II JORGE BERNARD SHAW Cuando Bemard Shaw nace en 1856, hallábanse en la plenitud de sus facultades creadoras Bismarck, Víctor Hugo y Ricardo Wagner; a Shopenhauer poco faltaba para morir; Nietzsche contaba doce años; Ibsen y Baudelaire ya eran famosos; Cezanne, un adolescente, y Carlos Marx y Federico Engels llevaban más de diez años fecundos en luchas sociales y políticas. Shaw, que viene al mundo en el mismo año en que Oscar Wilde, precede y sobrevive a Proust y a Valery, a Spengler y a Scheler, a Hitler, Lenin y Mussolini. De noventa y cuatro años de vida, muere Bernard Shaw, puede decirse que prematuramente (como alguien ha dicho de Kant), no ya por lo que él mismo quisiera y anhelara, sino por lo que su obra implica de crítica demoledora de un mundo de formas culturales, a las que pudo reemplazar con una actitud y un concepto de la vida de que él, con unos pocos, conoció el manantial y se guardó consigo, avaramente, el secreto hasta la tumba. Tratar de descubrir lo positivo en la enmarañada urdimbre de conceptos y paradojas, prólogos y epílogos, comedias y ensayos, diatribas y discursos de Shaw, debiera
ser el mejor homenaje a su memoria. Pero es tarea ingente, porque el mundo en que nació Bernard Shaw y que él mismo contribuyó a desmontar, estaba construido con tan laborioso tejido, con tal minuciosidad, en piezas entreveradas entre sí, que su destrucción sigue durando muchos años y todavía nos caen pedazos de la gran armazón, y a las generaciones de esta primera mitad del siglo XX no nos queda mucho tiempo, como no sea para hurtarles el bulto en el paulatino desvencijamiento. Bernard Shaw era un comediante genial, mas no porque hiciera comedias maravillosas, sino por haber poseído la virtud singular de hacer que las grandes ideas que presiden la edad moderna entraran en comedia como personajes centrales. Shaw no crea caracteres humanos; este fue el papel de Shakespeare, principio de una era que entraba a la historia sobre las ruinas de la edad media, y tenía menester de saber ante todo con qué clase de hombres se iría a desenvolver en la gran peripecia de estos cuatro siglos de modernidad. Shaw hace un teatro de ideas, pero en el mejor y directo sentido que esta expresión pueda tener. En realidad para nadie es un "recuerdo imborrable" de la lectura del teatro shawiano, figuras como las de Underschaft, o Mendoza, o Joseph Proteus, o Cauchon o Santa Juana, o Higginio o Juan Tarleton. Estos hombres no son caracteres, ni siquiera símbolos. Son ideas consecuenciadas, deducidas hasta sus más remotas derivaciones y capaces entonces de dar la imagen de un hombre o de una mujer, porque una vida humana es lo más semejante a una idea que se lleva hasta sus últimas consecuencias. O podría decirse también que Shaw hace personajes con las ideas, como el cine hace figuras con la luz, pero siempre contando con las sombres. Un personaje de Shaw es el resultado de un procedimiento de iluminación lógica en que, a fuerza de fosforescer, se destruye a sí mismo. En Shaw un personaje es lo que queda de una discusión.
Una discusión entre el autor y los prejuicios y convenciones de su tiempo. Shaw dijo de Wilde que su virtud estaba, no en el esteticismo ni en su crítica de arte (de que nada sabía), sino en la creación de comedias y en la censura de las costumbres y de la moral de su tiempo. No es fácil decir, en estos dos escritores estrictamente coetáneos, quién imitó a quién. Pero Shaw publicó su primera obra de teatro (1898) cuando ya Wilde llevaba muchos años en esta actividad y habían salido sus dramas más logrados y sinceros. El caso es que a muchos lustros de la muerte de Wilde, aparecen libros de Shaw en que figuran frases y conceptos sin duda inspirados por aquél. Si Wilde hubiese sido un vegetariano asténico, y no un apopléjico sensual y liviano, o si, no en el orden de la biología, pero en el del espíritu, Wilde hubiera tenido la fuerza de carácter de Shaw, habría llevado con tanto derecho como éste, el título de último demoledor de la cultura occidental que al autor de "La Comandante Bárbara" le confiere Spengler. Bernard Shaw era un carácter. Desde su juventud fue un "viejo cascarrabias". Y su genial buen humor fue hijo, seguramente, de su fundamental malhumorado. No se puede decir lo que dijo Shaw sin pensar que el que así habla, no lo hace seriamente. En el caso de Shaw sí que está bien cerca el carácter del mal carácter. Lo que resulta irritante es que el hombre de mal carácter crea que por ello mismo ya tiene carácter. Pero si ese tal, con todo y su mal humor, es capaz de reír, ya podemos estar seguros de que es todo un hombre de carácter. Por su carácter pudo Shaw mantener por tanto tiempo su papel de viejo regañón. Era, como en otro plano se ha dicho de Hegel, la "madurez de Europa", y tenía por lo mismo el derecho de enfadarse a cada instante. Sólo que muy rara vez se ha dado en la historia de la cultura un hombre tan bien dotado de inteligencia, hasta
el punto de que ésta pueda detener el enceguecimiento que provoca el enfado, y logre iluminar con la sonrisa el ceño adusto, y mostrar en lo enojoso, la contradicción hilarante. Por eso, al condenar a los ingleses que quemaron a Juana de Arco, escribe: "La crítica del aspecto material de este asunto queda definitivamente hecha en la negativa de los indígenas de las islas Marquesas o dejarse persuadir de que los ingleses no se comieron a Juana. ¿Por qué —preguntan— iba nadie a tomarse el trabajo de asar a un ser humano como no fuera con ese fin? No conciben que ello sea un placer. Como no podemos contestarles nada que no sea una vergüenza para nosotros, sonrojémonos de nuestro salvajismo más complicado y más presuntuoso, antes de seguir dilucidando el asunto y de examinar qué lecciones contiene para nosotros". Pero "la madurez del hombre es haber vuelto a encontrar lo serio de cuando era niño". Por esto Shaw era también un niño. Sólo con una mentalidad infantil se pueden desnudar tantas cosas sin rubor ni aspavientos. Prevalido de su poderosa inteligencia descubría las miserias de nuestra civilización, contando con que en tomo de nosotros no había más que esclavos. Es la actitud típica del niño malcriado de las casas ricas. Como aquella princesita rusa que se bañaba desnuda ante los sirvientes, y, reñida por su gubernanta, exclamaba: "¡Pero si son unos lacayos!" Tal vez Shaw no habría asumido su posición de niño terrible de no haber sido, muy insinceramente a su pesar, hijo del imperio británico. Un alemán, con su genio, habría adoptado esta actitud con amargura, como en Federico Nietzsche, o con idealismo romántico, como en Thomas Mann. Pero Bernard Shaw sabía muy bien que para los ingleses cambió él mismo la sentencia bíblica: "que no sepa el lado derecho de tu cerebro lo que piensa el lado izquierdo", y mientras Shaw decía paradojas, el imperio sucumbía en lenta pero segura agonía.
Sin embargo, lo que menos vale en Bernard Shaw son sus paradojas. Es la cruda franqueza de su ingenio para desvelar, para poner al descubierto el núcleo donde se monta una convención, el "complejo" desde donde se levanta una "sublimación" de las costumbres sociales y morales. Y estos términos freudianos nos llevan derechos a la tesis de que el primer psicoanalista de la cultura occidental fue este desvergonzado viejo de Irlanda. Mas su método no consistió, como el de Freud, en apelar al subconsciente mediante el examen de actos fallidos o de palabras mecánicamente hilvanadas, sino en salirle al paso al más despierto y al parecer avisado de sus contemporáneos, para mostrarle que sus ires y venares, sus obras y maniobras eran hijas de una mentalidad escatimadora, de un espíritu avispado de treta y engaño, alimentado y mantenido farisaicamente para dar la ilusión de que así se conservaba vivo el fuego sagrado de los valores de nuestra civilización. Por ello, el papel de Shaw no se asemeja en nada al de Sócrates en la descompuesta Atenas del siglo V. Sócrates estimulaba el pensamiento profundo, sobre el ingenuo pensar del ciudadano desprevenido. Bernard Shaw tiene que habérselas con gentes armadas de sutiles recursos mentales, y a ellos se enfrenta, como un listo policía contra un "gang" neoyorquino. Y toda esta lucha de Shaw, ¿qué sentido tenía? ¿Qué buscaba positivamente tras su porfía demoledora? Como todo el que medita sobre los destinos humanos, y más si lo hace con la insistencia que aparece en Bernard Shaw, tiene que postular un fin, un objetivo. "Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco", escribió Aristóteles hace dos mil trescientos años. ¿Cuál es el blanco a que apunta toda la incesante actividad mental de este hombre prodigioso? Shaw, desde luego, sabía que la vida tiene que consistir en algo más que en "no estar uno enteramente muer-
to". La vida para él, es acción, acción auténtica, incluyendo en esta acción la del pensamiento mismo, pues como se sabe ya desde antiguo, el pensamiento es también una forma de energía. Con esto de la acción auténtica no se dice sólo una frase sonora. Todo el reclamo de Shaw, como el de Nietzsche, como el de los mejores espíritus que ha destacado nuestro tiempo, busca conducir al hombre a la autenticidad, a ese encuentro valeroso con el sí mismo y con el ser de las cosas. No más gazmoñería, no más beatería intelectual, artística o religiosa. Atrás el filisteísmo, esa sensación falsa de suficiencia entre las propias falsedades que nos hemos construido. Al enjuiciar a nuestro tiempo, dice una vez Shaw: "La exclamación de la hora presente: ¡Volvamos a la Edad Media!, grito que ha venido incubándose desde el comienzo del movimiento prerafaelista, no significa que nuestras academias de pintura no son lo único intolerable, sino que también son intolerables nuestras credulidades, sin la excusa de la superstición, nuestras crueldades sin la excusa de la barbarie; nuestras persecuciones, sin la excusa de la fe religiosa; nuestro entronizamiento descarado de picaros y estafadores para adorarlos en sustitución de los santos, y nuestra sordera y ceguera ante los llamamientos y revelaciones del poder inexorable que nos creó y que nos destruirá si seguimos desoyéndole?" Shaw no piensa en un más allá, en una vida trascendente a la actual, en una escatología de la acción humana. Su ética es una moral del "más acá", como dijera Nietzsche. Pero todo el que así concibe la acción moral, todo el que piensa en el "más acá" como fin de una ética auténtica, no tendrá más camino que adherir a la metafísica nietzscheana del "eterno retorno". Tenemos que ser buenos, porque eternamente, en incesantes vidas, tornaremos a repetir nuestras acciones, las buenas como las malas, las honestas como las vergonzosas. Este es el eter-
no retorno que llenaba a Nietzsche de estremecimiento casi religioso y que lo condujo a idear la teoría ética de "una buena constitución de hombres". Y a esta concepción, grandiosa dentro de sus internas limitaciones, tuvo que adherir Bernard Shaw, aunque nunca lo expresara paladinamente. Pues Shaw, que no es un pensador eminente, representa, sin embargo,' un pensamiento eminente en la historia de la cultura indoeuropea. El no concibe hondamente nuestros problemas, sino que sus problemas descubren toda la hondura del problema de nuestro tiempo. Es la vida del pensamiento, de por sí, más dramática que cualquier pensamiento sobre la vida. "Sobre la noción del ser estático, triunfa (en Aristóteles) la noción del ser enérgico"... la energía será la noción moderna por excelencia. "En el principio fue el acto, dirá Goethe; y Fichte: el ser es pura agilidad" (J. Ortega y Gasset). Nadie como Shaw ha comprendido tan exactamente esta tesis de Fichte de que el ser es pura agilidad. Piénsese, si no, en su "Pigmalión". El Pigmalión de la leyenda griega hace una estatua, a la que Afrodita otorga la vida, a los ruegos del escultor enamorado de su obra; pero lo fundamental es que el pensamiento y el sentir de los griegos se complace en el cuerpo bello, en el soma plástico de contornos estéticos. El Pigmalión de Shaw, Mr. Higgnis, el profesor de fonética, crea una mujer cuyo encanto reside en la bella modulación del idioma. La belleza plástica y estática cede el paso a la activa y dinámica belleza de la pronunciación y la noble dicción. En esta comedia, como en todas las de Shaw, se revela a las claras que su pensamiento estaba presidido por el concepto fichteano de que el ser es pura agilidad. Por eso Bernard Shaw habrá tenido de la inmortalidad la misma idea de Nietzsche: "No es la vida eterna la que anhelamos, sino la vivacidad eterna".