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favor en contra

27/11/06

20:03

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una defensa de

daniela rea

amo las hamburguesas

ilustraciones de jimmy sánchez chirinos

a favor y en contra

una diatriba de

odio las hamburguesas porque han convertido el ritual de la comida en un servicio veloz que equivale a llenar tu cuerpo de combustible

porque son las villanas perfectas: se dice que son comida para estúpidos, venenosas y banales pero, por encima de todo, son seductoras y sabrosas

mo las hamburguesas porque no necesitas saber buenos modales para disfrutarlas: las devoras con las manos, de la manera más primitiva, y si te ensucias la boca o la ropa, sólo demostrarás que has sido absolutamente feliz. Amo las hamburguesas porque te ahorran el trabajo de pensar: si no tienes tiempo que perder eligiendo un almuerzo complicado o preparando una cena, entonces quizá sea el momento indicado para coger el teléfono y pedir una hamburguesa por delivery. También como hamburguesas porque son portátiles: puedes disfrutarlas cuando caminas, en el metro, en el automóvil, a escondidas durante una clase o mientras trabajas en la oficina. Las hamburguesas te permiten hacer un picnic a cualquier hora y donde te dé la gana, y disfrutar del delito de comer donde no se debe. Las defiendo porque son una fuente permanente e injusta de terrorismo urbano. Se dice que están hechas con gusanos de tierra, carne de rata, cartón o pegamento; pero a pesar de que siempre hay alguien que te cuenta que comió una hamburguesa detestable, los verdaderos fanáticos las seguiremos consumiendo sin que importe mucho la propaganda en contra. Quizá lo malo de ellas es que sean muy sabrosas y versátiles: las hay de res, de pollo, de camarón, de salmón, vegetarianas, de lentejas, de arroz y de lo que tú quieras poner entre dos trozos de pan. Las adoro porque, gracias a ellas, incluso quienes las detestan pueden aprender a mejorar sus hábitos alimenticios. Basta ver el documental de Morgan Spurlock, SUPER SIZE ME, para entender el daño que pueden causar si uno las come todos los días: tu nivel de colesterol en la sangre aumentará y correrás el riesgo de sufrir un paro cardíaco y hasta dismi-

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nuirán tus deseos de hacer el amor. Pero recuerda: lo malo siempre es el exceso, no las hamburguesas. Las amo porque representan tanto la habilidad del imperialismo gringo para expandir sus negocios (léase McDonald’s en China) como la incapacidad de otros países por globalizar sus propios platillos. Una hamburguesa puede ser tan vulgar que la encuentras en cualquier puesto callejero, y tan sofisticada como las sirven en los mejores restaurantes de Nueva York. ¿Te preguntas por las hamburguesas más costosas del mundo? El restaurante Estik de Madrid ofrece una por ciento nueve dólares que está preparada con cortes de solomillo de bueyes criados en Japón. Y hay que pensarlo varias veces antes de llamar comida chatarra a la hamburguesa que el restaurante DB Bistro Moderne, en Manhattan, pone frente a tus ojos por ciento veinte dólares: está rellena de carne de costillas asadas durante doce horas, combinadas con vino tinto, trufas negras y papas. Hasta los economistas suelen sacar provecho de las hamburguesas: la revista inglesa THE ECONOMIST inventó el índice Big Mac –inspirándose en la clásica combinación de la cadena McDonald’s– para medir el costo de vida en distintos países. ¿Cuántos dólares necesitas para comprar una hamburguesa? En Estados Unidos, dos dólares y cincuenta centavos. En Malasia, poco más de un dólar. En Israel casi cuatro dólares. ¿No es adorable que estén en todas partes? Sin embargo, las hamburguesas son las villanas perfectas: se dice que son comida para estúpidos, venenosas, banales, pero por encima de todo son seductoras y sabrosas. Las exageraciones, al igual que las ideologías, no saben a nada. Al final de cuentas, una hamburguesa siempre será un encantador pedazo de carne con pan.

jorge salazar

dio las hamburguesas porque quienes las venden quieren convertir la rapidez en una categoría gastronómica: el mejor platillo no es el que sabe mejor sino la hamburguesa que puedes engullir al instante, de pie, de un bocado, sin mirar a nada más que a ese grasiento objeto del deseo, como un autista que jamás se preguntará qué diablos es lo que está comiendo cuando come una hamburguesa. No me gustan las hamburguesas porque han convertido el ritual de la comida en un servicio veloz que equivale a llenar tu cuerpo de combustible: come rápido y deja que pase el siguiente. Detesto los McDonald’s y todos los establecimientos dedicados al consumo exclusivo de comida rápida porque son una muestra del estilo que las transnacionales imponen como forma de vida: allí los seres humanos no tienen la oportunidad de escoger. O, peor aun, sólo pueden escoger entre las posibilidades que los dueños ya han elegido antes por ellos. El mito de la creatividad a la carta: con papas o sin papas, con ensalada o sin ella. Quien ingresa a un local de comida rápida no puede meditar ni pensar en nada: paga, come y se marcha. Detesto las hamburguesas porque –más allá de su sabor– esos productos me hacen sentir como un robot que comulga para su propia destrucción o como un imbécil educado para alimentar transnacionales. Pero, cuidado, la hamburguesa no es un invento norteamericano. Fueron los jinetes mongoles los primeros dueños de la receta. Esos guerreros medievales colocaban los trozos de carne cruda en las sillas de sus cabalgaduras,

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y de esa manera se ahorraban el trabajo de cocinar cuando partían a conquistar otros pueblos. Se trataba de una comida rápida primitiva y elemental que les permitía grandes desplazamientos. Mil años después, en la era de los automóviles y las autopistas, la cadena norteamericana de cafés The Moms and Dads Coffees se apropió de aquel invento mongol y aportó una novedad: pusieron los trozos de carne a la plancha y contrataron camareras en patines para que el servicio a los clientes fuese aún más veloz. Por eso odio las hamburguesas, porque son el símbolo gastronómico de una cultura que adora lo rápido, lo efímero y se conforma con cualquier cosa nada memorable. Las hamburguesas representan el punto más alto de la comida industrializada: te las sirven en envolturas de cartón, las acompañas con gaseosas que burbujean en vasos de plástico y, después del festín, debes limpiarte la boca con servilletas de papel. ¿No se merecen que las califiquen como comida chatarra? No como hamburguesas porque son alimentos que jamás estuvieron pensados para hacer feliz a nadie: sólo cumplen la función de llenarte el estómago como si tú fueras un animal de granja al que sólo se puede satisfacer con una buena cantidad de comida, cuando lo esencial de los alimentos es el sabor y la alegría y la aventura que producen en el paladar. Yo como para ser feliz. Por eso odio las hamburguesas, y también porque detrás de ellas se oculta un fenómeno económico perverso: la gente se alimenta de hamburguesas porque son productos baratos que permiten ahorrar dinero a costa de la salud. etiqueta negra 31

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