El Sacerdocio Cristiano. El Origen Del Error (armando H. Toledo, 2009-2019)

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HISTORIA Y SINGULARIDADES CRISTIANAS Crítica del paradigma sacerdotal vigente

Los nuevos Sacerdotes O sobre cómo unos cristianos monopolizaron el ministerio de la predicación Armando H. Toledo En los tiempos de lo que denominamos la Iglesia primitiva, durante el siglo I d. C., la totalidad de los creyentes en Cristo desempeñaban la importante misión de predicar las buenas noticias del amor y del perdón de Dios a través de Jesucristo. Y aunque todos los nacidos de nuevo habían sido ungidos con el Espíritu Santo de Dios y, por lo mismo, se habían convertido en ministros predicadores del Nuevo Pacto, no obstante ciertas tendencias erróneas con respecto a la autoridad espiritual y al privilegio de la predicación comenzaron a introducirse en las comunidades cristianas. A esta obra general de predicación encomendada a todos los creyentes, en el texto griego original del Nuevo Testamento se le denomina “diaconía”, es decir, servicio o ministerio (Colosense 4:17). Todos se veían mutuamente como ministros de la nueva religión. Sin embargo, con el paso del tiempo las cosas fueron cambiando. Comenzó a darse una tendencia a considerar a unos hermanos como ministros superiores sobre los demás, contradiciendo la sana doctrina enseñada por el Señor Jesús. El apóstol Pablo se percató de esta nueva tendencia, y a los creyentes que la respaldaban los calificó no menos de “inmaduros, apenas niños en Cristo”. Les hizo ver que tal favoritismo no reflejaba la naturaleza de servicio humilde de la vida cristiana. [Leer y estudiar:] Mateo 20:25-28. __________________________________________________________ 1ª Corintios 3:1-5. ________________________________________________________ Por ejemplo, ni el mismo apóstol Pablo, con todo y su singular llamado al ministerio, estaría dispuesto a competir por la supremacía sobre la Iglesia con otro predicador de la Palabra: Apolos. Cierto es que de éste último no se nos dice que hubiera experimentado un llamado sobrenatural ni se le habían revelado “cosas indecibles” como a Pablo (2ª Corintios 12:4). De hecho, “y sobre la base de criterios meramente humanos”, si había alguien que tuviera sobradas razones para sentirse superior a los demás, era el apóstol Pablo. Y, sin embargo, “¿qué es Apolos? ¿Y qué es Pablo? Nada más que servidores por medio de los cuales ustedes llegaron a creer, según lo que el Señor le asignó a cada uno”, dijo Pablo (1ª Corintios

3:5). Él prefería afirmar que “no cuenta ni el que siembra [Pablo] ni el que riega [Apolos], sino sólo Dios, quien es el que hace crecer” (3:7). Además de que “el que siembra y el que riega están al mismo nivel” entendía, también, que cada uno sería “recompensado según su propio trabajo” (3:8). Pablo, preocupado también por un problema semejante en la Iglesia de Jerusalén, fue allá “en obediencia a una revelación, y me reuní en privado”, dijo, “con los que eran reconocidos como dirigentes…” “El problema era que algunos falsos hermanos se habían infiltrado entre nosotros para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús a fin de esclavizarnos. Ni por un momento accedimos a someternos a ellos, pues queríamos que se preservara entre ustedes la integridad del Evangelio [...] eran reconocidos como personas importantes aunque no me interesa lo que fueran, porque Dios no juzga por las apariencias”. (Gálatas 2:2-6) Sin embargo, no obstante los esfuerzos de Pablo por preservar “la integridad del evangelio”, con el paso del tiempo el error fue ganando lugar entre los creyentes; no solo muchos fueron “reconocidos como personas importantes”, sino que se llegó a estructurar formal y jerárquicamente un clero. Se formaron órdenes y categorías de creyentes, las cuales fueron investidas de prestigio y “autoridad espiritual” y a menudo amasaron grandes fortunas como pago por su “ministerio”. Todo ello llegó a generar cismas. Surgió la clase clerical dedicada más que nada a la administración de los sacramentos y a dar consejo a los descarriados. Así fue como el cristianismo bíblico del siglo I fue cambiando con el curso de los siglos. Pasó de ser una religión dinámica y cristo-céntrica en que todos sus integrantes eran ministros dirigidos por un único “Pastor Jesucristo”, a una comunidad pasiva en la que sólo un puñado de oportunistas “autorizados” y que habían recibido una preparación especial podían predicar y enseñar la Palabra de Dios. Esto no debiera sorprendernos del todo, pues no debemos olvidar que la religión cristiana se había desprendido de una milenaria religión basada en el intermediarismo sacerdotal. Es de entenderse que los primeros cristianos, todos ellos judíos que aun traían fuertes influencias culturales hebraicas, mantenían aún una idea equivocada de la importancia de la jerarquía y la prominencia, ya que antes de Jesús, el principal ejemplo de liderazgo religioso lo habían puesto los escribas y los fariseos. En lugar de ofrecer al pueblo una verdadera guía espiritual, esos falsos maestros-ministros se aferraban a tradiciones y reglamentaciones que lo único que lograban era “cerrarle a los demás el reino de los cielos”. Eran individuos egocéntricos, interesados solo en la adquisición de privilegios y buen estatus social, político y económico y que efectuaban sus obras solo “para que la gente los viera” (Mateo 23:4, 5,13). La nueva iglesia, seguidora únicamente de Jesús de Nazaret, vio el surgimiento de falsos maestros que “hacían a escondidas cosas vergonzosas” y que “actuaban con engaño torciendo la palabra de Dios” (2ª Corintios 4:2). Para Pablo, éstos eran “de los que piensan que la religión es un medio de obtener ganancias” (1ª Timoteo 6:5), pero “a diferencia de muchos”, dijo Pablo sobre él mismo y los demás cristianos bautizados, “nosotros no somos de los que trafican ]hacen negocios] con la palabra de Dios” (2ª Corintios 2:17). Este fenómeno de ilegítima estratificación social al interior de la Iglesia cristiana, ha implicado desde entonces la existencia de ministros-siervos de tiempo completo que administran los menesteres del culto, es decir, especialistas en materia religiosa al servicio de otra clase cristiana pero “laica” obreroproductiva a quien se le enseña que tiene claras obligaciones, entre las cuales se cuenta la entrega obligatoria del diez por ciento de sus ganancias laborales para mantener el “ministerio” de la clase religiosa “ordenada” en la administración de la revelación. Así, los “creyentes laicos” vinieron a ser sinónimo de fieles pasivos, meros oyentes en lo que respectaba a la predicación de la Palabra de Dios.

Los miembros del clero afirmaban ser los únicos ministros autorizados. De hecho, el término “ministro” se deriva del latín “minister”, que traduce la voz griega diákonos o “siervo”. Ahora que ya no todos era ministros como lo habían enseñado los apóstoles, para lograr acceder a esa categoría había que tener una cierta formación teológica y un supuesto “llamado especial al ministerio de tiempo completo”. Con el tiempo, la “autoridad” en el terreno de lo espiritual solo la recibirían quienes se hubiesen graduado en universidades o seminarios y hubieran recibido la debida “ordenación”. La Enciclopedia Bíblica Estándar Internacional señala al respecto que “los términos ordenar y ordenación; se refieren por lo general al estado especial que se confiere a los ministros religiosos o sacerdotes mediante los ritos aprobados oficialmente, con el consiguiente énfasis en la autoridad para proclamar la Palabra, para administrar los sacramentos o para ambas funciones”. Ahora bien, si la pregunta es: ¿Quién ordena a tales ministros?, la Nueva Enciclopedia Británica nos responderá que “en las confesiones que ha mantenido el episcopado histórico, la ordenación la confiere de forma invariable un obispo. En las iglesias presbiterianas, los ministros del presbiterio”. Así pues, el privilegio de ser ministro de la religión cristiana se encuentra muy limitado en las congregaciones cristianas denominacionales oficialmente establecidas. Los estudiantes y miembros de la UCLi (La Universidad Libre para Cristo), no podemos estar de acuerdo con esta ilegítima estratificación de los creyentes. ¿Por qué? Porque, como veremos en el próximo ensayo de esta serie, no se conocían tales restricciones en las congregaciones cristianas del primer siglo. Al respecto, el Dr. Mario E. Rivera, en su tesis doctoral titulada “La Iglesia como Comunidad Redentora y Terapéutica”, ha dicho lo siguiente: “Si la Iglesia no es una comunidad genuina no podrá cumplir su verdadero llamado. Su vida debe ser una vida de comunidad. Esto significa entre otras cosas que en una iglesia cristiana genuina no hay lugar para la dicotomía entre ministros y laicos. Dicha dicotomía es el resultado de un error que se introdujo [...] en los primeros siglos de la Iglesia, y el cual dio origen a las jerarquías eclesiásticas. Tal error no fue nunca el espíritu de la comunidad cristiana primitiva”. (Puerto Rico; 1979; páginas. 50,51. Énfasis mío). En nuestro próximo ensayo veremos cómo un modelo muy diferente dirigía la estructura y la vida ministerial de los creyentes antes de que ese error de los nuevos “sacerdotes cristianos” comenzara a dominar hasta el día de hoy tanto en el formato religioso católico como en el evangélico (protestante).

“Por una fe inteligente…” 2009. La UCLi. México.

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