Derrida Kafka, Ante La Ley.pdf

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Jacques Derrida

05/027/161 - 28 cop. (Teoría y Análisis Literario)

[Barcelona, Juan Granica, 1984. Traducción de A. Azurmendi.]

La filosofía como institución Prólogo de V íctor G ó m ez P in

/ E S /

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Kafka: Ante la Ley

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Ainsi faict ¡a Science {et nostre droict mesme a, dicí-on, de fictions lé-gitimes sur iesquelles ¡1 í'onde la venté de sa justice). Montaigne (L/ixavo.s

II, XIi)

A. veces, un título parece la referencia de otro título. Pero desde el momento en que nombra otra cosa, ya no ci­ tará simplemente, sino que convertirá al otro título en un homónimo del primero. Todo esto conllevará siempre algún prejuicio o usurpación. Teniendo en cuenta estas posibilidades leeré, y leer viene a ser aquí citar, el relato de Kafka titulado Vor dem Gexetz , Ante la Lew

ANTE LA LEY Ante la Ley se yergue un guardián de la puerta. Vino un día un campesino rogando que le dejara entrar. Pero el guardián 1c contesta: «Por el mu-

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96 ! L a f ilo s o f a l c o m a in s titu c ió n

A n te Ui L e v / 97

Finalmente su vista se fue debilitando, y acabó por no saber si la noche le rodeaba o si sus ojos falla­ ban. Mas en aquella oscuridad podía distinguir un resplandor que brotaba, inextinguible, de las puer­ tas de la Ley. Sis vida se acercaba al ocaso. Antes de morir, todo lo que había vivido durante el tiempo de su permanencia allí se resumió en una pregunta que nunca había formulado. Y no pudiendo erguir su envarado cuerpo, hizo señas al guardián para que se le acercase. Éste tuvo que agacharse mucho para oírle, pues entre ellos aumentó la diferencia de estatura en detrimento del hombre. «¿Qué quieres saber ahora? —preguntó el guardián—. Nunca estás satisfecho». «Si todo el mundo procura entrar en la Ley, manifiesta el hombre, ¿cómo explicas enton­ ces que en todos estos años sólo yo he venido a pedirte que me permitas entrar?». El guardián, dándose cuenta de que el hombre estaba próximo a su fin y de que casi no oía, le gritó al oído: «Nadie más que tú podría conseguir entrar por esta puerta, pues esta puerta está designada para ti. Ahora me dispongo a irme y cierro.»

ponde el guardián— pero ahora no.» Como de cos­ tumbre, la puerta que da acceso a la Ley está siem­ pre abierta y, habiéndose retirado el guardián a un lado, el hombre se inclina para mirar hacia dentro. Al verlo, el guardián de la puerta ríe y le dice: «Si tan deseoso estás, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta que soy poderoso, aun siendo el guardián de menor categoría. En la puerta de cada sala hay un guardián. Y conforme avanzas, los que vas encontrando son más podero­ sos que los que dejaste atrás. A partir de la tercera sala, ni yo mismo puedo soportar su mirada». E] campesino no pensaba encontrar tantas dificulta­ des; creía que la Ley debería ser accesible a todo ei mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián enfundado en su abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda y su barba, larga y fina, al uso de los tártaros, resolvió que lo mejor sería esperar hasta que tuviera per­ miso de entrar. Entonces el guardián le dio un tabu­ rete y le hizo sentarse a un lado de la puerta. Es­ tuvo allí sentado durante muchos años. Fueron mu­ chos los intentos que hizo para que se le permitiera entrar, e incomodaba con su machaconería al guar­ dián. A menudo el guardián entablaba una breve conversación con él. Le preguntaba por su hogar y acerca de otros asuntos, pero, al modo de los gran­ des personajes, el tono que empleaba era de indife­ rencia, y terminaba siempre diciendo que todavía no se le permitía entrar. El campesino, que se había provisto de todo lo necesario para su viaje, ofrecía al guardián todo lo que llevaba —que era valioso— con la esperanza de sobornarlo. Este le aceptaba todo, peto no obstante, cada vez que recibía un re­ galo, le decía; « Lo acepto sólo para que no te in­ quietes pensando que has omitido algún esfuerzo». Durante todos esos años, el hombre estudió cuida­ dosamente al guardián, (...) terminó por conocer in­ cluso a las pulgas que habitaban en su cuello de piel, y suplicaba a éstas que le ayudasen a persuadir al guardián para que cambiase su actitud hacia él.

Permítanme resaltar ahora algunas trivialidades axiomá­ ticas. Respecto a cada una de ellas, puedo esperarlo, habrá de entrada fácil acuerdo, incluso si mi intención sigue siendo la de hacer tambalear las condiciones de tal consenso. Para obtener este acuerdo entre nosotros, apelaré, imprudente­ mente quizás, a ia comunidad de individuos que participan en conjunto de la misma cultura y que se inscriben, en un contexto dado, en el mismo sistema de convenciones.» ¿Cuáles? Intentaré precisarlo. Primera creencia axiomática en apariencia: en el texto que acabo de leer réconocemos una identidad propia, una singularidad y una unidad. En definitiva, las condiciones de esta identidad propia, de esta singularidad y de esta unidad, las consideramos identificares, por enigmáticas que sean. Hay un principio y un fin del relato cuyo marco o límites nos parecen garantizados por cierto número de criterios estabie-

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a me

v.. i i.a jtiosüjití nmut institución

¡a t.A'y ¡ yv

todavía actualmente, tales problemas (completo o incom­ pleto, incompleto de forma real o ficticia, inscripción de los autores en el relato, pseudonimia y propiedad literaria, etc.).1 Mas, sin querer anular las diferencias y ¡as mutacio­ nes históricas en este sentido, podemos estar seguros de que, según modalidades en cada caso distintas, estos pro­ blemas se plantean siempre y respecto a cada obra. Tercer axioma: hay un relato, en este texto titulado Ante Ui Lev, y este relato pertenece a aquello que llamamos lite­ ratura. Hay relato o, dicho de otro modo, forma narrativa en este texto; la narración arrastra todo a su paso, determina cada átomo del texto mismo a pesar de que no todo aparece inmediatamente bajo ia especie de la narración. Sin plantear aquí la cuestión de saber si esta narrativa es ei género, modo o tipo del texto,2 señalaré modestamente y de forma preli­ minar que esta narrativa, en este caso preciso, pertenece, a nuestro parecer, a la literatura; para ello me remito al mismo consensus que hay entre nosotros. Sin explicitar todavía las presuposiciones contextúales de nuestro consensus , retengo que, para nosotros, se trata de un relato literario (la palabra «relato» plantea también poblanas de traducción que me re­ servo). ¿Es esto demasiado evidente y trivial para merecer ser señalado? No lo creo así. Algunos relatos no pertenecen a la literatura, por ejemplo las crónicas históricas o las rela­ ciones de las que tenemos experiencia cotidiana: de esta forma, Ies puedo decir que he comparecido ante la Ley, después de haber sido fotografiado conduciendo mi coche, por la noche, con excesiva velocidad. No es pues, en cuanto narración que Ante Ut Ley se define para nosotros como un fenómeno literario. Tampoco lo es asimismo en cuanto na-

cidos, es decir, establecidos por leyes y convenciones posi- tivas. Creemos saber que este texto, que tomamos por único e idéntico a si mismo, existe en su versión original, for­ mando uno —en su original inscripción— con la lengua ale­ mana, Según ¡a creencia general, tal versión llamada original constituye la última referencia en cuanto a aquello que po­ dríamos llamar la personalidad juridica del texto, su identi­ dad, su unicidad, sus derechos, etc. Todo esto está actual­ mente garantizado por la Ley, por un conjunto de leyes que tienen todas ellas una historia, a pesar de que el discurso ' que las justifica pretende a menudo arraigarlas en leyes na­ turales. Segundo elemento axiomático, esencialmente insepara­ ble del primero: este texto tiene un autora La existencia de su signatario no es ficticia, a diferencia de los personajes del relato. Y sigue siendo la ley la que, exige y garantiza la dife­ rencia entre la realidad presupuesta del autor portador del nombre de Franz Kafka, registrado en el censo bajo la auto­ ridad del Estado, y por otra parte, ia ficción de los persona­ jes en el seno del relato. Esta diferencia implica un sistema de leyes y de convenciones sin las cuales ei consensus al que me refería (en un contexto que precisamente no es, hasta cierto punto, común), no tendría posibilidad alguna de darse, esté fundado o no. Sin embargo, podemos conocer este sistema de leyes. Al menos su historia aparente, los acontecimientos jurídicos que han escondido el devenir bajo la apariencia del derecho positivo. Esta historia es muy re­ ciente, y todo aquello que garantiza permanece esencial­ mente lábil, tan frágil como lo es un artificio. Como bien saben, nos han sido legadas obras cuya unidad, identidad y totalidad siguen siendo problemáticas, porque nada permite decidir con toda certeza si lo incompleto del corpas es real o ficticio, simulacro deliberadamente calculado de uno o de varios autores, contemporáneos o no. Hay y ha habido obras en las cuales el autor, o una multiplicidad de autores, han entrado en escena como personajes, sin dejarnos trazas o criterios rigurosos para distinguir entre las dos funciones o tos dos valores. El Conte ttu GranI, por ejemplo, plantea,

L Respecto a estas cuestiones (incom pleto J e forma real o ¡leticia, pluralidad de los autores, «propiedad literaria que al parecer apenas se plan­ teaba en ia Edad Meda»). aconsejo, entre los trabajos mas recientes y am ­ plios, La v,e de la teare au Mayen Age: Le C onte du G raal, de Roger Dragonetti, Le Seuil, París, 19X0. 7. G érard G enette, Genre.v, «t x p e s». M i n i o , Poetique 3- (nov. 1977) retom ado con algunas m odificaciones en ¡n u o d u t thm d l'archilexte (Parts. Le Seuil, 1979).

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rración ficticia, ni incluso alegórica, mítica, simbólica, para­ bólica, etc. Hay ficciones, alegorías, mitos, símbolos o pa­ rábolas que no son propiamente literarios. ¿Qué es lo que decide, entonces, que Ante la Ley pertenece a aquello que creemos entender bajo el nombre de literatura? ¿Y quién lo decide? Para agudizar estas dos preguntas (qué y quién),; quisiera precisar que no privilegio ninguna de las dos y que están más bien relacionadas con la literatura que con las Belles-Lettrcs, la poesía o el arte discursivo en general, aun cuando estas distinciones son muy problemáticas. La doble pregunta sería, por lo tanto, la siguiente: «¿Quién decide, y bajo qué determinaciones, la pertenencia de este relato a la literatura?». Para no jugar con la cuestión del tiempo, el cual he de tener en cuenta, diré sin rodeos que no aporto ni tengo res­ puesta alguna a tal pregunta. Pensarán qurzás que quiero conducirles a una conclusión puramente aporética o. en todo caso, a una problemática pura: se dirá, pues, que la pregunta estaba mal formulada, que no se puede razonar en términos de pertenencia a un campo o a una clase cuando se trata de la literatura, qué no. jmy csencia de lia literatura, no hay do­ minio propiamente literario y^íprosamente identificable en tanto que tal. y que. finalmente, estando quizás destinado a ser inapropiado el nombre de literatura, sin concepto v sin referencia asegurada, la «literatura» tendría relación con el drama del nombre, con la Ley del nombre y el nombre de la Ley. No les faltaría, sin lugar a dudas, razón, Mas, la gene­ ralidad de estas leyes y de estas conclusiones problemáticas no me interesan tanto como la sigularidad de un proceso que, en el curso de un drama único, las hace comparecer ante un corpas irremplazable, ante este texto, ante Ante la Ley. Hay una singularidad de la relación sin poderlo hacer jamás con la esencia general o universal de la Ley. Ahora bien, como habrán notado, este texto, este texto singular, nombra o relata a su manera el conflicto sin encuentro de la Ley y de la singularidad, esta paradoja o enigma de! ser-ante-Ia-Ley; y el ainigma es a menudo, en griego, una relación^un relato, la palabra oscura de un apólogo: «El campe­

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sino no pensaba encontrar tantas dificultades; creía que la Ley debería ser accesible a todo el mundo y en todo mo­ mento...». Y la respuesta, si a esto se le puede llamar res­ puesta, aparece al final del relato, que es asimismo el final del hombre; «El guardián, dándose cuenta de que el hombre estaba próximo a su fin y de que casi no oía, le gritó al oído: «Nadie más que tú podría conseguir entrar por esta puerta, pues esta puerta está designada para ti. Ahora me dispongo a irme y cierro». Mi única ambición será, entonces, sin aportar respuesta alguna, agudizar, con el consiguiente riesgo de deformarla, la doble pregunta (quién decide, y a título de qué, la perte­ nencia a la literatura) y, sobre todo hacer comparecer ante la Ley el enunciado de esta doble pregunta, c incluso, como a menudo se dice en Francia, el sujeto de la enunciación. Tal sujeto pretendería leer y comprender el texto titulado Ante la Lev, lo leería como un relato y lo clasificaría convencionaímente en el campo de la literatura. Creería saber lo que es la literatura y, rico de tal saber, se preguntaría tan sólo: ¿qué me autoriza a considerar este relato como un fenómeno literario? . Se trataría pues de hacer que esta pregunta, el sujeto de la pregunta y su sistema de axiomas o de convenciones, comparecieran «ante la Ley». ¿.Qué significa esto? No podemos reducir aquí la singularidad del idioma. Comparecer ante la Ley, en las lenguas alemana y francesa, significa ¡r o ser conducido ante los jueces, los representan­ tes o los guardianes de la Ley, en el curso de un proceso, para testimoniar o ser juzgado. El proceso, el juicio (Urteú), es el lugar, el sitio, la situación, necesario para que tenga lugar tal acontecimiento, «comparecer ante la Ley». Aquí. «Ante la Ley», expresión que menciono entre co­ millas, es el título de ún relato. He aquí la cuarta de nuestras presuposiciones axiomáticas. Debo añadirla a nuestra lista. Creemos saber lo que es un título y, en particular, el título de una obra. Está situado en cierto lugar muy determinado y ordenado por leyes convencionales: al principio y arriba, a una distancia reglamentada del cuerpo mismo del texto, en

Í02 í L u filo s o fía nm u> ¡ii.siitacit'w

todo caso, antes de éste. El título está escogido general­ mente por el autor o por los representantes editoriales a los que pertenece. Nombra y garantiza !a identidad, la unidad y los limites de la obra original que el autor titula. Lógica­ mente, los poderes y el valor de un título tienen una relación esencial con algo como la Ley, se trate tanto de un título en general como dd título de una obra, literaria o no. Se anun­ cia ya una especie de intriga en un título que nombra a la Ley (Ante la Ley ), como si la ley se diese título a sí misma o como si la palabra «título» se introdujese insidiosamente en el título. Permitamos que continúe la intriga. Insistamos ahora en la topología. Otro aspecto intrigante: el sentido del título muestra una indicación lopológica, ante la Ley. Y el mismo enunciado, el mismo nombre, pues el título es un nombre, el mismo grupo de palabras no tendría, en cualquier caso, valor de título si apareciese en otro lugar, en lugares no prescritos por la convención. No tendría valor de título si apareciesen en otro contexto o en otro lugar del mismo contexto. Por ejemplo, aquí, la expresión «tw dem Gesetz» es presentada por primera vez o, si así lo prefieren, por segunda vez, como el principio del relato. Es la primera frase: «Vor dem Gesetz steht ein Tiirhüter», «Ante la Ley se yergue un guardián de la puerta». Aunque en apariencia tie­ nen un mismo sentido, son más bien homónimas y no sinó­ nimas, pues las dos manifestaciones de la misma expresión no nombran la misma cosa; no tienen ni la misma referencia ni el mismo valor. A un lado y a otro del trazo invisible que separa el título del texto, el primero nombra el conjunto del texto del cual es, en suma, el nombre propio y el título, y el segundo designa una situación, el lugar del personaje locali­ zado en la geografía interior del relato. El primero, el título, se encuentra ante el texto y permanece exterior, sí no a la ficción, por lo menos al contenido de la narración ficticia. El segundo se encuentra también encabezando el texto, ante él, mas también en ¿d\ es un primer elemento del contenido fic­ ticio de Ea narración. Y sin embargo, a pesar de ser exterior a la narración ficticia, a la historia que el relato cuenta, el título (Ante la Ley) permanece como una ficción firmada por

el autor o por su representante. El título, diríamos, forma parte de la literatura, incluso si su pertenencia no tiene la estructura ni el estatuto de aquello a lo que da titulo y a lo cual es esencialmente heterogéneo. La pertenencia del título a la literatura no le impide tener una autoridad lega!. Por ejemplo, el título de un libro permite la clasificación en bi­ bliotecas, la atribución de los derechos de autor y de pro­ piedad, etc. Sin embargo, esta función no actúa como el ti­ tulo de una obra no-literaria, de un tratado de física o de derecho, pos' ejemplo. Determinado programa condiciona esta lectura. Se inició en un Seminario de «l'Ecole Nórmale Supérieure» en el cual tuve ya, el año pasado, que hostigar el relato de Kafka. En verdad, fue él quien hostigó el discurso que proponía sobre la Ley moral y el respeto de la Ley en ia doctrina kantiana de la razón práctica, sobre los pensamientos de Heidegger y de Freud en relación a la ley moral y al respeto (en el sen­ tido kantiano). No puedo aquí reconstruir los modos y los trayectos de esta hostigación. Para designar los títulos y los topo! principales, digamos que se traía primeramente del extraño estatuto del ejemplo, del símbolo y del tipo en la doctrina kantiana. Como bien saben, Kant habla de una tí­ pica y no de un esquematismo de la razón práctica; de una presentación simbcdica del bien moral (lo bello como sím­ bolo de la moral, en el párrafo 59 de la Critica de la ¡-'acui­ tad del Juicio ); finalmente, de un respeto que, si no se re­ fiere nunca a las cosas, sin embargo, no se relaciona con las personas sino en cuanto éstas dan el ejemplo de la Ley mo­ ral: el respeto es debido tan sólo a la Ley moral, su única causa, que como tai jamás se halla presente. Se trataba tam­ bién del «como si» (ais ob) en la segunda formulación del imperativo categórico: «Actúa como si ¡a máxima de tu ac­ ción tuviese que ser por tu voluntad ley universal de la natu­ raleza». Este «como si» permite relacionar la razón práctica con una teología histórica y con la posibilidad de un pro­ greso ai infinito. Había intentado mostrar cómo introducía virtualmente narración y ficción dentro del pensamiento mismo de la Ley, en el instante en que ésta comienza a ha-

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blar y a interpelar al sujeto mora!. Aun cuando la instancia de la Ley parece excluir toda historicidad y toda narración empírica, en el momento mismo en que su racionalidad pa­ rece exterior a toda ficción y a toda imaginación, aunque fuese trascendental,3 tal instancia puede aún ofrecer a priori hospitalidad a estos parásitos. Otros dos aspectos me habían llamado la atención, dentro del conjunto de los que apuntan hacia el relato de Kal"ka: la cuestión de la elevación y de lo sublime, que desempeñan aquí un papel esencial, y íinalmente, el de la guardia y del guardián.4 Aunque no pueda extenderme, comentaré a grandes rasgos el contexto en el cual leí Ante la Ley. Se trata de un espacio en el que es difícil decir si el relato de Kafka plantea una potente elipse filosófica, o si la razón pura práctica guarda en sí misma^ algo de la fantasía o de la Ficción narrativa. Y ¿no seria que I la Ley. sin estar ella misma impregnada de literatura, com- i partiese sus condiciones de posibilidad con el objeto litera- ; rio? Tal podría ser una de las preguntas. Para ofrecer aquí, hoy, su formulación más económica, hablaré de un comparecer del relato y de la Ley, éstos com­ parecen, aparecen juntos y se sienten convocados ante el otro: el relato, a saber, cierto tipo de relación es remitido a la Ley que expone, comparece ante ella, la cual a su vez comparece ante él. Y sin embargo, como veremos, nada se presenta realmente en este comparecer; y que su lectura sea posible no significa que tendremos de ello prueba o expe­ riencia. Aparentemente, la Ley no tendría jamás que dar lugar, en cuanto tal, a relato alguno. Para ser investida de su auto­ ridad categórica, la Ley no debe tener historia, génesis ni derivación posibles. Tal sería la Ley de ¡a Ley. La moralí3. En esle m om ento, el sem inario se había preguntado por Ja interpreta­ ción heideggeriana del «respeto* en su relación a la imaginación íniscem dental (Kunf y ef problema de íit metafísica). 4. Entre otros ejemplos: al final de la Critica de !n Razón Práctica, la filosofía es representada com o la guardiana iAHfhcwahrcrir) de la ciencia m ajal pura: es asimism o la «puerta estrecha-' {enye Pfnrte) que conduce a la doctrina de la sabiduría.

dad pura no tiene historia intrínseca. Y cuando se relatan historias respecto a ella, éstas no pueden concernir smo las circunstancias, a los acontecimientos en todo caso, a hts lonmts ^ £ S r : acercarse a‘ la Ley, a hacerla presente, a entrar en relación con ella, eventualmente penetrarla, serte intnnsecus El relato de estas maniobras no sena sino el relato de aquello que escapa al relato y permanece Imalmente para • f inaccesible Mas lo inaccesible provoca entonces su supresi^nCNo se puede tratar a la Ley, a la Ley de las leyes de cerca o de lejos, sin preguntase) cual es propiamente su L a r y de dónde viene. Digo «la Ley de las leyes, porque en el relato de Kafka, no se sabe de que especie de ley se trata la de la moral, la del derecho o la de la política, etc. Aquello que permanece invisible y oculto en cada ley pode­ mos suponer que es la ley misma, aquello que hace que las Z l s sean leyes, el ser-ley de estas leyes. La pregunta y la búsqueda son ineluctables, es decir, el itinerario hacia el lugar^ el origen de la Ley. Ésta se ofrece rehusándose, sin decir su procedencia ni su sitio. Este silencio y esta discon­ tinuidad constituyen el fenómeno de la Ley. Relacionarse c r f a t e v con aquello que dice «debes» y «no debes», es a la vez hacer como si la Lev no tuviese historia o en cual­ quier caso como si no dependiese de su presentación histo­ r i a y al mismo tiempo dejarse fascinar, provocar, ¡nterpe¡ar‘por ia historia de esta no-historia, Es dejarse tentar por lo imposible: una teoría de! origen de la Ley y por lo tanto, de su no-origen, por ejemplo de la Ley mora!. Freud (Kafka era, como saben, un gran lector de Freu ) inventó ei concepto, si no ia palabra, de «represión» para

tr s r ¡a r e « a s a w * » teoría de! Super-Yo. Aparece ya en las cartas de Fliess, e las que Freud habla de presentimientos y de premoniciones, con una especie de fervor inquieto, como si estuviese a

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punto de alcanzar alguna revelación: «Otro presentimiento me dice, como ya lo .sabia (el subrayado es mío), a pesar de que de hecho no sé nada, que voy a descubrir pronto la fuente de la moralidad» (Carta 64, 31 de mayo de 1897). Continúa la carta con algunos sueños y, cuatro meses más tarde, declara en otra «la convicción de que no existe en el inconsciente "indicio alguno de realidad" de tal forma que es imposible distinguir la una de la otra, la verdad y la fic­ ción investida por el afecto» (Carta 69, 21 de septiembre de 1897). Algunas semanas más tarde, otra carta: «... Después de los horribles dolores del embarazo de estas últimas se­ manas, he parido un nuevo cuerpo de conocimiento. Algo realmente nuevo, por así decirlo: se había presentado a sí mismo y retirado de nuevo. Mas esta vez, se quedó y vio la luz del día. Es bastante curioso que tuviese el presenti­ miento de estos acontecimientos hace tiempo. Por ejemplo, te escribí durante el verano que iba a encontrar la fuente de la represión sexual normal (moralidad, pudor, etc.) y du­ rante bastante tiempo no ¡o conseguí. Antes de las vacacio­ nes te comenté que mi paciente más importante era yo mismo; y más tarde, repentinamente, después de las vaca­ ciones, mi auto-análisis —del cual no tenía entonces ningún signo— comenzó de nuevo. Hace ya algunas semanas tuve el deseo de que la represión fuese remplazada por la cosa esencial que se encuentra detrás (el subrayado es mío), y esto es de lo que me ocupo actualmente». Freud se intro­ duce entonces en consideraciones sobre el concepto de re­ presión, sobre la hipótesis de su origen ligado a la posición vertical, dicho de otro modo, a cierta elevación .5 El paso a la posición erguida eleva al hombre, el cual distancia enton­ ces el olfato de las zonas sexuales, anales o genitales. Este distunciarnienío ennoblece la altura y deja huellas al poster­ gar la acción. Demora, diferencia, elevación enrtobleeedora, desviación del olfato lejos del hedor sexual, represión, esto5 5. H abría que relacionar c.sle argum ento con aquello q u e, más tarde» Freud dirá de Kant, del Im perativo categórico, de la ley moral en nuestro corazón y del cíeíu estrellado por encim a de nuestras cabezas.

constituye el origen de la moral: «Por decirlo duramente, la memoria apesta asi como apesta un objeto material. Asi como desviamos con repugnancia nuestro órgano sensorial (cabeza y nariz) ante los objetos hedientes, el preconsciente y nuestra conciencia se desvían de la memoria. Esto es lo que llamamos represión. ¿Qué ocurre con la represión nor­ mal? Una transformación de la angustia liberada como re­ chazo psíquicamente «unido», es decir, que aporta el iundamento afectivo de una multitud de procesos intelectuales, tales como m o ra lid a d , pudor, etc. Todo el conjunto de estas reacciones se efectúa a expensas de la sexualidad (virtual) en vía de extinción». A pesar de la pobreza inicial de esta noción de represión, vemos que el único ejemplo de «proceso intelectual» que da Freud es el de la Ley moral o el pudor. El esquema de la elevación, el movimiento hacia lo alto, todo aquello que in­ dica la preposición sobre (líber) es tan determinante como el esquema de la purificación, de Sa desviación de lo impuro, de las zonas del cuerpo que huelen mal y que no hay que tocar. La desviación se hace hacia lo alto. Lo alto (por lo tanto, lo grande) y lo puro es lo que producirían la represión como origen de la moral, ello es lo que en términos absolu­ tos vale más. Esto se precisa en Esbozo de una psicología científica , y más tarde en otras referencias al Imperativo categórico y ai cielo estrellado por encima de nuestras cabe­ zas, etc. Desde el comienzo, al igual que otros. Freud quería es­ cribir una historia de la Ley. Estaba sobre la pista de la Ley, y cuenta a Fliess su propia historia (su autoanálisis, según dice), la historia de la pista que sigue tras la ley. Oilaieaba el origen de la Ley, y para esto, tuvo que olfatear el ollaío. Reunía en suma un gran relato, asimismo un autoanálisis interminable, para relatar, para dar cuenta del origen de la Ley, dicho de otro modo, del origen de aquello que, escin­ diéndose de su origen, interrumpe el relato genealógico. La Ley es intolerante respecto a su propia historia, inter­ viene como un orden absoluto y desligado de toda psocedencia. Aparece como aquello que no aparece como tal a lo

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largo de una historia. En cualquier caso, no permite ser constituirla por historia alguna que pudiese dar lugar a un relato. Si hubiese historia, ésta no seria ni presentable ni reí atable. Freml lo había sentido, tuvo olíate para ello, lo había incluso, como él dice, «presentido-', Y se lo relata a Fliess, con el cual tuvo una inenarrable historia de olfato, hasta el finid de su amistad marcada por el envío de una última pos­ tal de dos líneas.6 Si hubiésemos continuado en esta direc­ ción, tendríamos que hablar asimismo de la forma de la na­ riz, prominente y puntiaguda. Se habló mucho de ese asunto en los salones de psicoanálisis, mas quizás no se dio sufi­ ciente importancia a la presencia de pelos que no siempre se esconden púdicamente en el interior de la nariz, hasta el punto de que en ocasiones es necesario cortarlos. Si ahora, sin tener en cuenta velación alguna entre Freud y Kafka, se sitúan ustedes ante «Aate ¡a /.cr-, v ante el guardián de la puerta, el Türhiin>r: y si acampan ante él, así como el campesino, y lo observan, ¿qué es lo que ven? ¿Qué detalle, si puede ser llamado así, les fascina, hasta el punto de aislarlo y seleccionarlo?: la abundancia del orna­ mento piloso, sea natural o artificial, alrededor de las formas puntiagudas, sobre todo en la extremidad misal. Oscuro lu­ gar, y la nariz viene u simbolizar esa zona genital que siem­ pre es representada por los colores oscuros, aun cuando no sea siempre oscura. Por su situación, el campesino no co­ noce la Ley, que siempre es Ley de la ciudad. Ley de las ciudades y de los edificios, de las edificaciones protegidas, de las rejas y de los límites, de los especios cerrados por puertas. Por lo tanto, se sorprende ante el guardián de la Ley, hombre de ciudad y le observa: «El campesino no pen­ saba encontrar tantas dificultades; creía que la Ley debería 6. Fliess había publicado en 18117 una obra útuinda geluvionrs («f/rr Iti nolis v los sexuales jfitu-iuitos. O ioirinulsririgoingti, se ¡derraba com o sabem os, a sus especulaciones sobre \u «ar¡?. y la bisexualidm l, sobre la analogía entre las m ucosas nasales y las m ucosas genitales, tan to en el hombre como en lít mujer, sobre la hinchazón de las m ucosas nasales y el ritmo ife la m enstruación.

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ser accesible a todo el mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián enfundado en su abrigo de píeles (m seinem Pelzmatuel: el ornamento pi­ loso artificial, el de la ciudad y el de la Ley, que va a aña­ dirse a la pilosidad natural), su gran nariz puntiaguda (seine ¡•rosne Spitnase, expresión omitida en la traducción fran­ cesa) y su barba larga, fina y negra {den langen, tlünnen, sclnvtir-efi luíanse!¡e fíar!) al uso de los tártaros, resolvió que lo mejor seria esperar [literalmente: resolvió preferir es­ perar, enlschliessi er sich. dnch lieber zn ivurten bis er die Erlauhnis zum Eintriri hakommi], hasta que tuviera permiso de entrar.» La escansión de la secuencia es muy ciara. A pesar de tener la apariencia de una simple yuxtaposición narrativa y cronológica, ia continuidad misma y la selección de las no­ taciones inducen a una inferencia lógica. La estructura gra­ matical de la frase nos hace reflexionar: mas, en cuanto (ais, como, en el momento en que) el campesino observa al guar­ dián, su gran nariz puntiaguda y la abundancia de pelo ne­ gro, decide esperar. Ante el espectáculo de aigo que es pun­ tiagudo y piloso, ante la abundancia de un bosque negro al­ rededor de una cabeza, de una punta o de una extremidad nasal, pero una consecuencia extraña y al mismo tiempo sencilla (diriamos inuuiniy. unhcimUch), el hombre se de­ cide. ¿Decide renunciar a entrar, tras parecer decidido a ello? En absoluto. Decide no decidir todavía, decide no de­ cidirse, se decido a no decidir, aplaza, retrasa, esperando. Mas. ¿esperando qué',’ ¿Hl «permiso para entrar-, como así lo dice? Pero, como ya habrán observado, este permiso nunca le ha sido denegado, Esperemos nosotros también. No crean que insisto en este relato para despistarles o hacer esperar, en la antecá­ mara de la lUeranm! o de la ficción, un tratamiento propia­ mente filosófico sobre la cuestión de la Ley. sobre el respeto ante la Ley o sobre el imperativo categórico. Aquello que nos detiene ante ia Ley. como al campesino, ¿no es asi­ mismo aquello que nos paraliza y nos retiene ante un relato, vi! posibilidad y su imposibilidad, su legibilidad y su ilegibi-

Iidüil, su necesidad y su prohibición, y asimismo las de la relación, la re pe lición de la historia? Esto parece, de entrada, reposar en el carácter esencial­ mente inaccesible de la Ley,, en e! hecho que un «¡ntroduciise» se halle excluido. Bn cierta forma, Lor dem (Je s e tz es el ¡elato de esta inaccesibilidad, de esta inaccesibilidad al iciato, la historia de esta historia imposible, el mapa de este hayedo prohihido: no hay itinerario, no hav método, no haycamino para acceder a la Ley, a aquello que en ella tendrá lugar, al topas de su acontecimiento. Tal inaccesibilidad ex­ traña al campesino en el momento en que mira, en el ins­ tante en que observa al guardián, quien es a su vez el obser­ vador, el celador, el centinela, la imagen misma de la vigi­ lancia, podríamos decir la conciencia. La pregunta del cam­ pesino ti ata del camino de acceso; ¿la Ley no se define pre­ cisamente por su accesibilidad? ¿No es. no debe ser accesi­ ble «siempre y para cada uno-? Aquí cabria desplegar el problema de la ejemplandad. por ejemplo en el pensamiento kantiano del -■respeto-; éste no es más que el efecto de la Ley (subraya Kan o. resulta tan sólo de ia Ley, y no compa­ rece en derecho más que unte tu L ey , no se dirige a las per­ sonas sino en la medida en que éstas reflejan el hecho mismo de que una Ley puede ser respetada. Por lo tanto, no se accede jamas directamente ni a la Ley ni a las personas, / no se está jamás inmediatamente ante ninguna de estas dos instancias, y el rodeo puede ser infinito. La universalidad misma de la Ley desborda toda flnitud y hace correr por lo J tanto este riesgo. Mas dejemos esto porque nos apartará asimismo de nuestro relato. La Ley. piensa el campesino, debería ser accesible en todo momento y a todo el mundo. Debería ser universal. A nadie se atribuye la Ignorancia de la Ley, cualquier persona que no sea analiabeta, pueda leer el texto o en última ins­ tancia delegar la lectura y Ja competencia a un abogado, a la representación de un hombre de Ley. A menos que ei he­ cho de saber leer no haga a la Ley más inaccesible. La lec­ tura puede en efecto revelar que un texto es intocable,

propiamente intangible, porque legible, y al mismo tiempo ilegible. La ilegibilidad no -se opone ya a la legibilidad. Y quizás el hombre es el campesino en cuanto no sabe leer ^ que, sabiendo leer, tiene todavía relación con la ilegibilidad en aquello mismo que parece ofrecerse para ser leído. Quiere ver o tocar ¡a Ley, quiere acercarse a ella, «entrar» en ella porque precisamente la Ley no es para ver o para tocar sino para descifrar. Quizás éste es el primer signo de su inaccesibilidad o del retraso que impone al campesino. La puerta no está cerrada, está «abierta» como siempre (dice el texto), mas la Ley permanece inaccesible, y si ello prohíbe, atranca la puerta de la historia genealógica, es asimismo lo que mantiene vivo un deseo del origen, una pulsión genealó­ gica; ésta se extingue tanto ante el proceso de engendra­ miento de la Ley como ante ia generación parentai. La in­ vestigación histórica conduce a la relación hacia la imposi­ ble exhibición de un sitio y de un acontecimiento, de un acontecer en donde se origina la ley como prohibición, «La Ley como prohibición», abandono esta fórmula por el momento, la dejo sin descifrar e introduzco una digresión. Cuando breud'ya más allá de su esquema inicial sobre el origen de la moral, cuando evoca el imperativo categórico en el sentido kantiano, lo hace en el interior de un esquema aparentemente histórico. Un relato nos remite a la singular historicidad de un acontecimiento, a saber, la muerte del padre primitivo. La conclusión de Tótem y Tabú (1912) lo recuerda claramente: «Los primeros preceptos y las prime­ ras restricciones éticas de las sociedades primitivas debían ser considerados como una reacción provocada por un acto que constituyó para sus autores el origen del concepto de "crimen” . Arrepintiéndose de este acto (mas ¿cómo y por qué, si ha ocurrido antes de la moral, antes de la ley?, Jacques Derrida), decidieron que no debía volver a ocurrir y que en cualquier caso su ejecución no seria ya para nadie una fuente de ventajas o de beneficios. Este sentimiento de responsabilidad, fecundo en creaciones de cualquier tipo, no se ha extinguido entre nosotros. Lo reencontramos en el neurótico que lo expresa de una forma asocial, estable-

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112/ !,u .ftiornfíti rom o inslinn ó'm

ciendo nuevas prescripciones morales, imaginando nuevas restricciones para expiar las fechorías cumplidas y medidas preventivas contra futuras fechorías posibles». Ai hablar se­ guidamente del festín totémico y de ia primera «fiesta de la humanidad» conmemorando el asesinato del padre o el ori­ gen de la moral, Freud insiste en la ambivalencia de los hijos respecto al padre y, en un movimiento que llamará precisa­ mente de arrepentimiento, añade una nota. Esta nota me pa­ rece muy importante. Explica la excesiva ternura por este aumento de horror que confería al crimen su total inutilidad: «Ninguno de los hijos podía, en efecto, ver cumplido su de­ seo primitivo de ocupar el lugar de! padre». El asesinato fra­ casa puesto que el padre muerto tiene todavía más poder. La mejor forma de matarlo, ¿no es mantenerlo vivo (aca­ bado)? y la mejor forma de mantenerlo en vida, ¿no es ase­ sinándolo? Y el fracaso, precisa Freud, favorece más a la reacción moral. La moral surge de un crimen inútil que, en el fondo, no mata a nadie, no pone fin a poder alguno y que, verdaderamente, no inaugura nada puesto que antes del cri­ men ya era necesario que el arrepentimiento, y por lo tanto la moral, fuesen posibles. Freud parece aferrarse a la reali­ dad de un acontecimiento, mas este acontecimiento es una especie de no-acontecimiento, acontecimiento de nada, cuasi-acontecimiento que se remite a, y al mismo tiempo anula, la relación narrativa. La eficacia del «hecho» (o de la «fe­ choría»), requiere que éste sea d'é’lilgjíña’manera ficticio. Todo ocurre como si la culpabilidad no fuese menos efec­ tiva, y dolorosa: «Y el padre muerto adquirió un poder mu­ cho mayor del que había poseído en vida, circunstancias to­ das que comprobamos aún, hoy en día, en los destinos hu­ manos». Desdé e! momento en que e! padre es más pode­ roso que cuando estaba vivo, desde el momento en que vive aún más tras su muerte y que, lógicamente, se hallaba de hecho muerto en vida, más muerto en vida que pos! mortem, ei asesinato del padre no es un acontecimiento en el sentido corriente de esta palabra. Así como tampoco e! ori­ gen de la Ley moral. Nadie podría encontrarlo en su lugar proplb, nadie le habría hecho frente en su acontecer. Acon-

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114/ La filosofía como insiitución

para acceder al lugar donde ¡a Ley se sitúa, para mantenerse ante ella, frente a frente y respetuosamente, o para introdu­ cirse en ella, el relato se convierte en el imposible relato de lo imposible, El relato de lo prohibido es un relato prohi­ bido. El campesino ¿quería entrar en ella o tan sólo en el lugar en donde se encuentra guardada? No está muy claro, y ia alternativa es quizá falsa desde el momento en que la Ley es de alguna manera una especie de lugar, un topos y un acontecer. En cualquier caso, el campesino, que también es un Nombre ante la L ey , como el campo ante la ciudad, no va a quedarse ante la Ley en ía situación del guardián. Éste se encuentra asimismo ante la Ley. Esto quiere decir que ia respeta; mantenerse ante la Ley, comparecer ante ella, es , sujetarse a ella, respetarla, tanto más cuando el respeto sig­ nifica distancia, mantiene en frente, prohíbe el contacto o la penetración. Mas esto puede significar que, de pie ante la Ley, el guardián la hace respetar. Monta entonces la guardia ante ella dándole la espalda, sin hacerle frente, sin estar «in front of it», centinela que vigila tas entradas al edificio y exige respeto a los visitantes que se presentan ante el casti­ llo. La inscripción «ante ia Ley» se percibe una vez más. Ya era de alguna manera doble según e! lugar textual, título o principio. Se desdobla también en aquello que dice o des­ cribe; repartición del territorio y oposición absoluta en la escena, respecto a ia Ley. Los dos personajes del relato, el guardián y el campesino sí están ante la Ley, mas como es­ tán el uno frente al otro para hablarse, su posición «ante la Ley» es una oposición. Uno de los dos, el guardián, da la espalda a la Ley ante la cual no obstante se encuentra («Vor dem Gesetz steht ein Tiirhüter»}. El campesino, por el con­ trario, se encuentra también ante la Ley, pero en una posi­ ción contraria, puesto que podemos suponer que, dispuesto a entrar, le hace frente. Los dos protagonistas se encuentran . igualmente ante al Ley, mas se oponen mutuamente, sepa- j rados por una línea de inversión cuya marca no es, en el texto, sino la separación del título y del cuerpo narrativo. Doble inscripción de «vor dem Gesetz» alrededor de una

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línea invisible que divide, separa y hace por sí misma divisi­ ble una única expresión. Desdobla el trazo. Esto no es posible más que con ia aparición de la ins&mcia que da título, en su función tópica y jurídica. Y ésta es la razón por la que me ha interesado más este relato así titu­ lado que cierto fragmento de E! Proceso que cuenta más o menos la misma historia sin conllevar, evidentemente, título alguno. Tanto’en alemán como en francés «Ante la Ley» tiene normalmente el sentido de la comparecencia respe­ tuosa y dependiente de un sujeto que se presenta ante los representantes o los guardianes de la Ley. Se presenta ante representantes; la Ley en persona, si cabe decir, nunca está presente, a pesar de que «ante la Ley» signifique «en pre­ sencia de ía Ley». El hombre está por lo tanto ante la Ley sin jamás hacerle frente. Puede estar in front o fit, mas no la afronta jamás. Las primeras palabras del relato, atrapadas en una frase, de la cual no hay certidumbre que el título constituya una mera repetición («Vor dem Gesetz», «Vor dem Gesetz steht ein Tiirhüter»}, vienen a significar una cosa totalmente distinta, y quizás incluso lo contrario del título que sin embargo las reproduce, como a menudo cier­ tos poemas reciben como título el comienzo del primer verso. La estructura y la función de las dos ocurrencias, de los dos acontecimientos de la misma marca, son ciertamente heterogéneas, lo repito, mas como estos dos acontecimien­ tos diferentes e idénticos no se encadenan en una secuencia narrativa o una secuencia lógica, es imposible decir que el uno precede al otro en un orden determinado. Los dos son primeros en su orden y ninguno de los dos homónimos, in­ cluso sinónimos, remite al otro. El acontecimiento que da título da asimismo al texto su Ley y su nombre. Pero se trata de una proeza. Por ejemplo, respecto a El Proceso , del que se extrae este relato para hacer de él otra institución. Sin introducirse todavía en la secuencia narrativa, abre una escena, da lugar a un sistema topográfico de la Ley prescri­ biendo las dos oposiciones inversas y adversas, el antago­ nismo de los dos personajes igualmente interesados en ella. La frase inaugural describe a aquel que da la espalda a la

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1 16 / L a f ilo s o f í a c o m o in s titu c ió n

Ley (dar ta espalda, es también ignorar, descuidar, e incluso transgredir) no para que la Ley se presente o para ser pre­ sentado a ella sino,-por el contrario, para impedir toda pre­ sentación. Aquel que hace frente a ella no ve más que aquel que le da la espalda. Ninguno de los dos está en presencia de la Ley. Los dos únicos personajes son ciegos y están separados, el uno del otro y separados de la Ley. Tal es la; modalidad de esta relación, de este relato: ceguera y separa­ ción, una especie de no-relación. Pues, no ¡o olvidemos, el guardián también está separado de la Ley por otros guardia­ nes, como dice él mismo «el uno más poderoso que el otro» (eifier marhtiper ais der anden’): «Pero ten en cuenta que soy poderoso, aun cuando soy el guardián de menor catego­ ría. En la puerta de cada sala hay un guardián. Y, conforme avanzas, los que vas encontrando son más poderosos que los que dejaste atrás. A partir de la tercera sala ni yo misino puedo soportar su mirada». El último de los guardianes es el primero que ve al campesino. Ei primero en el orden del relato es el último en el orden de la Ley y en la jerarquía de sus representantes. Y este primer-último guardián no ve ja­ más la Ley, ni siquiera soporta ver a los guardianes que se encuentran ante él (antes y por encima de él). Esto está ins­ crito en su título como guardián de la puerta. Y él es, por estar a la vista, observado incluso por el hombre que, al verlo, decide no decidir nada. Digo «hombre» al hablar del campesino, así como a veces en el relato, se nos induce a pensar que el guardián no es quizás simplemente un hombre, y que este hombre es, como otro cualquiera, el Hombre, el sujeto anónimo de la Ley. Éste, por lo tanto, decide «prefe­ rir esperar» en el instante en que las vellosidades y la nariz puntiaguda del guardián le atraen. Su resolución de no-resolución confiere al relato su duración y su ser. El permiso, como les recordé antes, no le había sido sin embargo jamás denegado. Tan sólo le había sido retardado, aplazado, dife­ rido. Todo es cuestión de tiempo, y éste es el tiempo del relato, mas el tiempo mismo no aparece más que desde este aplazamiento de la presentación, desde la Ley del retraso o del alance de la Ley, desde esta anacronía de la relación.

La prohibición presente de la Ley no es en el sentido de la obligación imperativa; es una diferencia.Pues después de haber dicho «más larde», el guardián pre­ cisa:’ «Si tan descoso estás, intenta entrar a ^ ^ prohibición». Anteriormente tan solo había d,cho «Portel momento, no». Después se aparta y Pel™‘ nuerta se diñarse para mirar en el interior de la puerta. La puerta, s? precisa, sigue abierta. Marca el limite sin ser por si misma un obstáculo o una verja. Marca, mas sin ser ago • lente opaco, infranqueable. Permite ver el m enor (m das I,mere) y, aunque no la Ley, sin duda, s, el intenor de! lugar aparentemente vacío y provisionalmente puerta está físicamente abierta, el guardián no se interpone por ta fuerza. Su discurso es quien actúa no para prohibí directamente, sino para interrumpir y diferir el paso o deuu pasar. El hombre dispone de la libertad natura o tísica Í 'm ín é tra r en d lugar, si no en la Ley. Debe por lo tanUg constatamos, prohibirse a sí mismo el cntias. Debe obligarse a sí mismo, darse la orden no de obedecer a la Ley's.nc.de no acceder a ella; la Ley, en ddmitiva, le hace decir o le permite saber: no vengas hacia mí, te ordeno no venir toda¡ T i l i a mi. Pues pos ello so» I. Le» » accederás a m. demT t u » % T e n dérf ecto'io prohibido. Tal seria el aterrador * , S ” . acometer propio. Es lo proh.b.do: esto no significa que prohíbe sino que ella misma esta prohibida, es un lugar prohibido. Se prohíbe y se contradice al poner al hombre en su propia contradicción: no se puede llegar hasta e5 a » ara tener L , « n con sario no referirse a ella, hay que mterrump» la ,elauon. No S que tener relación más que con sus representantes sus ejemplos, sus guardianes, ios cuales tanto Patéetetres son mensajeros. Es necesario no sa er qi ’ dónde está, dónde y cómo se presenta, de donde v ene y desde dónde habla. He aqui lo neeesano a! f la Ley. C ifa lt. como así se escribía en la Ldad Media en conclusión de un relato.7 7.

este tópico conclusivo, con el cual el escrito r de la Edad

118/ La filo.xofúi anuo instina iún Y este es el proceso, e! juicio, procedimiento y Urte'd la división originaria de la Ley. La Ley está prohibida. Mas esta autopiohibición contradictoria permite al hombre autodeterminarse «libremente», a pesar de que esta libertad se anula al constituir la auíoprohibición de entrar en ¡a Ley. El hombre se ha inclinado para ver el interior, lo cual deja su­ poner que por el momento es más grande que la puerta abierta (ya volveremos sobre la cuestión de la medida). Después de observar más atentamente al guardián, decide esperar un permiso al mismo tiempo dado y diferido, dife­ rido indefinidamente, deja suponer el primer guardián. Tras el primer guardián hay otros, en número indeterminado; quizás son innumerables, cada vez más poderosos, e infran­ queables, ricos en su poder de diferir. Su poder es la dife­ rencia, una diferencia interminable puesto que dura días, «anos», y finalmente, hasta el fin del hombre. Diferencia hasta la muerte, por la muerte, sin fin porque acabada. Re­ presentado por el guardián, el discurso de la Ley no dice «no» sino «todavía nu», indefinidamente. De aquí el empeño en un relato perfectamente acabado y al mismo tiempo inte­ rrumpido, podríamos decir primitivamente interrumpido. Lo aplazado no es tal o tal experiencia, el acceso a un gozo, a algún bien, ya sea supremo, la posesión o la pene­ tración de algo o de alguien. Lo que es aplazado continua­ mente, hasta la muerte, es la entrada en la Ley misma, que no es sino aquello mismo que dicta el aplazamiento. La Ley prohíbe interfiriendo y difiriendo el «hiato»; la referencia, la relación. El origen de la diferencia: he aquí aquello a lo que no cabe aproximarse, aquello que no cabe representarse, y sobre todo aquello que no cabe penetrar. Tal es la ley de’la Ley, e¡ proceso de una Ley respecto de la cual no se puede decir «hela aquí», aquí o allí. Y no es ni natural ni institu­ cional. No se llega jamás a ella y en el fondo de su acontecer originario y propio, jamás adviene. Medui marca el final de su obra am es de dar el Ululo o de constar éi mismo, no figura en el Conté do Grtutl, y por ello esta obra constituye un rom anee inacabado de Chrétien de Troyes.

Ante ia Ley I 119

El relato (de aquello que jamás adviene} no nos muestra qué especie de Ley se manifiesta de tal forma en su no-ma­ nifestación: ¿natural, moral, jurídica, política? En cuanto ai género, en alemán es gramaticalmente neutro, das Gesetz, ni femenino ni masculino. En francés, el femenino determina un contagio semántico que no podemos olvidar, a! igual que no podemos ignorar a la lengua como medio elemental de la Ley. En La folie dtt jottr , de Maurice Blanchot, se puede hablar de una aparición de la Ley (con mayúscula), y ésta es una silueta femenina; no es ni un hombre ni una mujer sino una silueta femenina aparecida para formar pareja con el cuasi narrador de una narración prohibida o imposible (es todo el relato de este no-relato). El «yo» del narrador aterra a la Ley. Parece ser la Ley la que tiene miedo y se retira. El narrador (otra analogía más sin relación con Anta la Ley) nos cuenta cómo tuvo que comparecer ante los represen­ tantes de la Ley (policías, jueces o médicos), hombres que exigían de él un relato: relato que no podía ofrecer y que resulta ser el mismo que propone para narrar lo imposi­ ble. Aquí, das Gesetz, no se sabe ni qué es ni quién es. Y quizás entonces comienza la literatura. Un texto filosófico, científico, histórico, un texto de saber o de información, no abandonaría un nombre a un no-saber, o lo haría tan sólo por accidente y no de forma esencial y constitutiva. Aquí, la Ley se ignora, ¡lo hay respecto a ella una relación de saber, no constituye un sujeto ni un objeto ante los cuales presen-, tarse. Nada (se) presenta ante la Ley. No es una mujer ni una figura femenina, a pesar de que el hombre, homo y Wr, quiera penetrar en ella o penetrarla (y éste es su señuelo, precisamente). Mas ia Ley no es tampoco un hombre, es ;neutra; mas allá del género gramatical y sexual, permanece inalterable, indiferente. Permite al hombre determinarse li­ bremente, le permite esperar, le aplaza. Neutra, ni femenina ni masculina, indiferente porque no se sabe si es una per­ sona (respetable) o una cosa, quién o qué. La Ley se expone (sin mostrarse, por lo tanto sin exponerse) en el espacio de este no-saber. El guardián vigila este teatro de lo invisible, y

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120/ La filosofía ramt* sn\ti!urí(>n

el hombre quiere verlo indinándose . ¿Será la Ley más pe­ queña que él? O bien, ¿se inclina tan respectuosamente ante aquello que el narrador de La folie du jottr llama la «rodilla» de la Ley? A menos que la Ley no esté en reposo. De he­ cho, toda la escenografía del relato constituye un drama de posiciones: alzado, en reposo. Al principio, en el origen de la historia, el guardián y el hombre se yerguen, de pie, el uno frente al otro. Al final del texto, al final interminable pero interrumpido de la historia, al final del hombre, al final de su vida, el guardián es mucho más grande que su interlo­ cutor. Debe inclinarse, desde una altura que —respecto al hombre— todo lo abarca; y la historia de la Ley marca la aparición de tal abarcar o de la diferencia de altura (Gro.ssenuníersehied). Ésta se modifica progresivamente en detrimento del hombre. Parece medir el tiempo de la his­ toria. En el intervalo, que asimismo es la mitad del texto, y también la mitad de la vida del hombre después de haberse decidido éste a esperar, el guardián le ofrece un taburete y le obliga a sentarse. El hombre se queda ahi, «sentado durante días y años», toda su vida. Termina por retornar, como se dice, a la infancia. La diferencia de altura puede significar también la relación entre las generaciones. El niño muere viejo como un niño pequeño (cuatro, dos, y después tres patas —hay que tener en cuenta también el taburete) ante un guardián que crece, de pie y vigilante. La Ley permanece callada y nada se nos dice sobre ella. Nada, tan sólo su nombre, su nombre común y nada más. En alemán se escribe con mayúscula, al igual que un nombre propio. No se sabe lo que es, quién es, dónde se encuentra. ¿Será una cosa, una persona, un discurso, una voz. un es­ crito, o tan sólo una nada que difiere incesantemente el ac­ ceso a sí, prohibiéndose de tal forma el poder llegar a ser algo o alguien? El anciano niño acaba por convertirse casi en un ciego, mas no lo sabe, «y terminó por no distinguir si era la noche lo q^e le rodeaba o sus ojos los que estaban fallando. Mas podía distinguir en aquella oscuridad un resplandor que

b r o t a b a , in e x tin g u ib le , d e las p u e r t a s d e la

Ley».

E s te e s d

cuenta e su m a n e r a la experiencia de Pompeya E ie n o de cL m o s.d ad por •muelle q u e se e n c o n t r a b a e n c e r r a d o tra s las p u e r t a s de! la

£ “ñ " c i el emperador se acere, hacia el lugar mas recondito del Templo, en el centro (M/m■/,»»*> 1de la adoracrom V buscaba nos dice Hegel. «un ser. una esencia ofrecida a 1 mcdhacibn. algo ,ue luciese un senudo “ ¡ v c u a n d o c r e y ó e n t r a r e n e s t e s e c r e to iGehamm.s), a n te et últim o e s p e c t á c u l o , se sintió m istificad o , d e e e p c ,o n a d o , ene n ñ a d o (.•efem-vch i ). E n c o n tr ó lo que b u s c a b a en un esp a c io vacío "", y c o n c lu y ó q u e el s e c r e to pro pio era e x t r a ñ o , exte­ rior a ellos, a los ju d í o s , f u e r a de la vtston y f u e r a del sentí

miento mui itnyejiililt}’>. " , tópica diferencial aplaza, guardián tras guardián, la polaridad de lo alto v de lo bajo, de lo lejano y de lo cercano lian Ida), de lo actual y de lo futuro. La misma tópica sin lugar propio, la misma atópica, la misma locura difiere ley como la nada que se prohíbe y como lo neutro que anula las oposiciones. La atópica anula aquello que tiene lugar acontecimiento mismo. Esta anulación da origen a la Ley ame como frente v ante como detrás. Esta es la razón por la que cabe y no cabe un relato. La atópica diferencial incita a H repetición del relato ante la Ley. Le confiere aquello que le retira, su título como relato. Conviene tanto al texto fir­ mado ñor Kafka y que conlleva el titulo Ante la Ley como a " e momento de p r o c e s o que parece relatar mas o meno ,a misma historia, fragmento que comprende el todo de t i Proceso en la escena de Ante la Ley. Sería tentador, más allá de ios límites de lectura, reconstruir este relato sin relato en e! contexto elíptico deMu Crítico de la Rozón-poro, por ejemplo, o de Tótem y U bti. Mas por lejos que pudiésemos ir en este sentido, no explica­ ríamos la parábola de un relato definido como «literario» con la ayuda de contenidos semánticos de origen filosófico o psicoanaütico. Hemos observado la necesidad de ello La ficción de este último relato que nos sustrae todo acontecí-

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! L a jiio s ifju i c u a n / h is tillfc iu it

miento, este relato puro o relato sin relato, se encuentra im­ plicado tanto por la Filosoíía, la Ciencia o el Psicoanálisis como por la susodicha literatura. Concluyo. Son las últimas palabras del guardián: «Ahora me dispongo a irme y cierrro», concluyo (Ich ,t>ehe jetzt and schliesse hin»).

En cierto código médico, la expresión ante ponas de­ signa el lugar de la eyaculación precoz de la cual Freud pretendió establecer el cuadro clínico, la etiología y la sintomatología. En el texto o ante el texto titulado Vor dem Gesetz (vor, preposición inscrita en el título propuesto «Ante la Ley») lo que ocurre o lo que no ocurre, su lugar y su no lugar unte portas, ¿no es precisamente ei himen de la Ley, la penetración (Eintritt) en la Ley? Ei aplazamiento hasta la muerte del anciano niño, del joven viejo, puede ser igualmente interpretado como no-penetración por eyacula­ ción precoz o por no-eyaculacíón. El resultado es el mismo, el juicio, la conclusión. El tabernáculo se queda vacío y la diseminación es fatal. La relación con la ley es interrum­ pida; es irreductible ai paradigma sexual o genital, a! caitas interruptus o nulo, a la impotencia o a la neurosis que Freud describe. ¿No cabe preguntarnos sobre aquello que tranqui­ lamente llamamos la relación sexual a partir del relato sin relato de la Ley? Podemos apostar a que los gozos llamados normales no se sustraerían a ello. ¿No cabe (ti'y a-t-il pus lien) preguntarse? decía en fran­ cés y de forma poco traducible. Con ello indicaba: «hay» que preguntar. El idioma francés que hace aquí la Ley, dice asimismo la Ley: «cabe» significa «hay que», «está pres­ crito, es oportuno o necesario el...». Está ordenado por la Ley. Y ¿no es esto lo que en definitiva dice el guardián? ¿No dice «aquí cabes tú»? No se sabe la finalidad de tal cabida, pero hay cabida. El guardián no está ante portas sino ante portam. Al no prohibir nada, no vigila las puertas sino la puerta. E insiste en la unicidad de esta puerta singu-^ lar. La Ley no es ni la multiplicidad ni, como así se cree, la i generalidad universal. Su puerta tan sólo te interesa a ti, es única y singularmente destinada, determinada (nttr fiir dich

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bestimmt) para ti. En el momento en que el hombre llega a

su fin (pronto morirá en efecto), ei guardián le señala que no ha llegado a destino o que la hora de su destino aún no llegado. El hombre llega a su fin sin haber realizado su fin. La puerta de entrada no estaba destinada más que a él y no esperaba más que a él, llega mas no llega a entrar, no llega a llegar. Tal es el relato de un acontecimiento que acontece en su advenir. «El guardián, dándose cuenta de que el hombre estaba próximo a su fin y de que casi no oía, le gritó al oído: “Nadie más que tú podría conseguir entrar por esta puerta, pues esta puerta está designada para ti. Ahora me dispongo a irme y cierro” .» No dice «me voy y cierro la puerta», como la traducción francesa. Sin nombrar la puerta, dice: me voy, cierro, clausuro, concluyo. Ahora bien, es la última palabra, la conclusión o la clau­ sura del relato. El texto seria la puerta. Y para concluir, partiré de esta sentencia o juicio, de esta conclusión del guardián. Tal con­ clusión cierra asimismo el texto. El cual, sin embargo, nada concluye. El relato «Ante la Ley» no contaría o no describi­ ría otra cosa que a sí mismo en cuanto texto. No haría más que esto o también haría esto. No mediante una reflexión especular sustentada en algún tipo de transparencia sui-referencial, sino, e insisto en este punto, mediante la ilegibilidad del texto, si entendemos por esto —en la imposibilidad en que nos hallamos de acceder a su propio sentido— ei conte­ nido quizás inconsistente que reserva celosamente. El texto se protege, como la Ley. No habla más que de sí mismo, mas con ello halla su no-identidad. No llega ni permite llegar a sí mismo. Es la Ley, hace la Ley y deja al lector ante la Ley. Precisemos. Estamos ante este texto que, no diciendo nada claro, no presentando ningún contenido identificable más allá del texto, sino una diferencia interminable hasta la muerte, permanece no obstante rigurosamente intangible. Intangible: entiendo por esto, inaccesible al contacto, no susceptible de ser tomado y finalmente inaprehensible, in­ comprensible. mas asimismo aquello a lo cual no tenemos el

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derecho de tocar. Es un texto «original ., como se dice: está

prohibido o es ilegítimo transformarlo o deformarlo, tocar su forma. A pesar de ¡a no-identidad de su sentido o de su des­ tino, a pesar de su ilegibilidad esencial, su «forma» se pre­ senta y se afirma como una especie de identidad personal que tiene el derecho al respeto absoluto. Si alguien cambiase una sola palabra, alterase una frase, un juez podría siempre : decir que ha habido una transgresión, violencia, infidelidad, i Una mala traducción estará siempre obligada a comparecer ante la versión llamada original, la cual, se dice, vale como rejerencta, referencia autorizada por su autor o sus albaceas designada en su identidad por el título, que es su nom­ bre de estado civil, enmarcada entre su primera y su última palabra. Cualquier persona que atente a la identidad original del texto podrá tener la obligación de comparecer ante la Ley. Esto puede ocurrirle a todo lector en presencia del texto, al critico, al editor, al traductor, a los herederos, a los profesores. Todos son, por lo tanto, a la vez, guardianes v campesinos. Decía antes que el título rezaba precisamente «ante la Ley», como también las primeras palabras. Por su parte las ultimas palabras dicen: «Concluyo». Este «yo» del guardián es asimismo el del texto o el de la Ley, anuncia la identidad de un Corpus legado, de una herencia que dice la no-identidad. Ni la una ni la otra son naturales, sino más bien efecto de una operatividad jurídica. Ésta (y sin duda es aquello que llamamos la escritura, el acto y la firma del «escritor») pUmtea ante nosotros, presupone o propone un texto que legisla, y en primer lugar respecto a sí. Dice y produce en su acto mismo la ley que le protege y lo vuelve intangible. Hace y dice, dice lo que hace haciendo lo que dice. Esta posibilidad está implicada en todo texto, incluso cuando no tiene la forma evidentemente autorreferencial de éste. A la vez alegórico y tautológico, el relato de Kafka opera a tra­ vés d e ja trama ingenuamente referencia! de su narración narración que atraviesa una puerta que a ella misma acom­ pañaban limite interno que no se abre hacia nada, ante nada objeto de imposible experiencia.

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Ante la Ley, el título dice.

Vor dan (i e s e t the tille

says. Ante la Ley dice el titulo. Vor dan Gesetz says the title. El texto lleva título y se refiere a su título. ¿No sería su objeto propio, si es que lo tiene ante él, el efecto producido por el juego del lítulo? ¿Mostrar y envolver en una elipse la potencia operadora del título dado? La puerta separa también el título de si mismo. Más bien se interpone entre la expresión «Ante la Ley» como título o nombre propio, y la misma expresión como principio. Di­ vide el origen. Como ya hemos dicho, el principio forma parte del relato, no tiene el mismo valor ni la misma referen­ cia que el título: mas en tanto que principio, su pertenencia al corpas es singular. Marca el límite que garantiza la identi­ dad del corpas. Entre los dos acontecimientos de «ante ¡a Ley», en el interior mismo de la repetición, atraviesa una línea que separa los dos limites. Desdobla el limite divi­ diendo el trazo. Concluyo. Interrumpo aquí este tipo de análisis que po­ dría ser continuado con todo detalle, y vuelvo a la pregunta de origen. ¿Qué es lo que me autorizaría a decir que este texto pertenece a la «literatura»? Y además, ¿qué es la literatura? Temo que esta pregunta quede sin respuesta. ¿No traiciona la rústica ingenuidad de un campesino? Mas esto no serviría para descalificarla, y la razón del hombre retoma impertur­ bablemente sus derechos, es infatigable sea cual sea su edad. Si sustrajésemos de este texto todos los elementos que podrían pertenecer a otro registro (información cotidiana, historia, filosofía, ficción, etc., en resumen todo aquello que no está necesariamente afiliado a la literatura), sentiremos oscuramente que aquello que opera y crea en este texto, guarda una relación esencial con el juego del encuadre: y la lógica paradójica de los límites, la cual introduce una espe­ cie de perturbación en el sistema «normal» de la referencia, revelándose como una estructura esencial de la referenciali-

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dad. Revelación oscura de ¡a reíerencialidad que no consti­ tuye referencia, de la misma manera que el acontecer del acontecimiento no es acontecimiento. Sin embargo, que lodo ello suponga creación, es quizás un signo hacia la lite­ ratura. Signo insuficiente mas signo necesario: no hay lite­ ratura sin obra, sin operatívidad radicalmente singular, y tal insustituibilidad hace evocar las preguntas del campesino cuando lo singular se cruza con lo universal, como así ha de ser en la literatura. El campesino no podía comprender la singulaiidad de un acceso que debía ser universal, y que en verdad lo era. No podía entender la literatura, ¿Cómo verilicar ta sustracción de que hablaba hace un momento? Pues bien, tal contraprueba nos será propuesta en El Ptocexo. Encontramos el mismo contenido en un cua­ dro distinto, en otro sistema de límites y, sobre todo, sin título propio, sin otro título que el de un volumen de varios centenares de páginas. El mismo contenido da lugar, desde el punto de vista literario, a una obra totalmente distinta. Y aquello que hace diferir una obra de la otra, si no es el con­ tenido, tampoco lo es Va form a (la expresión significante, los fenómenos de lengua o de retórica). Son los movimientos de encuadre y de referencialidad. ..... — ....■'-■■■■ Estas dos obras, por lo tanto, en la línea de su extraña afiliación, resultan la una para la otra interpretaciones metonímicas, cada una convirtiéndose en la parte absolutamente independiente de la otra, una parte cada vez más grande que el todo. Mas esto no es suficiente. Si el encuadre, el título, la estructura referencial son necesarios para la aparición de la obra literaria como tal, esas condiciones de posibilidad son todavía demasiado generales y válidas para otros textos a los que no otorgaríamos valor literario. Estas posibilidades generales aseguran a un texto el poder de constituir ¡a Ley , comenzando por la suya propia. Mas ello bajo la condición de que el texto mismo pueda comparecer ante ta Ley de otro texto, de un texto más poderoso, vigilado por guardianes más poderosos. En efecto, el texto (por ejemplo el texto detinído como «literario», en particular, tal relato de Kafka), ante el cual nosotros, lectores, comparecemos como ante la

Ley, este texto vigilado por sus guardianes (autor, editor, críticos, universitarios, archivadores, bibliotecarios, juris­ tas, etc.), no puede constituir la ley más que si un sistema de ley más poderoso lo garantiza, y en primer lugar el conjunto de leyes o convenciones sociales que autorizan tales legiti­ maciones. Si el texto de Kafka dice todo esto de la literatura, la elipse poderosa que nos ofrece no pertenece totalmente a la literatura. El lugar desde el cual nos habla de lux leyes de la literatura, de la ley sin la cual no tomaría figura o con­ sistencia especifica alguna, no puede hallarse sin más en el seno de la literatura. Lo que sí podemos pensar juntos es, sin duda, cierta historicidad de la Ley y cierta historicidad de. la literatura. Si digo «literatura», y no poesía o «Belles lettres», es para se­ ñalar la hipótesis según la cual la especificidad relativamente moderna de la literatura como tal mantiene una relación esencial y estrecha con un momento de la historia del.dere­ cho. En otra cultura, o en Europa en otro momento de la "Historia del derecho positivo, de la legislación (explícita o implícita) sobre la propiedad de las obras, por ejemplo en la Edad Media o antes de la Edad Medía, la identidad de este texto, su juego con el título, con las firmas, con sus límites o con los de otros corpas , todo este sistema de encuadre fun­ cionaría de otra forma y con otras garantías. Esto no quiere decir que en la Edad Medía no se contara con una protec­ ción y una vigilancia institucionales8. Pero éstas regulaban de otra manera la identidad de los corpas , abandonándolos más fácilmente a la iniciativa transformadora de copistas u otros «guardianes», a los injertos practicados por ¡os here­ deros o demás «autores» (anónimos o no, disfrazados o no 8. Roger Dragonctti, oj>. cií., concretam ente pp- 52-55. Señalo asi' mismo todos los trabajos de Ernest K antorow iec, sobre iodo uno de sus artículos publicado recientem ente en Francia, La so in eia itifle de iúiíiMe. /Vote sur íes máximes juvidiques el íes [héones estiieti
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filo sofía ('amo ¡n^fituc'uhi

bajo seudónimos, individuos o colectividades más o menos identificares). No tiene existencia ni consistencia más que en las condiciones de la ley, y no llega a ser «literaria» mas que ep cierta época del derecho en que se regulan los pro­ blemas de propiedad de las obras, de la identidad de tos (wpav, del valor de las (Irmas, de la diferencia entre crear, producir y reproducir, etc. A grandes rasgos, este derecho se estableció en Europa entre finales del siglo xvn y princi­ pios del xix. El concepto de literatura que sostiene este de­ recho de las obras sigue siendo oscuro. Las leves positivas a las caíales me refiero sirven de igual modo para otras artes y no aclaian de lorma critica sus propias presuposiciones con­ ceptuales. Lo que me interesa aquí es que estas oscuras pre­ suposiciones pertenecen también al lote de los «guardia­ nes», críticos, universitarios, teóricos de la literatura, es­ critores, filósofos. Todos deben responder ante una ley comparecer ante ella, a ¡a vez velarla y dejarse vigilar por ella. Todos la interrogan ingenuamente sobre lo singular y lo universal, ninguno de ellos recibe respuesta alguna que no se refiera a la diferencia: no más lev, no más literal ura ... En este sentido, el texto de Kafka se refiere quizás, tam­ bién, al ser-ante-la-ley de cualquier texto. Lo dice elíptica­ mente, sugiriéndolo y rechazándolo a la vez. No pertenece tan sólo a la literatura de una época en tanto que él mismo se encuentra ante la ley (que él pronuncia), ante un cierto tipo de ley. Designa asimismo oblicuamente a la literatura, habla de si mismo como de un efecto literario. Por donde aborda la literatura de la cual habla. Mas, ¿no puede toda literatura desbordar la literatura? ¿Qué sería una literatura que no fuera sino literatura? No seria ella misma si fuese ella misma. Esto pertenece también a la elipse de Ante la Ley. Sin duda, no podemos hablar de «literafundad» como de una pertenencia a la literatura, como de la inclusión de un fenómeno o de un objeto, incluso de una obra, de un campo, un dominio, una región cuyas ironteras serian puras y los títulos indivisibles. Quizás la literatura ha venido, en condiciones históricas que no son simplemente lingüísticas, a ocupar un lugar

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siempre abierto a una especie de juridicidad subversiva. Lo habría ocupado durante un cierto tiempo y sin ser ella misma totalmente subversiva, sino por el contrario siéndolo tan sólo en ocasiones. Esta juridicidad subversiva supone que la identidad propia no esté jamás asegurada. Supone asimismo un poder de producir operativamente los enuncia­ dos de la ley, de la ley que puede ser la literatura y no tan sólo de la ley a la cual se atiene. Por lo tanto, forja la ley, surge en ese lugar en el que se forja la ley. Pero en determi­ nadas condiciones, puede utilizar el poder legislador de la operatividad lingüística para soslayar las leyes existentes, de las que extrae sin embargo las condiciones de posibilidad de su emerger. Y ello gracias al equívoco referencial de ciertas estructuras lingüísticas. En estas condiciones la literatura puede hacer de ley , repetirla al rodearla o soslayarla. Estas condiciones, que son también las condiciones convenciona­ les de toda operatividad, no son, sin duda, puramente lin­ güísticas, a pesar de que toda convención puede, a su vez, dar lugar a una definición o a un contrato de orden lingüís­ tico. Tocamos aquí uno de los puntos más difíciles de esta problemática: cuándo hay que encontrar el lenguaje sin len­ guaje, el lenguaje que va más allá del lenguaje, estas relacio­ nes de fuerzas mutuas, pero marcadas ya por la escritura; dónde se establecen las condiciones de una operatividad, las reglas del juego y los límites de la subversión. En el instante inaprehensibíe donde ella juega a ser la ley, una literatura trasciende la literatura. Se encuentra en los dos lados de la linea que divide la ley del fuera de la ley; divide al ser-ante-la-ley, está a la vez, como el campesino, «ante la Ley» y «antes que la Ley». Antes que el ser-antela-ley. Mas ¿en un sitio tan improbable, podría advenir? Y ¿cabría nombrar a la literatura? Ensayo de lectura.'Me he arriesgado a hacer glosas, he' multiplicado las interpretaciones, he planteado preguntas, abandonado desciframientos sin finalizarlos, dejando enig­ mas intactos. Pero este ensayo, que se movía en torno a un relato insular y estrictamente cercado, no es sino un frag­ mento o un momento de E¡ Proceso. Éste echa, pues, por

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poderoso aun siendo el guardián de menor catego­ ría. En la puerta de cada sala hay un guardián. Y conforme avanzas, los que vas encontrando son más poderosos que los que dejaste atrás. A partir de la tercera sala, ni yo mismo puedo soportar su mirada». El campesino no pensaba encontrar tantas dificultades; creía que la Ley debería ser accesible a todo el mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián enfundado en su abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda y su barba, larga y fina, al uso de los tártaros, resolvió que lo mejor seria esperar hasta que tuviera per­ miso de entrar. Entonces el guardián de la puerta le dio un taburete y le hizo sentarse a un lado de la puerta. Estuvo allí sentado durante muchos anos. Fueron muchos los intentos que hizo para que se le permitiera entrar, e incomodaba con su machaconería al guardián. A menudo el guardián entablaba una breve conversación con él. Le preguntaba por su hogar y acerca de otros asuntos, pero, ai modo de ios grandes personajes, el tono que empleaba era de indiferencia, y terminaba siempre diciendo que to­ davía no se le permitía entrar. El hombre del campo, que se había provisto de todo ío necesario para su viaje, ofrecía al guardián todo lo que llevaba —que era valioso— con la esperanza de sobornarlo. Este le aceptaba todo, pero no obstante, cada vez que recibía un regalo, le decía: «Lo acepto tan sólo para que no te inquietes pensando que has omitido algún esluerzo». Durante todos esos años el hom­ bre estudió cuidadosamente al guardián, (...) Ter­ minó por conocer incluso a las pulgas que habitaban en su cuello de piel, y suplicaba a éstas que le ayu­ dasen a persuadir al guardián para que,cambiase su actitud hacia él. Finalmente su vista se fue debili­ tando, y acabó por no saber si la noche le rodeaba o si sus ojos fallaban. Mas en aquella oscuridad podía distinguir un resplandor que brotaba, inextinguible, de las puertas de la Ley. Su vida se acercaba al ocaso. Antes de morir, todo lo que había vivido du­ rante el tiempo de su permanencia allí se resumió en una pregunta que nunca había formulado. Y no

los suelos, todo lo que acaban de escuchar. A menos que Ante la Ley no lo haga también en una elipse más poderosa en donde se abismaría a su vez El Proceso. Y con él noso­

tros. Poca importancia tiene aquí la cronología. La posibili­ dad estructura! de este contraabismo está abierta, cualquiera que sea el orden de escritura o de publicación de ambos textos. Les dejo con esta otra historia. Mas antes de leer un am­ plio fragmento, promesa que he aplazado demasiado, seña­ laré algo más. El que habla es el sacerdote, él cuenta el re­ lato, y lo que dice podría servir de exergo para otra confe­ rencia: «No respetas suficientemente la Escritura, cambias la historia», le dice a K. Y más tarde: «No me malinterpretes —manifestó el sacerdote—. Yo sólo te expongo las dife­ rentes opiniones concernientes. La Escritura es inmutable y los comentarios, con bastante frecuencia, dejan ver la de­ sesperación de quienes las comentan». —Tú eres una excepción entre aquellos que pertenecen al Tribunal. Tengo más confianza en ti que en cualquier otro, y te aseguro que ya conozco a muchos. Contigo puedo hablar con toda fran­ queza. —No te engañes —dijo el sacerdote. —¿En qué puedo engañarme? —preguntó K. —Te estás engañando respecto de Injusticia—¡e manifestó el capellán—; este engaño peculiar se describe así en los escritos que prologan la Ley: «Ante la Ley se yergue un guardián de la puerta. Vino un día un hombre del campo rogando que le dejara entrar». Pero el guardián contestó: «Por el momento, no». El hombre del campo reflexiona y pregunta si le será permitido entrar más tarde. «Tal vez —responde el guardián— pero ahora no». Como de costumbre, la puerta que da acceso a la Ley estaba siempre abierta y, habiéndose retirado el guardián a un lado, el hombre se inclina para mi­ rar hacia dentro. Al verlo, el guardián de la puerta ríe y le dice: «Si tan deseoso estás, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta que soy

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podiendo erguir su envarado cuerpo, hizo señas al guardián para que se le acercase. Éste tuvo que agacharse mucho para oírle, pues entre ellos au­ mentó la diferencia de estatura en detrimento del hombre «¿Qué quieres saber ahora? Nunca estás satisfecho» —preguntó el guardián—, «Si todo el mundo procura entraren la S.ey, manifiesta el hom­ bre, ¿.cómo explicas entonces que en todos estos años sólo yo he venido a pedirte que me permitas entrar?». El guardián, dándose cuenta de que el hombre estaba próximo a su fin y de que casi no oía, le gritó al oído: «Nadie más que tú podría en­ trar por esta puerta, pues esta puerta está designada para ti. Ahora me dispongo a irme y cierro». —De modo que el guardián engañó a aquel hombre —se apresuró a decir K., vivamente intere­ sado por la historia. —No te precípites en tus juicios —replicó el sa­ cerdote— no hagas tuyas sin reflexionar las opinio­ nes de otros. Te he relatado la historia según las propias palabras de la escritura. En ella no se dice que haya habido engaño. —Pero la cosa está clara —dijo K.—, y la pri­ mera interpretación que usted le dio era ia correcta. El guardián fue con la embajada salvadora cuando era ya demasiado tarde. —Es que no le habían preguntado eso con ante­ rioridad —dijo el sacerdote—, y considera también que él sólo era un guardián y que como tal cumplió plenamente con su deber. —¿Qué te hace pensar que cumplió cabalmente con su deber? —preguntó K.— No lo hizo. Su obli­ gación debió haber sido mantener alejados a los extraños, pero dar paso a aquel hombre para el que estaba destinada esa entrada, —No respetas lo suficiente lo dicho en la escri­ tura, y alteras su historia —dijo el sacerdote—. La historia contiene dos importantes declaraciones he­ chas por el guardián respecto a ia entrada a la Ley, una al principio y otra al final. En la primera dice que no podía dejar entrar al hombre en aquel mo­

mento, y en la segunda le dice que esa entrada está destinada sólo para él. Si esas declaraciones fueran contradictorias, tú estarías en lo cierto, el guardián habría engañado al hombre. Pero no existe la con­ tradicción. Al contrario, la primera explicación im­ plica la segunda. Casi podría decirse que al sugerir al hombre la posibilidad de que en un futuro se le diera entrada, el guardián se excedió en sus atribu­ ciones. Porque en ese momento parecía ser que-su obligación consistía sólo en negarle la entrada, y, con razón, más de un comentarista se ha sorpren­ dido de que al guardián se le escapara tal insinua­ ción, pues parecía ser muy estricto en cuanto al cumplimiento de su deber. Durante muchísimos años está perenne en su puesto, y no cierra la puerta sino es en último momento; es consciente de la importancia de su misión, pues dice: «soy pode­ roso», y es respetuoso con sus superiores, puesto que dice: «soy el guardián de menor categoría». No es platicador, ya que en todos esos años sólo hace algunas preguntas calificadas de irrelevantes; no se deja sobornar porque cuando acepta los regalos, dice: «Los acepto, sólo para que no te inquietes pensando que has omitido algún esfuerzo»; no se deja llevar ni por la compasión ni por el enojo cuando se trata de cumplir con sus funciones, pues del hombre se dice que incomoda al guardián con su machaconería; en fin, incluso su propia apariencia física, con su grande y puntiaguda nariz y esa barba a lo tártaro, negra, fina y larga, indica un carácter pedante. ¿Podemos imaginarnos un guardián más idóneo'? No obstante, el guardián cuenta en su ca­ rácter con otros rasgos —probablemente favorables para quien desea entrar—, que en todo caso nos permiten coynprender que se excediera en sus atri­ buciones al sugerir la posibilidad de que aquel hom­ bre llegara en un futuro a que se le autorizara a en­ trar hasta la Ley. Por ello no puede negarse que el guardián observaba un comportamiento un poco in­ genuo, y consecuentemente algo engreído. Vea sus manifestaciones acerca de su poder y del poder de

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los otros guardianes a los que, por su terrible as­ pecto, incluso ni se atreve a mirar. Yo opino que esas, sus manifestaciones, pueden tener mucho de verdad, pero el modo en que las saca a relucir de­ muestra que sus ideas son confusas, dada su inge­ nuidad o engreimiento. En relación con esto, los comentaristas dicen que la correcta comprensión de un asunto o su incomprensión no se excluyen natu­ ralmente. En todo caso, es obligado admitir que su ingenuidad y engreimiento, por insignificantes que sean, son propicias a debilitar la defensa de la puerta, y son factores adversos en el carácter del guardián. A esto se debe añadir que el guardián pa­ rece ser una persona de naturaleza amigable y que no siempre tiene en cuenta la dignidad de su cargo. Desde el primer momento se permite la broma de decirle al hombre del campo que puede pasar, pese a estarle estrictamente prohibido; más tarde, en vez de decirle que se vaya, le da, según se dice, un ta­ burete, y le hace sentar ai lado de la puerta. La pa­ ciencia con la que soporta durante tantos años las súplicas del hombre, las breves conversaciones que sostiene, los regalos que acepta, la cortesía que ob­ serva al permitir que el hombre maldiga a gritos, en su presencia, la crueldad del destino del que él es responsable, dejan ver que en cierta medida es sen­ sible a la piedad. No todos los guardianes actuarían de esa forma. Y por fin, a una seña del hombre, va y se inclina profundamente sobre éste para respon­ der a la última pregunta. En sus palabras «nunca estás satisfecho», no se advierte sino un ligero dejo de impaciencia —el guardián sabe que ya todo está acabado—. Muchos van aún más lejos en ía interpretación de estas pa' labras, y dicen que ellas expresan una especie ae admiración amistosa, no exenta, por supuesto, de cierta condescendencia. En todo caso, puede decirse que la persona del guardián resulta muy di­ ferente de como tú la imaginabas. —Has estudiado esa historia minuciosamente y la conoces desde hace más tiempo que yo —dijo K.

Durante un rato, ambos guardaron silencio, luego K. preguntó: ¿Piensas que aquel hombre no fue engañado? No me interpretes mal —manifestó el sacer­ dote—, Yo sólo te expongo las diferentes opiniones concernientes al particular. No les des demasiada importancia. La Escritura es inmutable y los co­ mentarios, con bastante frecuencia, dejan ver la de­ sesperación de quienes la comentan. En el caso que nos ocupa, existe incluso ¡a interpretación de que el realmente engañado fue el guardián. Es una interpretación muy osada —dijo K.— ¿Y en qué la basan? Está basada —manifestó el sacerdote— en la ingenuidad del guardián. Se argumenta que él no conoce el interior de la Ley, que sólo conoce el ca­ mino que conduce a ella, por donde van y vienen los policías. Los comentaristas presumen que es in­ genua la idea que tiene del interior y suponen que esta atemorizado de los otros guardianes, a los que presenta como trastos ante el hombre y, tal vez, les tiene más miedo que el hombre, pues éste está de­ cidido a entrar no obstante lo que ha oído de los temibles guardianes, mientras que nuestro guardián no desea entrar; por lo menos, nada se dice de ello. A su vez, otros comentan que él ya debe haber es­ tado dentro, pues después de todo, está al servicio de la Ley y la única forma de quedar adscrito a ella es desde adentro. En contra de este argumento está el de ¡os que afirman que pudo haber sido contra­ tado por una voz, que desde adentro lo nombró en su cargo, y que, como quiera, él no pudo haber llegado al interior, ya que no podía soportar el sem­ blante del tercer guardián. Además, en el curso de todos aquellos años de espera del hombre, el centi­ nela nunca relató que conociera el interior, salvo alguna observación sobre los guardianes. Quizá le estaba prohibido referirse a ello, pero en todo caso nada dijo. Por lo tanto se puede llegar a la conclu­ sión de que el guardián no sabe nada en cuanto al aspecto e importancia del interior de la Ley, y que

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la historia se dice que la puerta está siempre abierta, es decir, en todo momento, sin hacer refe­ rencia a la vida o a la muerte del hombre, entonces el guardián no podía cerrarla. Existen diferentes opiniones acerca de los motivos que originaron esa declaración del guardián; se dice que el guardián, a! manifestar que iba a cerrar ¡a puerta, lo hizo sim­ plemente por responder algo; también que lo que quería era enfatizar su fervor profesional; o que lo que le inducía a ello era sumir al hombre en un es­ tado de ánimo de remordimiento y de pesar, en sus últimos momentos. Pero no se deja de estar de acuerdo en que el guardián no podrá cerrar la puerta. Muchos declaran abiertamente que él es inferior al hombre incluso en el saber, al menos cuando todo acaba, ya que el hombre del campo ve finalmente resplandecer una luz que surge de la puerta de la Ley, en tanto que e! guardián, en su puesto oficial, debe permanecer de espaldas a la puerta y nada dice que demuestre que ha advertido un cambio. —Eso está bien argüido —dijo K. luego de re­ petir para sí, en voz baja, varios pasajes de la expo­ sición hecha por el sacerdote—. Está mny bien argumentado, y convengo en que el guardián está engañado. Pero esto no me hace desechar mi primera opinión, pues ambas conclusiones son, en cierto modo, compatibles. Si es que el guardián ve claro o es que está engañado, es el caso que no pone tér­ mino al asunto. Yo dije que o! hombre es engañado. Si el guardián ve objetivamente, caben ciertas du­ das, pero si se engaña, no necesariamente hará extensible su engaño al hombre. En este caso el guar­ dián ya no es, por cierto, un engañador, sino una criatura ingenua que debe ser cesada en sus funcio­ nes enseguida. No debes olvidar que el engaño en que se encuentra el guardián no le es nocivo, pero perjudica muchísimo al hombre. —Hay objeciones a eso —le dijo el sacerdote—. Muchos afirman que la historia no confiere a nadie el derecho de juzgar al guardián. Independiente­

sobre esto vive en el engaño. Se engañó también con el hombre de campo, pues es inferior a él, y no lo sabe. En lugar de tratarlo como corresponde, lo hace como si fuera un subordinado, y de ello te de­ bes haber percatado por algunos detalles que han de estar frescos en tu memoria. Pero de acuerdo a la narrativa, está clara su subordinación real al hom­ bre, En principio, el hombre sujeto a una obligación está supeditado al hombre libre de ella. Pues bien, el hombre que viene del campo es realmente libre, puede ir adonde guste; sólo le está vedada la en­ trada a la Ley, y quien se lo prohíbe es una sola persona, el guardián. Cuando se sienta en un tabu­ rete al lado de la puerta y permanece allí por el resto de su vida, lo hace por su propio albedrío; el relato no dice nada de que lo hubiera hecho por obligación. Pero el guardián está allí cautivo porque su trabajo lo exije; no puede ir al campo, y, obvia­ mente, no puede introducirse en el interior de la Ley, aunque lo deseara. Además, si bien es cierto que él sirve a la Ley, su servicio está supeditado a esa puerta; es decir, sirve sólo a este hombre a quien la puerta está destinada. Por este motivo, también es inferior al hombre. Es de suponer que durante muchos años, tantos como le cuesta a un hombre llegar a su plenitud, su trabajo estuvo en cierto sentido exento de solemnidad, pues hubo de aguardar a que llegara un hombre, para que su ser­ vicio pudiera ser cabalmente cumplido, y además, esperar a que el hombre quisiera venir, porque éste viene por su propia voluntad. El fin de su servicio depende de ese hombre, en el momento de su muerte, de modo que hasta el fin, el guardián está sujeto a él. Sobre este particular, la escritura deja bien claro que aparentemente el guardián ignora todo eso. Ello no es lo más remarcable, pues de acuerdo a esa interpretación, hay algo más impor­ tante en ¡o que se engaña el guardián, y es en lo que se refiere a su propio oficio. Por ejemplo, al final dice, mirando la entrada que conduce a la Ley: «Ahora me marcho y cierro». Pero al comienzo de

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mente de lo que él pueda parecemos, es, no obs­ tante, un servidor de la Ley; es decir, forma parte de la Ley, y como tal está más allá de cualquier juicio humano. En este caso no cabe pensar que el guardián esté subordinado al hombre. Sujeto como él está a su obligación y aunque ésta se limite a guardar la puerta de la Ley, es incomparablemente superior a quienquiera que viva libremente en el mundo. El campesino sólo busca la Ley en un de­ terminado momento, mas el guardián está adscrito a ella. Es la Ley quien le ha dado ese empleo; poner en duda la dignidad de! guardián, sería dudar de la propia Ley. —No estoy de acuerdo con ese punto de vista —dijo K., negando con la cabeza—, porque si se da por bueno, debe tomarse como verdad todo lo que dice el guardián. Y tú mismo has demostrado que eso no es posible. —No —dijo el sacerdote— no es preciso que sea cierto todo lo que se dice; sólo se le debe aceptar como necesario. —Triste opinión —dijo K,— Convierte la men­ tira en un principio universal. K. dijo esto con decisión, pero no era ése su juicio definitivo. Estaba demasiado cansado para analizar todas las conclusiones a que se podía lle­ gar; no se trataba de cosas tangibles, sino impalpa­ bles, temas que cuadraban mejor para ser discuti­ dos entre funcionarios de Injusticia y no con él. La simple historia se había desdibujado y K. sólo que­ ría quitársela de la cabeza. El sacerdote, que ahora mostraba mucha delicadeza, aceptó en silencio el comentario de K., aunque sin duda no estaba de acuerdo con él. Sin decir palabra, se pasearon arriba y abajo du­ rante un tiempo; K. caminaba muy cerca del sacer­ dote, sin ver por dónde iba, pues la lámpara que sostenía en la mano hacía rato que había dejado de alumbrar. Por un momento resplandeció ante él la imagen plateada de un santo —era el brillo de la plata— e instantáneamente volvió a desaparecer en

la oscuridad. Para evitar seguir dependiendo por entero de! sacerdote, le preguntó: ¿Estamos ahora cerca de la puerta principal^ —No —respondió el sacerdote—. Estamos lejos de ella. ¿Quieres irte ya? Aunque en ese momento no estaba K. pensando en irse, contestó enseguida: Si, debo irme. Soy apoderado de un Banco y me están esperando. Sólo vine a dar una vuelta por la Catedral para mostrársela a un cliente y amigo extranjero. —Bien, entonces vete. Pero es que, solo, no puedo encontrar mi ca­ mino en medio de esta oscuridad —dijo K. —Da vuelta a ¡a izquierda hasta alcanzar la pa­ red dijo el sacerdote—, luego sigues por ella sin dejarla, y llegarás a la puerta. E! sacerdote había empezado apenas a alejarse, cuando K. le gritó con fuerza: —Espera un momento, por favor. —Te espero —dijo el sacerdote. ¿Necesitas algo más de mí? —le pregunto K. —No —repuso el sacerdote. Fuiste tan amable conmigo hace un momento —dijo K.— Me explicabas todo, y ahora me dejas como si ya no te preocuparas por mí. —Pero es que tú tienes que marcharte ahora —dijo el sacerdote. —Sí, sí —dijo K.—, tienes que comprender que no puedo evitarlo. —Primero comprende tú quién soy yo —declaró el eclesiástico. —Eres el capellán de la prisión —Alijo K., bus­ cando a tientas unir de nuevo su paso al de! sacer­ dote; su urgencia por volver al Banco no era tanta como él manifestara; podía, muy bien, quedarse ahí más tiempo. —Eso quiere decir que yo formo parte de la jus­ ticia —dijo el sacerdote—. ¿Cómo puedo, pues, ne­ cesitar algo de ti? La justicia no necesita nada de ti. Te recibe cuando vienes y te despide cuando te vas.

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En El Proceso (capítulo ÍX, «En la Catedral»!, el texto que forma la totalidad de Ante la lev, exceptuando el título, naturalmente, está referido entre comillas por un sacerdote. Este sacerdote no es tan sólo un narrador, es alguien que cita o que relata una narración. Relata un escrito que no pertenece al texto de la ley en las Escrituras, sino, nos dice, a los «escritos que preceden a la Ley»: «Te estás engañando respecto de Injusticia», le dice el sacerdote (a K.J; «este engaño peculiar se describe así en los escritos que prologan la Ley: "Ante la Ley se yergue...” Y todo el capítulo es una prodigiosa escena respecto a Ante la L ey , entre el sacerdote y K. Habría que pasar muchas horas estudiando el interior. La ley general de esta escena es que el texto (el pequeño relato entre comillas, Ante la Ley, si así lo desean), que pa­ rece ser el tema del diálogo hermenéutico entre el sacerdote y K., es asimismo el programa, hasta en el detalle, del alter­ cado exegético al cual da lugar, siendo el sacerdote y K., el guardián y el hombre respectivamente, intercambiando ante la Ley sus lugares. No falta detalle alguno y !o podremos verificar, si lo desean, en el curso de otro ensayo de lectura. No les voy a retener aquí hasta el final del día o de sus días, a pesar de estar sentados y sentados no en la puerta sino en el castillo mismo. Me contentaré con citar algunos frag­ mentos del capítulo para terminar, a modo de esas piedrecitas blancas que se depositan en un camino, o en la tumba del rabino Loew que volví a ver en Praga hace algunos meses, en la víspera de un arresto y de una instrucción sin proceso en el curso de la cual los representantes de la ley me pre­ guntaron, entre otras cosas, si el filósofo al cual iba a visitar era un «kafkólogo» (dije que habia venido a Praga para se­ guir pistas kafkianas); mi propio abogado me había dicho: «Debe usted tener la impresión de vivir una historia de Kafka»; y cuando ya se iba, «no tome esto demasiado trági­ camente, vívalo usted como una experiencia literaria». Y cuando dije que no había visto jamás antes de la Adua­ na la droga que pretendían descubrir en mí maleta, el Pro­ curador replicó: «Es lo que dicen todos los traficantes de droga».

He aquí, pues, las piedrecitas blancas. Hay prejuicios y prevenciones: —Pero yo no soy culpable —dijo K.— Es un error. Y si vamos a eso, ¿cómo calificar a un hom­ bre de culpable? Aquí todos somos simplemente hombres, tanto el uno como el otro. —Es cierto —dijo el sacerdote—, pero todos los culpables dicen eso. —¿Tú también estás predispuesto en mi contra? —preguntó K... —No tengo predisposición alguna en tu contra —respondió el sacerdote. —Te lo agradezco —dijo K.— Pero todos los demás que en algún modo tienen relación con mi proceso sí me tienen prevención e influyen en tal sentido en personas ajenas al asunto. Mi situación se hace cada vez más y más difícil. —Interpretas mal cómo suceden los hechos —declaró eí sacerdote—. La sentencia no se dicta de buenas a primeras; es sólo a través de autos y actuaciones como se llega ai veredicto.» A continuación el sacerdote le relata —sin título— la historia de «Ante la Ley» extraída de los escritos que prece­ den a la Ley, y K. concluye que «el guardián habia enga­ ñado al hombre». Con lo que el sacerdote —identificándose de alguna manera con el guardián— comienza la defensa de éste a través de una larga lección de estilo que comienza por «No respetas lo suficiente lo dicho en la Escritura, y alteras su historia...». En el curso de esta lección, entre otras cosas singulares destinadas a leer A n t e la L e v en su ilegibilidad misma, dice lo siguiente: «En relación con esto, los comen­ taristas dicen que la correcta comprensión de un asunto o su incomprensión no se excluyen naturalmente». Segunda etapa: convence a K., quien va a identificarse con el guardián y darle la razón. Entonces el sacerdote in­ vierte la interpretación y cambia los lugares.identificadores;

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Todo está comprendido en ella, sin comprender, en abismo.

«—Tú has estudiado esa historia minuciosa. mente y ia conoces desde hace más tiempo que yo —dice K. Durante un rato, ambos guardaron silencio, luego dijo K.: —¿Piensas que aquel hombre no lúe engañado? —No me interpretes mal —manifestó el sacer­ dote—. Yo sólo te expongo las diferentes opiniones concernientes al particular. No lés des demasiada importancia. La Escritura es inmutable y los co­ mentarios, con bastante frecuencia, dejan ver la de­ sesperación de quienes la comentan. En el caso que nos ocupa, existe incluso la interpretación de que el realmente engañado fue el guardián. —Es una interpretación muy osada —dijo K.— ¿Y en qué la basan?»

Ame la Ley, por ejemplo el resplandor:

«La lámpara que sostenía en la mano hacía rafo que había dejado de alumbrar. Por un momento resplandeció ante él, la imagen plateada de un santo (San Pablo, quizás) —era el brillo de la plata— e instantáneamente volvió a desaparecer en ía oscuri­ dad. Pai a evitar seguir dependiendo por entero del sacerdote, le preguntó: -Y, No estamos ahora cerca de la puerta princi­ pal —No —respondió el sacerdote—. Estamos lejos de ella. ¿Quieres me ya? e incluso, en el mismo contraabismo de Ame la Lev, es K. quien pregunta al sacerdote que ¡e espere, y esta misma de­ manda le hace incluso pedir al sacerdote-intérprete que pre­ gunte él mismo. Ls K. quien pide que se le pregunte:

Continúa aquí la segunda ola exegética del sacerdote, quien es a la ve/, un sacerdote y un rabino, de alguna ma­ nera, una especie de San Pablo, el Pablo de la Epístola a los Romanos que habla según la Ley, de ia Ley y contra la Ley «cuya letra ha envejecido»; aquel que dice también que no ha «conocido el pecado más que por la Ley»; «Yo, estando anteriormente sin Ley, estaba vivo; mas cuando fue dado el mandamiento, el pecado retomó vida y morí...»

—Espera un momento, por favor. — I’e espero —dijo el sacerdote. —¿Necesitas algo más de mi? —le preguntó K. —No —repuso el sucedo le.» No olvidemos que el sacerdote es, como el guardián de la historia, un representante de la Ley, un guardián también, puesto que es capellán de los prisioneros. Y le recuerda a K., no quién es él, el guardián o el capellán de los prisionetos, sino que K. debe comprender primeramente y enun­ ciarlo después quién es él, el sacerdote. Son las últimas palabras del capítulo:

«Está basada —manifestó el sacerdote— en la ingenuidad del guardián. Se argumenta que él no conoce el interior de la Ley, que sólo conoce el ca­ mino que conduce a ella, por donde van y vienen los policías. Los comentaristas presumen que es in­ genua ia idea que tiene del interior y suponen que está atemorizado de los otros guardianes a ios que presenta como trastos ante el hombre; y tal vez les tiene más miedo que el hombre...»

«Primero comprende tu quién soy yo —declaró ' el eclesiástico. Eres el capellán de la prisión —dijo K., bus­ cando a tientas unir de nuevo su paso al del sacer­ dote; su urgencia por volver al Banco no era tanta como él manifestara; podía, muy bien, quedarse ahí mas tiempo.

Les dejo leer la continuación de esta escena inenarrable, en la que el sacerdote-rabino no termina este relato, cuyo desciframiento busca incluso hasta la más pequeña cuestión.

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—Eso quiere decir que yo formo parte de la jus­ ticia —dijo el sacerdote—. ¿Cómo puedo, pues, ne­ cesitar algo de ti? La justicia no necesita nada de ti. Te recibe cuando vienes y te despide cuando te vas. «Das Gesezt witl nichl von dir. Es nimmt dich uuj , wenn dtí komm.st, es entlüss! divh, wenn du ,t>ehst» .

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