Y El Centro Comercial Se Quedó En Penumbra

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Y el Centro Comercial se Quedó en Penumbra 1

Y EL CENTRO COMERCIAL SE QUEDÓ EN PENUMBRA

Con los murmullos de los espectadores de la sesión golfa del multicine disipándose aún en el aire, una princesa irrumpió por el pasillo de la planta baja. Hermosa, elegante, seductora, iba saludando a los flashes de la prensa. Caminaba erguida, orgullosa, sintiéndose admirada. De la mano del apuesto príncipe, se sentía afortunada. Amante esposa, madre feliz, mujer realizada. -Espabila, mujer, que así no acabamos…-la sorprendió Matilde. Y entonces barrió y pasó la fregona con más rabia, hasta que el brillo de las baldosas le devolvía la imagen de una mujer madura y sin esperanzas. Fondona, ya las canas pespunteando el tinte, y el rostro marcado por los disgustos del hombre que la dejó, los hijos que la ignoraban, el trabajo que apenas le daba para ir tirando y las piernas artríticas de una modesta limpiadora. Era Leticia. Leticia Sánchez.

Opción 0. Microrrelatos muy breves. Pero en las bodegas de aquella nave anclada en la noche la vida no se detenía. El picaporte del baño del semisótano se movía sin abrir la puerta. Dentro, Remigio, el minusválido que voceaba la suerte durante el día, se había quedado atrapado después de un inoportuno apretón que terminó en un sueñecito. Paco y Anita llevaban dos horas bajo el mostrador de la franquicia de colchones, prendidos cada uno a un auricular del mp3. Sus corazones adolescentes latían con fuerza. El morbo de estrenar un latex y un futón en dos posturas inverosímiles compensaba la espera que los había

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dejado entumecidos. Junto a los ascensores Matías y Solís reanudaban el debate de cada ronda nocturna. Sevilla y Betis. Certificada la rivalidad, se concedían una tregua echando una ojeada a las pájaras desnudas de la revista que el quiosquero les dejaba cada tarde en la garita para aliviarles la noche. Tito, Albertito Luque, no era más que un mocoso solitario, ludópata, raro. Los jueves tenía que dormir en casa de su abuela pero se las apañaba para darle ración doble de somníferos con la cena y sisarle algo suelto para hacer vibrar las máquinas del recreativo. La espera detrás de la cabina del fotomatón se le hacía corta con el tetrix. Perales estaba hecho al chaflán de los aparcamientos. Con el buen tiempo prefería la calle para cumplir su destino de indigente. En invierno vivía como lo topos. Dormía de día y de noche se paseaba entre los coches, se aventuraba por los contenedores del supermercado y se echaba otra vez en su rincón. Por el tejado de la pizzería, Lora, Quique y el Gato habían accedido hasta el escaparate de la joyería. Delante del botín hubo un momento de silencio seguido de un concierto de insultos. Cada uno le echaba en cara al otro el olvido de las herramientas. Eran una banda en ciernes sin sofisticados recursos electrónicos. Probaron con las llaves de la furgoneta de reparto de Quique sin éxito. Escaparon con apuros al oír movimiento en las cercanías. En el trastero de la segunda planta dos maniquís mutilados rozaban sus cuerpos duros con los ojos desorbitados.

b)

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c) Tal vez la última oportunidad. No podía perder tiempo. Zarandeó el cuerpo entumecido por las horas a pie quieto en el escaparate de moda joven. Conforme avanzaba los crujidos de las articulaciones iban cesando. Obvió la ridícula indumentaria con la que lo habían ataviado. Tençía que encontrarla. La conoció en el almacén el verano anterior. Ella no bajó la mirada cuando se la topó desnuda. Guardaron silencio pero comprendieron que los unía la misma soledad. Al mes el destino los separó. Ella fue a lencería y él a deportes. Poco antes de las rebajas volvieron a cruzarse. A él lo trasladaban al establecimiento de moda juvenil, dos módulos más allá de lencería. Dos corazones desbocados y apenas una mueca de alegría. El letrero del escaparate de ropa interior eras un obsceno reclamo a la urgencia: Liquidación. Las horas le parecieron interminables. Ahora, cuando el centro comercial era un buque fantasma navegando en la noche, apuró el paso antes del fin. Sólo encontró los restos cdesmembrados de ella esparcidos por el suelo.

Opción 1. Maniquís.Descriptivo. Se desperezaron con un crujir como de huesos. Sus pasos resonaban huecos por las galerías. Un murmullo acartonado delataba actividad frenética. Apenas eran unas sombras fugaces apresuradas. Seis horas hasta el alba antes de que el centro comercial volviera a ser un hervidero de gente. En la boutique se cuchicheaba sobre las ventas del día y la cliente que se enfundó unos pantalones sobre los suyos y trató de irse sin pagar. Dentro del probador de la tienda de lencería bromeaban sobre la pareja que discutió qué sujetador le

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convenía más a la chica. Junto al mostrador de ropa infantil alguien evocaba el mal rato de una chiquilla obligada a probarse un traje de flores que no le iba. Las luces de emergencia formaban olas de luz mortecina que dejaban ver unas pocas hermosas cabezas rapadas musitando. Comentaban el gentío en la zapatería, horas antes, tras el anuncio de lluvias, y las carreras de los clientes en el supermercado para proveerse de productos navideños, y el enfado de la pareja de jubilados al salir de una de las salas de cine porque encontraron un exceso en la película. Más allá, en un escaparate, tan tristes como la luz de la farola que los rozaba, dos jóvenes esbeltos con traje de fiesta intercambiaban comentarios sobre el adolescente que estuvo dos horas balanceándose en el jumping y la alegre borrachera del grupo de la despedida de soltero. En el almacén, desparramados sobre unos estantes polvorientos, un par de chicas desnudas y un tipo vestido de payaso se quejaban del ruido ensordecedor sufrido durante el día y de la machacona cantinela del cuponero de la entrada. La soledad muda de la dependienta de la relojería le pareció más triste a la señora del abrigo de pieles que aguardaba solitaria en un pasillo, en comparación con el grupo de hermosas azafatas de la promoción de móviles del pasillo principal rodeadas de admiradores morbosos. De pronto, cesó el murmullo. El lento arrastrar de pies camino de sus puestos era la señal de que los testigos mudos, inmóviles y temporales volvían a su sitio con los primeros rayos del nuevo día. Un par de horas para que la otra vida, la de los clientes, recomenzara, mientras los maniquís, las cabezas de la peluquería, el payaso de cartón del tiovivo y el muñeco barrigudo de la cervecería los observaban.

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Opción 2. Maniquís. Ciencia ficción.

Y el centro comercial se quedó en penumbra… Varado en la noche, el edificio parecía un barco fantasma. Leves crujidos, murmullos inconexos, pasos sigilosos delataban otra forma de vida que se despertaba.

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La gente, paralizada como muñecos, en poses ridículas, aparecían dispersas desde el sótano a la planta alta. Por los cuchillos de luz que formaban las luces de emergencia de la planta baja se adivinaban unas siluetas envaradas. Vestidas, semidesnudas. Un brillo irreal les salpicaba el cráneo a algunas de ellas. En la boutique, un chico con atuendo desaliñado recriminaba a una joven por haberse enfundado unos pantalones sobre los suyos y tratar de irse sin pagar. Ella lo escuchaba impasible. Dentro del probador de la tienda de lencería una jovencita en paños menores terciaba en la discusión de una pareja que aún flotaba hiriente en el aire sobre el sujetador que mejor realzaba la formas de ella. Junto al mostrador de ropa infantil un niño pecoso, de estreno, se conmovía con la vergüenza de una chiquilla detenida en un hipido de llanto porque no le gustaba el traje de flores que su madre se había empeñado en comprarle. La soledad muda de la dependiente de la relojería le pareció más triste al hombre con traje de camuflaje colocado en el rincón junto a los ascensores en comparación al grupo de azafatas de la promoción de móviles del pasillo principal rodeadas de curiosos y cedió al olor del sexo que lo llamaba. Un tipo bañado por la luz azulada de una farola de la calle recriminaba desde detrás de un escaparate a unos adolescentes que se habían quedado merodeando por los alrededores liando un canuto. Al otro lado del pasillo, asomaban los cuerpos atléticos de un tenista y un futbolista dando ánimos a las cajeras del supermercado que se quejaban de las piernas endurecidas por la fatiga.

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Entretanto, en el piso superior, las suaves olas de luz mortecina que formaba la linterna del guardia jurado haciendo la ronda, apenas permitían ver dos cabezas de largas melenas rizadas que lo esquivaban para colocar en fila a los clientes crispados de la zapatería apurados por la llegada de las lluvias. Y a la puerta de una de las salas de cine una dama cubierta con un abrigo de piel y un sombrero exageradamente grande escuchaba las quejas mustias del matrimonio de jubilados que habían encontrado un exceso de sexo en la película. En el almacén, desparramados sobre unos estantes polvorientos, un par de jovencitas desnudas y un muchacho descoyuntado se quejaban del ruido infernal sufrido durante el día y de la machacona cantinela del lotero de la entrada. De nuevo se hizo el silencio. Apenas quedó el eco de un lento arrastrar de pies camino de sus puestos. Por las vitrinas de los escaparates se colaban los primeros rayos del día. Tan sólo quedaban un par de horas para que la otra vida, la de los clientes, arrancara de nuevo mientras ellos, los maniquís, se quedaban inmóviles observándolos.

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