La Trayectoria Latinoamericana A La Modernidad

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ENSAYO

LA TRAYECTORIA LATINOAMERICANA A LA MODERNIDAD* Jorge Larraín

La modernidad, además de sus múltiples dimensiones de contenido, ha seguido diversas rutas históricas. Jorge Larraín explora en este trabajo la trayectoria latinoamericana como una forma específica y diferente de otras. En contra de la idea de que la modernidad en América Latina constituye una opción alternativa a nuestra identidad o en conflicto con ella, el autor sostiene que la travesía latinoamericana hacia la modernidad es simultáneamente parte importante del proceso de construcción de identidad: no se opone a una identidad ya hecha, esencial, inamovible y constituida para siempre en un pasado premoderno, ni implica la adquisición de una identidad ajena.

E

l tema de la modernidad en América Latina está lleno de paradojas históricas. Fuimos descubiertos y colonizados en los albores de la modernidad europea y nos convertimos en el “otro” de su propia identidad, pero fuimos mantenidos deliberadamente aparte de sus principales procesos

JORGE LARRAÍN. Doctor en Sociología, Universidad de Sussex. Profesor e Investigador de ILADES. Profesor de Teoría Social, University of Birmingham, Reino Unido. Ex director del Departamento de Estudios Culturales de la misma universidad. Autor de varios libros en inglés y recientemente en castellano de Modernidad, razón e identidad en América Latina (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1996). *

Este artículo se ha escrito en relación con el Proyecto FONDECYT Nº 1960050.

Estudios Públicos, 66 (otoño 1997).

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por el poder colonial. Abrazamos con entusiasmo la modernidad ilustrada al independizarnos de España, pero más en su horizonte formal, cultural y discursivo que en la práctica institucional política y económica, donde por mucho tiempo se mantuvieron estructuras tradicionales y/o excluyentes. Cuando por fin la modernidad política y económica empezó a introducirse en la práctica durante el siglo XX, surgieron sin embargo las dudas culturales acerca de si realmente podíamos modernizarnos adecuadamente o de si era acertado que lo hiciéramos siguiendo los patrones europeos y norteamericanos. Se ampliaron los procesos modernizadores en la práctica pero surgió la pregunta inquietante acerca de si podíamos llevarlos a cabo en forma auténtica. De este modo podría decirse que nacimos en la época moderna sin que nos dejaran ser modernos; cuando pudimos serlo, lo fuimos sólo en el discurso programático y cuando empezamos a serlo en la realidad, nos surgió la duda de si esto atentaba contra nuestra identidad. Desde principios del siglo XIX la modernidad se ha presentado en América Latina como una opción alternativa a la identidad tanto por aquellos que sospechan de la modernidad ilustrada como por aquellos que la quieren a toda costa. El positivismo decimonónico, por ejemplo, quería el “orden y progreso” que la Ilustración podía darnos, y por eso se oponía fuertemente a la identidad cultural indo-ibérica prevaleciente. Su afán modernizador llegaba hasta el extremo de desconfiar de los propios elementos raciales constitutivos indígenas y negros porque supuestamente no tenían aptitudes para la civilización1. De un modo similar, aunque dejando de lado los aspectos racistas, Claudio Véliz aboga hoy día por la modernidad de tipo anglosajón que está llegando a América Latina, en la medida en que nuestra identidad barroca, bombardeada por artefactos de consumo, ha empezado a desaparecer en los años noventa2. Pero también aquellos que se oponen a la modernidad ilustrada en el siglo XX lo hacen en función de nuestra supuesta identidad de sustrato religioso, indígena o hispánico3. Morandé, por ejemplo, critica los intentos 1

Autores tales como J. Prado, J. Gil Fortoul, C. O. Bunge, J. Ingenieros, J. B. Alberdi, D. F. Sarmiento propiciaban abiertamente la inmigración europea blanca para mejorar nuestra raza. Véase sobre esto O. Terán (ed.), América Latina: Positivismo y nación (México: Editorial Katún, 1983). 2 Véase C. Véliz, The New World of the Gothic Fox: Culture and Economy in English and Spanish America (Berkeley: University of California Press, 1994). 3 Se incluyen aquí diversas formas de indigenismo, hispanismo y tradicionalismo religioso, en las que destacan autores tales como Jaime Eyzaguirre, Osvaldo Lira y Pedro Morandé. E. Bradford Burns es aquí un caso especial porque, aunque acepta que la modernidad triunfó en América Latina, lo hizo a costa de la identidad y bienestar del pueblo. Véase su libro The Poverty of Progress: Latin America in the Nineteenth Century (Berkeley: University of California Press, 1980)

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modernizadores en América Latina porque niegan nuestra verdadera identidad. La modernización, tal como ha ocurrido en América Latina, sería antitética con nuestro ser más profundo en la medida en que ha buscado su último sostén en el modelo ilustrado racional europeo4. Entre estos dos extremos están aquellos, como Octavio Paz y Carlos Fuentes, que sin oponerse ni adherir explícitamente a la modernidad ilustrada, tratan de mostrar cuán difícil ha sido el proceso de modernización latinoamericano debido al legado hispánico barroco, hasta el punto de que, para Fuentes, “somos un continente en búsqueda desesperada de su modernidad”5, y según Paz, desde principios del siglo XX estaríamos “instalados en plena pseudomodernidad”6 . De algún modo, nuestra identidad habría dilatado la búsqueda de modernidad o habría permitido que alcanzáramos sólo un remedo de modernidad. Es curioso comprobar cómo, a pesar de las diferencias entre todos estos autores y de sus posturas favorables, indiferentes u opuestas a la modernidad, todos ellos la conciben como un fenómeno eminentemente europeo que sólo puede entenderse a partir de la experiencia y autoconciencia europeas. Por lo tanto, se supone que es totalmente ajena a América Latina y sólo puede existir en esta región en conflicto con nuestra verdadera identidad. Algunos se oponen a ella por esta razón y otros la quieren imponer a pesar de esta razón, pero ambos reconocen la existencia de un conflicto que hay que resolver en favor de una u otra. Tanto la modernidad como la identidad se absolutizan como fenómenos de raíces contrapuestas. En oposición a estas teorías absolutistas que presentan a la modernidad y a la identidad como fenómenos mutuamente excluyentes en América Latina, quiero mostrar su continuidad e imbricación. El mismo proceso histórico de construcción de identidad es, desde un determinado momento, un proceso de construcción de la modernidad. Es cierto que la modernidad nace en Europa, pero Europa no monopoliza toda su trayectoria. Precisamente por ser un fenómeno globalizante, es activa y no pasivamente incorporada, adaptada y recontextualizada en América Latina en la totalidad de sus dimensiones institucionales. Que en estos mismos procesos e instituciones hay diferencias importantes con Europa, no cabe duda. América Latina tiene una manera específica de estar en la modernidad. Por eso nuestra modernidad no es exactamente igual que la europea; es una mezcla, es 4

Véase P. Morandé, Cultura y modernización en América Latina, Cuadernos del Instituto de Sociología (Santiago: Universidad Católica de Chile, 1984). 5 Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo: Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana (Madrid: Narrativa Mondadori, 1990), pp. 12-13. 6 Véase O. Paz, El ogro filantrópico (México: Joaquín Mortiz, 1979), p. 64.

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híbrida, es fruto de un proceso de mediación que tiene su propia trayectoria; no es ni puramente endógena ni puramente impuesta; algunos la han llamado subordinada o periférica7. Por esta razón no sólo está el error de los que creen que la modernidad es imposible en Latinoamérica, sino también el error, bastante frecuente, de los que creen que vamos a llegar a la misma modernidad europea o norteamericana. Este error fue impulsado en los años cincuenta por algunas de las teorías de la modernización de origen norteamericano, que pensaban que estábamos en tránsito desde la sociedad tradicional a la sociedad moderna y que constituían a las propias sociedades industriales avanzadas en el modelo ideal que los países atrasados alcanzarían inevitablemente, siguiendo una ruta de transición que repetía las mismas etapas ya recorridas por ellas. En muchas de las posiciones neoliberales contemporáneas en Latinoamérica está implícita la idea de que la aplicación de políticas económicas apropiadas es la condición suficiente de un desarrollo acelerado, que inevitablemente nos llevará a una modernidad similar a la norteamericana o europea. Pero no basta con afirmar que América Latina tiene una manera específica de estar en la modernidad. Es necesario mostrar en qué difieren o se asemejan la trayectoria latinoamericana a la modernidad y otras trayectorias; hay que intentar también establecer al menos algunos elementos específicos que caracterizan nuestra modernidad actual. El propósito de este trabajo es precisamente explorar, de manera más concreta, cuáles son los elementos definitorios de la trayectoria latinoamericana a la modernidad en contraste con la europea y en qué consiste la manera específicamente latinoamericana de estar en la modernidad. Intentará también explicar por qué, si la modernidad y la identidad no son fenómenos excluyentes, ha existido una tendencia tan marcada a lo largo de nuestra historia a considerar a la modernidad como algo externo y opuesto a nuestra identidad. Trayectorias históricas de la modernidad Desde el punto de vista de su evolución histórica, la modernidad es un proceso complejo que sigue diversas rutas8. Con frecuencia se cree que 7 J. J. Brunner, Cartografías de la modernidad (Santiago: Dolmen, 1994), p. 144. Cristián Parker se ha referido también a una “modernización periférica” en América Latina. Véase su libro Otra lógica en América Latina: Religión popular y modernización capitalista (Santiago: Fondo de Cultura Económica, 1993), capítulo 3. 8 La idea de diversas trayectorias hacia la modernidad ha sido desarrollada por G. Therborn, European Modernity and Beyond (Londres: Sage, 1995), y por P. Wagner, A Sociology of Modernity, Liberty and Discipline (Londres: Routledge, 1994).

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la modernidad es un fenómeno esencialmente europeo occidental y se olvida su tendencia globalizante, que la hace expandirse por todo el mundo, viéndose obligada a conectarse con realidades diferentes, adquiriendo así configuraciones y trayectorias diferentes. Sin duda, la modernidad nace en Europa y constituye un punto de referencia obligado de los procesos modernizadores en el resto del mundo, pero sigue distintas rutas en Japón y el sudeste asiático, en América del Norte y Australia, en África y, por último, en América Latina9. Se pueden distinguir así al menos cinco rutas diferentes que divergen sobre todo en sus comienzos pero que, a medida que avanza la globalización, empiezan a converger. Hacer un análisis acabado de estas cinco trayectorias está más allá de las posibilidades de este trabajo; por eso, después de mencionar en forma muy breve y general algunas características que distinguen a las trayectorias norteamericana, japonesa, africana y europea, nos concentraremos en la de Latinoamérica. La trayectoria norteamericana a la modernidad es históricamente la más cercana a la europea y el resultado de un verdadero trasplante cultural a otra tierra10, pero se diferencia de la europea porque su progreso inicial es retardado por el poder colonial inglés hasta la independencia. Una vez lograda la independencia, el proceso de construcción de la modernidad continúa siendo diferente del europeo, porque Estados Unidos parte sin el peso del régimen antiguo europeo y, por lo tanto, casi no conoce restricciones a la participación política y la cuestión social se presenta allí en forma muy atenuada11. La trayectoria hacia la modernidad de África es muy distinta porque parte de una imposición colonial del capitalismo, a fines del siglo XIX, con la expansión del imperio británico, que aplasta por la fuerza un modo de vida tradicional y tribal. Mientras la modernidad latinoamericana comenzó 9 Esta clasificación de trayectorias difiere de la propuesta por G. Therborn y de la usada por C. Marín en su tesis doctoral. Therborn propone cuatro rutas: la europea, la de los mundos nuevos (incluyendo Norteamérica y Sudamérica), la de la zona colonial (África y el Pacífico del sur) y la de los países de modernización inducida externamente (Japón) (ibídem, pp. 5-6). Marín distingue al menos cinco trayectorias: Europa Occidental, América del Norte y Australia, Europa del Este y la Unión Soviética, América Latina y finalmente Japón y el sudeste asiático. Difiero de Therborn porque pienso que Norteamérica y Sudamérica no pueden ubicarse en la misma trayectoria. Con respecto a Marín, creo que Europa del Este es sólo un subgrupo iniciado en 1945 de una trayectoria europea común de cuatro siglos y medio; además es necesario considerar a África. 10 La idea de un trasplante cultural o de “pueblos trasplantados” ha sido desarrollada por Darcy Ribeiro para dar cuenta de la radicación de europeos emigrados que desean reconstituir el estilo de vida de su cultura en otro continente, pero con mayor libertad y mejores perspectivas. Véase Las Américas y la civilización (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992), p. 377. 11 Sobre esto véase P. Wagner, op. cit., p. 53.

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con la independencia en los albores del sigo XIX, la modernidad africana comenzó con su colonización y se desarrolló bajo el poder colonial hasta la segunda mitad del siglo XX. Sufre, por lo tanto, de todos los traumas e inestabilidades que se originan en una situación colonial muy cercana. Un problema importante de la modernidad africana es que muchos de los países africanos son creaciones artificiales que surgieron sumando territorios a conveniencia de los conquistadores, pero sin tomar en cuenta importantes divisiones tribales y culturales que aún subsisten. También Japón tiene una trayectoria especial a la modernidad impulsada por su propia clase dominante tradicional como una manera de impedir los intentos colonizadores de Occidente. El proceso comienza bien avanzado el siglo XIX con la restauración Meiji de 1868. Esta nueva elite quería mantener un modo tradicional de vida, pero organizando una economía y un Estado modernos. Para esta elite era indispensable pasar de un sistema semifeudal a uno moderno, como una necesidad de supervivencia nacional. Sin modernización, los europeos terminarían por apoderarse del país y convertirlo en una colonia, como estaba pasando con otros países asiáticos. La política anterior de aislamiento adoptada por el régimen Tokugawa había dado resultados por algún tiempo, pero ya a mediados del siglo XIX los países europeos estaban agresivamente “abriendo” toda Asia al comercio internacional y habían forzado a Japón a firmar algunos tratados en que se concedían privilegios comerciales a los extranjeros. La reacción Meiji fue tratar de oponerse a la penetración foránea adoptando los mismos métodos e instrumentos de los extranjeros. La modernidad europea comienza a partir de procesos endógenos y en forma incipiente alrededor del siglo XVI y se consolida con la Ilustración en el siglo XVIII. Se podría decir que la trayectoria de la modernidad europea evoluciona históricamente en cinco fases. Desde principios del siglo XVI hasta el final del siglo XVIII se da una etapa precursora, en que la modernidad existe más como el ideario de algunos filósofos y tanto los avances materiales y políticos como los niveles de conciencia popular son bajos. La segunda fase, a partir de la ola revolucionaria de fines del siglo XVIII, cubre todo el siglo XIX. En lo económico se caracteriza por la revolución industrial y este proceso industrializador más las luchas organizadas de la clase obrera son los que llevan a la apertura política del sistema. En este período las ideas de la Ilustración configuran más precisamente la modernidad. La vida política comienza a democratizarse y un público más amplio comparte la experiencia de vivir una época nueva y revolucionaria. Sin embargo, es todavía importante la distancia entre el proyecto de la modernidad, en cuanto discurso organizado que establece un verdadero

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imaginario de la modernidad, y las prácticas sociales e instituciones modernas que cada sociedad ha logrado realmente implementar y desarrollar12. De allí que la tercera fase, desde comienzos del siglo XX hasta 1945, sea de crisis y transición. Las ambigüedades del proceso modernizador, con sus promesas teóricas y exclusiones prácticas y las mismas críticas que estas inconsistencias despertaron, conducen a un proceso de readecuación de la modernidad en que la “cuestión social” asume una importancia fundamental13. Los principios liberales son sometidos a crítica y se piensa ahora en la creación de un Estado de bienestar para todos los ciudadanos. Estas ideas se consolidan en la práctica, en una cuarta etapa que va desde 1945 hasta 1973. Se crea así lo que Wagner ha llamado la modernidad organizada, la época de oro del capitalismo14. Como es sabido, sin embargo, esta etapa de estabilidad y crecimiento económico y de consolidación de la modernidad organizada termina hacia fines de la década de los 60 y la modernidad entra, una vez más, en crisis. En la raíz de esta segunda crisis de la modernidad existe un problema económico y de acumulación.

La trayectoria latinoamericana a la modernidad La modernidad latinoamericana comienza en cambio más tarde, a principios del siglo XIX, con la independencia, porque España y Portugal lograron impedir su expansión durante tres siglos. No se da un trasplante cultural casi sin trabas desde Europa como en Norteamérica, pero sí una influencia importante de las ideas matrices de la Ilustración que deben enfrentar y readecuarse a un polo cultural indo-ibérico bastante resistente. Su primera fase durante el siglo XIX podría denominarse, con un cierto grado de contradicción, oligárquica, por su carácter restringido. Vale la pena destacar dos rasgos de esta etapa. Primero, en esta fase se adoptan ideas liberales, se expande la educación laica, se construye un Estado republicano y se introducen formas democráticas de gobierno, pero todo esto con extraordinarias restricciones de hecho a la participación amplia del pueblo. Segundo, a diferencia de la trayectoria europea, la industrialización se pospone y se sustituye por un sistema exportador de materias primas que mantiene el atraso de los sectores productivos. De este modo, la modernidad latinoamericana durante el siglo XIX fue más política y cultural que económica y, en general, bastante restringi12

Ibídem, p. 4. Ibídem, p. 58 14 Ibídem, pp. 73 y ss. 13

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da. Con todo, y a pesar de sus limitaciones, las modernizaciones logradas van de la mano con la reconstitución de una identidad cultural en que los valores de la libertad, de la democracia, de la igualdad racial, de la ciencia y de la educación laica y abierta experimentan un avance considerable con respecto de los valores prevalecientes en la colonia. No se trata de que los nuevos valores y prácticas ilustradas hayan desplazado totalmente al polo cultural indo-ibérico, pero sí lo modificaron y readecuaron en forma importante. Para los propulsores de la modernidad de esa época, ella podía lograrse sólo en la medida en que el ethos cultural indo-ibérico fuera radicalmente reemplazado y, para muchos de ellos, esto requería incluso un mejoramiento de la raza. La segunda fase durante la primera mitad del siglo XX coincide históricamente con la primera crisis de la modernidad europea y de alguna manera la refleja, sólo que en América Latina las consecuencias son específicas: el poder oligárquico empieza a derrumbarse, la llamada “cuestión social” se hace urgente, vienen regímenes de carácter populista que incorporan a las clases medias al gobierno y se inician procesos de industrialización sustitutiva. Así entonces, mientras en Europa se vive la primera crisis de la industrialización liberal, en América Latina se vive la crisis terminal del sistema oligárquico y se comienza una industrialización sustitutiva con algún éxito. Esto significa, como lo ha sostenido Mouzelis, que el fin del régimen oligárquico ocurrió en un contexto preindustrial y que, por lo tanto, la apertura del sistema político no incluyó la participación activa de las clases trabajadoras organizadas, como en Europa, sino que tendió a incorporar a las clases medias a las estructuras de poder15. Es esta peculiaridad la que explica el surgimiento de regímenes populistas y la subsistencia de formas políticas personalistas y clientelistas. Esta etapa de crisis y cambio en América Latina va acompañada en sus comienzos del surgimiento de una conciencia antiimperialista16, de una valorización del mestizaje17, de una conciencia indigenista acerca de la discriminación de los indios18 y de una creciente conciencia social sobre los problemas de la clase obrera. Más tarde y en el contexto de la gran depresión, esta época difícil parece promover discursos y ensayos de carácter

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N. Mouzelis, Politics in the Semi-Periphery (Londres: Macmillan, 1986), p. xvi. Especialmente con respecto a las actividades de Estados Unidos. Véase J. E. Rodó, Ariel (Salamanca: Anaya, 1976). 17 Véase J. Vasconcelos, La raza cósmica (Barcelona: S. A., 1927). 18 Autores importantes de esta tendencia, aunque algunas veces con puntos de vista diferentes, son L. E. Valcárcel, M. González Prada, J. C. Mariátegui, H. Castro Pozo, V. R. Haya de la Torre, V. Lombardo Toledano y G. Aguirre Beltrán. 16

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bastante pesimista que acentúan los rasgos negativos de nuestra identidad19 o sueñan con rescatar los rasgos hispánicos de nuestro carácter20. Se ve así cómo una etapa de cambios económicos y políticos importantes va acompañada también de nuevas formas de conciencia social y de una búsqueda de identidad que ensaya varios caminos pero que, en todo caso, ha abandonado las certezas decimonónicas y que, en algunos casos significativos, intenta afirmar una identidad latinoamericana contra la modernidad. Sin embargo, la línea gruesa promoderna de apertura política, derechos sociales e industrialización es en la práctica el eje en torno al cual giran los grandes debates y los procesos de identidad básicos. La tercera fase, desde fines de la segunda guerra mundial, consolida democracias de participación más amplia e importantes procesos de modernización de la base socioeconómica latinoamericana. Entre ellos destaca la industrialización, la ampliación del consumo y del empleo, la urbanización creciente y la expansión de la educación. Las teorías de la modernización y el pensamiento de CEPAL son recibidos y aplicados en todos lados. Se desarrollan Estados intervencionistas y proteccionistas que controlan casi toda la vida económica y que al mismo tiempo consolidan algunos aspectos del Estado de bienestar en salud, seguridad social, habitación y vivienda. Con todo, los beneficios de la modernidad están altamente concentrados y las grandes masas continúan excluidas. Aunque esta fase coincide con la etapa de capitalismo organizado en Europa y tiene varios rasgos comunes, muestra también importantes diferencias. En primer lugar, el rol del Estado en la promoción del proceso de industrialización es mucho más marcado que el de la iniciativa privada. Segundo, la participación del capital extranjero es crecientemente más importante que la del capital nacional (el proteccionismo beneficia más a las corporaciones multinacionales que a las nacionales), lo que lleva a muchos autores a plantear teorías de la dependencia. Tercero, los elementos de Estado de bienestar que se han introducido por los gobiernos populistas y los avances de la industrialización no cubren a toda la población, como en

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De este período son, por ejemplo, las tesis acerca del resentimiento de los latinoamericanos, acerca de la duplicidad del carácter boliviano y acerca de la personalidad doble y resentida de los mexicanos. Véase respectivamente Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa (Buenos Aires: Editorial Losada, 1946); Alcides Arguedas, “Pueblo enfermo” en J. Siles Guevara, Las cien obras capitales de la literatura boliviana (La Paz: Editorial Los Amigos del Libro, 1975), y Octavio Paz, El laberinto de la soledad (México: Fondo de Cultura Económica, 1959). 20 Véase J. Eyzaguirre, Hispanoamérica del dolor (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1947), y O. Lira, Hispanidad y mestizaje (Santiago: Editorial Covadonga, 1985).

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Europa, y una importante masa de pobres marginados y excluidos crece alrededor de las grandes ciudades. La comparación con la trayectoria asiática a la modernidad es en este punto interesante. Mientras en Asia se desarrollan tecnologías altamente automatizadas y flexibles, fuertemente apoyadas desde el Estado con vistas al mercado internacional, en América Latina el proceso de industrialización se contenta con tecnologías de segundo orden, en parte porque su horizonte es sólo el mercado nacional protegido y en parte porque el Estado no asume el rol prioritario de promover una capacidad tecnológica nacional. De allí que el éxito de la industrialización haya dependido en gran parte del tamaño del mercado interno. En el caso de Brasil y México, los países de mercado más grande, la competencia interna y las economías de escala permitieron niveles internacionales de competitividad21. En el resto de América Latina la producción industrial fue de alto costo y de muy poca demanda. Aun con sus deficiencias y problemas, el avance de la modernidad en la posguerra es notable y muestra la continua importancia cultural de las ideas racionalistas y desarrollistas europeas y norteamericanas. Es en esta época cuando se consolida en América Latina una conciencia general sobre la necesidad del desarrollo. Sea en el pensamiento de la sociología de la modernización de origen norteamericano o en el pensamiento contestatario autóctono, que desarrollaron la teoría de la dependencia y algunos intentos socialistas, o sea en el más reciente neoliberalismo, la premisa básica continúa siendo el desarrollo y la modernización como único medio para superar la pobreza. Sin embargo, en todas estas posiciones subsiste la idea de que la modernidad es algo esencialmente europeo o norteamericano que América Latina debe adquirir. La importancia cultural de este hecho y su impacto sobre los procesos de construcción de identidad no deben ser subestimados. A fines de los años sesenta se entra en una nueva etapa de crisis que coincide con la segunda crisis de la modernidad europea: se estanca el proceso de industrialización y desarrollo, viene la agitación social y laboral. Mientras en Europa se eligen gobiernos de derecha que buscan limitar el poder y el gasto del Estado, en América Latina se cae en dictaduras militares que demuestran la precariedad de las instituciones políticas modernas latinoamericanas, en comparación con las europeas. Se muestran incapaces de canalizar y absorber las protestas y problemas políticos dentro de una cierta estabilidad. Es efectivo que las dictaduras abren camino a una nueva 21 Véase R. Gwynne, “Industrialization and Urbanization”, en D. Preston (ed.), Latin American Development (Londres: Longman, 1996), p. 220.

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etapa globalizada de desarrollo y modernización económica. Sin embargo, desde el punto de vista de la modernidad política y social, las dictaduras significan un retroceso importante en la medida en que son antidemocráticas, violan los derechos humanos, impiden la participación social y sistemáticamente buscan destruir las organizaciones sociales representativas de los sectores más desposeídos. Subsiste así una importante exclusión de amplios sectores sociales. Esta segunda crisis de la modernidad en parte explica y coincide con una crisis de identidad bastante profunda que está, una vez más, marcada por el pesimismo y las dudas acerca de si el camino de la modernidad que se ha seguido ha sido errado. Surgen así en los años ochenta neoindigenismos, concepciones religiosas de la identidad latinoamericana e incluso formas de posmodernismo, todos los cuales son profundamente críticos de la modernidad. Sin embargo, por más serios que sean estos ataques a la modernidad, el proyecto de avanzar rápidamente en la senda de la modernidad continúa imponiéndose y ahora con un sesgo más radical influido por el neoliberalismo. En esta época llega a su culminación el síndrome que detectábamos en la introducción a este artículo: se produce un enfrentamiento entre partidarios y contrarios de la modernidad, pero muchos parecen compartir la idea de que ésta es algo externo que hay que impedir que llegue o que hay que traer a toda costa. La etapa que se abre después del fin de las dictaduras continúa con la modernización económica acelerada de signo neoliberal, reafirmando economías abiertas al mercado mundial, con Estados más reducidos en su gasto y con un control más consistente de las grandes variables macroeconómicas. Las políticas de mercado libre y economía abierta producen en un primer momento un descenso significativo de la producción y empleo industriales. Algunos países, como México y Brasil, logran en un segundo momento expandir sus exportaciones industriales para compensar la competencia de las manufacturas extranjeras. El resto, en cambio, sigue un modelo laissez faire más radical que, aunque logra diversificar las exportaciones sobre la base de productos primarios, hace más permanente la baja de la producción y empleo industriales. En esto la trayectoria a la modernidad de la mayoría de los países latinoamericanos (con la excepción de México y Brasil) es muy diferente de la de los países asiáticos, donde el Estado asume un rol muy importante en la adquisición y adaptación de tecnologías de punta y en la promoción de las exportaciones industriales. Chile es uno de los casos más marcados de una política exitosa de exportaciones diversificadas donde, sin embargo, el GDP (producto doméstico nacional) industrial manufacturero bajó del 26% al

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21% entre 1970 y 1991, mientras en la mayoría de los países de la región aumentaba22. Estos procesos económicos ocurren ahora en un contexto político que revaloriza la democracia y la participación y pone especial énfasis en el respeto a los derechos humanos. La nueva etapa continúa políticas económicas abiertas pero, a diferencia de Europa, tiene que empezar por modernizar y democratizar las estructuras del Estado. En esta tarea se ha avanzado bastante, pero subsisten aún problemas. Es propio de la trayectoria latinoamericana a la modernidad el tener que remodernizar y asentar en los años noventa las estructuras políticas de convivencia que se habían roto. Este proceso de perfeccionamiento aún no termina. De este modo, se pueden apreciar tanto las diferencias entre las distintas trayectorias a la modernidad como el hecho de que, debido a la aceleración del proceso de globalización, esas diferencias comienzan a converger, hasta el punto de que, en términos generales, las nuevas etapas son comunes, aunque dentro de ellas existan naturalmente repercusiones y consecuencias específicas. Son estas últimas las que debemos analizar ahora.

Elementos específicos de la modernidad tardía en América Latina Sería muy difícil hacer un análisis completo y exhaustivo de las características específicas de la modernidad latinoamericana actual. Pero tal como anotamos en la introducción, no basta afirmar que América Latina tiene un modo específico de estar en la modernidad. Hay que mostrar en qué consiste esa especificidad. En parte esto ya lo hemos hecho desde una perspectiva histórica en la sección anterior, donde establecimos las características especiales de la trayectoria latinoamericana a la modernidad y la comparamos en algunas diferencias y semejanzas con otras trayectorias, especialmente la europea y la asiática. Para complementar esa visión voy a utilizar ahora un corte transversal para analizar algunos aspectos importantes y peculiares de nuestra modernidad actual que se derivan de nuestro análisis anterior. El acento estará puesto en algunos rasgos que marcan diferencias con la modernidad europea actual y que pueden entenderse también como rasgos no plenamente modernos dentro de nuestra modernidad23. 22

Ibídem, p. 217. De allí que la enumeración de rasgos específicos no tiene ninguna pretensión de ser completa. Se omiten muchos otros rasgos positivos para resaltar el contraste con la modernidad europea. 23

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El primer rasgo al que quiero referirme es el clientelismo o personalismo político y cultural. Como vimos en la sección anterior, este rasgo viene de circunstancias históricas precisas pero se ha mantenido hasta hoy24. La incorporación y reclutamiento de nuevos miembros del Estado, las universidades y los medios de comunicación se continúan haciendo a través de redes clientelistas o personalistas de amigos y partidarios. No existen o están muy poco desarrollados los procesos del concurso público o, cuando se introducen, habitualmente funcionan de manera nominal y los procedimientos se “arreglan” para favorecer a la persona preindicada. Estos procedimientos clientelistas o personalistas de reclutamiento florecen en América Latina y muestran tanto la ausencia de canales normales de movilidad social como la estrechez y alta competitividad de los medios culturales y políticos. La educación, las habilidades adquiridas y los logros personales no son suficientes para asegurar el acceso de las personas a ciertos trabajos políticos y culturales. Se requiere fundamentalmente tener “contactos”, “padrinos” o “amigos” bien ubicados que faciliten la entrada. Dado que este sistema depende del poder de patronazgo de ciertas personas que ejercen poder institucional, asegura la lealtad de los así reclutados y favorece la inmovilidad institucional. Se crean así verdaderos feudos institucionales que por su carácter discriminatorio son casi impenetrables para aquellos que no pertenecen al grupo de los que controlan. Parafraseando a Habermas, pero con una connotación distinta, se podría hablar así de una verdadera refeudalización de las instituciones culturales y estatales25. Un segundo rasgo podría denominarse tradicionalismo ideológico. Al plantear su teoría de la transición a la modernidad, Gino Germani hablaba en los años sesenta del “efecto de fusión”, por medio del cual valores modernos podían ser reinterpretados en contextos distintos en los países atrasados para finalmente reforzar estructuras tradicionales26. Una forma 24

Difiero en esto de Manuel Barrera, quien ha argumentado que con el tipo de Estado surgido del autoritarismo y del neoliberalismo “ha desaparecido el clientelismo”. Pienso que sus argumentos sólo consiguen mostrar una probable disminución del clientelismo en ciertas áreas de la vida nacional, pero en modo alguno su desaparición. Véase M. Barrera, “Las reformas económicas neoliberales y la representación de los sectores populares en Chile”, Estudios Sociales Nº 88, 2º trimestre (1996). 25 Habermas usa el concepto “refeudalización de la esfera pública” en un sentido distinto aunque relacionado, para referirse a la pérdida del espacio público de discusión y crítica racional de los asuntos de Estado, que había emergido al comienzo de la modernidad y que posteriormente, debido a las intervenciones del Estado y a la comercialización de la prensa, es reemplazado por la manipulación de las masas como un nuevo medio “feudal” de evitar la discusión genuina y así legitimar a la autoridad pública. Véase, J. Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere (Cambridge: Polity Press, 1989), p. 164. 26 G. Germani, Política y sociedad en una época de transición (Buenos Aires: Editorial Paidos, 1965), p. 104.

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particular de este proceso era el “tradicionalismo ideológico”, que consistía en que los grupos dirigentes aceptaban y promovían los cambios necesarios para el desarrollo en la esfera económica, pero rechazaban los cambios implicados o requeridos por tal transformación en otras esferas27. En la modernidad tardía se produce un fenómeno similar consistente en que ciertos grupos dirigentes abogan por la total libertad en la esfera económica pero apelan a valores morales tradicionales de respeto a la autoridad y al orden, de defensa de la familia y la tradición, alimentando dudas sobre la democracia y oponiéndose, por ejemplo, a leyes de divorcio o a la despenalización del adulterio para la mujer28. Estas fusiones no son exclusivas de países del Tercer Mundo. El surgimiento de la “Nueva Derecha” en Estados Unidos y Gran Bretaña se ha caracterizado también por la manera como ha combinado actitudes conservadoras tradicionales acerca de la autoridad, los valores victorianos, el orden interno y la seguridad externa, con un nuevo énfasis sobre los mercados libres29. Sin embargo, el tradicionalismo en América Latina tiene bases institucionales más fuertes que en Europa o los Estados Unidos. Una de ellas es el extraordinario poder y capacidad de influencia de la Iglesia Católica, más tradicional en materias políticas y legislativas. Esto se explica por el rol privilegiado que jugó la Iglesia Católica desde la colonia en la mantención del orden político-social. Como veremos en el siguiente punto, la Iglesia y los mecanismos religiosos jugaron un rol central en el ejercicio de la autoridad y el control político sobre las personas. Un aspecto cultural importante que ha subsistido desde la colonia, a veces en forma más o menos atenuada, a veces en forma más o menos exacerbada, es el autoritarismo. Ésta es una tendencia o modo de actuar que persiste en la acción política, en la administración de las organizaciones públicas y privadas, en la vida familiar y, en general, en nuestra cultura, que concede una extraordinaria importancia al rol de la autoridad y al respeto por la autoridad. Su origen está claramente relacionado con los tres siglos de vida colonial, en que se constituyó un fuerte polo cultural indo-ibérico que acentuaba el monopolio religioso y el autoritarismo político. Como lo 27

Ibídem, p. 112. Renato Cristi ha argumentado convincentemente que el pensamiento conservador en Chile nunca se opuso al liberalismo como tal, sino más bien al “elemento democrático que se adueña de su capital de ideas a partir del siglo XIX”. Véase “Estado nacional y pensamiento conservador en la obra madura de Mario Góngora”, en R. Cristi y C. Ruiz, El pensamiento conservador en Chile (Santiago: Editorial Universitaria, 1992), p. 157. 29 Véase sobre esto R. Levitas (ed.), The Ideology of the New Right (Cambridge: Polity Press, 1986), y S. Hall & M. Jacques (eds.), The Politics of Thatcherism (Londres: Lawrence & Wishart, 1983). 28

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ha sostenido De Imaz, “por tres siglos existió una relación muy clara entre el autoritarismo político y el rol legitimador de la Inquisición”30. Flores Galindo ha documentado bien cómo las persistentes luchas de las congregaciones religiosas contra la idolatría en la sierra central del Perú en el siglo XVII tenían una connotación de control político: “la relativa precariedad del sistema militar obligó a una aparente hipertrofia de los mecanismos religiosos para, de esa manera, a través del fervor o con más frecuencia del miedo, asegurar el control sobre los hombres”31. A pesar de las influencias democratizadoras del pensamiento de la Ilustración, que ciertamente logran morigerar en parte el autoritarismo del polo cultural indo-ibérico a partir de la independencia, su fuerza cultural no se extingue fácilmente en la vida sociopolítica latinoamericana. En el caso particular de Chile, varios autores han resaltado el rol histórico crucial del gobierno portaliano, fuerte y autoritario, en la formación del Estado chileno32. La concepción de Portales consistía en que, debido a la falta de virtudes republicanas, la democracia debía postergarse y establecerse la obediencia incondicional a una autoridad fuerte, cuya acción de bien público no podía ser entrabada por las leyes y constituciones. Dividía el país entre “buenos” (hombres de orden) y “malos” (conspiradores a los que hay que aplicar el rigor de la ley)33. No es sorprendente que el régimen del general Pinochet invocara esta concepción con frecuencia. Otro rasgo importante es el racismo encubierto. La existencia de racismo en América Latina está bien documentada aunque es un área relativamente descuidada de las ciencias sociales y generalmente no se percibe como un problema social importante34. Es claro, sin embargo, que desde 30

J. L. de Imaz, Sobre la identidad iberoamericana (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1984), p. 121. 31 A. Flores Galindo, Buscando un Inca (Lima: Editorial Horizonte, 1994), p. 66. 32 Véase por ejemplo A. Edwards, La fronda aristocrática en Chile (Santiago: Editorial Universitaria, 1987), y M. Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (Santiago: Ediciones La Ciudad, 1981). 33 Véase M. Góngora, op. cit., pp. 12-16. 34 En el caso del Perú, por ejemplo, Flores Galindo ha observado: “En el Perú nadie se definiría como racista. Sin embargo, las categorías raciales no sólo tiñen sino que a veces condicionan nuestra percepción social. Están presentes en la conformación de grupos profesionales, en los mensajes que transmiten los medios de comunicación o en los llamados a los concursos de belleza [...] el racismo existe no obstante que los términos raciales, suprimidos en los procedimientos de identificación pública, no tienen circulación oficial. Pero un fenómeno por encubierto y hasta negado, no deja de ser menos real”. Véase Buscando un Inca, op. cit., p. 215. Igualmente, en el caso de México, Raúl Béjar dice que “es un lugar común decir que en el país no existe discriminación racial […]”; pero es posible afirmar que “el prejuicio ha crecido en la historia cultural de México […]” y que esto afecta “especialmente al indio o casi indio […] a los negros […] y los chinos […]”. Véase R. Béjar, El mexicano, aspectos culturales y psicosociales (UNAM: México, 1988), pp. 213-214.

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muy temprano ha habido en América Latina una valorización exagerada de la “blancura” y una visión negativa de los indios y negros. Es sabido que varios gobiernos intentaron “mejorar la raza” mediante políticas de “blanqueo” que favorecían la inmigración de europeos. Existe también una segregación espacial mediante la cual las regiones indígenas son las más pobres y abandonadas y los barrios pobres de las ciudades contienen una mayor proporción de gente de piel más oscura, sean indios, mestizos, mulatos o negros. No hay para ellos la igualdad de oportunidades. Algunos grupos indígenas sobrevivientes constituyen verdaderas colonias internas, geográficamente segregados y sujetos a leyes y formas de administración especiales. Sin embargo, el mismo hecho del mestizaje y de que en muchos casos la clase social se superpone o coincide con gradaciones en el color de la piel lleva frecuentemente a una negación del racismo. Esto tiene incluso una base en las ciencias sociales, las que muchas veces han destacado las diferencias entre el tratamiento español a los indios y negros y el tratamiento británico a los mismos. Gilberto Freyre, en su libro clásico Casa Grande e Senzala (1946)35, argumentaba que el tratamiento a los esclavos en Brasil fue más suave que en Norteamérica, especialmente debido a las relaciones más cercanas, incluso sexuales, entre amos y esclavos en la hacienda. Muchos historiadores y analistas sociales han notado subsecuentemente que mientras en Norteamérica los grupos blancos impusieron su separación de los indios y negros, en Latinoamérica se produjo un proceso amplio de mestizaje, emergiendo así un continuo de gradaciones raciales. De allí fue surgiendo el mito de que en América Latina impera una “democracia racial” y de que el racismo es un problema de países extranjeros pero no nuestro. Esta idea sigue siendo ampliamente compartida hoy día y en parte muestra su vigencia por la ausencia significativa del estudio de los problemas raciales latinoamericanos en las carreras de ciencias sociales, quizá con alguna excepción en ciertas carreras de antropología. Un fenómeno significativo que nos diferencia de otras modernidades es la falta de autonomía y desarrollo de la sociedad civil. En América Latina la sociedad civil (esfera privada de los individuos, clases y organizaciones regidas por la ley civil) es débil, insuficientemente desarrollada y muy dependiente de los dictados del Estado y la política. Ésta es una de las consecuencias de la inexistencia de clases burguesas fuertes y autónomas que hayan desarrollado la economía y la cultura con independencia del apoyo estatal y de la política. En un contraste con la modernidad del 35 G. Freyre, The Master and the Slaves: A Study in the Development of Brazilian Civilization (Nueva York: Alfred Knopf, 1946).

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centro, Brunner habla acertadamente de que en la modernidad de América Latina existiría una “voracidad de la política que lo engulle todo y tras la cual todos buscan protección o justificación: por igual empresarios, intelectuales, universidades, sindicatos, organizaciones sociales, clérigos, las Fuerzas Armadas”36. Es significativo comprobar, por ejemplo, cómo universidades, institutos y aun medios de comunicación pueden perder parte importante (o los mejores) de sus miembros cada vez que hay un cambio de gobierno y se requiere reclutar funcionarios públicos que reemplacen a los salientes. Al mismo tiempo, no es raro ver cómo los funcionarios de un gobierno saliente, utilizando su poder, preparan desde antemano sus lugares de trabajo en determinadas universidades e institutos, los que a veces quedan así “colonizados” por determinadas tendencias políticas o grupos de poder que reclutan sólo a miembros o simpatizantes del propio sector. Tampoco es raro encontrar que un gran número de instituciones de investigación y consultoría dependen casi exclusivamente de los servicios que prestan bajo contrato a diversos organismos del Estado. Muchos centros culturales son directamente creados por gobiernos locales y manejados por las mayorías políticas que los controlan. De este modo, la política ejerce una influencia desmedida sobre la sociedad civil y las instituciones culturales. La marginalidad y la economía informal constituyen otro rasgo típico de nuestra modernidad. A pesar de los procesos de crecimiento económico bastante dinámicos de los años noventa, subsiste una marginalidad económica y social en grandes sectores de la población latinoamericana. Esto se relaciona con la importancia de los así llamados sectores informales, que para subsistir deben recurrir a una serie de actividades altamente inestables de comercio callejero o servicios, que se sitúan al margen de la legalidad vigente. En ciertos países como Perú se estima que más del 50 por ciento de la población económicamente activa trabaja en el sector informal. Las economías latinoamericanas continúan siendo incapaces de absorber el aumento de la población económicamente activa y, por lo tanto, la pobreza sigue siendo un problema muy serio. Estimaciones del PNUD para fines de la década de los años 80 se refieren a 270 millones de pobres en América Latina, más del 60% de la población37. Las cifras de pobreza pueden haber decrecido en algunos países en la década de los años 90, pero el problema básico general subsiste.

36 37

J. J. Brunner, El espejo trizado (Santiago: FLACSO, 1988), p. 33. Dato sacado de C. Parker, op. cit., p. 95.

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Se ha discutido mucho acerca de si la contribución del sector informal a la economía moderna es realmente marginal, y en este sentido varios autores piensan que marginalidad e informalidad no son la misma cosa y que el sector informal juega un rol importante en la economía formal y se relaciona estrechamente con ella. Sin embargo, esto no significa que el sector informal sea un motor potencial del desarrollo latinoamericano38. Marginalidad e informalidad son fenómenos que aluden a una situación de pobreza extendida que difícilmente puede soslayarse. Es característico de la modernidad latinoamericana que aun en los casos de crecimiento económico más dinámico subsiste un sector importante de la población que vive en la pobreza, y muchas veces en una pobreza extrema. Un rasgo actual de la modernidad latinoamericana de mucha importancia es la vuelta a una estrategia de desarrollo extravertido, o basado en las exportaciones (export-led), después de años de seguir una estrategia proteccionista para lograr un desarrollo industrial. Pero esta estrategia no tiene los mismos resultados en toda América Latina. Aparte de Brasil y México, que logran tasas significativas de exportaciones industriales, el resto de América Latina pareciera seguir un modelo extravertido de desarrollo que difiere de las estrategias asiáticas y europeas, por su especialización en la exportación de productos naturales semielaborados. Se rompe así la ecuación tradicional entre industrialización y desarrollo por la que CEPAL había abogado. En términos de la teoría de Franz Hinkelammert, se trataría de una estrategia de desarrollo periférico equilibrado. América Latina estaría aceptando su condición de periferia de los grandes países industrializados, pero también buscando el status de periferia equilibrada, que se logra cuando gran parte de la población está bien capacitada para tener trabajo en las actividades de producción y exportación de productos naturales y servicios que son explotados con un alto nivel tecnológico, comparable con el de cualquier país desarrollado (ésta sería la situación de Australia y Nueva Zelandia, por ejemplo)39. Es necesario referirse también a la fragilidad de la institucionalidad política de los países latinoamericanos. Desde su independencia América Latina ha aparecido a los ojos del mundo como un continente de revolucio38 Véase por ejemplo A. Portes y J. Walton, Labor, Class, and the International System (Nueva York: Academic Press, 1981), p. 98; y M. Castiglia, D. Martínez y J. Mezzera, “Sector informal urbano: Una aproximación a su aporte al producto” (Santiago: Publicaciones de la OIT, Nº 10, 1995), pp. 9-10. 39 Véase F. Hinkelammert, Dialéctica del desarrollo desigual (Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1972), pp. 41-43.

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nes y caudillos, golpes de Estado y conspiraciones, donde el orden institucional está permanentemente bajo la amenaza de ser sobrepasado40. La ola de dictaduras militares que empieza en los años sesenta y cubre los setenta y parte de los ochenta no respetó ni aun aquellos países que, como Chile, tenían fama de estabilidad institucional. Es cierto que hoy se vive un período de vuelta a la democracia, pero los síntomas de la debilidad institucional permanecen muy evidentes en toda América Latina y con especial fuerza en Argentina, Venezuela, Colombia, Perú y casi toda América Central. Es importante mencionar como rasgo relativamente reciente de la modernidad, especialmente la chilena, la despolitización relativa de la sociedad. Las dictaduras militares buscaron una despolitización de la sociedad, eliminando elecciones, aboliendo partidos políticos y cerrando parlamentos. Su política de exclusiones y violaciones de los derechos humanos, sin embargo, obtuvo a la larga el resultado opuesto: la sociedad se politizó más intensamente y en un sentido contrario a los gobiernos militares. Esto llevó a la búsqueda de grandes acuerdos y coaliciones que permitieran un retorno a la democracia. Una de las condiciones de este proceso de búsqueda de consenso democrático fue autonomizar el área económica y sacarla de los vaivenes de la discusión política diaria. De ahora en adelante el sistema económico se autorregula de acuerdo a las leyes del mercado y se introduce una política económica de consenso sobre el manejo de las grandes variables macroeconómicas. Como argumentan Cousiño y Valenzuela, “una vez autonomizado el subsistema económico, la política pierde la capacidad de observar e intervenir sobre la economía y, por ende, abandona su pretensión de situarse en el punto de vista de la totalidad”41. La consecuencia de esto es que la misma política se convierte en otro sistema funcional autorreferido que rehúsa intervenir en el curso fundamental de la economía. De este modo, lo que había sido un área inmensa de desacuerdo y disputa política, queda fuera de la discusión. De aquí se puede concluir que la redemocratización en Chile, mediatizada por el proceso de autonomización de la economía, ha resultado en una considerable y significativa despolitización de la sociedad. La dicta40 Ha habido numerosos intentos por explicar la inestabilidad política latinoamericana. Dos clásicos son: Merle Kling, “Hacia una teoría del poder y de la inestabilidad política en América Latina”, en J. Petras y M. Zeitling (eds.), América Latina: ¿Reforma o revolución? (Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1970), y Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies (New Haven: Yale University Press, 1968). 41 C. Cousiño y E. Valenzuela, Politización y monetarización en América Latina (Santiago: Cuadernos del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1994), p. 17.

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dura militar en Chile inició el proceso de sistematización del área económica, pero éste se ha podido consolidar sólo con la redemocratización del país a fines de los años 80: el precio de la nueva estabilidad fue la autonomización de la economía y la pérdida de control político sobre ella. Por último, otro rasgo muy reciente es la revalorización de la democracia política y de los derechos humanos. Sin perjuicio de lo dicho en el punto anterior sobre la despolitización relativa de la sociedad, es obvio que una de las tendencias más poderosas que han contribuido a ella es la revalorización de la democracia y los derechos humanos por los sectores intelectuales y las mayorías populares de América Latina. Es este renovado interés en la democracia política y en la protección de los derechos humanos el que produce los grandes acuerdos entre fuerzas políticas anteriormente antagónicas y el que ocupa el interés de la mayoría de los cientistas sociales. Como arguye Marín, a pesar de la fragilidad de las instituciones democráticas en América Latina, de la corrupción, el terrorismo y las violaciones a los derechos humanos, el sistema democrático ha emergido recientemente como el único marco legítimo de acción política42.

Conclusión La modernidad latinoamericana no es ni inexistente, ni igual a la modernidad europea, ni inauténtica. Tiene su trayectoria histórica propia y sus características específicas, sin perjuicio de compartir muchos rasgos generales. La trayectoria latinoamericana hacia la modernidad es simultáneamente parte importante del proceso de construcción de identidad: no se opone a una identidad ya hecha, esencial, inamovible y constituida para siempre en el pasado, ni implica la adquisición de una identidad ajena (anglosajona, por ejemplo). Tanto la modernidad como la identidad en América Latina son procesos que se van construyendo históricamente y que no implican necesariamente una disyuntiva radical, aunque puedan existir tensiones entre ellos. Los rasgos de nuestra modernidad que hemos explorado, tanto los generales como los específicos, constituyen, para bien o para mal, elementos importantes de nuestra identidad de hoy. Pero nada impide que se enjuicien críticamente para enfrentar el futuro. Quiero finalmente tratar de responder a la pregunta acerca de por qué, si los procesos de modernización han ido entrelazados con los procesos de construcción de identidad en América Latina, ha existido sin embargo 42

Véase C. Marín, Manuscrito inédito de tesis doctoral, capítulo 3, p. 41.

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una tendencia tan manifiesta a considerar la modernidad como algo externo y en oposición a la identidad. Esta pregunta es muy difícil de contestar con total seguridad y sólo podemos esbozar algunas hipótesis preliminares. El primer hecho que puede tener importancia en esta explicación es la postergación por tres siglos del comienzo de la modernidad debido al bloqueo colonial español y portugués, que estableció barreras culturales que rodearon a sus dominios. Esto significó que cuando los precursores de la independencia empezaron a empaparse de las ideas modernas a través de viajes y contrabando de libros, la modernidad no podía sino presentarse como algo externo que otros habían desarrollado fuera de América Latina. Esto dejó una impronta en el imaginario social que tiende a asociar modernidad con Europa o Estados Unidos, y que ha durado por mucho tiempo. La persistencia de esta idea fue reforzada durante todo el siglo XIX y hasta los años treinta por una economía extravertida y una orientación cultural que continúa mirando hacia Europa como la fuente misma de toda cultura. Cuando empieza la crisis del régimen oligárquico y surgen pensamientos que cuestionan nuestra extraversión, la modernidad aparece una vez más como una imposición externa, esta vez con sentido negativo y contrario a nuestra identidad. Los intentos por encontrar o reafirmar una identidad propia en momentos de crisis llevaron a criticar lo ajeno, y precisamente la modernidad hasta ese momento había sido considerada un fenómeno de carácter extranjero. De allí que por acción y reacción hasta la segunda guerra mundial, desde ángulos opuestos, la modernidad fue concebida como algo externo. En los últimos 50 años la situación ha cambiado, pero no totalmente. Varias teorías antiimperialistas y de la dependencia han continuado poniendo en duda la viabilidad del capitalismo en Latinoamérica, mientras el polo neoliberal ha luchado por una total y renovada extraversión que en último término logró imponerse. La polaridad entre modernidad e identidad, por lo tanto, ha continuado en el imaginario social mientras en la práctica nuestra identidad y modernidad continúan construyéndose estrechamente ligadas.

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