofá, y ni las cajitas de bombones con que la obsequiaba a diario el charcutero aplacaban su ira. -Tú lo que quieres es matarme- aseguraba. -Pero si son sin azúcar, cariño- se disculpaba Alfonso. Empezó a usar con habilidad el arma que más a mano tenía, la visa, y con un manejo de especialista dejó herida las cuentas del matrimonio hasta desangrar los ahorros de más de veinte años. A la vez que el colchón financiero se desinflaba, unos aires de grandeza le llenaron la cabeza de pájaros que no auguraban nada bueno. Y el último episodio era el capricho del perro. -Un mastín que vigile el patrimonio es lo que necesitamos.
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-Pero cariño…-intentaba reconducirla.
Modesto, por su parte, encontraba en los intríngulis de los ordenadores las explicaciones que la vida le había negado y cada vez pasaba más horas en su taller, encerrado, recuperando datos perdidos del disco duro y las memorias. Ni los envites del sexo, que lo apremiaban cada vez más de tarde en tarde, lo sacaban de su mesa de operaciones y éstos los resolvía en media hora en un club de masaje aprovechando que salía a entregar un equipo recién reparado.
Aquel viernes, la tertulia se atascó. Una camarera nueva ucraniana se les acercó a tomar nota desconocedora de la condición de clientes habituales. -¿Qué tomar? -Él lo sabe- le dijo Modesto, señalándole con la barbilla al dueño, que se afanaba en dejar reluciente el calentador de leche. -¿Qué tal por casa?- preguntó rutinariamente Modesto. -Manoli me deja- soltó Alfonso. Las nubes grises que cruzaban la ciudad oscurecieron el bar. La tragaperras soltó su soniquete de reclamo y la ucraniana dejó delante de cada uno la petición del otro. -Cortado con leche frío y descafeinado de máquina. -Al revés, hija. Todo al revés- murmuró Alfonso, cabeceando las posiciones.
-Dos a cero- pronosticó Modesto y aquellas palabras parecían encerrar algo más que su resultado para el próximo derby.
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