contacto con la filosofía y fue por ello por lo que desviaron sus talentos hacia la literatura o las finanzas o el derecho, dejando al clero la exclusividad en la defensa de la tradición católica, que ha creado la cultura de occidente. Nuestros hombres del siglo pasado no tuvieron estas trabas y por ello se paseaban con donaire en medio de los más diversos temas y sobre cada uno de ellos procuraban asumir una actitud personal, aunque siempre objetiva; y era que estaban educados en el fértil espíritu de Jaime Balmes, filósofo y apologeta, pensador que admira a Tomás de Aquino, pero que tenía los poros abiertos para dejar penetrar por ellos todas las esencias de la auténtica filosofía.
VIII DESCARTES
Este 11 de febrero de 1950 se cumplieron trescientos años de la muerte de Renato Descartes, en Estocolmo, a donde había viajado por invitación de la reina Cristina. Veinte años antes salía de París hacia Holanda, de donde no regresó a la capital de Francia más que en tres ocasiones y por corto tiempo. "Este aire de París no me deja crear sino quimeras", había dicho el filósofo para justificar su partida, y añadía: "Veo allí tantas gentes que se engañan en sus opiniones y en sus cálculos, que ello me parece una enfermedad universal". Este viaje de Descartes fue decisivo para la filosofía moderna. De igual modo que el viaje de San Pablo a Roma determinó que el cristianismo recibiera ya, desde ese instante, toda la estructura del Imperio e hiciera posible, en el orden histórico, la catolicidad. San Pablo dice: "Apelo al César". La suerte del cristianismo estaba echada: La doctrina de Cristo, que de otro modo habría tenido un radio de expansión bien distinto, se instala aquí en las formas vacías del Imperio Romano y surge el catolicismo con un contenido sobrenatural y revelado, y una forma exterior heredada de la organización imperial.
Descartes, al rechazar las quimeras que le hacen producir el aire y el clima de París, apela también a aquéllo que va a distinguir en lo sucesivo al pensamiento filosófico: La dimensión de interioridad. Dos mil años antes, la filosofía nacía y se propagaba en las soleadas costas del Mediterráneo; todavía en la "oscura" edad media, las mentes mejor dotadas para el pensamiento filosófico, originarias de tierras nórdicas, descienden a Italia y a Francia para buscar allí el claro contorno de la realidad exterior: Escoto Erígena, Juan de Salisbury, Duns Escoto, Guillermo de Occam. La filosofía marchaba de fuera hacia adentro: lo externo como punto de partida; y muchas veces, se quedó la filosofía en la pura externidad. Renato Descartes hace el recorrido contrario: Va hacia el Norte, hacia la bruma. Y va a las cosas desde el interior de la conciencia. Instalado en Holanda, escribe allá toda su obra filosófica fundamental. En 1637 se conoce el "Discurso del método". El "cogito ergo sum", como quien dice, el grito de guerra de toda interioridad filosófica, aparece en este libro por primera vez. Pero había tenido una larga gestación: La idea del "cogito" surgió en Descartes, desde el oscuro otoño de 1619, cuando las tropas de que hacía parte demoraban en los cuarteles de invierno de Neuburgo. Entonces anota con entusiasmo el descubrimiento de las bases de una ciencia admirable. Y un año después, en un otoño igualmente crudo, reitera: "coepi inteligere fundamentum inventi mirabilis". Solo las nieblas germánicas propician a Descartes la creación de su filosofía. Y Descartes es, sin embargo, el filósofo de la "claridad" y de la "distinción". Pero no de la claridad de las cosas; lo que Descartes busca es la claridad de las ideas. Las cosas claras, las realidades patentes, de contornos dibujados y nítidos ofuscan sus ojos e irritan su espíritu. Su filosofía rechaza el valor de conocimiento que producen las percepciones externas, justamente por la inmediatez de éstas, por la sospechosa cla-
ridad con que se nos presentan. "Noli foras ire, in te ipsum redi", habría dicho con San Agustín, si hubiera estudiado con más humildad a los filósofos que le precedieron. Pero Descartes cree, en buena parte con razón, que él inicia un comienzo absoluto en el filosofar, y dada su hostilidad por la luz de los ojos externos, no pudo imaginar nunca que el ardiente obispo africano, en sus caldeadas tierras, hubiera recomendado doce siglos antes que él: "Noli foras ire". Verdad es que en San Agustín, esa gran sentencia que se puede leer completa en su tratado "De vera religione", no tuvo consecuencias. La marcha hacia el Norte del filósofo francés es el símbolo del pensamiento moderno, que se inicia con Descartes, deductivo y racionalista. "Dadme un trozo de materia y os explicaré el universo", anuncia Descartes con el peculiar optimismo de todo racionalista, como optimista de sentido contrario era Aristóteles, al proclamar la primacía del dato sensible para la elaboración intelectual. Y a fé que Descartes va a estar en lo cierto. Por muy distanciada que se halle la concepción actual de la naturaleza del mundo físico con respecto a la que ideó Descartes, es lo cierto que la capital hazaña de la técnica humana, la liberación de la energía nuclear, se inspiró en una fórmula de Einstein, obtenida por métodos deductivos; y la "experiencia" en la ciencia de nuestros días es una cosa tan elaborada, tan "construida", que la de un Bacon o de un Locke se nos hace hoy como cosa pueril, ingenua y, lo más grave, insuficiente. La misma descomposición atómica, al contrario de todos los demás descubrimientos tan finos y sutiles de las ciencias, careció de una base intuitiva sensible que le sirviera de antecedente; aquí no ha intervenido sino la fuerza del pensamiento deductivo. Claridad en las ideas, oscuridad en las imágenes; este es el ambiente en que se mueve la nueva filosofía, a par-
tir de Descartes. Ese tipo de claridad es oriunda de las tierras septentrionales, al par que la decantada claridad latina, que es al reverso (claridad de las imágenes, oscuridad en las ideas), sólo podía respirar bajo el azul intenso y el claro día de los países del sur. Claridad nórdica en que la intuición sensible fracasa, lo que ha determinado que la ciencia actual sea ajena al sentido común y se encierre en un esoterismo esquivo y distante. "Vivir sin filosofar es igual a tener los ojos cerrados, sin tratar nunca de abrirlos", escribe Descartes. Pero para la vida, es el filosofar, según su pensamiento; los ojos solo sirven para mirar la belleza de los colores y de la luz, y para conducir nuestros pasos con acierto. La filosofía es, a su juicio, el ojo interior que nos permite conducirnos como hombres, "ella sola la que nos distingue de los más salvajes y bárbaros", y "una nación es más civilizada y culta en cuanto sus hombres filosofen mejor; de donde resulta que el más grande bien de que pueda ufanarse un Estado es el de tener verdaderos filósofos". Verdaderos filósofos, es decir, hombres que poseyesen sobre todas las cosas y en el caso especial de los Estados, ideas claras y distintas. Por no encontrarlas en París, que vivía todavía al calor de la guerra de los treinta años, Descartes se marcha a Holanda. Por encontrar confusión y oscuridad en los dirigentes del pensamiento y de la política francesa del siglo XVII, Descartes cree que todo eso no es otra cosa que una tremenda enfermedad universal. La sumisión a la inteligencia, la convicción íntima de que el saber y el conocimiento nos hacen mejores y más humanos, es el ambiente moral en que se mueve el gran filósofo francés, y en general, todo intelectualismo. Y esta ciencia de ahora que él preludió, tiene al hombre actual en un callejón sin salida. Estamos como en la edad primera de la humanidad, cuando el hombre inventó el
hacha de sílex: su descubrimiento lo hizo más hombre; su uso lo devolvió al reino de las fieras: fue el "homo homini lupus". Pero un día pensó y meditó y reflexionó sobre ese uso absurdo y ese empleo nefando que estaba haciendo de su descubrimiento, y depuso las armas en manos de una autoridad que él mismo se inventara. Pero una autoridad paternal, cuyo alcance era directamente proporcional a los peligros que traía la anarquía. Ahora, cuando las armas bélicas producidas por la ciencia tienen alcance mundial, la autoridad que las reciba de su anárquicos usufructuarios, tiene que ser igualmente universal. Ese pensamiento claro y distinto que se lanzó al mundo desde las brumas nórdicas, nos envía también ahora su producto macabro. El hombre está satisfecho de su inteligencia, pero ha empezado a actuar en él lo que Freud llamó el "impulso tonático", al que sólo detendrá un acto de más alta calidad intelectual y que consistirá, entonces, en examinar fríamente la realidad de nuestra situación. "No sabemos lo que nos pasa; y lo que nos pasa es eso: que no lo sabemos". Esta profunda frase de Ortega y Gasset, dentro de su juguetón estilo, es también el canto de cisne del intelectualismo. Y dicha en estos azarosos días en que conmemoramos la muerte de Descartes, es también el mejor homenaje a su fé en la inteligencia, a su exaltada convicción de que lo que envilece al hombre es la ignorancia y la torpeza. • •
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En el otoño de 1649 Descartes, siempre hacia el Norte, se dirigió a Suecia, y continuó desde allí su ya larga correspondencia con la Princesa Elisabeth, hija del Elector del Palatinado. El 9 de diciembre, dos meses y dos días antes de su muerte, le escribió su última carta que ter-
mina curiosamente así: "Después de todo, sin embargo, aunque mi veneración por Su Majestad sea muy grande, creo que nada podrá retenerme en este país más allá del próximo estío", y añade: "Mais je ne puis absolutement répondre de l'avenir". El porvenir era la muerte, y por ella, nada en verdad fue capaz de retenerlo en la corte de la reina Cristina. El intelectualista Descartes respondía así del porvenir, eliminaba en forma tremenda, lo incierto del futuro.