PARTIDOS POLITICOS Y CLASES SOCIALES
por
G ERMÁN C OLMENARES
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Universidad del Valle
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BANCO DE LA REPL BÜCA
COLCI€NCIAS
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EDITORE S
TRANSV 2a. A. No. 67-27. TELS. 2550737 - 2551539, AA. 4817, FAX 2125976 EDITORES '
•THtCiR MUNDO SA SANTAFÉ DE BOGOTA
EDICIÓN A CARGO DE HERNÁN LOZANO HORMAZA CON EL AUSPICIO DEL FONDO GERMÁN COLMENARES
DE LA UNIVERSIDAD DEL VALLE
Diseño de cubierta: Héctor Prado M., TM Editores Primera edición: 1968, Universidad de los Andes Segunda edición: 1978, Ediciones Los Comuneros Tercera edición: agosto de 1997, TM Editores © Marina de Colmenares © TM Editores en coedición con la Fundación General de Apoyo a la Universidad deí Valle, Banco de la República y Colciencias Esta publicación ha sido realizada con la colaboración financiera de Colciencias, entidad cuyo objetivo es impulsar el desarrollo científico y tecnológico de Colombia ISBN: 958-601-719-2 {Obra completa) ISBN: 958-601-650-1 (Tomo) Edición, armada electrónica, impresión y encuadernación: Tercer Mundo Editores Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia
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Se es ante todo de su clase, antes de ser de su opinión. Pueden oponérseme, sin duda, individuos; hablo de clases; sólo ellas deben ocupar la Historia. Tocqueville (Anden Régime)
NOTA DE LOS EDITORES
Partidos ha sido publicado tres veces: _ Entre 1966 y 1967, por capítulos en el Boletín Cultural y Bibliográfico, (mayo a diciembre del 66 y enero del 67), bajo el nombre de Formas de la conciencia de clase en la Nueva Granada. _ En 1968 la Universidad de los Andes publicó el libro bajo su nombre final Partidos políticos y clases sociales. — En 1978, Partidos es publicado por Ediciones Los Comuneros. El artículo que en esta edición aparece como último capítulo: «Manuela», la novela de costumbres de Eugenio Díaz, fue publicado en 1988 en el Manual de literatura colombiana de Procultura y Planeta.
RECONOCIMIENTOS
Al Gobierno francés, por una beca de estudios otorgada en 1963, la cual permitió llevar a cabo este trabajo; a Fierre Chaunu, cuya generosidad intelectual debiera haber estimulado un resultado mejor; a Mario Arrubla y a Jorge Orlando Meló, de la U. N., que leyeron los originales y adelantaron críticas con las cuales estoy plenamente de acuerdo. A Andrés Holguín y Jaime Duarte French, cuyo interés me ha animado a esta publicación. A Darío Fajardo, que cuidó de la corrección de las pruebas.
CONTENIDO
RECONOCIMIENTOS INTRODUCCIÓN CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS Los agentes históricos La versión oficial de la historia ✓
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Capítulo I. 1848 El problema de la revolución de 1848 La cristalización de una revolución latente El liberalismo, en el origen de una conciencia de clase
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Otros factores históricos. La visión retrospectiva de los reformadores 22 Una burguesía naciente. Sus adversarios y su coyuntura
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Capítulo II. LAS CUESTIONES QUE SE DEBATÍAN (Económicas) / 25 Puntos de vista sobre la propiedad territorial 25 La ausencia de capitales, la empleomanía y los pretextos de la usura 33 El punto de vista de los comerciantes . 38 La mano de obra. La manumisión y los miramientos a los diputados del sur 42 Capítulo III. LAS CUESTIONES QUE SE DEBATÍAN (Religiosas) El problema político de la religión y sus supuestos Ambigüedades de la conciencia v La moral secular "Capítüio'iv: LÁS'FUENTLSDELCONSERVAT1SMO La imaginería antiliberal Los temores conservadores y el testimonio de Mercado sobre los conflictos del sur Los anatemas de los jefes y el desaliento de los propietarios Los candidatos conservadores La visión complaciente de Eugenio Díaz Capítulo V. FLORENTINO GONZÁLEZ, EL MENTOR La garantía de los intereses
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45 45 49 51 57 57 59 65 67 70 77 77
CONTENIDO
La independencia de don Florentino La anglomanía
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Capítulo VI. LA ABOLICIÓN DEL MONOPOLIO DEL TABACO Comercialización de la agricultura Los aspectos sociales de la cuestión
91 91 94
Capítulo VII. EL SOCIALISMO GRANADINO La comedia de los errores j Para qué servía el socialismo _________ 105
101 101
Capítulo VIII. GÓLGOTAS Y DRACONIANOS ^ 113 El tema de las generaciones 113 La República civil y el soplo heroico 116 Memorables sesiones en que se debatieron la lógica y los principios 120 Reflexiones 126 Capítulo IX. Los ARTESANOS •/ \Q~ Curiosos antecedentes de las Sociedades Democráticas Los temas de las Sociedades Democráticas Gólgotas y artesanos: el desengaño Sobre el verdadero carácter histórico del régimen provisorio del general Meló Capítulo X. MANUELA, LA NOVELA DE COSTUMBRES DE EUGENIO DÍAZ 145 Las costumbres del campo y el canon literario nacional 145 La novela latinoamericana: ¿absorción en el paisaje o problemas de figuración? El conformismo y la transgresión social La afirmación de una cultura El ver, el oír
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INTRODUCCIÓN CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS
LOS AGENTES HISTÓRICOS
Una de las preocupaciones dominantes de la mayoría de los historiadores colombianos, ha consistido en acpmular razones destinadas a «probar» la veracidad de algunos hechos que contribuirían a desacreditar la tradición de un partido político. Es frecuente, por ejemplo, la alusión a «los puñales del 7 de marzo» para referirse, con una frase consabida pero plena de sugerencias, a la elección de José Hilario López, verificada por el Congreso en el recinto de Santo Domingo, para el período presidencial de 1849 a 1853. No puede descartarse el hecho de que se haya ejercido cierta forma de violencia sobre los congresistas. Tampoco puede afirmarse de manera absoluta que la haya habido, porque todos los testimonios son contradictorios y mu, chos pueden objetarse de parcialidad. Pero aun si fuera posible establecer la verdad sobre este episodio sin dejar lugar a dudas, su esclarecimiento no arrojaría más luz sobre los datos que poseemos acerca de todas las circunstancias que lo rodearon. Sería en todo caso un dato más, ilustrativo de las costumbres^pojíticas de la época, pero no un argurneñto^ontra los procedimientos censurables que caracterizan a una agrupación política. La verdad histórica afecta a una de las formas del conocimiento y no a la satisfacción o a la reprobación moral. Un hecho parecido, para salvar el escollo de la parcialidad, debe situarse entonces dentro de una perspectiva mucho más amplia que aquélla en que puede colocarlo una dudosa preocupación por la verdad. Dudosa porque no hay manera de relacionarla con el saber histórico si no es dentro de la anticuada concepción de la Historia como «supremo tribunal de las acciones de los hombres».
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En otras palabras, resulta casi sin interés, en el ejemplo propuesto, el aspecto anecdótico de la elección, a no ser que todo el proceso que condujo a ella, como también los hechos ulteriores, encuentren una conexión que sirva para interpretar cada episodio dentro de un conjunto ordenado y racional, sin la interferencia de una devoción ideológica deformadora. La agitación popular del momento, único dato que puede afirmarse con certeza, puede encerrar entonces un sentido mucho más hondo que aquél que se deriva de una aprecia dónde tipo moral sobre las presiones, reales o supuestas, de que habrían sido objeto los notables reunidos en lo que se denomina, urT poco convencionalmente y para reforzar el efecto moral, «augusto recinto». Un error semejante en la apreciación de los hechos se desliza cuando admitimos, sin otra caución que la que se arroga a sí mismo el «tribunal de la historia», que a partir de la elección y por el hecho de ser espuria, la gestión de los asuntos del Estado estuvo a cargo de hombres incapaces o que reinó la más profunda «inmoralidad» y «desgobierno». Ni aun una historia meramente política puede concebirse en estos términos, puesto que la exposición del acontecer político se subordina a consideraciones relativas a la sociedad en su conjunto. Cabe preguntarse si esta limitación en los puntos de vista no obedece en gran parte a la injustificada pretensión de valorar moralmente la acción histórica de un personaje o de un grupo político. Aún más, si la necesidad puramente lógica que conllevan los juicios de valor no conduce a asignar erróneamente como causa de un acontecer histórico la acción de agentes cuya influencia real sobre los acontecimientos resulta muy problemática de establecer. Se busca forzosamente la responsabilidad de algo o de alguien cuando quiere emitirse un juicio de esta clase y por eso se tiende a sobrevalorar la importancia de los grupos o de las personas más aparentes. Los partidos políticos, por ejemplo, no constituyen entidades históricas inalterables ni menos aun seres corpóreos que puedan ser objeto de un proceso«)ndenatorio, ni conceptos metafísicos de tal naturaleza que puedanserconjurados o abolidos. Su acción está encuadrada dentro de circunsíáncias concretas y, por lo tanto, irrepetibles. Su composición misma puede variar dentro de ciertos límites,
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según los intereses que el partido tienda consciente o inconscientemente a prohijar. Si existen algunas constantes por las que pueda identificarse el partido, esto no quiere decir que su esencia permanezca inalterable. En Colombia, al menos, no puede identificarse a los partidos por sus afirmaciones doctrinales. Una alianza pasajera de intereses puede conducir, insensiblemente, a cambios radicales de doctrina. Uno de los hombres que afirmaron con suficiente nitidez el principio conservador'en Colombia, Mariano Ospina Rodríguez, sancionó la constitución de 1858, que abrió las puertas al federalismo. Este hecho sería inexplicable si no existiera el antecedente de una alianza entre el partido conservador y la fracción teóricamente más radical del liberalismo, que tuvo por objeto enfrentar a la dictadura del general Meló en 1854. A la inversa, muchos de los hombres que contribuyeron a fijar una actitud dogmática en el liberalismo respecto al clero y al ejército, terminaron apoyando fervorosamente la Regeneración. I En resumidas cuentas, si los componentes de un partido (sectores'sociales o individuos) poseen cierta movilidad, puede decirse lo mismo de la doctrina. Ésta posee cierta jluidez, como los intereses mismos que^Dugña por expresar, y un ritmo irregulax.de afirmaciones y desmayos que está.determinado por las oscilaciones del poder, por la personalidad de sus defensores y aun por factores tan imprevisibles como los cambios del equilibrio entre las naciones. Si al historiador le interesa subrayar los elementos constantes de una agrupación política, esta preocupación no debe exagerarse hasta el extremo de olvidar señalar las diferencias necesarias que deben existir en dos épocas diferentes. Las similitudes representan una tentación, particularmente cuando se trata de emparentar dos períodos de crisis. El civilismo de una de las fracciones del partido liberal, por ejemplo, que en 1848 se expresa a través de ataques directos dirigidos contra la institución militar, no puede explicar una actitud similar en Aquileo Parra, Nicolás Esguerra y Miguel Samper, que se muestran reticentes frente a la posibilidad de emprender una guerra contra el régimen de la Regeneración, en 1899. En este caso, no se trata de una afirmación doctrinaria que pueda caracterizar a través de dos generaciones a la fracción gólgota o radical del liberalismo, sino más bien la reacción psicológica adecuada, y por lo mismo constante, de abo-
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gados y comerciantes; es decir, una clase social, frente a las manifestaciones de fuerza. Lo cual significa algo muy diferente a la afirmación de una superioridad moral en cuanto a los principios. Tampoco la acción del «héroe» obedece de manera exclusiva a su mera condición moral. No puede afirmarse que un hombre de Estado, por el hecho de serlo, quede colocado automáticamente por encima de la moral corriente. Pero en su caso no pueden emitirse juicios morales inexorables. Muchas de sus decisiones escapan a la mera comprobación o no puede medirse de manera adecuada la relación del personaje con la responsabilidad moral de sus acciones. Sucede con mucha frecuencia que los testimonios que se refieren a la intimidad de un personaje contrastan extrañamente con los juicios adversos sobre su actuación política. En realidad, es muy raro encontrar una «semblanza» de un hombre público, que no constituya una apología. Todas parecen tener en cuenta una lealtad que debe presidir las relaciones privadas, pero de la que evidentemente puede prescindirse cuando se trata de la vida pública. Sabemos, por ejemplo, que Obando poseía cualidades sociales altamente apreciables y que, sin embargo, era víctima de ataques y persecuciones iracundas. Poseemos, por ejemplo, una gran cantidad de documentos oficiales que se refieren a la actuación del general, presidente de la República, en el golpe de Estado del 17 de abril de 1854. En este caso, se trata de una documentación parcial puesto que toda tiene su origen en el juicio político que se siguió a Obando ante el Congreso, una vez restablecida la legalidad. En ningún momento pudo probarse la participación activa del presidente de la República en el golpe de Estado. Se procedió más bien por inferencias de tipo político, tales como la de la presunta reacción de Obando por haber tenido que sancionar la Constitución de 1853, que sustraía una porción considerable de poder al jefe del Estado. Esto había creado una situación que se consideraba personalmente humillante para Obando, dadas las costumbres políticas de la época. A nadie parecía extraño que el general hubiera pecado, por lo menos por omisión, frente a la insurrección de Meló. El tono que domina las acusaciones revela, sin embargo, que el juicio no involucraba solamente la persona de Obando o la ambigüedad de su conducta del 17 de abril, sino que estaba dirigido contra la
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institución militar misma. Los alegatos de Salvador Camacho Rol- dán y Florentino González, el uno como acusador ante el Senado y el otro como Procurador General de la Nación ante la Corte Suprema de Justicia, dejan entrever la misma preocupación. Según Camacho Roldán «... el poder militar que sobrevivió a las encarnizadas luchas de la Independencia; poder organizado en medio de individualidades disueltas; poder armado en medio de un pueblo desarmado; fuerza viva y latente al lado de gobiernos sin vigor y de poblaciones esparcidas sobre un vasto territorio, no podía menos de ser amenazante a la tranquilidad pública y a la nueva organización que, pasada la guerra con la metrópoli, exigía una República pobre y atrasada»1. El argumento central de Florentiño González añade a estas incriminaciones el contraste que presentan con las conquistas de la revolución de 1848: ... pero en esta tierra, en donde el clero renunció a ser una clase privilegiada; en donde los abogados abdicaron el derecho exclusivo que tenían de administrar justicia y defender los derechos de los ciudadanos; en donde los médicos dejaron de ser un gremio; en donde ningún ciudadano es otra cosa que lo que pueda ser con el buen uso que haga de las facultades de que lo dotó la naturaleza y de la libertad que tiene para desarrollarlas; en esta tierra, en donde se han dedicado a los trabajos pacíficos de la agricultura y del comercio tantos hombres notables y beneméritos que derramaron su sangre para asegurar la independencia nacional, allá en la época gloriosa en que se combatió por ella, sólo esos militares insolentes que custodiaban al encargado del poder ejecutivo, bajo las órdenes de Meló, pretenden que se les conserve en sus puestos como un cuerpo privilegiado, y que se siga trayendo como galeotes a los granadinos para enrolarlos en sus filas y convertirlos, bajo las inspiraciones del dictador del 17 de abril, de pacíficos agricultores en sediciosos pretorianos .
Estos alegatos concluyen un proceso de seis años de la república civil contra las instituciones militares, y ni siquiera la conveniencia política pudo atenuar el rigor de la sentencia. Los liberales hubieran 1 2 podido, en efecto, obtener la absolución de Obando y restablecerlo
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Salvador Camacho R., Escritos varios. Librería Colombiana, 1893. V. el artículo «Proceso del 17 de abril de 1854», p. 95. Florentino González, Alegato ante ¡a Corte en la causa seguida a Obando. Imprenta del Neogranadino, 1855, p. 13.
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en el poder. Sucedió todo lo contrario. Fueron los hombres de la fracción radical quienes estuvieron encargados de la acusación. Es cierto que las operaciones militares que culminaron el 4 de diciembre de 1854 con la caída de Meló habían sido dirigidas por los conservadores y la dirección de la guerra había escapado de las manos de los caudillos liberales, a raíz de la derrota de los generales Herrera y Franco en Zipaquirá. Pero como lo sugiere Aquileo Parra en sus Memorias3, sólo la pasión legitimista de los liberales permitió la subordinación de un interés político a las necesidades de la guerra. Los radicales no trataron de recobrar su preeminencia a lo largo de la guerra y, una vez terminada, les pareció preferible la garantía de un régimen civil, aunque fuera conservador, a la amenaza que representaba Obando para la constitución del 21 de mayo. La república civil, fundada trabajosamente con las reformas instauradas a partir de 1848 y amenazada transitoriamente por «sediciosos pretorianos», podía seguir subsistiendo merced a una alianza bastante extraña entre la fracción más radical del liberalismo y el muy recientemente fundado partido conservador. ¿Resulta legítimo, entonces, ver una oposición inconciliable entre las dos fraccionas políticas? ¿O, más concretamente, puede asignarse a un juego dialéctico entre dos ideologías sin ningún punto de contacto como la causa eficiente del movimiento histórico? Un estudio detallado de las tesis sustentadas por radicales y conservadores puede sorprendernos, antes que por las diferencias, por la profunda similitud de los intereses que revelan. El hecho deja de ser tan paradójico si deslindamos la mera actuación política, que muchas veces se reduce a meros antagonismos personales, de las condiciones sociales y económicas que yacen en estratos más profundos. Una vez expuesto el programa de reformas que se propone la administración de José Hilario López, Caro y Ospina, los más decididos expositores del principio conservador, se contentan con declarar -en La Civilización: ... el principio conservador acepta y promueve todo género de reformas, pero hechas gradualmente y con el tino y prudencia debidos, para que los males de la reforma no vengan a ser peores que los que con ella se intenta destruir.
No se trata de una intransigente defensa del statu quo, sino más bien 3
Aquileo Parra, Memorias. Imprenta de La Luz. Bogotá, 1912, p. 102.
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de una forma atenuada de la conciencia que urge las reformas. Deben consultarse todos los intereses sociales afectados por una medida, antes de proceder a instaurarla. La sociedad es un organismo complejo cuyo equilibrio depende de la gradual adaptación de las medidas políticas a los nuevos hechos sociales. No todo puede depender de la ley, es decir, de la voluntad política activa. Aquí encontramos un punto de contacto con el radicalismo, aunque la formulación de los puntos de vista sea diferente: los radicales confían en la ley, pero para desembarazar de trabas fiscales o institucionales a la iniciativa individual. Pero en ambas formulaciones tiende a afirmarse un principio esencial: el de la individualidad como agente activo del progreso social. LA VERSIÓN OFICIAL DE LA HISTORIA
La reconstrucción histórica está sometida en Colombia a las reglas de un empirismo bien probado, pues se escamotea de antemano todo intento de interpretación. Los hechos no trascienden jamás la versión oficial del documento que los contiene. El investigador reduce de ordinario su tarea a hilvanar documentos de prosa oficial y a traducirlos a prosa cotidiana. Este procedimiento, familiar a todos aquellos que han leído un manual escolar, da como resultado la enumeración interminable de actos oficiales. El problema no tiene nada que ver con la escogencia de las fuentes históricas, sino con la manera de asimilarlas. La historia no puede reducirse a la verslóri escueta del contenido de documentos oficiales o de testimonios que se acuerden con ellos. Debe ser, por el contrario, a partir de las fuentes, una elaboración del espíritu humano. En rigor, una interpretación v no una mera traducción. La traducción no tiene, a menudo, otro mérito que el acumular los hechos ordenadamente, en torno a la función burocrática del Estado. Los actores individuales de la historia aparecen siempre inves- \
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tidos de un incómodo carácter oficial y no se reconoce otro agente histórico, fuera de las voluntades que se mueven delimitadas previamente por ese carácter. Cualquier hecho que se salga de este marco solemne suele contemplarse, o como una catástrofe de la naturaleza, o como una reacción contra los actos del gobierno. Una guerra civil, por ejemplo (y es el caso más frecuente durante el siglo XIX), da oca- 1 sión apenas para señalar las «causas», que pueden encontrarse expuestas en cualquier mensaje de los presidentes al Congreso, para ^ seguir detenidamente las operaciones militares y para concluir con la descripción de la ruina económica y moral, especialmente esta última, que se presta más a un tratamiento literario, que el trastorno jtrajo consigo. : i Pero si bien se prescinde con facilidad de la interpretación, ningún historiador escapa a la tentación de emitir juicios de valor acerca de acontecimientos o personajes excepcionales. Simultáneamente a sus propias inclinaciones, fundadas sobre convenciones morales o de partido, su método lo constriñe a tal punto, que debe someterse a una escala de valores muy peculiar. Los criterios de valoración se subordinan, más que a una preocupación de tipo histórico, a conceptos jurídicos de legitimidad y de legalidad. Existe una tendencia evidente a confrontar los simples hechos históricos a la evolución institucional del país. Acaso pueda verse como raíz de esta tendencia, el hecho cierto de que, a partir de 1810, la preocupación dominante en los ! hombres del siglo XIX consistió en encuadrar el mismo acontecer his- j tórico dentro del marco de instituciones ideales. Pero esta tendencia ¡ histórica no justifica la intromisión, dentro del campo del conocimiento, del formulismo jurídico que emana del estilo oficial y de los hábitos burocráticos. >La evolución institucional apenas señala una ruta para las aspiraciones sociales, pero no transmite una imagen exacta de las fuerzas puestasj;n.m.ovimiento. La tradición de los partidos políticos impone limitaciones parecidas. La historia se escribe como se haría una confesión de fe, y el principio de adhesión que la preside impone la más absoluta banalidad en los calificativos. Los personajes se ven aureolados con cualidades morales que se gradúan en una escala interminable, o se ven estigmatizados con los defectos correspondientes. El efecto literario parece ahorrar cualquier intento de veracidad.
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Cuando el historiador logra sobreponerse a sus más íntimas inclinaciones y desechar un tipo de interpretación que le impone su fidelidad, apela a una generalización suficientemente vaga como para cobijar a un partido entero, sin tener que recurrir a los ataques personales. Pues hay muchas expresiones que permanecen inalterables y deliberadamente oscuras en la jerga política del país. Su sola mención posee una virtud explicativa suficiente, un carácter mágico tan evidente que a nadie se le ocurriría preguntarse por lo que realmente significan. La más efectiva de todas se conoce con el nombre de espíritu de partido. Debe adelantarse que el espíritu de partido parece ser la causa eficiente de una infinidad de calamidades. Una constitución efímera o una ley injusta, todas las guerras y las polémicas encarnizadas, los insultos, los destierros, las confiscaciones son producto de este malhadado espíritu. Son muy raros los hechos que escapan a su omnipresencia. Debe subrayarse, sin embargo, su virtud explicativa, pues ninguna consideración de tipo económico, social, y ni siquiera psicológico, ha sido capaz de desplazarlo de los escritos históricos en Colombia. Tener una nueva caja de Pandora excusa cualquier esfuerzo serio de investigación. Si se intentara caracterizar una acepción definida del espíritu de partido, que aparece tan frecuentemente como explicación en los textos, habría que asimilarlo a una especie de interpretación psicológica, j Es el aspecto censurable que reviste en un individuo o en un grupo limitado la fidelidad incondicional a su partido. Esta fidelidad genera un curioso estado de ánimo con el que se tiende a contrariar sistemáticamente la acción del adversario político, cuando éste ocupa momentáneamente el poder, o a ejecutar actos desafiantes para la oposición, en el caso contrario. La imposibilidad de gobernar o el origen de una verdadera persecución contra los vencidos, son las dos consecuencias más obvias que el historiador deduce de la aparición del espíritu de partido. Sus manejos perseguirían dos objetivos: primero, la paralización o el aniquilamiento del adversario político, según el caso, y, en segundo término, obtener una línea neta de demarcación con respecto a la otra ideología. La ausencia de un programa político y la necesidad constante de improvisar sobre el terreno, harían nacer este espíritu de diferenciación y de identificación arbitrarias. Negar simplemente al adversario
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bastaría de suyo para configurar un partido político o para dotarlo de una conciencia sobre su propia naturaleza, mal definida por los programas. Por eso el espíritu de partido, si lo aceptamos como una interpretación histórica de tipo psicológico, no basta para explicar sino los vacíos de los programas que un partido político puede proponer, o aquellos puntos en que no se insinúa una solidaridad distinta a la adhesión partidista; es decir, el complejo mecanismo de las solidaridades de clase. Ninguna mitología que se construya alrededor del juego político de dos partidos resulta suficiente para aproximarse a este tipo de fenómenos. Sencillamente, porque se mueven dentro de un contexto diferente del contexto político, y la escueta exposición de actos oficiales no penetra el sentido de las fuerzas sociales puestas en movimiento. Acaso sirva para revelar la actividad de un sector muy influyente, pero en todo caso reducido, de la sociedad, una clase burocrática cuyos nexos con los demás sectores sociales no son evidentes a través del estudio de las instituciones. El análisis de la imagen petrificada de la historia que ofrecen los manuales escolares, podría conducirnos a examinar otros aspectos que se deriven de su carácter didáctico, de su tendencia apologética y de su falta absoluta de imaginación. Deben bastar, sin embargo, las observaciones que preceden y que se refieren a las características más notorias de una metodología deficiente.
Capítulo I 1848
EL PROBLEMA DE LA REVOLUCIÓN DE 1848
Desde 1848 se insinúan en el país una serie de fenómenos cuya complejidad e intensidad son desconocidos hasta entonces en nuestra historia. Un despertar súbito de todas las tendencias sociales, su necesario conflicto exacerbado y, en un intento para dominar este conflicto, la voluntad de afirmación de una clase compuesta por burócratas y comerciantes, que pretende encarar el pasado y eliminar sus residuos en beneficio propio, imprimen un ritmo acelerado y casi febril a los acontecimientos. En el lapso muy corto de siete años, de 1848 a 1854, ocurre una serie de acontecimientos y se introduce una variedad tan grande de reformas que las oscilaciones políticas apenas sirven para subrayar el alcance efectivo de los hechos sociales. Estas oscilaciones están netamente marcadas por el acceso del partido liberal al poder, después de doce años de un régimen más o menos autoritario; por la revolución conservadora de 1851, que se calificaba como una reacción contra los «excesos» del partido «rojo»; por el golpe militar del~Í7'de abril de 1854_y ..eLgobierno provisional del general Meló, aparentemente una reacción también contra las reformaFradicales introducidas en la Constitución dcl~21 de mayo de 1853; finalmente, por la guerra de 1854, destinada a restablecer la legitimidad, y que tuvo como consecuencia secundaria la recuperación del poder por parte de los conservadores. La mera enumeración de los cambios de régimen no basta, sin embargo, sino para dar una idea forzosamente superficial de las transformaciones sociales operadas. El asalto al poder y la pugnicidad partir! i sí;j_ reflejan escasamente un proceso histórico mucho más complejo, por_la variedad de los elementos sociales qqejntervienen,
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proceso que no puede simplificarse con la imagen escueta del conflicto de los partidos. O por lo menos de partidos que se conciben apenas como un instrumento político para hacer prevalecer una idea acerca de la amplitud relativa que debe acordarse a los poderes del Estado. Esta manera de describir el proceso histórico es puramente abstracta, si se excusa de señalar las conexiones necesarias entre el proceso político formal y él contenido de las ideologías, por una parte y, por otra, la manera como la ideología se inscribe en el contexto social., La idea del Estado liberal, por ejemplo, no concierne únicamente al proceso político en sentido estricto, sino principalmente a la acción de una clase que aspira a desligarse de la tutela del Estado. Esta idea no es suficientemente clara hasta 1848, cuando la actividad económica de esta clase ha cobrado alguna extensión y encuentra obstáculos para su crecimiento, en algunas instituciones fiscales del Estado. La compenetración con el espíritu de la doctrina liberal, que aspira a la creación de intereses armónicos dentro del marco social por la acción exclusiva del individuo, sólo surge en el momento preciso en que se desencadena tal actividad. Mosquera lo comprendía muy bien en 1847, cuando declaraba al Congreso que se había «despertado un verdadero espíritu de empresa en la república» y, acto seguido, proponía la abolición de la renta de diezmos, reforma sugerida por el secretario de Hacienda, Florentino González: Solamente de este modo, concluía el Presidente, nuestros frutos intertropicales y el producto de nuestros ganados, viniendo a ser suficientes para la exportación después de haber llenado las necesidades interiores, sufrirán los gastos de transporte y podrán concurrir con los de otras naciones en los mercados extranjeros.
El problema de la revolución de 1848 debe examinarse dentro de este contexto de necesidades sociales y económicas. Pues existe la opinión generalizada, aunque un poco vaga, de que en 1848 termina, definitivamente el período colonial en Colombia. Aun los hombres que vivieron y actuaron en esa fecha, poseyeron la clara conciencia de que se estaba verificando una revolución. No conocemos, sin embargo, suficientemente bien las razones que apoyan esta coincidencia entre la opinión actual y el sentimiento de los hombres del 48.
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Podría ocurrir que este sentimiento se haya transmitido invariablemente, sin que se hayan examinado los hechos que podrían justificarlo. O, lo que es más grave, esta coincidencia puede obedecer a una deformación impuesta por un esquema histórico europeo. No debe perderse de vista, en efecto, que 1848 es el año de la revolución francesa de febrero. Esto ha conducido a algunos histo-- riadores a suponer que los acontecimientos de 1848, decisivos para ' el continente europeo, pudieron haber irradiado, de una manera j inexplicable o al menos muy difícil de explicar, hacia la Nueva Granada. Como no existe una conexión muy precisa entre los dos órdenes de acontecimientos, parecería que los historiadores colombianos . se han atenido a un esquema europeo, haciendo una transposición^ simplista. Al menos así se ha procedido al señalar las causas de la emancipación americana, cuando se pone de relieve la ideología alguna trascendencia con un fenómeno semejante en América. Este tipo de error está viñculado al intento de interpretación causal, que liga siempre un antecedente al hecho que se trata de explicar. Pues no es lo mismo afirmar que la ideología del llamado Socialismo Utópico, que culminó con la Revolución de Febrero, conformó ciertos temas y, aun de manera muy limitada, la ideología política radical en la Nueva Granada, a pretender que la revolución francesa de 1848 francesa de 1789. Aquí, si bien existe el peligro de incurrir en una interpretación histórica provinciana, parece más grave el de una generalización apresurada. Interpretacióñ~provmciaña quiere decir, en este caso, la que se localiza demasiado estrechamente; es decir, aquella que se establece con respecto de factores que no trascienden el horizonte geográfico de América, y ni siquiera de Colombia. La generalización consiste en vincular arbitrariamente un acontecimiento europeo de tuvo ramificaciones en América. Si hubo de alguna manera una «influencia» o puede señalarse una relación de causa a efecto entre los hechos europeos y nuestra discutida revolución de 1848, no cabe duda de que la forma en que tales hechos fueron captados por una minoría en la Nueva Granada, no corresponde exactamente a su configuración histórica. Existió una necesaria deformación en la perspectiva de los granadinos, y esta sola circunstancia excluiría el intento de emparentar los dos órdenes
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de acontecimientos. Francia vivió en 1848 un momento de su historia cuyos antecedentes y secuelas no podían ser aprehendidos por los neogranadinos sino de una manera esquemática, sin un conocimiento siquiera aproximado del trasfondo económico y social de acontecimientos que aparecían entonces bajo su aspecto meramente político. Nada invitaba a una reflexión sobre este trasfondo a quienes se entusiasmaban en la Nueva Granada por la instauración de la segunda república francesa. Para hombres como Mariano Ospina, significaba apenas la abolición del principio monárquico, y para los «avanzados», la adopción del sufragio universal, o, en otras palabras, el triunfo de determinados principios. Pues el principio reviste una forma absoluta, allí donde no se establecen las necesarias conexiones entre una afirmación teórica y sus implicaciones sociales. En la Nueva Granada de mediados del siglo XIX, la teoría política se presentaba enriquecida por una experiencia histórica ajena, la experiencia francesa, y, por consiguiente, con una terminología y con unos conceptos perfectamente inadecuados a las condiciones sociales y económicas locales. Esa expresión puramente teórica jugó, sin embargo, un papel muy importante, aun sobre realidades que no servía para definir. Así, el estudio de la influencia francesa en este período de nuestra historia debería tener, ante todo, un carácter semántico. Debería preguntarse por las realidades a las cuales se designaba con expresiones que corresponden a otra experiencia histórica. A pesar de este equivocólas ideas prestadas a Europa constituyeron un instrumento político y no una forma de conciencia atemporal y ascép- tica. Ellas servían para expresar a cabalidad las aspiraciones de una minoría, I una generación dotada de una mentalidad radical, soñadora de utopías, ■> 1 educada en teorías políticas extranjeras e ignorante de la realidad nacional 4. t
No todo en esta generación es tan negativo, como pretende el señor Liévano Aguirre. Es cierto, sí, que adoptó formas europeas en materia de pensamiento político, lo que no resulta extraño, si tenemos en cuenta que la casi totalidad de las formas de cultura que se exhibían en Colombia en el siglo XIX eran de procedencia europea. Lo que no suele reconocerse voluntariamente a esta generación son los esfuerzos que realizó para difundir este tipo de ideología entre las masas. Futyun intento fallido de «democratización», y tenía que serlo, porque la universalidad del enunciado de tales teorías no podía disimular la oposición feroz que encontraban en 4
Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Núñez. Especialmente el capítulo tercero, dedicado al «radicalismo en Colombia».
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formas de conciencia impermeables a la identificación con los intereses de una clase. El conflicto con la ideología europea nace en el momento mismo en que los criollos la aducen en un intento de justificar el nuevo orden que instauran ellos mismos. Sus propias aspiraciones no coinciden con las de «los naturales del país», pues en ese momento existe una sólida barrera racial que los separa de la mayoría de la población granadina. Es la situación que describe Bolívar en 1815:, Yo concibo el estado actual de América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores: así nos hallamos o en el caso más extraordinario y complicado5. . T * _ .— -
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cional que se atribuía a los pueblos germánicos e intuye la profunda oposición entre los privilegios de los criollos, que habían sido caucionados hasta entonces por el poder español, y los derechos de una masa indígena y mestiza. Este conflicto sólo puede resolverse con la extensión ilimitada del principio democrático. Por eso la disputa de los derechos europeos, vivos aún en la conciencia de los del país, mucho después de terminadas las guerras de independencia, va a verse reflejada en la lucha que emprende la ideología liberal contraeos restos de la Colonia. Éste es un proceso de integración y afirmación a partir del desgarramiento inicial, de la mala conciencia originada por la separación de/la metrópoli española. La ruptura con ésta ha dado lugar a una preocupación insuperable sobre el principio de la legitimidad. Casi extinguida esta forma de la conciencia civil por las persecuciones de Morillo, sólo los caudillos militares parecen haberse sobrepuesto inmediatamente a los efectos de esta ruptura. Las figuras de Bolívar, Urdaneta, Santander, Obando, Herrán, Mosquera, López y Meló dominan el panorama político por medio siglo. Los civiles, Castillo y Rada, Qarcía del Río, Soto, Azuero o Cuervo hacen apenas figura de comparsa o, como en el caso de Joaquín Mosquera y José Ignacio Márquez, tienen que enfrentar Lid. (jUÍU-ldm.ci ivji iLciimv _a u c uu ii v c* i
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Bolívar, Obras completas, V. I. (1799-1824), compiladas por Vicente Lecuna. 2a. ed. Edit. Lex, La Habana, 1950, p. 164.
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una insurrección militar o una revolución. En esta forma, la supremacía económica de los criollos, que Camilo Torres subrayaba en su Representación, se desvanece ante el prestigio de la casta militar. Sólo a partir de 1848, un esbozo de conciencia de clase, de afirmación económica de clase, va a abrirse paso a través de las supervivencias coloniales y contra el prestigio militar y la influencia del clero. La discusión sobre la supervivencia del colonialismo después de 1810, se reporta a la existencia de algunas instituciones de carácter fiscal que perpetuaban un régimen opresivo. Se responsabilizaba al diezmo y a los monopolios fiscales de los escasos adelantos de la agricultura en la Nueva Granada, puesto que privaban a los particulares de iniciativa en explotaciones agrícolas fructuosas. ' Comoquiera que se mire este problema del colonialismo, ningún argumento basta para ocultar su verdadera naturaleza y su alcance real. Puesto que la transformación de las instituciones dependía de los hombres que tomaron el poder a partir de 1810, ¿la supervivencia de algunas que habían caracterizado el régimen colonial no significaba la continuidad de este régimen, aunque sus beneficiarios fueran diferentes? No debe perderse de vista, en ningún momento, el carácter especial del Estado granadino en el siglo XIX. Cualquier observador imparcial no dejaba de extrañarse ante el espectáculo de una república en la que reinaban las más chocantes desigualdades sociales y en la que la barrera racial jugaba un papel tan importante. Saltaba a la vista que una casta de abogados y militares ejercía una ; verdadera tiranía sobre una gran masa de indios, mestizos y_giu- latos a los que se sometía mediante una influencia directa, o a través de leyes vejatorias o, simplemente, explotando su ignorancia. El co-1 lonialismo sobrevivía entonces de una manera natural, merced a estructuras sociales que el régimen republicano no había modificado en absoluto. La separación de España no había bastado para integrar un Estado en el que los intereses fueran homogéneos. La lucha por el control del Estado significaba una lucha por la libertad, aun dentro de un régimen republicano. Las aspiraciones de los nuevos dominadores sólo podían colmarse con el control absoluto del Estado,..y.este control coincidía con lajibertad. Pues si Estado significaba exacción arbitraria, el único medio de librarse de ella consistía en su control. • Así, el más primitivo origen de los partidos buscó, ante todo, constituir un medio de protegerse de pretensiones opuestas sobre la dominación estatal. Su organización como una cohesión orgánica de intereses^que se expresan mediante la formulación de una ideología,
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elímás bien tardía. Si bien existe, en la primera mitad del siglo XIX, un rudimento ideológico sugerido por el liberalismo ilustrado de la centuria precedente o por la noción de un Estado paternalista heredado de la Colonia, los partidos no se definen sino hasta muy entrado el siglo XIX, precisamente hacia la época de que nos ocupamos. Entretanto, las luchas frecuentes entre las facciones sólo pueden explicarse como un resultado de la situación creada por las guerras de la independencia. El prestigio militar de algunos hombres basta para congregar a su alrededor un número suficiente de gentes para soca- ' var las bases del nuevo Estado. Obran movidos por la pasión inextinguible que se originó en una época revuelta, cuando no se discernían muy bien los motivos de la lucha sino a través de una imagen del poder. El carácter de guerra civil de estas luchas (al que nunca se alude por una falsa noción de patriotismo), explica los trastornos consiguientes. El barón Gros, encargado de negocios de Francia, caracteriza la situación en estos términos, cuyo rigor sin atenuaciones ilustra la época en que fueron consignados, en medio de la guerra de 1840: Ha querido elevarse aquí un edificio sin base, un edificio de libertad con materiales españoles. Qué esperar de una república en donde todo hombre llama amo a todo individuo más blanco o mejor vestido que él. «Sí mi amo» es la respuesta que se recibe a todas las órdenes que se dan, y esta respuesta no es una palabra vacía de sentido: el pobre indio obedece y cree hacer bien. De allí una cantidad de abusos deplorables y los desórdenes renovados sin cesar que afligen al país. La clase que se dice culta, aquella que ha destruido el poder monárquico para sustituir el suyo, no tiene ninguna instrucción, ningún sentimiento de moralidad, ningún principio de justicia. Su interés y sus pasiones son el sólo móvil al cual obedece. Dispersa sobre un vasto territorio ejerce una influencia inmensa sobre los pueblos a los cuales dirige. Todo jefe militar que tiene algunos hombres bajo sus órdenes los hace obrar según su capricho, cada cura hace otro tanto en su pueblito, cada propietario sobre su finca".
Puede parecer sorprendente que los puntos de vista del encargado de negocios de Francia, que parecen dictados por un profundo desdén hacia un pueblo semibárbaro, fueran compartidos casi en su integridad por una generación posterior de granadinos, que prácticamente se colocan en la perspectiva europea para enjuiciar la realidad social y económica de su tiempo. Los sentimientos de esta generación son profundamente, antimilitaristas y anticlericales. Preconizan un igualitarismo teórico con el que quieren integrar a la
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vida política a las masas oprimidas que describe el barón Gros. Hasta coinciden con éste en la afirmación de que los criollos no se vieron movidos en su afán de independencia sino por el deseo de sustituir a la monarquía española en el poder. Estas ideas, profundamente críticas, señalan el nacimiento de una forma de conciencia que tiende a responsabilizarse del manejo de los instrumentos del poder. A través de la anarquía política, se abre paso una conciencia civil que quiere sujetar al Estado a sus propios objetivos. La escisión entre el Estado y la totalidad de la vida de la nación es tan evidente, que quiere prescindirse de su tutela para liberar las energías puramente individuales. Cada vez más tiende a imponerse la idea, que se calificaba de «radical», de que es posible obtener una organización espontánea de la sociedad mediante la trabazón armónica de intereses meramente privados. El problema 6 va a consistir, en adelante, en encontrar la manera de fortificar suficientemente estos intereses, de tal manera que se equilibren mutuamente entre ellos y constituyan una limitación al poder del Estado. LA CRISTALIZACIÓN DE UNA REVOLUCIÓN LATENTE
1848 no presencia una revolución abierta, sino más bien el recrudecimiento de pugnas hasta entonces latentes. Si en 1810 los perfiles de la lucha no se destacan a la luz de controversias sociales sino que subrayan su aspecto meramente jurídico, en 1848, el movimiento renovador de instituciones no enmascara suficientemente el trasfondo social. No resulta sorprendente, entonces, la tesis que sostiene que en 1848 tiene lugar la verdadera emancipación. Esta afirmación no parece tener otro alcance que el señalar la manifestación en la vida política del país de exigencias que provienen de todos los sectores sociales. Nieto Arteta7 hace notar que el transcurso del tiempo había vigorizado a los manufactureros, a los comerciantes y a los artesanos, cada uno de los cuales encontraba obstáculos para el normal desenvolvimiento de su actividad en los residuos de las instituciones coloniales. Puede hablarse entonces de revolución, si se considera que la intervención de estos elementos .sociales ha acelerado el movimiento histórico.
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6 A. A.E. Vol. 15, fol. 334 v. y ss. Luis E. Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia. Ed. Tercer Mundo. Bogotá, 1962, p. 229 y ss.
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No debe perderse de vista el hecho de que una larga tradición histórica —a la que se señala sus orígenes en fábulas infantiles— parece haber encauzado én Colombia todos los movimientos históricos, aun si se designan como populares, dentro de los límites de una legalidad aparente. Este hecho puede explicarse si tenemos en cuenta las formas desiguales de las tradiciones de cultura. En la primera mitad del siglo pasado, y antes, naturalmente, los criollos gozaban de una instrucción jurídica que ponía en sus manos, de uña manera natural e indiscutible, la herencia burocrática española. El papel social preponderante de esta clase y su actividad, confinada a la discusión de cuestiones legales, imprimían un carácter general a la sociedad, a la que vez que proveían a la clase dominante de un arma que ésta podía utilizar en su propio provecho. Así, una de las características de la lucha latente entre las clases sociales, durante la primera mitad del siglo XIX, era la apelación permanente a instrumentos legales. Páradójicamente, resulta difícil, en cambio, asignar el carácter de lucha de clases a los sucesivos levantamientos armados, por lo menos hasta la rebelión de Meló, en 1854. Aun la pugna racial que se entabló a propósito de los resguardos8, revistió siempre un carácter curialesco. Como la ley española asignaba estos resguardos a los indios con toda clase de precauciones de tipo legal, de allí parecía derivarse una especie de desafío a la inventiva jurídica de los criollos, que ejercían una presión exterior y que querían tener acceso a ellos. Sólo una progresiva mezcla de razas permitió edulcorar la lucha abierta y mantenerla en un estado latente. De la misma manera, el traslado a zonas urbanas de los mestizos que confinaron su actividad a labores artesanales, distrajo las tensiones puramente raciales. Con todo, las asimilación cultural que se opera a lo largo del siglo XIX no basta para eliminar del todo la impresión de que en el origen de todos los problemas sociales de la Nueva Granada existía una dominación racial. Las formas de conciencia de la clase artesanal revivían ingenuamente temas indigenistas, para expresar su inconformidad social en el interior de un movimiento que coartaba cada vez más su actividad tradicional. Esto no quiere decir que se dieran formas autónomas de conciencia indígena. Al contrario, las reivindicaciones sociales de los artesanos quedaban enmarcadas por su actividad y se 8
Luis Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia, 1810-1930. E. S. F. Medellín, 1955, p. 6.
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teñían de un acento marcadamente europeo porque Europa acababa de popularizar, con la revolución francesa de febre- _ ro, el lenguaje apropiado para expresar los antagonismos de clase. A pesar de los profundos cambios operados, muchos se resisten a atribuir un carácter revolucionario a las reformas llevadas a cabo a partir de 1848. Esta tendencia atribuye a un error de óptica partidista la significación desmesurada que se confiere al nuevo rumbo de las instituciones. En realidad, éstas son una resultante de la aceleración histórica producida por la intervención de grupos sociales que hasta entonces habían permanecido marginados, y no lo contrario. Si bien un estudio que tienda a poner en claro el papel histórico jugado por las clases sociales debe matizarse al máximo, con todos los detalles que puedan modificar un esquema demasiado general, este esquema se impone por sobre toda variación. En este sentido, puede hablarse legítimamente de una revolución acaecida en 1848. Es claro que el estudio de un fenómeno semejante debe atenerse a antecedentes históricos conocidos. Una visión general de la década del 40 sirve a este propósito porque indica los puntos esenciales con respecto a los cuales se opera un cambio profundo.< A la altura de 1840, se posee una experiencia histórica decisiva, que va a gravitar sobre el desarrollo ulterior de la vida política y social de la Nueva Granada. Este año se señala precisaménte por la guerra civil, que muchos historiadores coinciden en calificar como la más injustificada de las muchas conmociones que presenció el país durante el siglo XIX. Este juicio parece inducido de dos motivos que saltan a primera vista. Es notorio el hecho de que todavía no se habían constituido los partidos políticos, al menos ideológicamente, y entonces no cabe sino atribuir, de una manera muy general,, amotivos puramente personalistas el desarrollo de un conflicto que se originó de la manera más inesperada, a raíz de la supresión de algunos conventos menores en Pasto. Al margen de este juicio, exclusivamente político, existe una consideración de mayor entidad para calificar desfavorablemente la guerra de 1840. Esta provocó una profunda desmoralización en los hombres que habían comenzado un precario movimiento de industrialización. Los escasos establecimientos que habían obtenido, casi de una manera simbólica, privilegios del Estado para la producción de loza, tejidos, cristal y papel sufren el rudo impacto de la guerra y se ven obligados a suspender sus actividades.
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No se trataba, en este caso, de una ruina financiera de grandes proporciones. Sería un error exagerar las pérdidas reales producidas por la guerra a industrias incipientes. Sin embargo, el efecto psicológico parece haber sido incalculable. Si la política económica había apoyado hasta ese momento, de una manera decidida, los esfuerzos tendientes a introducir en la Nueva Granada los mejoramientos que el optimismo decimonónico prometía a todos los esfuerzos aplicados a la actividad industrial, en adelante se descarta casi por entero la posibilidad de incorporar, de una manera normal, una economía con un mercado interno para producción. La actividad de los pocos hombres de empresa tiende automáticamente a encauzarse dentro de otros campos, más propicios a un desarrollo adecuado con lo que se juzgaban que eran las condiciones reales del país. No debe atribuirse una importancia excesiva a las doctrinas económicas en boga, hasta el punto de olvidar la aptitud de los hombres para recibirlas. Esta aptitud no es otra que el resultado de una experiencia histórica concreta, que en el presente caso se refiere a la frustración de los primeros esfuerzos dirigidos, de una manera espontánea y optimista, a obtener las promesas que la industrialización europea había gestado con la ideología liberal. A la frustración sucede la desmoralización, muy bien tipificada por las especulaciones de Judas Tadeo Landínez. Joaquín Tamayo, biógrafo de José María Plata, describe a Landínez como a una especie de personaje balzaquiano, entregado a audaces combinaciones financieras en un torbellino increíble, en el que se movían alocadamente los millones y en el que la avidez y el puro gusto del riesgo parecían conducir a una buena parte de los granadinos a la bancarrota. Este cuadro responde muy bien al estilo de la escuela histórica lírico imaginativa, según Ospina Vásquez. El episodio puede reducirse a las palabras desdeñosas y lacónicas de un francés contemporáneo9: El señor Landínez, antiguo ministro de asuntos extranjeros, había introducido en Bogotá, a raíz de la interrupción de las comunicaciones con la costa, una especie de especulación que ponía en movimiento todos los capitales improductivos a consecuencia de la inmovilización del comercio. No se trataba en realidad sino de un juego o de una lotería. Algo parecido al delirio se ha apoderado de la población y todos, previendo una catástrofe inevitable pero 9
A.A.E. Vol. 16. Fol. 99 v. y ss.
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que se difería a una fecha posterior al plazo de los billetes que se poseería, iban a confiar su fortuna al hombre cuya capacidad financiera parecía fabulosa. Éste acaba de suspender pagos y no hay acaso diez familias en Bogotá que no se encuentren arruinadas. Este acontecimiento sin ejemplo en el país domina necesariamente a todos los demás y es todavía un nuevo flagelo que debe añadirse a todos aquellos que han desolado la república, y
Ésta no es la única descripción del incidente pero posee la ventaja de reducirlo a sus verdaderas proporciones. Se trata de una desgracia más que debe sumarse a la guerra civil, pero que revela el espíritu de una sociedad en la que dominan las más extrañas fantasías. Al optimismo razonable yUTa labor paciente se sustituye un delirio incontrolado y un afán de lucro tan desmesurado, que hace perder de vista la realidad. A partir de una experiencia parecida, nada tiene de extraño que la mentalidad conquistadora de una minoría haya experimentado un giro radical. En menos de 10 años, esta mentalidad ha cambiado respecto de uno de los temas capitales de la política económica. De un proteccionismo _decididp_y. muy bien fundamentado (en el jnfor-_ me del secretario de hacienda, José I. Márquez, a la Convención de 1831, por ejemplo), se pasa, casLsin_transició.n,_a_la_aceptación. casi general de las teorías sostenidas por el librecambio. Ospina Vásquez10 expone con suficiente claridad las circunstancias que rodearon este cambio. El primer fracaso de una incipiente industrialización bastó, para crear un clima escéptico respecto de las bondades de un sistema que exigía sacrificios superiores a los qué se podían prever en un medio que parecía destinado a recibir gratuitamente todos los beneficios de la civilización. Antes del fracaso, había parecido suficiente adoptar la insignia de] progreso para que esta deidad protegiera con largueza a sus abanderados. Dar los primeros pasos parecía bastante para anticipar con el simple deseo las imágenes más seductoras. En este clima espiritual, el fracaso al primer intento centuplicaba sus efectos. Y como ninguna promesa parecía bastante satisfactoria a partir de ese momento, la división internacional del trabajo, que asignaba un sitio modesto pero seguro a las regiones intertropicales, se adecuaba perfectamente a un deseo creciente de «realidades». La adopción 10
Op. cit., p-143 y ss.
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misma del régimen republicano no representaba una ventaja desde el punto de vista económico, puesto que nada se había hecho para incrementar la producción sobre la que descansaba el estatuto colonial^ Así lo manifiesta Florentino González, en 184611: Es vergonzoso decirlo: si fuéramos colonia española, no tendríamos hoy monopolizado el tabaco, porque los resultados de Cuba habrían inducido al gobierno español a hacernos la misma concesión. .
Así, a los ojos de muchos, la Nueva Granada era un país esencialmente agrícola, lo que constituía una verdad sencilla y fácil de captar. De allí a concluir que deberíamos seguirlo siendo siempre, nos parece hoy que existe un abismo, pero no lo era así para los hombres de la época, que concebían la economía como una ciencia de realidades inmutables. Si uno de los caminos era equivocado, el otro debía ser forzosamente el verdadero. El principio de no contradicción es la máxima certidumbre a que puede aspirar un espíritu curioso de demostraciones. Desde 1842, el argumento se repite incansablemente. La Providencia ha designado a la Nueva Granada para que provea de materias primas a las naciones que han sido favorecidas con un mayor adelanto en las artes y sobre las que recaen tremendas responsabilidades y, ¿quién sabe?, una carga tal vez más pesada con todas sus aparentes ventajas. EL LIBERALISMO, EN EL ORIGEN DE UNA CONCIENCIA DE CLASE
íi.rñ -*• p-j, Ai.s Se ha sugerido que la minoría criolla prefiguraba una burguesía. El factor racial —uno de los puntales más sólidos de su prestigio— jugó un papel equivalente al predominio económico y canalizó su atención hacia la ideología liberal europea. En tanto que en los países europeos no industrializados (Alemania, Italia y Europea Central), en dos que el liberalismo no, postulaba los intereses de una clase sinocos ideales puramente antifeudales de la Revolución Francesa, se impuso una versión nacionalista y romántica del liberalismo, es decir, una visión parcial, en la Nueva Granada una minoría criolla, dotada de todas las preeminencias de una clase colocada a la cabeza de una sociedad 11 Florentino González, «Hagamos algo de provecho», artículo publicado en El Día, número 375, de 23 de agosto de 1846.
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independiente, fue mucho más receptiva a las influencias de la ideología liberal. En un mismo país coincidieron todas las versiones po- * sibles, y todas dotadas de un optimismo transformador en la esfera social y económica. Se esperaba mucho con la adopción de una imagen mitológica de la democracia norteamericana^dejas virtudes republicanas de Benjamín Franklin, del radicalismo utilitarista de Bentham, de las teorías económicas de Smith y Say, de la doctrina manchesteriana de Cobden, de las armonías económicas de Bastiat y aun de la influencia aislada de autores franceses como Constant y Béranger. Esta amplia imaginería podía subsistir sin una raíz social y económica adecuada, puesto que estaba sustentada por el prestigio de una clase social que manejaba todos los instrumentos del poder. El mismo antiliberalismo europeo, originado en la afirmación nacionalista frente a las invasiones napoleónicas, parecía trasplantado en las Meditacionesd eCJa r cía de 1_ R í o12 13. En el caso europeo, la inspiración romántica confería una entidad a ciertas peculiaridades lingüísticas y raciales que se oponían al influjo avasallador y_cqsmopolita deja Revolución Francesa. En García del Río encontramos excepcionalmente, y por una sola vez, la exaltación típicamente antiliberal de ciertos elementos de la nacionalidad, apología que no halló un eco adecuado en lo que más tarde se definió como conservatismo. Nada podía oponerse en la Nueva Granada a la influencia europea, desde el momento mismo en que se produjo la ruptura con España y que trajo consigo amargas reflexiones sobre la condición del americano. Se da entonces la paradoja de una democratización creciente que no resulta de un grado superior de civilización, como lo supone el principio liberal, sino del intento, fallido de aproximarse a las masas para legitimar.UD_p-0.der que se siente como usurpado y 1 también, acaso, del deseo de singularizarse. Al tenerse noticia, por ejemplo, de la revolución de 1848 en Viena, escribe El Neogranadi... faltábanos un poco de fe, y los sucesos de Europa nos la han suministrado copiosamente: faltábanos decisión pura y absoluta por nuestro sistema social, y ahora la tendremos, pues ha llegado el tiempo de alzar orgullosos la frente con la convicción de que no estamos detrás sino delante del movimiento de 12 Juan García del Río, Meditaciones colombianas. Imprenta de J. Cualla. Bogotá, 1829, p. 5 y ss. 13 N°21 de 23 de diciembre de 1848, p. 161.
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15 civilización universal.
La lucha de algunos países europeos contra supervivencias feudales parecía invitar en ese momento a liquidar todos los restos del pasado colonial y a tomar una decisión pura y absoluta por el principio liberal que parecía haber alcanzado un triunfo total en el continente europeo. La existencia de un régimen republicano producía la ilusión de encontrarse «delante del movimiento de civilización universal», puesto que los países europeos luchaban por instaurarlo. Se trataba, simplemente, de una extraña alucinación nacida de contemplarse en un espejo distorsionado. No puede negarse, sin embargo, alguna semejanza entre las aspiraciones de la burguesía europea y el deseo de los radicales granadinos de liquidar definitivamente la estructura colonial de un Estado paternalista. La lucha emprendida no enfrentaba, sin embargo, un poder absoluto, como en Europa, sino algunas instituciones fiscales y la rutina de un poder burocrático que dependía de ellas. La ampliación indefinida del horizonte de la iniciativa privada no significaba un salto hacia la industrialización, o hacia las condiciones que la harían posible, sino que creaba la posibilidad de sustituir la actividad del Estado, que se juzgaba calcada sobre moldes coloniales, por la explotación individualista de los mismos recursos. Así, llegó a crearse la antinomia de un liberalismo importado, o más bien reflejado, en medio de condiciones incompatibles, lo que daba como resultado una ideología cosmopolita, y en cierta medida antinacional, frente al liberalismo industrial de las grandes potencias. Sería un error, sin embargo, acentuar demasiado los elementos negativos que, dadas las condiciones del país, conllevaba la idea liberal. Debe tenerse en cuenta el aislamiento relativo de la Nueva Granada dentro del circuito económico mundial y, sobre todo, su absoluta impotencia industrial. Estos dos factores contribuyeron a crear una ilusión, que sólo el siglo XX ha desvanecido, en torno a la ideología liberal. Desde 1830, y a través de la universalidad de los enunciados políticos del liberalismo, fue abriéndose paso en la conciencia de la minoría criolla un sentido todavía oscuro de la interdependencia entre las naciones. Contribuía a reforzar esa impresión el hecho de que pesaran sobre el país las deudas contraídas a raíz de las guerras de independencia y el temor no disimulado de una intervención europea. Se pensaba que los intereses políticos de la Santa Alianza eran un reto
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permanente aunque lejano (pues sólo se concretizaba a raíz de reclamaciones consulares) a la existencia de las repúblicas hispanoamericanas. La adopción casi general por parte de Europa del principio republicano, significaba la única garantía permanente de esa existencia. De otro lado, el mismo principio liberal alimenta; ba la ilusión del progreso indefinido, y a ella se aferraban los que veían amenazada la independencia nacional por una intervención europea. Los países «eminentemente civilizados» no podían menos que formarse una pobre idea de la moralidad y la eficacia de las nuevas repúblicas, a la vista de su pobreza y de su constante anarquía política. Había entonces una necesidad inaplazable de abolir la fuente de toda crítica, impulsando el desarrollo material. Corcel éxito material se reintegraría la conciencia criolla escindida del marco de su primitivo origen europeo. Esta ruptura había traído consigo el desconocimiento, por parte de Europa, de la legitimidad de las nuevas repúblicas y la desconfianza hacia sus instituciones. Sólo si Europa adoptaba a su vez el principio republicano, podría crearse una comunidad de intereses capaz de realizar las promesas del liberalismo. Los granadinos se lamentaban del desconocimiento de América por parte de los europeos, y lo atribuían al hecho de que España no hubiera adoptado el régimen republicano en 1812. En suma, de que se hubiera roto la vinculación de América y Éuropa y no se hubiera formado, según José María Samper11 «... una gran confederación social de España y sus antiguas colonias». España habría tenido una preponderancia enorme dentro de esta confederación y los americanos, 14 ... sostenidos por el prestigio español, habríamos consolidado en breve una democracia pacífica, hospitalaria, noble y esencialmente progresista, contando con el respaldo del mundo europeo.
No resulta extraño, entonces, que la revolución europea de 1848 se juzgara como un acercamiento entre los dos mundos y el comienzo de una comunidad internacional en la que se armonizarían todos los intereses, gracias a la aceptación generosa de las teorías econó- | micas europeas.
14 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas. B.P.C. p. 5 y ss. y p. 10.
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UNA BURGUESÍA NACIENTE. SUS ADVERSARIOS Y SU COYUNTURA Si estos eran los sentimientos corrientes en la minoría criolla, quedaba subsistente la dificultad de realizar sus aspiraciones de progreso material en un país casi despoblado, con una disparatada composición racial, sin recursos fiscales adecuados para impulsar las actividades económicas, con un acceso difícil y costoso a las costas y con habitantes que se apegaban a formas de conciencia seculares, heredadas del régimen español. 1848 presenta una coyuntura en la que todos estos problemas se discuten y encaran. El régimen, nominalmente conservador pero progresista, del general Mosquera había abierto el camino a una serie de preocupaciones de tipo económico y aun de carácter social desde el momento en que Florentino González, uno de los más caracterizados representantes de las nuevas preocupaciones, había sido llamado a ocupar la Secretaría de Hacienda. En 1847 se rebaja el arancel aduanero, con gl objeto de activar el comercio amenazado por la crisis europea52, se discute la supresión de los diezmos que gravan la agricultura, se introduce una reforma monetaria y se insinúa la abolición definitiva del monopolio del tabaco. Todas estas medidas tendían a 15 vincular la actividad del Estado en provecho de los particulares y, especialmente, de los comerciantes, que constituyen el núcleo de lo que podría verse como el esbozo de una burguesía. Pese a todo, Mosquera encarna en 1848 una tradición temible a los ojos de esta naciente burguesía, en la cual es muy fuerte la conciencia civilista. La naturaleza del conflicto está indicada por el proceso que en el último año de la administración del general se siguió a dos periodistas liberales, ánte un jurado especial. Ricardo Vanegas y José María Vergara Tenorio, ardientes partidarios de toda clase de reformas, habían sugerido en El Aviso y La América una connivencia entre el presidente y el general Flórez que, apoyado por España, planeaba una expedición destinada a someter al Ecuador a su antigua 15 Informe del secretario de Hacienda, al Congreso Constitucional de 1848. Imp. de J. Cualla, 1848, donde afirma: «A pesar de la crisis mercantil que ha afligido a las naciones europeas, que naturalmente ha debido oponer dificultades a la extensión del comercio, la importación ha sido tan abundante en la Nueva Granada, desde que se puso en ejecución la ley, que es muy probable que la renta de aduanas tenga este año un aumento de mucha consideración», pp. 8 y 9.
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metrópoli. La expedición fracasó por el embargo que llevó a cabo Inglaterra de los suministros españoles. El incidente había provocado, sin embargo, la suspicacia de los liberales que apoyaban las reformas de Mosquera y había convertido al presidente en el protagonista involuntario de algo parecido a una opereta, el 13 de junio de 1848. Absueltos los periodistas Vanegas y Vergara del cargo de difamación, fueron vitoreados por la multitud. El general Mosquera temió que estuviera ocurriendo una verdadera revolución destinada a deponerlo o a atentar contra su vida, y apresuradamente salió armado de la casa presidencial, con el objeto de alertar a las tropas. Esta desconfianza mutua ilustra las aprehensiones de la que comienza a semejar una burguesía, frente al prestigio de los militares que intervinieron en las guerras de la Independencia. Un temor parecido ante Obando va a ser el origen de los esbozos federalistas de la Constitución de 1853 (en la que se priva al ejecutivo de la facultad de nombrar sus agentes en las provincias), y los ataques irrazonados al ejército van a precipitar el golpe de Estado del 17 de abril de 1854. El origen y las vinculaciones de Mosquera contribuían a alimentar las sospechas infundadas de que era víctima. A los ojos de cualquiera, podía representarse la imagen exagerada de la poderosa familia Mosquera, cuyo ascendiente aristocrático la colocaba en un lugar privilegiado entre las de la región más reaccionaria del país, adonde la ^ emancipación no había llegado aún y en donde las formas republicáñaTdegóbieíño apenarse toleraban por un precario acuerdo. Tan precario que, según el testimonio de R. Mercado16, al saberse de la expedición proyectada por Juan José Flórez en 1846, el entusiasmo cundió entre las familias aristocráticas de las provincias del Cauca y de Buenaventura y «... ya los que se reputaban nobles se hablaban al oído sobre el restablecimiento de los títulos de sus familias». Y, según el mismo Mercado, llegaron a formarse clubes en Cali que eran verdaderos focos de propaganda monárquica. Hay una evidente intención caricaturesca de estas pretensiones de nobleza en la descripción de 16 R. Mercado, Memorias sobre los acontecimientos del sur, especialmente en ¡a provincia de Buenaventura, durante la administración del 7 de marzo de 1849. Bogotá, 20 de julio de 1853. Este panfleto de justificación fue escrito por Mercado para defenderse de los cargos que Florentino González dirigió contra su administración como gobernador de la provincia de Buenaventura, por haber procedido con lenidad frente a los artesanos que en 1850 castigaron duramente a los propietarios del sur de la República.
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Mercado, pero es indudable que existía una oposición muy marcada de intereses entre ciertos sectores y actividades tradicionales de la población y las aspiraciones reformadoras de la clase comerciante. A pesar de sus temores, y tal vez a causa de ellos mismos, esta clase se insinúa desde 1848 como un agente histórico dispuesto a combatir la influencia del ejército, esa institución nacida de la necesidad y, en todo caso, «... organizada en medio de una República, por las ordenanzas despóticas de España»17. Pero no es sólo el prestigio de los viejos caudillos de la Independencia lo que combate el espíritu civilista liberal. Si en el ámbito social una naciente burguesía de comerciantes busca la preeminencia incontestada, asimismo tiende a constituirse en un poder real, es decir, un poder económico que contraste con el poder caduco, dentro del marco republicano, de los grandes propietarios territoriales del sur de la República, poder que se derivaba de su antigua alianza con el régimen colonial español y que se apoyaba en la supervivencia de estructuras coloniales. Para este propósito, la coyuntura de 1848 es eminentemente favorable, puesto que, como se acaba de ver, con la revolución europea se iniciaba una comunidad internacional presidida por principios liberales.
17 Florentino González, de un discurso ante el Congreso; publicado en El Neogranadino, No. 241 de 11 de marzo de 1853, p. 81.
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Aun más, muy recientemente, en 1846, Cobden había librado y que se trataba de una nueva conquista de la civilización, los granadinos, bajo la sugestión de Florentino González, se apresuran a expedir la ley de 14 de junio de 1847, que reducía los derechos de importación y que colocaba en un pie de igualdad a los buques que provenían de los Estados Unidos y de Europa. Esta medida da fin a una política tradicionalmente proteccionista y, según las palabras del secretario de Hacienda, ... hoy pueden todos los habitantes de la tierra venir a traernos sus productos y a comprar los nuestros bajo el pie de la más perfecta igualdad, sin temer otra competencia que la de la actividad, la economía y la inteligencia .
La reducción de la tarifa aduanera se presenta así como un acto de confianza en la actividad sin trabas de los comerciantes, y con ella se espera un mayor volumen tanto de las importaciones como de las exportaciones. El interés evidente del Estado reside en que su renta no se vea disminuida, y en este sentido se expresa Florentino González (véase nota 12) en su informe, como secretario de Hacienda, al Congreso de 1848. Mucho más tarde, sin embargo, como congresista, defiende la misma ley de 14 de junio de 1847 y atribuye el mejor producido de las aduanas a la crisis europea, que impedía a los comerciantes la obtención de créditos16. Las dos declaraciones son tan notoriamente contradictorias, que dejan entrever claramente la actitud de los comerciantes, cuya mentalidad encarna Florentino González, frente a la reforma aduanera. En ella se revela su interés, pero también la confianza implícita, de que el comercio pueda contribuir a activar la producción nacional. La reducción de la tarifa es una reforma preliminar que debe traer consigo otras más sustanciales, como la abolición del monopolio del tabaco o el comercio del oro sin. restricciones. De esta manera, el librecambio, doctrina nacida de los intereses colonialistas de Inglaterra, va a estimular cierto tipo de proís Informe cit., p. 8. 16 Florentino González, «Ley de Importación», artículo publicado en El Siglo, No. 9, de 10 de agosto de 1848.
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ducción capitalista tropical. Constituye, en el fondo, un llamamiento a incorporarse dentro de un circuito económico mundial y, en la Nueva Granada, constituye el punto de apoyo del capital mercantil para fundar una supremacía de clase. OTROS FACTORES HISTÓRICOS. LA VISIÓN RETROSPECTIVA DE LOS REFORMADORES No debe perderse de vista, sin embargo, que en 1848 se inicia un proceso histórico caracterizado por las incidencias políticas. La intervención activa en este proceso de la generación radical o gólgota, que introduce sus aspiraciones en la Constitución de 21 de mayo de 1853; de la resistencia de un sector moderado del liberalismo, el cual representa la función burocrática tradicional del partido en el poder; del partido conservador, cuyo jefe visible, Mariano Ospina Rodríguez, defiende con cautela el principio del librecambio y denuncia al mismo tiempo los atropellos al orden de que son víctimas los hacendados y la Iglesia, y, finalmente, de los artesanos organizados en sociedades democráticas, revela la variedad de las tendencias puestas en conflicto. Si cada cambio político traduce, aunque sea imperfectamente, el esquema délas fuerzas sociales que intervienen, pueden mirarse también tales cambios como etapas de un proceso de transformación desmesurado que tiende a un equilibrio momentáneo. Después de la victoria alcanzada el 4 de diciembre de 1854 por una coalición radicalconservadora sobre las tropas del general Meló, los liberales deben ceder el poder a los conservadores. Esto no significa, sin embargo, un retorno al punto de partida en 1848. El impulso inicial estaba dado y los mismos gólgotas pudieron contribuir en otro sentido a la transformación iniciada. Según Medardo Rivas18, ... cuando la escena política se cambió y ya no tuvieron ni Escuela Republicana ni campo dónde figurar, vinieron a prestar su contingente de trabajo y su valioso impulso a la industria en estas regiones.
Pero puede contarse ya con que la obra de emancipación de una 18 Medardo Rivas, Los trabajadores de tierra caliente. B.P.C.C. Bogotá, 1942, p. 142. Rivas cita, entre otros, a Camacho Roldán; Miguel Samper y sus hermanos Silvestre, Antonio y Manuel, Manuel Murillo; Juan N. Solano y Aníbal Galindo.
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clase social ha alcanzado su punto culminante. Se ha calmado por entero la desazón que producía la coexistencia de un antiguo estilo de vida con las instituciones republicanas. Más concretamente, se ha quebrantado el poder exclusivo de la vieja clase latifundista y se ha emprendido el camino que va a conducir a la federación y a la constitución ultraliberal de Rionegro. Florentino González resume en 1852 las conquistas alcanzadas, e insinúa ya el principio federativo, al defender ante el Senado la elección popular de los gobernadores, que se introdujo en la constitución del año siguiente: Mucho recalca el señor Núñez sobre las importantes reformas que ha hecho entre nosotros el gobierno central: la abolición de la esclavitud y el cadalso político: la libertad absoluta de prensa y algunas otras. Pero el doctor Núñez debiera considerar que esto se debe enteramente a hombres que por casualidad han tenido el poder en sus manos; a circunstancias fortuitas y excepcionales, no a las instituciones centrales .
González alude aquí a su presencia en el gobierno de Mosquera, que él juzga como una circunstancia fortuita y excepcional, puesto que su presencia, como liberal, no se explicaba muy bien dentro de un gobierno conservador. Las reformas que enumera el antiguo secretario de Hacienda, compfeñdendodas sus iniciativas durante los dos últimos años de la administración del general: libertad de cultos, abolición del diezmo y del monopolio del tabaco, reforma liberal de la tarifa de aduanas, navegación a vapor por el río Magdalena, arreglo de la contabilidad, etc. La conclusión de González parece un presentimiento i ... porque yo, que pertenecería siempre, si quisiese, a esa oligarquía que domina los países hispanoamericanos, tengo bastante probidad política para renunciar a esa posición y a esas pretensiones de los que, con el gobierno central, quieren continuar siendo los tutores forzados del pueblo. 19
Lograda su afirmación política, reducidos a la impotencia sus adversarios, no queda sino asumir una actitud discreta, o como lo expresa José María Samper: ...cuando el movimiento está operado, cuando la revolución en las instituciones 19 Artículo «Federación», publicado en El Neogranadino, No. 239, de 25 de febrero de 1852, p. 66.
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23 está consumada, la sociedad empieza a renunciar al esplritualismo de la ciencia (sic) para lanzarse en el mundo positivista de la industria .
Sin duda, los reformadores estaban indigestos de su propia retórica, de su excesivo espiritualismo. Con el tiempo, sobrevendrá la experiencia y hasta costará un esfuerzo enorme comprender el alcance de las reformas operadas entre 1848 y 1854. Sólo en unos pocos se mantendrá viva la conciencia de lo que significaba el radicalismo y la declamación popular como instrumento político. Llegada la edad de la razón, cuando la conciencia burguesa se ha consolidado suficientemente, apenas se avocarán con tolerancia las luchas en que se comprometió la juventud, un poco inconscientemente. Las Reminiscencias, de Cordovez Moure, gozan en grado eminente de esta característica. Puede decirse otro tanto de Historia de un alma, de J. M. Samper, o de las memorias de Camacho Roldán y las de Aníbal Galindo. Excepcionalmente, Medardo Rivas traza un cuadro con atisbos heroicos de la actividad de la naciente burguesía en un nuevo tipo de latifundio, creado en virtud de las reformas de 1850. La visión de los acontecimientos de 1848 hasta 1854, y de los que fue principal protagonista la generación nacida entre 1825 y 1830, reviste un matiz complaciente y ligero, casi de arrepentimiento. Puede resultar chocante la manera como tales recuerdos son confrontados en la edad madura. Quieren limarse las asperezas, recubrir de un tono amable y juguetón las polémicas ardientes; en una palabra, minimizar la victoria alcanzada y convertirla en una sucesión de anécdotas amenas en las que se adivina la satisfacción modesta, henchida de orgullo, en el fondo, de los autores de «memorias».
19 Artículo «Ambalema», publicado en El Neogranadino, No. 218, de 8 de octubre de 1852, p. 235.
Capítulo II LAS CUESTIONES QUE SE DEBATÍAN (Económicas)
PUNTOS DE VISTA SOBRE LA PROPIEDAD TERRITORIAL Para comprender el alcance, pero también las limitaciones, de las reformas emprendidas a mediados del siglo pasado, o el acento peculiar de la ideología liberal y de las declamaciones de la generación que comenzaba a actuar en esa época, parece conveniente esbozar rápidamente un cuadro de la situación económica de la Nueva Granada, antes de 1848. Como este ensayo se limita a la exploración de las formas de la conciencia en las clases sociales de la época, parece obvio limitar, asimismo, la exposición a los argumentos que se esgrimían como resultado de un enfoque particular de las cuestiones. En rigor, no se trata de testimonios imparciales, puesto que cada uno refleja tendencias muy personales y, en casos extremos, los propios intereses. Pero éste es, precisamente, uno de los aspectos que deben subrayarse: el afianzamiento de una de las formas de conciencia de clase a través de las^Tficultades que tuvo que enfrentar. También sus modificaciones por necesidades políticas (y aun cierto grado de contradicción), o la escogencia de un término medio entre la total afirmación y las componendas con una sociedad que no podía transformar totalmente a su imagen y semejanza, sin abolir sus propias posibilidades. Los trabajadores de tierra caliente, una curiosa obrita de Medardo Rivas20, retraza con acentos épicos la tarea que emprendieron algunos comerciantes y doctores a partir de 1848, cuando se crearon las
20 Op. citp. 128. M. Rivas.
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condiciones favorables para su ascenso económico. Según Rivas, los monopolios del aguardiente y del tabaco, que tenían empobrecida la nación, arruinada la industria, paralizado el comercio, contribuían a que esos hombres laboriosos se mantuvieran en la inactividad. Abolidos, nada se oponía a que su trabajo fuera coronado por el éxito. La apología de Medardo Rivas refleja bastante bien el proceso de colonización interior, que estimuló la avidez de una fácil ganancia. Un proceso que activó las energías sociales enquistadas apaciblemente, hasta ese momento, en la inalterable uniformidad de los hábitos heredados y en las estructuras sociales legadas por la Colonia. El dinamismo irrumpe en las relaciones entre el campo y la ciudad, y las altera. El cultivo del tabaco, y más tarde del añil, es un cultivo comercial que permite el acceso a un mercado mundial. Así, en lugar de operarse el fenómeno habitual de inmigración rural hacia las ciudades, ocurre más bien lo contrario, ya que la ciudad constituye apenas un asiento administrativo, escasamente comercial e incapaz de absorber mano de obra, por la ausencia de industrias: ... los artesanos, los comerciantes, los buhoneros y hasta la criadas abandonaron a sus antiguos amos, para ir en pos del dorado que se llamaba añil.
Esta preeminencia anormal del campo sobre la ciudad, señala claramente los límites de la acción de la clase comerciante, que tendía a adquirir los rasgos de una burguesía. También los límites de su lucha contra el primitivo latifundio. Este fenómeno parece haber sido general en toda la América hispana. Según un investigador norteamericano21, ... hasta la difusión del industrialismo en Latinoamérica, el mayor canal de modernización en esta área, particularmente después de los alrededores de 1850, fue el nexo entre la propiedad territorial y los mercados europeos o norteamericanos, o las grandes ciudades de Latinoamérica.
Allí donde la producción se dedicó al mero consumo doméstico, particularmente en las regiones montañosas impropias para la explotación de géneros coloniales, el peonaje y las condiciones ancestrales de vida tendieron a perpetuarse. Por el contrario, en las zonas aptas para este tipo de explotación se impuso una forma de agricultura capitalista, sustentada por una mano de obra esclava. En la 21 Stanley S. Stein, «The Tasks Ahead for Latin American Historians», en The Hispanic American Histórical Reviera. Vol. XII, No. 3, agosto, 1961.
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Nueva Granada, excepcionalmente, fue necesaria la abolición de la esclavitud para desplazar mano de obra de los viejos latifundios a las nuevas empresas. Según Stein, debe subrayarse la actividad de los comerciantes en estas zonas de agricultura de exportación, puesto que sus hábitos contribuyeron a modificar los métodos de explotación: ... los comerciantes, que actuaron como agentes comisionistas y en última i " instancia como banqueros, adquirieron gradualmente la propiedad de grandes haciendas y tendieron a aplicar incentivos capitalistas, innovaciones y prácticas_cuidadosas de teneduría de libros.
La clase comerciante tiene que convertirse, a su vez, en latifun-' dista y adoptar los métodos de explotación rurales, combinándolos con sus propios métodos. Su acción no puede irradiar del centro na-. tural de su asentamiento y de su influencia, sino que tiene que trasladarse a las márgenes de los grandes ríos que le abren un camino hacia los mercados exteriores. La ciudad, particularmente Bogotá, f lleva una vida parasitaria, y su influencia, completamente artificial, | obedece a una tradición burocrática impuesta por el régimen colo- i nial español22. Florentino Gonzáléz y Juan de Dios Restrepo23 ponen I en evidencia esta anomalía y reclaman la prioridad para sitios accesibles a vías naturales de comunicación. Dice Florentino González: Esta ciudad (Bogotá) no es, ni puede ser un lugar de tránsito para ninguna parte, ni un centro de donde parta la actividad de la industria que vivifique la nación. Así es que ella se compone de empleados, de militares, de clérigos, . de frailes, monjas, profesores y alumnos de los establecimientos de educación, abogados, médicos, unos pocos hacendados que gastan aquí su renta, los que venden los géneros de que se viste toda esta gente, unos pocos sastres, zapateros y herreros; y al lado de todos ellos una caterva de mendigos enfermos y asquerosos bloquean constantemente las puertas de las casas y embarazan el paso por las calles.
Juan de Dios Restrepo es todavía más explícito con respecto a la
22 Miguel Samper, «La miseria en Bogotá», en Escritos político-económicos, 1. Edit. de Cromos, 1925. 23 Artículo de F. González, «Comencemos desde el principio», en El Neogranadino, No. 210, de agosto 12 de 1852, p. 172; y Emiro Kastos, «Cartas a un amigo de Bogotá», artículos aparecidos en El Neogranadino, No. 192, de enero 16 de 1852, p. 23.
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significación económica de la ciudad: En la Nueva Granada no puede haber ciudades populosas sino a orillas del Magdalena o en nuestros litorales de ambos mares (...). Solamente la agricultura o las manufacturas cerca de los ríos navegables, de los ferrocarriles o del mar, pueden dar alimento a una gran población: la agricultura en el interior siempre será mezquina y las fábricas imposibles.
Efectuadas las reformas, el contraste con la situación anterior a 1850 es evidente. El cultivo del tabaco (más tarde del añil) beneficia una mano de obra ociosa, y activa los procesos económicos, en tal medida, que Nieto Arteta24 puede decir que el tabaco contribuyó poderosamente a la constitución de la economía nacional. El cultivo comercial, orientado hacia un mercado mundial, sustituyó tanto a la ¡ economía de archipiélagos a que se refiere este autor, como a la eco- i nomía de mera subsistencia. Con excepción de algunas poquísimas posesiones25 26, antes de la Independencia todas las grandes haciendas de la Sabana y de las faldas de la cordillera Oriental habían pertenecido a comunidades religiosas. Como se trataba de vastas extensiones de tierra confiadas a jornaleros —cuyo salario, en la Sabana, estaba constituido por la sola alimentación, que no incluía una ración de carne—, el producto del trabajo agrícola era forzosamente miserable. ¡Y aun se considera un privilegio ser propietario en la Sabana! Pues, ...ser propietario en tierra caliente en otro tiempo era no tener propiedad en concepto de los habitantes de Bogotá, acostumbrados a ver en la Sabana a los animales pastando en praderas naturales y las cosechas sucederse unas a otras, con un poco de labor, en que empleaban a los indios, de los ; cuales estaba poblada, alquilándose sumamente baratos . :
No creo necesario insistir, pues bastante se ha hecho, sobre el carácter predominante del régimen latifundista en todas las épocas de la historia de Colombia. Ospina Vásquez27 28 anota una excepción muy importante en el período colonial, cuando los «vecinos» españoles no tenían el carácter de latifundistas y la clase acomodada e importante se componía de funcionarios y de comerciantes. Las órdenes 24 25
Op. cit., p. 264. Nieto Arteta. Salvador Camacho R., Memorias, I. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá, 1946, p. 127 y ss. 26 Medardo Rivas, op. cit., p. 27. 27 Op. cit., p. 12. Ospina. 28 Medardo Rivas, op. cit., p. 48.
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religiosas, como queda dicho, eran las grandes propietarias. Queda por hacer una investigación prolija relativa al período inmediatamente posterior y a las modificaciones sufridas por la propiedad territorial en períodos como 1819-1830, 1840, 1850-1854 y en 1863. Comoquiera que sea, la gran hacienda, en el período a que me refiero (poco antes de 1848), es la unidad económica fundamental. Las poblaciones que rodea ... no tienen sino una estrecha área, sin ejidos, sin dehesas comunes, ni siquiera donde recoger leña, y sus habitantes tienen que limitarse a poner algunas tiendas de comestibles o dedicarse al comercio de tránsito .
Aun Bogotá sufría con tal estado de cosas, puesto que sólo contaba, para animar el comercio, con el numerario que ponían en circulación las precarias actividades que enumera González en el texto citado más arriba. Contra esta oponión, corriente en la época, Ospina Vásquez piensa, por el contrario29, que los pueblos no eran simples apéndices de los latifundios y que en ellos se concentrara la mano dé obra agrícola, sino que más bien se componían de una masa de artesanos y de pequeños comerciantes que complementaban con su trabajo la actividad de las áreas agrícolas., Pero aun si las pequeñas poblaciones signifijcaban_algQ_más_qu.e-.una fuente de la mano de obra, y la ausencia de ésta descarta LijTnpcír- táncia económica del latifundio, esteno quiere decir que no se diera en un grado más o menos grande la concentración deja propiedad territorial, aunque fuera improductiva. Esta última circunstancia no hacía sino reforzar la precariedad de la vida urbana. Con , la eliminación efectiva de los resguardos, se vigorizó el sistema de la hacienda11, al proletarizar las masas agrarias, aunque su efecto principal fue el de crear un nuevo tipo de unidad económica, largamente deseado por los progresistas, que envidiaban los resultados obtenidos en Cuba: el sistema de plantación, que aseguraba algún salario a los trabajadores, beneficiando con ellos los mercados urbanos. Entretanto, el ámbito de las ciudades no podía dar cabida sino a muy pocas actividades, que contribuían al desmedro de las áreas rurales. En otro pasaje del escrito citado, Juan de Dios Restrepo señala que
29 Op.cit., p.9.
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES ... los negocios de nuestras ciudades son de suyo tan reducidos que, dejando de ser fructuosos a poca concurrencia, no queda colocación en ellas sino para los usureros, algunos comerciantes muy favorecidos y algunos pocos empleados.
Así, el primitivo latifundio, eje de la economía granadina, se revela impotente para renovarse a sí mismo y para desarrollar otra cosa que una magra economía de subsistencia confiada a la actividad de jornaleros y arrendatarios. A pesar del prestigio social de que gozan los grandes hacendados, de su poder indiscutible, la actitud que asumen frente a las posibilidades de explotación de sus tierras y, en general, a la necesidad de multiplicar la riqueza, es negativa. Por eso son tan frecuentes las alusiones a su egoísmo, a su apego a la rutina, en suma, a su conservatismo. El abismo que separa a un propietario de sus dependientes basta para colmar la ambición mediocre de un hacendado. El campesino, que no es del todo un proletario sino una especie intermedia ligada al señor por un contratato de arrendamiento de la tierra que explota, sobre el cual pesa la amenaza permanente de verse despojado de la noche a la mañana, se contenta apenas con asegurar su diaria subsistencia: ... pobreza?, ¿con tierras tan fértiles y exuberantes? —pregunta Demóstenes [el cachaco de Manuela30 31, a un arrendatario]. —¿Y qué hacemos con ellas? —Descuajar todos estos montes, y sembrar plantaciones para la exportación como café, añil, cacao, algodón y vainilla; y no sembrar maíz exclusivamente como hacen ustedes. —Muy bueno sería todo eso; pero la pobreza no nos deja hacer nada, y como no hay caminos ahí se quedaría todo botado; y no es eso sólo sino que los dueños de las tierras nos perseguirían. Es bueno que con lo poco que alcanzamos a tener a medio descuido ya nos están echando de la estancia, haciéndonos perder todo el trabajo, ¿qué sería si nos vieran aun labranzas de añil, de café y de todo eso?
El mismo Eugenio Díaz insinúa.otro tipo de relación, despojada de rasgos paternalistas, en el episodio que lleva a la heroína a Ambalema. Allí la palabra amo ha sido proscrita, para dar lugar a una relación impersonal, al menos entre los campesinos que se dedican a preparar el tabaco para la exportación y el consumo interior. Esta
30 Ibid. p. 196. 31 Eugenio Díaz, Manuela, B.P.C.C. Bogotá, p. 75.
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manufactura rudimentaria los torna propiamente proletarios. Su salario, en todo caso, es mucho más elevado que el de los peones de las haciendas. Si las reformas de 1850 modifican profundamente las estructuras sociales agrarias, al proletarizar el sector rural con la eliminación efectiva de los resguardos, liberan al mismo tiempo las energías de los comerciantes y estimulan su iniciativa en el sentido querido por Demóstenes, el personaje de Eugenio Díaz, el cual caracteriza precisamente la fracción más audaz de los reformadores, el llamado golgotismo. La actitud de los hacendados, en contraste, consiste en aferrarse a las ventajas adquiridas y conlleva una buena dosis de fatalismo, que refleja inconscientemente el periódico de Mariano Ospina R., al tratar de responder a la preguntajy¿por qué está pobre la Nueva Granada?»32: «... no estamos muy ricos, aclara, porque no ha sido pbsiblTque lo estemos». Y, en seguida, manifiesta desconfianza por las reformas legislativas: precisamente aquellas reformas que implican un grado mayor de libertad económica, tan cara a los ideólogos liberales. Cita el caso de la tarifa de aduanas, cuya reducción, en 1847, ha dado apenas recitados.mediocres, que algunos han queridoléxágerar. Argumenta que si se concede alguna influencia a la legislación sobre la actividad económica, debe repararse en que esa influencia está encaminada a destruir lo existente y que apenas se nota su influencia benéfica en un proceso constructivo, Defiende la obra legislativa que suscitó la revolución de Independencia y que, a pesar de lo excelente, no bastó para despertar la actividad aletargada por siglos de dominación española. No es entonces la carencia de leyes favorables lo que obstaculiza el surgimiento de fuerzas productivas, sino la naturaleza, que hace del hombre un animal de costumbres. El problema queda desplazado de su contexto de generalidad teórica, para radicarse en el empirismo de una peculiaridad psicológica o de la observación de deficiencias individuales: la ausencia de hábitos de trabajo o de conocimientos industriales en la masa del pueblo. La gran propiedad territorial permanece encerrada en un círculo vicioso: la incapacidad para cultivar provechosamente las tierras las abarata y, como resultado, se hace muy fácil concentrar la propiedad 32 El Nacional, No. 11, de julio 30 de 1848.
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en pocas manos. La concentración progresiva agudiza, a su vez, el problema inicial originado en la necesidad de confiar las tierras a arrendatarios, a los que se limita las posibilidades de explotación por exacciones continuas y desconsideradas. Su precaria existencia constituye el fundamento del poder y del prestigio del hacendado, pero no se traduce en un provecho positivo; antes bien, multiplica la miseria y crea una tensión constante con el propietario. No existe una relación impersonal y abstracta, garantizada por el derecho, sino que reina la más absoluta arbitrariedad, favorecida por anormalidades legislativas. José María Samper33 pide leyes protectoras para los arrendatarios, contra las depredaciones de los propietarios de finca raíz. Considera, por otra parte, perfectamente inadecuadas las leyes existentes: ... pero la ley dónde está? Esa ley protectora del desgraciado es irrisoria porque está refundida en los rincones de un viejo edificio levantado en épocas remotas, las Siete Partidas. Allí está la ley, pero una ley escrita en idioma ininteligible para el pueblo, conexionada con otras muchas y sujeta a las interpretaciones ambiguas y contradictorias del foro. Y esta ley está en un código desconocido para el pueblo, puesto que en muchísimos distritos no hay quien posea un ejemplar de las Siete Partidas.
33 Artículo «Protección al pueblo», en su periódico El Suramerícano, No. 30, de enero 26 de 1850.
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Así, una subordinación anómala del tenedor de la tierra con respecto al propietario elimina toda posibilidad de trabajo productivo, como lo sugiere el texto de E. Díaz, citado más arriba. Hablar de El comercio se resentía con la improductividad rural, aunque podía disponer, en alguna medida, de los capitales cuya ausencia se señalaba como el mayor obstáculo para el desarrollo de la agricultura. _ Pero esta actividad era muy limitada y necesitaba ampliarse para proporcionar un piso sólido a las aspiraciones de predominio de la feudalismo resulta impropio, pero sirve al menos de término de comparación, y a él han acudido todos los que han querido caracterizar este estado de cosas. LA AUSENCIA DE CAPITALES, LA EMPLEOMANÍA Y LOS PRETEXTOS DE LA USURA clase comerciante. <• A tal punto era limitada, que aferrarse a un empleo —lo cual significaba cierta dosis de prestigio social para los doctores— se justificaba muy bien, por la simple razón de que en algo había que ganarse la vida. Florentino González, en El Siglo, como Manuel Samper o Mariano Ospina R., combatía con muy buenas razones la proliferación de los doctores, a quienes José I. de Márquez responsabilizaba en buena parte de haber atizado la guerra de 1840. El Siglo34 imagina un diálogo en el que un funcionario confiesa ser empleado, ... por ganar un sueldo con qué vivir; porque vivo en un país en que ésta es la única ocupación que puede darme el pan para mis hijos.
El diálogo asocia, naturalmente, este tema con las dificultades de la agricultura y el comercio en tierra fría, por la ausencia de mercados. Los inconvenientes de la tierra caliente no son menores: los climas son insalubres y se carece por completo de vías de comunicación. Parece entonces una consecuencia forzosa que los monopolios fiscales deban mantenerse para obtener rentas con las cuales alimentar la empleomanía. Se sacrifica en esta forma la actividad económica nor-
34 No. 9, de agosto 10 de 1848.
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mal, gravada desproporcionadamente, a la única ocupación posible para los doctores. Este círculo vicioso que encadena las posibilidades de la incipiente burguesía burócrata y comerciante, sólo puede romperse en virtud de una coyuntura económica que libere la iniciativa privada y conceda, no una mera preeminencia virtual derivada de la función de gobernar o estar adscrito al «servicio público», sino un verdadero poder representado por el dinero. De esta manera, se impone una clara conciencia de la necesidad de agenciarse capitales. Necesidad que reviste un matiz diferente para la óptica conservadora y para los anhelos de los comerciantes liberales. Aquella adopta una actitud muy próxima a la pasividad, que confía más en la atraeión de capitales extranjeros, ofreciéndoles la ventaja que representa la estabilidad política, la paz, el orden, etc., y en el recurso del ahorro, eliminando los gastos improductivos35. Los liberales, en cambio, ponen todo su empeño en la transformación política, que aportará consigo las franquicias que requiere «... la acción libre favorable y bien dirigida de la inteligencia humana»36. Esta actitud, un poco teórica, confía más en la acción de supuestos agentes naturales y en «condiciones muy ventajosas en la producción de la riqueza»; es decir, postula un economismo frente a la lenta evolución a que se atiene la óptica conservadora. La situación de la Nueva Granada, en 1848, ofrece serias dificultades al impulso ascendente de las clases laboriosas, particularmente por la ausencia de capitales. Los periodistas liberales no se cansan de insistir sobre ello:
35 El Nacional, No. 11 cit. 36 Editorial «Caminos», de El Neogranadino, No. 22, de diciembre 30 de 1848, p. 169: «... La acción libre, favorable y bien dirigida de la inteligencia humana, de los capitales y de los agentes naturales, producen la suma de bienestar social designada con la palabra genérica «prosperidad». Pero la acción libre, favorable y bien dirigida de la inteligencia de un pueblo, presupone una legislación perfecta, una disposición de raza privilegiada y una ilustración sólida y extensa. La acción libre, favorable y bien dirigida de los capitales presupone la existencia de éstos, es decir, de una complicada serie de hechos económicos que determinan y permiten la acumulación, resultado de la seguridad en personas y bienes y de condiciones muy ventajosas en la producción de la riqueza.
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18 ... el capital circulante en la Nueva Granada [dice Ricardo Vanegas ] es escaso; por consiguiente caro y su uso poco ventajoso para ninguna empresa en que haya de tomarse sobre un interés dado. De ahí viene que la propiedad inmueble no tenga ya casi ningún valor; de ahí que los propietarios encuentren una absoluta imposibilidad para tomar prestado un capital con qué dar ensanche a sus especulaciones; de ahí que los cambios sean difíciles, lenta la circulación; y de ahí, en fin, que todo hombre laborioso y trabajador tropiece con una invencible fuerza de inercia, siempre que trata de poner una planta o de dar vuelo a una industria.
Durante la primera época de El Neoyranadino, de inspiración mosquerista37 38, este periódico libró una enérgica campaña destinada a suscitar las más variadas preo.cup.acÍQnes_económicas. «Bien que partidarios de la acción individual», proponen laintervención.deLgobier— no para proteger la agricultura y,Trias concretamente, la intervención encaminada a la creación de crédito agrícola y a la apertura de caminos. Ha de ser el gobierno porque los esfuerzos de los particulares slTverían anulados por la timidez industrial, la rutina o la pereza. El gobierno debe prestar su concurso hasta el momento en que arraiguen firmemente los hábitos que permitan prescindir de su concurso. Poco después se propone la fundación de un banco de emisión para facilitar las transacciones comercialesT"Esta vez la invitación está dirigida a los particulares, pues parece llegado el caso «... de hacer nosotros, como particulares, lo que ya no debemos esperar de entidades políticas». Este cambio intempestivo respecto al crédito que merecía el Estado, se debió a la negativa de la Cámara provincial de Bogotá a facilitar la conversión de la caja de ahorros (que había fundado Lino de Pombo junto con otros notables de Bogotá) en un banco, autorizando la emisión de cédulas al portador (acciones). Los capitalistas deberían apresurarse a venir en socorro del comercio y de la agricultura, estableciendo por su propia iniciativa un banco de emisión, puesto que la experiencia parecía demasiado aventurada al 37 Artículo «Situación financiera de la República», en La América, No. 19, de junio 23 de 1848, p. 84. En el mismo sentido, el periódico editado en Santa Marta por Manuel Murillo Toro, La Gaceta Mercantil, No. 5, de noviembre 2 de 1847. Edit. «Capitales». 38 Pertenecía entonces a Manuel Ancízar. Más tarde, fue comprado por Manuel Murillo T. y se convirtió en el oráculo del radicalismo. Para apreciar los esfuerzos del periódico en el sentido indicado, véanse los números 7 (Edt. «Fomento industrial»), 9 (Edit. «Caja de Ahorros»), 1 0 , 1 1 , 22, 23 (sobre caminos), y 12 y 14 (sobre bancos).
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gobierno. Con ello sacarían un provecho mayor de su dinero que el que reportaban colocándolo a un interés decente, «... pues no hablemos de la usura ratera y emboscada, oficio de pocos, ocupación de cerebros ruines, vulgares». Cabría el beneficio de la duda en favor de la rareza de la usura, si los testimonios no fueran tan insistentes sobre su práctica, al parecer generalizada en todos los centros urbanos de alguna importancia. Examínese, por ejemplo, este párrafo de una carta que escribe José E. Caro desde su destierro voluntario, y en la que resume la situación general que se ha tratado de describir: ... En Bogotá la juventud no tiene carrera alguna y es más ociosa y por consiguiente más viciosa que en cualquier otra parte. Bogotá es una ciudad sin comercio y sin industria, en que los capitales no tienen más empleo que el í de la usura, en que el juego reina de una manera espantosa .
Podría sospecharse de la imparcialidad de Caro o advertir que enfrenta la situación con una psicología peculiar, mezcla de excitación moral y de encono que prestan a menudo acentos apocalípticos a su palabra, muy del gusto de una oposición desesperada. Pero lo que describe es casi siempre exacto, si no paramos mientes al estilo rencoroso y desorbitado. Un testimonio menos sospechoso, el de Juan de Dios Restrepo39 40, confirma la apreciación de Caro en este punto. Restrepo describe minuciosamente, y apenas con la antipatía natural que puede despertar el oficio de usurero, cierto tipo de «... aristocracia monetaria algún tanto iletrada» que domina todos los resortes de la vida pública de Medellín. Ninguna cualidad deseable adorna a esta clase social. Es verdad que él admite, como cosa natural y hasta provechosa y lícita, la influencia de los ricos, pero a condición de que la riqueza se convierta en una fuente de beneficio social o en una ocasión para practicar las virtudes cristianas. ... Pero [agrega] esos banqueros de uno y medio y dos por ciento, como los hay aquí y en Bogotá, que viven en sus poltronas explotando las miserias ajenas, llenando sus cofres a mansalva, arruinando colectivamente el país, sin arriesgar una peseta en ninguna industria nueva de utilidad general, ni correr las vicisitudes de los negocios, son una especie de vampiros que podrán
39 José E. Caro, Epistolario. Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, 1953. Carta de 11 de junio de 1851, p. 155. 40 «Cartas a un amigo...», cit. Emiro Kastos.
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inspirar temor pero nunca simpatías ni respeto.
De esta clase, y de su gusto por el dinero que le proporciona una influencia siniestra, se deriva en política una actitud rabiosamente conservadora, pues su interés más evidente consiste en mantener el statu quo. * Como para verificar estas observaciones, Tosé María Samper comprueba que uno de los efectos inmediatos de la abolición del monopolio del tabaco y de la intensificación del cultivo ha sido el de rebajar el interés del dinero del 6% al 2% y aun al lvt %, «... hecho que prueba —a su manera de ver— la competencia de los capitales y de la moralización de la industria». __ Debecitarse, finalmente, la reacción que se desató, en ciertos medios, durante el régimen provisorio del general Meló, contra la usura. Si bien existe cierta confusión respecto de la posición particular de los adherentes en este breve período revolucionario (17 de abril a 4 de diciembre de 1854), puesto que se pretendía garantizar los privilegios de los propietarios al mismo tiempo que se los sometía a empréstitos forzosos, la condenación de la usura quiso utilizarse como argumento político para mantener la adhesión de los artesanos. Joaquín Pablo Posada, redactor del periódico del régimen, se expresa violentamente contra las actividades de la minoría dominante, a la que Meló recurría con amenazas y aún con la prisión efectiva, con el fin de arbitrar recursos para sostener los gastos de la guerra: Oh! Una revuelta para ellos, que saben que nuestra América no está sujeta a los principios de la economía política europea, una revuelta para ellos ha sido siempre una fuente abundante de riqueza, porque aquí no hay lo que propiamente se llama comercio, no hay industria y el negocio positivo es la usura, y para que el interés del dinero suba, no hay como un amago de revolución. 41
EL PUNTO DE VISTA DE LOS COMERCIANTES
Desde 1846, Florentino González sintetiza, en dos artículos aparecidos en El Día42, las grandes líneas de política económica y el programa de gobierno que realizará la revolución de 1848. Expone por primera vez el argumento de orden histórico-político que inspirará en adelante a los gólgotas en su afán transformador. Según 41 «Cartas desde Ambalema», en El Neogranadino, No. 208, de julio 30 de 1852, p. 154. 42 «Hagamos algo de provecho», No. 375, de agosto 23 de 1848, y «Vamos adelante», en el No. 377, de agosto 30. Florentino González.
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su punto de vista, la transición del régimen colonial al régimen republicano,-operada con la Independencia, sólo significó un cambio en el nombre de los funcionarios y la adopción de un gobierno republicano representativo que se encargó de la dirección y el manejo de los negocios públicos, pero que dejó subsistentes la mayoría de las instituciones coloniales. González subraya la función meramente burocrática de los detenta- dorés del nuevo régimen y señala que éste no ha contribuido para nada al incremento de los recursos casi naturales ni se ha preocupado por abolir contribuciones y monopolios que entraban las actividades productoras de riqueza de los particulares. Luchas estériles, que el nuevo tipo de gobierno parece suscitar de suyo, han contribuido a extraviar el interés de los granadinos de sus verdaderos objetivos, puesto que ellos no han ganado nada en riqueza y comodidades con el cambio. Los pocos capitales de que han podido disponer se han empleado en la explotación de algunas minas, en el comercio exterior y en el establecimiento de unas pocas fábricas, actividades que no han obtenido resultados ventajosos «... porque se ha trabajado bajo el influjo de leyes opresivas que encadenan la producción y el tráfico». Florentino González tiene en cuenta el fracaso experimentado en 1840 con el intento de una incipiente industrialización, apoyado por el Estado. Es posible que no haya profundizado suficientemente en las ventajas de una experiencia parecida, puesto que todos sus argumentos tienden, por un lado, a descartar la acción del Estado y, por otro, a suprimir toda actividad dirigida hacia la industrialización. El Estado debe contentarse con liberar a la iniciativa individual de todas las trabas que pesan sobre ella y que la inhiben en el ejercició de una actividad económica productiva. Esta actividad debe limitarse, a su vez, a la explotación de las minas y de la agricultura porque la Nueva Granada «... no está llamada a ser una nación manufacturera». González sostiene el principio de la división internacional del trabajo y aduce tres argumentos que fuerzan a su aceptación en la Nueva Granada. En primer término porque este país no cuenta con facilidades para montar^fábricas; es decir, con capitales y medios técnicos adecuados. Luego, porque no posee materias primas para alimentar una industria ya establecida. Finalmente, González cita una circunstancia que refleja claramente la índole social, muy peculiar de la época: las fábricas que se establecieran no contarían con consumidores que'préfifíérárf sus manufacturas a las extranjeras, en
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un mercado de libre competencia. Se da por descontado el hecho de que el establecimiento de fábricas (y González piensa con seguridad en los textiles) no implica un proteccionismo que elimine del mercado la competencia extranjera. En estas condiciones, ninguna industria podría competir con las mercancías extranjeras. Pero aun descartando el interés de los comerciantes que se oponían al proteccionismo mediante fuertes gravámenes aduaneros, la mención de la preferencia de los consumidores implica un matiz psicológico que no debe desdeñarse en un estudio dedicado a las formas de conciencia de clase en la época. Un ilustración aproximada de este problema, se halla consignada en una novela de costumbres, Amores de estudiante, de Próspero Pereira Gamba43. El héroe del relato, un estudiante del Colegio de San Bartolomé en los años 30-40, se muestra desconsolado con respecto a su propia indumentaria, la cual comprendía «... calzones de manta socorrana (que, entre paréntesis, nos hacían usar para proteger la industria del país)»44. Se trataba, evidentemente, de una imposición que no podía cobijar sino a ios estudiantes o al ejército, sometidos a uña especie de tutela. Ninguna otra clase social podía aceptar, de buen grado, una imposición semejante. El personaje de la novela se encuentra reducido a una especie de inferioridad social, por la ridicula indumentaria que se ve constreñido a llevar. Decidido a abordar a una linda joven que aparece en el teatro, hace una apuesta con sus compañeros, y confiesa: Lo que más arduo les parecía a mis camaradas, era que yo tuviese el arrojo de preséntame ante aquella noble familia con el triste uniforme con que estaba vestido .
Es muy probable que no se tratara en modo alguno de una noble familia, pero al estudiante se lo parecía con su admirativa simplicidad frente al atuendo de los acompañantes. En qué consistía esta nobleza, el estudiante nos lo revela cuatro páginas más adelante: ... todos los jóvenes de las provincias que van a los colejios de Bogotá, por más miserables que sean, mienten riqueza para tener entrada en la capa de la
43 Amores de estudiante, de Próspero Pereira Gamba. Bogotá. Imprenta de Echeverría Hnos., 1865. 44 Ibid. p. 15.
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES sociedad donde reside la aristocracia monetaria.
Frente al consumo, existen pues diferencias psicológicas muy marcadas, que influyen decisivamente en el punto de vista con que debe mirarse el problema industrial en el siglo XIX. Existe una capa de la sociedad que se resiste al consumo de los productos nacionales, por razones de prestigio social. Si bien entra en juego la calidad del producto en las consideraciones del consumidor, esta calidad no se determina forzosamente teniendo en cuenta razones de méra índole económica (duración, resistencia, p. ej.), sino más bien ateniéndose a su «finura», es decir, a su aspecto puramente exterior, que sirve para identificar entre sí a quienes pueden comprarlo. Y aun si el precio es comparativamente inferior (dada la calidad) al de los productos nacionales, el uso del artículo importado constituye casi el privilegio de una clase superior. Aun en el Congreso llegó a debatirse, en el momento de discutirse la cuestión del librecambio, si era posible obligar a un cachaco a usar vestidos de manta. Existía, en resumidas cuentas, una prevención muy fuerte contra los productos elaborados por la industria tradicional. Por otro lado, no hay que olvidarlo, la industria fracasó. En realidad, no subsistían sino los establecimientos tradicionales, que eran objeto de ataques porque lo que quedaba del primitivo proteccionismo estaba dirigido 45
a mantenerlos. Florentino González combate los impuestos indirectos sobre la importación de géneros de algodón que, según él, son los que tienen mayor consumo entre los sectores más pobres de la población. Califica de absurdo este sistema que tiende a favorecer el supuesto fomento de nuestras fábricas pues «... parecería que positivamente haya fábricas entre nosotros, y que nos conviene inclinar a nuestra población a que sea manufacturera». La existencia de estas fábricas es muy problemática y no merecen este nombre los mezquinos establecimientos que funcionan en Tunja y en El Socorro, los cuales carecen de maquinaria o alguno «... de los auxilios que pudieran hacerla rivalizar con la industria extranjera». Calcula que el trabajo de un obrero de El Socorro le produce tres centavos al día y que este mismo hombre, trabajando en establecimientos agrícolas dedicados a la explotación de frutos exportables, ganaría cuatro veces más. La argumentación de González no se detiene a mostrar 45 Ibid. p. 17.
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meramente la imposibilidad de convertir a la Nueva Granada en una nación manufacturera, sino que tiende asimismo a subordinar el crecimiento económico a las posibilidades del mercado exterior. Aun las conveniencias fiscales, que suelen invocarse para el mantenimiento del monopolio de uno de los principales frutos exportables, el tabaco, no se verían afectadas si se sustituyera este arbitrio por un impuesto moderado a la exportación. A quienes arguyen que la producción intensiva haría bajar los precios en los mercados de ultramar, puede objetárseles que si bien se ofrece una cantidad limitada, esta limitación obedece a que existe casi un único mercado, el de Inglaterra, ya que en Bremen y Hamburgo sólo se ofrecen cantidades muy pequeñas. Basta ampliar entonces el acceso a los mercados para mantener los precios. Ningún argumento, en todo caso, parece refutar esta simple proposición: El comercio de exportación es el único que puede enriquecer a un país proporcionándole vender en el extranjero las producciones que no necesita para el consumo interior.
Por eso, ... es necesario de que nos convenzamos de que solamente lo que nos facilite especular sobre el mercado inmenso de Europa puede contribuir a la prosperidad y aumento de la fortuna pública y privada.
LA MANO DE OBRA. LA MANUMISIÓN Y LOS MIRAMIENTOS A LOS DIPUTADOS DEL SUR
Una curiosa observación de Medardo Rivas46, nos pone delante de otro de los problemas en que se debatía la vida económica granadina. Según Rivas, | ... propiedad sin negros que la cultivasen no servía para nada. Por esto la i esclavitud se prorrogó hasta 1851; y entonces se creyó efectivamente que abolida ésta, la poca industria que había en el país iba a arruinarse.
El comercio exterior —lo que hoy llamaríamos «la balanza comercial»— se saldaba siempre con el producido de las minas de oro. La explotación de éstas dependía del trabajo de los esclavos, aunque su importancia hubiera disminuido sensiblemente en tiempos de la
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Op. cit., p. 28.
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República. Pero la agricultura «en grande» descansaba casi enteramente sobre la misma base47' Estas sencillas consideraciones hubieran bastado para serenar la exaltación filantrópica y para situar la discusión sobre un terreno eminentemente práctico, si los intereses que con- , cernían a la conservación de un determinado tipo de riqueza hubieran coincidido con las aspiraciones de la clase en ascenso/Pero ésta, a riesgo de alarmar a los propietarios de las provincias del sur, colocó entre las reformas que debía emprender la administración del 7 de marzo la cuestión «Esclavos» y se apresuró a declamar en todos los tonos sobre la iniquidad que encerraba la institución. Para confirmar a la luz pública su determinación y para darle una iniciación práctica, se apeló al espíritu filantrópico de los notables de Bogotá, en forma de suscripciones voluntarias a un fondo privado de manumisión. Finalmente, el 20 de julio de 1849 se celebró la fecha conmemorativa de la Independencia, con el tema dominante de la manumisión. El Congreso de 1850, que había logrado integrarse con la mayoría liberal necesaria para encarar las reformas que figuraban en el programa del 7 de marzo, debatió largamente el asunto durante las sesiones de abril y mayo48. El procedimiento parlamentario, basado casi íntegramente en el prestigio de la oratoria, obligaba a discutir el problema a la luz de principios que se iban desenvolviendo en los detalles prácticos que sugería su realización. En esta forma, se enfrentaban dos principios cuya enunciación teórica no bastaba para ocultar los intereses de sus defensores. Al principio de libertad para todos los habitantes de la Nueva Granada, los ciudadanos diputados del sur oponían el de la intangibilidad de la propiedad privada. Este antagonismo se resolvía en un problema práctico, el de la indemnización que deberían recibir los propietarios. En el fondo, las discusiones versaban, principalmente, sobre los arbitrios destinados a agenciarse recursos para establecer fondos de manumisión. Una especie de regateo impulsaba a los diputados a ocuparse de la suerte de los manumitidos, pues su condición, a la vez que creaba algunos problemas de asentamiento, ofrecía la posibilidad de procurarse mano de obra barata en las provincias que no habían gozado de 47
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«Manumisión de esclavos», edit. de El Neogranadino, No. 50, de junio 23 de 1849, p. 209, en donde se sostiene que «... la abolición de la esclavitud entre nosotros no es una cuestión filosófica sino una cuestión práctica y económica, y como tal ha de ventilarse si se quiere llegar a buenos resultados». «Diario de Debates», Imprenta de El Neogranadino, 1850.
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ella. ¿Qué iba a hacerse entonces con los manumitidos? ¿Fundar poblaciones exclusivamente para negros? ¿Dejarlos en el lugar de su antigua opresión? ¿Dispersarlos por todo el país? Cada una de estas soluciones planteaba problemas desconcertantes. Si se los segregaba del resto de la sociedad reduciéndolos a poblados, representaban una amenaza constante de disturbios, pues siempre tendrían ocasión de estimular mutuamente sus «malos instintos», que se suponían reprimidos hasta entonces. Se corría también el riesgo, al abandonarlos a su propia suerte, de que vegetaran en la mis.eria, puesto que los reductos implicaban un abandono a sus propias capacidades, que el régimen paternalista a que habían estado sometidos no había contribuido, sin duda, a desarrollar. Además, ¿cómo podrían hacerse a ellas sino gracias al contacto permanente y aun al mestizaje con una raza superior? Finalmente, ¿quién iba a gobernarlos? Un blanco sería el objeto de su odio y no podía confiarse en las virtudes de un negro, pues se daba por supuesta su absoluta inferioridad. Dejarlos en el lugar de su origen era exponer a los propietarios a las presumibles retaliaciones de sus antiguos esclavos, llenos todavía de resentimiento por su miseria pasada. Dispersarlos parecía lo más adecuado, y esto ofrecía una ventaja adicional, la de eliminar los anteriores inconvenientes. Se disponía de una mano de obra barata y se participaba de un beneficio que hasta ese momento había sido el privilegio de los propietarios del sur. A lo cual los ciudadanos diputados del sur ponían todo su empeño en oponerse, pues, según ellos, la medida arruinaría las explotaciones de caña de azúcar de las provincias del Cauca y Buenaventura. Si bien los antiguos esclavistas podían temer las represalias de los manumitidos, era evidente que estos trabajadores se hallaban familiarizados con las explotaciones del sur. Efectivamente, los propietarios tropezaron con dificultades, tal como se había previsto. El 14 de enero de 1852 escribe Joaquín Mosquera a Rufino Cuervo49 50: 49 50
Luis Ángel Cuervo, Epistolario del doctor Rufino Cuervo, III (1843-1853). Imprenta Nacional, Bogotá, 1922, pp. 206 y 315. No me refiero aquí a otra de las fuentes de mano de obra que es útil mencionar, constituida por los indígenas de los resguardos, a partir de 1838. Sobre este punto, véase el testimonio de Salvador Camacho Roldán, Memorias, I, p. 136, y su curiosa apreciación sobre la suerte corrida por los indígenas que se trasladaron a tierra caliente en busca de mejores salarios y que fueron diezmados por la epidemia de
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES ... hasta hoy no ha producido desorden la libertad general de esclavos, pero preveo dificultades alarmantes porque algunos genios malévolos les aconsejan que no se concierten con sus antiguos amos, ni salgan de las tierras, para apoderarse de ese modo de las propiedades. Sé que el señor Arboleda (Manuel) ofreció a los suyos tres reales diarios para continuar trabajando en sus haciendas de caña, y no ha admitido uno solo tan ventajosa propuesta.
Y poco más tarde, el 7 de abril de 1852, vuelve a escribir ... la libertad simultánea de los esclavos ha hecho por allá (se refiere a^Ca- loto) el efecto que hace un terremoto en una ciudad cuando la derriba .
1851.
Capítulo III LAS CUESTIONES QUE SE DEBATÍAN
(Religiosas)
EL PROBLEMA POLÍTICO DE LA RELIGIÓN Y SUS SUPUESTOS Quien quisiera definir el fondo mismo de las controversias políticas en el siglo pasado debía recurrir forzosamente a una antítesis bastante simple, que tenía el privilegio de ser clara. La oposición neta entre creyentes y «rojos», entre católicos e irreverentes, parecía encerrar la razón última de una discusión apasionada que se desenvolvía en una secuencia de puntos accesorios que concernían a la tradición y a la novedad, al atraso y al progreso. Los hombres podían converger acerca de estos puntos, pero su opinión era irreductible en cuanto se tocaba la cuestión religiosa. La religión era un dique a los excesos o una barrera a los beneficios del progreso, según el punto de vista, pero en todo caso constituía un punto de referencia ineludible. Por eso, Diego Caro escribe a su ilustre pariente, en 1851 : ... La cuestión religiosa es lo que realmente se ventila en la Nueva Granada. El catolicismo, o mejor dicho, la idolatría, quiere sostener su rango y sus preeminencias con todo su fanatismo y la juventud en su mayoría lucha contra prácticas establecidas.
Estas palabras debían producir un efecto^curioso en José Eusebio Caro, que había promovido upa cuestión moraíoontra la adminis- 51
51 José E. Caro, Epistolario, p. 317. Un juicio parecido se expresa en al panfleto atribuido a Pastor Ospina, Ojeada sobre los primeros catorce meses de la administración del 7 de marzo, dedicada a los hombres imparciales y justos. Imprenta de El Día, Bogotá, p. 9 y ss.
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tración del 7 de marzo y para quien el sentimiento religioso era la garantía de una futura desaparición del partido rojo, pues el día en que se operara una general conversión al cristianismo, este partido no tendría razón de ser52. El partido rojo mostraba, en efecto, una acritud y una desenvoltura excesivas respecto de las formas exteriores religiosas y lanzaba un desafío constante a las exhortaciones de la jerarquía eclesiástica. El sustrato racionalista de tales desplantes era, por lo demás, bastante convencional y se originaba en la adopción indiscriminada de los puntos de vista, ya históricos, de la Ilustración. No hay un escrito en que se aborde esta espinosa cuestión, aunque sea tangencialmente, que no retrace un cuadro truculento de la Historia Universal, a la manera de los autores de la Enciclopedia. Un hipotético espíritu de libertad se manifiesta gradualmente a través de los siglos y a partir de las negras tinieblas del medioevo. Cada batalla fortalece este principio desvalido, hasta el momento decisivo en el que surge el libre examen, que da a tierra con la teocracia y comienza a carcomer los cimientos de la sociedad feudal. Una lógica histórica inflexible lo conduce hacia la alborada revolucionaria de 1789 y la más reciente aún de 1848. Desgarrado el velo del oscurantismo, se acogen los principios de libertad y de tolerancia, que van asociados naturalmente a todo progreso humano. El libre examen favorece el adelanto de las ciencias, y sin él no podría ni siquiera concebirse el desarrollo de los inventos útiles. Para comprobarlo, no habría sino que echar una ojeada a la condición de los países sujetos todavía al yugo teocrático y al fanatismo, que contrasta tan vivamente con la prosperidad material y moral de aquéllos que se emanciparon. Estas críticas, sin embargo, a causa precisamente de su generalidad, no rozan sino la superficie del problema. Jamás llegan a concretarse en una forma disidente de conciencia religiosa, sino que se mantienen en la vaguedad del terreno político y apuntando siempre, inconscientemente, a la influencia de la jerarquía clerical. Como lo admite Juan Nepomuceno Neira53, un draconiano que encuentra demasiado audaces las reformas que pretenden introducir los gólgotas, 52
Artículo «El partido conservador y su nombre», en La Civilización, No. 17, de 29 de noviembre de 1850. 53 Reflexiones que el doctor Juan Nepomuceno Neira dirige al Congreso de 1851, sobre tres cuestiones importantes. Imprenta de El Día, Bogotá, 1851, pp. 8 y 9.
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• ... en la Nueva Granada no ha llegado, ni quiera la providencia que llegue, nuestro filosofismo hasta negar la existencia de Dios, los dogmas de la religión, o las necesidades del culto. Pero ya que a tal situación no se encuentran nuestras divergencias, sí las encontramos, y demasiado marcadas, en orden a la importancia moral del clero en la sociedad civil, y respecto de los medios que deben asegurar su subsistencia.
En suma, se pretende combatir políticamente los privilegios del clero y someterlo a la tutela del Estado. Suprimir los derechos de estola, por ejemplo, o lo diezmos, o el fuero eclesiástico y hacer depender el nombramiento de los párrocos de las autoridades civiles, para quebrantar el principio jerárquico, inspirador de tendencias conservadoras o que, según la terminología liberal de la época, perpetúa un principio autoritario y antidemocrático que se opone a la vigencia plena de las nuevas instituciones. El problema lleva, incluso, la división al seno del liberalismo, pues los liberales tradicionales —o draconianos— insisten en la primacía del Estado sobre toda otra organización y estiman que la Iglesia debe quedar sometida a su influencia. Los ideólogos, por el contrario, extreman el rigor en la aplicación de los principios y piden la separación absoluta del Estado y de la Iglesia. Por un lado, se tiende al control de la institución, por otro, a evitar una presunta coalición que favorecería los intereses de los representantes de la Iglesia y del Estado asociados. Planteado en un terreno de realidades políticas, el problema se resuelve en enunciados políticos, sin que deje margen a alegatos de tipo teológico. Lo que se discute es la influencia del clero en el resto de la sociedad y la manera de neutralizarla, ora valiéndose del poder del Estado, ora abandonando a la Iglesia a su propia suerte. El problema político no carece de otros supuestos que se refieren a la conciencia, pero no a la conciencia religiosa sino a la conciencia de clase. Se combaten deliberadamente ciertas formas de ascetismo, O más bien, de fatalismo entregado a los dictados de la Providencia, que pueden asociarse a los métodos de trabajo en una sociedad rural y conservadora y cuyo efecto inmediato es el de sancionar un orden aparentemente inmutable y sin ningún dinamismo. A las creencias tradicionaléss'é opone un nuevo evangelio de carácter profano, des- j tinado a justificar moralmente las conquistas materiales. No se aduce una aprobación divina que señale por anticipado el destino de los
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elegidos, pero tampoco se admite que el éxito se oponga de alguna manera a las exigencias de la moral corriente. ... Una voz sentimental, una voz aduladora de las ilusiones se deja oír clamando contra el culto de los intereses materiales de la sociedad. Esta voz predica el naufragio de la moral en medio de la diligente actividad que excita el fomento de aquellos intereses. Error! Los intereses morales no pueden ser la víctima de los intereses materiales bien entendidos54.
Sin duda, las promesas de un paraíso ganado a fuerza de privaciones pueden parecer una ilusión, pero tampoco se pretende aniquilar la fuente de toda moralidad. ¿Acaso el trabajo no es una fuente de satisfacciones morales? ¿Y la organización de este trabajo, su racionalización, no es un elemento ordenador de la sociedad, que selecciona de una manera natural las aptitudes y subordina las capacidades menores a las más valiosas de los dirigentes? La afinidad de este tipo de creencias con ciertas proyecciones del protestantismo anglosajón no son casuales. Pero los elementos calvinistas asumidos inconscientemente con las doctrinas liberales no bastaban para hacer oscilar tan violentamente la conciencia que se fuera a dar de bruces en la conversión. El mismo José Eu- sebio Caro, que muestra un entusiasmo sin restricciones por la condición moral del pueblo norteamericano, coloca como fundamento de la ideología conservadora la adhesión a principios religiosos. A pesar de su impulso ascendente, la clase comerciante, que prohíja una admiración fanática por el mundo anglosajón, no entra en conflicto abierto con el resto de la sociedad granadina, sino que tiende a amoldarla a sus propios ideales de trabajo, soslayando hábilmente las cuestiones más espinosas. No es cuestión de subvertir el orden violentamente, sino de colocarse a la cabeza de esa sociedad, imponiendo módulos de pensamiento y de acción que puedan conciliarse de algún modo con las creencias tradicionales. AMBIGÜEDADES DE LA CONCIENCIA ¿Qué alcance real tenían entonces los ataques al magisterio eclesiástico? La actitud de los radicales oscila dentro de una ambigüedad 54 «Prospecto» de El Siglo, periódico de Florentino González, No. 1, de 8 de junio de 1848.
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desconcertante. Cierto grado de romanticismo, impregnado de un vago sentimiento religioso coexiste con la perentoria desautorización de la disciplina impuesta por la Iglesia. José María Samper advierte en sí mismo una «... mezcla de sentimiento religioso y cristiano y de espíritu hostil a la Iglesia Católica». Este espíritu hostil proviene claramente de una tradición racionalista, y el sentimiento religioso, de la literatura romántica; es decir, de dos expresiones culturales que, en la generación nacida entre 1825 y 1830, coexisten y se yuxtaponen de una manera contradictoria. Debe insistirse particularmente en los motivos puramente literarios que se encuentran en la raíz de la actitud asumida por esta generación, para hacer inteligible la oposición que sus predicaciones encontraron en la masa del pueblo, y la superficialidad de las convicciones, que facilitó muchas conversiones de los radicales en la edad madura, especialmente durante el régimen de la Regeneración. Al definirse a sí mismo como «religioso en verso y volteriano en prosa», Samper deja entrever la magnitud puramente relativa del conflicto y su raíz exclusivamente literaria. La a.rtiíicialidad de este conflicto señala la base socialmente precaria a la que adhiere, pues en la sociedad entera dominan todavía motivos religiosos tradicionales heredados de uña cultura agraria, pero que tolera ocasionalmente la inconsistencia de una moda literaria. El racionalismo y el romanticismo apenas sirven de pretexto a las veleidades de una minoría, sin que den margen a una creación original. Su adopción reproduce, en el plano de lá cultu- 55 ra, la falta de originalidad de la afirmación de clase de la burguesía granadina, que accede a la universalidad valiéndose de formas y de soluciones adventicias, sin que los elementos propiamente urbanos de cultura puedan sobreponerse a elementos tradicionales más arraigados de una cultura agraria. En el interior mismo de los hombres de la generación radical, combate la nostalgia sentimental de los consuelos del sentimiento religioso con las exigencias positivas de la civilización que quieren construir. José María Samper, por ejemplo, que, como todos los integrantes de la Escuela Republicana, ha defendido ardientemente la adopción del matrimonio civil, se resiste él mismo a contraerlo, y alega que ... las leyes del honor, sancionadas por las costumbres, tendrán siempre 55 Historia de un alma. B.P.C.C., 1948. II, p. 103.
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES más fuerza obligatoria para los hombres de corazón que todas las leyes civiles .
Samper quiere indicar el antagonismo de los dictados más profundos de la conciencia con el carácter objetivo de la ley escrita. Olvida con demasiada ligereza que esa ley fue querida por él mismo y que, en rigor, debería coincidir con sus exigencias más íntimas. La retórica de la dramaturgia española parece, sin embargo, amoldarse más fácilmente a tal exigencia. No se trata dé una exigencia de orden moral (el «honor» es un valor social), sino de una tendencia a acomodar los actos individuales a las sanciones latentes de una sociedad ante cuya estructura inmodificable se han estrellado los deseos de los reformadores. Significa el reconocimiento implícito del poder de esas sanciones y su acatamiento, a pesar de la propia voluntad expresada en la ley. Esta se revela de pronto como una mera maniobra política, incapaz de ligar la conciencia o de comprometer el «honor» sobre el cual se sustenta la preeminencia de una clase social. Aun antes de verificarse la reforma, Salvador Camacho Roldán56 57 comprende la incompatibilidad de la institución civil con la conveniencia social de una minoría. Su punto de vista no se apoya en los dictados de la conciencia moral sino que adopta el disfraz del sentimentalismo. La contradicción no es por eso menos palpable: ... Si nosotros, [dice], miembros de la Escuela Republicana, sostenemos el divorcio, tenemos fe completa en que aun cuando fuese admitido en nuestras leyes, jamás llegaríamos a usar de él; quédese allá para otros seres más desgraciados. En cuanto a nosotros, que también sentimos en nuestros pechos la semilla de esa pasión indefinible y profunda que llaman amor y que tarde o temprano iremos al pie de los altares a unirnos para siempre a una compañera (...), nosotros haremos en lo íntimo de nuestra alma el voto de unirnos a ella para siempre...
LA MORAL SECULAR
Para el pensamiento liberal, es evidente que las prácticas religiosas, reducidas a la mera exterioridad, no garantizan la moralidad del pueblo. La práctica puramente ritual, la agrupación mecánica y el 56 Ibid. 57 «El divorcio», discurso pronunciado en la Escuela Republicana, en noviembre de 1850, en Escritos varios. Librería Colombiana.
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sentimiento irracional que supone la importancia desmedida acordada al culto, no derivan, en modo alguno, de la necesidad de un comportamiento moral. Idea a la que se opone decididamente el pensamiento conservador, deseoso de mantener una disciplina colectiva. Si bien se admite que las prácticas no son causa del espíritu, debe tenerse en cuenta que ... en la generalidad de las gentes y mucho más en las del pueblo es al contrario; el espíritu es fruto de la práctica .
El problema no se plantea desde un punto de vista meramente individual, sino tendiendo en cuenta las consecuencias sociales de la conducta. Al dinamismo de la nueva sociedad republicana no le basta la estrecha vinculación de la norma moral al dogma religioso, puesto que el predominio de este último disimula el imperativo de una conducta social. En otras palabras, la conducta no debe reducirse a la creación de meros valores morales, orientados en un sentido religioso y subjetivo, sino que debe tender a la creación de valores sociales. .. 58 La cuestión se define como un conflicto de fidelidades entre la sociedad civil y la conciencia religiosa: ( De aquí nace el influjo profundo, aunque en cierta manera indirecto, del I clero, en la suerte de la nación; porque las ideas que él siembra en el pueblo i se mezclan a las ideas políticas, y cuando unas y otras no están de acuerdo I resulta un conflicto en que sucumbe la razón política con perjuicio de los intereses sociales, o sucumbe la conciencia religiosa con perjuicio de las I creencias que, como otros lo han dicho, son la filosofía del mayor número f de asociados .
La deficiencia se señala del lado de esta «filosofía del mayor número» que no concuerda con los intereses sociales. Por eso el clero debe adaptarse al cumplimiento de una tarea social y abandonar su inclinación a difundir terrores sobre la otra vida, para ocuparse más de los intereses de ésta. Debe convertirse al espíritu de tolerancia e ilustración de la época, y no constituirse en un obstáculo de estas tendencias. Debe, inclusive, tratar de llenar los vacíos de las instituciones civiles, amoldando su actividad a los intereses sociales y no provocando un conflicto con ellas. Se quiere un aliado y no un adversario. Un promotor del progreso y no su enemigo encarnizado que
58 «Reflexiones sobre la influencia de la religión en el orden y la moral», editorial de El Nacional, No. 21, de 21 de octubre de 1848.
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declama contra la ... corrupción del siglo, contra el lujo y las riquezas, contra la tendencia irresistible de los espíritus hacia la ilustración, la tolerancia y el libre pensar.
Por estas razones, el utilitarismo, en el que la conducta está dirigida a un interés inmediato y cuya sanción no es trascendente sino que está dada por una reacción instantánea de la conciencia, puede conciliarse con el interés general, puesto que tiende a la creación de bienes materiales y se impone fácilmente a la conciencia laica como el único sistema compatible con el dinamismo social. De esta doctrina se deriva un nuevo tipo de moralidad, que se justifica plenamente por los resultados y que supone siempre una conducta consecuente con tales resultados: 59 ... cuando en los colegios de la capital se enseñaban las doctrinas del utilitarismo de Bentham; cuando los jóvenes tenían por directores a hombres que aborrecían el fanatismo y lo condenaban sin embozo y sin temor; cuando el jesuitismo no se creía necesario, todos los habitantes de Bogotá gozaban de tranquilidad doméstica, la propiedad era respetada y rara vez se ejecutaban actos escandalosos o inmorales .
Es difícil atribuir seriamente al utilitarismo resultados tan halagadores con el solo testimonio de un pasado que se hace coincidir con las administraciones liberales y con la ausencia de los jesuitas. En todo caso, se trata de una convicción que opone la validez del predicado racional a la formación moral puramente religiosa. El imperativo social debe imponerse por su propio peso, es decir, por su racionalidad, o de lo contrario, se corre el riesgo de una ambigüedad en la conducta que se atiene al dogma y desdeña las consecuencias terrenales de la conducta. O como lo expresa popularmente Vergara Tenorio, se consagra la práctica de la religión mal entendida, con su perniciosa máxima de «el que peca y reza empata». Este conflicto con la sanción religiosa de la ley moral no es en modo alguno intemporal, ni puede exponerse desde el punto de vista dogmático de principios teológicos o racionales. Por el contrario, acusa una etapa muy concreta del desarrollo de la sociedad granadina. Se quiere introducir un factor dinámico en la relación 59 «Partidos políticos y fe religiosa», editorial de El Neogranadino, No. 39, de 28 de abril de 1849, p. 129.
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tradicionalista del individuo y la comunidad, relación fijada por hábitos e instituciones coloniales, dentro del marco social del latifundio. Éste y aquéllos imponían una misión a la jerarquía eclesiástica, que se derivaba de la tradición realista de la monarquía española. Ahora quiere prescin- dirse de esta colaboración, de su acción reguladora y, principalmente, de su influencia sobre las masas. Al principio de orden que la predicación ayuda a mantener11, y que las prácticas religiosas forti- 60 61 fican en el pueblo, se opone el valor del instinto liberado, que lo conduce a su perfección: ... es que la sociedad tiene su tendencia irresistible a perfeccionarse; y el pueblo tiene su instinto sobre lo que le conviene, dejándolo sin trabas. El principio «dejad hacer» vale más que todas las leyes del mundo12.
Del mismo modo, la religión no es invocada por Caro y Ospina como una fuente de la voluntad individual, capaz de operar transformaciones de la conducta, o como una incitación a instaurar una imagen ideal de conducta, sino que es concebida en forma estática, como garantía de las relaciones sociales subordinadas a un principio de orden. Aquéllos que quieren abolir la religión se ven impulsados a ello porque temen el imperio de los principios religiosos que deben restringir necesariamente una parte de la libertad en el hombre. Precisamente aquella parte destinada al daño de sus semejantes y de la sociedad. Los mismos que atacan el culto sólo pretenden entibiar el sentimiento religioso para desatar las pasiones y manipularlas políticamente. Pero el mismo Mariano Ospina, frío analista del dinamismo que generan las críticas racionalistas, ¡no duda en combatir el fuego con el fuego y aconsejar que se utilice la pasión religiosa como arma política! Según él, los ricos no son buenos conservadores porque están dominados por la frialdad del cálculo. Sólo las mujeres y la masa 60 Artículo «Moralización de las masas», en El Aviso, periódico de José Ma. Vergara Tenorio, No. 35, de 17 de septiembre de 1848. 61 Los textos en este sentido son muy numerosos! Citaré tres. De Mariano Ospina (El Nacional, editorial del No. 25, de 4 de noviembre de 1848, «Reflexiones»): «... una nación, pues, compuesta en su mayoría de hombres religiosos, contiene más elementos de orden que otra cuya mayoría se componga de incrédulos». De Eugenio Díaz (Manuela, p. 25): «... y en una parroquia de éstas, donde nadie lee, donde nadie explica ni recuerda la ley escrita, donde nadie se apura porque haya escuela, ¿quién
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del pueblo, «... que confunde en una idea compleja la religión, la justicia y la libertad, y esta idea expresa el catolicismo», (Continuación Nota 11) señala el camino del deber?, ¿quién recuerda el respeto a los padres?, ¿quién contiene el robo que se puede hacer al hacendado?, ¿quién lucha en favor de la institución del matrimonio, base de la sociedad política?». De José E. Caro (artículo aparecido en La Civilización, No. 2, de 16 de agosto de 1849): «... si a esa muchedumbre le quitáis la noción de Dios, la represión moral, las esperanzas y los temores de una vida futura, a esa, decid qué le quedan si no lo afanes de la miseria actual, en frente y al lado de los goces y comodidades de la opulencia, y los apetitos brutales del salvaje, aspirando sin cesar el perfume irritante de los frutos más sazonados de la civilización. Eso es lo que le queda... y la conciencia de su fuerza y de su número que vosotros venís a revelarle». 12 Eugenio Díaz, Manuela, p. 25.
poseen ese elemento pasional que infunde energía en la lucha contra el error62 63. El error está significado por la desnaturalización liberal de la doctrina católica. Se quiere ampliar el sentido ideal de la religión con vagas reivindicaciones de justicia social, de fraternidad humana, de amor al prójimo, etc. Se quiere introducir, en suma, la confusión inadmisible que retrata Eugenio Díaz en este pasaje: De todo esto deberíamos deducir que gólgotas y sacerdotes católicos somos una cosa parecida. Y que no le quede duda, señor cura: todo esto que nosotros predicamos y escribimos de abolición de monopolios, de división de grandes terrenos, de igualdad fraternal, de trabas a los ricos, de aliviar al menesteroso con el sobrante del avaro, todo esto no es otra cosa que la doctrina predicada en el Gólgota; no es otra cosa el catolicismo .
La discusión está centrada en torno al significado social de la religión verdadera, el mensaje de amor del cristianismo, sin que intervenga para nada el motivo de la salvación, de la gracia, o cualquier argumento específicamente religioso. Pues, debe repetirse, no es la conciencia religiosa lo que está en juego. Es la aceptación o el rechazo de 62 J. E. Caro, Epistolario, p. 351. 63 Manuela, p. 26. Véase también El socialismo a las claras, periódico que se publicó en Bogotá, en 1850. Es un violento ataque contra las doctrinas gólgotas, especialmente contra J. M. Samper, a quien apoda «Fray Casildo»; según Samper, puéde admitirse el catolicismo como religión verdadera pero incompleta, puesto que carece de proyecciones sociales.
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un orden tradicional en el que interviene el clero como un factor decisivo y, en todo caso, como el estamento social más prestigioso. No se trata, en ningún caso, de concebir en una u otra forma las resonancias de la vida interior (a menos que ésta signifique un obstáculo para las conquistas materiales, cuando se traduce en un fatalismo que conduce a la pasividad), sino de someterse o no a las consecuencias del prestigio de ese estamento y de su influjo en la vida social. En este sentido, la acción política del régimen del 7 de marzo contra los privilegios de la Iglesia, puede considerarse lograda. Además del destierro del arzobispo Mosquera y del extrañamiento de los jesuítas, de la separación efectiva de la Iglesia y el Estado, consagrada en la Constitución del 21 de mayo (1853), se expidieron las leyes de 14 de mayo de 1851 sobre desafuero eclesiástico; de 27 de mayo, adicional y reformatoria de las del patronato, por la cual se atribuyó el nombramiento de curas a los Cabildos Parroquiales; de 1 de junio, adicional y complementaria de la de descentralización de rentas, y de 30 de mayo, sobre arbitrios, estas dos últimas destinadas a incluir en la nómina civil a los eclesiásticos.
Capítulo IV
LAS FUENTES DEL CONSERVATISMO
LA IMAGINERÍA ANTILIBERAL
A la idea un poco vaga —o como se decía entonces, filosófica— sobre
la existencia de dos principios teóricos que se combatían sin tregua a lo largo de toda la historia, y que consistían en la idea de la libertad triunfante sobre la opresión o, a la inversa, un principio de orden y de autoridad que se oponía al libertinaje y al desenfreno, vino a sumarse, al arsenal ideológico del conservatismo, otra idea liberal-distorsionada en la misma forma que la anterior, como las figuras de una tapicería que se contemplara por el revés. Se trataba de una simple comprobación empírica sobre el presente, que resultaba desalentadora si en su exposición no se introducía el espejismo del porvenir (como siempre cuidaban de hacerlo los liberales) sino que, al contrario, el espectador se fijaba con fuerza en los umbrales mismos del presente. Se comparaba el estado actual de la República, amenazada a cada paso por una conmoción política, con la tranquilidad conventual de la Colonia. Imagen seductora esta última y ya casi semiborrada, que contrastaba forzosamente con la inquietud suscitada por recuerdos mucho más vivos (sobre todo en las masas campesinas) de conscripciones y expropiaciones destinadas a servir una causa siempre problemática. La imagen de los tiempos heroicos de la Independencia, capaz de identificar en una conciencia mítica a todos los estratos de la sociedad, no había adquirido la consistencia suficiente como para obstruir el asalto de una memoria presta a adornar con rasgos idílicos un pasado remoto. Sin contar con que los testimonios de ese pasado se multiplicaban a tal punto, que bastaban para justificar ese tipo de
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conciencia aferrada al prestigio de lo existente, de-lo-que-siempre- hasido-así. No es raro, entonces, que una de las preocupaciones más grandes de los doctrinarios liberales consistiera en enfrentar a la estática de la conciencia campesina, la dinámica de las reformas sociales. En los jóvenes, sobre todo, se exacerba un sentimiento romántico de soledad, de rechazo, que les valía el reproche de los conservadores de no comprender un ápice de las condiciones rurales y de entregarse irreflexivamente, por puro desarraigo, a promover un cataclismo en las formas de vida tradicionales. Errante visité varias provincias de la República [se lamenta Próspero Perei- ra Gamba]1 buscando un pueblo que aceptase mis creencias, un corazón que comprendiese mis máximas y un alma, en fin, que reflejara mis pensamientos. Por todas partes supersticiones añejas, pronunciado espíritu de partido, incredulidad en los unos, fanatismo en los otros, dominio del clero sobre las conciencias, aristocracia en las clases altas, miseria en las clases bajas... y no vi en tanto recinto un solo rasgo homogéneo, un solo punto de uniformidad; todo era anómalo y divergente.
Este lenguaje dulzón, teñido de una mansa nostalgia y de soledad, pleno de una preocupación real por formas irracionales de vida y por el abismo de las desigualdades sociales, oculta, ¡quién lo creyera!, una voluntad incansable de reducir a la impotencia a la aristocracia de las provincias del sur y es un preludio lento y pausado a la acción de las sociedades democráticas en la provincia del Cauca64 65. Es también el lenguaje de los cachacos, ingenuos y tenaces propagandistas del radicalismo, descritos en las novelas de Eugenio Díaz, que aparecen como por azar en una apartada región para criticarlo todo y matan los ratos ociosos leyendo Los misterios de París, de Eugenio Sué. La arquitectura colonial, los caminos, los puentes, las técnicas más primitivas constituían un punto de apoyo, un mirador constante hacia el pasado. No representaban solamente, como lo pretendían los teóricos, los frutos del fanatismo o la fuerza de la inercia de la herencia española, sino el armazón íntegro de la vida material, el 64 Artículo «Mis impresiones», publicado en El Neogranadino, No. 42, de 12 de mayo de 1849, p. 154. 65 R. Mercado se refiere a este cuadro trazado por Pereira Gamba, al exponer la condición de las provincias del Cauca y Buenaventura, en Memorias, p. XVI.
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sustrato último más evidente, a lo que se aferraba la conciencia como a una garantía de estabilidad, o al menos como a un talismán, contra lo desconocido. Agregúese a esto el deterioro, natural a veces, a veces provocado, de los símbolos materiales del antiguo poder que el nuevo no había tenido tiempo de sustituir, y que debían producir cierta nostalgia, aun si la suponemos involuntaria. No es exagerada, en modo alguno, esta vinculación del espíritu conservador con una imagen idealizada de la Colonia. Pues la estructura colonial subsistía íntegra, sin que a ella pudieran incorporarse con naturalidad las formas republicanas de vida. Las masas campesinas, y con mayor razón los propietarios territoriales, no advertían diferencia alguna favorable en los nuevos tiempos ni en las nuevas instituciones, que sólo parecían embozar amenazas al statu c¡uo y que se soportaban con un fatalismo resignado. Por eso es que algunos viejos [se expresa con amargura un personaje de Eugenio Díaz' [ suspiran por la tiranía del tiempo de la Colonia, que en nombre de la ley aseguraba a todos la verdadera libertad, y todos vivían garantizados por la autoridad; pero esos eran otros tiempos... hoy somos republicanos y debemos seguir la república porque no hay otro remedio.
No puede pedirse un texto más elocuente. En él están condenados todos los sobresaltos de la vida republicana, todas las innovaciones que quebrantaban el poder natural de los propietarios territoriales y anuncian el advenimiento, en medio de luchas cruentas y de .incertidumbre política, de un nuevo poder. LOS TEMORES CONSERVADORES Y EL TESTIMONIO DE MERCADO SOBRE LOS CONFLICTOS DEL SUR
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Nos están degollando y saqueando a cada rato —decía don Elias— porque se ha dado más libertad al pueblo de lo que es capaz de comprender y soportar, en el estado de ignorancia en que se halla. 66
Puede pensarse que este temor expresado por Eugenio Díaz67 sobre degüello y saqueo sea una mera hipérbole. En realidad^ el novelista no hace sino reproducir los clamores iracundos de la prensa 66 «Los aguinaldos en Chapinero», incluida en Obras inéditas. Imp. de La América, 1873, p. 63. 67 Ibid. p. 83.
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conservadora (La Civilización, El Día, El Misóforo, El Ariete, etc.) que denunciaba la acción de las sociedades democráticas en las provincias del Cauca y Buenaventura68. Debe advertirse, sin embargo, que el sentido verdadero de estos hechos nos coloca frente a un antagonismo de clases evidente, que el régimen del 7 de marzo supo estimular y canalizar en su provecho. La responsabilidad del gobierno, en efecto, era generalmente admitida, y por eso raras veces en nuestra historia las invectivas han alcanzado el grado de intensidad y de iracundia como las dirigidas por Julio Arboleda al presidente López, por su presunta complicidad con las sociedades democráticas del Cauca. El origen de la acción popular de {^democráticas, se remonta a reivindicaciones sobre ejidos comunales, en el siglo XVIII. Así lo sostiene la sociedad democrática de Cali, en una justificación publicada por El Neogranadino69. El movimiento representa, si quiere esquematizarse, la acción un poco anárquica de masas semirrurales y semiurbanizadas por el ejercicio de una actividad artesanal. La pugnacidad de estas masas había revestido siempre un carácter apolítico y se refería a los reclamos expresados, en varias oportunidades, a jos propietarios por la usurpación de los ejidos vecinos a Cali. El mismo conflicto se revivió en 1834 y en 1848. En 1850, el gobierno de López quiso aprovecharlo para afirmar la supremacía liberal en ese baluarte del conservatismo que eran las provincias del sur. Florentino González acusó abiertamente en el Senado (marzo de 1853) la conducta parcial del gobierno, casi en los mismos términos en que lo hacían
68 Aníbal Galindo, que perteneció a la generación radical de 1863, condena el carácter de estas manifestaciones. Véase Recuerdos históricos (1840-1895). Imprenta de La Luz. Bogotá, 1900, p. 43. José María Samper condena los acontecimientos del Cauca, que considera mucho más graves, y busca justificar los de Buenaventura. Véase Apuntamientos para la historia social y política de la Nueva Granada (desde 1810, y especialmente de la administración del 7 de marzo). Imprenta de El Neogranadino, Bogotá, 1853. 69 Véase el No. 149, de 28 de marzo de 1851, pp. 106-107.
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los caudillos conservadores. El mismo Murillo Toro le habría manifestado, en una conversación privada del entonces secretario de Hacienda, a quien se atribuían los actos más radicales del gobierno como jefe invisible de una «camarilla», la complacencia de los hombres en el poder por la actitud que asumió el gobernador de la provincia de Buenaventura, Ramón Mercado, frente a los incidentes. Murillo se defiende de esta imputación, pero con tan mala fortuna que la lectura de su alegato deja exactamente la impresión contraria de lo que quiere afirmar70 71. Según el secretario de Hacienda, el gobernador se habría limitado a cumplir una función meramente política como agente del ejecutivo, al mantener a raya a los enemigos del Gobierno. No resulta extraño que quisiera suprimirse este celo excesivo mediante una reforma constitucional que privara al presidente de la facultad de nombrar gobernadores, como se hizo efectivamente en la Constitución de 1853, dando con ello uno de los primeros pasos hacia el federalismo. Ante la acusación de Florentino González, y por sugestión de Murillo Toro, Mercado publica una justificación, en julio de 1853 . Para Mercado, los acontecimientos de las provincias del sur deben ser de clase. Las causas generales expuestas por Mercado resultan demasiado generales, y es lo menos que puede decirse de este tipo de exposicio examinados ateniéndose a las causas que los provocaron. El análisis expone dos series de causas: causas generales y causas especiales «o el Sur de la República antes de 1849». Ls explicación persigne las r io iin noffA n r a/’ mnalt c fa
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Colocados en esta perspectiva, los hechos pierden su aspecto po1 /i-irl '
lítico formal para darnos la imagen de una verdadera reivindicación manifestaciones de un hipotético instinto irreprimible de libertad a través de los siglos. No faltan alusiones favorables a la «revolución 70 Ibid. No. 245, de 8 de abril de 1853, p. 116. 71 Memorias.
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luterana», que con el libre examen dio un golpe de muerte a la tiranía teocrática, ni a la filosofía del siglo XVIII y la revolución francesa de 1789. Hacía falta, sin embargo, otra revolución europea para desa-
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rraigar toda huella del viejo orden de cosas. Y que sus efectos se hicieran sentir en América, pues ... la guerra contra España no fue una revolución. Bastante grande por sí sola para ser la idea exclusiva de una generación, la independencia no hizo sino modificar muy superficialmente la epidermis del problema social, sin cambiar su naturaleza ni sus condiciones.
A estas causas generales, que concluyen afirmando que hubo una influencia de la revolución francesa de febrero en las elecciones de marzo de 1849 en la Nueva Granada, se agregan las causas especiales o la descripción de las provincias del sur de la República antes de 1849. Esta pintura refleja todos los conflictos latentes en una sociedad que mantiene elementos retrógrados detrás de una fachada republicana. A ello contribuyen el «ser moral de sus creencias católico-moriscas», las costumbres coloniales, los intereses egoístas y ajenos al progreso de la humanidad y las leyes dictadas en «siglos bárbaros». Si bien existen elementos de libertad en Nueva Granada, ello se debe exclusivamente a la índole y carácter de algunas provincias situadas en el centro y en el norte de la República. Pero en el sur todo se opone a las ideas de emancipación y su territorio permanece secuestrado al comercio del mundo culto. Esta oposición entre las provincias del sur y del norte es bien característica. Presenta una analogía, puramente casual, con la situación norteamericana. Las provincias del sur de la Nueva Granada, en efecto, también son esclavistas. Lo que opone los intereses de los propietarios de estas regiones a la naciente burguesía, que tiende a afirmarse en el resto del país, es la ventaja de que gozan al poseer una mano de obra servil. En el aspecto político, la ventaja de basar su ascendiente en estructuras sociales que eliminan absolutamente el juego de la opinión y de la competencia partidista, puesto que la adhesión de las masas a un caudillo se realiza a través de vínculos de dependencia mucho más estrechos que en el resto del país. Frente a la clase comerciante, ellos profesan «intereses ajenos al progreso de la humanidad», es decir, se mueven dentro de una economía cerrada que obstaculiza la colonización interior para abrirse paso a los mercados del exterior. En resumen, son una negación viva a las aspiraciones cosmopolitas e igualitarias de la burguesía naciente:
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... ningún rasgo republicano resaltaba en aquella comarca de señores y siervos, de ídolos y preocupaciones, de apego a los rezagos del despotismo y odio a cualquiera innovación liberal.
Mercado se extiende en consideraciones sobre la suerte de los esclavos, y no es necesario reproducir el patetismo que encierran para adivinar todas las características de degradación que conllevaba la institución. Sus odiosos efectos no se limitaban a mantener una raza en la más negra de las miserias, sino que contaminaban las relaciones sociales en su totalidad. A la humillación de los esclavos se imponía la soberbia de los amos, y ésta se extendía sobre todas las capas sociales inferiores. La condición miserable del esclavo se comunicaba a aquéllos que tuvieran, así fuera en forma imprecisa, sangre negra en sus venas. La condición social de los manumitidos y de los libertos resultaba a veces peor que la de los mismos esclavos, puesto que carecían de un estatus que les fuera propio y se veían forzosamente condenados a la mendicidad, al margen de una sociedad que los aniquilaba con su desprecio y en la que no tenían una sola oportunidad de trabajar. La anormalidad absoluta del esclavismo no sólo envenenaba las relaciones humanas, sino que desnaturalizaba de una manera absurda las creencias. Ninguna justificación racional bastaba para aplacar las conciencias y se apelaba entonces a la caución del orden establecido y querido por Dios72. La dominación de los amos se sostenía como si se tratara de un derecho divino ... y éste fue por mucho tiempo el tema de varios predicadores en aquéllas malaventuradas provincias. Y éste era también el gran principio que daba a los granadinos del Sur un carácter distinto de los granadinos del Norte y Centro de la República.
72 Al punto de que un propietario, moralmente excepcional por lo demás, Joaquín Mosquera, puede captar netamente el matiz de reciprocidad en la disminución de la condición humana que encerraba la relación amo-esclavo, y escribe a Rufino Cuervo, el 7 de abril de 1852: «He perdido mucho; pero me he aliviado del inmenso peso que gravitaba sobre mí, contra mi carácter. La manumisión de esclavos me ha manumitido a mí». Véase Luis Ángel Cuervo, op. cit., p. 305.
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No hay duda de que una excepcional tolerancia divina debía proporcionar un carácter totalmente distinto a los propietarios de las provincias del sur. Más aún, si esta tolerancia se refrendaba mediante un acuerdo terrenal con los pastores del rebaño, que no tenían escrúpulo en utilizar la religión para justificar el principio de opresión: ... su predicación se reducía a dar una idea terrífica del Dios de las misericordias; a sublimar a los poderosos de la tierra; a inculcar al pueblo una obediencia ciega respecto de las clases privilegiadas; a enseñar la aspereza del ascetismo; a combatir la libertad amenazando a sus partidarios con las eternas penas del infierno; a recabar por vía de limosna cuantiosas donaciones, y a erigir en pecados las acciones más indiferentes de las clases pobres y desvalidas.
Parece verosímil esta pintura de una región en donde las relaciones sociales ocultan antagonismos irredutibles. Resalta el aspecto sombrío que revisten las creencias inculcadas por los predicadores, que procuran subrayar más bien la culpa que la esperanza de una redención. De allí también la influencia, mencionada por Mercado, de los confesores en la vida social. Cada familia tenía un confesor, como para desterrar a fuerza de escrúpulos los recuerdos del tráfico con carne humana. Sin embargo [aclara Mercado], la autoridad ilimitada de los confesores vino a ser funesta para el progreso social, porque el interés del sacerdote cifrábase en mantener el orden de cosas existente, y más aún, cuando los clérigos y frailes estaban ligados con los aristócratas, y representaban en pequeño la alianza del altar y del trono.
La conclusión de Mercado, destinada a explicar las perturbaciones sociales, y a través de ellas su propia conducta, es digna del resto. Según él, el dominio de las clases privilegiadas se extendía en forma tan minuciosa, que la usura practicada en las ciudades, las exigencias de los propietarios y el sistema decimal eclesiástico condenaban al pueblo a un trabajo que apenas bastaba para satisfacer sus deudas, o a la expectativa de la cárcel si no llenaba todos sus compromisos. No es raro, entonces, que se hubieran acumulado materiales suficientes para un gran incendio. La esclavitud, la segregación racial y las discriminaciones sociales, la arbitrariedad judicial que reflejaba las desigualdades de las clases, todo atizaba el odio hacia los monteros (señores) y las ñapangas (señoras),
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... combustibles a montones [dice Mercado] había en aquellas sociedades: de Bogotá se había lanzado un botafuego que debía incendiarlos.
LOS ANATEMAS DE LOS JEFES Y EL DESALIENTO DE LOS PROPIETARIOS La Administración del 7 de marzo y su protección a las sociedades demo£míÍ£as que le sirven de instrumento, desencadenan la protesta de los conservadores. La complacencia del gobierno frente a la acción de las democráticas parece evidente. La suya parece haber sido una actitud que, según José María Samper, convenía a los hombres distinguidos, y que consistía ... no en oponerse abiertamente a las tendencias de los pueblos en conmoción, sino en colocarse a su frente, dirigir sus movimientos, moderar sus instintos y salvar los peligros con energía y valor, para evitar los excesos y los crímenes .
La revolución social permanente tiende a aceptarse como un estado político normal eiTeí que la acción de una minoría debe limitarse a cierto oportunismo moderador, puesto que se atribuye a las sociedades un movimiento propio infalible, unas «tendencias» o un instinto que señalan sin equívocos el camino de la historia. Los propietarios, a su vez, parecen haber adoptado una resignación tan filosófica y un sentido de la adaptación tan ejemplar, que contra ellos fulminaban anatemas Caro y Ospina, aunque éste último alimentara ciertas esperanzas antes de 1851 y creyera que ... la parte de la república que está al occidente de la Cordillera Central va llegando al grado de uniformidad y de energía en su opinión contra el régimen de violencia, a que esperamos conducir toda la república . 73 74
En cuanto a Bogotá, no había que contar con ella para nada, pues «... la insolencia roja ha avasallado un poco más a los ricos egoístas, que casi no se atreven ya a llamarse conservadores». Derrotados los jefes caucanos de la revolución de 1851 (Borrero, en Antioquia y Arboleda, en el Cauca), Caro condena sin salvedades geográficas la
73 Apuntamientos..., op. cit., p. 531. 74 Véase José E. Caro. Epistolario, p. 344. La carta de Mariano Ospina lleva la fecha de 5 de noviembre de 1850.
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complicidad de los propietarios: «... esa bobería, esa cobardía sin límites de los propietarios de la Nueva Granada nos ha perdido75». Esta deserción, sin embargo, estaba sobradamente prevista. El antiguo poder de los hacendados —o mejor, su supremacía— se desmoronaba ante sus propios ojos pusilánimes y fatalistas. El aislamiento los tornaba egoístas, y lo mejor que podían desear era un régimen marcadamente conservador que mantuviera el país en el estancamiento y del cual pudieran derivar un poder natural. Pero se iban haciendo cada vez más excepcionales los casos semejantes al del coronel Ardila, de hombres capaces de sostener sus aspiraciones con las armas y que se rebelaran por su propia iniciativa contra un gobierno con el que no estaban de acuerdo76. El humor ligero y socarrón de Juan Francisco Ortiz nos transmite una imagen llena de desaliento del hacendado, en víspera de las elecciones del 7 de marzo77. Don Cándido Miraflores es un hombre honrado, si los hay, y sus haciendas valen más de cien mil pesos; en ellas se da una vida de príncipe y en Bogotá se contenta con no hacer ruido, con que no lo nombren para ningún empleo, con que no le presten ni un real, con que no lo visiten, con que no lo ocupen. Si un asesino, en una noche oscura, lo cogiera del pescuezo y alzando un puñal enorme le pusiera el problema, que en lengua de los choríes se llama la bolsa o la vida, vacilaría don Cándido para contestar y este rasgo pinta todo su carácter.
A tal punto llegó la atonía de los conservadores pudientes, que | Mariano Ospina especulaba con la acción de las masas. Debían des- j cariarse de la lucha elementos ideológicos, puesto que la pasión por las libertades, según su razonamiento, no distinguía a las masas iletradas, que nunca habían podido saborearla. Tampoco serviría aliarse con los propietarios, pues su ineficacia, su egoísmo, y peor aun, su manía del cálculo, habían quedado comprobados en la fracasada revolución de 1851. Quedaba un camino que abría el acceso a las
75 lbid. p. 161. Carta de julio 13 de 1851. 76 José María Ardila fue un rico hacendado de la Sabana, que participó de una manera quijotesca en la revolución de 1851. 77 El Tío Santiago. Imprenta de Cualla, 1848, p. 137. Esta sátira política, que Ortiz publicó por entregas, poco antes de las elecciones del 7 de marzo de 1849, fue muy aplaudida en la época y es una obra maestra del género, infortundamente poco conocida.
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masas: la religión: ... la única bandería conservadora que tiene vida y muestra resolución y vigor es la que obra por sentimientos religiosos. El rojismo no tiene más enemigo que le haga frente en la Nueva Granada que el catolicismo .
Ospina valora con justeza la eficacia de elementos irracionales para mover a las masas. Un factor pasional —que según él se da en su forma más pura en las mujeres, inclinadas a la piedad religiosa— no puede contagiar la mente fría y calculadora de los ricos. Los revolucionarios de 1851 sucumbieron, precisamente, porque los jefes no compartían la animación emocional de las masas que encabezaban. En realidad, hubiera hecho falta un reactivo demasiado fuerte para provocar un movimiento de oposición adecuado en el elemento más genuinamente conservador de la Nueva Granada. Enfrentados a la marea montante del liberalismo, a la inspiración «mística» de Lamartine y Eugenio Sué, los conservadores se hallaban maniatados por la indiferencia y la rutina, y porque las vagas esperanzas del país no correspondían por entero a la imagen de sus candidatos. LOS CANDIDATOS CONSERVADORES El desaliento de los hacendados, parecían compartirlo los candidatos conservadores. Poco antes de las elecciones de 1848, éstos abundaban entre las notabilidades de Bogotá y de las provincias. Ellos traían 78 consigo las aspiraciones de su provincia, o el prestigio social o de la riqueza. El camino de las reformas emprendidas por el presidente Mosquera les privaba de las opciones que podrían surgir de la pureza doctrinaria, es decir, de presentarse como conservadores a ultranza. Su conservatismo, por otra parte, obedecía más bien a una tradición imprecisa que asociaba sus nombres a los regímenes conservadores desde los tiempos de Bolívar y, en un grado mayor, a su extracción social o a la actividad que desempeñaban, antes que a la enfática afirmación de una doctrina. Aun Mariano Ospina, que defendía las tesis conservadoras en El Nacional, parecía optar más bien por la mo-
78 J. E. Caro, op. cit., p. 349. Carta de junio 22 de 1852.
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deración en el uso de la retórica liberal, antes que oponerse abiertamente a las reformas liberales, orientadas, al fin y al cabo, en un sentido clasista. Todo lo que podía esperarse del conservatismo era la promesa de una administración sin demasiados sobresaltos para el orden constituido, en el que aun los propietarios gozaban del discutible privilegio de no compartir la miseria general y, acaso, de la complacencia en una «sobriedad republicana». El conservatismo podía, sin embargo, exhibir una lista bastante extensa de notabilidades que habían figurado desde siempre en posiciones más o menos importantes dentro del gobierno o a las que distinguía cierta celebridad local. Entre ellos, figuraban Eusebio Borrero, Joaquín Barriga, Mariano Ospina, Manuel María Mosquera, José Ignacio París, Eusebio María Canabal, Juan de Francisco Martín, José Joaquín Gori y Rufino Cuervo. Este último era, sin duda, el candidato ideal. La categoría de sus simpatizantes no nos deja .cavilar demasiado sobre las tendencias políticas de Cuervo. Según Juan Francisco Ortiz, a quien complacía particularmente esta candidatura, ... el clero y el ejército, los jesuítas y los cachacos, los hombres influyentes de la capital y los honrados electores de las provincias, todos, todos, quedarían satisfechos si el doctor Cuervo, que es el ciudadano que está más cerca del solio, lo ocupara en el período entrante79.
Si el clero, el ejército, los jesuítas y los hombres influyentes hubiera logrado la victoria de su candidato, «la sobriedad republicana» habría subsistido, quizá, por muchos años en la Nueva Granada. Pero la aprobación de todos los elementos influyentes del país no era suficiente para sobreponerse al desánimo que invadía a los principales candidatos conservadores, Cuervo y Gori, frente a problemas que se insinuaban ya con demasiada evidencia. Juan Francisco Ortiz revela este estado de ánimo por medio de una fábula que narra el sueño de los tres candidatos80, en la noche del 6 de marzo de 1849. ¿Quién podría gobernar un país sin población, sin rentas, con tradiciones políticas execrables, etc.?, es la duda que asaltaba a los candidatos conservadores:
79 El tío..., p. 39. 80 Imprenta de M. Sánchez y G. Morales. 1849 (?).
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... ¿Saben ustedes qué cosa es ser, no diré presidente sino siquiera vicepresidente de este país, en este tiempo, en estas circunstancias, con los jesuítas, la conserva, la democracia y el comunismo encima?
Fantasmas evocados involuntariamente como un eco de los temas que los periódicos se complacían en exagerar o en debatir. Pero con un fondo de verdad, al fin y al cabo, disimulada por la garrulería. En el horizonte político y social habían surgido problemas, o mejor, necesidades inaplazables, que la ponderación y la influencia de los altos círculos no bastaban para conjurar. Cualquier cosa podía convertirse en una amenaza, en un clima de desconfianza y de expectativa. La revolución francesa de febrero, que había proclamado el comienzo de la república social, era mirada como un nuevo cataclismo universal. Así parecían indicarlo los movimientos que se desencadenaron en toda Europa. ¿La Nueva Granada escaparía a esa total conflagración? Nadie lo esperaba. Juan Francisco Ortiz, disfrazado de duende, ... vio, delante de la Europa que arde como una inmensa hoguera, y de las repúblicas americanas que ven reflejarse en ambos mares las llamas de aquel incendio: vio (...) consumarse en silencio una imprevista revolución, disfrazada con el sencillo ropaje de una elección de presidente.
Esta interpretación del 7 de marzo, llena de dramatismo un poco pueril, es, sin duda alguna, exagerada. Para las condiciones de la Nueva Granada, algo había ocurrido, no obstante, que significaba una transformación fundamental. El general López, a quien no distinguían grandes talentos, excepto su honradez que nadie negaba, era el candidato que exaltaban los liberales de todos los matices. A los conservadores no les cabía duda de que ellos iban a disputárselo, a influenciarlo y a obligarlo a asumir las reformas más descabelladas. De nada habrían valido las alarmas y las imágenes apocalípticas que se habían evocado para desterrar la indiferencia de los ricos: ... las piedras no se mueven; pero vendrá el día (y tal vez muy pronto) en que no quede una sobre otra! Adiós almacenes, adiós casas, adiós haciendas! Ellas pasarán a otros dueños, porque los intentos revolucionarios tienden a esos fines .
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LA VISIÓN COMPLACIENTE DE EUGENIO DÍAZ Es el momento de citar las obras de Eugenio Díaz. Ya Salvador Camacho Roldán colocaba a Manuela en el centro de los conflictos que provocó «... el partido liberal triunfante en las elecciones de 1848 y 1849»81 82. Eugenio Díaz traduce efectivamente en sus novelas los trastornos que el nuevo orden producía en un cierto medio social, que se identifica con los estratos más conservadores, exactamente entre los hacendados de la sabana de Bogotá. Díaz prodiga a todo lo largo de su obra sentimientos de simpatía hacia los pobres, hacia los indios desposeídos de su primitiva heredad por las instituciones republicanas, y, en general, hacia todos aquéllos que eran las víctimas señaladas no sólo de los sistemas tradicionales de explotación sino de los que toda revolución, presente, futura o pasada, trajera consigo: ... pues no saben ustedes que en nuestras revoluciones y guerras civiles se salvan a lo último los magnates, y los que pagan el pato son los que componen el pueblo?
Este sentimiento, un poco amargo, se ve reforzado por una natural desconfianza hacia la sociedad urbana y sus refinamientos: «... de las clases altas sale la corrupción que pervierte las buenas costumbres de los pobres», dice en El rejo de enlazar83 84. Sus ingenuas y bobaliconas heroínas poseen una afición marcada por las novelas sentimentales — sin que ninguna de ellas encarne siquiera por casualidad el prototipo de Emma Bovary—, que el novelista se apresura a condenar con justicia, porque tales novelas pervierten los corazones sencillos y recatados, haciéndoles anhelar insensateces que los galanes pueblerinos rechazarían con indignación. Sin duda, el ambiente en que viven posee cualidades desintoxicantes, y Díaz insinúa apenas esta inclinación malsana como uno de los caprichos naturales de las clases altas, al que se dejan seducir pasajeramente sus virtuosas hacendadas, por la insinuación de algún robusto gañán que ha pasado 81 El tío..., p. 146. ■ 82 Véase el ensayo sobre Manuela, en Estudios. B.A.C. Edit. Minerva. Bogotá, 1936, p. 85 y ss. 83 Eugenio Díaz, El rejo de enlazar. B.P.C.C. 2a. edic. Edit. Kelly. Bogotá, 1944, p. 71. 84 Ibid. pp. 98 y 99.
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algunos años en el Colegio de San Bartolomé. En él hay una natural complacencia hacia los señores rurales, hacendados bonachones e incorruptibles que ejercen su poder arbitrario con una conciencia paternalista. De vez en cuando cometen algún desafuero con sus inferiores, pero el novelista se apresura a hacer resaltar al mismo tiempo su sentido innato de la justicia, una justicia que desgraciadamente se ven precisados a aplicar ellos mismos. Aunque Díaz no ahorre las censuras destinadas a los propietarios, se trata siempre de reflexiones generales y vagas sobre «los ricos», que le arranca el espectáculo de la miseria de las víctimas. Nunca un hacendado «real», es decir, alguno de sus personajes, aparece pintado con rasgos antipáticos o que pudieran inducirnos a pensar que estos buenos señores someten deliberadamente a sus arrendatarios a las más gravosas condiciones. Estas condiciones existen, pero obedecen a un orden más general y, en todo caso, no dependen de la benevolencia de los señores. Ellos se compadecen razonablemente y están animados siempre de sentimientos cristianos. Sólo que su universo es perfectamente estático, aparentemente una obra de la naturaleza que, como tal, no puede modificarse. El orbe moral no tiene cabida dentro de este orden, sino en la forma de menudas virtudes, un poco farisaicas y siempre provechosas. Los cambios, si los hay, deben ser lentos como la acción misma de la naturaleza. Es la naturaleza lluviosa y melancólica de la Sabana, que prolonga el tiempo y lo colora de su luz nebulosa: ... las haciendas de la Sabana van pasando por la reforma lenta de la civilización de la Nueva Granada, que no se presta a los adelantos de verdadero provecho ni en máquinas, ni en crías, ni en nada de las artes que dan el verdadero lucro .
I En el ambiente antinovelesco creado por Eugenio Díaz, no hay l un solo personaje que encarne un principio moralmente «malo» y que con sus maquinaciones amenace la tranquilidad idílica de los | «justos» o que ponga a prueba sus mediocres virtudes. El agente ma- I ligno viene de fuera, de la ciudad y de la administración, y consiste 1 en la exaltación reformadora que desquicia el inmutable orden ru- 1 ral. Díaz no denuncia propiamente a los energúmenos radicales o gólgotas que
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propician toda esa alharaca. Ellos son seres superiores y bienintencionados que comparten la humanidad paternalista de los hacendados. Lo que teme es el cataclismo social, la imagen odiosa de la alteración de un orden de cosas, por el que se pronuncia con reticencias perceptibles a ratos, pero que pudiera ser infinitamente peor. Es el temor de ver el poder en manos de seres oscuros y sin linaje, incapaces de comprender todo idealismo y que buscan la opresión por la opresión. Es el miedo, en fin, de que los reformadores bien intencionados, que se dedican como a un noble juego a propagar principios, no comprendan el peligro que éstos encierran y pierdan el control de una situación entregada a merced de hombres sin escrúpulos. Don Tadeo, el ridículo y exaltado tinterillo de Manuela, 85 no es una pura ficción novelesca, sino la pintura aproximada de un fenómeno social que hunde sus raíces en una forma inusitada de prestigio y de dominación: la de la casta de los doctores, incapaces por tradición, o más bien por rutina, de convertirse en empresarios j (como lo deseaba Miguel Samper)86 87 y cuya prolongación natural es la del rábula, especie de caricatura de los abogados, que se forma alrededor de las escribanías y de los juzgados. Díaz, por miedo de la demagogia, se veda el derecho de compartir las amargas críticas que de vez en cuando coloca en boca de sus personajes humildes, destinadas a los que visten botas y casaca. Aunque denuncie la suerte miserable de los arrendatarios y de los peones de las haciendas, deja entrever siempre que éste es el orden, o que al menos las reformas son impotentes para alterarlo. A las veleidades cosmopolitas de los doctrinarios, opone el arraigo a formas de vida cuyos detalles más nimios se infiltran en los gestos cotidianos o se incorporan a las actividades esenciales:
85 Ibid. p.12. 86 La miseria en Bogotá, op. cit. p. 28: «Surgió de esto un hecho de las más funestas consecuencias, pues saliendo los alumnos de entre las familias acomodadas, que son las que desempeñan como empresarios de industria el papel más importante en la obra de producción, los hábitos de rutina e ignorancia se perpetuaron y no sólo han continuado su atraso los cultivos y empresas ya establecidas, sino que se ha retardado la explotación de industrias tales como el cultivo del café, del añil y del nopal, que exigían empresarios activos y preparados». 87 El rejo..., pp. 113 y 119.
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... los potajes principales fueron la mazamorra y las papas cocidas, y su vino, la chicha que corría al par del huso y la piedra de moler a despecho de los buenos discursos de los apóstoles del progreso de la Nueva Granada.
Y más adelante: ... trescientos años de civilización colonial y cincuenta años de civilización republicana no han podido dar a los moradores de Cundinamarca los objetos industriales que puedan sustituir las tres piedras del fogón, los telares, el huso, las puertas de talanquera, las lavaderas y la piedra de moler de las cocinas de los pobres y de los ricos :
¿El autor echa de menos la civilización o exhibe un orgulloso apego a objetos que se convierten en símbolo de lo duradero? En el antiguo orden paternalista de hacendados más o menos ilustrados, no es raro encontrar un patrón bienhechor (Díaz se resiste a describir uno que no lo sea). Si no lo es, al menos hace parte natural del mismo mundo en que se mueven sus desheredados arrendatarios. Ese mundo se ve atacado y removido por todo lo que viene de fuera: se ve amenazado por reformadores que son impotentes para introducir una sola mejora en su interior, y que apenas lo utilizan como escenario para sus guerras civiles, en las que consquistadores y conquistados vierten su sangre. Díaz quiere sustraer a su querido mundo a todo movimiento, enclaustrarlo dentro de una fortaleza en cuyo ámbito no transcurriera el tiempo: «... ojalá que todas las haciendas tuvieran puentes levadizos y fosos y castillos para la defensa de las propiedades»88. ¿Qué significan las leyes mejor concebidas en un medio impermeable a su influencia, en donde su interpretación queda a la merced de un tinterillo inescrupuloso? ¿Qué bien pueden procurar a una sociedad que no se rige por ellas sino que se somete al capricho santificado por el derecho de propiedad? En este caso, las leyes sólo sirven para introducir confusión y se convierten en la razón de ser de quienes las manipulan a su amaño, contra el querer y el parecer de propietarios y desposeídos. Para éstos significan una nueva fuente de agravio. Para aquéllos, una intromisión en el orden que sanciona su presencia. 88 ■ Ibid. p. 207.
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... Yo creía cándidamente que todas esas leyes que se dan en el Congreso y todos esos bellísimos artículos de la Constitución eran la norma de las parroquias y que los cabildos eran los guardianes de las instituciones; pero estoy viendo que suceden cosas muy diversas de las que se han propuesto los legisladores; por lo menos en donde haya un don Tadeo89.
Esto confiesa uno de los personajes de Manuela, Demóstenes, el cachacho y gólgota bogotano, cuya presencia en una alejada parroquia obedece a motivos aparentemente sentimentales y ocultamente políticos. Don Tadeo, personaje al que se refiere Demóstenes, es el tinterillo pintado, sin ninguna condescendencia, con los colores más sombríos, la caricatura de una minoría superior aunque extraviada, el reverso de la medalla y el único eslabón visible de los doctrinarios de la capital con la parroquia lejana. Si el radical puro es un ideólogo convencido, para el que todo lo que predica y escribe «... de abolición de monopolios, de división de los grandes terrenos, de igualdad fraternal, de trabas a los ricos, de aliviar al menesteroso con lo sobrante del avaro (...) no es otra cosa que la doctrina predicada en el Gólgota»90, el tinterillo es propagandista en su propio provecho. Es el resentido que no respeta las jerarquías sociales, y por eso prohíja las teorías liberales más extremas, aplicándolas con tal rigor deformador, que en sus manos se convierten en un arma de opresión. Con todo, contra la intención más evidente del inexperto novelista, se está tentado a simpatizar con don Tadeo por su maldad de opereta, que consiste sobre todo en atemorizar a las lugareñas (el autor disimula púdicamente algo más atrevido), más bien que con Demóstenes, que se contenta con desearlas y explicarles el alcance teórico de la libertad y la fraternidad, tropezando a cada paso con sus límites reales, los que impone la ridicula prestancia de su propia persona. Para Díaz, don Tadeo es el verdadero peligro de las nuevas doctrinas, su excrecencia natural e inevitable: la subversión de las primitivas jerarquías, mil veces preferibles y tolerables. El tinterrillo encarna el temor constante de los hacendados de que se los despoje de su poder y se lo sustituya por el de un agente despótico y arbitrario 89 Manuela, p. 214. 90 lbid. p. 26.
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de la clase en el poder, destinado a sojuzgarlos. En la nueva sociedad, hasta el cura, el aliado natural de los propietarios, queda a merced de las manipulaciones electorales de este agente de la sociedad civil por las leyes que confieren el nombramiento de los párrocos a las cámaras de provincia y a los cabildos. El tinterillo se mueve libremente dentro de un ámbito semiurbano y opone el poder que se deriva de una mañosa interpretación de las leyes al orden, hasta ahora indiscutible, que sanciona la preeminencia social y económica. Por eso los hacendados de la novela se ponen de acuerdo, sin el menor escrúpulo, para eliminar a don Tadeo, en una sesión memorable que recuerda extrañamente la alianza pasajera de gólgotas y conservadores para luchar contra el gobierno provisorio del general Meló. El testimonio de Eugenio Díaz es interesante y, no hay que decirlo, absolutamente parcial. Da cuenta del escepticismo en que se movía una población campesina, cuyo estado nada tenía de envidiable, frente a cambios que no la modificaban y que, antes bien, daban la impresión de que la empeoraban. ¿A qué tanto hablar de libertad, de derechos sancionados por la Constitución, si su efecto servía apenas para introducir la incertidumbre y la desconfianza respecto a un orden malo pero aceptado unánimemente? Y la igualdad... ¿es que había igualdad posible en un medio cuya estabilidad dependía de la rigidez de las jerarquías sociales y en donde aun diferencias raciales casi imperceptibles elevaban una valla infranqueable entre los desposeídos y la casta de los hacendados? El poder de éstos y su prestigio social se apoyaba, precisamente, en la existencia oscura de miles de infelices, a quienes representaban políticamente. Más aún, los propietarios constituían la única garantía de un orden posible, con su mediana ilustración y su conciencia innata de señores. Era el dique imprescindible a la marea amenazante de resentimientos seculares que pugnaban por sobreponerse a la dominación. Eugenio Díaz aprueba tácitamente las diferencias que señalan a cada uno su puesto dentro de la sociedad y permiten que la virtud de los buenos ricos brille con todo su esplendor. Pues si no existiera esta virtud, ¿qué sería de la sociedad?
Capítulo V
FLORENTINO GONZÁLEZ, EL MENTOR
LA GARANTÍA DE LOS INTERESES Florentino González supo halagar al presidente Mosquera y hacer parte de su gabinete, a pesar de la resistencia que debía encontrar uno de los conjurados de septiembre en el ánimo del general. La colaboración de un obstinado liberal en un gobierno conservador causó cierto desconcierto en las filas conservadoras. La Civilización, el periódico de Caro y Ospina, calificaba el hecho de inexplicable, y no tardó en atribuir la derrota del 7 de marzo a una supuesta defección de Mosquera y la adopción por su parte de un «programa rojo» propuesto por González . Así se calificaba el proyecto de convertir en documentos de deuda pública los bienes eclesiásticos y las reformas al sistema de Hacienda. González había salido del país, a raíz de la revolución de 1840, y establecido una casa de comercio en París. A su regreso aquí, hace seis meses y todavía bajo la impresión de las grandes cosas llevadas a cabo en Francia después de algunos años, el señor González, tomándose por campeón de los intereses, materiales, se dedicó, en una serie de artículos muy bien hechos, corteses por lo demás, a la apatía y a la ignorancia del gobierno en las cuestiones más vitales para la prosperidad del país. Buenas razones dadas con moderación, alabanzas certeras y personales al general Mosquera, extinguieron las repugnancias de éste por un hombre cuyo pasado y cuyo carácter firme no le convenían y el acuerdo fue pronto tan perfecto que todas las condiciones que ponía el señor González obtuvieron la sanción del presidente. 91
91 Véase Estanislao Gómez B., Don Mariano Ospina y su época. Medellín, 1913, p. 404 y ss.
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Tales son las impresiones del cónsul francés, De Lisie92, sobre la alianza entre Mosquera y Florentino González, que a los conservadores les parecía inexplicable. De Lisie se refiere, sin duda, a los artículos publicados por González en El Día en los cuales elogiaba las medidas tomadas por Mosquera para liberar la producción de oro de trabas fiscales y lo invitaba a hacer otro tanto con la agricultura. En cuanto a «las grandes cosas llevadas a cabo en Francia», durante la monarquía de Luis Felipe, que pudieron impresionar al colombiano, la obra de Balzac, y particularmente uno de sus personajes, el barón de Mucing^n, las ilustra bastante bien. La alianza c^rvMosquera no es la única alianza inesperada que contrae el nuevo campeón de los intereses materiales. Más tarde lo veremos dirigir un periódico, que lanza su candidatura a la presidencia, asociado con Lino de Pombo —burócrata profesional y uno de los principales promotores de la Caja de Ahorros de Bogotá— y con Julio Arboleda, a quien, sin duda, lo acercaba una común aversión por los jesuítas. Su figura se destaca por una ambición que no se disimulaba y por un elevado concepto de sí mismo. Era conocido por su amor al dinero y por frecuentar la amistad de capitalistas y hombres de negocios93. A su nombre están asociadas las más audaces reformas del presidente Mosquera y, especialmente, la reducción de la tarifa aduanera, que Ospina criticaba tan duramente. Esta medida le valió la aversión de los artesanos de Bogotá —y el consiguiente acercamiento a la fracción gólgota—, que lo vapulearon en 1853, en el momento de mayor exaltación en su lucha contra los comerciantes de Bogotá. El mismo Florentino González, al referirse a su colaboración en la administración de Mosquera, escribe: ... me tocó el honor de ser el órgano de la liberal administración del general Mosquera para iniciar en 1846 el restablecimiento de los principios liberales, de que ya nadie se atrevía a hablar siquiera en esta tierra. En 1847 se abrió decididamente la campaña entre las nuevas y las viejas ideas; y me parece que a la constancia con que lidiamos los que dirigíamos las operaciones es
92 Archivo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia. Vol. XVIII. Colombia. 1845-1847. Fol. 194 v. 93 Salvador Camacho R., Memorias, II. p. 41.
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que se debe el restablecimiento de los principios liberales .
González es un eslabón muy importante para comprender la ruptura de las condiciones económicas que se opera en la Nueva Granada a partir de 1859, y más aún, la mentalidad de los hombres que provocaron esa ruptura. Aunque dotado de un estilo muy personal, su acción y su pensamiento políticos aparecen en cierta forma como representativos de las aspiraciones de la clase comerciante. Si tenemos en cuenta su experiencia europea y sus vinculaciones ulteriores, resulta fácil concebir el papel que jugó como mentor de esa clase, la cual insinuaba su energía conquistadora. Ya desde 1845, sugiere en una carta privada94 95 la conveniencia de crear un banco destinado a facilitar el movimiento mercantil. Considera que la formación de grandes intereses constituye un factor de estabilidad capaz de subordinar la acción del Estado, de esterilidad capaz de subordinar la acción del Estado, de esterilizarla en cierto modo, de tal manera que el mismo Estado no constituya un peligro para la paz, cuando se convierte en el instrumento de una facción política. Quiere hacer derivar el Estado hacia una postura racional, indicada por su propio interés, que debe coincidir con el interés de los grandes capitales. No puede expresarse un deseo más claro de convertir al Estado en instrumento de una clase (económica), la cual, por lo demás, no interviene en la gestión burocrática —lograda como una conquista de partido—, pues su poder no reside en esa gestión sino en su influencia sobre ella. Esta aspiración, que rechaza el apoyo sobre nexos afectivos e irracionales, propios de la mecánica de los partidos o que al menos éstos acogen en un mayor o menor grado, lo induce a enfrentarse a los partidos tradicionales como si se tratara de instrumentos desuetos o al menos inadecuados para lo que se propone. Sus críticas acerbas a la empleomanía, apuntan precisamente a descartar una concepción del Estado que se limita a convertirlo en el instrumento de un
94 Artículo «Federación», en El Neogranadino, No. 239, de 25 de febrero de 1852, pp. 66 y 67. 95 Publicada en El Aviso, No. 27, de 23 de julio de 1848.
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partido. En realidad, Florentino González concibe una forma de estructuración de la sociedad que corresponde a un estadio superior de evolución histórica, y que debía resultar un poco desconcertante a sus contemporáneos, acostumbrados a asociar su suerte a la de su partido, sin preocuparse de sus responsabilidades como clase. González hace hincapié sobre estas responsabilidades de la casta dirigente, y prácticamente la invita a reproducir en Nueva Granada las condiciones de Francia bajo Luis Felipe, en la que los intereses financieros están convenientemente entrelazados con la gestión oficial. Sus deseos apuntan a una supremacía social sustentada por el poder del capital y la organización del trabajo. Hace observaciones muy concretas, que revelan la importancia que atribuye a los «intereses» como elemento ordenador de la sociedad, en el sentido de preeminencia de clase a la que aspira: ... así, [explica], los intereses han venido a resolver el problema de la paz y de las garantías sociales. La clase proletaria, ansiosa de medrar sin trabajo, murmura a veces, mas se ve necesariamente obligada a limitarse a éstos; por estar dependiente su subsistencia del trabajo que la clase propietaria le proporciona, no puede lanzarse a empresas de éxito incierto, dejando la posición segura aunque humilde de que goza en su dependencia de los intereses.
Esta declaración, que expresa enfáticamente el deseo de subordinar la clase trabajadora y uncirla al yugo de los intereses, contrasta extrañamente con la posición liberal que el autor asume en el juego político, pues renuncia a los privilegios burocráticos de los que «... quieren continuar siendo los tutores forzados del pueblo». En otras palabras, renuncia a las vinculaciones de tipo partidista y a las ventajas obvias de pertenecer a un partido, en provecho de la creación de una dependencia más estrecha de los ciudadanos con respecto a sus dirigentes. Esta idea constituye la expresión nítida de una conciencia capitalista en un medio que, por lo demás, debía contrastar con ella, por las formas anárquicas de la organización del trabajo. Las formas del trabajo artesanal por lo menos invitaban a estas empresas de éxito incierto que sugiere González, pero no había manera de reemplazarlas por formas de producción industrial. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que González escribe en París, indudablemente
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«... bajo la impresión de las grandes cosas llevadas a cabo en Francia». Con tales premisas y afianzado en un tal poder, desdeñando la mezquindad de los bandos para crear la potencia gubernativa de la riqueza, Florentino González postula su candidatura a la presidencia, cuando las circunstancias no han alcanzado un grado de madurez como para prescindir de las viejas banderas y de los viejos gritos de combate; cuando su alianza con Lino de Pombo y Julio Arboleda no es todavía caución suficiente y tampoco lo es la garantía de independencia que proporciona el dinero96; cuando la explotación latifundista de los estados del sur está a punto de enfrentar su más grave crisis y el comercio no ha iniciado su carrera ascendente. Otros, más instintivamente, buscarán conciliar el cálculo con las viejas querellas, para iniciar el ascenso. Pero el momento de los hombres como Florentino González no ha llegado todavía. Al menos así lo adivinan sus contemporáneos, y su parecer queda consignado en el apostrofe de Manuel Murillo Toro: «... si usted hubiera gobernado o gobernara la República, en tres meses habría usted perdido el país con su liberalismo a la Luis Felipe»97. LA INDEPENDENCIA DE DON FLORENTINO ¿Liberal? ¿Conservador?: frente al aspecto partidista de la lucha que se entabla en 1848, la posición de Florentino González se mantiene en la ambigüedad. Desde otro punto de vista, el significado aparente de esta posición queda justificado por el deseo eminentemente racional de superar una lucha política estéril. El Prospecto de El Siglo es categórico en este sentido, aunque en otros aspectos sea bastante vago. No es muy convincente, en efecto, cuando se declara partidario de la libertad, la filantropía y la civilización, en los umbrales de una lucha que no interpreta las palabras literalmente, sino que exige 96 En el «Prospecto» de El Siglo (No. 1, de 8 de junio de 1848), declara: «Independientes por nuestra posición; profesando opiniones hijas de nuestra convicción, no hacemos causa común con ningún partido; no prohijamos sus extravíos ni sus exigencias; no pertenecemos sino a la causa común de la libertad, la filantropía y la civilización». El Neogranadino, No. 245, de 8 de abril de 1853, p. 116. 7
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que sugieran promesas o rencores. Para la ortodoxia conservadora de Mariano Ospina, González «... se ha hecho representante de un partido equívoco que a nadie place y que ninguno acepta»98. Pero ya la postulación de su candidatura había creado alguna confusión. Muy poco antes, cuando se creía que ella provenía del partido liberal, los conservadores se habían apresurado a manifestarse complacidos99, pues se reconocía en el candidato a un hombre preocupado, ante todo, por el estímulo de los intereses materiales del país y dominado por la idea que había traído de Europa de desarrollar los gérmenes de riqueza de la Nueva Granada. No sólo para los conservadores era el candidato más deseable que podía proponer el partido liberal —en cuyas filas se lo contaba, «con algunas modificaciones», es cierto—, sino también para todos los hombres positivos del país, que compartían el mismo tipo de preocupaciones económicas y a los que se toleraba la excentricidad de despreocuparse por las discusiones políticas. Aprobado como adversario, encuentra resistencia como agente de una fracción más del partido conservador, que por entonces atravesaba una aguda crisis, sin que los clamores de Mariano Ospina por la unidad fueran escuchados. Pues, si en rigor los enunciados de González eran liberales, su violenta oposición a los niveladores, de quienes todo se temía, lo convertían en un aliado del conservatismo. Un aliado incómodo en las circunstancias anotadas..., que no garantizaba la pureza doctrinaria tan necesaria a la unidad, y cuyo único punto de contacto con los conservadores lo constituía cierta intransigencia de minoría que aspiraba a una «... democracia ilustrada, en que la inteligencia y la propiedad dirijan el destino del pueblo...» y que rechazaba con energía «... una democracia bárbara, en que el proletarismo y la ignorancia ahoguen los gérmenes de felicidad y traigan la sociedad en confusión y desorden»100. Los ideales más genuinos del liberalismo del siglo XVIII se aliaban en este caso a los temores conservadores de una sociedad igualitaria.
98 El Nacional, No. 9, de 16 de julio de 1848. 99 Ibid. No. 2, de 28 de mayo de 1848. 100 El Siglo, No. 3, de 29 de junio de 1848.
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El Siglo subraya la necesidad para la minoría de mantener su cohesión frente a las masas, pues el abismo que la separa de éstas no puede ser colmado por los halagos de una ideología. No es cosa de dejar intervenir la irreflexión y las pasiones, allí donde deben decidir la inteligencia y el peso del prestigio social. Ni propiciar una desagregación social del poder para apoyarse en el concurso de las masas, afirmando una mentirosa universalidad de los privilegios que sólo competen a una clase. Pero el proceso es inevitable, aunque los hombres de El Siglo quieran detenerlo y renovar al mismo tiempo los objetivos sociales y políticos de la minoría. Aunque quieran afianzarla sobre las bases de un poder real, estructurando la economía. El Prospecto reproduce inútilmente los motivos familiares de Florentino González: ... miembros de esta generación, de la generación llamada a sustituirlo todo, a sustituir el movimiento de la industria y el comercio a la apatía de la pereza; a reemplazar los delirios del fanatismo con los consejos de la tolerancia; a destruir los privilegios de la aristocracia con la igualdad de la democracia; nos apresuramos a hacer esfuerzos para que se consume la obra de regeneración social, para que la especie humana llegue a aquel grado de felicidad sobre la tierra a que el Creador la destinó dándole la inteligencia para alcanzarlo.
Pero si Florentino González renuncia voluntariamente a la Democracia bárbara de los niveladores, el partido conservador no descarta en modo alguno el concurso de sus propias masas. Y para obtenerlo, recurre a otro tipo de universalidad que enfrenta a las promesas de los niveladores: promueve deliberadamente la cuestión religiosa. Un arma que desdeña también la democracia ilustrada del «partido progresista moderado» de Florentino González. Su repulsión en este sentido es casi instintiva y obedece a un filosofismo decantado, casi a una segunda naturaleza. No debe atribuirse esta reacción a un impulso irreligioso, sino más bien a cierta inmoderación de la tolerancia. Le irrita los nervios ver las calles invadidas por procesiones interminables, le incomoda sacarse el sombrero cada vez que las campanas — innumerables— de las iglesias anuncian una ceremonia. Es, en el fondo, la antipatía por un exceso cultural que constituye una especie de presencia obligada de la religión en la vida social y una coerción invisible; lo que es peor, una imposición de actos mecánicos y super-
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ficiales, de un vago significado de acatamiento social más que religioso, sin que arraiguen casi nunca en una verdadera intención piadosa. A pesar de su subjetividad, los motivos últimos de esta actitud son mucho más concretos que los de los niveladores. Para éstos, el fanatismo posee una entidad que se alía oscuramente a los designios de los conservadores. Los jesuitas son una organización tenebrosa que ejecuta sombrías maquinaciones destinadas a obtener dominación y a despojar a las viudas y a los huérfanos (se piensa involuntariamente en El judío errante, de Eugenio Sué, una de las fuentes de estos sentimientos tan especiales). El antagonismo de Florentino González es menos caprichoso: ... desde que de alguna manera se autorice que los jesuitas estén en el país como comunidad pública, se les facilitan los medios de adquirir, porque ellos no pueden adquirir sino para la comunidad y de ninguna manera individualmente. Ahora bien, sabida es la codicia insaciable de los jesuitas y las grandes adquisiciones cjue han hecho en todas partes en poco tiempo con sus manejos hipócritas .
Con excepción de la cuestión «jesuitas», los enunciados políticos de Florentino González tienden a una conciliación entre los dos partidos. Más exactamente, a una superación de las querellas tradicionales. No se procura el acercamiento sino la adopción de un punto de vista más elevado, que El Siglo propone como una imagen ideal del hombre de Estado3. Este es, ante todo, el hombre que se .coloca por encima de las pasiones y que puede concebir y ejecutar designios racionales. La racionalidad debe ser la piedra de toque de todas sus acciones y debe aún anteponerse a las incitaciones de la opinión general: «... debe examinar (el hombre de Estado) si lo que existe es 10 mejor, si la opinión que lo sostiene es racional. Y en caso de no serlo arrostrar esta opinión». La intención se inclina hacia las reformas, pues es bien sabido que lo que existe en la época es considerado como una herencia gravosa del pasado colonial. La decisión debe quedar, en todo caso, en manos de un solo hombre, capaz de medir 101 102
101 Ibid. No. 12, de 31 de agosto de 1848. 102 Ibid. No. 3.
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la conveniencia de una reforma o de valorar con justeza la bondad de lo existente. Se da por sentado que tal virtud sólo es poseída por el ser excepcional que es el verdadero hombre de Estado. Y no es demasiado aventurado suponer que esta imagen ideal se refiere al mismo Florentino González. Todos convenían, en efecto, en que González tenía un elevado concepto de sí mismo y que aún le asistía la razón. La imagen del hombre de Estado, en todo caso, es bastante halagadora si él mismo quería pasar por tal: ...vastos conocimientos, habilidad par las combinaciones políticas, convicciones profundas, firmeza incontrastable, fe en sus principios, decisión activa y perseverancia para realizarlos, sin arredrarse por ninguna dificultad, he aquí las cualidades del hombre de Estado.
Debe agregarse que sus designios, aunque muy personales, deben trascender su interés egoísta. Esto lo diferencia del vulgo, que se ve atraído más bien por intereses transitorios y por la satisfacción inmediata de sus deseos, siendo incapaz por eso mismo de abrigar propósitos de largo alcance o de sopesar su conveniencia. La actitud desdeñosa de González hacia las masas es un complemento necesario a su valoración negativa de los partidos. Estos no son sino la forma semiorganizada de las masas y sustentan su raíz en los defectos populares. Son inadecuados para efectuar una selección válida dentro de su seno, puesto que su razón de ser apunta a satisfacer las pasiones y no al reconocimiento de la cualidad superior del hombre de Estado. Ni siquiera saben reconocerlo, ni gozan del privilegio de acatarlo. La selección de los dirigentes se opera de acuerdo con la naturaleza menguada de los partidos, que toman por hombre de Estado al que sepa halagar sus pasiones o manifieste un odio más inveterado hacia los adversarios. LA ANGLOMANÍA
Florentino González se esforzó en dotar a la minoría dirigente de una clara conciencia de sus objetivos y trató de evitar concesiones que atribuía a la demagogia, es decir, al desconcierto de un sector de la minoría, pero que en realidad implicaban una táctica política. El
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asume con propiedad los intereses de su clase, invitándola a convertirse en el espejo en que se mire toda la sociedad. A raíz de su segundo viaje a Europa, adquiere la convicción de que la influencia francesa es nociva a la juventud porque constituye un estímulo constante a la imitación ridicula de Napoléon o de los extremistas103. Aconseja a los jóvenes volver la mirada hacia la historia norteamericana, sin duda para llamar la atención sobre la severidad puritana de los gestos, desprovistos de todo patetismo. Que los jóvenes aprendan la versión menos heroica pero más consecuente de los principios republicanos. Que la libertad se convierta en el ejercicio austero de virtudes burguesas recompensadas por el fruto del trabajo, y que cese su ruidosa versión, confusa mezcla de algarabía y de declamaciones. Para facilitar la aproximación a esta nueva fuente de experiencia democrática, emprende una crítica de lo que denomina el sofisma de la raza104. Como para establecer que su propio análisis recurre a principios racionales, sustentados por la experiencia, comienza por recordar el papel desmitificador de las teorías económicas de origen anglosajón. Inserta de este modo sus argumentos dentro de un clima espiritual, ajeno del todo a las tradiciones granadinas, y que representa cierto grado de originalidad o al menos un esfuerzo por encarar lugares comunes con alguna lucidez. Enfrenta deliberadamente dos actitudes que, valiéndose del argumento de la raza, colocan a los hispanoamericanos en desventaja frente a los pueblos anglosajones. La más desesperada de estas actitudes admite sin reservas la inferioridad de una presunta raza hispanoamericana, cuya formación se halla viciada en los orígenes mismos por los elementos que la constituyen105. No se discute siquiera la evidente inferioridad de los pueblos indígenas. En cuanto a los españoles, ellos exhiben, precisamente, todos los defectos incompatibles con las virtudes republicanas. No es raro en-
103 «Carta a un amigo», fechada en París y publicada en El Neogranadino, N° 211, de 20 de agosto de 1852, p. 181. 104 El Neogranadino, N° 233, de 21 de enero de 1852, p. 19. 105 R. Gutiérrez, «Raza hispanoamericana», en El Neogranadino, N° 116, de 30 de agosto de 1850, p. 283 y ss.
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tonces que, como los españoles, seamos «... el más firme sostén de añejas y detestables preocupaciones, rutineros, perezosos e intolerantes en todas materias y opiniones». ¿La solución? Parece sencillo procurarse todas las cualidades inherentes a las razas del norte mediante cruzamientos que regeneren estas razas «viciadas» y «raquí ticas». Este tipo de argumentos parece conceder demasiado a una supuesta virtud inherente a la raza anglosajona, y entraña un pesimismo tan radical que debe conducir a quienes lo prohíjan a un fatalismo quietista y resignado. La solución, por otra parte, no se da al alcance de la mano y sólo puede ser entrevista por una mentálidad en la que la conciencia de la propia peculiaridad se desvanece, frente a consideraciones de orden puramente teórico. La actitud de las nuevas generaciones insiste, por el contrario, en esa conciencia, se apega a ella y a sus posibilidades106. La solución, en el sentido de integrar homogéneamente los intereses sociales, parece estar señalada por la tendencia de la raza española a absorber la sociedad primitiva, creándose en virtud de este proceso una sociedad enteramente nueva. Y la raza española dominante, que pertenece al grupo de los pueblos latinos, debe reclamarse de las instituciones propias de tales pueblos. Aunque no se tenga una noción muy clara de esta latinidad, las afinidades empujan necesariamente a la imitación de los franceses, el pueblo que se halla a la cabeza de las reivindicaciones democráticas en 1848. Florentino González, por su parte, no quiere oír hablar de esta logomaquia que se apoya en el «... falso concepto de que hay razas que'son buenas para tener ciertas instituciones políticas y otras que no lo son». Que no se hable de herencia española y de la inhabilidad los españoles para adoptar instituciones democráticas cuando quiere atribuirse un origen a las frecuentes conmociones políticas de Hispanoamérica. La experiencia histórica está ahí para probarnos que hubo una época en la que las libertades municipales españolas constituyeron un dique a las pretensiones imperiales. La misma experiencia muestra a los pueblos anglosajones adoptando instituciones de-
106 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones..., pp. 34 y 35.
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moer áticas en un momento histórico y someterse a ellas en un proceso paciente y continuado de adaptación. Debe escaparse al atractivo mítico que ofrece la explicación de fenómenos sociales por medio de las cualidades intemporales de la raza, pues son las instituciones, el elemento racional que presupone la inteligencia, las que conforman históricamente ciertas características que se atribuyen equivocadamente a la raza. Esta discusión, aparentemente abstracta, encadena otras consideraciones propiamente políticas, que tienden a establecer una comunidad americana de principios, cuyo centro de gravedad estaría en los Estados Unidos. Se quiere afirmar la universalidad racional de ciertos principios, que debe imponerse al relativismo que encierra el concepto racial, o sea la peculiaridad propia que rechaza todo aquello que no le sea afín. Al antagonismo teórico de hispanoamericanos y anglosajones se opone la vigencia del momento histórico que establece una verdadera comunidad entre los pueblos del nuevo mundo, frente a los principios que se ve obligada a adoptar la Europa vetusta y superpoblada. La novedad de estos pueblos impone un nuevo tipo de acción dentro de la democracia, acción que se encuentra contenida en las virtualidades del individuo, por oposición a las constricciones que provienen de la sociedad y que Europa se ve obligada a mantener. Se debería agregar que las condiciones propias de la «riqueza» americana —tal como se concebían en la época— imponen este tipo de acción. La apropiación de la tierra y el empleo de la mano de obra —de poblaciones casi primitivas— invitan al despliegue de energías individuales, más bien que a la acción coordinada del Estado. En pocas palabras, la avidez de una minoría no debería encontrar obstáculos en un tipo de Estado ideado como defensa para sociedades más populosas. O al menos así parecen sugerirlo los argumentos que emplea González para combatir la adopción de fórmulas socialistas que son el corolario de una democracia a la europea. Las fórmulas socialistas se encuentran en incompatibilidad lógica absoluta con el funcionamiento de la democracia adoptada en América, según González107. Ésta tiene su origen en Inglaterra y Norte-
107 Artículo La democracia y el socialismo, en el N° 233, citado antes.
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américa, y significa la afirmación de potencialidades individuales, desenvueltas desde el comienzo para crear un tipo determinado de sociedad histórica. Es cierto que en el continente europeo existe una tendencia hacia la democracia, pero su desarrollo tiene un contenido y una significación radicalmente diferentes a la conquista alcanzada por los pueblos anglosajones. Mientras que en éstos «... se marcha a la democracia sobre el principio de la libertad, de la individualidad, de la soberanía del individuo...», en Europa se pretende marchar a ella sobre el principio de la igualdad, de la protección, de la centralización de la soberanía en los que han usurpado el poder público, o lo han obtenido por voluntad más o menos implícita de los individuos que componen la nación.
La expresión «voluntad más o menos implícita» señala una diferencia fundamental, pues excluye la participación activa y consciente en el proceso de creación de la democracia. Según los teóricos «primitivos» del liberalismo, debemos recordarlo, el fundamento y la última razón de ser de la democracia reposan en el individuo, en su voluntad consciente o en su razón ilustrada, que tienden a crear un tipo determinado de sociedad. Rigor o ilusión que sólo puede aplicarse a sociedades nuevas, donde los hábitos no opongan su pesantez a la voluntad iluminada y en donde se supone una buena dosis de bondad natural. En las mismas fuentes se inspira González para pronunciarse por el voto calificado, al discutirse en el Senado las disposiciones de la Constitución de 1853108. Proponía que el artículo original sobre requisitos de la ciudadanía se modificara, en el sentido de exigir a los ciudadanos saber leer y escribir o pagar contribuciones, fueran forzosas o voluntarias. El principio gensualista que sugiere proviene, sin lugar a dudas, de la influencia norteamericana. Los argumentos con que lo defiende tienen el mismo origen: ... la propiedad, como la contribución que se pague, es un indicio de la habilidad del individuo para tener participación útil en las elecciones: es la
108 Sesión del 10 de marzo, reproducida en El Neogranadino, N° 242, de 18 de marzo de 1853.
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muestra visible de que sabe lo que va a hacer al sufragar.
El interés: he ahí el termómetro del juicio. No puede pedirse nada mejor para saber a ciencia cierta a qué atenerse sobre la esco- gencia de los ciudadanos. El éxito es un principio infalible de selección, una prueba segura de la que no debería eximirse a nadie con falsos halagos. Aquéllos a quienes gusta evocar con simpatía la suerte del pobre o hacer pinturas aflictivas de su situación, declamando al mismo tiempo contra los ricos, son los peores enemigos de esos pobres, pues los incitan a la holgazanería, los privan de todo estímulo para trabajar y del aliciente de mejorar su posición. Para hacer odiosa la imagen de los ricos, no dudan en emplear la palabra aristocracia, cargada de las más sombrías asociaciones. ¿Para qué asustarse? «... aristócratas son los americanos del norte; la aristocracia individual, la garantía de la condición elevada a que llega el individuo por el empleo libre de todas sus facultades naturales». Hay que alegrarse más bien por esa posibilidad de ennoblecimiento que brindan las virtudes burguesas. La inteligencia y la riqueza, o más bien la aptitud para adquirir esta última, son indispensables en la sociedad: ... ellas son el aliciente más poderoso que pueda presentarse al hombre para hacer esfuerzos por mejorar su condición, y ellos son el pedestal sobre el que podemos fundar nuestra democracia representativa.
Capítulo VI
LA ABOLICIÓN DEL MONOPOLIO DEL TABACO
COMERCIALIZACIÓN DE LA AGRICULTURA El acceso más o menos generalizado a la riqueza, esta condición tan indispensable para la democracia representativa, parecía estar garantizado por la abolición del monopolio del tabaco, cuyo cultivo,, junto con ciertas formas rudimentarias de elaboración, se ofrecería a la libre actividad de los particulares. Entretanto, los granadinos podían felicitarse de que la miseria entre las masas no fuera palpable como en los países europeos, que acumulaban en las ciudades una rqano de obra necesaria a su expansión industrial109. No había trazas efe" liaS er se0i ni c i a d o un desplazamiento rural hacia'Ias^cíudades (con la intensificación deícültivo del tabaccTseTfpéra máslaien el fenómeno contrario, como ya se ha indicado) y la pobreza, por lo tanto, no era evidente. Existía cierto equilibrio en la pobreza general, que para la minoría se compensaba con privilegios de carácter so~ciáry~pohficoTTales privilegios se consideraban naturales en una sociedad paternalista, y de allí láTindig- nacióñ conservadora contra los que se atrevían a señalar, así fuera tímidamente, las desigualdades entre las clases sociales. Niveladores, socialistas y comunistas eran aquéllos que asociaban el principio revolucionario de fraternidad a la doctrina de la caridad cristiana, insistiendo al mismo tiempo en la necesidad de crear riquezas materiales para aumentar el bienestar social. Esta exigencia,
109 La imagen de la proletarización creciente en Europa, particularmente de los artesanos, fue abundantemente explotada por el folletín popular, particularmente por Eugenio Sué, que parece ser la fuente de información más accesible y entretenida de muchos socialistas y conservadores granadinos.
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que en sí nada tenía de revolucionaria, significaba el desplazamiento del eje del poder de manos de propietarios o hacendados de tipo tradicional, a las de comerciantes habituados a técnicas contables racionales y dotados de una visión más amplia de apertura a los mercados exteriores. Esta apertura tenía como preámbulo necesario la colonización interior de tierras aprovechables con cultivos comerciales. Frente a una coyuntura mundial, el comerciante, más receptivo que cualquier otro estrato social, toma la iniciativa que le va a representar un amplio margen de predominio social y económico. Ante los esfuerzos demasiado lentos de los liberales que se adherían a una tradición ideológica cuyos contenidos eran demasiado amplios, y ante la impotencia de los voceros de una estructura agraria improductiva, una audacia instintiva le muestra el camino que va a colocarlo a la cabeza de la sociedad. Sólo que esta audacia tiene que amoldarse a las condiciones que brinda el acceso, si no de una riqueza inmediata —la única adecuada a satisfacer la psicología propia del comerciante, según algunos—110, al menos de aquélla que ha sido posible gracias a una coyuntura mundial. El comerciante se desplaza con gusto, y hasta con entusiasmo, a las regiones bajas que bordean el Magdalena a cultivar tabaco, añil o café, y él mismo contempla desencantado,
110 Luis E. Nieto Arteta, op. cit., p. 194, traza una imagen psicológica del comerciante granadino, cuya expresión política identifica con la corriente gólgota. Según Nieto A., el comerciante es inestable, desarraigado, un anarquista en economía, pero sensible a las crisis económicas. Deduce que tales crisis lo impulsan a desdeñar la pura producción de riquezas. Si esto es cierto con respecto a la producción industrial, aquí se subraya el aspecto positivo de la comercialización de la agricultura y se atribuye una importancia suficiente a los argumentos de los comerciantes sobre la imposibilidad de la industrialización. Creo más razonable pesar estos argumentos a la luz de las creencias de la época y de la coyuntura económica, que condenar la política del siglo XIX con la óptica de nuestro siglo XX. Se vinculan también dos fenómenos entre los cuales Nieto A. no establece conexión alguna, sino que califica por separado —y de manera contradictoria—, a saber: la abolición del monopolio del tabaco y la reducción de la tarifa aduanera. Finalmente, dentro de los esquemas del mismo Nieto A., puede adelantarse, como hipótesis interesante, la posibilidad de que la crisis inglesa de 1847 haya impulsado a los comerciantes granadinos a comercializar la agricultura.
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al final de su vida, la ruina que le impone el mecanismo de las coyunturas económicas3. Pero, entretanto, se ha operado un fenómeno muy importante, la estabilidad misma del comercio exterior. El comerciante, que presenciaba con cierto asombro los rendimientos de la agricultura colonial de las Antillas, empieza a concebir serias dudas sobre la posibilidad de una manufactura encadenada a sistemas tradicionales. El presidente Mosquera había suprimido, en 1846, algunas trabas fiscales que reducían el volumen de la exportación de oro, un producto cuya explotación revestía tradicionalmente mucha importancia, debido a que de ella dependía el pago de mercancías extranjeras. En adelante, al obtener productos con fácil salida en el mercado internacional, podrá prescindirse en gran medida de la exportación del oro, destinada a equilibrar la balanza comercial. No parece un azar que la manumisión de los esclavos (que debía hacer descender verticalmente la productividad de las minas de oro), la rebaja del arancel (y aun su supresión absoluta)4 y la abolición del monopolio del tabaco hayan sido objeto de reformas perseguidas, casi simultáneamente, dentro de los programas del liberalismo. La abolición del monopolio del tabaco y la rebaja de derechos de importación, que presentan aspectos complementarios a pesar de que, por motivos políticos evidentes, la administración del 7 de marzo insinúe ambiguamente su protección a los artesanos, están destinadas a estimular los cambios con el exterior y concebidas con un crite3 Podría sugerirse también una actitud ideológica correspondiente a esta decepción. Si algunos 4~> M ...... _ JI ____ „ i„ .... ,„\ 1^ duiicicmca uc ia "LiaLucia nc^uuuvai i ■x") iw íuciun ncjdia ci uuui UL. JUO VIUÍO, radicales de la generación del 63 (que vemos actuar en el 48 como gólgotas o chos se operó un cambio radical que los condujo a apoyar la política, teñida de nacionalismo, de la Regeneración. El caso más saliente es, sin duda, el de José María Samper. Que pide un editorial de El Neogranadino, No. 176, de 3 de octubre de 1851, p. 317: «... porque en el hecho de dar libre, franca y desembarazada entrada en nuestro país a todo efecto de comercio, se promueve necesariamente la actividad de los cambios, que no pidiendo tener lugar sin ofrecer artículos nuestros en trueque de los extranjeros, se determinará tal vigor en la producción nacional, que apenas lo concebirán aquellos que saben cuánto influyen la facilidad y permanencia de las salidas en la próspera suerte de los fenómenos» (subrayo).
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rio comercial. Tal era el resultado final que perseguían los liberales de la época, para quienes ... la rebaja de derechos de importación [no es considerada] como un favor hecho al comercio sino secundariamente, y primariamente a la agricultura, que es acaso lo único que merece el nombre de industria nacional en este país con relación al comercio exterior .
La subordinación de la pretendida industria nacional al comercio exterior puede inferirse claramente del lapsus involuntario en que se incurre, al considerar la medida como un favor hecho a la agricultura. En todo caso, no se trataría de la agricultura de subsistencia de tipo tradicional, sino de la agricultura comercializada, cuya explotación asumieron los mismos comerciantes. LOS ASPECTOS SOCIALES DE LA CUESTIÓN Una vez suprimido el monopolio del tabaco, se operó un crecimiento palpable en la actividad económica. Los testimonios son tan abundantes que su cita detallada mostraría una verdadera explosión de optimismo. Los ecos de este optimismo se dejan percibir, esta vez con una nota melancólica, en las Memorias de Salvador Camacho Rol- dán, en los Escritos político-económicos de Miguel Samper (especialmente La miseria en Bogotá, escrito en 1867) y en la obrita citada de Medardo Rivas, que incluye —a manera de consolación— unas cuantas máximas de La Rochefoucauld! Pero prescindiendo de tales manifestaciones revestidas de un ropaje lírico, no hay duda de que el crecimiento económico, y más aún, la anhelada coincidencia de una medida, que en teoría se expresaba mediante los postulados de la libertad económica, con sus efectos, en la práctica, llenó de ron fian zá a quienes la habían sostenido y sirvió de puntal a la conciencia todavía informe de la burguesía, estimulándola a mayores audacias. Porque ésta, en su acción política, se veía obligada a emitir una serie de afirmaciones comprometedoras que producían un efecto múltiple: si por un lado quebrantaban el prestigio de los antiguos pode- 111
111 Edit. de El Neogranadino («Fomento industrial»), No. 7, de 16 de septiembre de 1848, p. 49.
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res, por otro creaban un cierto clima de confusión y desconfianza entre aquéllos a quienes estaban dirigidas. José María Samper, por ejemplo, se proclama vagamente socialista y propugna porque los desposeídos alcancen los privilegios que anuncia la nueva era económica y, más concretamente, la propiedad. Afirmación peligrosa pero indicadora del optimismo de una nueva clase cuyo triunfo pretende cierto grado d
La identificación del monopolio del Estado con el que real o su puesto que a los demás granadinos no les es dado acometer la empresa sin quedar arruinados desde el primer ensayo.
puestamente podían ejercer unas pocas personas, obedece al concepto de que en uno y otro casojel monopolio constituye un privilegio ideado para beneficiar a una minoría —en la que no se distinguen los agentes de la burocracia de los meritorios partidarios de la libre empresa—, y de todas maneras para privar a la generalidad de los aso6
«Abajo los monopolios», citado por ELNeogranadino, No. 203, del 2 de abril de 1852, p. 114. V
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ciados de una actividad lucrativa. El Neogranadino concluye que esta afirmación de que los capitales grandes desalojen a los pequeños en el negocio del tabaco podría calificarse de socialista, calificación que, piensan los redactores del periódico, tal vez no resulte adecuada a un ataque que proviene de la oposición conservadora. Por lo mismo que la observación, peligrosa como se la reconoce, proviene de una fuente insospechable, podemos acogerla. Además, el mismo Miguel Samper, uno de los que se tachaban de monopolistas, nos revela todo el mecanismo de la apropiación del cultivo por parte de capitalistas e intermediarios. En 1852, los hermanos Samper expusieron puntos de vista contrastados sobre la prosperidad de Ambalema, en una serie de artículos publicados en El Neogranadino. Si bien ninguno de ,los dos cede en entusiasmo al alabar las transformaciones que se operaban ante sus ojos, Miguel Samper no diluye su complacencia en postulados políticos de una generalidad abstracta, como su hermano José María. Más realista, no duda un momento «... que la libertad de cultivo y comercio del tabaco ha sido una verdadera era, no sólo para Ambalema, sino para el país entero»112 113. Pero admite que un proceso tan benéfico viene acompañado de todas las taras que impone la estructura social existente. Por un lado, los procedimientos habituales de la explotación agrícola; por otro, el espíritu especulador y desasido, respecto de la tierra, de los comerciantes. La tierra pertenece a un estrecho círculo de individuos, que a medida que han ido vislumbrando el vuelo y el porvenir de que era susceptible la producción del tabaco, han ido adquiriendo los terrenos adyacentes a precios muy bajos por lo regular, hasta formar los grandes haciendas, o mejor dicho feudos, que hoy componen el distrito de las siembras .
El proceso de concentración de la propiedad de la tierra se había iniciado mucho antes, desde el momento mismo en que se pudo adivinar la abolición inminente del monopolio. Ya desde 1848, Samper preveía la suerte que esperaba a los cosecheros, en cuyo presunto 112 Artículo «Ambalema», en El Neogranadino, No. 212, de agosto de 1852. Mucho más tarde, en 1867, repite con el mismo fervor: «... la extinción del monopolio del tabaco desarrolló la vitalidad productiva de los antiguos distritos de siembras, especialmente el de Ambalema y los adyacentes y que fue tan vigorosa y rápida la acción, que en seis años se verificó una labor gigantesca, equivalente por sí sola, para estas comarcas, a la de los tres siglos anteriores». Escritos... op. cit., p. 35. 113 En el mismo sentido, S. Camacho R., Memorias, II, p. 34.
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beneficio se proponía la abolición. Así, escribe a Fernández Madrid, el 11 de noviembre de 1848: ... sin embargo, es triste la convicción de que esos alegres campos y esas pingües cosechas forman, en su mayor parte, una especie de feudalismo industrial nada exento de vejaciones y miseria para los cultivadores. Noté mucho desaliento en los cosecheros, que no tienen fe alguna en la promesa de libertad que les ha ofrecido la ley de tabaco .
Se trata, a primera vista, de un nuevo tipo de latifundio, «esperte de feudalismo industrial», como lo describe Samper, cuyo principio, a diferencia del antiguo radicado en tierras frías y con ventajas sobre el de las provincias del sur, estriba en una explotación eminentemente lucrativa. La única preocupación de los propietarios consistirá en acumular propiedad territorial, desentendiéndose de la producción directa. La iniciativa ha escapado de sus manos, puesto que sólo quienes disponen de muy_grandes capitales ejercen un verdaderp~mono.p.oIio, si bien indirecto, y aunque los terratenientes se beneficien enormemente como intermediarios. Éstos ajrLen.danJa. tierra a cosecheros que siembran y cultivan asumiendo todos los riesgos, aunque valiéndose dé avances en metálico de los propietarios que financian esta parte de la operación. Samper piensa que el sistema tiene como efecto eliminar gran parte de los beneficios que la teoría prevé para toda actividad económica en que se conjuguen los estímulos de la más extendida libertad individual y de ¡ la competencia, que rigen leyes naturales de la riqueza. Esta crítica invita a la supresión de los intermediarios, es decir, de los propietarios cuya actividad económica no se encuentra justificada, y a la constitución de agentes económicos autónomos (trabajador-propietario) que multiplicarían el rendimiento por el libre ejercicio de su actividad. Un deseo que apenas se sugiere y que Samper no 114 se atreve a desarrollar en sus últimas consecuencias, como se verá más adelante. La actividad parasitaria de los propietarios (entre los que se cuentan comerciantes y los inevitables doctores) sirve de enlace entre los cosecheros y dos o tres casas (Montoya-Sáenz & Cía., PowelsWilson & Cía.) que han logrado monopolizar la compra del tabaco, para someterlo a un proceso rudimentario de elaboración y ofrecerlo al mercado nacional e internacional. La financiación proviene, en úl-
114 Escritos, I, p. 67.
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timas, de estas casas, puesto que los propietarios, mediante el compromiso de vender íntegro el producto de la cosecha, reciben a su turno avances de la casa compradora, los cuales, siendo muy altos (representan habitualmente un cuarto del valor presunto de la cosecha), pueden distribuir holgadamente entre los cosecheros. Esta transacción resulta extraordinariamente ventajosa para los propietarios, si se tiene en cuenta que los cosecheros deben venderles a doce reales la arroba, y ellos la ceden a veinte reales. Para obtener efectos tan favorables, la mayor preocupación del propietario debe ser la de eliminar la libre competencia entre los cosecheros. Los obligan a recibir cotidianamente visitas domiciliarias destinadas a controlar las existencias de cultivos, a confesarse ladrones si venden a una persona distinta del propietario y, como último recurso, los despojan de la tierra y la plantación, en caso de reincidencia. A estas medidas se agrega otra muy beneficiosa para el propietario doblado en comerciante, y que consiste en obligar al arrendatario a comprarle sus vituallas a precios muy elevados (carne, ropas, sal y aguardiente). Samper muestra una moderada repugnancia hacia los medios de que se valen los propietarios para someter a los cosecheros, y no va muy lejos en su desaprobación: ... no niego que conforme a la ley los propietarios tengan el derecho de hacer tales exigencias, ni que el cosechero pueda renunciar algunos de los que tiene por las leyes civiles, aunque también creo que la venta de tabaco hecha por ellos no es hurto y que las visitas domiciliarias son atentados contra la libertad individual que un juez recto debe castigar el día que cualquier interesado los denuncie.
La crítica pulsa una nota melancólica y aborda lo improbable, colocándonos frente al aspecto formal de la cuestión. Sugiere prudentemente la rareza de jueces rectos que pudieran enfrentarse a las pretensiones arbitrarias de los propietarios, y la imposibilidad material para los arrendatarios de recurrir a ellos en el caso de que existieran. Samper comprueba una irritante desigualdad en la distribución de la riqueza, que parece seguir el modelo de la fábula del león, pero le parece más lamentable aún privarse del espectáculo soberbio que presentarían las leyes naturales de la riqueza, funcionando sobre el principio imprescindible de la competencia. Ir más lejos significa deslizarse peligrosamente en los postulados de esa escuela que «... hoy pone en duda y ataca los fundamentos de la propiedad»; es decir,
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exponer la sociedad a los peligros de la barbarie. Porque el supuesto de la propiedad se identifica con la causa de la civilización. ¡Conciencia moderada que se ha desprendido de su crisálida y exhibe al aire los matices de una metafísica burguesa! Conciencia afianzada en sí misma, que se postula a la universalidad en enunciados morales redimibles en especie: según Samper, puede afirmarse en realidad que todo el mundo es propietario, de sus facultades físicas y morales, se entiende, que en última instancia representan un fondo productivo «... según su desarrollo». De tales facultades —parece obvio que contribuyan a la civilización con su desarrollo— se desprenden los objetos creados por su actividad. Esta emanación justifica la propiedad de la tierra, en virtud del trabajo que supone su apropiación. En el caso concreto que se plantea, Samper encuentra natural que los propietarios cobren precios exorbitantes por las tierras de Ambalema, dado el principio de la competencia. Nos asegura, sin embargo, que no hay que desesperar, puesto que existe otro principio teórico del que puede esperarse que tienda a corregir esta situación: introducida la libertad de cultivos, su extensión, por el trabajo que incorpora, amplía al mismo tiempo las bases de la competencia y obliga a abaratar las tierras. ¡Espectáculo halagador y previsible gracias a las teorías! Pues si la situación es mala, podría ser peor, debido a una impertinente intrusión del Estado. Entonces desaparecerían las consoladoras perspectivas que brinda el rigor de la teoría: Samper no duda un momento de que los principios de la libertad y la competencia tienden a corregir mutuamente sus efectos anormales. La conclusión normal de una confianza parecida sería la de que un gobierno debe penetrarse de la sana convicción de su inutilidad, una vez que ha otorgado la libertad económica y puesto a funcionar el mecanismo de las leyes naturales. Si las cosas van mal, debe armarse de paciencia y evitar a toda costa interferir en ese funcionamiento, pues la naturaleza misma de las cosas «... tiene remedios infalibles para todo»115. Esta lección de ciencia política, inspirada por la adhesión a los 115 La fe de Miguel Samper es inquebrantable: según él, «... estos elementos operan a impulso de causas naturales tan poderosas, tan inmutables como las del mundo físico, y es ante esta consideración que muchas de las doctrinas socialistas pueden calificarse de utópicas». Y a propósito del gobierno: «... antes que ser el ejercicio de la soberanía colectiva, debe ser la garantía de la soberanía individual, el símbolo de los derechos del hombre en acción, sin trabas, sin coerciones y libres de todo atentado, ya sea de parte de la fuerza pública o de un individuo». Artículo «Dejad hacer» (un título que ahorra cualquier comentario), en El Neogranadino, No. 225, de 26 de noviembre de 1852, pp. 295-296.
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principios puestos en práctica con la abolición del monopolio del tabaco, culmina con un ataque al socialismo: quienes claman por las clases desheredadas no hacen sino halagar a la parte menos valiosa de la sociedad. Desconocen, sobre todo «... la verdadera naturaleza del valor o de la riqueza» que proviene del ejercicio de facultades físicas y morales —una forma preciosa de propiedad a la que todos tienen acceso—, y que importa, por lo tanto, desembarazar de obstáculos para que el trabajo se convierta, con sus frutos, en el verdadero nivelador de la sociedad.
Capítulo VII
EL SOCIALISMO GRANADINO
LA COMEDIA DE LOS ERRORES El empleo de la palabra socialismo se ha restringido considerablemente a partir de los escritos de Marx, y con el marxismo ha adquirido un sentido muy preciso que ya no cobija la vaga oposición que se establecía entre el individualismo (de raíz liberal) y una preocupación más amplia, puede decirse que más generosa, que apuntaba a los intereses de toda la sociedad. No es necesario exponer las implicaciones teóricas de un socialismo más o menos consistente, es decir, elaborado como sistema, pues debe recordarse que, en sus orígenes, la palabra sólo señalabajuna preocupación particular por solucionar problemas específicamente sociales (cüáñidó líe créyó necesario señalar la existencia de tales problemas), es decir, problemas que escapaban en una gran medida a los enunciados políticos corrientes o que éstos se encargaban dpminimizaiTateniéndose a principios abstractos de libertad o de igualdad. Tálespriñciplós y enunciados, que provenían del liberalismo, reclamaban una universalidad que comenzó a tornarse sospechosa para cjuisnGS S0 habían tomado el trabajo de comprobar las desigualdades sociales que se mantenían en un régimen de aparente libertad. La denuncia de tales desigualdades aparecía como la única afirmación teórica que servía para identificar de alguna manera a los adeptos del socialismo, que se reclamaban partidarios de escuelas diferentes y que proponían sistemas muy variados de reorganización social116.
116 Hay un excelente resumen de las ideologías del 48 y una explicación de su fracaso para moldear la historia francesa en el momento de su aparición, en la obrita 1848, de Georges Duveau. Gallimard, 1965.
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La intervención activa de Louis Blanc, de Blanqui, de Buchez, de Pierre Leroux y de Cabet en la revolución francesa de febrero de 1848, contribuyó a difundir en la Nueva Granada la idea de una asociación espontánea entre las doctrinas socialistas y las nuevas conquistas que se atribuían a todo movimiento revolucionario europeo — particularmente francés—, del que cabía esperarse un avance considerable en el camino recorrido por la civilización. En esta creencia iba implícita la teoría del progreso, a la que se adhería para obstruir la concienciaimtantedeun pasado que se arrastraba como un peso muerto y que sólo se evocaba voluntariamente con recriminaciones. La convicción de que «... . hasta ahora no hemos hechcTnada»)era tan fuerte, que se esperaba todo un vuelco imprevisible y, sobre todo la liquidación definitiva del legado colonial. Es muy dudoso que la revolución de febrero haya tenido en Nueva Granada una interpretación que no coincidiera con las íntimas inclinaciones o con las suspicacias arraigadas en los mismos granadinos. El sentido objetivo de los hechos se desvanecía con la distancia y se veía sustituido por una imagen fugaz y grandilocuente (piénsese en la capacidad evocadora de una figura como la de Lamartine), que se prestaba a más de una justificación acomodaticia. En ningún momento la conciencia de los granadinos pudo penetrarse del alcance real de la revolución francesa, sino de sus gestos declamatorios que invitaban al mimo, sin que ello signifique que los actos reflejos de imitación estuvieran totalmente desprovistos de sentido117. Una sociedad que mantenía un complejo constante de ser observada por los países eminentemente civilizados, no podía permitirse otra extravagancia que la de producir una revuelta política periódica sin mayores consecuencias. Pero propiciar deliberadamente una movilización de energías sociales, en rigor un juego político no convencional, para colocar a su cabeza a una clase social (casi puede decirse que una generación) que prometía asumir nuevas responsabilidades, sólo podía operarse a la sombra de un aparente desquiciamiento universal.
117 Una relación detallada de la extravagancia imitativa de los granadinos, en Ángel y Rufino J. Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, II, París, 1892, p. 172 y ss.
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Debe precisarse que sólo en este sentido, que habla de la relación de las intimidades de una conciencia colectiva atraída por un espejismo de redención universal, es decir, a un clima propicio creado por la sugestión de vagos enunciados que se referían a «lo social» y cuya realización se creía definitiva, puede hablarse de una influencia de la revolución francesa de febrero. Entendida y aceptada tal influencia dentro de estos límites, deben examinarse con alguna atención los equívocos que el eco de las doctrinas socialistas —mal asimiladas, según las propias conveniencias— introducía en las recriminaciones partidistas. Esta confusión llega al extremo regocijante de identificar toda reminiscencia literaria romántica con algún matiz imprevisto del socialismo. Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Eugenio Sué pasan por socialistas con la misma legitimidad que Saint Simón, Fourier, Proudhon. La suspicacia conservadora confunde todo grado de exaltación, que bien pudiera originarse en la imaginería del romanticismo popular, cuyo esquema sentimental de ricos y pobres, buenos y malvados, suscita vagas reivindicaciones con el temido socialismo. Todo es de esperarse, al menos de las inquietudes de la generación gólgota: ésta no ha tenido tiempo de desprenderse de los fantasmas juveniles y, llamada a actuar en la vida pública, los proyecta en los asuntos más serios. José María Samper, por ejemplo, publica sus versos de adolescente (título característico: Flores marchitas), y acto seguido escribe sobre manumisión de esclavos, legislación, abolición del monopolio del tabaco, aduanas, etc. Tudus se reflejan en la imagen ambigua .
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La lectura de Los girondinos, de Lamartine, y de Los misterios de París, de E. Sué, parece haber proporcionado el clima espiride una confraternidad universal de hombres selectos que se codean con las sombras lastimosas que emergen de un mundo de tinieblas, que ellos deben redimir. La Escuela Republicana, compuesta por estudiantes de San Bartolomé, se declara socialista, de un socialismo un poco turbio, emparentado vagamente con aspiraciones humanitarias que derivan de una visión dramática del misterio cristiano (podría identificarse, en este caso, una influencia de Leroux).
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Las evocaciones librescas no hubieran bastado, sin embargo, para dar cuerpo a las aprehensiones conservadoras o para alarmarlos demasiado, aunque las prédicas fueran incendiarias y las reformas propuestas rayaran con lo absurdo. En realidad, detrás de toda la retórica sobre la «revolución social» se disimulaba una apelación partidista a las masas, cuyo concurso no podía reclamarse con la doctrina algo académica del utilitarismo que, enseñado en las universidades, se encontraba en desventaja frente a la predicación eclesiástica. Vino a iniciarse así una época en la que la verdad se convirtió en «un deísmo sublime» (?) y las ideas sociales se elevaron «a la altura de la religión». Confusión deliberada: José María Samper, que acuña este extraño lirismo, confiesa, después de proclamarse socialista, que «... estas teorías no las (ha) aprendido en Fourier, Saint Simón, Proudhon ni Blanc; las (ha) aprendido en la Biblia...», pues «.... el Gólgota ha sido la primera tribuna en donde se ha predicado el socialismo»118. El equívoco se mantiene y sirve para exacerbar cada vez más la suspicacia conservadora hacia las reformas liberales de 1850. La administración del general López tiene que defenderse de esta incriminación, y Obando, producida la ruptura entre gólgotas y draconianos, debe rechazar enérgicamente ... los ecos destemplados venidos a nuestras playas y repetidos por una que otra concavidad de nuestros Andes, las voces que han proclamado en Eu-c ropa, como verdades inconcusas de la democracia, el derecho al trabajo, la' asistencia gratuita, el falansterío, el banco industrial, el banco del pueblo, la limitación de la propiedad de la tierra, el crédito gratuito y la asociación artificial (...). Pues todos esos sueños, todos esos delirios, se han inventado allende los mares para embaucar al pueblo, haciéndole esperar que no se morirá de hambre ni se helará de frío119.
PARA QUÉ SERVÍA EL SOCIALISMO
En la edad madura, Tosé-María Samper critica la inconsecuencia de su generación al adoptar máximas de origen extranjero, cuyos alcances se le escapaban. Pero era él mismo quien proclamaba, en 1849, la necesidad no ya de una mera revolución política, sino de una verdadera revolución social. La necesidad de sacudirse toda traza del legado colonial y de instituciones que no se amoldaban, 118 Apuntamientos para la historia..., p. 1, véase también El Neogranadino, N° 122, de 30 de septiembre de 1850, p. 330. Compárese el tono empleado por Samper con una frase de Pierre Leroux: «Jesús es el más grande de todos los economistas, y no existe ciencia verdadera fuera de su doctrina» Cit. por Jean Touchard, Historia de las ideas políticas. Madrid, 1961, p. 440. 119 Alocución a los granadinos, del Io de abril de 1853. Casi todas estas ideas son de Proudhon.
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aparentemente, a vagas exigencias sociales: ... nosotros observamos una verdad sumamente aflictiva, a saber: que después de nuestra emancipación no hemos adelantado lo que era de esperarse a la sombra de los gobiernos libres; nada o casi nada hemos hecho; creíamos que con sólo ser independientes alcanzaríamos el bienestar político y social; y una vez dado este primer paso nos hemos detenido en la carrera. ¿Dónde, pues, encontrar el origen de nuestra agitación? El está indisputablemente en un hecho claro y decisivo: la revolución que produjo la independencia produjo en nuestra sociedad el espíritu democrático, sin echar por tierra el edificio vetusto de la monarquía; efectuó una revolución política, mas no una revolución social .
Con el argumento de que la Nueva Granada era un país nuevo y se prestaba, por lo tanto, a seguir una ruta novedosa, no sólo se expresaba el rechazo de un pasado que integraba la tradición de una monarquía europea, sino también la creencia un poco ingenua de que. ninguna vinculación histórica se interponía entre el deseo escueto y la realización de una sociedad ideal: ... ya que no es posible alcanzar a los habitantes del viejo mundo en la carrera industrial, adelantémoslos en la construcción de una sociedad en que se acaten los principios y en que la persona del hombre sea dignificada sea cual fuere su clase y su posición social .
Desde este punto de vista, el atraso material constituía casi una . ventaja porque, en teoría, hacía menos sensibles las diferencias de cía1 se. En la práctica, estas aspiraciones no rebasaban los límites formales j del trato social, que se confundían con el espíritu democrático de una 120 121
120 El Suramericano, de agosto 30 de 1849, y el N° 24, de 2 de diciembre. ^14 '^'£7 ^ 121 La América, No. 13, de 11 de junio de 1848.
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j sociedad republicana. Para disimular las distinciones de rango y es-
tablecer el principio de igualdad, los reformadores proponían generalizar el título de ciudadano. Con lo cual no lograban sino estimular el empleo de expresiones familiares —guache, cachaco— que más que un I antagonismo de clase revelaban la repugnancia instintiva hacia una I igualdad predicada ardientemente en teoría, pero rechazada en la j práctica. El proceso de esta solicitación a las masas puede seguirse desde Í el momento en que Ricardo Vanegas, al pedir el sufragio universal, i denuncia la diferencia de clases que existe al margen, y a pesar de ¡ una constitución republicana. Según Vanegas, «... el pobre, el igno- l rante, el desvalido pertenecen a la última esfera social; mientras que ¡ el rico, el ilustrado, el hombre de posición se halla encumbrado a ¡ una enorme distancia de aquel»7. Estas observaciones serían absolutamente banales si no encontraran eco en El Siglo, que las encuestas escandalosas y da una voz de alarma: con las palabras de Vanegas, que se reducen a describir un hecho social evidente aun para los más miopes, se insinúan no se sabe qué funestos delirios. El argumento de Vanegas está destinado a comprobar, solamente, que existe una esfera social desposeída del derecho político del sufragio, en contradicción con la igualdad concedida por la ley, y que esta privación se origina precisamente en su falta de preeminencia social. Los otros ven en la manera de enfocar el problema un propósito nivelador dirigido contra los ricos, contra los propietarios y aún contra aquéllos que por su talento o por sus virtudes ocupan con justicia los primeros puestos en la sociedad. Vanegas se defiende, afirmándose simplemente liberal y aduciendo que el liberalismo sólo se propone el triunfo de los principios (en abstracto. Sin duda se refiere a la igualdad constitucional), apoyado por la opinión nacional. En cuanto a la acusación de comunismo, sólo pretender la existencia en la Nueva Granada de una doctrina parecida, constituye un desatino. Todos saben que los problemas del Nuevo Mundo son bien diferentes a los de la sociedad europea. Mientras aquí todo está por hacer, observa Vanegas, y pueden preverse posibilida-
7 Ibid. No. 19, de 23 de julio de 1848, p. 84.
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des de apropiación de la riqueza casi ilimitadas, en Europa las gentes se ven privadas de oportunidades y obligadas a concebir en su defensa doctrinas extremistas. Para abundar en argumentos, Vanegas analiza el problema de la riqueza en la Nueva Granada. Establece que no existe una gran concentración de capitales, pero tampoco se palpan los efectos de la pauperización de las masas, que trae consigo el régimen capitalista europeo. Una economía de subsistencia basta para satisfacer medianamente las necesidades generales y aun se cae en el extremo contrario del capitalismo, pues cabe hablar de una miseria generalizada que nunca daría lugar a la temida codicia de los pobres. Esta crítica tampoco resulta del agrado de la moderación social (¿o falta de imaginación?) de Caro y Ospina8. Se apresuran a responder que el debate sobre las causas posibles de la pobreza en Nueva Granada se repite desde hace 25 años. No hay, entonces, respuesta más adecuada que la mera comprobación empírica: «... no estamos muy ricos porque no ha sido posible que lo estemos». Y aun esta comprobación de la mediocridad económica granadina resulta un alivio, comparada con los peligros que encierra la pauperización de las masas sometidas a un régimen industrial. El aspecto más superficial de las críticas socialistas, su postulado inicial sobre los efectos desastrosos del capitalismo entre las masas proletarias, era, al parecer, lo que captaban más fácilmente los granadinos. Este punto de vista, adoptado por los simpatizantes de la numerosa variedad de ideas «sociales», traía consigo una confusión pintoresca. Si se trataba de compadecerse de las clases sociales inferiores, la estructura social de la Nueva Granada justificaba cualquier lamentación. Pero pensar seriamente en organizar la sociedad según un patrón destinado a atajar los estragos del individualismo capitalista, equivalía a renunciar a todo proceso histórico real y refugiarse en la utopía intemporal. Ningún socialista granadino aspiraba a tanto. Algunos pocos se daban cuenta de la contradicción que implicaba una crítica socialista con respecto al medio granadino, pero estos mismos se apresuraban a motejar de socialista a todo el que avanzara una idea destinada a asegurar un vínculo entre las masas y la minoría políticamente activa. 8 El Nacional, N° 11, de 30 de julio de 1848.
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Otros tendían a aprovechar tales críticas para impedir de raíz el mal inicial, el origen de una situación tan injusta: el capitalismo. Los más se daban cuenta del valor que como argumento político, destinado a quebrantar la influencia electoral de los terratenientes, poseían las novedosas doctrinas, dosificadas convenientemente de golgotismo. Para Miguel Samper, la oposición misma de las clases acomodadas a las reformas liberales, estimulaba el crecimiento de las ideas socialistas. Existía entonces una relación entre el juego de los antagonismos políticos tradicionales y la introducción de nuevos motivos ideológicos, destinados a abrirse camino en la mentalidad popular. No hay duda, sin embargo, de que la experiencia gólgota, seudosocialista, constituyó un ruidoso fracaso en este sentido. Muy pronto se echó de ver, en efecto, la incompatibilidad de los intereses artesanales (la audiencia más propicia por el momento) con la retórica que embozaba un interés de clase muy diferente, en el cual se habían inspirado las reformas de 1850. Era tan disparatada esta alianza como el siguiente pasaje del socialista José María Samper, en un artículo que tiende a establecer una diferencia bien marcada entre las supuestas teorías socialistas del autor (en realidad del más ortodoxo liberalismo) y el comunismo de Cabet: ... Yo supongo practicado el comunismo: una hora después (!) los botarates, los hombres sin talento, sin hábitos de economía ni de trabajo, habrían disminuido su fortuna, en tanto que los hombres de juicio, de inteligencia, de virtud y economía tendrían su riqueza en aumento .
A estos socialistas no les costaba esfuerzo alguno concebir un Estado comunista en el que florecieran las más escogidas virtudes burguesas (con su triunfo consiguiente), ni un socialismo en el que el interés de toda la sociedad se confundiera con su propio interés de clase. La actitud más radicalmente socialista la esgrime Manuel Muri11o, y sus argumentos van dirigidos al nervio mismo de la burguesía 122
122 El Neogranadino, N° 122, art. cit.
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naciente: el individualismo económico123. Según Murillo, las doctrinas económicas de Adam Smith, Juan B. Say, etc., no representan sino la sanción del derecho del más fuerte, disfrazado de teoría económica. Observa que la fórmula «dejad hacer» equivale a «dejad apropiar», y sólo puede traer como consecuencia la concentración desmesurada de capitales y la pauperización consecuente de las masas. Tal es el fenómeno que se ha operado en Europa y que Murillo teme que haya comenzado aquí. Incurre en un equívoco, que podemos suponer involuntario, cuando pretende asimilar una doctrina concebida para un medio artesanal que presiente su desaparición, a las condiciones que estaba a punto de crear un nuevo tipo de latifundio en la Nueva Granada. El no se propone, en efecto, defender los intereses de los artesanoíTñi combatir una oligarquía financiera o industrial,-enxuyas manos la acumulación de capital significaría una amenaza para la condición del artesano, sino la tendencia a la concentración de propiedad territorial, que es estimulada por el crecimiento del cultivo del tabaco. Aspira a que este negocio no se convierta en el negocio dé unos pocos, pues la consecuencia forzosa va a ser la miseria para uña mayoría «... que apenas podrá alimentarse para no morir y seguir trabajando como las bestias de carga». Murillo percibe con justeza las consecuencias que se derivan para los campesinos, de la comercialización de la agricultura, entre otras, la proletarización progresiva. Más aún, asimila la explotación capitalista industrial con el sistema latifundista de plantación. Y lo mismo que el socialismo pequeño burgués europeo tiende a la conservación del artesanado, Murillo quiere mantener, o aun crear, las condiciones para la explotación agrícola del minifundio. Piensa que todavía es tiempo de hacerlo, cuando apenas se esboza el desenvolvimiento nnp los iltivo del tabaco \r económico que trajo consigo el libr J 'l propietarios territoriales «... no han extendido su influencia, ni acaso apercibídose de su poder». A diferencia de Miguel Samper, que esperaba el surgimiento natural de fundamentos para la competencia en un régimen de libertad absoluta, Murillo atribuye al Estado una iniciativa moderadora de ——
123 Artículo «Dejad hacer» —una réplica al de José María Samper, citado en el capítulo anterior—, en El Neogranadino, No. 246, de 15 de abril de 1853.
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los efectos imprevistos de la libertad otorgada.’La cuestión era saber si el Estado estaba dispuesto a asumir intereses sociales más amplios que los implicados por la doctrina liberal-individualista. La respuesta era evidentemente negativa. Puede citarse, por ejemplo, la objeción del presidente López a un proyecto de Murillo, secretario de Hacienda, proyecto que, sin embargo, había sido aprobado por el Congreso. El artículo cuarto del proyecto disponía: «... ninguno podrá hacerse en adelante dueño de una extensión de tierra de la perteneciente al Estado mayor de mil fanegadas». Con esta disposición, se cerraba el acceso a un poder económico indiscutible a quienes podían obtener fácilmente del Estado una concesión de baldíos, a cambio de títulos de deuda pública depreciados. Y también el acceso al poder político. Pues, para Murillo, queda fuera de toda duda el fatalismo económico que condena a los granadinos a la agricultura. Y quien pueda dominar esta actividad privilegiada, poseerá las llaves del poder político: «... tenemos que restringir las adquisiciones como hemos prohibido que se compren los votos para las elecciones sin olvidar que el voto está en relación directa con la tierra». Hay, pues, que evitar, a toda costa, la formación de una aristocracia territorial, aprovechando que la existente «no se ha apercibido de su poder». Murillo no dice una palabra acerca de otras actividades que pueden originar acumulación de capital. Además, sólo la tierra posee la virtualidad de sujetar a los hombres y de convertirlos en dependientes de otros hombres. Existe también una última consideración, relativa a la diferencia entre la naturaleza de la tierra como «valor» y los demás valores acumulables: si éstos son fruto del trabajo, la tierra no es un producto sino una concesión gratuita de la naturaleza, con lo cual queda desvirtuada la clásica teoría liberal sobre el derecho a la apropiación fundado en el trabajo. Ricardo Vanegas11 señala la omisión de Murillo y declara no comprender por qué éste «... adhiere exclusivamente esa preponderancia política a la propiedad territorial y no la encuentra también en la riqueza, bajo cualquiera otra forma que exista». En otras pala-
11 El Neogranadino, N° 251, de 20 de mayo de 1853, p. 171.
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bras, Vanegas no se atiene al esquema tradicional de un poder político atribuido a la influencia que pueden ejercer los gamonales, sino que prevé una forma más evolucionada de sociedad. Por otra-parte, para Vanegas es evidente que las críticas socialistas no son conciliables con las circunstancias de la Nueva Granada. Habría que buscar las causas del malestar de las clases menesterosas en las condiciones mismas del país, sin preocuparse demasiado por las teorías concebidas para los problemas europeos. Vanegas piensa que, sin duda, Murillo puede mostrarse consecuentemente socialista al recriminar un régimen de desigualdad absoluta, en donde se codean la abundancia más desmesurada con la indigencia más lastimosa y en donde el régimen de trabajo impone diez, doce y catorce horas de extenuante labor. Pero, indudablemente, no se refiere entonces a la Nueva Granada124. Pues tal actitud, adoptada sin matices frente a la minoría comerciante que pugna por acceder a una cierta conciencia de sus responsabilidades, no sería razonable. Y aun cuando sus ataques estén dirigidos a evitar la formación de una aristocracia territorial, lo cierto es que sólo contribuyen a debilitar el impulso conquistador de una clase que tiende a desplazarse a las márgenes del Magdalena. Vanegas hace notar que precisamente la ausencia de dinamismo en el antiguo latifundio, ha creado las condiciones de miseria que, con todo, no pueden compararse con el malestar social europeo, fruto exclusivo de la explotación capitalista. Y todavía no se había llegado a esto en la Nueva Granada. Por eso, según él, era preciso crear primero, antes que pensar en someter el trabajo a una organización racional, mediante la intervención del Estado. La prioridad debía corresponder a la necesidad de formar capitales y no a preocupaciones sociales puntillosas y excesivas. Como se inclina a pensar que la riqueza significa de cualquier modo preeminencia política, concluye que parece inevitable inclinarse sencillamente ante el hecho, puesto que proviene de Un orden de cosas natural. Y aún queda la posibilidad de conjurar un riesgo parecido (de plutocracia), ensanchando progresivamente el círculo de los privilegiados. En pocas palabras, créese la República burguesa con sus pretensiones de universalidad 124 Editorial «Socialismo», en El Neogranadino, N° 135, de TI de diciembre de 1850, p. 433.
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y con su equilibrio «natural» de intereses y no habrá para qué temer la influencia política de la riqueza. Si ésta se da, no podrá ser en otra forma que en la de beneficios para los asociados, porque hay muchos motivos —aun el egoísmo— que estimulan a las clases acomodadas al mantenimiento de la paz, de la religión y al fomento general de la prosperidad.
Capítulo VIII
GÓLGOTAS Y DRACONIANOS
EL TEMA DE LAS GENERACIONES Hombres que nacieron casi todos —podemos atribuirlo a una coincidencia— en el momento en que la estrella de Bolívar declinaba y éste se veía forzado a asumir la dictadura para preservar su obra; que tuvieron por maestro a Ezequiel Rojas, al doctrinario convencido de las teorías de Bentham, y por mentores a Florentino González, uno de los conjurados del 25 de septiembre, y a Manuel Murillo, el hombre más notable de la administración del 7 de marzo; que para expresar su fe republicana no vacilaron en santificar la fecha de la conjuración y fundaron la Escuela Republicana un 25 de septiembre, sin dejar lugar a dudas sobre su identificación con los tiranicidas, los 0ígota^>presentan una imagen demasiado familiar que se trasmite habitualmente entre los historiadores como un ejercicio literario en el que deben abundar los adjetivos cargados de alusiones psicológicas. Según esta imagen, su destino hubiera podido ser el mismo del de aleún personaje muy conocido de Flaubert o de Stendhal, su pasión igualmente inútil que la de Sorel o su frustración en 1848 muy parecida a la de algunos personajes de «la educación sentimental». Pero todavía no habían llegado a la Nueva Granada los modelos literarios del desencanto, y a todos los gólgotas los animaba una pasión ingenuamente romántica, segura de sí misma, porque se movían bajo los ojos complacientes de una sociedad un poco paternal, pero dentro de la cual gozaban de todos los privilegios. Parece, pues, inútil repetir ese ejercicio tentador, al que ellos mismos se entregaban, esforzándose por identificarlos con algún personaje noveles-
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Más importante que su imagen literaria —que no carece de cierta virtualidad explicativa— se impone la interpretación de su papel histórico, íntimamente vinculado al ascenso de la clase comerciante. Si bien las reformas de 1850 y 1851 estaban inscritas en el programa del partido liberal en 1848, su realización sólo podía confiarse a una legislatura completamente liberal, puesto que en la existente encontrarían los mismos obstáculos con que ya habían tropezado los proyectos más audaces de Florentino González (reforma monetaria, supresión del diezmo) durante la administración del general Mosquera. Defendiendo tales reformas en el Congreso, y ganando de paso a su causa a hombres más maduros, irrumpe entonces en la vida política de la Nueva Granada la generación gólgota, recién salida de las universidades125 126 127. Pasaban por gólgotas Francisco Javier Zaldúa, Antonio María Pradilla, Januario Salgar, Justo Arozemena, Ricardo Vanegas, José María Vergara Tenorio y Victoriano de D. Paredes. Hombres mucho más maduros como Florentino González, Murillo Toro y el general Herrera hacían alternativamente el papel de mentores. Un draconiano en derrota después de 1854, Pedro Neira Acevedo, refiriéndose a la juventud y a la inexperiencia de los nuevos legisladores, nos transmite un testimonio elocuente del fenómeno gólgota, extraña mezcla de vehemencia desorbitada y de cálculo interesado: según él, CO1.
... una reunión de hombres enteramente desprovistos de experiencia política, llenos de exaltación y la mayor parte sin luces de ninguna especie, absorbieron la representación nacional; y como los legisladores no se improvisan ni basta el justo conocimiento de los intereses privados para conducir bien los negocios públicos y facilitar la marcha de la constitución, resultó de allí una asamblea llena de confusión y tumulto .
125 Véanse las imágenes de J. M. Samper, Historia de un alma, II, p. 41 y Apuntamientos para la historia..., p. 476. S. Camacho R., Memorias, II, p. 57 y Estudios, p. 89. M. Rivas, Los trabajadores de tierra caliente, p. 142. Aníbal Galindo, Recuerdos históricos, p. 40 y ss. Ángel y R. J. Cuervo, Vida de Rufino Cuervo, II, p. 170 y ss. Joaquín Tamayo, Don José María Plata y su época, Edit. Cromos, Bogotá, 1933, p. 117. 126 José M. Samper. Apuntamientos..., p. 476. 127 Manifiesto a la Nación. 1855.
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La pintura, apasionada por lo demás, parece bastante exacta cuando se refiere al conocimiento de los intereses privados. Este rasgo serviría muy bien, entre otros, para caracterizar a los gólgotas frente a sus adversarios, los draconianos. El giro especulativo y declamato- \ rio que imprimieron los gólgotas a su intervención política no puede atribuirse a cuenta de su mera ingenuidad, como tampoco su manifestación perentorias y vehementes sobre la «fuerza de las ideas» se reducen a un puro romanticismoTTodo esto embozaba una verdadera amenaza para el que supiera interpretar su lenguaje a la luz de los hechos políticos^/Esgrimir hechos de contenido social y económico f no se reducía a un vaga filantropía, puesto que con ello se buscaba deliberadamente la alianza —pasajera, debe reconocerse— con cía- ^ ses «... hasta ahora proscritas de la concurrencia al gran mercado de las ideas y de la vida moral>>y Con ello se postulaba_un verdadero interés de clase y se negaba la objetividad de estructuras sociales y económicas que le oponían resistencia. Se esgrimía de paso la amenaza de los furores populares, si la ocasión llegaba a ser propicia. Nada más revelador en este sentido que el estímulojaroporcionado a las democráticas en las provincias del sur y su represión final en BogotaP El golgotismo, al uncir a su carro las reivindicaciones de otros sectores, alcanza un grado más_elevado_de_conciencia_de_clase. Los draconianos, revolucionarios en 1840 contra un régimen conservador, llevan el lastre de su concepción estrecha y burocrática del Estado. Ellos jamás podrían concebir, como Murillo Toro128 129 130, que ... las naciones, especialmente de América, regidas por instituciones republicanas, no se consideran sino como vastos talleres o compañías de comer-
128 Samper, ob. y lug. cit. 129 Según el testimonio de M. Bianqui, encargado de negocios de Francia, el presidente y sus ministros asistían a las reuniones de las Sociedades Democráticas en 1850, con gran escándalo del diplomático. A.A.E.F. Vol. XX, fol. 78 v. Refiere también que Murillo Toro habría declarado en el Congreso, cuando los propietarios del Cauca fueron duramente maltratados en 1851, que «... el gobierno no lo creía, pero que si los hechos eran como se los describían, aun así no era raro, y que el pillaje y las violaciones de domicilio no eran sino exageraciones del pueblo que comienza a conocer sus derechos». Fol. 175 r. La Gaceta Mercantil (Santa Marta), No. 5, de 2 de noviembre de 1847. 6
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES cío, en que el gobierno es el encargado de la firma y gestión de los negocios sobre los que gira toda la sociedad.
Es una generación a la que se atribuye cansancio y un deseo invencible de reposo. Los representantes de la nueva generación la declaran en quiebra porque, según ellos, sus resortes morales están agotados y es incapaz de aspirar el soplo renovador que se advierte por todas partes: incapaz de asimilar las nuevas ideas o de tolerar el desquiciamiento aparente y momentáneo de las clases sociales; incapaz de propiciar un orden nuevo o de hallar un punto de reposo a la inestabilidad reinante: debería mostrarse razonable y retirarse a descansar . *'
LA REPÚBLICA CIVIL Y EL SOPLO HEROICO Cuando la Escuela Republicana avanzó principios que excedían el programa inicial del liberalismo, éstos se convirtieron muy pronto en manzana de la discordia entre las dos generaciones. Si con la supresión del ejército y la elección popular de los gobernadores se quería sacudir toda tutela que aminorara el impulso ascensional de una clase, los draconianos tenían que oponerse porque ellos «... estaban acostumbrados a ver en la organización militar la más segura garantía del orden y el mejor apoyo a las nuevas instituciones»131 132. Obstáculo chocante: ¿quién podía ignorar en esa época, «acunada por la ciencia», que el mejor Estado es aquél que no gobierna^Sobre la naciente burguesía no se ejercía ninguna presión ni existía una oposición organizada de clases que aminorara su influencia, a no ser ese imprevisible Estado y ese aparato militar que no se amoldaban del todo a sus exigencias. Los hechos, sin embargo, iban a desvirtuar la , teoría. Mucho más tarde, en efecto, en 1854, vamos a presenciar un ' acontecimiento que constituye una paradoja: las masas populares, en las que los detractores del Estado y del ejército confiaban para apoyarse, tampoco van a prestarse a los experimentos «civilistas», j Es un hecho que la guardia nacional (galicismo previsible), es decir,
131 Editorial de El Neogranadino, No. 41, de 8 de mayo de 1849, p. 144. 132 S. Camacho R., Estudios, p. 86.
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los artesanos organizados en milicias para sustituir al ejército, constituyó el puntal más firme del gobierno provisorio del general Meló. En cambio, «los temidos sayones de la espada», generales cuya carrera se había iniciado durante la época de la Independencia y que en rigor constituían ellos solos el ejército que se atacaba, tales como Mosquera, López, Herrán, Herrera y Franco, permanecieron fieles al lado de los notables del gobierno de Ibagué. En los ataques de la juventud gólgota al ejército no se disimulaba el temor por el caudillismo- En su espíritu, tan desorbitado y romántico por las luchas incruentas, no asomaba siquiera la más leve nostalgia por una edad heroica. Hombres de acción, no cultivaban la indecisa ensoñación de Julián Sorel. ¡Tal vez si todos los hombres que se batieron en las guerras de la Independencia hubieran estado muertos! Entonces su memoria habría significado un estímulo y habrían merecido la reverencia. Pero no. Estaban vivos y su influencia «... se hace sentir fuertemente en nuestra sociedad». Ellos, que habían estado «... acostumbrados a imponer su yugo en la guerra de Independencia, a mandar despóticamente a nuestros pueblos y a marchar en una carrera brillante de triunfos y de glorias», no han querido después «... sujetarse al régimen legal y a obedecer a los magistrados»133. Ni una brizna de envidia por la gesta heroica y sí una prosaica adhesión a la República civil. Sin duda, los gólgotas se reservaban lo mejor de la tarea, puesto quejía revolución de la Independencia, al fin y al cabo, no había sido gran cosa como revolución. Así por lo menos lo sugiere José M. Samper, para quien la emancipación había fundado una República «... apoyada en los cimientos de un trono». Había pues que perfeccionar la obra. Nada más adecuado que suprimir el ejército, esa institución que «... es entre nosotros un contrasentido con la República, porque (...) organiza una oligarquía vitalicia que tiene a sus órdenes una multitud armada y obligada a obedecerle ciegamente»134. 133 J. M. Samper. El Suramericano, No. 24, de 2 de diciembre de 1849. Véase también El Siglo, periódico de S. Camacho R., Medardo Rivas y Antonio Ma. Pradilla, No. 2, de 8 de abril de 1849. Este periódico es distinto aunque contemporáneo del de F. González. 134 F. González, en el Senado. Véase El Neogranadino, No. 241, de 11 de marzo de 1853.
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Una crítica como ésta de Samper sólo era posible a raíz de una nueva actitud hacia la Independencia y de una revaloración del concepto de libertad. En la base de estas nuevas ideas se encontraba la convicción de que la Independencia no había encontrado un eco entre las masas, lo que invalidaba sus resultados, y de allí la necesidad de invitarlas a intervenir activamente en el proceso político. Así lo reconoce, desde una posición oficial, Victoriano Paredes135, para quien . ... el absolutismo y las preocupaciones de todo género, procedentes del tiempo colonial, habían echado profundas raíces en estas comarcas: la libertad y las ideas luminosas que ella engendra y fomenta, no aparecieron sino a esfuerzos de unos pocos patriotas, y tan aisladas y faltas de bases suficientes sobre qué poder reposar, que era menester buscar en las masas el apoyo necesario para hacer triunfar definitivamente las innovaciones y corolarios inherentes a los nuevos principios proclamados; pero las masas, educadas en la ignorancia y la barbarie, no los apoyaban con decisión porque no los comprendían. Así fue que hasta que no empezaron a ilustrarse y a hacer las comparaciones a que las mismas oscilaciones políticas han dado lugar, no empezaron a apercibirse de la excelencia del nuevo sistema de gobierno y a cooperar con conocimiento de causa y con enérgicos esfuerzos a la conquista de los derechos y la civilización emprendida por los proceres de la Independencia.
Al ejército se atribuían, en gran parte, las oscilaciones políticas, puesto que se lo identificaba como a un agente de la reacción. Peor que esto, el ejército aparecía como una supervivencia del régimen monárquico. No deja de parecer extraña una idea parecida, si se tiene en cuenta que nació de las guerras de independencia, a menos que se recuerden los proyectos monárquicos atribuidos a los partidarios de Bolívar. Aún más, la expedición de Flórez al Ecuador y su presunta connivencia con el presidente Mosquera en 1846, despertaba la sospecha de que los generales de la Independencia no eran ajenos a ambiciones un poco extravagantes. Todavía vivos, eran un positivo estorbo y no se apresuraban a morirse para traspasar el umbral mítico de la historia y convertirse en ese cúmulo de virtudes 135 Victoriano Paredes. Informe del secretario de Relaciones Exteriores. Im. de El Neogranadino, 1851. En el mismo año, el presidente López había recomendado a las cámaras las bondades del sufragio universal, como una manera de garantizar la intervención de las masas en la democracia.
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heroicas que son el patrimonio de los manuales escolares. Sobre todo la virtud del desprendimiento: ...he visto [dice un corresponsal de La América ] que la mayor parte de los prohombres que proclamaron la independencia, no tuvieron por objeto la libertad, cuyos bienes no conocían y cuyos resultados temían; no tuvieron en cuenta sino la pura independencia, con el exclusivo objeto de sustituir en el ¡ gobierno a los españoles; de manera que, puede decirse, no tuvieron otro móvil que el deseo de mandar.
Esta irreverencia premeditada no constituía todavía ningún género de audacia. Revelar los móviles demasiado humanos de hombres que aún vivían era contribuir a corregir sus errores, y de ninguna manera atentar contra la solemnidad imponente de algún fetiche histórico. Los ataques al ejército estaban, pues, dirigidos contra los hom- i bres de la Independencia que se habían permitido sobrevivir. Si se < tiene en cuenta la precariedad de los efectivos y su papel secunda- | rio, resulta que, en cierto modo, esos hombres eran el ejército, es de- j cir, el blanco de los ataques de la nueva generación. Aquí se insinúa { una duda sobre la exactitud de la valoración tradicional del golpe de ' Estado del general Meló, a quien se identifica con el ejército. En rea- \ lidad, Meló no hubiera podido hacer nada sin el apoyo de los artesanos. Es cierto que Meló había asumido activamente la defensa de los intereses militares por medio de un periódico y que su carrera había comenzado honorablemente con servicios prestados a la causa de la Independencia. Pero no debe perderse de vista la totalidad del proceso que lo condujo a un golpe de fuerza y que debe atribuirse, en gran parte, a los errores mismos de los sostenedores de la República civil. Es bien sabido el papel que jugó en Francia la guardia nacional como sostenedora de la burguesía, durante la corta vida de la Segunda República proclamada en 1848. Frente a los ejércitos regulares de la monarquía —y de aquí viene la confusión de Florentino González, 12 No. 25, de 31 de agosto de 1848, p. 108.
para quien el ejército granadino es una supervivencia monárquica—, la burguesía había creado su propio ejército, merced a una alianza con las otras clases sociales, arrastradas por su impulso revolucionario. En la Nueva Granada, el remedo tuvo sus tropiezos. Suprimido
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prácticamente el ejército, los comerciantes se apresuraron a armar a sus presuntos sostenedores, los artesanos, a quienes creían haber inflamado lo suficiente con el credo democrático. A las levas rurales sustituyeron la organización de las masas urbanas de artesanos, cuyo adoctrinamiento se había llevado a cabo en las Sociedades Democráticas, creando así un cuerpo armado del que suponían la adhesión. Extraño error que habría que atribuir a la débil forma de conciencia burguesa, como débiles eran sus cimientos, puesto que constituía apenas una proyección europea, lo que dio lugar a una permanente comedia de las equivocaciones. MEMORABLES SESIONES EN QUE SE DEBATIERON LA LÓGICA Y LOS PRINCIPIOS Los legisladores de 1850 se apresuraron a publicar para la posteridad un "Diario de Debates", que registra en detalle las controversias (.entre gólgotas y draconianos. Según Nieto Arteta136, esta escisión del • partido liberal tuvo su origen en una pugna entre comerciantes y ^ manufactureros. Este esquema parece demasiado simplificado y sólo f puede sostenerse de una manera muy general; es decir, sin insistir I demasiado en la identidad, en cuanto hace coincidir los intereses ^ manufactureros con las actuaciones de los draconianos. Las relacio) nes de un grupo político con un sector económico suelen, en efecto, ( ser más complejas que las señaladas por una simple coincidencia o < identificación, y por eso sólo es legítimo hablar de las tendencias de ' un grupo político que, por otra parte, puede actuar de una manera no realista frente a las condiciones económicas, o favorecer a un sector económico por razones no económicas, i En este sentido, puede decirse que los draconianos, que representaban los aspectos tradicionales del liberalismo, actuaban frente a los gólgotas por razones de carácter político y pretendían mantener una actividad económica tradicional que ya había entrado en plena decadencia o se apoyaban simplemente en los artesanos, cuyos intereses se veían amenazados por ciertas medidas que tendían a favorecer a los comerciantes. Puede concluirse, no sin razón, que la 136 Op.cit., p.193.
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defensa de los artesanos no significaba en modo alguno un interés concreto de conservar ciertas formas de producción o de preservar una manufactura nacional contra la amenaza de la competencia de artículos extranjeros, sino más bien que los draconianos confiaban en la fuerza política de un sector social o temían desafiarla. Como tendencia tradicionalista los draconianos confinaban la acción del partido, una vez en el poder, a la función meramente burocrática a la que puede aspirar un político, y este límite había quedado trazado por su presunto fundador, el general Santander. La fidelidad a las pautas del general se pone de manifiesto una vez más en esta controversia entre comerciantes y protectores de los artesanos. Pues ya el general escribía desde Nueva York a su amigo Vicente Azuero, el 19 de enero de 1832: ... la ley de aduana es vital en el estado de penuria en que quedó el país. Por Dios, abandonen la teoría del comercio libre, quiero decir, de que todos los productos y manufacturas extranjeras deben ser introducidos sin restricciones ni recargos de derechos. La práctica de todas las naciones maestras en comercio están en oposición a tales teorías (...) protejan, pues, nuestras miserables fábricas y artes, no excluyendo absolutamente sino poniendo restricciones a los artefactos y productos extranjeros que nosotros también producimos o podemos a poca costa producir .
En las sesiones de la Cámara —en 1850— se debatían dos cuestiones que muestran, por un lado, hasta qué punto predominaban 137
137 Santander, Cartas y mensajes del general. Comp. de Roberto Cortázar. Edit. Librería Voluntad. Bogotá, 1954. Vol. VIII, p. 185. En el mensaje al Congreso de 1833, el presidente se apresura a poner en práctica su propio consejo. Dice: «... merece, no obstante, las meditaciones del Congreso, la conveniencia de reformar las leyes que establecen los derechos de importación y exportación. Las aduanas han tenido y aún tienen en casi todas las naciones, el doble objeto de proveer a los gastos públicos y de favorecer la industria propia, intereses ambos de que no podemos prescindir en las presentes circunstancias», p. 253.
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los intereses de la clase comerciante y, por otro, ilustran suficientemente el antagonismo señalado entre gólgotas y draconianos. La primera se refería a un proyecto sometido a consideración del Congreso por el secretario de Hacienda Murillo Toro, y que estaba destinado a combatir el contrabando. Se calculaba que la renta de aduanas debía producir dos millones de pesos, cuando de hecho producía apenas setecientos mil. La actividad de los contrabandistas era evidente y la enorme diferencia bastaba para justificar la sospecha de que ella cobijaba gran parte del comercio. Murillo, ante la oposición enconada que encontró el proyecto, llegó a afirmar que hasta en la Cámara de representantes encontraban un asiento los contrabandistas. La oposición de los interesados, y aun de aquellos que nada tenían que ver con el comercio, se apoyaba en consideraciones muy particulares, pues derivaban del conocimiento minucioso de las condiciones relativas a las mercancías que debían ser transportadas desde la costa. El secretario de Hacienda pretendía que cada bulto proveniente del exterior fuera examinado por los funcionarios de aduana. Una precaución excesiva, se le objetaba, si se tenía en cuenta el volumen del comercio de importación frente a la exigüidad de los empleados dignos de confianza a los que se asignaba la tarea. La lectura de los debates deja una impresión bastante curiosa, la de la imposibilidad absoluta en que se encontraba el Estado para reprimir el contrabando. Cualquier medida resultaba impracticable o se consideraba lesiva en sumo grado a los intereses de los comerciantes. Sin tener en cuenta, claro, el escepticismo sobre la probidad de los funcionarios de la aduana, ya que se admitía casi como un axioma que el contrabando más importante se llevaba a cabo con la complicidad de tales funcionarios. Todos estaban de acuerdo en evitar cualquier perjuicio a los comerciantes. Con ese objeto se aducían toda clase de argumentos: los que se fundaban en la simple lógica como los que recurrían al descrédito de la administración o a la solidaridad con los intereses de una clase. Para los Representantes era evidente la oposición entre los intereses del fisco y los del comercio y la prelación de éstos, aun si tenían que someterse a la eventualidad de un riesgo y no a un
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perjuicio actual y previsible. No había pues la posibilidad de una opción: debía evitarse el riesgo a toda costa. No se mencionaba en ningún momento la preferencia deliberada o la protección acordada a una clase social, sin: consideración a las demás. Parecía no percibirse la peculiaridad del comerciante, sino que se confundían sus intereses con el interés social y sus conveniencias con la conveniencia general. El comercio constituía, por decirlo así, la actividad social por excelencia. Se juzgaba que el comercio poseía una calidad de la que carecían otras actividades, y que consistía en cobijar la totalidad de los intereses sociales. La figura del comerciante como miembro de una clase desaparecía (o se escamoteaba), para dejar en su lugar la entidad social entera que reclamaba garantías en calidad de consumidora. Lo que no ocurría jamás cuando las discusiones versaban sobre la protección que debía acordarse a los agricultores o a los artesanos. Entonces sí saltaba a la vista la particularidad social propia a esas actividades y la inconveniencia teórica de rodearlas de privilegios a que ningún otro granadino tendría acceso. Recordar este curioso debate puede servir de introducción para analizar uno mucho más importante, en el que ya no estaba en juego la lógica sino los principios (la lógica de la ciencia y los principios alternaba de una manera habitual, según el estado de ánimo de los ciudadanos diputados a la Cámara en 1850). Los artesanos de Bogotá y Cartagena habían hecho una representación por la cual solicitaban al Congreso que se elevaran los derechos de importación a las mercancías introducidas en el país. El 8 • de mayo, sometido a primer debate138, la Cámara negó el proyecto. El diputado J. J. Nieto pidió que se reconsiderara esta decisión, con el argumento, no muy entusiasta, de que «... la práctica no está siempre de acuerdo con los principios». Se refirió enseguida al principio del librecambio, cuya infalibilidad nadie en el recinto de la Cámara hubiera osado poner en duda, pues hacerlo hubiera significado casi una deserción de las banderas liberales, según le constaba al expositor.
138 Diario de debates, del 5 de junio de 1850.
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Con todo, J.J. Nieto pudo insinuar que la práctica inglesa era diferente y que los ingleses protegían a los artesanos y fabricantes de su país. Parecería entonces, como si «... todos esos bellos pensamientos que nos mandan de Europa son para que se practiquen aquí pero no para que se ejecuten allá». Esta maliciosa observación se vio rechazada en el debate por Manuel M. Mallarino, casi con indignación139: ... se me dirá que esos principios son buenos en unos casos y no en otros; pues yo rechazo desde ahora y para siempre, rechazo absolutamente la diversidad de climas y de latitudes para los principios de la ciencia, para las verdades eternas que son iguales en todas partes.
La vehemencia de una fe parecida señala una de las actitudes típicas de la nueva generación. La afirmación incondicional tendía a una coherencia puramente subjetiva y a evitar contradicciones consigo misma, aunque chocara con el medio. Tales actitudes reflejan el impulso ascendente de una clase cuyas afirmaciones se referían exclusivamente a su propio interés. Los demás intereses sociales debían plegarse a exigencias teóricas cuya validez aparecía como absoluta. Lo objetivo exterior sólo podía tener realidad y oponer su pesantez a conciencias más maduras. En el caso de un draconiano típico, por ejemplo, la adhesión a los principios y a la comprobación empírica generaban un conflicto que el sentidcf común podía resolver. Así, Lorenzo María Lleras, como liberal, era seguramente partidario de los principios de Say, de Bas- tiat y de Cobden. Si admitía que tales principios podían convencerlo, no pretendía, en cambio, elevarlos al rango de axiomas: «... yo me he puesto a examinar la cuestión, luchando por una parte los principios económicos, por otra la compasión de mis compañeros artesanos». Puede expresarse una duda razonable sobre la sinceridad de este sentimiento de compasión, pero no sobre su oportunidad política. Los draconianos sabían con certeza que la suerte de los artesanos dependía del proteccionismo aduanero. Sobre ellos pesaba una amenaza de pauperismo y podía argüirse que su realización sólo serviría para restringir el mercado mismo de artefactos extranjeros.
139 Sesión del 14 de mayo. Diario de 17 de junio, p. 306.
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Pero esta prevención aparentemente justa no bastaba para hacer desistir a los comerciantes de sus pretensiones, puesto que nadie ignoraba que los géneros importados estaban destinados al consumo casi exclusivo de las clases altas de la sociedad. - Hay un matiz diferente en todos los argumentos aducidos, que sería muy útil poder reproducir a cabalidad. Se trataba, casi, de una representación teatral. Las barras se hallaban atestadas de artesanos que expresaban su aprobación o su repulsa, y frente a tales manifestaciones resultaba difícil reprimir las buenas intenciones. El diputado Manrique, por ejemplo, es aplaudido cuando expresa el punto de vista de los artesanos con suficiente nitidez: «... qué es lo que se sanciona entre nosotros? La tiranía en contra del pobre, el favoritismo en favor del rico: esto es lo que está entronizado en esta tierra». Contra la exaltación teorizante se traían argumentos destinados a desprestigiar las teorías: ... ya se ha acusado a los economistas europeos [declara A. Acevedo] de haber sido pagados por los gobiernos de sus naciones para generalizar ciertos principios en América, para abrir por todas partes nuestros puertos al torrente, a la inundación de producidos extranjeros: ya se les ha acusado y la prueba de que aquello es cierto, es que allí los gobiernos obran de distinta manera. .
Y al lado de las teorías se pone de relieve la ingenuidad de los teorizantes: ... disculpo, pues, el acaloramiento con que algunos jóvenes abrazan y sostienen las luminosas ideas de los economistas modernos (...) veinte años hace que yo dejé esos estudios y me consagré a los negocios públicos. Veinte años de experiencia y de reflexión han venido a persuadirme de que no es todo oro lo que reluce, y de que es necesario hacer abstracción de los principios escritos cuando ellos no son aplicables, cuando las circunstancias dificultan su adopción.
Pero un proyecto destinado a «proteger a una clase de nuestra sociedad que carece hoy de estímulos y de día en día va siendo más miserable y desgraciada», los artesanos, debía encontrar todavía otro tipo de oposición que no se conformaba con las teorías económicas sino con la suspicacia política. Juan N. Neira declaraba el proyecto «un mal en el fondo», pues se trataba de una maquinación socialista. Según él, el socialismo pretendía «... dar la ley al capitalista y al consumidor por medio de una estrecha asociación de obreros».
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N. Neira podía inferir de allí que sostenían el librecambio. Actuaríamos sobre la base de una experiencia y a la mera construcción teórica podrían no otra cosa perseguía un proyecto encaminado a gravar solamente a los ricos pues eran ellos los únicos consumidores de artículos importados. REFLEXIONES
Otro rasgo que caracterizaba la controversia era la actitud de las dos fracciones del liberalismo respecto a las relaciones con el exterior. Pedro Neira Acevedo, un draconiano, pensaba que la ayuda financiera de los ingleses durante las guerras de la Independencia había dado como resultado que la Gran Bretaña se apoderara de nuestro naciente e insignificante comercio140. Los capitales nacionales se habían visto devorados por la ambición del Imperio, sin reportar ventaja alguna para el país: a cambio de oro y plata, los ingleses se habrían limitado a remitir géneros que sólo servían para fomentar el lujo, sin que por otra parte se hubiera fundado un solo establecimiento industrial. Según él, «... hay comercio libre para acabar de arruinar con artículos de un lujo costoso y de primera necesidad que echan por tierra (siendo más baratos) los de nuestras nacientes fábricas». Algunos investigadores en nuestros días han tomado literalmente este argumento (y los de Lorenzo María Lleras y A. Acevedo, que se reproducen más arriba) para enjuiciar los puntos de vista, decididamente librecambistas, de los gólgotas. El juicio resulta parcial si se considera que el argumento proviene del sector draconiano y que la actuación de los gólgotas debe examinarse, al menos, dentro de su contexto histórico. Pues no hay duda de que ese contexto es muy diferente a aquél en que nos movemos hoy. Si en la actualidad quisiéramos resucitar la controversia que opuso en este punto a gólgotas y draconianos, no representaría una gran agudeza rebatir los argumentos que sostenían el librecambio. Actuaríamos sobre la base de
140 Artículo «El Congreso de 1849», en El Republicano, No. 1, de 14 de enero de 1849.
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una experiencia, y a la mera construcción teórica podrían oponerse hechos cuya consistencia ha tenido tiempo para desarrollarse desde entonces. Un juicio francamente adverso esgrimido ahora contra el librecambio, equivale a reprochar a los comerciantes el atenerse a sus propios intereses de clase y, en el fondo, a no ser otra cosa que comerciantes. Si se menciona, debe hacerse valer como un punto de vista draconiano, es decir, como uno de los extremos de una controversia histórica. No puede asumirse, en cambio, como criterio de valoración histórica, a menos que se pretenda prolongar esa controversia al mismo nivel en que se planteaba para los hombres de la época, con el propósito, confesado o no, de deducir responsabilidades partidistas. Y si esto fuera posible, no estaríamos intentando una aproximación histórica, sino elaborando un manifiesto político, en el que se introduciría el recuento de las distintas fases de un problema todavía actual. Si bien es cierto que la ausencia de proteccionismo significaba la ruina para muchos artesanos, aquélla era, por otra parte, la condición requerida para configurar una burguesía de comerciantes que sólo podía disponer, como en las primeras etapas del capitalismo, de capital mercantil y aun apelando a cierto tipo de producción agraria. No se requiere una inclinación particular por la apología para reconocer el papel histórico jugado por una clase social, en este caso la naciente burguesía colombiana, que en un momento determinado postulaba su acción y sus intereses con un carácter de universalidad. Es cierto que con ello se prescinde del examen (que sería en todo caso hipotético) de otros intereses sociales. Se descarta, por ejemplo, la eventualidad de que los artesanos granadinos hubieran asumido el papel directivo que desempeñaron los comerciantes141. Pues, desde un punto de vista opuesto, quiere imaginarse que en este caso improbable el país habría entrado por las vías de la industrialización, reduciendo el problema a los términos de una preocupación puramente contemporánea. Un proceso de industrialización resulta, sin 141 Según Ospina Vásquez. op. cit., p. 206,«... contrasta el aparato de acción y la influencia (de las Sociedades Democráticas) con la insignificancia de sus pretensiones en el campo puramente económico: protección para la ínfima industria de una docena de sastres, talabarteros y zapateros».
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embargo, demasiado complejo para contemplar su posibilidad (en el pasado) en términos de una simple evolución del trabajo artesanal. Aun si suponemos la existencia de talleres diseminados, no podemos atribuirles la virtualidad de transformarse en establecimientos industriales. Los problemas que implica la acumulación de capital y la acción clasista que favorece la industrialización, eliminan la posibilidad de una evolución parecida. Antes de 1850 podía pensarse seriamente en el valor de los estímulos encaminados a proteger el trabajo de los artesanos, porque la expansión industrial europea no había alcanzado el extremo de abolir el artesanado en la misma Europa. Entonces era todavía posible concebir el problema de la producción refiriéndose a artefactos manufacturados, salidos de un taller artesanal. La competencia con Europa residía en la habilidad, o la mera técnica artesanal, y se contaba para hacerla posible con la industriosidad de los habitantes; es decir, su interés para aprender nuevas técnicas que obedecían a tradiciones europeas y que los granadinos envidiaban y hubieran querido igualar. Son muy frecuentes los testimonios de esa índole y las quejas sobre las deficiencias del trabajo artesanal en la Nueva Granada. Pero una previsión de lo que significaba la revolución industrial, estaba muy lejos del ánimo de los hombres de la época. Excepcionalmente, y colocado desde un punto de vista europeo, Florentino González comprendió los efectos políticos del capital financiero. Pero la idea más generalizada sostenía que nuestra economía de subsistencia representaba una ventaja evidente ante el espectáculo de una Europa amenazada por el hambre y la miseria más espantosas. Nuestro aislamiento nos preservaba de los efectos de las crisis periódicas del capitalismo en desarrollo, y los únicos que podían tener una experiencia directa de este fenómeno eran los comerciantes, sometidos como estaban a las restricciones del crédito internacional para sus operaciones, cuando una crisis se presentaba. Para los contemporáneos, la Nueva Granada era una especie de Arcadia: ... Nadie se muere de hambre: no se presentan nunca esas calamitosas épocas de escasez con que gran parte de la Europa se ve frecuentemente amenazada: por todas partes nuestros fértiles terrenos brindan al granadino con alimentos obtenibles a muy poca costa y siempre en la mayor abundancia; pero la riqueza no aparece reconcentrada en grandes proporciones y formando
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gruesos capitales .
Y eran muchos los que no querían salir de ese estado por nada del mundo. Mariano Ospina R., por ejemplo: «... es necesario decir —y lo dice— que nuestra poca riqueza es fecunda y la riqueza de los ingleses muy estéril. Nosotros tenemos poco pero ese poco está repartido; y basta para hacer vivir sin gran fatiga a nuestra población». Y más adelante expresa una idea de curiosa resignación: «... nosotros, pues, estamos pobres respecto del pueblo inglés, pero nuestra pobreza es cien veces preferible a la opulencia de aquél»142 143. No es necesario insistir demasiado sobre las implicaciones de una afirmación parecida. Revela, en todo caso, un clima mental que debe ser tenido en cuenta al analizar las verdaderas proporciones de la discusión sobre el librecambio. Puede verse también como el resultado de una falta de perspicacia respecto de los fenómenos contemporáneos. O puede explicarse como la pretensión conservadora de oponerse al ascenso de una burguesía de comerciantes, apoyándose para ello en las viejas estructuras agrarias que aseguraban una economía de subsistencia. O como la imagen de una Arcadia ahistórica que no puede anticipar el futuro.
142 «Situación financiera de la república», en La América, N° 19, de 23 de julio de 1848, p. 84. 143 El Nacional, N° 11, cit.
Capítulo IX LOS ARTESANOS
CURIOSOS ANTECEDENTES DE LAS SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS En 1838, Monseñor Baluffi, internuncio de la Sede Apostólica en Bogotá, aparecía como uno de los principales promotores de la Sociedad Católica, cuyo fin aparente consistía en propagar las máximas Adel Evangelio. A esta misión se asociaba de manera natural un combate contra el filosofismo en boga. Dadas las circunstancias, era muy fácil confundir los fines aparentes con un interés velado por las cuestiones políticas144. Para hacer frente a este instrumento político que el gobierno de José I. Márquez dejaba obrar en toda libertad, el partido de oposición fundó una sociedad «Democrática», destinada v a combatir el «'fanatismo», pedir la libertad de cultos y.abogar por un régimen federal. El obispo de Popayán dirigió una carta pastoral en la que se estimulaban las actividades de la Sociedad Católica, y el Consejo de Estado resolvió que se procediera penalmente contra el obispo por arrogarse funciones que no correspondían a su cargo. En el curso de la discusión del Consejo de Estado, Salvador Camacho (padre de S. Camacho Roldán) acusó al internuncio de ser uno de los promotores de la sociedad. Ésta se disolviófinalmente, debido a ia actitud del prior del convento de agustinos, fray Pedro Cadena, que remitió una carta a La Bandera Ndcioñal~(perióclico'deDgeneral San- • tander), en la cual atribuía a ja_so.cigdad fines políticos^manifiestos.- Cuatro años más tarde, a raíz de la derrota de los liberales en la guerra de 1840, los jesuitas fueron llamados a la Nueva Granada por
144 Así lo reporta el cónsul Lemoyne el 15 de agosto de 1838 al Ministerio de Relaciones . Exteriores de Francia. V. A.A.E. Vol. XIV, fol. 258 v. y ss.
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la administración del general Herrén, gracias a los esfuerzos de Mariano Ospina, entonces secretario de Instrucción. Los padres de la Compañía no tardaron en adquirir una notoria influencia y, según el testimonio del encargado de negocios de Francia, señor de Lisie, ... los jesuitas llegados a Bogotá en la más profunda miseria, hace un año apenas (escribe en 1845), hoy se ven no solo al abrigo de la necesidad, lo que apenas sería justo, sino casi ricos, gracias a los regalos de toda clase que han recibido. Esto no es suficiente para ellos. Piensan consolidar su influencia sobre la clase media y sobre el pueblo por prédicas y por el establecimiento de congregaciones obreras .
Si bien los jesuitas habían sido llamados para ejercer una influencia confesional sobre la juventud, su apoyo principal se hallaba entre las clases bajas que recordaban maliciosamente quiénes habían sido los primitivos propietarios de las haciendas más fértiles del país; este solo pensamiento bastaba para intranquilizar a los actuales propietarios y despertar su hostilidad hacia los jesuitas. Ahora bien, aunque se prescinda de los motivos de hostilidad —reales o ficticios— que atribuye el señor Lisie a los artesanos, siempre debe ser tenida en cuenta la acción que se propusieron los jesuitas por medio de las congregaciones, que parecen ser el antecedente inmediato de las Sociedades Democráticas. Un poco más tarde, Juan Francisco Ortiz145 146 encontraba entre los artesanos y los jesuitas una comunidad de intereses tan estrecha, que tenía motivos para esperar —en las elecciones de 1849— el apoyo de los artesanos a la fracción conservadora. Según Ortiz, '
... los jesuitas han encarnado en los artesanos como éstos están incrustados, si se permite tan atrevida frase, en la guardia nacional de Bogotá; de manera que jesuitas, milicianos y artesanos forman una masa compacta que piensa 1 de un mismo modo, y obrará de concierto, cuando llegue el caso, a una sola ' señal, a una sola voz.
Las esperanzas de Ortiz eran excesivas. Convertida la sociedad de artesanos en Sociedad Democrática, los radicales disputaron su influencia a los jesuitas para convertirla en un instrumento político
145 Ibid. Vol. XVIII, fol. 89 v. 146 El Tío Santiago, p. 71.
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diferente. Obtuvieron inclusive que los artesanos «exigieran» al gobierno la expulsión de los padres de la Compañía. LOS TEMAS DE LAS SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS Los artesanos y la guardia nacional obraron finalmente, mucho más tarde, en 1854, tal como lo preveía Ortiz para 1849, en contra de los exagerados partidarios de la democracia y de los «excesos» de la Constitución de 1853. Pero, ya los jesuitas no estaban allí para presenciar el golpe de Estado del 17 de abril de 1854. Y aun para esta fecha, las sociedades compuestas en gran parte por artesanos estaban muy transformadas, y las enseñanzas que se referían a los deberes de los trabajadores para con Dios, para con la Constitución, para con sus superiores y para consigo mismos habían sido sustituidas por otras que se referían muy poco a los deberes y sí a los derechos emanados de principios democráticos. A la enseñanza religiosa, que no hay por qué pensar desprovista de finalidades políticas en el siglo XIX, la había sucedido la enseñanza de un catecismo civil laico destinado a crear una «conciencia ciudadana», es decir, un instrumento político utilizable. El tono de las enseñanzas de los padres de la Compañía de Jesús se revela en este consejo, consignado en Deberes de los católicos en las próximas elecciones147: ... rehusad vuestros votos a esos agiotistas y especuladores que de tiempo atrás están minando los institutos religiosos como opuestos al espíritu del siglo, para apoderarse de los bienes que les legara la piedad de nuestros mayores, consignando vales que han adquirido a bajo precio en cambio de fincas que dan subsistencia a los regulares y que mantienen el culto católico con el esplendor de sus iglesias.
De un lado y de otro se agitaba el espantajo de «agiotistas» y «especuladores», que hacía pensar en una lucha social y que iba a convertirse en una de las justificaciones del régimen de Meló. El adoctrinamiento a que por su parte sometían los gólgotas a las Sociedades Democráticas, tenía una predilección muy marcada por subrayar el desdén con el que «la gente decente» acostumbraba a mirar a los artesanos, sobre los que debía reconocerse que, al fin y al cabo, pesaba 147 Imprenta de J.A. Cualla. 24 de mayo de 1848, p. 9.
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lo más duro de las cargas sociales. Y parecía inútil que los conservadores se esforzaran por neutralizar la enorme fuerza que en el partido en el poder había desatado, recurriendo al mismo expediente de fundar una Sociedad Popular y una Sociedad Filotémica, paralelas a la Sociedad Democrática y a la Escuela Republicana y destinadas a enfrentarlas, como efectivamente ocurrió en enero de 1850 y en marzo de 1851. En el caso de la Popular, los radicales se apresuraron a establecer parangones148 que debían mostrar la índole tan diferente de los dos tipos de sociedade§>Mientras que en la una se ofrecía el espectáculo de una promiscuidad social condescendiente, de una indiscriminación tolerante en suma, de la simpatía más candorosa por la causa del pueblo, codeándose los cachacos con los de ruana, en la Popular se imponía el espíritu de jerarquización y un mal disimulado desprecio por los humildes. Ésta era entonces una concesión tardía y sin consecuencias, además. Así lo advierte G. (?) a Juan Manuel Arrubla, en una carta aparecida en El Neogranadino149: ... ustedes los aristócratas se han suicidado al enrolarse en las sociedades populares las que no se contentan con el sacrificio de amor propio que hacen usted y su copartidario el señor Juan de Francisco, al sentarse al lado del maestro Espejo; exigen más, exigen que ustedes estimen al pueblo, que no pronuncien la palabra canalla, exigen, en fin, que ustedes sean para ellos lo que los liberales son para la sociedad de artesanos y que ustedes no pueden ser jamás, porque dejarían de ser lo que son.
De la advertencia podía concluirse que los conservadores no reportarían ventaja alguna, si no era atizar momentáneamente los antagonismos sociales que se volverían contra ellos. Pero los radicales no fueron más afortunados. Después de los encuentros del 19 de mayo y del 10 de junio de 1853 iba a esfumarse toda huella de fraternidad y de simpatía. El espectáculo de guaches y cachacos movidos por la misma fe democrática se convirtió en un antagonismo irreconciliable. Pero la lección que recibieron los artesanos sobre su valor y sus derechos permaneció arraigada en la conciencia: ... en este tiempo y en este rincón de América española, se ha dado y se da por 148 V. p. ej. El Suramericano, N° 30 de 20 de enero de 1850. 149 N° 82 de 11 de enero de 1850, p. 15.
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excelencia el nombre de democrático al hombre de ruana; y visto está que entre esos democráticos propiamente dichos, se cuentan soldados valerosos, artesanos honrados, patriotas distinguidos; porque qué significa si atendemos a las opiniones el llevar casaca o una ruana, unas botas o unas alpargatas, un sombrero de París o uno de jipijapa? Nada. El hombre vale por sus hechos, por su conducta...
GÓLGOTAS Y ARTESANOS: EL DESENGAÑO Al posesionarse de la presidencia, el general López había prometido i a los granadinos la libertad de industria, y acto seguido había agregado: «... pero trabajaré porque esta misma libertad no se convierta en la desigualdad opresiva y destructora que apareja la acumulación | de la riqueza». Y para limitar esta afirmación, prometía: «... la pro- ) piedad, como primer elemento de medro y de goces, será fielmente respetada». ;Qué significaban estas declaraciones ,co_mo programa de gobierno? Por un lado, se buscaba tranquilizar a los propietarios, para quienes la bandera liberal de la revolución significaba, literalmente, un atentado contra su bolsa. Por otro lado, se limitaba la «libertad de industria» en sus efectos más naturales, «la acumulación de la riqueza». Quienes sostenían la libertad de industria a todo trance, eran comerciantes. Pero la frase es de tal ambigüedad, que no puede pensarse en un ataque directo a las aspiraciones de los comerciantes. Además, el presidente se comprometía, en primer término, a sostener la libertad de industria. El sentido más inmediato de la frase tendía, pues, a halagar a las clases populares. Combinado este sentido con la restricción más velada dirigida a los comerciantes, parece indudable que el presidente quería insinuar su protección a los artesanos. Al menos así lo entendían éstos, que en diferentes oportunidades reclamaron del Congreso la aplicación estricta de los pro- 150 gramas del 7 de marzo, una fecha que estaba asociada a su propio triunfo contra las vacilaciones de los congresistas. La velada promesa tuvo consecuencias imprevisibles. Si las Sociedades Democráticas constituyeron un arma política que pudo utilizarse contra la aristocracia de las provincias del sur, su manejo ocultaba dificultades insuperables en el ámbito de una sociedad de 150 Los Democráticos. Hoja mural fechada el 3 de agosto de 184?.
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comerciantes. Por lo mismo, se observa una diferencia notable en el trato dado a los artesanos de Bogotá y a los miembros de las Democráticas de las provincias del sur: «... los democráticos del Cauca glorificados, los de Bogotá entregados al suplicio»151. Aunque las reivindicaciones de unos y otros obedecieran a las mismas consignas, las masas de las provincias del sur poseían un carácter y defendían intereses diferentes a los de los artesanos de Bogotá. Éstos estaban colocados a una distancia apropiada respecto de los gamonales y dueños de tierras, es decir, gozaban de una relativa independencia frente a las estructuras conservadoras de la sociedad, pero no estaban exentos de una oposición de intereses frente a la clase comerciante de las ciudades. La diferencia es tan marcada que se revela en el origen mismo de las sociedades democráticas. Los artesanos de Bogotá se organizaron primitivamente, sin una finalidad política definida152, apenas como «hombres del pueblo». Sólo posteriormente fueron influidos y halagados por los radicales y acaso arrancados de la influencia de los jesuitas. La Sociedad Democrática de Cali, por el contrario, se lanzó tras la «bandera democrática» y quiso hacer efectivo el dogma de la soberanía del pueblo, combatiendo «los vicios de la oligarquía»153. El motivo clasista fue mucho más débil en la Sociedad Democrática de Bogotá, al menos en los primeros tiempos, cuando existía una alianza tácita con los radicales. Éstos se esforzaron por dotar a los artesanos de una conciencia ciudadana y por inculcarles ciertas ambiciones cuyo solo enunciado parece ridículo; tan ceñidas estaban a los ingredientes teóricos, que la más pura doctrina liberal exige para el ejercicio de los derechos políticos. Véanse, por ejemplo, estas consideraciones que José M. Samper11 dirige a los artesanos: ... sabíais que como ciudadanos podíais obtener los puestos públicos para servir a vuestra patria: quisisteis hacer efectivo ese derecho y vuestras esperanzas se malograron. ¿Por qué sucedió así? Porque para gozar de los derechos y de las garantías se necesita una fuerza, la fuerza moral; y ella no se adquiere sino con el patriotismo reunido a la ilustración, y con la inteligencia 151 V. Ángel y R. J. Cuervo, op. cit. II. p. 193. 152 V. el manifiesto en que apoyaban la candidatura de López en La América, N° 12 de 4 de junio de 1848. También V. S. Camacho R. Memorias. I. p. 107. 153 V. El Suramericano, N° 29 de 20 de noviembre de 1849.
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apoyada en la fraternidad y la justicia. Vosotros la teníais todo menos la ilustración, y he aquí por qué fracasaron vuestras nobles aspiraciones.
Consecuentemente, los cachacos se dedicaron a improvisar este ingrediente que lo prometía todo, dando clases de lectura, escritura, aritmética y dibujo a los artesanos12. Esfuerzo que no halló jamás su adecuada recompensa (a no ser el martirio político después del 4 de diciembre de 1854), pues, contra toda previsión optimista, la ilustración, escasa, debe convenirse, no parecía bastar a los artesanos, ese raro don de la fuerza moral, el «ábrete sésamo» de los puestos públicos. Muchas oscuras tendencias germinaban en el alma de los artesanos y aun certidumbres, que una conciencia ingenua pugnaba por expresar. El esquema histórico elaborado por el racionalismo liberal (y calcado de patrones franceses) era captado por ellos de una manera espontánea, infantil y extrañamente distorsionada, sin que pudieran identificarse ni por un momento con el hermoso papel que se atribuía a los criollos en las jornadas de la emancipación. Puede hablarse, en rigor, de una interpretación mestiza de la historia. Ésta constituía su propio punto de vista, calcado, claro está, de la interpretación tradicional. La distorsión, sin embargo, era evidente, a pesar de que se incorporaran los temas de progreso, de emancipación, de libertad, etc. El esquematismo introducido por los manuales, según el cual a la Conquista había sucedido la Independencia tras un período intermedio y negativo, era tomado literalmente y llevado a sus últimas consecuencias. El famoso sentido común, tan ilógico la malí «Lecciones orales sobre moral, dictadas en la Sociedad Democrática de Artesanos de Bogotá», en El Saramericano, N° 31 de 3 de febrero de 1850. 12 S. Camacho R. Memorias, I. p. 107.
yoría de las veces, se atenía al hecho fundamental de que los indios habían sido conquistados una vez y de que por ninguna parte se veía traza de su emancipación. El artesano, como era de prever, se identificaba por entero con la raza dominada. Como en toda imaginería popular, el pasado remoto se coloreaba con tintes amables: «Había una vez...» en que ... prósperos y felices, los pueblos de la Nueva Granada, antes de la conquista,
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PARTIDOS POLÍTICOS Y CLASES SOCIALES perdieron con la dominación española sus costumbres inocentes y puras, sus tesoros inmensos, productos de su industria constante y los conocimientos científicos que habían ido recopilando .
Imagen encantada del país de cucaña y tan inexacta como sólo podía proporcionarlo una conciencia que quería asumirse a sí misma redimida, aunque fuera en el pasado. El presente se echaba de ver también como un espejismo que se proyectaba en el pasado a través de una alusión, que parece extraña, a los «tesoros inmensos» fruto de una «industria», o a la «ciencia» que tánto prometía en el siglo XIX. Los argumentos mismos de los gólgotas, dirigidos a quebrantar el prestigio de la casta militar, tomaban un giro del todo inusitado en la conciencia de los artesanos: «... la guerra de diez años que preparó ese triunfo [de la Independencia] no sacó al país de la dominación española a que en todo estaba sujeto, sino que separó apenas el territorio y la autoridad para establecer un gobierno distinto». ¡Sancta simplicitas que posee todo el prestigio de la verdad inacatable! Con todo, se hacían concesiones generosas: «... para organizar un Estado libre, virtuoso y sabio, hubiera sido indispensable la destrucción de los americanos españoles que formaron la República de Colombia y ya se ve que esa suposición es imposible». Imposible, es cierto, pero eso no evitaba que se alimentara el deseo. Había pues que contar con los «americanos españoles», aunque sin darles demasiado crédito. ¿De qué valían los espejismos de los gólgotas frente a esta conciencia irreductible de una peculiaridad racial que quería ver resucitar en su integridad un pasado que se pintaba con tonos tan amables? ¿Contra esta solidaridad profunda con 13 V. Editorial de El Demócrata, periódico de la Sociedad de Artesanos, N° 5, de 9 de junio de 1850.
un pasado, falseado es cierto, que oponía su continuidad a la conciencia escindida de la minoría criolla, de los comerciantes alucinados ellos mismos por el espejismo de Europa? Si bien la certidumbre de los artesanos era oscura y muy probablemente no constituyeron ese grupo «... animoso y emprendedor, que quiere destruir las trabas coloniales que se oponen al desarrolló
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económico de la Nueva Granada», como lo quiere Nieto Arteta154, no hay duda de que ella bastaba para hacerles presente el peligro que encerraban los conciliábulos parlamentarios, dirigidos a obstaculizar sus peticiones. En este punto, sus intereses más evidentes chocaban con los de la clase comerciante y los obligaban a la acción. Son muy conocidos los hechos de mayo y junio de 1853, que Cordovez Moure relata regocijadamente en sus «Reminiscencias». Ya desde 1852 se había operado la conversión más notable de los artesanos, al pasarse Ambrosio López al partido conservador, pese a los violentos ataques que el mismo López había dirigido en 1848 contra Mariano Ospina R.155. También en 1852, Miguel León, a propósito de un problema laboral con los artesanos en la imprenta de Murillo Toro (de El Neogranadino), lanzaba una violenta requisitoria contra el secretario de Hacienda, y le preguntaba156: ... ¿qué utilidad nacional ha hallado usted y los de su círculo, en ahogar en el Congreso las triplicadas solicitudes que los artesanos hemos hecho para que en nuestros puertos se graven las manufacturas extranjeras que se fabrican en el país?
En ese momento (1852), el artesano se limitaba a exhibir su fuerza y a oponer su propio poder al del secretario de Hacienda.'Amenazaba a Murillo con la impopularidad y le prevenía que no tendría muchos votos para futuro presidente. A partir de mayo de 1853, la situación tomó un cariz muy diferente, pues los artesanos se dieron cuenta de que su poder, hasta entonces estimulado por el régimen, era puramente ilusorio. Ya no eran un aliado y un dócil instrumento, sino «un estorbo a toda reforma filantrópica»157. Muerto un artesano 154 Op. cit., p. 238. 155 V. Un papel viejo, editorial de El Neogranadino, N° 191, de 9 de enero de 1852, p. 9. 156 Satisfacción que da el que suscribe, al señor doctor Murillo, secretario de hacienda. Cartel mural firmado por Miguel León. 19 de enero de 1852. 157 ¡Artesanos, desengañaos! Cartel mural firmado por Miguel León. Bogotá, 6 de agosto de 1853. M. Goury du Rosland presencia escandalizado los síntomas de una verdadera guerra social. Escribe el ministro francés el 11 de julio de 1853: «En otro tiempo, y diciendo esto no tengo la intención de remontarme sino a un pasado de algunos meses, el vestido y el sombrero negros que llevaba un granadino eran una distinción suficiente para protegerlo en medio de las agitaciones populares. La hostilidad, cuando a grandes intervalos llegaba a manifestarse entre el poder ayudado de sus soldados y la clase turbulenta de los doctores, sostenida por el
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en la lucha, su matador (los artesanos señalaban a Izquierdo) no fue ajusticiado. En cambio, Nepomuceno Palacios, acusado del asesinato de Antonio París, fue juzgado y ejecutado «... porque no tenía títulos de doctor ni tampoco de gólgota». ¿Por qué no se juzgaba al doctor Eustaquio Alvarez, que, siendo juez de circuito, capitaneó a los cachacos contra los artesanos? «... ah!, porque a más de vestir casaca es doctor y tiene títulos de gólgota, y contra la aristocracia la ley no tiene poder». Los motivos de resentimiento se iban ahondando y sólo quedaba el desengaño de haber sido apenas un instrumento en la lucha «democrática»; ... ya habéis visto el desprecio con que hemos sido tratados. Nuestras solicitudes no tienen mérito alguno, ni somos capaces de presentar motivo alguno de conveniencia pública; porque ésta no se encuentra sino en nuestro propio exterminio: por esto no se nos pagará lo que se nos debe, no seremos protegidos con el trabajo que se nos debiera proporcionar; con tal motivo los contratos, principalmente de vestuarios, han de ser traídos de la extranjería y no construidos en el país.
Ya no había lugar para las ilusiones. Sólo quedaba la lucha. ¿Y por qué no? La venganza.
descontento de todos los partidos, tomaba, al menos, una bandera sobre la cual se estaba habituado a leer la palabra consoladora de "respeto a la propiedad". Los primeros luchaban para conservar el poder del que estaban revestidos, los segundos para quitárselo. Hoy, señor ministro, la escena ha tomado un aspecto más dramático y el color del rostro de los actores, al mismo tiempo que la diferencia de sus vestidos, indican que hay en los unos tentativa de transformación social y en los otros esfuerzo para resistir el peligro que ellos mismos han hecho nacer» A.A.E. Vol. XXI, fol. 292 r. y 293 v.
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SOBRE EL VERDADERO CARÁCTER HISTÓRICO DEL RÉGIMEN PROVISORIO DEL GENERAL MELO La llamada dictadura de Meló conserva en los relatos habituales un aspecto bastante antipático. Un militar oscuro, culpable del asesinato premeditado de un inferior, decidió escapar a la justicia dando un golpe de Estado. Para ello se valió de un ejército amenazado de extinción y del apoyo de la plebe. Aprovechó la debilidad —o la complicidad— del presidente en ejercicio, que se había visto privado de sus prerrogativas por la Constitución de 1853, inspirada en un programa ultrademocrático. Contra él se coligaron militares prestigiosos, lo más brillante de la juventud granadina y los jefes tradicionales de los partidos. Y tras este brillante cortejo, la historia unánime lo condena por haber atentado contra la legitimidad. Es posible que la figura de Meló fuera antipática. Este tipo de apreciación es irremediable y son vanos los esfuerzos que se hagan para modificar un juicio parecido. Es posible hasta convertir un demonio en un santo aceptable, pero transformar una figura más o menos oscura en un personaje atrayente parece una tarea inútil. Sin embargo, es un error enjuiciar la dictadura de Meló a través de Meló, el personaje histórico cuyo perfil siempre aparecerá impreciso y cuya presencia parece más bien un accidente, si se enfocan los hechos bajo cierta perspectiva. Es demasiado tentador asociar al heroico Herrera o a los generales Franco, López, Herrán o Mosquera con el aspecto positivo de la historia concebida como una tradición de legitimidad, para oponerlos al advenedizo que en un golpe de audacia se apoderó del poder, sin el consentimiento de nadie. Desgraciadamente, la historia carece de un aspecto positivo identificable con la legitimidad o un aspecto condenable, por salirse de los cauces previstos por una Constitución. Y no puede calificarse sino de manía leguleya esta insistencia en lo injustificable del golpe del 17 de abril. Por familiar que sea la interpretación tradicional, debería hacerse constar al menos que el juicio de los contemporáneos era mucho más matizado. Algunos, como José M. Samper, colocaban el hecho dentro de un contexto bastante general, haciendo alusión al fenóme-
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no del militarismo enfrentado a las ideas del gobierno civil158 y a la pugna de las dos facciones del partido liberal. Otros, como Aníbal Galindo159 160, sólo tenían en cuenta este último aspecto. Pero, en general, predominaba la imagen de un movimiento confuso, en el que habían tenido cabida toda clase de factores, particularmente de índole social. Y ni aun se descartaba el papel disolvente jugado por las doctrinas predicadas en el seno de las sociedades democráticas: ... tal era la recompensa [se lamentaba Samper ] que aquellos desenfrenados demagogos nos daban a los que habíamos sido los más ardientes tribunos de la democracia (...) por mi parte reconozco que algo nos lo merecíamos, pues con nuestras enseñanzas habíamos extraviado, sin quererlo, a una muchedumbre ignorante que aún no estaba educada para el gobierno verdaderamente democrático.
Aquí vale la pena recordar, aunque parezca un poco cruel, que era el mismo Samper quien había predicado un catecismo de moral laica, según el cual bastaba cierta aplicación a las enseñanzas proporcionadas en las Democráticas para tener acceso a la plenitud ciudadana. Otro punto de vista tenía como factor decisivo la intervención de los artesanos que apoyaban al general Obando contra la imposición de la Constitución del 21 de mayo (que calificaban de anárquica) por los gólgotas. Y aun puede discutirse el carácter militar que siempre se ha atribuido al golpe de Estado. Esto es por lo menos lo que se desprende del punto de vista de un militar de profesión161. Los ataques de Florentino González, que acaudillaba con este propósito a la juventud gólgota, habían dado por tierra con la institución tradicional. Se había armado a los miembros de las Sociedades Democráticas, constituyéndolos en Guardia Nacional. Se esperaba evidentemente que este cuerpo se convertiría en el guardián de las instituciones y en la garantía de las conquistas alcanzadas por la recién estrenada burguesía. 158 159 160 161
Historia de un alma, II, p. 88. Recuerdos históricos, p. 74 y ss. Op. cit. pp. 48 y 49. V. Resumen histórico de los acontecimientos que han tenido lugar en la República, extractados de los diarios y noticias que ha podido obtener el general en jefe del estado mayor, general Tomás C. de Mosquera. Imp. de El Neogranadino. Bogotá, 1855.
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Pero ésta nunca contó con los acontecimientos de mayo y junio de 1853, que consumaron la ruptura con los artesanos. Fue así como el presidente Obando, a quien los gólgotas exigían garantías un poco excesivas, se apoyó en los artesanos: «... de este modo se formó y envalentonó el partido, si merece este nombre, que hizo la revolución del 17 de abril de 1854»162. Según el general Mosquera los guardias nacionales no podían sostener las instituciones, pues «... eran cuerpos irregulares, de bastarda creación, y los revolucionarios, llamados impropiamente democráticos, eran los que tenían la denominación de guardias nacionales». Lo que quedaba del ejército había sido desnaturalizado de tal modo que apenas constituía un «... instrumento ciego de los jefes de partido». La República Civil era ahogada por las manos de sus propios guardianes que, por otra parte, no le debían sino motivos de resentimiento. Los militares más prestigiosos, a los que se había atacado encarnizadamente, permanecían al lado de la legitimidad. El mismo Obando, de quien hubiera dependido la victoria de la revolución, adoptaba una actitud equívoca. Y luego, en el desarrollo de la lucha, se enfrentaron los artesanos a ejércitos reclutados según procedimientos más ortodoxos. La acción decisiva se libró no en campo abierto sino dentro del perímetro urbano, lo que parece indicar de sobra el carácter de las fuerzas con que contaba el gobierno provisorio. Finalmente, quienes sufrieron las consecuencias de la derrota fueron los mismos artesanos, deportados a Chagres en masa.
162 Ángel y R. J. Cuervo. Op. cíl., II, p. 246.
Capítulo X MANUELA, LA NOVELA DE COSTUMBRES DE EUGENIO DÍAZ
LAS COSTUMBRES DEL CAMPO Y EL CANON LITERARIO NACIONAL Manwe/a, novela de costumbres, siempre ha figurado con este membrete en el panteón escolar de una literatura nacional. Los responsables de erigir ese panteón han dedicado una atención distraída a la obra de don Eugenio Díaz, la cual aparece vagamente emparentada con otros ejemplos literarios de valoración más segura. Hasta las razones por las cuales figura en un canon literario parecen ajenas a la literatura. Don José María Vergara y Vergara, quien patrocinó la publicación de Manuela en el periódico de los costumbristas (El Mosaico), en 1858, la calificaba en el prólogo de esa primera salida como «la novela nacional»1. En unos pocos años, el entusiasmo que había discernido un título tan generoso debió atemperarse por un cierto sentido de las conveniencias de las bellas letras nacionales. En un escrito publicado a raíz de la muerte de Díaz, en 1865, el mismo Ver- gara y Vergara recordaba las circunstancias de su primer encuentro con el novelista163 164. Este relato, que constituye la pieza casi única con la que se suele esbozar la biografía del novelista, acentuaba el aspecto campesino de su indumentaria y su interés literario por las costumbres del campo. En cuanto al libro-que"Díaz le fraía para buscar
163 J. M. Vergara y Vergara, «Manuela, novela original de Eugenio Díaz». Apéndice, T. II de Eugenio Díaz Castro, Novelas y cuadros de costumbres. Bogotá: Procultura, 1985. 164 lbid. «El señor Eugenio Díaz».
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su patrocinio, el señor Vergara conceptuaba que era «la tierra caliente... trasladada al papel, como si se hubiera empleado para ello el daguerrotipo». Vergara, como muchos críticos después de él, insistía en la exactitud verista del escritor. Este rasgo parecía quedar confirmado por la vestimenta misma de Díaz y por una supuesta falta de educación que debía haberse suplido con «los libros que había leído en la naturaleza». Nada de esto podría inducirnos hoy a pensar favorablemente sobre las cualidades literarias de una novela. Pero parecía ser suficiente para alimentar una imaginería del siglo XIX sobre los milagros del oficio literario. El libro que Díaz le traía al señor Vergara se presentaba como el testimonio de primera mano de un mundo extraño y remoto para este último, una especie de emanación directa de lo que don José María admitía graciosamente como «nuestras costumbres populares». Con los detalles del relato de su encuentro con Eugenio Díaz, Vergara y Vergara certificaba la autenticidad del novelista y una competencia indiscutible sobre las materias que trataba. Don Salvador Camacho Roldán se ocupó de Manuela165. Su interés en la novela no era literario sino que quería hacer resaltar en ella el valor documental. Don Tomás Rueda Vargas insistía también en este carácter documental de Manuela166. Le parecía que su interés principal debía residir en que trataba de «los problemas sociales que ocupan en el día de hoy la mente de sociólogos y estadistas». Pero, por lo demás, el juicio propiamente literario sobre los escritos de Eugenio Díaz ha sido ambiguo. Según Vergara y Vergara, «el estilo es caluroso y pintoresco, lleno de imágenes de buena ley, graciosas, originales; su lenguaje es incorrecto pero está exento de galicismos y de neologismos, porque Díaz no conocía la literatura extranjera»167. En otras palabras, Díaz no había tenido una cultura literaria y sus 165 Camacho Roldán, «Manuela, novela de costumbres colombianas, por Eugenio Díaz», en: Escritos varios. Segunda serie. Bogotá: 1893. pp. 494-513. Esta nota crítica apareció como introducción a la edición de Manuela hecha en París en 1889. 166 T. Rueda Vargas, «Prólogo al lector» de El reojo de enlazar, Edic. Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1944. 5 «El señor Eugenio Díaz», cit.
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virtudes y defectos provenían de su carácter elemental. Por su parte, Daniel Samper Ortega168 hacía explícitos los prejuicios de Vergara sobre el lenguaje de Díaz y ya no hablaba de incorrección sino de «rustiquez y desmaña». A Manuela apenas le concedía «el valor relativo de toda novedad» y uno más permanente como documento de una tendencia literaria. Para don Tomás Rueda Vargas, Díaz ni siquiera ostentaba «el más leve alarde literario». A lo sumo, sus escritos aparecen como una especie de fruto espontáneo y silvestre, en los que las cualidades literarias se confunden con las cualidades mismas de los rústicos objetos que describen: «encanto sobrio y sencillo como un bordón de guayacán». Sólo don Baldomero Sanín Cano se abstiene de identificar «naturalidad» y «sencillez» con «desmaño» o «incorrección» y supone que Eugenio Díaz debía tener alguna clase de formación literaria169. ^ Sin duda, la sentencia definitiva sobre la calidad de la escritura y del estilo de un autor constituye una de las piezas más importantes para incluirlo en un canon literario nacional. Sin embargo, la crítica debe ir un poco más lejos. El hecho de que una obra tenga una intención claramente literaria obliga a preguntarse por un significado. A menos que se confunda el contenido de las obras literarias, ese universo que aún el escritor más realista abstrae de manera fragmentaria y deliberada de su entorno, con la realidad de la cual constituyen un documento. El realismo ingenuo, el apego a la naturaleza o la afición a pintar tipos sociales, en fin, sus pretensiones fotográficas, han hecho desconfiar del costumbrismo como literatura. Por esta razón se hace énfasis más bien en su valor documental o, en el caso de Eugenio Díaz, en su carácter de testimonio directo, como si se tratara desuna curiosidad etnográfica. En el caso de este escritor ni siquiera se separa su condición social, su apariencia personal o el carácter del
168 «Don Eugenio Díaz», en: Una ronda de don Ventura Ahumada y otros cuadros. Selección Samper Ortega de literatura colombiana. Bogotá, s. f. doña Elisa Mújica supone que este prólogo fue escrito por el responsable de la colección. V. «Nota crítica biográfica sobre Eugenio Díaz Castro», el excelente estudio que sirve de introducción a la edición de Procultura. 169 Baldomero Sanín Cano, «Eugenio Díaz», en: Escritos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977 p. 417.
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contenido de su obra. Los escasos datos sobre su persona se incorporan arbitrariamente como una clave del verismo de sus escritos. Laverde Amaya170 describía la obra de Eugenio Díaz como «un panorama de muchísimo mérito, de seductora realidad que, a modo de espejo clarísimo en que se reflejan hasta los más insignificantes detalles, dan completa vida y animación al asunto y fijan de un modo indeleble la faz curiosa, original y verdadera, de hábitos que poco a poco van modificándose». Con esto se presumía que su valor literario se derivaba de un acceso de primera mano a las costumbres del campo. Cuando, a la pregunta de si era escritor, Eugenio Díaz respondía modestamente: «De costumbres del campo, nada más», el señor Vergara exclamaba: «como quien dice: 'no tengo más riqueza que una mina de oro'». De esta manera ha quedado fijado el valor etnográfico del testimonio de Eugenio Díaz. Él, a diferencia de sus contemporáneos citadinos de El Mosaico, tenía acceso a la estofa perecedora y arcaica de unas costumbres destinadas fatalmente a desaparecer muy pronto. . LA NOVELA LATINOAMERICANA: ¿ABSORCIÓN EN EL PAISAJE O PROBLEMAS DE FIGURACIÓN? . Don Salvador Camacho Roldán, el menos literario de los críticos de Manuela, formulaba con claridad uno de los problemas centrales de la novela costumbrista. Según Camacho Roldán, la novela de costumbres remontaba sus orígenes a Cervantes y en el siglo XIX había sido revivida por Walter Scott, Dickens, Cooper y la señora BeecherStowe. Colocaba en la misma tradición a Eugenio Sué, Balzac, Manzoni, Pereda y hasta Tolstoi, Gogol, Dostoievski y Turgueniev. Este problema era retomado en 1960 por Hernando Téllez171, en términos aparentemente similares. Según Téllez, «los apologistas del costumbrismo pueden reclamar para el género a Cervantes, a Dostoievski, a Tolstoi, a Shakespeare, a Balzac, a Flaubert». Sin embargo, las razones que daban origen a estas dos series de asociaciones son 170 Citado por T. Rueda Vargas, Op. cit. 171 Hernando Téllez, «El costumbrismo», en: Textos no recogidos en libro. Bogotá, T. 2, Colcultura, pp. 561-565.
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diferentes. Para don SalvadorXamacho. como para muchos de sus contemporáneos, la novela no debía contentarse conjser un mero producto de lá imaginaciÓn, en cuyo caso le parecía que estaba destinada apenasTa alimentar ociosas ensoñaciones sentimentales de las jóvenes, cuando debía contribuir a reformar costumbres viciosas y a llamar la atención del poder sobre situaciones sociales injustas. Esta visión victoriana de la novela desapareció con el siglo XIX y para Hernando Téllez el problema era de naturaleza estrictamente literaria. ¿Era el costumbrismo una «categoría literaria de segundo rango» frente a la gran novela europea? En cierto sentido, podría decirse que los genios de los géneros narrativos habían sido costumbristas. Colocar, como lo hacía Camacho Roldán, a la señora Bee- cherStowe, a Eugenio Sué, a Pereda al lado de Cervantes, Dickens o Balzac, contribuía a reforzar todavía más la confusión. Pero Her- • nando Téllez no podía dejar de percibir claramente el abismo estéti-' co que existía entre la gran novela europea y nuestro costumbrismo. La gran novela no debía contentarse con la descripción de tipos genéricos sino que debía acceder a un plano más rico y complejo, más problemático, donde la presencia del '■ conflicto de la persona humana o su ausencia de conflicto, que es también f “ conflicto, le da a la creación literaria su trascendencia verdadera. i Ü'í
Podría agregarse que en la novela hay una poética de formas fundamentales que no quedan confinadas a lo circunstancial de tipos o de clases sociales definidas histórica o sociológicamente. Hernando Téllez proponía también el problema de la novela en Latinoamérica172. Hace poco menos de treinta años este era un tema consabido de la crítica literaria entre nosotros. La comprobación de un florecimiento de la novela en los Estados Unidos, que había comenzado en los años veinte y cuyas grandes figuras estaban todavía en su apogeo en los cincuenta, inducía a esta impaciencia y a los interrogantes sobre las condiciones que hacían posible la «gran novela». Hernando Téllez encontraba una constante histórica, desde las remotas crónicas de la conquista hispanoamericana, en una sociedad 172 Agradezco a don Renán Silva haber llamado mi atención sobre las tesis de Hernando Téllez.
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que había sido siempre absorbida por el paisaje. Proponía, para que se diera una novela «en al cual el hombre aparezca enfrentado consigo mismo, con su propio misterio», encarar la tarea de crear una novela urbana, dejando de lado los temas rurales que habían dominado hasta entonces. Hoy, a diferencia de hace un cuarto de siglo, parece posible reconciliarse con esta tradición de temas rurales. El problema de la existencia de la novela latinoamericana ya no se plantea, aunque todavía quepa preguntarse si se ha logrado una gran novela urbana. De todas maneras, el problema que proponía Hernando Téllez sirve para orientar la discusión sobre el desarrollo histórico de la narrativa en Colombia. Alterando un poco su formulación, la pregunta sería: ¿por qué la narrativa en Colombia ha tenido la tendencia a eludir problemas éticos fundamentales? Al mismo tiempo, puede hacerse este otro interrogante: ¿por qué la tendencia a la descripción de tipos genéricos, es decir, al costumbrismo? La dialéctica latinoamericana entre el hombre y un paisaje absorbente parecía dar cuenta de la rudeza de una sociedad en la cual, desde sus orígenes, la tarea más urgente parecía ser la de humanizar espacios vírgenes. Pero esta observación omitía el hecho de que, aun en el caso de los cronistas, las descripciones minuciosas de la naturaleza o del hombre salvaje estaban pobladas con fantasmas europeos o con las expectativas del hombre europeo de lo maravilloso. Pero se omitía sobre todo que estas descripciones rivalizaban en los textos de los cronistas con el asombro que querían transmitir y perpetuar hacia las hazañas desmesuradas de los conquistadores. Si se excluye esta pretendida absorción en la naturaleza, habría que buscar la explicación de la ausencia de una preocupación ética en las estructuras mismas de una sociedad hierática, en la cual quedaba excluida toda visión de las relaciones humanas como conflicto. Pero no debe insistir se demasiado en apelar a una instancia extraliteraria para explicar fenómenos que ocurren en el ámbito de la literatura. Las dificultades de la narrativa latinoamericana no podían residir tanto en un paisaje absorbente o en unas estructuras sociales incapaces de liberar la individualidad como una falta de adecuación de la figuración literaria a su objeto. La realidad ameri-
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cana parecía oscura y caótica sencillamente porque faltaban herramientas de figuración, esos esquemata que describe E.H. Gombrich y que hacen posible la obra de arte. Frente a las convenciones literarias europeas, la realidad americana —se tratara de la naturaleza o de la sociedad— resultaba doblemente extrañaxNo es un azar que el cuadro de costumbres buscara aislar fragmentos de la realidad y se encarnizara en copiarlos una y otra vez. Antes que una visión moral, la literatura imponía una visión plástica destinada a apropiarse una realidad rebelde para la cual debían ser creadas metáforas adecuadas. La mimesis literaria quería producir en este caso efectos similares a los de la pintura de género, el bodegón o la naturaleza muerta. Entre nosotros, la narrativa estuvo asociada al mismo impulso que fijab^ en las acuarelas de los viajeros los tipos dispersos en una vasta geografía. EL CONFORMISMO Y LA TRANSGRESIÓN SOCIAL Una de las dificultades que se atraviesan en los juicios literarios sobre Manuela es su llamado carácter social. Camacho Roldán y Rueda Vargas la comparaban en su intención primordial con La cabaña del tío Tom. Ambos parecían creer que la novela de la señora Beecher- Stowe había tenido una influencia efectiva en la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos. De una manera similar, la obra de Eugenio Díaz debía estar destinada a corregir abusos sociales entre nosotros. Al parecer, Eugenio Díaz escribió la mayor parte de su obra literaria en los últimos diez años de su vida, entre 1855 y 1865. Según su propia denominación, él pertenecía a la generación de los colombianos, es decir, de aquellos que habían comenzado a vivir su vida adulta bajo el régimen de la Gran Colombia (había nacido en 1803). j La creación literaria tardía parece haber sido una respuesta a los acontecimientos históricos que se precipitaron entre marzo de 1849 (la elección de José Hilario López) y diciembre de 1854 (la caída del general Meló). La avalancha de reformas liberales que ocurrieron en este lapso parecían amenazar las raíces más profundas del orden rural que el novelista había vivido. A pesar de su personal escepticismo sobre los cambios, su obra aparece como el testimonio excepcional de un momento cuya importancia histórica se ha subrayado una y otra vez. En parte, era la respuesta irónica pero complaciente en el
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fondo de un hombre maduro y conservador a la irrupción en la política de una generación que no quería saber nada de las glorias militares de la Gran ColombiajUna generación impaciente e idealista que quería su propia revolución y que estaba moldeada en los excesos retóricos de Lamartine. Más profundamente, la obra de Eugenio Díaz era la exploración sucesiva de frágiles equilibrios sociales que el novelista sentía amenazados. Primero, el de un mundo constituido por aparceros, estancieros, arrendatarios y peones en Manuela y, luego, el de ese otro mundo, que parece tan distante del primero, constituido por los hacendados de El rejo de enlazar. (Podría agregarse que Eugenio Díaz intentó penetrar también la artificialidad del «alto tono» bogotano, ese olimpo repleto de gracias y cortado igualmente de los otros dos mundos, en Los aguinaldos en Chapinero. Esta exploración sucesiva y caleidoscópica es notable en la medida en que la fragmentación y el desplazamiento sociales conllevan en Eugenio Díaz una fragmentación y un desplazamiento del punto de vista moral. Lo que ocurre en cada uno de estos mundos ni siquiera parece rozar con el otro. Pero los mismos actos, en uno y otro mundo, poseen un significado moral diferente. El infortunio de un estanciero, al que el propietario arrebata su parcela, no enturbia en lo más mínimo el benévolo mundo de los hacendados cuyo distintivo son las «ideas caballerosas y nobles» y tienen un monopolio de «la ilustración y la probidad». Para el estanciero, se trata de una desgracia tan inevitable como el rayo o las inundaciones. El propietario, por su parte, se limita en este caso a ejercer un derecho. Cuando se abstiene de ejercerlo, su omisión constituye un acto de generosidad. Así, la vida de los estancieros es posible siempre y cuando no se agite el olimpo que reposa sobre sus espaldas. La libertad y la justicia posibles se fundan en el inmovilismo social. La supervivencia económica parece reposar también sobre esta inercia, puesto que «en la Nueva Granada ninguno se muere de hambre», «ni la tierra de la Nueva Granada se niega a sustentar al que tiene manos». Los infortunios femeninos son igualmente abstractos, pues el mundo de las mujeres es también un submundo. Uno de los personajes de Manuela que «ha echado por la calle de en medio» lo expresa con precisión:
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Guarecidas como las ratas entre los cimientos de las mejores casas de Bogotá, somos como de nación separada. Teniendo relaciones íntimas con la sociedad, la sociedad nos desdeña.
Estos infortunios de la mujer surgen siempre porque no están suficientemente vigiladas y resguardadas de peligros infinitos, concebidos con una infinita gazmoñería. Eugenio Díaz no se equivocaba respecto al significado global de las relaciones sociales en el mundo rural del siglo XIX. Los propietarios eran señores feudales. Los trapicheros, los arrendatarios, los peones, eran una masa de desposeídos y de explotados. Pero en el mundo de sus novelas estas relaciones abstractas no se concretan en un solo conflicto individual, no hay (y esto obedece a razones estéticas del autor) un enfrentamiento entre un propietario de carne y hueso y uno de sus arrendatarios. Toda relación entre estos extremos sociales está amortiguada por una turba de intermediarios y los universos de propietarios y desposeídos no llegan nunca a tocarse. Eugenio Díaz utiliza el recurso de la novela clásica de desplazar a sus personajes por campos abiertos o entre montes y breñas. Pero estos itinerarios no significan en modo alguno una transformación. Los personajes del costumbrismo no tienen un itinerario distinto al de sus meros desplazamientos físicos, puesto que no pueden sufrir una transformación de su condición social o de su condición moral. Dramáticamente, la muerte de Manuela, la heroína de la novela, es un exabrupto, como las muertes que ocurren en el teatro de guiñol. Hubiera podido perfectamente no ocurrir, puesto que la heroína se encontraba, como en el principio de la obra, sin estar en posesión de una verdad o sin haber transgredido un límite invisible. Su transgresión hubiera podido ser, en la lógica de los mundos separados de Díaz, el acceso al mundo de don DemóstenesJPero aquí radica precisamente la imposibilidad dramática del costumbrismo. El universo de la heroína, la descalza Manuela y el de su huésped, el calzado don Demóstenes, deben girár armoniosamente uno al lado del otro, sin entrar en colisión. Dentro de esta lógica, los malvados deben pertenecer al mismo rango social que los oprimidos. Si el sistema de las haciendas oprime, lo hace en la figura de mayordomos despiadados, seguramente sin que lo sepan el benévolo propietario y su encantadora familia. En Manuela, el factor de perturbación es don Tadeo, un personaje
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que tiene la función narrativa de precipitar la trama. Como tal, es un préstamo ingenuo a las tramas rocambolescas de los folletines franceses de la época. Pero don Tadeo es también la figura de la transgresión social. El don es una usurpación y por lo tanto un signo de su transgresión. En él se opera la alquimia nefanda del ascenso social a través de la política. Don Tadeo, quien curiosamente apenas aparece en unos pocos cuadros de la novela y sin embargo mueve todos los hilos de su trama, es el producto de las perturbaciones y de los desórdenes. Como transgresor de las jerarquías sociales legítimas es la fuente de la tiranía y el desorden. Pero, paradójicamente, sólo a través de este personaje maldito pueden expresarse la totalidad de las querellas de los oprimidos. En una de sus raras apariciones, don Tadeo se expresa con fuerza inusitada: ¿Pero qué? ¿Los hacendados, no hacen lo que se les da la gana? ¿Don Leocadio desde su castillo feudal, como dice don Demóstenes, no gobierna con sus leyes propias doscientos arrendatarios que no obedecen a las autoridades sin tomar su parecer? ¿No defiende a los criminales y reos prófugos, porque este servicio le cuesta menos que el servicio de los hombres libres? ¿No se excusa don Leocadio del servicio público que imponen las leyes, y de los servicios privados de caminos y puentes? ¿No les prohíbe a sus arrendatarios que cumplan con el servicio personal de los caminos, por tener el gusto de que los pobres de otros sitios o partidos hagan camino para él y para sus muías? ¿No sentencia y castiga como señor feudal? ¿Y qué le sucede a don Leocadio? ¿Qué les sucede a todos los que hacen su gusto atropellando leyes y autoridades? ¿Quién los acusa? ¿Quién los castiga? Los majaderos, los sumisos, los santos son los que la llevan perdida, o diremos más bien, los zoquetes. ¿Los intereses de los escrupulosos no van a dar a las manos de los hombres vivos y de empresa y que no se paran en pelillos? ¿Qué vamos a hacer, si esto no es sino el efecto de una constitución acomodaticia, de una legislación floja y de una política que santifica la impunidad de los delitos? ¿Qué se hace en este caso? ¿Ser víctimas de los atrevidos, o ser atrevido con los atrevidos?
Y poco antes don Tadeo había sostenido que la sociedad no era otra cosa que «la guerra eterna de los ricos contra los pobres». Por lo atrevido, este discurso sólo podría ponerse en boca de un reprobo social. Alguien cuya visión extrema de la realidad lo impulsaba a no transigir con el equilibrio sino a actos extremos de incendio y exterminio. Por tratarse del único personaje que transgrede el orden social y niega reconocimiento a las jerarquías sociales establecidas, don Ta-
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deo es el único también que ofrece posibilidades de un conflicto verdaderamente novelesco. LA AFIRMACIÓN DE UNA CULTURA Nadie ha resumido mejor que don Salvador Camacho Roldán el asunto social y político de los cuadros de costumbres contenidos en Manuela. A don Salvador, uno de nuestros mejores observadores en el siglo XIX, no podía escapársele la exacta localización geográfica de la novela, ni el carácter fragmentario de esta localización con respecto a la geografía del país, ni el tipo de unidades agrícolas de explotación económica, o su configuración y su universo social de propietarios ausentistas, de mayordomos, arrendatarios y peones, ni sus relaciones con una cabecera semiurbana de origen relativamente reciente, ni el momento histórico de los episodios o sus actores políticos (draconianos, gólgotas, conservadoresj^Sin embargo, el resumen sociológico e histórico no corresponde exactamente al cuadro del costumbrista. ¿Qué se le escapa? Para Camacho Roldán, como para muchos de sus contemporáneos ilustrados, las costumbres de la parroquia y de la hacienda no eran sino un testimonio del atraso y, de acuerdo con sus deseos, estaban destinadas a desaparecer irremediablemente. Eugenio Díaz veía las cosas de una manera diferente. Más allá de la controversia política o de su evidente conformismo social, su testimonio permanece como el testimonio de un universo cultural. El cura de la parroquia resume así la experiencia de su visitante, el cachaco don Demóstenes. Usted ha hecho en la parroquia un estudio más provechoso que el que hizo en los Estados Unidos. Allá vio usted cómo es un pueblo extraño; aquí ha visto cómo es nuestro pueblo. Allá vio usted qué civilización se debe imitar; pero aquí ha visto qué vicios hay que corregir. Estoy seguro de que si va usted al Congreso, no se acordará de legislar de lo que vio allá, sino de lo que existe aquí. Mi súplica, pues, consiste en que no se olvide usted de la vida de la parroquia.
Hay un espesor en las costumbres que la prédica política no puede penetrar. Cuando lo hace, es sólo en apariencia y no trae consigo cambios sustanciales. Alo sumo, contribuye a trastocar pasajeramente
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un orden natural, a crear apariencias detrás de las cuales permanece intocada la dura almendra de la jerarquía y de la deferencia. El equilibrio de ese orden natural debería traer la felicidad y el sosiego, pues el crimen y la desdicha son el resultado de los «refinamientos de la civilización». Nada más parecido al estado primitivo de la naturaleza que este agreste cuadro; mas las dos personas que figuraban en él tenían el corazón deshecho en lágrimas, derramadas por los sufrimientos que en otras partes son el resultado del gran refinamiento del lujo y de la civilización. Nuestras dos heroínas estaban sufriendo los resultados de los grandes crímenes, sin haber disfrutado los goces de los pueblos cultos, que es lo que sucede cuando se desmoraliza a los pueblos antes de civilizarlos.
Los adjetivos que don Demóstenes, el gólgota citadino, endilga a las cosas de la parroquia: colonial, retrógrado, supersticioso, fanático, teocrático, monástico, viejo, etc., no hacen sino afirmar, por contraste, la corteza resistente dejunajcultura. En Eugenio Díaz hay un paralelismo entre la permanencia inalterada por más de tres siglos de objetos de la vida material, como el arado de madera o la piedra de moler, y la inmutabilidad de las costumbres. En ninguno de los dos casos hay atraso. Se trata a lo sumo de una condición del ser de la vida campesina. En todo cambio, en toda transformación, hay una pérdida de esencia. A don Demóstenes le parece que el concubinato en que vive Dimas, un humilde estanciero, traduce un estado avanzado de civilización o el término deseado de sus ideales políticos, la abolición de la teocracia. A lo que el cura de la parroquia le observa: Aquí tiene usted un problema social de grandes trascendencias. ¿Ganará o perderá la sociedad granadina con tener la mayor parte de las familias parecidas a la del ciudadano Dimas? ¿Está la familia del ciudadano Dimas muy ilustrada, o se halla más bien en estado de salvajismo? ¿Han adelantado en ilustración las gentes de esta parroquia todo lo que debieran en cuarenta y seis años de independencia?
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Y cuando don Demóstenes se escandaliza por el carácter pagano y supersticioso de las celebraciones del San Juan en la parroquia y reprocha a la Iglesia no hacer nada para corregirlo, el cura la explica: Porque está arraigado en una costumbre de origen remoto, porque es una tradición popular.
Y agrega más adelante: En una república no se puede legislar contra los usos religiosos ni contra los usos superticiosos, porque los legisladores son el pueblo y no pueden legislar contra sí mismos, esto es, ninguno se quiere dar con una piedra en los dientes.
Frente a este partí pris por la cultura del mundo rural tradicional, sorprende un poco la relativa neutralidad de Eugenio Díaz con respecto a ese nuevo mundo que se había abierto para los trabajadores rurales con el cultivo del tabaco en Ambalema. Bien es cierto que allí las mujeres tomaban un «cierto aire de livianidad y descoco» pero el cuadro subraya también los efectos liberadores de un salario regular. Esta experiencia social era en todo caso demasiado reciente (pues apenas databa de unos diez años cuando Díaz escribía su obra) pero el novelista ya podía intuir que en ese nuevo mundo se disolverían para siempre las jerarquías y la deferencia del mundo rural: ... Manuela preguntó a su paisana cuál era el amo de su trabajo. —¿Amo? exclamó Matea, haciendo sonar uno de sus cachetes con el puño que se dio. ¿Amo? De eso no se usa por aquí. —¿Cuál es el que las sacude con la zurriaga, pues? —¿Esta es la zurriaga que gobierna todas las cosas, dijo Matea, mostrándole tres o cuatro fuertes.
EL VER, EL OÍR La desconfianza hacia los méritos literarios-deLcostumbrismo se fundaba en parte en su espontaneidad. El escritor se acercaba a una realidad cotidiana e inmediata que podía reproducir por su misma familiaridad con ella, sin apelar a ningún artificio descriptivo y sin intentar modificarla con una invención propia. Este procedimiento suponía una capacidad espontánea del lenguaje para calcar la realidad. Por esto se suele repetir que los escritos de E. Díaz poseen una cualidad fotográfica, un verismo que se compenetra con los objetos de la naturaleza.
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Ocurre sin embargo que las descripciones de la naturaleza en Manuela están lejos de parecer una reproducción fotográfica, si por esto se entiende una copia en la que cada fragmento de la realidad está traspuesto en una reproducción. En realidad, en los escritos de Díaz ni siquiera hay una naturaleza. Su tierra caliente no tiene textura, olor ni color. Su presentación es simplemente una enumeración profusa de objetos, un amontonamiento. Nada parece más artificial, menos espontáneo que estas descripciones sin artificios. La naturaleza del costumbrista es un simple catálogo, en el que cada entrada va acompañada de una descripción botánica o zoológica elemental: El suelo estaba limpio en algunas partes, y en otras tupido de heléchos, de bejucos de largos tallos de la apreciable zarzaparrilla; en algunos sitios se hallaban como almacenados los montones de fruta llamada castaña, cubierta de una cáscara parecida a la del cacao, que tiene la consistencia y el sabor del haba.
Lejos de ser una pintura o una fotografía, el catálogo no disimula su carácter detrás de algún recurso descriptivo que involucre los sentidos o las emociones de los espectadores. La enumeración de árboles, frutos, arbustos, flores o animales tiende a ser exhaustiva, como si acabara de tomarse de algún manual de botánica o de zoología. Este inventario de objetos individualizados e identificados con un nombre y alguna «apreciable» cualidad no basta para crear una atmósfera de tierra fría o de tierra caliente. Ninguno de los objetos que pueblan los campos o los montes tienen tampoco una función narrativa. Están allí, artificiosamente, como los objetos muertos de un museo de historia natural. Las fórmulas de E. Díaz para el paisaje son las mismas fórmulas de algún viejo manual escolar olvidado. El elemento verista de los cuadros de costumbres de E. Díaz no reside en una copia fotográfica de la naturaleza. La atribución de veracidad pasa por la experiencia de otra forma de figuración, la de la pintura. El lenguaje costumbrista se esfuerza por aproximarse no a la realidad bruta sino a las formas de composición de los grabados de la época. Los cuadros de costumbres se pintaban literalmente o, según la divisa de E. Díaz, no_se~inventaban_sinQjq.ue^se_xopiaban. Ciertas realidades cotidianas trascendían su familiaridad por su cualidad pintoresca. En Eugenio Díaz son cuadros fijos,,reiterados, en jos que se ensaya una v
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otra vez. En el trapiche, el caney, la trilla, se esfuerza por reproducir las cualidades plásticas y crear una convención literaria equivalente al claro-oscuro, el movimiento violento y sudoroso, la confusión de bestias y hombres. La transposición en los diálogos del lenguaje popular es más directa. Aquí, el instrumento verbal se identifica de manera inmediata con la llaneza de su objeto. El oído de E. Díaz capta y reproduce con fidelidad sus cualidades plásticas. Pero este lenguaje, como el de las costumbres y el de los rituales colectivos en el trabajo y en el goce, estaba destinado a desaparecer. De allí que la obra de Eugenio Díaz aparezca como una etnografía elemental y no como lo que quería ser, la afirmación orgullosa y melancólica de una cultura.
este libro se terminó de imprimir en agosto de 1997 en los talleres de tercer mundo editores, era. 19 no. 14-45, tels.: 2772175 - 2774302 - 2471903. fax 2010209 apartado aéreo 4817 santafé de bogotá, Colombia.