Debido Proceso (novela)

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  • Words: 38,261
  • Pages: 176
Debido Proceso NOVELA

Jaime Alejandro Rodríguez

1999

INDICE

Primera parte:LA INDAGATORIA __________________________________ 3 1. _________________________________________________________________ 4 2. ________________________________________________________________ 13 3. ________________________________________________________________ 23 4. ________________________________________________________________ 34 5. ________________________________________________________________ 44 6. ________________________________________________________________ 52 7. ________________________________________________________________ 58

Segunda parte:EL JUICIO ________________________________________ 64 Tercera Parte:LA CONDENA _____________________________________ 154 EL ABOGADO ___________________________________________________ 155 LA PINTORA ____________________________________________________ 162 EL PROFESOR ___________________________________________________ 169

2

Primera parte:

LA INDAGATORIA

3

1.

Tenía que haber una salida. Varias veces en los últimos días, con la recóndita intención de escucharse a sí mismo, Pavony se lo había repetido a su asistente. Necesitaba exteriorizar sus propias dudas; desesperadamente trataba de alcanzar pequeñas certezas, antes de enfrentarse a lo que definiría el destino de las cosas: el inicio próximo del juicio. Y aunque Pavony no se hacía ninguna esperanza con la ayuda que pudiera ofrecerle el joven y brillante abogado que le habían asignado para que lo acompañara durante el proceso, se lo seguía repitiendo cada vez con mayor insistencia: entre más se metía en el asunto, más claro se le hacia que sí había una salida.

Pero la verdad era que, por más que repasaba los antecedentes y circunstancias del caso, no conseguía encontrar nada que pudiera ser utilizado para mitigar la tendencia —ya casi unánime— de creer que se debía condenar a muerte a este hombre, Santiago Mendoza, por su participación en el atroz crimen. Y, sin embargo, estaba seguro de que había algo que no ajustaba, algo que debía escudriñar con más tesón. Sentía, además, que hallar esa luz que andaba buscando podría ofrecerle el sosiego que necesitaba con tanta urgencia. Tal vez fuera posible convertir 4

esta defensa en una nueva oportunidad para conjurar esa odiosa impresión de haber equivocado el camino de su vida. Quizás pudiera sustituir la imagen del misántropo que todos veían ahora en él por una más conveniente a su misión.

Hacía apenas unas semanas que había visto la fotografía de Raúl, un antiguo compañero de colegio, publicada en el periódico. La nota anunciaba que un destacado profesor universitario había asesinado horrendamente a su familia (la mujer y dos niños aún pequeños) y luego se había suicidado. Sintió entonces un terrible malestar: el mismo estremecimiento cuyos signos (ese ahogo intempestivo, seguido de una especie de latigazo en el interior del estómago) curiosamente había experimentado con idéntica intensidad unos meses antes, cuando se enteró de que a Carlos, otro amigo de la época, lo habían matado desconocidos en un bar de mala muerte. Pero lo más extraño es que había vuelto a sufrir ese mismo fastidio al encontrarse, apenas unos días antes, por pura casualidad, a otro viejo amigo suyo, Guillermo, en los pasillos del Parlamento, rodeado por una nube de agentes de la fiscalía y un anillo más externo de fotógrafos y reporteros que deseaban entrevistarlo y obtener así algunas palabras de quien, en unos pocos meses, había pasado de ser el Ministro más promisorio del equipo de gobierno a un asqueroso ejemplo de corrupción administrativa. 5

—Lo que son las espirales del destino —le soltó Pavony a su asistente, mientras señalaba con el cursor algunos detalles en la pantalla—, se supone que siete compañeros de la secundaria: estos tres que te cuento, y otros cuatro: Enrique, Jaime, Oscar y yo, tendríamos que habernos reunido hace diez años en la Plaza Mayor de Madrid o en los Campos Elíseos en París, como resultado de un pacto de honor que suscribimos, con sangre y todo, la misma noche en que celebramos nuestro grado de bachilleres; de eso, chico, hace ya veinte años. —¿Y qué clase de pacto era ese, doctor Pavony? —preguntó el joven asistente, sinceramente impresionado por lo que acababa de contarle el abogado. —Bueno, más que un pacto, era una especie de desafío a nuestro espíritu aventurero. Recuerdo que también barajamos en su momento otras dos posibilidades que al fin desechamos, más por soberbia que por otra cosa: el Zócalo, en Ciudad de México, y la Plaza San Martín, en Buenos Aires; lugares imaginados gracias a lecturas literarias, que, como medicina bendita, aliviaban nuestra candorosa amargura de adolescentes. Eramos unos ingenuos... —Y supongo que nadie cumplió la cita... —afirmó con timidez el asistente, todavía intrigado. —Nadie, chico, nadie. Y lo peor: no nos volvimos a comunicar entre nosotros, como avergonzados por lo que resultaba ser la prueba de nuestra rendición. De Jaime apenas si me he enterado que alguna vez ganó un premio literario, pero no lo volví a ver, 6

ni supe más de su carrera de escritor. A Enrique lo perdí de vista casi desde el comienzo. Sé que Oscar es músico y vive en Belgrado... Aquél pacto de honor, hijo, se desvaneció sin saber cómo o por qué...

Esto último lo dijo ya sin fuerza. Pavony estaba seguro de que la decepción de los otros, si no mayor, al menos sería igual que la que él mismo había sentido al reencontrárselos. Podía por eso imaginar lo que dirían (o dejarían de decir) si pudieran observarlo aquí, sentado frente al computador, con la cabeza medio calva y esa vergonzosa barriga que luchaba por no salirse de su camisa; si pudieran saber cuán lleno de obligaciones y deudas estaba ahora. Pero, a lo mejor —si a uno le hubiera alcanzado la fe, al otro la vida y al último la paz— esos tres viejos amigos habrían sido los únicos seres aptos en este mundo para comprender por qué él había aceptado, casi sin pensarlo, la defensa del terrorista que acababa de ser declarado culpable de participar en el asesinato de una veintena de personas, al hacer explotar una bomba de alto poder en un edificio público.

Y si la rara obstinación de hallar una salida se le había presentado al comienzo —cuando le ofrecieron el caso, cuando la reacción inicial había sido la condena inmediata del hecho, cuando todo el mundo pedía la muerte del terrorista, aún en ese clima tan tenso que hizo que otros abogados rechazaran el 7

proceso—, ahora que acababa de visitar al hombre, se le confirmaba. Como si la entrevista con Mendoza hubiera abierto algún conducto interno desde el cual surgía una especie de fulgor que le confirmaba la intuición que había tenido desde el principio, incluso desde el momento mismo en que se enteró por los noticieros de la ejecución de un nuevo atentado, esta vez en pleno centro administrativo de la ciudad. Pero no lograba expresar en forma objetiva aquélla primera impresión que le indicaba que en este caso había algo distinto, algo que no encajaba en el modelo de los otros atentados.

Aunque tenía muy claro que debía tratar de alejar de su mente y de sus sentimientos cualquier afinidad con el acusado que enturbiara su visión imparcial de los hechos, no podía dejar de sentir que algo los conectaba. Acaso, ¿no existía un íntimo paralelo entre el camino que condujo a su amigo Carlos a vincularse con maleantes peligrosos y el que había seguido Santiago Mendoza? ¿No debían ser similares las oscuras motivaciones que tuvo Raúl para cometer su horrible asesinato y las del terrorista? ¿No era la penosa decadencia de Guillermo una manifestación más de los mismos signos que llevaron a Mendoza a la desesperación? Pero más inquietante aún: en esencia, ¿no era la sensación de derrota que él ahora sufría, la misma que había arrastrado a los otros al abismo? 8

En el filo; así se sentía, en el límite, como tantas veces en su vida. Seguro que este muchachito, medio yupy, medio nerd, que tenía al lado, entregándole no sé que información, no podía imaginarse las penurias que él debió sufrir cuando era aún niño, allá en su pueblo de provincia. Este muchachito sólo ha conocido las comodidades, no los sufrimientos. Tal vez ni siquiera se pregunta de dónde viene el agua de las llaves. Cómo se ve que su mundo es el de los aviones y las computadoras, el de la televisión; si hasta en su modo de vestir no hace más que imitar los modelos del éxito que fabrican las propagandas; y anda tan seguro de sí como si estuviera convencido de habitar el mejor de los mundos posibles. En cambio, él jamás se ha sentido cómodo en el que le tocó vivir, como si habitara más bien un universo turbulento, cuyos flujos se empeñaran en zarandearlo de un lado para el otro. Si algo tiene de memoria de su niñez (porque lo demás se ha borrado casi por completo) es la imagen de unos padres asustadizos y conformistas, unos seres que a duras penas podían imaginarse otro mundo posible, aunque no porque creyeran perfecto el suyo, sino porque se habían resignado muy pronto a vivirlo sin discusiones. Antes, cuando se cansó de la mediocridad de sus parientes y de sus coterráneos, había imaginado que en la ciudad encontraría un lugar más adecuado a sus ambiciones, pero se dio cuenta muy pronto de que ese mundo no podía ser el suyo, de que debía luchar aquí también por cambiarlo. Después, cuando al fin pudo ganar un sitio, se dio 9

cuenta con dolor de que estaba condenado a una especie de conformismo obligado (tal vez natural o congénito si lo pensaba bien): no era tan fácil desprenderse del miedo como había creído. Él ya no se asustaba con la ciudad o con el sistema, es cierto (como sus padres, pobres viejos, que aún hoy viven debajo de la cobijas temiendo lo peor), pero había terminado por convertirse en un ser tan corriente como ellos. ¿Tenía, en consecuencia, alguna autoridad moral para resentirse con el terrorista? ¿En nombre de qué orden, de qué mundo, podía él exigir el arrepentimiento de Mendoza? Acaso, ¿no era ese conformismo claudicante una señal clara de su incapacidad para calificar a alguien? Mientras él había vivido en el límite, a la espera de una oportunidad, medroso como una gallina, Mendoza (como Carlos y Raúl y hasta el propio Guillermo), queriéndolo o no, se había atrevido a transgredir la línea, se había puesto del otro lado, y desde allí lo podía mirar ahora con desprecio. La diferencia estaba en esa frontera que Mendoza había atravesado y que él, en cambio, temía. Si, ahora se daba cuenta de que había vivido en el limite, y que lo había hecho no por osadía sino como una condena.

Y esa conciencia era la causa de este malestar que lo mantenía huraño e inseguro. A muy mala hora, porque el juicio, según le confirmaba ahora su asistente, debía iniciarse en un poco más de un mes y él no contaba todavía con una visión clara de los 10

hechos, visión que necesitaba con urgencia, no tanto porque la defensa significase el mayor reto de su carrera, sino por la oportunidad —que, íntimamente, se había jurado aprovechar— de conjurar este maldito sentimiento de derrota.

—Si sigue lloviendo, no vamos a poder llegar a tiempo, doctor Pavony —anunció el asistente—. Sugiero que llamemos para que nos esperen un rato más. —Muy bien, chico, hazlo —contestó Pavony en forma mecánica, como saliendo apenas de su profundo ensimismamiento.

Apagó el computador y

se dirigió hacia el ventanal de la

oficina. Entreabrió la persiana y observó la lluvia torrencial que castigaba con furia los andenes de enfrente. Algunas personas corrían para ampararse de la inclemencia del tiempo.

Mientras escuchaba la comunicación telefónica del asistente con la cárcel, una imagen absurda distorsionó su mirada de la calle. Le pareció que alguien lo saludaba desde el otro lado. Su amigo Carlos, muerto hacía unos meses, que le hacía señas como de náufrago y luego profería una carcajada. Asaltado por el miedo, soltó de un golpe las láminas de la persiana y se volvió a su escritorio. Escuchó de nuevo la voz de su asistente.

11

—Parece que hay problemas, doctor Pavony. No nos pueden recibir ya hoy, ¿qué les digo? —Que iremos la otra semana —contestó el abogado, un poco más sereno. Y encendiendo de nuevo el computador, anunció enseguida—: revisaremos otra vez esta maldita indagatoria hasta encontrar algo que nos sirva.

12

2.

En sus tiempos de estudiante, Pavony inauguró un célebre programa de asistencia jurídica destinado a favorecer a los presidiarios más desprotegidos por el sistema. Su sacrificada labor de entonces hizo que se volviera un viejo conocido en las cárceles de la ciudad. Pero, pese a esto, no lograba controlar nunca sus emociones al entrar a una de ellas. Cada vez que traspasaba el umbral e iniciaba el ritual de los papeleos y de los sellos, sentía como si ingresara a un lugar ajeno a sus referencias. No dejaba de percibir miradas y acechos, y no pocas veces estuvo a punto de ceder a inminentes accesos de paranoia. Sus sentimientos, sin embargo, se volvían más complejos cuando las visitas obedecían a la defensa de algún interno. Se mezclaban entonces la compasión, el dolor y la rabia, con el miedo; miedo que le costaba manejar, hasta el punto de que en varias ocasiones se vio forzado a renunciar a los casos por el temor a demostrar demasiada inseguridad frente al defendido.

Era como si en el ámbito de la cárcel él no contara con resguardos, como si los mecanismos de protección que afuera lo salvarguardaban suspendieran allí su operación y él tuviera que iniciar cada vez el aprendizaje de unas nuevas condiciones de 13

sobrevivencia. Aún hoy no sabe qué hacer con los hombres que se le acercan a pedirle limosna o con los rostros duros que le incriminan quién sabe qué participación en su culpa. Ojos, como esos ojos pobres de Baudelaire, le recuerdan constantemente cuánto de su confort depende de la permanencia de ellos en la cárcel, de su aislamiento. Rostros que se empecinan en seguirlo, no ya por lo corredores y patios de la cárcel, como por las galerías de su laberinto de temores. Cuerpos desechos por la droga, pieles convertidas en retazos de costra, manos que pueden una vez implorar y al momento asesinar, ojos que no se cierran ni para dormir, que se agotan en las sombras del calabozo, que proyectan su carga de rencor sobre los trajes limpios de quienes ingresan al infierno. Como si él tuviera inevitablemente que lavar sus culpas en una especie de caldo solidario antes de penetrar en la intimidad del habitat. Pero una vez sobrepuestas estas sensaciones, una vez cumplido el rito del paso, venía la recompensa: una sonrisa sincera, una caricia sutil, un corazón abierto. Sabía a la perfección que así eran las cosas en la cárcel, aunque también, qué jamás era posible saber con exactitud qué cosas pudieran suceder, qué nuevos ojos estarán acechando, qué locura se estará gestando.

Mientras espera en el locutorio la llegada de su defendido, el abogado vuelve a revisar el análisis de la indagatoria anterior que, junto con el asistente, ha preparado en esta última semana. 14

No

ha

podido

avanzar

mucho,

sobre

todo

porque

las

declaraciones de Mendoza no dejaban casi ningún rastro: se limitaban a insistir en que su participación en el atentado sólo se explicaba por una especie de inconsciencia que lo había llevado a obedecer involuntariamente a su cómplice, el verdadero autor, tanto material como intelectual del atentado. De un lado, esta afirmación resultaba muy débil y en realidad nadie habría podido sacarle ningún juego. Ya en la fase acusatoria del juicio había resultado

inútil

y

había

conducido

a

la

declaración

de

culpabilidad de Mendoza por parte de la Corte. Pero, de otro, le parecía a Pavony que era una manifestación muy sincera y de alguna manera sólida, en la medida en que se mantenía intacta hasta hoy, pese a la presión de los fiscales. Incluso Manuel Huertas, el otro acusado, la había confirmado, echándose sobre él prácticamente todo el peso de los actos, y asegurando así su condena a muerte. ¿Podía entonces profundizar en esta clave? Algo le decía que sí, que debía tratar de consolidar algún argumento que pudiera fortalecer la percepción de atenuancia por parte de los jurados.

En realidad, el abogado seguía su instinto y a la vez la lección de cierta experiencia personal. Un hecho ya lejano de su juventud que podía servirle como modelo ahora que necesitaba encontrar una salida para llegar al juicio con alguna estrategia concreta. Se trataba de un secreto que ni siquiera su mujer 15

conoció nunca. Una situación comprometedora por donde quiera que se le mirase, pero que ahora debía desenterrar, aún a riesgo de caer en evidencia.

Por la época en que fugazmente perteneció a una célula universitaria del Ejército de Liberación Nacional, fue puesto a prueba por uno de los comandantes de la red urbana (por entonces, una organización apenas en proceso de consolidación y, por lo tanto,

muy susceptible de errores, tal y como se

demostró con la cantidad de estudiantes que cayeron muertos después de osadías increíbles a las que seguían descuidos infantiles). Pedro, el comandante de la red, le había ordenado la ejecución de un traidor detectado al interior de la célula, y él no había podido negarse, un tanto porque deseaba congraciarse con sus superiores, pero también por el temor de ser considerado a su vez enemigo de la causa. Eran tiempos difíciles. Una especie de cacería de brujas se había desatado tras los frecuentes y graves fracasos de las primeras acciones de la red en Bogotá, y ya nadie distinguía quién era traidor o quién una víctima inocente.

Fueron dos meses de sufrimiento y amargura. Compró el revolver y hasta diseñó un plan minucioso que incluía el seguimiento del acusado (en realidad un compañero de estudios suyo, a quien conocía de lejos) y la investigación de sus antecedentes. Entretanto, participó con él en un par de misiones 16

y hasta entabló cierta amistad cordial. Aunque nunca detectó un comportamiento irregular, no se atrevió a expresar sus dudas y tuvo más bien que justificar varias veces la demora. A diferencia de la mayoría de sus compañeros, quienes por lo general mantenían una densa niebla sobre su historia personal, éste se mostraba abierto y peligrosamente franco, lo que dificultó aún más la tarea que se le había encomendado, pues se le fue formando una imagen tan contraria a la que le había vertido el comandante, que empezó inconscientemente a encontrar siempre alguna disculpa para aplazar la ejecución. Las noches se hicieron tan intensas y dolorosas, que ya no le alcanzaba el tiempo para dormir lo suficiente y empezó a bajar su rendimiento en clases y a incumplir algunos compromisos con la célula. Los pocos momentos de descanso se interrumpían con pesadillas que ya no le daban respiro. Estuvo a punto de huir, se comunicó al pueblo con sus padres y les anunció que iría pronto. Incluso llegó a pensar en utilizar el revolver contra sí mismo; pero, al fin, una noche

decidió

el

momento

y

la

hora

en

que

lo

haría.

Aprovecharía una acción en la que participarían juntos, y haría aparecer su muerte como una baja de guerra.

Las cosas, sin embargo, se desenvolvieron de una manera inesperada. Dos

días

antes, se anunció

la ejecución del

comandante Pedro, a quien se le encontró culpable de fraude a las finanzas de la red y de conspiración contra la cúpula. Las 17

acciones que Pedro había ordenado se suspendieron y se abrió un proceso de desintegración temporal de las células que Pavony entonces aprovechó para retirarse definitivamente de la guerrilla, cosa que pudo hacer sin mayores traumas. Su amigo murió unos pocos meses después, dado de baja en una acción similar a la que debieron emprender juntos alguna vez.

Lo más importante de todo es que Pavony solía pensar en su experiencia asociándola con la palabra inconsciencia, de la misma manera como Mendoza la enunciaba en sus declaraciones: como un estado en el que la obediencia o la compulsión de una tarea bloqueaba el sentido de responsabilidad o de libertad, lo que debía considerase un atenuante de los actos cometidos bajo semejante estado. Debía aprovechar, pues, esa certeza y ponerla en juego, de manera que el jurado pudiera comprenderla. Pero para ello debía conocer más detalles, y eso era lo que esperaba obtener de Mendoza en esta entrevista.

Anuncian la llegada de Mendoza. El abogado defensor, se pone de pie y con un movimiento de cabeza le ofrece un saludo. En el rostro de Mendoza se evidencian las secuelas de una mala noche. Pareciera como si en el corto tiempo en que han estado en contacto, hubiera envejecido varios años. No sólo ha perdido cabello, sino que en su piel se han profundizado las arrugas. 18

Además, las gafas que hoy trae puestas le dan un aspecto muy demacrado a su rostro. El guardián cierra la puerta y le advierte al abogado que cuenta con veinte minutos para la entrevista. Mendoza se sienta. A través de la fina trama de alambres que separa a los detenidos de sus visitantes, Pavony percibe con fastidio el aliento demasiado cargado de ajo de Mendoza.

—Bien Doctor, y ahora, ¿qué es lo que quiere? —le lanza Mendoza con desgano, mientras restriega su frente con la palma de una de sus manos. —Necesito algunos detalles de la última entrevista... —Pero si ya le dije todo, doctor. Mire —anuncia Mendoza, levantando la cabeza—: yo creo que lo mejor es que no pierda su tiempo. Con la confesión de Manuel nos hundimos los dos. Es cierto, como le he dicho ya varias veces, que no me siento culpable, pero creo que lo mejor es resignarse. Ya sabe usted cómo están las cosas con el gobierno. Ellos no van a desaprovechar la ocasión que le hemos dado. Nos condenarán a muerte a los dos, sea como sea. —De eso precisamente es de lo que vine a hablarle, Mendoza. De la posibilidad que he encontrado para montar nuestra defensa en el juicio. Pero necesito su confianza, ¿me entiende? —Yo lo único que entiendo, doctor —dice Mendoza, alzando la voz—, es que usted también es un oportunista. ¿O me va a decir que no tiene también sus intenciones políticas en todo esto? 19

—Mire, Mendoza. Ni a usted ni a mí nos conviene ponernos en peleas a esta hora. Quién sabe qué cucarachas le habrán metido en la cabeza, pero lo cierto es que he estado analizando todo el asunto, y aunque me cuesta comprenderlo, creo que puede haber una salida. Ya sabe: nos estamos jugando el canje de la pena capital por una cadena perpetua. Píénselo bien, porque de eso depende que tengamos éxito, de sus ganas de vivir. —Ganas de vivir —dice con desprecio Mendoza, levantándose con furia—. Ese tipo de frases es el que ustedes, los que están afuera, suelen repetirnos. Cómo se ve que no están aquí, sufriendo toda la mierda que toca aguantar adentro. Yo no tengo ganas de nada ya, doctor, esa es la verdad. Le agradezco su interés, pero puede olvidarse de todo. —No Mendoza, no diga eso —suplica el abogado en un tono conciliatorio—. Yo creo que la vida está antes que nada. Así se haya cometido el error que se haya cometido, se tiene el derecho a seguir viviendo, ¿no cree? —Bueno, suéltela pues, ¿qué es lo que quiere que le detalle? — solicita Mendoza, un poco más calmado. —Se trata de que podamos juntar argumentos muy sólidos para que el jurado comprenda que usted cometió el hecho en un estado de inconsciencia, tal y como me lo ha dicho en otras ocasiones. Que usted no actúa, nunca ha actuado, de la manera como lo hizo. Sólo algo muy especial pudo haber causado su comportamiento. He pensado que si usted me escribe una especie 20

de autobiografía detallada, podríamos montar una estrategia para conmover al jurado. Que se entienda que sólo bajo presiones muy grandes y de muy difícil repetición usted pudo actuar como lo hizo, ¿me entiende? —Si es por conmover a alguien creo que podría facilitarle, claro, cuando lo tenga listo, el poemario que estoy escribiendo. No es propiamente una autobiografía, pero... —¿Qué? ¿Usted escribe, Mendoza? —Si, ¿por qué? ¿No me cree? —No, claro que le creo. Es que si usted escribe, yo podría... ¿Ha escrito algo más? —Si, varias cosas, pero no veo cómo... —Yo tampoco, es una intuición que tengo. Si usted me facilita los escritos... ¿Los tiene aquí? —Tengo unos manuscritos y se podría conseguir un ejemplar del libro de poemas que publiqué hace quince años, pero... —Perfecto. ¿Cuándo me los tiene? —Si quiere, en una semana. —Listo. No se hable más, siga escribiendo lo de ahora y me avisa cuando termine, ¿de acuerdo? —Claro, pero no se haga ilusiones, son versos que escribo más por desahogo o para mí mismo que otra cosa. —No importa, tranquilo, no importa.

21

Tras un silencio un poco incómodo para los dos hombres, el guardia atendió el llamado de Pavony. Retiraron a Mendoza y abrieron el locutorio. En el rostro del abogado brillaba el vigor que le había dado el surgimiento inesperado de una muy buena expectativa. Esas eran las cosas que lo volvían a reanimar, de modo que su salida estuvo rodeada de buenos presagios. Incluso el asistente, quien lo esperaba en el auto, lo notó enseguida. —¿Algo bueno, doctor Pavony? —Sí, creo que encontré un camino —le contestó Pavony, todavía imbuido por el buen ánimo—. Enciende el auto y vamos a la oficina. —Claro, doctor, enseguida. Ah —se interrumpió el muchacho para anunciar algo—, mientras lo esperaba llamó como tres veces un tal Carlos Bernal. —¿Qué? Debes estar equivocado, no puede ser. Imposible, él...

El ruido del motor ahogó el resto de la frase, y ya, durante el camino, Pavony no insistió en el asunto. Sólo jugueteó en su mente con la imagen de su amigo Carlos, muerto a tiros por facinerosos en un bar de mala muerte, unos meses antes.

22

3.

El profesor Núñez no lograba desprenderse de esa fastidiosa sensación de amenaza que lo había asaltado apenas colgó el teléfono la noche anterior, como si, con la llamada, el abogado hubiera violado irremediablemente su intimidad. Pero había comprometido su reputación profesional en el caso y ahora debía rendir ese informe que, con tanta urgencia, le solicitaba el pool de abogados que Pavony lideraba.

Es curioso, la inercia académica había hecho que el profesor tomara sus primeras labores como un simple ejercicio, como si tuviera que preparar un artículo para publicar en alguna revista. Y en verdad era algo como eso lo que le habían pedido: analizar, desde el punto de vista psicocrítico, la producción poética y literaria de Santiago Mendoza, en busca de lo que vagamente se expresaba en la solicitud como “una explicación del enigma en la personalidad del acusado”. Pero, poco a poco, aquél trabajo — al comienzo bajo el pudor de la desconfianza, después con la frialdad de la aplicación y finalmente con el furor del apasionamiento—, lo fue ganando, hasta exigir prácticamente toda su atención. Y a la semana de haber iniciado el estudio, el profesor ya estaba, literalmente, fascinado por el caso. 23

Durante aquéllos días de intenso trabajo, el profesor se habituó a un manejo tan diferente del tiempo y de sus relaciones con los demás, que la mañana de la visita de Pavony le costó aceptar la idea de tener que recibir a un extraño en su departamento. Había admitido, sin

mucha

conciencia de las

consecuencias, la

propuesta que Pavony le había hecho la noche anterior, cuando en forma sorpresiva se comunicó con él. Según el abogado, era mucho más seguro que se vieran allí que en la universidad o en su oficina, y como el profesor no tenía mucha noción de lo que significaba participar en un juicio, accedió sin reparos. Pero no dejó de sentirse incómodo durante toda la entrevista.

Pavony llegó a eso de las nueve de la mañana, hora en que el profesor normalmente tomaba el baño. Núñez lo recibió en la sala y luego tuvo que ofrecer su informe, no sólo por escrito, sino oralmente, acosado por la presencia de una pequeña grabadora que Pavony traía en sus manos.

No habría podido adivinar el aspecto de Pavony. Quién sabe por qué razón se lo había imaginado gordo y simplón. Pero ahora tenía ante sí a un hombre moreno, alto e imponente, y que a pesar

de

una

incipiente

calvicie

lucía

todavía

joven;

impecablemente vestido, con pequeñas marcas de acné en sus mejillas, pero de rostro bien delineado. Se veía que no 24

practicaba mucho deporte, pero, en cambio, que le gustaba la buena vida. Siempre con una sonrisa en sus labios —que desgranaba sin prevención—, no escuchaba sino que platicaba para sí mismo. Varias veces, el profesor respondió preguntas que nada más se hacía el propio Pavony, y esto hacía que Núñez se sintiera cada vez más incómodo, como si perdiera puntos preciosos para la batalla.

Después de charlar un rato sobre trivialidades, Pavony al fin se lanzó a preguntarle sobre su tarea:

—Y bien, Núñez, ¿cómo le fue con nuestro amigo? —Pues bien, en la medida de lo posible. —¿Muy difícil? —No tanto lo difícil, como lo interesante. —¿En realidad lo cree así, Núñez: interesante? —preguntó Pavony, como tratando de punzar alguna expresión más abierta. —Si, claro —contestó el profesor—; en el sentido de que no me esperaba tantas cosas. —A ver: quiero que me hable sobre el asunto. ¿No le molesta la grabadora, verdad? —preguntó Pavony, sin dar tiempo a una respuesta. Y entonces el profesor vio la lucecita roja del aparato, y sintió una especie de recelo que lo cortó un poco al principio. —Pues verá usted: la verdad es que la virtud literaria de los escritos de Mendoza no es muy homogénea. 25

—¿Ah sí? —Si. De los cincuenta y dos poemas que conforman su libro publicado podrían, si acaso, rescatarse unos seis o siete que alcanzan cierto grado de originalidad. Lo demás es clisé, basura. Algunos poemas incluso poseen un tono tan infeliz que ni siquiera merecieron de mi parte ninguna consideración: algo así como lamentos o quejas sin ninguna gracia. —No diga —murmuró Pavony, más atento a su grabadora que a otra cosa—. Pero prosiga, no me haga caso. —Ese desnivel en la calidad, sin embargo, me ha parecido que puede resultar importante para la investigación. Eso y la cronología que Mendoza, por fortuna, incluye en la mayoría de los escritos. El hecho, por ejemplo, de que los mejores poemas sean precisamente los escritos tras su estadía en Vancouver; la serie esa de diez poemas, usted sabe, ¿verdad? —Si, claro, esa. Algo leí... —Pues bien, me ha dado una pista. Mire, la obra total se puede organizar en cuatro partes: una primera incluye poemas que narran algunas experiencias de la vida guerrillera. Son poemas llenos de frases de cajón, armados como panfletos, sin ninguna originalidad y cargados de una adjetivación exasperante. La segunda parte contiene poemas sobre viajes, en los que se intenta hacer una descripción emotiva de los paisajes que el yo poético va descubriendo como extraños o sorprendentes. Aunque hay un mejor manejo de la palabra, y la sutil inclusión de la primera 26

persona deja entrever un despegue de la expresividad — especialmente

en

el

último

poema

de

la

serie,

titulado

precisamente: Vancouver, que anticipa lo que Mendoza hará más adelante—, aún la calidad literaria está lejos de lo que logra en la tercera parte: poemas de la nostalgia, donde ya la conjunción de sentimiento, descripción y narración alcanza a generar una efusión muy particular. Son poemas que evocan una época feliz, por los que pasan historias de amor y desamor, donde la luz es brillante y el ambiente se llena de calor; poemas afortunados. Hasta ahí los poemas del libro. La última parte la constituyen los escritos desde la prisión, que vuelven a caer en la queja y el lloriqueo. —Ve, yo pensé que esos podrían ser los mejores —interrumpió Pavony—. Pero no me haga caso, yo de eso no sé nada. Usted es el experto. Lo escucho. —Si. Yo insisto en que la tercera parte es la más interesante. Hay un poema, el último: ¡Qué el cielo exista!, que anuncia lo que realmente creo que va a servir para comprender un poco mejor los posibles cambios en la personalidad de Mendoza: el texto narrativo. —¿Cómo? ¿Tiene también un texto narrativo? —preguntó sorprendido Pavony—. ¿Algún libro de cuentos? —Si, o mejor dicho, no. Es una especie de mosaico que no se organiza según una trama lineal: no es posible establecer con claridad ni un principio ni un final. Los fragmentos, treinta y 27

seis en total, no se subordinan bajo ninguna secuencia lógica, y más bien abunda la promoción del silencio y de la ambigüedad. En ese sentido, sigue siendo un texto muy cercano a lo lírico. —O sea que también es poesía —afirmó Pavony, como quien hace un gran descubrimiento. —Más o menos. Es un texto muy raro. El efecto que se impone en la lectura es el de estar ante un álbum de imágenes, recursos, expresiones y deseos. Su desorganización produce así mismo la sensación de que el discurso se está llevando a cabo in situ, que no está preparado de antemano, que es espontáneo e inconcluso. El texto trata de decirlo todo, sin seleccionar, ni construir, como cuando se está frente al psicoanalista. De ahí la impresión de vacío y de ruptura; como si el poder de lo irracional y del eros hubiera desplazado el orden de lo racional. En ese sentido, el texto de Mendoza es subversivo, escapa de los patrones de una expresión tradicional, autoritaria y consecuente, se refugia en el hermetismo y la ambivalencia y se hace, por eso, tan rico en datos psíquicos. —No entiendo mucho, profesor, pero, por lo que dice usted, creo que hay que profundizar por ahí. —Si, es cierto. Mire, en el libro, por momentos, es clara la presencia del mundo de la esquizofrenia: la profusión de conceptos utilizados en contextos no explícitos y por tanto con una significación totalmente diferente, apenas decidible, cosas como Ciclos, Estrategas, Allegados, Virtudes, etc., la continua 28

fragmentación del yo, la mezcla de significantes distintos y sin relación, y, en fin, la práctica misma de lo fragmentario y lo aleatorio, son algunos de los rasgos de esta escritura que permiten afirmar que el texto no expresa tanto una pesadilla como una realidad que quiere ser autónoma y auto referente. Por eso, sólo es posible imaginar lo narrado de un modo apenas cercano a la experiencia cotidiana: es necesaria una especie de lógica alegórica excedente para dar con el conjunto. Aún así no es fácil encontrar el centro narrativo. Este apenas es una promesa que no se cumple jamás. —Es como el texto de un loco... que interesante lo que usted me dice, Nuñez. ¿Y será que lo podemos probar? Eso sí que nos serviría. Claro que habrá que expresarlo en una forma menos técnica, para que el jurado lo comprenda. Pero eso ya lo veremos después. Tenemos todavía más de una semana. —No sé. Esto es apenas una visión preliminar. Habría que confrontarlo con datos de su vida real, ¿me entiende? En realidad, la vinculación entre texto y personalidad suele ser muy ambigua, nunca es contundente. —Eso quiere decir que habría que reforzar con alguna otra cosa estas afirmaciones. Pero, por favor, prosiga. —De algún modo, el texto también manifiesta una especie de escepticismo radical. La referencia al mundo exterior como un lugar en el que no puede haber ya amparo y la constante justificación del narrador protagonista de su refugio en el 29

interior, manifiestan esa desconfianza en la cultura, propia del nihilista, que, asqueado de la realidad, se asila en su mundo íntimo. El fragmento que describe la transformación física del narrador, por ejemplo, podría interpretarse como una conciencia angustiosa de su lenta despersonalización, de la pérdida de la fe y de la necesidad de ocultarse de un mundo que ya no tiene ningún sentido para él. —Mire, Nuñez. Insisto en que no sé nada de crítica, pero lo que usted me está diciendo es bien importante. Creo que podremos utilizarlo en la Corte. Le agradezco mucho.

Pavony guardó la grabadora en el maletín y de inmediato se levantó de su asiento. Como si llevara mucho afán o sintiera asco de algo, se despidió del profesor con un fugaz apretón de manos. Luego se ofreció a enviarle toda la información periodística que el pool había reunido en torno al caso; también prometió hacer lo posible por obtener una autorización de visita a la cárcel.

El profesor cerró la puerta y se dirigió a la ventana de la sala, desde donde espió a Pavony. Con un profundo sentimiento de repulsión vio cuando un muchacho le abría la puerta del auto. Luego esperó a que se perdiera de vista para cerrar la persiana. Caminó hacia el pequeño bar y se preparó un cognac. 30

¿Cómo se había metido en este berenjenal? ¿Qué lo había llevado a aceptar su participación en el juicio? Se sentía estrujado,

aprovechado

por

algo

o

por

alguien,

cuya

manifestación externa era Pavony, pero que debía tener una magnitud mayor, tan absorbente que él mismo no había podido retraerse. ¿Era eso cierto, o estaba de nuevo sobredimensionando las cosas, poetizándolas?

Utilizado, manipulado, así se sentía tras la entrevista con Pavony, como si su discurso y su trabajo fueran una simple pieza del proceso. Otra vez había actuado la fuerza viril, esa especie de tormenta loca que lo envolvía y lo zarandeaba sin oportunidad de ningún control. Lo peor es que se sentía comprometido, que no veía la manera de salirse del asunto.

Jamás había tenido la fuerza para negarse a nada, no tanto por convicción, sino más bien por debilidad. Era como su destino, su karma. Desde niño tenía dificultades para todo. Claro: él era el más inteligente, pero también el más bobo. Nunca pudo resistir las amenazas de sus compañeros y terminaba haciendo por ellos sus labores, estudiando para ellos. Sus hermanos siempre lo ultrajaron, lo trataron como lo peor, pero a la hora de los reconocimientos, elogiaban su inteligencia y su sensibilidad, sobre todo su sensibilidad, y eso bastaba para perdonarlos, 31

aunque supiera qué maligna intención escondía esa palabra sensibilidad.

Aún recuerda cómo llegó a la literatura. Un fraude, había sido un fraude, como todo en su vida. Ese documento sobre El Quijote que había preparado para el examen final de su bachillerato no era más que una descarada compilación de citas de otros trabajos, pero el profesor de literatura lo aplaudió y buscó su publicación, y él ya no tuvo más remedio que aceptar una supuesta predestinación literaria, una supuesta sensibilidad excepcional, y eso lo decidió a estudiar letras. Más que el amor sincero por lo literario fue una especie de oportunidad que la vida le daba para que al fin se le reconociera por lo que era o podía ser. Y ya no tuvo fuerzas para negar esa mentira que había ido creciendo hasta volverse una auténtica bola de nieve, y que hoy lo tenía en estas circunstancias tan incómodas. ¿Qué es la vida de un hombre sino una gran fraude sostenido a fuerza de pequeñas mentiras?

Tenía sus dudas, pero no sabía cómo expresarlas. De un lado sentía rabia por quien había cometido la barbaridad de asesinar tanta gente, pero por otro consideraba justa la apreciación de Pavony. Más que nadie, él sabía que los textos de Mendoza podían ser utilizados para un lado o para otro. La poesía era eso 32

precisamente: ambigüedad. ¿Por qué no utilizarlos entonces como evidencia acusatoria?

Necesitaba pensar, necesitaba otro cognac, necesitaba llamar a Mauricio, quizás él pudiera socorrerlo, quizás su sabiduría y su belleza pudieran ofrecerle hoy el sosiego. Quizás él pudiera ayudarle a quitarse de encima la asquerosa sensación de amenaza que lo había asaltado desde la noche anterior, cuando Pavony le había sugerido reunirse en su departamento y él no había podido negarse.

En este momento de su vida, Núñez sólo podía confiar en Mauricio. Su inteligencia y su tolerancia lo habían convertido ante sus ojos en un ser perfecto. Llevaban ya casi un año saliendo y la relación no podía ser más armónica. Con él podía expresarse a fondo, sin temores, sin la falsa premura del amor imposible. Además, Mauricio conocía los pormenores del caso, hasta el punto de que varias de las más agudas observaciones sobre la obra de Mendoza que acababa de entregar a Pavony habían sido posibles gracias a su sabia opinión. De modo que estaba decidido: le pediría que viniera en la tarde, para eso, para hablar del asunto, para escuchar su opinión, para que le ayudara a sacudirse la terrible sensación de atropello que aún lo fastidiaba. Aunque también para sentir de nuevo el cálido humor de su tacto amoroso. 33

4.

Sale de su departamento envuelta en un chal oscuro y tocada con una pañoleta gris, de esas que sólo se consiguen hoy en el mercado de las pulgas. Ella misma parece una anacronía, una estampa antigua incrustada en un ambiente moderno, como si viniera de otros tiempos. Pero no es vieja, ni siquiera es una mujer muy madura, tiene a lo sumo treinta y cinco años. Camina ligero por las aceras y sólo sale de casa para comprar lo necesario, como si siempre llevara mucha prisa. Sus lugares de frecuencia son las pequeñas tiendas y panaderías, y un almacén de artículos de pintura artística en dónde es una cliente muy conocida. Además de las compras diarias, que suele realizar en las tardes, y de los paseos matutinos con su perro, en muy pocas otras ocasiones se la ve por fuera de su departamento en el día. Algunas noches, especialmente los jueves o los sábados, sale al cine o a teatro, pero por lo regular se resguarda en su estudio. Vive con su madre, una pequeña anciana a quien no se le ve en la calle si no es por una urgencia médica o alguna otra causa extravagante.

Quienes las han visto juntas aseguran que, pese a la diferencia de edades, se parecen mucho: el mismo rostro pequeño y fino, 34

los mismos ojos verdes y algo apagados, la misma boca de labios carnosos, la misma nariz respingada; una frente estrecha y una barbilla plana les realza con la misma fuerza el porte. La vieja permanece todo el tiempo en una silla de ruedas y cuando se la ve afuera, luce nerviosa y dicharachera, como esos animalitos que no saben qué hacer cuando ven la luz del día y respiran el aire de la calle, después de prolongados periodos de encierro. La mujer entonces empuja la silla por las aceras, tratando de esquivar el contacto con los transeúntes o pasando indiferente entre los vecinos, que ya se han acostumbrado a sus rarezas.

Hace por lo menos veinte años viven en el barrio y hace quince que no cambian de departamento, desde cuando pudieron comprarlo, tras la muerte del padre y de los hermanos en un accidente de aviación. Cuentan además con una pensión vitalicia, heredada por la madre, que les permite vivir en forma modesta y sin mayores apuros. Llevan en apariencia una vida tranquila y en el vecindario ya nadie reprocha sus actitudes antisociales. Se podría decir que las han olvidado y que ellas se benefician de una aparente resignación.

Hoy por hoy, los únicos testigos del modo de vivir al interior del departamento, son los modelos que por épocas contrata la mujer para sus labores artísticas. Hasta hace diez años, ella también 35

impartía clases de pintura y vendía cuadros los días sábados, cuando la gente podía ver su exposición. Pero ya no hace ni una cosa ni la otra. De modo que la versión de los modelos es la única;

aunque

resulte

incompleta,

pues

su

paso

por

la

habitación se limita a entrar por el corredor principal, seguir directamente al estudio, y volver por el mismo camino. Lo único que se sabe es que las demás puertas permanecen cerradas, que el ambiente es oscuro y oloroso a humedad, que el canto susurrante de la anciana no para en todo el día y que todo el tiempo se siente en el aire la turbiedad de la tristeza.

Pero la niebla de su presencia ha hecho que la imaginación de la gente se suelte y más de un mito rueda por ahí completando el cuadro de su modus vivendi o deformándolo. Se dice, por ejemplo, que a muy altas horas de la noche ingresa un hombre al departamento, que se puede escuchar su voz si en el edificio hay mucho silencio y que suele salir antes de la madrugada. Otros afirman que el hombre aparece por temporadas, con una frecuencia incalculable y que permanece adentro días y hasta semanas y entonces se vuelve a ir. Otros más osados afirman que ella simplemente selecciona de entre sus modelos el amante de turno y la modalidad de su convivencia y les paga para satisfacer sus apetitos de hembra.

36

Hubo una época en que la anciana no vivió con la mujer; en apariencia porque tuvo que recluirla en alguna clínica por un tiempo prolongado. Pero hay quienes afirman que la anciana murió y que para suplir su ausencia adoptó a otra, con quien convive ahora. También se escucha esta misma versión, pero con el ingrediente adicional de que la muerte de la anciana llegó de manos de la propia mujer. En todo caso, los comentarios llegan a ser de lo más fantasiosos. No dejan de circular, por supuesto, las viejas acusaciones de brujería y de otras depravaciones, y hasta se asegura todavía lo que hace unos años se comprobó como pura especulación: que las dos mujeres realizan con cierta frecuencia misas negras y otros rituales satánicos.

En realidad se trata de una antigua estudiante de artes plásticas a quien el destino ha golpeado con más de una desdicha. Siendo aun una niña fue violada por un tío suyo y del trauma le quedaron secuelas psicológicas graves, que le impidieron llevar una vida afectiva del todo corriente. Más tarde, tuvo que presenciar la muerte de su novio, quien, al atravesar una calle sin precaución, por la prisa que llevaba para cumplirle una cita, fue arrollado por un automóvil. Finalmente debió soportar la muerte simultánea de su padre y de sus tres hermanos, a quienes perdió en un absurdo accidente aéreo.

37

Pero quizás la tragedia más grande es la que ahora vive a diario: el cuidado de su madre loca.

***

Sale de su departamento envuelta en un chal negro y tocada con una pañoleta gris, de esas que sólo se consiguen hoy en el mercado de las pulgas. Ella misma parece una anacronía, una estampa antigua incrustada en un ambiente moderno, como si viniera de otros tiempos. Ha recibido ayer una notificación y, como suele suceder con las cosas que requieren de su presencia, se ha tomado muy a pecho el asunto. Por eso no ha dudado un momento en romper su estricta clausura y ha resuelto ir hoy mismo al lugar de la cita. En la esquina de su alcoba, sobre un sillón grande de terciopelo, como un inmenso feto, se ha quedado acurrucada su madre, y aunque le ha explicado varias veces la urgencia de su salida y le ha dejado a su alcance las cosas que necesitará mientras ella esté afuera, la anciana se ha quedado mirándola con esos ojos de reproche que nunca cambian. Y son esos ojos los que lleva la mujer todavía empotrados en su mente, cuando arriba al edificio a dónde ha sido citada. Ojos que no la dejan mover a su gusto, que la siguen para donde ella vaya; ojos que descubren sus más recónditas intenciones,

que

demandan

con 38

un

ligero

parpadeo

sus

requerimientos, que aún en la distancia avisan sus ansias, que vierten a toda hora el rencor.

Aunque su modo de vestir responde a una necesidad de pasar desapercibida, la verdad es que por lo general produce un efecto contrario; tal vez el mismo que produciría si se vistiera con minifaldas y se maquillara para resaltar su belleza. Pero ella no lo comprende así y por eso se molesta tanto cuando alguien se queda mirándola, como ahora en el ascensor. Sin embargo, lleva tanta prisa y hay tanta expectativa en su cabeza que, apenas sale, olvida el rostro del hombre que ha estado observándola con tanto interés durante el trayecto de cinco pisos que han hecho juntos; tampoco se percata de que se ha quedado detrás de ella, conversando con alguien, a la entrada de la misma oficina a la que ha sido notificada.

Ya en el despacho, presenta la boleta y exige inmediata atención. Una secretaria recibe el telegrama, pero ni siquiera la mira y le pide que espere. La mujer se impacienta muy pronto y vuelve a exigirle a la empleada que la atienda.

—Señorita, usted no entiende —clama la mujer—, tengo una enferma en casa que necesita de mi cuidado. No puedo demorarme mucho y necesito saber para qué he sido citada. 39

—Mire señora —le contesta la empleada casi con cinismo—, sus problemas personales no son de mi incumbencia. Usted debe esperar como los demás a que le llegue el turno.

Esperar, como si esta muchacha supiera lo que es esperar. Esperar ha sido su vida, precisamente esperar. Esperar una mejor existencia, esperar la suerte que otros han tenido, esperar alguna recompensa a su sacrificio, esperar el reconocimiento de su labor. A lo mejor esta muchacha ni siquiera ha visto una obra de arte en su vida y se cree sin embargo dueña del mundo. Ella no sólo tiene cientos de obras que ha hecho con paciencia, con esa paciencia que la vida le ha asignado como ley a su misión, sino que ha despedazado otras miles, pues su trabajo le exige incluso la serenidad para deshacerse de lo poco valioso, de lo mediocre. Con cuánto gusto se desharía ahora mismo de esta empleada; un ser mezquino, forjado seguramente en la estupidez de su ambiente, en la miseria de su destino. Arrojarla a la basura o incendiarla en la chimenea, eso quisiera, como ha hecho con más de un lienzo allá en casa; lienzos que valen más, mil veces más, que

la

miopía

de

esta

chica,

lienzos

nacidos

de

su

responsabilidad, del cumplimiento de su deber, de la exigencia que se ha impuesto en su tarea. Una exigencia que nadie comprende, porque ni siquiera sus colegas tienen la capacidad para hacerlo. Siempre la han menospreciado, asumen la corta visión de sus criterios como única clave de aprobación y ya nada 40

puede entrar al recinto sagrado que han erigido que no responda a sus reglas. Están locos, todos están locos; han querido reducir el arte a unos simples preceptos que responden más a la moda que a la hazaña real del artista: su aventura interior. Ellos jamás han vuelto su mirada al interior de sí mismos; jamás aprendieron a cerrar los ojos y por eso se deslumbran tan fácilmente con las sorpresas que da la tecnología o la televisión. Están tan confundidos que han perdido el horizonte y se embelesan con simulacros de obras, con trampas de color que no poseen ya ni la profundidad, ni la espesura de las indagaciones intelectuales más atrevidas. Puras contorsiones vanguardistas que difícilmente pueden impactar más allá de una primera impresión falaz. Cuántos genios incomprendidos, cuánto talento desperdiciado en aras de una especulación que las galerías ponen a circular. Su obra es única y por eso no puede ser comparada con ninguna referencia. Su obra es única como ha sido única su propia vida, tan llena de recovecos y obstáculos que sólo se explican porque algo le espera al final. No es posible saber con exactitud qué es eso, pero tiene la certeza de que alcanzará una recompensa a su obra y a su vida tan llenas de tropiezos. Eso le dice a su madre que no comprende tampoco. Pero no por estupidez, como esta muchacha, sino porque se le ha agotado el juicio. La anciana ha sufrido tanto o más que la mujer y ha sido como una especie de puente entre su vida y su obra. Su destino final será también convertirse en parte de ella. Existe una especie de relación 41

perversa entre la magnitud de su juicio y la de su creación. Lo sabe. Ella lo sabe: del agotamiento de su juicio depende la magnificencia de su obra. Por eso, debe cuidarla: para que la desmesura de sus desvaríos siga sirviendo de fuente de su inspiración. Sin los gritos que la loca da al anochecer, sin la descripción de sus alucinaciones, ella no podría emprender la tarea diaria de su obra. Entre más aberrantes son sus imágenes, más cerca está ella siempre de alcanzar la perfección. Pero no todo lo que grita o describe la anciana en sus crisis puede ser llevado a la imagen. Debe hacer un gran esfuerzo para hacer que eso que la loca le regala en sus delirios, pueda plasmarse en sus telas. Horas de paciencia que pueden fácilmente culminar en el tarro, miles de pinceladas que pueden conducir al vacío. Una y otra vez, sin descanso, hasta que la obra quede culminada, hasta que la imagen que refleje el lienzo corresponda a la delirante visión de la loca. Por eso necesita cuidarla, para que su inspiración no se acabe, para que sus cuadros se acerquen a esa perfección

que

necesita

alcanzar.

Detrás

de

ella está la

recompensa final. Esa, por la que debe esperar con paciencia. Y esta muchachita le pide esperar, como si supiera qué es eso. Esperar ha sido su vida, precisamente esperar. Esperar una mejor existencia, esperar la suerte que otros han tenido, esperar alguna recompensa a su sacrificio, esperar el reconocimiento de su labor... 42

De pronto escucha la voz de la empleada:

—Buenos días, doctor Pavony.

La mujer, saliendo de su arrobamiento, levanta la mirada, y descubre al frente el mismo rostro del hombre del ascensor.

—Gracias, señorita —responde Pavony—. Voy a atender de inmediato a la señora. —Saluda a la mujer con una sonrisa y, dirigiéndose a ella, le ruega—: siga a mi oficina, por favor.

43

5.

Sabe que se ha vuelto famoso porque acostumbra comprometerse con

los

casos

más

difíciles,

con

esos

que

suelen

estar

condenados de antemano al fiasco. Sabe que esperan de él que les de la vuelta, que ponga en escena su destreza para encontrarle a cada uno su borde refractario, la muralla contra la que han de estrellarse las pruebas más sólidas, esa perspectiva antagónica que nadie había previsto. Pero sabe también que, a diferencia de lo que suponen muchos, no lo hace motivado por alguna oscura convicción política, sino más bien por la simple consecuencia de llevar a su extremo la lógica misma de la defensa: nadie es culpable de nada hasta que alguien compruebe sin duda lo contrario. Sabe que esa misma habilidad lo ha ido convirtiendo en un ser insensible, al que incluso hoy se le dificulta distinguir el bien del mal, lo defendible de lo que no lo es, embelesado como llega a estar a veces por el puro placer del desafío. Sabe igualmente que por eso hay quienes lo acusan de mercenario y que en algunos círculos hasta se le conoce como La hiena, en alusión no tanto a que se nutra de sobras jurídicas, sino a que termina dando siempre la impresión de que se ríe de todo. No es que sea un escéptico, no es que haya dejado de creer en el amor, sino que de tanto cohabitar con las pestilencias del 44

fracaso, éstas se han convertido en su atmósfera natural; ha hecho de la derrota el escenario de sus luchas y ha sido por eso capaz de mirar de frente lo oscuro, lo inhóspito o lo macabro, y ha aprendido a iluminarse con fuegos fatuos, con débiles antorchas, con la desapercibida luz de los meteoros. Sabe moverse entre las multitudes sin que se le reconozca, sabe cubrir grandes distancias dando apenas algunos pasos, ha ejercitado con sapiencia el arte de construir túneles imprevistos, de transitar por los atajos, de salirle adelante a cualquier consecuencia.

Tal vez por eso, el joven abogado asistente que lo acompaña anda tan atento a sus más leves movimientos, con una expectación tan grande por cada cosa que hace o se le ocurre, que a ratos parece estupidez pura. El muchacho desea aprender de quien es considerado un maestro, pero el abogado sabe muy bien que en realidad no hay nada que aprender, que no hay fórmulas mágicas, que todo se reduce a un deambular por el límite, y para eso no hay técnicas infalibles, puras intuiciones, simples accidentes. Quizás por eso se ha negado a enseñar en la universidad, por eso y por la gran dificultad que tiene para comunicar verdades, incluso cuando tiene que formularlas para sí

mismo. En cambio, suele moverse a gusto en medio de la

incertidumbre, tanteando a ciegas, arañando las paredes con su pezuña; aunque a veces suceda lo de anoche: ese horrible sueño, cuyas secuelas le han estropeado el día. 45

Hacía rato que no le ocurría: sentirse atraído en forma tan incomprensible. Desde cuando perdió a su mujer (de eso hace más de diez años), ha vivido como el perfecto solitario y no porque hubiera querido hacerle honor a su recuerdo o nada parecido, simplemente porque sus obligaciones no le permiten emprender ya ninguna aventura de la envergadura del amor. Se ha contentado por eso con amantes furtivas o romances esporádicos, sin consecuencias, sin huellas; por lo general colegas, con las que puede desarrollar a la vez su labor profesional. Además, y tal vez por eso mismo, no había vuelto a sentir el pinchazo de la seducción, siente miedo y se cubre con máscaras o endurece a tiempo su armadura. Al amor le sucedía lo que a las otras cosas de afuera: difícilmente podía atravesar la densa niebla que él había resuelto soltar sobre su vida. No puede afirmar por eso que la sensación de ayer haya sido producto de una embestida del amor, tal vez no haya sido más que la reacción natural por una presencia tan extraña e ininteligible como la de esa mujer que había citado en su oficina con la intención de persuadirla para que le sirviera como pieza en su estrategia de defensa. !Que excelente dato había conseguido: una pintora que conocía la historia secreta de Mendoza!

Pero el encuentro lo ha dejado intranquilo, inquieto, ha resonado toda la tarde; luego se ha escurrido por algún flanco débil hasta 46

sus sueños y finalmente lo ha envuelto en esa angustia que ahora le dificulta tomar el refrigerio que el joven abogado ha pedido al mesero de la cafetería donde se encuentran esperando al hombre del juzgado con el que se han citado. Siente como si algo se le hubiera atorado en la garganta, algo intangible, pero contundente que le impide respirar con naturalidad.

La pesadilla lo había devuelto a esos parajes de su infancia que tanto temía: el baño de sus padres y el cuarto de Sanalejo... Se encontraba cenando en familia, cuando se desató una tormenta que no tardó en hacerse tan intensa como para romper los vidrios y colarse hasta el interior de la casa. De pronto, como si una fuerza inaudita lo sorbiera, fue arrastrado por un remolino hasta el baño, donde tuvo que presenciar cómo era baleado en la cabeza su amigo Carlos: trozos de su cerebro saltaron desde el cráneo a las paredes y un hilo de sangre empezó a manar de su nariz y a crecer hasta convertirse en un río, por donde, girando como una veleta loca, Pavony fue empujado hasta el cuarto de los cachivaches. Una oscuridad aterradora se apoderó del recinto y al comienzo no lograba moverse, como si su cuerpo se hubiera paralizado de golpe; pero, al fin, a tientas, encontró la cerradura de la puerta. Al intentar salir sintió que unas manos atrás lo tomaban de los hombros. Entonces, al volverse, descubrió el rostro de la mujer de la oficina, la extraña pintora, que surgía desde las sombras, y en seguida sufrió la luz intensa de sus ojos 47

verdes como flamas que lanzaban fuego sobre los suyos... Despertó fastidiado por los primeros rayos del sol.

Ahora volvía a llover.

—Pide más bien un aguardiente a ver si se me quita este ahogo —soltó con toda naturalidad el abogado, pero sin dejar de sostener su frente con las dos manos. —Si, si doctor —admitió con sorpresa el joven asistente—, lo que usted quiera. Pero cuénteme: ¿se siente usted mal? —Sólo un poco aturdido. Debe ser cansancio y nada más.

Cada vez que alguien abría la puerta de la cafetería, sentía como si todo el ruido de la calle se volcara sobre su cabeza y le rasgara los tímpanos. Por eso decidió que sólo esperarían cinco minutos más. Al fin y al cabo podía revisar la lista otro día. A través de la ventana podía observar esa curiosa barahúnda de gente

que

corría

como

enloquecida

de

un

lado

a

otro,

esquivándose hábilmente, llevando mensajes o papeles. Cuántos casos

dependían

de

esos

movimientos

azarosos,

de

la

puntualidad de un abogado o del estado de salud de un burócrata. Cuántas personas empezaban hoy a sufrir la agonía de un pleito, cuántos podían hoy terminarla. Recordó al amigo que unos días antes le había pedido el favor de ayudarle a acelerar la custodia de su hija y al que, después de haberse ocultado por meses para 48

evitar una captura, había resuelto presentarse a las autoridades. A ambos les había prometido ayuda, pero no había hecho nada. Y no porque lo hubiese olvidado o porque no tuviera el tiempo o los contactos, sino porque no le importaba hacerlo, como si una coraza de insensibilidad se hubiera ido tejiendo sobre su cuerpo, sin que pudiera hacer nada por detener sus estragos.

—Aquí tiene su aguardiente, doctor —le anunció el joven asistente —Gracias. Me lo tomo y nos vamos —advirtió el abogado. —Como usted diga.

En ese momento se volvió a abrir la puerta de la cafetería. Además del ruido, esta vez el frío castigó el rostro del abogado. Apareció en el umbral el hombre que esperaban. El joven asistente hizo unas señas y el hombre se dirigió a la mesa donde se encontraban.

—Buenos días, doctor —saludó—. Disculpe la demora, pero sólo pude volarme hasta ahora. —Tranquilo, señor Martínez, ¿se toma algo? —le sugirió el abogado. —No doctor: es que tengo que volver ya mismo —explicó el hombre—. Aquí le traigo lo que me pidió. —Le agradezco mucho. ¿Está completa? 49

—Si. Ya están incluidos los datos de la persona que faltaba. Ahí también están sus antecedentes. —Perfecto, señor Martínez. De nuevo, gracias.

El hombre se alejó de la mesa, saludó a un par de conocidos y salió de la cafetería. El abogado entonces empezó a ojear el papel que le habían traído: una copia de la lista de los jurados que habían sido nombrados para su participación en el juicio de Mendoza. Con un estremecimiento inadmisible en él, comenzó a leer uno a uno los datos; a medida que avanzaba, trataba de hacerse una idea del conjunto. Había allí varios empleados, dos amas de casa, un par de abogados, tres estudiantes. Le temblaban las manos y de pronto se le aflojó uno de los codos con los que se apoyaba en la mesa. La hoja se alcanzó a rasgar por el brusco movimiento de su brazo que quedó de pronto en vilo. El joven asistente reaccionó:

—¿Sucede algo, doctor Pavony? —No, no es nada —se apresuró a contestar el abogado.

En su rostro se dibujó involuntariamente una mueca que le deformó la boca, pero se levantó enseguida, como tratando de abreviar la mortificación que le producía haberse puesto en evidencia. Se dirigió a la salida, mientras el joven auxiliar cancelaba la cuenta, y ya en la calle volvió a recuperar la 50

tranquilidad. Saludó a un par de colegas que se dirigían a la cafetería y en su ademán volvió a aparecer, espontánea, el aura de invulnerabilidad que lo caracterizaba.

51

6.

Todavía podía negarse. Era, según se lo había explicado el abogado, apenas un primer emplazamiento a participar como testigo de la defensa en el juicio de Santiago Mendoza y, aunque en principio se sentía obligada, podía acudir a varias excusas. Una, por supuesto, el cuidado de su madre.

Había oído del asunto en los noticieros. Se trataba de un caso muy importante, nada menos que terrorismo, y el gobierno parecía muy ansioso de ofrecer una especie de castigo ejemplar. Pero las cosas se habían complicado, pues, aunque declararon culpables a los dos criminales, uno de ellos había admitido una especie de coacción sobre el otro, lo que permitió la posibilidad de una apelación de la condena para este último. De modo que se decidió que la ejecución se llevaría a cabo sólo tras la celebración de este segundo juicio. En el caso de que se confirmara la condena, se producirían las dos ejecuciones simultáneamente; pero en caso de que surtiera efecto la apelación, sólo se realizaría la de quien había admitido hasta ahora toda la culpabilidad. El asunto tomaba, pues, tintes políticos complejos, ya que el hombre que había apelado era, ni más ni menos, uno de los jefes guerrilleros amnistiados del 52

proceso de pacificación de hace diez años, quien regresó al país después de cumplir una labor humanitaria muy destacada en un organismo de solidaridad internacional en Vancouver, Canadá. En cambio, el otro, el que se había echado sobre sí toda la culpa, era poco menos que un desconocido, lo que hacía pensar que tras el proceso mismo de apelación y en el interés de que se salvara este hombre, se tramaban oscuros móviles.

Volvió a leer todo esto en la prensa y esta mañana escuchó un resumen del caso en el noticiero. No podía sustraerse a la fascinación que había producido el asunto. Al fin y al cabo hacía parte, irremediablemente, de un país embelesado por la muerte y por la violencia, y aunque se había jurado muchas veces no prestar atención a las estupideces de los noticieros, terminaba encendiendo el televisor en forma compulsiva, ya sea con la excusa de descansar un poco de la extenuante labor de la pintura, ya con la otra de acompañar a su madre, quien en cambio, no apagaba el aparato en todo el día.

—Si mija, yo también estoy al tanto de todo eso —aclaró al fin la anciana volviendo fatigosamente de su posición fetal—, pero me parece muy peligroso para usted que se meta en esas cosas. Por mí no se preocupe, que por unos días no es grave que me quede un poco sola. Pero, usted mija... me da como miedo, no sé. 53

—Es por usted que me preocupo —ripostó la mujer—, porque el juicio puede demorar meses y va a demandar mucho tiempo diario, y usted sabe que yo no confío en nadie para que me la cuide. —Hacemos como la otra vez —sugirió la anciana—, ¿se acuerda? Contratamos una enfermera y con eso usted libera algo de tiempo. Si quiere consúltelo, a ver si así se puede. —Bueno —aprobó la mujer—, pero lo más importante es que debo reflexionar antes sobre la conveniencia o no de mi participación. Usted sabe: es la vida de un hombre la que está en juego, y no es la vida de cualquier hombre, mamá, sino la de Santiago Mendoza. —En eso tiene usted razón, mija: piénselo antes que nada.

Aunque había estado trabajando sin sosiego en los últimos cinco años, con jornadas de trabajo que podían llevar fácilmente ocho o diez horas sin que eso significase para ella un verdadero agobio, no hacía mucho había pensado en darse un descanso, ya fuera viajando a algún lugar del extranjero o renunciando a la pintura por un tiempo y cambiando de actividad. Esto último era en verdad más complicado, porque sus intentos por vincularse a la universidad habían fracasado y no veía qué otra cosa podía hacer que no fuera enseñar lo único que sabía: pintar. Con respecto a lo otro, se había propuesto ahorrar para el viaje, pero aún no contaba con el suficiente dinero. Por lo menos necesitaba 54

otros seis meses de economías para pensar en ir al lugar que se había imaginado. Así que lo del juicio había llegado en un momento que podía calificarse de oportuno. Sin embargo, pensar en todos los trámites y todas las penurias por las que seguramente tendría que pasar la habían hecho dudar. Bastaba el ejemplo del trato que había recibido por parte de la secretaria de la oficina de los abogados. Si no fuera por la amabilidad del doctor Pavony, las cosas hubieran sido más complicadas. Parecía un hombre respetable. Al menos la actitud de la empleada así lo demostraba: después de su intervención, ésta se hizo mucho más cortés, respondió a todas sus preguntas y le dio información adicional sobre el caso. Pero, ¿si no contaba con esa suerte más adelante? Las cosas no iban a ser fáciles, seguro que no.

—Si mija —se atrevió a decir la anciana, después de un prolongado silencio—, es mejor que lo piense. Recuerde tantas otras cosas que nos han pasado con la gente... —¿Otra vez con el cuentico mamá? —interrumpió con fuerza la mujer— ¿Es que usted no se cansa de reprochar? —Mija, pero yo... —Ya sé para dónde va. Recordarme mis fracasos, eso es lo que usted quiere, como si no supiera que le encanta echarme la culpa de todo, como si no supiera que usted vive desencantada de mis cosas, que quisiera tenerme fuera más tiempo; pero apenas salgo empieza con sus achaques y sus pendejadas. Usted a veces me 55

cansa. Si, ya sé que nadie quiere reconocer la importancia de mis obras. Eso lo entiendo de los de afuera. Entiendo a los estúpidos de los vecinos, y a los idiotas de la galería y hasta los zoquetes de la universidad, pero usted mamá, que me ve aquí todos los días, matándome, que me ha visto envejecer al lado suyo; usted mamá quisiera verme más bien muerta, ¿no? ¿Y que le pasaría entonces a usted?, pues que no duraría ni un solo día sola; eso es lo que pasaría...

De pronto un estrépito que venía del piso de encima las hizo saltar. Una voz, la voz de siempre, aguda pero fuerte a la vez, una voz sin sexo, empezó a gritarles:

—CÁLLENSE

VIEJAS

LOCAS,

CÁLLENSE

O

BAJO

A

MATARLAS

Las dos mujeres se abrazaron, temiendo lo peor. La voz de nuevo se alzó:

—PAR DE PUTAS, QUÉ LES PASA ¿ES QUE NOS VAN A DEJAR VIVIR TRANQUILOS O QUÉ?

Por unos minutos no se volvió a escuchar nada, pero al rato sonaron cristales rotos y la anciana empezó a temblar. La mujer la abrazó con fuerza, mientras le susurraba: 56

—Tranquila mamá, tranquila, son esos locos de arriba otra vez. Ya verás cómo quedándonos calladitas se van calmar. A lo mejor están en otra de sus orgías, quién sabe.

Más ruidos de cristales, y de pronto la voz muy cerca.

—ESTA VEZ SÍ ME LAS CARGO A LAS DOS

Después la oscuridad y en seguida el terror.

57

7.

Desde el otro lado de la ventana, a través del durmiente, se cuela un ruido que Santiago reconoce enseguida: el aletear nervioso de las palomas.

Ha visto la misma escena infinidad de veces desde su celda: una enfermera, chiquita, negrita, a eso de las diez de la mañana, sale al patio de enfrente y riega maíz o boronas de pan. Enseguida se aproxima

una

bandada,

produciendo

el

alboroto.

Ahora,

recostado en la camilla de la enfermería, a donde ha sido conducido para examinarle una extraña alergia que ha atacado a varios reclusos, las escucha aletear. También percibe el olor, ese aroma ácido de sus plumas que tanto lo impelía a correr tras ellas, cuando aún era un niño inocente.

Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los incidentes que marcaron el fin de su inocencia y que habían hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.

Podría ser eso: una historia de la pérdida de su fe. La mujer de las cartas ha dicho que es religiosa, pero no a qué culto 58

pertenece. Ofrece consuelo, eso ha dicho, el consuelo que, a través de ella, envía Dios. Pero, ¿cuál Dios?

Dios, es decir, la armonía del mundo de los adultos, se había esfumado sin remedio para él. ¿Es que Dios había esperado tanto para volver a asomarse? A lo mejor sus ocupaciones lo tenían ocupado atendiendo a los demás —como le tocaba hacer a este médico, que ahora revoloteaba como una paloma nerviosa por la enfermería—, y por eso dejaba mientras tanto que una torpe enfermera lo cuidara. Pero la enfermera lo dejaría desangrar. Si, era una buena imagen: una torpe enfermera dejaba que su savia espiritual abandonara su cuerpo, y ahora estaba muerto para la fe. Eso tenía que advertírselo a la religiosa, por si acaso. Quería creer en su consuelo, no en el de Dios, al menos no en el de ese Dios olvidadizo y atareado que había dejado morir su espíritu.

Algo especial ocurrió en Vancouver, pero terminó siendo una más de las máscaras del vacío. Conoció a Susan, y con ella había vuelto a renacer la idea de un sentido posible de la vida. Pero Susan veía las cosas de una manera tan distinta. Quizás por eso el encuentro con ella estuvo marcado desde el comienzo por el desconcierto y las dificultades. Dificultades que sobre todo provenían de él, pues ella sostenía siempre esa actitud, amable y delicada, que a él le parecía tan sospechosa y superficial. 59

Llegaron por caminos diferentes a la organización. Él, huyendo de las paradojas del proceso de reinserción de su país, de esa dolorosa experiencia que casi lo había dejado sin opciones. Ella, huyendo de su casa, de su bonita, cómoda y rica casa. Él, apostando la última carta que le daba vida. Ella, convencida de su destino, de la inevitable y útil tarea que debía cumplir. Él, con la esperanza de echar raíces de nuevo. Ella, dispuesta a trasegar caminos sin atarse a nada. Él, lleno de resentimientos y dudas. Ella, con una fuerza y una alegría tan grandes que su cara no dejaba de irradiar nunca esa hermosa sonrisa que seducía sin remedio a las personas que se le acercaban. Niños, mujeres, jóvenes, hombres, ancianos, incluso animales; cualquier ser caía rendido ante su aura benigna. Y Santiago no podía ser la excepción.

Intentó todo: desde aplastarla con su prepotencia hasta pedir el traslado a otra ciudad, pero fue inútil. La atracción por Susan era ineludible, y entre más luchaba por desprenderse de sus emociones, más sucumbía ante su presencia. Había algo en su ojos azules que le recordaba a su madre. Algo en su sonrisa lo llevaba a los mejores recuerdos de su infancia. Lo más difícil era evitar la sensación de alegría y de inocencia que inundaba la atmósfera cuando estaban juntos, como si el mundo recobrara sus dimensiones naturales y deshiciera la trinchera que él se había armado durante todos estos años de guerra y odio. 60

Él, que podía ser considerado todo un técnico de la muerte; él, que juzgaba la guerra como algo inevitable, como una constante antropológica; él, que había hecho del asesinato su oficio; él, que había hecho de la violencia su segunda naturaleza, se encontraba ahora con un ser sinceramente limpio y bueno, que le desmoronaba sus certezas. El gran solitario, el hábil excavador de galerías, el topo por excelencia, no sabía qué hacer frente a la inocencia de Susan. El gran hibernador, el camaleón, parecía ahora una dulce paloma frente a Susan.

Todo resultaba tan insignificante. Ni la neutralidad interior que había alcanzado, ni la frialdad de su rostro o de sus ademanes, ni su cínica indiferencia por toda obra humana, ninguna de esas firmes actitudes que constituían su utilería personal servían a la hora de comunicarse con Susan.

Y Susan lo había amado sinceramente. Al comienzo, con la misma compasión con la que atendía a los niños destrozados por la violencia, con la misma bondad platónica con la que cuidaba a un anciano moribundo. Después con la ternura de una novia y al final con ese ímpetu de una amante apasionada.

Santiago llegó entonces a creer sinceramente en un sentido posible de la vida. Pensó que una docena de seres como Susan 61

serían suficientes para salvar el mundo. Era tal su energía y su bondad que ante ella, los seres más refractarios deponían las armas, todas las armas, las físicas y las espirituales. Bastó un año para que él volviera a recuperar la fe en el mundo, y por eso se sintió tan comprometido y se le vio tan activo en las obras de la organización. Llegó a destacarse e, incluso, sintió que había llegado la hora de formar una familia. Pero justo cuando su alma había recuperado la tranquilidad del estanque que ha dejado de vibrar tras la caída de una piedra, vino la noticia: debía volver a su país, solicitado en extradición por su gobierno.

El baño de santidad de Susan, le duró todavía un par de meses, hasta cuando sus cartas dejaron de llegar, hasta cuando se anunció un nuevo juicio contra él. Sobrevino entonces la decepción y la furia, las ganas de destrozarlo todo. El último refugio había desaparecido, la última carta se había jugado, y ya no tenía opciones. De los dos bandos se le reprochaban cosas. De lado de los guerreros, su traición; del lado del establecimiento, su crueldad. ¿Qué hacer?

Si después de todo eso, la religiosa insistía en la fe, era por su propia ingenuidad e ignorancia. Si después de todo eso, el abogado defensor insistía en la vida, era por cinismo o estupidez. 62

El médico sigue revoloteando por la enfermería que se le llena ahora con más reclusos afectados por la curiosa epidemia. Santiago, entre tanto, sucumbe a la anestesia, abrumado por imágenes

incomprensibles.

Un

momento

antes

de

la

inconsciencia alcanza a reconocer a la pintora que ha estado retratándolo en su celda y que ahora entra a la enfermería, cargando su bastidor y sus pinceles. Pero sus fuerzas apenas le alcanzan para ladear su cabeza sobre el cómodo almohadón de plumas de la camilla...

63

Segunda parte:

EL JUICIO

64

Frente a mí, el televisor. Me fastidia su odioso chisporroteo, pero llevo horas contemplándolo, sin atreverme a hacer otra cosa distinta. Que uno pierda el tiempo frente a un televisor mirando películas, noticieros o telenovelas no es raro; no estaría mal visto, ni siquiera para un intelectual o para un profesor. Podría arguírse que se hace con sentido crítico o que hay alguna investigación de por medio o simplemente que se descansa tras una jornada extenuante. Cualquier motivo, por forzado o ridículo que resulte, podría servir para justificar semejante estupidez. Pero que uno pase horas, sin moverse, frente a un televisor sin señal es un síntoma inequívoco de algún trastorno grave. Máxime si el aparato está a todo volumen, como ahora, y el sonido te lastima los oídos y tu no haces nada, absolutamente nada.

Me siento enfermo, acabado, es cierto. Una suerte de inercia se ha tomado mi cuerpo, como si de pronto hubieran cesado todas las funciones vitales. Por ratos me asaltan unos espasmos penosos que me obligan a reacomodarme en la silla. Al comienzo intenté pararme, pero después de cuatro tanteos desistí. Fue tan intenso e inesperado el dolor que desistí. Y desde entonces no me atrevo a moverme. Es como si el centelleo del televisor me hubiera arrastrado hasta sus profundidades, como si una fuerza 65

extraordinaria me hubiera sorbido hacia algún vórtice fantástico, como si una energía sobrenatural me hubiera poseído. Lo sé: los muchachos que ya no son tan muchachos habrían pegado el grito en el cielo al verme en este estado de insensata postración. Pero, por fortuna, ellos no están aquí para ser testigos de mi deterioro.

Tendría que telefonear, pero no pienso hacerlo; al menos no por ahora. Es cuestión de resistir un poco más y ya. Unos minutos y podré levantarme. Repararé desde la ventana el fondo de la ciudad, me dejaré transportar por el paisaje de los cerros hacia esas imágenes arcaicas de mis recuerdos y soñaré los personajes de mi novela. Aspiraré el aroma a papel quemado de las fogatas de la calle. Tal vez grite como un loco para acabar de asustar a los vecinos que ya empiezan a fastidiarse con mi presencia; quizás baje a la calle a exponerme al arresto o a la locura de los francotiradores. Unos minutos, sólo unos minutos y ya...

***

Un chillido muy agudo me ha puesto sobreaviso de alguna falla en el sistema de alimentación eléctrica del departamento, pero no he sido capaz de encontrar la causa y tampoco de resolver el problema por mí mismo. En otras circunstancias eso no habría sido un inconveniente, pues habría llamado a algún electricista o 66

habría esperado a que alguien más conocedor de los detalles y los circuitos viniera a ayudarme, pero algo así será imposible, al menos por ahora.

El fallo eléctrico en realidad es mínimo: sólo ha roto la instalación en donde se encuentra conectado el equipo de sonido y alguna que otra bombilla; así que podría solucionar mis requerimientos de música, trasladando el equipo de lugar o encendiendo la pequeña radio que hay en la alcoba. Pero todo esto me ha obligado a reflexionar sobre la fragilidad de mi decisión, y también me ha hecho recordar la anécdota aquella de mi amigo Jorge, antropólogo él, quien, después de vivir durante más de seis meses en medio de una comunidad aborigen del Amazonas y de haber alcanzado un acercamiento que le permitía, entre otras cosas, completar los datos para su tesis doctoral, y de haber logrado construir verdaderos lazos de amistad con algunos miembros de la tribu, un día tuvo que marcharse de improviso porque su padre había muerto. Entonces se despidió de todos y muy en especial de Luis, un muchacho de quince años con quien había entablado una relación muy estrecha. Luis sabía desde el día anterior que Jorge se iría, cuando lo escuchó anunciar su partida al Shaman, y por eso pasó toda la noche en vela construyendo un arco y una flecha con la madera que había guardado desde hacia varias semanas para la próxima ceremonia del vejá, durante la cual se le daría anuencia para la caza como 67

nuevo hombre de la tribu. Fueron horas de entusiasmo y dedicación que culminaron con la manufactura de dos objetos preciosos que Jorge recibió halagado y a la vez sorprendido, tan sorprendido que no acertó más que a ofrecerle a Luis en retribución el reloj de pulso que llevaba, recordando que el muchacho varias veces le había demostrado su interés por ese extraño mecanismo que permitía saber las horas con tanta precisión. Luis rechazó el regalo. No quería ese reloj, sino uno que hubiera hecho Jorge con sus propias manos; y mi amigo tuvo así que aceptar, no tanto su incompetencia, como la dolorosa conciencia de que vivir en un mundo que había hecho de sus artefactos cotidianos puras cajas negras constituía una auténtica aberración; y no sólo eso, sino que descubrió en la mueca de Luis (un gesto que expresaba a la vez altanería y desencanto), la seña que confirmaba lo que él siempre había sospechado: que toda su vida no había sido más que un genuino farsante, apenas un mercader de ideas, ideas que jamás supo compaginar con sus acciones.

Y es así como me siento un poco ahora. Arreglar el daño eléctrico con mis propias manos es como tener que reinventar el mundo paso por paso: necesitaría desde repasar las leyes de la física hasta sustituir los materiales industriales con los que están hechos los artefactos que necesito componer. Me pregunto: ¿qué haría un hombre como yo, condicionado a la tecnología, si de 68

pronto se quedase sólo en el mundo? Muy pronto se degradaría hasta las fases más primitivas de la vida. Lo cual puede ser una desgracia o una ventaja. Tal vez ese hombre pudiera visitar el cementerio de las oportunidades perdidas y pudiese emprender la tarea siempre deseada de cambiarle el destino al mundo. Pero necesitaría compañía, tal vez una mujer... ¿No estoy ya en el mito bíblico?, ¿no estoy ya delirando? Creo que el cuento ya lo he escuchado muchas veces. Pero, ¿no es eso mismo lo que se hace cada vez que se escribe una novela? La conciencia de la tarea me desborda y me deprime, me está volviendo loco (pero algo

me

anima:

imaginarme

la

burla

despiadada

de

los

muchachos, que ya no son tan muchachos, si de pronto renunciara).

Así que la falta de música no es realmente lo que me afecta, sino la conciencia misma de mi incapacidad para sobrevivir sin estas comodidades que he instalado en mi habitación. Puedo hacer algo entretanto: dispondré de una silla y de mi vieja radio y escucharé piezas clásicas. Al fin y al cabo, lo que necesito es hallar el sosiego que el daño eléctrico ha destruido hace unos minutos; el sosiego que en todo caso requiero para construir la historia de ese hombre, el exguerrillero loco que terminó confinado en la cárcel, acusado de terrorista, y cuyo caso se hizo tan famoso en todo el país, porque fue el primer hombre 69

condenado a muerte, después de haber sido implantada la pena capital.

***

Dice un poeta amigo mío que cuando él se decide a escribir —a diferencia de otro (digámoslo de una vez: Rilke), para quien hacer poemas implicaba nada menos que pedir prestado un castillo, tomar una pluma de plata o de pavo real y pedirle a los ángeles que se acercaran— lo abaten los problemas de la tierra, y entonces no puede esperar a que se den tantas cosas juntas y va tomando cualquier lápiz y papel desarrugado y escribe entre trituradoras, bocinas, secuestros, televisión, torturas y balaceras; y yo pienso que la cuestión es definir qué es para uno el castillo y qué son los ángeles y a lo mejor hacer como Faulkner, para quien el castillo podía ser cualquier burdel y los ángeles siempre la botella de whisky a su lado; es decir, que la cuestión es tener la capacidad de definir qué es eso mínimo que se necesita para escribir; cosa nada fácil, pues si uno cree que es la soledad, también puede ser que sea un tipo de soledad: esa segura, por ejemplo, que requiere que cuando uno ya no la pueda soportar más, esté la mano amorosa presta para salvarlo de los infiernos; y si uno cree que es el silencio, puede que sea ese tipo de silencio que sólo se consigue en los verdaderos castillos y en compañía de los verdaderos ángeles, con lo que volvemos al 70

inicio; o puede ser que una vez conseguidos la soledad y el silencio, no aparezcan los ángeles y haya que adquirir una costosa dosis de conversación angelical y que para ello se tenga que reformar todo el modus vivendi, hasta el punto de que, una vez se tenga el dinero para hacerlo, has perdido de nuevo la tranquilidad y tienes que volver a pelear para que la soledad y el silencio... o puede suceder que, después de trasegar por el laberinto, te halles de pronto en medio de una soledad y de un silencio aterradores que no conocías de antes y entonces la dificultad radique en esto que hoy siento: la terrible angustia de no poder iniciar la escritura, pues no sé qué hacer con el tiempo ahora extendido hasta el infinito.

De cualquier manera, ya he comenzado a imaginar al hombre ese, el exguerrillero loco; lo he visto en su alcoba de mala muerte, al sur de Bogotá, rumiando una angustia mezquina, preparando el golpe que debería sacarlo del anonimato y que tendría también que permitirle cumplir esa secreta promesa de venganza que se había hecho a sí mismo.

Todo se reduce a creer que lo que se narra tiene algún sentido, que no es una mera evasiva o una estrategia para salir del anonimato o para cumplir una vaga promesa de venganza, porque puede suceder que, como a Orfeo, todo esto no tenga más sentido que el de llenar ese vacío que nos deja la ausencia definitiva de 71

la persona amada, y que el canto que queremos invocar sea nada menos que el de la necesidad de ser amado. ¿Hasta dónde escribir no nace siempre de una urgencia como ésa, la del pobre Orfeo? ¿Quién asegura que la trascendencia que le damos después al acto de escribir no es una fingida, acordada por algunos para el embaucamiento de los otros? Escribimos para otros, para que otros nos escuchen, confiamos en la continuidad de la vida, en su sentido, en su significancia; ¿no es esa misma la razón por la que una mujer se liga a un hombre después de haber dado el sí: para que no se crea que es una puta, es decir, una mujer in-significante? Y por eso entonces se encarga de tapar con palabras y promesas y seducciones continuas y derrotas múltiples lo que ya no puede ocultarse, y se embarca en una espiral, a cuyo término está siempre y de nuevo el reproche de su hombre: solo eres una pobre puta...

***

Los ataques han recomenzado, tímidamente: apenas afectan los puntos más desprotegidos de la ciudad. He superado mi primera crisis, pero aún no he podido empezar a escribir.

Llevo más de una hora examinando las ronchas rojas que ahora han invadido también mi antebrazo izquierdo. En realidad no son tan molestas: el escozor que producen casi no es perceptible y se 72

diría que hasta resulta agradable, si no fuera porque presagia signos aterradores (todo ese cuento sobre los sarcomas y el deterioro de la piel). Por ahora no son más que eso: pequeñas ronchas que, desde la mano, han emigrado al antebrazo y que pueden ser olvidadas, porque no rascan más que una leve picadura de zancudo.

He decidido, sí, empezar por el principio: intentar una crónica de la vida del exguerrillero loco; y por eso ando tratando de ensamblar fragmentos de memoria, tomados de mi propia vida, con esos relatos olvidados en alguna carpeta o en los disquetes del computador y que ahora les ha dado por juguetear en mi mente, aunque sin llegar aún a tener la energía suficiente para completar la figura que necesito. Tal vez pueda tomar un poco de allí y otro de allá para ir juntando una historia que sea verosímil

y

significativa.

Dimensionar

esos

fragmentos,

construirles bisagras como a pequeñas puertas, para que a su vez den paso a otros niveles, hasta que en el umbral de alguna de ellas surja la nítida silueta del exguerrillero loco.

Hace un momento ha sonado el timbre del teléfono, pero no he querido atender la llamada. Puede ser alguno de los muchachos que ya no son tan muchachos, en busca de información sobre mi tarea: ganas de joderme. O tal vez la pobre Angelita que ya debe estar medio aburrida de mi juego y a lo mejor ha conseguido el 73

número; aunque no creo que los bastardos amigos míos hayan sido tan mañosos, no. En este momento lo que menos necesito son sus interrupciones. Debería estar claro que no tienen por qué fastidiarme, pero serán capaces de todo para que desista, para demostrar que mi tontería no tiene sentido y que a la menor dificultad abandonaré el proyecto. Claro que se quedarán viendo un palmo de narices, los muy tontos, porque de aquí me sacan muerto antes que vencido (frasesita insulsa: ¿qué le vamos a hacer si apenas soy un, un... sí, un escritorzuelo?).

Por la radio me he enterado de que el último ataque ha dejado una zona periférica de la ciudad en escombros. Tal y como ha sucedido desde hace más de tres meses, fue imprevisible y corto, pero demoledor. En realidad no hay manera de prepararse, pues los bombardeos pueden afectar cualquier sector de la ciudad y no respetan ningún horario. Tanta es la impotencia que ha cundido ya el malsano deseo de que se extiendan de una vez por todas. Pero, al parecer, los agresores desean minar toda resistencia antes de intentar la aniquilación final (¿es así o he entrado ya a mi fase alucinatoria?).

De cualquier manera este lugar no será todavía un blanco fácil, así que podré continuar mi tarea (si es que el teléfono deja de timbrar y las ronchas de fastidiar). Imaginar por ejemplo una infancia del exguerrillero loco más bien corriente, signada 74

apenas por antecedentes normales de violencia familiar o por circunstancias algo más dramáticas. Podría también ponerlo a correr como un loco por los laberintos del colegio, tratando de eludir la presencia obsesiva del maestro de lenguaje que ahora ha fijado su mirada en él, todo muy normal; o verlo, un poco después, ensimismado, pensando en su primer amor platónico, la niña de ojos verdes y olor a frutas que ayer lo ha mirado, cuando visitó con sus compañeros el Colegio de Señoritas para un intercambio cultural (así llamaba el Rector a esas visitas que más bien, para Santiago, sí, se llamará Santiago, eran un tormento: con esa timidez suya que lo hacía sonrojar al menor contacto...). O imaginarlo en el baño, descubriendo el placer de los pajazos o intentando encontrar respuesta a las preguntas que sobre el sexo se le han abierto como una epifanía, con ese mismo ardor y esa misma pasión de todos los misterios intangibles. Imaginarlo, quizás, angustiado por los acosos de su padre y de su madre que han dejado de comprenderlo y ahora le exigen tareas inauditas que él no quiere o no puede cumplir. Imaginarlo en el corredor del colegio, durante las fiestas patronales, envuelto en el ritual de consumo de drogas de algunos de sus compañeros, siendo testigo de una osadía de la que él nunca será capaz, pero convencido de haber encontrado por fin el sentido de su vida. En todo caso, tengo que hacerlo vivir, ahora que necesito que me ofrezca sus secretos y sus sueños. 75

***

La verdad es que la idea del exguerrillero loco me asaltó desde distintos flancos. Es como si en esa frase trunca: el exguerrillero loco aquél que terminó confinado en la cárcel, acusado de terrorista y condenado a muerte... (en la que está dicho todo y no hay nada aún), y en la imagen que quiere moverse desde su lecho de palabras, estuviera contenida una especie de verdad o de destino inevitable que debo sacar a flote a costa de mi salud mental (al menos eso es lo que creyeron los muchachos que ya no

son

tan

muchachos,

cuando

oyeron

mi

propuesta

de

recluirme). De cualquier manera, no ha sido fácil lanzarme a esto que nunca creí que tuviera alguna posibilidad de éxito para mí: escribir una novela. Angelita se sorprendería de las cosas que hago ahora, gracias a la alcahuetería de los muchachos que no son tan muchachos, sobre todo porque para ella todo esto sería como una especie de desvarío infantil.

Lo cierto es que (los muchachos lo saben) no me había vuelto a sentar frente a un computador a escribir cosas de largo vuelo, como ésta en la que ahora ando metido, tratando de dar vida (dar vida, de eso se trata) a una figura como esa —fantasmal—, la de Santiago, el exguerrillero loco, que para colmo de males resulta ahora, en el balance de mis arbitrios, un ser muy extraño, algo así como un camaleón que muta según lo hace el ambiente; como 76

el Zellig de Woody Allen o como ciertos animales, las perdices, por ejemplo, que cambian su aspecto según la estación, o esas arañas que tejen telas con muchos centros para desviar la atención del predador sobre el lugar donde se encuentra verdaderamente el cuerpo de la presa.

***

Antenoche, luego de observar por un rato desde la ventana de la sala el fascinante y a la vez terrible relampagueo de los bombardeos —que a lo lejos brillaba como si se tratara de inocentes fuegos artificiales—, se me ocurrió disfrazarme de religiosa. Después de mucho pensarlo, encontré que era la única manera de romper la dura coraza con que Santiago defiende su intimidad.

Me puse unos viejos vestidos de mujer, armé un improvisado altar y luego de rezar algunas oraciones me senté a escribirle una carta. No fue difícil: simplemente le pedí información sobre su vida y le conté, para atraer su confianza, mi secreto, mi terrible secreto. Creo que funcionó: acabo de recibir su respuesta. Eso demuestra: de un lado, que Santiago no es tan perverso como se quiere creer, y, de otro, la gran necesidad de expresión que esconde tras sus máscaras de suficiencia. Pese a la soberbia de 77

sus palabras y de sus gestos, ahora sé que en su alma sobrevive el eco antiguo de los terrores de la infancia y las marcas de un precoz desengaño.

Casi puedo verlo en su vieja casa, asustado por lo que puede considerarse el inicio de la cadena de frustraciones que conducirá a la pérdida de su fe. Es sábado. Puedo verlo ahí, tendido en el piso, escuchando el nervioso aletear de sus palomas, totalmente desconcertado por lo que acaba de pasar... Un par de horas antes, su profesor de biología ha estado almorzando en casa, invitado por sus padres, quienes han querido con eso agradecerle la deferencia que ha tenido con Santiago en el colegio. Y Santiago se siente orgulloso y hasta sueña con lo que tantas veces le repite el profesor cada vez que informa sobre los resultados de los exámenes en la clase. Sueña con ser biólogo, con ir a la universidad y estudiar la profesión que le permitirá acceder a un conocimiento más profundo de los misterios de sus amadas palomas. Desde hace dos años se ha interesado por ellas y hasta reconoce con una facilidad, que a otros chicos les resulta asombrosa, la gran variedad que habita en el altillo de su casa. A diferencia de su hermano que se la pasa escarbando en el jardín para desenterrar las lombrices con las que asustará después a las niñas del colegio, Santiago se entretiene con el cuidado de las palomas que allí anidan. Ha estudiado tanto de ellas que ahora es capaz de ofrecer lecciones 78

e historias en esas reuniones de adultos que con frecuencia organiza su padre en la casa. Y lo hace imbuido de esa reverencia con la que ha aprendido a comportarse frente a los mayores. El universo de los mayores es para Santiago una especie de tabú que presiente misterioso y rígido. Por eso, obtener de ese mundo el reconocimiento con el que lo gratifican después de sus exposiciones, le parece a él un gran homenaje a su dedicación. Mucho tiene, pues, que agradecer a su profesor de biología que le ha otorgado, con la promoción que ha hecho de sus aptitudes, el pasaporte a ese mundo misterioso y armónico. Pero hoy el profesor ha estado muy raro. Casi no ha hablado y se ha interesado más por conversar con su hermano —a quien le ha pedido que le enseñe la casa—, que por sus últimos logros en la materia. Así que, un poco desalentado, se ha retirado a su cuarto. Al rato, sin embargo, Santiago ha recordado que tiene una lámina que el profesor no conoce y decide buscarlo para mostrársela. Se reprocha el no haber mencionado el asunto en el almuerzo, cuando sus padres estaban presentes, pero piensa que de todos modos vale la pena enseñarle su tesoro al profesor de una vez y no esperar hasta el lunes. El profesor, sin embargo, está interesado en otros tesoros y mi pobre Santiago no lo sabe. Casi siento tristeza cuando lo veo bajar las escaleras, presuroso, emocionado, con su pequeña lámina aún intacta y brillante. Pasa por la sala y ve a su padre durmiendo la siesta en el sillón, y, desde allí, ve a su madre ocupada en la cocina, así que resuelve 79

ir al altillo. Tal vez sus palomas le den el sosiego que necesita. Lo veo subir las escaleras ensimismado, un poco cabizbajo. Soy testigo del preciso momento en que sus ojos saltan cuando percibe arriba un ruido extraño, mezcla de quejidos y pujos, que para cualquiera podría confundirse con los gorgoteos de sus palomas; para cualquiera, menos para él. Veo sus rasgos inocentes un instante antes de que cambien (porque después del incidente ya no serán los mismos, ya no podrán ser los mismos). Veo el terror en sus ojos cuando abre el altillo y se encuentra con la inconcebible y monstruosa presencia de un cuerpo desnudo de cuatro pies, cuatro brazos y dos cabezas que suda por todos

los

poros

y

exhala

horribles

chillidos.

Veo

su

consternación cuando advierte que los rostros de ese monstruo son los de su hermano y el profesor. Por un momento, Santiago no sabe que pensar, pero enseguida ruedan por sus mejillas dos lágrimas gruesas. Lo veo finalmente correr desesperado hacia la ventana del altillo en busca de sus palomas que ya no pueden hacer nada para cambiar la memoria de lo visto, que han sido también testigos mudos de lo que ha ocurrido. Veo, porque soy el narrador de su desventura, las contracciones de su corazón y el derrumbamiento penoso de su alma...

Hoy, el escozor de las pequeñas ronchas no ha querido aliviarse con la loción que he estado utilizando. Hoy, el escozor de las pequeñas ronchas me ha impedido escribirle otra carta a 80

Santiago. Hoy tampoco ha retumbado el estruendo de los bombardeos. Hoy ni siquiera ha timbrado el teléfono, como si los muchachos que ya no son tan muchachos supieran de mi congoja...

***

Una mujer ha ido a visitarlo Una extraña mujer. Ha llegado envuelta en un chal oscuro y tocada con una pañoleta antigua, de esas que sólo se consiguen hoy en el mercado de las pulgas. Ella misma parece una anacronía, una estampa antigua incrustada en un ambiente moderno, como si viniera de otros tiempos. Pero no es vieja, ni siquiera es una mujer muy madura, tiene a lo sumo treinta y cinco años. Ha permanecido con Santiago en su celda durante las cuatro horas que duran las visitas. No ha sido un encuentro conyugal: la mujer ha estado trabajando en un retrato a lápiz que ella le ha pedido a Santiago.

Lo que no sabe él (y esto quizás le suene demasiado forzado a los muchachos que ya no son tan muchachos, pero qué le vamos a hacer, si los sueños no tienen por qué acomodarse a la rígida lógica de la vigilia) es que una vez, hace muchos años, ellos dos se encontraron, y que el destino los ha reunido de nuevo. Ella no lo ha olvidado. Sucedió hace veinte años, cuando Santiago terminaba sus estudios en la universidad y ella era estudiante de 81

primer

semestre.

Entonces,

durante

una

manifestación

estudiantil, Santiago fue herido en el rostro y en la mano por las esquirlas de una granada de gases lacrimógenos y, cuando trataba de huir del acoso, se enredó en un vallado. Casi como un milagro, apareció la Mujer, que para entonces era apenas una niña, y lo auxilió. Como pudo lo arrastró fuera de los predios de la universidad y lo llevó en un taxi hasta su casa, donde le hizo curaciones y le dio de comer. Allí también, mientras él descansaba, le hizo un retrato que luego tituló: El ángel durmiente. Después lo despidió. Claro que Santiago intentó obtener su teléfono y algunos otros datos, pero no insistió demasiado ante la negativa de la mujer que entonces era apenas una niña, y como en realidad Santiago era un hombre muy guapo y ya su soberbia lo sobrepasaba, la olvidó por completo.

Por lo demás, veinte años marcan diferencias físicas notables en cualquier ser humano, y más si dejamos de ver a la persona tanto tiempo. Así que no puede reconocerla ahora; pero esta vez él ha cedido ante la insistencia de la mujer, quien en verdad no ha hecho mucho esfuerzo para convencerlo de dejarse hacer el retrato que ella sin ningún pudor ha titulado esta vez: el exguerrillero loco condenado a muerte. Ha sido como una especie de vanidad, pero también como una suerte de alivio, parecido al que la misma mujer, cuando era apenas una niña, le 82

brindó,

tras

aquella

desafortunada

manifestación

en

la

universidad.

Para tranquilidad de los muchachos que ya no son tan muchachos he de agregar que en realidad la mujer ha dado con él no por coincidencia, sino porque nunca lo ha perdido de vista. Durante estos veinte años, como si supiera en qué iba a parar todo, lo ha seguido a lo lejos. Se ha enterado de sus camaleónicas transformaciones y de sus fracasos y se le ha ocurrido ahora hacer una serie de cuadros, cuyos extremos son los dos que ya tiene pintados. Intentará llenar la serie con lo que su recuerdo y su imaginación le ofrezcan, como yo mismo lo estoy intentando hacer ahora, cuando reconstruyo con palabras la vida de Santiago.

***

Angela ha sido mi mujer por quince largos años. A su lado he vivido momentos muy intensos y aunque muchas veces he reprochado su pasividad y su medianía, en realidad ha sido ella quien ha sabido guiarme por los oscuros caminos del laberinto. Los muchachos que ya no son tan muchachos lo saben y por eso andan atentos a corregir el rumbo, cada vez que con mis exabruptos termino lastimándola. Quizás no sospeche nada. Quizás, como siempre, sepa finalmente comprender lo que hago. 83

Recuerdo cuando la conocí. Fue, si se quiere, un encuentro de lo más vulgar y, sin embargo, tan lleno de casualidades y resonancias que ha terminado (por efecto también —digámoslo ya sin reparos— de su continua reelaboración) por devenir poético. Había quedado de reunirme con los muchachos en el Café Eléctrico para discutir sobre la corrección de algunos textos que debíamos entregar a la revista. Tenía aún tiempo suficiente, así que tomé un autobus cerca de mi casa, con tan mala suerte que pronto estuvo repleto de gente y empecé a hartarme de rabias y disgustos No tuve más remedio que resignarme a soportar las incomodidades y los estrujones y también la nauseabunda mezcla de humores que, por causa de la lluvia que se había desgranado de pronto, se apoderó del pequeño recinto. Sin embargo sucedió algo que me hizo olvidar las contrariedades y que, aún después, cuando me encontré con Enrique en el café, hacía vibrar mi pecho con intensidad.

Desde el asiento donde me encontraba, podía observar un gran espejo retrovisor (lo que en un principio no me causó ninguna gracia, pues lo único que reflejaba era el tumulto de pasajeros que se hacía cada vez más intolerable: lo que menos necesitaba era duplicar mis angustias); sin embargo, en algún momento del viaje levanté los ojos y fue entonces cuando vi reflejado en él un 84

rostro perfecto. En realidad era el perfil de un rostro de mujer que se destacaba de la masa como si fuera ajena a ella. Tal vez la energía de mi mirada hizo que la mujer reparara a su vez el espejo y encontrara mis ojos refractados, fascinados, abiertos a la emoción, y respondiera con igual intensidad. Al principio me confundí: pensé, por la naturalidad con que la mujer me miró, que era alguien conocido, pero por más que revolví en mi memoria no encontré ninguna referencia, así que decidí iniciar una especie de coqueteo que ella atendió y a la vez respondió. Se inició una extraña danza de gestos y sonrisas, besos a distancia

y

vehemencia,

otros la

ademanes

vehemencia

más que

atrevidos permitía

que

aquel

ganaron juego

de

imágenes, porque ninguno de los dos arriesgó la certeza del otro. Fueron tres, tal vez cinco, minutos en que la magia de la seducción y del gusto del uno por el otro fertilizó la posibilidad de ese encuentro; encuentro intenso, pero ficticio, porque, cuando las luces del autobús se apagaron, por algún accidente que aún hoy no comprendo, y el recinto quedó en penumbras, el espejo se transformó en un ojo ciego y ocioso que ya no me permitió verla más. Quise pararme, pero me detuvo la barahúnda de gente que empezó a apelmazarse con más furia, debido al intempestivo corte de la electricidad. Unos segundos después cuando volvió la iluminación, ella ya no estaba. Me bajé entonces como pude, seguro de que se había apeado cerca de allí. Caminé por los alrededores, pero desistí finalmente, convencido 85

de mi estupidez. No me hallaba lejos del lugar de la cita con los muchachos, de modo que caminé hasta allí y me senté en la mesa que solíamos reservar.

Como no había llegado nadie aún, pedí un aguardiente, un poco para mitigar el frío, pero sobre todo para tratar de sedar la frecuencia de mis latidos que, con el asunto del espejismo, me mantenía extenuado. Aún estaba bebiendo de mi copa, cuando llegó Enrique. Se sentó y antes de que yo le hablara nada me soltó el cuento de haber visto la mujer más hermosa del mundo, allí, a unas cuadras, entrando a la universidad donde él estudiaba. Me describió su rostro con detalle, pero también con la exageración de sus tics románticos y cuando acabó le conté lo de mi experiencia en el autobus. Parecía que el amor tocaba por fin las vigorosas fronteras que ese grupo de misóginos había trazado para que nada parecido pudiera atravesarlas.

Como Raúl tardaba, empezamos a revisar los textos y ya casi habíamos terminado, cuando hizo su aparición. Al principio me quedé petrificado, pues venía acompañado por la mujer del autobus. Ella me miró furtivamente y luego se fijó en mi amigo Enrique, quien con un codazo me sacó de la parálisis y entonces, con una sincronía digna de la mejor comedia, dijimos al tiempo; «¡Es ella!». Lo que al comienzo fue desconcierto absoluto, se 86

convirtió enseguida en la más sonora carcajada que jamás se hubiera escuchado en el café. Raúl no salía de su asombro. «Cuenten el chiste, pendejos», fue todo lo que acertó a decir y se sentó con Angela en la mesa. Entonces le narramos lo sucedido y la carcajada se volvió a repetir, esta vez a cuatro voces, porque Angela, como si no se tratara de ella, comprendió de pronto la tonta casualidad y la exageración de nuestras alucinaciones.

En realidad, Angela se unió desde aquella noche al grupo y fue el amor de los tres. Nunca nos peleamos por sus besos, porque aceptamos sin reparos sus reglas de juego. Juego que se reducía a un único y simple precepto: someterse sin condiciones a su elección. Al cabo de los años, fui yo quien se quedó con ella, pero los muchachos nunca han dejado de protegerla de mis exabruptos; tanto que, por ahora, no le han contado sobre mis verdaderos proyectos, ni sobre mi reclusión, ni, mucho menos, sobre mi estado, pues saben que eso la mataría de tristeza.

***

Pienso en mi viejo barrio de la niñez (ya le dio la nostálgica, pensarán los muchachos que ya no son tan muchachos, pero qué le vamos a hacer: estos encierros dan para todo, hasta para 87

realizar ciertos inventarios), en sus calles de tierra, en la época en que era tan fácil cerrar una para convertirla en cancha de microfútbol o en diamante de béisbol. Pienso en mis amigos, en Carlitos y su gran humor, en la calidez de su afecto, en su insólita y hasta inverosímil generosidad. Pienso en Rafico, en su cabello lacio y fuerte

que lo hacía ver tan gracioso, como un

pequeño puercoespín. Pienso en Guillo y en su extraordinaria habilidad para el fútbol que con el tiempo le permitió jugar algunos partidos en la liga profesional. Pienso en esa época lejana como en un paraíso perdido (y aquí sí que no me jodan los muchachos: ¿acaso Bataille no ha recordado ya que la literatura es la infancia al fin recuperada?), y me estremezco al sentir que algo se quedó irremediablemente enterrado en esas calles de tierra, bajo el pavimento que después las cubrió y las hizo tan modernas y bonitas.

Fue Carlitos quien nos lo contó: había, en la calle ubicada cinco cuadras al norte del parque, una niña que se asomaba a la ventana y hacía señas como de auxilio. Siempre se le veía haciendo esas muecas, pero parecía que nadie podía ayudarla. Tal vez es una loca, decía Guillermo, mejor yo no voy. Creo que el loco es Carlitos, decía Rafa, yo tampoco voy a perder el tiempo. Mejor vamos y nos dejamos de pendejadas y miedos, sugería yo. Hasta que un día nos decidimos. Nos encontramos en 88

el parque a las nueve y emprendimos el camino. Carlitos, para aplacar su nerviosismo, nos describía una vez más lo que había visto: el rostro perfecto de una niña de quizás trece años, las lágrimas que rodaban por sus mejillas y sus gestos de súplica. Tal vez ya no esté allí, nos advertía, y nosotros nos poníamos también nerviosos. Una cuadra antes de llegar, Guillermo dudó en seguir acompañándonos y Rafael también se detuvo, pero Carlitos se encargó de tranquilizarlos. Su cara es muy dulce, lo que pasa es que está pidiendo ayuda, nos decía, tal vez nosotros podamos hacerlo. ¿Y qué le vamos a decir?, preguntaba Guillermo. Si, si, qué le vamos a decir, repetía Rafa; pues que venimos a ayudarla, que qué necesita, eso le vamos a decir, sugería yo. Dejémonos ya de maricadas. Y, de pronto, estaba ahí el prodigio. Parecía una virgen, con su pelo largo y lacio cayendo sobre sus hombros, y su rostro blanco y sus ojos tristes. Estaba tan quieta que parecía un retrato o un afiche. Pero apenas nos paramos al frente empezó a moverse de la manera como nos había contado Carlitos. Parecía muy contenta y ansiosa a la vez, como si supiera que nosotros pudiéramos ser su salvación y no quisiera perder el tiempo. Al principio sentimos miedo y quisimos correr, pero al fin Carlitos se atrevió a gritarle. «¡¿Qué es lo que quiere, en qué podemos ayudarla?!». Enseguida nos serenamos; ella se puso muy inquieta y empezó a manotear y a mover su cabeza de un lado a otro. Volvimos a gritar, dos, tres veces más, y entonces sucedió algo extraordinario: la ventana se 89

abrió y vimos un viejo que se asomaba y nos insultaba: «¡¿Qué es lo que quieren chinos huevones?! ¡Lárguense ya!». La niña había desaparecido como si nunca hubiera estado allí, pero justo antes de correr vimos cómo su imagen reaparecía en la ventana cuando el viejo la cerró de nuevo. Vean, vean, gritaba Carlitos, allí está ella, allí está, se los dije, y nosotros no salíamos de nuestro asombro hasta que, azuzados otra vez por el viejo loco, emprendimos la carrera, calles abajo, cada uno con la última efigie de la niña pegada a la mente. Apenas si tuvimos aliento para llegar al parque.

Allí nos tendimos en el prado, hasta que, más calmados, comentamos lo que había pasado y llegamos a la conclusión de que la niña ya no aparecería de nuevo, que habíamos sido los afortunados de ver su alma en pena por última vez. Poco tiempo más tarde, después de haber logrado la atención de nuestros padres, nos enteramos de que la policía, gracias a nuestras denuncias, había arrestado al viejo loco, quien resultó ser un tío de la niña, autor de su terrible muerte, ocurrida apenas unos días antes de que Carlitos la hubiera visto por primera vez. Creo que ese fue el comienzo del fin de nuestra inocencia.

Hoy —lo he escuchado hace un momento en la radio—, el viejo barrio ha sido declarado zona de ataque. Es posible que muy 90

pronto sea destrozado por los bombardeos. ¡Que los muchachos no reprochen mi sensiblería! Al fin y al cabo, también hoy empiezan a morir de algún modo mis recuerdos.

***

En el mismo patio de Santiago malviven un mafioso y un poeta. En un país como el nuestro, capaz de triturar cualquier esperanza, eso no resulta extraño. Lo insólito es que después de haber entablado una amistad de lo más rara, se pelearon, y a la celda del poeta llegaron hace una semana los matones del mafioso y le dieron una paliza que por poco lo manda a mejor vida. En realidad el poeta se quedó en una estación del viaje: la enfermería. Y por pura casualidad hoy se lo ha encontrado Santiago, quien ha ido a consultar otra vez lo de sus ronchas. Y adivinen, muchachos, ¿por quien ha tomado partido Santiago, después de haberse enterado del asunto?:

—¿Cómo así compañero que el maldito no le pagó? Cuénteme a ver, porque eso si que no lo tolero. Que un tipejo como ese, picho en plata, le haya tumbado su paga me parece asqueroso. Cuénteme a ver qué puedo hacer yo.

91

Desde el otro lado de la ventana, a través del durmiente, se colaba

mientras

tanto

un

ruido

que

Santiago

reconoció

enseguida: el aletear nervioso de las palomas.

—Si maestro, como le digo. Yo lo único que hice fue cobrarle por unos poemas —empezó a narrar el poeta—. Llevaba escribiéndoselos como seis meses, uno cada semana, o sea como veinticinco y sólo me pagó el primero.

Lo ha visto desde su celda: una enfermera, chiquita, negrita, como a eso de las diez, sale al patio de enfrente y riega maíz o boronas de pan y enseguida se aproxima una bandada. Ahora las escucha aletear desde la camilla y también le llega su olor, ese aroma ácido de sus plumas que tanto lo impelía a correr tras ellas, cuando era aún un niño inocente.

—¿Y es que era su único cliente o qué? —No, ni más faltaba. Le escribo esporádicamente a casi todos los reclusos. Eso sí, se había convertido en el cliente más asiduo. Como le digo, tenía que redactarle uno por semana, mejor dicho, uno por mujer, porque al tipo lo visita siempre una mujer diferente. —Mucho cafre...

92

Su hermano hurgaba la tierra del antejardín en busca de lombrices rojas con las que después asustarían a las niñas del colegio, pero a él le interesaban más las palomas. Podría ser eso. Comenzar por ahí. Contarle a la religiosa lo de las palomas.

—... Bueno poeta, pero el tipo le negó el pago ¿o qué? —Sí, claro —contestó el poeta que ahora se le apagaba el ojo izquierdo como si estuviera muy cansado—. O mejor dicho, me lo mandó a decir con sus matones: que ya me había pagado desde la primera vez, que con lo que me dio por el primer poema había quedado cancelado lo de un año. —¿Y eso es cierto? —Pues sí me pagó bien, el equivalente de mi tarifa por diez poemas. Pero nunca me dijo que era un pago adelantado ni nada parecido, y además ya llevo escritos muchos más.

Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los incidentes que habían marcado el fin de su inocencia y que habían hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.

—Incluido el panfleto que empezó a circular por ahí... —Bueno, ésa fue una manera de cobrarme 93

—Me preocupa su fiebre —le advirtió el médico a Santiago, interrumpiendo la conversación—. Puede que esté asociada a la alergia, pero quiero asegurarme, así que lo voy a dejar un par de horas en observación.

—Claro que el panfleto es un poco atrevido —continuó Santiago, sin prestar atención al médico—. Todo ese cuento de sus amores forzados y las imágenes con que describe sus coitos interruptus y todo lo demás, el juego de palabras cuando describe los genitales del capo.... cualquiera se ofendería. —Sí, pero él me ofendió primero. No sólo fue lo del pago, sino el cuento ese que empezó a rodar sobre mi supuesta maricada. —Si, la cosa estaba al rojo, no hay duda...

—Tampoco me gusta para nada esta hemorragia en la nariz — anunció de nuevo el médico, y, dirigiéndose a la enfermera, ordenó—: traiga la gasa, señorita, y cuide este hombre, mientras atiendo a los demás.

Podría ser eso, una historia de la pérdida de su fe. La mujer de las cartas ha dicho que es religiosa, pero no a qué culto pertenece. Ofrece consuelo, eso ha dicho, el consuelo que, a través de ella, envía Dios. Pero, ¿cuál Dios?

94

—Hagamos un balance —sentenció Santiago—: usted le escribió veinticinco poemas, pero él le pagó sólo diez. Usted le cobró y él empezó a regar el cuento; así que usted escribió el panfleto y lo rodó también. Por el lado de los cuentos no hay saldo. En últimas, lo que el viejo le debe son los quince poemas y la paliza, ¿de acuerdo? —De acuerdo. —Bien, son dos cosas que se pueden arreglar —concluyó Santiago, mientras la enfermera intentaba parar la hemorragia de su nariz, que ahora parecía agravarse—, ya veremos...

Dios, es decir, la armonía del mundo de los adultos, había desaparecido aquel día de las palomas y no se le había vuelto a cruzar en su camino. ¿Es que Dios había esperado tanto para volver a asomarse? A lo mejor sus ocupaciones lo habían obligado a fijarse antes en los demás —como le había tocado hacer a este médico, que ahora revoloteaba como una paloma nerviosa por la enfermería—, y lo había abandonado mientras tanto al cuidado de una torpe enfermera que lo había dejado desangrar. Si, era una buena imagen: una torpe enfermera había dejado que su savia espiritual abandonara su cuerpo y ahora estaba muerto para la fe. Eso tenía que advertírselo a la religiosa, por si acaso. Quería creer en su consuelo, no en el de Dios, al menos no en el de ese Dios olvidadizo y atareado que había dejado morir su espíritu. 95

—Listo —confirmó Santiago—. Ya sé qué es lo que debo hacer —y se puso bocarriba por indicación de la enfermera y ya no habló más—.

***

Debo tener cuidado. He descubierto micrófonos. Posiblemente haya también cámaras. Los muchachos que ya no son tan muchachos deben haber instalado artefactos de espionaje y eso me causa escalofríos. Es muy posible que lo hayan hecho de buena fe, con la intención de ayudarme por si se presentase algún inconveniente. Pero me molesta, me fastidia infinitamente haber encontrado estos artilugios, me hacen perder la confianza que requiero para seguir adelante, me hacen pensar que algunos comportamientos que había creído naturales de parte de ellos, responden a ese conocimiento de mi intimidad que ahora niegan. Así es imposible cumplir ningún proyecto. Creo tener derecho a terminar mi obra, antes de exponerla a la evaluación pública. También a manipular los medios para conseguir los fines. Si hubiera querido que se supiera cómo estoy escribiendo lo que escribo, habría sido el primero en solicitar la instalación de estos aparatos. Todo esto me conduce de manera irracional a mis más execrables temores. A ese miedo que me causa ser descubierto en alguna acción inmoral o prohibida. Por eso nunca he confiado 96

en los espejos, porque me resultan siempre sospechosos, como si detrás

de

ellos

estuviera

alguien

vigilando

mis

actos

o

grabándolos, o como si los ojos que reflejan no fueran en realidad los míos, sino los de ese inquisidor listo a censurar lo que hago. ¿Que pasaría si un día descubriéramos que nuestros actos íntimos han sido siempre vigilados? ¿Qué haríamos si alguien nos mostrara el vídeo de nuestros pecados? ¿Qué haríamos al escuchar, reproducidas, nuestras palabras más cochinas? ¿Qué haríamos, si alguien exhibiera nuestros malos pensamientos? ¿Qué le diríamos a la gente que se sintiera afectada con esas revelaciones? ¿Cómo soportar tanta bajeza? ¿Y si además de nuestros pensamientos, alguien exhibiera nuestros deseos más terribles o nuestros sueños más pecaminosos? ¿Qué quedaría de nosotros? ¿Podríamos soportar algo así? Ya le entró la paranoia a este tipo, dirán los muchachos que ya no son tan muchachos, y es cierto, me siento ofendido, me siento ultrajado; no soporto, en nombre de ningún propósito piadoso, esta intromisión. Protesto con todas mis fuerzas por lo que acaba de suceder. Que quede muy claro que no toleraré la invasión de mi intimidad. Si me entero de alguna otra artimaña, renunciaré al proyecto. Y que las consecuencias de ese acto afecten lo que tengan que afectar. Hace muchos años, sentí por primera vez esta misma horrible ansiedad, este espantoso peso de la vergüenza, cuando mi madre espió adrede el ritual de mis primeros pajazos y luego lo sacó a relucir en una reunión pública. No sería posible 97

soportar tanta carga; sin la posibilidad de violar las normas a solas, sin esa sabia regla de juego que establece que lo punible es sólo lo que afecta a los demás, no sería posible vivir. Lo han sabido siempre los mejores escritores. Kafka y después Orwell fabricaron grandes y a la vez terribles poemas al rededor del conflicto entre lo público y lo privado. Los legisladores ponen de presente en primer lugar el derecho a la intimidad; saben que su violación constante puede causar el desmoronamiento de toda la sociedad. Por eso exijo el retiro inmediato de todo artefacto de espionaje que haya sido instalado en mi habitación. Exijo mi total privacidad, so pena de abortar el proyecto. Exijo que me devuelvan mi sosiego y mi paz interior. No toleraré mas intromisiones. ¿ME ESCUCHAN? No lo haré.

***

Ha quedado claro que lo ocurrido no ha sido más que un ataque (por lo demás, previsible) de paranoia. Raúl fue quien primero llegó en mi auxilio. Me encontró tirado, al lado de la tina, bañado en sangre, debido a la herida que me hice después de golpearme con alguna pared de la casa, en medio de mi delirio y mi desesperación. En realidad, el asunto no es tan grave, pero ha preocupado a los muchachos, quienes incluso me consultaron la posibilidad de comunicar lo del accidente a Angelita. Por 98

supuesto me negué, así como también a quedarme más de lo necesario en la clínica a dónde fui conducido. Después de las curaciones de urgencia, les he pedido a mis amigos que me traigan de nuevo. Enrique insistía, siempre tan dramático él, en que me dejara examinar por un loquero amigo suyo, pero yo le he recordado que en el contrato que suscribimos está muy claramente estipulado que algo así sólo será posible si llego a caer en la postración. No insistió más, pero no pudo dejar su cara de preocupación, sino hasta cuando me dejaron instalado de nuevo.

—¿Seguro, Jaime, que no necesitas nada? —Me preguntó con sincero interés, antes de abandonar el departamento—. —Seguro Enrique, seguro. Era previsible que después de quince días de encierro algo así ocurriera ¿o no? —Le respondí en tono tranquilo, aunque en el fondo, yo mismo estoy sorprendido de la prontitud del ataque. —Está bien, está bien —cortó Enrique, a sabiendas de que no podía ganar ya la discusión.

Lo vi hacer una última seña antes de salir, el ademán ése, tan característico en él (un pequeño giro de su mano izquierda a la altura de la frente), con que informa su beneplácito. Raúl, en cambio, estuvo muy parco, y eso me dejó algo intranquilo. Sé que su preocupación no tiene que ver con el ataque, ni con el 99

accidente, sino con mi aspecto. Ha debido notar el deterioro (porque Enrique es menos observador. A él, los aspectos físicos casi no lo afectan. Contrariamente, es muy sensible a los cambios de ánimo y otras circunstancias de orden más bien psíquico).

La verdad es que en estos quince días los síntomas se han agravado. He enflaquecido dramáticamente y la alergia se ha extendido a casi toda la espalda y al pecho. De igual modo, algunos puntos negros han empezado a crecer, presagiando los terribles sarcomas. Todo esto, sumado al insomnio de la últimas noches, debe confluir en un aspecto nada saludable, que para Raúl ha de haber resultado impresionante.

Aproveché igualmente para enterarme de algunas cosas del exterior: la salud de Angelita y de los niños y el avance real de los ataques a la ciudad. Con respecto a lo primero, puedo despreocuparme. Los tres han estado tranquilos y la serie de cartas que los muchachos se han encargado de hacerles llegar (y que ha sido preparada de antemano, como parte del proyecto) como si provinieran del supuesto sitio de mi trabajo temporal (en el exterior, así arreglamos este asunto, como si yo hubiera tenido que trasladarme temporal y clandestinamente al exterior), han hecho ya su saludable efecto. Lo segundo es lo inquietante. Por lo que han podido averiguar los muchachos, las posiciones se 100

han radicalizado y es muy posible que la guerra se extienda más rápido de lo previsto. La facción que comandan los rebeldes se ha posicionado en las afueras y ya el ejército regular ha perdido varios combates en flancos por los que puede avanzar la invasión. Una circunstancia muy desfavorable para la paz es que, en los sitios tomados, la población se ha adherido a los invasores y eso debilita las estrategias de defensa de la ciudad en un grado que puede resultar fatal. Es muy posible, por la información que me han dado los muchachos, que el gobierno tenga muy pronto que proponer una tregua o inventar algún ardid político para ganar tiempo y recuperar fuerzas. Entretanto, mi barrio de la niñez ha sufrido ya algunos ataques.

No puedo dejar de pensar en sus viejas casas, convertidas ahora en socavones, o en el parque habilitado ahora como sede del campamento rebelde. Son imágenes que no puedo conciliar con mis recuerdos, como si mi mente hubiera perdido la oportunidad hace mucho tiempo de preparar los cambios de escenario que ahora se han convertido en una realidad tan atroz. Dicen que los sueños tienen, justamente, esa función: anticipar las imágenes de nuestra vida futura. Pero los míos nunca fueron tan osados o terribles. A lo sumo llegaban a incluir la destrucción de alguna casa o de una calle, nunca la de un barrio o una ciudad completa, como parece que ha de ser la apremiante imagen que tendremos que elaborar muy pronto. 101

***

Es como si un hueco hubiera dañado parte de su cerebro o como si un virus hubiera borrado de su memoria ese suceso ocurrido en la adolescencia de Santiago. Tuvo que ser muy duro para él. La muerte de su madre debió afectar no sólo su estructura psíquica, sino también el sistema de relaciones con el mundo exterior. Ser testigo y víctima del derrumbe de la familia, toda esa tormenta que concluye con el hundimiento de su padre en el alcohol y la separación de los hijos, debió ser terrible. Ahora, en ese intento por encadenar la serie fatídica que conduciría a la pérdida de su fe, ha resuelto escribirle a la religiosa acerca de su primera experiencia con las drogas en el colegio. Pero apenas si ha mencionado lo de la muerte de su madre y sus consecuencias. Ese olvido ha sido el dato más importante para mi crónica, porque una omisión así sólo puede sugerir el gran dolor que causó en su vida una desaparición tan repentina como insólita.

Puedo imaginar por eso a Santiago el día que llega del colegio a almorzar y se encuentra con la sorpresa de que no hay nadie en casa y de que los vecinos no le saben informar sobre lo sucedido.

102

—Pero alguien tiene que haber visto algo —le reclama a una señora, la mejor amiga de su madre. —No, niño Santiago, seguro que no. Lucila debió salir muy temprano, porque no la he visto en toda la mañana —le responde medio atolondrada la vecina—. O a lo mejor está por llegar —le sugiere, pero ya sin ninguna fuerza, y enseguida se suelta a llorar. —Dígame, señora, dígame

la

verdad

—le

pide Santiago,

agarrándola con fuerza de los hombros. —No sé, no sé, niño Santiago —insiste la vecina—. Lo único es que como a eso de la nueve vino su padre y luego lo vi salir afanado y después llegó con un taxi, y entre él y el conductor sacaron a su mamá alzada y la pusieron en la parte de atrás. Eso es todo. —Pero, ¿a dónde se la llevaron? ¿Qué le pasó? Usted debe saber. Algo debió decirle mi padre —y ya Santiago le hablaba a otro vecino que había llegado, persuadido por el escándalo. —No sé, no sé —seguía respondiendo la vecina.

Alrededor de un Santiago acurrucado en la acera, vencido por la incertidumbre, se fue formando un grupo de vecinos que se lamentaban de lo ocurrido y de no poder ayudarlo, porque las cosas habían acaecido con tanta rapidez, que todos habían quedado

tan

desconcertados

como

él

ahora.

Y

Santiago,

apoderado de una suerte de presentimiento de lo peor, sólo 103

atinaba a decir: «¿por qué, ¡Dios mío!, por qué?», mientras la gente intentaba consolarlo y lo invitaba a su casa. Pero él resolvió aguardar en la suya, por si llamaba su padre. Además debía esperar a su hermano, que a lo mejor tampoco sabía nada.

Me lo imagino después en el hospital, ya en compañía de su padre y de su hermano, esperando las noticias del médico. Me lo imagino luchando por ver el cuerpo inerte de su madre que se niegan a liberar. No podía desprenderse de la imagen que al fin le había ofrecido la vecina: ella había visto a su madre babeando, su boca llena de espuma, de una espuma abundante y blanca, y con los ojos entornados, esos hermosos ojos azules apenas visibles, pero emitiendo aún su luz intensa de siempre, y rígida, muy rígida, como si ya estuviera muerta. Santiago no comprende y no querrá comprender jamás, qué ha sucedido. No puede ser algo tan intempestivo, se dice, tiene que ser el resultado de un lento proceso que él ignora, del que lo han marginado, como si no tuviera derecho a saber qué condujo a su madre a tomar una determinación tan absurda. Y ellos, ¿qué? ¿Había sido tan fuerte su dolor que no le había dado tiempo para pensar en ellos, en lo que significaría para los hijos la ausencia definitiva de la madre?

No pudo verla sino después, ya en la funeraria. Le habían devuelto su placidez. De alguna manera los amortajadores habían 104

logrado acomodar su rostro para que ahora, en el féretro, volviera a aparecer mansa y feliz, como había sido en vida. ¿Cómo lo habían hecho? ¿Qué técnicas manejaban estos hombres que podían hacer que un rostro babeado, espumoso y rígido recuperara de golpe su naturalidad? La contempló por varias horas, casi hasta desfallecer y luego la siguió viendo en la pequeña y clandestina iglesia de la única parroquia de la ciudad que accedió a celebrar la misa para una suicida. La siguió viendo durante el cortejo y luego cuando ofrendó el último adiós en el cementerio, y ya no pudo verla más. Ni en los sueños, ni en la memoria de sus días. Y se fue quedando sin la imagen, sin el tiempo, sin ese dolor intenso que pronto se fue aliviando, como si nunca lo hubiera sufrido, hasta desaparecer por completo, llevándose con él la retentiva del momento en que se entera de su muerte, la imagen imposible de su madre rígida y babosa y hasta el instante en que arroja la rosa sobre esa fosa que nunca visitará, esa fosa a dónde nunca nadie ha vuelto más.

Hoy, Santiago me ha hablado de su experiencia con las drogas, del terrible agujero negro en que cayó cuando, en una especie de espiral diabólica que no le dejaba respiro, probó toda la serie de toxinas que le era permitido adquirir; pero no me ha escrito nada sobre la impresionante experiencia de la muerte de su madre, ni tampoco sobre el derrumbe de la familia que vino después, como si con ello quisiera darme una señal de lo que significó 105

realmente para él y para la historia que ha decidido relatarme. Algo así sólo se omite porque no se puede tolerar, porque resulta insoportable y se hace necesario esconder. Algo así sólo se omite cuando se quiere apartar de sí la verdad, toda la verdad, la verdad de un padre despótico y mujeriego, que ha hecho de la vida de su esposa un infierno, pero que Santiago no puede denunciar, no tanto por el miedo a que las consecuencias de la denuncia provoquen la ira de su padre, sino más bien porque una denuncia de las perversiones de su padre habría provocado la ruptura de ese último hilo débil que aún lo ataba a la armonía del mundo. Cuántas veces vio la furia alcohólica en los ojos de su padre, cuántas veces escuchó los sollozos lastimeros de su madre, cuántas veces fue testigo de los golpes y de los insultos de su padre, pero nunca se atrevió a darles la fuerza de una realidad. Santiago prefería atribuirlos a su propia imaginación depravada que era capaz de poner ante sus ojos las marcas de una cara golpeada, cuando sólo debía estar el rostro feliz y la sonrisa ingenua de su madre; esa fantasía diabólica que le hacía ver escenas violentas, cuando sólo debía estar el trato delicado y hasta infantil que su padre les brindaba; esa horrible fantasía que deformaba lo bueno en malo, que le hacía ver cosas que nunca habían sucedido, como las golpizas a su hermano o los ataques de violencia contra los perros de la casa o las interminables cantaletas. No, no podía aceptar esas imágenes que contradecían las otras, las que debían ser verdaderas, las de un padre 106

inteligente y culto, respetado por todos, amable y cariñoso, fiel y complaciente. Tenía que ser algo distinto lo que había llevado a su madre a tomar aquella determinación, no podía ser que coincidiera

el infierno que él sólo se imaginaba con el que

realmente había sufrido su madre, era algo inexplicable y misterioso; a lo mejor la culpable de todo era ella, a lo mejor había llegado a su decisión como resultado de la culpa. Eso, eso había sido: ella era una mujer culpable de los más execrables pecados; ella, detrás de su cara ingenua, de sus ojos hermosos, ocultaba la maldad. Era la única explicación al sufrimiento infinito de su padre, no podía ser de otra manera. La madre los había engañado a todos y por eso no merecía el perdón, no iría jamás a visitarla, desecharía su recuerdo, no valía la pena, había sido una sombra maligna, ¿para qué entonces alimentar el dolor? Debía olvidar todo, los recuerdos buenos y los malos, debía lograr la asepsia total, la inmunidad contra la desdicha. Sólo así sería posible restaurar la única visión de felicidad que aún le quedaba: la de un padre bondadoso, inteligente y culto, injustamente golpeado por la vida, que por eso se hundía ahora en el alcohol.

Era la única manera de mantener ese hilo débil que aún lo ataba a la armonía de un mundo difícil pero equitativo. Era la única manera, aunque eso le costase tanto, aunque eso le significase vivir en la ilusión y no en la realidad, aunque la presión de tener 107

que aceptar y vivir un mundo así, basado en la mentira, lo condujese a las drogas, a ese otro mundo donde por momentos podía vivir de nuevo la verdad, a ese otro mundo donde la imagen de su madre reaparecía en su magnificencia, a ese otro mundo que podía resguardar para sí y del que sólo saldría después de una difícil travesía. Eso es lo que finalmente me ha contado Santiago en su carta; pero yo, porque soy su narrador, he penetrado en sus recuerdos sepultados y he recuperado las causas de su ingreso al infierno de las drogas. Yo, que soy su narrador (así protesten los muchachos que ya no son tan muchachos), reclamo mi derecho a exponer toda la verdad.

***

Las cosas se complicaron. Lo que comenzó como un supuesto acto de justicia ha desencadenado una verdadera guerra en la cárcel. Primero fue la muerte de Víctor —compañero de celda de Santiago y antiguo camarada de armas— a manos de uno de los matones; después las continuas grescas entre reclusos partidarios del exguerrillero loco y los escoltas del mafioso, y ahora el atentado contra el propio Santiago que lo ha devuelto a la enfermería y lo mantiene al borde de la muerte. Ni siquiera en la época en que portó armas y estuvo en el monte por varios años, estuvo tan cerca como ahora. Es cierto, la muerte era una vieja conocida, pero no hay manera de acostumbrarse a sus caprichos, 108

como tampoco hay forma de anticipar sus decisiones. Mucho menos puede imaginarse uno lo que será su visita personal, la apariencia que seleccionará para presentarse, o el proceso que determinará poner en marcha para cumplir con su deber y con nuestro destino. Por eso, Santiago no sabe qué pensar de la presencia que ahora se instala en la enfermería.

El olor a formol y el nervioso revolotear de las palomas que han invadido el recinto le impiden concentrar su atención en lo que realmente sucede a su alrededor. Es como si desde las sombras de la muerte se hubiera levantado un telón donde ahora se ponen en movimiento retazos de su vida desconocida. Todo se mezcla en un confuso magma de visiones que no puede diferenciar sino con un gran esfuerzo. Ahora ve una mujer que le alivia con pociones apestosas sus heridas. En realidad no la ve, sino que la presiente, porque, como sucede con lo demás, su figura flota como si careciera de algún peso. Pero Santiago logra por fin centrar su vista en la mujer y entonces ve su cabello rubio y alcanza a distinguir también, aunque esto último sin ninguna certeza, una mueca que podría indicar sonrisa (¿o desprecio? ¿Cómo saberlo?). Siente también que cada aplicación de la gasa que hace la mujer sobre su piel lo alivia. Es como un placer imprevisto, como si el licor penetrara directamente a su sangre y le proporcionara el goce de los alucinógenos. La capacidad de su visión periférica está estropeada, por eso le es tan difícil 109

apreciar los contornos de las cosas que ahora desfilan ante su vista trastornada a una velocidad increíble: palomas decapitadas, pedazos de bombillas que arrojan intensos haces luminosos sobre sus ojos, ráfagas de viento huracanado que atraviesan la sala y los gritos fundidos en un solo alarido de la gente que entra y sale de la enfermería. La mujer ahora se acerca y le dice algo. También el sonido está distorsionado, pero las palabras penetran a su cerebro con el ímpetu de una sentencia: —Estás muerto, maldito, estás muerto.

La sonrisa de la mujer se convierte entonces en el aspaviento amenazante de una fiera. Santiago siente un terror infinito, pero también suplica porque no deje de aliviarlo. Como si quisiera huir de ahí y a la vez quedarse enganchado a los instantes de placer que el cuidado de la mujer le brinda. Entonces oye otra frase absurda: —Tu alma será mía.

Cierra los ojos y deja de escuchar la tormenta de voces. Siente como si en una esquina del cuarto, algún vórtice se tragara todos los objetos. Siente como si la fuerza de una máquina quisiera absorberlo hacia esa esquina. Entonces se agarra de los travesaños de la camilla y grita; grita, tratando de resistir el embate de la fantástica aspiradora. Un instante después, como si de pronto hubiera entrado a un túnel cuyo recorrido se hace cada 110

vez más estrecho, tiene que soportar el dolor que le causan unas paredes que aplastan sus huesos. Súbitamente todo se detiene. Ya no hay viento, ni ruido, ni siquiera el olor apestoso de las pociones. Sólo un leve sonido, como de alguien que rasguña un papel. Tarda todavía un tiempo antes de abrir los ojos. La mujer de antes sigue aplicando el licor, pero no sobre su cuerpo, sino sobre un lienzo. El bastidor de la mujer que lo visita está frente a su cama y ella lo está retratando. Antes de reconocer lo que hay en el cuadro, trata de incorporarse y entonces el dolor en su costado, lo vuelve a tirar sobre la cama. —¿Qué hace usted aquí? —Le pregunta Santiago a la mujer —Usted solicitó que viniera —le responde ella—. ¿Acaso ya no lo recuerda? —¿Yo? —Pregunta sorprendido Santiago —Sí. Usted. Ayer —asegura la mujer—. Me llamaron porque, en su desvarío, pidió mi presencia. —Ya veo —confirma Santiago, resignado— ¿Y cómo va a llamar a éste? —pregunta, concentrando su atención en el cuadro, que la pintora está a punto de terminar y en el que se ve a un Santiago recostado en la cama, vendado y rodeado de palomas, en un ambiente brumoso y estremecedor. —Agonía —responde la mujer—, simplemente “agonía”. —Entonces es cierto —suelta de pronto Santiago. —¿El qué? —Pregunta, curiosa, la mujer. —Que usted se va a quedar con mi alma. 111

—Creo que usted todavía delira —responde sin alterarse la mujer—. Pero, tranquilo, puedo salir ya, si quiere; volveré mañana para terminarlo. —No, no —advierte casi alarmado Santiago—. Quédese el tiempo que quiera. Sus pociones me alivian. —¿Qué dice? —Deliro, simplemente deliro. Pero quédese por favor —le ruega Santiago—. Ahora sé que voy a morir.

Dice esto último ya en medio del letargo, que, bendito, ha regresado con la tranquilidad de los buenos sueños.

***

A veces pienso en la muerte próxima de Santiago. Sé que a pesar de su esperanza (porque la tiene; allá, muy detrás de su coraza de cinismo y displicencia, la tiene) la ejecución debe producirse. Sé que ni siquiera el extraño arsenal de defensa que se ha formado alrededor suyo podrá evitarlo. Sospecho incluso que la ejecución pueda producirse antes de la sentencia. Nada de raro tendría que de golpe resultase muerto dentro del penal o que se ponga en escena algún montaje para justificar su desaparición prematura.

112

Es que se trata de un caso muy importante, nada menos que terrorismo, y el gobierno parece muy ansioso de ofrecer una especie de castigo ejemplar. Pero las cosas se han complicado, porque, aunque han declarado culpables a los dos terroristas acusados, uno de ellos ha admitido haber coaccionado al otro, lo que ha permitido la posibilidad de una apelación de la condena para éste último (adivinen, muchachos, ¿quién es ese otro?). De modo que se ha decidido que la ejecución se llevará a cabo sólo tras la celebración de un segundo juicio. En el caso de que se confirme

la

condena,

se

producirán

las

dos

ejecuciones

simultáneamente; pero en caso de que surta efecto la apelación, sólo se realizará la de quien ha admitido hasta ahora toda la culpabilidad. El asunto ha tomado tintes políticos de lo más curiosos, porque el hombre que ha apelado es ni más ni menos que uno de los jefes guerrilleros amnistiados del proceso de pacificación de hace una década, que ha regresado al país hace poco más de un año, después de cumplir una labor humanitaria muy destacada en un organismo de solidaridad internacional en Vancouver,

Canadá

(adivinen,

muchachos,

¿quién

es

esa

joyita?). En cambio el otro, el que se ha echado sobre sí toda la culpa, es poco menos que un desconocido, lo que ha hecho pensar que, tras el proceso mismo de apelación y en el interés de que se salve este hombre (¿ya lo saben? ¡Qué bien! Si: Santiago. ¡Eureka muchachos!), se traman oscuros móviles. 113

En sus escritos (¡Ah! Claro: Santiago escribe, ¡qué le vamos a hacer! Escribe nada menos que poesía), la presencia de la muerte es una de las constantes más fuertes y también más diversas. ¿Qué como me he enterado? Si que están hoy curiosos, muchachos. Pues, porque le ha enviado sus escritos a la religiosa y yo acabo de leerlos. Ya saben: él confía en todo ese cuento que la gente se ha creído sobre el prestigio y la bondad de quien escribe. Un cuento muy raro, porque en realidad desde que la literatura se conoce como literatura, siempre se ha enfundado el papel del loquito de la esquina. No hay escritor que no se haya creído eso de ser la mala conciencia de su tiempo. Y entonces me pregunto yo: ¿por qué una práctica social que va en contra de la sociedad misma, que la critica, que la desnuda, que la denuncia,

termina

siendo

reconocida

como

una

práctica

prestigiosa? Al rededor de ella se tejen instituciones, actividades y sacralizaciones, y toda esa parafernalia cultural que hace del poeta casi un Dios. Un cuento raro que algo así se asocie después también con la bondad y con la capacidad de expresar las más altas aspiraciones del espíritu humano (eso es, al menos, lo que se reconoce en los premios Nobel, ¿o no?), porque nada es menos ejemplar que la figura del poeta: un vago con licencia para blasfemar, un ser improductivo, un parásito que nada tiene que ofrecer en últimas, pues sus escritos (la única producción que esgrime)

están

plagados

de ambigüedades, de falsos

sentidos, de indeterminaciones que nadie descifra nunca a 114

cabalidad. Nada que ver en realidad con aquello que nos enseñan sobre la literatura como vehículo de los mitos sagrados de la experiencia humana o de las preciadas posesiones de la cultura o de proposiciones esenciales acerca de la naturaleza humana (como si hubiera una naturaleza humana). Los poetas: una banda de desalmados, de prepotentes, de desadaptados, terroristas de la cultura; ahora sé por qué Santiago es también poeta y por qué se come el cuento de que su poesía es bella y buena.

Pues bien, en sus escritos la muerte aparece en todos sus modos posibles:

como

tema

central

del

poema,

como

figura

acompañante, como alegoría del deterioro, como consecuencia del desamor, como tabla de salvación, como fuente de misterios. No hay tópico que Santiago no haya ilustrado con la muerte. Y aquí, al contrario de lo que sucede con lo que no me cuenta, siento que la exasperante presencia de la muerte es una especie de afirmación del temor que él le tiene. Aún si acepto su asepsia religiosa, su ateísmo radical, algo no funciona en el perfil del guerrillero loco: su temor a la muerte. Ahora estoy seguro de que a pesar de que ella ha sido una constante, no sólo en su poesía, sino en su vida misma, nunca ha sabido mirarla de frente. Por eso es que puede fallar toda la estrategia de la defensa, porque Santiago, sin quererlo, pobre Santiago, muestra una gana demasiado evidente por seguir viviendo. No son suficientes sus bromas pesadas o su cinismo o sus poses ante las cámaras de 115

televisión, su caminar arrogante, sus palabras seguras o sus gestos de desprecio; detrás de todo ello está el temor a la muerte. Y cualquiera que lo observe con atención un poco, lo notará enseguida. Santiago se muere de ganas de vivir. Déjenme decir, muchachos, esta otra frase de cajón sin que tenga que sonrojarme por ello, ¡son tan livianas, ayudan tanto a desfogar tensiones. Claro que, al parecer, mis peores frases no tienen nada que envidiar a sus mejores poemas...

***

¿Cómo van los cuadros de la Mujer? Parece que la serie anda ya por el cuadro número diez. Una producción asombrosa, no sólo por la prolijidad misma (¡casi dos cuadros por semana!), sino por la capacidad que ha mostrado la Mujer para captar una historia que apenas si se puede sospechar con lo poco que Santiago le ha relatado. Y la Mujer espera pintar al menos otros diez cuadros. Desea recoger así ese tiempo de espera que tan pacientemente ha sabido abonar con su imaginación, con la idea de un encuentro que debía darse sin ningún apremio, y que ahora el destino le ha puesto en sus manos.

ANDROCLES Y EL LEON Todo está allí: el lánguido ambiente de la tarde lluviosa, la humedad

contenida

de

los

prados, 116

el

alambrado

apenas

perceptible, la rabia impotente de Santiago y hasta el gesto leonino de su rostro. Ella aparece ataviada con ropas de la época romana en una clara alusión a la fábula que le da nombre al cuadro. Parece un muchacho, aunque ha cuidado de retratar muy bien la feminidad en los brazos y en las piernas semidesnudas.

Al

fondo,

un

conjunto

de

edificios

en

construcción que le dan ese toque urbano necesario a la escena, pero que juega a lo que podría ser su contraste: el estado actual de la ciudad. Atrás, el perfil de la Ciudad Universitaria, algo de humo y las luces de los autos policiales que atenazan una multitud en desbandada que intenta volcarse sobre los prados. Todo esto de una manera impresionista y en tono mas bien plomizo, a excepción de la escena central que en realidad aparece retratada en una de las esquinas inferiores del cuadro y en una escala al menos cinco veces mayor que el resto del cuadro. Hay en esa escena un colorido extraño como de ardorosa pasión, como de encuentro inesperado, como de erotismo intenso y sobrecogedor. La escena es, en algunos rasgos, casi realista y está protegida por una especie de burbuja que la aísla del ambiente que la rodea. En los ojos del esclavo romano hay reflejada una fuerte emoción y en el gesto de Santiago esa expresión de soberbia que aún hoy lo caracteriza.

117

EL DESENCUENTRO Poco después del episodio aquél en que la mujer, que apenas era una niña, rescató de entre las trampas de la cerca a un Santiago derrotado, ella perdió a su familia. Sólo quedó su madre, quien poco a poco perdió la razón. El destino le negaba la posibilidad de correr tras su héroe, le cerraba los atajos al sueño, y ella tuvo que aprender a renovarlo cada noche con la invocación del recuerdo de esos ojos claros que la miraron con tan extraña ternura, con una ternura que habría podido ser el principio del amor. Ahí están esos ojos. Ahí también el bulto pequeño al que quedó reducido el cuerpo de su madre anciana. Ahí la mujer con un pincel en la mano y con la mirada extraviada en el horizonte de su ventana. Ahí la esperanza, el dolor, la rabia, el amor, en una misma amalgama de colores densos. La imagen de la madre es aterradora: acurrucada encima de una silla, mira a la mujer. Es una mirada intensa, rabiosa, burlesca. La luz exterior muere apenas ingresa a la habitación, y en el rostro de la mujer (si se mira con cuidado) se dibuja una sombra, una diminuta sombra, casi parece un lunar en la mejilla. Pero es también la figura de Santiago. De un pequeño Santiago uniformado de guerrillero, portando un arma de largo alcance. Al lado de la cama (en un toque surrealista), un inesperado par de zapatos de hombre: zapatos viejos, empolvados, siniestros.

118

GABRIELLA Se llamaba Gabriella y también la conoció en la Universidad. O, mejor dicho, la conoció en una de esas citas clandestinas que se usaban como parte del entrenamiento en la época en que Santiago ingresó al trabajo político del partido. Después supo que ella trabajaba en la Facultad, y que era, nada menos, miembro prestigioso de uno de los comandos universitarios. Desde ese primer momento hubo una empatía muy fuerte entre los dos, empatía que sirvió incluso para traspasar fronteras vedadas por esa especie de autosometimiento absurdo que hacía de los profesionales del partido seres chatos y aburridos, negados a la realización de sentimientos. Es increíble la manera cómo la Mujer revive en este cuadro toda esa experiencia a la vez dolorosa e intensa de Santiago. Ahí está el espacio para esa primera cita: él con una naranja en la mano y ella observándolo como a un chiquillo asustado que apenas si maneja algún sentido de la ubicación. Ahí también los primeros besos y el sabor de las caricias fragorosas. Ahí las noches sin sueño, teñidas de culpa. Ahí la separación, los gestos duros de Gabriella, su sentido de la responsabilidad imponiéndose al amor; ahí, también, las lágrimas, el reproche tardío por no haber vivido la vida que se ofrecía como fruta prohibida y deliciosa. Los tonos pastel de la

parte superior del cuadro

juegan a la ironía. La ironía que se torna, poco a poco, en amargura, en colores amarronados y ocres: la amargura del 119

marginado que al fin descubre la trampa que ha tendido el Partido...

***

He tenido que pedir a los muchachos su presencia por segunda vez. Sucedió de la manera más imprevisible. En realidad no tuve más remedio que hacerlo: era la única forma de que el chico no se

me

desangrara

aquí

en

la

sala.

El

torniquete,

que

improvisadamente apliqué en su muslo baleado cuando llegó, apenas si contuvo la hemorragia por un par de horas. Justo el tiempo que empleó Enrique para llegar hasta el departamento (y esa demora extrema confirma la veracidad del dramático relato que me ha hecho el chico sobre las crecientes dificultades en la ciudad y el recrudecimiento de la guerra).

Acaban de llevárselo. Lo más seguro es que no lo vuelva a ver. No debería importarme, pero la verdad es que he quedado muy inquieto. Ahora que mis vínculos con el exterior se han deteriorado, ahora que me estoy quedando sólo, que ya no poseo la fuerza suficiente para salir de aquí, justo ahora, no podré hacer nada por Ignacio. Acaban de llevárselo. No han sido sino unos minutos de compañía y sin embargo padezco ya una congoja

enorme

por

su

ausencia, 120

como

si

algún

lazo

imperceptible, lazo sanguinolento, se hubiera roto de golpe separándome de mi propia historia.

Es como si Ignacio hubiera llegado desde otro tiempo, como si su recorrido por las calles de la ciudad hasta mi departamento hubiera tardado años y no horas. Tengo la sensación de que el chico me habló de otra guerra, de otra ciudad, de otro tiempo. Ahora estoy seguro de mi intuición inicial: llegó huyendo del horror, de un horror de siglos, de un horror milenario. No es tanto la guerra, o el disparo en la pierna o su juventud desecha en unas horas lo que me duele, sino su dolor inmemorial, eterno, que me conecta con su tragedia y con la que todos, de alguna manera, tendremos que sufrir ahora. Eso es lo que ha quedado rebotando en mi alma tras sus palabras, tras sus gestos, tras esos ojos tiernos que no sabían como llorar más: la seguridad de que Ignacio, siendo apenas un niño, ha sufrido ya lo que todos los hombres.

Serían tal vez las cuatro de la mañana. Yo aún trabajaba en la corrección de unos de los fragmentos, cuando, después de algunos disparos, escuché sus gritos. Nada fuera de lo normal si se tiene en cuenta que este edificio se ha convertido en los últimos días en una especie de manicomio, con la gente abandonando los departamentos y volviendo luego por sus cosas. 121

Pero los golpes no cesaban y el eco de la puerta retumbaba tan fuerte, que resolví asomarme.

Ahora sé que me llamaba a mí. Que necesitaba hablarme a mí, pero también que yo necesitaba escucharlo. Nadie salió a la calle, nadie lo amparó, tal vez por miedo, tal vez porque todos se han ido ya (es lo que presiento, es lo que tal vez ha sucedido sin que yo me percatara del todo). Entonces me paré del escritorio y me dirigí a la ventana y lo vi allí, arrastrándose, tratando de alcanzar de nuevo la puerta, y fue cuando alzó sus ojos. Una especie de fuego atravesó mi cuerpo. Bajé de inmediato y lo encontré tiritando sobre el frío cemento de los andenes, casi inconsciente. Me costó mucho trabajo subirlo a cuestas los cinco pisos. Mis fuerzas ya casi no sirven para nada. Hasta teclear me causa esfuerzo. Lo acomodé como pude en el sofá, le llevé un café caliente, lo arropé, e improvisé un torniquete sobre la pierna herida. Entonces el chico reaccionó. —Es el horror, es el horror —me dijo, todavía en medio de su delirio. Lloraba y se sacudía algún peso imaginario de la cabeza. —Cálmate hijo, cálmate —le dije, tratando de sosegarlo.

De pronto entró en shock y sufrió un impresionante ataque de convulsiones. Yo me asusté. Pero enseguida se hundió en una especie de sueño del que nunca estuve seguro que saliera. Así, dormido, empezó a hablarme de su tragedia. Apenas abrió los 122

ojos un par de veces, para mirarme con la mayor naturalidad del mundo. No sé si en su excitación me confundió con alguien conocido, no sé si se hallaba en un estado de sonambulismo, no sé si me hablaba a mí en ese momento, no sé si existió, si en realidad estuvo conmigo, si Enrique era Enrique o era Raúl; no sé tampoco si todo ha sido un sueño. Lo único que sé es que en mi corazón ha quedado este vacío intenso que me ha obligado a encender de nuevo el computador para escribir la crónica de esa presencia intempestiva.

Me habló de una cita con su padre, de la tranquilidad de su vida en el campo —de donde vino, a mala hora, en busca de trabajo a esta ciudad imposible—, del ataque de nervios que sufrió cuando fue a la morgue a ver si encontraba a sus hermanos o a su padre que no se comunicaban con él desde el día que atacaron el barrio donde se había instalado, del amigo que mataron cuando el ejercito lo encontró saqueando una tienda de paños, del miedo de salir, de las horribles visiones que sufría todas las noches y del hambre que tuvo que soportar durante días. —Sólo teníamos arroz y panela y algo de chocolate que trajo Fernando antes de que lo matara el ejército. Estábamos sitiados. No podíamos salir más allá del barrio porque habíamos quedado entre los dos fuegos y la lucha por el espacio se hizo intensa.

123

Las pocas cosas de las que se enteraba sólo alimentaban una visión apocalíptica. El acoso del hambre y del miedo debió trastornarlo. Sólo así me explico que ese muchacho campesino, lleno de horror y sin la más mínima idea de la geografía de la ciudad, haya decidido salir de su barrio, cruzar la línea de fuego con una pierna herida y alejarse de su casa (que si bien debió parecérsele al infierno, era un lugar mucho más seguro que la calle). Pero lo hizo. Debió arrastrase kilómetros antes de detenerse. —¿A quién buscabas, por Dios? —A mi padre —me contestó con una sonrisa en sus labios. Fue una sonrisa angelical, llena de una dulzura urgente, como si estuviera seguro de haber llegado al lugar que buscaba. —¿Y lo encontraste? —Si, lo encontré. Estaba con mis hermanos y me esperaba. —¿Y qué pasó con ellos? —Se fueron. Se fueron muy lejos de aquí, a nuestra casa, en el campo, y allá me esperan, me están esperando, quieren que vuelva, porque ya no desean vivir más acá. Ellos me van a enseñar todas las cosas que aprendieron y me van a querer y me van a llevar a pasear en sus autos...

Ya deliraba. Lo vi tan pálido que me asusté de nuevo, y Enrique sin llegar. Pero Ignacio sólo se quedó dormido, allí, sobre el sofá. Su rostro se tornó candoroso. Tras sus ojos cerrados se 124

adivinaba una paz, la paz que había estado buscando. Estaba en el limbo y yo lo dejé dormir.

Su pierna se amorataba. Quise aflojar el torniquete y enseguida brotó el chorro de sangre. Era como si tuviese dos Ignacios a la vez. Uno indiferente a la angustia de la muerte y el otro desangrándose. Y yo paseaba mi mirada de su rostro a su pierna, como si cruzara la frontera de dos países distintos. Luego, Ignacio empezó a murmurar. —Ven aquí, ven aquí.

Al principio sin angustia, como llamando a alguien que estuviera su lado. Pero después empezó a sobresaltarse y luego comenzó a gritar y entonces se levantó bruscamente. Me miró con rabia: una mirada que sostuvo por un par de segundos —que a mí me parecieron un par de siglos— y sentí como si hubiera abierto mi alma de un tajo. Volvió a recostarse en el sofá, y allí, en posición fetal, se quedó hasta que al fin llegó Enrique y pudo llevárselo en su auto al hospital.

Enrique ha prometido informarme de su salud, pero yo sé que ya no volveré a verlo. Iba en muy mal estado. Incluso creo que ya no estaba vivo. Y la idea de que Ignacio se haya muerto en mi casa me ha dejado en este estado de máximo nerviosismo. Tal vez porque, de ser cierto, habría sido el primer muerto de esta 125

guerra que me ha tocado. Siento, por eso, su ausencia, siento como si un hueco negro se hubiera instalado en medio de esta sala, en medio de esta escritura que ya no me consuela.

***

La Mujer se encuentra en verdad atareada. Ha vuelto a la cárcel puntualmente cada semana y permanece allí las cuatro horas de la visita. Hasta se ha hecho camarada de los amigos de Santiago. En su mente bullen más proyectos. Una gran serie que refleje la vida de los presos políticos en la cárcel, su extraña solidaridad. Quizás un mural o un inmenso fresco. Santiago es apenas una pieza del engranaje...

CARLOS Ya había aprendido a decir «camarada» sin sonrojarse, había quemado banderas de los Estados Unidos, se había leído bastantes folios de documentos del partido, había pegado calcamonías y manchado paredes de muchos barrios con consignas revolucionarias; incluso había cumplido el rito de iniciación de todo guerrero: había participado directamente en la quema de un par de buses. Todo medio en juego, medio en serio. Se sabía de memoria los manuales de Carlos Marighela sobre guerrilla urbana, tenía su propia chapa, había participado 126

en numerosas reuniones clandestinas del Frente; concurría con calculada frecuencia al café de La Normanda, como debía ser, y hasta recitaba versos de Roque Dalton (de ahí le venían también esos aires de poeta). Se había hecho asiduo de las tardes culturales y de las canciones revolucionarias de la Nueva Trova... Y ahí está, con toda su ingenuidad, con toda su utopía a cuestas, acompañado de su camarada Carlos, en esta estampa que ha plasmado la Mujer. Es como una fotografía de dos alegres muchachos que caminan contentos por el centro de la ciudad. Pero en realidad es la despedida de Santiago. Mañana parte para el monte, asignado a un comando rural, por petición suya y tras la anuencia del máximo comandante del Frente que ha empezado a confiar en él. No podía faltar en esta estampa, entre pintoresca y socarrona, la bufanda, las botas y la mochila arhuaca; los bluyines rotos y la barba rala. Como no podía faltar la recitación frecuente y respetuosa de Benedetti o la admiración por Silvio y Pablo o citar a Camus, tener un afiche del Che, emborracharse en Quiebra-Canto, comentar a Lenin, decir sí a la marihuana, hablar mal del machismo, saberse una estrofa de la Internacional y cantar la Mula revolucionaria... Qué pronto se empañaría el cielo de la utopía. Esa nube negra, en una esquina del cuadro, parece anunciar los tiempos aciagos; esa nube negra que contrasta con los vivos colores de la estampa, con la risa a carcajadas de los muchachos, con el tiempo detenido de la alegría... 127

PABLO. El paisaje es brusco y escarpado. Los trazos frenéticos, rabiosos. Sobre la cima de uno de los picos está Santiago. El combate ha sido sangriento y él, sobreviviente, busca contacto con el grupo de retaguardia que se ha fortificado en el valle. Dos cuerpos inertes cuelgan de otras peñas más abajo, separados por varios metros de altura. Uno es el de un guerrillero. Santiago se encuentra con él, aliviando unas heridas que ya son mortales. Es su comandante, Pablo. El otro es el cuerpo de una mujer. Santiago lo sostiene por debajo de la cintura y besa su cuello. La mujer tiene una pierna rota y el vientre ensangrentado, pero su rostro está todavía fulgurante. Los tres Santiagos, los tres momentos de Santiago, están hechos con trazos delicados y realistas. La Mujer ha cuidado que sus ojos azules aparezcan bien iluminados en las escenas. El uniforme está lleno de detalles. De los otros personajes apenas resalta rasgos generales de sus cuerpos y sus vestidos, pero sus rostros son también muy expresivos. El de Pablo se llena con una sonrisa muy alegre, evocando el carácter casi festivo y siempre cordial que Santiago admiraba tanto en su comandante. El de la chica es casi angelical. Y Santiago no puede menos que llorar por ella. Los colores se degradan desde arriba y en la escena final se hacen intensos. La sangre que rueda del vientre de la chica y empapa las manos de Santiago, se hace arroyo, y 128

cierra la parte inferior del cuadro, sin que por eso se haga escandaloso.

EL MESÓN Se ha convertido en un técnico de la muerte. Son sus últimos meses antes del proceso de reinserción. Ha ido a la Unión Soviética y a Cuba a especializarse en explosivos para apoyar las acciones de la red urbana. En su rostro no hay sino amargura. El ambiente es oscuro. Es su cuarto, en un alejado suburbio de la ciudad. De las paredes no cuelgan sino elementos y cables eléctricos. Hay un gran mesón de laboratorio en el centro y otro, más pequeño, recostado sobre una de las paredes. La Mujer no ha dibujado ni ventanas ni puertas, como si quisiera

enfatizar

el

encierro

interior

de

Santiago.

La

habitación, efectivamente, es su búnker personal. De él ya no sale, si no es para lo estrictamente necesario. Lleva puestas unas gafas redondas y usa unos guantes blancos, demasiado blancos, tan blancos que ciegan la vista. Construye un detonante electrónico. Es su trabajo. Ya no le interesa ir al combate. Está hastiado de la muerte directa, pero goza con su trabajo. Es un perfeccionista. No hay un detalle que se pueda escapar de su cabeza. Todo lo calcula y disfruta con ello, con el cálculo, imaginando el poder de su bomba y las muertes que pueda causar, pero no quiere ver los muertos, se ha prometido no ver más muertos. Cumple con su deber; se ha hecho frío e impasible. 129

No cree en nada. Espera también su propia muerte como un paso más. Quizás por eso, la Mujer dispone una especie de aura oscura alrededor del cuerpo inclinado de Santiago. Apenas se nota, apenas se percibe, pero detrás de la cabeza de Santiago hay otra. Es una silueta muy débil, redonda, que acompaña simétricamente el cráneo de Santiago. Si: ahí está, es la figura de la muerte, con su sábana oscura y todo. Con su guadaña apenas insinuada debajo de su manto, y se ríe, sí, y mira, cómplice y orgullosa, a su alumno favorito. Sí, ahí está, la sombra de la muerte.

***

Mi amada Angelita. Me pregunto cómo serían las cosas si estuviéramos juntos. ¿Habrías soportado la verdad? ¿Habrías tenido la fuerza para advertir mi deterioro? ¿Me habrías acompañado o habrías huido con los niños? Me pregunto qué habrías hecho al ver aparecer en su fastuosidad el primer sarcoma, éste que ahora se ha apoderado de la nariz deformando mi otrora bello rostro, las facciones que tanto admirabas, que tanto elogiabas, de las que tanto te enorgullecías y me enorgullecías. No es autocompasión, no. Ustedes, muchachos, lo saben: es simple curiosidad.

130

Tarde o temprano te habrías dado cuenta. Es inevitable, lo sé, desde el comienzo lo he sabido. Mi reclusión ha sido apenas una especie de refugio temporal, de última oportunidad; en realidad jamás he pensado en la fuga. Ha sido también una manera de evitarte el dolor del testimonio, la terrible secuencia de mi estropicio. Entretanto, quiero anticiparme al desastre que puedan ocasionar mis revelaciones de la única manera como sé hacerlo: escribiendo. Escribir es anticipar, es explorar en medio del caos, es hallar órdenes ocultos allí donde todo está condenado al fracaso, y por eso escribo y te escribo, mi amada Angelita.

Podría haber inventado todo un drama, quizás un accidente inesperado,

la

transfusión

de

sangre

forzada

por

las

circunstancias, una contaminación inevitable, cualquier cosa. Pero he preferido la verdad. Todo podría parecer tan vulgar: la eterna historia de la infidelidad de un hombre... aunque también podría narrarse de otra forma, tal vez diciendo: con una mujer así cualquier cosa podía suceder... es cuestión de tomar los hechos de nuevo y de establecer los nodos y las relaciones y de navegar por su extensión, tratando de hallar el trayecto más adecuado a mi expresión. Al fin y al cabo, las cosas suceden sólo una vez, lo demás es cháchara. Pero de esa cháchara vive el hombre, esa cháchara nos ha mantenido firmes por siglos, embelesados ante la imagen de una sociedad perfecta. Así que se trata de ofrecer una cháchara: esta cháchara con la que podrás, 131

no tanto enterarte de las cosas que han sucedido, como de su posible sentido. No me he preguntado si tú quieres la verdad o si prefieres una mentira piadosa. Eso no podría saberlo hoy. Sólo sé que necesito ofrecerte un significado, para poder así sacar de mí, el diablillo de la culpa y el dolor del engaño.

También podría comenzar diciendo que las cosas sucedieron de una manera inefable, siguiendo la secuencia de un libreto montado de antemano. Pero me detengo al imaginar a los muchachos, que no son tan muchachos, cagados de la risa, burlándose de una estrategia tan baladí: el cuento ése del destino inevitable, de la mano que ha escrito por anticipado nuestros pasos. Prefiero por eso decirte más bien que mi carne fue débil; que a la hora de la verdad, todas las ideas y todos los discursos fallaron y que se impuso el lado oscuro, el flanco desconocido, ése que por miedo evitamos y que nos pasa su factura de cobro cuando menos lo esperamos.

Te engañé, Angelita, y me siento culpable, y hasta podría decirte que me merezco lo que ahora me pasa, que sufro el castigo justo, que debo por eso alejarme de ti, pero eso no basta, porque lo que importa de verdad es afirmar, con la fuerza que me ha dado la lucidez de mi reclusión, que lo hecho ha sido por amor, que las consecuencias no importan, que no he pecado, que ejercí mi 132

libertad, que desde lo oscuro se llega también a Dios, a la armonía, al sosiego. No quiero ser cínico, no muchachos, no...

CANCIÓN PRIMERA Viene a mi mente el poema de Pessoa aquella recordada canción; viene a mi alma la saudade de sus palabras, porque en mi corazón, como en el poema, el recuerdo de eso que los hombres han llamado "amor" rompe hoy sus represas. Como lo hace el narrador en el poema, cierro los ojos, y dejo que la luz de este luar que anega hoy mi ventana inunde también mi cuerpo; y vibro como lo hace el yo poético en los versos, y llego asimismo a lo más profundo de mis sentimientos. ¿Por qué alguien ama a otro? ¿Qué es eso que los hombres llaman el amor? ¿Acaso una búsqueda infinita del paraíso perdido? ¿O, tal vez, una justificación de nuestras aberraciones? ¿Existe verdaderamente el amor, o es una más de nuestras debilidades, una más de nuestras

vulnerabilidades?

Siento

que

el

mundo

hoy

me

sobrepasa, que mi alma se encoge de miedo, que ya no soy capaz de mirar hacia fuera y que mi ser se conecta por eso con el mito, la pena, la ausencia y la distancia. Desde la noche inmensa de mi corazón, una voz suena. No es la tuya Angelita, es la voz de ese secreto que nunca recibí, de esa promesa jamás cumplida. Como si el fin estuviera cerca y yo tuviera que abandonar mi casa para siempre... 133

CANCIÓN SEGUNDA Ya no sé bien como llegó la primera vez. Tal vez disfrazado de cara bonita con ojos verdes. Tal vez en forma de sonrisa deslumbrante o transportado por unas palabras inauditas. Sé que llegó cuando aún era niño, pero también que no lo reconocí en seguida. Quizás lo miré con desprecio o con temor, o con la prepotencia de quien cree tenerlo todo. No llegó con el apremio del deseo, eso vino después, sino con la gracia del payaso, con la ilusión de una ofrenda. No sé bien cómo ni cuando llegó la primera vez, Angelita, sólo sé que pasó de largo, la primera vez...

CANCIÓN TERCERA Supe entonces que las mujeres tenían piernas torneadas y sensuales, y mis sueños se llenaron de cuerpos completos. Ya no sólo eran caras y labios para besar, sino senos para embeber y sexo para horadar. Supe entonces que también eso era amor. No sólo palabras bonitas o sonrisas deslumbrantes o caras bellas, sino deseo también. Supe que sin el deseo no era posible el amor, que debía satisfacer ante todo el deseo y tener a la mano, por si acaso, el corazón. Supe, Angelita, que un amor sin cuerpo, era una amor triste, que ahora podía ser amante sin amor...

134

CANCIÓN CUARTA Entonces, después del juego, vino el hastío, el eros insípido, y junto con él la prevención, el amor costo/beneficio, las trampas, las estrategias para gozar y zafarse, la costra de la indiferencia. El afecto se volvió negocio y ya no tuvo más el sabor del milagro, las palabras sobraron, los coqueteos se volvieron ridículos y las caricias se quedaron enredadas en el baño. No hubo más que sudores incómodos, palabras vulgares, reproches, burlas y el vacío de los polvos infelices. Y entonces, después del juego, al borde del abismo, Angelita, apareciste tú...

CANCIÓN QUINTA Con tu voz ambigua, con tu piel fresca, con tus dientes tranquilos, con tu serenidad a cuestas, con tu ropa cómoda, con tus senos puntiagudos, con tu cola redonda, con tu vagina húmeda, con tus piernas maduras, con tus pies juguetones, con tu cabello selvático, con tu nariz entrometida, con tu boca salada, con tu cuello esmaltado, con tu espalda inclinada, con tu sexo abierto, con tu voz inquieta, con tus dedos malignos, con tus dolores mensuales, con tu vientre hambriento, con tus uñas de monja, con tus huesos fuertes, con tus venas elásticas, con tus músculos de hembra, con tu sangre hervida, con tus cavernas misteriosas, con tus caminos múltiples, con tus angustias tiernas, con tus sueños volcánicos, con tus mejillas rotas, Angelita, con tus manos temblorosas... 135

CANCIÓN SEXTA Como si se pudiera elegir en el amor... Vino al fin ella, demonio de ojos azules, mujer de cabellos ondulados, promesa de mejores horizontes... llegó al medio día, Angelita, al borde del ocaso, anunciando la noche oscura, prometiendo la luz al final del camino,

exudando

sales

de

su

cuerpo

experimentado,

provocando sueños inéditos... Se atravesó sin aviso previo, se presentó como ofrenda de los Dioses, no quiso saber de razones, no escuchó mis advertencias, sólo me tomó, me engulló, me hizo trizas en un minuto y luego me abandonó como quien bota a la basura una cáscara de banano... Se fue con una mueca en su rostro que no supe descifrar, hasta el día en que me enseñaron los resultados de los exámenes médicos y me advirtieron que podía morir y hacer morir a otros... se fue sin darme explicaciones,

dejando

mi

cuerpo

enfermo

y

mi

alma

despedazada.

CANCIÓN SÉPTIMA Noche fría. Estoy triste. Mañana: guerra y muerte. Estoy triste, Angelita, hoy estoy triste.

***

136

En

aquél

entonces

todavía

se

podían

pronunciar

frases

temerarias. El profesor de filosofía, un cura joven, guapo e irreverente (es decir, en condiciones para emitir ese tipo de expresiones ante un grupo de muchachos ávidos de pretextos revolucionarios), tras un acalorado debate en su clase que, habiendo comenzado por la discusión sobre el concepto de cultura, terminó por producir una serie de justificaciones para lo que el propio cura llamó sin pelos en la lengua «la inminencia de una revolución», culminó su clase dictaminando: «Si me dan algunos muchachos para educarlos podría construir verdaderos agentes

de

cambio».

La

frase

resultó

sobrecogedora,

especialmente para jóvenes que, como Santiago, andaban en busca de sentido para sus vidas. La frase, sin embargo, no era más que el resultado del calor del debate, algo como una reacción natural, aunque un poco ostentosa, del cura frente a las veladas acusaciones de cobardía que se lanzaron en medio de la controversia. Pero dejó en el ambiente un sabor a reto, una luminosa grieta sobre el sólido muro de los temores que algunos chicos percibieron con alborozo.

Lo demás se desató con la furia de una represa que se rompe de golpe y desencadena toda su energía contenida: en menos de un mes ya funcionaba el grupo de estudio y antes de comenzar las vacaciones del primer semestre se contaba con sede propia y había comenzado el montaje de la obra de teatro. La idea de la 137

comuna fue discutida, documentada y finalmente aprobada apenas una semana después de iniciadas las vacaciones. El cura logró una buena financiación a su proyecto y así fue como Santiago se trasladó a la sede, dispuesto a convertirse él mismo en agente de cambio. Se llevó todos sus corotos y sin mayores explicaciones se dispuso a trabajar durante aquél mes en la obra de teatro. —Nunca he sabido de un campamento que dure todo un mes, hijo —protestó su padre al escuchar el cuento con el que Santiago cubrió su mudanza, pero al fin aceptó todo, incluso la condición de que sería él quien los llamara en caso de necesidad.

Era una mezcla muy extraña de trabajo político, creación colectiva y aislamiento ascético. El grupo lo conformaban el cura, cinco chicos y dos muchachas. Contaban con el apoyo de una pareja de campesinos que se encargaban de las labores domésticas y de la preparación de los alimentos, a quienes, sin embargo, solían integrar en otras actividades, sobre todo a las de discusión política. Las jornadas eran exhaustivas: comenzaban a las cuatro de la mañana con oración durante una hora y dinámicas doctrinales antes de un ligero desayuno. Después venía el trabajo de creación que era dirigido por el cura, pero cuyos resultados finales sólo deberían ser alcanzados como integración del colectivo. La idea era crear una obra capaz de comunicar al pueblo (así había decidido llamar el cura al público 138

objetivo) la conciencia de su situación. Lo curioso es que las técnicas

a

emplear

tenían

que

ver

más

con

el

teatro

propagandístico de la contrareforma española que con el teatro épico brechtiano, pero Santiago no podía saberlo, aunque intuyera, sí, el fraude en todo aquello. Las sesiones de ejercicio espiritual

no

se

hicieron

esperar,

como

tampoco

las

manifestaciones de un fanatismo místico que se hacía cada vez más incontrolable.

Hacia noviembre, la obra estuvo lista para el montaje final. Para entonces afloraron también las primeras crisis. Primero fue la deserción

inexplicable

de

Federico,

acompañada

casi

de

inmediato por el sermón sentencioso y apocalíptico del cura, quien acusó a Federico de ángel rebelde e instó a los demás a condenarlo en sus oraciones y a desacreditarlo ante las directivas del colegio. Después vinieron los trances histéricos de las chicas que empezaron a anunciar no sólo visiones milagrosas, sino el segundo advenimiento de Cristo. El mismo Santiago se vio envuelto en una de estas visiones inverosímiles.

Sucedió al final de una agotadora jornada, durante la cual habían ayunado por orden del cura. En medio de la sesión de síntesis, hacia las cinco de la tarde, se desató una discusión sobre el manejo financiero del montaje. Pedro, otro de los muchachos, había denunciado la desaparición de algunos dineros, asunto que 139

explicaba el retraso en la consecución de los materiales para el montaje final que debería realizarse en menos de quince días. Lo que empezó como un simple informe, se convirtió de pronto en la impugnación general sobre la manera como se habían conducido las cosas en las últimas semanas y el asunto ya giraba hacia la acusación directa al cura, cuando éste se levantó de su sitio: —Ahí

muchachos

—gritó

de

pronto,

completamente

transfigurado—. Ahí está la imagen, sobre el telón, ahí, muchachos, es Nuestro Señor Jesucristo que hace de nuevo presencia entre nosotros.

El cura miraba hacia una de las paredes, encortinada con tela negra, y sobre la cual se había dibujado una falsa ventana. En efecto, en el centro de esa falsa ventana se distinguía ahora una pequeña figura. Todos se dirigieron muy despacio hacia la pared. Aún hoy Santiago jura haber visto una menuda cruz y la figura de Jesucristo en movimiento. La visión duró unos pocos segundos y desapareció, dejando en el más absoluto mutismo a los miembros del grupo —Es un mensaje muy claro, muchachos —dijo de pronto el cura—: Nuestro Señor nos pide serenidad. Estamos a punto de culminar y ahora debemos estar más unidos que nunca. Oremos, muchachos,

oremos.

Y

todos

se

pusieron

de

rodillas,

desconcertados, pero a la vez imbuidos por una energía nueva. 140

El asunto, sin embargo siguió deteriorándose. A los pocos días, Pedro decidió hablar con Santiago. Le contó las verdaderas razones de la huida de Federico. Acordaron hablar con los otros chicos y resolvieron tomarse la sesión de síntesis del próximo sábado. Increíblemente las chicas fueron las más ansiosas. También ellas habían sido víctimas de los acosos del cura. Esta vez el sacerdote entró en una furia inverosímil. Juró vengarse y abandonó la sede. La semana previa a la presentación los muchachos se volvieron a reunir, pero no pudieron avanzar: el cura se había llevado no sólo muchos de los materiales, sino todo el dinero remanente y ya no volvió a aparecer, ni por el colegio, ni por la sede, ni por el barrio. Como si se lo hubiera tragado

la

tierra.

Entonces

salieron

a

flote

todas

las

depravaciones. Por alguna razón, Santiago había sido el único que no sufrió ultrajes por arte del cura, pero las atrocidades que cometió con los otros muchachos lo dejaron estupefacto y herido, tanto que quiso ir en busca del maldito cura para matarlo. Los otros muchachos, sin embrago, lo convencieron para que dejara las cosas así. Al fin y al cabo, habría podido ser peor.

Santiago cayó en una desazón tan grande que abandonó el colegio a sólo unas semanas de su grado de bachiller y —por despecho, por vergüenza, por rabia— aceptó la invitación que un 141

año antes le hiciera un compañero del colegio, al que habían expulsado por revoltoso, de vincularse a una célula de trabajo político del partido comunista.

Allí volvería a escuchar frases temerarias. Allí habría de trasegar otras espirales diabólicas. Su fe se iba agotando, sólo que antes de desaparecer por completo debía mutar hacia otras figuras, hacia otras falsas manifestaciones. De eso se había tratado siempre: del deterioro de su fe y así se lo quería hacer ver a la religiosa que ahora, con la carta del recuento de la terrible experiencia de Santiago en la mano, se inclina sobre su pequeño altar e implora por su salvación. Los fuegos de los bombardeos, afuera, alcanzan a iluminar por momentos la habitación y en mis dedos empieza a notarse ya la caída inevitable de las uñas.

***

VERDADES QUE DUELEN Es una estampa conocida: Javier, sentado sobre una roca, declara culpable (o absuelve, ¿cómo saberlo?) a un guerrillero. Es la matanza de Tacueyó, recreada por la Mujer. Santiago, hace cola en la larga fila de guerrilleros que, unos metros atrás, hincados de rodillas, esperan la sentencia. La Mujer lo ha destacado con colores vivos y rasgos precisos: el mismo tono e intensidad que ha utilizado a la hora de dibujar la figura del 142

comandante Javier. Los otros guerrilleros apenas son esbozos de silueta... Tantos fracasos políticos y militares llevaron al desgaste, al escepticismo y a la marginación de algunos militantes. A esta altura de la guerra, eran demasiados muertos y los errores abundaban; la desconfianza entre la militancia cundió y pronto se convirtió en un espectro que fácilmente se instaló en los agobiados corazones de todos. Llegaron las primeras noticias sobre los fusilamientos ordenados por Javier en Tacueyó, y la paranoia se extendió como pólvora. Los que hoy fusilaban eran los fusilados del día siguiente, como ovejas camino al matadero; todo en una silenciosa complicidad de las víctimas que nacía en parte del miedo que Javier había cultivado entre sus compañeros... En el rostro de Santiago se dibuja una sonrisa extraña, mientras que la mueca de Javier es más bien de cólera, la cólera de Ulises. Sobre el pecho de las figuras de los otros guerrilleros sin rostro, la Mujer ha dibujado una idéntica prenda: un escapulario. Es la alusión a la explicación que posteriormente diera Javier como criterio para la matanza: ¡el escapulario no era tanto un símbolo como una seña de identificación de los infiltrados! Santiago no la lleva, y tal vez eso explica su expresión. Pero también hay algo de desencanto y de resignación en ese gesto que ya no lo abandonará...

143

DESMOVILIZACIÓN Santiago aparece insólitamente en medio de una plaza de mercado, mirándose frente a un espejo. Se encuentra de espaldas, pero con el ángulo suficiente para dejarnos ver su rostro sobre la luna. Está vestido de paisano y su ademán no puede ser más impasible. En su cara se refleja ya la huida de los años mozos y en su cuerpo se notan las secuelas de las caminatas, de la leishmaniasis, del hambre, del alcohol, del bazuco que consumió en sus días de preso político y de los muertos que almacenó en su memoria. Alrededor suyo hay toda suerte de mercaderes. Hombres en traje de campaña totalmente ebrios, hombres

impecablemente vestidos,

con

maletín

de

ejecutivo, entregando dinero a los combatientes; campesinos, recibiendo cheques millonarios, prostitutas ofreciendo su cuerpo a los

nuevos ricos, armas abandonadas en un arrume

gigantesco. La escena retratada por la Mujer es una especie de carnaval inmenso en el que todos aparecen por fin hermanados y felices. Pero este ojo acostumbrado ya a las trampas icónicas de la Mujer, descubre por fin el ardid. En cada una de las cuatro esquinas de la plaza, detrás de sendas columnas, aparece furtivamente una figura femenina. Cada una lleva el traje y porta la imagen de las alegorías de El Fausto: la Escasez, la Duda, la Preocupación y la Miseria. La alusión es perfecta: la desmovilización no fue más que un pacto faústico, en el que los guerreros rasos llevaron la peor parte. Por eso, todos, a la 144

larga, tras los estragos que les dejarían la escasez, la duda, la preocupación y la miseria, habrían de afirmar que el proceso de paz no fue otra cosa que una artimaña con la que fueron obligados a vender su alma al diablo. Después de la embriaguez vendría la resaca, después del carnaval, la dura realidad. Los hombres que hoy aparecen en la plaza de mercado convencidos de su futuro, pronto se darán cuenta del error. Muy tarde, pues también la vejez los habrá alcanzado...

FINALES El cuadro está dividido en tres partes: una para cada final imaginado por la Mujer para Santiago. En una, Santiago está tirado en una calle miserable, harapiento y enfermo, fumándose un cigarrillo de bazuco, completamente deteriorado. En el fondo de esta primera escena, se aprecian sus padres y su hermano recibiéndolo con los brazos abiertos. Esta imagen kitsh de la familia

unida

contrasta

violentamente

con

la

del

hijo

abandonado. Al lado izquierdo del cuadro, se lo ve en la camilla del hospital de la cárcel, rodeado de varios amigos. Conversa con ellos, a lo mejor de su ingenuidad, del fin de la historia, de la caída de las utopías, de un mundo que claudica sin mayores aspavientos, de una felicidad que se aleja y de los amores malgastados. El espacio restante está dedicado al último final: la ejecución. Sobre una camilla, y a través de un gran vidrio, se lo ve conectado al circuito de la muerte. Es la hora de la 145

ejecución. Al lado suyo hay tres figuras: el cura, el juez y el médico, todos muy circunspectos. Afuera, como en una especie de graderías, varios policías, los alguaciles de la cárcel, el Presidente y sus Ministros, y varios allegados de Santiago. Es una escena gris, de rasgos impresionistas, que desequilibra la posible armonía del tríptico; como si estuviera en segundo plano, respecto de las otras dos escenas: Y sin embargo es, a la vez, la escena más "absorbente", una especie de agujero negro que atrae inevitablemente nuestra vista...

***

Raúl ha matado a su familia. Por lo que me ha contado Enrique, ha sido algo horrendo. Encontraron los cuerpos inertes de su mujer y de los dos niños cada uno en su cama. Cuando Enrique llegó, Raúl estaba aún con vida y se arrastraba desde la cocina hacia la puerta de salida, con las vísceras abiertas. Había recibido la llamada de Raúl unos minutos antes.

Todo se inició por una simple discusión. Sarita le reprochó no sé que falta de bríos a Raúl y éste intentó responder, pero en lugar de eso le salió un incontrolable deseo de ahogarla. Al comienzo, según me ha dicho Enrique, Raúl se abalanzó sobre Sarita ¡para besarla! Pero ese empuje, ambiguamente erótico, se transformó enseguida en un impulso asesino. Le tomó el cuello y lo apretó, 146

al comienzo con suavidad, después con fuerza. Ella apenas tuvo tiempo de salir de su desconcierto. Eran como las dos de la madrugada y Raúl, acosado por los efectos de su última pesadilla, todavía sentía gotear sudor por el cuello. De pronto un espasmo completo del cuerpo le indicó que Sarita había muerto. La mantuvo abrazada, dice Enrique que le dijo Raúl, durante más de una hora, hasta que el frío de su cuerpo lo ensopó. Entonces el miedo se apoderó de su alma. Lo demás ocurrió en un tiempo muy

corto.

Los

niños

también

fueron

ahogados

con

las

almohadas. Y él se dirigió al teléfono para llamar a Enrique. Enseguida bajó a la cocina y se asestó varias puñaladas en el vientre. Así, arrastrándose, con las vísceras en su manos, lo encontró Enrique, muy cerca de la puerta.

Raúl fue siempre el más frío y racional de los muchachos. Aunque su humor era mordaz y en ocasiones ofensivo, su espíritu estaba siempre listo a promover la sensatez. No pocas veces medió para que las tontas peleas entre nosotros se resolvieran con serenidad. Eso mismo lo llevó a destacarse entre sus colegas. Fue siempre muy apreciado como académico, pero sobre todo como amigo.

Raúl ha cruzado la frontera y yo presiento que el final está cerca. Hay una especie de atmósfera húmeda y bochornosa en las calles que también nos ahoga a todos. Raúl no ha hecho más que 147

anticipar a su familia lo que de todas maneras habría de llegarle: una muerte lenta y por asfixia. Sé que esto suena demasiado melodramático, pero es así. Enrique ya no se ríe por mis cursilerías. Lo tengo a la mano y alcanzo a percibir el temblor de su corazón. No es una taquicardia, como me ha dicho él, sino una especie de vibración elemental, como la de un pajarito que se sabe indefenso. Así está hoy Enrique, como un pajarito miedoso. Sé que ya no podrá salir de ese miedo y temo lo peor para él.

***

Curioso que en medio de los últimos acontecimientos haya podido escribir. Enrique ha querido permanecer conmigo durante este par de días; incluso ha revisado los manuscritos y yo no me he sentido incómodo. Es como si ya no existieran márgenes, como si las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la razón y la sinrazón se hubieran desvanecido. Veo a la Mujer, por ejemplo, pasearse cómodamente por la sala, la veo cuando limpia sus pinceles, cuando examina sus cuadros, veo a su madre acurrucada en un sillón de la esquina. Veo a la religiosa leyendo las cartas de Santiago, y a él departiendo con Enrique como si nada, como si las barreras ya no existieran y hubiésemos encontrado por fin la clave de la convivencia. Veo a Pavony en el sofá, fumando pipa, contando la historia de su amigo Carlos, 148

baleado por maleantes en un café de mala muerte. Veo a Ignacio por fin feliz, y al profesor Núñez rasguñando con su pluma unos papeles... ¿Es tan complicado que las cosas puedan ser realmente así?

***

Enrique se ha lanzado por la ventana. Sucedió esta mañana, justo cuando un comando allanaba el edificio. Estaba completamente trastornado. Por la radio por fin se escuchó la voz victoriosa del Máximo Comandante y la presencia rebelde ya se ha extendido a toda la ciudad.

Siempre fue tan sensible el pobre Enrique. Recuerdo todavía sus terribles enamoramientos, los prolongados periodos de amargura que

seguían

a

los

rompimientos,

y

luego

los

arrebatos

incontrolables que le hacían jurar cada vez que por fin había encontrado el amor de su vida. Un ser así, tan frágil e inerme, es demasiado vulnerable a los efectos de la guerra, pobre mi Enrique. Cómo sufrió en estos días con la ejecución apresurada de nuestro Santiago. Cómo lloró por la ausencia de Ignacio. Casi no sale del sufrimiento que le causó la maligna indiferencia de la Mujer. Era, pues, previsible. 149

Pero lo hizo menos como una medida desesperada que como un acto final de lirismo. Ese último vuelo fue su obra maestra, su poema. Lo hizo incluso con alegría, como si se liberara por fin de todas sus penas, como si estuviera seguro de que así reencontraría a sus amigos. Sucedió esta mañana, a eso de las seis, justo cuando el comando rebelde se disponía a allanar el edificio, a la misma hora en que sonaba el Himno Nacional por la radio y la voz victoriosa del Máximo Comandante anunciaba la instalación del nuevo gobierno. Después del grito (un grito extraño, emitido por Enrique con la fuerza de un río que rompe las represas) salí a la ventana y me encontré con los ojos duros y desorbitados del comandante, que veía empañado así el futuro venturoso que anunciaba a los pocos habitantes del edificio, reunidos en el portal para dar la bienvenida a los vencedores.

***

Angelita y los niños han estado aquí. Mientras afuera una lluvia apacible mojaba las ventanas de la sala y los niños jugaban con los almohadones del sofá, Angelita acariciaba mis escasos cabellos. Lo hacía con suavidad y, estoy seguro, con amor. No hubo muchas palabras. Intercambio de algunas expectativas frente a lo que podría suceder en el país ahora que el gobierno rebelde ha instalado la asamblea constitucional y anuncia fuertes 150

reformas. Informaciones sobre el destino final de algunos amigos, fórmulas de amabilidad y nada más.

Sé que mis días están contados y que, de alguna manera, todos nos habíamos preparado para el final: para el final de nuestras ilusiones, para el final de nuestras certezas e, incluso, para el final de nuestras vidas. Así que, ser uno más entre los muertos de esta guerra, ya no es una sorpresa. Pero hay algo extraño en la actitud que han tenido conmigo los vecinos y que ahora percibo también en Angelita. Una especie de serenidad, un especie de perdón por fin otorgado a alguien que ya no está entre ellos; como si se pudiera anticipar mi propia muerte. Yo mismo he entrado en la resignación y por eso tal vez no me incomodo con las palabras suaves, ni con estas actitudes piadosas y hasta reivindicativas.

No nos hemos preguntado qué será de los niños, pero sé que al lado

de

Angelita

crecerán

bien.

Quizás

sean

ellos

los

beneficiarios de las nuevas oportunidades que se abren. Ella, como siempre, sabrá conducirlos. Me pregunto si pueden concebir la verdadera dimensión de mi estado. Saben que estoy enfermo y también me tratan con amor, con todo el amor. No hay ninguna traza de asco o de prevención en sus caricias y eso me alivia tremendamente. 151

Mi rostro está desfigurado y en el pecho y los brazos se han extendido las llagas, pero aún tengo capacidad para teclear estas últimas palabras. Todo se deshizo. El intento por detener el derrumbe fue inútil. Siento sin embargo el sosiego de la tarea cumplida. Esta escritura no tiene razón ya para prolongarse. Puedo morir tranquilo.

***

VANCOUVER Susan aparece en el centro del cuadro, rodeada de niños harapientos. Son rostros frágiles y tiernos que clavan su mirada sobre el de Susan, quien les baña las heridas de la guerra. Santiago observa la escena desde el umbral de la puerta. La sala es un espacio amplio, casi vacío. Apenas contiene un viejo escaparate con drogas y un gran botiquín. El cuerpo y el rostro de Santiago están rejuvenecidos, muy rejuvenecidos. Fuma de una pipa y en sus ojos claros se refleja un brillo especial. Es un cuadro sencillo, sin mayores pretensiones alegóricas. Sin embargo, llama la atención la figura extraña de una niña que se encuentra apartada del grupo. Desde una de las esquinas de la sala, la niña mira hacia el centro. Tiene uno de sus pulgares en la boca y está completamente ovillada. Tanto que no se puede apreciar su cuerpo, sólo esa mano en la boca y una mirada infernal que acusa, una mirada que la Mujer ha retratado otras 152

veces: la mirada de su madre loca, una mirada inquisidora, una mirada terrible, una mirada que se roba el cuadro y que le quita la candidez y la belleza a las escenas centrales. No puedo quitar la vista de esa mirada, no puedo evitar este sentimiento de culpa que ella me enrostra, ni este desánimo que me agobia...

153

Tercera Parte:

LA CONDENA

154

EL ABOGADO

Se siente manipulado y triste. En realidad, los resultados del juicio no podían atribuírsele. Las circunstancias externas habían pesado mucho más que su estrategia profesional y distorsionaron toda posible imparcialidad. Además, el destino de Santiago Mendoza había estado decidido desde siempre, y él no había podido hacer nada: ni el cuerpo, ni el alma de Mendoza tenían ya salvación. ¿Era, tal vez eso, lo que, desde la eternidad, le advertía su amigo Carlos todo este tiempo? Esas apariciones, esas extrañas llamadas, ¿no habían sido, acaso, señales? Pero, ¿qué importaban ahora?

Ya no sabe qué pensar. Que el proceso se hubiera contraído por la emergencia de la guerra, y que con ello él hubiera perdido la oportunidad

de

desarrollar

toda

la

estrategia,

lo

había

sorprendido, es cierto. Un poco menos, el resultado del trabajo del Profesor: que Mendoza fuera un suicida en potencia. Pero que el hombre hubiera resultado con SIDA, no estaba, ni de lejos, en sus cálculos. Con todo, lo que jamás había esperado es que

el

interés

de

la

Mujer

por

el

caso

estuviera

tan

predeterminado. En realidad alcanzó a permitirse la ilusión de que toda esa energía que de pronto ella había desplegado, todo 155

ese basto trabajo que había realizado, tenían por motivación una secreta simpatía, un posible amor por él. ¿Cómo pudo ser tan tonto?

Sabe que este es su último recorrido hasta la oficina. Acaba de dejar a la Pintora en un taxi y, tras ella, su corazón destrozado por la indiferencia. Lo ha decidido: va a renunciar al pool. No quiere pasar sus últimos años enredado en la misma espiral en la que ha estado dando vueltas todo este tiempo. Su asistente ha estado callado y como lejano. Simplemente conduce el auto. Toda su curiosidad, todas sus ganas de conocer secretos profesionales, han desaparecido. Para él, quizás, también es una especie de fracaso, de apuesta mal orientada. Pavony siente algo de culpa, pero aunque puede explicarle al muchacho lo que ha sucedido y la manera cómo podrían obtenerse provechosas consecuencias de la experiencia que han compartido, prefiere callar. Tampoco eso le interesa.

En otras ocasiones, la derrota había sido una manera de ganar. Cada aspecto del proceso merecía una minuciosa evaluación y sus resultados iban a parar al banco de datos. Pero ahora, Pavony sólo tiene una idea en la cabeza: recoger sus objetos personales y refugiarse un par de días en su departamento, antes de salir del país. Ni siquiera lo incomoda el malestar del asistente, la 156

decepción que, quizás, provoca esa exudación de todos sus poros, y que enrarece el ambiente del pequeño automóvil. Siente una especie de tristeza, apenas un rescoldo de pesadumbre. Su coraza opera perfectamente todavía.

Un mal negocio, eso había sido, simplemente eso, un mal negocio. Pavony se repite todo el tiempo esa frase a manera de bálsamo, mientras el lento trayecto hacia la oficina le permite apreciar los efectos últimos de la guerra: las calles destrozadas, algunas tenduchas hechas ruina y el pulular de mendigos. De entre los rostros anónimos, de pronto, reconoce el de Carlos, y vuelve a estremecerse. Quiere pedirle al muchacho que se detenga, pero desiste ante la impasibilidad de su semblante. Para esta nueva señal, Pavony no tiene ninguna hipótesis, de modo que decide olvidarlo. Al rato, llegan al parqueadero.

—Bueno muchacho —lanza Pavony a manera de despedida, tendiéndole la mano—, hasta aquí nos trajo el río. —Fue un placer, doctor Pavony —responde el muchacho, aceptando el gesto, y luego agrega—: aprendí mucho con usted, espero que podamos seguir trabajando juntos, y que... —No hay necesidad de que te explayes en reconocimientos, hijo —corta Pavony—. La verdad es que la experiencia no ha sido la mejor, y lo lamento. Pero ya llegará el tiempo en que alguien 157

pueda ofrecerte la sabiduría y el ejemplo que esperas y necesitas. —De todas maneras, gracias, Doctor —agrega el asistente—. Y no crea que no aprendí cosas. La idea de usar el arte como pieza procesal, fue genial. Nunca lo había visto, lo que pasa es que no hubo ocasión para medir sus resultados. Pero le aseguro que el jurado quedó conmovido tanto con las conclusiones de la psicocrítica del Profesor, como con el trabajo de la Pintora. Es un lástima que a una estrategia tan interesante se le haya negado la oportunidad, es cierto, pero qué le vamos a hacer: Mendoza estaba ya condenado. —!Me sorprendes chico! —exclama Pavony—. Qué buena evaluación haz hecho. ¿Es lo que andabas pensando en el auto, verdad? Y yo que creía... —¿Qué, doctor, qué creía? —Nada, hijo, nada. Acepta mis deseos sinceros por un futuro de éxito, y vete ya. Tengo demasiadas cosas pendientes

Pavony le brinda al muchacho un abrazo y entra al edificio. Mientras sube por el ascensor, recuerda su primer encuentro con la Mujer, y siente de nuevo que la tristeza se toma su ánimo. Había sido una especie de esperanza fallida, una obsesión, quizás. Nunca tuvo certeza de los sentimientos de la Mujer. Hubo ocasiones en que se atrevió a pensar que algo profundo los ligaba. Por momentos, sentía una especie de rabia incontrolable 158

contra ella, una rabia que llegaba a bloquearle la razón. A veces, la veía como una niña, especialmente cuando se concentraba en su trabajo, allá en la cárcel, y entonces se enternecía casi hasta las lágrimas. Pero lo más difícil era cuando, en sus noches, la deseaba. No podía salir de la idea obsesiva de hacer el amor con la Mujer, de develar los secretos de su cuerpo, que tan magistralmente ella protegía con sus chales extraños, con sus vestidos discretos. Le daba por pensar en una virginidad tardía, en una pieza de museo, y lo desbordaba el ansía.

Tal y como lo había previsto, sus cosas ya están preparadas. El computador bien empacado, las cajas de libros perfectamente clasificados,

sus

pequeños

ornamentos

de

escritorio

adecuadamente protegidos y los cuadros en sus estuches. Afuera, el taxi lo espera, pero Pavony se da unos minutos para echar un último vistazo a la oficina.

Ordena por fin que trasladen sus cosas y se despide con un emocionado abrazo de su fiel secretaria. Por primera vez observa sus ojos de cerca, así como su rostro. Es un rostro delicado y bello. Piensa que habría podido ser el punto de entrada para un idilio, pero desecha enseguida esa ridícula idea.

Baja por las escaleras, despacio, casi rumiando los pasos. Lo atropellan las últimas imágenes del juicio, el temor de los 159

jurados y la descarada parcialidad del juez. Recuerda el momento en que el fiscal lleva los exámenes que confirman la presencia de la mortal enfermedad de Mendoza. El encogimiento de hombros de éste y el estupor de los jurados. Claro que fue una acción fuera de lugar, claro que nada tenía que ver con el proceso, pero cuánto había pesado en todos. Cómo sacar el dato de la mente. La aceptación de la protesta de la defensa no sirvió para nada ¿Qué pretendía el fiscal? Ni siquiera podía afirmarse que la enfermedad se hubiera contraído antes del crimen. Pero el daño se había causado. Además, la inminencia del triunfo rebelde, hacía que las cosas tuvieran que decidirse más rápido de lo previsto. Así que la confirmación de la sentencia fue como una salida oportuna. Cayó como bálsamo bendito y fue aceptada por todos.

Manipulado y triste: así se siente Pavony ahora que alcanza la salida, ahora que ve a los hombres cargando en el baúl del taxi sus cosas, ahora que le ofrecen la mano y se vuelven al edificio, ahora que se acerca a la puerta del auto, ahora que vuelve a escuchar la risa de Carlos, su amigo abaleado por facinerosos en un bar de mala muerte, ahora que siente pasos ligeros detrás suyo,

ahora

que

el

brazo

del

conductor

lo

detiene

inexplicablemente, cerrándole el paso hacia el interior del auto, ahora que vuelve la mirada sobre los dos pistoleros que se acercan, ahora que siente escurrir un hilo caliente desde su 160

frente, ahora que el taxi parte sin él, ahora que ve por primera y última vez la rugosa textura del pavimento...

161

LA PINTORA

Ya ha terminado la serie de veinte cuadros y en su mente bullen más proyectos. Una gran serie, por ejemplo, que refleje la vida de los presos políticos en la cárcel, su extraña solidaridad. Quizás un mural o un inmenso fresco sobre la guerra.

Santiago había sido apenas una pieza del engranaje, el resorte que la había impelido a otros escenarios insospechados. Ese había sido el sentido final del reencuentro con Santiago, una especie de oportunidad para la liberación: ya no más cuadros de viejos, ya no más sufrimiento con los gritos de la loca; ahora era reconocida. Bastaba apreciar el impacto de sus pinturas en la Corte para asegurar que la espera por fin cobraba sus frutos. Quizás pudiera comenzar una vida nueva, la vida que se merecía. Tal vez el triunfo rebelde coincidía con una renovación de su destino personal.

El paisaje afuera del café le resulta extraño. Todavía tiene fresco en su memoria el recuerdo de otras citas con Pavony en este mismo lugar, en su refugio, como él lo llamaba. Personas que corrían llevando papeles, rebasando obstáculos, inquiriendo firmas, entrando y saliendo del café en busca de escurridizos 162

abogados. Pero hoy parecía como si la locura cotidiana de la gente, su ritmo indómito, hubiera cedido a una expectación imprecisa. Ya no se la ve con sus afanes de siempre. Es más, casi no hay nadie: sólo unos pocos ancianos sentados alrededor de la pileta, tomando el sol, y algunos vendedores ambulantes, ocupan el espacio de la plazoleta. También dos o tres mendigos que despiertan a esta hora ya madura de la mañana.

Pavony la mira, con esos mismos ojos que siempre parecen fascinados y a la vez atentos. La escucha en silencio como confirmando sus expectativas. Pero ella sabe, que el fracaso le tritura el corazón al abogado. Era de esperarse: un hombre tan seguro de sí, un vencedor, ahora vencido. Debe ser muy doloroso, piensa la Mujer.

—Sé que ahora tendrá usted el reconocimiento que merece y eso me alegra —le dice Pavony, y en seguida le pregunta—: ¿Qué piensa usted hacer, tomará al fin ese viaje de descanso? —No sé —responde la Mujer—. La verdad es que tengo tantos proyectos, que las ganas de viajar se han esfumado. ¿Sabe, doctor Pavony? Pintar es también como viajar. Cada cuadro que comienzo es como un viaje misterioso que emprendo, como una aventura fascinante llena de sorpresas y peligros. Nada parecido a

esos

tursitos

preparados

de

contingencia, ¿me entiende? 163

antemano

que

matan

la

—La verdad es que apenas puedo imaginarme esa experiencia — contesta Pavony casi con desgano—. Mi trabajo es más parecido a una rutina con variaciones. Al principio de la carrera todo parece aventura, pero después, se da uno cuenta de que hay recetas y trayectos predefinidos, que no hay mucho espacio para la creación. —Eso es lo que siempre me ha parecido ese oficio suyo —afirma la mujer con prepotencia—: una especie de recetario aburrido. —Si, si, puede ser —responde Pavony, alistando el dinero para cancelar el refrigerio que se han tomado, sin poder esconder la molestia que le han causado las últimas palabras de la Mujer.

Afuera, la Mujer se despide de Pavony con un beso en la mejilla y él, un instante antes de que ella ingrese al interior del taxi que la conducirá a su departamento, le aprieta la mano, como queriendo detenerla. Ella lo mira desde la ventanilla y lanza un último adiós, antes de que Pavony se de vuelta y se dirija de nuevo al café.

Se siente segura y alegre. Espera contarle a su madre las últimas decisiones. Se llena de expectativas y sentimientos nuevos. Y así, con ese ánimo, llegará a su departamento, abrirá la puerta y llamará a la anciana. Pero no escuchará el jadeo con que la vieja, como un animalito agradecido, suele responder a sus saludos... Y empezará el horror... 164

Casi a tientas correrá hacia la sala, buscará en la esquina el sillón donde la vieja permanece ovillada casi todo el tiempo, pero no la hallará allí. Verá el desorden: el sillón roto, los demás muebles patas arriba, los cuadros acuchillados, las paredes pintadas con letreros obscenos. Entrará a la pieza y verá su cama destendida, los estantes de libros en el piso, la llave de la ducha aún goteando y las ventanas abiertas. Y tampoco encontrará allí a la vieja. Se dirigirá a la cocina y se tropezará con la nevera atravesada sobre un baldosín hecho pedazos, examinará cada anaquel, cada aparato, ya completamente desequilibrada. Dará un primer grito que sonará más bien como el gemido de una gata en celo. Se lanzará en carrera al patio de ropas y revolverá cada prenda, cada cuerda, cada bocanada de aire en busca de su madre, pero allí tampoco dará con ella. Entonces intentará calmarse. Respirará hondo, tratando de controlar el ritmo, pero se irá llenando de terror hasta que de su pecho salga un segundo grito, esta vez fuerte y agudo. Volverá a la sala, revisará de nuevo cada rincón del departamento y se dará por vencida. Se convencerá de que su madre no está en el departamento, de que ha sido asaltado, de que se la han llevado, de que está sola y a merced de los asaltantes. Intentará comunicarse por teléfono con el abogado pero la línea no funcionará. Nada funcionará: ni la corriente eléctrica, ni el agua de las llaves, ni sus intentos por sosegarse. Entonces, se sentará en el centro de la sala, apoyará 165

su cabeza sobre las dos manos y emitirá un tercer grito, grito grande, grito rabioso, grito desesperado, grito loco, grito inútil.

Unos minutos más tarde, cuando de sus ojos no quieran salir más lágrimas, cuando de su boca no puedan salir más gritos, cuando a sus manos no quiera llegar la sangre, intentará conseguir la ayuda de los vecinos. Pero se encontrará con la grosería de unos, con la indiferencia de otros, con la burla de los más. Correrá impotente por las escaleras, golpeará en vano las ventanas, las puertas,

las

paredes,

porque

nadie

querrá

auxiliarla:

no

encontrará la compasión que merece su coyuntura.

Volverá, abatida, al departamento, procurará poner en orden sus ideas, se detendrá en la lectura de los letreros que han dejado los asaltantes y confirmará lo que desde el comienzo ha presentido: han sido los locos de arriba, los drogadictos, los salvajes que siempre las habían fastidiado, pero que hasta ahora no se habían atrevido a hacer nada. Se llenará de fuerza y valentía y se dirigirá al departamento de esos locos.

Una bocanada de aire pestilente saldrá de la puerta y unos ojos negros la mirarán inmutables, y luego un brazo la tirará de su blusa y sentirá como es empujada hacia adentro, hacia el salón. Y allí, horrorizada, verá el cuerpo de su madre, desnudo e inerte y a dos seres andróginos acurrucados, bebiendo de sus líquidos 166

orgánicos, e intentará apartarlos, pero sólo podrá acomodarse para soportar el fuerte golpe que uno de ellos soltará contra su frágil cuerpo. Intentará salir, pero será detenida por el mismo brazo y los mismos ojos negros y diabólicos que la recibieron. Sentirá que es elevada por los aires, como si sólo fuera una muñeca, sentirá también el frío de la navaja sobre su cuello y las manos, innumerables, que la desnudarán, y que, ansiosas de descubrir

los

secretos

de

su

cuerpo

tan

magistralmente

resguardados, ansiosas de corroborar el mito de su virginidad tardía, arañarán sus carnes blancas. Sentirá el dolor de la penetración salvaje y los labios succionadores de los seres andróginos, bebiendo de su sangre y de sus sexo, sin que pueda defenderse.

Correrá

desnuda,

ya

sin

vergüenza

alguna,

hacia

su

departamento, se arropará con los jirones de las sábanas que encontrará en su cuarto, se meterá al baño, al comprobar que todo vuelve a funcionar: la corriente eléctrica, el agua de las llaves, el teléfono, y se dará una ducha larga e intensa, con la que procurará quitarse de encima la asquerosa sensación de los diabólicos succionadores, y se vestirá y llamará a la oficina del abogado y escuchará, de la voz todavía quebrada por el horror del joven asistente, la noticia de que a Pavony acaban de asesinarlo dos pistoleros. 167

Se dará cuenta entonces de que está sola, de que no puede contar con nadie, de que el cerco se ha cerrado, de que el destino se ensaña de nuevo con ella, de que tendrá que volver a comenzar...

168

EL PROFESOR

Muchachos: es como si ya no existieran márgenes, como si las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la razón y la sinrazón se hubieran desvanecido. Veo a la Mujer pasearse cómodamente por la sala, la veo cuando limpia sus pinceles, cuando examina sus cuadros, veo a su madre acurrucada en un sillón de la esquina. Veo a la religiosa leyendo las cartas de Santiago, y a él departiendo con Enrique como si nada, como si las barreras ya no existieran y hubiésemos encontrado por fin la clave de la convivencia. Veo a Pavony en el sofá, fumando pipa, contando la historia de su amigo Carlos, baleado por maleantes en un café de mala muerte. Veo a Ignacio por fin feliz, y al profesor Núñez rasguñando con su pluma unos papeles...

Amado Mauricio: Enfrentar el final no ha sido tan difícil. Tanto que, a contrapelo de quienes hablan de desequilibrio y locura, puedo afirmarte que hoy ha sido el día más tranquilo de mi vida. La decisión está tomada desde anoche a esta misma hora. Hasta he consultado algunos textos médicos, he incluido una sesión de análisis y ahora te escribo esta carta.

169

Quizás todo esto pueda verse como algo anormal. Al fin y al cabo, una carta a un muerto, el uso de la racionalidad para decidir el tipo de suicidio y la serenidad con la que he resuelto vivir cada minuto de mi último día, son cosas que pueden parecer muy raras, es cierto, pero no caen en esa bufonada con la que han rodeado la verdad del suicidio. Me siento más bien como el protagonista de ese cuento tan bello y extraño al mismo tiempo que alguna vez leímos juntos: la tercera orilla del río, de Joao Guimaraes. Es algo similar: preparo la canoa más cómoda para el viaje, le pido al ser más cercano que me acompañe y que me espere, corto de tajo toda relación con el mundo y me lanzo al río, a ese río que eternamente le dará

movimiento a mi

canoa: el río de la muerte.

No quiero hablarte de una sinsalida, no quiero ponerme melodramático. Quiero más bien escribirte como siempre te hablé: con toda la seguridad y la calma que me daban tus caricias y tu amor sincero. Porque aún, en medio de esas últimas imágenes que los noticieros han trasmitido de nuestra ciudad hecha escombros, hay todavía belleza. No sabes lo mucho que me emocioné cuando anunciaron que habían rescatado a un niño recién nacido del fondo de un edificio en ruinas. Nadie se explica cómo pudo sobrevivir, pero ahí estaba: flaquito y mocoso y vivo. Cómo son las cosas: ese mismo día me confirmaron que tu vida se había agotado por causa de las balas 170

perdidas y odiosas de los francotiradores. Y ese mismo día se llevó a cabo la ejecución de Santiago Mendoza.

Yo aún sigo sin saber si Mendoza era un psicópata o un iluminado. Los jurados quedaron muy conmovidos con mi análisis de su obra literaria. El abogado y el mismo Mendoza no salían de su asombro: que se pudieran inferir tantas cosas de unos pocos rasguños sobre el papel, parecía cosa de brujos. No fue tan afortunado, en cambio, el análisis grafológico. Yo se lo advertí a Pavony, pero el hombre andaba desesperado por el apuro que significó acelerar el proceso.

No pude, sin embargo, quitarme la sensación de que mi trabajo había sido apenas una especie trampa resbalosa en la que podía caber tanto una cosa como la otra. Tú me lo advertiste, pero también me animaste a seguir adelante. Al fin y al cabo era también la oportunidad para poner en escena eso que tú llamaste una estrategia posmoderna. Pavony se reía con tu hipótesis, pero en realidad era exactamente eso: hacer que un discurso tan lejano de la esfera jurídica como es el discurso poético se tuviera en cuenta en la Corte.

Creo que tu agudeza jugó un papel importante en el proceso. A la intuición y a la perspicacia del abogado se sumó tu agudeza. Y lo tomaste como un juego, fuiste una especie de asesor que 171

ofrecía conciencia a las acciones de la defensa. Hacer caer en cuenta, por ejemplo, que lo que había puesto en escena Pavony y su equipo había sido ni más ni menos una yuxtaposición de la estrategia hermenéutica, más propia de los análisis estéticos que de los jurídicos, fue realmente genial de parte tuya.

Pero esta carta no está destinada solamente a alabar tu inteligencia. Es más bien una especie de anticipación de lo que conversaremos allá, en ese lugar a dónde espero llegar en un par de horas. Ese es el tiempo que bastará para que los efectos de la anemia produzcan mi deceso. Y ahora que la sangre empieza ya a brotar de mis venas por los tres puntos estratégicos que he abierto en mi cuerpo, deseo simplemente escribir de mil maneras el registro de mi amor por ti.

Ocurre que he vivido un infierno desde que tu ausencia se volvió definitiva. Ocurre que este último mes me ha parecido eterno. Cuento no sólo las horas y sus minutos, sino cada segundo. Y hasta el sonido del reloj que hay en mi alcoba me tortura, pues se ha convertido en una especie de corazón paralelo que replica mi dolor. No he podido dormir y nada me consuela. No hallo que hacer. A veces intento quedarme en casa y no salir, a veces, en cambio, salgo con la primera luz y regreso, después de recorrer las calles, cuando me siento completamente agotado. Ocurre que nada tiene sentido ya para mí. 172

Nunca creí que dependiera tanto de tu amor. Soy un adicto de tus besos y de tus palabras. Eso es. Y ante la escasez absoluta de esa droga bendita, no hay tratamiento de rehabilitación que funcione. Algo me recorre entero y parezco ya un enfermo. No hay nada que alivie esa secuela de mi adicción.

La universidad no me ofrece consuelo. El oficio se ha reducido a la investigación insulsa y a las labores administrativas. No hay clases y los claustros parecen cementerios. Todo ha sido profanado por la guerra, así que me queda muy poco por hacer. Leer o escribir, lo único que sé hacer, resultan ahora actividades irresponsables. La mayoría de los profesores se han retirado y hacen trabajo social en las zonas afectadas. A los pocos que nos hemos quedado nos tildan de cobardes e incompetentes. No pocas veces se han cometido atentados contra el alma mater. La universidad ha perdido su función cultural y su burbuja ha sido violada. De modo que no constituye un resguardo muy seguro que digamos.

He intentado unirme a las brigadas de trabajo social. Pero mi sensibilidad me traiciona a cada instante. ¡Qué ironía! Nunca he aguantado ver sangre, tú lo sabes, no puedo con las imágenes de cuerpos mutilados, el rostro desfigurado de los niños afectados por el hambre me estremece. Y toda esa incapacidad 173

física me excluye automáticamente de las labores de auxilio. Las calles destrozadas me causan tanto dolor que termino refugiado de nuevo en mi alcoba, donde

tus olores y tus recuerdos se

juntan para acabar con mi tranquilidad.

Hoy, todos se alegran del triunfo rebelde, como si no se supiera bien qué vendrá después. Al menos para nosotros, la gente de la cultura y de la academia, no existe un futuro inmediato. Vendrán las

labores

de

la

reconstrucción.

Y

en

nombre

de

esa

reconstrucción nosotros seremos excluidos. El exilio será inevitable. No puede ser distinto en nuestra ciudad. La historia es implacable. No sabes cuánta falta me haz hecho por eso a la hora de tomar las decisiones cruciales. Tú habrías tenido los argumentos precisos, las ideas claras y, a lo mejor, entre los dos habríamos podido vislumbrar el mejor atajo. Pero no estás y he preferido más bien unirme a ti. Desde allá, veremos lo que le pasa a esta ciudad agobiada que ahora intenta sacudirse de sus tiempos terribles.

La sangre sigue fluyendo de la manera que había calculado. Faltan apenas algunos minutos. Pronto ya no tendré la fuerza ni la lucidez para escribir más. Por eso me apresuro a terminar esta misiva, mi amado Mauricio. Quiero que sepas que soy también tu mejor amigo. Quiero que cuentes con migo para tus nuevos planes. En esencia, nada tiene por qué cambiar allá. 174

Podemos seguir amándonos como siempre. Podemos seguir imaginándonos el mundo perfecto. A lo mejor en eso consiste nuestra utopía: en la posibilidad de estar juntos de nuevo...

...Son las últimas gotas y también las últimas palabras, todas para ti Mauricio, para ti... Ojalá que mi sangre y mis palabras que ahora se agotan se conviertan en el puente hacia ti... hacia ti...

***

Muchachos: quizás hoy sea mi último día sobre la tierra (y, si quieren cagarse de la risa por la frasesita, háganlo de una vez: tienen todo el derecho, ahora que están fuera del alcance de mis manos). El deterioro ha alcanzado, por fin, órganos vitales. Es cuestión de horas, según ha dicho el médico. Así que espero acompañarlos muy pronto, donde quiera que estén ahora, para hacer el balance de las cosas que han sucedido en estos últimos tiempos. Tal vez, descarados, estén gozando de una cerveza fría, como en los viejos tiempos o —lo más seguro— de una ardorosa temporada de verano en los infiernos. Lo cierto es que la suerte que ustedes han merecido es la misma que me tocará padecer muy pronto. No existió diferencia esencial en nuestras vidas, no tiene por qué existir ahora en el más allá. La cuestión era, más bien, quién habría de llegar primero y qué ventajas tendría esa 175

presteza. Me imagino por eso a Raúl preparando el camino y a Enrique pelando allá, sólo por llevarle la contraria. Pero la suerte que tengo, creo, consiste en haber partido de último, en haber resistido un poco más que ustedes, muchachos, pues me evito así abrir trocha, actividad que —ustedes lo saben— nunca fue compatible ni con mi condición física ni con mi fuerza espiritual.

Tendrán que perdonarme el tonito solemne que he utilizado en mi ulterior mensaje, pero es la forma menos complicada de hacerlo. La urgencia lo exigía y no podía quedarme callado. Tenía que decirlo antes de emprender el viaje definitivo: perdimos.

Sigan, muchachos, riéndose de mis frasesitas. No saben ustedes cuán grato es escuchar sus risotadas desde la eternidad. Ese es mi consuelo: pensar que allá podemos seguir riéndonos de todo.

Hasta muy pronto, muchachos.

FIN

176

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