III LEIBNIZ "Logon aergon", "Ignava ratio", "razón perezosa": contra todo esto quiere luchar el filósofo Leibniz. Su afán está en desencantar el mundo. Pareciera sin embargo que ésta habría de ser la tarea de todo pensador auténtico. Pero en Leibniz, como en ningún otro, se convierte en obsesión. Una obsesión muy hija de su optimismo y de su fuerte salud; por sus venas corría sangre eslava; comía en exceso y a su mucho comer debió un mal de gota que lo conquistó para la muerte. Pero no creía en los dolores: éstos no son más que conocimientos confusos; tampoco temía a la muerte, que es mera reducción del cuerpo del animal a "una pequeñez que escapa a nuestros sentidos no menos que aquella en que se encontraba antes de nacer". En este 21 de junio de 1946, tercer centenario del nacimiento del filósofo, estamos celebrando el decreto de Dios que decidió crear su propia alma espiritual; todo lo restante en Leibniz fue engendrado con el mundo y subsistirá con él. Leibniz es, entre los filósofos, el más gallardo portador de esa alegría de vivir que aflora en todas partes
con el Renacimiento, y que en ningún sentido determina todo lo demás de este momento histórico. No sólo quiere y ama este mundo del más acá, sino que afirma que es el mejor de los posibles. Y la tierra toda la tiene entre las manos: nacido en el seno del protestantismo, se vincula estrechamente con Roma y con los jesuítas; con mañas de político quiere que el cristianísimo rey Luis XIV ocupe sus energías conquistadoras en el Egipto no cristiano, para que deje en paz a la Alemania reformada que, al fin y al cabo, participa en la misma fe de Jesús. La China remota entra por primera vez en el círculo de intereses de uno de los más grandes metafísicos de Occidente. Es el nuevo humanismo: ya no es la simple idea de lo humano, sino la plena vigencia de la humanidad, la que siente Leibniz en esta época de los grandes descubrimientos de países y rutas. El espíritu se ha hecho difusivo; no quiere morar enamorado de una sola región, como un día lo hiciera en las praderas del Ática; se aposenta en todo el haz de la tierra, cruzada de meridianos cuyos puntos de referencias son las academias para el progreso de la ciencia. Así al menos la imagina Leibniz. El mismo funda una, la Academia de Berlín. Quiera Dios que una guerra no destruya ahora lo que fabricó el primer campeón de la paz. Y para esa paz trabajó Leibniz con todos los instrumentos, desde los usuales del compromiso diplomático, hasta los más sutiles de una matemática universal aplicable a la filosofía. Leibniz quiere dotar el pensamietno de un lenguaje universal y exacto, en que se suprima hasta el mínimo la ecuación personal, la carga sentimental que todo pueblo pone en sus palabras, aun las más abstractas, acento que hoy justamente se considera ineludible, como hijo que es de la primordial visión del mundo que ninguna época ni país enajena, antes bien aquilata en la misma medida en que sea más grande y creador. Pero el racionalismo de en-
tonces pedía este lenguaje, acorde con el sentimiento universalista de los tiempos que corrían. Por eso no es casual que Leibniz sea uno de los más grandes corresponsales de todos los tiempos. En sus cartas se halla la medula de su filosofía: escribe sobre política y sobre temas filosóficos; contesta objeciones y refuta conceptos. Bertrand Russell confiesa que antes de leer las cartas de Leibniz a Arnauld y el Discurso de metafísica, el sistema leibniziano de las mónadas se le hizo siempre demasiado artificial y arbitrario. Y no sólo es corresponsal sino viajero. En su viaje a París de 1672 se frustra el diplomático pero se logra el filósofo. Comprende entonces todo lo que Francia significa en el progreso del saber y en la ciencia de la naturaleza. Entabla amistad con Arnauld. Se hace discípulo más tarde de C. Huyghens, de quien toma las bases para su descubrimiento del cálculo diferencial e integral. De regreso a Alemania, pasa por Holanda y conoce a Spinoza en La Haya. Ya no olvidará nunca esta experiencia y su empeño será ahora colocar a Alemania al nivel de la nueva inquietud intelectual. Leibniz realiza en sí mismo la idea de la mónada. Consciente de su valer, era orgulloso y altivo; fracasó en sus empresas porque no estuvo dispuesto a admitir la colaboración de la mediocridad en torno, que le era impuesta a través de las intrigas palaciegas. La mónada leibniziana, último constitutivo de lo real, es una unidad cerrada, sin ventanas para el exterior y que sin embargo alberga en su interior, mediante la conciencia, al universo entero. El Leibniz solitario de los últimos años, abandonado al fin por todo el mundo, se interesa sin embargo por todo y es el filósofo de la tolerancia religiosa e ideológica. "Je ne meprise presque rien", escribe, y según Dilthey, dice una vez: "Aunque suene raro, apruebo todo lo que leo". El filósofo racionalista aprueba todo lo que lee. Si el racionalismo no es more geométrico, como el de Spinoza,
esta aprobación que a todo otorga es su misma justificación. Y en el caso de Leibniz la frase reviste la dignidad de una semblanza. Cuando Leibniz asiente a lo que lee parece estar diciendo: "Nada ocurre sin razón suficiente". Nada se escribe sin razón suficiente, será una derivación del principio grande. La razón suficiente existe siempre y de ahí la actitud complaciente del filósofo. Más tarde, el más serio de los filósofos, Hegel, hablará de la razón astuta; esto quiere decir que la razón astuta descubrirá en medio del error, la verdad; en la mitad del. mal, el bien. ¿Se anticipa Leibniz con la frase transcrita a la dialéctica hegeliana? Hay muy pocos elementos dialécticos en la filosófica leibniziana; claro que un discípulo de Hegel los hallará por doquier, y más ahora en que se ha hecho moda escribir la historia de la filosofía desde la filosofía del historiador. Leibniz no anuncia a Hegel y me parece que la razón decisiva está en la tesis de Leibniz sobre la infinita inteligibilidad de lo real. La diferencia entre verdades de razón y verdades de hecho hace imposible que Leibniz sea ya dialéctico en su tiempo. Pero hay algo más: es que Leibniz configura toda la posterior filosofía alemana y en su seno están los gérmenes de los más grandes filósofos que vendrán después, inclusive los no hegelianos. Este destino de Leibniz sí es dialéctico: su empeño por una lógica universal y un lenguaje universal para la filosofía queda reducido a una bella esperanza. Al contrario, Leibniz señala las características de la filosofía alemana, como Locke funda la filosofía inglesa y Descartes la francesa. Antes de ellos la filosofía no tenía nación; su escenario era toda la Europa cristiana. Leibniz escribe en francés y en latín sus obras capitales; muy poco en alemán. Y sin embargo, es el primer filósofo alemán de estatura de gigante. E c k h a r t , Jacobo Bohme, Ángelus Silesius, son apenas precursores.
La filosofía alemana o es idealista o es realista. Esta afirmación parece una simpleza. Pero lo importante está en el nuevo tipo de realismo que inaugura la filosofía alemana. El realismo griego consiste en pensar que las cosas están allí, con sus esencias dibujadas en el interior de sus apariencias, algo así como la osatura que se ve en una radiografía, a través de los tejidos celulares. La esencia para los griegos es eidos, que viene de una raíz id, que significa ver. La esencia es, pues, visible, sólo que con los ojos del espíritu; el espíritu despoja a la imagen de sus condiciones sensibles y percibe la idea, la esencia. Por eso para el griego la verdad es aletheia, descubrimiento. Esta optimista concepción del conocimiento de lo real no la comparte hoy ningún filósofo realista; pero ya Leibniz, el optimista por excelencia, la miraba como un imposible. Y había llegado a esa posición no sólo por el mejor análisis del conocimiento que propiciaran las ciencias naturales servidas del método matemático, sino por su idea de la individualidad de lo real. Cada cosa real es inconfundible e incomunicable; muy poco importa que sea común a otra su género o especie, que fue lo que siempre tuvo de presente la filosofía, griega para sentar la supremacía de lo general sobre lo particular. La cosa es un mundo cerrado; para conocerla adecuadamente es menester conocer en su integridad la totalidad del universo. El realismo entonces tiene en frente suyo una tarea infinita; el conocimiento de lo real es un proceso que nunca acaba; el avance de la ciencia no tiene límites. Es ésta la posición que atrás mentábamos como inconciliable con la dialéctica hegeliana. Comparte con ella sólo el ritmo y la aspiración al infinito; pero la distancia la tesis leibniziana, según la cual la verdad con que aprehendemos lo real es sólo una verdad de hecho, pero no una verdad de razón. La verdad de razón muestra patentemente la unión del predicado con el sujeto, porque el predicado hace par-
te de la comprensión del sujeto ("praedicatum inest subjeto"). Este in-esse, este estar el predicado en el sujeto, como advierte Heidegger, se convierte fácilmente en Leibniz en un idem esse, en una identidad del predicado con el sujeto. Por eso el principio en que descansan las verdades de razón es el de contradicción, que es sólo la forma negativa del de identidad. Todo racionalismo no sólo viene a parar en esta identidad, sino que la identidad es su punto de partida. En esto radica la confianza que el racionalismo todo tiene en las palabras, en el verbum, que por lo mismo se hace idéntico al logos, la razón. La verdad de razón es una verdad que surge ex terminis. "No me escuchéis a mí sino a la palabra, y confesad que todas las cosas son una", decía Heráclito. La identidad del predicado con el sujeto se explica desde Aristóteles por el concepto de la apófansis. La apófansis es la función del discurso; mediante ella el predicado aclara el sujeto; cuando digo "el tablero es negro" no estoy diciendo que el tablero es el color negro, ni hago negro el tablero con mi afirmación. El que no se entienda así aquella proposición es debido justamente a la función de la apófansis; la apófansis es la proposición pura antes de llenarse de cualquier contenido; por la apófansis la identidad física o real se torna identidad de razón, de discurso. El logos apofánticos es "la operación mental a la vez que objetiva de tornarse el objeto fosforescente". "En el discurso (logos) —en cuanto legítimo debe ser extraído aquello que se habla de aquello sobre lo cual se habla, de manera que en la conversación hablada se revele en lo dicho aquello sobre lo cual se habla y se haga captable al otro conversante". Todo racionalismo se asienta en esta forma segura, sobre el verbo; en el verbo está expresado el objeto. "Ex ratiocinatione animi tranquilli", decía Thomasio (maestro de Leibniz), de la función de encontrar los objetos.
La fenomenología, tal como la entiende Heidegger, es apofainesthai ta fainomena, es decir, discurso de lo que se muestra en sí mismo, conversación desde el objeto. Así también entendía Leibniz sus verités de raison. Pero Leibniz se hace cargo de una nueva dimensión de lo objetivo; no comparte tampoco en esto el optimismo griego del logos. Descubre que lo real no puede ser captado en esta forma por el principio de identidad aplicado a la proposición. Con este método sólo obtenemos el mundo de lo posible. Lo real es una cuestión de hecho y el hecho es crudo, brutal. Pero aquí de la ignava ratio. ¿Cómo un filósofo racionalista puede resignarse ante la brutalidad del hecho? Hay que osar la intelección. Para las verdades de hecho hay una razón, mas ésta se hace patente con el enunciado proposicional; es preciso un largo rodeo hasta Dios, el sér infinito que comprende en una sola visión todas las cosas. Podríamos decir que la verdad de razón es para Leibniz un corto circuito, al par que la verdad de hecho es un largo circuito que se cierra en el ser absoluto, un circuito infinito que apenas Dios puede recorrer. Pero en esta forma está ya superada la primeriza y aparente irracionalidad de lo real. Todo lo que es tiene su razón suficiente, pero la tarea de buscarla es una labor infinita. Esta razón, sin embargo, hay que suponerla a priori. Schopenhauer sufre uno de sus frecuentes accesos de cólera, porque Leibniz diga a cada paso que este principio es suyo, que a él se debe su formulación primera. Sostiene aquél que el autor de la Monadología no distinguió entre razón del conocimiento y causa de la realidad. Pero es justamente aquí donde se ligan para Leibniz, en una forma que sólo en los tiempos actuales se pretende aclarar, la ontología con la lógica. Leibniz no quiere buscar las causas inmediatas del suceder; esto se le hace un simple problema de física. Con su principio va a la raíz misma del ser: "Hasta aquí hemos hablado sólo como sim-
ples naturalistas; ahora hay que elevarse a la metafísica, sirviéndonos del gran principio, poco empleado generalmente, que dice que nada se hace sin razón suficiente; es decir, que nada sucede sin que sea posible, a quien tuviera bastante conocimiento de las cosas, dar una razón suficiente a determinar por qué es así y no de otro modo. Puesto ese principio, la primera cuestión que se tiene derecho a presentar es ésta: ¿Por qué existe algo más bien que nada? Pues la nada es más simple y fácil que el algo. Además, supuesto que algunas cosas deben existir, hay que dar razón de por qué deben existir así y no de otro modo". Situaba Leibniz así toda respuesta posible a esas cuestiones capitales, en la mente divina. En esta forma, el realismo dejaba el paso al idealismo alemán que, pasando por Kant, subsiste hasta nuestros días. Colocando a tanta distancia a Dios de los hombres, a éstos no les quedó más solución que la de aspirar. Es fácil así ver cómo ese realismo, que implicaba una tarea infinita, se convirtió en sólo aspiración, y cómo el objeto mismo que es meta trascendente, se hizo sólo idea posible. Y por una proyección, psicológicamente, muy explicable, Dios mismo devino idea, forma constructiva de la razón pura. Por cierto que a este idealismo tan peculiar del pueblo alemán debemos todos los progresos de la vida moderna. Es de cuño germánico esa insatisfacción que configura los tiempos actuales, ese nacer y morir de los sistemas, de los regímenes políticos, del modelo de los automóviles. El realismo clásico nunca concibió esta inestabilidad de las cosas, justamente porque confiaba en que había captado la esencia permanente y fija del sér, de cada sér. La idea del progreso no sólo surge, como cree Morente, porque los valores se coloquen en lugar inaccesible, pues más bien aparece porque una idea inaccesible se convierte en valor para nuestra aspiración. Esto no va contra la teoría objetivista de los valores, sino contra la teoría valorativa del progreso.
Pero en nuestros días para Nicolai Hartmann la oposición entre idealismo y realismo debe ser superada. Y efectivamente, el gran filósofo trata de superarla en su metafísica del conocimiento. Sin que sea éste lugar de extendernos en Hartmann, diremos someramente que el objeto real y el posible, para hablar con Leibniz, se han abrazado en su doctrina; o mejor, el objeto real ha absorbido al objeto posible: todo objeto, por el hecho de serlo, es inalcanzable en su integridad para el sujeto cognoscente: la esfera de su cognoscibilidad es muy limitada, sólo ello constituye la epistemología o teoría del objeto del conocimiento. Pero el problema del conocimiento del objeto es el propio de la ontología analítica de base, la cual descubre que hay una zona del objeto que es desconocida pero cognoscible; y más allá de ella, otra zona irracional, transinteligible, el campo de las aporías, adonde el conocimiento no llega nunca y donde los primeros problemas no sólo no tienen solución sino que encuentran su no-solucionabilidad radical. Haciendo la conexión con Leibniz, podríamos decir que para Hartmann la verdad de razón se resuelve siempre en una verdad de hecho, al tiempo que para Leibniz toda verdad de hecho termina resolviéndose en una verdad de razón en la inteligencia divina. Y así como Hartmann disuelve la dualidad idealismorealismo, Martín Heidegger da un paso más y trata de eludir la oposición entre sujeto y objeto. Las incitaciones de Leibniz en Heidegger tal vez son mayores que las que él mismo eruditamente expone. Sabido es que Heidegger traslada la intencionalidad, que cuidadosamente elabora Husserl (movido por Bolzano y Brentano), del campo de la "conciencia pura de" al campo del sér humano, o por mejor decir, de la existencia humana. La existencia humana "está abierta a", la actitud existencial es la que mira al hombre en su existencia como coligado, como co-relacionado con los demás entes, como esencialmente vinculado al mundo. Husserl encuentra la
inmediatez de las ciencias puras por la intencionalidad de la "conciencia de"; pero en sí, el método de Husserl no conduce más que al idealismo. En cambio, con el estar "abierto a" de la existencia humana (Dasein), Heidegger toma como suyo lo trascendental, que es algo más que la esencia, es el ente que existe. "En la trascendencia, el Dasein va primeramente hacia aquel ente que él es, es decir, va hacia él en tanto que "él mismo". La trascendencia constituye la Selbsheit, la ipseidad, el simismo. Pero, una vez más, nunca únicamente ésta, sino que el traspaso (en que consiste la trascendencia) concierne siempre a la vez también a ese ente que no es el Dasein, "él mismo". O en otras palabras: "En el sobrepujamiento (o traspaso) y por su virtud se podrá comenzar por primera vez a distinguir y decidir dentro del ente quién es "mismo", cómo lo es, y qué ente no lo es. Empero, solamente en tanto y en cuanto la realidad-de verdad (Dasein) exista como la "misma"- puede habér"se"-las con el ente que, con todo, tiene que estar sobrepujado y traspasado de antemano. Aunque, pues, la realidad-de verdad esté ciertamente siendo en medio del ente y cercada por él, con todo, en cuanto existe, ha sobrepujado o trascendido ya de antemano la naturaleza". A primera vista nada se opone más que la mónada leibniziana al Dasein de Heidegger; la esencia de la primera es estar cerrada; la esencia del segundo es estar abierto. Ninguna mónada actúa sobre las demás; sólo la armonía preestablecida por Dios desde la eternidad explica la ilusoria causalidad de unos cuerpos sobre otros; la esencia del Dasein es trascender: "la trascendencia... es la estructura fundamental de la subjetividad". No es posible hacerle el cargo a Heidegger de ser original sólo diciendo lo contrario que afirma Leibniz. No es sólo allí donde vemos la incitación que Leibniz suministra al filósofo de Ser y Tiempo. Con todo, nada extraño tiene asociar el Dasein con la mónada leibniziana; no obstante aquellas oposiciones,
la mónada, aunque cerrada para toda actividad ad extra, refleja sin embargo el universo entero. Pero, además, la mónada obra hacia afuera en tanto más perfecta sea, y este obrar suyo consiste sólo en percibir; pero paralelamente la mónada imperfecta sufre la acción de la más perfecta, en cuanto es conocida por ella. Pues también Heidegger afirma que el Dasein crea un mundo en medio del cual está esencialmente aquél y lo crea justamente en el acto de trascender de sí (que para Leibniz era el percibir de la mónada); pero de tal modo es pasivo este mundo para Heidegger que de él no puede decirse que sea, sino que munda ("Welt ist nie, sondern Weltet"), "el mundo no es, sino que mundaniza", es decir, sirve de ambiente al Dasein. Leibniz ciertamente no se plantea cuál pueda ser el fundamento del principio de contradicción, base a su turno de las verdades de razón. Estas verdades son eternas y coeternas con Dios; Dios es el fundamento de la realidad de los entes, pero no de la posibilidad de las ideas, o es fundamento de las esencias, pero sólo "en cuanto son reales". Estas afirmaciones de Leibniz lo conducen, empero, a decir que el principio de razón se resuelve en Dios en un principio de contradicción; es decir, que en Leibniz, el predicado de las verdades de hecho, se hace idéntico al sujeto, pero sólo en la mente divina. Heidegger empieza por sentar que los principios de contradicción e identidad reposan todavía en algo más profundo que es la temporalidad pura. Pero mayormente el principio de razón ha de estar fundado en algo igualmente irracional: la esencia del fundamento, dice, es una noesencia; el principio de razón tiene su fundamento en la libertad del Dassein, libertad que por ser finita no es un verdadero fundamento, sino un abismo sin fondo. El conocido pasaje de Leibniz es a su tumo trasladado por Heidegger al plano trascendental: "Pues en las cosas todo está arreglado una vez por todas con tanto orden y correspondencia como es posible, ya que la su-
prema sabiduría y bondad no pueden obrar sino en perfecta armonía. El presente está grávido de porvenir; el futuro podría leerse en el pasado; lo remoto está expreso en lo próximo. Podría conocerse la belleza del universo en cada alma si fuera posible desplegar todos sus repliegues, que sólo con el tiempo se desenvuelven sensiblemente. Pero como cada percepción distinta del alma comprende una infinidad de percepciones confusas, que encierran todo el universo, resulta que el alma misma no conoce las cosas de las que tiene percepción sino cuando ésta es distinta y en relieve; y el alma es perfecta en la medida de sus percepciones distintas". Heidegger lleva este motivo al mundo del Dasein y dice: "Ce qui constitue pour la réalité-humaine son 'caractére d'inachevé' (Unganzheit), sa perpétuelle 'anticipation de soi-meme', ce n'est ni un état de sursis tel qu'en comporte un ensemble sommatif; ce n'est pas meme 'ne-pas-étre-encore-devenu-accessible'; c' est un Pas-encore que chaqué réalité-humaine doit respectivement éter comme l'existant qu'ella est. Toutefois, si la comparaison avec la nonmaturité du fruit montre une certaine concordance, elle n'en révele pas moins des différences essentielles. Les prende en consideration, cela vout diré reconnaitre l'indétermination qui subsiste dans ce qui a été dit jusqu'ici sur la fin et sur le 'finir'". En síntesis, la originalidad de Heidegger está en hacer un sistema sobre la no respuesta racional a las dos cuestiones fundamentales que se planteó Leibniz: "¿Cuál es la razón de la razón suficiente?" "¿Por qué hay ente y no más bien nada?" Pero tanto Leibniz como Hartmann, como Heidegger, vienen a definir la filosofía como una pregunta nunca acabada, como un incesante interrogar a la realidad para arrancarle su misterio. No otra cosa hacía Hans Castorp, tal como lo veía la rusa enigmática, que era para él su realidad; "Sabes solicitar profundamente, a la alemana".