Principio Y Horizonte

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El Principio y Horizonte de la colaboración con laicos.

Francisco Ivern, S.J. INTRODUCCIÓN Para saber a donde queremos llegar, el horizonte que queremos alcanzar, es necesario que sepamos primero cuál es el punto de partida, el principio de nuestra caminata, para poder trazar así, en función de ese principio y de ese horizonte, el camino que tenemos que seguir. Eso se aplica a nuestra misión en general y el ejemplo de eso lo tenemos en el documento de la CPAL intitulado “Principio y horizonte de nuestra misión en América Latina”. Pero también se aplica a misiones específicas que, a la luz de los signos de los tiempos y bajo el impulso del Espíritu, la Iglesia y la Compañía de Jesús, nos invitan a asumir. Y hoy una de esas misiones es la promoción de la vocación laical en la Iglesia y en la sociedad. Es dentro de esa perspectiva y contexto, pero ciertamente a un nivel inferior, que hablamos de una colaboración más estrecha entre laicos y jesuitas. Voy hablarles “suelto”, “ex corde”, fundado en mi experiencia personal, especialmente durante los últimos diez años, cuando como Superior Provincial y también ahora como Presidente de la CPAL, me sentí llamado a promover la causa del laicado, sobre todo en el ámbito de la Compañía de Jesús, donde se me ofrecía la posibilidad de hacer algo en esa dirección. Sin embargo, estaba siempre consciente de que se trataba de una cuestión que se situaba y debía situar en un contexto mucho más amplio y profundo de naturaleza eclesial y que iba más allá de las fronteras de la Compañía. No esperen, por consiguiente, una presentación académica y erudita, con numerosas citas y notas al pie de la página. Procuraré, sin embargo, ser fiel a lo que la Iglesia y la Compañía de Jesús nos dicen sobre la vocación laical y la colaboración entre laicos, sacerdotes, religiosos y, en nuestro caso, jesuitas, en una común misión. EL PRINCIPIO El documento de la CPAL, “Principio y Horizonte”, comienza diciendo que “nos encontramos en un cambio de época que afecta a todas las personas y a toda la persona” (n.1). No creo que sea una exageración afirmar que particularmente a partir del Vaticano II, del Sínodo sobre los laicos, de la Exhortación Apostólica pos-sinodal “Christifideles Laici”, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, y, en el caso de América Latina, de las Conferencias Episcopales de Medellín , Puebla y Santo Domingo, la cuestión del laicado ha pasado a ocupar una posición dominante en la problemática eclesial. Se puede hablar con propiedad de un cambio de época en este campo. La Compañía de Jesús, ya desde la CG 31ª y de los tiempos del P. Arrupe, pero particularmente después de la CG 34ª y de su Decreto 13 sobre la “Colaboración con los laicos en la misión”, ha acompañado esa evolución. Ese Decreto no nació en un momento de inspiración de los que estábamos reunidos en Roma en aquella ocasión. El Decreto simplemente reflejaba el interés que ese tema suscitaba en la Compañía, a las vísperas de la Congregación General que lo promulgó. Prueba de eso fueron los más de cien “postulados” que se recibieron, antes y durante los primeros días de la Congregación, solicitando que ésta se manifestará y legislara sobre ese tema. Tampoco exagero si digo que, en preparación de aquella Congregación, ningún otro tema recibió, de las Provincias y de los jesuitas en general, tanto apoyo como el del laicado. Que la Congregación percibió la capital importancia y relevancia del tema se refleja en las primeras, solemnes y proféticas palabras con que se inicia el Decreto. Esas palabras demuestran que la colaboración entre laicos y jesuitas es percibida por la Compañía, como no podía dejar de serlo, sólo como un aspecto, una aplicación concreta de una cuestión hoy crucial para el futuro de la Iglesia: “Una lectura delos signos

2 de los tiempos a partir del Concilio Vaticano II muestra sin lugar a dudas que la Iglesia del siguiente milenio será la ‘Iglesia del laicado’. La valorización progresiva de la vocación y misión de los laicos se ha manifestado de muchos y diversos modos, tanto en la Iglesia como en la Compañía de Jesús. Durante las últimas décadas hemos testimoniado la creciente presencia y participación de los laicos en la vida de la Iglesia, sea, por ejemplo, a través de los ministerios que cada vez más se les han ido confiando y que antes eran de hecho el patrimonio exclusivo del clero, sea a través de movimientos esencial o predominantemente laicales. En muchas parroquias los laicos juegan un papel preponderante como catequistas, agentes de pastoral o en la misma administración parroquial. Por otro lado, todos hemos constatado y experimentado, también en nuestro propio medio, la creciente demanda, por parte de los laicos, de una formación espiritual, religiosa y teológica. Ellos están cada día más conscientes de las exigencias de su vocación laical, de las responsabilidades que comporta el ”protagonismo” que la Iglesia desea atribuirles en la “nueva evangelización” de la sociedad, y de la necesidad de formarse y prepararse para responder a esas exigencias y desempeñar esas responsabilidades adecuadamente. Se han multiplicado los cursos de teología para laicos y, al mismo tiempo, también ha aumentado rápidamente el número de laicos que desean hacer los Ejercicios ignacianos, no ya de fines de semana, ni sólo de ocho días, sino los Ejercicios completos, en alguna de sus diversas modalidades. Hoy tenemos laicos y laicas preparados para orientar y acompañar los Ejercicios de sus colegas y hasta de jesuitas. En nuestras obras también ha aumentado el número de laicos en puestos de dirección y responsabilidad que antes ocupaban sólo los jesuitas. En el campo ya más específico de la colaboración entre laicos y jesuitas, no sólo de una colaboración puramente institucional, sino en la misión apostólica como tal, también ha habido notables avances. En algunas Provincias se habla de un “nuevo sujeto apostólico” que incorporaría jesuitas, religiosos, religiosos, laicos y laicas, y que ya no serían meros colaboradores, sino verdaderos compañeros de apostolado, comprometidos solidariamente a llevar a delante una común misión, al nivel de una obra determinada o del plan apostólico de toda una Provincia. Algunos de esos laicos y laicas han optado por estrechar aún más esa colaboración, juntándose en redes apostólicas ignacianas o hasta uniéndose a la Compañía de Jesús por un vínculo más formal, sin por eso perder nada de su identidad y autonomía laical. Pero en ese principio o punto de partida no todo es luz, ni todo es avance, ni todo son rosas. Hay todavía sombras que tardan en disiparse y dejar entrar la luz; hay reacciones adversas contra lo que se consideran modismos peligrosos que amenazarían nuestra identidad; hay agresividades que se despiertan y quedan desagradablemente al descubierto, por miedo de perder, sino el poder, una malentendida autoridad. La Iglesia continúa marcada por un excesivo y a veces prepotente clericalismo, celoso por conservar sus privilegios. Se han catequizado y formado laicos y laicas para “practicar la religión”, pero no siempre para evangelizar y cambiar la sociedad. En algunos, por no decir muchos países, la Jerarquía no sólo ejerce su autoridad en cuestiones relativas a la fe y a la moral, sino también en otros campos en los que la autonomía laical está en juego. La participación de laicos, al menos como consultores, en la elaboración de políticas eclesiales que los afectan directamente en su vida familiar o profesional, es aún muy limitada. Esas limitaciones y fallas ocurren no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino de la misma Compañía de Jesús. La preocupación por conservar el control de sus obras e instituciones, hace que muchos jesuitas experimenten dificultades para colocar laicos en posiciones de responsabilidad o para participar, no sólo en la ejecución, sino en la elaboración de decisiones en las obras en que trabajan. Eso a veces lleva a esos jesuitas a ejercer funciones que, con frecuencia, laicos podrían ejercer con mayor conocimiento y competencia, y a descuidar otras más propias de su vocación y misión religiosas. Se ofrecen pocas oportunidades a laicos con potencial de liderazgo, pero con recursos limitados, para formarse o hasta para hacer los Ejercicios, aún en Provincias cuya situación financiera es relativamente confortable.

3 Se crea de este modo una especie de círculo vicioso. No obstante todo el evidente progreso habido en las última décadas, muchos laicos católicos, aún cuando son competentes en su campo profesional, no siempre tienen los medios para formarse adecuadamente, del punto de vista espiritual, teológico y religioso, y con frecuencia no están suficientemente preparados para ejercer un papel mayor en la Iglesia o para asumir el protagonismo que se espera de ellos en la evangelización de la sociedad. En el caso de la Compañía, no siempre están preparados para tornarse, aunque lo deseen, auténticos colaboradores en la misión. Hay que reconocer esa realidad, porque de lo contrario, por parte de los laicos, pueden surgir reivindicaciones en el campo de la colaboración apostólica, que algunos equiparan a reivindicaciones laborales, sin percibir que. del mismo modo que en el campo laboral hay exigencias y criterios objetivos para pretender ocupar ese o aquel lugar y ganar ese o aquel salario, también existen criterios semejantes y objetivos para colaborar en una misión que en el fondo es eminentemente religiosa y apostólica: Misión que no todos están formados y preparados para desempeñar. Ante esa situación de un laicado todavía poco preparado para asumir sus responsabilidades, muchos clérigos y religiosos, incluyendo jesuitas, se refuerzan en sus convicciones y en su poco aprecio por el potencial apostólico del laicado, Con sus actitudes y modo de proceder, perpetúan la posición de subordinación, de estar siempre “on the receiving end”, que los laicos han ocupado y todavía ocupan en la Iglesia, y, porque no decirlo, también en muchas Provincias de la Compañía. Todavía existen muchos jesuitas que se consideran dueños de las obras, en las que los laicos trabajan y de hecho llevan adelante, debido al reducido número de jesuitas en ellas. Esos jesuitas se consideran los dueños absolutos y actúan como tales. No toleran ninguna interferencia, ni conciben la posibilidad de compartir su autoridad con los laicos en la dirección y administración de esas obras y menos aún para definir su orientación apostólica. Se olvidan de que, aún en el mundo secular y empresarial, la Iglesia defiende, en su enseñaza social y desde hace ya muchas décadas, la participación de los obreros, no sólo en los lucros, sino en la misma gestión de la empresa. Pero, como decíamos antes, felizmente hay suficientes señales que indican que este círculo vicioso puede ser quebrado y, de hecho, en muchas partes, ya está siendo quebrado.. A pesar de todas las fallas y de todas las resistencias, hay un fuerte movimiento de “ascensión” del laicado y de valorización de su vocación y misión, tanto en la Iglesia como en la Compañía de Jesús, que cada día gana más fuerza y extensión y, a mi modo de ver, es irreversible Por otro lado, para no hablar de la Iglesia, hay en la Compañía suficientes elementos, tanto de orden humano y personal, como también de orden institucional y doctrinal, que favorecen y alimentan ese movimiento. En primer lugar, hay los documentos ya mencionados y bien conocidos de nuestras Congregaciones y Superiores Generales que nos piden que nos coloquemos al servicio de la vocación laical en general, independientemente de si los laicos trabajan o no en obras de la Compañía. Nos piden que colaboremos más estrechamente con ellos, no sólo en nuestras obras, sino también en obras comunes y en aquellas que están bajo su única o principal responsabilidad. Nos piden que les ofrezcamos oportunidades para formarse y ejercer un papel cada vez más importante y responsable en las obras de la Compañía en las que un buen número de ellos trabajan. Nos piden también que les ofrezcamos, no sólo lo que tenemos, sino lo que somos, es decir, nuestra amistad, y que, consecuentes con esa amistad, a aquellos más próximos de nosotros les abramos, en algunas ocasiones, las puertas de nuestras comunidades, como ellos nos abren las puertas de sus casas, para celebrar juntos nuestra colaboración en una común misión. Además de documentos, sabemos que tenemos en la Compañía un larga tradición laical que favorece la colaboración de la que hoy hablamos. Aunque somos una orden religiosa eminentemente sacerdotal, en el sentido estricto de la palabra, nuestro sacerdocio, como dijo en una ocasión el P. Kolvenbach, es más “paulino” que “petrino”. No somos monjes, sino religiosos y “activamente apostólicos” al mismo tiempo. Nuestro sacerdocio se ejerció y se ejerce en medio del mundo y de las realidades temporales, a través de actividades no definidas “a priori”, sino de aquellas que respondan mejor a las necesidades del momento y que desempeñamos en estrecho contacto y, en muchos casos, en colaboración con los laicos que, por vocación, están llamados a evangelizar aquellas mismas realidades.

4 Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, como tales, no nos definen como religiosos, ni como jesuitas, sino que esa definición se hace en función de lo que llamamos la Fórmula de nuestro Instituto, que constituye nuestro “acto fundacional”, y de nuestras Constituciones que determinan nuestro modo específico de ser y proceder como orden religiosa, sacerdotal y apostólica. Pero los Ejercicios sí constituyen para nosotros la fuente principal de nuestra espiritualidad, aquella que alimenta nuestro carisma y, sino totalmente, en buena parte nos define. Sabemos que la espiritualidad de los Ejercicios, escritos por un Ignacio todavía laico, es básicamente laical. Ese hecho nos aproxima mucho de los laicos y coloca en nuestras manos y en las de todos aquellos que orientan Ejercicios, un poderoso instrumento a servicio del laicado. Es uno de los tesoros, el principal de ellos, que la CG 34 nos invita a compartir con los laicos. Nuestro punto de partida, por consiguiente, está marcado por luces y sombras, por evidentes progresos, pero también por resistencias y obstáculos. Pero debemos reconocer que en la situación actual hay más elementos positivos que negativos. Hay en ella, sobre todo, un inherente dinamismo que revela la presencia actuante del Espíritu y apunta hacia el horizonte que queremos alcanzar. Al mismo tiempo, nos deja entrever el camino que tenemos que seguir para llegar a él. La pregunta ahora es: ¿Cuál sería ese horizonte que deseamos alcanzar? EL HORIZONTE Si la cuestión de la colaboración entre laicos y jesuitas no se sitúa en el contexto más amplio de la vocación y misión propia y específica del laico cristiano en la Iglesia y en la sociedad, siempre habrá el peligro de distorsiones y reduccionismos. Los problemas concretos, las ventajas y desventajas que presenta esa colaboración, tanto para laicos como para jesuitas, particularmente cuando se trata de colaborar en obras o proyectos de la Compañía de Jesús, pueden escondernos o adulterar el problema más de fondo de la identidad laical, de las características que la definen y de las exigencias que ella comporta. Ese problema se presenta no sólo en el ámbito de la Compañía de Jesús sino también, aunque en otros términos, dentro de la Iglesia. Si el papel del laico en la Iglesia, Pueblo de Dios, pero también institución jerárquica, se sitúa sólo en ese último contexto, en términos, por ejemplo, de los derechos de los laicos a participar en la administración eclesial propiamente tal o en los ministerios ordenados que constituyen elemento integrante de Iglesia jerárquica, ese enfoque puede también hacernos olvidar - sin querer negar ahora, ni tampoco afirmar o legitimar sin más aquellos derechos - el papel fundamental que desempeñan los laicos en la consagración y evangelización del mundo, de las realidades y de las estructuras e instituciones humanas. También existe a veces un problema de identidad o de su correcta comprensión por parte de los clérigos y religiosos y que está a la base de algunas de las ambigüedades y dificultades que surgen en el proceso de definir los términos de una posible colaboración entre ellos y los laicos. Aunque el problema es real, no insisto tanto en él porque creo que tanto los clérigos como los religiosos todavía ocupan una posición privilegiada en la Iglesia. De lo que se trata hoy no es tanto de defender su posición y promover sus derechos, sino, sobre todo, la posición y los derechos de los laicos. Es lo mucho que tenemos en común que justifica y exige la colaboración entre clérigos y religiosos y laicos. La progresiva valorización de la vocación y misión laicales, la re-descubierta, por ejemplo, del llamado a la perfección y al apostolado que Dios dirige también a los laicos, ha colocado bien en evidencia que, después de todo, lo que nos une, nuestra común identidad cristiana, es mucho más fuerte que lo que nos distingue y separa. Hoy se habla de una única vocación cristiana y de la cual la vocación laical, clerical o religiosa, serían como las especies de un único género. Sin embargo, del mismo modo que lo específico de cada vocación y misión no puede ni debe obscurecer los elementos comunes que nos unen, lo común tampoco debe llevarnos a confundir las responsabilidades específicas de cada vocación. Es la diversidad en la unidad, la complementariedad de papeles, y no la confusión de carismas, responsabilidades y funciones, ni la afirmación de que “todos lo pueden hacer todo”, que enriquece a la Iglesia y establece una base sólida para la colaboración.

5 Por todos esos motivos, creo que el horizonte de la colaboración entre laicos y jesuitas tiene que definirse, ciertamente a la luz de lo que tenemos en común, pero especialmente de la identidad propia de cada uno. Y como hoy, en el contexto eclesial y aún jesuítico, la identidad que es más débil y está siendo menos respetada y más sacrificada, es, a mi modo de ver, la identidad laical, nuestra primera tarea sería robustecer esa identidad, independientemente de si el laico colabora o no en obras de la Compañía. Atendiendo el apelo de la CG 34ª, nos ponemos “al servicio de la vocación laical ofreciendo lo que somos y hemos recibido: nuestra herencia espiritual y apostólica, nuestros recursos educativos y nuestra amistad”. En diversas oportunidades el P. Kolvenbach ha explicitado con mayor pormenor y reforzado esa directriz de la CG. Me limito a reproducir aquí las citas que ya se encuentran el folleto de la CPAL, “Colaboración con los laicos en la misión (p. 26): No os ofrecemos una participación y colaboración para que nos ayudéis a salvar las obras e instituciones de la Compañía, sino para ser juntos colaboradores de la misión de Cristo, según la gracia de la vocación que cada uno ha recibido del Espíritu. No es, pues, una simple invitación a colaborar en tal o cual obra particular de la Compañía, a asumir la dirección de un Centro o la responsabilidad de una administración. Os invitamos a que desarrolléis vuestra vocación laical en la Iglesia colaborando, al modo ignaciano y según esta espiritualidad, en la misión de Cristo (Pronunciamiento de 03.12.1999, en el Colegio de Chamartín, Madrid). Es evidente que, aún en ese contexto más amplio del que habla el P. General, tenemos una obligación especial en relación con los laicos que ya colaboran con nosotros o trabajan en nuestras obras, no sólo para reforzar esa colaboración, sino también y en primer lugar para ayudarlos para que puedan responder mejor a su llamado para “hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos” (LG 33). Es decir, no podemos permitir que los problemas que pueda presentar la colaboración de los laicos en nuestras obras, o las necesidades específicas de esas mismas obras, tomen precedencia sobre la vocación del laico para evangelizar el mundo y los ambientes donde vive y trabaja. Es decir, no podemos permitir que esa colaboración se defina de tal modo que sacrifique o limite demasiado el ejercicio de las responsabilidades apostólicas propias del laico fuera de nuestras obras; o que el laico sea inducido a creer que ya cumple con todas las exigencias de su vocación y misión laicales por el hecho de colaborar en obras o proyectos de la Compañía. Sólo podemos hablar de una colaboración más estrecha en la misión, entre laicos y jesuitas, como de algo bueno y deseable si ella se sitúa en el contexto correcto y respeta las exigencias de la vocación laical. Por otro lado, esa misma colaboración, bien entendida y trabajada, puede servir de instrumento para ayudar al laico a descubrir su vocación y misión más amplias y a vivir la colaboración con la Compañía como una concretización parcial, pero verdadera y enriquecedora, de esa misma vocación y misión. Todo eso también supone que los jesuitas no sólo están conscientes de lo que la vocación laical comporta, mas también de las exigencias específicas y del alcance y limites de su propia vocación y misión: Misión que, en muchos de sus aspectos, no es su patrimonio exclusivo, sino que tiene mucho en común con los laicos y con frecuencia necesita de su colaboración para que pueda realizarse adecuadamente. No todos los jesuitas están conscientes y convencidos de eso. Muchos de ellos ven todavía los laicos como colaboradores meramente “institucionales”, en instituciones que son de su propiedad, y no tanto como colaboradores “en la misión”, de la cual a veces también continúan considerándose los dueños exclusivos. Ha habido sin lugar a duda mucho progreso, en las últimas décadas, en todo lo que toca la colaboración entre laicos y jesuitas. Sin embargo, por falta de una concepción correcta de la vocación laical, ese progreso está a veces, por no decir a menudo, marcado por expectativas y modos de proceder que son más “clericales” o “religiosos” que laicales. Falta todavía, tanto por parte de los laicos como de los jesuitas, aquella formación que permitiría establecer la colaboración sobre bases que respetasen las

6 responsabilidades propias de cada una de las partes. Y no sólo la formación, sino que también faltan estructuras, políticas, prácticas o modos de proceder, que incorporen las exigencias de una colaboración en la misión franca y abierta, pero al mismo tiempo también respetuosa, madura y equilibrada. Ambas las partes, jesuitas y laicos, tienen que cambiar su mentalidad, la “cultura” que condiciona sus relaciones: Una cultura modelada a lo largo de los años. Eso exige tiempo. Pero, aunque ambos tienen que cambiar, me atrevería a decir que la iniciativa debe ser tomada, los primeros pasos deben ser dados por los jesuitas, no pensando única o principalmente en sus propias necesidades o en las de sus obras, pero, en un espíritu eclesial, colocándose, como nos decía el P. Kolvenbach, gratuita y generosamente al servicio de la vocación laical concebida en toda su plenitud. Es en ese contexto que la colaboración entre laicos y jesuitas, entre personas que comparten una misma visión y misión, inspiradas y animadas por una común espiritualidad, que la colaboración adquirirá su pleno valor y significado. El “horizonte” de la colaboración entre laicos y jesuitas, por lo tanto, es el de un laicado maduro, espiritualmente bien motivado y bien formado del punto de vista religioso; de un laicado consciente de su vocación y misión en el mundo y que comparte con la Compañía de Jesús una misma espiritualidad y un mismo carisma apostólico. De un laicado que ve en la colaboración con los jesuitas, sea en sus obras sea fuera de ellas, una importante ayuda para realizar su vocación laical. Es decir, que encuentra en esa colaboración luz y fuerzas para vivir esa vocación en toda su plenitud y responder a sus exigencias en los diversos ambientes donde vive y trabaja. Por lo que a los jesuitas se refiere, el “horizonte” que pretendemos alcanzar supone religiosos que se colocan a servicio de los laicos para ayudarles a realizar mejor su vocación y al mismo tiempo ven en ellos, sino siempre de inmediato, al menos en un futuro más o menos próximo, verdaderos compañeros de misión: Compañeros, no sólo para llevar adelante las obras o implementar los planes apostólicos de la Compañía; sino también para colaborar en la evangelización del mundo contemporáneo, en fidelidad al magisterio de la Iglesia, pero también al carisma apostólico propio de la Compañía. En el futuro existiría una vasta Red Apostólica Ignaciana, en los términos en que hoy se entiende el concepto de “red” y que ya preveía y describía la CG 34ª (Decreto 13, nn. 21-22). Esta red estaría constituida por individuos y grupos, no solo de laicos, sino también de religiosos y religiosas, unidos todos por una misma espiritualidad ignaciana e ideal apostólico. Algunos de los miembros de esa Red estarían trabajando en obras o instituciones de la Compañía, otros en obras o instituciones de la Iglesia o propias, y otros, finalmente, estarían ejerciendo su apostolado en instituciones o ambientes seculares, no vinculados ni con la Iglesia ni con la Compañía. Esta Red podría estar articulada en núcleos, en función de los ambientes en que cada uno trabaja y/o también en función de los diversos campos o sectores de apostolado. Cada miembro de la Red, individual o corporativo, mantendría su propia identidad y la autonomía propias de su estado de vida. Los miembros de la Red que se sintieran llamados a hacerlo, podrían proponer a la Compañía una vinculación o asociación más estrecha, “más estable e íntima” con ella que se formalizaría mediante un documento escrito definiendo los mutuos derechos y responsabilidades que esa asociación implicaría, sin que eso comportara ninguna tipo de integración en el cuerpo de la Compañía como tal. Como en el caso de la Red Apostólica, las personas laicas que así se asociaran continuarían manteniendo el carácter específico de la vocación laical. Esa asociación también está prevista en el Decreto 13 de la CG 34ª (nn. 23-25). Si en una determinada Provincia la mayoría o un buen número de los que trabajan en obras de la Compañía o colaboran de algún modo con ella decidieran asociarse mediante un vínculo igual o parecido al que propone la CG 34ª , entonces sí que se podría hablar, como lo hace el “Principio y Horizonte”, de un “nuevo sujeto apostólico”. En el caso de otros miembros de la Red que trabajaran en obras, instituciones o ambientes sobre los cuales la Compañía no ejerciera ningún tipo de jurisdicción o autoridad, esa asociación más estrecha también sería posible, pero en este caso difícilmente se podría decir con propiedad que ellos constituyen, junto con los jesuitas, un único cuerpo o un nuevo sujeto apostólico. Al decir eso pienso en personas que comparten nuestra espiritualidad y carisma apostólico, pero que trabajan, por ejemplo, como agentes de pastoral en

7 parroquias, en entidades seculares o en oficinas gubernamentales como funcionarios públicos. Allí trabajan en estrecha colaboración con otros que no se identifican necesariamente con nuestro carisma o modo de ser y proceder y a veces hasta son miembros de otros grupos o entidades religiosas. ¿En esos casos, cuál seria el sentido y valor de una asociación más estrecha con la Compañía? La CG 34ª no parece limitar esa unión con la Compañía por un lazo más estrecho a aquellos o aquellas que trabajan en nuestras obras o colaboran directamente con la Compañía, ya que su finalidad, en las palabras de la misma Congregación sería “extender la acción misionera de la Compañía a laicos que acompañen a y sean acompañados por jesuitas en el discernimiento y trabajo apostólicos.” (n.24) Esas personas, que no trabajan ni colaboran directamente en obras de la Compañía, se comprometerían a mantener viva la espiritualidad ignaciana que las inspira y anima, a buscar en la Compañía la necesaria orientación para su vida y apostolado, y a discernir junto con ella posibles misiones que pudieran asumir dentro o fuera del ambiente en que trabajan. Por su parte, la Compañía, como en el caso de todas las personas que establecieran ese tipo de vinculación con ella, se comprometería a darles esa y otras ayudas que fueran juzgadas necesarias para un mejor desempeño de su misión, incluyendo apoyo financiero cuando las circunstancias lo aconsejaran. En cualquier hipótesis, esa asociación se situaría esencialmente en el ámbito espiritual y de la misión apostólica. No comportaría ningún derecho u obligación de tipo laboral o cosa semejante. Debemos reconocer, sin embargo, que con frecuencia, no sólo en el caso de los laicos “asociados”, sino también de la colaboración entre jesuitas y laicos en general, sobre todo cuando se trata de laicos que trabajan en nuestras obras, surgen a veces problemas de orden financiero que tienen que ser bien “administrados” y resueltos para que la colaboración en la misión no pierda nada de su pureza y transparencia. Pero los problemas de orden financiero no se limitan a los que trabajan en obras de la Compañía. Por una concepción poco correcta de lo que comporta ser laico o laica, que en muchos casos tiene que sustentarse y sustentar también a su familia con su trabajo, se les pide a veces a esos laicos que ejecuten trabajos o presten determinados servicios en régimen de voluntariado, asumiendo con excesiva facilidad que ellos tienen tiempo y recursos suficientes para hacerlo, lo que no siempre sucede, aunque deseen colaborar gratuitamente siempre que puedan, como muchos de ellos lo desean. Por esos motivos, como ya he intentado dejar claro, si la colaboración entre jesuitas y laicos no se sitúa en el marco más amplio de una vocación laical bien comprendida, siempre existe el peligro de considerar a los laicos como si fueran religiosos y de esperar de ellos servicios como si tuvieran, o tuvieran que tener, la misma disponibilidad que los jesuitas y, al mismo tiempo, un acceso casi ilimitado a recursos de tiempo y dinero. Como indicaba antes, ese peligro de concebir al laico comprometido o “asociado” como si fuera un clérigo o un religioso, es más general y se aplica a otros campos y no sólo al financiero. Por eso, el horizonte que queremos alcanzar pasa necesariamente por una valorización progresiva de la vocación laical en la Iglesia y en la Compañía, ya que es a la luz y en función de esa vocación, más valorizada y mejor comprendida, que debe situarse la cuestión más concreta de la colaboración entre laicos y jesuitas en la misión. EL CAMINO A SEGUIR Generalmente, cuando se afirma que ni todos los laicos ni muchos jesuitas están todavía bien preparados para asumir los deberes y responsabilidades que comporta una colaboración, en un pie de igualdad, en la misión, se piensa en la formación, como el medio para llegar al objetivo que pretendemos. En el librito de la CPAL sobre “Colaboración con los laicos en la misión” se dedica todo un capítulo, el 6º, a la “Formación para la colaboración” (pp. 39-45) y en él se sugieren los diversos contenidos o modalidades que podría asumir esa formación, tanto en el caso de los jesuitas como de los laicos. También en este capítulo y en el anterior se indican los medios necesarios para que esa formación pueda realizarse adecuadamente y se enumeran las condiciones que los laicos y los jesuitas deberían cumplir para que se pueda dar una verdadera colaboración entre ellos. No repetiré aquí lo que allí se dice.

8 Es evidente que la formación de los laicos, sea a través de los Ejercicios ignacianos, sea, por ejemplo, mediante cursos de teología o de cultura religiosa, los capacita cada vez más para asumir las responsabilidades de su vocación y para colaborar con la Iglesia y, en particular, con la Compañía, en la evangelización de la sociedad. Esa formación les da más autoridad, más “voz”, y los prepara para ser aceptados por los clérigos y religiosos como válidos interlocutores y colaboradores en la misión. También en el caso de los jesuitas hay necesidad de una formación, ya desde el noviciado, que los concientice sobre la necesidad de la colaboración con los laicos y los prepare para reconocer y aceptar sus exigencias. Tanto en uno como en otro caso, la formación es un proceso que requiere tiempo y sus frutos sólo aparecen a medio o largo plazo. Ese no es un argumento para perder nuestra fe en la formación, sino al contrario para investir cada vez más en ella, tanto en términos de recursos humanos como financieros, y acelerar de ese modo el necesario cambio cultural en las relaciones entre laicos y jesuitas que todos deseamos. Eso exige un cambio de mentalidad en los jesuitas que tendrían que ser, por vocación, más formadores que ejecutores, particularmente de tareas administrativas. Esas tareas deberían ser confiadas gradualmente, pero cuanto antes, a los laicos. Al decir eso, no quiero de ningún modo implicar que los laicos se deban dedicar exclusiva o principalmente a funciones de orden administrativo. Siguiendo el principio ignaciano de que tenemos siempre que concentrar nuestros esfuerzos allí donde se espera mayor fruto, o que el bien cuanto más universal es más divino, en la formación de los laicos tendríamos que investir más recursos en aquellos que, por sus cualidades humanas, pueden un día ser ellos mismos formadores de otros laicos, es decir, agentes multiplicadores. Toda formación tiene una dimensión formal, en el sentido de que exige contenidos bien definidos y un enfoque sistemático y progresivo, tanto en el área de la formación espiritual como religiosa y teológica. Pero la formación no se puede limitar a esos aspectos más formales, a invitar a los laicos a hacer los Ejercicios o cursos de formación religiosa. Hay también una formación que se consigue a través de otros medios, bien pensados y planeados, pero de carácter más informal. Pienso en una formación a través del diálogo e intercambio entre laicos y jesuitas sobre temas concretos; a través de la acción, de la participación en actividades y proyectos concretos, preferentemente lado a lado con jesuitas. La ventaja de esos medios más informales es que con frecuencia revelan, colocan al descubierto, cuáles son de hecho las necesidades y expectativas de los laicos y de los jesuitas en relación con la colaboración entre ellos; cuáles son los obstáculos que impiden o dificultan, o los factores que favorecen una realización más plena de sus respectivas vocaciones y misiones, o la misma colaboración. Permítanme una palabra sobre los Ejercicios para laicos y el modo de darlos, aunque reconozco que ese es un terreno en el que no tengo ninguna competencia específica, fuera de haber hecho muchas veces los Ejercicios y de haberlos orientado en algunas ocasiones. Si la colaboración entre laicos y jesuitas se tiene que situar en el contexto más amplio de una vocación laical entendida en toda su plenitud y profundidad, los Ejercicios, y la espiritualidad eminentemente apostólica que los caracteriza, deberían preparar a los laicos para asumir esa vocación y cumplir sus exigencias, sobre todo en aquellos ambientes que les son más propios, en donde viven y trabajan. Tengo la impresión que, con frecuencia, el impacto de los Ejercicios se sitúa más al nivel personal y subjetivo y no tanto al nivel social o en función de los valores que deberían encarnarse en los diversos ambientes propiamente laicales, sea en el ambiente familiar y profesional, sea en el ambiente más amplio de la vida en sociedad, en sus aspectos socio-económico y socio-político. Eso exige un mínimo de “contextualización”, es decir, un esfuerzo por parte del orientador y del mismo ejercitante para “traducir” de algún modo los valores evangélicos contenidos en todas las semanas de los Ejercicios, pero de un modo especial en consideraciones, meditaciones o contemplaciones claves como el “Principio y Fundamento”, el “Llamamiento del rey temporal”, la Encarnación, las dos banderas, los tres binarios, o la misma contemplación para alcanzar amor, en términos que puedan ser aplicados a la vida de cada día.

9 No creo que sería correcto afirmar, aunque no faltan los que lo afirman, que esa “contextualización” es superflua o desnecesaria. Los Ejercicios ignacianos deberían llevarnos a colocarnos, libres y disponibles, en las manos de Dios para hacer su voluntad. Pero no tienen en si mismos la capacidad de interpretar esa voluntad en términos de nuestras responsabilidades concretas ante realidades o ambientes profundamente marcados y condicionados por los principios y criterios, los valores o contravalores de la sociedad contemporánea en que vivimos, muy distinta de aquella del tiempo de San Ignacio. Naturalmente, eso se aplica tanto a laicos como a jesuitas, aunque, debido a la naturaleza de su vocación, la necesidad de esa “contextualización” pueda a veces aparecer menor. CONCLUSIÓN La Compañía de Jesús necesita de colaboradores laicos bien motivados y formados, no simplemente para garantizar la futura existencia de sus obras e instituciones, sino, sobre todo, para preservar su identidad cristiana e ignaciana y la pureza y autenticidad de su misión al servicio de la fe y de la promoción de la justicia. El número muy reducido de jesuitas en la gran mayoría de esas obras no es suficiente para asegurar ese objetivo. Pero esa necesidad de la Compañía, por muy noble y elevada que sea, no puede hacernos olvidar que nuestra responsabilidad en relación con los laicos va mucho más allá de ella. En cualquier hipótesis e independientemente de nuestras obras, estamos al servicio de la vocación y misión de los laicos en el mundo y en la Iglesia. Eso no significa que la Compañía no pueda extender su acción misionera en el mundo, preferentemente a través de laicos y laicas que, al mismo tiempo que están dispuestos a asumir las responsabilidades y el protagonismo que la Iglesia espera de ellos en la nueva evangelización dela sociedad, compartan de algún modo nuestra espiritualidad y carisma apostólico. La misma colaboración entre jesuitas y laicos, aún con aquellos que colaboran más directamente con la misión Compañía, tiene que situarse siempre en ese contexto más amplio, para evitar que de algún modo se adultere con elementos más propios de una vocación clerical o religiosa que laical. Eso también se aplica a laicos y laicas que se asocian a la Compañía por un lazo más estrecho, pero que, aún así, no se integran en el cuerpo de la Compañía y mantienen siempre “el carácter específico de su vocación laical, sin convertirse en semi-religiosos.” (CG 34ª, d. 13, n.24). Esas consideraciones no colocan límites a la colaboración entre laicos y jesuitas, mas al contrario abren innumeras posibilidades de colaboración dentro y fuera de nuestras obras. De esa colaboración, no sólo la vocación laical saldrá robustecida, sino que los mismos jesuitas podrán redescubrir y revalorizar su propia vocación religiosa, ya que es a través y gracias a su fidelidad creativa a esa vocación que podrán ayudar a los laicos y también ser ayudados por ellos, tanto en su vida religiosa personal y comunitaria, como principalmente en el desempeño de su misión apostólica.

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