Can Del Ill A

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El Último Viaje de Candela Úbeda 1

EL ÚLTIMO VIAJE DE CANDELA ÚBEDA

Frente al telediario de la noche, el corazón le daba vuelcos de angustia a Rafael Trujillo, heredero y propietario de la funeraria El Caminito. -Ayer murió el célebre guionista de cine Rafael Azcona. La noticia del óbito del homónimo en Madrid se mezclaba con los pobres supervivientes hambrientos de las inundaciones en Bangla Desh peleándose por un trago de agua contaminada para no seguir la suerte de los miles que ya se habían muerto. “¡Y a esos no los entierran!”, se lamentó para sus adentros. De nuevo las imágenes le traían la muerte a la mesa: una eslava que había sido asesinada por su compañero sentimental en Alicante y un bebé muerto en Tarragona por un descuido paterno. Cuando se metió en la cama y Candela lo despidió con un gruñido de hasta mañana él no se enteró. El sonido de los vehículos que circulaban por la autovía a un par de kilómetros era un rumor intermitente, como de olas. Rafael con su pijama negro era un profesional de la muerte.

Rafael Trujillo andaba por los cincuenta. Como no fue muy buen estudiante pero nació con temple de ánimo, su padre le enseñó el oficio y de muy jovencito se hizo cargo del negocio. El trabajo le espantó las pocas novias que tuvo hasta que conoció a Candela. Hicieron muchos planes de futuro pero la autovía que dejó el pueblo aislado y la competencia de empresas modernas cercó de nubes negras el porvenir de la pareja.

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Candela Úbeda pasó de la parapsicología a las pompas fúnebres por pura casualidad. De jovencita le había entrado afición por los misterios del más allá y el gusto por el otro mundo oyendo programas nocturnos en la radio. Para entender el amor recurría a la literatura sentimental. El día que asistió al funeral de su abuela Alfonsina, los modos pausados y firmes de Rafael la dejaron prendada.

Una semana antes, estando en la recepción de la funeraria, le había llegado a Candela del otro lado del teléfono un chapurreo ininteligible que le sonó a inglés. Con un “guanmomen” amable se lo pasó a su jefe, compañero y amante. Resultó ser el parlamento del director comercial de una multinacional holandesa dispuesta a hacer una oferta para adquirir El Caminito. Rafael vio el cielo abierto. Sobre su mesa una propuesta de compra fantástica. De salir bien, era el pelotazo de su vida y el seguro de su jubilación. Una multinacional del ramo estaba interesada en absorber una empresa familiar de dudoso futuro. Pero había una pega, al cabo de treinta días recibiría la visita de un auditor que debería confirmar la rentabilidad del negocio. Rafael se dedicó en cuerpo y alma a recopilar albaranes, facturas, recibos, asientos contables, extractos bancarios, declaraciones trimestrales de iva, contratos, impagados y fallidos. Las cifras estaban claras: el último ejercicio daba números rojos; a un mes vista le faltaba una docena de decesos para cuadrar el balance. Tenía de plazo hasta finales de mayo para conseguirlos. Treinta días, mal contados. Treinta días, doce muertos. Parecía el título de una película de serie B, pero esa era la única solución.

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Tirando de la cartera de clientes, Rafael exprimió sus opciones al máximo. En los asilos y hospitales el ritmo de fallecimientos de los ancianos llevaba unos meses algo flojo: un invierno cálido, campañas preventivas de vacunación contra la gripe, una corriente de buena alimentación y ejercicio físico machaconamente difundida desde los medios de comunicación y la indiscutible dieta mediterránea, prolongaban las expectativas de vida más allá de lo que él necesitaba. -A ver si viene un poquito de aire frío- suspiraba el funerario. Y además la televisión vomitaba en los noticiarios consejos para que los conductores moderasen la velocidad, los vehículos se anunciaban dotados de airbags y elementos de seguridad activa y pasiva, la mayoría de productos alimenticios o de higiene se publicitaban como preventivos contra la oxidación, el colesterol, la presión sanguínea y hasta la incontinencia urinaria. El éxito del crecimiento de la expectativa de vida se le revolvía en el estómago y le pellizcaba la hernia. Necesitaba cadáveres y el mercado se le volvía en contra. A la falta de materia prima se le unía la competencia feroz con la que no podía competir su modesta empresa familiar. -Hasta un cohete para llevar las cenizas al espacio me piden…-se quejaba. Y procuraba hacer frente a todo el cambio empresarial con más voluntad que éxito. De ahí que solicitara a un amigo de la infancia la avioneta que usaba para fumigar los campos de arroz con el fin de esparcir las cenizas por el valle del Guadalquivir.

Lo que había acabado con la prosperidad de la funeraria El Caminito, otrora próspero negocio que le había proporcionado una vida cómoda no habían sido los

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cambios que imponía la vida moderna, que también, sino fundamentalmente la autovía que circunvalaba el pueblo y había convertido los doce kilómetros que lo separaban de la capital en un trámite tan breve que animaba a todos a incorporarse a la metrópoli para la mayor parte de las actividades económicas. Por otra parte, ¡cómo iba El Caminito a competir con las multinacionales del sector! Eran megaempresas capaces de atender a las nuevas demandas de entierros verdes, cremaciones ecológicas, viajes postmortem, banco de donaciones de órganos, servicios integrales incluyendo deudos y trato humano personalizado, ceremonias en cualquier confesión conocida o de nuevo cuño, etc. A medio camino pues entre el pasado y el futuro, entre la desaparición cierta y la opción de vender, Trujillo, al que dios no le había dado un hijo que continuara la saga de empresarios de pompas fúnebres, tenía la decisión del traspaso tomada, a falta tan sólo de cuadrar los números. Doce muertos, sólo doce muertos y podría decir de sí mismo que había pasado a mejor vida. No era el momento para rendirse.

Aquella noche durmió mal. Soñó que iba en un barco y una tempestad lo hizo zozobrar. A duras penas alcanzó un islote y allí estaba Candela, la concubina del jefe de una tribu indígena. Rafael sintió sed. En esas, despertó. Se fijó en el cuerpo de Candela entre las sábanas y se juró a si mismo que conseguiría vender el negocio. Se lo debía.

Candela no sólo era la telefonista y la empleada que maquillaba y peinaba los cadáveres También ejercía de amante con profesionalidad. En el corazón mantenía la esperanza de establecer su propio Gabinete de Estheticienne

para explotar las

virtudes que atesoraba en su interior y que las circunstancias de la vida le habían

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impedido sacar a la luz. En el ínterin hacia la vida de autónoma prometida, multiplicaba las horas para atender a los clientes y dejarlos con esa media sonrisa en los labios que tanto gustaba a los deudos. En ocasiones hasta practicaba con mechas, permanentes y extensiones. Al fin y al cabo no era un sacrilegio.

Los últimos días resultaron un sin vivir. Sin querer, la película con la síntesis de su vida se le repetía en una especie de bucle en la cabeza todo el tiempo. Ahí estaban machihembrados un ramillete de momentos felices y un reguero de penalidades y fracasos. Rafael rehacía su firme propósito de no dejar pasar la oportunidad de alcanzar el horizonte de bonanza que el destino le había puesto delante.

La fecha límite estaba a la vuelta de la esquina pero no conseguía cuadrar las cuentas. Había logrado arañar once decesos. Faltaba uno, sólo uno. Y eso que repasó una por una las fuentes habituales de suministro de fallecidos y realizó un escrutinio concienzudo de la estadística que había manejado la empresa en los últimos cinco ejercicios. La curva descendente de ingresos y beneficios resultaba insoslayable.

El viernes antes de la fecha convenida volvió un poco antes a casa. Mientras Candela ultimaba la sopa de cocido, se despachó un par de tintos para serenar el ánimo. El sopor de la digestión y el efecto de otros dos tintos le disparó la imaginación. Arrellanado en el sofá volvió a repasar la lista de opciones y en la oscuridad de su confusión se encendió la pálida luz de un crimen por encargo. Ya puestos, se vio circulando por los bajos fondos de la ciudad y contratando a un sicario dispuesto a

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solucionar el problema que le bullía en la cabeza. Conforme iba dibujando el crimen, le parecía más absurda y abominable la idea. Se acordó de Pablo Zambrano, un golfo que había tenido sus más y sus menos con la pareja de la guardia civil del pueblo por algún que otro hurto, conducción temeraria y asuntos de pastillas a la puerta de la discoteca. Le ofrecería dieciocho mil euros, todos sus ahorros, si despachaba al Braulio, un indigente infeliz que malvivía de las sobras que le llevaban al parque donde llevaba años durmiendo entre cartones sin que nadie supiera cómo podía seguir con vida. El aplauso del público lo sobresaltó. Abrió los ojos y vio cómo Candela se interesaba por la historia de una abuela que se encontraba con sus nietos venidos de la Argentina en el plató de televisión. Se duchó y se plantó delante de Candela. -¡Arréglate que hay baile! Dicho y hecho. La llevó a la ciudad y entre copas y risas olvidaron por una noche los problemas. De vuelta a casa, de madrugada, hicieron el amor muy despacio porque hacía tiempo que les agobiaban las preocupaciones y porque estaban un poco borrachos.

Si Candela se achispó aquella noche fue por matar las penas de un presente inestable y un futuro incierto. Y por amor. También fue eso lo que la empujó a ofrecerse en sacrificio. Si hacía falta un muerto, allí estaba ella. -No es la alondra sino el ruiseñor….-bromeó trastabillándose delante de Rafael. -Pero, ¿qué dices?- se extrañó el funerario. -Quiero morir de amor, Romeo mío- le decía ella guiñándole un ojo.

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Y le contó que le había explicado su problema a la vidente con la que solía comentar sus vicisitudes diarias, y que elevaba las facturas telefónicas y el enfado de Rafael, y que esta le había recomendado una pócima o bebedizo que le serviría para simular un estado catatónico, similar a la muerte, que incluso confundiría al viejo médico del pueblo. Una cucharada, veinticuatro horas de letargo, un cadáver para cuadrar los números, los trámites funerarios rutinarios, entierro rápido y toda la vida por delante para abrir un local de belleza en Marbella o en una calle elegante en Madrid. A saber si terminaba en París o en Miami peinando y maquillando a un ramillete de estrellas.

Después de barajar varias fechas ambos convinieron que el martes sería el mejor día para morirse y que la hora del prime time llamaría menos la atención. Un telefonazo, llegada del médico para el certificado de defunción, un toque a la funeraria y cadáver al tanatorio. Con sangre fría Candela acabó su cena, se tomó la pócima y se tumbó en la cama. El efecto fue fulminante. Como habían previsto, el médico no sospechó y tras repetir el pésame a Rafael le dejó el certificado de defunción.

La introducción en la caja, como fue en plan autoservicio, no supuso problema. Rafael se había encargado de habilitar tres agujeros al ataúd para que sirvieran de respiradero. Lo que venía a continuación estaba planificado minuciosamente. El coche mortuorio, conducido por un operario, pasaría a recoger a la finada y la trasladaría al tanatorio donde quedaría instalada la capilla ardiente. Allí recibiría la visita de deudos

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y allegados hasta la hora del entierro, doce horas más tarde, en el cementerio municipal. Punto y final. Bueno, y aparte, porque tras el simulacro, Trujillo debería acudir a exhumar los restos y asunto zanjado.

Lo que ni por asomo estaba en el plan era que aquel mismo día se pusieran en huelga los trabajadores del sector y que se encerraran en el tanatorio de la SE-30 para reclamar de las empresas de pompas fúnebres de la provincia una revisión al alza del convenio colectivo. Los sindicatos abandonaron la mesa de negociación con la patronal y el comité de huelga leyó un comunicado donde prometía no abandonar la lucha hasta que las justas reivindicaciones de los trabajadores fueran atendidas. La protesta se radicalizó. Rafael veía cómo el tiempo pasaba sin encontrar solución al desencuentro. Tras las primeras 24 horas la Delegación del Gobierno decidió actuar y estableció los servicios mínimos. La llegada de la primera cuadrilla al tanatorio fue recibida por los huelguistas al grito de “¡Esquiroles!” y la contienda terminó con varios heridos. La situación era límite: los entierros se acumulaban en la tanatorio y no se vislumbraba solución. A Candela le quedaba poco más de cinco horas para su resurrección.

Al final todo transcurrió muy rápido. Un grupo de la Unidad Militar de Emergencias llegó al Tanatorio rodeado de policía y guardia civil. El gobierno había ordenado la intervención, por motivos de salud pública, de los militares. Se estableció un cordón de seguridad y escoltados los féretros se dirigieron al cementerio municipal. Allí reinaba la confusión y resultaba materialmente imposible localizar el ataúd buscado. Rafal empezó a sudar. Los huelguistas hacían sonar sus pitos a la puerta del

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cementerio y coreaban frases contra Zapatero y la patronal. Los deudos luchaban por encontrar la comitiva correcta y los empleados municipales dirigían el tráfico intenso de la fila de féretros: a la izquierda sepultura, al fondo a la derecha cremación.

No tuvo tiempo de prevenir del error. Rafael vio cómo la caja color cerezo con el cuerpo dormido de su Candela y la corona de claveles con la inscripción “Nunca te olvidaré” enfilaba la puerta del crematorio. Intentó correr pero la multitud se lo impidió. El humo negro de la chimenea del horno permanecerá para siempre en sus pupilas.

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