IV EL CONDE HERMANN KEYSERLING "Un hombre sensato es mucho para sí, pero poco para la humanidad". (Goethe: "Los años de aprendizaje de Guillermo Meister").
Faltando unas semanas para celebrar el centenario del nacimiento de Leibniz, muere Keyserling, el filósofo enemigo de toda "ilustración". Leibniz y Keyserling, dos polaridades, nos dan, sin embargo, la sensación de tener en sus manos la esencia del mundo. Pero el mundo transparece en uno y otro con sonidos y acentos diversos, pues todo filósofo es, en suma, como un instrumento musical que da de las eternas armonías una versión siempre peculiar y siempre propia. Dijérase que Leibniz es como el piano Blüthner, de sonido limpio y claro, en que los grandes concertistas, gustan ejecutar a Mozart. Al par que Keyserling, es como el Beechstein, el piano de acentos profundos y cálidos, en que mejor se oye Beethoven. Keyserling ha muerto. Pero, "¿por qué habrá consentido en morir?" Un hombre determinado por el espíritu,
nos enseñó un día, sólo muere cuando tiene gana. "Todo el sentido de la muerte tiene así sus raíces en la gana". "Muertes innumerables han pasado ante mis ojos. Yo propio he experimentado muchas muertes", dice ¡Keyserling al final de "Renacimiento". Muerte e inmortalidad son las dos notas persistentes en la obra literaria y filosófica del gran viajero. "Hay algo en mí que espera de la muerte la última liberación. Mi sér más profundo incluso aguarda jubiloso a la muerte, consciente de que no puede morir". Y sin embargo, poco antes decía: "Mi actitud ante la muerte me parece extraña a mí mismo. Pienso en ella incesantemente. Me espanta, como acaso no espante a nadie, porque la siento como absolutamente contraria a sentido". En pocos hombres como en este gigantesco conde lituano, vida y muerte han estado en tan íntima compenetración. Ha realizado el ideal de Rainer María Rilke: ha muerto su muerte; su muerte ha sido exclusivamente suya: "Mourir toute sa morte", pedía ya Teresita de Lisieux. No hay datos ningunos para esta afirmación; apenas nos da el cable la noticia de su fallecimiento. Pero a través del laconismo cablegráfico, adivinamos que Keyserling no ha simplemente fallecido, sino que ha muerto; y a los que sabíamos de su vida por sus libros, que son confesiones, tiene su muerte, no el carácter de una noticia, sino el de un acontecimiento. No sólo había asistido el filósofo a muchas muertes, sino que su obra literaria es, como en el poema de Salinas, "Muertes". La mayoría de sus libros puede quedar un día reducida a "una gloria abstracta de alfabeto". Hay filósofos que vienen al mundo para darnos una interpretación del universo. Entre los más grandes están Aristóteles, Tomás de Aquino, Leibniz, Kant. Otros, en cambio, en vez de un saber, nos presentan una creación; no nos ilustran, sino que nos fuerzan a pensar; en vez
de enseñarnos, su doctrina resulta para nosotros una nueva realidad que hay que tratar a la vez de interpretar y conocer. Por cierto, todo gran filósofo tiene, en desigual medida, de lo uno y de lo otro, del concepto exacto y verdadero, y de la verdad oscura y en bloque. De ahí que la historia de la filosofía, no pueda ser sólo ni primordialmente, como quiere Hartmann, la historia de las verdades conceptualizadas, sino la del pensamiento en la realidad concreta que lo produjo. Me parece que Keyserling no figurará en la historia de la filosofía como un filósofo conceptual, pero no cabe dudar que ocupará siempre puesto de primera fila como filósofo de creaciones. En otras palabras, a Keyserling no se le estudiará para saber cómo es el mundo, sino para conocer una nueva realidad del universo que es su propio pensamiento. De los libros de Keyserling no quedarán sino sus grandes hallazgos intuitivos. Nadie estudiará en él "la filosofía del sentido", sino el "sentido" mismo, que en ella vive como una eterna realidad. "Un torso o una ruina son siempre más sugestivos que una estatua o un edificio completo; todos los pensadores que han demostrado su poder creador perpetuo eran esencialmente aforistas; pensad en Heráclito, Sócrates, Jesús, en los grandes sabios indios, Leotsé y, finalmente, en Nietzsche". Esto escribió Keyserling para justificarse a sí mismo, y lo habría realizado cabalmente, si en lugar de sus obras de pensamiento, nos hubiera dejado, nada más, sus libros de experiencia personal. Keyserling no era un razonador vigoroso, ni siquiera mediano. Él mismo confiesa la superioridad de Scheler, que, a decir verdad, era en esto como una fuerza de la naturaleza. Por esto Keyserling enlaza mal sus temas y donde surge el filósofo es en el remate de un párrafo o en su frase inicial o cuando describe una realidad concreta. Filosofemas y no filosofía es lo que hace Keyserling. Pero no uso aquella palabra en sentido despectivo. Aquí tiene la significación de "universal concreto". "Filosofía"
significa verdad abstracta, el "filosofema" es verdad concreta, rica en posibilidades. Sobre los filosofemas trabajará eternamente la filosofía. Hacedor de filosofemas sería el genuino filósofo, según Nietzsche: "Pero los verdaderos filósofos tienen por misión mandar e imponer la l e y . . . Su investigación del conocimiento es creación, su creación es legislación, su voluntad de verdad e s . . . voluntad de poderío". Keyserling recibió toda la filosofía de su tiempo y la interpretó y vivió a su manera. Tenía la gran capacidad de ideación o intuición de esencias que pide la fenomenología, contra toda generalización por inducción: por ello pudo ser el más ilustre viajero del siglo XX. No sabía mucho de la comprensión, ni de la estructura óntica de los valores, pero sus libros son comprensión y vivencia de los valores en forma ejemplarísima. Su teoría del espíritu no es muy aceptable, pero será eterno cada uno de los momentos del espíritu que Keyserling logró sorprender con mirada genial. Aunque no lo dijera en distintos lugares, el viaje a Suramérica fue decisivo para completar su visión del espíritu en relación con el alma. De las "Meditaciones Suramericanas" dice que contienen su actitud definitiva en lo que toca a los problemas fundamentales del ser. Las "Meditaciones" son el documento de un alma, u n a confesión. El filósofo cambia su concepto del alma cuando llega a este continente del tercer día de la creación. Ese feliz hallazgo de la gana, tan viscosa e invertebrada, le permitirá más tarde reconciliar el espíritu con el alma en una forma más profunda que la muy débilmente esbozada en sus libros anteriores. Keyserling, en principio, combatió la inteligencia mecanizada del europeo y del yanqui. Por la vía de la gana precisó después que el miedo y el hambre originales, oriundos de ella, producen también el intelectualismo. Su visita a Suramérica provocó en él un terror genesíaco ante
la gana. Pero de regreso a Europa, se sintió más afecto a la gana en su expresión primordial, que en la forma evolucionada del viejo mundo en la que el hombre es ya seco y duro como el termita. En Suramérica halla tan poca inteligencia mecanizada, que a veces parece, ante la flojedad de nuestro continente, que añorara ese intelectualismo de que Europa es escenario. Pero la imagen de Suramérica ya no lo abandonará jamás, y es así como en sus últimos libros asigna a la gana su parte decisiva en la constitución del hombre, que para él antes fuera sólo espíritu. Keyserling dejó eternamente retratada a Suramérica al llamarla el continente de la gana. Es sorprendente que un hombre de lengua tan poco afín a la española, haya podido descubrir en esta palabreja, tan hondos sentidos. El fonema ya es de por sí desgonzado; la g y la n guturales, suenan como pisando greda. Y la palabra escrita no es menos simbólica: la g es una letra laxa que se adhiere a la a como un parásito y continúa aferrada a ella a través de la sinuosa n. Pues todo lo que sugiere la palabra hablada y el signo escrito, es la gana: el animal de sangre fría, que se arrastra; el reptil. Ahora bien, todo ser en formación es cartilaginoso; en Suramérica apenas empieza a irrumpir el espíritu y entonces al desmayado "no tengo gana", substituirá el tenso y vigoroso "no quiero". Keyserling, filósofo del universal concreto, veía en las cosas más familiares al vulgo, el símbolo de los más hondos problemas metafísicos. Y el vulgo, que defiende corajudamente la dimensión vulgar de las cosas que lo rodean, lo llamó muchas veces loco. Pero ya vió Platón que todo filósofo auténtico provoca a risa. Porque el filósofo le quita a la palabra su seriedad banal y cuotidiana y la transforma en logos, por el cual todas las cosas son hechas.