Cap 32. La Muerte Del Profesor

  • June 2020
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  • Words: 2,218
  • Pages: 6
Salvador Bayona

XXXII.- LA MUERTE DEL PROFESOR Ni su presencia ni la de los otros tres hombres que, bajo su mando, controlaban desde hacía meses todos y cada uno de los movimientos del profesor habían sido advertidas por éste, de manera que Enzo Mantin sabía que contaba con el factor sorpresa de su lado. Durante todo aquel tiempo habían seguido los pasos del profesor por Europa, entre museos y universidades, pero también entre prostíbulos y clínicas, a las que últimamente parecía haberse aficionado. Pero ahora estaban en España, de vuelta en su ciudad y en su casa. Casi todas las habitaciones del apartamento del profesor daban al gran patio interior de la manzana de edificios. Gracias a ello habían podido vigilar su actividad desde las ventanas de un piso alquilado, situado en el extremo opuesto del patio, por lo que conocían con detalle los hábitos del viejo cuando se encontraba no sólo en la ciudad, sino incluso en su propio domicilio y, aunque podían calificarse de todo menos rutinarios, habían conseguido establecer unas pautas de comportamiento básicas cuya alteración denotaría algún hecho significativo al que valía la pena prestar una atención especial. Enzo estaba seguro que esta variación estaría motivada por la necesidad de hacerse con los documentos que andaban buscando y que, según había informado el propio Don Francesco habrían de estar a su alcance en algún momento desde el día anterior. No podía tener la certeza de si dichos documentos obraban o no en su poder pero hasta poco antes, cuando recibió la llamada de Don Francesco nada había alterado la rutina habitual del profesor de modo que Enzo esperaba que aquella tarde llevara a cabo algún movimiento fuera de lo normal que les diera a entender que debían pasar a la acción. Debido a la estricta necesidad de no perder de vista ni por un instante al profesor a lo - 190 – Todos los capítulos de la novela en http://jungladeasfalto.com

El restaurador y la madonnina della creazione

largo de la tarde, Enzo había dispuesto que los tres hombres de Scarampa y él mismo siguieran sus pasos. Así, había conseguido hacer una muy detallada relación de la actividad de éste desde que abandonara la galería de Susana Elorrieta. Desde allí se había dirigido directamente a su propia casa en la que no habían podido ver nada debido a que el profesor corrió las cortinas en contra de lo que en él era habitual, pues solía hacerlo únicamente durante la noche. Lo cierto es que salió de allí una hora y media más tarde para dirigirse a una oficina postal donde envió un certificado urgente y recogió el contenido de un apartado de correos. Esto último podía haber sido la señal que esperaban, ya que durante los últimos tres meses únicamente se había acercado a este apartado en cuatro o cinco ocasiones. En cualquier caso la prudencia aconsejaba mantener la intensidad de la vigilancia por si el profesor intentaba destruir aquella misma tarde los documentos, si es que era esto lo que había recogido. Pero algo aún más atípico sucedió aquella tarde puesto que el profesor, un hombre de nula religiosidad por lo que sabían, tomó el autobús hasta el cementerio, donde permaneció sentado en un banco, frente a un nicho en el que depositó las flores que había comprado en la floristería de la entrada, hasta que anocheció y uno de los empleados le informó que iban a cerrar las puertas. Excepto éste, ninguna otra persona habló con el profesor y ninguno de los cuatro que le vigilaban vio que recogiera objeto o documento alguno en el cementerio. Después de aquello el profesor Serva tomó un taxi y se dirigió a un extraordinariamente caro restaurante donde cenó los platos más selectos de la carta y bebió el vino más exquisito para asombro de todos pues, salvo contados excesos mundanos realizados siempre en compañía de algún amigo, era una persona de costumbres espartanas cuando se encontraba solo. Ahora que el profesor había regresado del restaurante a su casa, mientras uno de ellos vigilaba con el telescopio desde el piso alquilado, los otros tres esperaban, ocultos en la escalera, el momento adecuado para intervenir. - Está solo –Enzo escuchó en su teléfono móvil la voz del vigilante-. Ha dejado las cortinas descorridas y puedo verle perfectamente. - ¿Qué está haciendo?

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No puedo verlo claramente. Sólo sé que se ha sentado en un sillón de espaldas a la ventana y está fumando un cigarro. Parece que está leyendo algo. - ¿Son los documentos? - No puedo asegurarlo. Lo que sí es cierto es que no se trata de un libro: las hojas son demasiado grandes, y no parece que esté encuadernado. - De acuerdo. Vamos a entrar, permanece atento por si intenta hacer algo con los documentos. Enzo conocía bien aquella puerta y el marco sobre el que se apoyaba pero desestimó la idea de abrirla de forma violenta pues sabía que el profesor era una persona civilizada de la que, sin duda, se podría obtener mucho más conduciéndose del mismo modo. Apoyó el dedo en el timbre y poco tiempo después se encontraba cara a cara con él. - Profesor Eduardo Serva –comenzó a decir con su inconfundible acento italiano-... - ¡Ah!, son ustedes –interrumpió el profesor-. Lamento mucho decir que les estaba esperando, pero más lamento aún el hecho de esperarles, porque eso confirma que Susana se ha vendido definitivamente. - ¿Podemos pasar? - Estoy seguro de que lo harán con o sin mi autorización. El profesor dio media vuelta y, dejando la puerta abierta de par en par, regresó al sillón. Enzo y uno de sus hombres le siguieron al interior mientras el tercero quedó vigilando la escalera. El pequeño salón estaba casi exactamente igual al día en que entraron en la casa por primera vez, para buscar los documentos. Los libros estaban apilados aquí y allá, excepto sobre la mesa, ahora despejada, donde el profesor había colocado, junto al coñac y el cenicero que estaba utilizando, una escudilla cerámica. En líquido semi transparente de su interior desprendía un fuerte olor a disolvente que impregnaba toda la casa con fuerza, unido al humo del cigarro puro que fumaba el profesor. Junto a la escudilla, un bloc de notas y un pequeño montón de papeles amarillentos. Enzo supuso que se trataba de lo que andaban buscando. - ¿Quieren ustedes una copa? - No, gracias. - Permítame, entonces, que yo apure la mía. - Profesor, hemos venido a por los cuadernillos de Alt Ausee. -

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Por supuesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer tres mafiosos en mi casa a estas horas de la noche? - Supone usted mucho y nos considera poco –la frialdad del profesor en aquel momento tuvo algo de escalofriante para Enzo-. Le aseguro que la mafia no habría llamado a su puerta. - Mafia, Scarampa... yo no encuentro diferencia alguna, ni la encontraré mientras recuerde los golpes que su compañero –dijo señalando con el pulgar hacia la ventana, a su espalda, donde se había colocado Gianni- me propinó cierta noche, hace algunos meses, cuando tuve el dudoso honor de conocer a su jefe. - En efecto –Enzo no le había dado importancia hasta entonces que Gianni hubiera sido uno de los que acompañó a Don Francesco la noche que éste se encontró por primera vez con el profesor y sus socios- pero hay una sutil diferencia. - Por favor, prosiga - Usted conserva su vida y, por lo que puedo ver, todos sus miembros. - Tal vez debiera agradecérselo. ¿Cree que ofrecerle un trago de lejía sería un detalle adecuado? - Olvide el sarcasmo ahora, por favor. Si conociera al señor Scarampa le estaría agradecido. No sólo le permitió a usted y a sus amigos vivir, sino que les ha hecho socios suyos y les ha puesto en situación de ganar mucho dinero. Eso convierte todo este asunto en una cuestión de honor. Si usted es merecedor de ese honor no podrá ocultar la deuda que tiene para con él. - No creo que lo sea. Lo mejor sería que su amo le concediera el honor a uno de sus semejantes. En la cárcel podrá encontrar muchos de ellos aunque seguramente preferirá los ministerios. - Veo que estamos como al principio. - Y sugiere usted que yo me deje robar los cuadernillos para conservar la vida, ¿no es así? - Puede usted considerarlo como quiera, aunque, personalmente, preferiría una negociación en términos económicos de la que, estoy seguro, todos saldremos beneficiados. Ante el silencio del profesor Enzo pensó que lo inesperado del generoso ofrecimiento que acababa de hacer le colocaba en situación de ventaja por lo que ahora esperaba no resultara demasiado difícil convencer al viejo de que entregara los documentos. -

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El profesor miraba el suelo. Aspiró su cigarro puro profundamente antes de hablar y meneando la cabeza ligeramente dijo con voz tranquila: - Ya no quiero el dinero. No me interesa para nada vender los documentos, a nadie, y menos aún a Susana o a tu amo. - No comprende usted la situación en que se encuentra y en la que me pone a mí... - No. El que no comprende nada eres tú –interrumpió el profesor incorporándose-. Crees, como tu amo, que todo puede ser tasado. Tú mismo has vendido tu dignidad y crees por ello que todos podemos hacerlo, pero te equivocas. Y lo peor no es eso, lo peor es que las personas como Susana y como tú habéis vendido hasta vuestra capacidad de pensar por vosotros mismos. Tú ya eres un hombre mayor y dentro de no muchos años serás viejo, como yo, y cuando mires atrás esperarás encontrar algo de lo que enorgullecerte. Seguramente no algo que hayas dicho o hecho, sino una actitud, una decisión que sólo tú tomaste será lo que te satisfaría, pero no la encontrarás. No podrás estar orgulloso ni tan siquiera de tus errores, porque no serán fruto de tu albedrío. Si Susana o tú os molestarais en abrir los ojos y pensar, sólo pensar, entenderíais muchas cosas. Y tú mañana, cuando te levantes, recordarás en esta noche y no podrás entender nada. Sólo sabrás lo que viste, o lo que hiciste, pero serás incapaz de comprender lo que pasa, porque has dado tu cerebro en usufructo a ese tal Scarampa. Pero recuerda esta noche, recuérdala bien porque lo comprenderás dentro de algún tiempo, y cuando lo hagas, recuerda también que esta noche, con este gesto, preservo mi dignidad. Y diciendo esto el profesor dejó caer al suelo la ceniza de su cigarro y, soplando sobre él para avivar la brasa, lo lanzó dentro de la escudilla, inflamando al instante el líquido de su interior. Alargó con rapidez la mano con la intención de hacerse con los cuadernillos y arrojarlos al fuego, pero Gianni, a su espalda, ya había previsto este movimiento y su rotundo puñetazo en la base del cráneo del profesor lo lanzó hacia Enzo, conmocionado. - ¡Estúpido viejo! –dijo Enzo cogiéndole de la camisa, y dirigiéndose a su compañero añadió:- ¡la ventana, rápido! Como si de una coreografía ensayada se tratase Gianni abrió la ventana con una asombrosa economía de movimientos, mientras los - 194 – Todos los capítulos de la novela en http://jungladeasfalto.com

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robustos brazos de Enzo hacían pasar en vilo al profesor por encima de su sillón, hacia la ventana. Por alguna razón Enzo lanzó una última mirada al profesor el cual, aún conmocionado, parecía sonreír con bonhomía y sin ofrecer resistencia alguna. - No me caes mal –dijo mientras Enzo le levantaba hasta el alféizar y lo arrojaba con fuerza hacia el exterior-. ¡Recuerda lo que te he dicho!, ¡recuérdalo! Enzo vio caer al profesor, en un sorprendente mutismo, hacia la oscuridad del fondo, hasta que su cuerpo golpeó en alguna parte del suelo, seguramente rompiendo algunas baldosas. No estaba especialmente impresionado ni por aquella forma de morir ni por el difunto, pero había habido algo realmente extraño en el comportamiento del profesor aquella noche, algo que se salía de la pauta y a lo que debería prestar atención en algún momento, más tarde, pero su compañero, quien ya había ahogado el fuego, reclamaba su atención. Tan rápido como les permitieron sus manos Enzo y Gianni recogieron los cuadernillos y las anotaciones del profesor, limpiaron sus huellas dactilares, arreglaron el salón eliminando cualquier rastro de su presencia, ubicaron el sillón mirando hacia la ventana, cosa que podría dar la sensación de un suicidio y salieron por la puerta llevando la escudilla consigo, pues la presencia de disolventes y un puro casi extinto en su interior resultaría, sin duda, sospechosa. Los tres hombres de Scarampa se deslizaron de edificio en edificio pasando por las terrazas superiores hasta encontrar una puerta que les permitiera descender las escaleras y separarse, una vez en la calle, para volverse a reunir en el piso alquilado, desde donde podrían seguir, con el telescopio, los primeros pasos de la investigación policial.

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