En El Cemento, Una Rosa_por María José López Tavani

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BUSCANDO MI NORTE

1

EN EL CEMENTO UNA ROSA POR

MARIA JOSE LOPEZ TAVANI creadoresadn.blogspot.com

RELATO

EN EL CEMENTO, UNA ROSA © POR MARIA JOSE LOPEZ TAVANI 2

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“Está dormida, finge que duerme llega una mosca y se posa en su boca...”

S

e pone la musculosa, despacio, desviando la mirada del espejo, los pechos le dan asco, así, tan próximos al ombligo, tan marchitos como una flor que lleva días en un florero sin agua. Le queda pintada, piensa mientras se observa reina y evoca el boliche, el humo espeso de los habanos, el brillo de las lentejuelas, la cerveza tibia hasta que un galán le cambie la copa por otra. Se da vuelta. La cola está perfecta, el jean elastizado ajusta donde debe, resalta lo que en otras épocas fue uno de sus mayores encantos. Las piernas están demasiado flacas. El pantalón es largo, lo arremanga. Revuelve bollos que son remeras y vestidos en los estantes del placard. En su cara asoma una mueca cuando sus manos, deformadas en los nudillos, dan con un pedazo de seda. La mueca persiste y crece en una sonrisa que le recuerda: el jueves tiene dentista. Todavía no encontró el zapato exacto. Abre una bolsa de consorcio negra. Revuelve, se cansa. Abre otra. Y abre otra y la transpiración le muerde la frente, salta al párpado, aterriza en el mentón y se estrella en una bota roja. Encuentra los tacos peltre. Ahora la altura es digna, el pelo rubio y lacio parece más largo, el flequillo más corto. Abre el mueble del baño, lo cierra y se mira en el espejo de la puerta. Una pata de gallo intenta ocultarse tras una línea de crema. Busca el colorete. Así le llama, colorete. Tan rojo que sus cachetes recuerdan una playa de Acapulco. No se pinta los ojos. Siente que si lo hiciera las arrugas se identificarían con mayor claridad. Sólo rimel, apenas. Tiene las pestañas largas y negras, parecidas a las cejas en lo negras y delgadas.

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EN EL CEMENTO, UNA FLOR

La cola está perfecta, El jean elastizado ajusta donde debe, resalta lo que en otras épocas fue uno de sus mayores encantos. Las piernas están demasiado flacas. El pantalón es largo, lo arremanga. Revuelve bollos que son remeras y vestidos en los estantes del placard. En su cara asoma una mueca cuando sus manos, deformadas en los nudillos, dan con un pedazo de seda. La mueca persiste y crece en una sonrisa que le recuerda: el jueves tiene dentista. Todavía no encontró el zapato exacto.

Con las sandalias peltre avanza hacia el comedor, da saltos, y en un agujero del parquét el taco decide quedarse. Ella se enoja. Se lamenta. Hace fuerza y el taco sale. Ella sonríe. Festeja. Piensa que es sábado y la noche no es tan fría y Directorio parece, desde el ventanal, un comparsa de luces y autos. Aprieta el play del equipo. Nana Mouskouri canta Ave María y Susana prefiere evitarla, hoy la espera otra madrugada de baile y habanos y lentejuelas. Abre las 3 puertitas de vidrio que están debajo de la tele, tele que no funciona por un cable que no sabe bien cuál es ni porqué está roto. Pone un CD que tiene garabateado Compilado II. Suena un reggeton con violines y guitarra eléctrica. Lo interrumpe un ruido en la puerta de entrada, que aumenta, en la misma intensidad que la guitarra. Es una llave que intenta encontrar su cauce en la cerradura. -¡¡¡Pará que está rota!!! - Grita Susana. La puerta se abre. Entra una joven castaña, con pelo corto, pantalón roto, pulóver viejo; a su lado, un joven castaño, con pelo más corto, jean y campera verde militar. - Hola ma. - Hola hija, ¿cómo estás? Sofía entrega el cachete. Susana hace lo mismo. Ambas, simultáneamente, emiten el sonido de un beso. - Bien y vos. - Yo bien. - Mamá, él es Germán, mi novio. Susana mira las zapatillas sucias de Germán, el agujero del jean, el botón que falta en la campera, los pelos revueltos. Le ofrece el cachete. Sofía se escabulle al baño. Germán se queda junto a Susana, se rasca la barba, respira fuerte y una pelusa verde le sale de la nariz. Ella no se da cuenta. - Ya vengo. - Dice Susana. Se escucha el vacío, el picaporte roto de la pieza, el quejido de un sommier gastado. Susana agarra el control remoto. La televisión repite el capítulo donde Ana Camila y Carlos Alfredo se encuentran por azar en una playa. Los amantes se están besando y aparece Virginia -la ex esposa de Carlos Alfredo- y los apunta con un révolver mientras se acomoda el bretel rojo del vestido. Él se antepone a su amada, protegiéndola. Le grita a Virginia que ni la muerte podrá separarlos, el amor los unirá aún en aquel lugar nebuloso e incierto donde el Dios cristiano recibe a sus contribuyentes. Virginia escupe una carcajada con los ojos cerrados,

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con la cara apuntando al cielo pero sin perder nunca la puntería. Música de la película Drácula, primerísimo primer plano de la cara de cada uno y luego, del caño del révolver. Ana Camila sale de atrás de su amado, corre hasta la malvada y la enfrenta. Las mujeres comienzan a forcejear entre gritos, “no”, “maldita”, “vas a pagarla”, “es mío”. Entonces el estallido, la salida impune de la bala. En colores sepia aparece la cara de los amantes, debajo, el título de la novela: Una rosa en el cemento. A continuación, una mujer recomienda un detergente que dejará sus manos suaves y con olor a menta. Sofía prepara la mesa con el mantel cuadriculado, rosa y blanco, dos vasos de Coca-Cola y uno liso, tres servilletas verdes, los platos que usó desde que iba al colegio. Germán la mira y observa el departamento: un mueble de roble, con el centro de vidrio y los vidrios con ribetes dorados; un sillón cubierto por una sábana; tres cuadros de paisajes victorianos; una televisión de 29 pulgadas; un teléfono inalámbrico sobre un parlante. Germán observa a Sofía: se acerca desde atrás y la abraza. Tocan el timbre. Sofía atiende el portero. Bajo, dice y advierte las manchas negras del aparato que con detergente podrían evitarse. Baja Germán a buscar la pizza. Grita Sofía a su madre que la pizza está subiendo. Los chicos se sientan. Sofía espera con las manos en los bolsillos y la cabeza recostada en el hombro de su novio. Susana sale de la pieza. Se sienta, se para, desaparece unos instantes y vuelve a la mesa con el paquete de sal y la pastilla para la digestión. Las mujeres atacan la pizza como si la muzarella llevara años vedada en esa casa. Germán se pierde en los labios de Sofía y en los de Susana, se ahoga cuando la luz de la bombita ilumina el aceite. Labios brillosos, Boquitas Pintadas, piensa él, y sonríe y su novia le responde con otra sonrisa y Susana traga, casi sin masticar, el último pedazo de masa. -Mmmm, te conté que el sábado pasado lo vi a Máximo, estaba re lindo, tenía una camisa de esas que tienen la lagartijita, y unos pantalones… todo un señor, elegante él con… -Sí, me habías contado. - Interrumpe la hija y agarra el vaso de cerveza negra. -Y vino, yo estaba con Marta y con Luisa, pero viste lo que son esas dos, bueno, mejor lo dejo ahí, y me dijo “Hola Susana, qué linda estás esta noche”. -¿Y hoy salen con Marta? -Sí, viene más tarde, si no se estrola con el auto antes. Ríe Susana. Germán se queda mirando el mantel

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Germán cuenta las monedas para el colectivo. Sofía mira el ventanal de la Avenida Directorio. Se muerde el labio de abajo, los ojos húmedos. Se desviste. Esta vez no evita el reflejo, no se aleja, Susana lo resiste estática, congelada, sola, y escarba en los ojos negros que tiene el espejo. Se mete En el sándwich de sábanas viejas y frazada. Enciende la vela de la mesa de luz, agarra el celular y escribe un mensaje.

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5 rosa que es más corto que la mesa. Sofía se acomoda el flequillo - La pizza está buenísima. - Dice la hija. - Ayer estuve con tu tía. - Dice la madre. - ¿Con cuál? - Pregunta Sofía con los ojos fijos en los mechones largos, desconocidos, que salen del pelo de su madre. -Con Mónica, me invitó con los tickets a comer por Boedo, después nos fuimos al boliche, yo le pedí a Henry que… -¿Cómo estuvo? -Bien, viste cómo es tu tía, se tapa, le da vergüenza, yo le digo “Mónica, así no vas a engancharte nunca a un tipo” y me dice “¿Te parece?”. Sofía deja el vaso de cerveza y arrima la caja de Phillips Morris al plato. -Soy de Bahía Blanca. - Dice Germán. Espera. -De Bahía Blanca. - Contesta Susana, aunque no queda en claro si lo que hace es una pregunta o una afirmación, quizá por eso Sofía interviene.

Los jóvenes cruzan la puerta del departamento. Sofía agarra la mano de su novio, apretándola como un cangrejo aprieta un dedo intruso. Susana abre la canilla, deja los platos en remojo, deja la última gota de detergente en los platos. Apaga la luz de la cocina. Germán cuenta las monedas para el colectivo. Sofía mira el ventanal de la Avenida Directorio. Se muerde el labio de abajo, los ojos húmedos. Se desviste. Esta vez no evita el reflejo, no se aleja, Susana lo resiste estática, congelada, sola, y escarba en los ojos negros que tiene el espejo. Se mete en el sándwich de sábanas viejas y frazada. Enciende la vela de la mesa de luz, agarra el celular y escribe un mensaje. Atrás de la vela hay una estampita, la imagen de San Expedito. Ese santo fue un soldado romano al cual se le apareció un cuervo y le dijo “Cras Cras Cras” y entonces, el soldado hizo polvo al cuervo con el pie diciendo “Hodie Hodie Hodie” y cargó en sus huesos la bandera de un dios distraído y olvidadizo, y cambió su nombre por uno compuesto.

-De Bahía Blanca. Un rato después la salida; los cachetes fríos, el ruido corto y forzado; un gracias y un hasta luego; una llave que intenta -esta vez- desde adentro, y un grito que avisa -otra vez- que la cerradura no funciona.

Al lado del soldado están las fotos: Sofía, con dos kilos y medio envuelta en una batita blanca; Sofía, con dos colitas y un chupete rosa en una plaza de Floresta; Sofía, con flequillo, pelo largo y suelto, sin algunos dientes y con su primer guardapolvo.

“…Y sin embargo, mi mundo termina en ella.” Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota

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