EL MISTERIO ESTÁ EN EL SÓTANO Tras una agobiadora semana de trabajo, me alejé de la ciudad para descansar en mi casa de campo. Era de noche, y me encontraba sentado en el sillón examinando cada una de las luminosas ramas del árbol navideño que hace días habíamos armado con Simona. Ella siempre había sido mi compañera de juegos y nunca fue vista en mi familia como una criada, incluso reemplazó a mi madre tras su misteriosa desaparición. Seguí observando fascinado el árbol; si se miraba con cuidado se podía ver cómo de sus imponentes ramas se desprendían multicolores destellos de luz, como si fueran rayos de sol que inundaban cada rincón de la habitación. Encendí las luces del living para poder leer un exótico libro que traía a mi mente gratos recuerdos de la infancia, pues había encontrado en sus líneas compañía para mis ratos libres. Abstraído leía palabra por palabra, página por página... en esos momentos, no existía el mundo a mi alrededor. Sin embargo, el idílico momento fue interrumpido por un extraño ruido proveniente del exterior de la casa. No le di demasiada importancia, pues se acercaba una gran tormenta y el viento seguramente había tirado algo, pensé en ese momento. Pasaron unos minutos y no había podido concentrarme nuevamente en el libro. El zumbido del viento siempre me había llamado la atención y esta vez no fue la excepción. Yo creo que se oye como almas en pena que aúllan por ser liberadas de su agonía. En ese momento otro extraño ruido interrumpió el agudo silbido y en mi mente se comenzaron a tejer todo tipo de paranoicas sospechas: todo hacía suponer que había alguien merodeando la casa. Los típicos miedos infantiles a la oscuridad y a los monstruos se adueñaron de mí. Sólo de pensar en un asesino acechando, la piel se me helaba. Por suerte no estaba solo; inmediatamente llamé al mayordomo y a Simona y les dije: - No pierdan un segundo, verifiquen que todas las ventanas y puertas estén completamente cerradas, escuché ruidos extraños fuera de la casa. Ansioso no podía parar de moverme, estaba alterado, necesitaba tener alguna noticia. Inesperadamente se fue la luz y los rincones, antes iluminados por las luces navideñas, se ensombrecieron nuevamente. Tanteando en la espesa oscuridad, hallé varios candelabros con velas que tenía reservado para estas ocasiones. Las encendí, pero no servían de mucho, pues la habitación era espaciosa. El transcurrir del tiempo comenzó a calmar mis nervios, finalmente pude sentarme en el sillón a la espera de noticias. Mis ojos se detuvieron en un punto fijo ubicado en el centro de la flameante llama de una vela. Por un momento creía que todo era un sueño, me sentía transportado, fuera de mi cuerpo, estaba como en éxtasis; me encontraba en una formidable e ininterrumplible paz interior. Pero el azotar de una puerta me hizo reaccionar. Provenían de una pequeña puerta del exterior de la casa que daba al sótano y que personalmente me había encargado de cerrar con llave ¿cómo era posible que el viento la abriera? Sin darme cuenta, me encontraba frente a la portezuela externa que se agitaba violentamente contra la pared. Me detuve unos segundos a observar desde el exterior el profundo y oscuro sótano; sólo los fuertes relámpagos lo iluminaban hasta el fondo. Desde esa perspectiva, lucía como si se hubiesen abierto las puertas del infierno. Las gotas de lluvia me recorrían todo el cuerpo empapándome cada vez más. El viento y los portazos me desconcertaban. Sin pensarlo, cerré bruscamente la portezuela y de pronto una fuerza inexplicable me obligó a bajar la vista, descubriendo bajo mis pies un charco de lodo y sangre. Aterrado corrí enloquecido hacia mi casa, entré rápidamente y cerré la puerta principal con llave. Mientras me secaba pensé: “¿Quién había abierto la portezuela del sótano?, ¿De qué o quién era la sangre enlodada?. Armándome de coraje tomé el candelabro más grande y abrí lentamente la pequeña portezuela interna que conducía al sótano. Comencé a bajar las escaleras. El crujir de cada peldaño aumentaba mi
temor e incluso me asusté de mi propia sombra. Llegué al suelo del sótano y rápidamente mis zapatos se mojaron, pues estaba todo húmedo por la lluvia. Dirigí la luz hacia todos los rincones, pero no se veía más que libros y estantes viejos repletos. Todo era muy sombrío, pero mi agudizada vista descubriría el menor movimiento, estaba en alerta continua. Hacía mucho tiempo que no visitaba el sótano; al ver esos sucios objetos, comencé a recordar tiempos lejanos de cuando éste lugar estaba prohibido y mi imaginación de niño me llevaba a pensar en las más sorprendes historias. De repente sentí los extraños ruidos muy cerca de mí, ahora los pude distinguir mejor; parecían como pezuñas que golpeaban enérgicamente sobre el suelo y el de una cadena arrastrándose lentamente. El piso de madera comenzó a crujir cada vez más fuerte, y los inexplicables ruidos se aproximaban hacia mí, pero no lograba ver nada. Mi corazón comenzó a latir fuertemente, y las gotas de sudor recorrieron mi cara, casi estaba paralizado de terror. En ese instante comencé a recordar todos los momentos más importantes de mi vida, desde mi comunión, mi casamiento, mi familia, en Dios. Súbitamente un grito de Simona me llamó desde arriba: - ¡Señor, señor! Venga rápido, apresúrese. Sin esperar, subí corriendo las escaleras, pero un peldaño cedió y mi pierna quedó atrapada. Eran totalmente en vano los esfuerzos que hacía por liberarme y mi desesperación aumentaba, pues los extraños ruidos se acercaban continuamente. En esos instantes de desesperación vi la silueta de Simona bajando hasta donde me encontraba y con todas sus fuerzas intentó liberarme. Pero repentinamente, dejó de ayudarme; sorprendido miré su rostro, la sensación que sentí al ver su tez absolutamente pálida fue inexplicable. Parecía como si ella hubiese visto la cara de la muerte. - ¡Qué es eso! -gritó Simona. Logré liberar mi pierna y sin mirar hacia atrás, subí despavorido las escaleras junto a ella. Al llegar al living, aseguré la portezuela con una vara de hierro. En ese momento llegaron apurados mi mayordomo Jaime y mi cocinera Juana. Él dijo: - Señor, escuchamos los gritos. ¡¿Qué ocurrió?! - ¡Hay algo en el sótano! Simona es la única que lo vio -dije sin aliento-. Comenzamos a mirarnos todos los rostros, un silencio largo invadió el ambiente: mi criada Simona no estaba con nosotros. Busquemos a Simona, no puede haber ido muy lejos - dije. En el momento Jaime dijo que escuchaba gemidos que provenían de la cocina y decidimos ver qué ocurría allí. Llegamos presurosos y vimos tirada en el piso a Simona; ella hablaba, pero no tenía mucho sentido lo que decía: - ¡Ah! Era algo feo, venía hacia mí... su cara. - dijo agitadísima. - Simona ¿qué vio usted? - le pregunté, pero en ese momento dejó de respirar y un hilo de sangre comenzó a brotar de su boca. Llegó Juana corriendo y sin aliento nos dijo: - El teléfono no funciona, estamos incomunicados... - miró el cadáver de Simona - ¿Simona está muerta? Un alarido agudo y profundo, nada parecido al de un ser humano, irrumpió en el silencio mortal de la noche; ni siquiera el eco se atrevió a repetirlo. Además, se podía oír que la portezuela que daba al sótano era golpeada desde atrás. Comenzó a temblar como si de un terremoto se tratara. - ¡Vámonos ya mismo! Tomemos el auto - dije casi gritando. Salimos los tres de la casa corriendo, llegamos al auto. Intenté encenderlo, pero no podía, el nerviosismo no me dejaba. Después de algunos intentos, encendió, y salimos de la quinta, no sin antes ver el interior de la casa por una de las ventanas. La terrible lluvia me impedía ver el camino y el ímpetu del viento desviaba el auto. De pronto el coche se detuvo, atónitos nos miramos mutuamente. Hacia la izquierda del camino se lograba ver una gran
estructura, seguramente era esa antigua casa abandonada. - No hay más combustible - dije algo inquieto. Decidimos quedarnos dentro del auto por un tiempo, pero la lluvia y el viento no se calmaban; además, el vehículo se agitaba tanto que comenzamos a pensamos que lo mejor sería refugiarse en esa casa. Salimos del auto, y corrimos hacia el pórtico de entrada... la puerta estaba abierta, pues seguramente el viento lo había hecho. Llegamos a una habitación inmensa, llena de polvo y telarañas por todos los rincones. Sólo yo subí las grandes escaleras marmoladas; Jaime y Juana se quedaron en el living. Los muros de la casa eran tan gruesos que apenas si se escuchaban los truenos. Llegué a un corredor, una de las puertas estaba abierta y decidí entrar. Era una habitación rústica y muy amplia, pero lo que más me extrañó fue que había un farol encendido allí. Me aproximé a una ventana y perdí mi vista en el horizonte. Desde allí la tormenta se veía terrorífica, un rayo tras otro iluminaban las nubes que no dejaban de moverse como remolino. Logré ver el auto, el cual tenía las luces prendidas, aunque no recordaba haberlas dejado así. Me sorprendió ver el baúl abierto, pero más aún que desde este fluía un líquido viscoso color rojo. La piel se me erizó, nuevamente la imagen de la sangre enlodada me vino a la mente. Bajé las escaleras corriendo, y le dije a Jaime: - Mire por el ventanal, ¡mire el auto!. - asintió con la cabeza e hizo lo que le dije. Repentinamente gritó. - ¡Está allí! Viene a hacia acá... salió del baúl. ¡Nos quiere matar!. - ¡¿Quién?! Jaime – le grité. Él cayó al suelo y, como a Simona, de su boca brotó sangre. Juana y yo quedamos paralizados unos segundos; lo que sucedía era increíble. - ¿Qué está pasando señor? - Está muerto, y lo estaremos nosotros también si no hacemos algo pronto -le dije. - ¿Pero qué es? ¿Qué hay allá afuera? Patrón, no sé qué hacer. Dígamelo usté. - Creo que sé lo que es, el pasado nos persigue. Juana queda pálida como un papel al observar por la ventana. - ¡Esto es imposible! Es imposible... - gritó agitada. - ¡Qué Juana! ¿Qué es lo imposible? -dije con temor, pero en ese momento ella cayó arrodillada al piso. Giré lentamente para mirar por la ventana y observé lo que tanto había ansiado ver, lo que me tenía atormentado durante el pasado y ahora se materializaba, lo que sin explicación había matado a Simona y a Jaime; lo que en una palabra, me mató... FIN
Espanto en el baúl Leandro Giradles (Argentina) Transitaba por la ruta que me llevaría a la casa de mis padres, a los cuáles no veía desde hacía un largo tiempo. Era la primera vez que iba por este camino y me pareció bueno, pues había pocos autos y podía ir ligero. El único inconveniente era que las estaciones de servicios estaban muy alejadas unas de otras, y un problema con el vehículo me significarían muchas horas de espera. Parecía una tarde que iba a ser soleada, sin embargo y sin previo aviso, comenzó a llover y un gran viento se levantó. Era tan fuerte que lograba mover el auto hacia un costado; incluso hasta tenía miedo de que me hiciera chocar con otro vehículo que venga del lado contrario. También hacía que se agiten las hojas de los árboles de tal manera que me mareaban y lograban desconcertarme. Pasaron los minutos; la lluvia se hizo más fuerte y ya no podía ver los letreros que pasaban a los costados. El manejar se me hacía cada vez más dificultoso e incluso el volante se me escapaba de las manos, como si el viento mismo condujera el auto hacia mi destino. El caer de las gotas de lluvia sobre el auto era tan intenso que no me dejaban escuchar ni siquiera el motor, entonces encendí la radio. Oí en las noticias que los vientos superaban los ciento veinte kilómetros por hora y por esto, decidí disminuir la velocidad. Creía que yendo más lento no tendría ningún problema conduciendo, pero me equivoqué. De repente un golpe seco se sintió sobre el parabrisas y un alarido retumbó, pero fue acallado rápidamente por la lluvia. El miedo me invadió, pues había atropellado a alguien. Frené y detuve el motor. Me quedé inmóvil en el auto; me pareció que pasaron unos minutos y miré hacia el parabrisas: había sangre, pero ninguna marca de un golpe... Mi mirada permanecía sobre la sangre. Parecía que la fuerte lluvia no quería que me olvide de que agonizaba alguien afuera, pues no lavaba la mancha. Abrí la guantera muy nervioso, tomé el impermeable y me lo puse. Jamás había tardado tanto en abrir la puerta del auto... tenía miedo de enfrentarme a la realidad. Ya afuera comencé a buscar a quien había atropellado, pero ni siquiera había rastros de que algo hubiera pasado allí. Estuve unos minutos recorriendo el lugar, pero no encontraba nada. ¿Podía ser que lo que atropellé se haya escapado? Regresé al automóvil y sorprendido, vi manchas de sangre sobre el asiento; pero rápidamente me tranquilicé, pues seguramente cuando abrí la puerta del auto las gotas sobre el parabrisas habían entrado. Encendí el vehículo y continué con mi camino. Me autoconvencí de que no podía haber sido una persona lo que había atropellado, pues nadie en su sano juicio estaría a merced de esta tormenta infernal ni tampoco en una ruta completamente vacía. Ya me sentía mejor, casi no estaba nervioso, pero no sabía que esto recién comenzaba... El auto se detuvo justamente cuando un aterrador rayo se disparó desde las nubes. Había combustible, las baterías estaban cargadas, el auto era nuevo... ¿Cómo es que se detuvo? Tampoco había forma de que arrancara, los intentos por hacerlo eran en vano. Me bajé del auto sin impermeable, pues no me importaba, igualmente estaba todo mojado. Logré llevar el auto fuera de la ruta y luego entré nuevamente. En ese momento decidí quedarme a dormir allí, pues ya oscurecía. Comenzaba a dormirme, pero un extraño ruido me despertó. La lluvia había parado y ya era de noche. Miré hacia el asiento trasero, pero no había nada, entonces me quedé atento, esperando otra vez ese ruido. Pasaron varios minutos y nuevamente se repitieron. Estaba desconcertado, me intrigaba saber de dónde provenían los ruidos y entonces decidí salir del vehículo. Miré el auto desde todos los ángulos, no parecía haber nada anormal, hasta que noté que del baúl un hilo de sangre se desprendió. En voz alta me dije "¿Todavía quedó sangre de lo que atropellé?" Era imposible, pues la colisión había sido de frente. Vi algo que se movió dentro del auto, y no tuve dudas, alguien
estaba allí. Abrí el baúl para buscar un hacha que siempre llevaba, pero no se encontraba. Mantuve los ojos abiertos y dirigidos al coche; nuevamente vi un movimiento en el interior e instantáneamente el corazón comenzó a latirme fuertemente. Tomé un palo del suelo para pegarle a lo que haya dentro del vehículo y sin esperar, abrí la puerta trasera, pero alguien saltó sobre mí, tirándome al suelo. Lo pateé y logré verlo. Tenía el rostro horriblemente desfigurado, pero lo que más me aterró fue que en sus manos sostenía el hacha que me faltaba. Conseguí desprenderme de él y corrí hacia el campo desierto. Llegué al alambrado, pero la desesperación hizo que me quedara enganchado entre sus púas. Intentaba liberarme, mientras miraba cómo el maniático se acercaba con el hacha en sus manos. Finalmente me libré, y corriendo de un lado hacia otro, esquivándolo, llegué hasta el auto. Saqué de la caja de herramientas que allí tenía, un martillo grande y me dirigí hacia el sujeto. Me encontraba frente a frente con el maniático. Él con su hacha y yo con mi martillo. Estábamos solos los dos, sin nadie a nuestro alrededor. De un salto trató de llegar a mí, pero le arrojé el martillo sobre su cabeza y el golpe lo desplomó. Estaba inmóvil y creí que lo había desmayado. Me acerqué lentamente. Tenía una gran marca amoratada en su frente. Parecía un hombre de unos cuarenta años y estaba desfigurado, pero no era por el choque. Salté cuando vi que sus ojos se abrieron, pero parecía que no podía moverse demasiado. Me quedé observándolo un rato, esperaba que muriera. Recordé que tenía un recipiente con nafta en el baúl y entonces fui a buscarlo, pero cuando regresé, el sujeto ya no estaba tirado. Giré y miraba hacia todas partes; parecía que se había perdido o que se lo había tragado la tierra, hasta que al fin lo vi bajo el auto, y todavía sostenía el hacha en su mano. Sentía el agudo silbido del viento, el cual parecía que aconsejaba deshacerme del tipo. Entonces me agaché y tomé el hacha sin mayor resistencia, pues él ya había muerto. Arrastré el cuerpo hacia la zanja y lo rocié con nafta. Encendí un fósforo y se lo arrojé. Me quedé mirando cómo el cuerpo ardía y cada parte se chamuscaba. Era tan intenso el calor, que las hojas húmedas por la lluvia igualmente se encendían. Trataba de tranquilizarme, pero sabía que a esta hora de la noche cualquiera podía ver este gran fuego desde lejos. El cuerpo se calcinó y, con ayuda de algunas ramas, logré hundirlo en un gran charco de lodo que había unos metros más adelante. Regresé al coche y después de dos intentos, encendió. Continué mi camino. Estaba totalmente agotado y llegué a una gasolinera. Llené el tanque, pues quedaban muchos kilómetros por recorrer todavía. Transcurrió el tiempo, ya era de mañana, y llegué a un cruce, donde los agentes de Recursos Naturales estaban haciendo un control, pues en esa época, estaba prohibida la caza de algunos animales. Como pocos venían por ese camino, estuvieron un rato largo observando el vehículo, incluso revisaron el baúl y dialogaron entre ellos, mientras yo leía un catálogo que me habían entregado. Finalmente, después de diez minutos uno de ellos me dijo: - ¿Estuvo cazando? - No, ¿porqué lo dice? - Es que veo manchas de sangre en su vehículo. - Ahh... Sucede que en la tormenta atropellé algún pequeño animal, pero no le hizo daño al auto. Pasaron segundos, el agente me miró fijamente a los ojos y yo a él. Finalmente me dijo con frialdad: - Queda usted detenido. Al sentir esas palabras el cuerpo se me heló, y sólo me preguntaba para mí ¿qué sucedía?. Y en unos segundos, más palabras me destruyeron por completo: - Hallamos un cuerpo carbonizado en su baúl. FIN