Caminante - Alexandra Bracken.pdf

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  • Words: 168,926
  • Pages: 408
Etta Spencer no sabía que era una viajera hasta el día en que apareció a miles de kilómetros de su casa y a años de su época. Ahora se encuentra de nuevo a la deriva, sola, obligada a cuestionar todo lo que sabía sobre su vida y a elegir un camino que, quizás, acabe transformando su futuro. Nicholas pretende dar con Etta, pero un terrible error le aleja de su búsqueda y le conduce a descubrir un aterrador poder ancestral. Un poder que amenaza con destruir la línea temporal que les une. Conclusión de la bilogía Pasajera.

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Alexandra Bracken

Caminante Pasajera - 2 ePub r1.0 Titivillus 28.02.2019

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Título original: Wayfarer Alexandra Bracken, 2017 Traducción: Víctor Manuel García de Isusi Editor digital: Titivillus ePub base r2.0

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PARA TODOS AQUELLOS A QUIENES LA HISTORIA HA OLVIDADO.

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Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino por ti. Has de recorrerlo por ti mismo. No está lejos, lo tienes a tu alcance. Quizá lleves en él desde que naciste y no lo sepas. Quizá esté en todos lados, en el agua y en la tierra. WALT WHITMAN

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Londres 1932

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Prólogo Recordaba una muñeca que había tenido, una muñeca con la sonrisa pintada, el pelo claro y los ojos como los suyos. Durante un tiempo había sido su compañera, una amiga con la que tomar el té cuando Alice estaba de viaje con su padre, una confidente cuando oía a sus padres susurrándose secretos, alguien que la escuchaba cuando nadie más lo hacía. Se llamaba Zenobia, como la reina guerrera del desierto de la que le había hablado su abuelo. Un día, sin embargo, mientras Henry Hemlock la perseguía por el jardín, la muñeca se le cayó y le pisó el cuello, con lo que hizo añicos la frágil porcelana. El horripilante sonido del cuello al romperse hizo que se le formara un gran nudo en la garganta. Ahora, el sonido del cuello de su madre al romperse bajo el tacón de la bota de aquel señor hizo que se vomitara en las manos. Un latido de energía feroz cruzó la habitación como si se tratase de una ola perdida y se llevó consigo el apabullante caos del pasadizo mientras este se derrumbaba. Rose salió despedida contra la pared del compartimento. El aire, que rielaba, hizo que le temblaran los huesos y que le dolieran los dientes. «Está muerta». Contuvo el aliento y mantuvo los ojos cerrados con fuerza mientras su padre aullaba desde el sitio donde el hombre envuelto en sombras le había atravesado el hombro con una espada y lo había clavado al suelo. Sabía que era mejor no ponerse a gritar como él, no intentar alcanzar a su madre igual que estaba haciendo su padre. La alacena oculta detrás de la librería la protegería, tal y como le había prometido su abuelo, pero solo si permanecía en silencio y no se movía. La estrecha rendija entre la repisa y el marco era lo bastante amplia como para ver a través de ella, pero no tanto como para que pudieran verla a ella. En un momento dado, la tarde se había convertido en noche. La cena estaba en la mesa, en el piso de abajo, casi sin tocar. Solo los gruñidos del perro de los vecinos, y los posteriores gañidos antes de que lo silenciaran del todo, los habían advertido de la intrusión. Antes de oír los pasos en la escalera, a su padre le había dado tiempo de encender la lámpara del despacho y la chimenea, mientras su madre la escondía a ella. Ahora, gracias a la calidez y el brillo que proporcionaba la chimenea, tenía la sensación de que la habitación, a oscuras por lo demás, respiraba. —Te dije que cooperaras. El hombre llevaba un elegante sobretodo de color negro con botones de plata y un símbolo grabado que ella no conseguía ver bien. Se había subido un pañuelo que llevaba al cuello para taparse la parte inferior de la cara, pero aquello no amortiguaba el tono sedoso de su voz.

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—No tenía por qué ser así. Renuncia al astrolabio. Dámelo y el tema quedará zanjado. Oía el crujido de los cristales y papeles que el hombre pisaba con las botas al rodear a su madre… su madre… No. El abuelo volvería pronto de su reunión. Le había prometido que la arroparía y él siempre cumplía sus promesas. Él conseguiría que todo volviera a ir bien. Aquello… aquello era una pesadilla. Solo era su cerebro, su estúpido cerebro, soñando todas aquellas historias acerca de las sombras que venían a por los niños viajeros. Todo aquello terminaría muy pronto. En cuanto despertase. —¡Sois unos… malditos… monstruos! —gritó su padre mientras intentaba sacarse la espada tirando de la hoja y dejaba en ella un rastro de sangre. El hombre, que parecía flotar por encima de su padre, se apoyó en la ornamentada empuñadura dorada del arma, lo que hizo que se clavara aún más. Su padre se revolvió y lanzó unas patadas que no alcanzaron a su rival. Su madre no se movía. A Rose le empezó a subir por la garganta un grito agudo y cortante. El río de apestosa sangre había empapado la alfombra y estaba a punto de alcanzar el brillante pelo de su madre. Su padre intentó incorporarse una vez más, al tiempo que cogía un sujetapapeles de piedra que había caído al suelo desde el escritorio durante el forcejeo inicial. Mientras lanzaba un chillido que le salió de lo más profundo de su ser, intentó alcanzar al enmascarado en la cabeza con la piedra. El hombre la cogió con facilidad y se acercó a un segundo enmascarado que se hallaba junto a la puerta, montando guardia, para cogerle una espada de hoja fina. Acto seguido, y acompañándose de un gruñido, se la clavó en el brazo, de manera que también le quedara inmovilizado. El bramido de dolor que lanzó su padre no fue lo bastante fuerte como para apagar la risotada del enmascarado. «Debes mirar —pensó mientras se acurrucaba—. Debes mirar para poder contar al abuelo lo que ha sucedido». «Quédate callada. Quédate quieta». «Sé valiente». —¡Dile a Cyrus Ironwood que morirá sin saber… morirá sin saber dónde está…! Cyrus Ironwood. Siempre eran los Ironwood. Aquel apellido se pronunciaba en su familia con cautela y estaba presente en su día a día, pero como una sombra. El abuelo había dicho que aquí estarían a salvo, pero no debería haberle hecho caso. Nunca iban a estar a salvo. Jamás. A sus tíos y tías, a sus primos y a su abuela se los habían ido llevando uno a uno a lo largo de siglos, de uno y otro continente. Ahora iban a ser su madre… y su padre… Rose se mordió el labio y se hizo sangre. El otro hombre se apartó de la puerta en la que había estado apoyado hasta el momento y soltó: www.lectulandia.com - Página 9

—Acaba ya con esto. Buscaremos debajo del suelo y por detrás de las paredes sin que nadie nos moleste. Fue entonces, al acercarse el segundo enmascarado al centro de la habitación, cuando Rose se dio cuenta de que no era un hombre, sino una mujer alta. Su madre le había contado en una ocasión que a Cyrus Ironwood le gustaba poner a las mujeres de la familia en estantes como si fueran figuritas de cristal y que no las bajaba de allí ni para quitarles el polvo. Esta debía de haberle parecido irrompible. Su madre también era irrompible. Hasta que había dejado de serlo. El primer enmascarado se metió la mano en el bolsillo del sobretodo, sacó un filo plateado, largo y fino, que se fijó al dedo índice. Se curvaba como una garra resplandeciente dispuesta a pinchar el aire. Rose apartó la mirada del arma y se fijó en su padre, que miraba hacia la librería, hacia ella mientras movía los labios en silencio: «No te muevas. No te muevas. No te muevas». Ella, sin embargo, tenía ganas de gritar, de pedirle que luchara, de asegurarle que sería ella quien luchara si él no podía. Podía demostrárselo con los golpes y arañazos que se había hecho en manos y rodillas durante su pelea con Henry. Aquel no era su padre. Su padre era valiente. Era la persona más fuerte del mundo, era muy… El enmascarado se agachó sobre su padre y le clavó el filo en la oreja. El hombre volvió a retorcerse. Dejó de mover los labios. A lo lejos, un falso trueno sonó sobre Londres mientras otro pasadizo se derrumbaba. Esta vez fue un sonido más débil, aunque volvió a ponerle carne de gallina. Su padre seguía allí, con aquel traje que olía a tabaco y a colonia, pero de pronto… desapareció. —Tú empieza por el dormitorio —le ordenó el enmascarado a la mujer mientras limpiaba el arma y se la metía en el bolsillo. —No está aquí. ¿Acaso no seríamos capaces de sentirlo? —Pero podría haber algo que nos dijera dónde está —respondió de malos modos el hombre mientras empezaba a rebuscar en los cajones del escritorio. Sacó monedas antiguas, papiros, soldaditos de hojalata, llaves viejas… —¡Bah, y, encima, estos ingratos son coleccionistas! La mujer pasó por delante de la librería e hizo crujir las tablas de madera del suelo. Rose se llevó las manos a la boca para no gritar. Intentó contener el aliento para no respirar el hedor de su vómito, pero la sangre de sus padres le había revuelto el estómago. La mujer inspeccionó las baldas con sus ojos oscuros y se detuvo justo enfrente de donde estaba escondida Rose. Aquel instante la hizo temblar como una hoja en la superficie del agua. www.lectulandia.com - Página 10

«Quédate quieta». Pero no quería quedarse quieta. Pensaba que sería muy fácil ser tan valiente como su madre. Abrir la puerta oculta, empujar a la mujer al suelo y huir. O recoger del suelo una de las espadas y acuchillar a ciegas la oscuridad, igual que haría su padre. Pero su padre le había pedido que se quedara quieta. En la esquina, el reloj de su abuelo desgranaba los segundos perdidos… Tic, tac, tic, tac… Muertos, muertos, muertos… Las partes espinosas, cálidas y enredadas de su interior empezaron a rodearle el corazón y a apretárselo más y más hasta que, por fin, cerró los ojos. Imaginó sus venas, sus costillas y su pecho entero endureciéndose como si fuera de piedra para proteger las partes que tanto le dolían. Sabía que era muy pequeña para enfrentarse a ellos, pero también sabía que algún día dejaría de serlo. La mujer apartó la mirada para fijarse en un objeto de la siguiente estantería. Rose dejó que su miedo se convirtiera en odio. Ironwood. Siempre los Ironwood. —¿Cuántas configuraciones de lugar viste en la mesa? —preguntó la mujer, y se apartó de la librería con algo en la mano, una foto enmarcada, y se la enseñó al hombre. A Rose se le hizo un nudo la garganta y se aferró con fuerza al vestido. Aquella era la fotografía en la que aparecían su padre, su madre y ella. La vieja casa gruñó. El enmascarado se llevó un dedo a los labios e señaló la biblioteca con la cabeza. Pasó por encima de su padre y se acercó a los estantes. «Quédate quieta». —Nos llevaremos a la niña —dijo por fin el hombre—. Seguro que la quiere… El golpe que hizo la puerta de la entrada al cerrarse ascendió por la escalera y llegó hasta la habitación. Se oyó un fuerte grito: —¡Linden! La casa tembló hasta los huesos mientras por la escalera subían fortísimas pisadas. Rose miró hacia la puerta en el momento exacto en que por ella entraban tres hombres. El que iba delante, de tamaño imponente y rápido como un relámpago, hizo que Rose se echara hacia atrás. Su padre le había enseñado fotografías de Cyrus Ironwood con diferentes edades para que lo reconociera en cualquier momento. Para que supiera cuándo debía huir, cuándo debía esconderse. Uno de los recién llegados le tocó la cara a su madre y comentó: —Bueno, ahora ya sabemos por qué se ha colapsado el pasadizo en cuanto hemos salido por él. A Rose le dieron ganas de salir de su escondite y empujar a aquel hombre pero justo en ese momento, se dio cuenta de una cosa. El hombre y la mujer enmascarados habían desaparecido. No había visto ni oído que abrieran la ventana, ni había oído el

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susurro de su ropa ni el ruido de sus pasos. Era como si los enmascarados se hubieran fundido con las sombras. «De entre las sombras salen para asustarte. De entre las sombras salen para llevarte con ellos». —Esta escoria ha tenido su merecido —rugió Cyrus Ironwood mientras se inclinaba y sacaba la espada del brazo de su padre para clavársela de inmediato en el pecho. Rose pegó un saltito al oír el chasquido de la punta del arma contra el hueso y la madera y notó que de la garganta se le escapaba un gruñido grave. —Esta es una recompensa que con gusto voy a pagar —comentó Ironwood—. Sabía que era la única motivación que hacía falta para poner esto en marcha. Es una verdadera pena que Benjamin no esté con ellos… ¿¡A qué estáis esperando!? ¡Empezad a registrar la casa! «Diez mil piezas de oro». Se suponía que Rose no había visto el cartel que había traído su abuelo aquel día en que había llegado tan enfadado. Rose no debería haberse enterado de que el líder de los Ironwood había puesto precio a la vida de la familia, pero es que su padre no siempre cerraba con llave los cajones del escritorio. El más joven de los tres recién llegados cogió la misma fotografía enmarcada que había cogido la enmascarada, solo que él la encontró en una esquina del escritorio. Señaló a Rose, que en la fotografía aparecía sentada con afectación entre su madre y su padre. —¿Y ella? —preguntó. Cyrus Ironwood escupió a la cara a su padre antes de coger la fotografía. Rose lo vio todo negro y sintió mucho calor en su interior, como una fiebre; se agarró el vestido con más fuerza para mantenerse callada y quieta. El hombre miró por toda la habitación. Rose le veía los ojos desde donde estaba escondida; eran brillantes y feroces como un relámpago. Entonces, sin que mediara palabra, volvió al lado de su padre y se agachó para estudiar algo con atención. ¿La oreja? —¿Qué pasa, jefe? —le preguntó el más joven. —Deberíamos irnos de inmediato —comentó Cyrus Ironwood, que parecía absorto en sus pensamientos—. Coged los cadáveres, que no podemos arriesgarnos a que los descubran. —Pero ¿y el astro…? Cyrus Ironwood se giró como una exhalación y le lanzó el marco con la foto al hombre que estaba detrás del escritorio. Este se agachó para esquivarlo. —¡Si ese cacharro de mierda estaba aquí…, ya no es el caso! ¡Coged los cadáveres! Me voy al coche. Cuando salió de la habitación, se llevó consigo su ira envenenada. Rose respiró por primera vez desde que habían entrado y se quedó mirando cómo uno de los

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hombres envolvía a su madre y a su padre con las sábanas rosas del dormitorio de al lado. También se llevaron la alfombra, con lo que de aquella escena no quedaron sino las cicatrices en la madera. Rose esperó hasta que oyó cerrarse la puerta principal, contó hasta diez y se fijó con gran atención en las sombras para ver si algo se movía en ellas. Cuando estuvo segura de que estaba sola, salió de la alacena que había detrás de la librería, bajó la escalera y salió por la puerta de atrás. Le escocían los ojos. Abrió la verja de atrás, se subió a la bicicleta apoyada contra la valla y empezó a pedalear. No sentía nada. Pedaleó, pedaleó y pedaleó. Las calientes lágrimas le emborronaron la vista antes de empezar a rodarle por las mejillas, pero solo lloraba porque hacía mucho frío y humedad. El camión de los Ironwood brillaba como el caparazón de un escarabajo bajo la luz de las farolas. Lo seguía a cierta distancia. Por el camino recordó uno de los cuentos de hadas que le leía su abuelo. Trataba de un hombre que se convertía en un monstruo porque tenía el corazón muy feo. Fue en ese momento cuando entendió el cuento. Rose imaginó que las uñas se le convertían en garras, que la piel se transformaba en la armadura de un caballero y que le crecían unos dientes tan afilados como los colmillos de un tigre. Siempre había sabido que sería cuestión de tiempo que Cyrus Ironwood acabara con toda su familia, pero ella no era como los niños de los Jacaranda o de los Hemlock, que habían dejado que se los llevaran cuando sus padres se habían rendido o habían sido ejecutados. Le resultó muy triste pensar que habían crecido sin espinas que los protegieran. Algún día se lo arrebataría todo a Cyrus Ironwood. Haría pedazos su trono de horas y su corona de días. Lo encontraría y acabaría con lo que su madre y su padre habían empezado. Esa noche, sin embargo, se limitaría a seguir a aquel monstruo desde las sombras. Porque alguien iba a tener que contarle a su abuelo dónde había escondido Cyrus Ironwood los cadáveres.

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Texas 1905

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Uno A Etta la despertó el rugir del trueno y le pareció que tenía el cuerpo envuelto en llamaradas. Enseguida supo qué estaba pasando. La piel le quemaba como si se le separase del hueso, como si estuviera quedando al descubierto cada nervio, cada vena… Sentía una agonía tremenda. Intentó respirar, pero le pareció que iba a ahogarse, porque tenía los pulmones cerrados y en ellos apenas cabía ni una bocanada de aire. Sabía que no estaba bajo el agua porque notaba el suelo duro e irregular a sus pies, pero la repentina oleada de pánico que se había apoderado de ella y la sensación de que el cuerpo le pesaba como una piedra al moverlo la llevaron a pensar por un momento que estaba ahogándose. Giró la cabeza hacia un lado e intentó toser el polvo que tenía en la boca. El ligero movimiento hizo que sintiera en el hombro un dolor intenso que luego le bajó por las costillas y la columna. En mitad de aquella febril bruma de calor y delirio, la asaltaron algunos fragmentos inconexos de recuerdos: Damasco, el astrolabio, Sophia y… Se obligó a abrir los ojos, pero enseguida volvió a cerrarlos con fuerza por la intensidad del sol. Aquel instante, sin embargo, le había bastado para absorber la imagen del mundo de color hueso que la rodeaba, la manera en la que titilaba y rielaba, mientras el calor se elevaba desde el pálido polvo. Le trajo a la memoria la manera en que la luz del sol juguetea con las olas del mar. Le hizo pensar en… «Un pasadizo». Eso era el sonido de trueno que oía, entonces. No es que se aproximara una tormenta, no; no iba a tener descanso alguno de aquel calor. Estaba rodeada por desierto y más desierto, y a lo lejos solo se veían mesetas que no le resultaban familiares, no estructuras y templos antiguos. Entonces, aquello no era… «Esto no es Palmira». Allí, el aire olía diferente y le quemaba la nariz cada vez que respiraba. No olía a plantas húmedas, podridas, como cuando se está cerca de un oasis. Tampoco olía a camello. Sintió una opresión en el pecho y un nudo de confusión en el estómago. —Nic… Incluso pronunciar aquella primera sílaba le transmitió la sensación de que tenía cristales rotos en la garganta. Se le agrietaron los labios y notó el sabor de la sangre. Se giró y se apoyó en las palmas de las manos para poder ponerse en pie. «Tengo que levantarme…».

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Con los codos cerca del cuerpo, intentó impulsarse, pero apenas había levantado el cuello cuando sintió un fuerte dolor en el hombro, que le ardía como si lo tuviera lleno de ampollas. Se le escapó, finalmente, un grito ronco. Se le doblaron los brazos. —¡Por Dios, la próxima vez grita más alto, ¿quieres?! ¡Como si no fuera bastante malo que el guardián nos pisara los talones! ¡Tú, encima, atrae a la caballería al galope! Una sombra cayó sobre ella. En los segundos que la oscuridad tardó en alcanzarla de nuevo y llevársela una vez más, a Etta le dio tiempo de ver el brillo intenso, casi antinatural, de unos ojos azules abiertos como platos que parecían muy sorprendidos de verla. —Vaya, vaya, vaya… Pues parece que, después de todo, a este Ironwood aún lo acompaña la suerte.

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Nassau 1776

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Dos Nicholas se apoyó en el respaldo de la silla y levantó la flácida ala de su sombrero para observar a los clientes de la taberna Three Crowns. El local estaba abarrotado y hacía un calor sofocante, lo que provocaba que los clientes, hasta arriba de ron, sudaran tanto que parecía que tuvieran fiebre. Al propietario, un antiguo capitán de barco apellidado Paddington, le encantaba la fiesta, por lo que no dudaba en dejar a su robusta esposa detrás de la barra para que coordinara el servicio de bebidas y la escasa comida que servían mientras él alternaba con los parroquianos. Daba la sensación de que a ninguno de los dos les importaba que la chillona pintura verde esmeralda se estuviera descascarillando en algunos puntos de la pared, como si estuviera ansiosa por escapar de aquel lugar de reunión para apestosos borrachos. Un retrato desfigurado de Jorge III los miraba desde lo alto, con los ojos y las partes más sensibles rajadas; cosa que, muy probablemente, habían hecho los soldados de la Armada Continental o de la Marina que habían asaltado la isla en busca de munición y suministros siete meses atrás. Mientras le daba vueltas a su jarra de cerveza con impaciencia, Nicholas sopesó las probabilidades de que esas «tres coronas[1]» del nombre de la taberna se refirieran a los tres vicios que parecían gobernarla: la avaricia, la gula y la lujuria. Un violinista solitario se afanaba con su instrumento en un rincón, intentando en vano que la melodía que tocaba se elevase por encima de las canciones obscenas que entonaban quienes le rodeaban. El nudo que tenía en la garganta se le cerró aún más con ayuda, en parte, del nudo de su corbata manchada. —¡Alegres mortales, llenad vuestra copa, que nobles son los actos a los que el vino nos arroja! ¡Riámonos de las tres gracias y de las ninfas, que por el amor y la belleza languidecerían! ¡La, la, la…, larala la! Nicholas dejó de fijarse en cómo el arco se deslizaba por las cuerdas, no fuera a ser que lo asaltaran recuerdos capaces de llevarlo, una vez más, por ese sendero tan triste. Cada instante que pasaba le astillaba la determinación, y la paciencia que le quedaba le parecía insustancial como una pluma. «Tranquilo —se repitió—. Tú tranquilo». Aunque resultaba muy complicado, porque la tentación de agarrar la mesa con fuerza o de subirse por las paredes para liberar esa tormenta que bullía en su interior lo obligaba casi a rendirse. Se concentró en los hombres inclinados sobre sus mesas, que jugaban a las cartas sin preocuparse lo más mínimo de la lluvia torrencial que golpeaba las ventanas. Los idiomas y dialectos que empleaban eran tan variados como los barcos fondeados en la bahía. Ninguno de ellos iba de uniforme, lo que le sorprendía y le agradaba a partes iguales, y era una bendición para quienes lo

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rodeaban en las demás mesas, que intentaban sin escrúpulo alguno descargar sus mercancías de contrabando.

No le extrañaba que Rose Linden hubiera elegido aquel sitio para que se encontraran. Empezaba a plantearse si a la mujer le gustaba la villanía o si, sencillamente, se sentía cómoda entre ella. En cualquier caso, su elección les aseguraba que los guardianes que Cyrus Ironwood tuviera vigilando el pasadizo de la isla no entrarían, dado que eran demasiado estirados como para mezclarse con marineros desaliñados. «Tú tranquilo». Acarició el cordel de cuero que llevaba al cuello, por debajo de la camisa de lino. Tocó el contorno del delicado pendiente que había colgado en él para evitar perderlo. No se atrevía a quitárselo. Recordaba la mirada de pena y repugnancia que Sophia le había lanzado la noche anterior, cuando lo había sorprendido observándolo a la luz del pequeño fuego, estudiando la pálida perla, las hojas de oro y las cuentas azules del aro dorado. Sabía que era mucho mejor que mirara hacia delante en vez de concentrarse tanto en la prueba de su fallo. «A Etta le habría gustado este lugar». Fue incapaz de detener el pensamiento antes de que se le escapara de la cabeza, ni tampoco pudo evitar imaginarla allí. Le habría encantado ver aquella taberna, pedirle a alguien que le contara sórdidos sucesos de la historia de la isla cuando era un reino pirata. Puede que incluso hubiera salido en busca de algún tesoro legendario o que se hubiera sumado a la tripulación de algún contrabandista. «La habría perdido de todos modos». Exhaló despacio y dejó el dolor de lado una vez más. En los peores días, cuando la inquietud y el miedo le convertían la sangre en arañas que le recorrían el cuerpo y su inactividad se volvía insoportable…, sus pensamientos se tornaban pesadillas. «Herida. Desaparecida. Muerta». Pero la verdad, la pura verdad, la que resistía aun cuando las dudas se arremolinaban a su alrededor, era que Etta era demasiado lista y cabezota como para haber muerto. Nicholas había apagado a propósito la lámpara que colgaba de la pared, junto a ellos, y había pedido suficientes platillos de comida y cerveza para que los dejaran en paz. Sus bolsillos, sin embargo, habían ido aligerándose a lo largo de las horas, y sabía que la exigua paga que había conseguido por pasarse una mañana descargando en los muelles no duraría mucho más. —No va a venir —le gruñó Sophia desde el otro lado de la mesa. Nicholas se pinzó el puente de la nariz con intención de levantar una barrera ante la frustración que amenazaba con superarlo. Y eso que la noche aún no había www.lectulandia.com - Página 19

terminado. —Paciencia —gruñó—. Además, aún no hemos acabado. Sophia resopló, molesta, y apuró lo que quedaba en su jarra. Luego, cogió la de Nicholas y también se la bebió, lo que atrajo la mirada de los ocupantes de la mesa de al lado. —¡Ya está! ¡Ahora sí que hemos acabado! —comentó mientras dejaba la jarra de golpe en la mesa—. Ya podemos irnos. En sus veintitantos años de vida, Nicholas jamás había imaginado que un día vería a un Ironwood comportarse de forma tan poco respetable. Debido a la presencia de los Ironwood en la isla y, en especial, debido a que el gran maestre había ofrecido tantísimo dinero por ellos como para que quien se los entregase pudiera comprarse aquella isla, se veían obligados a ir disfrazados. Sophia se había cortado su larga melena morena y rizada a la altura de los hombros y llevaba el pelo atado en una coleta baja. Aunque había sido decisión propia, no es que no le hubiera costado hacerlo. Nicholas le había conseguido ropa de marinero que era más o menos de su talla y lo cierto es que la muchacha la llevaba con desenvoltura, como si siempre hubiera vestido así. Y resultaba sorprendente, dada la pasión que había demostrado hasta entonces por la seda y el encaje. Aunque lo más sorprendente de todo era el parche de cuero que llevaba sobre la ahora vacía cuenca del ojo izquierdo… El miedo que había tenido Nicholas a que la joven perdiera el ojo después de la brutal paliza que le habían dado en Palmira no era infundado. Para cuando Hasan y él la llevaron a un hospital de Damasco, la herida se había infectado y la muchacha ya había perdido la visión. Sophia habría preferido una muerte lenta por fiebre e infección antes que permitir que se lo sacase un cirujano; decisión que había tomado, sin duda, por vanidad. No obstante, cuando por fin se habían visto obligados a extirpárselo, parte de ella debía de haber querido sobrevivir, porque no se permitió abandonar la consciencia ni en los momentos en que los dolores habían sido más feroces, agónicos. De hecho, se había recuperado con rapidez y, aunque de mala gana, Nicholas había tenido que admitir la fuerza de voluntad que había demostrado. Una vez tomaba una decisión, aquella muchacha resultaba temible. Aquello también había supuesto un golpe de suerte porque, mientras Sophia se recuperaba en Damasco, Nicholas había recibido una nota inesperada que Rose le había dejado en casa de Hasan: Las circunstancias me impiden esperar todo el mes, como acordamos. Nos encontraremos el 13 de octubre en Nassau o nunca.

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Era evidente que, en algún punto durante el viaje de vuelta de Rose desde Damasco a Palmira, donde habían decidido reunirse, algo había hecho que la mujer evaluara las «circunstancias» y cambiara de opinión. No obstante, como no daba detalles, Nicholas no tenía ni idea de si debía tener miedo o molestarse porque la mujer pretendiera que viajaran hasta tan lejos en tan poco tiempo. Aunque compadecía a Sophia por las heridas que había sufrido, pensar en que estas podían hacer que perdiera la oportunidad de descubrir el último año común había despertado en él un gran pánico y no menos resentimiento. Pero los cortes y los cardenales de la joven habían ido desapareciendo a lo largo de las dos semanas siguientes, hasta que, hacía tres días, se había sentido lo bastante fuerte como para empezar a navegar por pasadizos. Y por fin, después de un viaje corto fletado desde Florida, habían llegado allí para reunirse con Rose… que no había aparecido. —Y no va a traer a Etta consigo, si es eso lo que te hace poner esa carita de cachorrillo que está a punto de hacerse pipí en casa. ¿No te parece que, de lo contrario, ya las habríamos visto? No es que Nicholas esperara que Rose apareciera seguida de Etta, sana y salva, curada de la herida… al menos no desde aquella mañana. La esperanza, por lo visto, iba desapareciendo a la misma velocidad que pasa la arena por el cuello de un reloj de arena. Se obligó a respirar hondo y a tranquilizarse. El odio que Sophia sentía por él enturbiaba el ambiente entre ambos y, a lo largo de las últimas semanas, los sentimientos de la muchacha se habían ido transformando en algo mucho más feo de lo que Nicholas había visto hasta entonces. Aquello hacía que dormir a su lado resultara un poco… inquietante, por no decir otra cosa. Pero es que… Qué amargo era unir la palabra «necesitar» a Sophia. Necesitaba su ayuda para encontrar pasadizos; a cambio, había prometido ayudarla a desaparecer del alcance de los Ironwood en cuanto acabara su funesta aventura. Nicholas, sin embargo, creía que la verdadera razón de que Sophia siguiera con él era que la muchacha no había desistido aún de su idea de hacerse con el maldito artefacto. Y a él le tocaba vivir con aquello porque, que Dios lo ayudara, la «necesitaba». Malditos fueran sus escasos conocimientos de viajar por los pasadizos. Maldita fuera su suerte. Y malditos fueran los Ironwood. —¿Tantas ganas tienes de volver, con la que está cayendo? —le preguntó mientras entornaba los ojos. Ella también entornó el suyo. Luego, frunció el ceño y se giró hacia la taberna. Nicholas pasó un dedo por el borde de la mesa y se centró en cada una de las imperfecciones de la madera. Hacía tan solo dos días, la idea de poner fin al trato con Rose Linden le habría parecido inconcebible. Ahora bien, si ella no cumplía con su parte, ¿qué lo ataba a él? «Ya sabes qué es lo que te ata». www.lectulandia.com - Página 21

Quería descubrir el último año que tenían en común entre la versión previa de la línea temporal y la versión en la que estuvieran ahora. Etta habría ido de un pasadizo a otro, a través de décadas o siglos, hasta que, finalmente, habría caído en alguna parte, en aquel mismo año, donde se habría quedado perdida, herida y sola. Huérfana. Sabía que debería haberse esforzado por cambiar los objetivos, de manera que fuera Rose la que buscara el astrolabio y él quien buscara a Etta, pero cuando habían tomado la decisión, y a pesar de que estaba muy cansado y con las emociones a flor de piel, había considerado que Rose tendría mejores contactos y que se enteraría mucho antes de cuáles habían sido los cambios que había sufrido la línea temporal. Nicholas estaba preparado para afrontar la fría furia de la mujer cuando esta comprobase que no había pasado las dos últimas semanas buscando el maldito astrolabio, tal y como habían quedado; aunque se pondría a ello sin falta una vez hubiera desterrado de su cabeza el miedo de perder a Etta. Hasta entonces, no sería capaz de concentrarse del todo en ninguna tarea. Aunque en numerosas ocasiones había barajado la idea de convertirse en un cabrón egoísta y escapar de aquella historia, cada vez que lo hacía, su alma lo obligaba a pensar en el deshonor que aquello le supondría. Una vez que encontraran el astrolabio y lo destruyeran, una vez que el futuro de Etta estuviera recompuesto, entonces abandonaría a Cyrus Ironwood en el infierno en que, sin duda, se hundiría al saber que jamás tendría el astrolabio. Pero por encima del honor y de la responsabilidad estaba Etta. Encontrarla, ayudarla, resolver aquel desastre con ella, tal y como habían acordado. Su compañera. «Mi corazón». Acabaría aquello y después haría su vida, como siempre había querido. El mundo de los viajeros nunca había sido para él. Jamás le habían contado los secretos de viajar, ni le habían permitido explorar sus profundidades. Siempre había sido un mero sirviente. Para él, hasta el futuro de Etta había sido como una estrella lejana. Se había maravillado ante lo que le había contado la joven acerca de los avances que se habían producido, las guerras, los descubrimientos, pero todo aquello había seguido estando demasiado lejos para alcanzarlo, para atesorarlo en su corazón como algo real y no como una maravillosa fantasía. Y menos aún como algo que pudiera reclamar. Pero hubieran o no hubieran ido allí, aunque hubieran encontrado una casa en otro sitio, lo único que él quería era restablecer el mundo que ella había conocido y amado. De vez en cuando, el jolgorio de la taberna se veía sofocado por un portazo, debido más a la ferocidad de los vientos tempestuosos del exterior que a la manera en que la cerraban las pobres y caprichosas almas que llegaban tambaleándose en busca de refugio. Nicholas miró hacia la puerta con la esperanza de ver un pelo dorado al viento y unos ojos azules.

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—¿Puedes, al menos, servir para algo y deshacerte del degenerado que hay en aquel rincón? —le gruñó Sophia mientras cruzaba los brazos sobre la mesa y apoyaba la cabeza en ellos—. Como siga mirándome, pienso cargar contra él. Nicholas parpadeó mientras miraba hacia cada uno de los rincones de la taberna y, después, a la muchacha de nuevo. —¿¡De qué diablos estás hablando!? El desdén prendió en ella como un incendio mientras se ponía tiesa e indicaba con la cabeza un punto alejado de ellos, una mesa situada en línea de visión directa respecto a la suya. En ella estaba sentado un hombre vestido con una capa oscura y un tricornio de fieltro. Estaba empapado. Parecía preparado para salir a la tormenta de nuevo en cuanto tuviera oportunidad. Al ver que Nicholas se fijaba en él, bajó la mirada hacia su pinta de cerveza y empezó a tamborilear con los dedos en la mesa. Fue entonces cuando Nicholas reconoció el árbol genealógico que llevaba bordado con hilo dorado en el guante. Por fin se aflojó el nudo que notaba en las tripas. Aquel hombre descuidado era un Linden. Un guardián, a su entender. «O un Ironwood que pretende engañarnos». No… A lo largo del pasado mes se había vuelto muy desconfiado, pero puede que sin razón. Los Ironwood se habrían enfrentado a ellos de cara. La familia de su padre carecía de sutileza y, además, estaba bendecida con una maravillosa pasión por matar. Fuera cual fuera el caso, echó mano a la empuñadura del cuchillo que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. —Quédate aquí —le dijo a Sophia. Pero, cómo no, la joven lo siguió tambaleándose, borracha. El hombre del rincón no los miró ni cuando Nicholas y Sophia se sentaron a su mesa. —Están ocupadas. Estoy esperando compañía. —Yo diría que esa compañía acaba de llegar —comentó Nicholas—. Creo que tenemos una amiga en común. —¿Nos conocemos? —les preguntó el hombre mientras giraba su jarra de peltre. Y otra vuelta más. Y otra. Y una más. Y otra vez… hasta que Sophia puso, de malos modos, la mano sobre la jarra, adelantándose a Nicholas por apenas un segundo. —Siga poniendo a prueba mi paciencia…, si se atreve —lo desafió la muchacha. El hombre se echó hacia atrás, impresionado por la sequedad del tono de la joven, y parpadeó al mirarla a la cara —o, mejor dicho, al parche— con mayor atención. —¿Es un disfraz que te has puesto, cariño, o…? Nicholas se aclaró la garganta con intención de apartar al hombre de aquel sendero tan peligroso. —Estábamos esperando… a otra persona —le dijo. El hombre tenía la piel seca, como si la hubiera tenido junto al fuego durante horas, durante demasiadas horas. Era algo que a Nicholas le resultaba familiar y que www.lectulandia.com - Página 23

significaba que llevaba muchos años trabajando en el mar o junto a él. Sus ojos verdes centellearon como si buscara algo por la taberna mientras se quitaba el sombrero y se arreglaba la peluca. Lo que dijo a continuación confirmó las sospechas de Sophia y de Nicholas: —He visto… digamos que he visto a unas personas de las que, por lo general, intento mantenerme apartado. Exploraban la playa y el pueblo con atención. Y eso me ha hecho pensar que quizá no fuera tan buena idea ayudar a una dama. —Nunca se es lo bastante precavido —convino Nicholas—. ¿Dónde está esa dama? El hombre lo ignoró y siguió hablando en un tono irritable: —Me dijo que solo vendría una persona. Usted encaja con la descripción que me dio, pero esta… —añadió, mirando a Sophia. La muchacha entrecerró el ojo. —Es mi asociada —apuntó Nicholas con intención de que la conversación avanzara. Entendía la necesidad de mantener el secretismo, pero cada instante que pasaban sin buscar el astrolabio era un segundo perdido—. Y, ¿va a llevarnos con esa dama? El hombre le dio un largo trago a la pinta y, cuando acabó, negó con la cabeza mientras tosía. Volvió a mirar con aire furtivo por la taberna y metió la mano debajo de la capa. Nicholas echó mano al bolsillo interior de la chaqueta una vez más, al cuchillo. Sin embargo, el hombre no sacó ni una pistola ni un cuchillo, sino un pergamino doblado que dejó en la mesa. Nicholas miró el sello de cera roja estampado en él: era el sello de la familia Linden. Sophia lo cogió a toda prisa, lo giró y lo sacudió como si pensara que iba a salir veneno de él. —Nuestra… «flor» —enfatizó— tenía otros asuntos que atender. En cualquier caso, acabo de devolverle el favor, así que me voy a… —¿Favor? —repitió Sophia. La cerveza la había vuelto incluso más arrojada de lo habitual—. ¿Es que no eres un guardián? El hombre se apartó de la mesa empujándose con ambas manos. —Antes sí… Antes de que una de las familias los matara a casi todos. Ahora hago lo que me viene en gana y, en estos momentos, lo que se me antoja es irme. Nicholas se puso de pie al mismo tiempo que el guardián de los Linden y lo siguió por entre los parroquianos hasta que estuvo lo bastante cerca como para cogerlo del brazo. —¿Qué otros negocios tenía? Estábamos esperándola a ella. El guardián retiró el brazo con fuerza y se liberó de la mano del muchacho, pero golpeó accidentalmente a uno de los clientes en la espalda. La cerveza de la jarra de este último se derramó sobre los zapatos de Nicholas. —¿¡Acaso tengo pinta de ser de esos con los que Rose Linden comparte sus malditos secretos!? www.lectulandia.com - Página 24

A decir verdad, y teniendo en cuenta su piel arrugada y la cicatriz que le rodeaba el cuello —señal inequívoca de que había sobrevivido a un ahorcamiento—, sí, era exactamente el tipo de persona con la que los compartiría. —¿¡Le dio alguna información más!? A Nicholas le molestaba tener que elevar la voz para hacerse oír por encima de los chillidos y las risotadas de los bulliciosos hombres y mujeres que lo rodeaban. —¿¡Sigue en la isla!? —¿¡Es que no hablo su idioma, joven!? ¿¡Tengo que decírselo también en francés…!? De pronto, se oyó un grito de mujer muy por encima del resto de voces. Nicholas se giró para mirar a la mesa que acababa de dejar y vio a una camarera intentando recoger a toda prisa los trozos de varios vasos que alguien había roto en dicha mesa. Otra figura pequeña, vestida de color azul marino, la ayudaba a secar el líquido con un trapo, aunque ya había empezado a caer al suelo. —¡Serás… serás torpe! —aulló Sophia mientras le arrebataba a la nerviosa camarera el trapo para secarse el pecho. —¡Ha sido un accidente! ¡Lo siento mucho! He tropezado… —dijo la camarera, que apenas podía hablar. —¿¡Acaso estás ciega!? ¡Pensaba que era a mí a quien le faltaba un ojo! —¡Que tenga mucha suerte con esa! —le soltó el guardián a Nicholas. Para cuando el muchacho se dio la vuelta, el hombre ya estaba en la otra punta de la taberna y un mar de personas se extendía entre ellos. Cuando el guardián abrió la puerta de la taberna, el viento se coló y la abrió de golpe. Luego, el hombre desapareció en la noche. El tabernero se vio obligado a dejar una bandeja de bebidas sobre una mesa y a acercarse a la entrada para cerrar la puerta y evitar así que la lluvia y el viento incomodasen a sus clientes. —¿¡Qué sucede!? —le preguntó Nicholas a Sophia cuando se acercó a la mesa. La muchacha había vuelto a sentarse y miraba a la camarera como si fuera a comérsela mientras esta retiraba los últimos pedazos de cristal, que iba dejando en el mandil. —¡Alguien ha decidido que sería buena idea malgastar un ron magnífico bañándome con él! —soltó, como si la camarera no estuviera delante. A decir verdad, el licor había mejorado su olor. —¡No soy tonta! —La jovencita tenía la cara roja de ira—. ¡Yo iba mirando hacia delante, señor, pero he tropezado con algo! La muchacha se alejó atropelladamente antes de que a Nicholas le diera tiempo a decirle que no pasaba nada y, claro, eso enfureció más aún a Sophia. —¡Pero… ¿acaso es incapaz de aguantar una crítica?! —soltó antes de gritarle—: ¡Defiéndete, maldita sea! —Ya basta —le dijo Nicholas—. Vamos a leer la carta. La joven cruzó los brazos y se recostó en la silla. www.lectulandia.com - Página 25

—¡Qué gracioso eres! Pero si casi ni me ha dado tiempo a tenerla en la mano antes de que me la quitaras. —No hay tiempo para jueguecitos. Venga, dámela. Sophia respondió a la mirada feroz de él con una expresión vacía y el joven sintió un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo. —La carta —insistió, con la mano extendida. —No la tengo. Estuvieron mirándose un momento más. Nicholas sintió como si la mirada de ella lo estuviera cortando en pedazos y pensó a toda prisa. Se agachó y empezó a buscar por el suelo, por las sillas, a su alrededor. La camarera. No, había visto cómo se arrodillaba y no iba a haberse quedado alrededor de la mesa si les hubiera robado algo. Tampoco se la había metido en el mandil, porque habría visto el gesto. Lo que les dejaba… El otro hombre, el bajito, el que le había pasado un trapo a la mesa. —¿Adónde ha ido el hombre? —le preguntó a Sophia mientras se giraba a toda velocidad. —¿De qué estás hablando? —le inquirió ella refunfuñando al tiempo que se ponía de pie. Mientras, Nicholas vio la chaqueta de color azul oscuro que había visto antes y el sombrero de ala ancha no sirvió de nada para esconder los rasgos distintivos del hombre menudo. El oriental los observaba desde el descansillo de la escalera que llevaba a los dormitorios. Nicholas entornó los ojos para ver mejor en aquella penumbra de la posada y dio un único y cauteloso paso en dirección al hombre. Fue un movimiento apenas perceptible, pero el oriental salió huyendo de un salto como lo habría hecho un conejo. —¡Maldita sea! ¡Eh, tú, espera…! Sophia sacó de la chaqueta una pistola que Nicholas no había visto jamás, apuntó al bulto y, sin pensárselo mucho, disparó hacia la escalera. El silencio que se hizo a continuación del estallido provocó que la atención de los parroquianos se centrara por completo en Sophia y en Nicholas y que desenvainaran con gran estrépito espadas y cuchillos y empuñaran pistolas. Con aquella pequeña explosión de pólvora y con la chispa que produjo, por fin estalló también la pelea que Sophia había estado buscando, la pelea a la que había intentado una y otra vez que él respondiera, o la camarera hacía unos instantes, o cualquiera que se hubiera cruzado con ella. Un hombre, torpe después de beber mucho ron, le pegó un codazo a otro en la nuca mientras intentaba sacar su pistola. El otro, un marinero, se giró a tal velocidad con los puños adelantados que golpeó una mesa y tiró las cartas, los dados, la comida y la cerveza que había en ella. Los que estaban jugando alrededor de esta se pusieron de pie y cargaron contra quienes tenían más cerca, que los miraban con los ojos como platos y se vieron obligados a apartarse a toda prisa para que no los arrollaran.

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Entonces empezó la refriega y un marinero levantó una silla sobre la cabeza con intención de lanzársela a Sophia, que observaba el resto de la escena con una sonrisa burlona. «No se ha dado cuenta. No ve por ese ángulo», pensó Nicholas horrorizado, un instante antes de gritarle: —¡A tu izquierda! Sophia se giró con tal brusquedad que se le cayó el sombrero. Aunque parecía imposible que lo hubiera hecho a propósito, le pegó una patada al hombre en la entrepierna y mientras el marinero se caía al suelo de rodillas gritando, la joven le quitó la silla y le golpeó con ella en la cabeza. El violinista desafinaba porque el arco saltaba a trompicones sobre las cuerdas. El músico se tiró al suelo a tiempo para evitar la silla que una prostituta borracha había lanzado a una rival con los labios pintados de carmín pero que había acabado volando en su dirección. Un marinero borracho y solitario se puso de pie en mitad de aquel caos, con los ojos cerrados, y empezó a dar vueltas como si fuera un carrete, o como si estuviera bailando con la botella de ron que tenía en la mano. —¡Qué poca vista! —le espetó Nicholas a Sophia. —¡Normal, solo me queda un ojo! La joven cargó en la pistola la poca pólvora que le quedaba y robó una botella de ron que había en la mesa de al lado en cuanto su ocupante se dio la vuelta para responder a algún golpe. Nicholas se abrió camino por entre la jungla de brazos y piernas. En un momento dado, tuvo que agacharse para evitar un espadazo que cortaba el aire en su dirección. El posadero se subió a la barra y, en vez de intentar poner paz y detener la pelea con un grito, le saltó a la espalda a un tipo que tenía cerca y lo aplastó contra el suelo. Nicholas había presenciado emplumados más civilizados que aquel caos. Justo cuando llegó a la escalera, el joven vio a un hombre que, en su huida, empujaba a una prostituta para apartarla de su camino. La mujer a punto estuvo de caer rodando envuelta en su falda y en sus enaguas, pero Nicholas la sujetó a tiempo y evitó que se rompiera el cuello. —¡Por Dios! —exclamó el joven, tosiendo y tratando de apartar la nube de talco de la peluca de la mujer. —¡Gracias! ¡Gracias! La prostituta lo besaba allí donde encontraba algo de piel descubierta y le bloqueaba el ascenso por la escalera mientras él intentaba hacerla a un lado con delicadeza. —¡Señora, por favor…! —¡Muévete, zorra! —Sophia estaba al pie de la escalera, apuntando a la prostituta a la cara—. ¡Ese no tiene ni dos monedas, y mucho menos para malgastarlas en ti! www.lectulandia.com - Página 27

Nada más oír aquello, la joven cejó en su asalto, se hizo a un lado y descendió por la escalera para unirse a la refriega. —¿¡Acaso sus besos te han robado el sentido!? ¡Venga, corre, que se escapa! Nicholas empezó a subir los escalones de dos en dos. Llegó como un vendaval al primer piso. Le ardía el pecho y respiraba de manera desacompasada. Al final del pasillo, que estaba cubierto con una alfombra raída, había una puerta abierta de par en par y el joven salió disparado hacia ella. En el dormitorio vio a una chica de pelo oscuro, envuelta en una manta de punto y apoyada en el hombro de otra mujer, que le daba palmaditas en la espalda mientras la primera hablaba atropelladamente, aunque lo que decía no parecía tener mucho sentido. —¡Encima de mí… por la puerta… un hombrecito raro… con un cuchillo… por la ventana…! —¿Raro? —le preguntó Nicholas. —¿Por la ventana? —repitió Sophia. La chica parpadeó, sorprendida, ante la aparición repentina de ambos. —Pues sí… pequeñito… era muy bajito… casi como si fuera un niño. Y es uno de esos… de esos… ¿cómo los llaman? —¿Del Lejano Oriente? ¿Chino? —intentó ayudarla su amiga. La joven, alterada, asintió y se volvió hacia Nicholas, que se había quedado parado, con la clara idea de que iba a recompensarla. Sophia, sin embargo, estaba en lo cierto: no tenía dinero. De hecho, después de la bebida y de la cena, no tenía ni una sola moneda. Sophia lo hizo a un lado y lo dejó atrás, aunque el muchacho la siguió de cerca. La atmósfera de la habitación era asfixiante, debido al humo de las velas apagadas y a un perfume que olía intensamente a flores. La lluvia se colaba por la ventana abierta, mojando y oscureciendo la alfombra. Sophia cogió un pedazo de tela que se había quedado enganchado en el marco de la ventana y lo inspeccionó mientras Nicholas sacaba la cabeza y miraba a un lado y otro de la calle anegada, en busca de movimiento. Luego, salió por la ventana y, desde la cornisa, saltó al techo del porche y, después, al suelo. Detrás de él oyó un golpe seco y una maldición. Era Sophia, que lo había seguido. El joven echó a correr mientras se protegía los ojos de la torrencial lluvia tropical. El agua corría por entre el barro y los adoquines y se llevaba, aunque solo fuera durante aquella noche, la mugre y la suciedad de la isla. Pero el ladrón había desaparecido y, con él, la carta de Rose. —¡Carter! Sophia estaba a cierta distancia de él, parada junto a la taberna. Un bulto grande y oscuro, apoyado en la pared pintada de un color brillante, cobró, de repente, la forma de un hombre. —¿Qué suce…? A Nicholas se le atragantaron las palabras en la boca mientras daba un paso atrás. www.lectulandia.com - Página 28

El guardián de los Linden estaba allí sentado, despatarrado, con los ojos abiertos y la mirada vacía. Su piel había adquirido un tono blanquecino, céreo, como si se hubiera quedado sin sangre. Entre la lluvia y la oscuridad, casi completa, Nicholas no alcanzaba a ver heridas mortales evidentes; no veía disparos, cortes, ni señales de estrangulamiento. —¿Qué ha pasado? —le preguntó a Sophia mientras esta se arrodillaba junto al cadáver. La joven le giró la cara al cadáver y descubrió, así, que le caía un reguero de sangre desde la oreja hasta la mandíbula. —¡Ahí están! —gritó alguien. Nicholas miró hacia arriba y vio a una de las dos prostitutas asomada a la ventana, señalándolos. Detrás de ella había varios hombres que, nada más verlos, salieron escopeteados hacia la escalera. —Hay que huir —le dijo a Sophia. —No voy a ponerte pegas. La joven se puso de pie como impulsada por un resorte y lo guio hacia lo más oscuro de la tormenta.

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San Francisco 1906

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Tres Etta se dejaba llevar por el borde de los sueños, transportada por el suave balanceo de los recuerdos. Las olas que batían con fuerza por debajo de ella se calmaron de pronto hasta convertirse en un latido con un ritmo que se asemejaba al de su pulso. Veía rostros a su alrededor a pesar de la poca luz que daba la vela. Susurraban. La tocaban y tiraban de ella con manos rudas. Se sentía como si le hubieran dado una paliza. Se recogió en la seda fresca y en las sombras que envolvían su cabeza y fue en busca de esa luz que había visto, de esa luna reflejada en un agua teñida de medianoche. Él la encontró primero, como siempre, desde el otro lado del barco. Aquellas partes de ella que se habían adormilado por la pérdida se animaron de nuevo, lo que ahogó los dolores y los miedos hasta que no quedó sino la imagen de él. El mar seguía en calma, subiendo y bajando a cada paso que daban el uno hacia el otro. De súbito, estaba junto a ella, rodeándola con los brazos. Ella hundió el rostro en las arrugas de su camisa de lino áspero. La embriagó el aroma a mar del joven y le pasó las manos por la espalda en busca de la calidez de su piel, esa calidez que tan familiar le resultaba. «Aquí… aquí… aquí…». No volvería a estar sin él. Nunca. Aquel pensamiento tan simple arraigó en su pecho y floreció hasta convertirse en todas las posibilidades con las que había soñado. Una mejilla áspera acarició la suya y el joven le acercó los labios a la oreja y le habló, pero Etta, por muy agarrada que estuviera a él, por mucho que lo atrajera hacia sí, no oyó ni una sola palabra. El mundo que había por debajo de sus párpados volvió a cambiar. Las sombras desaparecieron lo suficiente como para que viera a quienes la rodeaban y la curvatura del túnel del metro. Unas notas de violín volando por el aire. Etta se dio cuenta de que se movía al ritmo de dichas notas, que giraba en un interminable círculo compuesto por dos. Pensaba en cómo le había cogido el brazo al muchacho, en cómo le había acariciado las largas venas, los fuertes ligamentos, en cómo había creado una obra maestra a partir de su pulso, de sus músculos y de sus huesos. Las paredes vibraban, temblaban, rugían. «Que rujan. Que se caigan», pensó Etta mientras levantaba la vista, mientras intentaba ver la cara del joven. Él agachó la cabeza y se apartó, poco a poco. Ella intentó impedirlo, cogerlo de la manga, de los dedos… pero el joven desapareció como una brisa de verano y la dejó abandonada y sola. «No te vayas».

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Etta sintió que la pesadez de su cuerpo volvía, que se hacía patente en su piel, y sintió pánico. «Ahora no. Ahora no». Nicholas la llamó. Se reía. «Buenos días a nuestras almas…». Etta abrió los ojos. Por lo menos, el fuego que le había chamuscado las venas en el desierto había desaparecido. Se sentía, no obstante, insustancial, como las motas de polvo que bailaban en la titilante luz que daba la lámpara de la mesita de noche. No se movió. Mantuvo la respiración calmada y observó la habitación por debajo de las pestañas. A los pies de la cama, repantigado en una silla de respaldo alto, había un hombre. Etta contuvo el aliento y tragó saliva. Lo único que veía con claridad era la coronilla del hombre, su pelo grueso y oscuro, aunque la luz de la vela se reflejaba en los mechones plateados y los destacaba. Llevaba una camisa sencilla y pantalones de vestir oscuros, todo arrugado después de haber pasado la noche durmiendo en la silla. En el regazo tenía un libro abierto y descansaba una mano sobre él, una mano con la que sujetaba una pajarita. El otro brazo lo tenía caído a un lado de la silla. Su respiración profunda, producto de un sueño inducido por algún medicamento, hacía que su pecho subiera y bajara despacio. Aunque se sintió incómoda al pensar que el centinela había estado observándola mientras dormía, y que ella no había podido hacer nada por evitarlo, la reconfortó pensar en lo poco que se había esforzado aquel hombre por vigilarla. Una ráfaga de aire le recordó la presencia de lágrimas y sudor en su rostro y le onduló el cuello del vestido. La ventana, enmarcada por unas largas cortinas de terciopelo carmesí, estaba abierta. Despacio, para no hacer ruido, salió de la cama y se mordió el labio al sentir un dolor punzante que la recorría de pies a cabeza. Echó un apresurado vistazo a la habitación en busca de alguien más, pero no vio a nadie. Había un elegante escritorio contra la pared, empapelada con motivos de flores, y a poca distancia un secreter tan grande que daba la sensación de que el dormitorio se había construido en torno a él. Ambos muebles eran de la misma madera brillante que la cama y tenían labrados tallos con hojas. Era una jaula con barrotes de oro, tenía que admitirlo, pero lo único que le interesaba era encontrar la manera de escapar de ella. Se fijó en que en la habitación había encendidas varias velas: en la mesa auxiliar, en el escritorio y en el candelabro situado junto a la puerta. Esa luz le permitía verse en el polvoriento espejo colgado sobre el secreter, aunque la imagen estaba partida en grandes grietas en el centro y distorsionada porque el espejo colgaba en un ángulo anormal. «Oh, Dios…».

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Se frotó los ojos y se miró bien en el espejo una vez más. No se lo podía creer. Sabía que el tiempo que había pasado en Damasco le había dado cierto color a su pálida piel, pero ahora tenía la cara, las orejas y el cuello tan quemados y rojos que no tardarían en empezar a pelarse. Tenía el pelo sucio, grasiento, y se lo habían trenzado para que no le molestara en la cara. Se fijó en sus mejillas hundidas y pensó que parecía enferma. ¡Peor que enferma! Si no fuera porque le habían lavado la cara y los brazos, habría jurado que un taxi la había arrastrado por Times Square. Repetidas veces. Aunque lo peor era que alguien se había llevado la ropa que vestía en Damasco —«¡Mientras dormía!»— y le había puesto un camisón que le llegaba por los tobillos y que se ataba a la altura del cuello con un horripilante lazo malva. Esperaba que hubiera sido la misma persona que se había esmerado en curarle y vendarle el hombro y que la había lavado lo mejor que había podido. Aun así, se estremeció al pensar en lo vulnerable que había estado y en lo mal que podría haberse resuelto la situación para ella. Incapaz de ignorar el dolor punzante ni un segundo más, se miró el hombro izquierdo y retiró un poco el camisón para inspeccionar el vendaje que le cubría aquella zona del cuerpo y la parte superior del brazo. Se mordió el labio y se enfrentó a las inútiles ganas de llorar que a punto estuvieron de ganarle la partida cuando apartó la tela y vio la herida que, aunque pegajosa, iba curándose. Era una especie de agujero de un asqueroso y desagradable color rosáceo, no como el de la esplendorosa piel nueva, sino como el rabioso tono rosa de una quemadura. Los bordes aún estaban hinchados y cubiertos de ampollas irregulares. Se le cerró tanto la garganta que se quedó sin aire y tuvo que obligarse a respirar. Volvió a mirar al guardia durmiente. «Vamos, Spencer; corre primero, piensa después». En cuanto se convenció de que caminar no iba a provocarle el vómito, se puso de puntillas, se recogió el camisón y empezó a andar por la alfombra persa. Justo cuando estaba a punto de determinar si las piernas serían capaces de sujetarla, oyó unos pasos rápidos al otro lado de la puerta. Etta se agachó tan deprisa que el dolor le nubló la vista y tuvo la sensación de que iba a desmayarse, pero se puso a cuatro patas en el suelo para que la cama la escondiera de quienquiera que abriera la puerta. —… hay que… —… eso intenta decírselo a él… Las voces pasaron de largo y desaparecieron tan rápido como habían aparecido, junto con el débil zumbido de sus oídos, lo que le permitió detectar unas embrolladas hebras de notas musicales que ascendían por entre las tablas del suelo. El tintinar de unas copas subrayó las voces fuertes que burbujeaban como el champán. —¡… tres hurras…! —¡Brindemos! www.lectulandia.com - Página 33

A Etta la invadió el miedo, un miedo que se extendió como un incendio de verano e hizo que se sintiera confundida. «Parece que la suerte nunca abandona al apellido Ironwood». Tanto Nicholas como Sophia la habían advertido de que Cyrus Ironwood tenía guardianes vigilando cada uno de los pasadizos. No había reconocido al hombre que había hablado con ella, pero daba lo mismo, porque aquel apellido, aquella palabra, era suficiente para que fuera consciente de que estaba en apuros. Entonces, otro miedo devoró aquel pensamiento. «¿Dónde está Nicholas?». Los últimos segundos que había pasado en la tumba los atesoraba en forma de recuerdos fragmentados. Recordaba el dolor, la sangre, la cara de terror de Nicholas y, luego… La única manera de describir la sensación que había tenido a continuación era imaginando que le habían atado una cuerda invisible alrededor de la cintura y habían tirado de ella a través de un velo de oscuridad que implosionaba. Etta se llevó los puños a los ojos y empezó a desanudar una idea poco a poco. «Me he quedado huérfana de mi línea temporal. La línea temporal ha cambiado. Mi futuro ha desaparecido». El pánico se hizo fuerte en su pecho, caluroso, sofocante. Encajaban. Aquellas piezas encajaban con lo que Nicholas y Sophia le habían explicado. El tiempo la había atrapado y se la había llevado, la había arrastrado por una serie de pasadizos antes de escupirla al último punto en común que hubiera entre la antigua línea temporal y la nueva, una línea que habían creado sin darse cuenta. «Porque, ¿se habrán llevado los Espina el astrolabio?». Etta sabía que la falta de cuidado podía alterar la línea temporal, pero no tanto como para hacer que los viajeros se quedaran huérfanos. Eso requería una intención. Concentración y estrategia. Era imposible que quitarle el astrolabio, impedirle que lo destruyera, hubiera sido suficiente para dejarla huérfana, así que era alguna otra cosa lo que lo había provocado. «Han debido de utilizarlo». Era la única explicación que se le ocurría. Los Espina habían usado el astrolabio y, de ese modo, habían cambiado irrevocablemente —habían roto— algún acontecimiento o momento de la historia. Y ahora ella estaba con los Ironwood y Nicholas había desaparecido. Veía colores por debajo de los párpados y la sangre le latía en las sienes, cada vez más fuerte, in crescendo, hasta que el dolor y la pena que sentía se desbocaron. «Mamá». En aquellos momentos no podía pensar en ella. Cyrus Ironwood había jurado matarla si Etta no volvía con el astrolabio a tiempo. «Pero…».

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Respiró hondo. Sabiendo lo que sabía ahora de su madre, tenía que pensar que estaría viva, debía confiar en ello, en que había escapado del lugar donde los Ironwood la hubieran estado reteniendo. Y ahora le tocaba escapar a ella. Se obligó a relajar los músculos, que notaba agarrotados en los hombros, y a respirar de la manera en que le había enseñado Alice en aquella época en que el miedo escénico la atenazaba. La ansiedad, el terror, eran inútiles. Tomó aire, lo soltó, inspiró, espiró, una vez más, hasta que expulsó de su mente aquellos sentimientos y los reemplazó con un compás de elegantes y vaporosas notas. La música era suave, serena y llenaba de luz las sombras de sus pensamientos. El remontar de la alondra, de Vaughan Williams, cómo no. La pieza favorita de Alice, que Etta había tocado en su cumpleaños hacía unos meses, antes del concierto en el Metropolitano. Antes de que le hubieran disparado justo en la entrada del pasadizo. «Deja de pensar. Vete». El guardia se removió en la silla mientras ella se incorporaba despacio y soltó un suspiro suave en cuanto volvió a encontrar la posición. El libro estaba a punto de escurrírsele de entre las manos y caerle a los pies. Etta no se paró a pensar en lo extraño que era que un guardia se hubiera sentido tan a gusto como para quitarse los zapatos y acurrucarse con un libro. «No importa». Tenía una oportunidad y era vital que la aprovechara. Se dirigió a la ventana. El marco crujió en cuanto la abrió. Se apoyó en él y se asomó para sopesar sus opciones, pero enseguida volvió a meterse en la habitación. La luna iluminaba los restos de una ciudad. No había farolas y la única luz artificial era la de unas linternas, a lo lejos. Aun así, Etta veía con claridad las colinas al otro lado de la ventana, las calles serpenteantes e inclinadas que desaparecían bajo montones de ladrillos y madera y volvían a aparecer, chamuscadas. El aire olía ligeramente a humo y a sal. Un viento insistente empujaba una densa niebla desde una distante masa de agua, como si la ciudad estuviera respirando aquella bruma limpia y fresca. A los rascacielos les faltaban plantas enteras y las ventanas, rotas, colgaban como dientes sueltos. Aquí y allí, sin embargo, vio edificios y estructuras que parecían recién construidos o a medio construir, marcos a los que aún había que ponerles su rostro de ladrillo. Aunque muchas calles y zonas las habían limpiado, la destrucción era tal que le recordaba el Londres asolado por la Segunda Guerra Mundial que había visto con Nicholas. Empezaba a tener una idea de dónde estaba, pero se le escapó antes de que pudiera hacerse con ella. El cuándo parecía más evidente. El mobiliario, los cortinajes de telas caras, la ropa de cama lujosa, el horrible camisón que alguien le había puesto y que parecía el vestido de una muñeca victoriana, la destrucción… ¿Finales del siglo XIX? ¿Principios del XX? «La única manera de descubrirlo es salir». www.lectulandia.com - Página 35

Estaba en el segundo o en el tercer piso de un edificio, aunque era difícil determinarlo por el ángulo tan empinado de la calle. Este lado del edificio estaba cubierto con un intricado andamio de madera que parecía un rompecabezas y que iba de arriba abajo, desde el tejado al suelo, donde estaba anclado. Sacó el brazo por la ventana para ver si alcanzaba el soporte más cercano del andamio. Rodeó fácilmente con los dedos la madera basta y, antes de que le diera tiempo a cuestionarse su propia decisión, antes de que llegara a plantearse por qué lo que estaba haciendo era una idea pésima, pasó una pierna por encima del marco de la ventana, se sentó en él y, balanceándose, se dejó caer a la cornisa. Ya solo tenía que ponerse sobre el tablón horizontal más cercano. —Es una locura —musitó mientras se aseguraba de que la madera pudiera, al menos, soportar parte de su cuerpo. ¿Cuántas veces, de pequeña, había oído que algún andamio se había caído en la ciudad de Nueva York? Ocho. Ocho exactamente. Se le bajó toda la sangre a los pies de golpe y se vio obligada a esperar, mientras el corazón le latía a un ritmo impaciente, hasta que recuperó el equilibrio. Contuvo el aliento. Fue separándose de la cornisa de la ventana hasta que llegó al tablón, momento en que se dio cuenta de que le dolían los brazos por el esfuerzo, pero no se quejó. «Ya está. Buen trabajo. Ahora, sigue». En cierta manera, era como bajar por una escalera construida de forma extraña. De vez en cuando, Etta notaba que la estructura temblaba por el peso y, a veces, incluso se encontraba con dos tablones tan separados entre sí que le cabía el pie por ellos. No obstante, iba adquiriendo confianza a medida que descendía, pese al viento que notaba en la espalda, pese a que empezaba a darse cuenta de que no sabía qué iba a hacer una vez llegase al suelo. Las ventanas en voladizo del primer piso eran más largas que las demás y sobresalían del resto de la fachada; y lo que era peor, proyectaban la luz del interior del edificio e iluminaban el andamio. Etta avanzó a gatas para asomarse a mirar desde donde estaba, protegida aún por la oscuridad. Si en la estancia había alguien, iba a tener que ir hasta el borde del andamio para evitar que la vieran. Pero antes quería ver quiénes ocupaban el edificio y por qué la tenían retenida. La habitación era mucho más grande que el dormitorio en el que había despertado y las paredes estaban ocupadas por librerías de madera oscura llenas de libros. Frente a la ventana se veía un escritorio y una silla grande con el respaldo ancho, de espaldas a ella. No había nadie. —Vamos, Spencer, muévete —susurró. Cada vez que tenía que dar un saltito para bajar alguna altura del andamio sentía un fuerte dolor en el hombro, así que se mordía el labio con fuerza para evitar llorar de dolor. Notó la sangre en la boca. Se agarró a la viga en la que había estado sentada www.lectulandia.com - Página 36

como si estuviera en un columpio de barras y estiró las piernas. El miedo se apoderó de ella al darse cuenta de que solo tocaba la viga de abajo con la punta de los dedos de los pies. «Está muy lejos». Le dolían los brazos por el esfuerzo, pero miró a derecha e izquierda para calcular qué distancia iba a tener que salvar con el fin de llegar al soporte vertical más cercano y deslizarse por él. No lo conseguiría con aquel dolor que tenía en el hombro y con aquel temblor que se había adueñado de su cuerpo. «No lo conseguiré». Miró hacia abajo de nuevo, esta vez al suelo, a la calle, y pensó en el aspecto que tendría con aquel camisón blanco en la acera, despatarrada y ensangrentada. Si conseguía dejarse caer con suavidad, quizá lograra equilibrarse y cogerse de… Un movimiento repentino en la ventana que tenía delante le llamó la atención. Un joven la miraba sorprendido a través del cristal. Etta parpadeó y contuvo el aliento con un nudo en la garganta. El joven abrió la ventana hacia fuera, que crujió. —¡Vaya, nena, en menudo problemita te has metido, ¿no?! El joven tenía los brazos extendidos hacia ella y Etta no pensó ni habló… Se limitó a lanzarle una patada. Con el talón golpeó algo duro y se sintió satisfecha al oír como respuesta un «¡Leches!» acompañado de un gemido de dolor. —¡Eso no era necesario! —gritó la misma voz, solo que apagada, porque el joven estaba tapándose la nariz. Etta sintió que el dolor del hombro y del brazo izquierdo se colaban directamente a través de su miedo y, al notar un espasmo, aflojó la fuerza con que aferraba el travesaño. —¡Oh! —exclamó al quedarse colgada de una sola mano. Clavó las uñas en la madera y, al mismo tiempo, intentó hacer pie, porque sabía que no aguantaría mucho tiempo más asida al madero. —¡Dame la mano! ¡Venga, no seas tozuda! —le soltó el joven. Etta siguió manteniéndose lejos de su alcance al tiempo que se esforzaba por agarrarse al travesaño con ambas manos. —¡Me fastidia que pienses que romperse el cuello es mejor alternativa! El viento empezó a soplar con más fuerza y le puso a Etta el pelo en la cara y le levantó el bajo del camisón. —¡Admiro tu valentía, pero has de saber que en cuanto pegue un grito estarás rodeada de muchos Espina a los que no les hará ninguna gracia tener que salir al andamio a por ti! ¡Dudo mucho que quieras morir, así que venga, deja que te ayude a entrar! —¿Espina? «¿No son los Ironwood?». Al principio no reconoció los sonidos, el extraño ruido sordo, los crujidos, pero en cuanto notó la vibración bajo las manos, lo entendió. El viento estaba empujando www.lectulandia.com - Página 37

el andamio hacia la izquierda. En un momento dado, oyó un chasquido y algo cayó y la golpeó en el hombro lastimado. Luego, ella también cayó.

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Cuatro Sucedió tan rápido que no le dio tiempo ni de gritar. De pronto, estaba cayendo y, acto seguido, notó una fuerte sacudida en el brazo cuando dos manos la sujetaron por la muñeca y tiraron de ella hacia el pálido exterior de la casa. Etta se golpeó el rostro contra la áspera piedra de la fachada y cerró los ojos mientras el andamio empezaba a balancearse y a doblarse sobre sí mismo, hasta caer sobre los coches antiguos aparcados en la calle. —¡Sujétate, ¿vale?! —le pidió el joven con cierta tensión en la voz. Etta negó con la cabeza. Sentía el hombro herido rígido y le parecía que tenía el brazo, desde el cuello hasta la punta de los dedos, lleno de arena ardiendo. Así que el joven pasó a agarrarla por la muñeca con una sola mano y se estiró para cogerla por el camisón. Mientras tiraba de ella, soltó un gruñido. Etta intentó hacer fuerza con los pies en la pared. No volvió a respirar hasta que no estuvo apoyada, boca abajo, en el alféizar. Luego, se arrastró por la ventana y se dejó caer sobre el joven y sobre la alfombra. En cuanto tocó el suelo, rodó y se quedó bocarriba. Le dolía todo el cuerpo a pesar de la adrenalina, y pasó un rato largo hasta que se calmó y pudo oír algo que no fuera el palpitar desbocado de su corazón. —¡Vaya, ha sido emocionante! ¡Siempre había soñado con rescatar a una damisela en apuros y acabas de darme el gusto! Etta abrió un ojo y volvió la cabeza hacia la voz. A su lado, apoyado en el codo, el joven la estudiaba de pies a cabeza. La muchacha se incorporó y se apoyó contra el escritorio para poner cierta distancia entre ambos. El chico era joven, de su edad o un poco más mayor, y tenía el pelo de color castaño con algunos reflejos rojizos. A Etta le llamó la atención que llevara unos mechones en punta, como despeinado, hasta que, de repente, horrorizada, se dio cuenta de que se debía a que se lo había agarrado para sujetarse mientras él la subía hasta la ventana. El muchacho tenía la camisa abierta y del revés, como si se la hubiera puesto a toda prisa y sin fijarse. Se rascó el moretón que tenía en la mandíbula mientras seguía analizándola. Sus ojos, de color azul claro, la estudiaban con una mirada inquisidora, aunque en ellos había una calidez no exenta de ironía. Aquella voz… aquellos ojos. «Es un Ironwood». Etta se puso de pie, pero el escritorio le bloqueaba la huida. El joven le había dicho que estaba con los Espina, cosa que solo podía ser verdad si hubiera desertado de las filas de los Ironwood y se hubiera unido a sus enemigos. O si fuera un prisionero, como ella.

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O quizá le hubiera mentido. Aunque, si le había dicho la verdad, Etta estaba justo donde quería: entre la gente que le había robado el astrolabio. —Supongo que me has asustado un poco. Soy lo bastante hombre como para admitirlo… —¿Dónde estoy? El joven esbozó un gesto de sorpresa, como si le extrañara que Etta supiera hablar. Se puso de pie, cogió un vaso con un líquido ámbar de una mesa auxiliar y se lo tendió. —Ay, nena, tu voz y tu aspecto son igual de malos. Dale un sorbo a esto. Se quedó mirándolo. —Ah, que no te gusta —comentó él, haciendo como un puchero—. Supongo que prefieres agua. Espera un poco y quédate callada, que no podemos hacer que salte la alarma todavía, ¿no te parece? Etta no estaba segura de qué quería decir el muchacho con aquello, pero obedeció de todas formas y se lo quedó mirando mientras él se dirigía a la puerta y asomaba la cabeza al pasillo. —Eh, tú. Sí, tú. Tráeme un vaso de agua. ¡Y, por tu propio bien, no escupas en ella! ¡A ver si te enteras de que es un arte que domino lo suficiente como para darme cuenta cuando me lo hacen a mí! La respuesta fue inmediata y llegó con tono de irritación: —¡No soy tu maldito sirviente! «Así que hay guardias». Lo que quedaba por descubrir era si lo protegían a él o si se protegían de él. —Juraría que lo que ha dicho tu general es: «Dadle al pobre chaval lo que pida». Pues el pobre chaval quiere agua. Y rapidito. ¡Date vidilla! Gracias, buen hombre. Etta frunció los labios. No había duda, era un Ironwood y, por lo que parecía, trabajaba con los Espina. —¡No soy tu…! El joven cerró la puerta sin dejar que el otro acabara la frase y se apoyó de espaldas en ella, con una sonrisita de complacencia en los labios. —Son tan serios que es muy fácil irritarlos —le susurró mientras le guiñaba el ojo —. Ahora que estás aquí, tú y yo nos lo vamos a pasar de maravilla. Etta se quedó mirándolo. «Lo dudo mucho». Después de un rato, se abrió la puerta y por el resquicio asomó una mano con un vaso de agua turbia. En cuanto el joven lo cogió, el Espina cerró la puerta de golpe. Etta oyó cómo la cerraban también con llave. —¿Qué me has traído, agua del inodoro? —¡Ya te gustaría! El de fuera seguía refunfuñando mientras el joven cruzaba la habitación y le tendía el vaso a Etta. El agua estaba teñida de marrón y había ciertas partículas www.lectulandia.com - Página 40

asquerosas flotando en ella. Al ver la cara que ponía, el joven le dijo: —Lo siento, pero como supondrás, el agua no está en muy buen estado después del terremoto; aunque nadie se ha puesto malo. Todavía —añadió, después de que Etta le diera un sorbo. Lo cierto es que el agua sabía rara, a suciedad con un regusto metálico, pero se la bebió de dos tragos. Aún le temblaban las manos y los brazos, que seguían intentando recuperarse del esfuerzo. —¿Dónde estoy? ¿Y en qué año? —En San Francisco. 12 de octubre de 1906. Llevas desmayada varios días… Etta sintió como si aquellas palabras le añadieran un peso que amenazaba con hundirla en la alfombra. Trece días. Había perdido trece días. Nicholas podía estar en cualquier parte. Sophia podía estar en cualquier parte. Y el astrolabio… —Nos conocimos en mitad del desierto de Texas. Fue breve, justo cuando salías del pasadizo. ¿Te acuerdas? —¿Qué quieres, que te dé las gracias? —¿Acaso no lo merezco? No sabes la suerte que tuviste de que nos quedáramos huérfanos en el mismo pasadizo. Te salvé del guardián que estaba más cerca y de los coyotes, que estaban esperando a que la palmaras. De hecho, de no haber sido por mí, es muy probable que el jefe estuviera enterrando tus restos. Por lo menos, aquello confirmaba sus sospechas. En la línea temporal había habido algún cambio que había dejado huérfanos a los viajeros nacidos después de aquella época. Cerró los ojos. Tomó aire muy despacio por la nariz. —¿Qué ha cambiado? —¿Qué ha cambiado? ¡Ah, te refieres a la línea temporal! A juzgar por la fiesta a la que no quisieron invitarme, ha acontecido el cambio que esperaban. Los memos que llevan este sitio han dicho algo de que Rusia ganaba pero perdía. Memeces de borrachos. Lo que supongo es que nadie puede explicar por qué seguimos en el San Francisco de después del terremoto. Te lo aseguro, si pasas el tiempo suficiente con esta gente, acaba enseñándote lo peor de cada siglo. —Ni siquiera se lo has preguntado, ¿verdad? ¿En qué año? La miró un poco molesto. —Ya te lo he dicho, en 1906. Etta hizo un esfuerzo por no refunfuñar. —No, me refería a en qué año aparecimos en Texas. —La verdad es que no estoy muy seguro de si debo decírtelo… Etta se abalanzó sobre el joven antes de que acabara la frase. No iba a permitir que le escondiera en qué año había llegado, porque aquella era la única manera de volver a Damasco y a Palmira. —¡Eh, eh! —Se apartó de ella—. Tienes la misma mirada de loca que cuando me has pegado antes, en la ventana en las narices. www.lectulandia.com - Página 41

Te lo aseguro, se han llevado todo lo que podía usarse como arma. Etta bajó la mirada al vaso que llevaba en la mano, lo miró a él de nuevo y enarcó una ceja. —Me he vuelto la mar de creativa a lo largo de estas semanas. Creo que puedo encargarme de un Ironwood del montón. —¿Del montón? —Su tono de voz estaba a caballo entre la incredulidad y la indignación—. ¿¡Acaso no sabes quién soy!? —No, porque estabas tan ocupado vanagloriándote de tus actuaciones que no me lo has dicho. En cambio, doy por hecho que tú sí que sabes quién soy. —Todos sabemos quién eres —musitó molesto—. Ay, pero qué bajo he caído ¡que hasta tengo que presentarme! Se puso un brazo en la espalda y el otro en la cintura e hizo una reverencia burlona. —Julian Ironwood, a tu servicio.

La incredulidad de Etta debió de quedar patente en su rostro, porque la sonrisa de él cambió y se volvió sardónica. Estaba claro que no era la reacción que esperaba. «¿Julian Ironwood?». Etta se rio sin ganas. Viajar en el tiempo ya le había planteado muchas posibilidades que alteraban la manera en la que concebía el mundo, como, por ejemplo, conocer a la versión de dieciocho años de su profesora de violín, una mujer que ya era bastante mayor cuando Etta había nacido. Pero eso no era nada en comparación con —¡oh, sorpresa!— toparse cara a cara con un muerto. Intentó mantener un gesto neutral porque sabía que quedarse mirándolo horrorizada haría que al joven le saltasen todas las alarmas. Nicholas le había advertido en numerosas ocasiones de los peligros que entrañaba comunicarle a alguien su destino, porque saber cuándo y cómo iba a morir afectaría a las decisiones que tomara esa persona, lo que, con el tiempo, podría alterar la línea temporal. Alice le había pedido que no se lo contara, pero, ahora… Un sentimiento de culpabilidad muy familiar se adueñó de su corazón. Se mordió el labio. Es que… ¿qué probabilidad había de encontrarse con el hermano de Nicholas y, además, ¡aquí!? Y, por otro lado, ¿cómo es que Nicholas no le había contado que, en algún momento, Julian había estado retenido por los Espina? —O mi adorable y sádico abuelo te ha hecho algo terrible o estás a punto de contarme que he muerto de una de las maneras más estúpidas posibles, despeñado por una montaña —dijo—. Son las dos únicas reacciones que provoco últimamente. —Es que… —Etta dio un paso hacia atrás. Tartamudeaba—. Perdona… n-no pretendía… E-es que… —Tranquilízate, no te pongas de los nervios que, como ves, no estoy muerto. —Espera… www.lectulandia.com - Página 42

Etta estudió la cara del joven. Sus ojos eran del mismo azul que los de su abuelo y sus pómulos también eran altos, además de que tenían la misma nariz alargada y recta que, en el caso del anciano, la edad había templado. Por otro lado, a Etta le parecía que el joven también tenía esa necesidad de los Ironwood de llevar la voz cantante de la conversación, se hablara de lo que se hablara. —¡E-estás vivo…! Entonces, no… ¿no moriste? Julian sonrió. Estaba disfrutando de la conversación. Se señaló de arriba abajo. —Sigo enterito. La suerte del diablo, me solía decir mi abuelo. Aunque es extraño, porque él es el diablo y… —¿Qué pasó? Le sonrió con aire de enfadado. —Dímelo tú. ¿Qué crees que pasó? Etta, con una paciencia que desconocía que tuviera, consiguió calmarse lo suficiente como para empezar a hablar. —Os pilló una tormenta… te resbalaste en un sendero que llevaba al monasterio de Taktsang Palphug… —¿De verdad lo cuenta el abuelo con tal lujo de detalles? —Se alisó el pelo—. Mira que siempre está defendiendo el honor de la familia… Pero, claro, supongo que no puede resistirse a hacerme quedar como un idiota. Era obvio que las palabras llevaban una carga emocional que no se correspondía con el tono jocoso en que las había pronunciado. Etta volvió a estudiarlo, encorvado, desaliñado, con aquel brillo en los ojos que en un principio le había parecido de pillo… Se preguntó quién sería el verdadero Julian y qué partes de lo que les mostraba a los demás no eran sino un hogar que había construido para sentirse cómodo. —Pensaba que me habría… —El joven empezó a caminar por la habitación, pero en esta ocasión miraba hacia el suelo—. ¿Acaso no…? Es que nadie me ha contado nada de ningún funeral ni nada parecido… Etta levantó las cejas. —No lo sé. Supongo que algo harían. —No es que me importe… —comentó a todo correr mientras, con las manos, daba forma a las palabras en el aire—, pero, claro, entiendo que tiene que resultar bastante decepcionante que alguien desaparezca como por arte de magia entre la nieve y la niebla. A uno le gustaría saber que… Bueno, en realidad da lo mismo. No importa. —Deja de ir de un lado para el otro, por favor. Me estás poniendo nerviosa. ¿Puedes parar quieto unos instantes y explicármelo? El joven se sentó de un salto en la esquina del espléndido escritorio y se puso las manos en el regazo. En cuestión de segundos estaba contándoselo todo, mientras balanceaba los pies y golpeaba con ellos una de las patas del escritorio. Etta

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enseguida se dio cuenta de que le había pedido un imposible. No solo no callaba, sino que parecía incapaz de quemar suficiente energía como para dejar de moverse. —Así que los Espina también son los responsables de que me haya quedado huérfano. Hace tres años usaron un pasadizo que iba hasta la Nueva York de 1940 para provocar un incendio en la Exposición Internacional, lo que perjudicaba seriamente los intereses comerciales de mi abuelo en aquel periodo. Al mismo tiempo, yo estaba cayendo, de la manera más tonta, por una montaña en Bután. Como nací en 1941, fui entrando por un pasadizo y por otro hasta 1939, que era, en aquel momento… —El último punto en común que tenían la antigua línea temporal y la nueva. Entre tener que dar con la línea temporal, la amplia colección de años a merced de los viajeros y las experiencias de cada uno de ellos, incluidas las que habían tenido lugar en los periodos durante los que los viajeros habían saltado de un siglo a otro, a Etta le parecía que iba a estallarle la cabeza. —No obstante, yo también nací después de 1940 y no me he quedado huérfana donde ocurrió ese cambio. —En ese caso, el cambio ha debido de quedar limitado a ese año y no haber provocado ninguna onda después de 1941. Seguro que te lo han dicho mil veces, pero ya sabes lo poco que le gusta la inconsistencia a la línea temporal. Sí, se lo habían dicho mil veces. Se autorregulaba como si acabara de pasar por encima de un bache en vez de tomar una bifurcación, como en el caso de una carretera. Era interesante. —Por lo menos, en aquella ocasión aparecí en las Maldivas. ¡Menudas vacaciones que me pegué! Ahora bien, para cuando localicé los pasadizos necesarios y reaparecí, me enteré de mi supuesta muerte y decidí que no estaría mal sacarle partido. —¿Y, a lo largo de estos años, no se te ha ocurrido pensar ni una vez, ni una sola, que podrías, no sé, contarle a alguien que estabas vivo? ¿Ni a Nicholas? ¿Ni a Sophia? ¿A ningún miembro de la familia? Julian se bajó del escritorio, fue hacia una de las librerías y pasó el dedo por el lomo de algunos libros mientras caminaba por delante de ellos. Era como observar a un gato paseando por delante de una ventana, inquieto y vigilante. Si no se lo hubiera oído decir a Nicholas, jamás habría creído que estuvieran emparentados. Y no solo por su aspecto físico. Mientras que Nicholas se movía con seguridad, a grandes zancadas incluso cuando no tenía claro adónde iba, los movimientos de Julian transmitían agitación. Tampoco tenía la estatura de Nicholas, ni su cuerpo estaba templado y maltratado por la vida tan dura que se lleva en un barco. Julian dejaba escapar las palabras, como si se pelearan entre ellas para ver cuál salía primero, mientras que Nicholas pensaba cada palabra que decía y era consciente de que constituían un arma que puede volverse contra él. Era como si Julian estuviera

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a punto de reventar, mientras que Nicholas era cuidadoso, calmo a la hora de expresar sus sentimientos. «Porque no le había quedado otra». Porque no había gozado de los privilegios de Julian, porque había nacido en una familia que no lo quería y en una era en que la sociedad lo despreciaba y no le mostraba ningún respeto. La ira crecía en ella, tan real como los cuadros que había en la pared. Si aquella persona era, de verdad, Julian Ironwood, era la misma persona que se había aprovechado del amor que Nicholas sentía por él, la misma que le había dado la espalda y lo había tratado como si no fuera más que un sirviente, en vez de enseñarle la senda de los viajeros. «Y soy idiota porque, a pesar de todo, lo consideraba mi hermano. Nunca lo vi de otra forma, ni me preocupé por él menos que por Chase, que es mi hermano en todos los aspectos, excepto por el hecho de que no tenemos vínculo de sangre. Julian, en cambio, nunca me vio como tal», le había contado Nicholas. Julian ni siquiera había tenido la decencia de buscar la manera de transmitirle a su hermanastro que estaba vivo. Al contrario, había dejado que Nicholas se ahogara en su sentimiento de culpabilidad. Había dejado que pasara años cuestionándose su honorabilidad y su decencia. Había dejado que Cyrus Ironwood lo sometiera al duro castigo del exilio. Nicholas había estado sufriendo todo aquel tiempo y, ¿para qué? «Para nada». —Pues bueno, como iba contándote, estuve flotando de un sitio para el otro durante un tiempo, viviendo la vida como podía, es decir, sin mucho dinero… lo que me metió en varios líos. Vivir se volvió tedioso, aburrido. Hasta que los Espina entraron en escena. Me pareció que no haría mal en venderles cierta información sobre el abuelo, intercambiarla por comida y por un sitio en el que pasar las noches. La miró como si esperara haberse granjeado su simpatía con aquella historia lacrimógena. Etta, en cambio, siguió mirando la araña de latón que había en el techo, que estaba apagada, y agarrando el borde del escritorio con fuerza. «No lo hagas. No lo merece». Julian se giró hacia ella y empezó: —Por cierto, me gustaría volver con tu… ¡Por Dios! A Etta le encantó el dolor que sintió en los nudillos cuando su puño golpeó la mejilla del joven y lo tiró al suelo, donde aterrizó de culo de manera poco grácil. El muchacho la miró con los ojos abiertos como platos y tapándose con la mano la marca roja que había dejado el golpe. Ella sacudía la mano. —¿Por qué diablos has hecho eso? —¿Tienes idea de lo que tu «muerte» le ha hecho a tu hermano? ¿Tienes idea de por lo que ha pasado, de lo que el cabrón de tu abuelo le ha hecho pasar? —¿Mi hermano? www.lectulandia.com - Página 45

A Etta debió de vérsele en la cara que tenía intención de darle una patada en la entrepierna, porque Julian se arrastró por la alfombra para apartarse de ella. La siguiente pregunta la dejó sorprendida a ella. —Pero… ¿de qué conoces a Nick? Etta se quedó observándolo. Parecía que Julian no se lo creyera, aunque no tenía claro qué le había dejado más boquiabierto, si el puñetazo o enterarse de que conocía a su hermanastro. No tenía claro cuánta información proporcionarle. —He viajado con él durante un tiempo. Julian frunció las cejas. —¿En representación del abuelo? Etta negó con la cabeza pero, antes de que pudiera explicárselo, oyeron el ruido de una llave en la cerradura. Aquello tendría que haber bastado para que Etta corriera a esconderse detrás del escritorio, a desaparecer de la vista; en cambio, permaneció allí, de pie como un gigante por encima de Julian. La puerta soltó un chirrido horrible al abrirse. Entraron dos hombres armados con pistola, ambos vestidos con pantalón y camisa blanca. Los dos se quedaron estupefactos al verla a ella y se detuvieron en seco; de hecho, el que iba delante, que tenía un bigotón oscuro que le tapaba media cara, dio un paso atrás al tiempo que se santiguaba. —Dios… —soltó el otro mientras miraba a su compañero, que era un poco más bajito y llevaba el pelo rubio casi rapado, probablemente porque estaba quedándose calvo—. Los otros tenían razón… ¡es el puto fantasma de Rose Linden! El otro se limitó a persignarse. —¿No se supone que tenéis que protegerme? —se quejó Julian—. ¡Esta señorita es una demente! —Desde luego, sería una buena manera de describirla —dijo el del bigote oscuro. Etta reconoció su voz, era el hombre al que Julian le había pedido el agua—. ¿Cómo demonios ha entrado aquí, señorita? —Yo creo que la pregunta que deberíais haceros es: ¿cómo es posible que hayáis tardado casi media hora en daros cuenta de que me había ido? Etta cogió el vaso que había dejado en el escritorio. Antes de que ninguno de los dos Espina tuviera tiempo de responder o de reaccionar, lo rompió contra el borde de la mesa y así, sin más, acababa de armarse. Durante unos instantes, lo que a la postre consideró una locura, se le pasaron por la cabeza las lecciones que le había dado Sophia acerca de cómo rajarle el cuello a alguien. «Relájate, Etta». Tenía que quedarse allí y encontrar el astrolabio, y no podría hacerlo si volvían a encerrarla. Sin embargo, parte de ella detestaba que aquella gente la hubiera visto en sus horas más bajas, indefensa, y no podía quitárselo de la cabeza; tenía que demostrarles que se enfrentaría a ellos si la presionaban. —¡Tranquila! —le gritó Julian. Luego, estiró el cuello para mirar a los recién llegados y les soltó—: ¡Pero ¿es que no vais a hacer nada?!

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El rubio levantó la pistola, que era pequeña y negra, pero se lo pensó mejor, maldijo y se la metió en el cinturón. —Venga, niña, acompáñanos, que es hora de que vuelvas a tu cuarto. Etta movió el arma a uno y otro lado mirándolo, ignorando al hombre más pequeño. La sangre le manchaba la palma de la mano, donde se había cortado. —Ni mucho menos. En el pasillo, los que habían empezado como unos pasos apagados se convirtieron en una tormenta y la música que Etta había oído antes se detuvo con una fuerte rascada. Oyó voces que gritaban: —¡Se ha escapado! —¡Encontradla! A lo que siguió una gran variedad de maldiciones que habrían sonrojado hasta a la tripulación de Nicholas. —¡Está aquí, en el despacho! —les indicó el del bigotón oscuro. La actividad frenética cesó de golpe, pero se oyó un vozarrón: —¡Gracias! ¡Dios quiera que estas sean todas las emociones que vamos a vivir esta noche! Los dos guardias se pusieron firmes y el más bajito incluso se llevó las manos al cuello de la camisa para arreglarse a toda prisa y en forma de pajarita las dos tiras de tela que le colgaban de él. Un hombre entró en la habitación con las manos en los bolsillos. —Teníamos la situación controlada, señor —comentó a toda prisa el del bigote oscuro—. Nos llevábamos ya a la muchacha a su dormitorio. —¿En serio? Porque, a decir verdad, da la impresión de que es ella la que tiene la sartén por el mango. El hombre, que se había mantenido en la sombra en todo momento, dio un paso hacia la débil luz de la chimenea y Etta lo vio por primera vez. Era el centinela de su habitación. Barrió la estancia con sus ojos oscuros y los estudió a todos uno a uno, pero fue en ella en quien detuvo la mirada. La observaba de forma tan intensa que parecía que todos los demás hubieran desaparecido de la habitación y que estuvieran ellos dos solos. La presencia de aquel hombre hizo que su ritmo sanguíneo descendiera, que acabara por detenerse. No obstante, la sensación de inquietud que había sentido cuando había aparecido no era nada en comparación con el desasosiego que le produjo darse cuenta de que lo conocía. Etta no se dio cuenta de que se le había caído el vaso de las manos hasta que le golpeó el empeine y se alejó rodando. Aquel pelo negro con mechones plateados, aquellas facciones duras… Pero no lo veía con los pantalones de cinturilla alta y la camisola blanca que llevaba en aquel momento, sino con un clásico esmoquin blanco y negro, y unas gafas de montura plateada, en el Gran Salón del Museo de Arte Metropolitano. En el siglo XXI. —Me reconoces. www.lectulandia.com - Página 47

En su voz se adivinaba un tono de aprobación, como si hubiera pensado que no iba a ser así. No es que se hubiera topado casualmente con él en el Metropolitano, sino que el hombre había llegado corriendo cuando Sophia y ella habían encontrado a Alice agonizando en un charco de sangre. Como si supiera lo que iba a suceder. O como si hubiera sido él quien había apretado el gatillo. Los dos guardias se acercaron hasta ponerse a su lado, como dos lunas atraídas hasta su órbita. El hombre miró a Julian y le soltó con cierto sarcasmo: —¿Por qué habré sabido que era en esta habitación donde debía mirar primero? —¡Se me ha tirado encima! —respondió el joven con aire de protesta, mientras señalaba la ventana—. Por una vez en la vida, no era yo quien estaba metiéndose en los asuntos de los demás. El hombre miró de nuevo a Etta con aquellos ojos oscuros y, en esa ocasión, la muchacha se obligó a sostenerle la mirada. Él esbozó una ligera sonrisa. —Supongo que no tengo que preguntarte cómo has llegado aquí, que el andamio desmoronado es la respuesta. Dime, ¿no te has parado a pensar en ningún momento que podías romperte el cuello? Hablaba con tanta calma, con las palabras tan medidas, que parecía que todos los demás estuvieran desquiciados. Incluso su actitud y el hecho de que no se hubiera puesto tenso ni una sola vez, hacía que Etta quisiera sacarlo de quicio, comprobar su aguante. Para ver dónde estaban los límites de su ira. Seguro que, más adelante, le sería de utilidad para sonsacarle información acerca del astrolabio y del sitio en que lo tenían escondido. —¿Sabes?, lo cierto es que estás consiguiendo que me entren ganas de habérmelo partido. Le sudaban las palmas de las manos y se las secó en el horrible camisón mientras el hombre soltaba una risotada cálida, como si de verdad le hubiera hecho gracia la ocurrencia. Luego, se volvió hacia el guardia rubio y le dijo, mientras le daba una palmada en el pecho al otro: —¿No os había dicho que tenía agallas? —Sí, sí, nos lo había dicho, señor. Me hago responsable de lo que ha… El «señor» le hizo un gesto con la mano para que se callara y, acto seguido, se la puso en el hombro y le dijo: —Era yo el que estaba con ella cuando ha escapado. Por favor, pídele a Winifred que la vista y que me la traiga una vez esté cómoda y presentable. —Por supuesto, señor —respondió el guardia. Solo le faltó suspirar de alivio. —No pienso ir a ninguna parte contigo. —Etta dio un paso adelante—. Ni siquiera sé quién eres. ¿Qué te hace pensar que tienes derecho a darme órdenes? El hombre ya había empezado a darse la vuelta hacia la puerta pero, al oír aquellas palabras, se le pusieron los hombros rígidos. Miró por encima del hombro, www.lectulandia.com - Página 48

pero la luz de las velas se reflejó en sus gafas, lo que enmascaró su expresión. Julian tosió, aunque nadie sabía si para no reír o para esconder su incomodidad. —Me llamo Henry Hemlock y tú estás aquí a mi merced. Y vas a hacer lo que yo diga porque soy tu padre y porque tenemos mucho de lo que hablar.

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Nassau 1776

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Cinco La tormenta había empezado a ir a menos al amanecer, lo que les había proporcionado cierto descanso después de una noche con la que se podía redefinir la palabra «tortura». Nicholas y Sophia caminaban por calles que aún estaban anegadas, siguiendo al huido camino de la playa. Los sirvientes empezaban a despertar y aparecían en los balcones de brillantes edificios de dos plantas para sacudir las alfombras y tirar la basura. El olor era tan repugnante que a Nicholas le daba la sensación de que la ciudad se había convertido en un orinal gigantesco. Después de un desafortunado salpicón de algo cuyo origen no había querido pararse a investigar, el estado de ánimo de Sophia había pasado de amargo a agrio como la leche cortada. Habían pasado horas escondiéndose del dueño de la taberna. Ese cabrón había enviado a una partida de hombres y Casacas Rojas en busca de alguien a quien culpar por los daños que había provocado la pelea en su local y, a pesar del papel que había tenido él mismo, había decidido que aquel alguien fueran ellos dos. Tener que huir y esconderse había mermado considerablemente sus opciones de dar con el hombre que había robado la carta de Rose. Por lo visto, los chinos, ya apenas llamaban la atención en la Indias, por rara que le pareciera a Nicholas su presencia allí, por lo que no encontraron ningún testigo que pudiera indicarles qué camino había seguido. En más de una ocasión, el joven se había preguntado si no habría bebido más de la cuenta y sería su imaginación la que había conjurado un ladrón de la nada, pero luego se acordaba de que los clientes de arriba y las prostitutas lo habían visto. Estaba casi seguro. Se detuvo y se giró hacia el muelle. ¿Habría escapado hasta algún barco? Si formaba parte de los Ironwood y no era un mero oportunista con la intención de robar, habría intentado embarcar en la primera nave que partiera. Cuantas más vueltas le daba Nicholas a la idea de investigar aquella zona, más convencido estaba de hacerlo. Entre los marineros, las noticias volaban y seguro que algún otro oriental sabría algo de él. Alguno sabría dónde estaba alojado y si tenía planeado embarcarse pronto. «Maldita seas, Rose. ¿No podrías haber venido tú y ahorrarnos todos estos problemas?». No era la primera vez que lo pensaba. Sophia había seguido corriendo a pesar de que él se hubiera puesto a caminar y en cuanto le sacó algo de ventaja se volvió y le espetó: —¿Acaso tienes el cerebro de vacaciones? ¡Vamos, que estoy ansiosa por dejar de jugar al gato y al ratón! —Sigue tú. Yo voy a intentarlo en otra parte…

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En cuanto Nicholas dijo aquello, Sophia volvió corriendo, salpicándolo todo, incluida la cara del chico, con aquella agua embarrada que ya le había empapado los zapatos. —¿En dónde? ¿Es una mera corazonada o sabes lo que haces? Nicholas tomó aire lentamente para no perder la paciencia. Pensó muy bien qué decirle para no revelar ninguna información de utilidad: sería como darle un arma con la que apuñalarlo por la espalda. —Voy al muelle para ver si alguien tiene alguna información del ladrón. —De acuerdo. Pero démonos prisa. Nicholas negó con la cabeza. —No, tú vuelve a la playa y descansa… —Tengo que decir —lo interrumpió mientras lo taladraba con la mirada y se apoyaba las manos, blancas y pequeñas, en las caderas— que no tengo ni idea de cómo Linden toleraba viajar contigo. Yo, a las pocas horas de nuestra asociación ya quería tirarte por una ventana. A Nicholas le sorprendió que la ira se apoderara de él con tanta fuerza y rapidez. El cansancio, el hambre, la frustración… Podía ponerse la excusa que quisiera, pero la verdad era que Sophia había tocado la única herida de su corazón que aún no se había curado. —Vuelve a pronunciar su nombre. Venga, mujer, ponme a prueba si lo deseas. La joven echaba chispas por los ojos. —Me refería a que no sé cómo es posible que soportara este estúpido orgullo masculino del que tanto te jactas: «Ven aquí, ve allí, no te muevas, muévete». No eres mi gobernante y yo no soy uno de los tripulantes de tu barco de mierda, así que deja de darme órdenes. Como intentes dejarme de lado una vez más, como intentes que me quede atrás, te disparo. Y en una zona delicada. —¿Acaso tengo que recordarte que esta noche has bebido tanto que, en vez de comportarte de manera razonable y no llamar la atención, has disparado una pistola y, por si fuera poco, ¡en mitad de una taberna llena de gente!? —Odiaba la facilidad con la que lo sacaba de quicio y convertía su ira en olas tempestuosas—. ¿¡Que ayer mismo molestaste e insultaste a un soldado regular porque «no te gustó la manera en que te miraba», con lo que casi consigues que nos encierren en una celda apestosa!? —¿Acaso habría sido peor que donde hemos estado durmiendo? «Nunca me respetará. Siempre me verá como a un don nadie». —Algún día le pondrán tu nombre a alguna plaga, Sophia. —Espero que sea a una terrible. —Sonrió con suficiencia—. Soñar es gratis. —Desde el principio, me trataste como a una rata. ¿Quieres saber por qué Etta me toleraba? Porque éramos socios de verdad, porque confiábamos el uno en el otro y porque ella era capaz de cuidar de sí misma. En cambio, empiezo a tener la impresión de que tú te has propuesto que nos maten. Y aunque puede que consideres que no vales nada, yo quiero confirmar que Etta sobrevivió a tu traición. www.lectulandia.com - Página 52

Nicholas se preparó para la inevitable respuesta maliciosa de Sophia, para su sonrisa condescendiente. No obstante, la joven se limitó a quitarse el sombrero y a desatarse el cordel de cuero con el que se ataba la trenza. Luego, en silencio, empezó a soltarse el cabello. Aparecieron unos hombres que caminaban con la mirada vacía. Salían de posadas y tabernas, hechos un asco debido a las frivolidades por las que se habían dejado llevar la noche anterior. Algunos de ellos, por lo menos, se esforzaban por meterse la camisa por dentro de los pantalones. Nicholas sacudió la cabeza. El capitán Hall habría echado de su barco a todo el que hubiera llegado en aquel estado tan lamentable. Hall. Le había enviado un mensaje para decirle que estaba vivo y bastante bien, pero aún no había recibido respuesta. Y lo más probable era que no la recibiera hasta que volvieran a puerto. Nicholas no rechazaba de plano embarcarse y desaparecer en el horizonte. Aquella le parecía una vida sencilla que, además, lo recibiría con los brazos abiertos. Alguien se puso a silbar una melodía aguda, una cancioncilla de taberna, y los hombres que lo rodeaban empezaron a hacer bromas. De repente, sin que se hubiera dado cuenta, aquella ciudad portuaria se había sacudido la noche de encima. La calle se había llenado de abrigos encarnados, uniformes inmaculados y botones brillantes que lo parecían aún más por el contraste con los tipos mugrientos que los rodeaban. Mientras iban calle arriba y calle abajo, las carretas se quejaban y crujían por el peso de su carga; iban y venían, como los residentes de la isla. Las palmeras y la vegetación, verdes, parecían como pintadas por el sol, brillantes bajo su luz, plácidas, de esa manera que es habitual después de una fuerte tormenta. El viejo fuerte, en el lado oeste, se alzaba por encima de todo lo demás como una estrella de cuatro puntas; sus altas murallas parpadeaban a medida que la luz iba iluminando las grises piedras que lo componían. —Vete —le dijo Sophia señalando los barcos de la bahía con la cabeza—. ¿Quieres marcharte?, pues ahí tienes dos…, tres…, cuatro oportunidades de hacerlo. —¿De qué hablas? ¿Todavía estás borracha? Le molestaba sobremanera que la joven se hubiera dado cuenta de qué era lo que tenía en la cabeza. —Era una observación —respondió esta con tono cantarín. —Si crees que me conoces, te aseguro que no es así. —Sé que nos has hecho perder el tiempo que hemos pasado aquí. Sé que, en realidad, te da lo mismo lo del astrolabio y que lo único que te importa es ese cervato de ojos azules que se ha fijado en ti. —No es cierto. Además, ¿acaso pueden tener los ciervos los ojos azules? —En ese caso, ¿qué haces aquí todavía? —Sophia le hizo la pregunta con las manos en las caderas, como retándole—. ¿Acaso albergas la esperanza de que, si aguardas lo suficiente, esa mujer encontrará a su hija y te la traerá? No necesitamos www.lectulandia.com - Página 53

información acerca del último año común. Es irrelevante. Si los Espina tienen el astrolabio, están viajando con él, así que dar con ellos es nuestra mejor oportunidad de encontrar el artefacto. Pero eso ni siquiera te lo has planteado, ¿verdad? Estaba cansado. Cansado de los Ironwood, de los viajeros, de entrometerse en la vida de personas inocentes y de las penurias por las que estas pasaban debido a la avaricia y a las necesidades de los suyos. Si no fuera por el daño que Cyrus Ironwood podía hacerle a la época natural de Nicholas, el joven se sentía tentado de mandarlo todo al garete ¡y que el anciano se quedara con el astrolabio! —He hecho una promesa —fue su respuesta. —Las promesas son para los santos y para los perdedores. La mayoría de las veces, ni siquiera somos capaces de mantener las que nos hacemos a nosotros mismos. La miró con desagrado por debajo del ala del sombrero. —Tú y yo no nos parecemos en nada. —¡No me digas! —le soltó ella con tono burlón—. Por lo menos, sé lo bastante hombre como para admitir que lo que de verdad quieres es encontrar a Etta. «Más incluso que el próximo latido de mi corazón». Pero era como nadar bajo la lluvia. Fuera adonde fuera, nunca podría librarse de esa verdad fría que le calaba hasta los huesos. Etta querría que acabara lo que habían empezado juntos cuando habían partido en busca del astrolabio. «¿Y dejar que muera?». Apretó el puño a un lado del cuerpo y casi creyó poder atrapar el recuerdo de lo que se sentía al cogerle la mano. Y eso era todo. La serena certidumbre que le hacía creer que la conocía tan bien como se conocía a sí mismo. Lo que estaba haciendo no tenía sentido si Etta no sobrevivía. El futuro no le pertenecía a él, sino a ella, que siempre había estado atada a sus sueños. Nicholas quería que la joven viviera aquel éxito, aquella celebración, la oportunidad de alcanzar aquello que tanto ansiaba su corazón. Lo bueno de la vida era para ella, estaba hecho para ella. Desde el principio había sentido que, a pesar de que las probabilidades fueran tan bajas, era inevitable que se encontraran. Cada vez que algo les bloqueaba el camino, no conseguía sino alimentar aquella necesidad que tenían de estar juntos. De vez en cuando, sin embargo, en aquellos momentos en que Nicholas miraba el fuego por la noche o pensaba en todo lo que estaba sucediendo, la duda se apoderaba de él. Ambos eran cabezotas. Mucho. Estaban tan decididos a nadar contra la corriente de las reglas de la vida que, a veces, le preocupaba que lo único capaz de unirlos fuera su ansia por rebelarse contra el mundo. Pero, entonces, ella lo miraba con esa ferocidad con la que lo había mirado la primera vez. Cuando tenía las manos secas y agrietadas, recordaba la suavidad de las de ella. Cuando el mundo temblaba ante la inminente llegada del invierno, él recordaba el calor que emanaba de ella. Cuando

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sentía el juicio al que le sometían las miradas burlonas que lo rodeaban, se acordaba de la invencibilidad que le había infundido ella al demostrarle que creía en él. Así, las dudas desaparecían tan en silencio como habían llegado y dejaban tras de sí una paz vasta como el oscuro y profundo océano. Nicholas confiaba en que acabarían encontrando ese lugar del que ella le había hablado, esa época en la que podrían ser felices. Tenía que confiar en que así sería. Hacía semanas que Etta se había quedado huérfana. Si había sobrevivido a la herida y había conseguido ayuda, tal y como Nicholas esperaba, la joven era lo bastante fuerte como para seguir adelante y empezar a buscar la manera de volver a Damasco. Quizá se encontraran a mitad de camino y pudieran seguir con lo que habían empezado, con lo de reescribir las reglas de la vida. Sophia lo presionó: —Ve a buscarla. Navega hacia el sol del atardecer y deja que… —¿Que qué? —soltó él al ver que la muchacha se había quedado callada. No obstante, ya conocía la respuesta. «Deja que busque el astrolabio yo sola». Se obligó a no soltar una amarga risotada. A Sophia le encantaría tener la oportunidad de quitárselo de en medio, de modo que no hubiera nadie capaz de impedirle llevar a cabo lo que fuera que estaba planeando. En vez de responder, la muchacha se volvió hacia las tiendas y los tenderetes y comentó: —¿No prometió Rose Linden reunirse aquí contigo? ¿No estás cansado de estar aquí sentado, dándoles vueltas a los pulgares, esperando a que mamaíta te diga qué hacer? Si quieres encontrar a Etta, si eso va a servir para que te pongas a buscar el astrolabio, empecemos por intentar dar con ella. Será peligroso, porque el abuelo podría dar antes con los Espina, pero supongo que tendremos que arriesgarnos. Es el precio que vamos a tener que pagar por tu carácter enamoradizo. La estudió con atención, con el ceño fruncido. La compasión no encajaba con la naturaleza de Sophia. Además, a la muchacha le costaba tanto mostrarse atenta, que Nicholas enseguida empezó a sospechar y a creer que todo aquello lo decía por alguna otra razón. —El anciano no tiene por qué saber lo que ha sucedido y… —No digas tonterías. A estas alturas seguro que sabe lo que ha pasado. La pequeña ventaja con la que contamos es que estará más interesado en dar con los Espina que con nosotros, que es algo de lo que tenemos que aprovecharnos. Así que venga, vamos, que el tiempo vuela. Aunque le costaba admitirlo, Sophia tenía razón. A lo largo de los últimos días le había quedado claro que él era el único que pretendía jugar a este juego con decencia y había empezado a preguntarse si la decencia no sería solo para los tontos. —¿Por dónde empezamos a buscarla? —preguntó Nicholas—. ¿Cómo hacemos para encontrar el último año común sin toparnos con otro viajero? www.lectulandia.com - Página 55

Cualquiera de los Ironwood o de sus aliados los denunciarían de inmediato debido a la recompensa que ofrecía el anciano por ellos. Sin la información de Rose, buscar a Etta sería como navegar a ojo, algo que no le gustaba nada, por lo que tampoco iba a dirigirse así por la vida. —Vamos a ir a buscar a Remus y a Fitzhugh Jacaranda, que es lo que he estado proponiéndote. El abuelo les dio el peor de los emplazamientos cuando volvieron con las orejas gachas después de haberle traicionado, después de haberse unido a los Espina. Me apuesto lo que quieras a que no tragan al abuelo: seguro que están deseosos de compartir lo que saben siempre que los recompensemos como es debido. O podrías contarles tu triste historia y soltar una lagrimita heroica, de esas de hombre. «Qué pena». Estupendo, por fin se le había agotado la paciencia. —Si de verdad les han dado un puesto tan horrible, tan remoto, ¿quién te dice que han oído hablar siquiera del cambio que se ha producido en la línea temporal? —Pues si ellos no saben nada al respecto, seguro que pueden hablarnos de alguien que sí lo sepa. De una u otra forma, no habremos perdido el tiempo. Nicholas pensó en lo que decía la muchacha y resopló con fuerza por la nariz. Puede que por primera vez en la vida, Sophia estuviera siendo razonable. Estaban perdiendo el tiempo y él se había cansado de los jueguecitos de Rose Linden. Si los Jacaranda podían ayudarles a encontrar a Etta, desde luego sería un avance; y, si no sabían nada, al menos se consolaría pensando que estaban haciendo algo, que se había liberado de los grilletes de la inactividad que le había puesto Rose Linden. —De acuerdo —cedió por fin—. Probemos con lo que propones. Si no conseguimos ninguna pista que nos lleve hasta Etta, iremos a por el astrolabio, te lo prometo. Sophia hizo un gesto de impaciencia y soltó: —Ya te he dicho que las promesas son para los santos y para los perdedores. Y si Sophia quería el astrolabio para beneficio propio, cosa de la que cada vez estaba más convencido, pondría fin a su débil tregua y haría cuanto estuviera en su mano para impedir que la joven se apoderara de él. Lo que fuera necesario. —Ser fiel a tu palabra es uno de los pilares del honor. —Honor… ¡bah! —dijo, pronunciando las palabras con hastío—. No sabes cuánto me alegro de que no me quede mucho honor.

El mediodía llegó acompañado de un calor infernal que lo debilitaba, un calor que no era normal en octubre. Permanecieron en silencio todo el camino de vuelta hasta el campamento, y Nicholas se alegró de ello. El joven iba unos cuantos pasos por detrás de Sophia, y no solo porque no quisiera hablar con ella, sino porque eso era lo que esperarían de un sirviente, de un esclavo, los blancos que se cruzaran con ella. Sacudió la cabeza y estiró los hombros, como si, de esa manera, fuera a deshacerse de www.lectulandia.com - Página 56

aquella realidad. Pensar en aquella locura, en aquella injusticia, lo había puesto de mal humor. Una hora después, cuando por fin llegaron a la playa desierta en la que habían acampado, la poca compostura que les quedaba se evaporó de plano. —¡Maldita sea! —gruñó Sophia, que habría cargado hacia delante si Nicholas no la hubiera sujetado por el cuello del raído abrigo. Las mantas estaban tiradas por ahí y las hamacas que habían dispuesto entre las palmeras estaban en el suelo, desatadas y hechas un ovillo. Su única olla, que habían escondido entre la exuberante vegetación para recoger lluvia, estaba volcada, así que no tenían ni una sola gota de agua que hervir y beber. Pero no había sido la tormenta lo que había puesto su campamento patas arriba, sino una pequeña figura que estaba sentada con las piernas cruzadas delante de un pozo lleno de agua de lluvia, comiéndose sus últimos pedazos de cecina y jugueteando con una linterna que Sophia había insistido en llevar consigo, a pesar de que no fueran a inventarla hasta el siglo siguiente. —¡Señor, deje eso de inmediato! —le ordenó Nicholas. El hombrecito levantó la cabeza con un pedazo de cecina entre los dientes. Sus ojos oscuros eran muy nítidos. Por encima de ellos flotaban dos angulosas cejas negras, tan pobladas que parecía que alguien las hubiera pintado. Tenía una naricilla delicada y unos pómulos altos y enrojecidos por el sol, la única tara en una piel, por lo demás, clara y sin mácula alguna. Sus labios dibujaron una sonrisa inocente alrededor de la cecina que le sobresalía de la boca y oyeron el frufrú de su vieja chaqueta de la marina cuando levantó una de las manos, enguantada, y empezó a mover los dedos como una ola. «El ladrón».

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Seis Nicholas pasó un largo rato enfurecido antes de recobrarse y calmarse lo suficiente como para hablar. —¿Quién es usted, señor? Y, ¿qué quiere de nosotros? El hombre inclinó la cabeza hacia un lado y lo estudió con atención. Después de un momento, habló. Tenía la voz mucho más aguda de lo que Nicholas esperaba y hablaba un idioma que el joven no había oído en la vida. Ahora bien, la risotada chillona de la que acompañó sus palabras no necesitaba traducción. Sophia le respondió con una retahíla de palabras en el mismo idioma, lo que hizo que el ladrón dejara de reír. Nicholas soltó el abrigo de Sophia y se quedó mirando cómo esta se lanzaba contra el hombrecito, que se levantó de la palmera caída y fue alejándose del alcance de la muchacha como si estuviera bailando. Después de todo lo que Sophia había bebido durante la noche, Nicholas sospechaba que la joven tenía una resaca tremenda, así que no la culpó cuando vio que buscaba en el abrigo, sacaba la pistola y apuntaba al hombrecito con ella. El ladronzuelo se quedó inmóvil. Nicholas vio un destello dorado en su cinturón. ¿Un cuchillo, quizá? La tregua le dio al joven unos instantes para analizar la situación: el hombrecito llevaba el atuendo de un británico, pero que la ropa le quedara tan holgada y que llevara las perneras y las mangas vueltas dejaba claro lo corta que era su estatura. —Baja la pistola, nû shén —le pidió el hombre a Sophia. La muchacha siguió avanzando hacia él, gruñendo. En dos movimientos gráciles y fluidos, el hombre la desarmó y la dejó de rodillas en el suelo. Sophia tenía cara de no saber lo que había sucedido. Gruñó una vez más, decidida, y se incorporó lo suficiente como para intentar derribar al hombrecito, pero este se apartó de su alcance de un salto. Algo cambió en la cara del rival, como si acabara de volverse más suave, femenina, lo que vino acompañado de una risa alegre y más propia de una chica. A Nicholas le dio la impresión de que Sophia se daba cuenta de lo que sucedía al mismo tiempo que él. La muchacha se quedó rígida y renunció a su siguiente ataque. No era un hombre. «Es una mujer». Nicholas ladeó la cabeza y se quedó observando al ladrón. Entonces se dio cuenta de lo ciego y presuntuoso que había sido en la taberna Three Crowns, aunque tenía que decir en su descargo que la posada era lúgubre y que solo había visto unos instantes a la chica. La venda de lino con la que se había envuelto el pecho asomaba por el cuello de la camisa.

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—Deja de mirarme, g ô u, o te saco los ojos. —No creas que voy a permitírtelo —le respondió Nicholas, que también había sacado una pistola y la sujetaba con firmeza—. Quiero que me devuelvas la carta que nos has robado. —Ninguna de las pistolas está cargada —contestó la muchachita al tiempo que chasqueaba los dedos—. Las sujetáis como si apenas pesaran. Ninguno de los dos lleva cartuchos de pólvora y… —dijo, al tiempo que miraba lo que quedaba de campamento—, y, además, está claro que ni siquiera os lo podéis permitir. —Hay más de una manera de usar una pistola —le respondió Nicholas—. ¿Quieres que te explique cómo? La chica esbozó una sonrisita. Tenía los labios de color encarnado. —¡Yo diría que conozco más maneras que tú, bèn dàn! Nicholas intentó no prestar atención a lo punzantes que resultaban aquellas palabras en su estómago. Como cuchillos. —¿Quién eres? —le preguntó Sophia con bastante calma, casi entre dientes. La chica se quitó el sombrero y lo tiró sobre la arena con gesto asqueado. Luego, sacó su larga trenza de dentro de la chaqueta y dejó a la vista un colgante de jade tan largo como un dedo de Nicholas. El árbol tallado en él, que parecía de hoja perenne, era alto y con forma de flecha. Sus ramas no estaban tan llenas como las de los sellos de otras familias, pero seguían pareciendo robustas y se extendían con orgullo. «Maldita sea…», pensó Nicholas mientras un sentimiento de cansancio se apoderaba de él. ¡Y él que pensaba que el ladrón era un ratero común, alguien sin relación alguna con aquel mundo suyo que tan en secreto mantenían! Pero, claro, ¿cómo iba a tener tanta suerte, verdad? —Una Hemlock… —empezó a decir. —¿Te ha enviado mi abuelo? —lo interrumpió Sophia. La chica frunció el ceño. —Jamás trabajaré para él. Ni aunque me ofreciera un precio justo a cambio de mis servicios. Entonces, era una mercenaria. Hall le había contado historias al respecto. Eran miembros de los Hemlock y de los Jacaranda que se habían negado a plegarse a la voluntad de Cyrus Ironwood cuando este se había hecho con el control de los viajeros y de los guardianes y había asimilado a sus familias en la suya. Estos renegados le ofrecían sus servicios a cualquier viajero o guardián que pagara por ellos. Siempre se había preguntado qué tipo de trabajos harían, aunque daba por hecho que la mayor parte del tiempo estaban ocupados buscando familiares obstinados o posesiones perdidas, o puede que incluso realizando pequeños cambios en la historia, cambios que provocarían alteraciones en la línea temporal. —Me llamo Li Min. —Te llamaré tonta del culo si me parece —le soltó Sophia—. Dime qué coño estás haciendo aquí antes de que te raje de arriba Nicholas se preguntó si era su www.lectulandia.com - Página 59

destino rodearse de mujeres con instintos asesinos. La chica sonrió. —Esa no es manera de tratar a alguien con quien vas a querer hacer negocios. Sophia tomó aire y llenó tanto los pulmones que por un momento pareció que le iban a explotar, pero Nicholas fue más rápido. —De ti, lo único que nos interesa es recuperar la carta. Supongo que no serás tan amable como para explicarnos por qué nos la has robado, ¿verdad? ¿Quién te ha contratado para que nos la quitaras? «Y, ¿por qué estás aquí, mofándote de nosotros, si alguien te ha pagado para que se la llevaras?». A menos, claro está, que pretendiera obtener beneficio de ambas partes, tanto de su empleador por llevársela como de ellos dos por dejársela leer. —Yo no he dicho que me haya contratado nadie. Sencillamente, me interesa enterarme de los asuntos que se traen entre manos los viajeros con los que me topo. Encontrar trabajo es difícil, ¿sabéis?, y en ocasiones he de salir a por él en vez de esperar a que venga a buscarme. Muchos Ironwood han venido hasta aquí en los últimos meses, así que no podéis ni imaginar lo que me ha llamado la atención ver a un guardián de los Linden corriendo por las playas como un cangrejo. Y, luego, vais y aparecéis vosotros… Aunque no sabía si viviría para contarlo, Nicholas bajó la pistola y la guardó. Se sentía más confiado, así que empezó a ver aquella situación bajo otra luz. —Si nos has robado la carta para pedirnos dinero a cambio de devolvérnosla, ya has visto que no tenemos nada. El joven extendió las manos para representar su lamentable estado monetario. —Quiero saber qué pone en la carta —respondió la chica—. Está escrita de forma peculiar. Os la devolveré con dos condiciones. —¡La cogeré de tu cadáver! Sophia le lanzó un puñetazo, pero no la alcanzó. Nicholas vio cómo sucedía todo. Sophia había calculado mal las distancias y erró por unos treinta centímetros. Li Min esquivó el golpe con facilidad, sin cambiar de expresión, mientras que Sophia perdió el equilibrio y cayó de bruces a la arena. La compañera de Nicholas se llevó una mano al parche mientras aullaba de frustración. No era la primera vez que el joven la veía pelearse desde que había perdido el ojo y no era la primera vez que el corazón se le encogía de forma involuntaria al presenciarlo. Li Min dejó de mirarla a ella para mirarlo a él. —Voy a entregarte la carta y vas a enseñarme cómo leerla. Nicholas negó con la cabeza. —¡Que te lo has creído! Si la chica no era capaz de leer la carta por sí misma, el joven pensó que tal vez se debiera a que estaba escrita con uno de los códigos que utilizaba Rose Linden para www.lectulandia.com - Página 60

enviar mensajes a su hija. Aquel era un riesgo calculado por parte de la mujer porque, ¿y si Etta no le hubiera enseñado a Nicholas la manera de descodificarlos? En cualquier caso, era reacio a revelarle el secreto a alguien que no fuera de la familia. La chica sacó la carta de dentro de la camisa. Estaba manchada de marrón por la cerveza, arrugada y estropeada, pero entera. Hasta que, claro está, la rompió en dos. Tanto Nicholas como Sophia se abalanzaron contra ella gritando. —¡Si no me decís lo que pone, tampoco lo sabréis vosotros! —les advirtió pasando de aquel tono agudo suyo a uno más duro. Para dejarles claro que iba en serio, unió ambos pedazos y empezó a rasgarlos en cuartos. Sophia miró a Nicholas y le dijo: —No merece la pena. Que se quede con la carta, que nosotros ya tenemos un plan. «Pero nos ahorraría tiempo. Dar con Etta sería mucho más sencillo si supiéramos ahora mismo cuál es el último año común de ambas líneas temporales». —Carter, no lo hagas —le advirtió Sophia con voz grave. —No pienso enseñarte a leerla… —el joven levantó la mano para callar a Li Min —, pero te diré lo que pone. —¡Que te lo has creído! —le respondió la chica imitando su tono de antes—. ¿Y si me engañas? —¿Tú me acusas de ser deshonesto? —¿Qué saben los Ironwood del honor? —le soltó mientras agitaba los pedazos de la carta en alto. —Me llamo Nicholas Carter. Solo soy medio Ironwood y, desde luego, mi naturaleza es muy diferente a la de ellos. Aunque me da igual lo que pienses de mí, quiero que sepas que me une un lazo de honor a la familia Linden, un lazo por el que juré no enseñar a nadie que no fuera de su familia cómo se descifran esos códigos. Así, los Ironwood jamás podrán descubrir sus secretos. Dado a lo que te dedicas, seguro que me comprendes. —Todos los Linden están muertos —comentó la chica, a pesar de que en sus ojos apareció un centelleo de curiosidad—. No quedan sino unos pocos guardianes. —Si no te has enterado de que algunos de sus viajeros siguen con vida es porque sus códigos secretos funcionan. Li Min inclinó la cabeza hacia delante, como dándole la razón en aquel tema. —Acepto tu condición, pero yo voy a poner otra. La chica sonreía de nuevo y Nicholas, en menos de una hora, había aprendido que no era buena señal. El joven empezó a pensar en lo poco que tenían y a prepararse para perderlo. —A ver, dinos. —A modo de pago, quiero un beso. —Los miró a ambos—. Pero un beso de verdad. www.lectulandia.com - Página 61

Nicholas se quedó callado unos instantes. De todo lo que había temido que les pidiera —las pistolas, los zapatos, un favor, un aval de deuda firmado—, la chica quería… ¿un beso? El muchacho se quedó un buen rato observándola, esperando a que dijera cuál era la condición de verdad, pero Lin ni siquiera parpadeaba. Nicholas había besado a varias mujeres en sus veinte años de vida; no a tantas como Chase, las cosas como son, pero es que esa marca no la alcanzaba ni Lotario. Estaba lejos, muy lejos, de ser un santo, pero en cierto momento de las últimas semanas su corazón había decidido que solo quería besar a una mujer y tuvo la sensación de que hasta el espíritu se le revolvía al pensar en besar a otra. «Podría besarla en la frente… o en la mejilla». Al fin y al cabo, no había especificado dónde lo quería. «Hazlo». Se puso las manos en los muslos e intentó no ceder al desaliento que lo amenazaba. Debía acabar con aquello cuanto antes, leer la carta e irse. Eso era lo único que importaba. No pensaría en Etta, ni en el sabor a lluvia de sus labios cuando la había besado en la selva. Ni en aquella noche, en Damasco, cuando podría haber jurado que había estrellas en su pelo. Etta conseguía que se sintiera fuerte y valiente. Sus pensamientos no estaban ayudándole. —De acuerdo, trato hecho —respondió resignado. Li Min dio un paso atrás y enarcó las cejas, tan sorprendida como indignada. —Me refería a ella. Fue complicado y doloroso vivir los siguientes momentos de larguísimo silencio. «Ah…». Los engranajes de su cerebro empezaron a funcionar de nuevo. «A ella». —Pues, bueno… eso es… es… Sophia había empezado a recoger sus pertenencias, diseminadas por aquí y por allá, mientras refunfuñaba y soltaba todas las palabrotas habidas y por haber. Cuando oyó la respuesta de Li Min, se detuvo y se irguió poco a poco. —Te pido disculpas por mi presunción. Li Min chasqueó los dedos en dirección a él, con desdén. —Tiene que ser duro para los hombres darse cuenta de que no son los únicos dioses que recorren la faz del mundo y de que son muchas las mujeres que, si caen rendidas a sus pies, es porque se ven obligadas a ello por la sociedad en la que viven. Nicholas se encogió de hombros. La chica tenía toda la razón. —¿Y pretendes que caiga rendida a sus pies? —No es eso. Tú decides —respondió Nicholas—. Como bien has dicho hace un rato, tenemos otros planes. Si quieres, que se meta la carta por donde le quepa. —¡Ah, gracias, me alegro de tener tu permiso para rechazarla! —dijo Sophia, haciendo un gesto de impaciencia. www.lectulandia.com - Página 62

—Tan solo quería dejarlo claro porque… Nicholas no siguió hablando, consciente de que había metido la pata, y de qué manera. —Pues muy bien. —Sophia se dirigió hacia Li Min mientras miraba a Nicholas —. No necesitamos la puñetera carta para seguir adelante pero, si así va a resultarnos más sencillo encontrar a los hombres que… ¡Bueno, venga, acabemos con esto cuanto antes! Nicholas entendió a la perfección por qué Sophia había dejado colgando la frase de «los hombres». —Venga, acabemos con esto de una vez —comentó Sophia mientras se quitaba el sombrero justo delante de Li Min. Sophia se puso derecha y Li Min imitó su expresión estoica. A Nicholas le daba la impresión de que estaba viendo un duelo en el que ninguna de las partes agraviadas quería disparar al aire. El joven se llevó la mano a la pistola, que, en efecto, estaba descargada, y le sorprendió que Sophia no hiciera lo mismo. Por el contrario, la muchacha estaba quieta y esperando a que la otra mujer se le acercara. Nicholas notó que su compañera tragaba saliva con dificultad. Li Min le puso una mano en el rostro y con la otra le retiró un mechón que le caía sobre la cara y se lo colocó detrás de la oreja. La chica se acercó a Sophia con tal dulzura que a Nicholas le dieron ganas de mirar hacia otro lado. —Prefiero esperar —le dijo Li Min a Sophia cuando apenas le quedaban centímetros para besarla—. Algún día, estarás deseosa de pagar y yo de recaudar. Sophia, cuyo rostro ya estaba enrojecido por el sol, pasó a estar de color escarlata cuando la chica le tendió los fragmentos de la carta de Rose. La joven le arrebató los pedazos de papel y se los acercó a Nicholas sin dejar de mirar a la mercenaria. —Léela. Nicholas sintió cómo se relajaba y pudo volver a respirar. Enseguida notó el olor a podrido típico de la jungla. Se apartó unos pasos de ambas mujeres y se sentó en el tronco de una palmera caída. Con cuidado, alineó ambos pedazos de la carta. «Querido corazoncito mío, centro de mi ser…». Luego hablaba del tiempo, de Jorge III y de muchos otros temas que no tenían ni pies ni cabeza. Nicholas enarcó las cejas después de secarse el sudor de la frente. Le parecía que el encabezado bien podía referirse a cualquier lector, pero Etta le había explicado que, si a la carta no la acompañaba una ayuda física con la que leerla, la clave para descodificar lo que escribiera su madre estaba en el saludo. En una ocasión, la madre había llamado a su hija «estrella» y, ahora, la llamaba «corazoncito». Eso estaba

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claro… aunque no sabía por qué lo del diminutivo y, sobre todo, que pusiera luego eso de «centro de mi ser». A menos que… Juntó los pulgares y los índices para dar forma a un corazón que puso encima del centro del papel. El mensaje que aparecía en él seguía siendo un galimatías y Nicholas fue incapaz de comprender lo que ponía hasta que imaginó la forma de un corazón más pequeño situado en el centro de la carta. «No puedo reunirme contigo. Alejaré las sombras de ti tanto tiempo como pueda. Para saber el año, busca belladona». Otra maldita adivinanza. Mientras les leía el mensaje en voz alta a las dos jóvenes, sujetó el papel con tanta fuerza que empezó a arrugarse. «Maldita Rose Linden». —Hum… interesante —comentó Sophia con un centelleo en la mirada que parecía que lo hubiera entendido—. Yo diría que, en cierta manera, ha venido a por nosotros. No me había parado a pensarlo, pero está tramando algo. —Es una tontería —soltó Li Min—. Y has hecho bien en no planteártelo. —Me gustaría saber a qué os referís, en vez de quedarme mirando cómo debatís al respecto. A Nicholas le sorprendía no haber perdido la paciencia todavía. Sophia ignoró la mirada de incredulidad de Li Min y dijo: —A lo largo del tiempo solo dos personas han estudiado en profundidad cómo funciona el mundo, solo dos se han interesado por saber lo que hace cada uno de nosotros. Una de ellas es el abu… Cyrus Ironwood y la otra es Belladona. —Entonces, cuando dice «belladona», ¿se refiere a una mujer y no a la planta? — preguntó Nicholas al tiempo que intentaba aplacar el entusiasmo que teñía sus palabras. —¿Julian nunca te habló de ella? —le preguntó Sophia confundida—. Es… No tengo muy claro cómo decirlo. Busca objetos perdidos en el tiempo y organiza subastas para venderlos, solo que, en vez de pagarle en oro, le pagas con favores y secretos. Cyrus Ironwood se lo permite porque, por norma general, es él quien más puja por ellos… Y, claro, es mejor que esos tesoros permanezcan «perdidos» si pretende preservar su línea temporal. —¿Y qué pretendéis conseguir con esa visita? —Li Min inclinó la cabeza hacia un lado y la luz del sol brilló en su pelo negro como el carbón—. Quizá la información pueda proporcionárosla yo. —¿Y a ti qué más te da? —le soltó Nicholas. Al joven le preocupaba lo que pudiera pedirles a cambio y si podrían confiar en su respuesta. —Ya te he dicho que me dedico a enterarme de lo que es asunto de los demás.

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—Intentamos descubrir cuál es el último año que tienen en común las dos últimas líneas temporales —le dijo el joven—. ¿Lo sabes tú? Por un mero instante, sus esperanzas salieron disparadas hacia el cielo como fuegos artificiales, aunque se estrellaron casi de inmediato. Li Min miró hacia el agua, que estaba de color turquesa. —No, pero podría enterarme… Si queréis, encontraré la respuesta. —A cambio de un precio, claro —comentó Sophia molesta—. Y a ver si, así, además, consigues algo de Belladona, ¿no? No, gracias. Vamos a preguntárselo a alguien que lo sepa, no a una mercenaria que solo actuará de intermediaria y que no sabe ni descifrar mensajes. —Luego, ignorando la sonrisita de la chica, se volvió hacia Nicholas—. Belladona lo sabe todo. Julian me contó que la última vez que la visitó, en compañía del anciano, les recitó de un tirón todas las idas y venidas de los Ironwood, incluidos los cambios que Cyrus había planeado en secreto. Al joven no le gustaba cómo sonaba todo aquello, pero parecía una manera más directa y segura de llegar hasta Etta. —¿Y qué problema hay con ella? —le preguntó Nicholas mientras se giraba hacia Li Min. Li Min se encogió de hombros, pero fue a Sophia a quien miró mientras apretaba los labios hasta convertirlos en una fina línea. —Seguro que se ha tragado los rumores de que la mujer es bruja —comentó Sophia para ridiculizar a Li Min—, eso de que te atrapa el alma. Lo que es una tontería, claro está. A Nicholas no le gustó aquello. Acusar a alguien de bruja era muy grave en su época y algo con lo que solía atacarse a mujeres con intereses o predisposiciones inusuales. Li Min abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero se limitó a sonreír después de unos instantes. Se puso la larga trenza sobre el hombro y se agachó para recoger el sombrero y la capa. —Bueno, pues veo que sabéis qué camino debéis seguir. Que os vaya bien. Para cuando Nicholas se dio cuenta de que Li Min se marchaba, esta ya se había alejado varios pasos de ellos y se estaba perdiendo entre las palmeras. —¿Y ya está? —le espetó Sophia a la chica—. ¿Después de la que has liado, eso es todo? Li Min respondió sin detenerse: —¡Por ahora! ¡Hasta que volvamos a encontrarnos! Cuando Nicholas se dio cuenta de que Sophia estaba a punto de salir detrás de la chica, supuso que para interrogarla, la sujetó por el hombro mientras se metía la carta de Rose Linden en el bolsillo. —¿Te puedes creer las narices que tiene esa niñata? —Sophia, ¿has dicho «bruja»? ¿Hay algo más que debas contarme?

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—Bah, no va a pasarnos nada —le respondió, mientras le daba la espalda al rastro de maleza pisoteada que había dejado Li Min a su paso. —¿La has conocido en persona? —Pues no…, pero es una leyenda y, entre las historias de Julian y el odio que le tiene el abuelo, siento como si la conociera de algo —dijo rápidamente Sophia—. No puedo creer que no se me haya ocurrido. Ahora, lo único que tenemos que hacer es encontrar un pasadizo que nos lleve a Praga. Belladona está radicada en el siglo XV. Yo diría que hay un pasadizo que lleva a España, si es que conseguimos llegar a Florida y, desde allí… —No es que quiera interrumpirte, pero ¿cómo vamos a comprar el pasaje para salir de esta isla? Sophia ladeó la cabeza y describió una amplia sonrisa mientras sacaba una bolsita de cuero de la chaqueta y, acto seguido, se la lanzaba. —Menuda ladrona está hecha… ¡Ni se ha dado cuenta de que se la he cortado del cinturón! Nicholas se echó a reír y desató el saquito, en el que había tantas monedas de oro que el corazón se le paró unos instantes. —Volverá a por esto. Sophia miró el rastro que había dejado Li Min mientras se marchaba. —Pues que vuelva.

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San Francisco 1906

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Siete Volvieron a la misma habitación de la que Etta había escapado por la ventana, esa vez acompañada por otro par de guardias, además de una doncella con la que su padre —la joven sacudió la cabeza como para borrar aquella palabra imposible y se corrigió—, con la que aquel hombre la había obligado, como quien dice, a ir de la mano. También se les había unido una mujer mayor, alta, de pelo plateado y aspecto severo, que iba tan envarada que Etta se preguntaba si, en caso de golpearla en la espalda con una silla, no sería el mueble el que se rompería. Nadie le había dicho quién era, pero Etta estaba bastante segura de que se trataba de la Winifred de la que había hablado el hombre. —Tú primero —le dijo aquella mujer a la doncella. A Etta le habría sorprendido muchísimo que la chica hubiera tenido más de diecisiete años. Estaba claro que sentía curiosidad, porque la miraba de reojo por debajo de aquellos mechones rizados de grueso pelo que se le escapaban de la trenza. Aun así, no estaba ni asustada ni impresionada, por lo que Etta creyó que debía de tratarse de una guardiana relacionada de algún modo con los Espina. La lámpara que llevaba en la mano la chica hizo que unos destellos de luz bailotearan alrededor de la comitiva, sobre la alfombra y el papel de pared, y que revolotearan como fantasmas a los que acababan de incomodar. —Me gustaría tener un poco de privacidad —le soltó Etta a la mujer mayor. Aun así, la mujer y la doncella entraron con ella y la primera cerró la puerta. Etta arqueó una ceja mientras se fijaba en el color violeta intenso del vestido que llevaba la mujer. Debía de llevar el corsé muy apretado, porque le hacía una cintura muy estrecha; tenía que dolerle. El corpiño lucía una hilera de botoncitos nacarados que iban subiendo desde la cadera hasta el cuello de la prenda, justo debajo del mentón. La falda, de seda, estaba drapeada y parecía una catarata elegante que iba recogida a la espalda por encima de lo que Etta creía que sería un polisón. Después de rebuscar en el armario, la doncella sacó una sencilla blusa blanca, con un discreto bordado negro alrededor del cuello, y una falda larga y gris que parecía de lana. Era estrecha a la altura de las caderas y de los muslos, pero iba abriéndose a medida que descendía hasta las rodillas. En cuanto al largo, rozaba el suelo. La chica debió de darse cuenta al mismo tiempo que ella de que era prácticamente imposible que Etta cupiera en la cinturita de aquel vestido. —La ensancharé un poco, solo será un momento —le aseguró la chica a Winifred mientras la miraba. Pero, por lo visto, esta consideró que un momento era demasiado tiempo. Con cara de enfadada, Winifred se giró hacia Etta y le ordenó:

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—Desnúdate. —¿Podrías pedírmelo por favor? —le soltó malhumorada Etta mientras miraba la prenda que la mujer tenía en las manos y que tan bien conocía—. Y no creas que, ni por un casual, pienso ponerme el corsé. Ni por un… Winifred le cogió el camisón y se lo quitó por la cabeza con fuerza. Etta, cegada momentáneamente por la tela, intentó desatar el lazo antes de que la mujer la estrangulara o le arrancara una oreja. Luego, cruzó los brazos para cubrirse el pecho. La mujer le tiró una camisola finita. Etta consideró que la mujer estaba desnudándola no solo en sentido literal, sino también en el figurado, que intentaba conseguir que se sintiera tan vulnerable como fuera posible y que no debía permitírselo sin oponerse. Cuando intentó apartarse de Winifred, esta la empujó, la giró, la desequilibró, le puso el corsé por encima de la cabeza y empezó a abrochárselo antes de que a Etta le diera tiempo de respirar siquiera. Acto seguido, le dio otra prenda, una fina y sin mangas, para que se la pusiera por encima del corsé. Los animados lazos rosas que tenía le gustaron tan poco como la sonrisa de suficiencia de la mujer. —Ay, criaturita… tienes la misma figura horrible de tu madre. —¡Como vuelvas a tocarme, pienso dejarte claro cuánto me parezco a ella! Winifred ya se había dado la vuelta y estaba cogiéndole la blusa y la falda a la doncella. Tiró ambas prendas a los pies de Etta. —¡Y date prisa, niñita consentida, que al gran maestre no le gusta que le hagan esperar! —le soltó, al ver que no obedecía de inmediato. Etta se encendió al oír la palabra «niñita» y no pudo seguir controlándose. Era la única explicación que encontraba a que dijera lo que dijo a continuación. —El gran maestre es Cyrus Ironwood. La bofetada fue tan rápida que Etta no habría podido esquivarla ni aunque hubiera sabido que llegaba. Se acercó a toda prisa a la cama con una mano en la mejilla, que le ardía. —¡Mira lo que me has obligado a hacer! ¡Insolente! ¡Con lo que he cuidado de ti! ¡Te he lavado! ¡Me he encargado de los tratamientos! ¡Y sin quejarme ni una sola vez! ¡Si no fuera porque me lo pidió él, te habría puesto firme desde el principio! —Estás loca. Como vuelvas a pegarme, van a tener que recogerte del suelo en pedacitos —dijo Etta, con los puños apretados. La doncella estaba pálida, pero a Etta le daba igual, pues estaba temblando de furia, vergüenza y resentimiento. Mientras acababa de vestirse, intentó sofocar el huracán de emociones que se arremolinaba en su pecho. Luego, se vio obligada a sentarse en el tocador para que le hicieran una trenza. Evitó mirarse en el espejo porque no quería ver la marca roja, latente, que le habría dejado el bofetón. —No llegas a aceptable, pero acompáñame —le comentó Winifred cuando Etta estuvo del todo vestida y peinada.

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Sabía que no le quedaba más remedio que ir con la mujer si quería confirmar que los Espina tenían el astrolabio, pero tener que obedecerla era peor que beber agua de mar; le quemaba la garganta, la asfixiaba. —No. Voy a quedarme aquí —le soltó la joven mientras cruzaba los brazos. La mujer levantó la mano y Etta, por instinto, le golpeó el brazo para bloquearlo, solo que la mujer no pretendía darle otra bofetada. Con la otra mano, le cogió de la trenza y tiró de ella con muchísima fuerza. —¡Suéltame! Pero, muy al contrario, la mujer tiró de ella por toda la habitación sin que Etta dejara de lanzarle patadas e intentara arañarla para que la soltara. Uno de los guardias abrió la puerta y se quedó boquiabierto. Mientras el hombre intentaba encontrar las palabras, Winifred siguió adelante y arrastró a Etta, que iba descalza y se quemaba los pies con la alfombra, incluso escalera abajo. En efecto, como le había parecido al oír la música y las voces, en la planta baja estaban dando una especie de fiesta. A medida que Winifred la llevaba por una galería alargada, Etta oyó la algarabía, las risas, e incluso a alguien que interpretaba una animosa tonada al piano. El olor a licor y a perfume permeaba el aire cuando pasaron por delante de la biblioteca. Julian, asomado a la puerta, la observó con una mirada risueña. —¡Vamos muchacha! —le gritó una vez que hubieron pasado—. ¡Sigue luchando, niña! —¡No me llames así! —le gruñó Etta, con los dientes apretados, mientras la risotada de Julian las perseguía a Winifred y a ella por el pasillo. Por fin llegaron a una puerta vigilada por tres hombres vestidos con trajes de buena calidad. Winifred le soltó la trenza y Etta se puso recta. Uno de los hombres abrió los ojos como platos cuando la vio y el tercero enarcó una ceja al tiempo que intentaba contener las ganas de reír y miraba a Etta con cara de pena. —Vamos, Winnie, que no es más que una niña. Trátala con mucho cariño. —Su niña, no lo olvidéis —puntualizó la mujer mientras aporreaba la puerta. —¡Adelante! —fue la respuesta inmediata. Ahora bien, no era una invitación, sino más bien una orden. Etta había llegado preparada para luchar, resoplando y con el pulso desbocado. «Cálmate. Cálmate. Ten presente el plan». Tenía que enterarse de dónde guardaban el astrolabio e intentar descubrir cómo escapar de ellos para destruir el artefacto de una vez por todas. Los guardias se apartaron cuando Winifred empujó a Etta, a quien agarraba por la blusa para asegurarse —o, al menos, eso creyó la muchacha— de que no intentara escapar. Aun así, cruzó el umbral muy erguida e intentando borrar de la cara su expresión de ira. El despacho estaba decorado de forma similar a la biblioteca, con madera oscura y tonos fuertes, muy masculino. Pretendía impresionar y, en efecto, lo conseguía. Por www.lectulandia.com - Página 70

la ventana se veía, como quien dice, el mismo paisaje en ruinas, además de las primeras luces del amanecer, que empezaban a iluminar el cielo. Había cuatro personas en la habitación, todas ellas sentadas alrededor de un majestuoso escritorio dispuesto en el centro. Entre ellas se encontraba una mujer. Fue la primera persona en la que se fijó Etta: contempló su traje de chaqueta confeccionado a mano y su pelo oscuro, que llevaba recogido en dos moños a uno y otro lado de la cabeza. Junto a ella se sentaba un hombre que parecía el mayor de todos: vestía unos sencillos pantalones de lino y una túnica, ambas prendas eclipsadas por la coraza de cuero y la espada que llevaba al cinto. Tenía el pelo largo y gris y lo llevaba peinado hacia atrás, apartado de una barba en la que empezaban a aparecer mechones blancos y lo bastante larga como para confundirse a la altura del cuello con la piel de animal que le cubría los hombros. A la derecha se sentaba un joven asiático con un kimono de un color azul marino muy poco habitual, a no ser en lo más profundo del océano. Etta no pudo contener una carcajada de incredulidad que le salió de lo más profundo. Luego, tomó aire por la nariz y dejó que el olor a cera y a barniz para madera la tranquilizasen. Henry Hemlock estaba sentado al otro lado del escritorio, con los pies cruzados y apoyados en él. Los demás se giraron para mirar a la muchacha y a Winifred y, después, se volvieron hacia Henry. Se retorcieron en sus sillas, incómodos. Henry Hemlock, sin embargo, siguió con lo que estaba diciendo: —Estoy de acuerdo contigo, Elizabeth, de verdad. Lo último que quiero es que tus hijos se vayan a la cama preocupados por si estarás o no en casa por la mañana. Muchos hemos vivido momentos así, los hemos padecido. Echaré otra ojeada a los puestos asignados y veré si hay alguien que esté dispuesto a cambiar. La mujer dejó caer los hombros. Era obvio que estaba mucho más relajada. —Gracias. Muchas gracias, de verdad. —Señor, si la situación es tan terrible como transmitía el mensaje, no deberíamos tardar en reunirnos con ellos —comentó el hombre de larga melena gris—. Tenemos que ayudarlos y afianzar nuestra ventaja, y no perder el tiempo haciendo cambios en el personal. De hecho, creo que debería ir a buscar a John y a Abraham antes de reunirnos con los demás. —Sí, pero no lleves esa piel —comentó Henry con una sonrisa en los labios. El hombre se rio y acarició el pelo con el que se rodeaba el cuello. —Creo que todos me tomarían en serio si apareciese con ella junto al Sena. —O puede que les dieras razones para revolcarse de risa —soltó Winifred con tono gélido. Etta se fijó en que más de uno hacía un gesto de impaciencia. —Ay, Winifred, eres de las que dispararía a las estrellas por brillar con demasiada luz —le contestó el hombre. —Basta. www.lectulandia.com - Página 71

Henry Hemlock se puso de pie y empezó a caminar de un lado para el otro por el despacho. Todos menos Etta lo seguían con la mirada. —Ya basta. Sabéis bien lo poco que me gustan estos comentarios maliciosos. Recordad que nuestro enemigo está ahí afuera. Es a él a quien tenemos que disparar. —Por supuesto —dijo Winifred por lo bajo y con gran dulzura. Hasta dejó de agarrar tan fuerte a Etta. —No hemos tenido en cuenta la posibilidad de que él también esté muerto y de que Cyrus Ironwood tenga ya el astrolabio —comentó el que parecía japonés, que se inclinó hacia delante para coger una carta abierta sobre la mesa—. ¿A quién más podrían referirse con lo de «sombras»? ¿Quién más tiene los recursos necesarios para dar caza a los hermanos tal y como se describe aquí? «¿Qué?». Etta sintió como si el suelo se moviese bruscamente bajo sus pies con violencia, como si ella misma estuviera sufriendo un terremoto en sus propias carnes. —Si tan fácil fuera, lo habríamos hecho hace décadas —comentó Henry mientras giraba la cabeza para mirar a Etta—. Pareces sorprendida, como si, no sé, esperases que el astrolabio lo tuviéramos nosotros. La muchacha no dijo nada, se limitó a desviar la mirada y a concentrarla en donde la alfombra dejaba a la vista la madera. Él, en cambio, observó cada uno de sus movimientos, de sus respiraciones. El peso de aquella mirada era tan fuerte que Etta tuvo la sensación de que le había puesto las manos en los hombros y le estaba dando la vuelta contra su voluntad. No quería que su padre, que aquel hombre, pudiera acceder fácilmente a sus pensamientos, y menos ahora que su cabeza saltaba apresuradamente de una idea a otra mientras intentaba alcanzar a su corazón desbocado. Habían pasado dos semanas desde que los Espina, junto con Sophia, le habían quitado el astrolabio por la fuerza en Damasco. Deberían haber sido capaces de crear un pasadizo directo a San Francisco, donde estaban los demás Espina. No obstante, por lo que había entendido de la conversación, no solo no habían traído el astrolabio, sino que habían desaparecido. Y tampoco habían dicho nada de Sophia, que se había ido con ellos. —Lo único que hemos visto ha sido a los Ironwood que ha enviado Cyrus a intentar reescribir nuestros pequeños cambios —comentó Henry—. Si lo tuviera él, no habría dudado en usarlo, en reajustar la línea temporal a la suya. Es su avaricia, solo su avaricia, lo que empuja a su familia a seguir adelante. —No olvides que ambos somos Ironwood por parte de madre —comentó el hombre de pelo cano, como si pretendiera hacer una broma. —¡Por supuesto que deberíamos olvidarlo! —respondió Henry y sonrió—. En cualquier caso, tenemos que ceñirnos a lo que hemos hablado. Hay que confiar en la capacidad de Kadir para ponerse a salvo y en la nuestra para llegar a tiempo adondequiera que esté y recuperar el astrolabio de allí donde lo haya escondido. www.lectulandia.com - Página 72

Siento mucho interrumpir las celebraciones de golpe, pero avisad a los demás de que estén preparados para viajar por la mañana. Eso sí, algunos viajeros tendrán que quedarse aquí, con el objeto de apoyar a los guardianes que dejamos apostados para cuidar de los niños. —Sabia decisión —comentó Winifred. Etta intentó no echarse a reír. Los demás asintieron y, conscientes de que la reunión había terminado, se pusieron de pie al unísono. Cuando pasaron uno a uno por delante de Etta, camino de la puerta, todos lanzaron una última ojeada furtiva a la muchacha. A esta le pareció, por un instante, que al hombre del pelo cano le daba un escalofrío. —Por favor, Henrietta, siéntate. Winifred, muchas gracias, eso es todo. Y asegúrate de que no nos molesten. La mujer hizo una pequeña reverencia y, después, le dio a Etta un pellizco de despedida en la espalda, lo bastante fuerte como para conseguir que saltara hacia delante. La muchacha esperó a que la mujer cerrara la puerta envuelta en su falda oscura antes de volverse hacia su padre y soltarle: —¡Esa no es viajera, ¿verdad?! ¡Esa sacrifica gatitos y vuela de un siglo a otro en su escoba! El hombre tosió con fuerza y se tapó la boca con la mano. —Te aseguro que tu tía abuela es encantadora… —Hizo una pausa, como si estuviera reconsiderando sus palabras—. Bueno, encantadora… a su manera. De vez en cuando. Una vez al año. Vamos, siéntate. «Tia abuela…». ¡Venga ya! No se sentó. Apoyó las manos en el respaldo de una silla con tal fuerza que le crujieron las articulaciones. —Lo primero que quiero que sepas es que aquí estás a salvo. —No dejaba de mirarla—. No tienes nada que temer ni de mí ni de ninguno de los que están aquí. Y también he tomado medidas para asegurarme de que estés a salvo de Cyrus Ironwood. A menos que vayas tú a buscarlo, él no volverá a preocuparse por ti. Aquello no le parecía posible, pero antes de que le diera tiempo a decir nada, su padre empezó a revolver entre las pilas de correspondencia abierta y papeles que tenía sobre el escritorio. Al cabo de un rato, encontró lo que estaba buscando. Sacó una bolsita de terciopelo negro de entre aquel caos de documentos y se vació el contenido en la mano: un pendiente de oro. Un aro decorado con una perla, unas cuentas azules y unas hojitas de oro. «El pendiente de mamá». Se puso tensa de miedo. Se llevó las manos a las orejas y se dio cuenta de que no llevaba nada en ellas. —Winifred lo encontró entre los pliegues de tu ropa cuando te trajeron. —Se lo ofreció—. Me pareció que querrías recuperarlo. www.lectulandia.com - Página 73

«¿Solo uno?». La pregunta resonó en su cabeza. Se sentía devastada. Teniendo en cuenta todo lo que había sucedido, perder un pendiente no era lo peor que le había pasado, pero era otra traición a la confianza depositada en ella, como decepcionar una vez más a su madre. No quería caer presa de las mentiras de aquel hombre, porque sería como añadir otra cuenta al collar de decepciones. —Quédatelo. Lo compré en una de esas tienduchas de artículos baratos. El hombre apretó los labios y, cuando habló, en sus palabras se advertía un tono muy diferente. —Entiendo que estés descolocada y siento mucho todo lo que has tenido que pasar, pero hay una cosa que no tolero… las mentiras. Y tampoco que le faltes al respeto a tu familia. Estos pendientes no los compraste en una tienda de baratillo. Doy por hecho que te los entregó tu madre, porque sé que los consideraba un regalo muy preciado que le hizo la esposa de su tío, a quien quería muchísimo. «Sabe lo de Hasan». Aquello no demostraba nada. Tanto él como los otros habían hablado de que tenían muchas fuentes. Era factible que fuera así como se hubiera enterado de la existencia de Hasan. «¿Y también de que fue su esposa la que le regaló los pendientes a mamá?». Etta empezó a morderse el labio, pero se obligó a dejar de hacerlo. No iba a caer en la tentación de rellenar aquel silencio incómodo con palabrería. Y menos viendo que su padre parecía tan cómodo y la observaba con tantísima atención. —¿A quién has pagado para conseguir esa información? —le preguntó antes de quitarle el pendiente de la mano. Henry Hemlock esbozó una sonrisa de medio lado y abrió uno de los cajones del escritorio, del que sacó una cajita alargada forrada de terciopelo. Dentro había un hilo de relucientes perlas, todas ellas de forma ligeramente irregular. Cada tres perlas aparecía intercalado un zafiro de gran categoría. —Samarah lo hizo para que fuera a juego con los pendientes. Se lo encargué como regalo de compromiso. ¿Es prueba suficiente? Entonces, Etta decidió sentarse. Su padre dejó la caja del collar entre ambos. Compromiso. «Compromiso». Los recuerdos le nublaron el pensamiento y la llevaron a dudar de todas las certezas con las que había entrado en el despacho. «Pero, cariño, ¿quién es tu padre? Henrietta… Henrietta… ¿Es posible que sea Henry?», le había preguntado Alice en Londres. —Pediré que hagan otro pendiente igual. O podrían arreglarlo para que lo lleves como un colgante. Lo que prefieras.

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La muchacha se sentía como si fuera cuesta abajo y sin frenos por una carretera en plena noche. Aquello no podía ser… No podía ser él. Aquel hombre no era su padre. —No quiero nada de ti. —Y, aun así, es mi deber proporcionarte lo que necesites. Por lo menos, concédeme eso. Por favor, que voy casi con dieciocho años de retraso. —Sé cuidar de mí misma. —Sí —dijo, riendo—. No me extrañaría, con la madre que tienes. Es maravilloso el parecido que hay entre ambas. Asombroso, incluso. —Me ha quedado claro al cruzarme con los vigilantes que tienes en el pasillo — le respondió, en tono seco. No parecía que su padre hubiera oído aquellas palabras. La estudiaba con atención mientras se acariciaba el pelo negro con gesto ausente. —Pero te dijo quién era yo… «¿Es posible que sea Henry?». La frase parecía ocultar una pregunta, pero el hombre no la acabó. Miró en otra dirección y se concentró en unas baldas vacías, al otro lado de la habitación. Aquello le dio a la muchacha la oportunidad de estudiarlo a él a su vez, de demostrarse a sí misma, y a aquella parte de su corazón que no dejaba de repiquetear, que no había ningún parecido entre Henry Hemlock y ella. —No sé qué decir —admitió Etta. —«Aquel que no esté dispuesto a pincharse con la espina jamás debería anhelar la rosa», como bien dijo Brontë. —La expresión del hombre se volvió irónica a medida que continuaba—. Siempre ha sido terriblemente inteligente y decidida, pero siempre se ha mantenido apartada de casi todos los demás, para protegerse, para tener cierta ventaja si tenía que salir corriendo. Capturar su corazón fue como luchar con un oso. Podría enseñarte las cicatrices que me quedaron. No era la primera vez, ni la segunda, ni la tercera, que Etta deseaba conocer mejor la vida de su madre. Por ejemplo, cuándo había abandonado a los Espina, cuándo se había infiltrado entre los Ironwood y cuándo los había traicionado a ambos al esconder el astrolabio y desaparecer en el futuro. Pero encajaba. Todo encajaba. «¿Es posible que sea Henry?». Más que posible. Etta se llevó la mano a la cara y se apretó las sienes con los dedos, con fuerza, como si así fuera a aplacar el martilleo que sentía por dentro. Le dolía el hombro cada vez que cambiaba de postura, pero le servía para cincelar sus pensamientos hasta encontrar la verdad en ellos. Cada pequeño argumento, cada pequeña evidencia, empezaba a dar forma a un cuadro indiscutible. Quería ver a Nicholas. Quería verle la cara y contrastar sus pensamientos e ideas con los de él hasta que aquello tuviera sentido. Etta no se había dado cuenta de que había usado la firme resolución del joven como refugio hasta que se había quedado sin él; solo entonces se había visto desnuda, expuesta, atrapada. Cuando la línea www.lectulandia.com - Página 75

temporal la dejó huérfana, lo mejor de ella se quedó con él y lo único de sí misma que le quedaba ahora era demasiado cobarde como para admitir lo que, en realidad, sabía que era cierto. —Para ella fue igual que para mí —comentó su padre, que la miraba de nuevo—. De verdad…, no sabía que se hubiera basado en mi nombre para darte el tuyo. Supongo que eres un tributo, una especie de recuerdo de lo que fuimos. Es… me resulta inesperado, dada la manera en que nos abandonó. La muchacha no confiaba en la voz de aquel hombre lo suficiente como para hablar. Toda la vida, los dieciocho años que tenía, su padre había sido como un signo de interrogación al fondo. Un fantasma que venía a atormentarla de vez en cuando en sus pensamientos para recordarle su pérdida, para hacer aún más grande el vacío de sus fotos familiares. Pero había habido muchos fantasmas y muchos vacíos en ambas partes de su familia y Etta nunca se había dejado llevar por ninguno de ellos en particular, porque le parecía injusto con aquellas personas que sí estaban, con todo aquello que sí tenía. «Su padre». Aquella era una palabra del campo semántico de la familia que nunca había aprendido. Etta no le encontraba ningún sentido, como no se lo hallaba a la manera en que se sentía. Era un entusiasmo involuntario, que la aterrorizaba, que hacía que se sintiera como si necesitara salir corriendo hacia él… o de él. —¿Qué hago aquí? —Al principio, solo queríamos curarte y protegerte. Estabas casi muerta cuando Julian Ironwood llegó contigo. A partir de ahí… Bueno…, me gustaría pensar que, teniendo en cuenta todo lo que te ha hecho, nos ayudarás a luchar contra Cyrus Ironwood; y, con un poco de suerte, que me contarás algo de ti, aparte de lo que ya sé. —¿Y qué sabes de mí? A Etta le sorprendió el ímpetu de su voz. —Que naciste y te criaste en Manhattan. Que te gusta leer y que te han educado en casa desde que eras pequeña. Sé que has tocado por todo el mundo en muchos concursos y que te gusta muchísimo más Bach que Beethoven. —Veo que leíste el artículo del Times. —Leo todo aquello que consigo encontrar en esa creación… en eso de Internet. —Pronunció la palabra como si estuviera sopesando por primera vez el sonido entre sus labios—. Aunque no es suficiente. Hace semanas que tengo una pregunta que hacerte y me encantaría que te plantearas contestármela, aunque solo si te parece bien. La manera en que expuso la situación satisfizo el orgullo de Etta y apeló a su curiosidad, pero había un peso que debía quitarse de encima antes de continuar.

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—Primero, tendrás que responder tú a una pregunta. Aunque no sé si voy a poder confiar en tu respuesta… —Prueba a ver. La muchacha tomó una bocanada larga de aire para tranquilizarse y esperó hasta que el dolor de la garganta se le pasó lo suficiente como para poder hablar con normalidad. —La noche del concierto… ¿fuiste tú uno de los Espina implicados en el tiroteo? «Ya lo he dicho». Una expresión cruzó su rostro. Henry frunció los labios y soltó el aire con fuerza por la nariz. —¿Lo preguntas por lo de Alice? La muchacha había esperado una negación rápida, una defensa irritada, pero aquella suavidad en su expresión se coló a través del frágil escudo que había construido alrededor de su corazón. La pesadumbre de aquellas palabras, de hecho, a punto estuvo de hacerlo añicos. Tragó saliva. Asintió. Pasó un buen rato antes de que Henry Hemlock, su padre, volviera a hablar y, durante ese tiempo, el hombre no dejó de mirarla a los ojos en ningún momento. Era evidente que estaba pensando, como si estuviera decidiendo cuál era la mejor manera de continuar. O quizá estuviera decidiendo hasta dónde podía contarle sin hacerle daño. —No —respondió por fin—. Nunca le habría hecho daño a Alice, aunque no sé si ella habría dicho lo mismo de mí. La creí cuando me explicó que había intentado impedir que viajaras para protegerte. —¿Eso te lo contó ella? Un pensamiento rebelde floreció en Etta. «Alice confiaba en él». —Después de que desaparecieras, me quedé con ella. Aquellas palabras fueron como un jarro de agua fría para el corazón de la muchacha, que empezó a latir en su pecho con una mezcla de alivio, gratitud y envidia. —Sus últimas palabras fueron para ti. «No estuvo sola. Alice no murió sola». Etta se llevó una mano a la cara y empezó a respirar con agitación para evitar ponerse a llorar. —No estuvo sola. —No, no lo estuvo —repitió su padre con suavidad—. No tendría que haber pasado por aquello pero, por lo menos… tuvo unos momentos finales de compasión. La muchacha oyó cómo él se retorcía ligeramente en su silla y restregaba los pies sobre la alfombra, pero no se acercó a ella ni la confortó con mentiras. Se limitó a permanecer en silencio, preparado, hasta que el metrónomo del corazón de Etta bajó www.lectulandia.com - Página 77

la velocidad lo suficiente como para que la joven consiguiera encontrar su centro una vez más. —Gracias —consiguió decirle—. Gracias por quedarte con ella hasta el final. El hombre asintió. —Fue un honor para mí. ¿Te ha satisfecho la respuesta? —Sí. Dime, ¿cuál era tu pregunta? —¿Te dio tu madre algún tipo de educación viajera, algún tipo de entrenamiento? El hecho de que siguieras a aquella Ironwood por voluntad propia me hizo pensar que no, pero me extrañaría mucho que tu madre, que siempre va cinco pasos por delante de los demás, no tomara una serie de precauciones para protegerte de esto. Etta apretó los dientes porque el comentario le pareció humillante. La vergüenza que le producía que le recordaran lo poco preparada que estaba para la vida de los viajeros le resultaba familiar, pero sentirla en aquel momento significaba que le importaba lo que pensara aquel hombre. No quería que tuviera un mal concepto de ella. —No supe que podía viajar hasta aquella noche. Su padre se pasó la mano por la incipiente barba y la miró con una expresión tan dulce que la desarmó. Etta se odió a sí misma, aunque solo un poquito, por permitir que la mirada del hombre la traspasara. —Nadie nace sabiendo media docena de idiomas o sintiéndose cómodo en el Imperio romano. Lo cogerás enseguida y aquí somos muchos, incluido yo, los que estamos deseosos de enseñarte cuanto podamos. Etta enarcó las cejas. Aunque no tenía datos científicos, juraría que menos de la mitad de los Espina que había conocido se habían dignado siquiera a mirarla a los ojos. —Hizo lo que tenía que hacer. Me refiero a mi madre. —Hizo lo que le dijeron que hiciera. Se puso de pie. Era alto, pero no imponente. Aunque, cuando caminaba, se apropiaba de cada centímetro de espacio que lo rodeaba. —¿Cómo es que no estás enfadada con ella? ¿Cómo la defiendes, después de todo lo que te ha hecho pasar? Hasta hacía unos pocos días, Etta había tenido varias maneras de responder a preguntas como aquellas. En aquel momento, sin embargo, sintió como si las explicaciones se desmoronaran poco a poco, como si se le escaparan por entre los dedos como la arena caliente de Palmira. —No fue a por ti cuando más la necesitabas. —La cara de su padre estaba tensa —. Dejó que cayeras en una trampa de los Ironwood. «Eso era cierto…». Etta había cuidado de sí misma lo mejor que había podido. Había intentado controlar la situación, sí, pero aquello no cambiaba los hechos.

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—La tiene prisionera —le explicó Etta—. Ella no podía hacer nada. Cyrus Ironwood podría haberla… «Podría haberla matado ya». Henry Hemlock soltó una especie de bufido de impaciencia y ahuyentó con un gesto aquella idea. —Tu madre se liberó de los Ironwood a los pocos días. He recibido varios informes de su huida y de cómo se mantuvo alejada de ti. —¿Está viva? El miedo que la atenazaba desapareció en un suspiro ardiente primero, gélido después, cuando por fin se dio cuenta de lo que significaba lo que acababa de decir su padre. «Estaba viva y no vino a ayudarme». —La perdono por lo que nos hizo. Traicionó la confianza de este grupo al mentirnos y al decir que su familia ya no tenía el astrolabio. Los Espina la querían mucho, cuidaban de ella, y ella nos quitó la llave que necesitábamos para conseguir todo aquello que queríamos lograr. —Volvió a pasarse la mano por la barba—. Tu madre y yo nos conocemos desde que éramos niños. Durante un tiempo, llegué a creer que la conocía mejor de lo que me conocía a mí mismo. No me enorgullece admitirlo, pero no llegué a ver lo desalmada que se había vuelto, lo perdida y equivocada que estaba. Se le da muy bien utilizar a las personas, ya sea a los Espina o a los Ironwood, pero hacer que tú te llevaras la peor parte resulta más que cruel hasta para ella. A Etta no le gustaba lo que estaba oyendo, ni la manera en que aquellas palabras le revolvían el estómago. Quería salir en defensa de su madre, poner en cuestión lo que estaba diciendo su padre, pero cuando buscó entre sus recuerdos, se dio cuenta de que carecía de argumentos para hacerlo. El hombre se acercó a la ventana y miró por ella. —En esta historia hay tantos puntos oscuros que, en ocasiones, me siento abrumado por todo lo que ha sucedido. Las vidas de unos y otros se han convertido en un tapiz de familias y venganzas, de devastación, un tapiz que va tejiéndose a nuestro alrededor, tan apretado que ninguno de nosotros puede escapar de sus nudos. Ni siquiera tú. Debería haber visto las señales, pero quería creer que ella estaba por encima de eso. Quiero que sepas que si hubiera sabido que estaba embarazada cuando se marchó, jamás habría dejado de buscarte. Habría ido hasta los límites del tiempo para protegerte de esto. —Pero ¿de qué estás hablando? La muchacha, con las manos entrelazadas en el regazo, se retorcía los dedos con fuerza. Notaba cómo sus pensamientos se iban hinchando, se aceleraban entre las mentiras y los secretos, interpretando un crescendo que sería el estremecedor punto final. No quería oírlo. Pero tenía que hacerlo. www.lectulandia.com - Página 79

La miró por encima del hombro. —Todo esto… este viaje al que te ha enviado… está basado en engaños y mentiras.

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Ocho En vez de quedarse sentada y hablarle a la espalda de su padre, Etta se puso de pie y se acercó a él. El amanecer avanzaba a cada segundo que pasaba, lo que hacía que la joven se sintiera como si el tiempo, rápido e implacable, la dejase atrás. En el horizonte, el cielo se había vuelto de color violeta y, bajo aquella luz amable, Etta se fijó en lo que faltaba allí: las huellas de los edificios en ruinas y de las calles escondidas por los escombros; las farolas, retorcidas y aplastadas como largas briznas de hierba seca. —Yo… Pero aquella historia no tenía que ver con ella. Todavía no. —No sé qué sabes de los Espina, de nosotros —le dijo el hombre mientras la miraba y entrelazaba las manos a la espalda—. No puedo decir que no tengamos mácula, que no hayamos cometido errores. Muchos de nosotros lo perdimos todo en la guerra contra los Ironwood. La familia, la fortuna, nuestro hogar, la sensación de seguridad e independencia… Pero somos buenos y decentes y queremos hacer algo que cambie la situación. Queremos protegernos. ¿Sabes?, fue a tu madre a quien se le ocurrió el nombre. Salió de una frase que ella acostumbraba a decir, que no podía seguir siendo una rosa sin espinas. Cuando desapareció, a punto estuvo de propiciar que se desmoronaran las esperanzas que teníamos de alcanzar la victoria. Hizo que las murallas de nuestro castillo se convirtieran en cristal y nos dejó expuestos. Un solo golpe y nos habrían roto en pedazos. —Eso lo sé. —Su madre se había infiltrado entre los Ironwood durante un tiempo para evitar que encontraran el astrolabio. Ahora también sabía que había vuelto con los Espina durante un breve lapso de tiempo antes de escapar al futuro embarazada—, pero lo que quiero saber es a qué te refieres con «engaños y mentiras». Es una acusación muy grave. —Soy tan tonto que esto no se lo he contado nunca a nadie —empezó a decir él, en un murmullo. Su tono de reticencia hizo que la joven se acercara a él un paso, como para proteger el secreto que le estaba ofreciendo. —Tu madre me contó que, poco después de que asesinaran a sus padres, fue a visitarla un viajero y le aseguró que si Cyrus Ironwood llegaba a poseer el astrolabio, daría comienzo una guerra dura e interminable que lo destruiría todo, que nos destruiría a todos. Pero no creí lo que decía. Etta soltó una exclamación, sorprendida. Su padre volvió a mirarla y a la muchacha le pareció que estaba analizando su respuesta.

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—Tienes que tener en cuenta que estaba muy muy mal después de la muerte de tus abuelos. Había presenciado cómo los mataban… y solo era una niña. Los ejecutores fueron tan crueles con ellos que te ahorraré los detalles. La muchacha lo miró con más atención. —¿Así que no le diste importancia al asunto? ¿No la creíste porque era una niñita que estaba muy muy mal? Su padre levantó las manos. —Jamás diría algo así a la ligera. Decía de aquel viajero que era tan brillante como el sol, dorado, con la piel inmaculada, igual que su forma. En una ocasión, me contó que, cuando le hablaba, le parecía escuchar sus palabras en la cabeza y que era capaz de inculcarle ideas. Que hasta nuestras sombras le servían para… ¡Sombras! Etta no estaba entendiendo muy bien lo que le contaba su padre e intentaba casar aquella imagen de su madre con la de la mujer cuerda con la que había vivido durante años. Así que… aquello… no era una fantasía, sino… Los pensamientos se le enredaban con las palabras. Alucinaciones y delirios. Si creía lo que le estaba contando su padre, la muerte de sus abuelos había sido tan traumática para Rose que se había quedado tocada, lo que no solo había acabado destruyendo la vida de su madre, sino que también la había arrastrado al abismo a ella. «Todo esto era mentira». Sentía la sangre latiendo con fuerza en su interior, como un pájaro que bate frenéticamente las alas en mitad de un viento huracanado. Una figurita apareció al fondo de sus recuerdos y empezó a avanzar hacia ella, dudando, retorciéndose con los deditos la punta de sus cabellos de oro. Callada, como siempre, para no molestar. Perfecta, como siempre, para no decepcionar. Observando con cuidado las meticulosas pinceladas que daba su madre en el lienzo, pero desde la puerta de su habitación. Se preguntaba si la razón de que su madre apenas hablara con ella era que su idioma era el del color y la forma, mientras que el de Etta era el del sonido y la vibración. Henry acercó una mano hacia las de su hija, pero la retiró al ver que Etta se encogía. Después de un rato, continuó: —Cuando aún era niña, su abuelo le ayudó a dejar a un lado aquellas ideas, pero años más tarde, después de que se uniera a mí para intentar restablecer la línea temporal original, tuvo un sueño acerca de aquel encuentro con el «hombre dorado», como ella lo llamaba. La fijación reapareció. La persona vivaz y feroz que yo conocía se marchitó y, en su lugar, creció una mujer paranoica, errática. Podía pasarse días sin dormir, desaparecía durante semanas, pero volvía más sensata, más equilibrada… aunque lo único que hacía era guardar cada vez más secretos. Le ofrecí ayuda, pero tu

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madre no creía necesitarla, ni siquiera cuando sus delirios empeoraron y empezó a decir que había gente en la oscuridad, gente que la observaba. Cada una de aquellas palabras iba tirando de una de las hebras que componían a la muchacha, deshaciéndola. —Debería haberme opuesto cuando me dijo que iba a infiltrarse entre los Ironwood para espiarlos, pero hacer que desistiera de una idea cuando se le había metido en la cabeza era como intentar doblar el acero con las manos. Y en ese momento desapareció y, durante años, temí… tenía claro que… que habría acabado con su propia vida. Su madre nunca se habría rendido. Así era, de hecho, como había tirado la vida por la borda. —¿Estás bien? —le preguntó su padre con el ceño fruncido. «¿Cómo quieres que esté bien?», se preguntó. —Entonces, ¿por qué lo escondió, en vez de destruirlo sin más? Esa es la única manera de evitar que caiga en manos de los Ironwood, ¿no es cierto? —Esa es una lucha con la que llevamos años, un debate del que no conseguimos salir. —Su padre se agachó, abrió una cartera que tenía a los pies y sacó de ella un diario de cuero negro—. Esto lo conseguimos hace casi veinte años, cuando tu bisabuelo Linden murió. Es uno de los diarios de uno de sus antepasados, uno de los cronistas más antiguos que hay, que se dedicaba a recopilar información de viejos diarios de viajeros para dar con cambios en la línea temporal. A tenor de lo que decía el que también es tu antepasado, tu madre creía que destruir el astrolabio anularía todos los cambios y alteraciones que hubiera sufrido la línea temporal original. —Con lo que se conseguiría lo mismo que tu grupo y tú perseguís, ¿no?, volver a la línea temporal que había en un principio. —Sí, pero el precio a pagar sería muy alto —respondió el hombre mientras dejaba el diario en el escritorio—. ¿Sabías que si un viajero muere sin estar en su época natural y hay algún pasadizo cerca, este queda destruido? La muchacha asintió. —Imagina lo que sería perder lo único con lo que podrían abrirse pasadizos en caso de que alguien quedara atrapado. Ese alguien tendría que esperar años o incluso décadas en una época hostil, separado de su familia. Antes había miles de pasadizos y, ahora, solo quedan unos cientos. Muchos creen que, como mueren más viajeros de los que nacen, nuestra forma de vida desaparecerá cuando el último de los pasadizos se cierre. —Pero tú no. —No, yo no lo creo. Yo sé que no todos los viajeros usan los pasadizos para sus fines personales, como hace Cyrus Ironwood. Muchos de ellos los quieren, simplemente, para visitar a familiares y amigos que no pueden viajar o para hacer estudios e investigaciones. Tu madre pensaba igual que yo, porque no quería arriesgarse a perder a la familia que tenía en otros siglos. Sin embargo, www.lectulandia.com - Página 83

acontecimientos recientes me han demostrado que es imperativo destruirlo… si queremos restaurar la línea temporal tal y como debería haber sido. Etta había estado sintiendo un zumbido de energía estática en los oídos que por fin estalló, lo que impidió que oyera las últimas palabras de su padre. Parte de ella se rebelaba contra lo que estaba contándole. No quería aquella información, no quería saber todo aquello. No quería unir los puntos. —No tiene sentido. Nada de lo que dices lo tiene. —No le gustaba la desesperación que teñía su tono de voz al recurrir a la lógica para proteger su corazón —. Mi madre quería que lo destruyera. Me lo dijo ella misma. Aquella historia no tenía ni pies ni cabeza… a menos que Henry estuviera mintiendo al decir que quería destruir el astrolabio, o al describir lo que supondría destruirlo, pero, claro, en ese caso, ¿a qué venía todo aquello? ¡Todo lo contrario!, estaría intentando convencerla de todos los motivos para que el artefacto siguiera existiendo y explicándole las buenas obras que se proponían hacer con él. La cuestión era que no le saltaba ninguna de sus habituales alarmas. Como mucho, notaba que el hombre tenía voz de cansancio, de enfado, pero lo cierto era que su mirada y sus palabras parecían de lo más sinceras. Creía lo que le estaba contando. —Siendo así, tendría que haber vuelto con nosotros en cuanto hubiera podido, pero no lo hizo —comentó su padre—. Al contrario, trazó un plan para obligarte a que hicieras el trabajo por ella. Puso en peligro tu vida a cada paso del camino y, lo que es peor, de alguna forma consiguió mantenerte en la más absoluta ignorancia. Porque… por Dios, porque necesitaba que los acontecimientos fueran tal y como requería este destino especial… Sabía que, antes o después, Cyrus Ironwood se enteraría de tu existencia e intentaría utilizarte, valerse de ti… ¡y lo permitió! Etta se apoyó con fuerza en el escritorio y utilizó la última defensa que le quedaba: —Lo hizo para salvar mi futuro. —El futuro de Cyrus Ironwood —la corrigió él con gentileza—. Veo que te esfuerzas por encontrarle la lógica a algo que no la tiene. En vez de destruir el astrolabio, dio forma a este juego para justificar, o para reforzar, lo que cree que vio cuando era niña. Es la única explicación para esta locura. —Porque, claro, si hubiera querido salvar mi futuro, me habría dicho que protegiera el astrolabio, no que lo destruyera. Su madre habría permitido que fuera ella quien destruyera su propio futuro, mientras mentía diciendo que esa era la única manera de protegerlo. Sentía tal dolor que se quedó sin aire. Ya cuando era pequeña, Etta había entendido que la soledad tenía su propio sonido, un gemido agudo de energía estática que permeaba el silencio. A veces, se sentaba en la puerta de su habitación y observaba a su madre pintando en la sala, callada, encantadora. Fría y aguda. Etta contaba los «guis, guis» de las pinceladas. Permanecía en silencio y se preguntaba: «¿Me verá?». www.lectulandia.com - Página 84

Le dedicaba un concierto tras otro a la butaca vacía que había junto a la de Alice. Se preguntaba: «¿Me oirá?». De niña, cuando se iba a dormir por la noche, Etta dejaba las mantas a los pies de la cama y la luz encendida hasta que oía el chirrido de la puerta de la habitación de su madre cuando esta la cerraba. Entonces, le lloraba a la almohada: «¿Le importaré?». Etta siempre había sido callada y decidida, siempre había tenido un don, y era cariñosa, paciente y positiva, a pesar de la insoportable soledad que sentía en su propio hogar. Ahora, en cambio, no podía ni respirar. No era capaz de oír a Alice, no conseguía encontrar la manera de recuperar los recuerdos de su maestra… porque entonces se vería obligada a admitir, a aceptar, que la única persona que se había preocupado por ella en todos los aspectos estaba muerta. Se vería obligada a ver su vida, no como una semilla que florece después de años de trabajo, sino como una orquídea que su madre había regado y podado solo lo necesario para que sobreviviera. —No es verdad —dijo la muchacha. Su padre se limitó a observarla mientras se acariciaba el mentón y la mandíbula. Daba la sensación de que quería contarle algo más, algo que quizá fuera incluso peor, pero se contuvo. —No es verdad —repitió entre susurros. Cuando se dio cuenta de que estaba llorando, ya era demasiado tarde para evitarlo. —No sé… —empezó a decir su padre mientras bajaba los brazos. Cerró las manos con fuerza. Estaba tenso—. Por favor, es que no sé… no sé cómo reconfortarte. —Era evidente que lo estaba pasando mal—. No sé cómo reconfortarte… Ni aprender eso me permitió. Etta sintió como si se disolviera en su propio dolor y se puso una mano en la garganta para intentar detener los sollozos. Cuánta crueldad. Cuánta maldad. Cuánto había tenido que odiarla su madre para haberla empujado a destruir su propia vida. —Por lo que parece, nada en ella era real, excepto su indiferencia. —Ay, Etta… Etta… El hombre sacudió la cabeza y la contención que había demostrado hasta entonces desapareció. Etta estaba temblando, pero se conmovió al notar la calidez de las manos de Henry cuando este las apoyó en las suyas. —Etta, eres querida, lo eres todo para mí, ¿no te das cuenta? ¡Por Dios, me rompe el corazón verte así! Dime, ¿qué puedo hacer? El enfado de Henry Hemlock era real, palpable, e iba cobrando fuerza con cada palabra, hasta que la muchacha no tuvo claro quién iba a explotar primero, si él o ella. Aunque no entendía por qué, se sentía agradecida de que su padre estuviera allí, de que se mostrara tan furioso, porque le parecía que aquel enfado reflejaba el suyo propio, como si lo alimentase. Daba fuerza a todas sus dudas. Hacía que todas aquellas noches que se había quedado dormida cansada de tanto llorar, preguntándose www.lectulandia.com - Página 85

si aquella sería la noche en la que su madre la oiría o si el silencio se la tragaría una vez más, cobrasen valor. Etta no era estúpida, pero como muy bien había dicho su padre, era el amor lo que la había cegado, el amor que sentía por su madre y la inútil persecución del amor de su madre. En cierta manera, lo peor de todo no era que su madre la hubiera utilizado, sino los daños colaterales que había provocado su plan. «Nicholas». ¿Qué diría él de esto? ¿La odiaría cuando se enterase de que habían sido los Linden, no los Ironwood los que, a la postre, le habían causado tanto daño? Etta no podía dejar de temblar e intentó ocultarlo yendo al otro lado del escritorio, tomando aire a bocanadas y borrándose las lágrimas de la cara hasta que, por fin, consiguió encontrar cierta corriente calmada en su interior y se sumergió en ella. —¿Podrías explicarme qué está pasando? Necesito entender lo que ha sucedido de verdad. Lo último que sé es que los tuyos casi me matan y que Ni… —dijo, pero se interrumpió de golpe, porque lo que sentía por Nicholas era algo que todavía no quería compartir, al menos, con alguien que seguía siendo un completo extraño. —¿Te refieres a tu… compañero? —le preguntó él con amabilidad, consciente de los sentimientos que debían de existir entre ambos. —Socio. La cuestión es que dos de los tuyos nos robaron el astrolabio y escaparon con él. Lo siguiente que recuerdo es que despertaba en otro desierto, en otro siglo. Pero, claro, si vosotros no tenéis el astrolabio, ¿dónde están esos dos?, ¿qué les ha sucedido? Henry suspiró. —Les oculté a los demás tu identidad y mi interés en ti… y no sabes cuánto me arrepiento. En cuanto al resto, y aunque sé que tienes que estar agotada, dime, ¿darías un paseo conmigo por la calle? Es más fácil enseñártelo.

Winifred, que parecía haber estado escuchando detrás de la puerta, le tendió un par de zapatos a Etta en cuanto salieron del despacho. Al ver que Henry aparecía a su lado, con un abrigo ligero sobre la chaqueta, la anciana desapareció en las sombras del pasillo como un espectro, que es lo que era. —¿No tienes abrigo? —Al parecer, la encantadora Winifred no ha considerado que lo necesite. Uno de los guardias se llevó el puño a la boca y fingió una tos para esconder su risa, a lo que el otro respondió pegándole un golpe en el pecho. Henry Hemlock se mostró sorprendido: —Tu madre también la llamaba así. —¿Mi madre conoció a esa mujer y sobrevivieron ambas? Su padre esgrimió una sonrisa de medio lado con la que consiguió que la Etta más dura, la más insegura y también destemplada, se relajara. www.lectulandia.com - Página 86

—Sobrevivieron, sí, pero no sin rasguños. —Siempre me he preguntado cómo se hizo la cicatriz de la barbilla —soltó la muchacha, aunque intentando a toda costa que no pareciera un comentario jocoso. —Me temo que eso fue culpa mía. Cuando éramos jóvenes, practicábamos esgrima y lo hacíamos con gran fervor. Esa de la que hablas no es sino una cicatriz más de su extensa colección, pero me la devolvió. —El hombre se señaló una cicatriz fina y pálida que tenía sobre la ceja izquierda—. Con esto quedó zanjado el asunto. Etta intentó no sonreír. Sangre por sangre, muy típico de Rose Linden. Olvidó aquel pensamiento, sin embargo, cuando su padre le puso su sobretodo por encima de los hombros. —¿Te vale con esto? Aquí los octubres son suaves. Es probable que no haga mucho frío… Fue la mirada nerviosa de él lo que hizo que la joven no se quitara el abrigo, que incluso lo agarrara con fuerza. —Gracias. —Jenkins, vamos a dar un paseo por la calle —le comunicó Henry al guardia que se había reído. El hombre hizo una breve inclinación de cabeza y, cuando Etta y su padre empezaron a recorrer el pasillo, los dos guardias los siguieron de cerca. La muchacha se giró, confundida, pero volvió a concentrarse en mirar hacia delante cuando su padre le ofreció el brazo. En vez de bajar por la gran escalera, la llevó por otra más pequeña, tan sencilla que Etta dio por hecho que era la que utilizaba el servicio. Bajaron dos pisos y llegaron a un recibidor enorme en el que resonaron sus pasos. De la pared colgaba el retrato de una joven muy hermosa, con el porte de una reina, que lucía diamantes y un vestido de terciopelo. Vigilaba las idas y venidas de aquel vestíbulo, iluminado por un enorme candelabro de cristal que, por alguna razón, y a excepción de alguna que otra de sus lágrimas en forma de pluma, había sobrevivido al terremoto. Jenkins se quedó a un lado, junto a la enorme puerta de entrada, y enseguida se les unieron otros dos Espina. Los cuatro tenían una estatura similar y el pelo oscuro pero con canas, unos más que otros. Etta se detuvo unos instantes para observar el retrato. Mientras lo hacía, se frotó el hombro, que tenía dolorido. —¿Le duele, señorita Hemlock? ¿Quiere tomar algo para el dolor? —le preguntó Jenkins. —¿Eh? Oh, no, gracias. Bajó la mano. Le dolía, sí, pero no tenía claro que quisiera estar bajo la influencia de los medicamentos. Quería estar tan concentrada como le fuera posible. —Ah, y, por cierto, me apellido Spencer, no Hemlock.

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—Eres una Hemlock de pies a cabeza —le soltó su padre con una risita—. Sufriendo en silencio debido a ese orgullo indomable. Sí, Jenkins, dale algo para el dolor. —No sé de qué me suena —comentó el guardia mientras guiñaba un ojo. La familiaridad de aquel gesto, como si compartieran un chiste privado, la sorprendió de nuevo. Su padre volvió a ofrecerle el brazo, pero Etta pasó de largo, preocupada aún por aquellas siete palabras: «Eres una Hemlock de pies a cabeza». Sería muy sencillo, ¿verdad? Aceptarlo, entregarse a la tranquilidad que proporcionaba vivir con aquellas comodidades, en un lugar como aquel. El guardia sacó dos grageas blancas de un pastillero de plata que llevaba en el abrigo. —Es aspirina —le aseguró, acompañando las palabras con una sonrisita. —Estoy bien, de verdad —respondió la joven mientras intentaba que no se le notara el cansancio en la voz—. Gracias. Henry pareció dispuesto a insistir, pero Etta tuvo la sensación de que cambiaba de idea al fijarse en su rostro, sin duda rojo e hinchado después de llorar con amargura. —¿Nos vamos, caballeros? Visto al lado de los guardias, el parecido de Henry Hemlock con ellos era increíble, hasta el punto de que Etta se preguntó si serían familia; si serían todos Hemlock. En cualquier caso, si eran seguridad, ¿serían también señuelos? El pensamiento se abrió camino por su cabeza como una lanza. Los cuatro hombres, incluido Jenkins, los rodearon a ella y a su padre, resguardándolos por todos lados, antes incluso de que salieran a la calle. Etta creía que se apartarían un poco, que romperían aquel escudo humano una vez salieran a la fresca noche, pero no fue el caso, ni siquiera cuando empezaron a caminar por aquella calle empinada. Sus movimientos tenían la precisión de los que se llevan a cabo en las maniobras militares y se preguntó de qué protegerían a su padre con tanto celo. Aunque ya lo sabía. «De los Ironwood». Aquel hombre, igual que su madre, era enemigo jurado de Cyrus Ironwood y llevaba décadas luchando por socavar su poder. Llegaron a una curva de la calle y se detuvieron en seco. Fue entonces cuando Henry Hemlock hizo un sencillo gesto con las manos para que los escoltas se apartaran de ellos. Los hombres obedecieron sin rechistar, arrastrando los pies. —Y, ahora, dime lo que ves —le pidió su padre, concentrado en ella una vez más. Etta se sorprendió observándolo otra vez y se fijó de nuevo en aquel puente de la nariz tan torcido, en la horrible cicatriz que tenía justo debajo de la oreja izquierda, como si alguien hubiera intentado cortársela. El hombre había intentado domar su

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pelo con el sombrero, pero ya se le estaba rebelando otra vez, rizándosele por efecto de la humedad del aire. La muchacha se giró para ver las colinas y calles que se extendían ante ella y detuvo la mirada en la bahía. —Pues, veo… sufrimiento. Grupos de casas. Edificios en ruinas. Los daños, lo que los libros de historia describían con pinceladas gruesas y catastróficas, eran terribles, pero no totales. Daban miedo, pero no resultaban aterradores. —Lo que ves es una ciudad que ha recibido un golpe muy duro con el terremoto, pero que no ha sufrido incendios, que fueron los que, en realidad, causaron la mayor cantidad de daños y muertes en la línea temporal que conoces. —El hombre se metió las manos en los bolsillos—. Pero si hubieras llegado aquí, a este momento, en la línea temporal de Cyrus Ironwood, no habría quedado casi nada que ver. La ciudad sufrió una devastación muchísimo mayor debido a un pequeño cambio que desembocó en uno mucho mayor. «Esta no es la línea temporal de Cyrus Ironwood». Etta se giró como una exhalación hacia su padre. —¿Qué cambio? —Cuando Cyrus Ironwood perseguía sus intereses o, digamos mejor, los intereses de su familia en el ancestral territorio que tenían en las Américas, alteró el resultado de la guerra ruso-japonesa. ¿Has oído hablar de ella? Etta negó con la cabeza. —No… Espera, fue antes de la Primera Guerra Mundial, ¿verdad? ¿Te refieres a esa? Una disputa por las tierras, ¿no? —Por intereses contrarios en Manchuria y Corea. Cuando quedó claro que los rusos habían sido derrotados y empezaron los disturbios en el país, Cyrus Ironwood convenció a Theodore Roosevelt para que mediara en las conversaciones de paz en vez de dejar que la guerra siguiera unos meses más, como sucedía en la línea temporal original. La contienda bélica se cobró muchas más vidas de rusos y japoneses, pero tuvo como consecuencia amplias reformas en Rusia, lo que les salvó la vida a millones de rusos en la Primera Guerra Mundial. Eso… eso era imposible. «Como viajar en el tiempo». Y allí estaba ella, en una versión alternativa de la historia con la que había crecido. Una suave brisa le levantó unos mechones de pelo, lo que la obligó a recolocárselos. En vez de humo y polvo, el aire traía consigo el olor salado del mar, el aliento metálico de los tubos de escape y los sencillos y malos olores de la humanidad. —¿Y qué tiene eso que ver con el terremoto de San Francisco? El hombre se volvió para mirarla más directamente.

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—Eso es lo que quiero que comprendas, Etta. Me compadezco de ti, porque sé que tu futuro no es ya como lo recuerdas. Conozco el dolor que se siente al ver que tu vida, tus amigos, tus sueños… desaparecen. Todos hemos tenido que aceptar que es con el tiempo, únicamente, con quien debemos ser leales. Es nuestra herencia, nuestra nación, nuestra historia. Pero el futuro que tú conoces está lleno de luchas y también de guerras. No tiene nada que ver con el mundo pacífico que existía antes de que Cyrus Ironwood decidiera rehacerlo. Etta se dio cuenta de que estaba tan de luto por Alice como por sus sueños de convertirse en concertista de violín. Poco a poco, había llegado a la conclusión de que había algo más para ella en la vida y que podía seguir tocando sin necesidad de que el público y el éxito ratificaran lo bien que lo hacía; sin embargo, la idea de que el futuro le resultase completamente desconocido le resultaba bastante abrumadora. —Cada cambio que hacemos, grande o pequeño, crea una onda que altera otros sucesos de una manera que no podemos predecir y que casi nunca podemos controlar. Una guerra en Rusia extiende sus zarcillos a lo largo de los años, toca vidas de individuos y los lleva a diferentes sitios, altera las decisiones que toman, hasta que un hombre, Dennis T. Sullivan, el jefe de bomberos de la ciudad de San Francisco, está en el sitio equivocado justo cuando el terremoto golpea la ciudad y muere a causa de las heridas que sufre, lo que hace que sean bomberos inexpertos los que tienen que crear cortafuegos con dinamita. Una mujer se despierta unas pocas horas antes de lo habitual y decide hacerle el desayuno a su familia, lo que ocasiona uno de los incendios más devastadores del siglo. —Así que… ¿estamos…? —Etta intentó ordenar sus pensamientos antes de preguntar—. Ahora mismo, ¿estamos en la línea temporal original? ¿Consiguieron cambiarla los que se llevaron el astrolabio? Henry Hemlock asintió. Con aquella variación, se alteraba también la vida que había conocido. —Hemos estado trabajando en identificar ejes de la historia, momentos, personas y decisiones que tuvieron gran impacto en las ondas de las que te he hablado. Nos ha servido para validar nuestra teoría de que la guerra ruso-japonesa es uno de ellos y para ser conscientes de que altera el futuro a partir de 1905. Cyrus Ironwood siempre se ha concentrado en los siglos XIX y XX y, gracias a Dios, la mayoría de sus cambios anteriores fueron poca cosa. En los siglos precedentes, no había suficiente riqueza en juego como para que le interesara mucho tocar esa parte de la historia. —Pero, por desgracia… —empezó a decir la joven, que había detectado la ansiedad que se escondía en las palabras de su padre. Este sonrió sin entusiasmo. —Por desgracia, nos han llegado informes según los cuales ha enviado a los suyos para que alteren acontecimientos del pasado. Si no actuamos con presteza, perderemos esta ventaja. —Te refieres a actuar con presteza para destruir el astrolabio. www.lectulandia.com - Página 90

—A los Espina que te lo quitaron los siguieron de inmediato los Ironwood. Según la nota que recibimos, uno de los dos murió. El superviviente está escondido en Rusia y aún tiene el astrolabio. Está esperando a que vayamos a rescatarlo. Esta noche he de informar a los demás de que la única manera de seguir adelante es destruyendo el astrolabio. Revertir la línea temporal y dejarla tal y como debería haber sido. No podemos permitir que el astrolabio siga provocando alteraciones. Si Cyrus Ironwood lo poseyera, abriría nuevos pasadizos y provocaría graves cambios en la humanidad. Le da igual cuánta gente muera o sufra, siempre que su linaje y él sobrevivan. Quiere más, más, más… y a lo largo de todos estos años ha dejado claro que nunca tendrá suficiente. Hasta que salvara de la muerte a su amada primera esposa. Hasta que lo tuviera todo. Etta se arrebujó en el sobretodo de su padre y la calidez que sintió le transmitió también seguridad. «Tal y como debería haber sido». El hombre no dejaba de usar aquella expresión. —Entonces, ¿crees en el destino? ¿En que algo tiene que existir por el mero hecho de haber existido anteriormente? —Creo en la humanidad, en la paz, en el orden natural. Creo que la única manera de equilibrar el poder con el que hemos nacido es sacrificarse. Aceptar que no podemos poseer ni las cosas ni a las personas que no nos estaban destinadas, que no podemos controlar el resultado de todo, que no podemos engañar a la muerte. De lo contrario, esta vida no tiene sentido. —Hay otra cosa que no entiendo. Si mi futuro ha cambiado, si mi vida ha dejado de ser lo que era, ¿no se supone que se me debería haber impedido volver? ¿No habría invalidado eso que encontrara el astrolabio y que lo perdiera? Su padre le respondió sin tapujos, con paciencia. Etta le estaba tan agradecida que le daban ganas de sonreír. —A nosotros no nos afectan las leyes naturales del tiempo, que es por lo que recuerdas tu vida pasada aunque ya no exista. Pero, en cierta manera, el tiempo tiene su propia sensibilidad y desprecia las inconsistencias. Para evitarlas, mantiene o restablece tantas de nuestras acciones como puede, a pesar de que haya habido un gran cambio. Así que, en tu futuro, sigues viajando justo en el momento en que lo hiciste, solo que quizá no lo hagas durante un concierto; puede que solo estés visitando un museo. «Y es posible que Alice siga viva», le susurró su mente. Aquella dulce chispa de esperanza la encendió de pies a cabeza. Había que destruir el astrolabio. Ya no le cabía la menor duda. Ninguna persona debería tener tantísimo poder y no le importaba sacrificar su futuro si, de esa manera, podía contener los daños que estuvieran por venir. Le gustaba lo que había dicho su padre, lo de que no solo pensaban en sí mismos, sino que eran conscientes de que sus www.lectulandia.com - Página 91

acciones afectarían a las verdaderas víctimas de las intromisiones e interferencias de los Ironwood, las personas normales y corrientes que estaban a merced de sus deseos y caprichos. Su tiempo, el futuro en el que había crecido, era como era gracias a un alto costo en vidas, gracias a innumerables daños, sufridos no solo por los viajeros, sino por el mundo entero. Que los Espina quisieran revertir la línea temporal a su estado original hizo que Etta se replanteara algo que había pensado hasta el momento, que los viajeros podían causar cambios positivos pero decidían no hacerlo. Podría ser un retorno a un centro moral, un nuevo comienzo durante el que establecer reglas más sólidas a las que podrían adherirse todos los viajeros. Tenía que acabar lo que había empezado, y pronto. «Pero… Nicholas…». Nicholas, que estaba esperándola, que aparecía en su memoria como el amanecer de color lavanda que tenían delante su padre y a ella en aquel mismo instante. Dejó que aquel pensamiento, luminoso y bello, la llenara poco a poco. «Puedo ahorrarle esto. Nunca debería haberse visto involucrado en este lío». Si conseguía mantenerlo a salvo hasta que destruyeran el astrolabio, tal vez después pudiera arreglar el caos en que su familia, los Linden, había sumido la vida del muchacho. —¿Puedo acompañarte… a Rusia? El viento los envolvió a ambos. Tironeó del sobretodo de ella y la despeinó, como si intentara empujarla a que siguiera aquel camino. Su padre la miraba como si no pudiera creérselo. —¿Lo preguntas en serio? Si necesitas más tiempo para descansar… —No, lo que quiero es ser testigo de lo que sucede. Y ni se te ocurra venirme con eso de que no me llevarás contigo «por mi propio bien». —¡No lo haría jamás! Etta tardó unos instantes en darse cuenta de que el tono de aquellas últimas palabras era de orgullo. De pronto, ansió escucharlo de nuevo. —Volvamos. Una vez más, los guardias volvieron a dar forma al escudo defensivo alrededor de ellos y caminaron a su lado, en silencio, haciéndoles compañía, hasta la magnífica casa que observaba desde lo alto la ciudad a la que el tiempo había perdonado. Dentro, Etta se dirigió a la escalera, pero su padre le dio un empujoncito hacia la izquierda, en dirección a lo que parecía un enorme salón comedor de aspecto muy formal. Ya no salía de él música de piano, pero se oían las voces vigorosas y los pasos ajetreados de varias personas. Resultó que estaban recogiendo. Varios de ellos atacaban aún la comida y la bebida que había en la mesa. Otros recogían el desorden o enrollaban los sacos de dormir y las mantas que tenían a los pies. La mayoría de ellos llenaban las mochilas y los petates, contaban sus provisiones o las intercambiaban con otros. www.lectulandia.com - Página 92

Aunque muchos de ellos vestían según el severo estilo de la época, también los había vestidos con sedas de colores, vaporosos vestidos de baile o imponentes uniformes militares. En un rincón, las mujeres se arreglaban el pelo unas a otras y, de vez en cuando, trataban de detener a los niños —no había muchos— que corrían por entre las piernas de los adultos. Las risas infantiles le tocaron a Etta la fibra sensible y resonaron en su corazón exhausto. Aquel era un espacio de transición, donde el amanecer se encontraba con la noche y el pasado con el presente. Aquella gente se había reunido allí para organizar su labor a escondidas. Es más, aquel lugar era un sitio especial, secreto, que tenía su propia luz, su propia calidez, a pesar de que el fuego de la chimenea estuviera en ascuas y las velas apagadas. Etta intentó dar un paso atrás, pero su padre la empujó hacia delante. Henry Hemlock no tuvo que decir una sola palabra para que el silencio cayera como un telón. Hasta los niños se volvieron a mirarlo, con los ojos como platos y sonrisas nerviosas en las que sus dientecitos relucían como perlas. Uno de ellos adelantó la palma de la mano, lo que provocó que su madre se sintiera avergonzada. A su lado, Henry, su padre, buscó en los bolsillos y frunció el ceño, como si le estuviera costando mucho encontrar lo que buscaba entre todos los objetos imaginarios que allí escondía. Por fin, sacó un caramelo y el niño se lo arrebató y salió corriendo a esconderse tras las faldas de su madre, al tiempo que soltaba una risita pilla. Pero ni siquiera eso hizo que los demás dejaran de mirar a Etta. El miedo se le agarró al pecho e hizo que se sintiera de nuevo como aquella niña que por primera vez tocaba el violín bajo las brillantes luces del escenario. «Ya no soy aquella niña». No después de todo por lo que había tenido que pasar. —Las similitudes acaban con la cara y el pelo —consiguió decir la muchacha mientras se los señalaba con la mano. Durante unos instantes, las expresiones de hostilidad se convirtieron en confusión. Entonces empezó a reírse la madre del niño que le había pedido el caramelo a Henry Hemlock. Aquel sonido relajó a los que la rodeaban, que también empezaron a reír o a hacer bromas. E, igual que los cambios de la línea temporal de los que le había hablado su padre, la risa se convirtió en una onda que acabó sumergiendo a todos los de la habitación. —Esta noche tenemos mucho de lo que hablar acerca del camino que vamos a tomar —les comentó Henry a la vez que le ponía una mano en el hombro a su hija—, pero, primero, dejadme que os presente a mi hija, Etta. —¡Bueno, otra Hemlock que sumar a nuestras filas! —gritó un hombre desde atrás. Su exclamación cortó como un cuchillo el silencioso murmullo de sorpresa—. ¡Ya era hora de que volviéramos a ser más que los Jacaranda! ¡Felicidades, muchacho! ¡Y bienvenida, muñeca! www.lectulandia.com - Página 93

Henry Hemlock hizo un gesto de impaciencia, pero acompañó el gesto con una sonrisa de orgullo tan grande que no le cabía en la cara. Una vez la sorpresa desapareció, quedaron solo los silbidos y gritos que aturdieron a Etta. Las mujeres se acercaron a ella como una ola y la rodearon, la cogieron de la mano, le tocaron el hombro por debajo del sobretodo de su padre, donde se veía el vendaje. Se hablaban tan rápido unas a otras que la muchacha era incapaz de entender lo que decían. —… mantenerlo así y… —… me preguntaba adónde había ido y qué… —… no tienes cara de… Pero había una voz fría que parecía ir ascendiendo sin esfuerzo por encima de las demás. Winifred apareció por detrás de las mujeres y le puso la mano en el hombro a su sobrino. Henry les dio la espalda a los hombres, que se daban palmadas o se estrechaban la mano una y otra vez. —Esa criatura con la que insistes en trabajar te ha traído noticias. ¿Quieres que le diga que espere? El hombre enarcó una ceja, interesado. —No, no, que llevo esperando su informe varios días. ¿Está en el vestíbulo? Las mujeres sumergían cada vez más a Etta entre los Espina, que estaban ansiosos por absorberla y acribillarla con preguntas lanzadas al aire. La joven se volvió en busca del pelo oscuro de su padre y vio que, en ese mismo instante, el hombre salía por la puerta, camino del vestíbulo. Como la luz de la mañana ya empezaba a entrar por las altas ventanas de la casa, Etta consiguió ver la pequeña figura que estaba esperando en la entrada. Julian también estaba allí, parloteando junto a ella. Le dio a la muchachita un puñetazo de broma en el hombro y, fuera quien fuera ella, se lo devolvió con tal fuerza en el pecho que hizo trastabillar al joven y le cortó la risa. Mientras Henry Hemlock se acercaba a ellos, la muchachita empujó a Julian a un lado, se irguió y se colocó por encima del hombro la larga trenza que llevaba. Vestía una túnica abotonada hasta el cuello, de color azul lavanda y anchas mangas bordadas con un intricado patrón. Cuando Henry empezó a hablarle, escondió las manos en las mangas. Los anchos pantalones a juego que llevaba brillaban cada vez que daba un paso hacia la escalera. Antes de ascender el primero de los escalones, la chica miró hacia el salón comedor y vio a Etta. Acto seguido, abrió la boca, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Etta se preguntaba qué es lo que querría su padre de aquella muchachita. Julian estaba al lado de la puerta del salón comedor y no sabía qué hacer. Se quedó mirando con atención a los Espina, hasta que uno de los guardias, Jenkins, le pidió que se fuera. Por lo visto, los únicos que no eran bienvenidos allí eran los Ironwood.

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Etta se volvió hacia los hombres y mujeres que la rodeaban y, por una vez, se olvidó de las preguntas, de las dudas que la habían perseguido de un siglo a otro. Siguió dando abrazos y estrechando manos hasta que aquella euforia y aquel júbilo la aliviaron. Una familia. «Tal y como debería haber sido. Así es como debería haber sido desde el principio». Pero había un rostro que no se le iba de la cabeza, el de Nicholas. Nicholas, que estaba solo, en un desierto cegador donde el aire soplaba como recién salido de un brasero. «Ya voy —pensó—. Aguanta, que pienso encontrarte». Pero todavía no.

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Praga 1430

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Nueve Julian le había dicho en una ocasión algo que Nicholas recordó en ese momento, mientras respiraba aquella niebla fría: «Todas las ciudades tienen celos de París, pero Praga es la envidia de París». Desde la alcoba del edificio en el que los había dejado el pasadizo, Nicholas solo había visto el ajetreado mercado de la plaza que tenían delante. A medida que el tiempo cambiaba y la noche empezaba a acercarse a hurtadillas, los puestos fueron vaciándose. Las pisadas y las ruedas de los carros resonaban en los adoquines mientras todo tipo de personas, vestidas con todo tipo de sencillos y coloridos trajes, huían de la lluvia entre risas y gritos de sorpresa. Aunque había albergado la esperanza de que sus pantalones bombachos y las mangas de su camisa no llamasen mucho la atención en aquella época, Nicholas se quedó consternado al darse cuenta de que no iba a ser así, a menos que quisiera hacerse pasar por un campesino y se rasgase la ropa. Los hombres de aquella época vestían jubones de esos que los hacían parecer palomos que iban de un lado para el otro con el pecho hinchado. O, en el caso de las telas más claras, enormes huevos con brazos y piernas. Se giró hacia Sophia y vio que la joven se había quitado la chaqueta, que se había sacado por fuera de los pantalones la camisa y que se había atado el cinturón por encima de ambos, con lo que parecía vestir algo muy similar a una túnica. Puede que no fuera la vestimenta exacta para aquella época, pero quizá diera el pego. Al menos, ninguno de los dos se había tenido que rasgar las calzas, aunque aquello no fuera un gran premio de consolación. A pesar de que se sentía menos consciente del color de su piel que en otras épocas por las que habían pasado para llegar a Praga, a Nicholas lo asaltó de repente la duda de si los habitantes de aquella época lo tomarían por un mercader moro o turco. Era una bendición, por lo tanto, que, durante al menos un tiempo, tuvieran las oscuras y mojadas calles para ellos solos. Debían aprovechar al máximo aquel tiempo. Claro que eso era lo que pensaba antes de salir de su refugio y analizar la situación sobre el terreno. Fue en ese momento cuando entendió lo que había querido decir Julian. En vez de ponerse a caminar, Nicholas se detuvo de golpe, como si algo se rebelara contra él en su interior. La lluvia le resbaló por la cara y lo empapó cuando levantó la mirada para admirar las torres gemelas de la iglesia gótica que tenían delante. A su alrededor, las dulces fachadas de los edificios se alzaban hasta las nubes bajas y, en aquella luz extraña, relucían los ángulos precisos de gabletes y pináculos. A primera vista, el

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diseño de las casas le había parecido simplista pero, ahora, estaba maravillado porque la ciudad había empezado a desafiarlo, porque se negaba a que la absorbiera con una sola mirada. Las calles y callejuelas que salían del mercado se perdían entre las sombras e invitaban a los misterios. El sitio tenía un aire de irrealidad, como si alguien hubiera decidido reproducir un sueño con piedra y madera. Sophia le dio una colleja, lo que lo sacó de aquel ensimismamiento. —¡Tenemos que darnos prisa! ¡No podemos demorarnos! —dijo la muchacha, imitando en tono burlón la voz de él—. Venga, quedémonos aquí, boquiabiertos, donde todo el mundo puede vernos. A pesar de que se había jurado que no caería en sus provocaciones, Nicholas se enfureció. —¡Estaba…! —Buenas noches, dulce dama y buen señor. Nicholas se dio la vuelta a toda prisa y empezó a buscar entre la densa lluvia al dueño de la vocecita que había pronunciado aquellas palabras. A poca distancia de ellos había un niño rubio: vestía un jubón en tonos dorado y marfil, y tenía las calzas manchadas de barro y empapadas por la lluvia. Los miraba con tal enfado que le echaban chispas los ojos. La pluma de su gallardo sombrero estaba pasada por agua y se cayó hacia un lado cuando el muchachito ladeó la cabeza. —Mi señora os invita a tomar el té. A decir verdad, sería estupendo tomar una taza de té caliente, pero Sophia respondió antes de que Nicholas tuviera oportunidad. —Bebemos vino, no té. Nicholas quería oponerse a aquello, oponerse con todas sus fuerzas, pero el niño esbozó una mueca a modo de respuesta y les hizo una reverencia. Sophia le sonrió con suficiencia a su compañero, justo cuando este empezaba a comprender que se le había escapado algo… una especie de código, quizá. —Por favor, síganme usted y su… invitado. El niño rubio los guio alrededor de una de las torres que había asombrado a Nicholas y este se maravilló al contemplar el enorme reloj de un lateral, con sus símbolos, manecillas y cartas estelares. A primera vista, las intricadas capas que lo componían le recordaron mucho al astrolabio. Sophia volvió atrás, a por él, con la mirada entornada. —Por favor, ¿quieres dejar de poner esa cara de lerdo? Es un reloj astronómico, nada más. Lo cual no le aclaró gran cosa, únicamente que tal vez aquel artilugio fuera un enorme astrolabio cuya útil función era decir la hora y no corromper el tiempo. El chico siguió por las calles como si fuera de allí. Ignoraba la arquitectura, el arte incrustado en la piel de la ciudad. Detrás de él, Nicholas seguía tan absorto con las maravillas praguenses que tardó más de lo normal en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. www.lectulandia.com - Página 98

Bajó el ritmo y empezó a preguntarse si serían sus ojos o… Sí, estaba exhausto y, como quien dice, se arrastraba por Praga, pero aun así, había sentido el pinchazo de la invisibilidad y del rechazo tantas veces en la vida que reconocía a la perfección lo que estaba pasando. Cuando un grupo de hombres y mujeres que caminaban a buen paso se acercaron en su dirección, el muchacho tuvo la oportunidad de fijarse mejor y… ¡en efecto, otra vez! Contuvo el aliento al ver que varios soldados, una joven y un anciano se detenían bajo la lluvia y, al pasar ellos tres, les daban la espalda. —¿A qué viene que resuelles y rechistes tanto? —le preguntó Sophia—. Pareces una tetera que está a punto de empezar a silbar. —Nos evitan… —respondió en voz baja para que el niño no lo oyera—. O, al menos, evitan a nuestro guía. La expresión de desconcierto de la joven se convirtió en una de sorpresa muda cuando él le mostró lo que estaba pasando, mientras avanzaban pisando los charcos de la siguiente callejuela. Lo más extraño, a decir verdad, era que aquella gente no se mostraba ni asqueada ni desdeñosa, pese a su reacción. No había burlas ni miradas de desconfianza u odio. De hecho, su expresión era tan serena como la de estatuas de mármol y, en cuanto ellos tres pasaban, los hombres y mujeres reemprendían su camino. A Nicholas se le pusieron los pelos de punta. El chico miró por encima del hombro y debió de fijarse en la cara de Nicholas, porque le dijo: —No os preocupéis, señor, que no pueden evitarlo. Pero ¿qué quería decir con aquello exactamente? ¿Acaso aquellas personas se sentían obligadas a actuar así? ¿Y lo hacían todas igual? —Oh, ya no me acordaba de esto —dejó caer Sophia con un tono extraño, como si no quisiera profundizar en el asunto—, es una artimaña con la que asegurarse de que no hay testigos. El abuelo cree que Belladona ha dado tantísimo oro a las gentes de esta ciudad que no se atreven ni a susurrar su nombre, y mucho menos a saludarla, ya sea a ella o a sus invitados. Aunque el dinero puede hacer que alguien consiga muchas cosas, sea el siglo que sea, a Nicholas aquello le parecía que iba un paso más allá de una mera cooperación coordinada. El joven se acercó a una mujer. Parecía una sirvienta, porque era mayor y vestía ropas sin ornamentos. Al observarla más de cerca, vio que en la cesta que llevaba colgada del brazo había un montoncito de verduras cubiertas con arpillera. Se quedó muy parada, más y más a medida que Nicholas se acercaba para estudiar su cara impasible y se arriesgaba a darle una palmadita en la espalda. La mujer solo se movió para respirar. Parpadeó una sola vez. —Me habías dicho que no era bruja de verdad —le susurró Nicholas a Sophia cuando los alcanzó al chico y a ella—. ¡Me lo juraste!

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—¡Y no lo es! —insistió la joven mientras miraba por encima del hombro en el momento justo en que la mujer sacudía la cabeza, como si acabara de salir de un sueño profundo, y se daba la vuelta para seguir su camino. A Nicholas no se le pasó por alto la sombra de incertidumbre en el rostro de la muchacha cuando esta admitió: —Al menos… estoy bastante segura de que no lo es.

Por fin, el niño los llevó hasta una calle donde había varias mansiones; aunque quizá «palacetes» fuera una descripción más ajustada a la realidad. Cada uno de ellos, de estilo dispar, estaba construido con piedra de un color distinto. Las puertas parecían capaces, si fuera necesario, de aguantar la acometida de un ariete; a través de las ventanas, por las que salía la luz de las velas, los miraban con disimulo los sirvientes. Al final de la calle, pasado el esplendor de la riqueza de Praga, se hallaba una tienducha que se inclinaba tanto hacia la derecha que habían instalado puertas y ventanas inclinadas. La ventana frontal tenía una cortina, por lo que no se veía el interior. Nicholas se llevó la mano al pendiente de Etta, el que llevaba al cuello colgando de un cordel de cuero, y tomó aire para relajarse. Mientras seguía a Sophia al interior de aquella casucha, notó un olor cálido a polvo y a tierra putrefacta. En la estancia había decenas de velas encendidas que parecían estrellas guía. Aquella luz lóbrega, no obstante, no servía más que para hacer que los botes y botellitas que ocupaban las baldas, muchas de ellas rajadas y medio vacías, parecieran más sucios que las telarañas que los cubrían. La mitad de aquellas estanterías se habían combado y partido; su contenido yacía en el suelo, olvidado. La cera de las velas caía sobre vitrinas y sillas, muchas de las cuales estaban rotas o quebradas. Aunque Nicholas había ansiado que el niño estuviera llevándolos a un sitio lo bastante cálido como para que se le secara la ropa y se le descongelase la sangre, en aquella tienducha desaseada no sentía sino un picor intenso que no sabía si podría soportar. —¡Señora! —gritó el chiquillo. Al fondo de la estancia había un mostrador, detrás del cual colgaba una cortina escarlata que tenía encima el retrato de una niña con cara de muñeca. La cortina se movió hacia un lado y de lo que parecía la trastienda salió una joven. La mujer tenía el pelo tan negro como el plumaje de un cuervo y en él se reflejaba la luz de las velas, pese a la redecilla de oro y perlas que llevaba en la cabeza. Alrededor del cuello lucía una gran cruz de oro que se colaba en el corpiño de seda de color fresa. Iba tan bien vestida que no parecía encajar en aquella tienda tan sucia. La joven, de ojos y labios muy grandes, llamaba tantísimo la atención que Nicholas dio un paso hacia ella sin pretenderlo. De pronto, las ideas y pensamientos a los que había estado intentando buscar la lógica no le parecían ya tan importantes. www.lectulandia.com - Página 100

La mujer recibió al chico con amabilidad y adelantó un dedo para hacer como que le tocaba la nariz con cariño. Su sonrisa era tan dulce como la miel. El niño le dijo algo al oído y ella asintió. Luego, animado, se dirigió a saltitos a un taburete cercano, y cogió un librito con las cubiertas de cuero. La mujer, que les sonrió, resplandecía a la luz de las velas. Su piel, el oro, las perlas, el vestido encarnado, todo ello llamaba la atención de Nicholas, que se sentía como un valiente caballero de brillante armadura. La luz la iluminaba como las llamas el cristal. En un momento dado, el joven se echó hacia atrás para luchar contra la atracción que le provocaba la joven y ladeó la cabeza para observarla mejor. Había algo extraño en su forma de moverse: más que andar, parecía titilar como la luz de las velas que ardían a su alrededor, hasta el punto de que el joven se cuestionó lo que estaba viendo. —¿Ves? Ya te dije que no tardarías en olvidarte de la Linden —se burló de él Sophia. Nicholas se volvió hacia ella intentando recuperar las palabras que, apenas un momento atrás, había tenido en la punta de la lengua. No era eso. No sentía una atracción que lo descomponía, como le ocurría con Etta, sino que… en este caso… se sentía como si hubiera bebido mucho whisky con el estómago vacío. Mareado. —Bienvenidos. La voz de la mujer era suave y hablaba bajo, por lo que Sophia y Nicholas tuvieron que acercarse un poco más para oírla. Las velas imitaron aquel movimiento y, durante un instante, el joven consiguió apartar la mirada de la mujer, de Belladona, y se dio cuenta de que, entre el montón de apestosas velas de sebo, había una que tenía el color de la sangre. —Bienvenidos, viajeros. —La mujer esbozó una sonrisa que dejó a la vista unos dientes blancos y tan perfectos como perlas cultivadas, lo cual era insólito en aquella época—. Veo que estáis cansados. ¿En qué puedo ayudaros? «¿¡Esta mujer!?». ¿Aquella era la mujer que había retado a duelo a Cyrus Ironwood y que había conseguido la independencia? Puede que… aquel encanto seductor… conmoviera hasta los corazones más pétreos… —Hemos venido a negociar a cambio de información —le dijo Sophia, que apoyó un codo y la cadera en el mostrador. Nicholas levantó la mirada y se fijó en el techo abovedado, aunque no era exactamente una bóveda. Estaba cubierto en gran parte por una gruesa capa de polvo y moho que el paso del tiempo había vuelto marrón, pero, aquí y allí, en los extremos, aún se veían símbolos místicos y extraños. En lo más alto se apreciaba una media luna, casi oculta entre las nubes pintadas a su alrededor. —Dispongo de muchos objetos extraordinarios y conozco muchos otros. Daba la sensación de que la mujer se estaba yendo por las ramas. www.lectulandia.com - Página 101

—¿Podemos dejarnos de tonterías e ir al grano? Me han contado que lo sabes todo de todos. Si no es el caso, nos iremos sin más —dijo Sophia. —Si fuerais más específicos acerca de lo que estáis buscando… La voz de Belladona sonaba como las notas de un violín. —Buscamos información sobre una… eh… viajera de una naturaleza particular —le explicó Nicholas. —Quizá puedas ser un poco menos específico y un poco más desconfiado —le susurró Sophia mientras sacudía la cabeza—, que me encantaría seguir aquí para darle la bienvenida al próximo siglo. Se oyó una sacudida por debajo del suelo de madera, una especie de convulsión o alboroto que hizo que retumbaran hasta las vigas. El retrato de un hombre pálido y con gesto afable que colgaba de la pared junto a la que estaba sentado el chiquillo se cayó al suelo. El marco, dorado, se rompió porque el cuadro cayó de punta. La agitación pasó por debajo de Sophia y de Nicholas y la primera se irguió y siguió el movimiento con los ojos. Nicholas echó mano al cuchillo, pero no llegó a desenvainarlo. —¿Qué demonios es eso? —preguntó el joven. La mujer, serena, sonrió. —Vendo los mejores elixires, señores. Puede que os interese alguno para la preciosa damisela que te espera en casa. —¡Eso no es lo que te ha preguntado, vieja…! Las palabras de Sophia las cortó el tremendo portazo que se oyó detrás de ella y la súbita aparición de un torbellino de seda y redecilla negra y plateada. Así, como si hubiera surgido de la nada, se dirigió hacia ellos con la fuerza amenazadora de una nube de tormenta. Una mujer mayor, casi tan alta como Nicholas, llegó dando largos pasos. Llevaba la cara oculta tras un velo negro de encaje, pero se le veían los ojos, que eran brillantes y amarillos, como los de un felino. De alguna manera, bien porque las llevara cosidas o por algún otro arte, en la comisura de cada ojo lucía tres perlas que parecían lágrimas. Llevaba el escote cubierto decorosamente con un tul blanco que en un primer momento le pareció de encaje a Nicholas. Al fijarse mejor, sin embargo, descubrió que en realidad era la parte superior de un tatuaje en forma de líneas que ascendían y se curvaban. Cuando la mujer se giró hacia Sophia, el joven se fijó en que llevaba el pelo, blanco como la nieve, trenzado y recogido en una suerte de intricadas vueltas y revueltas. —¿Quién…? —dijo la mujer, al tiempo que se inclinaba hacia Sophia y olisqueaba el aire a su alrededor. La joven soltó un gritito de sorpresa e intentó apartar de un manotazo a la recién llegada, pero la mujer ya se había alejado. Nicholas dio un respingo, por instinto, cuando ella centró su atención en él y lo olisqueó. Parecía un cerdo que buscara una

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trufa. Por debajo del velo, se oía cómo le castañeteaban los dientes. Al joven lo sofocó el olor de la mujer, que olía a tierra húmeda y a polvo, como la tienducha. —Señora, si no le importa… —le pidió Nicholas con toda la compostura que fue capaz de reunir. La mujer se volvió y se llevó con ella aquel olor a lavanda y a tierra. —Señor, por favor, dejad que os enseñe lo último que hemos recibido —dijo la mujer que estaba detrás del mostrador sin que la sonrisa le temblara ni un solo instante. La mujer recién llegada los miró al chico y a ella. —Apágala. Si la primera mujer cantaba sus palabras, la segunda las pronunciaba entre dientes. El niño rubio marcó la página del libro por la que iba y fue al mostrador. Puso ambas manos encima de la polvorienta superficie y dio un salto, lo suficiente para soplar la vela de color sangre en la que Nicholas se había fijado antes. Belladona desapareció, se esfumó entre las volutas de humo de las velas, que ascendían hacia las gimoteantes vigas. Luego, el niño volvió al taburete, cogió el libro y siguió leyendo, sin más. Sophia dio un salto hasta el mostrador con cara de incredulidad. Buscó a la mujer por detrás de la barra de madera. Al cabo de unos instantes, sin embargo, se giró, miró a Nicholas y negó con la cabeza. «Ha desaparecido. Se ha ido». Era imposible. Iba a tener que aceptar que estaban cruzando los lindes de lo sobrenatural. El joven sabía que debía estar en guardia y, a pesar de su inconsistente fe en un poder superior, se encontró pensando en aquellas palabras que el capitán Hall había pronunciado tantísimas veces a lo largo de la vida: «¡Que Dios nos ampare!». —¿Cómo ha…? —Nicholas no tenía muy claro qué era lo que quería preguntar. La mujer de negro volvió a acercarse a Sophia a toda velocidad y la joven cogió un libro encuadernado en cuero y se lo tiró a la cabeza. Estuvo a punto de darle, pero no le acertó. La mujer olisqueó con más intensidad aún hasta que, por fin, levantó el brazo. La manga tenía un largo puño de encaje de color negro plateado. —Ven aquí, bestezuela. Sophia, en cambio, dio un largo paso atrás. Antes de que Nicholas reaccionara, la mujer agarró a su compañera por el brazo y tiró de ella, como si pretendiera darle una zurra en las posaderas. Con un movimiento rápido y ágil, la mujer le levantó la parte de atrás de la camisa a Sophia y tiró de algo que la muchacha llevaba en el cinturón. Durante unos instantes, Nicholas pensó que quizá se tratara de otro truco visual porque, cuando le miró la mano, empuñaba una especie de daga larga y estrecha con www.lectulandia.com - Página 103

la punta dentada. La base estaba adornada con un enorme anillo compuesto por varias tiras de plata entrelazadas unas con otras. —¡Por Dios! —exclamó Nicholas mientras la mujer se acercaba la punta del arma a la nariz y, satisfecha, la olisqueaba—. ¿Has llevado eso de un lado para el otro todo este tiempo? ¿Dónde la encontraste? Aunque, mientras hacía la pregunta, se dio cuenta de que ya sabía la respuesta. Del cadáver del guardián de los Linden, en Nassau, aquel con la herida especialmente pequeña en la oreja. Sophia había sido la primera en llegar hasta el muerto y, de alguna forma, había conseguido quitarle el arma en la oscuridad. Y él ni se había dado cuenta. Pero ¿con qué propósito la habría guardado? Se le encogieron las tripas al imaginarse la expresión de felicidad de la joven mientras le clavaba aquella daga por la noche mientras dormía. Sophia no lo miraba. —¿Cómo has sabido que la tenía? Se lo preguntaba a la mujer de negro que, en opinión de Nicholas, era la verdadera Belladona. —La sangre huele como los intestinos putrefactos de una cabra —le gruñó la otra —. Esto servirá de pago más que suficiente para entrar. La mujer acercó el arma a la luz de las velas y estudió algo que había en el anillo. Nicholas no alcanzaba a verlo bien, pero podría ser el grabado de un sol. El aliento de la mujer hacía subir y bajar su velo de manera acompasada. —¿De pago? Nicholas notó la incredulidad en la voz de su compañera. —Sí, bestezuela, de pago. Aquí se viene a hacer negocios. ¿O acaso esperabas que os ofreciera un tentempié y la luna? —¿Vale la información como parte del trato? —le preguntó la muchacha con su habitual mirada de desconfianza. —Eso depende, claro está, de lo que queráis a cambio. No sería la primera vez que hago trueques, aunque no sea habitual. Niño, cierra la tienda. —Sí, señora —respondió el chiquillo, lo bastante valiente como para mirarla con petulancia por haber interrumpido su lectura una vez más, pero no para ignorar la orden. —¡Bah, niños! —soltó Belladona mientras llevaba a Sophia y a Nicholas hacia la puerta que se encontraba detrás del mostrador—. Si no fuera porque saben tan bien, ¡no servirían para nada! Sophia, sorprendida, soltó una risotada, pero Nicholas no tenía tan claro que estuviera bromeando, dada la manera en la que había empezado a girar la daga entre los dedos sin que al parecer le preocupara cortarse. —Que me siga ella —comentó Belladona, haciéndole un gesto a Sophia mientras empezaba a bajar una escalera a oscuras—, ¡y tú vete al infierno, que no tienes ni www.lectulandia.com - Página 104

agallas ni sentido del humor! Ah, quizá queráis contener el aliento al llegar a los últimos escalones. Si os desmayáis, no me hago responsable de lo que os suceda cuando lleguéis rodando abajo del todo. —¿Disculpa? —dijo Nicholas, pero enseguida notó un ligero olor a podrido y decidió hacer lo que le sugería la mujer. El sótano parecía que estaba un par de tramos de escalones más abajo y se encontraba en penumbra, iluminado tan solo por una especie de neblina anaranjada que provenía de unos fuegos que había abajo del todo. Nicholas recordaba vagamente algo que le había contado Julian sobre Praga: que en algunas zonas, allí donde habían tenido que construir calles y edificios a mayor altura para evitar las inundaciones, había una especie de ciudad subterránea. En aquel momento, el joven tenía la impresión de que estaba descendiendo por una vena oscura hasta los pálidos huesos de la ciudad. La luz provenía de un fuego que ardía en una esquina de lo que parecía un taller. Pasaron por delante de una especie de secadero de plantas, además de junto a una zona habilitada, a entender de Nicholas, para soplar vidrio. Continuaron por la estrecha y basta arteria de piedra que conectaba aquella estancia con la siguiente. En el centro de la habitación se hallaba una especie de estufa cilíndrica. Cada capa estaba apilada encima de la anterior, como si se tratase de los pisos de un sórdido pastel de piedra. La estufa estaba rodeada de botellas de cristal a modo de adornos, muchas de ellas con tubos largos por los que verter los líquidos que contenían a otras botellas más sencillas que se encontraban debajo. Cuando pasó a su lado, Belladona se detuvo para avivar el pequeño fuego que ardía en la parte inferior. Más allá, los tres llegaron hasta lo que parecía un horno en forma de campana, con pequeñas aberturas y rodeado de barriles por entre los que se metían ratones a todo correr. —¿Eres alquimista? —le preguntó Sophia al ver aquel montaje tan extraño. —Bien visto —respondió la mujer sin expresión alguna en el rostro—. Hago mis pinitos. Deberías usar mi elixir de la juventud, bestezuela. Pareces más vieja de lo que eres. Nicholas sujetó por el hombro a su compañera antes de que esta se dejara llevar por las ganas de asesinar a la mujer que se adivinaban en el gesto de su rostro. Después de un rato, por fin llegaron a una sala que, al parecer, era su destino. Se trataba de una habitación más pequeña y más oscura. Aparte de ellos, allí no había sino un cuadro más alto que el propio Nicholas y tan ancho que cubría una de las paredes. Lo que primero le llamó la atención en aquel cuadro fue la representación de una luna brillante en un cielo oscuro y nuboso y, después, las olas que golpeaban una costa desierta y desconocida. —No toquéis nada —les pidió Belladona—. No miréis hacia ninguno de los espejos, no os sentéis en las sillas y, sobre todo, tened presente que los ladrones serán ajusticiados a la antigua.

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Sophia hizo un gesto sarcástico y Nicholas volvió a llevar la mano al mango del cuchillo. Sin decirles nada más, sin más instrucciones o advertencias, Belladona se dio la vuelta y entró en el cuadro.

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Desconocido Desconocido

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Diez Era un pasadizo, claro, un pasadizo muy raro y silencioso que estaba en el cielo pintado. El aire rieló y distorsionó la pálida imagen cuando Belladona pasó a través de él y se oyó el habitual tamborileo. Nicholas y Sophia se miraron, expectantes. —¡Ah, no, estamos aquí por ti y por tu amada, no por mí…! ¡así que abres tú la marcha! —¡Tan solo quería preguntarte si sabías adónde da! —le respondió Nicholas con brusquedad—. Ya tenía pensado ir yo el primero. La muchacha hizo un sonido ahogado de frustración y levantó las manos. —¿Y condenarme a una vida de vergüenza y sentimiento de culpa porque esa bruja te convirtió en un cerdo y te asó antes de que me diera tiempo de entrar en el pasadizo y salvarte el pellejo? Te gustaría, ¿verdad? ¡Con todo ese honor miserable y repulsivo tuyo! —No creo que a nadie le guste que lo conviertan en un cerdo y se lo coman pero, si sucediera algo, será mejor que me suceda a mí. Tú conoces mejor dónde están los pasadizos y podrías seguir adelante con… Sophia hizo un gesto de impaciencia y adelantó la mano. Nicholas se quedó mirándola hasta que la muchacha resopló y lo cogió por la muñeca. Luego, acto seguido, entró por el pasadizo y tiró de él. La experiencia resultó tan desconcertante que Nicholas casi no se dio cuenta del habitual y tormentoso asalto de los pasadizos contra sus sentidos. Salieron del pasillo a la carrera y sus pasos los ralentizó la alfombra persa que había en el suelo y el irregular aullido de un enorme lobo blanco que estaba tumbado, hecho un ovillo, a los pies de una imponente estructura de hierro que se parecía más a un puente levadizo que a un escritorio. Nicholas retrocedió cuanto pudo sin llegar a meterse de nuevo en el pasadizo y empezó a explorar el sitio al que habían llegado. La habitación era pequeña y no tenía ventanas, pero, aquí y allí, colgaban cortinas de las paredes y filas de baldas de cristal y vitrinas tan rojas y brillantes como mares de sangre. Lo más alarmante, sin embargo, era que no había puerta, al menos, a simple vista. No había nada que indicara dónde y en qué época estaban. No se veía nada, no se oía nada. Más allá del polvo y del olor a viejo, Nicholas solo percibía el mismo olor de antes a tierra putrefacta y húmeda, pero mucho más fuerte. Nicholas miró los manojos de hierbas secas y flores que colgaban bocabajo sobre su cabeza, en filas, y los apartó para ver mejor a Belladona. Antes de que la mujer se sentara al escritorio, cogió de una balda un tarro lleno de un líquido con un olor

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amargo, asqueroso, y sumergió la daga en él. La mezcla empezó a burbujear como si se tratase de un caldo en una olla. Sophia se acercó a una de las vitrinas que tenía más cerca, en la que había una espada grande que aparentemente pesaba mucho. La hoja era larga y el filo estaba mellado, pero la empuñadura, de oro, se hallaba en perfecto estado de conservación, y tenía dos quimeras decorativas, también de oro. Mientras él la admiraba, maravillado, el instinto de Sophia la llevó a destapar la caja y hacer ademán de empuñar el arma. —Como toques esa espada, la usaré para cortarte los dedos, asarlos y dárselos de comer a Selena —la informó Belladona sin dejar de mirar el tarro en el que había metido la daga. Al lado de la mujer, tumbado en el suelo, el lobo —o, mejor dicho, loba— dejó el hueso que había estado royendo, levantó la mirada y bufó como para confirmar las palabras de la mujer. Nicholas miró hacia otro lado porque no quería llegar a tener la certeza de que el hueso era un fémur humano. —¿Qué espada es esta de aquí? —le preguntó Sophia sin dejar de mirarla. —La Caliburn de Arturo. —¡Excalibur! —dijo Nicholas, arqueando las cejas. Aquella era una espada de leyenda, no era real… o, al menos, eso tenía entendido. —¿Cómo es que nadie te la ha comprado? —siguió Sophia—. Seguro que a Cyrus Ironwood le encantaría decapitar con ella a sus enemigos más odiados. A sus asesinatos les vendría bien un poco de poesía. El velo de Belladona se movió como si la mujer hubiera sonreído al oír aquel nombre. «Sabe quiénes somos», pensó Nicholas, cosa que lo inquietó todavía mucho más. —Uno de mis carroñeros la sacó de un lago asqueroso. Sin embargo, jamás he sido capaz de probar su procedencia de acuerdo a los estándares de tu gran maestre, por lo que aquí sigue; hasta que, algún día, sienta la necesidad de que alguien la encuentre. Así que, bestezuela, deja de pensar en robarla, que no me gustaría tener que sumarte a mi grupo de ladrones. Sophia bajó la mano de inmediato. Sin apartar la mirada de la muchacha, Belladona señaló una gran red que caía del techo. Estaba llena de cráneos humanos, todos ellos hervidos y pulidos hasta tal punto que parecían perlas. Nada más verlos, Sophia frunció el ceño y se adelantó para examinar otra vitrina, en la que había ocho huevos de distinto tamaño, todos ellos enjoyados y ribeteados en oro. —Los huevos imperiales de Fabergé, de Rusia —comentó Belladona mientras cogía una uva de un plato que tenía al lado. Se la comió nada más pronunciar la frase —. Estoy desando hacer un trato, si es que os interesan. Aquel periodo es tan inestable que se ha vuelto muy complicado organizar una subasta con ellos. «Inestabilidad».

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Nicholas se concentró en la palabra y almacenó la información. Donde hay inestabilidad, por lo normal hay cambios en la línea temporal. —Quizá debiera haber dejado que entraras primero —le susurró Sophia mientras observaba con ansiedad un bol de maravillosas manzanas que no parecía encajar allí —, ahora, estaría comiendo cerdo recién cocinado. —He de reconocer que eso suena de maravilla —comentó Belladona antes de tirarle una uva a la loba, que la cogió al vuelo. El animal olisqueó el aire en dirección a Sophia, pero bajó la cabeza y siguió vigilándolos. —Allí, en aquel rincón, está el tesoro del rey Juan sin Tierra, junto a la cabeza de Cromwell y un pedazo del tapiz de Bayeux, por si queréis seguir haciéndome perder el tiempo. Como Sophia emitió un ruidito de interés al oír aquello, Nicholas la cogió del cuello de la camisa y le impidió acercarse. —No olvides a qué hemos venido. —¡Pero es que es la cabeza de Oliver Cromwell! —comentó ella con lástima, como si aquello tuviera que convencerlo. Nicholas se abrió paso entre las filas de baldas que los separaban del escritorio. La muchacha lo siguió a regañadientes después de quitarse de encima la mano del joven. A Nicholas no le sorprendió que no hubiera sillas en las que sentarse. Se presentaban ante Belladona como una milicia. —Venga, decidme qué es lo que busca Cyrus Ironwood y os diré cuál es el precio. Sophia emitió un ruido de disgusto. —No nos trae hasta aquí ninguno de los asuntos del anciano. La mujer se recostó en la silla. —¿Acaso no eres Sophia Elizabeth Ironwood, nacida en julio de 1904, fruto del amor? —Las tres últimas palabras iban cargadas de sarcasmo—. ¿Acaso no te expulsaron del orfanato de St. Mary en 1910 después de que te cogieran robando por tercera vez? Sophia se llevó las manos a las caderas y respondió: —Tres no es tan mal tanteo, teniendo en cuenta que hubo centenares de veces en las que no me pillaron. Nicholas no tenía claro por qué Belladona había sacado aquello a colación, a menos que fuera para demostrarles que era mucho lo que sabía o para desarmar a la joven. «Expulsada. Orfanato. Robo». Por Dios, Julian solo le había comentado de pasada que la muchacha no se había educado como una dama hasta que Cyrus Ironwood la había llevado a su familia… pero aquello era mucho peor que tener orígenes humildes. Y como él mismo sabía, cuando alguien tiene que aprender a sobrevivir desde pequeño, ese instinto se le acaba grabando a fuego en el alma. www.lectulandia.com - Página 110

Belladona sonrió con aire de superioridad y lo miró a él con tanta intensidad que Nicholas se sintió como si acabara de obtener otra sombra. —Todos los presentes conocéis mis orígenes, no es necesario hablar de ellos para probar lo misterioso de tu naturaleza. Hemos venido porque queremos información —comentó Nicholas. —¿De verdad? —Queremos saber cuál es el último año común de esta línea temporal con la anterior para encontrar a una huérfana —le explicó Sophia—, y estoy segura de que sabes perfectamente cuál es. Belladona se inclinó hacia delante y apoyó las manos en el escritorio. La pluma que descansaba en el plumero se movió y dos uvas se cayeron del plato y rodaron hasta el suelo, como si buscaran la libertad. La mujer se tocó el velo con el que se cubría la cara como un hombre se atusaría la barba. —Y así es, sí. Es algo que, sin lugar a dudas, sé. ¿Quién es la persona que andáis buscando? —Hen… —empezó a decir Sophia, pero Nicholas sacudió la cabeza con brusquedad. Prefería que la mujer no fijara su atención en Etta. La oscuridad de aquel lugar, el hecho de que parecía latir de curiosidad, hizo que Nicholas quisiera proteger a la muchacha de los intereses de terceras personas el mayor tiempo posible. Belladona miró al joven de nuevo. Las campanitas de plata que llevaba en el pelo tintinaron. —Vuestra desesperación apesta aún más que el hedor a intriga. Está claro que carecéis de posesiones terrenas y que ninguno de los dos está lo bastante próximo a Cyrus Ironwood como para que sepáis algún secreto interesante con el que comerciar. Por tanto, creo que nuestro negocio ha terminado antes incluso de haber empezado. Sophia, furiosa, dio un paso adelante y echó mano al cinturón, como si estuviera buscando algún arma en él. La loba se puso en pie de un salto y le enseñó los colmillos a la joven a medida que se acercaba, pero Sophia le gruñó a ella y miró fijamente al animal hasta que este relajó los labios y volvió a levantar las orejas. A Nicholas empezó a latirle el corazón a toda prisa pensando en el «no» que estaban a punto de recibir. No había viajado a través de siglos de pantanos y tormentas para recibir una negativa. Su búsqueda podía volverse muy sencilla y no tendrían que recorrer cada uno de los pasadizos de cada uno de los siglos para encontrar una pista acerca de dónde se encontraba Etta. —¿No quieres ninguna otra cosa a cambio? En el silencio que siguió a la pregunta del joven, una idea empezó a cobrar forma entre la luz de las velas y las sombras. Nicholas distinguió a la perfección el momento en que a Belladona se le ocurría, por la manera en que entrelazó los dedos y se agitó su velo, como si escondiese una sonrisa.

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—Muchas de mis subastas las organizo para vender objetos de valor incalculable. Objetos cuyo valor es imposible establecer. Como sabréis, elijo las pujas ganadoras en función de lo que pueden ofrecerme. Un secreto, un favor que tendrán que hacerme. En el punto en el que estamos, podríamos negociar… Te pediré un favor a cambio de la información que buscas. —La mujer volvió a recostarse en la silla, que crujió—. Lo determinaré yo y será algo que tendrás que hacer más adelante, en el futuro. —No pienso hacer nada… —Nicholas se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas—, nada vergonzante. Ni inmoral. Belladona enarcó una ceja. —Vaya. Menuda imaginación tienes. Por favor, me refiero a una tarea. No sé, por ejemplo, encontrar y conseguirme algo. Llevar un mensaje. Ayudarme en uno de mis viajes. Algo así. Al joven, aquello no le pareció tan terrible ni intolerable. —¿Así que tendrá que servirte? —le soltó Sophia—. ¿Sin hacer preguntas? —Durante un tiempo, el necesario para cumplir una tarea concreta —le respondió mientras movía los dedos de la mano, con aquellas uñas largas, en dirección a la joven. —Esclavitud —dijo Nicholas. El muchacho empezó a sentir mucho calor en el pecho. «Era intolerable». Tendría que haber imaginado que, con aquel trato turbio y engañoso, la mujer intentaría cortarle las alas del alma. —¡No, hombre, no! —respondió Belladona con tono agudo, como ofendida—. Sería una servidumbre no remunerada y solo durante uno o dos días. Tu trabajo pagará la deuda que habéis contraído conmigo a cambio de la información. Cuando la tarea concluya, nuestra relación también terminará. Sophia cogió a Nicholas del cuello de la camisa, lo obligó a bajar hasta su altura y lo sacó así de su maraña de pensamientos. —Olvídalo. Se lo preguntaremos a los Jacaranda, tal y como habíamos planeado. ¿Y arriesgarse a que no lo supieran? ¿Arriesgarse a correr en círculos durante tanto tiempo que el punto de partida acabara por desaparecer? No habían conseguido dominar el tiempo en aquella búsqueda y, en aquel instante, amenazaba con superarlos por completo. Etta estaba herida y sola, y al muchacho le resultaba imposible pensar en que siguiera siendo así un instante más. Era el terrible orgullo de Sophia lo que hablaba, los derechos que creía tener. Nicholas no había esperado que les regalaran la respuesta. Aquel era un negocio, un trato, y tenía que confiar en que Rose Linden no lo había enviado a la boca del lobo, ya fuera literal o figuradamente. Estaba claro que los métodos de la madre de Etta eran ridículos, pero seguía siendo su aliada.

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—Todos tenemos un señor, seas consciente de ello o no —comentó Belladona—. Por suerte para vosotros, yo soy de los benevolentes. Casi siempre. Qué amarga le pareció aquella verdad a Nicholas cuando tragó saliva. Algunos se sentían obligados por la lealtad, por los juramentos; otros, por la obsesión con la riqueza; y, otros, se convertían en propiedad de otras personas sin comerlo ni beberlo. Hall solía decir que la vida era inseguridad en sí misma y que el único remedio para la locura que suponía vivir consistía en dirigirse con valentía por la vida. Aquello implicaba correr riesgos, sí, pero también se podía obtener una recompensa maravillosa. Al menos, Belladona estaba presentándoselo como una opción y a Nicholas le daba la sensación de que podía elegir. No le parecía tan malo tener una deuda con aquella mujer siempre que la información que recibiera estuviera a la altura de la tarea que le hubiera encomendado. —Esto no es cosa de dos, Sophia —le dijo Nicholas a Sophia—. Esa es la cuestión. Tenía que encontrar a Etta, salvaguardar su futuro, arreglar todo aquello de su vida que le había estropeado… y, algún día, vivir una vida propia, persiguiendo sus propios fines, fueran los que fueran para aquel entonces. —¿No me dirás cuál va a ser la tarea hasta que acepte? Belladona achinó los ojos y miró el reloj de pie que se encontraba detrás de Nicholas. —Aún no he decidido qué será, pero tienes treinta segundos para darme una respuesta o retiraré la oferta y Selena os escoltará fuera de aquí. La mujer adelantó la mano y, para marcar los treinta segundos, empezó a tamborilear con una de aquellas uñas grotescas suyas en la tapa del frasco en el que había metido la estrecha daga plateada. El instinto de Nicholas le decía que treinta segundos no era tiempo suficiente para sopesar los pros y los contras de una decisión tan importante. Si conseguía que el trato fuera más tolerable, más suave, tal vez encontrara el valor que requiere la buena fe. —Solo tengo una condición —respondió el muchacho mientras contemplaba los ojos felinos de Belladona—. Antes de acceder, quiero que respondas a otra pregunta diferente. «¿Haces tratos con el diablo?». Apartó aquel pensamiento de su cabeza. «¿Devorarás mi alma como si fuera una tarta?». La mujer soltó una risita burlona. —De acuerdo. —¿Tienen todavía los Espina el tan buscado astrolabio, ese que pertenecía a los Linden? Nicholas intentó ser tan específico como pudo para que la mujer no pudiera darle una respuesta traicionera o hablarle de otro astrolabio. www.lectulandia.com - Página 113

Después de un momento, y con evidente reticencia, respondió: —En el último informe que he recibido, sí, los Espina siguen teniendo el astrolabio. —El velo se agitó mientras la mujer tomaba aire—. Antes habéis mencionado a los Jacaranda, supongo que no hablaríais de Remus y de Fitzhugh, los traidores. Sophia miró a Nicholas antes de responder: —¿Y qué si es así? —Si pretendéis encontrar a los Espina, el último sitio en el que se los sitúa es en el San Francisco de 1906, aunque, al parecer, están mudándose o van a mudarse. Lo que no tengo claro es dónde piensan establecerse; y si yo no lo sé a ciencia cierta, es imposible que esos dos lo sepan. Nicholas enarcó las cejas. Acababa de darles mucha más información de la que esperaba. Aun así, decidió probar los límites de su suerte: —¿Frecuentan otras épocas los Espina? —Sí, pero estoy segura de que están investigando los cambios de la línea temporal y de que no van a volver a ninguno de esos periodos en un tiempo. El muchacho sintió que se le aflojaban los nudos que tenía en el hombro. Agachó la cabeza ligeramente para darle las gracias. Ahora se sentía más seguro para tomar una decisión. El escritorio de metal crujió cuando Belladona apoyó su peso en él, pero antes de que dijera nada, Selena gimoteó. Era una advertencia. Nicholas habría jurado que, al otro lado de la pared que tenía a la derecha, acababa de oír voces que gritaban «Revolyutzia!» unos instantes antes de que la estancia se desdibujara, como cuando un cristal se empaña, y empezara a temblar con violencia. Se oyó un trueno ensordecedor, absoluto. Los frascos y las vitrinas empezaron a temblar, y las baldas a caerse. Sophia trastabilló y se dio un golpe contra el escritorio, lo que la llevó a soltar un fuerte grito. El muchacho dio un salto hacia atrás y se apartó a tiempo de evitar que un pedazo del revoque del techo lo golpeara en la cabeza. —¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Nicholas—. ¿Un mortero? Más voces: «Za Revolyutzia!». Belladona se quitó el polvo del pelo y del vestido sacudiéndose más o menos como Selena y empezó a olisquear el aire de forma inquisitiva. Satisfecha con lo que fuera que acababa de descubrir, consultó el pequeño reloj de plata que llevaba en la cadera. —Cálmate, bestezuela, que esta habitación ha resistido muchas revoluciones y revueltas. El pasadizo es su única entrada. Estamos seguros. El silencio solo duró unos momentos. Enseguida volvieron a oír el ruido de pisadas a la carrera, acompañadas de gritos y disparos. Las voces se oían apagadas y www.lectulandia.com - Página 114

hablaban un idioma que Nicholas desconocía: «Ochistite dvorets!». Belladona se puso de pie mientras miraba en derredor, respirando con un sonido sibilante. Se agachó para coger una campanita de plata y la hizo sonar. Cuanto más tiempo pasaba sin recibir respuesta, más fuerte la tocaba, hasta que, por fin, la hizo sonar junto a la entrada del pasadizo. El niño se agachó mientras entraba y evitó así que la mujer le diera una colleja. —Arregla este desastre y haz un listado de todo lo que no se pueda reparar. El chico se mostró lo bastante sensato como para no sacarle la lengua a la mujer antes de que esta se diera la vuelta. —Con eso me debes un año más —le dijo ella sin apartar la mirada del escritorio —. Menuda ingratitud. Y eso que te rescaté de mi hermano. El niño, que se había puesto pálido con la primera frase, estaba ahora del color del papel. Inclinó la cabeza y entró en el pasadizo, lo que hizo que este soltara su habitual tronido. Poco después, el niño regresó con una escoba y un recogedor. —Bueno, ¿por dónde íbamos? —preguntó la mujer animada, ignorando los escobazos airados del niño—. ¡Oh, vaya…! Cogió una de las calaveras que se habían caído de la red y le acarició las cuencas de los ojos con sumo cariño. —Cuánto me gustaba esta mujer. Solía traerme narcisos. —Eso ha sido la línea temporal —la interrumpió Sophia con un tono neutro—. Ha vuelto a cambiar. «Porque alguien ha usado el astrolabio o porque…». Nicholas jamás había experimentado la sensación de que el tiempo se alineara de una versión a otra nueva. Para cuando había empezado a viajar con Julian, hacía tiempo que el mandato de Cyrus Ironwood había traído cierta estabilidad. Pero la mujer había hablado de revoluciones y revueltas, lo que significaba que era posible que estuviera teniendo lugar alguna de ellas al otro lado de aquellas paredes. ¿Podría ser que la explosión que habían notado hubiera sido, de hecho, lo que había provocado el cambio, y no alguien que actuara en un año anterior? Y eso… ¿Qué significaba eso para Etta? —No nos hemos quedado huérfanos —dijo el joven poco a poco, intentando razonar la idea—. En ese caso, ¿estamos en el último año común? ¿Acabamos de vivir el cambio en sí mismo y no una mera onda? —Sí, pero si con eso pretendes que os revele el año y el lugar, te vas a llevar un chasco. Jamás confirmaré ni negaré si estamos en un año posterior al de vuestro nacimiento. Lo que significaba, a juzgar por su triste intento de hacerles un guiño, que sí lo estaban. —Un cambio tan importante tendría gran impacto en la información de la que hemos hablado como parte del trato —dijo Nicholas—. Para localizar a la persona en

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cuestión tendríamos que saber este año y el del cambio anterior. Para tener claro si ha vuelto a quedarse huérfana en este año. Belladona movía la mandíbula adelante y atrás por debajo del velo, con un centelleo en los ojos. —De acuerdo, bestezuela. Supongo que, en cualquier caso, es hora de llevarse la tienda a otro lado una vez más. Debes saber, no obstante, querido mío, que habéis preguntado y recibido mucho más que nadie. No dejaré que me sonsaquéis más. —Entendido. Hablemos entonces de la transacción. —Nicholas intentó quitarse el polvo de la boca y tragar el que tenía en la garganta—. ¿Cómo la llevamos a término? El joven se había fijado en que la mujer llevaba varios anillos de oro y plata en cada dedo. Los llevaba incluso por encima de los nudillos y algunos eran tan estrechos como venas mientras que otros eran tan anchos como el propio dedo. Entonces, Belladona se quitó uno de aquellos anillos y se levantó. Mientras se dirigía hasta el otro lado del escritorio por entre el revoque caído y los cristales rotos, le crujieron los huesos, hasta el punto de que por un momento dio la sensación de que arrastraba la habitación entera consigo. La mujer le tendió la pequeña banda de oro a Nicholas, y a este le sorprendió comprobar que estaba fría a pesar de que Belladona acababa de quitársela del dedo. Bajo la atenta mirada de la mujer, se lo puso en el anular derecho y esperó. Gracias a Dios, no sería una marca permanente en su piel, porque ya tenía bastantes cicatrices, tantas como una decena de hombres juntos. En cualquier caso, y por mucho que fuera temporal, seguía siendo una marca de propiedad. En su corazón, algo empezó a sonar a advertencia, como la campana de un barco cuando empieza a romper la tormenta. «No. He ido muy lejos y me queda aún mucho camino por recorrer como para detenerme ahora». —El trato es el siguiente: un favor que yo elija a cambio de información acerca de cuál es el último año común de las líneas temporales y de los Espina. Juro ceñirme a nuestro trato; y si no es así, que pierda la vida. Ese es mi juramento. Repítelo. Así lo hizo el joven y, en cuanto pronunció la palabra juramento, el anillo se iluminó gracias al calor que se adueñó de él de repente y se le clavó en la piel. Nicholas dio un gran paso hacia atrás mientras intentaba apartarse de la mujer, que lo sujetaba como un halcón. Como no quería alarmar a Sophia, se llevó las manos a la espalda e intentó quitarse el maldito anillo o, al menos, girarlo para disminuir la repentina presión. Pero no se movía. Selena volvió a coger su hueso y empezó a roerlo. Belladona volvió a rodear el escritorio y se sentó en la silla poco a poco. Sophia apoyó ambas manos en el escritorio y soltó: —Pues venga, vamos allá.

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El velo de la mujer ondeó de nuevo. Nicholas no entendía cómo, siendo tan mayor, tenía la risa de una niña. El miedo era una bestia muy peligrosa. Lo devoraba todo a su paso. La esperanza, la fe, las expectativas. Nicholas sintió un escalofrío en la columna. —¿Vamos? —insistió él intentando que no le temblara la voz. —Ay, dulce bestezuela, con todo lo que has hablado, con todo lo que has pensado para sacarle chispas a este trato y conseguir que os fuera propicio, en ningún momento se te ha ocurrido especificar que la información tendría que proporcionárosla antes de que me hicieras el favor. «En el futuro» puede significar siglos o segundos, minutos u horas… Nicholas agarró con tanta fuerza el borde del escritorio que oyó cómo le chasqueaban los nudillos. —¡Eso es deshonroso! —soltó—. ¡Inadmisible! Sophia fue más directa: —¡Eres una bruja mentirosa! La mirada de la mujer era tan espeluznante que casi consiguió que a Nicholas se le escapase el alma del cuerpo. —Menuda cosa me llamas. —¡Es un ultraje! —siseó Sophia—. ¡Me lo robaron a mí! ¡Me dieron una paliza para arrebatármelo! ¡Me dejaron con un solo…! Se llevó la palma de la mano al parche y maldijo una vez más, para después dar media vuelta y salir como una exhalación hacia el pasadizo. —No creas que es una historia tan trágica, muchacha, cuando lo que sucedió ha creado a la mujer en la que te has convertido. Le serás de mucha ayuda a este joven en la tarea que va a tener que completar. Con un ojo te será más que suficiente. Sophia se detuvo unos instantes, rígida. —Ni uno solo necesito para hacerte trizas. —Hablas como si no estuvieras segura de lo que vas a pedirme —le dijo Nicholas entre dientes. «Un trato es un trato». Nunca, jamás de los jamases, habría accedido a hacer un trato con ella si hubiera sabido que consumiría el único bien del que carecían: el tiempo. —Acabo de decidir que eres adecuado para una tarea muy concreta. No deberías tardar mucho, si eres tan diligente como tengo entendido. Otro escalofrío. Se cuadró y la miró a los ojos. La mujer estaba encantada. —En realidad, es sencillo, muy sencillo. Quiero que mates a Cyrus Ironwood.

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Rusia 1919

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Once A Etta se le ocurrió que quizá no fuera el pasadizo lo que estaba frío, sino que tal vez estuviera respirando el aire gélido de lo que había al otro lado de él. Abrió un ojo despacio, bastante sorprendida de estar aún en posición vertical. El pasadizo los había escupido a una velocidad alarmante después de hacerlos girar sobre sí mismos pero… había aterrizado. Y en un sitio sólido, como si el salto lo hubiera dado ella sola. —Aquí estás —dijo una voz por encima del gemido estertóreo del pasadizo. Etta notó una leve presión en la muñeca y el ligero mareo que sentía desapareció, lo que le hizo que consiguiera concentrarse en aquel momento. Se obligó a respirar despacio aquel aire gélido, a tomarlo poco a poco, lo que le enfrió los pulmones e hizo que le latieran las sienes. Detrás de ellos, una ola de presión salió del pasadizo y no tuvo que volverse para saber que acababan de llegar los otros dos guardias. Miró a su alrededor. Cuando había viajado con Nicholas, una de las cosas que le había enseñado el muchacho era que, para sobrevivir, era primordial darse cuenta cuanto antes de dónde estaba uno, determinar el año y pensar en cómo mezclarse lo mejor posible con el escenario. La oleada de pánico que la había invadido nada más llegar se disipó en cuanto dejó que fuera su instinto el que se hiciera cargo de la situación. Habían tomado un pasadizo en el Russian Hill, un barrio de San Francisco, que los había llevado a la mismísima Rusia. Le pareció una coincidencia tan grande que era improbable que lo fuera. Su cerebro era incapaz de aceptar cómo era posible que hubiera estado pisando gravilla y que, un instante después, estuviera sobre la tierra suave de un bosque. Pero estaban rodeados de árboles por todas partes y estos los protegían. Las hojas de dichos árboles brillaban con intensos tonos rojos y dorados, y el silencio era tal que a Etta le daba la impresión de que lo que tenía delante no era sino un recuerdo que acababa de venirle a la cabeza. A su izquierda, sobresaliendo por la superficie cristalina del río que avanzaba despacio a su lado, había una formación rocosa que parecía salida de un cuento de brujas. Su cima, serrada, se asemejaba a una atalaya en ruinas. Aquella misma piedra oscura era la que habían usado para levantar el imponente puente que trazaba un arco casi perfecto sobre el cauce del río. Desde donde Etta estaba, el lomo de la construcción parecía tan estrecho como un dedo. Por su forma de aposentarse en la tierra y de integrarse en la masa de vida que lo rodeaba, pensó que no solo era viejo, sino también una auténtica reliquia. Pero lo que más la sorprendió, lo que la hizo pensar —mientras los demás Espina se acercaban a ella— que tanta belleza no era posible, fue ver cómo el puente se

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reflejaba en el agua a la luz del atardecer. —Es un círculo perfecto —le comentó su padre por detrás—. Dos mitades que se encuentran durante unos instantes y forman un todo. Etta frunció las cejas ante una frase tan poética, pero Henry Hemlock ya estaba centrando su atención en la cara huesuda de Winifred, que se abría camino por entre la masa de guardias. Llevaba un abrigo de piel y un sombrero que parecía una especie de flor enorme y exótica a punto de devorarle el rostro. —Henry, ya está todo preparado —le dijo—. Está esperándote para cenar. —¿Quién? —preguntó Etta, aunque pensaba que era improbable que se lo dijeran. La anciana miró a la muchacha, que seguía con el sobretodo de su padre por encima de los hombros. —He traído un vestido para ella, por si quieres que vaya a cenar contigo. —Excelente. Pasaremos por el hotel para cambiarnos. Doy por hecho que también has traído un traje adecuado para mí. —Por supuesto. Es lo primero que hemos hecho en cuanto hemos confirmado las alteraciones que habían tenido lugar. —¿Hemos sabido algo de Kadir? Era el Espina perdido. Etta miró con atención la cara de la anciana para ver si conseguía enterarse de algo. Winifred negó con la cabeza. Era evidente que estaba bastante preocupada. —Es muy probable que esté en el palacio, esperando a que lleguemos. —Vaya, querida tía, eso casi ha sonado optimista —comentó Henry Hemlock antes de lanzarle una mirada cómplice a su hija. —De lo contrario, estará muerto y no llegaremos sino para recoger sus restos. —Ya decía yo. Es capaz de apagar toda luz de esperanza —murmuró Jenkins cerca de ellos. Henry le tendió el brazo a su hija y, una vez que esta se lo hubo cogido, se dirigieron hacia el sendero, que a duras penas se distinguía entre los árboles y los arbustos. Dos de los guardias se situaron delante de ellos y fueron abriendo camino. Etta se dio cuenta de que, sin proponérselo, llevaba el paso del guardia que tenía delante y que sus pies se hundían en las pisadas que iba dejando este. Aunque no todos los Espina se habían ido de San Francisco, una decena de ellos se habían adelantado para prepararlo todo ante la llegada de su padre. Le había sorprendido que Julian se encontrara entre ellos. Lo había visto mientras prácticamente arrastraban hasta la calle y él intentaba esconder el decantador de brandi debajo del abrigo. —¿Adónde vamos? Su padre la miró. —Espero que no te importe, pero es una sorpresa. Tranquila, te aseguro que te va a gustar. Es que quiero que veas… Me gustaría presentarte a un amigo y enseñarte un sitio importante para mi rama de la familia. www.lectulandia.com - Página 120

Un padre que compartía cosas con su hija. Qué concepto tan novedoso. —Siempre que no haya tigres… ¡o cobras! —¿Perdona? —le soltó su padre. Winifred se coló en la conversación con su actitud y tacto habituales. —No es cosa mía decirte lo que tienes que hacer, Henry, pero me preocupa que… Es que la chica apenas está enseñada y lo que hay en juego en esta cena es demasiado importante. Permíteme, al menos, que me encargue de ella unos días. —No hay nada en juego. No es más que una cena con un amigo. De ti necesito que te hagas cargo de buscar a Kadir y el astrolabio. El mundo se oscureció a su alrededor a medida que los árboles iban cerrando filas a su alrededor y el sol seguía descendiendo. —¿Y qué pasará si Kadir y el astrolabio no están aquí? —preguntó Etta. Sus botas hacían mucho ruido al pisar el barro—. ¿Qué haremos? —Estoy prácticamente seguro de que están aquí, pero, dime: ¿qué harías tú en mi lugar si no fuera así? —¿De verdad quieres saberlo? Henry Hemlock se mostró confundido, como si no entendiera la pregunta. —¿Acaso tendría que haberte planteado la pregunta de otra manera? Quiero saber lo que piensas, claro. Etta no quería que aquel instante acabara, quería arrebujarse en la calidez de aquellas palabras, pero algo lo pisoteó enseguida. —¿Lo que piensa una niña de diecisiete años, Henry? ¿De verdad? —comentó Winifred. Pero su padre quería saberlo y se mantenía a la espera. Hizo que Etta sintiera que… «Confía en mí». ¿Cuándo se había parado su madre a preguntarle lo que pensaba o lo que sentía acerca de algo? Siempre tomaba las decisiones sin consultarla a ella. Incluso Nicholas lo había hecho. Hasta él había intentado aprovecharse de su confianza, aunque no con maldad. Nicholas vivía con una gran carga de culpabilidad y era honesto como solo podían serlo los héroes de la historia o la ficción. —Empezaría por buscar a los Ironwood que pueda haber en las inmediaciones. Provocaría más alteraciones, tantas como pudiera en poco tiempo. Henry Hemlock ladeó la cabeza y la miró, como si se lo estuviera planteando. —Hum… para atraer a Cyrus, que vendría a arreglarlas con el astrolabio, ¿eh? La muchacha asintió. —Aunque no lo llevara encima o viajara con él, conseguirías dividir la atención de los Ironwood. Eso nos daría más oportunidades de seguir a alguno de ellos hasta donde viva el anciano. Seguro que el astrolabio está allí. —Por suerte, ya disponemos de esa información. Cyrus Ironwood ha vuelto a comprar su antigua casa de Manhattan, en el siglo XVIII, pero está costándonos mucho www.lectulandia.com - Página 121

acercarnos a él debido a la ocupación británica —dijo, con aire pensativo—. Había pensado en usar al potrillo de los Ironwood para atraer a Cyrus a campo abierto, dado que carecemos de los recursos humanos necesarios para poner en práctica lo que propones, aunque, por lo demás, es una estrategia excelente. —Muy bien pensado —comentó Winifred, que tenía que esforzarse para seguirles el paso—. Ese chico no nos ha proporcionado nada que iguale la amabilidad que ha recibido por nuestra parte. Es una sanguijuela. —Eso no es del todo cierto… —comentó Henry que, acto seguido, miró con ternura a Etta. —¡Eso fue suerte pura y dura! —graznó Winifred. —He de reconocer que fue afortunado, desde luego. ¿Qué te parece a ti, Etta? —¿Julian? —preguntó mientras se apartaba una hoja del pelo—. Es… «Un niño mimado, repulsivo, está muy pagado de sí mismo, es maleducado…». —… es un Ironwood. —¿Fue indecoroso contigo? —le preguntó su padre con suavidad—. Le encanta coquetear, pero creo que es más bien un perro ladrador. Muchos de los Espina consideran que ya hemos cumplido más que de sobra con él y, a decir verdad, de no ser porque te trajo a ti, cosa que me llena de gozo, estaría de acuerdo con ellos. —¿A qué te refieres con eso de que habéis cumplido más que de sobra con él? —Haces las preguntas sin pensar —le soltó Winifred. —A que ya no sabe nada de los Ironwood que no sepamos nosotros. Cyrus ha apresado a unos cuantos de nuestros viajeros a lo largo de los años y estoy planteándome cambiárselos por Julian. —Yo diría que no hay nada que le dé más miedo —le dijo Etta a su padre—. Cyrus Ironwood bien podría matarlo. Más allá de los árboles que tenían delante, apareció una carretera. Acto seguido, vieron unos faros que la barrían y dos coches antiguos, de color negro, aparcaron junto a los árboles. —¿Lo crees de verdad? Como se lo toma todo a risa, empezaba a pensar que su escarceo con nosotros era para divertirse. Cyrus no mataría a su heredero, al menos mientras lo necesite. —Podría usar el astrolabio para que nacieran nuevos herederos, si lo emplea para salvar a su esposa. —Desde luego, esa era la teoría de tu madre. Y la considero probable. —Julian podría haber vuelto con su abuelo en cualquier momento, en especial cuando empezó a resultarle complicado sobrevivir escondido. —Etta iba desarrollando su teoría a medida que hablaba—. Por el contrario, ha ido a refugiarse con su enemigo más odiado y ha traicionado a los suyos. Necesitaba ayuda, sí, pero está claro que también sentía que precisaba protección. Así que no tengo muy claro que debas enviárselo a Cyrus Ironwood, sino que podrías usar el miedo que esa idea le provoca para obtener detalles importantes que, de lo contrario, jamás te daría. www.lectulandia.com - Página 122

Su padre le sonrió. Etta, por su lado, se ruborizó y tuvo que enfrentarse a esa reacción tan ridícula. —El segundo más odiado. Me atrevería a decir que el honor de ser el enemigo más odiado le corresponde a tu madre. Además, Rose me despellejaría si intentase apropiarme de tal honor. Winifred soltó un quejido, dejó de agarrar a su sobrino por el brazo y se apresuró, a la carga, hacia el primero de los coches. Al conductor apenas le dio tiempo a bajar y abrirle la puerta. —Si esta noche salen las cosas como espero, quizá pueda darle un uso mejor a Julian —comentó su padre mientras se desviaba prudentemente hacia el segundo coche. Saludó al conductor con un asentimiento y le preguntó—: ¿Qué tal los niños, Paul? Etta se perdió la respuesta del hombre porque, justo en ese momento, ella agachó la cabeza para subir al coche. Henry la siguió un momento después y se quitó el sombrero y los guantes. —La lógica de los Hemlock sin la crueldad de los Linden —comentó mientras dejaba guantes y sombrero en el asiento de cuero, entre ambos. El coche se inclinó cuando uno de los guardias se subió al asiento del copiloto—. Vas a hacerlo muy bien. Mientras Etta se acomodaba en la calidez del coche y dejaba que le calentase el cuerpo, le devolvió el sobretodo a su padre. Henry lo dobló, se lo puso en el regazo y miró por la ventanilla. La muchacha se fijó en el rostro de su padre reflejado en el cristal: la sonrisa y la expresión radiante desaparecieron como la llama de una vela al apagarla de un soplido. Era como si se hubiera retirado a su interior y no quedara de él sino un severo gesto de contemplación. El hombre empezó a tocar una rosa que llevaba en la solapa y en la que su hija no se había fijado hasta entonces. Etta se dio cuenta de que, en efecto, el reflejo del puente en el agua ya había desaparecido: solo quedaba una mitad, a la espera de volver a ver a la otra.

La ciudad estaba a oscuras. El rugido del motor ahogaba cualquier otro sonido al otro lado de las ventanillas, en aquellas calles encapotadas por la neblina. A Etta le parecía estar viendo una película muda. Mientras el coche avanzaba por una enorme avenida —la Nvesky Prospeckt, según le explicó su padre—, a la muchacha le dio la impresión de que entraban en San Petersburgo amparados por la sombra de alguien, pero sin que los hubieran invitado, sin ser bienvenidos. La fina nieve que cubría el suelo casi no se distinguía del barro que se acumulaba junto a las alcantarillas. El coche dio un salto, como si acabara de pasar por encima de algo, y Etta se dio la vuelta y estiró el cuello para ver de qué se trataba. Al parecer, no eran sino los restos de una especie de pancarta con dos varas que unos hombres vestidos con austeros uniformes militares estaban retirando de las calles. Los siguió www.lectulandia.com - Página 123

con la mirada hasta una plaza en la que ardía una hoguera. Los soldados alimentaron el fuego con la tela y la madera y se situaron junto a los demás soldados, que permanecían unos al lado de los otros iluminados por las llamas. Una serie de hombres y mujeres, pocos, merodeaban en los lindes de la luz irregular de la hoguera, pero el coche iba demasiado rápido como para que a la joven le diera tiempo de ver qué es lo que pretendían, aparte de calentarse. Las preciosas fachadas de los edificios frente a los que pasaban, con sus gloriosos arcos y cúpulas, parecían pintadas con joyas. Y eso solo servía para que el contraste con lo que estaba pasando en las calles resultara mucho más desalentador. Etta se recostó en el asiento y le molestó el grueso abrigo de piel blanca que le había puesto Winifred. Lo cierto es que ardía en deseos de ser ella misma, de ver con mayor claridad los puntos en los que su padre y ella disentían; pero vestida con tanto lujo, con la piel de otra criatura, y azorada aún por el curso relámpago en etiqueta que le había dado la anciana, sintió que no era la noche ideal para dejar salir a Etta. Tenía que desaparecer tras la falsa imagen de una dama. Su vestido era una especie de funda de seda de color rosa que le caía justo por encima de los tobillos. La capa superior era muy fina, como una gasa, y caía formando un drapeado sobre las demás capas, todas ellas rematadas con un delicado ribete brillante. Antes de que tomaran el pasadizo, su padre le había tendido un par de guantes blancos que le llegaban hasta el codo y un collar de perlas, y le había dado a Winifred una especie de pasador de diamantes, aunque quizá fueran cristales, para que se lo prendiera en el pelo. Después de una larga hora de lucha, la mujer, con ayuda de dos doncellas, había conseguido domar el pelo de Etta en algo parecido a una cascada de ondas, que luego le había recogido en una especie de falsa media melena. La joven sabía que tendría que sentirse afortunada si cuando se quitara las horquillas, antes de acostarse, descubría que no se había quedado calva en algunas zonas. Etta cruzó las manos sobre el regazo, miró a su alrededor, al conductor, a Jenkins en el asiento del copiloto, y a su padre. El hombre había vuelto a abrir su reloj de bolsillo, que era de oro, pero lo cerró de golpe. Etta alcanzó a ver parte de la hora que era, las siete y algo; demasiado pronto como para que no hubiera otros coches o carruajes en las calles aparte de los que estaban aparcados y de aquellos que más bien parecían tanques y que, sin duda, eran vehículos militares. Algunas personas, pocas y cada una por su lado, iban de aquí para allá y entraban en tiendas o seguían su camino a casa. Le recordó el poco tiempo que Nicholas y ella habían pasado en Londres, durante el Blitz. Aquella escena resultaba tan inquietante como ver la última hoja de una rama, moribunda, a punto de caerse. —¿Estamos en los años veinte del siglo XIX? Mientras lo preguntaba, se volvió de nuevo hacia su padre. Aquella era una suposición basada en los coches, en el estilo de vestir y en la decoración del hotel en el que habían estado. www.lectulandia.com - Página 124

Henry, en cambio, había vuelto la cabeza para fijarse mejor en algo que estaban dejando atrás. ¿Eran astas de bandera? —1919 —dijo Jenkins, que se había girado para responderle a través del cristal divisor—. Estamos en… —Pensaba que las reformas se habían aprobado —comentó Henry Hemlock, un tanto molesto. A Etta le apreció que Jenkins y el otro guardia también estaban sorprendidos. —¿Por qué tiene este aspecto la ciudad? —comentó su padre. «Ya han vuelto a romper la línea temporal original». De alguna manera, en mayor o menor medida, la muchacha se dio cuenta de que la línea temporal había quedado lo bastante alterada como para que su padre no reconociera ciertas partes de la gran máquina del siglo. —Han arrestado a un líder socialista al que pillaron intentando asesinar al ministro del Interior —explicó Jenkins—. Es una alteración pequeña, insuficiente para provocar una onda, aunque sí que supondrá un dolor de cabeza para nuestros preparativos. Los rumores dicen que algunos de los antiguos bolcheviques están arengando a las masas, de ahí la presencia militar. Se pasará en cosa de un día. —¿Bolcheviques… —musitó Henry mientras se llevaba una mano a la frente— o Ironwood? A Etta le corrió una única gota de sudor por la espalda. —¿No es este el San Petersburgo que conocías? —insistió Etta—. Parece sorprenderte el estado de la ciudad. —En esta época se llama Petrogrado —la corrigió su padre con su gentileza habitual—. Me sorprende el estado en el que se encuentra, dado que se han aprobado las reformas que ha habido por todo el país para mejorar la vida de los rusos. No obstante, los líos que hayan provocado los cambios los arreglaremos nosotros mientras estamos aquí. El primer golpe contra la ventana sonó como una china que hubiera saltado de la carretera. Fue el segundo golpe lo que la llevó a girarse, cosa que hizo a tiempo de ver cómo un hombre salía a toda prisa de entre las sombras hacia la calle y saltaba desde la acera. El hombre echó el brazo hacia atrás como el lanzador de un partido de béisbol y Etta ahogó un gritito cuando vio que tiraba una botella contra el coche. El proyectil se estrelló contra su ventanilla. Luego apreció otro hombre, una mujer y muchas más personas que salieron de los resquicios y las grietas de la ciudad. —¡Acelera! —le ordenó Henry Hemlock al conductor mientras buscaba una pistola en la chaqueta. —¡Estoy en ello! Otra piedra voló hacia la telaraña de grietas en que se había convertido la ventanilla de la muchacha, que se negó a que la obligaran a agacharse, a que le

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presionaran la cara contra el asiento hasta que el cuero y el miedo la asfixiaran. Estrépito, roturas, destrozos. El coche se movía de lado a lado con cada impacto. Etta observó los edificios que los rodeaban para ver si salían de ellos más atacantes. En lo alto de una panadería se movían dos sombras encapuchadas. Aunque parecía imposible, dada la distancia entre edificios, saltaban de uno a otro como si volaran, con tanta facilidad que eran capaces de seguir el ritmo del coche. Vio un destello plateado, como de una espada… «O una pistola». En esa ocasión, fue ella la que se agachó y tiró de su padre. Lo hizo justo antes de que un disparo… dos… destrozaran su ventanilla y lanzaran esquirlas de cristal sobre su cabeza y espalda. Etta se estremeció con cada disparo. Tenía una mano atrapada debajo del cuerpo y con la otra se tapó la oreja derecha. Los Espina de los asientos delanteros no dejaban de gritarse órdenes el uno al otro. Etta se esforzó por respirar, por incorporarse, pero el brazo de su padre la mantuvo agachada hasta que, por fin, el griterío de fuera fue apagándose. El automóvil vibraba y se estremecía, pero empezó a ir a mayor velocidad. La joven permaneció en aquella incómoda posición durante los siguientes diez minutos, hasta que sintió que las ruedas del coche empezaban a rodar más despacio. Su padre por fin levantó el brazo, aunque seguía maldiciendo por lo bajo. Etta se incorporó. Lo veía todo borroso, casi negro. Se sacudió los pedacitos de cristal que tenía en el abrigo y en el pelo, y observó, estupefacta, cómo le caían sobre el regazo como si fueran fragmentos de hielo. —¿Estás bien? Etta no se dio cuenta de que su padre le estaba hablando hasta que él la sujetó por el hombro, casi haciéndole daño, y la giró hacia él para empezar a asegurarse de que no le había pasado nada. Henry tenía un pequeño corte encima de la ceja izquierda pero, por lo demás, estaba bien. —¡Dios mío, pienso matarlos con mis propias manos! —soltó furioso. —Estoy bien, estoy bien —insistió Etta. El aire entraba por la ventanilla rota y notó una ráfaga fría en el cuello—. ¿A qué ha venido eso? —Manifestantes —comentó Jenkins—. ¡Maldita sea! ¡No tendríamos que haber ido por la Nvesky Prospeckt! Pero los del palacio nos han asegurado que estaba despejada. Señor, le prometo que… —Las personas de los tejados… —empezó a decir la joven. Su padre levantó la mano. Aún respiraba con dificultad. El coche cruzó una verja, fue perdiendo velocidad y se detuvo con cierta brusquedad. Varias personas vestidas con traje o con uniformes anodinos llegaron desde los arcos de la entrada de un edificio cercano. Etta abrió la puerta y bajó del vehículo. Le temblaban un poco las piernas. A medida que bajaba, se le cayeron de encima más cristales y se perdieron sobre la nieve. Su aliento tiñó de blanco el aire mientras, poco a poco, levantaba la cabeza. www.lectulandia.com - Página 126

Estaban frente a un edificio al que no se le haría justicia describiéndolo solo como «imponente». Ni siquiera el término «recargado» podía describir su majestuosidad. La fachada, de color verde pálido, estaba tan ribeteada de oro que le daba al edificio un toque barroco. Se trataba de una estructura descomunal, que se extendía a uno y otro lado hasta donde alcanzaba la vista. Desde el tejado les observaban estatuas de mujeres y santos cubiertas de nieve. Aquel debía de ser el palacio, sin duda. El segundo coche, en el que venían Winifred, Julian y otro de los guardias, aparcó detrás del suyo poco después. Era evidente que también había sido víctima de los disturbios. La anciana bajó del coche hecha una furia. —¡Serán bestias! Julian la siguió de cerca, pero no parecía que estuviera tan enfadado, y tampoco estaba tan pálido como la anciana. Levantó las cejas mientras miraba a Etta y articulaba una frase en silencio: «Menudo viajecito, ¿eh?». La joven, por su parte, arrugó el ceño y miró a su padre, que estaba quieto mientras Jenkins le sacudía del abrigo los cristalitos que le quedaban. Entonces, un anciano llegó junto a Etta y empezó a halagarla y a hacerle reverencias de tal calibre que la muchacha, extrañada, dio un paso hacia atrás. El ruso había llegado tan deprisa que a la joven no le había dado tiempo de buscar en su cabeza las únicas tres palabras que conocía en su idioma. La actividad frenética que se desarrollaba alrededor de ellos empezó a calmarse cuando su padre se situó a su lado y siguió la mirada de ella hacia las alturas. Henry Hemlock suavizó el gesto y dejó de fruncir los labios, como si acabase de ver a un viejo amigo. —Bienvenida al Palacio de Invierno.

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Desconocido Desconocido

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Doce Nicholas no encontraba la manera de pedirle a la mujer que repitiera lo que acababa de decir. Tampoco fue necesario, porque ella lo repitió de todas maneras y acompañó las palabras de la misma risita aniñada. —¿Te importa que te haga la pregunta evidente? —le dijo Sophia, que, por raro que pareciera, estaba calmada—. ¿Por qué? —No estáis en disposición de hacer preguntas —respondió Belladona sin dejar de mirar a Nicholas—. Lo que tenéis que hacer es obedecer… si es que apreciáis vuestra vida, claro está. Nicholas se sentía como si le hubieran crecido raíces y no pudiera moverse, pero notó que el alma lo abandonaba y que iba de un lado para el otro de la estancia, golpeándose contra las paredes. En la vida, lo habían humillado en numerosas ocasiones hasta ese punto en que la rabia que le producía la impotencia se apoderaba de él pero aquello… aquello… El enfado que lo asfixiaba resultaba implacable. Si hubiera sido capaz de moverse, habría ido hasta el enorme escritorio de metal y lo hubiera golpeado con el puño hasta romperlo. El fino cordel de cuero que llevaba al cuello, del que colgaba el pendiente de Etta, le pesaba como si en lugar de un pendiente llevara una ristra de ladrillos. —¿Qué quieres decir con eso? —insistió Sophia—. ¡Déjate ya de adivinanzas! La joven se abalanzó hacia la mesa, pero Selena se puso de pie y la detuvo. Belladona no dejaba de mirar a Nicholas. Esperando. —¿Pretendes…? —empezó a decir el muchacho cuando su cerebro volvió a funcionar—, ¿pretendes que mate a alguien de mi familia? ¿Te das cuenta, siquiera, de lo que estás pidiéndome? No podía matar a Cyrus Ironwood. Se enfrentaban el deseo y el pensamiento racional. Como era evidente, lo había soñado mil veces, había soñado con hacerlo de mil maneras diferentes, pero siempre se despertaba mucho menos satisfecho de lo que debería, teniendo en cuenta las torturas a las que aquel hombre había sometido a las personas a las que Nicholas quería. Pero una vez lo destilaba todo —el tormento, la furia y la desesperación— era la verdad del asunto lo único que quedaba: matar al anciano mancillaría su alma y los uniría a ambos irrevocablemente, hasta que Nicholas encontrara su propia recompensa y se viera obligado a responder por lo que había hecho. Una cosa era aplicar la violencia en defensa propia y otra muy distinta era asesinar. Un homicidio. Solo pensar en ello le dejaba un sabor metálico en la boca. —O él o tú —le dijo Belladona.

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Luego, la mujer chasqueó los dedos y el niño dejó de fingir que barría el mismo montón de cristal e insectos secos una y otra vez, pues lo que de verdad estaba haciendo era prestar atención a la conversación. Nicholas se giró justo en el momento en que el niño volvía a irse por el pasadizo. —No tardarás en descubrir que soy la única que puede quitarte el anillo y, cuanto más tiempo lo lleves, más fuerzas te restará el veneno que te está inoculando poco a poco. —¡Pues me cortaré el dedo! ¡Me cortaré la mano entera si es necesario! Echó mano al cuchillo. —Hazlo —lo animó la anciana—. De hecho, puedes cortarte las muñecas si quieres, pero lo único que conseguirás es que tu cuerpo debilitado absorba más rápido el veneno. Será un placer que pongas a prueba la teoría, pero creía que habías venido porque querías encontrar a una persona, ¿no? «Sabe que existe Etta». Sintió que se le agriaba la sangre. Una arcada lo golpeó con tanta fuerza que a punto estuvo de doblarlo. «Conoce a Etta». Bruja. «¡Bruja!». Las ilusiones, el engaño, la astucia y, ahora… veneno. —¡Vamos, anda, ¿tan malo es lo que te he pedido?! ¿Acaso has olvidado que te consideraba una propiedad?, ¿que eres el fruto de un hombre perverso que forzó a una mujer indefensa?, ¿que vendió a tu madre a un mercader de Georgia que se aprovechaba de ella y le pegaba hasta que la enfermedad acabó con ella? Nicholas se llevó un puño a la boca y presionó con fuerza. Se habría vuelto para intentar serenarse, de no ser porque temía que lo apuñalara por la espalda. —Vive en la antigua casa en la que creciste. No te queda mucho tiempo. Pronto saldrá de viaje. Supongo que no tardaré en volver a verte aquí a ti también. —Señora, nos veremos en el infierno —le espetó el joven. Sintió un tirón en el brazo y no se dio cuenta de que avanzaba hacia el pasadizo hasta que Sophia le clavó las uñas con tanta fuerza por encima de la camisa que se le hundieron en la carne. —No te gires para mirarla, no le des esa satisfacción —le comentó la muchacha entre dientes. Y no lo hizo. Aguantó la respiración cuando entraron por el pasadizo y no gritó hasta oír el tronido. El olor del aire cambió cuando llegaron al otro lado. Era el mismo olor a tierra rancia, húmeda, que parecía emanar de la ropa de la anciana mientras se movía. —¡Carter… espera… maldita sea! Sophia tuvo que cogerlo del brazo para que se detuviera y la mirara a los ojos. Nicholas tenía una sensación muy rara, como si estuviera en su lecho de muerte, www.lectulandia.com - Página 130

como si la fiebre se hubiera apoderado de él, de su cabeza. Veía a la muchacha envuelta en una especie de neblina irreal. «¡Idiota! ¡Idiota de mierda! ¡Por Dios!». Rose Linden lo había llevado como una oveja al matadero, pero él era el único culpable de lo que acababa de suceder. Se había precipitado, no había calculado los riesgos y, ahora… Una bofetada le desvió la cabeza hacia la izquierda. Sophia volvió a levantar la mano, lista para pegarle otra bofetada. —Me ha parecido que ibas a desmayarte y eres demasiado grande como para que yo pueda llevarte a cuestas. —Gracias… Disculpa… Muchas… gracias… Nicholas no tenía ni idea de lo que quería decir, pero el bofetón había desempolvado un antiguo recuerdo, algo en lo que no se había atrevido a pensar desde hacía muchos años. «Si matas al viejo, serás libre». De juramentos. Del sentimiento de culpabilidad. De aquel insoportable peso que le anclaba el corazón a las tripas. «No». Acababa de vender el alma, sí, pero no pensaba maldecirla también. Se llevó las manos a la cara para evitar que se le escapara por la boca el bramido que lo estaba desgarrando por dentro. El anillo de oro le produjo cierto calor en la cara, como un beso. Intentó quitárselo con todas sus fuerzas, pero no hubo suerte. Tenía que encontrar a Etta. Quería encontrar a Etta. Solo pensaba en Etta. —Olvida lo que ha dicho esa vieja —le soltó Sophia enfadada, en un tono duro como el acero—. No te tiene atrapado. Lo único que quiere es que lo pienses. ¡Demuéstrale que estás por encima de ella! ¡Demuéstrale que no le tienes miedo, maldita sea! —¿Lo dices porque lo crees de verdad o porque necesitas con vida a Cyrus Ironwood para llevarle el astrolabio? —le preguntó Nicholas con amargura. Sophia reculó. Hacía mucho tiempo que Nicholas se había acostumbrado a la cara de asesina que era capaz de poner la muchacha, así que casi le reconfortaba su familiaridad. —¿Acaso crees que no voy a destriparlo en cuanto tenga la oportunidad? —Creo que estás en esto por tus propios intereses. Creo que a una parte de ti, la misma que te impidió rebajarte a hablar conmigo durante tantísimos años, le encantaría ver cómo las circunstancias se me meriendan. —Por supuesto que estoy en esto por mis propios intereses, ¡igual que tú! —le dijo entre siseos de rabia—. Hemos dejado de lado la búsqueda de lo único que importa para dar con alguien que, en realidad, no tiene ningún valor. Ahora bien, si piensas que voy a volver con esa familia que me quería casi tan poco como a ti, ¡más te vale que espabiles antes de que te haga espabilar yo! www.lectulandia.com - Página 131

«En un orfanato. Robos». Aquel era el pasado que la muchacha había mantenido oculto bajo capas de seda y encaje. Se había esforzado por pulirse hasta convertirse en algo brillante y reluciente, y ¿de qué le había servido? El anciano no la había nombrado heredera ni después de que hubiera muerto el último heredero al que había designado. «Como si el viejo fuera a permitir que nos olvidáramos de nuestros orígenes». El pensamiento le produjo una punzada de dolor. Era más fácil convivir con la ira que con una amabilidad fingida. —¿Acaso no es esa la razón de que llevaras esa daga oculta? ¿Acaso no pretendías usarla? Sophia enarcó las cejas. —¿Por eso estás así? Sí, cogí el arma cuando estábamos en Nassau. Podría habértelo dicho, pero pensé que no creerías que no la llevaba desde el primer momento. Tan solo quería estudiarla sin que me la quitaras como si fuera una niña. —Deberías habérmelo dicho. —¿Basándome en todo lo que has confiado tú en mí? ¿Acaso me has hecho caso cuando, hace diez malditos minutos, te he dicho que no cerraras tratos con esa bruja? —dijo, acercándole un dedo a la cara—. Pero no me has hecho ni caso, ¿verdad?, y, ahora, tenemos que lidiar con ello. Así que deja de poner esa cara de perrito apaleado y despierta. Vamos a ir a Cartago, ¿vale? Cyrus Ironwood envía informes de todos los cambios importantes que se producen en la línea temporal a todos los guardianes y viajeros que tiene apostados a lo largo de los siglos. Para cuando lleguemos, seguro que los dos Jacaranda tienen la respuesta que andamos buscando o que, al menos, pueden indicarnos quién la tiene. ¡Que Rose Linden se tire por un acantilado y que se lleve a Belladona al infierno con ella! Sophia acababa de golpearlo con la verdad. En realidad, no había confiado en ella ni por un instante, porque consideraba que ella no le había dado ni una sola razón para hacerlo. No podían seguir así, pero era como si fueran incapaces de romper aquel ciclo de odio. —Ha dicho que no servirá de nada hablar con los Jacaranda. —¿Y lo crees? ¿Después de cómo te ha engañado? Nos ha dicho todas esas memeces acerca de los Espina para que confiáramos en ella y no cuestionáramos los términos del acuerdo. Olvídate de ella. Prefiero probar suerte en Cartago antes que volver a creer en esa bruja. Tenía razón. Desde luego, debían irse de aquel lugar infernal. Nicholas se puso derecho e hizo crujir los nudillos para liberar la presión que amenazaba con salir disparada de sus dedos. «Esto es vergonzoso. Me estoy desmoronando, como un novato durante su primer abordaje. ¡Ánimo, hombre!». Nicholas dejó atrás el taller de alquimia a paso rápido y subió los escalones de dos en dos. Sophia lo seguía de cerca, soltando todos los juramentos e insultos que www.lectulandia.com - Página 132

conocía —que no eran pocos—, hasta que calculó mal la distancia en un escalón y se cayó hacia delante, de manos. Se puso de pie como por resorte y a punto estuvo de escupirle a Nicholas cuando este le ofreció la mano para ayudarla. —¡No necesito tu maldita ayuda! —¡Pues no pienso volver a ofrecértela! El niño de los cabellos dorados ni siquiera levantó la vista del libro cuando pasaron. Nicholas sintió un escalofrío al darse cuenta de que la mujer a la que habían visto antes volvía a estar detrás del mostrador. A su lado, resplandecía la misma vela de color rojo sangre. —¡Hasta la próxima! ¡Nos alegramos de haber hecho tratos con ustedes! —soltó con voz cantarina. Tanto Sophia como Nicholas le hicieron un gesto de lo más grosero. —¡Dile a tu señora que pienso volver para despellejar a ese perro gigante que tiene y que me haré un abrigo con su piel! —le soltó la muchacha al chico. Este levantó la vista del libro. La frase de la joven había hecho que se le llenaran los ojos de lágrimas. —¿A Selena? —¡Vale, vale, no lo haré, pero a ella dile que sí! Nicholas intentó contener su enfado en cuanto salieron de la tienducha, para que no acabara gobernándolo. La lluvia se le coló por el cuello de la camisa, le corrió por la espalda y lo empapó en unos momentos. Habría agradecido un viento frío, algo que calmara el monstruoso dolor que se escondía en aquellos momentos en su interior. Por el contrario, el calor que sentía en la mano derecha, en el anular, hacía que le latiera el dedo como si tuviera un segundo corazón. Cuando por fin levantó la mirada, vio que la ciudad estaba cubierta por una niebla tan intensa que las calles y los edificios empezaban a desaparecer. Como si, en efecto, Praga solo fuera un sueño. —¿Adónde vamos? —le preguntó a Sophia—. ¿Cómo llegamos a Cartago? —Sígueme. La muchacha giró hacia el norte, y Nicholas, que no tenía otra alternativa, la siguió.

En vez de perder semanas viajando por mar, Sophia organizó un viaje por años y continentes que implicaba una gran cantidad de peligros con los que, no obstante, y por suerte, no se marearía y, por tanto, no vomitaría. Primero, un viaje de vuelta a los pantanos de Florida, que suponía varias horas avanzando entre aguas barrosas y muchas monedas invertidas en sobornar al guardián que había recibido el castigo de vigilar aquel pasadizo. Aquello los llevó, según Sophia, al Portugal del siglo XIII. Desde allí, tomaron otro pasadizo, que llevaba a la Alemania del siglo X y, finalmente, después de robar un par de caballos y convertirse

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en el blanco de la ira de todo un pueblo, se encontraron en el siglo XVIII, esta vez en Tarragona, una provincia de Cataluña. Como no parecía que mejorara su suerte, Nicholas y Sophia pasaron horas siguiendo las malas carreteras del lugar con la esperanza de que la memoria de ella les fuera de más utilidad que el juicio de él. Para pasar el tiempo, Nicholas intentó recordar todos los detalles que pudo acerca de Cartago. Hacía años que aquellos recuerdos acumulaban polvo en algún rincón de su cabeza, pero era posible que los hechos que recordaba les ofrecieran cierta protección contra lo que podía esperarles más adelante. Gran parte de lo que sabía se lo había contado Hall, que tenía bastante retentiva para la historia marítima, aunque estuviera un tanto oxidada por la edad y por tanta exposición al sol. La antigua ciudad de Cartago, que fue en su día la gran rival de Roma, se alzaba en una zona excelente de la costa noreste de África, con brazos de mar al norte y al sur. Su inmensa riqueza —aunque sin el esplendor de la opulencia romana— se debía a que todos los barcos que navegaban por el Mediterráneo pasaban por el estrecho que la separaba de Sicilia. Había habido tres guerras púnicas entre Roma y Cartago, y de la que más sabía Hall era de la segunda, la de Aníbal, que era el personaje histórico favorito de Chase y de Nicholas cuando el capitán contaba sus historias, después de la cena. El ingenioso general había navegado con un ejército de casi cien mil soldados y decenas de elefantes y habían recorrido España entera, para después cruzar los Alpes hasta Italia. Cuando eran pequeños, Chase y él habían intentado recrear el cruce del Ródano por parte del ejército de Aníbal, utilizando el revoque caído del barco de Hall en lugar de balsas y ratas en lugar de elefantes. El joven intentó refugiarse en aquellos recuerdos iluminados con lámparas, pero, cuanto más caminaban, más sencillo le resultaba caer en sus pensamientos más sombríos y refugiarse en ellos. Excepto por algunas liebres, no se habían cruzado con nadie. Por otro lado, y aunque había tomado nota mental de todas las armas que Sophia llevaba encima, Nicholas ya no tenía claro si la muchacha escondía alguna otra daga con la intención de usarla para deshacerse de él y seguir adelante sola. O algo peor. «Si me mata, algún pasadizo cercano se cerrará». Lo cierto es que aquel pensamiento no lo reconfortó. Lo inquietaba haberse dejado engañar por Belladona, pero no tardó en darse cuenta de que, con lo de viajar a Cartago, también había confiado en Sophia a las primeras de cambio. La había seguido hasta allí sin rechistar, lo que quizá no los llevase a la ciudad africana, sino a una muerte terrible o a otra trampa. Cerró las manos con fuerza y se le agarrotaron los músculos de los hombros, que ya estaban tensos de por sí. Era un inútil como viajero. ¿Por qué no habría estudiado mejor dónde estaban los pasadizos? ¿Por qué tenía que volver a confiar en un

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Ironwood y, en concreto, en una Ironwood que lo odiaba lo bastante como para convertir en polvo montañas enteras? Era un marinero capaz y habilidoso, sí, pero en esta situación se sentía como una de aquellas ratas subidas a una balsa muy precaria. —¿Quiénes son esos viajeros? Dijiste que eran de los Jacaranda y que el anciano estaba castigándolos por algo. —Remus y Fitzhugh Jacaranda. Fueron buenos amigos de los Ironwood durante muchos años, de sus mejores consejeros. Julian me contó que el día en que descubrió que habían desertado y se habían ido con los Espina, el abuelo se enfadó tantísimo que quemó todas sus pertenencias, títulos de propiedad y registros. Cuando los otros dos descubrieron que los Espina tampoco eran trigo limpio, volvieron arrastrándose y pidieron perdón. En vez de matarlos, el abuelo los envió a Cartago durante el asedio romano para castigarlos y obligarlos a demostrar de nuevo su lealtad. Ahora, su tarea consiste en vigilar el pasadizo que hay allí. Un asedio romano. Así que estaban en la tercera guerra púnica. —Seguro que así han tenido mucho tiempo para pensar en los crímenes que cometieron, porque no creo que este haya sido nunca un destino popular entre los viajeros. ¿Qué hay que ver ahí? —dijo Nicholas. —No digas bobadas. Los guardianes y viajeros a los que se asigna vigilar los pasadizos no solo están allí para informar de quiénes van y vienen. Han de asegurarse de que los pasadizos están en buenas condiciones y no se van a derrumbar. Nicholas asintió. Julian le había explicado que los pasadizos podían volverse inestables, e incluso desmoronarse, en dos casos: con la muerte en sus inmediaciones de algún viajero que no se encontrase en su época natural o, según creía Cyrus Ironwood, por el uso y el paso del tiempo, como si se volvieran viejos y raídos, igual que la tela usada a menudo. —En los últimos tiempos se han derrumbado o cerrado muchos más pasadizos que nunca —comentó Sophia mientras su perfil se recortaba contra el mar que se veía más abajo—. Por eso me creía lo que decía el abuelo, ¿sabes? Eso de que quería el astrolabio para examinar los pasadizos recién encontrados, su destino y su estabilidad. Aunque, claro, no soy ninguna ingenua; no me creía todo lo que él me decía ni tampoco quería las mismas cosas que él. Nicholas se fijó en que, nada más pronunciar aquellas palabras, la muchacha dejó caer los hombros, como si se hubiera quitado un peso de encima. El joven se acordó de que la había acusado en Praga y se preguntó cuánto tiempo llevaría ella conteniendo su temperamento, impidiéndose explotar. Quería decirle que lo sabía. «Nadie que creyera a Cyrus Ironwood a pies juntillas habría sobrevivido tanto tiempo». Intentó imaginársela en aquel entonces, en su época natal, en aquel orfanato. Pequeña, sucia y con tanta hambre como para arriesgarse a que la pillaran robando. www.lectulandia.com - Página 135

Eso lo entendía, desde luego. Un niño que, para sobrevivir, ha de enfrentarse a la más cruda de las desesperaciones acaba con esas emociones grabadas en el alma. Nunca sería capaz de sacudirse de encima la sensación de que, algún día, todas las cosas buenas que había conseguido en la vida podían volver a esfumarse… aunque no fuera del todo. —Puede que esa sea la verdadera razón de que no me nombrara heredera —dijo, esbozando una sonrisa que más bien parecía una mueca cruel. —No te nombró heredera porque eres mujer y porque es tonto del culo. Y porque estaba Julian, rodeado de esa pátina de gloria. Sophia levantó la mirada, enarcó las cejas y lo mandó callar. —Ay, Carter, y, ahora, ¿te pones a hablar mal de los muertos? —Él no… Nicholas consiguió frenarse antes de que se le escapase. —Él no ¿qué? «Maldita sea». Nicholas no le había contado a Sophia la conversación que había tenido con Rose acerca de que era probable que Julian hubiera sobrevivido, y no porque no mereciera saberlo, sino porque no sabía cómo reaccionaría. Aunque era posible que mejorara la opinión que tenía de él, también podía desestabilizar el precario equilibrio que habían conseguido. Siempre era mejor no balancear un bote durante la tormenta. Daba la sensación de que Sophia pasaba, sin previo aviso, de la euforia a la tristeza más absoluta. Sus cambios de humor parecían brisas erráticas, y Nicholas la necesitaba concentrada para encontrar a Etta, no cambiando de opinión cada dos por tres y ansiosa por ir en busca de Julian. Sabía que era cruel por su parte y la mar de egoísta, así que había tenido que recurrir a todos los recuerdos de los años en que ella lo insultaba y humillaba para reconciliarse con lo que estaba haciendo. En este caso, el fin justificaba los medios, por deshonestos que fueran. No le importaba mentir si el premio era Etta, pues eso lo absolvería de toda culpa. No podía permitir que se dedicaran a viajar en busca de Julian o para descubrir dónde había pasado aquellos años o qué había sido de él. Con lo que conocía a su hermano, no era improbable que se hubiera retirado a una isla paradisiaca en la que hubiera algún palacio y hubiera permanecido escondido en ella. Julian siempre caía de pie. —Pátina de gloria —repitió la joven—. ¿Cómo es que no lo ves? Nunca le gustó Julian. Odiaba todo lo que su nieto amaba. Apostar, beber y pintar. No mostraba reparos en decirle lo inútil que era, día sí y día también. Lo consideraba una terrible decepción, hiciera lo que hiciera. Nicholas frunció el ceño. Era consciente de que el anciano no había llorado abiertamente la pérdida de su heredero, pero suponía que era porque temía que sus enemigos aprovecharan cualquier signo de flaqueza o grieta para intentar arrebatarle el trono. Por eso y porque debía de hacer años que se le había calcificado el corazón. —¿De verdad era tan malo con él? www.lectulandia.com - Página 136

—Y puede que peor. El abuelo se avergonzaba de él y el comportamiento de Julian lo atormentaba. Estaba convencido de que arruinaría su imperio. Si no hubiera muerto… —¿Qué? —Es probable que lo hubiera matado él mismo. La muchacha acabó la frase despacio y mirando hacia el frente. —Y, aun así, no nos creíste en Palmira cuando te contamos que quería nuevos herederos. Sophia no respondió. Nicholas volvió a atacarla: —¿Para ti también era una decepción? Era algo en lo que Nicholas había pensado muchas veces. Julian siempre estaba metido en líos de faldas, a sabiendas de que Sophia se encontraba en casa, esperando el día de su boda. Ahora que Nicholas había conocido a Etta, le resultaba evidente que, cuando Julian le hablaba de su prometida, no lo hacía embargado por el fuego del dulce amor, sino por el fresco bálsamo de la amistad. Pero Sophia sí que lo había llorado, y de verdad, con todo el crepé negro y la reclusión que requería la situación. —Su muerte fue la decepción. Que se cayera por un abismo fue una decepción. —¿Por fin crees que fue un accidente, que no lo empujé yo? La muchacha le lanzó una mirada de pena que hizo que a Nicholas se le encendiera el corazón y le diera un vuelco. —Lo que pasa es que ahora sé que no tienes lo que hay que tener para asesinar a alguien. Careces de esa fuerza. Si lo hubieras hecho, seguirías en la montaña, llorando. El joven abrió la boca, pero no llegó a pronunciar las palabras. «Pero si soy más Ironwood que tú». Sintió el frío que le recorría las venas y soltó una risa grave. ¿Tan orgulloso era que había recurrido al linaje familiar que tanto odiaba para defenderse de esa debilidad que ella le atribuía? —Era mi mejor amigo —le dijo Sophia—. Mi único amigo. No voy a disculparme por estar furiosa contigo por lo que sucedió, porque su vida me importaba. Pero… lo nuestro no era lo mismo que lo que tienes tú con la Linden. Si yo hubiera tenido alternativa, si hubiera habido otra manera de conseguir una pizca de respeto por parte de esa familia, no me habría… —¿No te habrías prometido con Julian? —Ni con ningún otro hombre. A continuación, se hizo el silencio entre ambos, pero Sophia no dejó de mirar a Nicholas. —Siempre he preferido la compañía de las mujeres, me da igual lo que diga la historia. Y la excepción que confirma la regla es la de tu estúpida enamorada que, por lo que a mí respecta, como si se muere. www.lectulandia.com - Página 137

Nicholas no tenía ninguna opinión formada o prejuicios al respecto, pero era consciente de que el sentimiento que Sophia había expresado por Etta era mutuo. —Ten cuidado con lo que dices —empezó el muchacho, en un tono ligeramente amenazador—, porque mi enamorada no es ninguna estúpida y, además, es por todos conocido que tiene un terrible revés. —No es que… no es que carezca de sentimientos —dijo Sophia con la barbilla alzada y la mirada al frente—. Los tengo. Es solo que no puedo permitirme el lujo de ser blanda. Intento sobrevivir. «Igual que tú», acabó la frase para sus adentros Nicholas. La vida les había ofrecido veneno en muchas ocasiones a ambos, variaciones más o menos amargas, pero veneno, en definitiva. El joven se rascó la cabeza. —No tienes por qué confiar en mí. —Sophia desvió la mirada—. Confía en mi furia. Preferiría morir a permitir que el abuelo consiga todo lo que quiere. Tiene que aprender lo que se siente cuando uno es consciente de que nunca obtendrá algo en concreto. Nicholas asintió. Eso podía entenderlo. En su trato inicial, la muchacha le había dicho que necesitaría su ayuda para desaparecer una vez que hubieran encontrado el astrolabio, pero a Nicholas le resultaría mucho más sencillo confiar en el ansia de venganza de Sophia. Sin embargo, había algo en su postura, en la manera en que se tironeaba de la oreja, que le hacía plantearse qué era lo que no le había contado. Sophia empezó a caminar más rápido y se adelantó por el camino, como si pretendiera evitar la mirada inquisitiva del muchacho. Su destino apareció a lo lejos, en el acantilado. Las ruinas del anfiteatro romano —montones de piedras abandonadas a su suerte para que resistieran el clima y el paso del tiempo lo mejor que pudieran—, parecían fantasmas bajo la luz blanco hueso de la luna. Más allá estaba el mar, con su interminable resplandor y su tremenda oscuridad. Nicholas se preguntó si, dada la posición estratégica de la ciudad, los romanos habrían conquistado aquellas tierras para vigilar a los cartagineses y protegerse de ellos. —Yo diría que es por aquí —dijo Sophia—. Recuérdame que me haga con una armónica si, en algún momento, llegamos a estar más allá del siglo XVIII. Encontrar los pasadizos con ayuda de la resonancia haría que esta odisea fuera más sencilla. Bajaron los escalones, por entre los asientos, hasta el escenario, que se encontraba en el centro. Había tantísimo polvo que les manchaba los zapatos y les llenaba los pulmones. Nicholas entrecerró los ojos para ver mejor en la oscuridad, pero la única indicación de que había un pasadizo cerca era el ligero temblor que sentía en la piel. —Yo buscaré por aquí —le dijo a Sophia, que recorría el perímetro del anfiteatro, más arriba. Nicholas se giró para seguir bajando aquella escalera, que parecía llevar a una especie de pasillo medio en ruinas o habitación que había por debajo de las gradas. —Yo me encargaré de la parte de abajo si tú te… www.lectulandia.com - Página 138

Se internó en una zona de aire trémulo y, de pronto, se vio caminando contra una presión fuerte y fría que le impedía respirar y parecía dispuesta a arrancarle el corazón.

Empezó a ahogarse antes de saber qué había pasado, antes de que su cuerpo comprendiera que había entrado en el pasadizo sin darse cuenta. Mientras intentaba obtener aire, alarmado, le entraba agua salada por la boca y le llenaba los pulmones. Agua. Agua. Agua. Estaba atrapado en una corriente circular que le daba vueltas una y otra vez, que lo revolcaba… Empezó a sacudir las piernas para salir de aquel remolino. No era capaz de pensar con claridad y tampoco veía nada. No sabía dónde se encontraba la superficie; solo veía oscuridad, oscuridad y el tamborileo del pasadizo, que hacía que el agua que lo rodeaba latiera a un ritmo frenético. «No te asustes. Tranquilízate. Maldita sea… Maldito pasadizo…». Y maldita Sophia por no haberle alertado de que algún demente había escondido la entrada al pasadizo debajo del agua. El agua salada empezó a hacer que le escocieran los ojos, pero aun así los mantuvo abiertos. El pecho le ardía ante la necesidad de aire, ¡pero no pensaba ahogarse, maldita sea! Dado que era de noche, si no descubría el brillo de la luna o de algún fuego, iba a resultarle prácticamente imposible saber dónde estaba la superficie y dónde el fondo. Se obligó a quedarse quieto, a sentir la corriente. Cuando estaba a punto de empezar a nadar en la misma dirección en la que su cuerpo intentaba flotar, notó un movimiento brusco detrás de él, como una resaca. Justo entonces, el pasadizo volvió a cobrar vida y Sophia salió disparada por él. Nicholas estiró la mano, cogió a la muchacha como pudo y empezó a patalear hacia lo que esperaba que fuera «arriba». Nicholas salió a la superficie de aquellas aguas oscuras y tomó aire con un jadeo al tiempo que levantaba una mano hacia el cielo, como si eso fuera a permitirle elevarse hasta el aire fresco. En cuanto apareció por detrás de él, Sophia emitió un sonido parecido al de un ave de presa furiosa y el muchacho se dio cuenta de que la había agarrado por el pelo. —¡Lo siento… lo siento… muchísimo! —consiguió articular, con la voz entrecortada debido a toda el agua que había tragado—. ¡Disculpa…! —¡Cállate! ¿O es que quieres que nos descubran? ¡Nada! —¿Hacia dónde? —¡Hacia cualquier lado! Nicholas parpadeó, deseoso de que los ojos se le acostumbrasen a la oscuridad. El agua que los rodeaba temblaba y ondeaba de una forma muy peculiar, antinatural. El «clan, clan, clan» que había atribuido al pasadizo se oía más fuerte ahora y mucho

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más variado en velocidad e intensidad, cosa que lo hizo pensar que en realidad no era un pasadizo, sino personas martillando y dando golpes. Al darse cuenta de aquello, una alarma saltó en su interior. Era el sonido que se hace cuando se está construyendo algo, cuando se golpea un filo de metal. Era el sonido de la guerra. Por encima de aquel estrépito se oían crujidos: eran los quejidos de la madera sometida a mucha presión y embestida por las olas. Un sonido que le resultaba de lo más familiar. «Barcos». Se dio la vuelta. Una arcada enorme, circular y parecida a un coliseo, se extendía a su alrededor. Entre los arcos había columnas intercaladas que se alzaban hacia el cielo, lo que le daba a la estructura el aspecto unificado de un pórtico. La vista resultaba más impresionante aún debido a los barcos amarrados entre las columnas, esperando a que los botaran. El diseño de aquellas naves no lo había visto sino en grabados, aunque el calado de estas era menor, casi plano, como si fueran barcazas. Nadó hacia uno de los barcos que más cerca tenía, el que estaba amarrado entre las dos columnas de la arcada más próxima. Se quedó fascinado al ver que en los lados tenían aberturas para decenas y decenas de remos. En la proa, mirándolo fijamente como si fuera un demonio, la nave tenía pintados dos ojos de colores brillantes y un enorme cuerno de bronce que, a su entender, servía para embestir otras naves y destrozarlas. De pronto, algo tiró de él por el cuello de la camisa y le impidió seguir nadando en aquella dirección. —¿Quieres desenamorarte de una vez de ese maldito barco? ¡Estamos en mitad de un asedio! —le chilló Sophia irritada—. ¡Como nos cojan no solo nos matarán… harán que todos lo vean! ¡Usarán nuestro cadáver decapitado para subirle la moral a las tropas! «Sí, es cierto. Un asedio». Según Hall, Roma había asediado Cartago, su gran rival, durante años y, al final, había acabado saqueándola, asolándola y matando a cientos de miles de sus habitantes. Dependiendo de en qué momento hubieran llegado, era posible que fueran testigos de lo sucedido, así que sería mejor que no se implicaran. Maravilloso. La adrenalina se apoderó del joven, lo que le calentó brazos y piernas, le despertó la mente y le afinó el pensamiento. Detrás de ellos, en el centro de la arcada, se hallaba una estructura grande como una montaña, una especie de atalaya de cuatro pisos que iban disminuyendo de tamaño a medida que ascendían. El piso más bajo, con numerosos arcos y columnas, albergaba los cobertizos para los barcos y, al parecer, servía también de dique seco, pues había varios esqueletos de naves a la espera de que las completasen. www.lectulandia.com - Página 140

Pero era el piso más alto lo que intrigaba a Nicholas, lo que le heló el corazón. Allí en lo alto, a la luz de las antorchas, descubrió la silueta de varios centinelas. —Sígueme —le dijo Sophia. La muchacha dio una brazada larga y confiada hacia un puente que conectaba la atalaya con la entrada a la ciudad. Esa vez fue él quien tiró de ella, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios cuando Sophia se mostró irritada y empezó a chapotear. No estaban en un muelle normal y corriente. Aquel era un muelle militar, lo que, sin duda, lo convertía en uno de los sitios mejor protegidos y más vigilados de toda la ciudad. En aquella zona habría pocas maneras de entrar en la ciudad y estarían todas vigiladas. Giró la cabeza en la dirección opuesta. Si las historias de Hall eran ciertas… Nicholas por fin empezó a ver con mayor claridad por entre el velo de oscuridad y… En efecto, allí estaba. En la antigua Cartago no había un solo muelle, sino dos; uno militar y, el otro, mercantil. El joven estaba seguro de que, para entonces, los romanos tendrían bien bloqueado el segundo, pero lo que le importaba era que por dicho muelle, por el mercantil, sería más sencillo entrar a la ciudad. Al fin y al cabo, los mercaderes necesitaban una vía para llevar sus productos al mercado y poder venderlos. Sin gastar aliento ni darle explicaciones a Sophia, el muchacho se metió por debajo de las frías olas y empezó a nadar con brazadas largas. Solo sacaba la cabeza para coger aire cuando no podía más y nadaba despacio para evitar los chapoteos. Cada pocas brazadas, una de las manos de la muchacha le tocaba el pie o la pierna, con lo que él sabía que lo seguía. Pasaron por debajo de la cadena de hierro que hacía las veces de puerta del canal que conectaba ambos muelles. Aquella noche, la luna apenas brillaba, así que casi no se reflejaba en los eslabones y Nicholas apenas pudo apreciarla mientras pasaba por debajo de ella. Solo cuando sintió un retortijón en el estómago y notó que brazos y piernas se le quedaban vacíos tras el esfuerzo, se dio cuenta de todo el tiempo que llevaba sin comer ni descansar. ¿Cuántos días llevaban Sophia y él con unos tristes pedacitos de pan en el cuerpo? La siguiente vez que emergió a la superficie para respirar, decidió detenerse y esperar hasta asegurarse de que Sophia lo seguía. Y eso hizo, esperar. El agua del muelle chapoteaba contra su espalda, lo que hacía que se bambolease, y se le metía en los ojos y en la nariz porque se mantenía todo lo sumergido que podía con la intención de que no lo descubriesen. Esperaba a que Sophia volviera a sacar la cabeza. A diferencia del muelle militar, el mercantil tenía una forma alargada y rectangular, y solo había unos pocos barcos dispersos, amarrados en perpendicular al muelle, que sobresalían como dedos. Varias figuras en sombras se movían sin descanso junto al agua y, de vez en cuando, se cruzaban. Luego, pasó una pequeña patrulla. El muelle era lo bastante grande como para que el joven se sintiera seguro de que bastaba con esperar un poco más hasta que el www.lectulandia.com - Página 141

último de los soldados desapareciera de la vista. Tal y como suponía, había varios edificios bajos de piedra caliza construidos a lo largo del muelle, cuyas fachadas oscurecía la noche. Lo más seguro era que fueran los almacenes donde se guardaban los bienes y las provisiones. Había cosas que ni el paso del tiempo cambiaba. Lo que no había esperado era ver a Sophia por delante de él, saliendo del agua en el muelle. Se quedó mirándola, incapaz de creer lo que estaba viendo —enfadado, a decir verdad—, mientras la joven se aproximaba a la entrada de un almacen por detrás de uno de los guardias apostados en la zona. La muchacha se acercó al soldado y lo asfixió tapándole la boca y la nariz con una mano y pasándole el otro brazo alrededor del cuello. Instantes después, cuando otro hombre salió del almacén, Sophia se abalanzó también sobre él y lo mató de la misma manera. Para cuando Nicholas salió del agua y se acercó a ella agachado, la joven ya les había quitado la túnica y las sandalias a ambos hombres, además de la espada. El muchacho aceptó las suyas, pero le lanzó una mirada de reproche. —¿Crees que podrás seguirme? —le soltó Sophia mientras se daba la vuelta para que Nicholas se cambiara de ropa. —Haré todo lo que esté en mi mano —respondió el joven en un tono brusco. Se quitó la ropa mojada a toda prisa y se puso el uniforme del soldado mientras Sophia hacía exactamente lo mismo. Cuando terminó, metió toda su ropa, incluidos los zapatos empapados, en su saco de viaje—. Bueno, y, ahora, ¿adónde…? —le preguntó a su compañera. Una sombra se fundió con la pared del almacén justo en el punto ciego en el que Sophia se había escondido para asaltar al primero de los soldados. Estaba, como quien dice, detrás de la muchacha. —Sal de ahí —le susurró agitado Nicholas—. ¡Sal de ahí! Pero, por lo visto, la muchacha ya había reconocido el miedo en las facciones del joven, por lo que se tiró al suelo justo en el momento en que una espada hendía el aire y a punto estaba de arrancarle el cuello cabelludo. El arma, sin embargo, se clavó en la pared del almacén profundamente, por lo que el atacante la abandonó y empuñó otra: una daga curvada que se extendía desde uno de los dedos del hombre como si fuera una garra.

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Trece Nicholas notó una punzada de dolor entre los omóplatos y salió despedido hacia delante por la fuerza de un golpe que no había visto llegar. Se quedó sin aliento. Se giró a tiempo de ver el último resplandor de una lanza que desaparecía en el agua. La oscuridad lo amenazó con arrebatarle de nuevo la visión mientras rodaba hasta el almacén más cercano e intentaba ponerse a cubierto. «Sophia…». La buscó con la mirada, furioso y asustado. Percibió un movimiento en el aire y un gruñido, y se apartó lo suficiente como para que el espadazo de una nueva figura encapuchada fallara y golpeara los adoquines del suelo. El metal le sacó chispas a la piedra. El arma estuvo tan cerca de alcanzarlo que el muchacho llegó a ver su propio reflejo en la hoja. «¡Por el infierno y los siete males!». Nicholas sacó el cuchillo y detuvo el siguiente golpe del primer atacante, el que empuñaba la daga curvada que parecía una garra. El antebrazo le tembló al absorber la fuerza del impacto, pero no logró apartarse lo bastante rápido para evitar el mordisco de la punta del arma en la barbilla. La túnica que llevaba el hombre olía a sal y a sudor, y parecía que la hubieran cortado del mismísimo cielo de medianoche. Como la luna brillaba justo encima de ellos, alcanzó a ver el bordado de la prenda: un enmarañado dibujo que parecía representar vides o los potentes rayos de un centenar de soles pequeños. Su atacante le lanzó una patada y lo alcanzó por detrás de la rodilla. Además de lo cansado que estaba, Nicholas no había recuperado aún el equilibrio, con lo que el patadón hizo que se cayera al suelo con tanta fuerza que vio las estrellas. Cuando intentó levantarse, apoyándose en los brazos, sintió como si le estuvieran pinchando el derecho con un centenar de agujas ardiendo y se le dobló, dolorido. Un horripilante ruido sordo sonó en el suelo a su derecha, pero el joven no se atrevió a apartar la mirada de su atacante excepto para ponerse de pie. Concentró la mente en aquella elaborada danza de la muerte: golpe, bloqueo, barrido, pinchazo. El calor que sentía por debajo de la piel iba en aumento a medida que continuaba el combate. Permitió al gigante que lo estaba atacando que reculara en dirección a Sophia. La muchacha estaba agachada, recuperando la daga del cuello de su última víctima, que aún se agitaba. Aquellos atacantes eran todos iguales: túnica negra y garra de plata. «¿Qué diablos es esto?». El agresor no le rebanó la punta de la nariz a Nicholas por poco, pero consiguió darle un buen golpe en la mandíbula, lo bastante fuerte como para que se olvidara de

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lo que acababa de pensar y se quedase alelado unos instantes. Veía doble y era incapaz de determinar cuál de las dos formas era, realmente, la del hombre, así que intentó golpearlos a ambos con un puñetazo. El rival le rajó el brazo con aquella garra y a punto estuvo de clavársela en la muñeca. Aquello acercó a Nicholas a su oponente y el joven se fijó en lo pálida que tenía la piel: casi cérea, como si jamás le hubiera dado la luz del sol. De pronto, el hombre se tambaleó y jadeó. Detrás de él, Sophia le sacaba el cuchillo de la espalda. Nicholas levantó el brazo, pero seguía sintiéndolo muy raro, más pesado de lo que debería, y tan lento que su siguiente tajo lo bloquearon un par de guantes de cuero oscuro. El hombre de negro se enderezó y amenazó con la garra a Nicholas y con la espada a Sophia. —Tienes que estar de broma —comentó la muchacha mientras hacía un gesto de impaciencia y su único ojo relucía como una perla en la noche. Pero no estaba en absoluto de broma. Si el hombre se hubiera partido por la mitad y se hubiera dividido en dos, no habría sido más efectivo de lo que ya era, aun con la atención repartida entre ambos. Tanto Nicholas como Sophia lo atacaban, pero él los rechazaba una y otra vez. Nicholas notaba que su furia contenida iba apoderándose de su capacidad de controlarla. En un momento dado, sacó fuerzas de flaqueza y, con ello, le llegó un único pensamiento, frío y calculador. «Atráelo». El joven fintó a la izquierda y permitió que el siguiente golpe del hombre le arrebatara el cuchillo de la mano. El atacante, presintiendo que Nicholas era una presa fácil, decidió terminar la faena y se acercó más. La garra rasgó el aire en dos y le rozó la garganta mientras Nicholas se apartaba. Sophia aprovechó para atizarle con la hoja de la espada en la cabeza. Mientras caía al suelo, al atacante se le cayó la capucha. Tenía el pelo, largo y claro, manchado de sangre. Nicholas jadeaba; los pulmones le suplicaron piedad mientras la neblina rojiza desaparecía de su visión y aquel instinto tan básico, el de matar para salvar la vida, iba abandonándolo. Se limpió la cara con la manga. Le temblaban muchísimo las manos. —¿Es…? —empezó a decir justo cuando Sophia preguntaba lo mismo. —Es la misma arma, ¿verdad? Mientras se frotaba el brazo para intentar deshacerse de aquel dolor punzante, el joven bajó la mirada, en busca de la herida que explicase aquel malestar cálido que se le extendía hasta la palma de la mano. Pero no tenía ninguna, ni un cortecito. Una palabra se coló siseando en su cabeza: «Veneno». Imposible. Lo más probable es que le hubiera dado un tirón en algún músculo o que se hubiera torcido alguna articulación. Aquello acabaría pasándosele, sin necesidad de culpar a algo tan nefando como el veneno.

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Pero la sensación no desapareció. Empeoró. A lo largo de la vida había tomado parte en combates más largos y más duros que lo habían dejado tan exhausto como se sentía ahora, como si acabase de apoderarse de él una enfermedad repentina. Nicholas respiró y tosió polvo y escupió un poco de sangre. Luego, recogió la bolsa de viaje del suelo. El vacío que sentía en su interior se empezó a extender mientras se aseguraba de seguir llevando el pendiente de Etta alrededor del cuello. Lo sujetó con fuerza con la mano izquierda, pues notaba la derecha tan dolorida que apenas podía moverla. «Algo no va bien». Nicholas miró de nuevo el anillo, pero se obligó a apartar la vista antes de que su pensamiento lo sumergiera en una preocupación aún mayor. —Venga, vamos, que tenemos que deshacernos de estos cadáveres antes de que… Sophia se quedó callada de pronto y miró a toda prisa a lo alto del almacén. Pero Nicholas ya había visto las sombras. Eran cinco, aleteando como cuervos, saltando de edificio en edificio con la facilidad de los gatos. El muchacho la cogió del brazo y la obligó a echar a correr instantes antes de que la primera flecha pasara volando por encima de ellos. El joven levantó la vista a tiempo de ver otra sombra en un tejado cercano. Recurrió a la poca serenidad que le quedaba, cogió una piedra grande y se la lanzó con todas sus fuerzas. El movimiento sorprendió al atacante el tiempo suficiente como para que Nicholas se situara, junto con la muchacha, bajo la protección que les ofrecía el tejado de un edificio cercano, pero los seguros pasos de sus perseguidores no cesaban. El joven no podía dejar de pensar en que corrían sin ningún destino en particular. Aunque quizá fuera mejor correr como ratas e intentar confundir al gato que los perseguía siguiendo un camino lo más laberíntico posible. Era cuestión de encontrar el agujero más adecuado por el que meterse. —¿Quiénes son? —le preguntó Sophia resollando. «¿Los secuaces de Belladona?». Aquella idea peregrina alejó a todas las demás. La mujer se había tomado un interés especial en recuperar la garra, ¿no? Puede que se hubiera enterado de adónde se dirigían y que hubiera decidido pasar a la acción ante el rechazo de Nicholas a servirla. —Lo único que tengo claro es que no deberíamos quedarnos para adivinarlo. Asomó la cabeza para atisbar las figuras en sombras que había en el tejado. Como solo vio las nubes y las estrellas, le indicó a la muchacha que lo siguiera al endiablado ritmo de antes. La ciudad apestaba como si llevase cociéndose en sus propios desechos durante un mes. Era como caminar por una herida purulenta. Personas desaseadas, vivas pero moribundas, les bloqueaban el paso eligieran la calle que eligieran. Muchas dormitaban al lado de basura putrefacta o, en los casos más penosos, la utilizaban

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como almohada o colchón para no yacer directamente sobre los inclementes adoquines. Vieron chispas que se diseminaban por la noche al pasar por delante de una fragua en la que el herrero golpeaba una espada para domarla, a pesar de lo tarde que era. Nicholas volvió a sentir el incómodo escozor en el brazo derecho, de modo que se cambió el cuchillo a la mano izquierda y mantuvo la cabeza gacha mientras pasaban. Solo se fijó en la pila de objetos de metal que esperaban a que los fundieran y les dieran otra forma, y en la pila de armas terminadas, aunque un tanto bastas, a la espera de que alguien las empuñara en la batalla. Entre la herrería y el siguiente edificio había una especie de callejuela que iba girando, y Nicholas metió a Sophia en ella para detenerse unos momentos y recuperar el aliento. —Creo que les hemos dado esquinazo… Aquella frase de la muchacha los maldijo. Una mujer con una túnica oscura apareció de repente, como si fuera un espectro, de entre la ropa tendida en una cuerda. Sin pensárselo dos veces, Sophia le lanzó a Nicholas la espada del soldado y este la cogió, se giró y golpeó en el cuello a la atacante con el pomo del arma, lo que la dejó atontada. Mientras intentaba recuperar el aliento, Sophia se movió como una exhalación y le cortó la cara con el cuchillo. La mujer cayó al suelo, chillando y sujetándose el tajo con las manos, como si así fuera a impedir el torrente de sangre. Nicholas y Sophia echaron a correr de nuevo. La ciudad iba curvándose frente a ellos como lo haría un símbolo de interrogación, como si fuera un dédalo en mitad de un rompecabezas. Los edificios de piedra caliza, pálidos y robustos, se apoyaban unos en otros y se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La sucesión de estructuras culminaba en una colina, que era el corazón de la ciudad. Eran habituales las casas de seis y siete pisos, como si, en algún momento de su expansión, la ciudad hubiera decidido que lo mejor era crecer a lo alto y no a lo ancho. Lo mismo había pasado en Manhattan, según le había contado Etta. El recuerdo le arrancó una sonrisita tristona. Antes de entrar en la siguiente calle, Sophia se detuvo y le bloqueó el paso. —Vayamos por otro sitio —le susurró a toda prisa. Nicholas permaneció quieto, pese a que Sophia estaba tirando de él. Quería saber qué era lo que la había llevado a tomar aquella decisión. Enseguida se dio cuenta, sin embargo, y se estremeció. Sobre la piedra, hecho un ovillo, había un niño: estaba tendido de lado, pálido como una concha. Cuando lo miró con más atención, se dio cuenta de que aún tenía los ojos abiertos, que no parpadeaba, que tenía la piel llena de costras. Siguió con la mirada el brazo del chiquillo, extendido al máximo, y se fijó en que los pequeños dedos sostenían una mano esbelta que sobresalía de la base de una pila de cadáveres, a merced ya de las moscas y las alimañas.

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Nicholas le pegó una patada a una rata antes de que se acercara al niño y sintió una arcada. La única razón de que no vomitara fue que no tenía en el estómago nada que echar. A Sophia también le dieron arcadas, una, dos, pero se llevó la mano a la boca y miró hacia otro lado. —Ahí nos aguarda la enfermedad —comentó Nicholas, pese a que era evidente —. Será mejor que salgamos de aquí cuanto antes. Intenta no tocar nada ni a nadie. Sophia asintió y se llevó las manos a la túnica que le había quitado al soldado en el muelle. Mientras se aproximaban a una colina baja y a las grandiosas estructuras que en ella se alzaban, el humo templó el mal olor de la ciudad. Sin embargo, en vez de enmascarar aquel hedor a excrementos y a enfermedad, le dio otros matices. La historia apestaba a enfermedades y a desesperación, a fuego y a cenizas. Que el aire fuera un poco más húmedo en aquella zona hizo que a Nicholas le diera la impresión de que se le colaba por la piel, como si quisiera grabarle para el resto de la vida la prueba de su visita a la ciudad. A lo lejos, los infernales sonidos metálicos seguían resonando por encima de las oscuras aguas. «Donde están los romanos…». ¿Estarían construyendo algo? ¿Construyendo las herramientas con las que destruir Cartago? El repiqueteo era incesante, no tenía principio ni final, y el joven se preguntaba cuánto tiempo llevaría sonando y si los habitantes de aquella urbe se habrían visto obligados a escucharlo día y noche, como si fueran los sonoros pasos de un depredador que va acercándose. Oyeron ante ellos un traqueteo que los obligó a detenerse en seco. Se pegaron cuanto pudieron a la pared más cercana. Nicholas acababa de cerrar los ojos, que sentía resecos, para quitarse la costra que se le estaba formando en las comisuras, intentando no centrarse en la inutilidad de todo aquello, cuando notó un olor que le resultaba familiar. Giró la cabeza a uno y otro lado, como si la balanceara, para captar de dónde soplaba el viento. Venía del este. Se trataba del cálido olor de los excrementos frescos de animal. —Yo diría que hay un establo bastante cerca —le dijo a Sophia mientras salía en aquella dirección. La muchacha lo siguió. Nicholas se enfrentó a sus ganas de echar a correr cuando se confirmaron sus sospechas. Delante tenían un edificio largo, de dos pisos, en cuya pared trasera se apilaban montones de hierba seca. En el interior había compartimentos con arcadas, no muy diferentes a los de los barcos que habían visto en el muelle, y daban a una especie de patio. El joven se agachó para pasar, parapetándose por entre una serie de tiendas de tela que tenían delante y se masajeó el brazo para ver si se le pasaba la sensación de quemazón que sentía. En lo que parecía una entrada lateral al establo había un centinela. La puerta era de hierro, grande, y el hombre estaba apoyado en ella. Nicholas miró a Sophia, que ya estaba a su lado, acuclillada. La muchacha asintió con la cabeza y Nicholas se coló www.lectulandia.com - Página 147

por entre las sombras de la noche mientras miraba a uno y otro lado una última vez para comprobar que no hubiera más guardias ni nadie mirando. Le gustaban aquellas sandalias blandas que llevaban los cartagineses. Contribuían a que acercarse sigilosamente a alguien fuera mucho más sencillo que con los zapatos de cuero de su época. Para cuando el soldado, que dormitaba, se quiso dar cuenta, Nicholas ya le había pasado el brazo alrededor del cuello. El hombre olía a sudor y a vino dulce, y sus intentos por respirar hicieron que se le cayera la baba. Intentó liberarse, pataleando hacia delante y hacia atrás, arañándole el brazo a Nicholas con tal fuerza que el muchacho se preguntó si le dejaría marca. Pero el joven aplicó un poco más de presión y el soldado se desmayó. Aunque era unos treinta centímetros más alto que el hombre, a Nicholas le costó gran esfuerzo no dejar caer de golpe su peso muerto. Mientras lo arrastraba, con los brazos colgando, le pareció que aquello era como sujetar un pellejo de agua templada. Sophia llegó a todo correr y echó mano al aro de llaves de hierro que el centinela llevaba colgado de la armadura. Mientras probaba las seis, una detrás de la otra, a la muchacha le temblaban las manos, ya fuera por el cansancio o por la excitación. —¡Date prisa! —¡Ja! —exclamó ella cuando una de las llaves encajó en la tosca cerradura. La joven empujó la puerta con el hombro y demostró que tenía mucha paciencia al mantenerla abierta el tiempo suficiente como para que Nicholas arrastrara al soldado al interior del cálido y oscuro establo. El muchacho dejó el cuerpo junto a una serie de barriles y solo se detuvo el tiempo suficiente para romper la tapa de uno de ellos con la intención de comprobar si era de agua o de vino. Vino. Sophia se agachó para darle un trago y le habría dado otro de no ser porque Nicholas la apartó para beber él. La amargura del caldo le explotó en la lengua, pero le humedeció la boca, que tenía seca, y la garganta, que tenía dolorida. En el establo había un par de velas encendidas, nada más, que servían para proyectar en el suelo un camino que llevaba hasta los compartimentos de los animales. A Nicholas le sorprendió el tamaño de los compartimentos y se preguntó cuántos caballos guardarían en cada uno de ellos. Las paredes estaban pintadas de colores brillantes pero, con tan poca luz, el joven apenas alcanzaba a distinguir soldados y escenas de feroces batallas. Fue deteniéndose poco a poco y empezó a inclinarse hacia la pared para estudiar las legiones pintadas en ellas cuando el repentino sonido de unas fortísimas pisadas le llamó la atención. Allí arriba había algo despierto. El retumbar de aquellas pisadas había hecho que del techo cayera polvo, un polvo que señalaba un camino. Sophia miró como una exhalación hacia el otro lado de los establos, donde una puerta cerrada parecía llevar al piso de arriba. Nicholas esperó unos instantes, quieto. La adrenalina hacía que sintiera el pulso como un tambor, pero por la puerta no salió nadie. Le hizo un gesto a la muchacha para que se acercase. www.lectulandia.com - Página 148

—Vamos a buscar el almacén —le dijo entre susurros—. Si encuentras algo que se parezca a avena o a cebada, cógelo, aunque sea de los pesebres de los caballos. La joven asintió y empezó a buscar a paso rápido. En un momento dado, se fijó en uno de los establos, que estaba más o menos hacia la mitad de la larga fila de compartimentos. La luz de las velas le dio en la cara a medida que levantaba la cabeza más y más, y a Nicholas le pareció evidente que primero se adueñaba de ella la sorpresa y, después, el asombro más genuino. El joven aceleró el paso para acercarse a ella y la alcanzó en apenas unas zancadas. —¿Qué suce…? Trastabilló contra la pared, alarmado. Por entre las barras del establo, a centímetros del rostro de Sophia, apareció una trompa larga, gris, coriácea. Un elefante los observaba. Sus oscuros ojos brillaban, sin duda, por el interés que despertaban en él los dos jóvenes. Sacudió las orejas contra el cuello como si fueran las alas de una mariposa y barritó por lo bajo. Nicholas jamás había visto un elefante, excepto en grabados o cuando trataba de imaginar las descripciones de otros marineros, por lo que le resultó imposible apartar la mirada. Se inclinó hacia delante, pero se apartó de nuevo a toda prisa cuando los colmillos de marfil del animal golpearon con fuerza los barrotes de la puerta. —Usan elefantes en las guerras… —musitó Sophia. Nicholas nunca le había oído hablar con tal suavidad. La muchacha le acarició la trompa al animal y le hizo cosquillas al tocarle los pelitos. —Discúlpame por lo que voy a hacer, precioso —le dijo. La muchacha metió la mano entre los barrotes y, con cuidado, como si estuviera acariciando una flor, descorrió el cerrojo de la puerta. —¡Sophia! ¡No! —le pidió Nicholas entre susurros. No entraba en los planes del joven tener que sacar el cadáver aplastado de la muchacha de entre las patas de una bestia de dos metros y medio de altura. Sophia levantó una mano y apoyó el cuerpo en la pared del establo. El elefante dio un paso atrás, con lo que le proporcionó a la muchacha el espacio suficiente para entrar y acuclillarse junto a un comedero enorme que estaba lleno, según le pareció a Nicholas, de grano y hierba. La joven empezó a llenar su bolsa de puñados de comida antes de volver hacia el joven y tenderle la bolsa. —Toma. Venga, ya podemos irnos. El muchacho cogió la bolsa y se encaminó a la puerta de salida. Sophia le dio una palmada en el costado a la bestia antes de salir y cerrar la puerta del compartimento. Nicholas, que observaba con atención el suelo y las paredes en busca de cualquier objeto que pudiera servirles de ayuda, estuvo a punto de pasar por alto algo que debería haber estado allí y no estaba. «¡El guardia!».

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A toda prisa, agarró a la joven por el brazo y le puso una mano en la boca para amortiguar el sonido de sus protestas. Luego, hizo un gesto con la cabeza hacia el sitio en el que había dejado al soldado inconsciente y se dio cuenta de que la muchacha ahogaba una exclamación de sorpresa. Tiró de ella y llegaron hasta la puerta. Nicholas miró por el ojo de la cerradura y escudriñó la oscuridad. En el exterior había movimiento, sombras que se deslizaban una junto a la otra y que salían de la negrura de la noche o se desvanecían en ella. Al joven empezó a sudarle la nuca y se llevó un dedo a la boca para pedirle silencio a Sophia justo cuando vio que un guardia caía al suelo desplomado. Una serie de sombras lo rodearon, lo cubrieron y tiraron de él para llevárselo. Estaban escondiendo las pruebas. ¿Era posible que no lo mataran porque no pretendían alterar la línea temporal? Sophia y él se habían mostrado muy poco cuidadosos al arriesgarse a provocar cambios y más cambios para asegurar su supervivencia. Aquellos… ¿serían viajeros? Aquellos guerreros, hombres y mujeres, no eran descuidados, eso estaba claro. Nicholas afinó el oído para escuchar los murmullos al otro lado de la pared. Nada. Cuando los ojos se le acostumbraron del todo a la oscuridad, contó cuatro figuras de diversas estaturas, todas ellas dirigiéndose hacia la puerta como un torrente. Cabía la posibilidad de que el miedo que le atenazaba la mente le estuviera jugando una mala pasada, pero habría jurado que el anillo de Belladona se calentaba a cada paso que se acercaban a él aquellas sombras. Sophia señaló hacia el piso de arriba, pero Nicholas negó con la cabeza. Ambos se esforzaban por encontrar la mejor manera de salir de allí. Cabía la posibilidad de que en el segundo piso hubiera más soldados y, además, una vez allí tendrían que saltar a un edificio cercano para escapar del establo, que era el objetivo final. No solo no había ninguno lo bastante cerca, sino que todos los que se encontraban en las inmediaciones eran más altos. Nicholas no quería partirse el cuello después de haber estado a punto de ahogarse y de que lo hubieran apuñalado. En las batallas navales, puedes enfrentarte a tu enemigo de cara hasta que una de las naves se hace astillas pero, cuando te superan en número, lo suyo suele ser provocar alguna distracción y luego escapar tan rápido como se pueda, a poder ser con el viento a favor. Su idea era casi absurda. A pesar de todo lo que había sucedido, o quizá por ello, Nicholas sintió que los labios se le curvaban involuntariamente en una sonrisa tristona. Hasta ese momento no le había parecido lógico que almacenaran vino en un establo, a menos que fuera para esconderlo de los de fuera, que lo quisieran desesperadamente. Pero… ¿y si el vino no era para la gente, sino para los elefantes? «Se lo metían gaznate abajo —les había explicado Hall a Chase y a él mientras imitaba cómo tragaban los animales—. Los emborrachaban y resulta que el vino los enfurecía y acababan arrollando a todo el que se interpusiera en su camino».

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Nicholas volvió a agacharse para mirar una vez más por el ojo de la cerradura y comprobar si las sombras se habían movido. Como si, por alguna razón, lo hubieran oído, una de aquellas sombras, la que más cerca estaba de la puerta, gritó algo. Sophia chasqueó la lengua, probablemente por la maldad que transmitían aquellas palabras que no tenían sentido alguno para ellos. —Tengo una idea… —empezó a decirle a Sophia. —¿Moriremos en el intento, ya sea envenenados o con la cabeza pisoteada por unos elefantes? El joven la miró con exasperación, pero ella se limitó a encogerse de hombros y a sustituirlo junto a la puerta. —Vigila unos momentos y asegúrate de que no estén planeando entrar a la fuerza por esta puerta. Sophia le dedicó un descuidado saludo militar y se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. —¿Qué vas a hacer tú, Carter…? El muchacho cogió la espada y empezó a abrir los barriles de vino uno a uno. —¿Te has vuelto loco? —le susurró Sophia mientras se incorporaba. Cuando acabó, la cogió del brazo una vez más y se la llevó hacia el establo de elefante más cercano. Antes de que a la muchacha le diera tiempo de preguntarle nada, Nicholas descorrió el cerrojo de la puerta y la abrió de par en par. Durante un instante, se sintió furioso por malgastar una bebida tan buena. El elefante no se movió. Al rato, cuando el aire empezó a cargarse con el olor del vino, el animal soltó un barrito ensordecedor, como para alertar a los demás, tras lo que casi salió a la carga del establo. Sophia se apartó de un salto y se le escapó un grito de alarma mientras Nicholas intentaba protegerlos a ambos con la puerta del compartimento. Aquella bestia debía de pesar por lo menos tres mil kilos. El edificio entero se tambaleó mientras galopaba hacia los barriles de vino. —¡Dios mío, ese animal sí que tiene claras sus prioridades! —soltó Sophia. —¡Sígueme! —le pidió Nicholas mientras le hacía un gesto con la mano. Dos elefantes más barritaban con todas sus fuerzas, agitaban sus enormes orejas como si fueran las banderas de un barco y pisoteaban el suelo para que los sacaran de sus compartimentos. Nicholas se agachó para apartarse de la trompa de uno de ellos, que lo palpaba como si quisiera decirle que le abriera la puerta. El tercer elefante, más grande incluso que el primero, no tenía paciencia y golpeó la puerta hasta arrancarla de los goznes, para después arrojarla a un lado con los colmillos. Sophia se apartó justo a tiempo de esquivar la puerta, que se estrelló contra el suelo de piedra. Al otro lado de aquellas tres grises montañas de piel coriácea, las sombras abrieron de golpe la puerta principal del establo e intentaron entrar. No obstante, el elefante más cercano, entregado ya al vino, levantó la cabeza unos instantes y barritó www.lectulandia.com - Página 151

con fuerza una advertencia que habría conseguido que hasta los muertos se retorcieran en su tumba. Las dos sombras que iban delante tuvieron unos instantes para apartarse, justo antes de que el elefante reculara y se precipitara por la puerta, rozando el marco con los colmillos. El animal, a la carrera, se perdió en la oscuridad de la noche. —¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Sophia a Nicholas mientras se ponía bien el parche. El muchacho señaló un lateral del establo, que debía de llevar a una especie de patio en el que los animales entrenaban o hacían ejercicio. Con un poco de suerte, desde allí habría alguna manera de volver a la ciudad. Mientras salía por la puerta, Nicholas se cambió la bolsa de hombro. La hierba seca esparcida por el suelo amortiguaba las pisadas de ambos, aunque daba lo mismo, porque tres elefantes borrachos iban a ser distracción más que suficiente para sus perseguidores. El muchacho bordeó la pared más cercana y se metió entre dos estructuras muy altas, lo que impediría que lo vieran desde la calle. Un momento después, llegó Sophia. Nicholas apoyó la espalda contra la piedra y se fijó en la joven, que lo miraba con las cejas enarcadas. —¡Elefantes! ¡Es la primera buena idea que tienes, Carter! El joven inclinó la cabeza como para aceptar el cumplido, porque era raro que la muchacha le dijera algo positivo. No era tan idiota como para pensar que sería el primero de muchos, pero estaba claro que las batallas en las que se perseguía un mismo fin conseguían que hasta los enemigos más acérrimos se aliasen. Ahora bien, en cuanto la emoción del momento se pasara, volverían a nadar en círculos, uno alrededor del otro, como tiburones hambrientos… y su breve alianza se devoraría a sí misma. —Tenemos que encontrar a los Jacaranda —le susurró Sophia—. Cuanto antes. No quiero que piensen que está pasando algo raro y averigüen que han llegado viajeros. Si fuera el caso, perderíamos nuestra oportunidad de dar con ellos. —Vale. ¿Cómo propones que nos…? La luz de una antorcha cercana se reflejó en aquella daga parecida a una garra y se dibujó en el oscuro pelo de Sophia. Nicholas empujó a la joven con todas sus fuerzas, pero no fue lo bastante rápido como para evitar que se llevase una patada en la cara cuando otro de los atacantes saltó desde el tejado del edificio que tenían a la espalda. —¡No aceptáis un «no» por respuesta, ¿eh?! —les soltó Sophia mientras se sujetaba la mandíbula. No era descabellado pensar que el hombre habría tenido que romperse los tobillos con aquel salto, pero resulta que se puso de pie y se quitó la capucha. Era joven, estaba calvo y tenía las facciones angulosas y llenas de cicatrices. —¡Dámelo! ¡Le perdonaré la vida a la mujer! ¡Dámelo y…!

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De pronto, en la garganta del hombre apareció la punta de una flecha. La gran cantidad de sangre que escapaba por la herida obligó al hombre a jadear para no ahogarse, mientras toqueteaba con la garra la afilada punta metálica de la flecha. A Nicholas no se le pasó el susto ni cuando vio que Sophia se ponía de pie con dificultad, ni cuando un frágil anciano, que llevaba una túnica que debía haberse cosido él mismo, salió de entre las sombras de la noche con un arco en la mano. —¡Vamos —les dijo con una voz teñida de miedo—, que las Sombras se alimentan de la noche y no se detendrán hasta que no nos hayan consumido a todos!

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Petrogrado 1919

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Catorce Era una procesión de lo más extraña la que se dirigía hacia la entrada del Palacio de Invierno. Henry Hemlock iba a la cabeza del pequeño grupo y hablaba calmadamente con un anciano encorvado que debía de ser un cortesano. Etta los estudiaba con la cabeza baja y los escuchaba conversar en ruso, en voz baja. Ante ellos, sobre las baldosas y la piedra, se extendía una alfombra roja, tan larga que parecía no tener final. Era una clara invitación al corazón oculto del palacio. A Etta se le estaban empezando a pasar el frío y el susto. Una vez dentro, le sorprendió que el palacio tuviera una temperatura tan agradable, pese a ser inmenso. Se estaba tan a gusto que incluso se quitó aquel absurdo abrigo. De inmediato, uno de los hombres de traje se lo cogió. Por detrás de ella, Julian silbaba una tonada suave, pero a un volumen suficiente como para resultar irritante. Winifred iba detrás de él, echándoles la bronca a los guardias por su «sorprendente falta de vista» a la hora de planear la ruta. Los pobres guardias caminaban más despacio, como si pretendieran aumentar la distancia entre ellos y aquella boca que no dejaba de escupir veneno. —¿No hay ninguna manera de apagarla? ¿No tiene un botón oculto? Etta no se dio la vuelta ni habló con Julian. El joven se vio obligado a acelerar el paso para no quedarse atrás. En un momento dado, le rozó el brazo a Etta con la manga de su traje de etiqueta y la muchacha se apartó de él. Julian la miró sorprendido. —Por lo menos, la última chica a la que perseguí me dio un beso como premio de consolación por mis esfuerzos —comentó Julian en voz baja mientras se fijaba en si Henry Hemlock los miraba. —¿Acostumbras a aceptar besos de las locas? El joven esbozó una mueca. —No te enfades, mujer. Durante unos instantes incluso pensé que estabas a punto de enzarzarte en un combate a muerte conmigo. Lo hice por supervivencia. «Más bien por orgullo herido». En San Francisco, Julian no había esperado que Etta se esforzara por escapar de aquella habitación, y mucho menos que fuera a acorralarlo a él. —Dime, ¿qué te parece todo esto? Me refiero a lo de los cambios. Yo solo he conocido el mundo que ha creado mi abuelo y supongo que también es tu caso. Etta seguía mirando hacia delante, respirando el aire ligeramente perfumado y disfrutando de cuanto veía a su alrededor. Le parecía irreal. Sabía que aquella no era su línea temporal, pero esperaba encontrar algo que le resultara distinto, como si estuviera viendo el mundo reflejado en un espejo. Aquello era un pequeño ejemplo de

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lo que Henry y los demás habían perdido. De lo que el mundo en sí mismo había perdido. Pero en vez de apreciarlo, Etta solo pensaba en la última vez que había estado en Rusia, en el Concurso Internacional Chaikovski. Con Alice. Compitiendo. Ganando. El artículo del Times: «El secreto mejor guardado de la música clásica». Pero todo aquello había desaparecido de su vida, se había fundido como la nieve en el patio del palacio y no le había dejado más que una serie de recuerdos que temía perder en cualquier momento. «Mi futuro no es el futuro real. Solo llegó a ser así por la avaricia de una persona». Etta ahuyentó ese pensamiento y se arregló un mechón del cabello. Julian caminaba con la despreocupación típica de quien desconoce que lo están guiando a la boca del lobo. La parte débil de sí misma que tanto odiaba —la que, en esos momentos, sin embargo, la distinguía tanto de su madre— se entristeció un poco al pensar en ello. En su caso, haber estado en presencia de Cyrus Ironwood durante algo menos de una hora había sido un triunfo del valor, así que no podía evitar preguntarse cómo habría sido crecer junto a un hombre como aquel. —Pues… dentro de poco vas a poder felicitarlo al respecto en persona. Muy pronto. —¿Felicitarlo…? —Julian se quedó callado y abrió los ojos como platos. Se apartó un poco de ella y tosió con el puño delante de la boca—. Por favor. ¿Crees…? Es decir, estoy seguro de que piensas que me estás avisando, pero ya lo sabía. ¿Cómo no? Mi mejor habilidad es saber cuándo marcharme de una fiesta, cosa que hago siempre antes de que se acabe la diversión. —Seguro que es una habilidad que te ha sido muy útil… —¿Etta? La muchacha levantó la mirada y vio que su padre tenía un brazo extendido en su dirección. —¿Me permites que te acompañe? La joven miró una última vez a Julian y recorrió la distancia que la separaba del brazo de su padre. El cortesano se adelantó y les hizo una señal a los dos soldados apostados en las puertas para que las abrieran. Mientras pasaban a la siguiente habitación, Etta se sintió un tanto inestable con aquellos tacones. —¿Han encontrado ya a tu agente? ¿A Kadir? Henry Hemlock negó con la cabeza, pero le dio una palmadita tranquilizadora en la mano. —En su nota decía que si no le parecía seguro quedarse, escondería el astrolabio en alguna parte del palacio. Eso puede suponer días de búsqueda, pero no tengo ninguna duda de que acabaremos dando con él, tal y como nos prometió. Los demás empezarán con la búsqueda de inmediato, pero quiero que tú conozcas a un viejo amigo mío. Tengo que hablar con él acerca de cómo asegurar esta línea temporal. www.lectulandia.com - Página 156

El techo era muy alto: formaba una bóveda exquisitamente pintada con los colores del cielo y de la tierra, y enmarcada, claro está, en oro. Las baldosas, blancas y negras, y dispuestas en un patrón ajedrezado, parecían sencillas en comparación con las figuras de mujeres y ángeles talladas en piedra y colocadas bajo los arcos donde las grises columnas de granito se encontraban con el techo. A su alrededor, dos pisos de ventanas dejaban que la luz de la luna inundara la estancia y potenciara el brillo de los candelabros de oro. Las paredes eran de un blanco inmaculado allí donde no estaban cubiertas con paneles de seda, cuadros u oro, adornos todos ellos embellecidos con flores, hojas y ramas meticulosamente trabajadas. El grupo subió una escalera que, en el primer rellano, ascendía tanto a izquierda como a derecha, aunque ambos tramos llegaban hasta la misma balconada, que bordeaba toda la estancia. —Esta es la Escalera del Jordán —le explicó su padre—. Es impresionante, ¿no te parece? —No sé… creo que le falta un toque de oro. —Un toque de oro… —El hombre se volvió hacia ella, con el ceño fruncido, aunque casi al instante esbozó una amplia sonrisa—. ¡Ah, es sarcasmo! No sé si sabías que esa es una característica nada atractiva para una dama. —Ya, pero el sarcasmo es uno de los muchos servicios que puedo ofrecer — respondió la muchacha con sequedad—, además de sacar de quicio a mi tía abuela. Henry le lanzó una mirada comprensiva. —Se suavizará, dale tiempo. —¿Igual que se suaviza una fruta cuando se pudre? Aunque tuvo que esforzarse para hacerlo, su padre le lanzó una mirada severa. —Eso ha sido desagradable. Pero era la verdad. Siguieron caminando durante una eternidad, hasta que Etta, una experimentada paseante de ciudad, sintió que le vendría bien sentarse un rato y quitarse los zapatos con la esperanza de que los dedos gordos de los pies le dieran un respiro, aunque solo fuera durante unos minutos. Las habitaciones se fundían unas con otras como si fueran un arcoíris —todo enmarcado en oro, claro está—. Habitaciones azules. Habitaciones verdes. Habitaciones rojas. Grandes salones con arañas tan grandes como camiones modernos. Salones de baile a la espera de que los llenasen con flores y bailarines. Suelos de madera cuyo diseño arremolinado estaba hecho con una decena de maderas diferentes. Suelos de mármol tan brillantes que Etta alcanzaba a ver su reflejo en ellos. Y, aun así, tardaron diez minutos más en llegar frente a un sirviente elegantemente vestido que los recibió a los pies de otra escalera más. —Lo recibirá en su estudio antes de la cena —dijo en un inglés de acento muy marcado—. ¿Llevo al resto de la comitiva a la sala de estar? —Creo que esperaremos todos… —empezó a decir Winifred. www.lectulandia.com - Página 157

—La jovencita se queda conmigo, pero los demás deben tener libre acceso a las habitaciones para que empiecen con la búsqueda —la interrumpió Henry Hemlock. Etta miró a Julian justo en el momento en que Winifred se erguía cuan alta era, resoplaba y apoyaba una de sus huesudas manos en el hombro del joven. Mientras la anciana tiraba de él y seguían a otro sirviente por el pasillo, el muchacho miró a Etta. «No me abandones», pronunció en silencio. Jenkins se quedó con Henry y con Etta, pero el primero le hizo un gesto con la mano y le dijo: —Aquí estamos seguros. Encierra al nieto de Cyrus en una habitación y, después, ponte con la búsqueda. Informa al chico de que como le dé una pataleta o rompa algo, a él también le romperemos algo. El guardia asintió, pero no parecía que se hubiera quedado muy tranquilo. El sirviente abrió la puerta y entró en la habitación, pero Henry sujetó unos instantes a su hija. —Este amigo mío no es ni viajero ni guardián, aunque sabe que existimos. —Le hablaba en susurros—. Por favor, no compartas con él los detalles de la línea temporal en la que has crecido, porque podría asustarse y actuar de manera temeraria. Etta asintió y volvió a ponerse bien otro mechón de pelo. Sophia le había explicado, de una manera muy clara, que revelarle lo que eran capaces de hacer a alguien incapaz de viajar podría suponer consecuencias muy graves. De hecho, la advertencia había sido tan clara que le parecía extraño que su padre corriera aquel riesgo. La habitación, rectangular, tenía paneles de madera oscura en todas las paredes, lo que hacía que se pareciera a un ataúd. En conjunto, era tan masculina y tan agresiva, que hasta el aire apestaba a tabaco y a pulimento para madera. Etta incluso llegó a preguntarse si en aquella habitación habría entrado alguna vez una mujer. A lo largo de las paredes había estanterías, la mayoría de ellas con puertas de cristal y separadas por retratos de hombres vestidos con uniforme militar. En un rincón asomaba un piano enorme. El centro de la estancia lo ocupaba un escritorio impresionante lleno de marcos de fotos de todas las formas y tamaños. La muchacha no se fijó en el hombre que se hallaba sentado a él, con un libro abierto debajo de la luz que proyectaba una lámpara de escritorio de latón, hasta que este no se llevó un vaso a la boca. —Su majestad imperial, el señor Henry Hemlock y la señorita Henrietta Hemlock. «Majestad imperial». Aquellas palabras se colaron en su cabeza, despacio, como lo haría el sirope. «Vamos… el zar». De repente, entendió la advertencia que le había hecho su padre, lo de que no hablara delante de él de la línea temporal en la que había crecido. Porque, claro, aquel hombre, que era poco más alto que ella, tenía el pelo castaño y bien peinado y unos ojos azules penetrantes, debería haber muerto hacía un año, junto con toda su familia. www.lectulandia.com - Página 158

—Gracias, eso es todo —respondió el zar Nicolás II mientras le hacía un gesto al sirviente para que se retirara. Antes de salir de la habitación, el sirviente hizo una última reverencia. —¡Nico! —se limitó a decir Henry. Etta se quedó perpleja al ver que su padre le dedicaba a aquel hombre una sonrisa cálida y sincera. «¡Es su amigo de verdad!». Un amigo al que no había salvado, o no había sido capaz de salvar. Un amigo al que habían asesinado, junto con toda su familia, cuando surgió un nuevo régimen que se hizo con el poder en el país. La muchacha sentía las manos frías y húmedas dentro de aquellos guantes blancos que le había dado su padre. Comprendió entonces que aquello era lo que suponía trabar lazos con las personas que no pertenecían a su pequeño y aislado mundo de viajeros. Estaban a merced de la línea temporal. Salvarlos no garantizaba que los acontecimientos no fueran a cambiar a peor, pero vivir sabiendo que habían muerto… Etta volvió a mirar a su padre y se fijó en la manera en la que se pasaba la mano por la cara, en la que se esforzaba porque no se le descompusiera el gesto. La muchacha sintió un agudo pinchazo en el corazón. Conocía muy bien aquella sensación. Conocía aquella dolorosa euforia. Visitar a una Alice joven le había cambiado por completo la percepción que tenía de la muerte y la había obligado a aceptar que el tiempo no era una línea recta. Mientras ella pudiera viajar, ella o cualquier viajero no estarían limitados por las fronteras naturales de la vida y de la muerte. Y eso era lo que diferenciaba tantísimo a los Espina de los Ironwood. Cyrus Ironwood consideraba a los humanos herramientas con las que dar forma a su visión del mundo. Pero allí, en aquella estancia, y por la manera en que su padre se llevaba la mano a la cara para enmascarar su sensación de alivio, Etta supo que había amor, tal vez incluso compasión por la caótica e imperfecta humanidad. Su padre demostraba el deseo de perdonar esta vida, igual que se había esforzado por salvar la de tantos y tantos afortunados desconocidos en San Francisco. Aquel pensamiento hizo que a Etta le dieran ganas de salir corriendo, de unirse a los demás Espina en su búsqueda del astrolabio. Todo aquello podría terminar en una noche. En menos tiempo, incluso. —Oh, vaya… —comentó el zar antes de soltar una risa suave y tenderle la mano —. No puedo ni imaginar qué estará a punto de pasarme para que provoque una reacción así en ti. Su inglés era excelente, mejor incluso que el de ella: nítido, definido y suave a un tiempo, pero con un punto refinado. —No, es solo que… Henry Hemlock se aclaró la garganta y soltó una risotada. Dejó de darle el brazo a su hija y le estrechó la mano al zar. www.lectulandia.com - Página 159

—Estaba pensando en que ha pasado mucho tiempo, nada más. ¿Me permites el honor de presentarte a mi hija Henrietta? —¡Tu hija! —El zar rodeó el escritorio con una sonrisa en los labios—. ¡No me habías contado nada! ¡Vaya, pero si es una belleza! Henry asintió y añadió: —Y también es inteligente. El zar lo miró y volvió a sonreír. —Por supuesto —dijo—. Intelecto y belleza. —Es… Etta se dio cuenta de que tenía que decir algo, algo cortés. Se inclinó con suma torpeza y soltó: —Es increíble conoceros. Pero es que, a decir verdad, ¿qué otra cosa iba a decir? De hecho, era increíble, absurdo y muy muy alarmante. —El placer, claro está, es mío. —El zar volvió a concentrar su atención en Henry y repitió la misma exclamación, tan sorprendido como antes—: ¡Tu hija! Me gustaría que me hubieras avisado. Habría traído a la mía de Tsarkoye Selo. Tal y como están las cosas, casi ni yo tengo tiempo de viajar a la ciudad. —Por favor, disculpa mi terrible rudeza al respecto. El viaje que hemos hecho era inesperado, como ya sabrás, y, por desgracia, acabo de volver a reunirme con Henrietta después de varios años sin verla. Estamos intentando recuperar el tiempo perdido. El zar esbozó una sonrisa irónica. —Me resulta curioso que tú y los tuyos podáis «perder el tiempo» cuando es tanto lo que obtenéis de él. Por favor, buen amigo, sentaos, ¡sentaos!, y cuéntame qué tal te va. ¿Qué noticias me traes de vuestra propia guerra? «¡Oh, Dios mío!». Que aquel hombre estuviera tan informado acerca de su mundo y que se beneficiara tan directamente de ello hizo que Etta se revolviera incómoda en su silla. Aquella era la primera lección que Sophia le había dado acerca de los viajeros. La muchacha había sido muy fría, casi cortante, al explicarle que nunca debían revelarle a nadie lo que eran o lo que podían hacer. Tenían prohibido compartir noticias del futuro con las personas del pasado, salvar a los muertos de su destino o salirse del personaje. Aquella pasividad la había enfurecido en su momento. En aquellos instantes, sin embargo, al hallarse frente al zar y comprobar los efectos que tenía romper aquellas reglas, aunque fuera al servicio de un bien mayor, sintió un poco de miedo. Etta estaba sentada en una silla con el respaldo muy rígido aunque no recordaba haberse sentado. Su padre estaba sentado en la de al lado. El zar se sentó en la suya. —Aún sigue. Tengo entendido que has conocido a dos de los míos.

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El zar cruzó las manos sobre el pecho y Etta notó que la alegría que había demostrado el hombre en un principio se atenuaba. —Sí, no me ha quedado otra. —Nico, ¿estás molesto conmigo? —comentó Henry Hemlock con una sonrisa en los labios. —Me han pasado muchas cosas. Japón, antes terriblemente inferior a mí, me ha dado una paliza. Me han humillado a ojos de mis primos y de mis pares por todo el mundo. Me han castigado los más pobres de este país por las condiciones en las que han de vivir. Me enferma que la Duma tenga cada vez más poder, cuando es mío por derecho de nacimiento. Etta contuvo un estremecimiento cuando la voz del hombre se volvió más áspera. —Me han traicionado los que fueron mis aliados. Me siento humillado porque soy consciente de que he sido incapaz de mantener el poder de mi padre y de mi abuelo… pero estoy vivo. El zar. Mi país lucha, como todos, ante tantos cambios, pero las reformas que me recomendaste han sido una bendición, incluida la del cese de los pogromos contra los judíos, cosa que nunca había creído que haría. —Los recientes disturbios… —empezó a decir su padre con cara de preocupación. —Estamos en ello. Encontraré la manera de calmar los ánimos. —Estoy seguro, pero ¿qué hay de los tratados? —Romperlos ha resultado más sencillo de lo que imaginaba, dado que Francia ayuda a los revolucionarios, que estaban equivocados al pensar que una monarquía menos haría que el mundo mejorase. Fue sencillo oponerse a los asesinatos políticos, dada la historia de mi familia. Lo de Serbia fue un sacrificio, pero impidió que entráramos en la guerra. «La Primera Guerra Mundial», pensó Etta, irguiéndose en su silla. Rusia había perdido millones de soldados en aquel conflicto debido a un tremendo esfuerzo mal gestionado, las pobres condiciones del país y las maquinaciones de otros gobiernos, lo que había desembocado en la expulsión del zar y, más tarde, en su asesinato. —Te he odiado… y con amargura, me temo, durante muchos años. Te he maldecido con todas mis fuerzas. Pero confiaba en ti y rezaba para que las decisiones fueran buenas. Tu familia ha auxiliado a la mía durante muchas generaciones, ha cuidado de esta tierra durante más tiempo incluso que los Romanov. «¿Guiándolos… en sus decisiones? ¿Aconsejándolos para que tomaran las adecuadas?». ¿En qué se diferenciaba eso de lo que hacían los Ironwood? —Yo pensaba que no eras partidario de interferir en la línea temporal. A Etta no le importó que los dos hombres pensaran que era de mala educación interrumpir una conversación.

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—Oh, no, Etta, no es eso. Hemos trabajado con gran diligencia para proteger la línea temporal de los cambios efectuados por otras familias, tan interesadas en arruinar las fortunas de esta parte del mundo. —Así es —dijo el zar—. Jamás han accedido a las demandas por parte de mi familia de que nos proporcionaran más información, de que nos explicaran cómo librarnos de nuestros enemigos. Han sido nuestros protectores, no nuestros marionetistas. Un tanto más calmada, la muchacha asintió. Su padre se volvió de nuevo hacia el zar. —Ahora que consideran que estás humillado por lo de la guerra contra Japón, a los alemanes no les interesa ya tanto tu gobierno, ¿verdad? ¿Se preocupan por Lenin? El zar negó con la cabeza. —Además, ahora están muy ocupados, como el resto del mundo, rehaciéndose, después de la vergüenza que han sufrido ellos también. A mi entender, es vuestra guerra de viajeros la única que parece que no vaya a acabar nunca. Henry sonrió. —Quizá te sorprendamos. Dime, durante su visita de 1905, ¿te comentó alguno de los míos que iban a esconder un objeto en el palacio? ¿Lo recuerdas? El zar se atusó el bigote. —Me temo que no. Estaban preocupados, ensangrentados, y en un estado tan lamentable que lo único que pudieron hacer fue entregarme tu carta. Mis guardias dudaron incluso de si dejarlos pasar a verme. Les dimos de comer y los alojamos para que descansaran, pero al llegar la hora de la cena ya se habían ido. Después de que cenemos le pediré a una de las doncellas que te lleve a sus habitaciones. Porque vais a quedaros a cenar conmigo, ¿verdad? Los tuyos estarán ocupados con la búsqueda. Como bien sabes, el palacio tiene mil quinientas habitaciones. «¿Y cuántos centenares de escondites habrá en cada una de ellas? Vamos a tirarnos días buscando», pensó Etta, mientras la impaciencia se apoderaba de ella. —¿Dónde está ahora tu enemigo? Creo que nunca te he visto tan relajado. —Mis espías dicen que el jefe de los Ironwood está acomodado en un siglo anterior, en Manhattan. Su gente está demasiado entretenida con los cambios que se están produciendo en América como para centrarse en ti y en tu país. —No sabes cuánto me alegro de oírlo. A Etta le pareció que el monarca mostraba mucho control al no preguntar por detalles. Se conformaba con tomar lo que se le ofrecía, aunque era probable que tuviera maneras de exigir que le contaran más. Cogió su vaso y lo levantó en dirección a Henry. —Sí, gracias —respondió este. El zar se puso de pie y recorrió el despacho hasta un armarito, donde guardaba un decantador de cristal. —Yo también quiero —soltó Etta, incapaz de controlarse. www.lectulandia.com - Página 162

El zar se rio mientras servía el licor en dos vasos. La cuestión es que Etta no estaba de broma. No le vendría mal el valor que proporcionaba aquel líquido; le calmaría los nervios, al menos. Al ver que el zar le pasaba uno de los vasos a su padre y que volvía a sentarse, se irguió aún más. —Háblame de ti, querida. Me temo que estoy en desventaja, puesto que es muy probable que sepas de mí incluso más cosas que yo mismo. Etta tragó saliva y sintió que su padre la observaba. —Pues… crecí con mi madre en la ciudad de Nueva York hace… en el futuro… hace unos años. El zar volvió a levantar el vaso en dirección a Henry. —Por tu protección, estoy seguro. Una sabia decisión, amigo mío. Hay veces en las que me gustaría haber hecho lo mismo. Pero continúa, muchacha. —Me parece que mi vida no tiene nada de interesante… a excepción de lo evidente, claro está. He empezado a viajar hace poco. Ah, y toco el violín. —¡Oh, qué bella ocupación! —El zar es un enamorado de la música —le comentó su padre de lo más relajado —. Deberías saber, Nico, que Henrietta ha sido bastante modesta. Lo cierto es que posee un talento extraordinario para la música y ha ganado varios concursos internacionales. Etta miró a su padre. El corazón le iba a mil por hora porque, por un instante, le había parecido que estaba presumiendo de ella. ¡Frente al último zar de Rusia! —¡Brillante! Tocarás para mí, ¿verdad? —Pues… sí, claro. ¿Qué os gustaría que tocara? —Tiene a Chaikovski en su repertorio. —Sí, pero… —El concierto de violín, seguro —comentó el zar mientras se ponía de pie y cruzaba el despacho hasta el piano, de debajo del cual sacó una caja. «Eso parece…». El estuche de un violín. —Oh… se refería a… a ahora mismo. —Etta se sintió como una estúpida. El zar dejó de sonreír mientras colocaba el estuche con cuidado sobre el escritorio. —No debería haber dado por hecho que te sentías lo bastante cómoda como para… —No, no, me encantaría tocar. No sintió el habitual miedo escénico: era como si hubiera desaparecido, gracias a una todopoderosa sensación de nostalgia por el instrumento y por la música. Habían pasado semanas desde el concierto en el Metropolitano y Etta llevaba desde los cinco años sin dejar de tocar más de dos días seguidos. La emoción se apoderó de ella como una droga, hasta el punto de que se echó a temblar.

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—¡Estupendo! Eso hará que lleguemos a la cena de muy buen talante. La acompañarás, ¿verdad, Henry? Henry Hemlock se puso de pie sin prestar atención a la mirada de estupefacción de su hija. El concierto de violín lo tocaba, por lo general, una orquesta entera, a menos, claro está, que lo redujeran a un sencillo dueto de piano y violín. Su padre, desde luego, iba camino del piano, seguido del zar. En efecto, el hombre se sentó al piano. —¿Te parece bien que toquemos solo el primer movimiento? A menos que prefieras el segundo. —Sí… Claro, por supuesto, el primer movimiento me parece bien —respondió ella. Etta se dio cuenta de que todavía estaba al lado del escritorio del zar, pasmada y temblorosa, así que se apresuró para unirse a ellos. Cogió el violín que le tendía el zar y se tomó unos instantes para sentir su ligero peso, para pasar la palma de la mano por el magnífico mango y por la veta de la madera. Hubo un momento en el que se preguntó si sería adecuado quitarse los guantes, pero lo hizo de todas maneras porque necesitaba sentir el instrumento en la punta de los dedos. Dejó los guantes largos de seda en el respaldo de la silla que más cerca tenía. Si aquello escandalizó al zar, desde luego, el hombre no lo demostró. El monarca le dio otro sorbo al vaso y volvió a mojarse el bigote. Henry se remangó, lo que le daba más libertad de movimiento. Etta se preguntaba si de verdad pretendía tocar sin partitura y sintió gran admiración por él. —Cuando quieras —le dijo su padre. Etta levantó el instrumento y se lo acomodó bajo la barbilla. Había tocado aquella pieza innumerables veces, la última de ellas en un concurso celebrado en Moscú. A Alice nunca le había gustado mucho, a pesar de que fuera tan importante en su mundo, y le gustaba sacar a colación aquella reseña del concierto que decía que tocar aquella pieza era como dejar el violín «lleno de cardenales». Esperaba recordarla lo bastante bien como para hacerle justicia y no humillarse una vez más delante de su… de su padre, como había pasado en el concierto del Metropolitano. Le dolió el hombro izquierdo por el esfuerzo que le suponía mantener levantado el instrumento, pero dejó de lado el dolor, se esforzó para que no le temblaran las manos y apoyó el arco sobre las cuerdas. Le hizo un gesto con la cabeza a su padre, que empezó a tocar la introducción de la pieza, tras lo que ambos se lanzaron a interpretarla. Y así fue como Etta se encontró tocando el Concierto de Violín de Chaikovski para el zar Nicolas II a principios del siglo XX. No es que la pieza fuera difícil, es que era endiablada. Tanto, que la muchacha empezó a sospechar que su padre no la había sugerido por los obvios lazos del compositor con Rusia, sino para demostrarle al zar que su hija, más que una buena violinista, era una virtuosa de ese instrumento. www.lectulandia.com - Página 164

Pero, desde la primera nota, tocar el violín fue como aprender a respirar de nuevo. Era un alivio escuchar la música, usar aquella parte de su cerebro y de su corazón. La presencia táctil del violín fue desapareciendo a medida que ella empezaba a deslizarse por el estupendo marco que estaba construyendo su padre para ella y que anunciaba el tema principal. Juntos, iban dando forma al primer movimiento del concierto, sin pausa, añadiendo un tema, repitiendo el tema principal, creando variaciones que se volvían más atléticas. Las melismas eran cada vez más rápidas, hasta que alcanzaron una cadencia fascinante y Etta creyó que iba a explotarle el corazón de gozo. Miró a su padre, que tocaba con los ojos cerrados, como si estuviera imaginando cada frase a medida que pulsaba las teclas. Era la suya una expresión de gozo, puro e inconsciente. «De él me viene… Lo heredé». Y eso era lo único que le iba a quedar, ahora que habían alterado el curso de su vida. Se acabaron los conciertos, los concursos… adiós al debut. Pero el gozo seguiría estando ahí. Y aunque su padre le hubiera dado un empujoncito a la línea temporal para alterarla y poner al descubierto sus secretos, no le parecía mal, solo diferente. Era un futuro nuevo, más dulce, que haría que sus mundos encajasen. Cuando acabaron la pieza, Etta bajó el violín a regañadientes y regresó a la realidad. El zar se puso de pie y empezó a aplaudir. —¡Maravilloso! ¡Ha sido maravilloso, los dos! Quizá no debiéramos hablar de negocios después de la cena, ¡sino tocar y tocar! Llamaron a la puerta y el mismo sirviente que los había escoltado hasta el estudio entró una vez el zar le dio permiso para hacerlo. —Ay, claro… Todos los sueños acaban. Seguro que vienen a llamarnos para la cena —comentó el hombre mientras le cogía el violín a Etta.

Mientras se dirigían al comedor, detrás del zar, Henry le susurró: —Tienes un gesto raro. ¿Te sucede algo? —No, es que… —La muchacha levantó la vista de la lujosa alfombra y miró al monarca—. Me ha sorprendido que sea una persona tan normal. Que sea una persona real. Es decir, que no sea solo palabras y fotografías en un libro. Y es agradable. A pesar de las infinitas posibilidades que ofrecía el viaje en el tiempo, Etta no se había parado a pensar en ningún momento que fuera a conocer a ningún personaje famoso o relevante de la historia. Nicholas y ella habían evitado a la gente tanto como habían podido y había dado por hecho que los demás viajeros se comportaban igual. Estas figuras históricas siempre le habían parecido como naturalezas muertas que había que estudiar desde la distancia, como los valiosos objetos que estaban expuestos en las vitrinas de los museos. www.lectulandia.com - Página 165

Su padre se rio de ella. —Sí, sí que es real. Y es tan humano, tan falible como cualquiera de nosotros, por mucho que no llevemos corona. Con sus amigos es bastante agradable pero, claro está, ha habido varias versiones de su vida en la que lo han considerado opresivo y cruel con aquellos que no pensaban como él; idiota, incluso, o insensible con sus súbditos más desfavorecidos. Se podría decir que se debe a que llegó al poder demasiado pronto, antes de estar preparado; a que eligió malos consejeros; o a una carambola de acontecimientos desventurados. Pero he visto lo que va a suceder muchas, muchas veces: no podrá detener la marcha de un futuro en el que él y su familia ya no tienen cabida. —¿En la línea temporal original también lo asesinan? Su padre se llevó la mano a la frente, como si estuviera pensando en qué responder. —Su muerte… es del todo inevitable. Las situaciones que llevan a ella se vuelven peores con cada interferencia y alteración de Cyrus Ironwood, pero ha sucedido y seguirá sucediendo, con la única diferencia de que, en esta ocasión, sucederá como se suponía que tenía que haber sucedido en un principio… más o menos dentro de un año. Henry Hemlock respiró hondo. —Recuerda lo que te he dicho antes, que debemos aceptarlo, que debemos estar preparados para sacrificar lo que tenemos con tal de alcanzar el bien común. Cuando yo era joven, me planteé muchos escenarios, hice muchos planes diferentes para salvarlo, para salvar esta vida, únicamente, y mantener la línea temporal intacta… pero el patrón es inconfundible. Lo asesinan una y otra vez, nos separan una y otra vez. Esa es la razón de que piense que ciertas situaciones están predestinadas. Soy capaz de ver los patrones y no puedo negar que se repiten y que todos intentan servir al bien común. Al menos, en esta línea temporal, el resto de su familia no acabará asesinada, solo en el exilio. Había cierta tristeza en sus palabras, pero también resignación. —Etta… Me gustaría poder ahorrarte el trago de pasar por esto, pero es inevitable que tú también… te veas obligada a renunciar a algo. Tú también verás el patrón. La joven agarró con más fuerza el brazo de su padre porque quería transmitirle tranquilidad, reconfortarlo. En realidad, no sabía cómo hacerlo, no sabía qué decir, pero se alegraba muchísimo de que hubiera tenido la oportunidad de ver a su amigo una vez más, aunque quizá fuera la última. Ella no dudaría en romper todas las reglas que los viajeros se habían impuesto a lo largo del tiempo si con eso consiguiera volver a estar en los brazos de Nicholas y sentir en la mejilla el latido de su corazón, firme y regular. Aunque su padre se presentaba ante el mundo con una gran sonrisa y una risa contagiosa, Etta entreveía, de vez en cuando, esa parte que intentaba esconder. Aquello complicaba la percepción que la joven tenía de él y la llevaba a querer www.lectulandia.com - Página 166

estudiarlo en profundidad. Al principio, le resultaba difícil entender cómo su madre, tan fría y cortante que en ocasiones era capaz de hacer daño sin abrir la boca, había establecido una relación con alguien para quien reír y sonreír parecían tan necesarios como el aire que respiraba. Ahora, en cambio, ya había visto parte de su interior atormentado, había presenciado esa irresistible naturaleza que lo llevaba a hacerse amigo tanto de zares como de los Espina. —Henrietta… Etta —se corrigió—, tocas a las mil maravillas. Es fascinante lo que ha conseguido Alice. No creo que le importara si te digo que la has superado incluso a ella. El tono gentil de su padre hizo que a la joven le diera un vuelco el corazón. «Así que ha oído tocar a Alice». La muchacha esbozó una sonrisa tristona, aunque, en cierto modo, la consolaba que alguien más recordara cómo conseguía Alice hacer cantar al violín. —Gracias. ¿Cuánto hace que tocas el piano? —Llevo tocando casi toda la vida. Antes de que fuera lo bastante alto como para llegar a los pedales. Etta asintió y le apretó con los dedos el brazo. —Tiene que resultarte complicado encontrar tiempo para tocar con tanto viaje… tanto escondite… tantos planes que trazar… —No creas —respondió él—. Saco tiempo. Es verdad que alterar la línea temporal o los acontecimientos es, en cierta medida, como crear, pero siempre hay consecuencias, ya sean buenas o malas. La música es algo que puedo crear, pero sin que me acarree ni lo uno ni lo otro. Se produce, sin más, un encuentro entre el cerebro del compositor y mi corazón. Ay, querida… —dijo, echándose a reír—, no le cuentes a nadie lo que acabo de decir. Es sensiblero hasta para mí. Etta sonrió. Lo había entendido a la perfección. —¿Por qué tocas? —le preguntó él—. No me refiero solo a tocar, sino a por qué quieres convertirlo en tu vida. A la joven le habían hecho aquella pregunta en muchas ocasiones a lo largo de los años: Alice, los periodistas, otros concertistas… Sin embargo, era ella misma quien más veces se la había formulado. Cada vez que respondía, lo único que hacía era repetir una frase ensayada. En este caso, sin embargo, se sintió lo bastante segura con su padre como para admitir las demás verdades, las que había sepultado a tanta profundidad en su corazón que empezaban a oxidarse. Las que no había compartido ni siquiera con Nicholas. —Buscaba algo con lo que conseguir que mamá se sintiera orgullosa de mí. Algo en lo que consiguiera sobresalir… aunque había una parte de mí que me decía que, si además daba conciertos, si me hacía famosa y la gente conocía mi nombre, tendría la oportunidad de encontrar a la familia de mi padre. Que quizá ellos me reconocieran. Oirían mi música y querrían venir a por mí. Conocerme. —Respiró hondo—. Sé que es una estupidez. www.lectulandia.com - Página 167

Por delante de ellos, el zar había aflojado el paso para saludar a Winifred y a Jenkins, que se hallaban junto a otras de las elaboradas puertas del palacio. Sus voces y sus risas educadas les llegaron por el pasillo. Justo cuando Winifred se daba la vuelta hacia ellos, Henry miró hacia otro lado y se llevó el pulgar al ojo. Cuando volvió a mirarla, afectado, Etta no tenía muy claro qué hacer, por lo que se limitó a apretarle el brazo aún más. Aún estaban aprendiendo a conocerse. Aún estaban aprendiendo, y cada detalle, cada prueba, los acercaba más y más a desarrollar esas habilidades que los enseñarían a cuidar el uno del otro. —Te oí tocar, Etta —dijo él con dulzura—. Te oí tocar.

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Cartago 148 a. C.

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Quince El hombre que estaba entre las sombras se acercó un poco más. Sus pisadas quedaron amortiguadas por el zumbido de los insectos y por la bandada de pájaros asustados que salieron volando de repente, en mitad de la noche. —No te acerques más —le advirtió Nicholas mientras le ponía la punta de la espada en el cuello. El hombre abrió los ojos como platos ante aquella amenaza, pero obedeció. Nicholas lo estudió. Estaba un poco encorvado, como esas personas que han pasado la vida entera en el campo, peleándose con un arado. Su túnica, de color rojo, estaba andrajosa, casi tan estropeada como su rostro de piel oscura y surcado por profundas arrugas. El pelo, en cambio, era blanco y abundante; lucía una barba y unas cejas tan pobladas que su rostro parecía un paisaje nevado. —¿Qué asuntos os traen por aquí, viajeros? ¿Cómo nos habéis encontrado? —les preguntó el hombre. Nicholas se fijó en que tenía las piernas muy delgadas y las rodillas huesudas, y que parecía tener dificultades para mantenerse en pie. Cojeaba y se apoyaba en un bastón alto. —Me llamo Nicholas Carter. Hemos venido a intercambiar información, nada más. —No, muchacho, lo que habéis hecho es traer a las Sombras, perturbar nuestra paz —dijo en tono cortante y mirando hacia el patio, como si esperase encontrar a alguien allí. Otra vez aquel término, «Sombras», y siempre entre susurros, como si pretendieran evitar la posibilidad de invocarlas. Sophia se mofó al oír la palabra «paz». —No tenemos nada que ver con los Ironwood. Queremos hacer un trato de verdad. Disponemos de información que bien podríamos compartir, pero también tenemos provisiones. —Levantó el saco con la comida del elefante—. Provisiones que estaríamos dispuestos a compartir a cambio de respuestas a una serie de preguntas. Es algo que quedaría entre nosotros. ¿Quién eres tú, Remus o Fitzhugh? —Remus. El anciano musitó algo más mientras se cruzaba el arco al hombro. Miraba hacia todos los lados y respiraba con rapidez. —¿Señor? No contamos con mucho tiempo… —le comentó Nicholas. El hombre dio un salto hacia atrás, como si hubiera recibido una bofetada. —Vale, de acuerdo, venid conmigo —les dijo con voz de cansancio—. Seguidme. Deprisa. Todo saldrá bien.

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—Eso ya lo veremos. Las palabras de Sophia hicieron que Remus se quedara pálido. El hombre no dejaba de mirar hacia el establo, como si toda su atención estuviera concentrada allí. Del edificio les llegaban voces cada vez más fuertes y los elefantes ya habían dejado de barritar. Al parecer, la distracción orquestada por Nicholas había dejado de funcionar. —Habéis tenido mucha suerte al sobrevivir —les comentó mientras avanzaban por la ciudad, a oscuras—, pero mucha más habéis tenido al no provocar un cambio en la línea temporal con ese ardid de los elefantes. Tenía razón. Nicholas sabía que su suerte tenía que estar a punto de acabarse, pero dado que había recibido tan poca a lo largo de la vida, estaba dispuesto a explorar sus límites. Aun así, mientras seguían los pasos renqueantes de aquel hombre, se sintió tan incapaz de ahuyentar sus dudas como de quitarle la vista de encima a Remus. Puede que no fuera justo, dado que aquel hombre los había salvado, cuando bien podría haberse quedado sin hacer nada y dejar que murieran a manos del último atacante, pero Nicholas no podía cambiar su naturaleza en una noche. —Relájate, ¿vale? —le murmuró Sophia, que se había dado cuenta de lo que se le pasaba por la cabeza—. Es muy mayor. Además, seguro que tiene una olla en la que podemos hervir lo que sea que acabamos de robarles a los elefantes. —Estás pensando con el estómago, no con la cabeza. —¿No has oído lo que ha dicho de las Sombras? Sabe quiénes son… Remus se dio la vuelta y les habló en voz baja: —¡Por amor de Dios, ¿acaso queréis que alguien os oiga hablando en otro idioma y dé por hecho que os habéis infiltrado?! ¡Os aseguro que, en ese caso, no movería un dedo por ayudaros! Sophia y Nicholas no volvieron a abrir la boca. Y menos mal, porque al doblar la siguiente esquina, el joven tuvo que dar un generoso paso atrás para evitar cruzarse con un grupo de mujeres que iban en dirección contraria, hacia las casas por las que acababan de pasar, donde las esperaban unas velas encendidas. Los vestidos que llevaban eran más largos y tenían un corte más elegante que las sencillas túnicas de los hombres; el bajo, de gasa, flotaba justo por encima de sus sandalias. Una de las mujeres, que llevaba el pelo incluso más corto que Sophia, hizo un gesto de asentimiento cuando se cruzó con Nicholas. —¿Hay piojos? —le preguntó la muchacha al anciano con cautela cuando las mujeres desaparecieron y se internaron por una calle más estrecha y tranquila. Este negó con la cabeza. —Se cortan el pelo y se lo dan a los soldados para los arcos. ¿Es que no sabes nada, niña? Sophia le hizo una mueca insolente al hombre en cuanto este se dio la vuelta. —¿Y por qué lo hacen? —preguntó Nicholas—. Tenía entendido que los cartagineses eran famosos por sus soldados. www.lectulandia.com - Página 171

—Son fieros, sí. —La voz de Remus parecía más relajada a medida que iban alejándose del centro de la ciudad y de la gente—. Todo hombre, mujer y niño tendrá que armarse y se esperará de él que luche. Cada casa es una fortaleza y están reconstruyendo su arsenal. —¿Qué ha pasado con las armas que tenían? —Cuando los romanos desembarcaron en estas tierras, exigieron rehenes y todas las armas de la ciudad. Les dieron ambas cosas… pero no fue suficiente. Los romanos querían la rendición total de la ciudad. Los cartagineses los retaron, se burlaron de ellos, incluso torturaron delante de los romanos a algunos de los prisioneros que habían hecho. Así están las cosas. —Los romanos están construyendo algo en el puerto, ¿no es así? Remus le lanzó una mirada de exasperación. —Un dique, sí. Lo que Nicholas sospechaba. Los diques eran estructuras gigantescas, construidas con piedra o madera, que se usaban como embarcadero o espigón. En este caso, el dique iba a servir para mantener encerrados los barcos que habían visto en el muelle militar. Cuando el sol empezó a salir, ellos comenzaron a ascender una colina en dirección a la ciudadela desde la que se veía el muelle. Según el anciano, se llamaba Birsa. Nicholas mantuvo la cabeza gacha mientras avanzaban. No es que los cartagineses se fueran a sorprender por ver a una persona de piel negra, pero el joven sabía, por experiencia, que la gente no suele recordar a una persona si no llega a mirarla a los ojos. Arrastraba los pies por aquellas piedras gastadas y no podía pensar más que en poner un pie detrás del otro, izquierdo derecho, izquierdo derecho, para seguir avanzando. No levantó la vista hasta que vio unos pies que serían la mitad de grandes que los suyos, descalzos y cubiertos de cortes y llagas. El niño, que tenía la piel oscura, se apartó a toda prisa para dejar paso a Remus, que iba cada vez más rápido, como si fuera una tormenta que está empezando. Sophia se acercó a Nicholas y le lanzó una mirada irritada mientras lo dejaba atrás. A Nicholas le pareció que el niño no podía tener más de ocho o nueve años; era bajito y estaba en los huesos. Llevaba una túnica hecha jirones y con varios pedazos anudados entre sí para que se aguantaran. El niño le devolvió la mirada por debajo de su mata de pelo. Sus ojos, oscuros, los iluminaba el orgullo, y su mirada era desafiante a pesar de su deplorable aspecto. Nicholas conocía bien aquella forma de mirar: el orgullo implica pasar hambre en silencio, en vez de rebajarse a mendigar, a implorar caridad. Él había sido igual, incluso cuando era esclavo, incluso cuando la amabilidad de los Hall lo liberó. Si el capitán no lo hubiera obligado a comer las primeras noches, se habría muerto de hambre.

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«Tienes el orgullo de Lucifer. Es lo único que te ha dado esa familia y, créeme, no necesitas esa herencia», le había soltado Hall. Su mente regresó por voluntad al niño que Sophia y él habían visto antes, muerto, consumido por la enfermedad y el hambre, abandonado en la calle como si fuera un animal. Nicholas sonrió al niño y se quitó la bolsa del hombro. Con cuidado, sacó de ella las cosas que iba a necesitar y dejó la comida. El diseño de la bolsa de cuero era muy sencillo, por lo que bien podría pasar por un objeto hecho en aquella época. Por otro lado, no creía que el niño se parase a pensar en ese detalle. Sin decir nada, por precaución, le tendió la bolsa. El niño lo miró a los ojos y Nicholas se dio cuenta al instante de que había entendido que le estaba haciendo un regalo. El niño cogió la bolsa por la tira y se la arrebató. Nicholas soltó una risita pero, nada más darse la vuelta, una mano pequeña lo cogió por la muñeca y lo obligó a volverse de nuevo. El niño se metió la mano en la camisa y sacó a tironcillos un cordel de cuero en el que Nicholas no había reparado. En él había un pequeño colgante, algo más pequeño que el meñique de Nicholas. El niño lo sostuvo entre ambos, sin dejar de observar al joven con aquellos ojos oscuros y feroces, y le sostuvo la mirada hasta que Nicholas cogió el dije. Así, lo sucedido se había convertido en un cambio. Nicholas asintió para darle las gracias y el niño dio media vuelta y salió corriendo sin mirar atrás. Nicholas se quedó observando el inesperado regalo, sujetándolo para verlo a la luz. Era un rostro de cristal, pintado o coloreado de alguna manera, que representaba a un hombre con un mechón de pelo rizado, cejas oscuras, ojos grandes y una larga barba que caía en tirabuzones. ¿Sería un amuleto? Dejó los objetos que había sacado de la bolsa y con mucho cuidado, tanto que le temblaban las manos, puso el amuleto de cristal en el mismo cordón de cuero en el que llevaba el pendiente de Etta. —¡Carter! —le ladró Sophia. Nicholas devoró con sus largas piernas la distancia que lo separaba de Sophia y de Remus, que habían observado el intercambio con desconfianza. No miró atrás, no quería darle al niño la oportunidad de rechazar su regalo. «Sobrevive. Sobrevive. Escapa». —Eso ha sido una estupidez —le espetó Sophia en voz baja—. ¿Cómo vas a seguir jugando a ser un héroe si no comes? —Ya encontraremos otra cosa. «He llegado a estar más tiempo sin comer». El hambre era tolerable. La alternativa era que lo atormentaran aquellos ojos; que lo atormentara la más amarga sensación de arrepentimiento, que jamás desaparecería, por mucha dulzura que le deparara el resto de la vida. No consideraba una debilidad pensar así, tener la sensación de que debía ayudar a otros, de que debía salvar vidas. Lo hacía humano. No podía evitar pensar que los viajeros se habían convertido en www.lectulandia.com - Página 173

meros testigos silenciosos, lo que hacía que dejaran de sentir empatía por quienes les rodeaban y los ayudaba a construir un muro de cristal con el que protegerse del sufrimiento. Sophia lo miraba con cara de cansancio. —No has hecho más que prolongar lo inevitable. ¿No es mejor morir de hambre que tener que padecer el sufrimiento que los romanos les tienen reservado? «No soy insensible», le había dicho Sophia. Y era cierto, el corazón de él y el de ella no estaban hechos de las mismas fibras, y era posible que el de ella fuera más resistente que el suyo a la hora de tomar decisiones como aquella. Estaba demasiado cansado como para discutir. La muchacha, igual que él, avanzaba arrastrando los pies. Hasta sus palabras carecían del veneno y de la convicción habituales. —¿Está Fitzhugh en casa? —le preguntó Nicholas al anciano. Remus negó con la cabeza. —No, mi marido es físico. Está haciendo rondas, visitando a los enfermos. He tenido que encargarme yo de investigar quién llegaba por el pasadizo. —¿Y lo has oído desde aquí arriba? —le preguntó el muchacho mientras miraba por encima del hombro la ciudad que tenía a los pies. El tono pálido de la piedra caliza resultaba aún más hermoso con el tinte violeta que adquiría por la luz del amanecer. Había dejado de oír el pasadizo a medida que se habían internado por la ciudad. En aquel momento, solo se oían los golpes de los herreros, que se habían levantado con el amanecer. —Estamos cerca del otro pasadizo. Resuena cada vez que lo hace el hermano que tiene debajo del agua. Es un sonido espantoso, pero muy útil para saber con cierta antelación cuándo vas a tener compañía. Nicholas asintió. —¿Satisfecho, detective? —le preguntó la muchacha—. ¿Te parece que dejemos de hablar un rato? Lo de esta noche me ha dado un dolor de cabeza fortísimo. Remus se detuvo frente a la siguiente puerta. Se volvió y, antes de abrirla, se puso un dedo en los labios para indicarles que permanecieran en silencio. Las bisagras crujieron con fuerza y la puerta rascó el suelo irregular de piedra. Nicholas tuvo que agacharse para entrar, cosa que hizo con la mano en la empuñadura de la espada. La puerta daba a un patio en sombras. —Por aquí —les susurró el anciano. Nicholas miró a su alrededor, en busca de otras posibles entradas. En el suelo había montones de arcos, espadas, escudos y lanzas, dispuestos junto a escobas y otros enseres con los que cuidar de la casa. Sintió el escozor de la ansiedad que le corría por las venas. Solo había una entrada, lo que significaba que sería más sencillo evitar los problemas, pero también implicaba que, en caso de que los hubiera, solo quedaba un sitio por el que escapar. www.lectulandia.com - Página 174

Subieron al primer piso por una escalera empinada. Allí se encontraron con otra puerta. Antes de abrirla, Remus miró una última vez a su alrededor, nervioso. Luego, les indicó que pasaran. El olor a tierra y a plantas había impregnado la atmósfera, lo que le daba a la habitación cierto tufillo a humedad y a medicinas que de inmediato consiguió inquietar a Nicholas. En aquella época, los médicos eran poco más que carniceros y sus herramientas eran tan malas como sus conocimientos. En la parte izquierda, pegada a la pared, había una cama. Justo encima, del techo, colgaban bocabajo gran cantidad de plantas en atados puestos a secar. La pared opuesta estaba dedicada al trabajo de Fitzhugh, más hierbas secas y plantas, junto con pequeños frascos y tarros de cerámica, una piedra de afilar y una balanza rudimentaria. Frente a ellos, debajo de las ventanas, había una zona de vivienda bien organizada, con una mesa baja, una alfombra para cubrir la piedra pulida, una silla y almohadas en las que sentarse. En el centro había un hogar en el que hervía un caldero lleno de agua. Era una casa confortable, pero no lo que esperaba Nicholas de dos viajeros. A su favor, sin embargo, debía admitir que allí no había nada que revelara que en realidad no pertenecían a aquella época; la mayoría de los viajeros, como había visto en casa del bisabuelo de Etta, no podían resistirse a la tentación de hacerse con pequeños objetos y recuerdos de los lugares en los que habían estado. En aquel hogar, en cambio, no había más que unas estatuillas y figuritas de piedra que representaban dioses ancestrales y extranjeros. —Comeremos y hablaremos de por qué habéis venido después de que haya descansado. Os recomiendo que vosotros también descanséis hasta una hora prudente. El anciano se sentó en la cama y se quitó los viejos zapatos que llevaba. —El tiempo corre en nuestra contra —empezó a decir Nicholas al tiempo que Sophia se preparaba una camita al lado del hogar y de la mesa con las almohadas. —¿Y cuándo lo hace a nuestro favor? —comentó el anciano mientras acomodaba el cuerpo sobre el colchón de plumas y el somier de cuerdas que lo sostenía—. ¿Cuándo? —¿Por qué estás tan seguro de que los atacantes no vendrán a por nosotros? — preguntó Nicholas—. ¿De que no nos han seguido hasta aquí? —Solo salen cuando cae la noche. Estamos a salvo. Por ahora. Y apagó de un soplido la vela que ardía en la mesita situada junto a la cama. Nicholas resopló para liberar su frustración, pero se acercó a la alfombra y buscó un sitio en el que tumbarse. El suelo era irregular y resultaba tan incómodo como en cualquiera de los demás siglos que había visitado recientemente. Empezó a repasar los dolores que tenía, así como las heridas, y los nuevos pinchazos que tanto calor le provocaban en la mano derecha. Levantó la mano y examinó, a la luz del amanecer, el dibujo grabado en el anillo. www.lectulandia.com - Página 175

Intentó quitárselo otra vez. Nada. Volvió a resoplar, cruzó los brazos y le dio la espalda a la pared. Cerró los ojos. Los tenía secos. Pero no pudo dormir. Su mente se empeñaba en intentar atrapar el fantasma de Etta. Pensó en su rostro, en la manera tan dulce en la que su cuerpo se había adaptado al suyo. Y su mente tampoco le permitió ignorar la sensación de que lo observaban, una sensación apremiante que conocía muy bien. Horas después, cuando Nicholas por fin se dio la vuelta para confirmar sus sospechas de que lo estaban observando, resultó que Remus estaba sumido en un profundo sueño y que lo único que se movía más allá de la puerta era el solitario viento.

Horas después, mientras el sol entraba en la habitación y, junto con el fuego, calentaba todos los rincones, Nicholas se apoyó en la mesa e intentó permanecer despierto. O, al menos, alerta. Sophia, que había dormido sin remordimientos, tamborileó con los dedos en la mesita y se impacientó mientras el hombre acababa de hervir el té y de cocinar la avena. —Aquí tienes. Remus le tendió una taza de té a Sophia e hizo una mueca de dolor cuando, debido al temblor de las manos, se le derramó parte del líquido caliente. Le ofreció una taza también a Nicholas —aunque el joven no se la había pedido— y se sirvió otra para él. —Antes de que empecemos a hablar, tenemos que convenir que esta conversación permanecerá en secreto —pidió Nicholas—. No podremos contar nada de lo que hablemos aquí. El anciano enarcó las cejas. —Aparte de a Fitzhugh, ¿a quién crees que iba a decírselo? No es que recibamos invitados y, aunque quisiéramos que así fuera, Cyrus tiene prohibido a los suyos que se pongan en contacto con nosotros. Ni Fitz puede contactar con sus Ironwood ni yo con mis Jacaranda. El anciano ordenaría que nos mataran si desobedeciéramos esa orden. Nicholas debería haberlo sabido, dado que él también había estado exiliado, confinado en su época natural. En cualquier caso, lo que el hombre decía lo llevaba a pensar que no era muy probable que fueran a obtener la información que buscaban. —Venga, amigos, vamos a hacer negocios. Preguntad, que también hay unas cuantas cosas que yo quiero saber. Sophia sopló su té y bebió un largo sorbo. Contrajo la expresión y frunció los labios. —¿Por qué sabe como si estuviera bebiendo barro?

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—¡Es té verde! —respondió Remus indignado—. Sabe a tierra pura. No es fácil encontrarlo en esta era o en este continente, así que muestra cierto respeto por mi hospitalidad. —Lo que tú digas. Nicholas siempre había preferido el café al té, el café más negro y amargo que hubiera, pero no iba a hacerle ascos a ningún estimulante si lo ayudaba a seguir despierto, vivo. Se llevó la taza a los labios y se los mojó. El líquido olía a hierba seca y su sabor era amargo, nada más, ni reconfortante ni refrescante. Dejó la taza en el suelo, a su lado, y se inclinó hacia la mesa. —Queremos saber cuál es el último año que tienen en común los dos cambios más recientes de la línea temporal. ¿Tienes alguna noticia al respecto? El hombre puso cara de estupefacción. —Oh, me temo que habéis sobrevalorado el contacto que mantenemos con el mundo exterior. Por si no os había quedado claro: estamos completamente aislados. No recibimos noticias de los mensajeros porque no tenemos permitido viajar y, por tanto, los peligros que presentan los cambios no nos afectan. Llevamos años atrapados en esta era, sin comunicación, sin comida, sin garantía alguna de que, quizá un día, vayamos a salir de aquí. «¡Maldita sea!». Nicholas se sentía cansado y frustrado en grado sumo. Pero, claro, qué quería. —Fuisteis unos estúpidos al pensar que os perdonaría si volvíais arrastrándoos — le soltó Sophia, con una ceja enarcada. —Ojalá nos hubiera ejecutado entonces, con los demás. El muy cabrón nos envió aquí porque sabía que esta sería nuestra tumba y que nos pasaríamos cada día del resto de nuestra vida pensando en lo que habíamos hecho, que lo odiaríamos y que nos arrepentiríamos. Sin embargo, de lo único de lo que nos arrepentimos Fitz y yo es de haber sido tan cobardes como para abandonar a los Espina. Era una vida dura, en especial cuando Cyrus masacró a la mitad de sus integrantes… Pero, decidme, con todo lo que está pasando, ¿creéis que está lo bastante distraído como para que Fitz y yo nos escapemos a otra era sin que se entere? Nos dijo que tenía centinelas apostados en la entrada de ambos pasadizos para que no pudiéramos escapar. —No había nadie en la entrada del que hemos cogido nosotros —le respondió Sophia—. ¿Es que nunca lo habéis comprobado? ¿Nunca? —No. Estaba tan enfadado… y hemos sido tan tontos al pensar que, antes o después, conseguiríamos su perdón si le servíamos bien… —Se echó a reír, pero la suya era una risa triste—. En especial yo… pero se acabó. En cuanto vuelva Fitz, os acompañaremos al otro pasadizo que sale de la ciudad. Y esta vez desapareceremos. A Nicholas le gustaba la manera en la que vibraban las palabras del anciano, cargadas de resentimiento. Sintió un cosquilleo en la mano y se la frotó. Observó a

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Remus para saber si los estaba engañando, pero solo encontró el rostro de un hombre endurecido por el amargo sabor de la decepción. —Estaba convencido de que habíais venido por el trabajo que he hecho sobre las Sombras… la investigación que Cyrus me ordenó que realizara. —El anciano se levantó para remover la avena, probó su consistencia y sirvió una parte en dos boles que les tendió a sus invitados—. Con los conocimientos ancestrales de los viajeros sí que puedo ayudaros. Es probable que sea lo único que se me da bien hoy en día. Lo demás está más allá de mi vista y de mis conocimientos. Por unos instantes, Nicholas se distrajo al darse cuenta de que tenía que agarrar la cuchara de madera con mucha fuerza para sentir su tacto. Se esforzó por dejar de lado el miedo que intentaba tomar su corazón al asalto y se concentró en la comida. La avena apenas sabía a nada y se quemó la lengua con ella, pero estaba seguro de que ni Sophia ni él habían comido nunca tan rápido. —¿Conoces a alguien que pueda ayudarnos a descubrir el último año común sin que Cyrus Ironwood se entere? —le preguntó el muchacho a Remus mientras dejaba a un lado el bol vacío. El anciano se puso a pensar. —La mayor parte de las alteraciones las hizo en los siglos XIX y XX. Podríais probar a preguntarle a una guardiana llamada Isabella Moore, en Boston. Cyrus Ironwood ordenó que asesinaran a su hijo más o menos cuando Fitzhugh y yo nos escapamos para unirnos a los Espina, y sé que tiene buenos contactos y que le guarda un gran rencor al viejo. Intentad dar con ella después de 1916 y antes de 1940. «Otra pista». Que, en cualquier caso, podía llevarlos tan lejos como la que acababan de seguir, es decir, a ninguna parte. Nicholas tuvo que obligarse a soltar la mesa, a la que se había estado aferrando con la mano buena hasta ese momento. —¿A qué te referías cuando has dicho que pensabas que veníamos por las… Sombras? —le preguntó Sophia, tras lo que sopló de nuevo su té y bebió otro largo sorbo—. ¿Qué sabes de ellas? Acto seguido, la muchacha soltó una especie de hipo o eructo, o una encantadora combinación de ambos, y Remus puso cara de ofendido. —Para empezar, creo que deberíais ser honestos respecto a lo que estáis buscando, porque jamás he visto que las Sombras persiguieran otra cosa que no fuera… el astrolabio. A Nicholas se le pusieron los pelos de la nuca como escarpias. Hasta a Sophia se le atragantó el último sorbo de té. —¿Sorprendidos? Cyrus nunca cambia, ni en las épocas más peligrosas. Pero es que, claro… el conocimiento es poder. Razón de más para que no cuente la verdad acerca de la historia del artefacto, de su naturaleza. Desde luego, Nicholas estaba de acuerdo con esa afirmación. —¿Y qué sabes tú de él? www.lectulandia.com - Página 178

—Antes de que Cyrus se convirtiera en el líder de los Ironwood, yo llevaba siendo el cronista de las familias más años de los que tenéis vosotros. Sé cosas que os helarían la sangre. Esa es una de las razones por las que más le molestó que nos fuéramos. No quería que nadie más tuviera esa información, y mucho menos Henry Hemlock. Pero tampoco podía ejecutarme, porque los viejos registros se quemaron y cabe la posibilidad de que yo conozca alguna información o detalle que él pueda necesitar en un momento dado. Aún recuerdo las canciones que los demás han olvidado. Sophia miró a Nicholas y asintió con la cabeza para confirmar lo que decía el hombre. —¿Qué sabéis de alquimia, de sus principios? —Lo que yo sé es que no son más que tonterías —comentó Sophia—. Sandeces de viejas que han animado a incontables idiotas a perder el tiempo intentando convertir el plomo en oro, buscando una cura para todas las enfermedades o tratando de alcanzar la inmortalidad. —Sophia… —dijo Nicholas en un tono de advertencia. No es que quisiera reprenderla, pero quería conseguir cuanta información pudieran y marcharse de aquel sitio lo antes posible. —Has sacado a colación parte de lo que se buscaba, sí, pero los principios de la alquimia llegan hasta aquello que está más allá de lo tangible. Se podría decir que esta disciplina busca comprender el verdadero significado de la naturaleza de la vida y descubrir la forma de manipular la energía. Un estudio cuidadoso de los más bellos misterios de la vida, de la muerte y puede que hasta de la resurrección. «Como es arriba, es abajo, como es adentro es afuera, como es el universo es el alma». Aquello podía explicar algunos de los extraños símbolos que había visto en la tienda de Belladona y en su taller. No solo era artesanía o una profesión, sino que también era una creencia. —Hubo una persona que, en su día, alcanzó este conocimiento perfecto al llegar a entender cómo se podía lograr la inmortalidad. ¿Qué mejor manera de conquistar la vida que destruir aquello que la limita? —El tiempo —comentó Nicholas—. ¿Quieres decir que…? —Este hombre, que es quien originó nuestra estirpe, consiguió domar estas energías, transmutarlas y convertirlas en algo nuevo, en algo que estaba unido a la influencia terrena de su propia sangre. Aquello lo contuvo en un objeto, una llave que le permitiría tener el control. De esta llave maestra hizo tres copias para sus tres hijos, dos niños y una niña, que era la mediana. Pero cada una de aquellas copias era menos poderosa que la anterior, así que sus hijos se enfrentaron entre sí con gran violencia para obtener el control de la original, siguiendo cada uno de ellos lo que consideraba el sendero verdadero para conseguirlo. Hasta que, un día, los dos hermanos mayores se aliaron contra el más pequeño, pues consideraban que era el preferido de su padre.

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Cuando el alquimista intentó intervenir, en la refriega murieron el hijo pequeño y él mismo. —Ahí está el Ironwood que llevan dentro… —musitó Sophia. —En mitad del caos, el cuarto hijo, un bastardo retoño de una pobre moza, robó la llave maestra. Sophia se irguió al escuchar la palabra «bastardo» y frunció el labio superior como si fuera a gruñir. Al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía mucho, Nicholas se dio cuenta de que nunca se había planteado su situación en un contexto como aquel, tan parecido al suyo. —Después de haber estado trabajando a la sombra de sus hermanos legítimos, después de haber sido aprendiz del alquimista, sabía cómo utilizar el poder de la llave maestra… el astrolabio original… pero sabía que los demás jamás le permitirían quedárselo. Así, el aprendiz se pasó siglos enteros huyendo, apareciendo y desapareciendo en diferentes épocas hasta que su rastro quedó demasiado embarrado como para que los demás lo siguieran con los astrolabios menores. Sin embargo, pasaron los años y empezó a superar el miedo, por lo que empezó a dejar familia por los continentes. El uso continuado del astrolabio, no obstante, había alterado la composición de su cuerpo, lo que había propiciado curiosos resultados. Su vida estaba siendo un siglo más larga de lo que habría sido normal y sus hijos heredaron su habilidad de viajar por los pasadizos que había creado, pero sin necesidad del astrolabio. Era como si, de tanto usarlo, hubiera absorbido parte de su esencia y se hubiera convertido en una extensión del artefacto. Esto también les sucedió a sus hermanastros, y el mayor de ellos, por fin, consiguió dar con su hermano bastardo, viejo y decrépito para entonces, y lo mató. —¿Cómo es posible, si su vida se había prolongado? —preguntó Sophia. —Su vida se había prolongado, sí, y envejecía más y más sin que la muerte lo alcanzara, siempre y cuando su vida no se interrumpiese de manera artificial. Por ejemplo, asesinándolo… Aunque nuestros linajes han ido diluyéndose y ya no vivimos más que los seres humanos normales, aún queda en nosotros parte de la magia del astrolabio, que es lo que nos permite viajar. Nicholas negó con la cabeza. Todo aquello de la alquimia, de una inmortalidad que no tuviera nada que ver con ir al cielo… No, le resultaba un concepto demasiado pagano como para creerlo. «Y, aun así…». En el relato de Remus, sin embargo, había una semilla de verdad pura y ancestral… El miedo, incluso más que la avaricia, era un motivador poderoso, en especial cuando iba de la mano de la firme decisión de sobrevivir. Daba igual que la historia la hubieran adornado con el tiempo, había en ella algo que resultaba muy real. —La hija del alquimista se perdió en el tiempo y no queda nada de ella. Solo se sabe que su hermano mayor le robó el astrolabio y que lo usó de forma antinatural. www.lectulandia.com - Página 180

Los registros no son muy claros, solo se sabe que las copias desaparecieron y que ahora solo queda el astrolabio maestro. Y si lo que Cyrus cree es verdad, por descabellado que parezca, el hijo mayor sigue intentando dar con él. —Pensaba que cada una de las cuatro familias tenía su propio astrolabio — comentó Nicholas. Ahora resultaba que los Linden, durante generaciones, habían tenido en su poder el original. —Puede que los poseyeran durante un tiempo, pero luego se los robaron. El hijo mayor está respaldado por mucha fuerza… la que le proporcionan los viajeros que ha ido raptando a lo largo del tiempo y a quienes les roba la vida y se la transforma para que solo le sirvan a él. A falta de un término mejor, o más adecuado, en nuestros registros llamaban «Sombras» a estos viajeros. Nicholas frunció los labios. El anciano se fijó en el gesto y soltó una risita antes de continuar: —Veo que ninguno de los dos me cree. Aunque, claro, soy consciente de que parece una locura. —Solo intentas que nos traguemos una sarta de estupideces —le soltó Sophia. —Hay pasajes en esa parte de nuestra historia que hemos olvidado y que son muy muy antiguos… así que hay que buscar las pocas pistas que pueden extraerse de nuestros conocimientos, de nuestra sabiduría. De nuestras pesadillas compartidas. La cámara donde guardábamos los registros se quemó hace generaciones, según se dice, por culpa de una vela. La cuestión es que quedan tan pocas pruebas del alquimista y de las Sombras que muchos viajeros se niegan a creer en su existencia. La desaparición de niños se justifica diciendo que la línea temporal los ha dejado huérfanos, o que entraron en pasadizos y que nunca se volvió a saber de ellos. Está claro que el cerebro puede encontrar muchas explicaciones para lo siniestro. Nicholas volvió a negar con la cabeza y se frotó los ojos. —En ese caso, ¿qué papel desempeñan las Sombras? —Se dice que trabajan para el único hijo del alquimista que queda con vida y que cumplen con sus deseos y raptan a niños viajeros para continuar con el ciclo de servicio a su señor. Lo único que este tiene en la cabeza es encontrar el astrolabio original. —El anciano lo comentó como si no fuera algo descabellado—. La historia de su origen, sin embargo, se ha perdido en el olvido y, a pesar de que a cada día que pasa se pierden menos niños, hoy en día se les sigue inculcando este miedo a los pequeños, aunque se haga de forma inconsciente. O, dime, muchacha, ¿acaso no recuerdas la cancioncilla? «De entre las sombras salen para asustarte…». A Nicholas le sorprendió que Sophia no tuviera problema alguno para seguir la cancioncilla: —«… De entre las sombras salen para llevársete». Sophia, en cambio, no parecía en absoluto impresionada. —No es necesario que intentes embaucarnos con mala poesía. www.lectulandia.com - Página 181

—Acábala, muchacha. Dime, ¿cómo termina? La joven miró al anciano con gesto desafiante, pero le hizo caso y cantó en voz baja: —«Cuidado con la hora, cuidado con el día… y escoge la senda torcida». —Pues son esas Sombras las que os han perseguido, las sombras de su glorioso sol; y no se detendrán ante nada para impedir que os hagáis con el astrolabio, si es que conseguís localizarlo, claro. Vuestros caminos se han cruzado, por desgracia, y ahora no hay manera de desenlazarlos. —¿De verdad no se puede hacer nada al respecto? —preguntó Nicholas—. ¿No leíste nada acerca de sus métodos cuando eras el cronista? Remus se encogió de hombros, se puso de pie y volvió junto al hogar, en esta ocasión para servirse él un bol de comida. Se hizo el silencio. El hombre no dejaba de remover la avena. La removía, la removía. El instinto empezó a tintinearle en la oreja a Nicholas. Sophia, ante lo que acababa de contarles el anciano, se tapó la cara con las manos y respiró profundamente. Nicholas, incapaz de quitarse de la cabeza historias tan absurdas, estaba demasiado ansioso como para permanecer sentado. Empezó a dar vueltas por la habitación abarrotada y se paraba de vez en cuando para estudiar alguna baldosa decorativa, algún busto o alguna cajita de madera. En una de dichas cajitas vio un objeto rectangular envuelto en arpillera: una armónica. Fue uno de esos momentos difíciles en los que la necesidad chocaba con la moralidad. Pasó los dedos por la superficie brillante y lisa del instrumento y vio en ella el reflejo de su cara demacrada. Cuando era un niño se había acostumbrado a robar: comida, afecto, su libertad… Al pensar en volver a hacerlo, sin embargo, sintió una repulsión venenosa hacia su propia persona. Cerró la caja y se volvió hacia la zona en la que Fitzhugh Jacaranda tenía sus medicinas y en la que se dedicaba a hacer lo que fuera que hacían los médicos, los cirujanos de barco o los curanderos cuando no estaban arrancando dientes podridos o serrando extremidades. Debajo del banco de madera, bien guardada y oculta a la vista, había una bolsa de cuero cilíndrica con una tira larga y los cordones de la abertura desatados, por lo que se podía ver lo que había dentro. Nicholas miró a Remus para comprobar que el anciano seguía ocupado con la olla y se valió del pie para abrir un poco más la bolsa. Estaba llena hasta arriba de bolsitas, vendas bien enroscadas y los mismos frascos que había sobre la mesa. En la parte inferior vio un montón de herramientas de médico. Nicholas volvió a tener una sensación perturbadora y, entonces, comprendió a qué se debía. Se sintió como si una explosión acabara de abrirle los ojos y lo hubiera lanzado por los aires. Miró al anciano por el rabillo del ojo, tomó una bocanada profunda de aire y se obligó a que no le temblase la voz: —Si Fitzhugh está visitando enfermos, ¿por qué está aquí su bolsa?

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Remus dejó de remover la olla y se quedó tan quieto como si se hubiera congelado. A Nicholas le dio un vuelco el corazón y echó mano a la empuñadura de la espada. En el instante siguiente al silencio que se hizo, el anciano cogió uno de los cuchillos que tenía al lado. Le temblaba la mano, pero blandió el arma mirando Nicholas. —No huyáis, que será peor. Además, tampoco llegaríais muy lejos.

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Petrogrado 1919

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Dieciséis Etta se había equivocado al dar por hecho que lo de «comedor pequeño» se parecería de alguna manera al comedor que encontraríamos en cualquier casa: muebles envejecidos, el suelo marcado por las sillas y los zapatos, y unos pocos toques personales. Por el contrario, se trataba de una versión en miniatura de las habitaciones más grandes por las que habían pasado mientras se dirigían hacia allí y con una sola araña en vez de cinco, seis o incluso siete. Había demasiados detalles que absorber, demasiados detalles en los que fijarse. Etta contempló su propia expresión de sorpresa al verse reflejada en un espejo que colgaba sobre una chimenea pequeña, al lado del reloj de oro y los candelabros que descansaban sobre la repisa. La sentaron a dos sillas del zar, junto a su padre, que estaba a la derecha del monarca. A Winifred la habían sentado a la izquierda del zar y la anciana estaba hinchada como un pavo real. A su lado estaba Jenkins, que parecía tan perdido como Etta, como si no supiera qué hacer. Faltaban los otros dos Espina, los guardaespaldas, y Julian, que, a pesar de haber sido invitado al palacio, no era bienvenido en presencia del zar. A Etta le pareció muy inteligente, dados los destrozos que su abuelo había provocado en aquella parte del mundo en la otra línea temporal. Un lacayo le apartó la silla, que tenía una funda de seda amarilla, y volvió a empujarla una vez la joven estaba sentándose. Lo cierto es que sentada a la mesa, la disposición le parecía igualitaria, pues el zar podía hablar con todos los que le rodeaban. A ese respecto, al menos, daba la impresión de que se trataba de una cena familiar. Entonces comenzó la cena, que era como un baile elaborado. A Etta le sirvieron sopa en el plato hondo con un cucharón y pastelitos de carne en uno de los platos. La joven se fijó en su padre, que a su vez se fijaba en el zar. Cuando Nicolás II empezó a comer, también lo hizo su padre y, por tanto, ella. Y con ganas. Había comido algo de pan en San Francisco y un poco de fruta en el hotel en el que se habían cambiado, pero muy poca cantidad y, en cualquier caso, no le había parecido tan sustancioso como aquella sopa cremosa ni tan caliente como los pastelitos de carne. —Decidme, majestad imperial —empezó Henry Hemlock para romper el silencio —, ¿qué tal está vuestra esposa? No se encontraba bien durante nuestra última visita y siento mucho no haber podido verla en aquella ocasión. —Está mucho mejor, gracias. Disfruta de la vida lejos de Petrogrado y me satisface verla así de contenta. —Qué bien. Me alegro de oírlo.

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Mientras el zar acababa su plato, Henry dejó los cubiertos en el suyo y se puso las manos en el regazo. En cuestión de segundos, un lacayo se acercó para llevarse el plato. Winifred hizo lo mismo y, como por arte de magia, o, por lo menos, como en una obra de teatro muy bien representada, otro lacayo apareció en escena para retirárselo. Etta hizo lo mismo y, por tercera vez, la sorprendió la rapidez con la que le retiraron el plato hondo y el platito. Pero más asombro le causó comprobar que cada comensal tenía su propio lacayo asignado. En el caso del zar, lo que resultaba aún más sorprendente, era un caballero el que lo atendía, un hombre mayor que parecía encorvado por el peso de la bandeja que sostenía. Etta observó con cariño el gesto del monarca, quien, al ver que al anciano le temblaban las manos, lo ayudó a sostener el decantador de vino mientras le rellenaba la copa. Los lacayos de Winifred y de Jenkins intercambiaron una mirada disimulada al ver aquella escena. Eran jóvenes y robustos en comparación con el que atendía a Etta, que más bien parecía estar incubando alguna enfermedad. Mientras el chico retiraba una bandeja, Etta se fijó en que estaba pálido y en que sudaba profusamente. El siguiente plato era pescado, esturión esterlete en salsa de champán. Winifred empezó a hacer gestos de embeleso tan exagerados que a Etta le dio vergüenza estar sentada a la misma mesa que ella. Luego les sirvieron pollo, acompañado de una sabrosa salsa que Etta fue incapaz de identificar. Y, por si no hubieran comido suficiente, una bandeja de jamón. Les sirvieron un vino diferente con cada uno de los platos y bebieron tanto que parecía que Winifred fuera a quedarse dormida. Etta, de hecho, decidió pasarse al agua en un momento dado porque, de seguir así, sabía que acabaría cayéndose de la silla. «Menuda pirata. No puedo ni con unas copas de vino». Etta seguía comiendo jamón cuando el zar acabó. Por lo visto, existía otra regla: cuando el zar acababa, todos acababan, aunque estuvieran comiendo aún. A la joven le retiraron el plato cuando todavía estaba llevándose el tenedor a la boca. —¡Compota de albaricoque… mi favorita! —exclamó Winifred cuando les trajeron los postres. Gelatinas, helados, compotas. Etta pensó que si probaba un solo bocado más, acabaría vomitando. Aunque, a decir verdad, era el lacayo que la atendía el que parecía a punto de vomitar de un momento a otro. Al joven le temblaban las manos cuando le puso el siguiente plato delante; de hecho, le temblaban tanto que la porcelana repiqueteó contra la mesa. Etta habría jurado que le caía una gota de sudor en el cuello. Se giró hacia su padre y se fijó en que este seguía al lacayo con la mirada mientras volvía a su puesto. La muchacha notó un salto en su pulso, como una nota tocada en staccato. —No creas que no me acordaba —comentó el zar—. Estoy seguro de que les ha resultado dificilísimo encontrar albaricoques en esta época del año, pero ha merecido la pena con tal de ver esa muestra de alegría. www.lectulandia.com - Página 186

El lacayo de Etta por fin había salido del comedor, pero lo sustituyó otro, que se situó junto al aparador. El chico sacó una botella de vino de un cubo de hielo. Parecía igual que todas las demás, con el monograma del zar y la insignia imperial, pero cuando se volvió hacia la mesa, el chico llevaba la botella por el cuello, no por la base. —¡Qué amable! —respondió la anciana—. Seguro que ha sido… Jenkins se puso de pie como una exhalación y gritó: —¡Iron…! Etta, de pronto, notó que caía hacia atrás por efecto de la fuerza con la que su padre la golpeó en el pecho y, en un instante, antes de tocar el suelo, vio que el nuevo lacayo levantaba la botella de vino y la lanzaba contra la mesa, entre el zar y Winifred. Poco antes de que se rompiera en pedazos, el chico pronunció dos palabras: —Za Revolyutzia! Henry Hemlock cayó con todo su peso encima de su hija, lo que la dejó sin aire. Por encima de ellos, fue como si las paredes y el techo se llenaran de colores que parecían ir diluyéndose bajo la lluvia. El tiempo tembló y se oyó un tronido, heraldo de la fuerza que poseía el inminente cambio. Luego, acompañado de un rugido que los dejó sordos, se oyó una explosión, vieron una oleada de fuego y el suelo desapareció bajo sus pies.

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Cartago 148 a. C.

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Diecisiete La luz del fuego del hogar se reflejó en la hoja del largo cuchillo de Remus Jacaranda, que estaba entre ambos. La cara del anciano, no obstante, estaba entre sombras. En la habitación solo se oía el crepitar del fuego y la áspera respiración de Nicholas. Al rato, Remus dijo con voz grave y temblorosa: —Tenéis que entenderlo… No podemos ir a ningún lado… Esta es la única manera… —¿La única manera de qué? —le preguntó Nicholas en tono exigente. El muchacho miró a Sophia, que seguía sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos. —Levántate, ¿quieres? —le siseó Nicholas. —De sobrevivir. Nadie puede sobrevivir sin la protección de Cyrus, sin sus iguales o sin generosidad. Vayamos adonde vayamos, nos encontrará… o serán los Espina los que nos maten por haberlos traicionado. Lo necesitamos a él… y, para eso, es necesario que vuelva a confiar en mí. —¡Venga, Sophia, que nos vamos! —dijo de nuevo el muchacho entre siseos. —Mira si querrá dar con vosotros, que incluso nos envió un mensajero para prometernos una recompensa. —El anciano intentó enderezar los hombros—. Es nuestra oportunidad de congraciarnos con él. —Todo lo que has dicho antes… lo de ser libre, lo de escapar de él… ¿por qué no lo ponéis en práctica? ¿Por qué no venís con nosotros? —No saldría bien… No, no saldría bien… La debilidad que mostraba aquel hombre era tan patética que Nicholas no había tardado en dejar de considerarlo una amenaza. Tenía claro que podría con él con facilidad, pero aquella era la segunda vez que lo engañaban. Sintió que el odio le calcinaba el corazón. La maldad de los viajeros no tenía fin. A cada cual más interesado. —Así que Fitzhugh ha ido a por la caballería, ¿eh? Nicholas se maldijo por tonto. Sophia y él no llegarían a encontrar jamás el pasadizo submarino por sí solos, pero quizá hallaran el otro del que les había hablado el anciano si la muchacha se… Se volvió hacia Sophia en cuanto oyó la arcada. La joven se apartó de la mesa tosiendo. Las manos, apoyadas aún sobre la mesa, le temblaban. —Sophia, ¿qué te sucede? —No… no siento… las piernas…

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Nicholas se volvió hacia Remus y desenvainó la espada a tal velocidad que el arma silbó por el aire. —¿Qué le has hecho? El anciano sonrió. El fuego del hogar le iluminaba el rostro ligeramente. —¿Sabíais que los clanes de las familias se unieron con nombres de árboles porque creían que era una manera inteligente de simbolizar lo frondosos que llegarían a ser en el futuro mientras sus raíces se hundían profundamente en el pasado? Ironwood, Jacaranda, Linden… Palos fierros, jacarandás, tilos… Siempre pensé que los Hemlock no habían elegido el nombre por el árbol, también llamado falso abeto, sino por la planta… —Serás… —consiguió pronunciar Sophia. Nicholas se quedó quieto. Aquellas palabras consiguieron que se sintiera vacío por dentro. La planta. En ese caso… en ese caso le había dado… «¡Dios santo!». —Así es… ¡cicuta! Los Hemlock son venenosos e infligen su terror de la misma manera que el té que habéis bebido. Identifican qué es lo que desean los demás, los atraen con sus promesas, con la confianza y el respeto que les demuestran, pero solo los están engañando para que hagan lo que ellos quieren, para que se crean sus mentiras acerca de la línea temporal. Sophia miró a Nicholas. Su expresión era de puro terror. Bastó para que al muchacho le hirviera la sangre. Que alguien a quien el miedo le era tan ajeno tuviera aquella expresión… Supo que jamás olvidaría aquel rostro. La joven se agarraba las piernas con ambas manos, desesperada, como si pretendiera dejar de sentirse así por la fuerza. —Tú ya no vas a ir a ningún lado —le dijo Remus a Sophia con una sonrisa en los labios—. Me he puesto lo bastante lejos de ti como para que no consigas alcanzarme y, además, le importas tan poco a este mundo que la línea temporal ni siquiera se ha movido ante tu inminente muerte. Nicholas se abalanzó sobre el hombre como un relámpago y lo empujó hacia el hogar. Al anciano se le quemó parte de la túnica y se le chamuscó un poco el pelo. De pronto, le cambió la cara: ya no sonreía y tenía los ojos abiertos como platos. —¡No has tomado…! —¿Ese asqueroso brebaje? ¡No, señor, no lo he tomado! —Nicholas pronunció las últimas palabras en tono jactancioso. Remus le lanzó una cuchillada frenética y consiguió herirle en el dorso de la mano con la que sujetaba el arma y marcarle la mejilla. Nicholas empujó al hombre contra la pared con tanta fuerza que lo dejó sin aire y se vio obligado a soltar el cuchillo. El arma repiqueteó en el suelo y el joven le dio una patada para tirarla al hogar. El anciano puso cara burlona, como si estuviera retándolo a que lo tirara a las llamas también a él. Nicholas, sin embargo, lo agarró por la túnica a la altura del www.lectulandia.com - Página 190

pecho y lo zarandeó como para advertirle de que estaba dispuesto a hacerlo. —¿Hay algún antídoto? ¡Dímelo, maldita sea! A decir verdad, no era con Remus Jacaranda con quien estaba enfadado, sino consigo mismo por no haberlo visto venir, por no haberse dado cuenta de todas las señales. Ni cuando había presenciado cómo la Sombra se asfixiaba se había parado a pensar en los motivos. —Pronto lo descubrirás. —El hombre miró de reojo a Sophia, que se retorcía en el suelo, esforzándose por ponerse de pie—. Habéis sido muy tontos al venir aquí… Nicholas le atizó con el pomo de la espada en la sien y lo dejó inconsciente. Apenas podía sujetarlo, así que lo tiró al suelo, lejos de las llamas, sin que le importara que se estrellara de bruces contra el suelo. «Pero qué idiota eres, Nicholas, si piensas por un instante siquiera que Cyrus Ironwood será clemente contigo». —Nicho… Car… Se giró a toda prisa hacia Sophia y se arrodilló a su lado. La muchacha adelantó la mano y él se la cogió y se la apretó con la intención de reconfortarla. No sabía nada de la cicuta, excepto que era con lo que habían matado a Sócrates. —¿Conoces algún antídoto? La joven tenía la cara desencajada por el dolor y el miedo, pero se las ingenió para mirarlo con una expresión de incredulidad. «¡Maldita sea!». ¿Quién sabría cómo ayudarla? No podían quedarse en Cartago. No hablaban el idioma, así que les resultaría imposible encontrar un médico. Y, por otro lado, resultaría muy fácil seguirles la pista. Sonó un trueno a pesar de que no había ni una sola nube. Nicholas se asustó al oír el tamborileo que amortiguaba el crepitar del fuego y rivalizaba con el martilleo de los romanos en el muelle. El otro pasadizo. «No hay tiempo. No hay tiempo…», pensó. Se agachó y empezó a recoger sus posesiones y a meterlas en la bolsa de Sophia, que luego se echó al hombro. Miró a la joven, que se esforzaba por recobrar la compostura, sin conseguirlo. —Perdóname. Nicholas intentó levantarla del suelo, pero la muchacha le pegó un golpe en la cara a modo de protesta. —¡No sabía que huir de aquí tú solo fuera todavía una opción, pero si crees que el orgullo va a llevarte en andas, te aseguro…! Se quedó callada. —No lo creo. Nicholas se puso de pie, tambaleándose un poco, ligeramente mareado. Antes de ir hacia la puerta, malgastó preciosos segundos esperando a que su cuerpo, exhausto, se recuperara. Se dio cuenta de que la piel de la muchacha se estaba poniendo de ese www.lectulandia.com - Página 191

color enfermizo que cogen los peces cuando llevan mucho tiempo fuera del agua. Le temblaban tanto las manos… «Medicina». Supuso que nadie haría un veneno para el que no existiera antídoto. Si Fitzhugh Jacaranda era médico de verdad, seguro que algo tendría…, ¿no? Llevó a Sophia a la mesa de trabajo y la dejó allí solo el tiempo suficiente para coger la bolsa con las medicinas y cerrarla. En dos pasos estuvieron junto a la puerta, pero se dio la vuelta porque se acordó de la cajita de madera que había visto. Resopló, sacó la armónica de entre el vendaje que la envolvía y la metió en la bolsa de Sophia. No es que fueran a necesitarla de inmediato, y mucho menos con el pasadizo aullando de esa manera, como para que toda la creación lo oyera, pero no podía confiar en que les resultara tan fácil encontrar el siguiente en el futuro. Abrió la puerta de una patada y se pasó a Sophia de los brazos a los hombros. Ella le dio un golpecito a modo de protesta. —Te sería más fácil huir… Las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Desde donde estaban, en el primer piso, y a pesar del muro que rodeaba el patio, se veía la calle. Cuatro figuras se abrían paso a empujones entre la multitud. Cuatro hombres entre un mar de mujeres y niños. El que los lideraba, que iba un paso por delante, llevaba una túnica de color azul un tanto descolorida y tenía el pelo rubio como la paja, aunque saltaba a la vista que era mayor que los demás. Daba la impresión de que los tres que lo seguían a la carga iban a arrollarlo en cualquier momento. Sus «túnicas» eran pobres imitaciones de togas; de hecho, parecían hechas con sábanas arrancadas a toda prisa de una cama. Lo peor, sin embargo, era que aún llevaban el peinado con raya y engominado de finales del siglo XIX o principios del XX. Uno de ellos incluso llevaba un bigote tan bien recortado que parecía un gusano reptando por encima de sus labios. Era sorprendente que los Ironwood actuasen sin un plan, dado que se jactaban de su prudencia, del gran cuidado que ponían en estos asuntos para evitar alterar la línea temporal del gran maestre. Nicholas se preguntó, y no era la primera vez, qué precio le habría puesto Cyrus Ironwood a su cabeza. La mayoría de los viajeros jamás se atreverían a provocar la ira del anciano o a tirar por la borda decenas de años de preparación y entrenamiento si la suma no fuera atractiva. Al pensar en aquello sintió una punzada de orgullo que, al mismo tiempo, lo llevó a sentirse como un idiota. —¡Ya estamos cerca! —exclamó el hombre que iba delante. ¿Sería ese Fitzhugh? —¡Será mejor que el chivatazo merezca la pena! —respondió el viajero que tenía justo detrás. Era Miles Ironwood, claro está. La última vez que se habían visto, el anciano le había ordenado a Miles que le pegara un puñetazo por la muerte de Julian. Esta iba a www.lectulandia.com - Página 192

ser una reunión muy interesante. «No hay tiempo». —¿Quién…? —le preguntó Sophia. —Es Miles Ironwood. —Siempre… he querido… apuñalarlo… —Bueno, pues esta es tu oportunidad. No te mueras, que tienes que concederme la satisfacción de ver cómo lo haces. La casa tenía el mismo problema que el resto de la ciudad: dado que los Ironwood estaban entrando por el patio, ellos no tenían por dónde salir. A menos que… Nicholas siguió la escalera que subía hasta el siguiente piso. Y hasta el siguiente. Sophia pesaba como una piedra. —¿Sophia? ¡Sophia! —¡Eh! —El grito llegó desde la calle y se oyó por encima de todas las demás voces y ruidos—. ¡Carter! Al muchacho le quemaban las piernas mientras ascendía por aquella escalera irregular y se esforzaba para que no se le doblaran. Tres pisos, cuatro, cinco… A punto estuvo de resbalar justo cuando llegaban al techo porque lo distrajo el atronador sonido de los pasos que se oían más abajo, detrás de ellos. Una vez arriba, giró sobre sí mismo para ver si localizaba un tejado cercano al que saltar. Le costaba tanto respirar y resollaba con tanta fuerza que no oyó el silbido de la flecha. Fue el dolor que sintió en el hombro al recibir el impacto lo que le hizo darse cuenta de que les estaban disparando. El impulso del proyectil lo hizo perder el equilibrio y trastabilló hacia delante. —¡Carter, detente! ¡Solo vas a conseguir complicarlo más! ¿Más? ¿Acaso era posible? A su entender, aquellos hombres solo iban a llevarlo ante Cyrus Ironwood de una manera: muerto. Pero él aún tenía muchos objetivos que cumplir antes de pensar siquiera en la muerte. Como, por ejemplo, encontrar a Etta. Hizo acopio de fuerzas en la zona más alejada del tejado para determinar si sería capaz de lanzar a Sophia hasta el de al lado. Fue entonces cuando oyó un silbido agudo. Apenas tardó en localizar la fuente: una figura pequeña, con una capucha negra, acuclillada en el tejado que estaba justo al lado del que había estado barajando como posible objetivo de su salto. La figura le hizo gestos para que se dirigiera hacia allí. Le dio un vuelco el corazón al pensar que podía tratarse de Rose Linden, que por fin iba a tener la oportunidad de estrangularla con sus propias manos para vengarse del lío en el que los había metido. De pronto, Nicholas se dio cuenta de que la figurita misteriosa era Li Min y se llevó una sorpresa al no sentirse decepcionado. Si le pedían que eligiera entre los secuaces de Cyrus Ironwood y una ladrona lo bastante inteligente como para dar con ellos en Cartago… lo cierto es que no tenía dudas. —Perdóname… —le dijo a Sophia mientras se la bajaba de los hombros. www.lectulandia.com - Página 193

—¿Cómo…? La tiró como una cesta y la joven hizo una mueca al caer sobre el tejado. Nicholas echó mano a la espalda, apretó los dientes, partió el astil de la flecha e ignoró la sensación de calor que le corrió por el omóplato. No había mucho más de un metro de distancia entre ambos edificios y lo saltó sin problemas. Li Min lo esperaba arrodillada para ayudarlo a coger de nuevo a Sophia. —¿Has venido para ayudarnos, aunque se me escapen los motivos, o para matarnos porque te robamos la bolsa? Porque para lo último no tengo tiempo y, en el caso de lo primero, la competencia está a punto de llegar. La chica, que estaba observando la cara cenicienta de Sophia, miró a Nicholas y le preguntó: —¿Qué le han dado? —Cicuta. El simple hecho de pronunciar aquella palabra hacía tangible el inmenso peligro que entrañaba y daba vida a la amenaza que suponía. —En ese caso, démonos prisa, que no tenemos mucho tiempo. A falta de alternativa, y con el cuerpo acercándose casi en barrena a ese punto en que se volvería un pedazo de carne inútil, Nicholas la siguió hasta el siguiente tejado. —Agáchate —le pidió la chica con los ojos brillantes mientras miraba por encima de su hombro. Apenas tuvo tiempo de clavar una rodilla en tierra antes de que Li Min lanzara un cuchillito que se había sacado de debajo de la capa. Acertó al primero de sus perseguidores justo en el corazón. El peso de este al caer hizo que los demás trastabillaran escalera abajo. El único que consiguió mantenerse de pie recibió en la garganta el impacto de otro de aquellos cuchillitos. Nicholas se giró hacia la chica y se dio cuenta de que ya había empezado a bajar la escalera que daba al interior del edificio. —¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Sígueme! —Que la siga, dice… —musitó mientras intentaba darle alcance sin que Sophia lo desequilibrase y se fueran los dos al suelo. Li Min era muy ágil, aunque no debía de resultarle complicado con aquel tamaño diminuto que tenía. Él se sentía como una bestia zafia y torpona. Empezaba a perder la sensibilidad del brazo izquierdo, donde la punta de la flecha le rascaba el hueso. Le resultaba muy complicado pensar en ello sin que le entraran ganas de vomitar, así que prefirió concentrarse en sujetar a Sophia. Tras ellos, las voces que gritaban aún se oían muy cerca y rasgaban el inquietante silencio de la ciudad asediada. Cuando llegaron abajo, se sintió agradecido de volver a pisar suelo firme, pero no había tiempo para detenerse y despejar la oscuridad que empezaba a nublarle la vista. Siguió con la mirada a Li Min mientras esta serpenteaba por entre la multitud, como un delfín saltando entre las olas. Alguien, una mujer, le puso una mano en el brazo con cara de preocupación, pero Nicholas se la apartó y siguió adelante. Sentía que el www.lectulandia.com - Página 194

estómago se le hacía un nudo a medida que ascendían por la colina, hacia los edificios que coronaban la Birsa. Justo antes de que llegasen a la cima del montículo, Li Min dobló una esquina, se agachó entre las dos últimas casas y abrió de una patada una verja que se interponía en su camino. Allí mismo, cerca de un haz de luz que iluminaba el estrecho callejón, estaba la rielante entrada del pasadizo. Como si los percibiera, el tono de su zumbido se volvió más agudo. Nicholas sintió que le fallaban las fuerzas, que flaqueaba, que lo asfixiaban el polvo y el sabor metálico de la sangre, pero hizo un último esfuerzo para dar los dos últimos pasos. Luego sintió que se desvanecía, como una brisa suave.

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Petrogrado 1919

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Dieciocho Alice le había dicho a Etta en una ocasión que, para convertirse en concertista de violín, iba a tener que proteger cuatro cosas por encima de todo: el corazón, de las críticas; la mente, de la monotonía; las manos, para que nunca sonaran mal las notas; y el oído, para no perder nunca la capacidad de juzgar la calidad del sonido que producía. Pero, en aquel momento, Etta no oía nada que no fuera el doloroso pitido que se le clavaba en el cerebro como si fuera un puñal. El peso del mundo le presionaba el pecho y los hombros, por lo que respiraba de manera superficial. Se obligó a abrir los ojos y se atragantó con la densa humareda. La nube de humo lo oscurecía todo y los sumergía en una especie de sueño. El fuego devoraba los paneles de seda que colgaban de la pared y oscurecía el enlucido. La araña se había roto y sobre ellos llovía cristal como si fuera granizo. La mesa y el suelo en el que descansaba se habían hundido y habían dejado un gran agujero. Le escocían los ojos y parpadeó para tratar de ver a los demás. No estaban. El zar, Winifred, Jenkins. El lacayo. Habrían salido o alguien los habría rescatado y habrían ido a pedir ayuda… «No». Sintió un escalofrío al darse cuenta y consiguió apagar el grito que le atenazaba la garganta. «No». No se habían ido. Era imposible que les hubiera dado tiempo a escapar de la explosión, lo que significaba que… «Se han caído por el agujero». O sus cuerpos… sus cuerpos habían… La explosión… Etta intentó respirar una vez más, pero sentía demasiada presión en el pecho. Notaba un pinchazo en el costado, como si algo se le clavara más y más cada vez que se movía para intentar quitarse de encima el peso que la aplastaba y poder, así, llenar los pulmones de aire. Tenía una mano atrapada debajo de la espalda y la otra entre el pecho y la masa cálida que la aprisionaba. «Henry». —Henry… Sintió que la palabra le salía de la garganta, pero el pitido en los oídos era tan intenso que no la oyó. —¡Henry! ¡Henry! Su padre había conseguido ponerse encima de ella y cubrirla casi por completo. El corazón empezó a rebotarle en la caja torácica, latiendo tan rápido, con tanta

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fuerza, que por un momento temió que fuera a reventar. Su padre tenía la cara vuelta, con un brazo por encima, como para protegerla… pero el brazo no se movía. «No se mueve». Etta liberó la mano que tenía atrapada entre ambos y el hombro izquierdo, que aún se le estaba curando, empezó a protestar a gritos. Como no podía oír y estaba envuelta en humo, se sintió como si estuviera debajo del agua, como si estuviera viendo imágenes distorsionadas de la vida por debajo de la superficie. Tanteó con la mano y tocó la piel desnuda de la espalda de su padre. La explosión debía de haberle provocado quemaduras. Etta empezó a temblar mientras le buscaba el cuello para tomarle el pulso. «No te mueras, por favor… No te mueras…». Le llevó un rato conseguir que la mano dejara de temblarle para encontrar el débil murmullo del pulso de su padre, pero allí estaba. Vivo, aunque por poco. Con tanto cuidado como pudo, pero empujando con todas sus fuerzas, se lo apartó de encima lo suficiente como para poder salir de debajo de él, aunque no lo bastante como para darle la vuelta y tenderlo sobre la espalda quemada. El olor a carne y pelo chamuscado le dio arcadas. Tuvo que llevarse la mano a la boca para no comenzar a vomitar cuando miró en derredor y vio lo que quedaba de Winifred. «Oh, Dios mío… ¡Oh, Dios mío!». «Iron». Jenkins había gritado «Iron», pero es que no le había dado tiempo a acabar lo que quería decir, que era el apellido del asesino. «Ironwood». El lacayo, el asesino, había gritado algo que Etta no había entendido, pero la joven había reconocido el momento en que la línea temporal cambiaba de nuevo. Henry tenía razón. Cyrus Ironwood tenía a varios agentes intentando que la línea temporal volviera adonde él quería, a su versión… pero aquello no era lo que había sucedido en la línea temporal en la que ella había crecido. Esta no podía ser la línea temporal de Cyrus Ironwood. En ese caso…, ¿sería una nueva? El odio que sentía hizo que el alma entera se le incendiara. El suelo sobre el que estaba se movió de nuevo y se desprendió otra zona. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había perdido los zapatos. Aquel sitio no era seguro y, mientras estudiaba lo que quedaba de la habitación, la muchacha sintió que la embargaba una ola de pánico y amenazaba con llevarse todo pensamiento racional. Los colores brillantes, gloriosos, el oro… todo había quedado reemplazado por esquirlas de cristal, manchas de sangre y ceniza. Estaba viva. Tenía que permanecer viva. Tenía que respirar… respirar y salir de allí… El pitido de los oídos era tan agudo que no podía pensar en otra cosa. Se puso de pie como pudo y le pasó los brazos a su padre por debajo del pecho. Solo con tocarlo,

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le arrancó un quejido y un estremecimiento. Las heridas de la espalda del hombre le mancharon de sangre el vestido. Por la boca dentada que había en el suelo se veía la habitación de abajo, que estaba hecha un desastre y también en llamas. Los fragmentos de metal y madera que habían salido volando como metralla y que estaban por todo el suelo le rompieron las medias y le provocaron cortes en pies y tobillos. Esbozó una mueca de dolor, por el esfuerzo, mientras las largas piernas de su padre se golpeaban contra el suelo. La única manera en que podía moverlo era dando tirones cortos y muy fuertes. Justo cuando le parecía que iba a desmayarse, vio aparecer una puerta entre el humo. Alguien la había dejado abierta y había una bandeja de comida tirada al lado. El humo ya salía hacia el pasillo, pero Etta solo tuvo la sensación de que había recuperado el aliento cuando dejó a su padre sobre la mullida alfombra. Acto seguido, se arrodilló y buscó signos de vida en el rostro del hombre. Se había abierto la frente al golpearse con algo y se le estaba hinchando la sien derecha. Por la mejilla le corría un reguero de sangre. Debería haberse puesto de pie a toda prisa y haber salido corriendo hacia la puerta por la que habían entrado al palacio, pero se dio cuenta de que no podía moverse, y de que era incapaz de hacerlo porque sentía que partes de ella estaban desvaneciéndose. Acababa de encontrar a su padre y, ahora… Se atragantó con un sollozo involuntario, pero no quería perder el poco control que le quedaba de sí misma hasta que no consiguiera pensar con claridad. ¿Cómo habría sido quedarse con los Espina? Su cerebro le presentaba una escena tras otra y ella se imaginaba las posibilidades como si estuviera bailando un vals entre ellas. Estar con un padre que no la utilizase, un hombre que apreciaba su talento, que le explicaba cómo era su forma de vida, que había mostrado interés en ella no solo porque le tuviera reservada una tarea en el futuro. Tener la oportunidad de enfrentarse a Cyrus Ironwood para que su férreo control de los viajeros se convirtiese en un mero recuerdo. Encontrar a Nicholas y dejarlo formar parte de un grupo que le demostrara el aprecio y respeto que merecía. Ver el tiempo como un todo, la escala de todo lo que el maravilloso mundo podía ofrecerle. —Etta. Debido al pitido que le había provocado la explosión en los oídos, la muchacha no sabía si de verdad acababa de oír a su madre o si se la había imaginado en el mismo instante en que había sentido el terrible peso de su presencia. Se dio la vuelta poco a poco y, un momento después, su madre cobró forma entre el humo. Cuando los Ironwood se habían llevado a su madre, cuando la habían atraído hacia su red de mentiras, Etta habría hecho lo que fuera para verla y pedirle explicaciones acerca de lo que estaba pasando. Ahora, sin embargo, ya lo sabía, y lo había descubierto a través de la pérdida y de la más devastadora de las traiciones. Pero al estar frente a su madre de nuevo, al verla de verdad, la joven se preguntó www.lectulandia.com - Página 199

cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta de ese temblor que se percibía por debajo de la imagen fría y calculadora que proyectaba. Era como si empezara a ser capaz de ver los terribles engaños que escondía bajo la piel. Seguro que estaba allí por alguna razón. Su madre nunca actuaba sin una razón. —¿Has sido tú? —exigió saber, hablando a voz en grito para escuchar su propia voz. Su madre vestía una camisa blanca, amplia, y unos pantalones de hombre metidos por la caña de unas botas altas. Llevaba el largo pelo rubio peinado en una trenza, por lo que se veía con claridad que tenía el ojo izquierdo morado y la mejilla derecha hinchada. A Etta le dio un vuelco el corazón al fijarse en los golpes, pero enseguida dejó que la rabia volviera a adueñarse de ella. Su madre se había encogido de hombros ante su pregunta. «Sí —pensó Etta—, sé de lo que eres capaz… Sé lo que quieres». Rose dejó de mirar a su hija para mirar a Henry y dio un paso atrás, como si ya no pudiera ver nada excepto a Henry. Cuando volvió a acercarse e hizo ademán de arrodillarse junto a él, Etta empezó a perder el control. —¡No lo toques! —Tranquila. Tranquila, cariño. —Su madre tenía el rostro desencajado mientras pronunciaba aquellas palabras lo bastante alto como para que Etta las oyera y, al mismo tiempo, le tendía la mano. La otra la apoyó en la empuñadura de la pistola que llevaba a la cadera—. Tienes que venir conmigo. Ya. Dios, hasta qué punto había rezado Etta por vivir aquel momento, con qué ansiedad había buscado, e incluso esperado, alguna señal de que su madre estaba viva y de que iba a buscarla. «Una prueba de que me quería». —Henrietta, no sabes lo que se acerca… ¡lo que lleva años persiguiéndome! ¡Llevo semanas evitando que siguieran tu rastro, desde que se te llevaron, pero las Sombras…! «Las Sombras…». La muchacha frunció el labio, asqueada. La última y pequeña esperanza de que su padre hubiera estado equivocado, de que hubiera llegado a la conclusión errónea, se la llevó el viento. Henry Hemlock se estremeció y Etta se dio cuenta porque tenía las manos apoyadas en él. Lo cogió por la solapa, como si así fuera a conseguir que se mantuviera consciente. Cuando era niña, siempre se había ocultado de su madre para llorar o había evitado hacerlo delante de ella, pues sabía la poca paciencia que tenía la mujer para las lágrimas, pero en aquel momento le daba igual, porque su padre acababa de abrir los ojos. La miró primero a ella y, después, a Rose Linden. La mujer dejó caer ambas manos a los lados. Ninguno de los tres se movió, pero Etta notó que a su padre le empezaba a latir el corazón con mucha fuerza. Se agachó para oír lo que había empezado a decir: www.lectulandia.com - Página 200

—Rosie… ¿Has venido para… acabar el trabajo? La cara de su madre parecía de piedra. Irguió el cuerpo, sin parpadear, y respondió con una voz fría como el hielo: —Nunca lo has entendido. Nunca has creído en mí… —Lo entendía… —consiguió articular Henry—, pero, Rosie… ¿Alice? ¿Por qué… tenía que morir ella? Alice. —Etta, ve con ella… te protegerá… El hombre le agarró la mano con fuerza como si pretendiera conseguir que lo mirara a los ojos. Alice. De pronto, el rostro de su madre apareció delante de sus ojos, hablando a gritos, con urgencia. —¡Te lo explicaré de camino, pero, ahora, tenemos que…! «Alice». Etta dio un paso atrás para apartarse de su madre. La habían raptado, la habían manipulado y tiroteado, e incluso había estado a punto de perder el oído… y todo por Rose. Todo lo que Etta había hecho en la vida había sido para conseguir que su madre le sonriera, le mostrara su respeto. La había excusado una y otra vez, incluso cuando ya casi no le quedaba nada para construir aquellas excusas. La muchacha se dio la vuelta y se abrazó los hombros, como si quisiera plegarse sobre sí misma. Desaparecer. «Fue ella quien mató a Alice». ¿Habría visto a Etta entrar en el pasadizo con Sophia? ¿Habría sonreído al darse cuenta de que aquel asalto también lo había ganado? Lo único que había tenido que hacer su madre había sido fingir que la creía, una sola vez, y Etta le había permitido que diera forma a todo su futuro. «Permitió que Alice muriera sola». La vergüenza y la humillación le escocían en los ojos. Se había mostrado tan orgullosa de sí misma, tan desafiante, tan preparada para demostrar a todos los que habitaban aquel mundo oculto que la hija de Rose Linden podía ser tan fuerte, inteligente y astuta como su madre… pero Etta no era la hija de Rose Linden, sino su herramienta. Después de pasar años luchando por conseguir su amor, por sus alabanzas, por algún tipo de reconocimiento, el que fuera… —Serás… No pudo continuar. Se llevó una mano a los ojos y sintió los lagrimones entre los dedos. «Levanta la vista. Levanta la vista y mira bien quién es. Quién ha sido siempre». —Fuiste tú… Su madre le sostuvo la mirada. Desafiante. www.lectulandia.com - Página 201

No lo negaba. Fue la cara de Alice lo que vio a continuación, pecosa, joven, vestida con el uniforme del que tanto se enorgullecía; en su apartamento del Upper East Side, sonriendo mientras Etta aprendía sus primeras escalas; volcada entre el público, mientras la veía tocar desde la primera fila. Su vida. «Me crio una extraña —pensó. Aquellas palabras, lacerantes y abrasadoras, le rugieron en la mente—. Lo único que yo significaba para ella era lo que podía hacer por ella». Puede que esa fuera la razón de que su madre jamás le hubiera hablado del mundo al que pertenecían, que no le hubiera contado nada acerca de su padre, consciente de que el dulce corazón de Etta la habría relacionado con los Espina y que eso, quizá, la habría hecho perder la mejor oportunidad que tenía de cumplir con su fantasía. «Pero no iba a seguir permitiéndolo». Alice, la mujer que la había criado, que le había entregado su amor, su atención, su concentración, todo… Alice había sido su verdadera madre y la que tenía delante era la mujer que se la había arrebatado. «Que la había asesinado». Se irguió al oír unos pasos y levantó la vista a tiempo de ver dos figuras vestidas de negro que corrían hacia ellos por las esquinas del pasillo, armadas con unas dagas curvas y largas. Su madre se giró a toda prisa, empezó a maldecir, enfadada, y, sin dudarlo un segundo, desenfundó y disparó. El atacante de la derecha se protegió tras una mesa de mármol, pero Rose Linden volvió a disparar y, en esa segunda ocasión, no falló. Su puntería, como siempre, era perfecta. Hasta que se quedó sin balas. Disparó al otro atacante, pero la cámara estaba vacía y solo se oyó «¡clic!», «¡clic!». Henry Hemlock observaba la escena cautivado, esforzándose por levantarse. Movía la boca, como si estuviera diciendo algo, pero Etta no oía nada excepto los furiosos latidos de su corazón y la estática de los disparos. Rose Linden tiró la pistola a un lado, cargó contra el atacante que quedaba y consiguió derribarlo al suelo. Mientras ella se levantaba, el hombre se puso también de pie, de un salto, y describió un arco con la daga como si se dispusiera a clavársela a la mujer por debajo del mentón. Etta se concentró en los soldados de infantería que corrían por el pasillo, por detrás de su madre y de la figura encapuchada. Para cuando llegaron a la altura del comedor, Rose Linden ya había dejado a Etta atrás, a quien había arrojado al suelo de un empujón mientras el encapuchado la seguía. El golpe que se dio contra la pared hizo que Etta se sacudiera la pena de la cabeza; lo único que le quedó fue el más puro y prístino sentimiento de odio. De momento, iba a tener que permitir que la guiara la furia. —Etta…

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Su padre estaba tratando de sentarse. Tosió al hablar. Apenas lo oyó por culpa del pitido de los oídos y por el ruido de los cuatro soldados que en ese momento lo rodearon y lo alzaron. Uno de ellos intentó cogerla a ella, pero la muchacha se escapó de él una y otra vez, poniéndose fuera de su alcance. —¡Escucha…! ¡Escúchame! «Esto tiene que terminar». Si era su madre la que había empezado aquello, era ella, la única otra Linden que quedaba con vida, la que tenía la responsabilidad de arreglar la situación. Si alguna vez había tenido alguna duda, acababa de despejarla. Había que restaurar la línea temporal original. Era la única esperanza que tenía de salvarlo todo, puede que incluso la vida de aquellos que habían muerto por el camino. Tenía la oportunidad. Debería haberle dado miedo el peso de tantísima responsabilidad, pero Etta se sacudió el estigma del pasado, las insoportables preguntas, la incertidumbre, y se sintió libre. Miró a su padre y le hizo una promesa: —¡Voy a ponerle fin a esto! —¡No…! ¡Nooo! Se separó del hombre, se alejó de los soldados y, por último, salió corriendo por el amplio pasillo hasta que los únicos rastros de su presencia allí fueron las huellas de sangre que iba dejando a su paso, en la alfombra. Etta se agachó y se agarró el bajo del vestido justo por donde se había roto y lo rasgó aún más para tener mayor libertad de movimiento. Giró a toda prisa a la izquierda en la siguiente esquina. Le preocupaban las pequeñas explosiones y crujidos que había empezado a notar en los oídos, pero lo cierto es que el pitido se estaba amortiguando lo bastante como para que lo que oyó a continuación le pareciera una advertencia. Se detuvo tan de repente que la alargada alfombra persa se deslizó bajo sus pies. Había decenas, puede que centenares de personas cargando contra ella por el estrecho pasillo, gritando «Ochistite dvorets!» una y otra vez. El hombre que los guiaba llevaba una bandera ensangrentada en la mano y en la otra una pistola. Por detrás de él, la gente blandía varias herramientas y armas. «Están atacando el palacio… Lo están despejando». A Etta le costaba respirar. El plan de Cyrus Ironwood iba más allá del asesinato. Sin duda, su gente llevaba mucho tiempo aquí, sembrando el descontento y cuidando de que la semilla germinara bien, engrasando la maquinaria de los revolucionarios antes de enviarlos por el camino de la violencia. ¿Acaso sabía que su padre, que los Espina, iban a estar allí? ¿Les habría ordenado a los suyos que esperaran hasta que ellos llegaran? Se dio la vuelta, renqueando, y volvió por donde había venido pero, en esa ocasión, giró a la derecha. No pudo evitar mirar por encima del hombro una última vez, pero no consiguió ver nada con claridad debido a la gran cantidad de humo. www.lectulandia.com - Página 203

De pronto, una mano apareció y la cogió del brazo. La muchacha notó que se le escapaba un grito de la garganta cuando el tirón la hizo perder el equilibrio y la arrastró hacia una puerta. Una vez que Etta estuvo dentro, quien fuera que había tirado de ella cerró de golpe. Luego, esa misma persona empujó con fuerza a la joven contra la puerta, lo que la dejó sin aliento e hizo que viera manchas negras durante unos instantes. —… Ta, ¿qué sucede? ¡Etta! La muchacha se apartó de las manos que la sujetaban y se frotó los ojos. —¿Qué… es… a… mí…? Solo oyó parte de las palabras por culpa de los latidos que escuchaba en los oídos. La joven levantó la vista y se sorprendió al ver a Julian con expresión preocupada. El muchacho le tocó la mejilla y, cuando apartó la mano, tenía sangre en los dedos. —¡Una explosión! Tuvo que gritar para oírse. Julian encogió un poco los hombros y asintió. —Eso me ha parecido. Etta se apartó de él y se giró hacia la puerta. —¡Nos atacan! A modo de respuesta, él dijo algo que podría haber sido «revolución» o «revuelta». —¡Me voy! —¿Y adónde vas a ir? —le gritó él, a tal volumen que por fin entendió lo que le decía. —¡Voy a registrar el palacio… para dar con el astrolabio! —¡No está aquí! La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo de nuevo. —¡Han encontrado el cadáver del Espina… metido en un armario y ensangrentado, pero el astrolabio no estaba! ¡Iban a decírselo a tu padre después de la cena! Si Etta se hubiera clavado un cuchillo en las tripas, le habría provocado menos dolor que aquella noticia. Cyrus Ironwood había matado a su enemigo y había conseguido lo que tanto anhelaba. Apartó a toda prisa todos los pensamientos que se le arremolinaban en la mente para quedarse solo con los hechos. «Lo tiene Cyrus Ironwood. Tengo que encontrarlo. Tengo que acabar con esto». Julian abrió la boca para decir algo más, pero Etta se llevó un dedo a los labios y abrió la puerta apenas un resquicio para investigar. Oyó un rugido apagado que venía del pasillo, pero era incapaz de entender nada de lo que decían unos y otros. Satisfecha al comprobar que la turba que había inundado el palacio se dirigía al comedor, la muchacha cogió a Julian por el brazo y lo sacó de la habitación. Antes incluso de que empezara a correr, notó que el joven se resistía. Etta le lanzó una mirada de incredulidad por encima del hombro y, para su sorpresa, se encontró con una expresión de miedo en los ojos del muchacho. Julian parecía desconcertado www.lectulandia.com - Página 204

por los acontecimientos pero, de pronto, una de las personas que lideraban la carga multitudinaria se giró y gritó algo que provocó que otros muchos se volvieran también. El instinto de supervivencia se hizo cargo de la situación y, de pronto, era Julian quien corría y tiraba de ella. Etta no tenía claro si importaba o no que el joven supiera adónde se dirigía. El palacio era lo bastante grande como para esconderse, pues tenía innumerables pasillos y estancias llenas de armarios, pero, al parecer, no era ese el plan. Etta miró hacia atrás justo en el momento en que un hombre los apuntaba con una pistola. La bala se estampó contra la cabeza de un ángel de oro y le saltó la tapa de los sesos. —¡Leches! —soltó Julian. ¿Cómo iban a encontrar la salida del palacio sin ayuda? Etta se apartó un mechón de pelo de la cara con un soplido mientras analizaba las alternativas que tenían. Necesitaban una salida, la que fuera, una puerta, una ventana que pudieran romper, un canalón, le daba lo mismo, siempre que estuviera en la dirección opuesta a la que tomaba la muchedumbre. Julian debía de estar pensando lo mismo que ella, porque había decidido salir corriendo a lo loco cubriéndose la cabeza con un brazo, como si aquello fuera a protegerlo. En el palacio había pasillos muy anchos que eran como sus arterias, pero casi todos se los encontraban llenos de soldados, de sirvientes que intentaban escapar o de la turba que había asaltado el edificio. En aquel instante, lo único que guiaba a Etta era el silencio. Se dio cuenta de que avanzaba buscándolo por debajo de las palpitaciones y pitidos que aún le perforaban los oídos, decidida a dar con una zona del palacio que estuviera en silencio, que no hubiera quedado inundada aún por esa marea furiosa que corría por sus venas de oro como si fuera ácido. «Revolución». Empezó a darle vueltas al concepto, a pensar en todos los desastres, la destrucción y las promesas que implicaba. En otro año diferente y de una manera distinta, pero una revolución al fin y al cabo. Y, esta vez, instigada por los Ironwood. Tiró de Julian para doblar una esquina y, de pronto, sintió un golpe en la mejilla y un rodillazo en la pierna. Se quedó sin aliento y, cuando por fin lo recuperó, medio aturdida en el suelo, le llegó el olor a lavandería, a almidón. Delante tenía a una chica —una doncella— despatarrada en el suelo. Tenía un desgarrón en la falda del uniforme, que estaba ligeramente revuelto debido al encontronazo con Etta. Julian se las había arreglado para mantenerse de pie y le dijo algo a la doncella en un ruso titubeante. La chica extendió el brazo, que le temblaba muchísimo, para señalar una puerta al fondo del pasillo. La doncella recogió su pequeña bolsa del suelo y aprovechó la oportunidad para salir corriendo por el pasillo en dirección opuesta. Su trenza rubia revoloteó tras ella. Fue lo último que Etta vio con claridad antes de que las luces eléctricas se iluminaran con mucha potencia durante un instante y, de repente, tras emitir un chisporroteo, se apagaran y los dejaran con el débil resplandor que proyectaban las pocas velas de los www.lectulandia.com - Página 205

candelabros, insuficiente para iluminar un pasillo más grande que el apartamento de Manhattan en el que vivía Etta. —Vaya, esto me da mala espina… porque ella me ha dicho que vayamos por allí. —Julian señaló con el dedo la discreta puerta en la que acababa el pasillo. —¿Hablas ruso? Echaron a correr de nuevo. —Un poquitín. Ha dicho que tras esa puerta estaba… no sé si la zona de servicio o las habitaciones del servicio, así que yo diría que nos aguarda una sorpresa. El muchacho estaba tan nervioso que hablaba casi sin resuello. De pronto, la puerta se abrió de golpe y la luz que salió por ella cegó a Etta unos instantes, por lo que la muchacha se protegió los ojos con un brazo. En el umbral apareció la silueta de un hombre. Llevaba lo que parecía una lámpara de mano cuadrada. Cuando soltó una exclamación de asombro y bajó la luz, Etta se dio cuenta de que se trataba de uno de los sirvientes que los habían recibido al llegar, vestido aún la ornamentada librea del palacio. El hombre bajó la luz, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y les hacía un gesto para que avanzaran. Etta y Julian se miraron. —¿Qué alternativas tenemos…? —dijo él. —Están a punto de matarnos —continuó ella mientras corrían hacia el hombre—. La cuestión es, ¿llevas algo encima con lo que podamos defendernos? —Hum… ¿aparte de ti? ¿Acaso necesito algo más? Porque tú no vas a permitir que nos capturen, ¿verdad, nena? Puede que, en cualquier otro momento, Etta se hubiera echado a reír pero, en aquel instante, la realidad la golpeó como un mazazo. Poco podía hacer Julian para contribuir a su supervivencia. Si la cosa terminaba en pelea, sería ella la que tuviera que luchar. Además, estaba segura de que si la situación se complicaba, Julian la abandonaría a su suerte. Pero también era consciente de que si alguien era capaz de encontrar el pasadizo del bosque, era él. «Aunque a cambio de algo, no me cabe ninguna duda», pensó con tristeza. Sintió, y no era la primera vez, un pinchazo en el corazón al pensar en que todo aquello sería muchísimo más sencillo si Nicholas estuviera con ella. Aunque ninguno de los dos supiera adónde ir o qué hacer para encontrar el pasadizo, por lo menos estarían en igualdad de condiciones. Pensar en ponerse en manos de un Ironwood de pura cepa, aunque solo fuera durante un rato, le revolvía el estómago. —Vengan, vengan por aquí… —les pidió el sirviente con un acento muy marcado —. Por aquí… Julian aflojó el paso mucho antes que Etta, así que fue ella la primera que llegó hasta el sirviente. La joven apretó los puños y trató de leer el rostro del hombre en la oscuridad. Él, por su lado, la observó horrorizado. —¿Está… muerto? www.lectulandia.com - Página 206

Etta dudó antes de asentir. El hombre cerró los ojos y levantó la cabeza, como si quisiera coger aire para serenarse. Luego, se irguió y le puso la lámpara en las manos. —Sigan por este pasillo hasta el final —les indicó, vacilante—. Allí encontrarán una ventana abierta. Vamos, márchense. —Espere un momento… —empezó a decirle Julian, pero el hombre se abrió camino entre los dos y se alejó en dirección contraria. Después de unos instantes en silencio, el joven añadió: —Vale, he de admitir que aún estoy esperando que aparezca el pelotón de fusilamiento y nos ejecute, como hicieron con los Romanov. —Eso no ha tenido gracia —dijo Etta, mientras se alejaba por el pasillo hecha una furia. —¡Anímate, Linden-Hemlock-Spencer! —le susurró él mientras apretaba el paso para alcanzarla. Allí donde estaban, el ruido del caos en el que se había sumido el palacio quedaba apagado, pero no del todo. No dejaban de oírse disparos, que se confundían con los truenos. —Quizá deberíamos escondernos… Quedarnos aquí hasta que pasen los problemas —repuso Julian. —¿Hasta que alguien nos encuentre y nos mate, quieres decir? Etta se dio cuenta de que la ventana debía de estar cerca, porque los envolvió una ráfaga de aire gélido. «¿Igual que probablemente han hecho con mi padre?». Cada vez que parpadeaba veía la explosión en el interior de los párpados… cegadora, desorientadora, abrasándola desde lo más profundo de su ser. «¿De verdad lo he abandonado?». De pronto, se dio cuenta de que estaba llorando. «¿De verdad lo he abandonado a su suerte?». —Vamos, muchacha, que no va a ser para tanto. No nos va a pasar nada. Sé un par de cositas que nos ayudarán a salir de este lío en un periquete. Hay un pasadizo en la Academia Imperial de las Artes, justo al otro lado del Neva. ¿Qué te parecen el sol, el calor y la maravillosa ausencia de ametralladoras Gatlings?

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Diecinueve La escarcha cubría la ventana. En un momento dado, el cielo oscuro había empezado a escupir nieve. Parte de ella se había colado en el interior por una fina grieta y el suelo estaba hecho un desastre. La nieve ya la habían pisado entre cuatro y cinco pares de pies, cuyas huellas se alejaban de la ventana. Sin duda, otros que habían aprovechado la oportunidad para escapar. Afuera, Etta oyó una vez más el mismo grito: «Ochistite dvorets!». La muchacha levantó la ventana lo suficiente como para que pudieran deslizarse por debajo. Estaba tan fría que la sensación desvaneció de golpe aquella neblina mental que la había acompañado desde la explosión y le agudizó el pensamiento. —Venga, vamos —le dijo Julian mientras le ofrecía las manos para ayudarla a subir. Etta lo ignoró y se aupó sola. El impacto al caer sobre la piedra, dura y fría, le avivó el dolor que sentía en el hombro y le laceró los pies desnudos. Julian aterrizó junto a ella con la misma brusquedad. El palacio estaba junto al río, separado de él tan solo por una callecita y por el embarcadero. La joven no veía a nadie en los alrededores, pero Julian oyó algo. El joven se adelantó y apagó la lámpara que llevaba Etta; luego, levantó un brazo para que la muchacha no se moviera y, casi de inmediato, un coche pasó por la calle lanzando barro y nieve medio derretida a su paso. Julian protestó con amargura porque le llenó de salpicaduras los pantalones hasta entonces impolutos. Etta estudió la calle y el río con atención en busca de formas de cruzarlos. A lo lejos se adivinaba un puente, pero en medio había también una multitud que avanzaba por la calle como un torrente. La muchacha no tenía intención de quedarse allí para ver si eran soldados o más habitantes descontentos de San Petersburgo… es decir, Petrogrado. Julian salió corriendo por la calle hasta el embarcadero y se apoyó en el muro. Vio cómo gritaba algo, pero no entendió lo que decía. Aún no había recuperado de todo el oído: el pitido seguía siendo persistente y eso la asustaba. La muchacha se acercó cojeando, mirando a uno y otro lado, intentando ver entre la oscuridad lo que había más abajo. En uno de los tres botes amarrados en el muelle había un barquero. Estaba fumando, como si lo que sucedía a su alrededor no le importara lo más mínimo. El humo ascendía en espiral hacia ellos, formando una voluta blanca. Julian la miró con cara de estar muy enfadado. —¡Quiere siete mil rublos por dejarnos uno de sus malditos botes! Dice que los demás sirvientes le han pagado ese dinero de buena gana a cambio de llevarlos al otro

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lado del río. Pero es que no tengo dinero, ¿y tú? Después de todo lo que había acontecido en la última hora, la joven se sentía rara y calmada, lo que le parecía antinatural. Los explosivos improvisados eran un problema. Huir de una turba furiosa era un problema. Los barqueros avariciosos, no. —Déjame la lámpara. Julian se la tendió, pero, en el último instante, la apartó. —¿Qué vas a hacer? No me gusta esa mirada de loca… Etta le quitó la lámpara de las manos, saltó sigilosamente el muro y siguió colina abajo, hasta el muelle. —¿Habla mi idioma? El barquero se puso de pie y salió del bote. Miró con lascivia la parte del vestido que Etta se había rasgado para correr y el hombro que le quedaba expuesto. —Un poquito de tu idioma para la damita. La muchacha sintió una arcada mientras le devolvía la sonrisa y siguió hablando en un tono que pretendía ser meloso: —Sí, soy una damita en apuros. ¿Quieres ser el héroe que me ayude? —¿Estás flirteando con él? —gritó Julian desde arriba. —¿Y adónde? —le preguntó el barquero con sonrisa de suficiencia. Etta miró al otro lado del ancho río, hacia un edificio de aspecto imperial. Lo señaló y el hombre siguió su brazo con los ojos, siguió la dirección que indicaba su dedo… La joven le atizó con la lámpara en la cabeza y lo empujó al bote. El hombre cayó como muerto y permaneció inmóvil, aunque respiraba. —¡Vaya con la Linden-Hemlock-Spencer! —exclamó Julian, al tiempo que echaba a correr colina abajo. La muchacha tiró lo que quedaba de la linterna al bote que más cerca tenía y se agachó para soltar la amarra del bote en el que había caído el barquero. Luego, lo empujó a la deriva, junto con las placas de hielo que bajaban por el Neva. Pensó en disculparse, pero se dio cuenta de que en realidad no le importaba. Los piratas no se disculpaban ni daban las gracias. Los piratas, sencillamente, cogían lo que querían. Y, si para sobrevivir a aquella situación tenía que dejar de prestar atención a parte de sus sentimientos, si tenía que sacar el pirata que llevaba dentro, lo haría. Oyó la voz de Nicholas como un susurro, en su oído, una protesta: «Un pirata legal, un corsario, gracias», y, durante unos instantes, dejó que una risa triste le inundara el pecho. Julian la miró de tal manera que a la joven le quedó claro lo que pensaba de aquella risotada. —Spencer. Me apellido «Spencer». Subió al bote sin más demora y notó cómo se bamboleaba bajo sus pies. Se equilibró bastante, sin embargo, con el peso añadido de Julian, lo que le permitió www.lectulandia.com - Página 209

llegar con facilidad al cabo que mantenía amarrado aquel cascarón y soltar el nudo. Se dejaron llevar por entre los bloques de hielo que bajaban por las lentas aguas del río y, durante un momento, se miraron expectantes. —Remaría, pero es que el hombro me está matando y casi no puedo mover el brazo, así que, ¿qué te parecería contribuir un poco a esta huida? —Por supuesto —respondió Julian a toda prisa, sin mirarla siquiera—. Tan solo estaba esperando a ver si eras tan tozuda como para hacerlo tú misma. El muchacho cogió los remos, los puso en los escálamos y empezó a meterlos y sacarlos del agua, consiguiendo poco más que salpicar. Etta lo miró. Tenía mucho frío, estaba cansada, estupefacta y a punto de levantarse para estrangular a aquel atontado que pretendía hacer chistes hasta en un momento como aquel. La cuestión es que el muchacho siguió haciéndolo igual y, en un momento dado, enarcó una ceja, como si lo confundiera ver que el bote empezaba a girar sobre sí mismo en vez de moverse en línea recta, que es lo que él esperaba. —¿Esto va en serio? ¿No sabes remar? Julian encogió los hombros. —Sé que debería, pero es que esto era algo de lo que siempre se encargaba Nick. Etta apretó los dientes hasta que empezaron a dolerle y adelantó las manos. El joven dudó unos instantes antes de pasarle los pesados remos. En cuanto los cogió y se puso a remar, notó un agudo dolor en el hombro. Enseguida giró el bote, de espaldas a la orilla a la que se dirigían, y dio la primera boga larga. Al parecer, los días que había pasado remando con Alice en la Loeb Boathouse de Central Park le habían valido para algo más que para entretenerse. Julian respiró aliviado y levantó la vista para ver nevar. Daba igual lo que hiciera, que siempre parecía que estuviera posando o esperando a que alguien le llamara la atención con un cumplido. —Eres muy habilidosa, Linden-Hemlock-Spencer. Trabajamos muy bien en equipo, ¡aunque esté feo que yo lo diga! —Dudo mucho que sepas lo que significa ese concepto. La joven seguía apretando los dientes, pero intentó picar la pequeña veta de oro que había en aquella situación: estaba viva y, mientras remaba, al menos se calentaba los músculos, que notaba agarrotados. En cualquier caso, tenía cada vez más ganas de sacar uno de los remos del agua y atizar a Julian para tirarlo a las aguas heladas. —Tú eres la fuerza y yo soy el cerebro, nena. No necesitas mi ayuda con los remos. Etta empezaba a pensar que si Julian se había entregado a los Espina era porque sabía que no podría sobrevivir por sus propios medios. —Como vuelvas a llamarme «nena»… Tuvo la sensación de que las palabras le salían como una especie de gruñido, demasiado bajas como para oírlas por encima de la salpicadura del agua y del doloroso pitido de sus oídos. www.lectulandia.com - Página 210

—¿Todavía te molestan los oídos? Es buen síntoma que puedas oír, aunque sea poco. Quiere decir que se te podrían curar por completo. Tengo entendido que explosiones más pequeñas les han destrozado los tímpanos a otros. Etta gruñó y concentró su ansiedad en remar, en la siguiente palada. Beethoven siguió componiendo y tocando a pesar de que se estaba quedando sordo, pero ella no era Beethoven, claro, y, solo de pensar en que no volvería a oír la música, tuvo la sensación de que se quedaba vacía por dentro, hueca… «Deja de pensar… ¡y rema!». —¿Qué ha pasado durante la cena? Recuerdo que uno de los guardias de los Espina me estaba reprendiendo por haberle preguntado, inocentemente, de qué «especie» era su madre y, de pronto, el palacio ha temblado como si fuera a derrumbarse. Etta se contempló el regazo para evitar la mirada del joven. Podía contárselo, aunque le parecía improbable que Julian conociera la respuesta a la pregunta que la atormentaba desde que había recuperado la consciencia. —Habíamos… habíamos empezado con el postre y uno de los sirvientes ha venido con una botella de vino para el zar. De pronto, ha gritado algo y la ha lanzado sobre la mesa. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirada en el suelo, la mitad del cual había desaparecido. Henry estaba malherido y los demás… Julian enarcó las cejas. —¿Había líquido en la botella? Etta asintió mientras remaba. —Basándonos en el año, lo más probable es que fuera nitroglicerina. Explota con un impacto. Es muy volátil. Ni siquiera al abuelo le gusta utilizarla —dijo pensativo —. En nombre de Dios, ¿cómo has sobrevivido? Buena pregunta. —Jenkins, el otro guardia, ya sabes, ha saltado encima de la botella poco antes de que esta se estrellase contra la mesa… y Henry… «Lo he abandonado a su suerte». «Lo he abandonado». Se secó el sudor de la frente con la manga del vestido, que estaba hecha jirones. —Ha sido un Ironwood. Jenkins y Henry lo han reconocido, pero ha gritado algo antes de tirar el explosivo. Lo repitió lo mejor que pudo. —¿Revolyutzia, quizá? Significa «revolución» —comentó el joven, calmado—. Para que todos creyeran que el asesinato estaba relacionado con la revolución. El abuelo es malvado pero elegante. Por desgracia, han sido muchos los zares asesinados a lo largo de la historia, por lo que a nadie le resultará extraño. Etta respiró hondo y, con el hombro, intentó limpiarse la sangre que tenía en la cara. Cuando estiró las piernas, porque las notaba entumecidas, le dolieron las rodillas. www.lectulandia.com - Página 211

—En ese caso, ¿estamos de nuevo en la línea temporal de tu abuelo? —No tengo ni idea, ne… —Se frotó los brazos para ver si así conseguía entrar en calor—. Y, a decir verdad, tampoco tengo ningún interés en saberlo, ni deberías mostrarlo tú. Se te acaba de presentar la oportunidad de escapar y te invito a que vengas conmigo a Bora Bora hasta que estos resuelvan sus diferencias. Etta siguió remando por aquellas aguas tan oscuras. —No pienso ir a Bora Bora. —¿Ah, no? No sabía que esta huida respondiese a un plan, pero cuenta, cuenta. —Que hayan encontrado a Kadir muerto, al Espina, quiere decir que tu abuelo tiene el astrolabio, lo que significa que tengo que ir a verlo. Se lo explicó muy despacio, como si Julian fuera un niño pequeño. El joven torció la boca para esconder una sonrisa. —Por lo que yo sé, está en 1776, en Nueva York. Tienes que explicarme cómo llegar. —No —respondió mientras levantaba la mano—. ¡No!, porque es absurdo. Deberías venir conmigo. No tienes por qué echarte esto a los hombros. Bastante peso llevas ya. ¡Tanto que acabará aplastándote! ¡Ven conmigo a Bora Bora y que sean esos diablos los que luchen! —Para ti todo es muy fácil, ¿no? —le soltó Etta mientras sacudía la cabeza—. Que sean los demás los que arriesguen la vida para intentar arreglar lo que ha hecho tu abuelo, ¿verdad? Tú no te responsabilizas de nada de lo que ha hecho tu familia. La miró como si sintiera pena por ella y la muchacha apretó los dientes. —Dios, hablas igual que Nick, con todo eso de la responsabilidad. La moralidad es muy aburrida, nena. Y, además, si piensas que alguien puede detener a mi abuelo, te equivocas. Nació de una nube de sulfuro y sus huesos son de azufre. —¡Imagina lo que podrías conseguir si no tuvieras tanto miedo de todo! Durante un buen rato, el golpe sordo que hizo un trozo de hielo al chocar con suavidad contra el bote y el golpeteo de los remos en el agua fue lo único que se oyó. Los dos jóvenes permanecieron callados. Julian soltó un suspiro teatral y metió una mano en la chaqueta, de la que sacó una libreta con las cubiertas de cuero. —Supongo que, en esta situación, voy a tener que ser el malo y dejar que seas tú quien se quede con el título de mejor persona —le dijo a Etta mientras pasaba las páginas con el pulgar. Debía de ser su diario de viaje, con las anotaciones de dónde había estado y cuándo, para no cruzarse con una versión mayor o más joven de sí mismo. —Bueno, a ver, estamos aquí. En este año y en esta ciudad hay tres pasadizos. El pasadizo al que nos dirigimos nos llevará a la Alejandría de 203 a. C. Desde allí hay un pasadizo que lleva al Vaticano y, desde allí, puedes llegar al Nueva York… de 1939. Te deja en Little Italy, en Mulberry con Grand. Etta agarró los remos con más fuerza. www.lectulandia.com - Página 212

—¿Y de qué me sirve eso? —Basta con que vayas al lugar en el que antes estaba el muelle de Whitehall. Allí hay un pasadizo que lleva al Boston de 1776. Es la ruta más directa para llegar adonde quieres. Seguro que encontraba la manera de llegar de Boston a Manhattan. Desde luego, siempre podía entregarse al guardián que Cyrus Ironwood tuviera allí, vigilando la entrada, y dejar que la llevara en presencia del anciano para que la castigara. —¿Por qué sigue todo el mundo loco por el maldito astrolabio? Ese artefacto siempre ha dado más problemas que satisfacciones. Nunca nadie está satisfecho con cómo le va la vida. ¿Qué más va a sacrificar mi abuelo a estas alturas? ¡Pero si ha matado a toda su familia por él! —Lo tuve en las manos… —dijo Etta, con un dolor que hasta a ella le resultó evidente—, pero los Espina me lo arrebataron, esos dos que habían desaparecido. Es responsabilidad mía encontrarlo y acabar lo que empecé. —¿Por qué? La línea temporal ha vuelto a cambiar y, a partir de ahora, solo puede empeorar. La joven se inclinó hacia delante. —¿Estás seguro de que ha cambiado? —¿Acaso no lo has sentido? —Sacudió la cabeza—. Supongo que no, claro. No es tan diferente de la presión provocada por una explosión. Durante unos momentos, el mundo entero se desdibuja, y el sonido es atronador. Resulta inconfundible. Desde luego, no me cabe duda de que esta línea temporal va a ser mala. —Razón de más para encontrar el astrolabio… —comentó ella entre dientes—. Para destruirlo y restablecer la línea temporal original. Julian puso cara rara. —¿Tan mala es la línea temporal de mi abuelo? Yo no he vivido la original, y tú tampoco. ¿Quién te dice que el pobre hombre no ha mejorado unas cuantas cosas? Etta negó con la cabeza. Aquel era el problema de meterse de por medio, ¿quién decidía qué era más pacífico o qué había mejorado? Un beneficio para una parte del mundo bien podía suponer un perjuicio para otra. Se podía detener una guerra y causar otra sin advertirlo. Se podía cambiar el resultado de una batalla y que fuera el otro bando el que experimentara las pérdidas. —Eso da lo mismo, porque la cuestión es que nadie debería haber alterado la línea temporal, ¡y menos aún Cyrus Ironwood! —Y aunque sabía cuál iba a ser la respuesta del joven, lo intentó igualmente—: Podrías ayudarme a… a encontrar a Nicholas y a Sophia, y al resto de tu familia. Para disculparte por haber permitido que lloraran tu muerte. —Apelar al sentido del honor solo funciona con personas que lo tienen. Iré contigo hasta el Vaticano, pero… Etta oyó un disparo y su eco justo cuando la bala se estrellaba contra la superficie del río, los salpicaba de agua helada y balanceaba el bote. Los dos se agacharon por www.lectulandia.com - Página 213

instinto. La siguiente bala salpicó el otro lado del bote. —¿No puedes remar más deprisa? —¡Podrías ayudarme! Pero el muchacho no la oyó, porque se había dado la vuelta para gritar algo en ruso. El siguiente disparo, efectuado desde el embarcadero, rozó el borde del bote y lo astilló tan cerca de donde Julian tenía apoyada una de las manos que el joven gritó alarmado e hizo ademán de lanzarse al Neva. A través de la cortina de nieve, Etta apenas era capaz de ver a los que estaban reunidos en el embarcadero, uno de los cuales estaba subiendo al tercer bote. —¿Por qué nos persiguen? —exclamó Julian quejándose. —¡Espina! —gritó uno de ellos con magnífico acento estadounidense—. ¡Vuelve y te mostraremos cierta piedad! «Un Ironwood». Julian gruñó y se sentó en el bote, consternado. Etta empezó a remar con vigor renovado, golpeando el agua con más fuerza hasta que el otro embarcadero no estuvo sino a unas decenas de metros. —¡No es justo! ¿Cómo nos has metido en este lío? ¡Eres un amuleto de la mala suerte! —¿Quieres callarte, por favor? ¡Salta al muelle en cuanto puedas y tira del bote! Los dos siguientes disparos hicieron astillas un par de bloques de hielo y las salpicaduras le mojaron la cara a la muchacha. Etta creía que el corazón se le iba a escapar del pecho y a subirle garganta arriba. En vez de esperar a Julian, se valió de uno de los remos para anclarse al dique y atraerlos hacia él. Notó una bala que le pasaba rozando la nuca desnuda antes de explotar en medio del aire. La joven soltó una exclamación, aunque más por sorpresa que por el dolor. «No pienses en eso. No pienses en eso. No pienses…». Es difícil ignorar un coqueteo con la muerte, pero Etta siguió a lo largo del dique cubierto de nieve mientras intentaba rehacerse. Se concentró como pudo y miró a uno y otro lado. La mayor parte de los muros que formaban el dique eran altos, demasiado como para trepar por ellos desde el agua pero, justo enfrente del edificio que parapetaban —Etta esperaba con todas sus fuerzas que fuera la Academia Imperial de las Artes de la que había hablado Julian— había una escalera que llegaba hasta el agua. La custodiaban dos enormes esfinges de piedra dispuestas la una frente a la otra. La joven bajó del bote de un salto. —¡No me dejes aquí! —le gritó Julian. Un disparo sacó chispas de los muros del dique, lo que obligó a Etta a volverse y fijarse en el grupo de botes que se les acercaban. Desde ellos, varias linternas iluminaban el hielo y el agua.

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—¡Me matarán! —dijo Julian, mientras se esforzaba por alcanzar la escalera—. ¡Por eso no volví! ¡El abuelo no quería que fuera su heredero y me habría matado…! A Etta no le sorprendió la admisión del muchacho, pero no era el momento de ponerse a hablar de aquello. —¡Vamos! —lo apremió mientras le tendía la mano. Le ardía el hombro, le daba la impresión de que tenía fuegos artificiales en los oídos y le temblaba todo el cuerpo de frío, pero buscó en su interior y consiguió sacar fuerzas de flaqueza para cogerle la mano y tirar de él. Julian alcanzó como pudo los escalones y se quedó tumbado en ellos junto a Etta, tan cerca que la joven notó que le olía el aliento a alcohol. —¿Qué hacemos? —¿No se suponía que tú eras el cerebro? ¿Dónde está el pasadizo? —¡En las estatuas! ¿Las ves? ¡En la base de la esfinge de la derecha! A decir verdad, ya le había dado la sensación de que el aire rielaba frente a ella, pero se lo había achacado a la conmoción y al cansancio. Por otro lado, había pensado que el zumbido que percibía, como de un tendido eléctrico, formaba parte de los ruidos que escuchaba a medida que iba recuperando el oído. —¡Pues a correr! —exclamó Etta. No había mucha distancia, apenas metro y medio, pero sería metro y medio en el que no dejarían de dispararles. Aun así, prefería arriesgarse. Antes de que Julian protestara por algo y antes de que ella empezara a plantearse adónde llevaría el pasadizo, la joven echó a correr con las pocas fuerzas que le quedaban. Puso las manos por delante por si acaso el joven se había equivocado, no fuese a golpearse contra la inamovible piedra. —¡Alto! ¡Es la última advertencia…! No oyó el resto. De pronto desapareció en el salvaje latido del pasadizo y sintió la presión que este ejercía sobre ella, sobre su piel y sobre el andrajoso vestido. En mitad de aquel oscuro caos, tuvo la sensación de que daba vueltas y más vueltas, hasta que la caída la dejó sin aliento. La inercia la llevó hacia delante, derrapando, patinando, hasta que se detuvo. Resbaló con los pies sobre la piedra áspera y miró hacia atrás por encima del hombro. Una esfinge pequeña, idéntica a la gigantesca por la que acababa de entrar, la observaba desde una reluciente ciudad blanca en una enorme bahía que el sol del atardecer teñía de rosa. Julian salió embalado detrás de ella, la cogió del brazo y la obligó a seguir huyendo. Rodearon la estatua y siguieron por una avenida ancha. Las columnatas y las escalinatas de piedra caliza, del color de la luna tanto unas como otras, conducían a edificios que se parecían más a templos que a hogares o negocios. Etta respiraba un aire que no olía en absoluto a gasolina, sino que estaba lleno de matices de vida: sudor de animal, desechos humanos y el toque de sal propio de los lugares próximos www.lectulandia.com - Página 215

al mar. Desde las sombras por las que avanzaban y por el hueco que quedaba entre los siguientes dos edificios por los que pasaron, la muchacha se fijó en un faro reluciente a lo lejos, que barría el muelle. —¿Hay que ir mucho más lejos? —preguntó la joven resollando. —Tenemos que seguir esta avenida hasta dar con un templo magnífico llamado Caesareum. Allí tenemos que encontrar dos enormes obeliscos de mármol rojo. Y los hallaron. Para cuando llegaron al pasadizo, Etta sentía como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Se internaron por él a toda prisa y los recibió la oscuridad. Julian se deslizó hasta detenerse del todo en el suelo de piedra y a punto estuvo de estrellarse contra una hilera de velas votivas, dispuestas sin mucho orden ni concierto para iluminar lo que parecía la nave de una iglesia. Etta se dio la vuelta y se fijó en la cruz del altar, medio oculta entre sombras, y en los bancos, que se extendían como costillas entre los confines de las paredes. Estaban solos. Por fin. —Ven, que voy a llevarte al pasadizo. Etta asintió y se frotó el rostro con las manos. «El Vaticano…». Pero aquel no era el Vaticano que había visitado con Alice. Aquel sitio carecía de las impresionantes y desgarradoras obras de arte que se conjuraban para que el visitante se sintiera tan insignificante a ojos de Dios como el polvo en los zapatos. Aquel Vaticano era incluso humilde. —¿En qué año estamos? —En mil cuatrocientos noventa y algo —respondió el joven, que acompañó la fecha de un gesto vago. Una vez en la puerta, Julian apoyó la oreja en una de las hojas con la sana intención de escuchar lo que sucedía al otro lado y pareció satisfecho, aunque Etta no supo si porque había oído algo o porque no había oído nada. Abrió muy despacio una de las hojas, apenas lo suficiente como para que pudieran salir. En las paredes de los edificios había antorchas. Etta intentó calcular qué hora era, pero no fue capaz. Se llevó la mano al cuello para rascárselo, pero enseguida se dio cuenta de que le faltaba algo. —¿Dónde…? La cadena en la que llevaba el pendiente de su madre se le había caído, aunque había quedado enganchada en la pedrería del vestido. El pendiente, sin embargo, se había perdido. Mientras miraba por el suelo para ver si la joya estaba allí, el miedo se apoderó de la joven. «¿Y qué más me da?». Había usado los pendientes como prueba de que su madre se preocupaba por ella, para tranquilizarse cuando sentía miedo o se ponía nerviosa. En cambio, ahora sabía que lo que representaban debería repugnarla. Pero no era así… al menos, no del todo. www.lectulandia.com - Página 216

«Mató a Alice. La mató…». —¿Qué sucede? —le susurró Julian, que se había dado la vuelta nada más percatarse de que la muchacha no lo seguía. Etta levantó la vista. —Nada. El joven entornó los ojos y abrió la boca, pero no dijo nada; estaba claro que se lo había pensado dos veces antes de decir lo que fuera que iba a decir. Siguieron caminando en silencio. Etta iba un paso por detrás de él, intentando recomponer todos los pedazos en los que se había roto y forjar una nueva armadura. Julian se detuvo y desanduvo el camino unos pocos pasos. —Espera… —dijo. Miró su diario, como si estuviera comprobando algo—. ¡Ah!, esta es mi parada. La tuya es tres puertas más allá, justo en la entrada de esas casas. El joven abrió la puerta de una capilla. —¿No vas a venir conmigo? Sería lo suyo, para que hicieras bien las cosas. Julian la miró por encima del hombro y le lanzó una sonrisa torcida. —¿Qué tiene eso de entretenido cuando puedes ir a Florencia? Etta respiró hondo por la nariz y confió en que la expresión de su rostro le dejara claro lo que pensaba de él. La idea de que se largara sin más, en vez de enfrentarse a las consecuencias de sus actos, hizo que recordara aquella ira que la había embargado mientras Nicholas le confesaba el dolor, la vergüenza y la duda que había sentido tras lo sucedido en la montaña. —¡Buena suerte, Linden-Hemlock-Spencer! —le deseó mientras entraba en la capilla—. Te deseo de corazón que, vayas adonde vayas, jamás te cruces con el abuelo. Etta escuchó los tempestuosos ruidos del pasadizo, que resonaban contra la pared de la capilla. —Idiota… —musitó mientras se quitaba el pelo de los ojos. Acababa de darse la vuelta para seguir por la calle cuando oyó una especie de disparo que sacudió el silencio. Algo golpeó con fuerza la puerta de la capilla por la que acababa de entrar el muchacho y se oyó un gruñido de dolor. Etta cogió el tirador y abrió la puerta. Julian cayó a sus pies y la miró. Parpadeaba. Después de un momento, el muchacho se llevó las manos a la cara y soltó un grito cargado de frustración. —¿Qué…? ¿Qué ha pasado? —preguntó Etta, muy alarmada. El muchacho se irguió y se entregó a la imposible labor de atusarse su rebelde pelo. —He rebotado por el pasadizo. Me he cruzado conmigo mismo. Alguna versión de mí ya está allí. «¡Vaya!». —Pero ¿no habías consultado tu libreta?

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—Así es, lo que significa que se trata de mi yo futuro y que no me he ido de allí todavía. ¡Maldita sea! —Le pegó un manotazo al suelo de piedra. La joven lo miraba con los ojos abiertos. —¿Pasa a menudo? —Al parecer, a mí más que a otros. En un par de ocasiones no me ha supuesto sino una rozadura, un arañazo, pero no sabes lo terrible que resulta que te regañe tu conciencia futura, que te trate como a un niño. No puedo creer que mi yo futuro sea tan… tan memo. ¡Que sea un puritano metomentodo! Lo que decía parecía posible e imposible a un tiempo, pero es que estaban hablando de viajar en el tiempo… algo a lo que no se le aplicaban las reglas conocidas de la física. —¿No estarías borracho como una cuba y se te olvidó registrar tu visita? —Me encanta que me conozcas tan bien, pero te aseguro que no. Di lo que quieras acerca de los cambios en la línea temporal, pero mi vida entera ha sido una lección constante sobre realización personal. No puedo saber lo que hay por delante de mí, pero mi yo del futuro sabe muy bien lo que hay detrás de él, y, por lo visto, es un idiota sin sentido del humor que pretende que no me divierta. A Etta, en cambio, le parecía que el yo del futuro de Julian había sido muy hábil, dado que había conseguido mantenerse con vida, pero se quedó callada y se movió un poco para que el joven pudiera ponerse de pie y sacudirse el polvo. —Puede que el Julian del futuro quiera que seas mejor persona. El muchacho esbozó una mueca terrible. —Venga, nena, vamos a la Gran Manzana. Nos separaremos en Little Italy. Al fin y al cabo, me muero de ganas de comer un buen plato de pasta. —La última frase la susurró mientras se levantaba—. Ay… ¿sabes?, en 1939 voy a encontrarme con la que fue mi niñera. La mujer se retiró a su época natural cuando dejó de ser necesario que nos cuidara a Sophia y a mí. Me gusta pensar que fuimos la prueba cósmica definitiva y que no quiso arriesgarse a criar más demonios como nosotros… Echaron a andar. —¡Chist! —le imploró Etta. Le dolía la cabeza—. ¡Chist…! —Me preguntó qué estará haciendo esa vieja urraca. Podría pasarme a verla y darle un susto de muerte —siguió Julian, pero en voz baja—. ¡Sí, creo que voy a hacerlo! Al fin y al cabo, siempre ha sabido guardar secretos, y ahora que el abuelo ya no la controla, tiene que resultarle incluso más sencillo. O igual me hago pasar por el Julian del pasado, no por el del presente… Hum, no sé… Etta se rindió y dejó que el muchacho siguiera parloteando, llenándole la cabeza con sus propios recuerdos hasta que, en un momento dado, desterraron a los suyos por un tiempo. Intentó recordar la cara de Nicholas, imaginar que se encontraba con él después de haber solucionado todo aquel caos, pero ver aquellos rasgos audaces y la curva que describía su contemplativa sonrisa no le causó alivio, sino todo lo contrario: solo hizo que se sintiera más sola y desesperada. www.lectulandia.com - Página 218

El pasadizo los empujó juntos, pero Julian acabó de rodillas y Etta, encima de él. Debido al golpe lo vio todo oscuro durante unos instantes y ponerse de pie le costó más de lo que le habría gustado. —¡Vaya, menuda leche! —le dijo el muchacho mientras se ponía de pie trastabillando—. ¿Acaso tienes la cabeza de mármol? A Etta le latía el brazo izquierdo y se lo llevó al pecho. Esperó a que se le pasara el dolor para disculparse. Habían aterrizado en mitad de un sendero pedregoso cubierto de niebla. Etta apenas veía a un palmo de sus narices, hasta el punto de que era incapaz de distinguir la típica silueta de la ciudad. —Conque Manhattan, ¿eh? —le soltó a Julian mientras se giraba hacia él con el ceño fruncido—. ¿No decías que tus registros eran excelentes? Pero el muchacho estaba pasmado, no se movía. Con una mano se retorcía la pechera de la camisa. —No, Etta… esto es Nueva York. —Sí, ya, en la prehistoria, ¿no? El paisaje era salvaje, repleto de colinas escarpadas y ensombrecidas por una niebla sedosa y densa. Y la muchacha no alcanzaba a ver sino un terreno muy similar en la distancia. Alguien debía de haber encendido un fuego cerca de donde estaban, porque el olor a madera quemada lo impregnaba todo. Los rodeaba el silencio, como si pretendiera llamar su atención, la de Etta. Como si quisiera decirle algo. «Escucha». —¿Nos habremos equivocado de pasadizo en el Vaticano? —sugirió ella. —Que no. —Esta vez, el muchacho fue más rudo—. Que esto es Nueva York. La joven estaba a punto de zarandear a Julian cuando una brisa arremolinó la niebla y se la llevó. Las formas oscurecidas, que con tanta claridad le habían parecido colinas y terreno escabroso, se convirtieron en pilas de ladrillo y piedra, en los esqueletos retorcidos de edificios, en coches quemados. La nieve que tenía a los pies no era nieve, sino cristales rotos. Vio caer una especie de copos blancos a su alrededor y, por un instante, pensó que estaba nevando. «Nieva. ¡Está nevando!». Pero no era nieve, sino ceniza.

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Ciudad del Vaticano 1499

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Veinte La oscuridad no llegó a despejarse. Durante un aterrador momento, Nicholas tuvo la certeza de que él también había perdido, de alguna forma, la visión de uno o incluso de ambos ojos. La negrura era absoluta y el aire que lo rodeaba era tan denso que podría haberse cortado en tiras. Dado que ya le costaba mantener el equilibrio debido al cansancio y —¡ay, Dios!— a la sangre que había perdido, aterrizó de rodillas con tanta fuerza que a punto estuvo de morderse la lengua y cortársela. Sophia casi se le escurrió de los brazos. Sujetó a la muchacha por la túnica para evitar tocar su piel, que estaba fría, sudada y resbaladiza. —¿Sophia? —A Nicholas le llegó el eco de su propia voz—. Sophia, ¿me oyes? Silencio. Quietud. «La caricia de la muerte». Se le pusieron los pelos de punta a medida que el miedo se extendía por su cuerpo y la sacudió con suavidad para ver si, de esa manera, conseguía sacarle alguna palabra o reacción. —¡Sophia! —Déjame a mí —le ordenó Li Min. Debería habérselo impedido, debería haberse opuesto porque era indecoroso, pero no había tiempo y, a decir verdad, tampoco tenía fuerzas para hacerlo. Sophia era un poquito más alta que Li Min, pero la chica se la cargó con facilidad a la espalda y echó a andar a paso rápido. Nicholas se asustó al darse cuenta de que, incluso sin el peso adicional de su compañera, arrastraba los brazos y las piernas como si estuviera borracho como una cuba. Sus pasos sonaban como un martilleo, o puede que fuera su corazón. No, no… había otro sonido por debajo, un sonido que lo desconcentraba. Alguien estaba rozando la hoja de un arma contra una piedra y a él le parecía como si la espada o cuchillo le raspara los huesos. —¡No podéis esconderos en ningún lado! ¡Antes o después os encontraremos! — Era Miles Ironwood—. ¡Vamos, Carter, sal y te dejaré elegir cómo morir! Los demás le rieron la gracia. Aunque le costó, Nicholas consiguió mantener la boca cerrada y no responder. —¡Espada o pistola! ¡Espada o pistola! —empezó a entonar Miles—. ¡Seguro que no quieres que el viejo decida por ti! ¿Espada o pistola? ¡Dime cuál de las dos, Carter! ¿Un tiro o mi cuchillo en el cuello? Li Min musitó algo. A Nicholas le pareció una maldición.

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—¡Por aquí! —la voz de la chica le llegó flotando por entre la oscuridad, rebotó en los muros que los rodeaban e incluso silenció los gruñidos del pasadizo. —¿Por dónde? —preguntó tosiendo, en un intento de aclararse la garganta—. ¿Dónde estás? Estaba todo tan oscuro… tan oscuro y tan tranquilo. No se veía ni la luz de la luna ni la de las estrellas y tampoco notaba brisa alguna. La calma era total en aquel lugar, devastadora. Aterradora. Como si no tuviera principio ni final. —¡Levántate! Parecía que Li Min se hubiera quedado sin aliento. «¿Dónde estamos? ¿Es algún tipo de sótano o bodega?». Por Dios, pero ¿por qué no se lo habría preguntado antes de entrar a la carga por el pasadizo? «¡Vamos, tranquilízate!», se dijo Nicholas. Estaba desesperado por controlarse, por entender la situación, por saber a ciencia cierta qué estaba sucediendo. Por encima de los rasguños y las pisadas oyó un chasquido y vio una chispita de luz que flotaba como una libélula a unos metros de donde estaba. Su cerebro se abrió paso a través del caos en busca de una palabra. «Una cerilla». Li Min acababa de encender una cerilla. La chica se la acercó a la cara y el joven vio las profundas arrugas de preocupación que tenía en la cara. —Sophia no… —empezó a decirle él—. No puedo… —No tenemos mucho tiempo, Nicholas Carter. Ponte de pie. Si no puedes, yo os llevaré a ambos. Al joven se le doblaban las piernas como a un ternero recién nacido, pero puede que por gracia divina, consiguió ponerse de pie. Los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad lo suficiente como para ver las rígidas líneas del estrecho pasillo, los muros con aberturas sin puerta a uno y otro lado. Estaba tan agotado que era incapaz de caminar y pensar al mismo tiempo, por lo que cerró la válvula de los pensamientos y se concentró en seguir los flojos destellos de luz que encendía la chica hasta que, por fin, giraron para dejar atrás el pasillo principal y entraron en lo que parecía… un mausoleo. Era el primer de un grupo de tres consecutivos, que compartían pared. Li Min había entrado por el que estaba más cerca y había tocado con suavidad el grabado de una hoja, medio escondida por un fresco de unos hombres que estaba medio borrado. Nicholas entró con cuidado en la estructura, equilibrándose todo lo bien que pudo a medida que las piedrecitas sueltas se le clavaban en la fina suela de las sandalias. —¿Está viva? —le susurró. Li Min no le hizo ni caso. Sophia no había dicho ni una palabra desde que habían cruzado el pasadizo y Nicholas ya no podía cerciorarse de si el pecho le seguía subiendo y bajando por efecto de la respiración. De hecho, apenas la veía en aquella oscuridad impenetrable. www.lectulandia.com - Página 222

«No puedes morirte, que tienes una deuda conmigo», pensó con mordacidad y firmeza. En su cabeza se coló el rostro de Etta justo en el momento antes de que desapareciera. ¿Qué sucedería si Sophia moría? Muy probablemente el pasadizo por el que habían llegado se desmoronaría pero ¿desaparecería ella, como les había pasado a Etta y a Julian cuando se habían visto atrapados en aquella arruga temporal que los había lanzado por el tiempo? «Necesito tu ayuda. No puedo hacer esto sin ti. No te mueras. No te mueras. No te mueras». La desesperación de sus pensamientos hizo que se le formara un nudo en el estómago. Li Min sopló la cerilla para apagarla cuando el pasadizo empezó a hacerse presente de nuevo, a tamborilear una advertencia en aquel aire viciado. «Refuerzos». Nicholas apretó los dientes para soportar mejor el dolor del hombro, que iba minándole las fuerzas. Li Min gruñó en la oscuridad y se cambió el peso de Sophia de lado. —Por aquí. Por lo que Nicholas había visto antes de que se fuera la luz, no había otro sitio al que ir, nada que hacer excepto esconderse, rezar y albergar la esperanza de que no dieran con ellos. —Ya deben de estar en la basílica… —… separarnos, a ver si encontramos algo de luz… Le llegaban las voces entre las paredes, rebotando de una a otra, adelante y atrás, y se mezclaban con la llamada del pasadizo. —¡Por aquí! —lo apremió Li Min. Luego encendió una cerilla más. Nicholas retrocedió, primero al ver el sarcófago abierto en el centro del mausoleo y, después, cuando Li Min lo empujó con el hombro hacia una escalera oculta debajo de la tapa de este. En silencio, la joven lo obligó a internarse por una oscuridad más profunda que el sueño. Los pasos rápidos de los Ironwood sonaban como el comienzo de un chaparrón, fuerte y cada vez más cerca. No podía cuestionarse lo que hacía la chica, tenía que moverse. La sensación de descender a una tumba, a un laberinto de sepulturas y piedra, hacía que sintiera como si la propia muerte le hubiera echado la mano al cuello y lo acariciara con sus huesudos dedos. Se detuvo al borde de la escalera, en equilibrio. La poca luz que daba la cerilla de Li Min desapareció cuando la chica dejó a Sophia en el suelo y los cubrió a los tres con la tapa del sarcófago. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, desde que era un niño, desde que su madre le había dicho que se metiera en el aparador, Nicholas sintió que se le cerraba la garganta hasta el punto de que creyó que iba a asfixiarse. Tenía la boca tan seca que le parecía estar respirando ceniza. Todos sus sentidos habían disminuido. Había www.lectulandia.com - Página 223

perdido su capacidad innata de orientación y apenas tenía tacto para sentir los últimos escalones. —«A través de mí entras en una ciudad de aflicción» —musitó medio delirando —. «A través de mí abrazas el dolor eterno… a través de mí pasas a formar parte de los perdidos…». —«Abandona toda esperanza, tú que entras» —le susurró Li Min—. Dante, qué original. Nicholas respondió con un gruñido al tiempo que pisaba una zona más lisa. El techo era bajísimo y se dio en la frente con una especie de soporte de piedra que despertó los agónicos dolores de su cuerpo, que había conseguido dejar de lado por unos instantes. Ya no podía más. Su cuerpo se quedó sin los medios necesarios para seguir adelante y se le aflojaron las piernas como una vela suelta. A lo lejos, oyó cómo Li Min dejaba a Sophia y corría escalera arriba para tapar el sarcófago. Luego el muchacho cayó de rodillas. Perdía la fuerza con la misma rapidez con la que perdía sangre por la herida de la flecha. Le temblaban los brazos y las piernas por el esfuerzo que había hecho mientras corría, cargaba con Sophia y trataba de mantenerse consciente. Moverse un solo centímetro más le parecía una tarea hercúlea. Una bestia que no sería sacrificada. Y entonces… se hizo la luz. La proporcionaba una lámpara de gas que Li Min tenía en las manos e iluminaba los mosaicos del suelo y los frescos medio descascarillados que bailaban en las paredes alrededor de ellos. La chica rebuscaba entre una serie de objetos amontonados en un rincón: alfombras, cuencos, una daga con una forma maléfica y un saco de cuero. Nicholas deseó que este último contuviera comida. Aquel era el escondite de la chica. Su reserva. O la de otra persona, pero desde luego la iban a aprovechar. Se quedó mirando cómo Li Min sacudía una alfombra para quitarle el polvo y, acto seguido, la extendía en el suelo. Nicholas respiró hondo y sintió que era la primera vez que podía hacerlo en horas. Li Min acercó la linterna, se desanudó los lazos de aquella túnica con capucha que llevaba y se la echó por encima a Sophia, que no paraba de temblar. Debajo de la túnica, Li Min llevaba algo similar a los largos vestidos drapeados de las cartaginesas y el pelo trenzado y dispuesto en forma de corona sobre la cabeza. Trabajaba en silencio y presionaba con los dedos puntos concretos del cuello de Sophia. Luego, se inclinó hacia delante para escuchar el pecho de la muchacha. —¿Está… está muerta? —dijo Nicholas, con voz ronca. La chica, sentada, se echó hacia atrás. Sacudió la cabeza. —Está viva, pero moribunda. —He traído… —Nicholas cogió la bolsa del médico, tiró de ella como pudo y se la tendió—. He traído esto… ¿Sabes algo de medicina… de venenos? La chica cogió la bolsa y empezó a rebuscar entre su contenido. Fue sacando las bolsitas, los botecitos y las hierbas prensadas, y lo fue ordenando todo junto a ella en www.lectulandia.com - Página 224

el suelo. Se paraba de vez en cuando para oler alguno de los productos o para probarlo con la punta de la lengua. —Siéntala —le dijo en un momento dado, después de coger uno de los botecitos y quitarle el corcho—. Ábrele la boca, pero hazlo con cuidado o se la romperás. El joven giró el hombro izquierdo en unas cuantas ocasiones porque sentía que se le estaba agarrotando y quería soltarlo, relajarlo. Notó que le corría una gota de sangre por la espalda. Su cerebro empezó a funcionar, aunque intermitentemente, e hizo que le sonara una campana en la cabeza. Aun así, obedeció a la chica. Sentó el cuerpo inerte de Sophia y le echó la cabeza hacia atrás. Con el pulgar y el índice, le abrió la boca lo suficiente como para que Li Min pudiese verter dentro lo que fuera que contenía aquel botecito. La joven lo hizo muy despacio, mientras con la mano que tenía libre le acariciaba dulcemente la mejilla, como una delicada lluvia de primavera. —¿Qué… qué le estás dando? ¿No se ahogará? Sophia solo había sido un peso muerto desde que la había sacado de la casa de Cartago en la que habían dormido pero, al menos, había seguido siendo cáustica e incisiva. A lo largo de los siguientes diez o quince minutos, no obstante, lo había perdido todo y se había convertido en una carcasa de huesos cubiertos de piel. De pronto, sin embargo, volvió a la vida como si se hubiera recuperado de golpe. Le daban arcadas, se atragantaba y, después, le vomitó encima a Nicholas todo lo que llevaba dentro… un agüilla que apestaba. Aunque la muchacha no abrió los ojos, el joven sintió que volvía a respirar con algo más de fuerza y regularidad. Al rato, notó soplos que empezaban a calentar el aire que había entre ellos. —¡Dios bendito! —exclamó alarmado mientras le daba unos golpecitos en la espalda para ayudarle a aclararse la garganta. El olor… ¡Qué olor! —Era un tónico para ayudarla a expulsar el vil veneno —respondió por fin Li Min a su pregunta anterior. —Gracias por avisarme… —respondió él mientras se limpiaba la barbilla en la túnica. —Túmbala bocarriba —le pidió la chica mientras se acuclillaba—. Ahora tiene que descansar. Su cuerpo habrá absorbido parte del veneno, pero aún tenemos la suerte de nuestro lado. La intención de ese Espina no era matarla. En la orden de búsqueda y captura, Cyrus Ironwood especifica que os quiere con vida o que no habrá recompensa. Nicholas no se había dado cuenta de que su espada no había viajado con ellos hasta que intentó echar mano de ella. Tuvo que conformarse con coger una piedra, parte de una estatua que tenía detrás. —Entonces, ¿es esa la razón por la que has venido? ¿Te enteraste de lo de la recompensa y sabías dónde encontrarnos? Li Min soltó un bufido y le retiró el pelo de la cara a Sophia. www.lectulandia.com - Página 225

—He ido a buscaros para asegurarme de que cumplíais con vuestra parte del trato. La recompensa es abundante como una cornucopia, pero, por mí, ¡que se pudran los Ironwood! —Te lo advierto… te lo advierto… —Parpadeó para intentar deshacerse de los puntos que flotaban ante sus ojos—. No vamos a permitir que nos cojan. La chica no le hizo ni caso y le tomó la mano a Sophia. Luego, le habló con firmeza, agachada sobre ella, como si pretendiera que su espíritu volviera, que no escapara. Con el tiempo, esas palabras las entretejió con un ruego suave, aunque Nicholas fue incapaz de desentrañar su significado a través de la bruma que le nublaba el cerebro. —Eso no es… El joven intentó ponerse de pie, pero el mundo giraba a su alrededor a mucha velocidad, inestable, y lo devolvió a su lugar. —No nos… cogerán… Sintió que el anillo del dedo le quemaba y que su cuerpo pretendía traicionarlo. Se desplomó. Luchaba por impedir que la luz se apagase a su alrededor; una luz que, con suavidad, en oleadas, fue desapareciendo hasta que el mundo se convirtió en un dichoso vacío.

A Nicholas lo despertó el agudo quejido de su hombro izquierdo, una molestia inoportuna e insistente, un pinchazo que lo traía de vuelta cada vez que intentaba sumergirse en la oscuridad. Estaba tumbado bocabajo, con la cara sobre el mosaico del suelo. Cuando por fin consiguió ver con claridad y desapareció el algodón que tenía en el cerebro, el joven tuvo la inquietante sensación de que, en sentido literal, alguien no paraba de apuñalarlo repetidas veces en la espalda. —¡Pero…! Su intento de levantarse a toda prisa se encontró con una firme resistencia, la de una mano que volvió a empujarlo contra el suelo. —Estate quieto hasta que termine, a menos que quieras que te cosa el cuello al hombro por accidente —le gruñó una voz—. Aunque a lo mejor quedarías más guapo. «Li Min». Miró hacia el otro lado. Desde su ventajosa posición veía a Sophia, que seguía tumbada en el suelo. Los botecitos, hierbas y demás medicinas volvían a estar en la bolsa, pero en ese momento Li Min buscaba algo en su interior, murmurando. Cuando volvió, tocó a Nicholas con la misma brusquedad y falta de delicadeza que hasta entonces. —¿Me has dado algo… para que me desmayara?

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A lo largo de la vida le habían dado puntos en alta mar como en una decena de ocasiones, pero no acababa de acostumbrarse a la desagradable sensación de que lo cosieran. Li Min se inclinó hacia delante, de manera que el joven le vio la cara mientras la chica levantaba una ceja. —No. Estás muy muy débil y, por lo que veo… no solo tu cuerpo, sino también tu juicio. Nicholas siguió la mirada de Li Min hasta donde tenía el brazo extendido, en el suelo. A oscuras, el anillo parecía un tatuaje. —Tonterías —respondió mientras notaba el calor de la venda, que le quemaba, que le apretaba. Le vino una arcada tan fuerte que, durante un instante, dejó de sentir las piernas. Se agitó con tanta fuerza que parecía un caballo encabritado. —Relájate. La actividad no servirá sino para que el veneno vaya más rápido. Te preguntaría a cambio de qué hiciste este trato, pero ya lo sé. Has sido un idiota, pero aún lo eres más al negarte a cumplir con los términos del contrato. ¿Qué es lo que te ha pedido? —Que asesine… —musitó. —Ah… una vida por una vida. —Deberías… deberías habernos advertido —comentó con la voz cargada de amargura. —No pensé que fuerais tan idiotas como para aceptar el trato. —Idiota… y desesperado… ¿Dónde estamos? Ella seguía con su labor de costura. —En la necrópolis del Vaticano, en 1499. Nicholas se frotó los ojos para limpiarse el polvo y la suciedad. Así que no se había equivocado al pensar que descendían al infierno, al siniestro corazón de la Tierra. En la pared más alejada había otro sarcófago, y Nicholas se preguntó si habrían movido a su pobre ocupante desde su lugar de descanso, escalera arriba, a la sala en la que se encontraban. Y, lo más importante, se preguntó quiénes serían los que movían a los muertos de un lado para el otro. —¿Es aquí… donde te ocultas? Al menos, hablar suponía una distracción. —Sí. Pertenece a una línea en particular de mi familia. Al clan Hemlock, para más señas. Le puso la palma de la mano en la espalda para evitar que se moviera. Por lo menos, el último acceso de dolor fue corto. La chica anudó el hilo que había usado para coserle la herida del hombro y le dio una palmadita en la cabeza. No es que le apeteciera, pero se obligó a sentarse porque no le gustaban las desventajas que suponía estar postrado. Los Ironwood y los Linden tenían casas www.lectulandia.com - Página 227

secretas y almacenes, no debería sorprenderle que los Hemlock también los tuvieran. Li Min hizo otro de sus ruidos de desaprobación y lo empujó para que se tumbara de nuevo. —Este sitio se usaba para amasar riquezas y esconder documentos, hasta que cayó en el olvido. Una persona me vendió el secreto por una buena suma. —Pues el sitio no parece que encaje mucho contigo. Eso de tener que pasar por todo el jaleo que hay en Cartago para llegar hasta aquí… —Está abandonado en todas las eras, hasta el siglo XX. Además, como bien sabes, en la ciudad papal hay muchos pasadizos. Solo en este año, tres. A decir verdad, Nicholas no tenía ni idea, pero asintió de todas formas. —Si no pretendes llevarnos ante Cyrus Ironwood, ¿cuál es tu plan? —Ella está inconsciente y tú estás tan débil como un corderito. Hasta ahora has confiado en mí. Quiero una recompensa a cambio del oro que me robasteis, pero siento gran curiosidad por esa misión vuestra, por saber cómo ata las muchas hebras que están reverberando por el tiempo. —Ya nos lo hemos gastado. Tu oro. No nos queda nada y no tenemos nada que ofrecerte. —Tienes ese oro. Eso es algo. Señaló el pendiente de Etta que le colgaba al cuello de un cordel de cuero. Nicholas ocultó la joya y el dije de cristal en el puño. —Como intentes tocarlo siquiera, perderás algo más que la mano. Li Min lo miró como si supiera que Nicholas jamás podría vencerla y esbozó un gesto de compasión. —Pero esto puedes quedártelo —dijo Nicholas, al tiempo que le tendía esperanzado la mano en la que llevaba el anillo. Había recuperado la sensibilidad en la mano. Notaba el brazo inusualmente rígido, aunque respondió bastante bien cuando quiso comprobar hasta dónde podía moverlo. Quizá solo se hubiera rasgado un músculo, como había pensado al principio. —Tendría que cortarte el dedo y solo serviría para que murieras antes. «¡Por el infierno y los siete males!». Aquello confirmaba la advertencia de Belladona. —¿Dónde has encontrado ese amuleto? La chica señalaba el abalorio de cristal que le habían dado. —Me lo ha regalado un niño. —¿Un desconocido? —Sí, ¿qué pasa? Li Min se encogió de hombros. —Nada. Y todo. Te deseó protección y buena suerte. Es valioso. No te separes de él si no es a cambio de la vida. —Si tan valioso es, ¿por qué no te lo quedas y así saldamos nuestra deuda? www.lectulandia.com - Página 228

—No es el objeto el que tiene el poder, sino la intención que hay detrás de él. El deseo funcionó cuando cambió de manos. Intentar robártelo sería lo mismo que intentar robar la luz de las estrellas. Algo en aquellas palabras hizo que se estremeciera. «No debería haberlo aceptado». Aquel niño necesitaba mucha más protección que él. —Supongo que tú también te consideras «protección y buena suerte» —le soltó mientras se secaba el sudor de la frente. —Depende de ti cómo quieras verme. Por ahora, te basta con ser consciente de que soy vuestra única oportunidad de sobrevivir. No parecía ni amiga ni enemiga. Era más bien como un aliado temporal; igual que le había sucedido con Sophia. Miró a su alrededor al tiempo que se llevaba las rodillas al pecho. —Mientras no nos quedemos sin aire, este será un buen escondite —dijo al fin. —Y adecuado —respondió ella—, porque si morís, siempre puedo dejaros aquí. —En realidad, te refieres a si muere Sophia, ¿no? —repuso Nicholas, sorprendido por el nudo que se le había formado en la garganta. La chica negó con la cabeza. —No va a morir. Es demasiado tozuda. Le quedan muchos asuntos por cerrar. Es por ti por quien temo. No dejabas de resollar por esa herida de nada, tanto que parecías una locomotora. —Herida de nada… —intervino, esforzándose por no poner cara de dolor, por aferrarse a los pocos jirones de orgullo que le quedaban—. He sufrido heridas mucho peores. Li Min emitió un sonido, como si no se lo creyera. —¿Huyendo de los Ironwood? —En abordajes de barcos. Mi… —Hizo una pausa—. Mi padre… adoptivo, es capitán de barco. Le resultaba extraño no haberse referido a Hall nunca de aquella manera en voz alta. Siempre era «el capitán» o «el hombre que me crio». Y aunque hubiera tenido tantas dudas a la hora de asignarle aquella etiqueta, en lo más profundo de su corazón siempre lo había considerado como tal, como su padre. Cuando se convirtió en un hombre hecho y derecho y pasó a ser oficial en el barco de Hall, no había querido que los demás pensaran que recibía trato de favor o que no se había ganado el puesto. Cuando era niño, por otro lado, siempre había tenido miedo de meter a Hall en algún problema si se lo contaba a la gente de aquel siglo, de mentalidad menos… menos abierta. Le parecía venenoso distanciarse de una persona que quería, de un hombre que se había preocupado por él, y todo por miedo a lo que pudieran pensar los demás. Estiró el cuello y se fijó en que Li Min lo estaba observando con sus ojos oscuros. Lo miraba con tanta atención que, de pronto, Nicholas cayó en la cuenta de que no www.lectulandia.com - Página 229

había acabado su pensamiento. —Me he enfrentado a piratas durante años, hasta que nos convertimos en corsarios, cuando acabó la guerra. Perdón, me refiero a la guerra de Independencia. Porque guerras ha habido unas cuantas, ¿no? —¿Pirata? No me lo creo. —¡Qué sabrás tú! —respondió Nicholas mientras intentaba enderezar los hombros. Ella hizo un gesto vago. —No pretendía insultarte, pero es que estoy segura de que dudarías antes de rebanarle el pescuezo a alguien para quitarle los dientes de oro. En ese tipo de trabajo no valen los escrúpulos y los recelos. En eso tenía razón. —Lo dices porque tú has vivido mucho tiempo con piratas, ¿no es así? Nicholas se quedó sorprendido cuando la chica respondió: —Pues sí. He servido a las órdenes de Ching Shih durante diez años… desde que era una niña. —¿Y quién diablos es ese? —Una pirata sin rival. No lo ha habido más grande en la historia. —¿Cuándo vivió? ¿Era mujer? A Nicholas le pareció que Li Min se calmaba un poco, que suavizaba un tanto la mirada. —Vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Nació en 1775. Tuvo a decenas de miles de hombres bajo su mando y derrotó imperios enteros. Aquella información explicaba, en parte, por qué no había reconocido su nombre. Era probable que las informaciones sesgadas y tendenciosas de Occidente hubieran impedido que su leyenda se conociera más allá del Pacífico. —¿Qué fue de ella? —Consiguió negociar su retiro. —Impresionante. Lo decía de verdad, porque lo era. Para él, lejos de la gloria o de la infamia, los piratas más exitosos eran aquellos que conseguían sobrevivir a sus empresas sin ahogarse, sin ser ahorcados o sin pudrirse en prisión. Pensó que tenía que contarle aquella historia a Etta. —¿Has sabido siempre que eras viajera? ¿Cómo te has metido en todo esto? —Sí, siempre lo he sabido. Heredé la habilidad de mi madre, que había estado cautiva de Ching Shih. Cuando me… cuando llegó el momento, fui a buscar a Ching Shih para aprender de ella, para manifestarle mi fuerza. —Li Min se puso de rodillas y, acto seguido, de pie—. Ahora solo respondo ante mí. —Eso está muy bien —dijo Nicholas, con la esperanza de que sus palabras no hubieran sonado sarcásticas—. Yo llevo toda la vida intentando conseguirlo, sin éxito. www.lectulandia.com - Página 230

Por primera vez desde que se habían conocido, la chica suavizó la expresión. —Para algunos no es nada fácil. Y sé de qué hablo… porque he sentido el peso del mundo intentando aplastarme. Lo bueno es la pelea, no la conquista. No cejes. —No, no pienso hacerlo —dijo él. —No obstante, algo se interpone en tu camino. —En este momento… el tema es muy complicado. —¿Por qué? —preguntó ella. —La vida me ha llevado por un camino que no esperaba. —Usó aquella respuesta para evitar la raíz del problema—. He llegado muy lejos, pero la senda que hay delante de mí, la que sé que debería tomar… va en sentido contrario a lo que el corazón me dicta que haga. Y… ¿de qué vale mi vida si sacrifico mi alma? Era mucho más fácil hablar de aquello con una desconocida. Y con qué atención lo escuchaba aquella en particular mientras le contaba su historia, que fluía con tanta facilidad como la sangre que brota de una vena tras un corte. Nicholas estaba dispuesto a internarse por el infierno si era necesario para encontrar a Etta, porque quería acabar de responderle a la pregunta de cómo sería su vida juntos. Aquella era la única certeza a la que podía aferrarse su esperanza. Sin embargo, en aquel momento había demasiados factores que escapaban de su control y se sintió a la deriva, cada vez más lejos, de aquellas posibilidades maravillosas que habían sido un puerto seguro para su corazón. A lo largo de la vida, había sido esclavo de un hombre, pero cada vez tenía más claro que, ahora, había permitido que fuera la muerte la que lo esclavizara. Era imposible romper aquella cadena que lo unía a Belladona sin mancillar su alma. Si mataba a un hombre, morirían también su honor y su decencia. Li Min pensó con atención en la historia que él acababa de contarle, como si pretendiera darle la vuelta a cada una de las palabras para examinarlas y ver qué se ocultaba tras ellas. —Te entiendo. Está el viaje que haces por el mundo, ese que duele, que canta. Nos encontramos con otros con los que recorremos ese camino y con los que sobrevivimos a las pruebas que nos pone la vida; pero, al mismo tiempo, todos somos viajantes de un gran periplo, de uno que no tiene final, y en el que todos buscamos respuestas a preguntas que nadie ha formulado, a preguntas que nos hace el corazón. Piensa, como hago yo, que aun sabiendo que debemos recorrer solos el camino, es un viaje que recompensa la bondad y que demuestra que aquellas cosas que se nos niegan en la vida jamás se convertirán en la jaula de nuestra alma. Nicholas cerró lo ojos y soltó el aire húmedo y frío que retenía en el pecho. Notó que el fuego de su interior iba a menos. —Volveré dentro de poco con comida y ropa. Si salís de aquí, os perderéis para siempre en la oscuridad penetrante de este sitio. No podría encontraros, ni siquiera para enterrar vuestro cuerpo putrefacto. ¿Me has entendido? —Sí, señora —respondió Nicholas. www.lectulandia.com - Página 231

—Cuida de ella. Está recuperando el color, pero pasará un tiempo hasta que pueda volver a mover las piernas. Eso la asustará cuando se despierte. —¿Y crees que yo soy el más indicado para confortarla? Estaba seguro de que Sophia preferiría el socorro de un perro rabioso al que él pudiera proporcionarle. A Nicholas le pareció que Li Min estaba desconcertada. —¿Acaso… no te importa lo que le pase? Porque, en ese caso, ¿para qué has luchado tanto para salvarla? ¿Era eso cierto? ¿Había luchado para salvarla? Nicholas había tenido la sensación de que iba dando tumbos de aquí para allá. La mitad de su enfado iba dirigido a Remus Jacaranda; la otra mitad, a sí mismo. Y no solo por haber ignorado lo que le decía su instinto, sino porque… porque… «Casi permito que alguien muera mientras estaba bajo mi protección». —Necesito su ayuda. Contrajo una deuda conmigo. Sophia emitió un ruido débil, como si estuviera respirando entre dientes. Nicholas se acercó y le puso los dedos en la muñeca para buscarle el pulso. Parecía más firme que antes y a la muchacha ya no le costaba respirar. La luz amarilla de la linterna le calentaba la piel, que ya no estaba tan pálida y marmórea como la de una estatua. Lo más sorprendente, sin embargo, fue que todo aquello lo reconfortó. «Me alegro, la verdad… Me alegro de que no haya muerto». No era, precisamente, lo que le había deseado nada más desaparecer Etta, cuando los había traicionado. Si la hubiera tenido delante en aquel momento, la habría estrangulado. Apartó la mirada y estudió la forma de su propia sombra en la pared. —No iba con ellos… La voz era tan débil que cualquiera la hubiera considerado una brisa sobrenatural. Sophia tenía los ojos cerrados, pero Nicholas vio que movía los labios. —No hables —le dijo al tiempo que le apoyaba una mano en el hombro, en un gesto afectuoso—. Reserva las fuerzas y pronto estarás recuperada. —No iba… con ellos… No habría… —Sophia tragó con fuerza—. Nunca habría ido con los Espina. —¿Cuándo? ¿En Palmira? —le preguntó él. La joven abrió un poco los ojos, pero esbozó una mueca porque le molestaba la luz. —Oí… oí lo que decía Etta… lo que decías tú… sobre el abuelo. Lo de la línea temporal. Fui para robárselo a los Espina… y habría… habría vuelto con él… No obstante… me humillaron. —Tú descansa, que aquí estamos a salvo. —Por eso es… culpa mía… lo del ojo… Nicholas se irguió.

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—¿Me estás diciendo que fuiste con los Espina para robarles el astrolabio? ¿Es por eso por lo que te pegaron la paliza? —Y porque soy… una Ironwood… Pensaban que le pertenecía… al abuelo. Lo miró con los párpados, como quien dice, cerrados. Tenía el parche levantado y se veía perfectamente el vacío. Al cabo de un rato, la muchacha asintió. —Pienso… matarlos. Pienso matarlos a todos… a todos… Nicholas nunca había entendido por qué le habían dado una paliza tan salvaje cuando, al irse con los Espina, se había mostrado deseosa de participar en la traición, pero, dada la naturaleza de la muchacha, al joven le había resultado fácil dejar ese detalle a un lado. Sophia tenía gran talento para sacar lo peor de las personas que la rodeaban, cosa que también se había cumplido en su caso, pues lo había llevado a sospechar de ella sin piedad. No se había detenido a pensar en los detalles que no encajaban porque había dado por hecho, por cruel que fuera aquella asunción, que algo habría dicho la joven, algo habría hecho para provocar la ira de los otros dos; como si alguien se mereciera algo así. Li Min había estado tan callada en la escalera que hasta que no suspiró, dolida, el joven no recordó que seguía allí. La chica se encontraba al borde del resplandor de la luz que proyectaba el farol, pero Nicholas vio con claridad su gesto desolado y sombrío. Sin embargo, no dijo nada y siguió subiendo. El joven cogió el farol, que era viejo y estaba oxidado. —¿No necesitas esto? El eco de sus palabras le volvió como un recuerdo tenue. —Siempre he sido capaz de encontrar el camino entre la oscuridad. Li Min levantó con los hombros la pesada tapa de piedra del sarcófago y la empujó a un lado. Por la escalera descendió una ráfaga de aire frío y se acomodó dentro de la tumba durante los instantes en que la tapa estuvo abierta. Nicholas cogió el pendiente de Etta y toqueteó el aro de metal, le dio vueltas adelante y atrás entre los dedos. —Por si muero… te pido disculpas —dijo Sophia, con una voz que no era ni la sombra de un susurro. Nicholas, sin embargo, la oyó muy bien. La entendió. —¡No digas tonterías! —le respondió imitando el tono puritano de ella—. Te digo lo mismo que te dije en Damasco: no te permito que mueras. Le respondió el silencio. «Todos estamos en nuestro propio viaje…». Sophia nunca estaría al tanto del viaje que había empezado él cuando era niño, un viaje con el que pretendía obtener la libertad que le habían negado. Sin embargo, igual que Etta era la mujer que ocupaba su corazón, Sophia era la espada que llevaba en la vaina en la expedición que empezaba ahora. A partir de aquel momento, y mientras sus caminos corrieran paralelos, confiaría en ella y la defendería con uñas y dientes. www.lectulandia.com - Página 233

Nicholas se recostó en la pared. Sintió la piedra fría en contacto con la febril herida y cerró los ojos. Durante un rato, se dedicó a respirar, nada más. Inspirar. Espirar. A creer, no. A confiar, no. A dudar, no. Cabalgó las olas de sus emociones, como cuando Chase y él flotaban bocarriba en alta mar, observando el cielo. Y, con aquello en la cabeza y en mitad de una ciudad de muertos, por fin se quedó dormido, y lo hizo como estos últimos: sin sueños y sin cargas.

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Veintiuno En algunos casos, el cansancio permanecía en el cuerpo como una droga, lo que hacía que hasta la tarea más sencilla, como levantar la cabeza del suelo, pareciera imposible. Nicholas sentía como si su cerebro estuviera en guerra con las necesidades de su cuerpo. Se despertó desconcertado y sintió como si padeciera una tremenda borrachera. Le llegaban voces suaves hasta donde estaba, tendido en el suelo y hecho un ovillo sobre su mano derecha, que no dejaba de palpitar. La luz del farol había disminuido y veía borroso, aunque no tardó en darse cuenta de que la forma apoyada en la pared era la de Li Min con la cabeza de Sophia en el regazo. —¿Es necesario? —Por supuesto —oyó decir a Sophia—. Ahora mismo estoy muy delicada. —Ya veo —respondió Li Min con voz seca—. Desde luego, «delicada» es una palabra que, sin duda, elegiría para describirte, y también diría de ti que eres de las que huye de los conflictos y de las que se desmayan en cuanto ven una gota de sangre. —No tengo ni idea de qué quieres decir con eso. Aún podría morir. —Ay, cariño… —susurró Li Min—. ¿Y cómo puedo impedirlo? Al parecer, Sophia empezó a pensar una respuesta y, al rato, levantó una mano, que había descansado sobre la otra en su pecho hasta ese momento, y dijo: —Deberías volver a tomarme el pulso. Y asegurarte de controlármelo… durante varios minutos. Nicholas volvió a dejarse llevar, en aquella deriva, por el sonido de la suave voz con la que contaba Li Min: —Uno… dos… tres… cuatro… La siguiente vez que se despertó, fueron los gritos los que lo devolvieron a la realidad. Le llegaban desde muy lejos, amortiguados, pero cargados de agonía. En el momento en que consiguió sacar su cerebro del sueño, tuvo la sensación de que las voces se transformaban en algo vivo, que respiraba. Se puso de pie como una exhalación y se golpeó la cabeza contra el techo, lo que hizo que parte del revoque le cayera encima. —¡Chist! Sophia estaba despierta y sentada contra la pared. Lo miraba con aquel ojo oscuro suyo mientras se esforzaba por tenderle una hogaza a medio comer. El joven, famélico, la aceptó con alivio y le arrancó un pedazo. Lo masticó y se lo tragó con aire ausente, centrándose a ratos en la comida que tanto necesitaba y a ratos en la figurita que había al pie de la escalera.

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Li Min, con la espada que Nicholas había cogido en Cartago en una mano y una daga en la otra, tenía un pie apoyado en el primer escalón mientras miraba hacia arriba, hacia la entrada. —¿Qué es eso? —preguntó Nicholas entre susurros al tiempo que se acercaba hasta donde estaba la chica—. ¿Quién es? Aquellos gritos le ponían de los nervios. Apretó las manos, sudorosas, a los costados del cuerpo. No serían los Ironwood, ¿verdad? —Nos están persiguiendo —dijo. Había tan poca luz que sus ojos parecían negros —. Comed y poneos la ropa que os he traído. No creo que vayamos a irnos de momento, pero cuando lo hagamos, tendremos que darnos prisa. Nicholas no le hizo caso y subió dos peldaños para oír mejor el combate. Aquellos ruidos de golpes asestados en la carne y aquellos chillidos penetrantes permeaban hasta las piedras más gruesas de aquellas tumbas. —¿Qué… quién está ahí fuera? Lo sabes, ¿verdad? Li Min se secó el sudor de la frente y miró a Sophia. Nicholas se sorprendió al ver que Sophia ya se había cambiado, que llevaba una camisola blanca y unos pantalones bombachos de color beis, y que estaba ocupada intentando ponerse un chaleco de cuero. En el centro de la estancia vio un montón de prendas de ropa y, junto a ellas, un par de botas negras y muy rayadas. El joven dio por hecho que eran para él. Li Min llevaba una holgada blusa blanca y unas calzas, además de un jubón rojo y plisado por encima de ambas prendas, que sujetaba con un cinturón de cuero ancho. Así que iban a hacerse pasar por hombres. —Por amor de Dios, dinos lo que sepas, por favor —insistió Nicholas. —Si es lo que me parece… tampoco me creeríais. —No sé, pero si estamos a punto de morir de manera tan salvaje, creo que deberíamos dejar a un lado los momentos de recelo y duda. Dinos, ¿sabes qué es eso? —Sí, lo sé. Llevan intentando daros caza desde que empecé yo a buscaros, por lo menos. Han dejado un rastro de cadáveres tras de sí, tanto de guardianes como de viajeros; todos ellos… con la misma herida que el guardián de los Linden de Nassau. Nicholas se quedó rígido. —Son un mal que apesta a antigüedad, a decadencia… —comentó la oriental sin dejar de mirarlo a los ojos—. Y no se detendrán hasta que obtengan lo que están buscando. —¿Y cómo lo sabes? —le preguntó Sophia—. ¿También usas la nariz para eso? —Lo sé… porque antes yo era de los suyos —dijo Li Min, meciendo con calma cada palabra, como si tuviera miedo de pronunciarlas. —¿Disculpa? —le soltó Sophia. —No hay tiempo para explicarlo. Son las Sombras que crio el Ancestral. Se las robó a sus familias cuando eran niños y les arrancó la humanidad manipulándolas y sometiéndolas a un entrenamiento sanguinario. Su vida solo tiene un propósito, www.lectulandia.com - Página 236

servirle… que es por lo que están aquí. Están buscando lo que él anhela por encima de todo. Sophia rebuscó por el suelo hasta que encontró el cuchillo que solía llevar escondido en la bota. Amenazó con él a Li Min. —No —le dijo esta última mientras se arrodillaba frente a Sophia y dejaba que la muchacha le pusiera la punta del arma en el corazón—. Yo escapé cuando aún era muy niña. Mi madre era una guardiana, como mi hermana. Yo nací con la capacidad de viajar, por lo que las Sombras se me llevaron para que engrosara sus filas. Mataron a mi familia. Aquellos que son testigos de su existencia cavan su propia tumba… —Entonces, ¿cómo escapaste? —le preguntó Sophia sin bajar el arma. —Siempre fui la más pequeña. La más débil. —Lo decía con calma—. El Ancestral consideró que no era digna del privilegio de servirle. Una noche, cuando las Sombras más ancianas nos enseñaban cómo acechar en la oscuridad, me eligieron como presa. Como cebo. Quien me matara, recibiría las alabanzas del Ancestral. Nicholas se echó hacia atrás, horrorizado. —La cuestión es que era una noche sin luna y conseguí escabullirme —dijo. Había empezado a hablar a borbotones—. No fueron capaces de encontrarme. Al menos, no lo habían hecho… hasta ahora. «Fui a buscar a Ching Shih para aprender de ella. Para manifestarle mi fuerza», le había contado a Nicholas. —Así que es cierto… —dijo el joven mientras se esforzaba por no tocarse el anillo, por ignorar la forma en que abrasaba hasta los rincones más profundos de su alma—. «De entre las sombras salen para asustarte…». ¿Por qué…? ¿Cómo lo has llamado? ¿Ancestral? ¿Por qué quiere el astrolabio el Ancestral? —Porque cree a pies juntillas que obtendrá la inmortalidad si consume su poder, que nada podrá hacerle daño, que será inmune a los estragos del tiempo. Ha conseguido prolongar su vida haciéndose con el poder de las copias, pero no lo saciaron lo bastante. A las Sombras les llena la cabeza con la promesa de que ellas también vivirán para siempre y de que heredarán el mundo. No solo son sirvientes, son acólitos. Sophia sacudió la cabeza, como si quisiera olvidar la historia, y soltó: —No… no… Entre los Jacaranda hay muchos. Son alquimistas, ¿no? ¡Pero eso eran bobadas! ¡Bobadas! Nicholas, en cambio, asentía y se frotaba el rostro. Estaba obligándose a aceptarlo, igual que haría Etta, para poder seguir adelante. —¿Me crees? ¿De verdad? —preguntó Lin. El muchacho la miró en aquella penumbra. Era la primera vez que su voz le parecía vulnerable, que detectaba en ella una mezcla de esperanza e incredulidad. —Encaja con lo que ya sabíamos. Además, no tienes razones para mentirnos. Aunque supongo que pocos se lo creerían si no hubieran oído lo que estamos oyendo nosotros. ¿Nunca le habías contado esto a nadie? www.lectulandia.com - Página 237

La chica se colocó la trenza a la espalda, por encima del hombro, y torció los labios. —No pensaba que… Como bien has dicho, es imposible creer una historia así si no la has vivido. Además, tampoco puedes ir por ahí hablando de las Sombras y de la inmortalidad si quieres que te contraten para trabajos delicados, comprometidos, ¿sabes? —Claro —dijo Nicholas. Ahora que la joven se había sincerado, Nicholas entendía mejor por qué trabajaba de mercenaria en vez de estar bajo las faldas de los Ironwood o de los Espina. Siempre es más fácil mantener oculto un secreto si no lo conoce nadie. —Todo lo que os he contado es verdad, así que, si no conseguimos escapar, daos por muertos. Los gritos aterradores fueron convirtiéndose en quejidos. Li Min se llevó un dedo a los labios. Nicholas contuvo el aliento y echó mano a la espada, solo que ya no la tenía. Miró a la chica, pero esta lo ignoró y adoptó una postura defensiva, agachada, empuñando ambas armas. Algo volvió a llamar la atención de Nicholas hacia la entrada de la tumba. Era como si oyera unos pasos que se aproximaban con cuidado. Pero, entonces, sintió más presentes las pisadas, largas, como arrastrándose, y se dio cuenta de que era imposible que estuvieran escuchándolas a través de tantas capas de piedra… ¡Lo que percibían era la vibración del movimiento! El enlucido del techo se caía y Nicholas se preguntó, mientras se le hacía un nudo en el estómago, qué ser podría tener un peso tan grande como para provocar aquello. —Li Min, ¿usan las Sombras algún arma en particular, como una daga larga y fina que acaba en algo parecido a una garra? —le preguntó Nicholas entre susurros. —Sí… La reciben después de iniciarse. Así que la habéis visto con vuestros propios ojos… Y así era, sí. Habían luchado contra las Sombras en Cartago, aunque, en aquel momento, no habían sabido de quiénes se trataba. Nicholas se llevó la mano al pequeño amuleto de cristal y al pendiente de Etta. El temblor se hizo más fuerte, como si un trueno sacudiera las paredes. Dio la impresión de que, fueran quienes fueran aquellos viajeros, aquellas «Sombras», estaban en la tumba de al lado. «O esto es el infierno… o, por el contrario, son los demonios los que se han escapado». Sophia se inclinó hacia el farol y bajó la intensidad de la luz. Si morían allí, ¿cuál de ellos sería el último que quedara con vida, el que presenciara la agonía y los gritos de los demás? «¡Ya basta!», se reprendió en silencio. Por Dios, se estaba poniendo tan dramático que hasta Chase habría llorado de orgullo. Eso no le iba a servir de nada. Lucharía, que era lo que había hecho siempre.

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Les daría a Sophia y a Li Min la oportunidad de escapar y, luego, las seguiría. No iba a morir allí, a oscuras, cuando el futuro le deparaba algo tan maravilloso. No podría decir cuánto tiempo había pasado hasta que empezó a oír voces apagadas colándose por entre las paredes. Además de inglés, Nicholas hablaba francés y español, y se defendía bastante bien con el italiano, lo que se debía a que había pasado mucho tiempo con marineros en los puertos. Sabía hablar y leer en latín, y un poco de griego, gracias a la paciencia de la señora Hall. No obstante, las voces hablaban tan bajito que era incapaz de entender lo que decían. Li Min inclinó la cabeza hacia la puerta. Tenía cara de estar muy concentrada. Por primera vez desde que se conocían, que no era mucho tiempo, Nicholas vio cómo le temblaba el rostro. Supuso que se debía a la impotencia que la embargaba, y, de pronto, sintió que una parte de su esperanza se extinguía. Hubo un momento de silencio antes de que otro sonido empezara a viajar por el aire, a deslizarse sobre su piel y a provocar que se le pusieran los pelos de punta. Aquel ruido le resultó tan extraño que su cerebro tuvo problemas para situarlo. «Una risa». Sophia se llevó la mano a la boca. Nicholas sentía la piel tirante, como si se le estuviera encogiendo. Los pasos se volvieron más suaves. Las vibraciones pasaron de fuertes estremecimientos a suaves sacudidas… hasta que ya no percibieron nada. Li Min y Nicholas intercambiaron una última mirada antes de que él dejase escapar toda la tensión que lo atenazaba. El joven respiró profundamente y se le hincharon tanto los pulmones y el pecho que le dolieron. —Cámbiate. Rápido —le ordenó Li Min—. Tenemos que irnos antes de que se les ocurra volver por aquí. Nicholas asintió y se acercó al montón de ropa. —¿Necesitas ayuda con las botas? —le preguntó a Sophia. La muchacha movía los brazos y las manos, pero Nicholas no le había visto aún mover las piernas y los pies. Sophia tomó una profunda bocanada de aire y, haciendo un gran esfuerzo, tragándose su descomunal orgullo, asintió. —Yo me encargo —dijo Li Min al tiempo que le apartaba las manos a Nicholas. El joven miró a su compañera para asegurarse de que estaba de acuerdo, de que no le importaba que Li Min la ayudase, y, al comprobar que no había problema, cogió los pantalones bombachos y empezó a ponérselos. Le estaban pequeños, lo que podía significar dos cosas: que era así como lo veía Li Min o que era lo único que había encontrado, es decir, que no había podido robar o conseguir otras prendas sin llamar la atención. Li Min llevaba una capa con la que ocultarse. Hasta aquel momento, Nicholas no se había parado a pensar en lo extraño que le resultaba tener cierta ventaja frente a alguien, dado que el mundo siempre se había empeñado en demostrarle hasta qué www.lectulandia.com - Página 239

punto estaba en desventaja en todo. En la ciudad papal, en cambio, un negro con ropas normales no llamaba tanto la atención como una jovencita de rasgos orientales. Las botas también eran pequeñas, pero no tanto como para que le hicieran mucho daño. Se puso de espaldas a las dos mujeres para cambiarse: se quitó la túnica manchada, se puso la suave camisa de lino y se la metió por dentro de los bombachos. El jubón se lo dejó desabrochado y no le importó mucho que le quedara pequeño: nadie se fijaría en su persona el tiempo suficiente como para reparar en ese detalle. Entre otras cosas, porque el ser humano tenía una manera muy curiosa de ignorar lo pobre y lo sencillo. Se pasó la mano por la cara. Estaba creciéndole la barba. —Si tenemos que luchar… —empezó a decir el muchacho. —Golpeadlos en la cabeza, en el cuello o a los lados, justo a la altura de las costillas, que es donde se pueden cortar las costuras de sus corazas. Aun así, lo mejor sería que desapareciéramos. —¿Hay algún pasadizo cerca? —Hay dos arriba —comentó Sophia—. Puedo guiaros. Ayudadme a ponerme de pie, ¿vale? Estiró un brazo y tanto Li Min como Nicholas se pusieron a su lado. Fue él, sin embargo, quien llegó primero. La cogió de la muñeca y tiró de ella hacia arriba y hacia delante. No obstante, las piernas de Sophia cedieron y la muchacha soltó un gritito alarmada. Nicholas la sujetó con facilidad. —¿Las sientes? La joven asintió, se aclaró la voz y parpadeó, hasta que, por fin, consiguió endurecer la mirada de nuevo. —Puede que necesite ayuda… durante algo más de tiempo. —Por supuesto. A Nicholas le dolía el hombro por los puntos que le había dado Li Min, pero se sentía más fuerte al haber descansado. El brazo derecho, que tantos problemas le había dado en Cartago, protestó de dolor al sujetar parte del peso de Sophia, pero el muchacho dejó a un lado esa preocupación. —Esto no se lo cuentes a nadie, ni a la Linden —le soltó Sophia—. Y llévame a la espalda, no como si fuera una damisela. De lo contrario, te aseguro que vomitaré. —Desde luego —respondió él. —Ni una palabra —refunfuñó ella. —Lo juro. Por detrás de ellos, Li Min había recogido las bolsas para echárselas a los hombros y se apartaba la capa. —Así que, ¿de verdad vas a venir? —le preguntó la muchacha—. ¿Y vas a ayudarnos? Te resultaría muy sencillo dejarnos como cebo y escapar.

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—Puede que sea una mercenaria, pero no soy ninguna bestia. Y tampoco soy imbécil. No puedo enfrentarme a ellos sola. Además, tal y como estáis, él no puede protegeros a ambos, ni escapar… si no se te quita de encima primero; y tú… tú no puedes ni correr ni tampoco luchar. —Jamás la abandonaría —dijo Nicholas—. Además, ¡nunca he huido de un combate! Sophia gruñó, molesta. —Si tenemos que irnos, ¡vámonos de una vez! —repuso Li Min subiendo la voz por encima de la de ellos—. Sé cómo llegar a la basílica de san Pedro. —El farol… —empezó a decir Nicholas. —No. Nos moveremos a oscuras, como hacen ellos —comentó la chica mientras empezaba a subir los escalones—. ¡Vamos, vamos! Nicholas tuvo que dejar a Sophia para ayudar a Li Min a levantar la tapa del sarcófago. Casi de inmediato, les llegó el olor nauseabundo de la sangre fresca. Oyeron las arcadas de Sophia, que se agarró con mucha fuerza al cuello de Nicholas cuando este se inclinó de nuevo para cogerla. —¿Oyes eso? —le susurró Sophia. Como Nicholas no respondió, le cogió la cabeza con las manos y se la giró a la derecha. «Plip… plip… plip…». El aire estaba muy frío allí abajo y el ambiente era demasiado seco como para que hubiera condensación. Nicholas sintió un escalofrío que le recorría la columna y le ponía de punta hasta los pelos de la cabeza. Li Min estaba a un lado de la tumba, con las armas en alto, mirando hacia arriba… hacia el nicho en el que alguien había metido el cadáver de Miles Ironwood, cuyos ojos abiertos resplandecían en la oscuridad. De su cuerpo caían riachuelos de sangre que descendían por la pared y empapaban el cadáver de un segundo hombre, metido en otro nicho de tal manera que parecía que le hubieran roto la espalda. —Dios santo… —exclamó Sophia. Nicholas se volvió hacia Li Min justo a tiempo de ver el brillo plateado y la forma siniestra que avanzaba hacia la cara de la chica. —¡Li…! Pero la chica ya había empezado a moverse: giró la más corta de sus dos espadas, atrapando el brazo con un aterrador «¡zum!». Una exclamación de sorpresa rompió el silencio cuando la Sombra dio un salto hacia atrás y Li Min se agachó a por algo que había en el suelo. Cuando la chica se incorporó, lanzó la espada más larga en dirección a Nicholas, pero fue Sophia la que la cogió en el aire y empezó a atacar a las Sombras situadas detrás de ellos. Nicholas sintió en el cuerpo la reverberación que produjo uno de los golpes que había lanzado la muchacha al impactar contra algo sólido.

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—¿Quién hay ahí? —gritó la joven cerca de su oreja—. ¡Mostraos! ¡Mostraos, cobardes de mierda! Nicholas empezó a verlas. A las Sombras. Eran de un tono ligeramente más oscuro que el aire. En un momento dado, una de ellas, un joven encapuchado con una cara tan pálida que lo desconcertó, se quedó observando a Nicholas y este sintió que aquella mirada penetrante lo diseccionaba, que lo penetraba hasta la médula. Se quedó helado y, tras un involuntario paso atrás, sus piernas chocaron con el sarcófago. Con un movimiento muy ágil y rápido, le quitó la espada de la mano a Sophia y, de un tajo certero, le cortó la garganta a la Sombra, tal y como les había aconsejado Li Min. La Sombra lo atacó también, pero Nicholas dio un salto hacia atrás y se apoyó en la tapa del sarcófago para evitar que la garra alargada lo pinchara. Sophia se golpeó la espalda contra el borde del sarcófago, lo que hizo que dejara de agarrar a Nicholas tan fuerte por los hombros. Acto seguido, se inclinó, le cogió el cuchillo del cinturón al joven y se preparó, como si fuera a recibir un golpe. Li Min soltó un grito feroz, se agachó y atacó a la otra Sombra, una mujer pelirroja que llevaba el pelo alborotado. La chica hacía girar su arma e incluso giraba sobre sí misma mientras intentaba cortarle la cabeza a su rival. La Sombra, sin embargo, era muy rápida y se quitó de encima a Li Min de una patada. La oriental se vio obligada a dar un paso atrás, pero consiguió rehacerse. Estaba que echaba humo y soltó un rugido con todas sus fuerzas. El estruendo furioso del entrechocar de las armas de ambas podría haber despertado a los muertos. Una hoja salió disparada en mitad de la oscuridad y Nicholas tuvo que tirarse al suelo para evitar que se le clavara en el cuello, justo por encima del hombro. Luego, hizo un barrido con la pierna para intentar derribar a la Sombra, pero el hombre dio un salto increíble, giró en el aire y le cayó con todo el peso en la cara a Nicholas. El joven sintió que le estallaban un millar de estrellas detrás de los párpados. El grito de Sophia hizo que se moviera, lo que evitó que la Sombra le clavara la garra en el oído. Sin embargo, le alcanzó en la mejilla. Nicholas se resbalaba con los charcos de sangre que había en el suelo y le costaba mucho mantener el equilibrio. «¡Maldita sea… cuidado… cuidado…!». Había participado en un centenar de batallas en el mar, había tenido que defenderse de otros piratas y de abordajes. Había evitado cuchillos dirigidos hacia su estómago y hachas dirigidas hacia su cuello, y había sobrevivido. Había sobrevivido a tipos a los que el mar había curtido muchísimo. Sin embargo, hasta el mejor de aquellos piratas no era sino un animal tonto y enfurecido en comparación con aquella Sombra, que parecía anticipar cada uno de sus golpes antes incluso de que Nicholas decidiera descargarlos. «Etta…».

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Recibió un terrible puñetazo en el pecho y sintió cómo le crujían algunas costillas. «Etta…». Nicholas intentó imaginarla en el Fogoso, en el momento en que había aparecido después de la batalla. Intentó usar aquella imagen a modo de oración para pedir fuerza, para asestar el siguiente golpe. No obstante, cuando su cerebro trajo aquel recuerdo a primer plano, las fauces de la oscuridad lo devoraron. La muchacha dejó de gritar de repente, con el rostro empapado en sangre. La limpia herida de una garra que le habían metido por la oreja. Su cuerpo pálido e inmóvil como los de los ángeles de mármol que los rodeaban. Nicholas se lanzó desde el suelo como por resorte y empujó a la Sombra hacia atrás. El atacante hizo como si quisiera volver a la carga, pero se detuvo, clavó una rodilla en el suelo y empezó a aullar de dolor. Por detrás de él, Sophia se había arrastrado por el suelo y le había cortado el tendón de uno de los tobillos. Nicholas aprovechó la oportunidad al mismo tiempo que su compañera. Ambos le lanzaron golpes al cuello. La Sombra cayó al suelo. Un chirrido metálico hizo que Nicholas se diera la vuelta. Li Min estaba recurriendo a toda la fuerza de sus brazos para obligar a la Sombra a girar la daga hacia su propio cuerpo, hasta que consiguió clavársela en el cuello. —Soy… eterna… —jadeó la mujer. —Lo que estás es muerta —la corrigió la chica antes de darle el golpe de gracia. —Igual que tú —se oyó cómo decía otra voz. Nicholas se giró hacia la entrada de la tumba y vio entrar a otra Sombra. Levantó la espada y apuntó en aquella dirección. Detrás de la primera Sombra había otras dos. —Ay, pequeña… ¿Te acuerdas de mí tan bien como me acuerdo yo de ti? Sabía que Li Min no quería hacerlo, que probablemente se debía a la manera en la que la voz del hombre lamía el aire, como hace una serpiente con la lengua, pero la cuestión es que la chica dio un pequeño paso atrás. Sujetó la daga con tanta fuerza que Nicholas oyó cómo le crujían los nudillos. Aunque el joven sabía que Li Min despreciaría su ayuda, sintió unas ganas feroces de proteger a aquella chiquilla a la que habían secuestrado cuando era pequeña, a cuya familia habían matado y a la que habían sumergido en la oscuridad… a aquella chiquilla que ahora era una mujercita y que había conseguido sobrevivir. Había dejado de sentir la mano derecha y, después, el resto del brazo. Se pasó la espada a la mano izquierda, aunque la notaba muy débil, y se quedó observando a las Sombras mientras el corazón le latía con la fuerza de un caballo desbocado y asustado. —Li Min, coge a Sophia y vete. Yo os alcanzaré. —No… —empezó a decir Sophia al ver que la chica se arrodillaba junto a ella—. ¡Espera, ¿vas a…?! www.lectulandia.com - Página 243

—El astrolabio lo tengo yo —les dijo Nicholas a las Sombras—. ¿Quién va a luchar por él? El destello de la camisola blanca de Sophia le indicó que, por lo menos, las muchachas se habían marchado de aquel espacio reducido. Una de la Sombras salió tras ellas, pero la que dirigía a las demás le hizo un gesto con la mano para que volviera. Nicholas se puso en guardia y tragó la sangre que tenía en la boca. «Voy a sobrevivir». Era, sencillamente, una necesidad. Solo tenía que abrirse camino hasta la entrada del mausoleo y, después, las dejaría atrás en la oscuridad. La Sombra se puso en guardia, imitándolo a él, y se quitó la capucha. Una voz empezó a susurrar en la oscuridad, a vibrar, a gruñir. Las Sombras recularon nada más oírla. Dos se agacharon, salieron de la tumba y desaparecieron dejando tras de sí el débil sonido de sus pasos. —Mentiroso —lo acusó la tercera Sombra, instantes antes de ponerse la capucha y salir corriendo detrás de las otras. Nicholas trastabilló y tuvo que apoyarse en la pared para no caer mientras avanzaba. Dado que las Sombras habían ido hacia la izquierda, él giraría a la derecha, con la esperanza de que el camino lo llevara hasta Sophia y Li Min. Hasta la basílica. No obstante, una voz quebradiza y etérea, como el polvillo del revoque que flotaba a su alrededor, surgió de lo más profundo de aquella ciudad de muertos. —Hijo del tiempo. Las palabras le llegaron a lo más profundo del corazón y lo obligaron a prestar atención. Se dio la vuelta y se llevó al pecho el brazo que tenía entumecido. Aunque su cerebro agotado era proclive a jugarle malas pasadas, y a pesar de que su corazón estuviera cansado de ellas, habría jurado que estaba viendo otra figura, de pie frente a él. Llevaba una capa larga y clara que le caía hasta los pies, donde se le rizaba de tal manera que parecía un gato acurrucado, y le daba a su porte tal aire de realeza que Nicholas deseó recobrar las fuerzas suficientes como para dar media vuelta y salir corriendo. Parecía que la figura estuviera cerca, pero ninguno de los dos se movía. El joven se fijó en que el perfil del recién llegado era inmaculado, en que no tenía tacha, como si lo hubiera pintado un genio. De repente, el anillo de Belladona empezó a calentarse, a entonar su canción de dolor, justo en el momento en que el hombre giraba la cabeza y lo miraba. Fue entonces cuando Nicholas vio su semblante… unos rasgos que le parecieron los de un demonio, los de la mismísima muerte. El joven dio la vuelta y echó a correr como si acabara de ver abrirse ante sí las puertas del infierno.

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Veintidós Lo sorprendió en cierta medida que una ciudad de muertos estuviera dispuesta como una ciudad normal y corriente, pero allí estaba él, corriendo por callejuelas oscuras que separaban las tumbas y estructuras como una cuadrícula. Cuando por fin notó unos escalones bajo los pies, se dio cuenta de que estaba empezando a subir a la superficie. Agradeció el reto que le suponían los peldaños, que el aire fuera volviéndose más templado a medida que dejaba atrás capas de tierra y de piedra. A punto estuvo de echarse a llorar cuando vio los velones dispuestos en un pasillo estrecho, porque aquello significaba que estaba cerca del final. Y agradeció aún más que Sophia y Li Min estuvieran esperándolo allí. —¿Por qué has tardado tanto? —Sophia, que estaba sentada en el suelo, le exigía una respuesta—. ¡No me gusta que nos hayas obligado a marcharnos! Nicholas la miró como si acabase de decir que acababa de eclosionar de un huevo. Luego, se limpió el reguero de sangre de la mejilla y se dio cuenta de que aún tenía la espada en la mano. El brazo derecho le colgaba al costado, inútil, y se obligó a sofocar su miedo para no asustarlas a ellas. —Yo también estaba preocupado por ti, Sophia. —¡Bah! ¡Ya sabía yo que ibas a ponerte sentimental! La muchacha cruzó los brazos y se giró. —Quiero disculparme por la idea que me formé de ti en nuestro primer encuentro —le dijo Li Min—. Ahora veo qué tipo de persona eres. —Sí, un idiota de las narices —musitó Sophia. —¿Estás herido? Aparte de lo que salta a la vista, claro —le preguntó Li Min. El olor a cera caliente que permeaba el aire aclaró el persistente sabor a podredumbre que tenía en la garganta y en los pulmones. Nicholas empezó a buscar la manera de cerrar a cal y canto la puerta por la que acababa de entrar y no cejó en su empeño hasta que la encontró. Corrió el cerrojo mientras una voz en su interior le decía que con eso no iba a ser suficiente. —He visto algo… —empezó a decirles en vez de responder a la pregunta—. Quiero saber… tengo que entender lo que era. —Lo has visto a él. Al Ancestral —respondió Li Min como si pudiera adivinarlo en la expresión de su rostro—. ¿¡Y te ha dejado vivir!? Cuando aquel hombre lo había mirado… no había otra manera de describir lo que Nicholas había sentido excepto decir que había sido muy consciente de su propia edad, de cómo los años que había vivido encajaban en la palma de la mano de aquel hombre.

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—Les… les ha dicho a las Sombras que se fueran. No tengo la más mínima idea de por qué. —No sabía que fuera capaz de mostrar misericordia… A Nicholas no le gustó el gesto de pavor que se apoderó de Li Min durante unos instantes. La chica siguió hablando apresuradamente: —Aquí hay algo más en juego. ¿Adónde queréis ir? ¿Aún estáis buscando el año que tienen en común los últimos cambios? La oriental se pasó la mano por la frente para limpiarse la sangre y el polvo. Tenía las manos cubiertas de un líquido tan oscuro que casi parecían negras. «Sangre». Era la sangre de los viajeros. Había escapado tan rápido de la pelea que no había dedicado ni un segundo a pensar en los viajeros Ironwood asesinados y abandonados allí para que ellos los encontraran. Las Sombras habían reducido sus cuerpos a masas sanguinolentas y los habían convertido en poco más que una manera de asustar a sus próximas víctimas, de burlarse de ellas. Y podrían haberles hecho lo mismo a cualquiera de ellos, lo que le daba aún más mérito al hecho de que hubieran conseguido escapar. —Sí —respondió Nicholas—. ¿Has descubierto ya cuál es? —1905. —La cara que puso les dejó bien claro que lo había sabido desde el primer momento, pero estaba demasiado devastado por el dolor como para preocuparse por ello—. Podemos tomar un pasadizo que hay escalera arriba, el que lleva a Florencia. Desde allí, tendremos que hacer una travesía por mar, pero no nos llevará más de unos días… —¿Qué diablos te pasa en el brazo? —los interrumpió Sophia. Sin preámbulos, se adelantó y cogió a Nicholas de la muñeca derecha que, a su vez, usó para auparse y, por fin, ponerse de pie. El joven miró hacia otro lado. —No es más que… —¡Pero si no puedes moverlo! Nicholas se dio cuenta de que Sophia no paraba de clavarle las uñas. No sentía nada. —¡No me digas que es por el anillo! La voz de Sophia cada vez era más aguda. Puso cara de querer arrancarle el brazo y empezar a pegarle con él. —El veneno de Belladona… —comentó Li Min mientras le cogía el brazo y lo movía hacia un lado y hacia el otro, como si estuviera leyendo un mapa—. Si no cumples el acuerdo, el veneno irá extendiéndose hasta tu corazón, que acabará marchitándose de igual manera. ¿Qué te pidió? —Que matara a Cyrus Ironwood —respondió Sophia, antes de que él pudiera hablar. —Pero ¿por qué? —preguntó la chica en voz baja. www.lectulandia.com - Página 246

—¿Acaso no lo conoces? —Ya basta —las cortó Nicholas—. Hablemos de ello de camino a 1905. —Sí, por favor —convino Sophia. Li Min se puso la capucha, con lo que apenas se le veía la cara. —No te van las finuras, ¿eh? «Las finuras son para los demás», pensó Nicholas, aunque no lo dijo. —Venga, vamos por aquí —les urgió la chica mientras empezaba a caminar y la capa revoloteaba tras ella. —Tienes que hacerlo —le dijo Sophia—. No puedes entregar tu vida por la del abuelo. No merece la pena. La mitad del mundo te haría un monumento. —¿Igual que matarás tú a los dos que te hicieron eso? Sophia se giró y miró hacia delante, con los dientes apretados. —Eso es diferente. No dar con esas sabandijas no va a provocarme la muerte. Además, si no lo haces tú, lo haré yo misma. El día en que Cyrus Ironwood consiga lo que quiere, será el día en que me entierren. «Ay, los Ironwood… siempre tan dispuestos a derramar su propia sangre». —¿Y qué pasará cuando el anciano haya muerto? ¿Te convertirás en su heredera legítima? ¿Pretendes que las demás familias te juren lealtad? —Lo único que quiero es limpiar esa mancha de la faz de la Tierra y salar los campos en los que él creció. Lo que pase con las familias cuando él haya muerto tendrán que decidirlo otros. Yo ya no quiero formar parte de esto. «Quiere dejar este tipo de vida a un lado». Así que la única persona que Nicholas creía capaz de ser el emblema de todo lo que su familia representaba no quería saber nada de todo aquel mundo. Curioso. Li Min fue bajando el ritmo a medida que se acercaban a una puerta imponente. Una vez frente a ella, pegó la oreja a la madera oscura de la que estaba hecha. Los miró, asintió con la cabeza mientras miraba a Nicholas y empujó la puerta, tras la que apareció una escalera que descendía en espiral hasta donde alcanzaba la vista. Nicholas fue hacia la puerta, pero se detuvo porque oyó una voz que les llegaba como flotando por el aire. Llevó a Sophia hasta las sombras de la pared más cercana mientras intentaba encontrar una explicación lógica que justificara su presencia allí abajo. Como los descubrieran en ese momento, ensangrentados como estaban… Una luz se movió a lo largo de la pared de la escalera, señalando así el avance del hombre que la portaba. Apareció antes de lo que Nicholas esperaba. Se trataba de un caballero de edad avanzada con una túnica. Su rostro, de expresión serena, palideció de sorpresa. —Somos… —empezó a decir Sophia, para luego pasar con suavidad al latín—. Hemos venido a presentar nuestros respetos. Li Min golpeó al sacerdote en la cabeza con la parte plana de la espada antes de que al hombre le diera tiempo a reaccionar y lo dejó sin sentido. Nicholas dio un paso adelante y consiguió sujetarlo para que no se hiciera daño al caer. www.lectulandia.com - Página 247

—Demasiado lento… —comentó la chica al ver la cara de incredulidad del joven —. Venga, que tenemos que irnos. —Desde luego, san Nicholas, en una cosa tenía razón Li Min: pirata no eres. ¿Dónde está esa crueldad que te lleva a partir a marineros en dos durante los abordajes? —Se siente ofendida por vuestra falta de honor —respondió él. Sophia hizo un gesto de impaciencia y le soltó: —Con tanto honor solo conseguirás que te maten. Olvídate de él. Parecía que Li Min tuviera claro adónde iba. A Nicholas le costó un rato caer en la cuenta de que habían entrado en la basílica de San Pedro y de que estaban caminando por su silenciosa nave. Sophia había dicho que se trataba de la «vieja» San Pedro y el joven enseguida vio a qué se refería. Aquella estructura carecía de la grandeza de la que había sido testigo la vez anterior que había estado allí, acompañando a Julian en busca del astrolabio, pero, claro, aquel viaje cuándo lo habían hecho, ¿en el siglo XX? En aquel momento se había quedado fascinado al contemplar las obras maestras pintadas en el techo y en las paredes. El sitio había ido acumulando tesoros y grandeza con el paso de los años, como sucedía con las familias de los viajeros. Aquella iteración era sencilla, con líneas y ángulos severos que carecían unos y otros de sentido de la gravedad y de la permanencia. Aun así, no era, ni mucho menos, tan austera como las iglesias anglicanas de las colonias, que parecían jactarse de ser lo más sencillas y grises. Levantó la vista mientras pasaban junto a una capilla grandiosa que tenía la puerta lo bastante abierta como para que alcanzara a ver las hileras de velas del interior. Sophia, que iba a su lado, mantuvo la mirada baja. Le costaba andar, como a él. Nicholas estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que la muchacha se apartaba unos pasos, por detrás de él, y se detenía. —Dios mío, Carter —susurró la joven—. Llevas un mes soñando con esta condenada búsqueda y resulta que, ahora, ¿te vuelves descuidado? Sophia cogió del suelo un pendiente de oro que le resultaba familiar, un pendiente con unas hojas pequeñas y unas piedras azules que titilaban. El joven se llevó la mano al cordel de cuero a toda prisa. Le latía el corazón tan rápido que pensaba que se le iba a escapar del pecho. «¡… Por el infierno y los siete males!». Pero seguía llevando el pendiente y el talismán al cuello, seguros. Sintió el pequeño peso de ambos en la mano. Entonces, ¿cómo era posible…? El corazón le empezó a palpitar a toda velocidad y el sordo latido se le fue extendiendo más y más por la sangre, hasta que no pudo sentir los dedos. —No puede ser el mismo —comentó Li Min mientras se lo cogía a Sophia de la mano—. Fijaos… Pero cuando lo puso al lado del otro, resultó que eran, como quien dice, idénticos. Al menos, todo lo idénticas que podían ser dos piezas de artesanía. Pertenecían al www.lectulandia.com - Página 248

mismo par. Pertenecían a… «Etta». Nicholas se apartó de las muchachas y, tambaleándose, se dirigió a la capilla y la recorrió de arriba abajo, pero no encontró nada ni a nadie. Volvió a la nave, enloquecido de incredulidad y esperanza, en busca de cualquier otra prueba de que Etta había estado allí, de una pista que le indicara adónde se había dirigido. El polvo le picaba en los ojos y le nublaba la vista. Lo ahogaba, le llenaba los pulmones, le retorcía el aire que tenía dentro. Aquella desesperación era intolerable, pero no podía rendirse, todavía no… —¿Etta? —exclamó tan alto como se atrevió—. Etta, ¿dónde estás? —Ay Dios… —dijo Sophia—, ver esto es doloroso. Por favor, haz que pare. Fue el rostro de Li Min lo que lo llevó a desistir de su frenética búsqueda. El mensaje, construido con sumo cuidado, resonó en su cabeza mientras ella se mordía los labios y miraba hacia un lado: —No estarás refiriéndote a Henrietta Hemlock, ¿verdad? —¿Hemlock? —comentó Sophia al tiempo que levantaba una mano—. Espera… —Henrietta, la hija de Henry Hemlock. —Etta Spencer —dijo Nicholas con impaciencia—. Su madre es Rose Linden y sí, Rose me contó que Henry Hemlock es su padre. —¿Por qué no me lo habías dicho? —le preguntó Sophia—. ¿Acaso no te pareció relevante contarme que el líder de los Espina había procreado con la bestia de Rose Linden? Dios mío… ¡pero cuántas cosas explica esto! ¡Cuántas! Li Min no miraba a Nicholas. Movía la boca sin decir ni una sola palabra, con los puños apretados a los costados. El joven sintió que se le revolvía el estómago, como si hubiera caído en una trampa y supiera que no había manera de salir de aquella asfixiante jaula de esperanza. —¿Sabes dónde está? Es a ella a quien estamos buscando. Se quedó huérfana en el último año común… Li Min cerró los ojos y resopló muy despacio. —Sí, sé dónde está… y lo siento mucho. Vuestra búsqueda termina aquí… porque está muerta.

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Nueva York 1939

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Veintitrés Etta no tenía claro cuánto tiempo había permanecido inmóvil en aquel mismo sitio. El terror la tenía tan atenazada que podría haberla despellejado entera. Julian se aventuró a dar unos pasos y apartó el hollín y la ceniza lo mejor que pudo, pero solo consiguió revelar más hollín y más ceniza. —No hay… no hay nada —comentó mientras se daba la vuelta hacia ella—. ¿Cómo es posible? Los edificios… las personas… No se equivocaba. Hasta donde alcanzaba la vista a través del humo —que era hasta muy lejos, dado que no se interponían los edificios que solían rodear el parque —, no había nada excepto los cascarones de lo que en su día había estado allí. Si el aire se aclaraba, Etta estaba segura de que alcanzaría a ver el río East. Le había parecido que la destrucción provocada por el terremoto de San Francisco había sido absoluta, pero aquello… aquello era… —¡Oh, Dios mío…! —dijo mientras se llevaba una mano a la Había estado en lo cierto, aquella era una tercera línea temporal. No habían vuelto a la línea original de Cyrus Ironwood, como él debía de haber pretendido con el asesinato del zar. El anciano había cogido peligrosas hebras de la historia, hebras que estaban en llamas, y las había atado entre sí hasta crear algo mucho más siniestro. Algo irreconocible. «No queda nada». Se puso de rodillas porque, de repente, se sentía como si fuera incapaz de soportar su propio peso. —¿Qué ha podido causar esto? —preguntó Julian—. ¿Fuego de artillería? ¿Bombardeos aéreos? —No lo sé. No lo sé… pero tenemos… tenemos que irnos. Si era algo peor, como un arma nuclear, ya se habían expuesto a la dañina radiación. Al pensar en aquella posibilidad, Etta se puso de nuevo en pie y se secó de golpe las lágrimas que empezaban a formársele en los ojos. Sin embargo, cuando se dio la vuelta para dirigirse a Julian, algo llamó su atención: focos cuyo haz de luz se abría paso a través del denso humo. Pasaron muy cerca de ellos. —¡Supervivientes! —dijo una voz crepitando a través de un altavoz, quebrada por la emoción o por la tecnología—. ¡Tranquilos, que la ayuda viene de camino! ¡Supervivientes, griten si pueden…! —¡Vamos, Julian, tenemos que irnos! El muchacho negó con la cabeza: —¡No… mi niñera… quiero dar con ella!

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A Etta se le quedaron las palabras atrapadas en la garganta. Si había estado en la ciudad, era improbable que dieran con ella pero, antes de que la joven tuviera tiempo de protestar, los focos los iluminaron de nuevo y oyeron un motor revolucionado que avanzaba hacia ellos a toda prisa. Antes de que el vehículo se detuviera del todo, una persona con un mono y una máscara de gas —un traje que a Etta le recordó mucho a los que se utilizaban para tratar con materiales peligrosos o contaminantes—, saltó del todoterreno y fue corriendo hacia ellos. —¡Dios mío! ¡Dios mío, ¿qué estáis haciendo aquí?! —la máscara amortiguaba su voz—. ¿Cómo habéis sobrevivido? —Esa, amigo…, es una pregunta excelente —soltó Julian.

Etta sabía que tendría que haberlo cogido del brazo y habérselo llevado por el pasadizo pero, en parte, quería saber —quería ver con sus propios ojos—, qué había sido de su ciudad. Tendría que haber pensado, sin embargo, en el dolor que eso le iba a causar. Después de un rato, mientras el todoterreno militar avanzaba por las ruinas que ardían a fuego lento, dejó de fijarse en la devastación y se tapó los ojos con las manos. «Esto no está bien, no está bien…». Nada de aquello estaba bien. Aquella línea temporal… Un médico que viajaba en el todoterreno les había dado a ambos máscaras de oxígeno, lo que ayudó a Etta a pensar con mayor claridad. La muchacha esbozó una mueca cuando el médico le puso antiséptico en el corte del brazo. Luego, se centró en el corte que tenía en la frente. —¿Se sabe… —empezó a decir Julian con voz temblorosa mientras se inclinaba ligeramente hacia el conductor—, se sabe de quién es culpa esto? Hemos estado un poco… eh… ausentes… Estábamos atrapados en un sótano, ¿sabe? Julian Ironwood: incapaz de remar, pero muy hábil con las mentiras. —Lo imagino —dijo el conductor—. Los Poderes Centrales reclamaron la autoría de lo sucedido con gran orgullo. Han atacado también Los Ángeles y Washington para que el mensaje llegase alto y claro. Etta se vio obligada a cerrar los ojos y a respirar hondo para no vomitar. —Nunca había visto un fogonazo así cuando el ataque. Millones de personas… —prosiguió el conductor, pero no terminó la frase. «Muertas». Una vez estuvieron cerca del Hudson, de camino hacia lo que los hombres del coche habían descrito como campamento médico y punto de encuentro para supervivientes en Nueva Jersey, empezó a haber más luz. Etta alcanzó a ver, incluso, una bicicleta y un hombre apoyados contra una de las pocas paredes que quedaban en pie. Se recortaban contra ella, como si hubieran desaparecido y no hubieran dejado tras de sí más que su sombra. www.lectulandia.com - Página 252

—París y Londres siguen en pie, pero es cuestión de tiempo que… —comentó el médico con enorme amargura—. Yo diría que esto ha sido para disuadirnos de que nos uniéramos a la lucha. Sabían que Roosevelt estaba planteándose enviar ayuda o incluso tropas a los británicos, que estaban preparándose para la guerra…, así que han sido los Poderes Centrales los que nos la han declarado a nosotros. —Esto no es una guerra —apuntó el conductor—. Esto es el infierno. Sabían que saltaríamos en cuanto se nos presentara la oportunidad, por lo que nos han neutralizado. Han querido que nos quedara claro quién manda. Etta no preguntó ni por el gobierno, ni por las demás ciudades; y tampoco le preguntó a Julian cómo iban a volver al pasadizo o a qué otros pasadizos podrían llegar en aquel año. Estaba completamente agotada. El cansancio le había robado hasta la última chispa de espíritu de lucha que le quedaba. Cerró los ojos para dejar de ver su ciudad en ruinas. —Casi hemos llegado, cariño —le dijo el médico. En otras circunstancias, a Etta le habría desagradado la confianza que acababa de tomarse el hombre, anciano ya, pero se sentía tan abatida y le recordaba tanto a Oskar, el marido de Alice, que no le dio importancia. —Una vez allí, tendrás que ir a que te suturen la herida del brazo, ¿entendido? — siguió el hombre. A Etta ya no le quedaban ni las fuerzas necesarias para asentir. ¿Por dónde iba a empezar? ¿Cómo podía arreglar alguien aquel destrozo? «Por cualquier lado… y con todo lo que tengo».

El campamento médico lo habían levantado en Elizabeth, Nueva Jersey. Estaba lo bastante lejos del lugar de la explosión, el centro de Manhattan, como para que nadie allí corriera peligro inminente, pero lo bastante cerca como hallarse envuelto en una nube tóxica de humo y polvo. Para llegar, tuvieron que pasar junto a unos campos en los que se amontonaban los cadáveres de las víctimas. Algunas de las pilas estaban cubiertas por lonas. Etta se notaba la respiración en los oídos. Le resultaba imposible deshacerse de la imagen de aquellos cuerpos retorcidos, tan abrasados que parecían estar huecos. Y aunque sentía que tenía que ser testigo de aquella atrocidad, que se lo debía a todos ellos para construir un recuerdo de su muerte, de todas aquellas vidas desperdiciadas, no protestó cuando el médico se inclinó hacia ella y le tapó los ojos. —No tienes por qué ver esto. Tranquila. Pero quiso verlo. «Yo he hecho esto». Se sentía responsable de todo aquello porque había permitido que le quitaran el astrolabio. Aquel pensamiento hizo que se echara a temblar de tal manera que el médico se vio obligado a tumbarla en el asiento del vehículo para inyectarle un calmante. www.lectulandia.com - Página 253

Escuchando la radio del todoterreno, Etta se enteró de que los ataques habían tenido lugar cinco días atrás; de que el presidente y muchos miembros de su gabinete habían muerto durante uno de los ataques. El secretario de Trabajo, que había tenido la buena suerte de encontrarse de vacaciones fuera del distrito cuando habían caído las bombas, había asumido la presidencia de los Estados Unidos de América. Se enteró también de que aún no se había tomado una decisión sobre si firmar la paz o declarar la guerra. —¿Hay algún registro? ¿Alguna lista de supervivientes? —preguntó Julian. —Aún no. Enseguida lo entenderás. Y, en efecto, lo entendieron. El viejo almacén que habían convertido en un hospital de campaña estaba rodeado por una hilera de personas que esperaban para entrar en él y que daba dos vueltas alrededor del edificio. Muchas de aquellas personas —la mayoría, de hecho— eran afroamericanas. También los afroamericanos constituían el grueso de las personas que entraban y salían de las tiendas montadas a lo largo de las calles cercanas. Los vendajes rudimentarios que llevaban parecían meros primeros auxilios, no tratamientos. —¿Por qué hay dos filas allí? —preguntó Julian. Por el tono del joven, Etta supo que estaba tan sorprendido como ella. La muchacha se giró y se dio cuenta de que su compañero estaba mirando dos casetas, ambas con el símbolo de la Cruz Roja, en las que se entregaban los mismos paquetes de comida; la cuestión era que en una hacían fila los blancos y, en la otra, los negros. Etta contuvo el grito que le subía por la garganta desde las tripas. La ciudad entera estaba en ruinas, había millones de muertos, ¿y aún seguían con aquella segregación cruel y vacía? Como si con aquello se consiguiera algo más aparte de humillación. —Ya sabes por qué —le respondió la muchacha. Julian era un Ironwood. Había viajado mucho, lo habían educado de acuerdo con la historia que había creado su padre y se comportaba como si nada de aquello fuera verdad. En cierta manera, aquello la enfureció aún más. —Pero ¿por qué? —insistió. —Vosotros dos, venid —les pidió uno de los soldados. —¿Y el resto? —preguntó Julian, cuando los hicieron pasar por delante de la cola que esperaba para entrar en el almacén. —Esperan sangre de uno de los bancos de sangre negra de Filadelfia —comentó el mismo soldado como si lo que estaba diciendo no le pareciera una locura. «La sangre es sangre… es sangre… ¡es sangre!». Lo único que importaba era el tipo. Aquello era una emergencia, una catástrofe, y, sin embargo… «Cálmate. Cálmate», se dijo. Cruzó los brazos sobre el pecho para no dejarse llevar por la ira que se estaba apoderando de ella y destruir el mundo que los rodeaba. «Mi ciudad… Esta gente…». www.lectulandia.com - Página 254

Notaba la bilis en la garganta y tuvo que llevarse la mano a la boca para no vomitar todo lo que había en su interior hasta quedarse tan vacía y hueca como en realidad se sentía. —¿Qué hacemos aquí? —le preguntó a Julian entre susurros mientras los soldados los guiaban al almacén—. No podemos quedarnos, y lo sabes. El joven negó con la cabeza y se giró para mirar a la cara a las personas que se agolpaban junto a la puerta, esperando para entrar. —Pero si hay camas… ¿Por qué están esperando fuera si hay camas? —Los tratarán cuando llegue el resto del personal del hospital Kenney — respondió el médico, hablando despacio, como si Julian fuera un niño—. Seguidme. El hombre los dejó con un doctor medio adormilado que les pidió que se sentasen en un catre. Sin decir ni una palabra, el hombre empezó a examinar los cortes y las quemaduras que Etta tenía en los brazos y en las manos. Una enfermera con el pelo rubio rojizo llegó con un cubo de agua y un trapo. Julian miraba a un hombre que había dos catres más allá y que, en voz baja, lloraba con una gorra delante de la cara. —Deja que te ayude, cariño —le dijo la enfermera a Etta mientras empezaba a limpiarle la suciedad y la sangre que llevaba encima desde San Petersburgo—. No pasa nada por llorar. De hecho, es mejor que lo hagas. «No puedo». Algo frío se había atrincherado en lo más profundo de su ser, por lo que ni siquiera notaba los puntos que el doctor le daba, sin anestesia, en uno de los peores cortes que tenía. Tampoco se fijó en que Julian se apartaba de la cama para que la enfermera pudiera levantarle las piernas y tumbarla en ella. Etta observaba, en un estado extraño a medio camino entre el sueño y la vigilia, mientras médicos, enfermeras, soldados y familiares de los heridos se movían por entre las camas y cortinas que dividían el enorme espacio en habitaciones improvisadas. —¿Quiere parar? —exclamó una mujer, nerviosa—. ¡No necesito que me examinen! —Por supuesto que sí, señora. Si me permite continuar, solo será un momento… —¿Acaso no me he explicado? —dijo la mujer, con una voz en la que se adivinaba una venenosa mezcla de miedo y tensión—. ¡No quiero que me toque usted! Etta abrió los ojos y estiró el cuello para ver qué estaba pasando. El médico que le había dado los puntos iba directo hacia el otro médico, que era evidente que estaba molesto. Era negro. —Ya acabo yo aquí, Stevens. Pronto empezará el siguiente turno y estoy seguro de que los de fuera necesitan más tu ayuda. —¿Por qué… por qué hay camas vacías cuando aún hay tanta gente fuera?

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Julian había permanecido tan callado que Etta incluso había creído que se había marchado. Aquello no se lo preguntaba a los médicos, no se lo preguntaba a las enfermeras, ni a los pacientes o a alguna persona en concreto. En su tono de voz había un matiz de histeria que atrajo algunas miradas de inquietud. —Decidme, ¿por qué…? —Por la misma razón por la que tú no entrenaste a tu hermanastro —le susurró Etta—. Por la misma razón por la que tuvo que firmar un contrato para que le permitierais viajar. Por la misma razón por la que nadie de los tuyos lo consideró jamás de la familia. Julian se volvió hacia ella. —¡Eso no es cierto! ¡No es así! ¡No tienes ni idea…! Etta se preguntaba si sus privilegios lo habrían vuelto ciego ante el sufrimiento de los demás o si había sido necesaria una catástrofe de aquella magnitud para hacer añicos el escudo de arrogancia y superioridad moral que lo había protegido siempre por ser blanco, hombre y rico. La joven no dudó ni por un segundo que, como heredero que era del apellido, lo más probable fuera que lo hubieran protegido de los años más duros para mantenerlo con vida; pero tampoco dudaba de que Julian jamás había sido capaz de ver más allá de sus propias narices en lo que respecta a los demás. O quizá se tomara lo de viajar igual que hacían todos los Ironwood: dejando a un lado la dignidad, una y otra vez, para representar el papel que se les requería en cada época. Debían de haber visto tanto que se habían vuelto insensibles. Como ver una película, como ver sufrir a los personajes, pero no implicarse en su sufrimiento debido a la distancia emocional; debido a que lo que se está viendo no parece real, al menos no de una forma visceral. Aquel era el tipo de destrucción que los viajes provocaban en las personas: no en los viajeros propiamente dichos, sino en sus víctimas, en las personas corrientes que eran incapaces de notar cómo las arenas de la historia cambiaban a su alrededor antes de aplastarlos. Julian tenía las manos a los costados y ligeramente vueltas hacia la sala, como si así pudiera sopesar las probabilidades de morir o vivir de cada una de las personas tendidas en los catres. Tenía los ojos cerrados, el gesto desencajado y respiraba de forma rápida y superficial. «Se siente impotente». —No olvides esto… No olvides cómo te sientes en estos momentos. Lo que era moverse por un mundo sin poder alguno, a merced de situaciones abrumadoras. Incapaz de controlar la propia vida, ni siquiera durante una hora. Así era como Nicholas se había sentido durante años, hasta que hizo acopio de toda esa fuerza que tanto le gustaba a ella, se había armado de valor y había vuelto al mar.

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Etta volvió la cara contra la áspera tela que cubría el camastro y se concentró en respirar mientras luchaba contra la vergüenza y la furia. «Tengo que acabar con esto». Una sola persona, por orden de Cyrus Ironwood, había puesto en marcha aquel desastre. La explosión no solo había matado al zar, había provocado ondas, tal y como le había explicado su padre, y había segado miles de millones de vidas inocentes. Por primera vez en la vida, Etta se consideró letal. —Tenemos que marcharnos —le dijo a Julian—. Tenemos que encontrar a tu abuelo. Es él quien tiene el astrolabio. Podemos arreglar esto. Julian negó con la cabeza y se frotó la cara con las manos. —No puedo volver… No puedo. —Han colgado listas de supervivientes —les dijo una voz suave—. Si quieres, te llevo hasta donde están, pero solo hacen referencia a este hospital de campaña. Tendremos más de cara a la tarde. Etta vio por el rabillo del ojo cómo una enfermera guiaba a Julian hacia la entrada, donde un hombre estaba clavando listas escritas a mano en largas hojas de papel de estraza. Quienes aún podían levantarse del catre lo hicieron y se acercaron. Parecían un enjambre de abejas en torno a la puerta. La fila del exterior también empezó a empujar, encaminándose hacia las listas en una maraña de brazos y piernas hasta que terminaron, como quien dice, subidos unos encima de otros para ver mejor. Para cuando la joven volvió a ver a Julian, casi veinte minutos después, la misma enfermera iba a su lado: lo guiaba hacia una zona de la parte más alejada del almacén, dividida en secciones por cortinas blancas esterilizadas. Etta se incorporó y los siguió, preparándose para el próximo golpe. O su niñera estaba viva o la enfermera lo llevaba a identificar un cadáver. Llegó justo a tiempo de oír el final de las instrucciones que la chica le estaba dando a Julian. —… que lleves una mascarilla y no intentes tocarla. Las quemaduras que tiene son tremendamente dolorosas. —Lo entiendo. Julian aceptó los guantes y la mascarilla que le tendía la enfermera. El uniforme limpio y bien planchado que llevaba la chica parecía fuera de lugar en aquel caos. Antes de marcharse, los miró a ambos y les sonrió. A Etta también le había dado guantes y mascarilla, así que se los puso. «Ha sobrevivido…». Era un milagro. —Me ha dicho que no le queda mucho tiempo de vida —dijo Julian, en un tono ligero que sonaba extrañamente forzado. Etta también conocía aquella sensación, que consistía en compensar en exceso una situación para conseguir dejar a un lado el dolor y seguir funcionando. —El aire estaba tan caliente en Brooklyn que le ha dañado los pulmones. —Lo siento —le dijo Etta mientras le ponía una mano en el brazo. www.lectulandia.com - Página 257

Julian se encogió de hombros. —Me gustaría hacerle unas preguntas… Pero, en realidad, me… me… El joven no llegó a acabar la frase. Tomó aire, se echó el pelo hacia atrás y apartó la cortina a un lado para pasar. Dentro había una decena de camas dispuestas en forma de «U» alrededor de un mostrador central en el que dos enfermeras cortaban vendas y preparaban dosis de medicinas. Las luces de las lámparas estaban atenuadas, pero las sombras eran incapaces de esconder las figuras vendadas de pies a cabeza que yacían en las camas, los fragmentos de piel brillante y ampollada expuestos a la vista. Julian se dirigió al extremo derecho. Iba contando por lo bajo. Por fin llegó a la cama que estaba buscando. Etta se fijó en que se erguía cuan alto era a medida que se acercaba a la banqueta de madera situada junto al catre. El joven apartó la palangana con agua que había en el suelo y le cogió la mano a la mujer que yacía en la cama. Etta se quedó un poco apartada atrás porque no tenía muy claro si debía quedarse allí escuchando u observando. Daba la sensación de que la mujer no iba tan vendada como los demás, pero llevaba una aparatosa máscara de oxígeno. Tenía la cara de ese rosa nacarado del interior de las caracolas, no le quedaban cejas ni pestañas y había perdido gran parte de su pelo gris. Con todo el amor del mundo, Julian le acarició el dorso de la mano, evitando tocar la cánula. Un momento después, la mujer giró la cabeza hacia él y abrió un poco los párpados. Etta se dio cuenta del momento preciso en que lo veía y conectaba la imagen con sus recuerdos, porque se llevó la otra mano a la máscara de oxígeno y abrió de par en par sus ojos azules. —Eres… —Hola, aya… Ha sido muy difícil dar contigo con todo este caos. —La voz de Julian estaba cargada de dolor, pero sonaba ligera. La mujer empezó a mover los labios, pero pasaron unos instantes antes de que las palabras emergieran. —Pensaba que había… pensaba que había muerto… porque tú no eres tú… el de antes de… Etta no entendió bien qué le estaba diciendo. Julian se limitó a responder encogiéndose de hombros y aquel gesto exasperó a la muchacha. —¿El de antes de que cayera por la montaña y, supuestamente, muriera? Aquello no fue más que uno de mis jueguecitos. No llegué a hacerme papilla contra el suelo. Ya sabes cuánto me gustan las bromas. Incluso en el estado en que se hallaba, la mujer, una guardiana, sabía que no debía revelarle su destino a un viajero, por mucho que ese destino hubiera resultado falso. La mujer parpadeó y abrió los ojos como platos. —Ya decía… ya decía yo. Ahora pareces un hombre. Has crecido mucho. Por si la escena no fuera terrible de por sí, la mujer empezó a llorar. Etta retrocedió despacio para que ninguno de los dos se diera cuenta. www.lectulandia.com - Página 258

—Siempre… siempre había tenido la esperanza… de verte una última vez… de que vendrías a visitarme cuando fuera vieja… para que pudiera volver a verte… sonreír. Las emociones desenfrenadas que transmitía la voz de la anciana hicieron que a Etta se le tensara el corazón, hasta el punto de que creyó que se le iba a partir en dos. —No tendrías que haber dudado, aya, porque ya sabes que es imposible deshacerse de mí. ¿Qué decías de mí? Que tengo la suerte del diablo, tantas vidas como un gato. Siento muchísimo no haber venido antes. Puede que a la mujer no le quedaran cejas, pero Etta se fijó en que le brillaban tanto los ojos que era evidente que debía de estar arqueándolas, así que se las imaginó. —Pues, por Dios, menos mal que no lo hiciste o estarías… estarías… «Muerto. Moribundo. Carbonizado». «Habría desaparecido». A Etta se le revolvió el estómago y miró hacia otro lado, hacia la cortina oscura y gruesa que tapaba una ventana rota. El movimiento debió de llamar la atención de la anciana, porque Etta sintió la presión de su mirada como si fuera una cadena que tiraba de su cabeza hacia atrás. —Dios mío… ¡Rose! La muchacha dio un salto al escuchar el tono feroz que destilaban las palabras de la mujer y se sintió incómoda al haberse topado con otra persona que la obligaba a pensar en su madre. —No, aya, se trata de su hija —dijo Julian, al tiempo que empujaba con suavidad a la anciana para que volviera a tenderse—. Etta, te presento a la gran Octavia Ironwood. Al parecer, las palabras de Julian no sirvieron para que la opinión que la mujer tenía sobre ella cambiara lo más mínimo. La anciana empezó a respirar con mayor dificultad, hasta el punto de que hasta Julian, asustado, miró a su alrededor en busca de la máscara de oxígeno. Etta dio otro paso atrás y se preguntó si debía marcharse. La niñera de Julian estaba tan frágil que cualquier tipo de molestia parecía suficiente para minar las pocas fuerzas que le quedaban. —Nunca imaginé… que te vería en compañía de los Linden… ¡y con la hija de esa, nada más y nada menos! La mujer empezó a toser y expectoró algo de los pulmones. Julian puso cara de pena, cogió un trapo y un bol de agua templada que tenía cerca y le limpió la sangre de la comisura de los labios. —No… no te molestes… —No es molestia. Solo te estoy devolviendo el favor por todas las veces en las que me limpiaste tú cuando era un pobre memo. —Nunca fuiste un memo. —La voz de la mujer era severa a pesar del pitido que hacía el aire al entrar y salir de sus pulmones—. Lo intentabas… Nos ponías a www.lectulandia.com - Página 259

prueba… pero nunca fuiste… —dijo, pero se interrumpió y miró a Etta como si quisiera fulminarla—. Nunca fuiste estúpido. La muchacha tenía que admitir que aquel golpe le había dolido. Al principio, cuando oía cosas como aquella, imaginaba a su madre como uno de los cuadros que la mujer restauraba en el Metropolitano y cuyo verdadero color estaba oscurecido por las capas de la suciedad que se habían ido acumulando con el paso de los años. Desde hacía un tiempo, lucía la verdad como un emblema de la vergüenza. —Lo hiciste lo mejor que podías cuando me criaste, pero ya me conoces… soy todo estilo, pero carezco de sentido común. Antes o después iba a tener que juntarme con alguien peor que yo. La mujer esbozó una mueca agónica con la mitad quemada de la cara, pero Etta fue incapaz de distinguir si estaba sonriendo o se estaba asfixiando. —Eres un amor… y te querría aún más… si me consiguieras algo decente… que beber. —Voy a traerte una botella de whisky escocés ¡aunque tenga que ir a Escocia y traértelo recién salido de la destilería! —Cuéntame… cuéntame qué ha pasado… Las cosas no tendrían… no tendrían que haber sido así. Julian, en voz baja y a toda prisa, empezó a explicarle lo que había sucedido. —Se pueden decir muchas cosas de Cyrus Ironwood… Hay… hay mucho de lo que avergonzarse cuando se habla de él. Como, por ejemplo… la manera en la que trata a su propia familia. Era tan duro contigo… porque no eras lo que él quería… que fueras. Por no parecerte… a tu padre. Etta, que tenía los brazos cruzados, se los apretó con las manos. El padre de Nicholas y de Julian, Augustus, había sido un pieza y Etta se preguntó si aquel era el ejemplo que a Cyrus le habría gustado que siguiera su nieto. La sombra que había oscurecido el rostro de Julian despareció cuando la mujer volvió a mirarlo con ojos chispeantes. Después, se fijó en los demás ocupantes de la habitación, que estaban durmiendo. Hablaba tan bajito que Etta tuvo que acercarse a la cama para oírla. —Está… está loco. ¡Oh, venga, no te hagas el sorprendido! Los que… los que más cerca estábamos de él… lo hemos visto… caminar… cada vez más cerca… del fuego. Aunque, a decir verdad… creó un mundo que era mejor… que el que había antes. Nada de esto habría pasado… nada… pero Rose Linden y sus marginados eran incapaces de… aceptarlo. —¿Esto no es parte de la línea temporal original? —le preguntó Julian en voz baja también—. Imaginaba que no, pero no estaba seguro. Hubo tantos cambios cuando el abuelo entró en guerra con las demás familias… —No lo es… no. No me habría quedado… No habría permitido que los niños… que nadie… muriera… No habría permitido que esto sucediera.

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A Etta se le congeló el corazón y sintió un intenso dolor. Si Octavia pensaba —si estaba tan convencida— de que habría podido impedir aquello o, por lo menos, salvarse ella misma, entonces… Había estado equivocada. La muchacha había dado por hecho que los guardianes, a diferencia de los viajeros, no eran capaces de reconocer cuándo había cambiado la línea temporal; que, lisa y llanamente, seguían adelante y que su vida y sus recuerdos se reajustaban, que continuaban como si nada, sin ser conscientes de que hasta entonces su vida había sido de otra manera. Pero, al parecer, no era el caso. Ni mucho menos. Los guardianes de los Ironwood, al servicio del anciano, sabían cómo debían ser las cosas. Si sobrevivían a los cambios, sabían que la línea temporal se había visto alterada y tenían que adaptarse a las consecuencias. Etta no podía imaginar siquiera lo cruel que debía de ser aquello. Los guardianes nacían en aquel mundo oculto y, aun así, estaban tan a merced de él como cualquier persona normal; solo que, además, ellos eran conscientes de cuándo habían perdido algo y de cuándo había razones para tener miedo. —Lo sé, aya… —le comentó Julian, mientras le cogía la mano entre las suyas—. Si lo hubieras sabido, habrías salvado a toda la puñetera ciudad. —Tú tampoco… lo sabías… dime, entonces… ¿por qué has venido? —le preguntó mientras giraba la cabeza para verlo mejor. —Porque tenía que descubrir un par de cosas y tú eres la única persona en la que confío —mintió Julian. La mujer esbozó otra de aquellas sonrisas dolorosas por debajo de sus vendajes. —Pregunta… pero quiero que ella se vaya. —Aya… —dijo Julian, en tono lisonjero—. Etta no es como su madre. De hecho, hasta el mes pasado ni siquiera le habían dicho que era uno de los nuestros. Si a ella la juzgas por cómo es su madre, tendrías que juzgarme a mí por cómo es mi padre. —Su madre fue la razón de que tu padre cambiara… Esa crueldad suya… se la inculcó a tu padre y… —No sigamos por ahí —la interrumpió, al tiempo que se estremecía—. No fue ella la que lo hizo como era, solo liberó lo que ya había en su interior, lo que estaba a la espera de salir. Seamos… Es que estamos intentando descubrir qué ha sucedido con la familia. El abuelo ha redoblado sus esfuerzos por dar con su antigua obsesión y necesitamos ir a verlo. La luz de las lámparas dejó en sombras el rostro de Julian cuando este se acercó para ver mejor la cara de Octavia. El joven se revolvió en el taburete, inquieto, y, en aquella sala de hospital improvisada, el crujido de la madera se hizo omnipresente por encima del murmullo de la vida y de la muerte. «Así que no va a hablar hasta que me vaya…», pensó Etta. Aun así, no pensaba irse sin más y confiar en que Julian le contase con pelos y señales lo que le había dicho.

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—Tranquila, aya. Esta Linden es legal. Lo he comprobado yo mismo. De lo contrario, no la habría traído. Estaba claro que la anciana tenía sus reservas acerca del juicio del muchacho, pero las dejó de lado. —Ve con cuidado… ¿eh? Ha estado… viajando de nuevo. Vino hace unos pocos días… organizó una reunión familiar. No dejes que… te encuentre. La anciana miraba a Julian sin quitarle ojo. —¿Quién, mi abuelo? ¿Y eso? Pero si, como mucho, el hombre viaja una vez cada dos décadas. —Si te lo cuento… —dijo la mujer, al tiempo que dejaba escapar un suspiro largo y sibilante—. ¿En qué problema… estás metido, Julian? —En uno de los buenos, aya, créeme. En uno de esos que haría que te sintieras orgullosa de mí, como cuando me castigabas en el rincón. El sonido que soltó la mujer debía de ser una risa pero, desde luego, resultaba doloroso escucharlo. —Va a haber una… subasta. Tiene que ver… con las familias. Vino a por… el oro que tiene en esta cámara. Para una adquisición. —¿Una subasta? —repitió Julian mientras miraba a Etta—. ¿Y dijo de qué? —¿Acaso hay algo… que anhele con más desesperación? «El astrolabio». —Pero ¿es que no lo tiene ya? —preguntó Etta. Entonces, ¿quién se lo había quitado a Kadir en el palacio? Julian debió de pensar lo mismo, pero él fue capaz de llegar a una conclusión. —Belladona. Debería haber sabido que ese maldito artefacto acabaría en sus manos antes o después. Debió de enviar a alguno de sus secuaces para que lo robara, o quizá uno de los soldados del abuelo decidiera actuar por su cuenta y llevárselo a cambio de un buen pellizco. Y, ¿sabes dónde va a celebrarse la subasta? ¿En qué año? Octavia negó con la cabeza. Etta se desinfló. La anciana cogió con fuerza la mano de Julian, como para impedir que se moviera. —Márchate… Vete… tan lejos… tan atrás como puedas. —Antes tengo que hacer un par de cosas. Pero me iré. En cuanto acabe. —No, Julian… las Sombras… Hasta los guardianes oímos hablar al respecto… entre susurros… de esos seres… de asesinatos… —¿Las Sombras? —Julian enarcó las cejas—. ¿Te burlas de mí? A pesar del estado en que se encontraba, la anciana le lanzó una de esas miradas que las niñeras perfeccionan gracias a los muchos años de experiencia. —También me dijiste que se me caería el pelo si comía caramelos, así que disculpa si dudo de aquella historia que me contabas acerca de unas criaturas que secuestraban a los hijos de los viajeros por la noche. —¿De qué estáis hablando? —preguntó Etta, desviando la mirada del uno al otro.

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—Pues de una de esas historias con las que te traumatizan los padres a sus hijos cuando son pequeños. Una historia acerca de ciertas personas que viven en las sombras y que raptan a los hijos de los viajeros cuando desobedecen a sus padres. El joven se frotó la barba incipiente y Etta se preguntó por qué todo lo haría como si estuviera posando. —¡Ah, vale, que a ti no te la contaron! Claro, claro… Tu aterradora madre te lo ocultó todo. Debo reconocer que es la primera vez que te envidio. «De entre las sombras salen…». Fue porque acababa de mencionar a su madre. Fue porque aún tenía muy reciente el recuerdo de lo sucedido en el Palacio de Invierno, lo que hacía que el dolor la embargara cada pocos minutos. Fue por aquellas palabras crípticas que su madre le había dicho en alguna ocasión y que, de pronto, le recordaron a las que acababa de pronunciar Julian. —Aya, corrígeme si me equivoco. Al parecer, hay una vieja historia que trata de un grupo de personas que viven en las sombras y que se quedan con los hijos de los viajeros que se extravían. Siempre pensé que era un invento para explicar por qué los niños se perdían por los pasadizos antiguamente o se quedaban huérfanos. ¿No es el caso? —Son asesinos… Octavia tosió con fuerza y se le tiñeron los labios de sangre. Julian se inclinó hacia delante y se los limpió con el trapo húmedo una vez más. —Tranquila. —Asesinos… todos y cada uno de ellos. Sombras. Sabíamos que estaban ahí… Cyrus quiere… quiere lo mismo que ellas. Destruyó todos los registros que había de ellas. Nunca quiso… que nadie supiera de su existencia… de lo contrario… los viajeros tendrían demasiado miedo… como para ayudarle en su búsqueda. «En su búsqueda». La búsqueda del astrolabio. «Henrietta, no sabes lo que se acerca… ¡lo que lleva años persiguiéndome! —le decía su madre—. ¡Llevo semanas evitando que siguieran tu rastro, desde que se te llevaron, pero las Sombras…!». Pero las Sombras… ¿Qué le había dicho su padre acerca de los delirios de su madre? Que se había vuelto temerosa de la oscuridad… que imaginaba que un hombre radiante la perseguía… un hombre que había enviado unas Sombras a por ella. —¿Qué aspecto tienen? —preguntó Etta. En el palacio, unos atacantes vestidos de negro habían captado la atención de su madre. Etta había dado por hecho que se trataba de secuaces de los Ironwood, incluso de guardias de palacio, pero… Pensaba demasiado deprisa, no dejaban de ocurrírsele posibilidades. Allí faltaba una pieza, una pieza que haría que todas las demás encajaran. No podía ser tan sencillo como que… No, no podía serlo.

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Su padre no podía estar equivocado. Su madre necesitaba ayuda. Era una asesina que había matado incluso a un miembro de su propia familia, a su mejor amiga… su única amiga. —No lo… sé. Vosotros… manteneos alejados de ellas… —De acuerdo, de acuerdo —respondió Julian mientras miraba a Etta. «Pero las sombras…». «¡Lo que lleva años persiguiéndome!». El pecho de Octavia empezó a subir y a bajar, como si su corazón palpitara con fuerza. La anciana volvió a centrarse en Julian. Tenía los ojos abiertos de par en par y su mirada transmitía desesperación. Respiraba de una manera que daba pena. Julian se puso de pie y, durante un segundo, Etta pensó que el muchacho iba a marcharse sin más, lo que la enfureció. No obstante, lo que hizo Julian fue sacar aquella libreta desgastada suya y coger el pequeño lápiz que llevaba atado con un cordel a la parte posterior del cuaderno. El cuero era tan blando que el diario cayó abierto sobre la cama, lo que dejó a la vista el boceto inacabado de una calle. «Es dibujante», pensó Etta. No sabía cómo, pero lo había olvidado. O cabía la posibilidad de que nunca hubiera querido verle más que como un cobarde y un ligón, porque, de lo contrario, habría añadido otra complicación más a aquel mundo suyo que, ya de por sí, se había convertido en una larga serie de complicaciones. Etta trató de imaginar a Julian como uno de los cuadros que su madre restauraba en el Metropolitano —de esos cuyas capas de mugre acumuladas a lo largo de los años debía ir limpiando muy despacio— y se preguntó si los colores originales serían muy brillantes. —Aya, ¿recuerdas la vieja casa? La casa en la que vivíamos, ¿la de al lado del parque, en la Sesenta? Sujetaba las manos de la mujer con la mano derecha mientras dibujaba en la libreta con la izquierda. —La de… la de… —La de las columnas, el mármol y la entrada para carruajes —continuó Julian con suavidad—. Nuestro palacete. ¿Recuerdas cómo bajaba resbalando por la barandilla de la escalera principal? ¿Recuerdas el día en que me caí y me pegué un trompazo en la cabeza? La anciana asintió. —Sangre… Amelia se desmayó… El mayordomo se quejaba del… del maldito jarrón… —Eso es lo que tú recuerdas —dijo Julian—. Mira, esto es lo que yo recuerdo. El joven levantó el boceto hecho a toda prisa para que la mujer lo viera, pero sujetó la libreta de tal manera que Etta no alcanzó a verlo. De todas formas, tampoco iba dirigido a ella. —Recuerdo que me cogiste en brazos y me abrazaste. Me dijiste que todo iría bien, que tú estabas allí y que siempre lo estarías, que siempre cuidarías de mí —le www.lectulandia.com - Página 264

dijo él entre susurros. Octavia tocó el papel. —Es precioso… —Así es. Tuve una infancia estupenda, maravillosa, gracias a ti… y ahora voy a devolverte el favor —le aseguró después de darle un beso en la mano. —No hagas… ninguna tontería… —No… —respondió mientras se esforzaba por esbozar una sonrisa—, tenlo por seguro.

La anciana se quedó dormida. Etta se fue y dejó a Julian cuidando de ella. Se sentía como si fuera incapaz de pensar en nada que tuviera sustancia, como si su corazón amenazara con explotar igual que una olla a presión por todo lo que había en su interior. Lo más sorprendente, sin embargo, fue darse cuenta de que sentía celos, unos celos abrasadores por debajo de la pena y del miedo. «Él ha conseguido estar con ella». Julian estaría con su niñera cuando esta muriera. Etta no creía que a la mujer le quedara mucho tiempo de vida, pero estaba segura de que Julian no la abandonaría, le quedara el que le quedara. Ella no había podido ofrecerle eso a Alice. «Bueno… mi padre se quedó con ella». ¿Y quién se había quedado con su padre? Etta perdió la noción del tiempo mientras caminaba entre las hileras de catres e intentaba no fijarse en los que estaban vacíos. Le pareció que no había pasado apenas tiempo cuando vio a Julian dirigiéndose hacia ella, a toda prisa, como una flecha lanzada con rabia, por entre las filas de muertos y moribundos. La cogió del brazo y se la llevó consigo. Se detuvo junto a un montón de pantalones grises y otro de camisas blancas —la ropa con que las enfermeras vestían a la mayoría de los heridos — y cogió unas prendas. —Toma —le dijo mientras la llevaba hacia un biombo—, cámbiate. Etta se metió detrás y vio la silueta del chico moviéndose, inquieta, al otro lado de la tela blanca. —¿Qué ha pasado? Dejó que su vestido cayera al suelo y se puso la otra ropa, que le quedaba grande. —Ya descansa en paz. Esperaba… no sé, esperaba que cambiase la línea temporal, que desapareciera… pero no ha sucedido. Entonces, he intentado recordar… he intentado recordar si la muerte de un guardián había causado alguna vez algún cambio en la línea temporal, o si el tiempo los ve igual que el abuelo, como gente desechable. —¿Y? —Y no he recordado ningún cambio. Ninguno. Tengo la sensación de que su muerte tendría que haber cambiado el mundo entero. Al fin y al cabo, basta con que www.lectulandia.com - Página 265

un viajero haga una sola cosa fuera de su época para que cambie una buena parte de la línea temporal… Y, ¿sabes?, no me ha gustado, ha hecho que me sintiera como si Octavia no fuera importante. —El muchacho hablaba muy rápido, tanto que a Etta le costaba seguirle el ritmo—. ¿Has acabado? La joven salió de detrás del biombo y le dejó pasar para que se cambiara. —Julian… ¿estás bien? Tómate unos minutos si es… —Yo creo que no disponemos de esos minutos. Cyrus Ironwood tiene un buzón en este año, al norte del estado. Belladona los habrá llenado todos de invitaciones para conseguir tantos postores como pueda. Podemos empezar a buscar por allí. —¿Quién es la tal Belladona? —Es una coleccionista y vendedora de objetos raros —comentó Julian al tiempo que se ponía la camisa—. Vamos a tener que entregarle mucho oro para que nos deje participar, pero las pujas se hacen en forma de secretos y favores. Una vez hayamos entrado, llegaremos hasta donde tú consideres que debemos llegar. —Quiero destruir el astrolabio. Julian se asomó por detrás del biombo. —¿Destruirlo? ¿Y de qué va a servir eso? ¿No deberíamos usarlo para intentar salvar a esta gente? Una de las primeras lecciones que Etta había aprendido acerca de la vida de los viajeros era que no se podía salvar a los muertos; al menos, sin que eso tuviera consecuencias. En cualquier caso, y aunque desconocía qué destino les deparaba la línea temporal original a aquellas personas, estaba segura de que no era aquel. —Destruirlo lo devolverá todo a su origen. Todo volverá a la primera línea temporal, y la que conocemos… desaparecerá. Julian se quedó mirando los catres y a las personas que lloraban junto a las listas donde estaban escritos los nombres de los supervivientes. Luego la miró a ella por encima del hombro. —Pues entonces, vamos.

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Ciudad del Vaticano 1499

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Veinticuatro Nicholas notó que asentía. Que asentía como diciendo: «Sí, me lo esperaba. Lo acepto». Porque, en realidad, parte de su ser se sentía así. Aquel era uno de los habituales caprichos del destino. Le daba lo que deseaba, o lo que nunca hasta entonces había sabido que deseara y, luego, se lo arrebataba de forma terrible justo cuando creía tenerlo al alcance de la mano. —¿Qué? —preguntó Sophia—. ¿Cómo? —Todos los viajeros y guardianes recibieron la noticia —respondió Li Min, que luchaba por expulsar cada palabra, como si pensara que iban a asfixiarla, a ahogarla. Rebuscó en su bolsa de viaje y sacó un pedacito de papel que le pasó a Sophia. —«Henry Hemlock exige una satisfacción por parte de Cyrus Ironwood por el cruel asesinato de su hija, Henrietta, que ha muerto recientemente debido a las terribles heridas que le causaron los guardianes de los Ironwood cuando ya se encontraba muy débil». ¡Oh, Dios mío! Aquí dice que murió el 2 de octubre de 1905 en Texas. Algo parecido a la bilis o al fuego empezó a ascender por la garganta de Nicholas. No podía hablar. Tenía la sensación de que algunas partes de él empezaban a cerrarse, como si pretendiera negarle la entrada a ese dolor que, a estas alturas, tan familiar le resultaba. «No he sido lo bastante rápido». «No he podido dar contigo». «Solo quería salvarte». La catedral de esperanza que había levantado en su corazón, que con tanto mimo había ido construyendo día a día, desde que habían arrancado a Etta de su lado, se desmoronó, se vino abajo por culpa de la desesperación y de la desolación. Oh, Dios. «Oh, Dios». —Carter… —empezó a decir Li Min—, creo que deberíamos seguir por el pasadizo, buscar un sitio en el que sentarnos y beber un poco de agua. ¿Te parece bien? Nicholas negó con la cabeza e intentó apartarse de ella. Empezó a buscar por la iglesia una vez más. Abría las puertas de par en par. Tenía que haber alguna equivocación. ¡Pero si su pendiente estaba allí! Henry Hemlock tenía que estar equivocado. Además, lo habría sentido, ¿no? Si Etta hubiera muerto, habría sentido cómo el mundo se venía abajo. La campana de su alma se habría quedado en silencio. —Está… Llevaba muerta casi desde que había empezado a buscarla.

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Había estado buscando un fantasma. Un recuerdo. No. «No». Sophia lo observaba. Al muchacho se le cayó de las manos la nota que hablaba de la muerte de Etta. Li Min lo cogió por el brazo y, en aquella ocasión, no dejó que la apartara. —Sé lo que estás pensando, pero tienes que tener en cuenta las posibilidades. —Dicen que murió en Texas dos días después de que desapareciera, pero, entonces… entonces, ¿cómo está aquí su pendiente? —preguntó el joven. La respuesta de Li Min fue tan calmada como siempre, cosa que enfureció a Nicholas. —Alguien pudo quitárselo o haberla entregado a cambio de él. O este pendiente, esta versión del pendiente, podría ser de un tiempo pasado en la vida de su madre, antes incluso de que se los diera a su hija. Podrías haber sido tú mismo, en el futuro, el que hubiera vuelto aquí. Las palabras de la chica le caían encima como gotas, envenenaban la poca esperanza que pudiera quedarle por dentro. No conocía de nada al padre de Etta, pero algo conocía a Li Min y confiaba en ella. Su estómago se rebeló. Se llevó la mano a la boca. Viajar en el tiempo. El asquerosamente imposible, asquerosamente inclemente y asquerosamente confuso viaje en el tiempo. ¿Por qué aceptó el trabajo de Cyrus Ironwood? ¿Por qué no le habría hecho caso a Hall, cuando este lo advirtió de que se alejara todo lo que pudiera de aquella familia? ¿Por qué no habría tenido suficiente con el mar? Nunca debería haber permitido que volviera a atraerlo a sus redes. Debería haber tenido en cuenta desde el principio que solo serviría para caer en ellas, para que se le enredaran alrededor del cuello y lo ahogaran. «Pero eso no habría detenido a Cyrus Ironwood». El anciano habría secuestrado a Etta de su época natural de todas formas y la habría enviado sola en busca del astrolabio. Nada ni nadie detendría a Cyrus Ironwood, que no pararía hasta conseguir el astrolabio y todo lo que deseaba. —No está aquí —comentó a la vez que intentaba descubrir cuál era el significado de aquellas palabras. Li Min le dio la razón. —Lo más probable… —se obligó a decir el muchacho—… lo mas probable es que ni siquiera haya estado aquí. Sophia apartó la mirada. El orgullo y la humillación libraban una feroz batalla en el interior del joven, pero pronto se vieron aplastados por una devastación que dejó a Nicholas sin aliento, que lo desposeyó de los años de experiencia que había ido acumulando para protegerse del mundo, que le arrebató hasta la más mínima traza de la dignidad con la que había revestido su existencia. Lo único que quedó en su interior fue ese mismo dolor que había sentido cuando era un niño, solo, a oscuras en www.lectulandia.com - Página 269

el armario de la casa que tenían en Nueva York los Ironwood, esperando alguna señal que le indicara cuándo podía salir. —Gracias —le dijo a Li Min—. Te pido disculpas… No soy… yo mismo… Creo que… —¿Vas a ir a buscar a su madre para contárselo? —le preguntó la chica—. ¿Vas a ir a buscar a Rose Linden? —No. Lo más seguro es que ya lo sepa. Puede que aquella fuera la razón de que no se hubiera reunido con ellos. —Si se hubiera vengado, ya lo sabríamos —comentó Sophia—. En nuestro círculo, esas noticias vuelan. De pronto, vieron una luz al final de la basílica. Por el movimiento, les resultó evidente que alguien avanzaba hacia ellos. Sophia cogió a Nicholas por el brazo inerte y tiró del muchacho hacia la puerta junto a la que se encontraban. Por instinto, Nicholas trató de resistirse, como si quisiera seguir buscando, como si intentándolo de nuevo fuera a obtener un resultado diferente. Li Min cogió una vela de la pared y abrió la puerta. Una vez estuvieron dentro, la oriental echó el cerrojo. Nicholas reconoció la Pietà nada más verla, aunque lo pilló por sorpresa que estuviera en una capilla tan pequeña. El mármol de Carrara no tenía tara alguna y resplandecía como si lo iluminara la luz de la luna. La virgen María, con un rostro tan joven que era imposible que estuviera sujetando a un hijo adulto, era una misteriosa contradicción de dulzura y dolor. Amor. Sacrificio. Renuncia. Una historia interminable, eterna… No, la guerra de aquellos viajeros no era tan pura. Aquella era una historia de venganzas, de familias que llevaban tanto tiempo enfrentándose las unas a las otras que ya nadie recordaba siquiera quién había instigado todo aquello. Un Ironwood había matado a varios Linden y una Linden había matado a los herederos del Ironwood; así, este último exigía matar a la heredera de la Linden. Y la terrible simetría del asunto no acababa con aquellas dos familias. Debía de haber habido cientos, miles de historias anteriores a lo largo de los años. Era un ciclo en el que él mismo se había visto envuelto. Mientras contemplaba la serena expresión de la virgen, mientras Sophia y Li Min hablaban en susurros tras él, sintió que todo era paz y calma, como si estuviera en el ojo del huracán. A la luz de la vela, era muy sencillo imaginar a la señora Hall al calor de la chimenea mientras, como cada noche, les leía a Chase y a él algún pasaje de la Biblia. «Nunca os venguéis, queridos míos, dejad que actúe la ira de Dios…», les había dicho en una ocasión. Pero Dios había tenido oportunidad de juzgar el mal que anidaba en el corazón de Cyrus Ironwood y no había hecho nada. Por primera vez en la vida, Nicholas cuestionó el juicio del Altísimo, porque no le parecía ni justo, ni aceptable. «Voy a tener que hacerlo yo». —Quiero un camino —dijo de pronto—. A 1776. Li Min y Sophia dejaron de hablar. www.lectulandia.com - Página 270

—Carter, sé cómo te sientes… —empezó a decir la segunda. —¿Ah, sí? —respondió este con frialdad—. ¿Cómo te sentirías, entonces, si te dijera que Julian no murió en la caída y que no lo hemos perdido para siempre, ni tú ni nadie? Le sorprendió la facilidad con la que le brotaron aquellas palabras después de haberlas mantenido cautivas durante tantísimo tiempo. Una parte de él reconoció que se estaba mostrando muy insensible al dejárselo caer a Sophia de golpe, como si le hubiera dejado caer un ancla sobre la cabeza, pero se dio cuenta de que le daba lo mismo. De hecho, en aquel momento solo podía pensar en que si él sufría, todos debían sufrir. Había dolor más que suficiente para todos los presentes. Sophia se quedó mirándolo con la boca abierta. —Mi interpretación de aquel momento en el abismo era equivocada. Fue Rose Linden la que hizo que me diera cuenta de mi equivocación. Julian se quedó huérfano durante un cambio que se produjo en la línea temporal y, luego, no ha querido volver con nosotros. Te pido disculpas por no habértelo dicho antes. —El sentimiento de culpabilidad de Nicholas era casi tan abrasador como el centelleo de rabia en el único ojo que le quedaba a la muchacha—. Al principio, antes de que me contaras lo que de verdad sentías, pensé que si sabías que cabía la posibilidad de que estuviera vivo, querrías ir a buscarlo y restablecer vuestro compromiso. Intentar que, así, Cyrus Ironwood te perdonara. Luego, sencillamente… no quería que te distrajeras. Cuando Nicholas acabó de hablar, la joven le pegó un puñetazo tan fuerte en la mejilla que hizo que se tambaleara. —¡Lo único que he querido siempre es respeto! ¡No sabes cómo me arrepiento de haber pensado que quizá fuera a encontrarlo en ti! ¡Me avergüenzo de ser tan estúpida! —No eres… —¡Casi me matan por ayudarte, cosa que no estaba haciendo porque sintiera que te debía nada, sino porque quiero dar con los que me pegaron la paliza! ¡Quiero arrebatarles lo que ellos me arrebataron a mí y, así, quedar en paz! ¡Quiero que el gobierno del abuelo se rompa en pedazos, quiero ver cómo se hace polvo, presenciar cómo todo aquello que ama se hace trizas! ¿Por qué iba a buscar a alguien que me abandonó? ¿A alguien a quien no le importamos ninguno de nosotros, porque es tan cobarde que es incapaz de enfrentarse a su familia? —Ahora lo sé… y lo siento, pero en su momento me pareció demasiado arriesgado como para… Necesitaba… —¿Utilizarme? ¿Para localizar a tu enamorada? ¿Para conseguir tus fines? ¡Yo quería ser la heredera porque esa habría sido la única forma de que me trataran como a una persona, no como simple forraje para matrimonio! Julian era mi amigo. Me importaba… me importa…, pero en aquel desierto decidí, antes de que me encontraras, que lo que de verdad quería era emanciparme para hacer lo que me apeteciera con quien me apeteciera. Quería moverme con tanta libertad como el www.lectulandia.com - Página 271

viento y que no me obligaran a amarrar en ningún puerto contra mi voluntad. Eso es poder. ¿Lo comprendes? Nicholas asintió. Sentía como si se le hubiera cerrado la garganta, pero respondió: —Mejor de lo que tú crees. La conversación que estaban manteniendo había llamado la atención de alguien que se encontraba al otro lado de la puerta de la capilla. De pronto, ese alguien aporreó la puerta y se oyó una voz apagada que les lanzó una pregunta. Li Min se dirigió a Nicholas. —Si pretendes llevar a cabo la tarea de Belladona, yo te guiaré. —No. —Era una misión muy peligrosa y quería mantenerlas alejadas—. Tengo que salir de esta yo solo. La chica negó con la cabeza. —Vas a necesitar a alguien que cave tu tumba porque, aunque mates al anciano, el viaje hasta esa época te matará a ti. Sophia cruzó los brazos y resopló. —Ahora, este es mi camino —les dijo a las dos, y se ayudó de la mano izquierda para levantar el brazo derecho y enseñarles el anillo—. Además, ya estoy muerto. Si no mato a Cyrus Ironwood, será el veneno el que me mate a mí. Si no llego allí lo bastante rápido, el veneno acabará conmigo de todas formas. Pero por lo menos, si consigo arrebatarle la vida, habré librado al mundo de un gran mal. «Además, así, quizá viva lo bastante como para ir a ver a Hall y morir en el mar», pensó. Los porrazos al otro lado eran cada vez más fuertes, como si alguien estuviera golpeando la puerta con todo su peso. —No creas que vas a dejarnos atrás para que tengamos que ir limpiando tus desaguisados por detrás de ti —le rugió Sophia mientras tiraba de él hacia el aire que rielaba frente al pasadizo—. Ahora bien, reza para que no te mate yo primero.

Cruzaron una serie de pasadizos a los que llegaron gracias a lo que recordaban unos y otros, algo que también los llevó a una zona traicionera del interior de Australia, a un glaciar prístino y al año más peligroso que había existido en la Austria medieval; y entre cada uno de esos tres lugares hicieron innumerables e insignificantes conexiones. Cuando se encontraban con alguien, Nicholas y Li Min se cubrían y dejaban que fuera Sophia quien hablara, pero aquello fue necesario en contadas ocasiones. A lo largo del viaje, Nicholas se preguntó varias veces si una persona podía llegar a sentirse tan vacía que, en un momento dado, se volviera invisible; o si la gente solo veía lo que esperaba ver, por lo que, en su caso, nunca se fijaban en que Li Min era china y Nicholas, negro. En cualquier caso, se encontraba cómodo en el silencio y, a

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medida que pasaban los días, le resultaba más sencillo mantener su cerebro frío y concentrado. En la noche del decimosexto día, a unos pocos kilómetros del último pasadizo que tenían que tomar en las afueras de México capital, Nicholas empezó a tener la sensación de que Sophia y Li Min iban más lentas y que lo retrasaban. En un momento dado, vio por el rabillo del ojo cómo las jóvenes intercambiaban una mirada. Puesto que no quería enfrentarse a lo que aquello pudiera significar, espoleó a su caballo para alejarse al galope. Antes de que su semental respondiera, no obstante, una manita se adelantó y le arrebató las riendas. —¿Qué diablos…? —Pretendes hacer lo que ya has intentado en tres ocasiones, que es obligar a correr a ese animal hasta que reviente —le dijo Li Min muy seria, mientras apartaba las riendas aún más de su alcance—. Yo no pienso compartir mi caballo. ¿Y tú, Sophia? —Ni mucho menos. —No he… —Carter, hace dos días que no dormimos —le interrumpió Sophia. No era cierto. —Paramos hace una noche. —¡No! Eso fue en Austria. En aquel lugar pintoresco que elegiste junto al foso pestilente. Seguro que alguno de los tres se ha venido de allí con la peste negra de regalo. Dios, tenía razón. —Salgamos del camino y acampemos unas pocas horas —sugirió Li Min. Por dentro, Nicholas quería rebelarse contra la propuesta y a ellas debió de quedarles claro que así era por la cara que había puesto, porque Sophia cambió de rumbo y dejó la carretera para internarse por una zona verde y exuberante. Por alguna razón, el joven siempre había imaginado aquella parte del mundo como un desierto pero, a pesar de que estaba casi a final de año, el valle por el que avanzaban y las montañas que lo rodeaban estaban llenos de fauna y de vegetación. Nicholas contó para sus adentros, desde la carretera, los pasos que Sophia consideraba necesarios hasta poder desensillar a los caballos. Doscientos. Él podía seguir adelante. Que descansaran ellas y ya lo alcanzarían. Antes de que el muchacho decidiera cómo actuar, Li Min le cogió el caballo del bocado, lo llevó con los demás y empezó a soltarle la cincha. Nicholas inspiró con fuerza por la nariz y, por fin, desmontó. —Voy a ir a cazar —dijo. Ahora que volvían a tener pólvora, la idea de dispararle a algo le parecía maravillosa. No podría hacerlo con el brazo derecho, que estaba inútil, pero no se le daba tan mal disparar con el izquierdo.

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—Ya ha ido Li Min —le comentó Sophia mientras preparaba las mantas de dormir. Nicholas se dio la vuelta y se sorprendió al ver tan lejos ya la pequeña figura de la chica. —Pero bueno, siempre puedes ir a por leña y ramitas. —De acuerdo, pero yo cocino. Sophia puso una cara que Nicholas no llegó a entender. —¿Traigo también agua? —De momento tenemos —le dijo la muchacha mientras dejaba a un lado el sombrero de ala ancha que había encontrado en la carretera—. Venga, ve, antes de que me atravieses con esa expresión tuya. Para ser alguien que busca vengarse a sangre fría, se te ve muy triste. No lo ponía en duda. El joven le hizo una reverencia irónica y se encomendó a su tarea. Li Min aún no había vuelto para cuando ellos encendieron la hoguera y empezaron a hervir agua. En vez de intentar hablar con Sophia, que contemplaba el vacío con mirada inexpresiva, se quitó el brazo del cabestrillo que le había hecho Li Min y se tumbó junto al fuego. Le parecía que tenía los ojos tan llenos de polvo que no se atrevía ni a cerrarlos, pero lo intentó. Trató de relajar el cuerpo sobre aquel suelo sucio y aclarar aquel torbellino negro de pensamientos que iba cobrando fuerza en su interior y que amenazaba con apoderarse de él. Metió la mano izquierda por debajo de la túnica y sujetó el pendiente y el dije de cristal que representaba el rostro de un hombre. Cuando se sintió lo bastante valiente, abrió los ojos y contempló ambos objetos. De pronto, se apoderó de él una obsesión que no supo comprender. Tiró con fuerza del cordel como si quisiera arrancárselo del cuello y, después, intentó desatar el nudo. —Si haces eso, lo único que vas a conseguir es alimentar la hoguera de dolor que arde en ti, no extinguirla —le soltó Li Min, que acababa de llegar. Dejó de intentar desanudar el cordel, pero no apartó la mano de los colgantes. Dado que la cazadora había vuelto, se apoyó en el suelo e hizo ademán de ponerse de pie con intención de cocinar. —Esto me recuerda una historia —dijo Li Min como ausente antes de que Nicholas se levantara del todo. Luego, se sentó entre el fuego y el joven, con lo que proyectó una sombra alargada sobre él—. ¿Quieres oírla? No es que quisiera, pero sabía que iba a contársela de todos modos, así que refunfuñó. —Dice así… hace muchos, muchos años, el emperador Yan tuvo una hija, Nüwa. La niña era encantadora y elegante como una garza, pero testaruda como un buey. Lo que más le gustaba era nadar y a menudo elegía por su belleza el mar del Este. Doy por hecho que entiendes que tenía un carácter impulsivo.

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Era como si Nicholas solo pudiera gruñir o rezongar. Tenía el pecho tan tenso que le costaba hablar. —Pero ocurrió una tragedia. Un día, mientras la princesa nadaba… se ahogó. Su voluntad, sin embargo, era fuerte y no se rindió. Consiguió salir a la superficie en un momento dado y se convirtió en un pájaro jingwei. ¿Has visto alguno? Son muy llamativos. Impresionantes. Tienen el pico gris y las garras rojas. Bueno, sea como sea, la cuestión es que la princesa quería venganza por haberse ahogado. Cada día iba volando a las montañas del Oeste, donde recogía piedras y ramas que, después, tiraba en el mar del Este. Su intención era llenarlo para que nadie volviera a ahogarse. No cejó en su empeño… y es una tarea con la que sigue aún hoy en día. Nicholas reflexionó cuando quedó claro que la chica había acabado de contar la historia. —Entonces, era una tarea imposible. ¿Qué enseñanza se supone que he de extraer de la historia? Li Min se encogió de hombros. —La que te apetezca. El propósito de la historia no era otro que distraerte el tiempo suficiente como para que se hiciera la cena. Y esta sí que no ha resultado una tarea imposible. Nicholas, furioso, se sentó muy erguido. —¡Os he dicho que la prepararía yo! ¿Para qué valía si no le permitían contribuir? —Puede que te resulte una sorpresa, pero no me gusta la carne seca y chamuscada hasta tal punto que ni siquiera puedo diferenciarla de un leño carbonizado —le soltó Sophia mientras sacaba del fuego los conejos en los espetones. —¡Así es como se sabe que está hecho! Ambas muchachas le lanzaron una mirada de pena. Como el estómago le hacía ruido, Nicholas aceptó la carne que le correspondía, aunque con una reticencia hija del orgullo. Cuando acabó, accedió a la sugerencia de Li Min de ser el primero en descansar y ocuparse de la última guardia. Se tumbó en las mantas, de espaldas al fuego, apoyó la cabeza en el brazo y se quedó mirando las oscuras montañas. Enseguida se durmió, mientras hacía todo lo posible por ignorar la calidez de la banda dorada que llevaba en el meñique. En mitad de la noche, oyó un «¡clan!» al que de inmediato siguió otro. —… mejor, mejor, pero no te apoyes tanto mientras empujas… ¡No! ¡A la izquierda! ¡Sí! Nicholas se abrió paso hacia la consciencia sin tener claro si oía de verdad la voz de Li Min o solo estaba soñando. Se volvió bocarriba y miró la hoguera, lo que le permitió ver a dos figuras delgadas que luchaban con espadas. —¡Es inútil! —comentó Sophia—. ¡Nunca lo conseguiré del todo! —Lo has hecho de maravilla, igual que todo lo demás que te he enseñado esta noche —respondió la oriental con una sonrisa en los labios—. Te mueves por la vida www.lectulandia.com - Página 275

como un gato. Tienes los músculos de seda. Dentro de poco serás incluso mejor que yo y, entonces, tendré que vigilar de verdad mi oro. —Ni mucho menos… —dijo Sophia, con una voz en la que se adivinaba la frustración. —Eres una magnífica guerrera —comentó la otra mientras se sentaba en el suelo y apoyaba la espada sobre las piernas. Después de unos instantes, Sophia se puso de rodillas y dejó su arma en una manta cercana. —Es que… antes era mejor. Con gesto ausente, se señaló el parche del ojo. —Ah, ya. —El mundo se ve de otra manera. Al principio, pensaba que solo era mi imaginación o la pena que me daba a mí misma…, pero lo cierto es que las sombras y las luces cada vez son menos. Los colores me parecen planos y mi percepción de la distancia a la que están los objetos… a veces… es mala. Aun así, el mayor de los problemas es el punto ciego. Nicholas cerró los ojos y suspiró. Él había sido testigo de todo lo que estaba explicando la muchacha y se sintió mal por no haber hecho nada por ayudarla a superarlo. Bien era cierto que, muy probablemente, ella no hubiera aceptado su ayuda, pero debería haberlo intentado, ¡por Dios! —Levántate, que voy a enseñarte una cosa —le dijo Li Min. Nicholas oyó pasos y roce de telas. —Ponte en posición —le dijo la chica. Cuando Sophia echó la pierna izquierda hacia atrás y dobló la parte derecha del cuerpo hacia delante, Li Min chasqueó la lengua, se puso detrás de ella e invirtió la posición. Dejó resbalar los dedos por la piel de la muchacha y le sujetó unos instantes la estrecha muñeca. —El combate depende de los ángulos, ¿verdad? Yo diría que cambiar la postura, de manera que tu ojo bueno quede atrás, podría ayudar. La mejor manera de hacerlo es alternando los pies adelante y atrás con rapidez, de esta manera… La chica bailó de un lado al otro, ágilmente, con pies ligeros, mientras rodeaba a Sophia, ajustando en cada momento la posición de manera que su ojo izquierdo, que había cerrado para demostrarle a Sophia lo que quería decir, nunca estuviera delante durante mucho tiempo. —Parece que estés bailando. Con aquellas palabras de la muchacha, resultó evidente que Nicholas y Sophia opinaban lo mismo de la asombrosa forma de moverse que tenía Li Min. Al cabo de un rato, Sophia intentó imitar aquellos movimientos. Al principio resultó un poco torpe, así que bajó la cabeza, como descorazonada, pero enseguida empezó a moverse igual que la chica. Sonreía.

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—Es un poco ridículo —comentó Sophia mientras volvía a las mantas y dejaba la espada de nuevo en ella. —Necesitas tiempo para acostumbrarte —comentó Li Min mientras, con suavidad, le ponía una mano en la muñeca—. Irás mejorando con la práctica. Conozco varias historias de guerreros con una herida similar a la tuya que acabaron superando esta situación. Se cuenta de un general de mi tierra al que le clavaron una flecha en el ojo durante una batalla. En vez de desmoronarse, se arrancó la flecha y se comió su propio ojo. —¡Eso es asqueroso hasta para mí! —comentó Sophia entre risas—. Además, sabes bien que lo más probable es que se viniera abajo y empezara a gritar como un niño. Ahora bien, tampoco se le puede culpar por ello. —Estoy contigo. Durante un rato, pareció que se entretenían evitándose la mirada la una a la otra. Sus dedos iban acercándose, a la deriva por la manta, más cerca con cada respiración. Nicholas estaba a punto de cerrar los ojos y girarse para darles privacidad cuando, de pronto, Li Min dijo: —Sigue habiendo una sombra en tu rostro. ¿Qué te preocupa? En vez de evitar la pregunta, Sophia acarició la mano de Li Min con suavidad y le levantó el puño de la camisa para tocar la pálida piel. Se inclinó hacia delante, tanto que, por unos instantes, a Nicholas no le cupo duda de que iba a apoyar la frente en el hombro de la otra. —¿Decías de verdad eso de la venganza?, lo de que no hay forma de sobrevivir a ella. Un suspiro profundo. —Después de escapar de las Sombras, lo único que quería era hacerme lo bastante fuerte como para volver y asesinarlas a todas, como habían hecho ellas con mi madre y mi hermana. Aquel odio fue suficiente para sustentarme unos años. Me alimentaba de la ira, me bañaba en furia, rezaba con malicia. Pero una mañana, una mujer de mi barco me preguntó qué haría después de haber vengado a mi madre y a mi hermana. No lo había pensado. Para mí, era un destino y había dejado que se convirtiera en el capítulo final de mi historia. Darme cuenta de eso me hizo pensar que la mejor venganza de todas era no malgastar el regalo que suponía haber sobrevivido y vivir con la fuerza con la que había luchado, con la que había vencido. —Pero… —dijo Sophia, intentando controlar la voz—, ¿cómo vives con ello? Con la ira… con la vergüenza… «Vergüenza». Nicholas sintió que algo le subía por la garganta y se le quedaba atascado. Li Min, que había levantado una mano, la dejó inmóvil sobre el ensortijado pelo oscuro de Sophia. —Da igual lo mucho que lo intente —prosiguió Sophia—. No puedo olvidarlo. Las imágenes no me abandonan. Noto sus manos calientes apretándome el cuello. www.lectulandia.com - Página 277

—Un momento puntual no define la vida de una persona. Sin errores y juicios equivocados nos estancaríamos. No tiene nada de vergonzoso que le den una paliza a una cuando la superan en número. Nada, dado que fuiste valiente y te defendiste de ellos. Las cicatrices y las heridas no son algo por lo que haya que desesperarse: son marcas que dicen que eres lo bastante fuerte como para haber sobrevivido. —Pero es que es superior a mí… El error que cometí no me afectó solo a mí. — Sophia miró a Nicholas para comprobar si seguía durmiendo—. No éramos… no éramos amigas, pero me siento muy mal por lo de la Linden. Soy responsable de lo que le sucedió… y la cara de pena que tiene este constantemente no me ayuda mucho. —Es comprensible —dijo Li Min, con un tono extraño en la voz. Con la mano que tenía libre le cogió la palma a Sophia. No volvió a hablar hasta que Sophia levantó la vista y la miró—. Pero fue ella la que tomó las decisiones que la llevaron a ese punto. ¿En serio? Tal y como lo veía él, desde que Sophia Ironwood había entrado en su vida, Etta no había tenido oportunidad de elegir. —Lo que más me preocupa es qué le pasará a él. Antes, me parecía imposible que consiguiera vengarse de Cyrus Ironwood pero, ahora… no estoy tan segura. Él. «Yo». El muchacho cambió de postura, en el suelo, y deseó poder usar el brazo derecho para ponerse de pie. Li Min asintió y dijo: —Antes, pretendía confortarlo, hacerle entender que, después de la muerte, no queda nada. Esa muchacha ha vuelto con sus ancestros, que la escudan, que la protegen. Sin embargo, cosas así solo puedes decírselas a aquellos que quieren escucharlas. Y él aún no está preparado. Aquellas palabras fueron como una espada caliente que se iba abriendo paso entre sus costillas. Nicholas se tapó la boca con la mano. —Lo que importa es lo que crea él, y da la impresión de que no solo está sufriendo una pérdida, sino que se está cuestionando su fe y el camino que tiene delante. —Parece la tónica, últimamente… —comentó Sophia. —Tengo la sensación de que, aunque la pérdida del ojo ha mermado ligeramente tu visión, la experiencia te ha dado la capacidad de ver las mentiras con las que te criaron. Puedes ir adonde quieras, siempre y cuando tengas cuidado, y puedes ser quien quieras ser. Hay mucho poder en ello, tal y como le dijiste a Carter. Algunos no tenemos tanta suerte… así que, por favor, no dejes caer en saco roto mis palabras. —No lo haré. La joven se giró, para poder apoyar una mano en el suelo, de modo que las piernas de Li Min quedaron atrapadas entre el brazo de Sophia y el resto de su www.lectulandia.com - Página 278

cuerpo. Luego, se inclinó hacia delante y estudió el gesto de la joven oriental con tanto detenimiento como esta observaba el suyo. Cuando volvió a hablar, lo hizo en ese lenguaje secreto que solo entendían ellas, ronco, grave… El fuego crepitó, mientras se consumía, y aquel suave sonido fue distracción suficiente para que Li Min apartase la mirada y se concentrase en la distante ciudad. —Has sido una buena… amiga —le dijo Sophia—. Gracias. La oriental sacudió la cabeza y se soltó. —Yo no soy tu amiga, nû shén, ni estaré jamás en el camino que quiero. No puedo ser sino lo que soy. Cuida de tu corazón. —No tienes por qué estar sola —dijo Sophia—. No tienes por qué seguir tomando esa decisión. Hablas de llevar el pasado con honor, pero el tuyo te acecha, te acosa… y dejas que lo haga. No aceptas que, en realidad, la gente te creería. Te ayudaría. —No entiendes nada. La chica no había respondido enfadada, sino que era la frustración la que se entrelazaba alrededor de sus palabras, un dolor inconfundible. Poco rato después, oyó los pasos de la chica acercarse a él y también oyó decir a Sophia: —Y quiero que sepas que no iría a ninguna parte adonde vosotros dos no pudierais acompañarme.

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Nueva York 1776

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Veinticinco Observaron cómo los caballeros más ricos que quedaban en la ciudad se pavoneaban y cómo las damas vestidas con las mejores sedas y engalanadas con perlas subían la escalinata del edificio de ladrillo frente al que paraban los carruajes en los que llegaban, todo ello de muy buen humor, entre risas. Dos pisos más arriba, abrazando la oscuridad de una luna nueva, Nicholas se apoyó todo lo que se atrevió para contar el último grupo de oficiales que subía calle arriba. Podrían haber pasado por una patrulla más, como los soldados que había visto hasta el momento, pero el número de condecoraciones que llevaban en el pecho no era normal. Estaban en guerra, pero la ciudad llevaba meses ocupada sin que apenas hubiera habido combates. Que las botas de los soldados relucieran tanto, como si apenas las utilizaran, solo corroboraba ese detalle. El sable ceremonial que llevaban al cinto captaba el fulgor de las tres plantas de ventanas iluminadas que los recibían. Cada vez que la puerta se abría para dar la bienvenida a nuevos invitados, algo que sucedía sin descanso, parecía que el sol saliera por entre las calles. —No puedo creer que ese cabrón haya organizado un baile —gruñó Sophia. —Tiene que mantener las apariencias, aunque solo sea por el bien de la línea temporal —comentó Nicholas. La boca vacía que el muchacho sentía en el pecho se abrió de par en par y devoró ese humor taciturno en el que había llegado a su época natural. Devoró su ira, su dolor… y pretendía devorar también su corazón. Al mismo tiempo, aquello le proporcionaba cierta libertad, pues podía dejar de lado el decoro y los modales y entregarse al frío que se extendía por sus venas. La gente de la calle parecía feliz, como si no tuviera ni miedos ni preocupaciones. Los que no entraban a la frívola fiesta se encaminaban a ver alguna de las producciones que los teatros de la ciudad tenían en cartelera. «No la llevé a ver ninguna obra de teatro». Un pensamiento más con el que alimentar su vacío. Había llegado un punto en que no soportaba pensar en ella; y menos desde que había tomado la decisión de hacer algo tan terrible. Etta creía tan a pies juntillas en la bondad que había en él, en su honorabilidad, en que era una persona virtuosa, con valores… ¿Qué vería ahora? Ni siquiera él se reconocía. Li Min llevaba callada tanto tiempo, envuelta en aquella capa oscura e impenetrable, que Nicholas se habría olvidado de ella de no ser porque la chica se giró en ese momento para mirarlo. El joven empezaba a sospechar, y a aceptar, que la chica era una de esas personas capaces de analizar, tragar y digerir a otras con solo mirarlas. En vez de sentirse frustrado o sorprendido por la cruda perspicacia de la

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oriental, casi se sentía aliviado por no tener que explicarse, por no tener que ponerle nombre a la tormenta que arreciaba en su interior. —No te enfrentes a ella, que es beneficiosa —le dijo la chica—. La ira es sencilla. La ira te ayudará a moverte si en algún momento flaqueas. Si no puedes evitar la oscuridad, has de abrirte camino a través de ella a la fuerza. Luego, le tendió una daga que parecía hecha de marfil. Nicholas la cogió con cautela y examinó la cabeza de dragón tallada en la empuñadura. La hoja curva sonreía en su mano. —Se me da mejor disparar —dijo el muchacho antes de hacer el ademán de devolvérsela. —No puedes intentarlo con una pistola de chispa. Hasta con la música, alguien lo oiría —le respondió Li Min mientras empujaba el arma hacia él. En eso tenía razón. Nicholas aceptó la daga: comprobó el peso y el tacto de la empuñadura en su mano. En lo que a armas se refería, el cuchillo que llevaba él estaba desafilado, y aunque no le había decepcionado cuando lo había usado, una hoja tan cortante y equilibrada como la que le había ofrecido Li Min sería una herramienta mejor para… «Asesinar». Nicholas echó los hombros hacia atrás. —Mucho sabes al respecto, ¿no? —Después de escapar de la oscuridad y antes de poder conseguir otros trabajos —le contó Li Min—, solo me dediqué a una cosa. —El rostro de la chica no mostraba expresión alguna—. No es una persona, Carter, sino una bestia —añadió—. No malgastes el tiempo con su corazón, rájale la garganta sin miramientos, antes de que diga nada. No iba a ser la primera vez que Nicholas matara a una persona y su abyecto orgullo casi lo obligó a contárselo a Li Min. Sin embargo, sí que era la primera vez que iba a matar sin estar defendiéndose de un ataque, y era justo eso lo que a su alma tanto le estaba costando aceptar. A cada segundo que pasaba, sentía como si fuera reduciéndose a su esencia más cruda. En ciertos instantes, se sorprendía al verse allí otra vez, se sorprendía de haber acabado así. El viaje había empezado en aquella casa, en aquella misma ciudad, con una elección. Con una joven. Se guardó la daga en el cinturón y se llevó la mano al pendiente de Etta, que le colgaba al cuello por debajo de la camisa. «Deja que el fin justifique los medios». —Gracias —le dijo a Li Min. Apenas unos pocos días antes, aquella chica había sido una extraña y, ahora, intentaba reconfortarlo; aunque, en realidad, lo que necesitaba era que la voz de la sensatez reprendiera a la de su cabeza. Nunca lo olvidaría.

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—Ese es el minué —susurró Sophia mientras llegaba arrastrándose por el tejado —. ¿Quieres esperar a que hayan bailado un poco más? Los bailes de Cyrus Ironwood siempre empezaban con un minué, durante el cual el hombre bailaba con una dama de su elección. La atención de los asistentes estaría centrada en los bailarines congregados en el primer piso de la antigua casa, que se deslizarían alrededor de las mesas de juego, de las bandejas de comida y de las flores del invernadero. Hasta era posible que el grupo de guardias del anciano estuviera distraído el tiempo suficiente como para que Nicholas pudiera entrar con facilidad por la tercera planta. Movió la cabeza de un lado a otro. Era el momento. O jamás reuniría fuerzas para hacerlo.

Las casas que había a lo largo de la calle Queen, las que el incendio al oeste de Broad Way había perdonado, eran criaturas altas y orgullosas que bien podrían haber formado parte de los barrios ricos de Londres. Gracias al ego de una sola persona, la antigua casa de los Ironwood destacaba entre las demás y se había convertido en un palacio desde el que gobernar un imperio durante siglos. Sus interminables hileras de ventanas y el hecho de que atrajera la atención de forma natural hacían que fuera muy difícil entrar en ella desde la calle. La cuerda, que habían atado a la chimenea de una casa vecina y luego lanzado con un garfio al tejado de la de los Ironwood, facilitaba la tarea, pero tampoco mucho. Con la mano derecha inútil, Nicholas tuvo que pasar ambas piernas y ambos brazos alrededor de ella, por lo que le costaba mucho esfuerzo avanzar y lo hacía con torpeza y terriblemente despacio. Sophia lo siguió a cierta distancia y Nicholas se sintió defraudado al ver que Li Min no la cruzaba andando, como un gato, sino como un mero mortal. Una vez al otro lado, cortaron la cuerda, con lo que una parte quedó colgando de la casa vecina. El resto lo ataron a la chimenea de los Ironwood y Li Min lo usó para bajar caminando por las paredes traseras. Pasó entre ventana y ventana con facilidad, como si tuviera mucha práctica. Sin venir a cuento, Nicholas pensó que se le daría muy bien formar parte de una tripulación pirata. La chica desapareció de la vista, pero desde arriba la oyeron abrir una ventana situada debajo de ellos. —Es hábil, ¿eh? —comentó Sophia en tono de admiración, mientras se asomaba por el borde del tejado para ver a Li Min en acción. Nicholas la cogió de la oscura chaqueta que llevaba para evitar que se precipitara al vacío. Un tironcito en la cuerda les indicó que era seguro bajar, pero Sophia lo detuvo. A Nicholas le pareció que estaba intentando decirle algo; tenía la boca torcida, como si acabara de tragar un bocado amargo. www.lectulandia.com - Página 283

—Todo va a salir bien… ¿verdad? —le dijo la muchacha después de un momento. —Por lo menos, seré rápido. —No me parece justo —le dijo mientras Nicholas empezaba a descender, sujetando la cuerda con fuerza—. Se merece un final mucho peor que el que tú vas a darle. —Si me sucede algo… Sophia lo agarró por el cuello de la camisa. —¡No te va a suceder nada! El muchacho asintió. —De acuerdo, señora. Sophia ayudó a balancear la cuerda lo suficiente como para que Nicholas metiera las piernas por la ventana abierta. Li Min tiró de él hasta que se sentó en el marco. Lo que el joven recordaba de la disposición del interior de la casa les había venido bien. Li Min cogió una vela de la pared de la escalera de servicio y se asomó al descansillo para asegurarse de que no venía nadie. Aunque estuvieran dentro de la casa, aquella escalera estaba tan aislada, tan separada de la grandeza del resto del edificio, que la música, pese a lo viva que era, les llegaba muy amortiguada. Resultaba destacable lo rápido que los recuerdos podían clavarse en alguien. El aire, que notaba amargo en los pulmones, los crujidos del suelo… todo aquello hacía que se le revolviera el estómago. Aquella era una casa en la que, en un momento dado, todo se extinguía, hasta la esperanza. Aunque había conseguido mantener la compostura intacta hasta entonces, tuvo la sensación de que se le empezaba a resquebrajar. Durante unos instantes, se sintió tan tenso que no se atrevía ni a moverse. Le daba miedo que el fantasma de su madre se le apareciera por la escalera. El joven sintió la mirada de Li Min. La chica intentaba entender por qué no reaccionaba. Él no se giró. La bilis le quemaba en la garganta, pero se la tragó, preocupado, porque el mero hecho de estar entre aquellas paredes empezaba a hacer pedazos su determinación. Hasta aquel momento, había creído que sabía lo que era el odio, pero al entrar de nuevo en aquella casa se había dado cuenta de que dicha sensación vivía en aquel lugar, como si fuera una capa de polvo. La familiaridad del sitio le resultaba devastadora. Si bien él había cambiado en muchos aspectos, la casa seguía igual que siempre. Aún tenía la sensación de que las sombras se estiraban para alcanzarle, que tiraban de él para recordarle: «Me perteneces… Siempre me pertenecerás». La casa siempre pretendería hacerse con un pedazo de él, un pedazo que nunca le devolvería. «Tengo que irme de aquí». Tenía que acabar lo que habían venido a hacer y marcharse cuanto antes. —Hazme una señal si necesitas ayuda. Si su muerte deja huérfano a alguno de nosotros, vuelve a Nassau en este mismo año. Nos reuniremos allí. www.lectulandia.com - Página 284

Nicholas asintió y sacó del cinturón la daga que Li Min le había dado. No se había parado a pensar en las consecuencias que tendría aquello. Lo más seguro era que el pasadizo por el que habían llegado, el que estaba al norte de la ciudad, se colapsara, sí, pero ¿qué más se desvanecería? Durante décadas, el tiempo había girado en torno a los designios de Cyrus Ironwood y resultaba imposible predecir qué sucedería una vez que se desmoronara el núcleo de ese control. Empezó a subir la escalera. Los peldaños eran más cortos de lo que recordaba, pero le hablaban cada vez que ponía su peso en ellos, le recordaban por qué estaba allí y qué era lo que había ido a hacer. Por primera vez se alegró de llevar una daga en vez de una pistola. Tal vez así pudiera darle una cuchillada al anciano por cada año de vida que le había robado a Etta. «Etta». Recordó que a Cyrus Ironwood no le gustaba ver a sus sirvientes y esclavos a menos que estuvieran llevando a cabo una tarea en concreto en una habitación en particular. Cada piso tenía un estrecho pasillo de servicio que conectaba con la escalera oculta. Además, la puerta de cada uno de los dormitorios de aquel piso estaba disimulada para confundirse con una parte de la pared. Nicholas fue extremadamente cauteloso y esperó en lo alto de la escalera para ver si oía algún ruido de los sirvientes o si veía a alguno de ellos. Pero estaban todos abajo, ocupados, encargándose de las necesidades de los invitados. Nicholas entraría en el aposento del anciano y esperaría. Si el tiempo hubiera sido un aliado, y no un enemigo, podría haber esperado a que el anciano se durmiera y hacerlo entonces, pero las horas que desperdiciara esperando solo servirían para que aumentaran las probabilidades de que el cuerpo le fallara. A aquellas alturas, ya empezaba a sentir como si tuviera la cabeza llena de plumas y notaba que iba perdiendo visión periférica. Debía hacerlo cuanto antes. Cuando hubiera completado la misión, Sophia le tiraría una cuerda desde el tejado y tendría que trepar por ella para escapar. Era sencillo, pero hasta los planes sencillos podían sufrir calamidades inesperadas. Nicholas seguía navegando hacia delante. Ignoraba los chillidos y correteos de los ratones a su paso. Al otro lado de la pared oyó a dos hombres —dos guardias— que hablaban de todo lo que habían comido. Sabía que la puerta de al lado era la que estaba buscando. Después de un momento, que pasó asegurándose de que no oía a nadie dentro, puso la mano en el cerrojo. Lo levantó. La puerta se abrió en el más absoluto silencio, cosa que lo sorprendió dado lo mucho que pesaba. Respiró hondo, calmado. Oyó crepitar alegremente el fuego en la parte más alejada de la habitación, pero no llegó a verlo porque había un gran sillón de terciopelo rojo delante. Aquella habitación también había resucitado y recuperado su vida anterior, cuando Cyrus Ironwood la había ocupado por primera vez. Recordaba el dibujo de la alfombra, importada desde la otra punta del mundo. Y los volúmenes prohibidos, www.lectulandia.com - Página 285

encuadernados en cuero, que ocupaban toda una balda: escritos con unas palabras que no entendía, siempre lo habían atormentado. Hasta la cama parecía tallada en sus recuerdos, con sus sencillas sábanas de lino, las columnas de madera y las cortinas de toile. Cerró la puerta con suavidad y avanzó por la estancia con la daga aún en la mano. Las pisadas rítmicas de los bailarines y los aplausos impedían el silencio. Por entre las grietas del suelo le llegaban las voces de los invitados, tan amortiguadas que no pasaban de un rumor. Tenía la impresión de que el mejor sitio para esconderse, y puede que el único, era detrás del biombo del rincón. La cama era demasiado baja como para esperar debajo de ella. El muchacho cruzó la habitación pisando con tanta suavidad como podía, pero, de repente, le sorprendió el olor dulce del tabaco. Se detuvo. En un primer momento, Nicholas había pensado que el humo salía de la chimenea, pero al pasar junto a la silla se dio cuenta de que se había equivocado. A pesar de que estaba justo delante de la chimenea, el anciano tenía el frac sobre el regazo, como una manta. Bajo la atenta mirada del joven, Cyrus Ironwood, su abuelo, tiró al suelo la peluca empolvada con la que había estado jugueteando y esta soltó una nube de polvillo blanco nada más estrellarse contra la alfombra. El hombre seguía con la atención concentrada en el librito que estaba leyendo. Puesto que miraba hacia abajo, Nicholas no alcanzaba a ver su expresión. En cualquier caso, por la manera en la que la luz del fuego iluminaba su rostro redondo, enmascarando casi las mejillas que colgaban como bolsas, este adquiría una calidez inmerecida. Se pasó los dedos por la barbilla mellada. —«Pero hay un árbol, entre muchos, uno, / una única pradera que yo había contemplado: / ambos evocan algo que se ha perdido; / a mis pies, el nomeolvides / reitera idéntico recuerdo. / ¿Adónde ha huido el resplandor visionario? / ¿Dónde están ahora la gloria y el ensueño?». Nicholas permanecía tan quieto como una estatua, como si le hubieran atravesado el corazón con un cuchillo. No podía pensar en nada. —Wordsworth —le explicó Cyrus Ironwood mientras dejaba el librito a un lado —. Me doy cuenta de que, en los últimos tiempos, estoy perdiendo el sentido del humor, pero me reconforta leer. Se puso de pie y dejó el frac en el respaldo de la silla. Por instinto, Nicholas dio un paso hacia atrás, tanto por lo rápido que se había movido el anciano como por el tono de cansancio de su voz. El hombre pasó junto al muchacho como si este no estuviera empuñando una daga y fue al rincón en el que guardaba el whisky. Sirvió dos vasos. «Muévete. ¡Muévete, maldita sea!». Sin mediar palabra, Cyrus Ironwood le ofreció uno de los vasos pero, como el muchacho no lo cogió, lo apuró de un trago. www.lectulandia.com - Página 286

—Me pregunto qué te dirá esta casa. Aquello despertó a Nicholas, que abandonó aquel silencio en el que lo había sumido la perplejidad. Era imposible que el anciano pudiera leerle el pensamiento, eso estaba claro, pero la otra explicación para lo que acababa de decirle parecía mucho peor: que sus cerebros seguían un camino similar, que su corazón hablaba el mismo lenguaje. —A mí me habla de arrepentimiento —dijo Ironwood, mientras se llevaba el borde del vaso a la sien. Fue en aquel preciso momento cuando Nicholas empezó a sentir que se le ponían de punta los pelos de la nuca. Porque Cyrus Ironwood podía ser muchas cosas, pero no era ni un sensiblero ni un sentimental. «¿Estará borracho?», se preguntó el joven. Agarró la daga con más fuerza. Había visto a aquel hombre beberse tres botellas de vino y seguir lo bastante sobrio como para asistir a reuniones de negocios. De hecho, siempre había considerado que aquella era una habilidad que había cultivado con cuidado, la tolerancia al alcohol, con la intención de desarmar a sus rivales o posibles socios comerciales que no pudieran seguirle el ritmo. Cada objetivo, cada palabra, cada acción de aquel hombre, todo, estaba pensado para desarmar a su oponente. Sin duda, aquel falso sentimentalismo era el arma que había elegido para poner nervioso a Nicholas, y el joven estaba molesto consigo mismo porque había caído en la trampa. —No imaginaba que ni tan siquiera supieras lo que significa esa palabra. —Ya… —levantó el vaso en su dirección—. Y aun así tengo tantos remordimientos que podría empapelar la casa entera con ellos. Por fin miró a Nicholas. Lo estudió en la penumbra del dormitorio. —Llevo preguntándome por qué desde que has entrado… Siempre he sabido que habría un cuándo, pero el porqué es un misterio para mí. ¿Por lo que eras cuando vivías aquí?, ¿porque Augustus abusaba de tu madre y porque, luego, encima, la vendí?, ¿porque te sentías ninguneado por la familia?, ¿porque rompiste nuestro contrato y sabías que esta era la única manera de escapar de las consecuencias? ¿O lo haces, Samuel, por la satisfacción que te proporcionará? Nicholas fue consciente, por el brillo de los ojos del anciano y por el hecho de que hubiera usado su nombre de pila, de que Cyrus Ironwood había preparado todos aquellos golpes como un jefe de cocina prepararía sus cuchillos para, después, plantearse cuál utilizar para cada corte. —¿O… o acaso se debe a que pretendes vengarte por lo de ella? Nicholas movía el cuchillo siguiendo los pasos del hombre a uno y otro lado. En lugar de dirigirse hacia la cómoda o hacia la mesita de noche, Cyrus se acercó al baúl situado a los pies de la cama. —No… Da un paso atrás.

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Nicholas sabía muy bien que el hombre podía esconder una pistola o un rifle en él. —Por supuesto —respondió el anciano con sorna—, pero, entonces, tendrás que ser tú quien coja el paquete que hay dentro. Al fin y al cabo, he estado guardándolo para ti. Nicholas se dio cuenta de lo que pretendía con aquel cebo, pero su conducta lo tenía desarmado. A decir verdad, cuanto más sincero era Cyrus Ironwood, más cerca se encontraba de infligirle una herida mortal a su enemigo, de atravesarle el corazón. Sin quitarle ojo de encima y con la daga preparada, el muchacho se acercó para coger el paquete. Era plano y estaba envuelto en pergamino y atado con cuerda. Daba la sensación de que había viajado mucho, ya fuera en kilómetros o años. El anciano se puso las manos a la espalda. —Venga, ábrelo. Y que Dios lo ayudara, porque es justo lo que hizo, abrirlo. Rompió el papel con una mano. Incluso antes de ver la tela, el fino gömlek, el chirka esmeralda, olió a jazmín. Era el dulce olor del jabón de Etta. Y también olía a sangre. La sensación que tenía en las manos había desaparecido. El pulso empezó a latirle en las sienes. Había tanta sangre en la prenda que la tela estaba tiesa; la sangre reseca saltó cuando el muchacho pasó los dedos por el delicado encaje y por las costuras de la chaqueta. Hasta que llegó al agujero rasgado del hombro, donde le había acertado. —Esto me lo envió un guardián hace unas semanas. Era la prueba de que Etta Spencer había muerto. Su padre reclamó su cadáver, pero pensé que tú querrías sus efectos personales. «Esto es lo que queda». Los recuerdos se perderían, el tiempo se llevaría sus pisadas… y aquello sería lo único que le quedaría de Etta Spencer. —Esto es culpa tuya… —soltó Nicholas, mientras lo miraba furibundo—. ¡Tuya! —Sí. El anciano respondió con la cara vuelta, como si le importase, como si se sintiera mal por lo que había hecho. La furia superó a Nicholas, que lanzó una cuchillada a Cyrus Ironwood, pero este se echó hacia atrás lo suficiente como para evitar que lo abriera en canal. Sin embargo, el joven lo alcanzó en el hombro, en el que apareció un tajo encarnado que empezó a sangrar. Nicholas se sentía agitado, torpe, como si el enfado y la pena bulleran en su interior de tal manera que no fuera capaz de controlarse. No quería caer ahora. No quería ponerse a gritar hasta quedarse afónico. —¡Y todo porque sigues queriendo una maldita cosa… a pesar de que ya tienes todo lo demás! ¡No te vale con la destrucción que has provocado, necesitas la herramienta que la haga total! Nicholas estaba furioso y sabía que los guardias no tardarían en entrar, que lo matarían allí mismo. Aun así, Cyrus Ironwood no se movía, no se burlaba de él, no se www.lectulandia.com - Página 288

defendía. «¡Mátalo! ¡Mátalo!». Pero era incapaz de moverse. —Lo que sientes tú es lo que siento yo todos los días desde hace cuarenta años. —No digas nada más. No sabes nada de mí ni de lo que siento. ¡Nada! —¿Ah, no? Cyrus Ironwood miró el retrato que tenía junto a la cama. Era de Minerva, su primera esposa. —Veo cuántas ganas tienes de clavarme esa daga en el corazón, y lo cierto es que no te culpo. —Tú no tienes corazón… De lo contrario, jamás habrías arrastrado a Etta a esto y seguiría… No se atrevía a acabar la frase. Era un cobarde. —Y si Rose Linden no nos hubiera traicionado y hubiera escondido el astrolabio… y si sus padres no se hubieran enfrentado a nosotros con tanto ahínco por el control del tiempo… y si nuestros ancestros no hubieran utilizado jamás el astrolabio… ¿Te das cuenta de lo fútil que es ese razonamiento? Podemos pensar en el pasado, pero no podemos vivir en él. Parece que no comprendas que el astrolabio no es una herramienta de destrucción, sino de sanación. Puede arreglar lo que está mal. Salvar vidas. «Salvarla a ella». Ni siquiera había pensado en ello. ¿Cómo era posible que no se hubiera planteado ni en una sola ocasión que, si esperaba un año, podía viajar al momento en que Etta iba a morir y salvarla antes de que los secuaces de Cyrus Ironwood tuvieran oportunidad siquiera de alcanzarla? Claro, podría encontrar la manera de evitar que Etta desapareciera. —Eres tan egoísta que no te importa que el cambio que pretendes hacer en la línea temporal, por tu propio beneficio, deje huérfanos a muchos viajeros. —Egoísmo no, amor. Por ella. No había ironía en su tono de voz, ni condescendencia. Nicholas sacudió la cabeza, no podía creer aquellas palabras. Estalló en una carcajada sombría y seca. Como si aquel hombre supiera siquiera qué significaba aquella palabra, lo que entrañaba. Nicholas odiaba esa parte tan blanda suya, la que le susurraba una y otra vez: «Cuarenta años. Cuarenta años. Cuarenta años». Cuarenta años sintiéndose así. Sintiendo aquella presión insoportable. Sintiéndose como si estuviera encerrado en una jaula de ira y dolor. Porque parte del muchacho estaba escuchando. Parte del muchacho entendía la verdad que había en las palabras del anciano y empezaba a acariciar la solución que se le presentaba. Se sentía como si volviera a estar en su lecho de muerte, con la

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fiebre nublándole el pensamiento. Era como si el hombre le abotargase los sentidos, como si no fuera real. —Veo que consideras que soy incapaz de ver mis fallos, pero he mejorado el mundo. He hecho lo que era necesario para arreglarlo, después de años de guerra entre las familias. He traído estabilidad y orden, y he metido en vereda a los peores viajeros. Mientras el astrolabio esté en juego, nunca habrá paz. —¿Por eso permitiste que tus hijos murieran? —preguntó Nicholas, en tono sardónico. El anciano se pasó una mano por la barbilla y dejó caer poco a poco los hombros. —Me he visto obligado a sacrificar mucho y he llegado muy lejos. Sin embargo… sin embargo, seguimos siendo cada vez menos, como les pasa a las especies inferiores. En ocasiones, aunque no a menudo, me pregunto cómo habría sido mi vida si no hubiera tenido que encargarme de esto. Creo que habría sido mercader, marinero. Tú también lo has sentido, ¿verdad? Me refiero a lo vasto que es el mundo cuando lo único que se ve en el horizonte es agua. —¡Para! —exclamó Nicholas—. Sé lo que estás haciendo… —En cuanto supe que esa era tu inclinación, que estaba en tu naturaleza… me vi en ti. Mi padre. Su padre. Todos forjados en el mismo fuego. Y cuando te esforzaste tantísimo por dejar de estar al servicio de la familia…, lo tuve claro, porque los verdaderos Ironwood no soportan la inactividad o ir contra su voluntad. Hacías que tu hermano no pareciera más que un potrillo. Nunca tuvo lo que es necesario para manejar la familia, para encargarse de ella… esas agallas, esa determinación, que me han hecho seguir buscando el astrolabio durante todos estos años. Lo que te ha traído hasta aquí esta noche. Nicholas se había quedado sorprendido al oír la palabra «hermano». Aunque hacía mucho que conocía al anciano, jamás le había oído usar aquella palabra sin que fuera acompañada de calificativos diversos. —No me parezco a ti en nada. Cyrus Ironwood se irguió y miró a Nicholas a los ojos. —Aún no has vivido apenas. No has acumulado triunfos y derrotas. Cuando tengas mi edad, mirarás atrás y verás a un extraño, y, en ese momento, lo único que tendrás serán tus convicciones. «Está convencido de que ha hecho el bien, de que es nuestro benefactor», comprendió Nicholas. No había falsedad en sus palabras ni trucos ocultos en ellas. Cuando era niño, había pasado años escondiéndose en la sala de los sirvientes y apartándose de la vista de aquel hombre cada vez que aparecía caminando a grandes zancadas por la casa; como un soldado. Daba la sensación de que sus puños, adelante y atrás, entraban en la habitación antes que él. Cuando había empezado a viajar con Julian, había visto en el hombre a un emperador calculador que exigía tributo a sus siervos y que perseguía a sus enemigos. Ahora, en cambio…, veía lo contrario. Era como una advertencia de lo que podía www.lectulandia.com - Página 290

suceder si se racionalizaba la moralidad, si se comprometían los valores con promesas falsas como «solo esta vez» o «nunca más». —Tú eres mi verdadero heredero. Tú. He sido un idiota al no percatarme de tu potencial durante tantos años. Podemos empezar de nuevo. Ya no soy joven… y son muchos ahora los que pretenden traicionarme. Necesito tu ayuda en ciertas tareas, para que seas mi defensor, para que seas mis ojos en aquellos lugares a los que ya no puedo ir. «No puedo matarlo». Sophia y Li Min tenían razón, pero su reflexión fallaba. Entregarse a los sentimientos de venganza le daría la victoria al anciano, destruiría a Nicholas para siempre y lo astillaría más y más año tras año. No podía condenarse a sí mismo de aquella manera. No había nada tan importante como librarse de aquel hombre, de sus palabras venenosas y de su legado sangriento. Si eso conllevaba su propia muerte, por lo menos habría conseguido evitar que el anciano obtuviera lo que quería y haría que se quedase sin heredero. Sujetó la daga con más fuerza, hasta que notó que la talla del dragón se le clavaba en la palma y le imprimía el rostro de aquel animal fantástico, le transmitía su ferocidad. —Hablas como si supieras dónde encontrar el astrolabio. —Y es que así es. Lo he rastreado hasta la guarida de la bruja de Praga. Ayer recibí la invitación de Belladona a la subasta. Con que pujemos, será nuestro. Tengo muchísimos más secretos con los que tentarla que nadie. Aquellas palabras cayeron sobre la piel de Nicholas como si fueran fuego y le provocaron ampollas, le traspasaron la carne, le llegaron al músculo, al hueso. La bruja de Praga. Pero qué idiota había sido. De haber sabido cuando se habían reunido que ella era la manzana podrida, habría analizado sus palabras con sumo cuidado. «En el último informe que he recibido, sí, los Espina siguen teniendo el astrolabio». Era una frase muy bien construida. Con precisión. Si no hubiera estado ciego de desesperación, quizá hubiera sido capaz de entender lo que significaba realmente. «En el último informe», no «en la actualidad». Aquella mujer era una criatura temible que elegía y calculaba sus palabras con la precisión de un joyero a la hora de tasar piedras preciosas. Era repugnante, sí, pero su astucia era innegable. Puede que incluso la respetara por ello, aunque solo un poco. Era normal que hubiera escapado al gobierno de Cyrus Ironwood. Era ese objeto sombrío, único, que se alimentaba de la luz y prosperaba con ella, pero que estaba lleno de engaños y sombras. —Necesitas tiempo para pensar en ello, lo sé…, pero no disponemos de él. Tengo… tengo que contarte una cosa, pero no puede salir de esta habitación, que no quiero que los nuestros se asusten y sé que tú eres una persona lógica, como yo. «Los nuestros». Nuestras filas. Claro, Cyrus Ironwood, daba por hecho que Nicholas iba a aceptar. www.lectulandia.com - Página 291

—Durante estos años he tenido un gran rival para hacerme con el astrolabio y… —Los Espina —lo interrumpió Nicholas. —No, no. Ese que no tiene nombre pero que lleva vivo generaciones. Estoy convencido de que es uno de los viajeros originales porque no existe información acerca de él excepto la que se cuenta en las leyendas. Él encontró las copias del astrolabio y drenó su poder, pero no podemos permitir que consiga el astrolabio original. Nicholas escuchó, inexpresivo, la historia acerca del alquimista y sus hijos. El anillo le quemaba en la mano. —Y ¿por qué busca el astrolabio ese… Ancestral? —preguntó cuando el anciano acabó de hablar—. Y, además, ¿qué te importa a ti que lo consiga? Cyrus Ironwood se sentó en la cama y se quedó mirando el fuego. —Estoy seguro de que existe un encantamiento, una especie de hechizo… que extrae la energía de los astrolabios. Él se alimenta de esa energía, lo que le permite tener una esperanza de vida muchísimo mayor de lo normal. Ahora bien, con dicho hechizo destruirá el astrolabio, lo convertirá en un objeto vacío… y eso no puedo permitirlo nunca. —¿Por qué? Aquello iba en la línea de lo que les había explicado Remus Jacaranda, pero en el caso de Cyrus Ironwood, el anciano acompañaba sus palabras de cierta preocupación, lo que hizo que Nicholas se planteara si no escondían algo. Algo peor. —Porque si las leyendas que se han transmitido en nuestra familia son ciertas, destruir el astrolabio no solo revertirá la línea temporal a su origen, sino que hará que cada viajero vuelva a su época original y sellará los pasadizos para siempre. Nicholas notó que se le resbalaba la daga. Su cabeza, sus pensamientos, iban a la deriva bajo la tempestad de posibilidades que aquello implicaba. «Está mintiendo. Miente más que habla. Quiere que lo ayude… y hará lo que sea para conseguirlo». Pero aquel miedo, aquella pátina resbaladiza y sudorosa que cubría las palabras del anciano, pintaba un retrato sincero del hombre porque, desde luego, si había algo que Cyrus Ironwood no había tenido nunca frente a Nicholas era miedo. Ni se había mostrado vulnerable. Por la noche, en el mar, Hall solía despertarlos a Chase y a él y llevarlos a la cubierta para enseñarles a leer las estrellas y a navegar ayudándose de ellas. Estando tumbado bocarriba en una ocasión, mientras las velas ondeaban con suavidad por encima de ellos y el mar susurraba por debajo, Nicholas había visto caer una estrella del cielo, que había quemado el aire con su velocidad y su brillo. El siguiente pensamiento se le ocurrió de la misma manera. «No quiere que nadie destruya el astrolabio porque eso desmantelaría la vida de los viajeros. Lo arruinaría. Acabaría del todo con su gobierno».

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No era suficiente con arrebatarle la vida. Ese era el problema de las familias viajeras, su historia. Otra figura cruel daría un paso al frente y llenaría el vacío que Cyrus Ironwood dejara. El caos volvería a apoderarse de ellos. Lo mejor era acabar con aquello de una vez por todas, evitarles a las familias y al resto del mundo el dolor que él sentía ahora. «Y, luego, podré descansar». Moriría sabiendo que había roto el último eslabón que lo unía a aquel hombre. Pero Etta… «Amor. Sacrificio. Renuncia». No podía salvarla a ella y destruir al anciano. Aunque tuviera tiempo para robar el astrolabio y escapar, los débiles latidos de su corazón, el esfuerzo que le costaba estar de pie, se lo dejaba claro: si no mataba a Cyrus Ironwood, no pasaría mucho más tiempo en aquel mundo. Pero no iba a matar a Cyrus Ironwood. Era la única forma que tenía de seguir viviendo como había elegido. Sería una buena muerte. Honorable. De esa manera, además, podría tolerar la rendición. Volvería a verlos. A su madre. A los amigos que había perdido en el mar. «A Etta». «Esperadme. Esperadme. Esperadme». Iría, como ya había hecho antes, hacia lo desconocido, hacia las aventuras que lo esperaran allí. El anciano se puso a caminar de un lado para otro una vez más, con las manos a la espalda. Sus palabras subían y bajaban, desaparecían en murmullos sin sentido mientras describía su plan. A Nicholas le pareció que era imposible ver al anciano más desnudo que en ese momento, aunque se quitara la ropa. El revestimiento de acero había desaparecido y al muchacho le producía un desasosiego profundo ver cómo la desesperación del anciano empezaba a parecer furia descontrolada. —Di que sí, Nicholas. No has perdido a tu amada. Esta es tu herencia. Es lo que te mereces. La certidumbre que se apoderó del corazón del joven lo aligeró de tal manera que Nicholas fue capaz de respirar hondo por primera vez en varios días. A cada latido de su pulso, notaba cómo el veneno iba extendiéndose por su organismo. Se acercó a la ventana y miró al jardín, que iluminaba la luz procedente del salón de baile. Desde allí alcanzaba a ver los arbustos en los que estaba escondida Sophia. Y a ella. La muchacha lo buscaba como aquel que sale a admirar las estrellas. Cuando sus miradas se encontraron, Nicholas sacudió la cabeza y cerró las cortinas de golpe. Sophia estaba confundida. «Lo siento». —Acepto tu oferta, pero quiero papel y tinta para escribirle una carta al capitán Hall y asegurarle que estoy bien. Cyrus Ironwood levantó la vista. Le relucían los ojos. El hombre se acercó al escritorio y sacó todo lo necesario de uno de los cajones.

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—Por supuesto. ¡Por supuesto! Ya verás que, ahora, tendrás mucho papel y mucha tinta, tanto como desees. Mi hombre de confianza buscará al capitán y le entregará la carta. También le pediré que vaya a buscar un médico para que te cure lo que sea que te han hecho en el brazo. Mejor aún, vas a venir conmigo al siglo XX. Para entonces, la medicina está muy avanzada. —No, no es necesario, ya me estoy curando —dijo Nicholas, con una voz que resonó en sus propios oídos. —Bien, bien. Al final del pasillo hay un dormitorio para ti. Descansa. Mañana hablaremos del plan que tendremos que seguir para obtener los fondos necesarios con los que conseguir acceso a la subasta. Luego, cuando el muchacho estaba llegando a la puerta, oyó cómo el anciano decía: —¡Dios mío, muchacho, esto casi ha terminado! «En efecto». Nicholas siguió el pasillo y dejó atrás a los guardias, que se quedaron sorprendidos. Caminaba por el centro, sobre la alfombra, sin necesidad de esconderse en las sombras como cuando solo era un secreto indeseado. No obstante, cuando llegó a la escalera y oyó la música del baile, la melodía vaporosa de las copas de cristal brindando las unas contra las otras, se encaminó a la escalera de servicio y empezó a bajarla. No le sorprendió que Li Min le echara las manos al cuello en cuanto cerró la puerta. Bien. Así podría encararse con ella a oscuras. —¿Qué está pasando? ¿Ahora eres su sirviente? —¿Has oído la conversación? La chica asintió. —Bien, porque no tengo mucho tiempo para explicarme. Le seguiré la corriente con lo del heredero hasta que tengamos el astrolabio en nuestro poder. Entonces lo destruiré. Era más sencillo contárselo a Li Min que, a su manera, siempre parecía saber el camino que iban a seguir varios pasos antes que Sophia y que él. Sophia, por el contrario, habría salido corriendo y habría matado al anciano. —No imaginaba que fueras a elegir el engaño. ¿Crees que conseguirás mantener el artificio el tiempo suficiente como para conseguir tu objetivo? Nicholas asintió. ¿Qué otra cosa tenía, sino aquella meta? —¿Me desprecias por lo que voy a hacer? Supondrá el fin de la forma de vida que conocemos. Si tienes riquezas en alguna época que no sea la tuya, la natural, es el momento de que las recuperes. Y de que te prepares para lo peor. —Si esta es mi última… la única… oportunidad que tengo para decirlo, agradezco haber tenido la oportunidad de considerarte mi amiga. No, espera, escúchame —dijo, al darse cuenta de que ella se disponía a hablar—. Por lo general, considero mis amigos a aquellos que me salvan la vida, así que espero no estar www.lectulandia.com - Página 294

ofendiendo tus habilidades de mercenaria. Te agradezco mucho lo que has hecho por mí y me alegro de haberte conocido… aunque ese lazo se vaya a romper con lo que me propongo hacer. —Nada rompe los lazos que hay entre las personas, ni los años ni la distancia — dijo Li Min—. Ahora bien, ¿das por hecho que no te ha mentido? ¿Y si lo que ha dicho que sucederá con la destrucción del astrolabio resulta que es mentira? He oído… —Se contuvo y reconsideró lo que iba a decir—. Es verdad que durante años he oído que destruir el astrolabio revertiría la línea temporal original, pero lo demás que te ha dicho… sonaba a táctica de defensa. Estaba demasiado cansado para discutir con ella al respecto. A decir verdad, casi ni se tenía en pie y, de hecho, tuvo que apoyarse en la pared para aguantarse. «Demasiado deprisa… Todo esto está sucediendo demasiado deprisa. Necesito más tiempo… Por favor, Señor, necesito…». —El hombre con el que he hablado en esa habitación tenía miedo. No sé qué creer. El mundo está patas arriba y esta es la única manera que se me ocurre de ponerlo en orden. —De acuerdo, amigo mío. Te seguiremos y te ayudaremos en lo que podamos. Cuando quieras que nos reunamos, desátate el cabestrillo. A decir verdad, Nicholas no se había esperado aquella reacción y le conmovió el hecho de que la chica tomase una decisión con tanta facilidad. —¿Y si sois vosotras las que tenéis que hablar conmigo? —Encontraremos la manera de hacerlo. —Como siempre —respondió con una especie de sonrisa en los labios—. Pues hasta entonces. Antes de irse, Li Min le puso la mano en el hombro durante unos instantes. Los ojos de Nicholas se habían acostumbrado a la oscuridad lo suficiente como para ver con nitidez la cara redonda de la chica, mientras esta observaba la camisola sin botonadura que había robado para él apenas unas horas antes. —¿Qué habrías hecho si… si ella hubiera sobrevivido, si la hubieras encontrado? Le costaba pronunciar el nombre de Etta. Era como una espina en su lengua… pero como un campo florido en su corazón. —Creo… creo que eso ya no importa. Si no se me presenta la oportunidad, dile a Sophia que siento mucho que las cosas hayan salido así. Que espero que lo comprenda. —Lo comprenderá. Puede que incluso aprecie la manera tan astuta en la que vas a destruir al anciano. Li Min se apartó de él y se encaminó a la ventana por la que habían entrado. —Ahora bien, como mueras en el intento, te perseguirá hasta el infierno y te traerá de vuelta a rastras. Eso, desde luego, lo tenía claro. Le satisfacía pensar que Sophia jamás permitiría que los límites de su época la constriñeran en el siglo XX. La muchacha se abriría www.lectulandia.com - Página 295

camino hasta esa misma independencia que durante tanto tiempo le había faltado a Nicholas. El joven había estado muy equivocado al pensar que lo único que sustentaba la alianza entre la muchacha y él era el odio que sentían el uno por el otro. Había estado muy equivocado respecto a muchas cosas. En vez de seguir escaleras abajo, en vez de pasar entre los invitados rutilantes que bailarían hasta que llegara el amanecer y continuar después hasta la cocina, empezó a subir. Los peldaños soportaban su peso entre quejidos quedos. No tardó en llegar al desván, lugar que había sido su hogar durante sus primeros años de vida. A punto estuvo de darse un golpe en la sien contra una de las vigas. Ahogó una exclamación de sorpresa y se agachó para entrar por la puerta y no rascarse la espalda contra el rugoso techo. El anciano debía de haber hecho alguna reforma allí, porque era imposible que las vigas hubieran sido tan bajas en su día. Ahora apenas se podía entrar en el desván. Intentó recordar si su madre o alguno de los otros cinco esclavos de la casa con los que dormía allí tenían que agacharse tanto para entrar, si tenían que encoger el cuerpo para pasar a aquel pequeño espacio que les habían proporcionado. Ya no había mantas en el suelo, solo una cama con un colchón bajo la ventana. El colchón tenía una agujero por el que se escapaba la paja, un agujero que debía de haber hecho una diligente rata. El suelo estaba lleno de polvo. Nadie había entrado allí en años. La habitación lo envolvía, pero le resultaba prácticamente irreconocible desde el ventajoso punto de vista que le confería su estatura actual. Se arrodilló e intentó recuperar algún recuerdo, intentó entender por qué aquel dormitorio le había parecido un reino en su día. Cuántas veces se había sentado junto a la ventana y había observado el ancho y pálido cielo sobre las casas vecinas, un cielo que resultaba tan prometedor más allá del cristal. Se preguntó si sería aquella la razón por la que Cyrus Ironwood los había confinado en aquella habitación en vez de en la bodega, para que vieran que todo estaría siempre fuera de su alcance, como el cielo. El encaje de telas de araña iba de una punta a otra de la habitación y la frágil luz de la luna se reflejaba en él. El tiempo empezó a pasar a su alrededor, dejando atrás los años, arreglando las grietas del suelo y los arañazos de las paredes, llenando la estancia con la suave luz de las velas y los susurros de la vida. El olor de la ropa de cama era el mismo que recordaba, a almidón, a cuero y a pulimento. Ni siquiera en aquel pequeño santuario habían sido capaces de escapar de sus tareas. Vivían para ellas. Se sentó en la cama y, con la mano izquierda, empezó a escribirle una misiva a Hall. Pero se detuvo nada más garabatear el saludo, porque no sabía qué decir aparte de «Estoy bien. Iré a buscarte en cuanto pueda». Tanto una cosa como la otra eran mentira y no podía dejar de pensar en ello. Ahora bien, si no era el propio Cyrus Ironwood quien rompía el sello de la carta para leerla, sería alguno de sus secuaces

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quien lo hiciera y, luego, informaría al anciano del contenido. Por tanto, decidió darle a Hall lo único que le quedaba, su gratitud: Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí. Sé que no es bueno parecer demasiado sentimental ante una situación incierta, pero haría mal en no aprovechar esta oportunidad, aunque solo sea para mostrarte mi agradecimiento. Gracias a la generosidad que albergas en tu corazón he vivido una vida estupenda. Nunca dejaré de luchar para honrar los valores de los que fuiste ejemplo para mí. Si es posible, encontraré la manera de ir a verte en cuanto pueda. N. Dobló el papel y se lo guardó en la chaqueta. Le resultaba extraño estar tan cerca del final del viaje y, al mismo tiempo, encontrarse en el sitio en el que había empezado, viéndolo como si fuera la primera vez. Recordando aquella rebeldía que lo invadía cada vez que pensaba en que había un mundo entero al otro lado de las paredes de aquella casa. El apellido Carter provenía del primer dueño que había tenido su madre y Nicholas había decidido mantenerlo, a pesar de que había aceptado el nuevo nombre de pila que le había sugerido la señora Hall. Lo de cambiarse el nombre había sido idea de aquella dulce mujer, una manera de conseguir que sintiera que era el dueño de su vida. El apellido lo había mantenido para honrar todo aquello por lo que había tenido que pasar su madre y todo lo que había arriesgado al esconderlo. Sabía que, si Cyrus Ironwood lo hubiera vendido y enviado a Georgia junto con su madre y los demás, era muy probable que no hubiera sobrevivido. Aquella era la cama en la que había dormido con su madre. Allí lo había mecido en sus brazos. Allí le había acariciado el pelo con aquellas manos llenas de cicatrices. Allí había tranquilizado su espíritu. Allí le había cantado aquella canción de su lejano hogar, que estaba a miles de kilómetros de aquella habitación pequeña y aterradora. Allí había llenado sus oídos con aquella plegaria fervorosa, que era la única arma que tenía la mujer para evitar que lo rodeara la oscuridad, para insuflarle vida a su alma inconquistable. Nicholas había vivido muchas vidas, pero la suma de su existencia le parecía mucho mejor que cualquiera de esas vidas por sí solas. Incluso en aquel momento, mientras el veneno se arrastraba por sus venas, aquella rebeldía ardía en su interior. Aquella misma necesidad de horizontes lejanos lo empujaba a luchar. «Nicholas» era el nombre que se había puesto en la cubierta de aquel barco, a la luz de un mar de estrellas. «Bastardo», decían de él los Ironwood. «Socio», le había jurado Etta. «Hijo del tiempo», lo había llamado aquel extraño.

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«Heredero», le había prometido el anciano. Pero allí, en aquel desván escondido, no había sido más que Samuel, el hijo de África, el legado de Ruth.

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MonteReynisf jal 1100 d. C.

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Veintiséis Etta, escondida entre las rocas y sin prestar atención a las gotas de lluvia helada que le caían en el pelo y en la cara, volvió a leer la nota.

Se requiere su presencia en la subasta de un artefacto raro de nuestra historia: un astrolabio de origen desconocido. El 22 de octubre de 1891, a medianoche. En el templo Kurama-dera, al norte de Kioto. La participación en la subasta está condicionada a la previa entrega de cien libras de oro o joyas por parte de cada pujador.

Desde el hospital improvisado habían ido hacia el norte del estado, hasta una cabaña que se encontraba en mitad del bosque y que nadie sabía ni cómo se tenía en pie, y habían vigilado la puerta durante un día entero por si aparecía algún Ironwood. En un momento dado, hambrienta y frustrada, Etta había decidido abandonar su escondite e ir adonde Julian decía que estaba la llave: enterrada bajo las raíces de un árbol cercano. Para cuando Etta consiguió abrir la puerta, el joven se había armado de valor y se había unido a ella para buscar entre el enorme montón de cartas y notas que había en el buzón. Algunas estaban rotas, estropeadas, qué duda cabe, por el proceso de entrega; otras daban a entender la época en la que se habían enviado por la calidad del papel y de la tinta. Todas llevaban el mismo sello de cera, el de los Ironwood, excepto una, que tenía un sello negro con una «B» marcada en el interior de una media luna. Julian la había cogido con dos dedos y la había sacudido, como si tuviera miedo de que fuera a morderle. Allí mismo habían leído la invitación por primera vez y, luego, el joven había revisado su diario de viajes para localizar la manera más rápida de llegar a alguno de los escondites en los que sabía que los Ironwood guardaban bienes y dinero. Sobre una mesa, Etta había encontrado un librito en el que se listaba una serie de pasadizos y que, muy probablemente, pretendía ser una guía para aquellos que llegaban a la cabaña necesitados de ayuda para navegar. Al parecer, había un pasadizo en Brasil que los llevaría directos al monte Kurama, pero aún tenían un problema bastante gordo. «Cien libras de oro o joyas». No solo serían difíciles de conseguir, sino que transportar tanto peso al sitio en que se celebraba la subasta tampoco iba a ser sencillo.

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Ahora, días después, se encontraban en unas rocas, vigilando la boca de una cueva, y Etta seguía buscando soluciones. —No quiero alarmarte, pero parece que se acerca un drakkar —comentó Julian mientras se apartaba del afloramiento rocoso desde el que se veía una playa negra. La frase sacó a la muchacha de su ensimismamiento. Etta cogió al joven por la túnica y tiró de él para ocupar su puesto. Miró a través de la niebla que extendía sus manos por el mar. De pronto, abriéndose paso en silencio por la penumbra, una cara tallada en madera apareció por delante del resto del barco. El mascarón era, en realidad, una serpiente, un espectro sombrío, con muchos dientes y un largo cuello curvado. Etta se sentó y se encogió más y más a medida que el barco avanzaba con suavidad, como un cuchillo que rasgara un velo. El rumor del mar y el graznido de los pájaros que sobrevolaban la playa enmascaraban el sonido de los remos al entrar y salir del agua. —Pensaba que habías dicho que Cyrus Ironwood había elegido este sitio para guardar el oro porque estaba abandonado. Tus palabras exactas fueron «sin perturbar por el tiempo o el ser humano» —soltó Etta mientras lo miraba por encima del hombro. —Vale, sí, se me conoce por adornar mis relatos con un toque dramático, pero ¿de verdad crees que no iba a prestar atención mientras me contaban dónde encontrar mi resplandeciente herencia? —Julian se inclinó por encima de la muchacha—. Este es un sitio de lo más seguro para guardar un botín porque los cambios de la línea temporal apenas lo alteran. Se supone que a nadie le gusta este lugar lo suficiente como para venir a visitarlo. Los Ironwood ya habían vaciado otras «cajas fuertes» en las que Etta y Julian habían mirado; eso, o la línea temporal había cambiado tanto que su contenido había desaparecido. —Excepto los vikingos —apostilló con ironía la muchacha. —Vale, excepto los vikingos. —Y los celtas. Y otros pueblos escandinavos. ¿Por qué no fue más allá de la época antigua? A la prehistoria. Y ahora que hablamos de esto, ¿hasta dónde llegan los pasadizos? ¿Es posible ver dinosaurios?, ¿hombres de las cavernas? Julian se apoyó en la roca y se llevó una mano al pecho. Su expresión era de asombro. —Dios mío, Linden-Hemlock-Spencer, creo que acabas de darle un nuevo objetivo a mi vida. Etta frunció el ceño. —¿Encontrar nuevos pasadizos? —¡No, cazar dinosaurios! ¿Por qué no se me habrá ocurrido? Ah, por lo de que te comen, supongo. Con esos dientes enormes y demás. Bueno, da lo mismo. —¡Ay, pero qué rápido muere el sueño! Etta volvió a mirar hacia la playa. www.lectulandia.com - Página 301

Llevaban una hora observando la cueva, escondidos de las miradas indiscretas por una curva de la montaña. Lo único que veían con tanta niebla era el borde de la entrada: estaba formado por enormes piedras en forma de pilar, algunas gruesas como tuberías y otras largas y estrechas como huesos. Todas ellas, al parecer, se habían desprendido de la faz de la montaña. De lejos, a Etta le había parecido que estaban apiladas sin más, como antiguas ofrendas para el rey que hubiera gobernado aquella montaña y aquella playa. El barco de los vikingos navegó entre las estrechas y altísimas rocas negras que sobresalían del agua hasta que llegó a la orilla. El atraque fue muy rápido. Guardaron los remos en el barco y también recogieron las velas para que no tirase de ellas aquel viento sibilante. Media docena de hombres bajaron del barco y se movieron con pies ligeros por aquella arena negra para ir cogiendo los cinco sacos de cuero vacíos que les lanzaron los demás desde la cubierta. Las huellas que dejaban en la arena se llenaban de lluvia y, desde lejos, parecían brillantes escamas. En un momento dado, una figura alta saltó desde la cubierta del drakkar que acababa de llegar y tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio porque llevaba una mano a la altura del pecho. Tanto el color de su piel como el de las ropas que vestía eran más oscuros que los de los demás. No llevaba pieles, como los otros. Los vikingos fueron reuniéndose a su alrededor muy poco a poco, como si, en realidad, no quisieran hacerlo. Subían y bajaban la cabeza según él iba hablándoles, dándoles indicaciones. Luego, el hombre se encaminó a la cueva que Etta y Julian habían estado vigilando, a zancadas, con los hombros echados hacia atrás y el mentón levantado, como… Etta se puso de pie antes incluso de darse cuenta de que iba a hacerlo. Luego, ahogó algo que estaba a medias entre una exclamación y una risa, y soltó: —¡Nicholas! Julian la sujetó por la parte de atrás de la camisa y tiró de ella para que se agachase, pero Etta se retorció, agitada. Nicholas estaba demasiado lejos. Demasiado. A Etta le tembló el cuerpo entero, como si estuviera protestando por tener que quedarse donde estaba. La joven se acercó al acantilado todo lo que se atrevió, ansiosa por verlo mejor. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que tenía miedo de que se le saliera del pecho. Cuánto le había crecido el pelo. Qué delgada tenía la cara, escuálida. La distancia que había entre ellos no se componía solo de aire, arena y montañas, se manifestaba también en todos los días que habían pasado separados, lo que daba forma a un profundo valle de incertidumbre. El cabestrillo que llevaba… ¿qué le habría pasado? ¿Quiénes eran los del barco y por qué…? Dos de los vikingos ayudaron a bajar al último hombre que quedaba en la nave. Tenía los hombros hundidos y llevaba una armadura de cuero y una capa de piel gris.

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Etta supo quién era, pero no porque su mente hubiera encajado las piezas, sino porque Julian lo había reconocido. El joven retrocedió unos pasos. Estaba pálido. Sin aquellos trajes tan maravillosos con los que se vestía para hacer creer a los demás que era un ser civilizado, Cyrus Ironwood parecía una bestia muy diferente. «¡Ay, Dios! —pensó Etta, mientras se llevaba un puño a la boca para no emitir ningún sonido—. ¡Tiene a Nicholas!». La muchacha había estado tan concentrada en encontrar el astrolabio, tan segura de que Nicholas seguía en Damasco, que no había barajado la posibilidad de que Cyrus Ironwood pudiera atraparlo de nuevo. Pero… los vikingos se estaban dirigiendo hacia donde les había indicado Nicholas, hacia la cueva situada al final de la playa… sin duda, para llenar aquellos cinco sacos con el oro que ellos habían ido a buscar. Cyrus Ironwood se acercó a Nicholas, le puso una mano en el hombro, y el joven no se apartó. Ni siquiera se inmutó. Se limitó a asentir y a señalar la cueva. A… sonreír. —¡En nombre de Dios…! —Julian, a todas luces sorprendido, tiró de ella para que se acuclillara y se acercara a él—. Ese es… es Nick, ¿no? Pero el otro… el otro es el abuelo… y están juntos… «Han llegado juntos para recoger el tesoro de los Ironwood». Durante un instante terrible, Etta tuvo la sensación de que no se notaba el cuerpo. Se sintió como si el gélido aire le hubiese helado los pulmones, hasta el punto de que le resultaba doloroso respirar. —Tiene que haberle… El anciano ha debido de obligarlo… —consiguió articular por fin la muchacha. El Nicholas que ella conocía apenas soportaba respirar el mismo aire que Cyrus Ironwood, por no hablar ya de permitir que aquel hombre lo tocara. «¿El Nicholas que conociste solo durante un mes?». No. No. «No». Etta apartó aquel pensamiento de su cabeza. El joven le había entregado el corazón con total confianza: ella conocía muy bien la forma de aquel corazón, sabía lo mucho que pesaba debido al odio y a esa tristeza devastadora que sentía hacia su familia. Nicholas no la estaba traicionando, la única traición que habría allí sería la de la propia Etta si decidía creer que el joven estaba haciendo aquello por algún motivo que no fuera el de sobrevivir. Respiró hondo y recogió su pequeña bolsa de provisiones. Aquel paisaje islandés era de una belleza fría y reservada, pero el terreno era impredecible y duro, como si le hubieran dado forma los gigantes mitológicos con sus idas y venidas. Julian y ella habían llegado hasta allí por una vereda que desembocaba en la playa y Etta decidió que, si bajaba por ella, quizá consiguiera llamar la atención de Nicholas sin que ninguno de los Ironwood la viera. www.lectulandia.com - Página 303

—Lo trata como… —empezó a decir Julian, que se había sentado. —Vamos. ¡Venga, vamos! El joven se giró y, por primera vez, Etta fue incapaz de entender la expresión de su rostro. —Lo trata como acostumbraba a tratar a mi padre. —¿Nicholas? Julian negó con la cabeza. —No, no… el abuelo a él. Lo que ves ahí no es un prisionero… sino un heredero. Aquella última palabra voló hacia ella como una flecha. Etta no permitió que le acertara y empezó a descender por el sendero. Se arrebujó en el pesado abrigo de áspera lana y se fijó en que la lluvia se había convertido en nieve que le empezaba a cubrir los hombros y el pelo. Dobló un recodo de la vereda a todo correr y se ayudó de manos y pies para evitar resbalar con el hielo y el musgo. Las olas rompían por debajo de ella, contra las rocas, y su bramido se confundía con el de la sangre de la muchacha al agolpársele en las sienes. Etta no apartaba la mirada de Nicholas, intentaba no perderlos de vista a él y a los demás antes de que se internaran en la cueva. Unas manos la sujetaron por los hombros y la sacudieron con tanta fuerza que perdió pie. Cayó sobre un terreno desigual y soltó todo el aire que llevaba en los pulmones, que se convirtió de inmediato en una nube blanquecina. Gimió de dolor e intentó respirar y levantarse, pero se lo impidió el beso de la afilada hoja que tenía apoyada en la garganta. Quienquiera que sujetara el arma, la apartó de golpe y el peso que había caído sobre su pecho desapareció acompañado de una exclamación. Para cuando Etta dejó de ver las estrellas y consiguió levantar una mano para quitarse la nieve de las pestañas, vio a una persona que le resultaba muy conocida y que la miraba horrorizada con un solo ojo porque el otro lo llevaba tapado con un parche de aspecto bastante impresionante. Su cerebro no tardó en comprender lo que estaba viendo, o a quién estaba viendo, mejor dicho, pero algo no le cuadraba: pelo corto, camisa y pantalones, botas… Etta se echó hacia atrás como pudo con intención de alejarse de Sophia. En un momento dado, tocó una piedra afilada; la cogió y la blandió contra la muchacha para que no se le acercara. —¿So… phia? La voz, que había pronunciado la pregunta con un tono débil, era la de Julian, que no se encontraba muy lejos de ambas jóvenes. Sophia se giró de golpe hacia él y se puso de pie. Cuando el joven la vio, se le descompuso el rostro. No solo parecía arrepentido, sino que más bien daba la sensación de que lo único que quería era que se lo tragase la tierra o que lo partiera un rayo. —Supongo que la pregunta evidente es: ¿tú no habías muerto? —dijo Sophia en un tono muy crudo. www.lectulandia.com - Página 304

Julian se atrevió a dar otro paso hacia ella y adelantó una mano, como si esperara que la muchacha se la cogiese. Sophia, sin embargo, se quedó mirándola como un lobo que está decidiendo si perseguir a una liebre o no. —Ah, eso… pues, nena… Soph, luz de mi vida… —dijo Julian, que era incapaz de apartar la mirada del parche. Para cuando el resto de los presentes empezaron a prestar atención al joven, en su rostro había aparecido un brillo extraño y febril. —No me refiero a ti —le cortó Sophia—, lo tuyo ya lo sé. Le estoy hablando a la Linden. —¿A mí? Admito que lo he pasado mal en un par de ocasiones, pero… Espera, ¿qué quieres decir? —Estabas muerta. Muerta. Ya sabes, que habías fallecido, que habías ido a reunirte con el Creador… Tu padre incluso retó a Cyrus Ironwood en una nota. Pedía satisfacción por tu asesinato a manos de sus secuaces. —¿Mi asesinato? Etta intentó ponerse de pie, pero Sophia tiró de ella y la puso de rodillas. Y lo mismo hizo con Julian. —Oh… ¿No me contaste que tu padre había hecho algo para quitarte al abuelo de encima? —comentó el joven—. Pues qué mejor manera de conseguirlo que haciéndole pensar que estás muerta. —Me parecería demasiado… —empezó a decir la muchacha con una sensación rara en el estómago. —¿Acaso no te explicó cómo? —Lo cierto es Sophia no parecía muy sorprendida —. Pero Julian tiene razón, la única manera de que Cyrus Ironwood te dejara en paz sería que pensara que estás muerta y que ya no podría darse el gusto de matarte con sus propias manos. Etta entornó los ojos. —Así que ahora es Cyrus Ironwood, ¿eh? Ya no es «el abuelo»… Sophia dio un paso atrás y también entrecerró el ojo. Por experiencia, Etta sabía que la joven era de las que se defendían bloqueando y atacando, y en aquella ocasión estaba preparada para hacerle frente. —Yo me aparto… —soltó Julian. Etta lo miró irritada y el muchacho enarcó una ceja antes de decir: —Nena, si juegas con el dragón, te quemas. —¿Qué estás haciendo aquí? Y ¿por qué vas disfrazada? —le preguntó Etta a Sophia. Sophia se rio a carcajadas. Era un sonido feo, como de agotamiento. Se levantó el parche y Etta vio la cicatriz y la cuenca vacía. Julian se llevó una mano a la boca, bien para evitar la tos, bien para ocultar la arcada; en cualquiera de los casos, el gesto no fue bien recibido.

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—Qué mono. Supongo que ahora aún me quieres menos. ¡Ah, no, que eso no es posible, que hasta fingiste la muerte para evitarme! Julian abrió la boca de par en par. —¿Qué? ¡No, Soph… de verdad, no tuvo nada que ver contigo! —Déjate de excusas. Lo que quiero es que me digas qué haces aquí y por qué estás con ella. —Fui a ver a los Espina… pero resultó una idea horrible. Me desprecian y me vi obligado a dormir con un ojo abierto mientras estaba con ellos. Ay, Dios… Perdona, Soph, se me ha escapado, lo he dicho sin pensar. Algo oscuro pasó al lado del hombro de Sophia. El paisaje parecía un bajorrelieve adusto, desde el frío cielo y las nubes esponjosas al musgo amarronado que cubría aquellas montañas y acantilados negros y les daba la apariencia de piel cuarteada. La cuestión es que allí había una persona más. Con su capa y su pelo oscuros, parecía que formara parte del paisaje. Si no se hubiese movido, es posible que Etta jamás hubiese reparado en su presencia. La reconoció. La recordó. «Tú». Vestía de manera diferente a la última vez que la había visto, en San Francisco. Había cambiado el suave traje de seda por una túnica de lino y unos pantalones anchos, y sujetaba ambas prendas con un apretado cinturón de cuero del que colgaban innumerables fundas y saquitos. Había varias cosas de su tía abuela Winifred que Etta habría preferido olvidar, pero su inclinación a los giros con el lenguaje no era uno de ellas. «Esa criatura con la que insistes en trabajar ha venido para obtener información». Sophia se volvió y las miró a ambas, a Li Min y a Etta. A la primera le soltó: —¿Qué estás haciendo? ¡Ven aquí antes de que te vean los de la playa! Pero la chica no se movió. —Parece que estabas equivocada —comentó Sophia—. Al fin y al cabo, esta es Etta Linden y, por lo que parece, no está muerta. Li Min observaba a Etta con la cabeza inclinada en un gesto de resignación. Con el tiempo, Etta había aprendido que la culpabilidad es una bestia en sí misma. Se metía por debajo de la piel de las personas y las llevaba a hacer cosas que jamás habrían imaginado, y solo para intentar aplacar esa incomodidad que provocaba. Etta comprendió por qué habían convergido todos en aquel lugar. La furia empezó a dar saltos en su interior como cuando se mueve el arco del violín a toda velocidad sobre las cuerdas. Ahora lo entendía. —Es curioso que les dijeras que estaba muerta, teniendo en cuenta que nos vimos en San Francisco hace menos de una semana —le espetó Etta con frialdad—. ¿Acabaste el trabajo que te encargó mi padre o has estado a las órdenes de Sophia

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todo este tiempo para minar los esfuerzos de los Espina? —De pronto, se le ocurrió un pensamiento más terrible aún—: ¿Te dijo él que nos mantuvieras apartados? —¿Trabajando para mí? No sabes lo que dices, Linden… como es habitual, por otro lado. Li Min seguía inmóvil. Era difícil decir, incluso, si respiraba. —¡Leches, claro! —Julian se dio cuenta entonces de quién era la chica y enarcó las cejas casi hasta el nacimiento del pelo—. ¡Ay, Li Min, eres una damita muy traviesa! Ya me parecía raro que Sophia y tú hubierais llegado a conoceros. —¿Qué está pasando? —exigió saber Sophia. —¿En qué consiste tu misión? —siguió Etta—. ¿Has estado informándole a ella sobre los Espina? ¿O acaso te ha enviado mi padre a vigilarla por si casualmente encontraba el astrolabio? Tuvo mucho mérito que la chica no se quedara callada, como habría hecho cualquier cobarde. —Me contrató Henry Hemlock para que me hiciera con el astrolabio si resultaba que Sophia o Nicholas Carter lo encontraban primero. Para que lo informara sobre cualquier hecho relevante. —Se giró para mirar a Etta—. No me dio órdenes explícitas para que os mantuviera apartados, solo me pidió que, a mi discreción, decidiera qué sería lo que te mantendría más a salvo. Y resultó que separar vuestros caminos me pareció lo mejor. —¿Qué? —dijo Sophia, pero su exclamación fue tan suave que a Etta le pareció un susurro. —Tienes que entenderlo —le dijo Li Min con tono de súplica en la voz—. Los Hemlock dieron conmigo después de que escapara de las Sombras, cuando terminó mi entrenamiento con Ching Shih. Su padre no solo es el líder de mi familia, sino que creía en mí. Me ha asignado misiones que me han ayudado a labrarme una reputación. Me proporcionaba todo lo que necesitara para vivir como yo quería y jamás me ha pedido nada a cambio. Porque yo no podía ser una de ellos… no, al menos, como él quería. A él no podía decirle las cosas que te digo a ti. Tenía… miedo. Me gustaba mi vida. La cuestión es que tenía pendiente con él una deuda que quería saldar y esta misión me ayudaría a hacerlo. Por eso he actuado así, tienes que creerme. —Eres… —Sophia se puso de pie y avanzó hacia la chica. Echó mano al cuchillo que llevaba en una funda sujeta a la pierna y lo sacó de golpe—. ¿Que te crea, dices? ¿Ahora que sé que todo lo que has dicho y has hecho era mentira? Etta se dio cuenta de que Li Min había perpetuado la mentira de su padre y que se había colado en la vida de Sophia valiéndose de falsedades. Sophia estaba furiosa. Más que furiosa, por lo poco que Etta la conocía. Temblaba de ira. —No… no todo era mentira. —Los Espina… ellos me pegaron la paliza en la que perdí el ojo… y me dieron por muerta en mitad del desierto… —dijo Sophia, mientras se detenía al lado de la www.lectulandia.com - Página 307

chica—. Lo que te habrás reído cuando me venías con todos esos cuentos místicos acerca de la venganza… teniendo en cuenta que tu intención era impedir que me vengara. —¡No, impedírtelo no, unirme a ti! —repuso Li Min, que finalmente había perdido la serenidad—. Es que… la cosa… la cosa fue complicándose… —De eso nada. Desde el principio me dejaste claro quién eras, una ladrona, una timadora —dijo Sophia. Sus palabras sonaron cortantes y frías como el hielo—. Tenías razón, no eres mi amiga. No eres nada. ¡Lárgate de mi vista! ¡Vete! De lo contrario… te aseguro que esta vez te mato. Pasó un rato largo sin que nadie dijera nada, ni siquiera Julian, que parecía que tenía su propia opinión respecto a aquel asunto. Li Min se dio la vuelta y se cambió la bolsa de hombro mientras dejaba atrás a los otros tres. Lo que fuera que le susurró a Sophia enfureció aún más a la muchacha. Su respiración, rápida y agitada, se condensaba, y la cara, pálida hasta entones, se le puso roja de ira. Cerró el ojo con fuerza. —Bueno, este ha sido un día de… de revelaciones fascinantes —comentó Julian mientras se atrevía a acercarse a su antigua prometida y le ponía una mano en el hombro con suavidad. La joven se la quitó de golpe. —¿Os vigilaba a Nicholas y a ti por separado? —le preguntó Etta. La segunda parte de la pregunta le parecía tan ridícula que casi ni le salió—: ¿O acaso… trabajabais juntas? Sophia cruzó los brazos y miró hacia el agua. Su rostro reflejaba las líneas serradas y abruptas de la montaña, lo que hizo que a Etta le pareciera casi irreconocible. —¿Deberíamos reducirla? —le preguntó Julian a Etta en voz baja—. Tú la coges por la camisa, y yo, por el brazo… La muchacha le pegó un golpe fuerte en el pecho. A su entender, Sophia siempre estaba tensa, en llamas, como si siempre estuviera esforzándose por conseguir algo. En aquel momento hacía un viento muy frío, que la templaría. La joven levantó el mentón en un gesto muy típico de los Ironwood y esbozó una sonrisita de suficiencia. —¡Qué graciosa eres, Linden! ¡Trabajar con él! A Carter no le dejaría ni que me limpiara los zapatos. —¡Soph! —¿Acaso discrepas, con todo lo que has dicho de él en el pasado? Que si su madre era una puta, que si era un cazador de fortunas, que si era un soplón… —¡Calla! —Julian dio un paso hacia delante, pálido y con el pelo cubierto de nieve—. ¡Calla! Sé bien lo que dije en el pasado, pero ahora sé que estaba equivocado. En cualquier caso, que yo lo dijera no te da derecho a sacarlo a colación. —Oooh… —Lo miró con repulsión—. ¿Te he ofendido? ¿O acaso estás intentando digerir que sea tu hermano bastardo el que está disfrutando de los www.lectulandia.com - Página 308

beneficios de ser el heredero? Aquella actitud de Sophia, aquel juego sucio de la muchacha, era un truco con el que Etta estaba bastante familiarizada. Sophia tenía una habilidad increíble para atravesar en cuestión de segundos la armadura de una persona. Si Etta hubiera tenido un puñal, se lo habría metido garganta abajo. Tuvo que conformarse con llamarla mentirosa. —Mentirosa. —¿Ah, sí? Llevo semanas siguiéndolo, ¿sabes? Lo he visto echarse a los brazos del viejo. De buena gana. Ahora se encarga de supervisar todos los negocios de los Ironwood, de reparar todos los cambios que ha habido en la línea temporal, de aconsejar al viejo. Es maravilloso ver lo bien que trabajan juntos. De hecho, hasta da la impresión de que el viejo esté contento. Va a dejar a Carter a cargo de todo mientras él va a la subasta. Julian tragó saliva con dificultad y miró a Etta con una expresión confusa, como si le estuviera preguntando si aquello era posible. La muchacha negó con la cabeza. —Desde luego, no venía a buscarte a ti, ¿verdad? —siguió Sophia. Etta empezó a notar dolor en el pecho. —Es que cree que está muerta —le respondió Julian—. Como te pasaba a ti. —¿Y trabaja para la persona que, a todas luces, es la responsable de que Etta muriera? Eso te deja claro de qué calaña es, ¿no te parece? Tú pensabas que era tan bueno, que era un héroe, pero es como los demás. Esa «relación» vuestra, vuestro «amor»… o más bien encaprichamiento, diría yo, estaba basado en tratos y transacciones. Pagos para llevarte a Cyrus Ironwood. Pagos para impedir que te hicieras con el astrolabio. ¿Quieres que siga? A Etta se le encogió el estómago y sintió cómo la bilis le subía por la garganta. No podía ser cierto. Sophia no lo entendía. Ella no había visto el arrepentimiento que le había mostrado Nicholas. No conocía a Nicholas de nada. —¿Queréis saber por qué estoy aquí? Por la misma razón que vosotros: quiero el oro que van a llevarse para, así, poder asistir a una subasta en la que conseguir una cosita que me arrebataron. Cómo no. Con Sophia todo era personal. Siempre. De repente, sin más, Etta llegó al límite de la frágil paciencia a la que había estado intentando aferrarse. Se abalanzó sobre Sophia, le quitó el cuchillo y empujó a la muchacha contra la roca que tenían detrás. Luego, le puso un brazo en el pecho y la punta del cuchillo debajo del mentón. —¡Por amor de Dios! ¡Cada una de vosotras consigue sacar lo peor de la otra! Ignoraron al muchacho. —Demasiado alto —comentó Sophia. Las palabras envolvieron a Etta como una voluta de humo—. ¿Acaso ya has olvidado lo que te enseñé? Más abajo. Etta no dejó de sujetarla. —Aún no lo entiendes, ¿verdad? ¡Hay que destruir el astrolabio! —dijo Etta. Sophia soltó una carcajada. Una carcajada sincera. www.lectulandia.com - Página 309

—Me pregunto si seguirías proponiéndolo en caso de que supieras qué sucederá si lo destruyes. —He aceptado que mi futuro no existirá —repuso Etta—. Eres tú la única que sigue pensando que puede conseguirlo todo en la vida. —Si destruyes el astrolabio, no te quedará nada de lo que aprecias. Pero, claro, no te das cuenta. Eres como una pobre ovejita que no para de balar y a la que llevan de un lado para el otro. ¡Pues date cuenta de una vez de que no existen el bien y el mal, solo hay alternativas entre las que elegir, y resulta que tú has tomado una decisión sin conocer todos los hechos! —¿De qué estás hablando? —le preguntó Julian con intención de separarlas, aunque no lo consiguió—. Venga, Sophia, seguiremos los tres juntos. Entre tú y yo sabemos lo suficiente acerca del abuelo y de sus tejemanejes como para conseguir el oro que se necesita para entrar en la subasta. Aquí sí hay una mala decisión: permitir que el abuelo se haga con el astrolabio. Tú no has visto el futuro que hemos visto nosotros. Hay mucho en juego. No sé qué pretenderá Nicholas, pero no creo, ni por un instante, que quiera ayudar a Cyrus. Nicholas es tan santurrón que resulta repelente. «Es imposible que Nicholas esté ayudando a los Ironwood», pensó Etta, bajando las manos. Porque, claro, a decir verdad, el joven había hecho un trato con Cyrus Ironwood a espaldas de ella. Se suponía que tenía que seguirla, asegurarse de que volvía con el astrolabio. A cambio, se quedaría con los negocios que el anciano tenía en el siglo XVIII. Se irguió. No. Se había negado a hacerlo. Se lo había confesado todo y le había dicho que la amaba. Que la amaba. Aquella vocecilla sombría volvió a su cabeza. «Encaprichamiento». —¡No quiero volver a oírte, maldito cobarde egoísta! —le espetó Sophia—. ¡Perdiste el derecho a preocuparte por mí! ¡De hecho, ¿por qué no te tiras por ese precipicio y acabas lo que empezaste?! ¡Por lo menos en esta ocasión el abuelo tendrá un cadáver que enterrar! —No lo dices en serio. Dime qué te pasa. ¿Qué es lo que te dolió tanto? Hemos sido amigos toda la vida, ¿acaso crees que no sé que se te va la fuerza por la boca? A Etta le sorprendió sobremanera lo calmada que fue la respuesta del muchacho, el hecho de que no tratara de huir de las miradas terribles de Sophia, ni de sus hirientes palabras pronunciadas entre siseos. —Da lo mismo —respondió esta mientras se zafaba de Etta y se agachaba para recoger sus bolsas—. Da absolutamente igual. Salta o destruid el astrolabio… Qué importa… De una u otra forma, vuestra vida ha acabado. Y, dado que parece que sois incapaces de verlo por vosotros mismos, dejad que os explique qué va a suceder: no solo desaparecerá la línea temporal de Cyrus Ironwood, todos volveremos a nuestra época natural, dejados de la mano de Dios, y los pasadizos se cerrarán para siempre. www.lectulandia.com - Página 310

—Madre mía, pero qué mentirosa eres —le soltó Etta. Sophia había hecho caso omiso de la mano que le tendía Julian y había empezado a subir por la vereda. Sin embargo, se giró al oír las palabras de la otra joven. —¿Ah, sí? Bueno, supongo que ya lo descubrirás. —Espera. Soph, por favor… Julian la siguió unos pasos y ambos desaparecieron tras un recodo de la senda rocosa, llevándose consigo la necesidad de control. Etta soltó el aire como si acabaran de darle un puñetazo a la altura de los pulmones. Luego se llevó los puños a los ojos y presionó con fuerza la piel gélida, para ver si así conseguía ordenar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. «Encaprichamiento». «De vuelta a su época natural». «Sin oportunidad de volver a verse». «Nunca más». Si lo que Sophia decía era verdad, aunque Etta tenía razones más que sobradas para dudarlo, estaba claro que su padre jamás había estado al tanto de la situación. Jamás se habría arriesgado a separar a las familias que componían los Espina. Dios, ¿y si un niño había nacido en un siglo diferente al de sus padres? ¿Y si alguno de aquellos niños que iban corriendo de un lado para el otro por la casa de San Francisco se encontraban, de pronto, huérfanos en una época violenta, en un sitio en el que no tenían amigos, sin saber hablar el idioma y menos aún pedir ayuda? Etta recordó lo que había sentido al notar las manos de Nicholas en la cara y rememoró el roce de sus dedos cuando le había acariciado la piel como si estuviera pintando sus sentimientos en ella. Recordó la manera en que el joven temblaba durante aquel instante en que se había tumbado junto a él en la oscuridad. La calidez de sus labios en sus mejillas, en sus párpados y en todos los rincones de su cuerpo. Recordó lo que había sentido mientras él le entregaba sus secretos. Recordó la manera en que el miedo se había apoderado de ella y se había disuelto en él, el cuidado con el que la había sujetado cada vez que creía que estaba a punto de romperse en pedazos. Qué rápido había funcionado la mente del muchacho, con qué sinceridad había creído en su corazón, con cuantísimo desespero había luchado Nicholas siempre, incluso por la idea de compartir la vida con ella. En el corazón de Etta, el muchacho era como una canción en clave mayor, valiente y bella. Pero también recordaba la manera en que se había sentido cuando los Espina la habían acogido, abrazado y reclamado, con un millar de sonrisas y preguntas cuya intención era derrotar al tiempo que no habían pasado juntos. Recordó cómo la música de su padre se unía a la suya. Recordó su ciudad, la manera en que sus habitantes, calles y árboles se habían convertido en una nube arremolinada de ceniza. Tenía que hablar con Nicholas. Tenía que tocarlo, besarlo y descubrir qué lo había herido, cómo podía ayudarlo. Pero en la playa había muchísimas personas que se www.lectulandia.com - Página 311

interponían entre ellos, y lo que era peor, muchísimas preguntas que Etta no sabía cómo responder. «Hay demasiada oscuridad en esta historia y, en ocasiones, me asfixia», le había dicho su padre. La manera en que todo acababa refiriéndose a lo mismo. El modo en que todo volvía, una y otra vez, como en círculos, al astrolabio. Una y otra vez. «Un patrón». «No…». Sacudió la cabeza con fuerza para liberarse de aquel pensamiento. Julian se acercó a ella al trote y se pasó las manos por el pelo mientras respiraba con cierta dificultad. —¡No quiere atender a razones! ¡Aquí pasa algo que Sophia no quiere decirnos, estoy seguro! Etta asintió y se apoyó en la roca mientras se volvía para mirar qué estaba sucediendo en la playa. Enseguida encontró a Nicholas, aunque habría sido complicado no hacerlo, dado que seguía al lado del anciano, a poca distancia de la entrada de la cueva. El joven se encorvó ligeramente para oír mejor lo que le decía Cyrus Ironwood. Asintió, dio un paso hacia delante e hizo bocina con la mano buena para transmitir el mensaje a los demás. «¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás planeando?», se preguntó Etta. Durante su búsqueda juntos, había habido muchos momentos en que Etta había creído que entendía la forma de pensar del muchacho mejor incluso que la suya propia. Aun así, allí, sobre la playa, le resultaba imposible desentrañar por qué Nicholas estaba representando aquel papel en un juego que, en primer lugar, ni siquiera le había gustado… a menos que se hubiera visto obligado por algo, claro. —¿Qué hacemos? —le preguntó Julian—. Si Sophia está en lo cierto, volveremos a la línea temporal original, sí, pero… eso acabará con los viajeros, ¿no? Sin el astrolabio para crear pasadizos, nos quedaremos atrapados. De pronto, Nicholas levantó la vista y miró justo hacia donde estaban ellos, como si pretendiera ver algo entre la niebla y la nieve. Etta se agachó por reflejo, con el corazón al galope. Cerró los ojos con fuerza. Lo único de lo que nunca había dudado, lo único que jamás había puesto en tela de juicio, era la sinceridad de sus sentimientos por Nicholas; eran, de hecho, la parte de su corazón que mantenía un ritmo regular, que tamborileaba una canción que solo ella oía. Al dejar a Nicholas atrás para partir en busca del astrolabio con ayuda de los Espina, ¿lo había condenado a él a tomar aquella decisión, a sobrevivir de la única manera que le sería posible… mediante una lealtad retorcida? La nieve iba cuajando a su alrededor, copo a copo, cubriendo las piedras negras y su irregular silueta, suavizándolas hasta que las aristas y arrugas desaparecieron. Cuando se le ocurrió la idea, se dio cuenta de que no era nueva, sino una remodelación de otra más antigua. —¿Cuánto tardaríamos en volver a San Francisco desde aquí? www.lectulandia.com - Página 312

Julian buscó su diario en el bolsillo del abrigo. —Si nos damos prisa, puede que tres días, cuatro como mucho. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres intentar reunirte con los Espina? —¿Cuánto tardaríamos en llegar a la subasta una vez allí? —Si usamos el pasadizo directo que hay en Río de Janeiro… puede que otros tres días. El joven iba de una página a otra para volver a hacer los cálculos. —No hay tiempo suficiente. —Etta seguía acuclillada y empezó a frotarse las manos, que tenía ligeramente embarradas, contra el abrigo de lana—. En especial, si tenemos que encontrar cien libras de oro. No sabrás dónde tienen los Espina alguna de sus reservas, ¿verdad? —Se lo gastaron todo en agua y comida. Es posible que tu padre tenga uno o dos almacenes por algún lado, pero no estoy seguro de cómo localizarlos, por lo que es muy probable que no llegáramos a tiempo para la subasta. Etta asintió y empezó a hacer nuevos cálculos. —¿Y no hay alguna otra reserva de los Ironwood? —Ya las ha vaciado todas… Desde abajo, desde el barco, les llegó un silbido agudo. Los vikingos estaban subiendo a bordo con los sacos de cuero llenos a reventar. Nicholas los seguía y volvió a ponerse la mano en la boca para gritarles otra orden que se llevó el viento. Al parecer, Cyrus Ironwood ya había subido al drakkar. —¡Fíjate en eso! —comentó Etta entre susurros pero emocionada—. ¿Te parece a ti que llevan más de cien libras de tesoro? —No —respondió Julian—. Poco más de cien, como mucho, y, desde luego, en la cueva debería haber mucho más. ¿Crees que no están moviendo este alijo, que no pretenden vaciar la cueva? Yo diría que solo se han llevado lo que necesitaban. —¡Así que podemos coger lo que necesitemos para entrar en la subasta! «Siempre que Sophia no se nos adelante». —Y, después, ¿qué? Etta…, sé que no quieres creer lo que dice Soph, pero lo cierto es que nunca miente cuando pretende hacer daño. —Lo sé. Era incapaz de dejar de mirar a Nicholas, que caminaba hacia el barco. El joven llevaba una mano a la espalda y a Etta le recordó la manera en que recorría la cubierta del Fogoso, como si se encontrara en su elemento. Su padre y los demás Espina solo sabían que destruir el astrolabio serviría para revertir la línea temporal e impedir que se crearan pasadizos nuevos con los que reemplazar los que se desmoronaban por una u otra razón. Lo que no sabían era que destruiría todos los pasadizos que ya había y que devolvería a cada viajero a su época natural. Etta no creía que su padre quisiera algo así. Seguro que él tenía una alternativa, una solución intermedia.

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Ahora bien, hasta que descubriera cuál era, Etta iba a tener que hacer lo imposible por mantener el astrolabio intacto. Y si resultaba que lo que Sophia había dicho era verdad, los Espina y ella se dedicarían a usar el artefacto para llegar a los momentos clave de la historia e influir en los sucesos para que la línea temporal recuperara su estado original. Aquello haría que a los Ironwood les entrase el pánico y desestabilizaría el gobierno del anciano; saber que jamás sería capaz de encontrar el astrolabio lo destruiría. Sería un trabajo lento y peligroso que podría llevarles años, pero podían hacerlo. Incluso ella misma podría encargarse en caso de que su padre no pudiera. Era un cambio drástico en su plan original, pero Etta se consoló pensando que aquello serviría para enmendar todo lo que su familia había hecho para contribuir al sufrimiento de la humanidad a lo largo de la historia. Podrían empezar de nuevo. Podrían ser mejores. —Lo sé —repitió—. Conseguiremos el astrolabio e intentaremos reunirnos con los Espina para decidir qué hacer con él. En cualquier caso, no podemos destruirlo hasta que no tengamos claras las consecuencias que eso implicaría. No tenían por qué sacrificar a sus familias por el bien de la historia y del futuro. Una cosa no tenía por qué excluir a la otra. Seguro que había una manera de conseguirlas… y la encontraría. —¿Y qué hay de Nick? No me gusta un pelo dejarlo con el abuelo… por lo que ha dicho Sophia. Ser su heredero no es una bendición, sino una maldición. Tengo la sensación de que, por seguro que esté de que es capaz de arreglárselas solito, tiene la cabeza metida en las fauces de un cocodrilo que podría cerrarlas en cualquier momento. Etta dejó de mirar hacia la playa y se apartó unos pasos del precipicio. De repente, se sentía ligera, como si acabara de quitarse un gran peso de encima. —Por ahora, está a salvo. Primero tenemos que dar con el astrolabio y, después, ya volveremos a buscarlo a él. Si había una manera de dar con él, la hallaría. Y, si no, inventaría el camino para llegar hasta él, la manera de encontrarse con él en mitad de la nada, como parecía que era habitual entre ellos. Había un lugar para ellos, para todos los viajeros, en el que podrían vivir con sus familias, quererse y cuidar los unos de los otros, pero su existencia era imposible en el mundo en el que vivían en aquel momento. Esperaron hasta que el drakkar desapareció entre la niebla y la nieve y bajaron a la playa. Etta intentó sacudirse la extraña sensación de que Nicholas seguía allí, de que estaba caminando por detrás de una especie de vestigio del muchacho. En la arena había tantísimas huellas que era imposible saber cuáles eran las suyas, y tampoco quería taparlas con sus pisadas, porque sería como negar la evidencia de que el joven había estado allí. De que estaba vivo. De que lo había tenido tan cerca. La cueva era la encarnación de la oscuridad, la boca de una criatura con mil dientes. Estalagmitas heladas que salían del suelo y un viento gélido que no dejaba de www.lectulandia.com - Página 314

silbar. Se encontraron unos escalones que se internaban en la tierra y que parecían excavados intencionadamente en la roca. La joven los siguió sin prestar atención a las gotas de agua helada que le caían desde lo alto. —Bueno, pues a ver… —empezó a decir Julian tras detenerse a cierta distancia por delante de ella. Habían llegado al linde de la luz que entraba por la boca de la caverna, pero justo encima de ellos se abría una grieta por la que se colaba algo de luz. Etta levantó la vista para observarla, asombrada: la nieve entraba por la grieta y le caía encima. Imaginó que cada copo era una nota musical y empezó a temblar mientras se esforzaba por convencerse de que componían una canción de esperanza. Nicholas no había llegado a ver aquello, pero, algún día, volvería con él. —Parece que habrá suficiente, aunque por poco —comentó Julian mientras le lanzaba a la muchacha uno de los sacos que llevaba—. Vamos, Hemlock-LindenSpencer, que lo de quedarse boquiabierto es lo mío. Ya habrá tiempo para detenerse a apreciar la belleza del mundo, ¿no crees? Etta sacudió la cabeza para salir de aquel ensimismamiento y se acercó al joven. Los Ironwood habían escondido los barriles con el oro detrás de una especie de afloramiento rocoso falso, pero saltaba a la vista. Además, los vikingos habían ido con tantas prisas que habían dejado los barriles vacíos justo delante, donde se pudrirían poco a poco. Julian levantó la tapa de uno de los barriles y el destello del oro que salió de él fue tan intenso que se vio obligado a entrecerrar los ojos. —El tesoro perdido de Lima —comentó el muchacho, como si con aquellas palabras lo explicara todo—. Pero qué avaricioso es… Ahora bien, está claro que tiene gusto. —Venga, démonos prisa. Etta metió las manos entre el frío metal. Aún quedaban unos días hasta que se celebrase la subasta y demasiadas posibilidades de que su plan fallase. Sin embargo, allí, a oscuras, mientras vaciaban los barriles en silencio, se puso a pensar en Nicholas, en que acababa de verlo, en que le habría gustado estar a su lado para calentarle las manos. Casi creyó recordar cómo sonaba su voz mientras le susurraba secretos a la oreja. Se sentía agradecida a pesar de que aumentaba en ella la sensación de anhelo, como en el crescendo de una pieza musical. Con verlo de lejos le había bastado. Esa visión le bastaría para seguir adelante y, sucediera lo que sucediera en el templo de la montaña, en la oscuridad de la medianoche, esperaba que, al menos a él, no le pasara nada.

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Río de Janeiro 1830

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Veintisiete La gente de mar es muy supersticiosa, por lo que no le había extrañado lo más mínimo descubrir que en el castillo de proa se estaban intercambiando historias que, como tiburones, lo seguían con la mirada ahora que estaba en las manos de la muerte. La campana de un barco, como le había explicado en una ocasión Grimes, el maestro de navegación, era el alma del navío. Por eso era tan importante recuperarla después de un naufragio. A lo largo de su servicio, se utilizaba de manera muy similar a la campana de las iglesias; no solo marcaba las horas como los relojes, sino que también su valeroso sonido era, para muchos marineros, una salvaguarda contra el mal y las tormentas. Sin embargo, cuando sonaba por sí sola, o cuando parecía que aquel tañido dulzón se elevaba desde lo más profundo de las aguas oscuras, era un mal presagio, la señal de que alguno de ellos estaba a punto de recibir la recompensa eterna. Nicholas permanecía despierto en su habitación, escuchando cómo la tormenta que había soplado con tanta fuerza durante la cena seguía batiendo la ciudad. Los vientos huracanados convertían en juguetitos las contraventanas, los letreros y los tejados. No tendría que haberle sorprendido que fueran lo bastante fuertes como para sacudir hasta la campana de una iglesia cercana, pero le sorprendió. Sintió como si el sonido se moviera por su interior, como si sacudiese todos y cada uno de sus huesos. La lluvia golpeaba la ventana. Nicholas decidió sentarse. Le daba la sensación de que tenía hinchadas todas las articulaciones del cuerpo. Se giró para poner los pies sobre la alfombra y, de pronto, se dio cuenta de que la mano y la muñeca izquierdas eran incapaces de soportar el peso de su cuerpo. Acercarse al borde del colchón fue una tarea lenta y laboriosa, pero fue peor todavía sofocar la sensación de desorientación, como si tuviera la cabeza llena de la espuma de las olas. Se arrepintió de haberse tumbado para dormir. Siempre era más difícil volver a empezar después de hacer un alto en el camino. —Estás peor, ¿eh? Nicholas se sobresaltó y enseguida se dio cuenta de que no iba a darle tiempo de echar mano de la pistola de pedernal que había escondido debajo de la almohada. Pero era Sophia. La muchacha se sentó en una la silla que estaba en el rincón, lejos de él, entre sombras. El goteo regular que escuchaba desde hacía unos minutos no provenía de un agujero del techo, sino del abrigo empapado de la joven. A sus pies iba formándose un charco de agua barrosa. —Me siento como si me hubieran pasado por la quilla, pero podré soportarlo. — Nicholas tosió para aclararse la voz y sacudirse el sueño de la garganta—. ¿Cómo has entrado?

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—Los guardias de abajo están borrachos y los de la puerta del anciano están dormidos. —Cruzó los brazos—. ¿A qué viene esa cara? Hay un árbol a los pies de tu ventana. Podría descender por él, así que no te pongas a rezongar. Al menos, uno de los dos se sentía al cargo de la situación. En los últimos días, mientras recogían y movían de un lado para el otro indecentes cantidades de oro y tesoros desde los muchos y variados escondites del anciano para llevarlos a sitios más seguros, Nicholas se había convencido de que, cuando Cyrus Ironwood muriera, otro ocuparía su puesto y, así, el ciclo seguiría, se perpetuaría. —¿Dónde está Li Min? Los ojos del muchacho iban adaptándose a la oscuridad. Las nubes de tormenta eran tan densas que la luna apenas podía asomar entre ellas. Sophia se quedó mirando con atención los ríos de lluvia que caían por la ventana. —Por ahí… buscando comida. A Nicholas aquella respuesta le infundió sospechas. Sospechas que arreciaron como los vientos del exterior. En algún momento, en algún punto del viaje que habían comenzado juntos, el joven había empezado a desarrollar una fina percepción para los sutiles tonos de la voz de ella, y aquel lo reconocía muy bien: era el que usaba cuando mentía. —¿Ha conseguido reunir el oro que se necesita para tomar parte? —preguntó la joven con voz débil. —Y un poco más para que quienes lo han ayudado a recuperarlo no cuenten de dónde lo ha sacado. Da por hecho que va a conseguir el astrolabio, así que hemos estado cambiando algunos almacenes y provisiones. Quiere tener acceso a ellos cuando altere una vez más la línea temporal. Sophia asintió mientras se frotaba el labio superior con el dedo. —Tiene sentido. Entonces… está en marcha, ¿no? ¿Has conseguido convencerlo de que te permita acompañarlo a la subasta? Cyrus Ironwood había querido ir solo, acompañado únicamente por un pequeño grupo de hombres y mujeres que lo protegieran. Decía que Nicholas tenía que quedarse en casa, cuidando de una serie de asuntos, para evitar los posibles ataques de los Espina. Nicholas, en cambio, creía más bien que debido a lo que había sucedido con Etta, lo más probable era que el anciano no confiara del todo en él y no quisiera dejar el astrolabio a su alcance. Sin embargo, le había resultado mucho más fácil de lo que imaginaba aprovecharse de los miedos del hombre a que le robaran o lo asesinaran. —Sospecha tanto de todos que no ha sido difícil plantar en su cabeza la semilla de que era muy probable que me necesitara para vigilar a los guardias que había elegido para su escolta. Dada la diferencia de doce horas que hay con Japón, quiere que nos marchemos de aquí como muy tarde a las diez de la mañana. Yo que vosotras esperaría por lo menos diez minutos para seguirnos, no vaya a ser que Cyrus quiera

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quedarse un rato cerca del pasadizo para ver quiénes son sus competidores. Si es así, encontraré la manera de hacer que siga adelante. —¿De qué humor está? ¿Cómo te trata? —preguntó Sophia. Por desagradable que le pareciera, como al hijo pródigo. —Como si los últimos años no hubieran tenido lugar. Lo único que le interesa es hablar de su flota mercante. Miente y sueña en igual proporción. No para de decirme lo rico que seré y el poder que tendré cuando herede su imperio, y me explica cuál es la mejor manera de manipular a quienes lo rodean. Aun así, estoy seguro de que lo que más desea es salvar a su esposa. Para él, no soy más que un apoderado. La cantidad de propiedades que tenía el anciano era sorprendente, pero su colección de libros raros, barcos y artefactos de una y otra época impresionaba de verdad. Y, a decir verdad, Nicholas no podía negar lo alarmante que le resultaba verse a la mesa de un banquete iluminado por velas, sentado con los asesores de confianza y el círculo interno del viejo, cuando antes solo se le permitía fregar sus platos. Sophia estaba inmersa en sus pensamientos, mirando aún por la ventana cómo las ramas de los árboles rascaban el cristal. Con la poca agilidad y la poca fuerza de un hombre tres veces mayor que él, el muchacho se levantó de la cama ignorando los dolores de espalda y la sangre que le ardía en las venas. Se sentía como si tuviera mucha fiebre y, cuanto más tiempo pasaba despierto y de pie, peor se encontraba. Se ayudó de las columnas del dosel para ponerse justo delante de Sophia. —¿Has visto alguna Sombra? —No. Supongo que ahora que todo el mundo sabe dónde está el astrolabio han dejado de prestarnos atención. Aunque si Cyrus Ironwood no ha conseguido dar con ninguno de los escondites de la bruja en todos estos años, dudo mucho que las Sombras lo logren. La muchacha seguía sin mirarlo, pero él la veía bien ahora. El cerco negro bajo su ojo bueno, la piel pálida, el gesto hundido. O había pasado mucho tiempo bajo la lluvia y estaba encogiendo o algo doloroso le rondaba por dentro, lo bastante adentro como para que su cuerpo se hubiera enroscado en torno a ese dolor. —¿Es todo? —le dijo Nicholas—. A ver, que me alegro de verte, pero… pensaba que habíamos quedado en que era muy arriesgado reunirnos a menos que tuviéramos una información muy importante que compartir. Sophia no dijo nada. Se puso de pie y retorció su abrigo como si estuviera preparándose para irse. —Tienes razón… Ha sido una tontería que viniera. Había pensado que… que deberíamos hablar de lo que sucederá en Japón. Me quedaré lo más cerca posible de vuestro grupo. Si entre los vuestros hay alguien de mi tamaño, ya sea hombre o mujer, haz lo que sea para que vaya al final del grupo. Yo intentaré separarlo de los demás y quitarle la túnica y la máscara que Belladona quiere que lleven los postores para que la subasta sea anónima. «Me quedaré. Intentaré». www.lectulandia.com - Página 319

Singular. —Parece bastante sencillo —comentó Nicholas poco a poco a la espera de que la joven continuara con el plan. Ella, en cambio, bajó la vista para mirarse el dorso de las manos mientras se mordía el labio inferior. Luego dio un paso a la derecha, como si fuera a comenzar con sus habituales paseos de un lado para el otro, pero se quedó muy quieta al escuchar un fortísimo crujido en la tabla de madera sobre la que había apoyado el pie. —Sophia… Li Min no está buscando suministros, ¿verdad? La joven tragó saliva. Después de unos instantes, negó con la cabeza. No respiraba. —¿Está viva? La devastación del rostro de la muchacha se extendió hasta el último rincón del entumecido cuerpo de Nicholas. Sophia se había quedado pálida, como cuando alguien está a punto de vomitar o de desmayarse. El joven dio un paso hacia ella, con dificultad, rígido, y la obligó a sentarse en la silla una vez más. Luego se arrodilló frente a ella, aunque aquello hizo que el cuerpo le doliera como si estuviera agonizando, víctima de mil y una heridas. Las articulaciones le crujieron por el esfuerzo. Durante unos instantes, la visión se le llenó de puntitos negros, por lo que cerró los ojos hasta que se le pasara. Cuando los abrió de nuevo, a la joven le corría una lágrima por la cara. Le llegó al mentón como si fuera una gota de lluvia más. —¿Qué ha pasado? —le preguntó Nicholas resollando—. Sophia, por favor, cuéntame lo que ha pasado. —Está viva…, pero… pero me gustaría haberla matado. Nos mintió desde el principio. Trabajaba para los Espina. Li Min era mercenaria y lo cierto era que al muchacho no le sorprendía que hubiera estado en mitad de una misión cuando se había encontrado con ellos la primera vez. —¿Y qué más nos da? Sophia le lanzó una de aquellas sonrisas suyas, tan inexpresivas y sarcásticas. —Su misión éramos nosotros. Se… se suponía que tenía que seguirnos. Tenía que impedir que consiguiéramos el astrolabio antes que ellos. —¿Qué? —La cogió por los hombros y la obligó a mirarlo—. ¿Eso te lo ha dicho ella? Sophia frunció los labios. Respiró con dificultad y soltó el aire poco a poco. Él le cogió las manos para que dejara de tironearse del abrigo. La muchacha levantó la vista hacia el techo, pero, instantes después, lo miró a los ojos. —Sí, mientras estabas en la playa de Islandia… que fue donde me encontré con Julian. Y con Etta. —¿Donde qué? www.lectulandia.com - Página 320

Nicholas la había oído, pero pasó un rato hasta que entendió las palabras. Y cuando eso ocurrió, estallaron en su interior como el obús de un mortero. Los daños que causaron fueron mortales. No podía moverse. Apenas era capaz de conservar la consciencia necesaria para recordar cómo se respiraba. —Los dos han estado con los Espina todo el tiempo —le explicó entre susurros —. A Julian debieron de atraparlo, o quizá fuera a verlos con la esperanza de que lo escondieran, no lo sé. A ella la encontraron. Su padre hizo correr la noticia de que había muerto, supongo que para protegerla de Cyrus Ironwood. Fue Etta quien reconoció a Li Min, porque ya se habían visto, hacía una semana. Y, aun así, no nos dijo que lo de que Etta había muerto era mentira… No le importó verte sufrir. Si hubiéramos ido a por el astrolabio, nos lo habría arrebatado y se lo habría llevado a Henry Hemlock antes incluso de que hubiéramos decidido qué hacer con él. «Etta era quien había reconocido a Li Min». Etta estaba… «Etta está viva». Pero ¿cómo era posible que Julian viajara con ella? —¿Me estás escuchando? —le estaba diciendo Sophia—. ¿Es que no te importa? La muchacha estaba furiosa. El enfado se había apoderado de ella. Nicholas la veía borrosa, pero no porque estuviera llorando. Para eso tendría que haber sentido algo. Aquel rápido giro de los acontecimientos, de la realidad, lo arrojó contra los bordes del terror y de la cólera. Pero no llegó a chocar contra nada. Como no tenía a qué sujetarse, sentía como si cayese y cayese, sin parar. Se sentó en el suelo como si, así, envuelto por una mancha borrosa de oscuridad y lluvia, el mundo fuera a dejar de romperse en pedazos a su alrededor. «Viva». Imposiblemente viva. Maravillosamente viva. Si había habido un momento en que podría haber conseguido que Etta se materializase de la nada era aquel, porque se sentía iluminado, porque saber algo de ella lo había vuelto tan valiente que quería internarse en lo más profundo de la oscuridad de los siglos y cogerla de la mano para atraerla hacia sí. —¿Qué hacían en Islandia? ¿Estaban bien? Pero qué cerca los había tenido, maldita sea. ¡Qué cerca! —Fueron por la misma razón que tú, pero llegasteis a la cueva antes que ellos. Ay, si la niebla hubiera retrasado el drakkar al menos una hora… «No». Nicholas sacudió la cabeza. Era un pensamiento muy peligroso, muy seductor. Los habría visto, sí, pero Cyrus Ironwood también. Y se habrían reencontrado en la peor de las situaciones. Por otro lado, su plan para matar al anciano habría quedado al descubierto en cuanto ella hubiera aparecido. —¿Querían conseguir el oro necesario para participar en la subasta?

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Supuso que para ir con los Espina, aunque, de pronto, tampoco le pareció lo más lógico. Sophia no se habría encontrado solo con ellos dos, sino con un grupo nutrido. Y, teniendo en cuenta lo que el anciano le había dicho de la riqueza personal de Henry Hemlock, no parecía lógico que necesitaran sacar el dinero de los escondites de los Ironwood. La riqueza del padre de Etta. Aquel hombre se había dado cuenta de lo mismo que Nicholas en cuanto Etta y él habían decidido que era necesario destruir el astrolabio: si la joven se llevaba lo que el anciano más quería, este jamás dejaría de buscarla. No descansaría hasta matarla, ya fuera él en persona o alguno de sus hombres. Pero…, ¿de verdad se había creído el anciano que Etta estaba muerta solo con ver unas ropas ensangrentadas? Su miedo a tener agentes dobles en la familia era grande y, a decir verdad, no le faltaban razones. En efecto, era posible que algunos de los suyos estuvieran a sueldo de Henry Hemlock y que incluso hubieran dicho que eran los responsables de la muerte de la muchacha para que la mentira cuajara. O eso, o el anciano había sabido desde el primer momento que estaba viva y había usado el dolor de Nicholas para acercarlo a su lado, para atraerlo con promesas vacías sobre riqueza y respeto. Seguro que pensaba que conocía a la perfección el corazón de su nieto. —Es la tercera vez —repuso Nicholas para sus adentros, mientras sacudía la cabeza. Entonces, se fijó en que Sophia lo miraba con cara de no entender nada, así que se lo explicó. —La tercera vez que permito que me engañen. Es destacable que hayamos llegado tan lejos después de lo tonto que he sido. —Que te sientas como un tonto se debe a que esperas que los demás seamos tan honorables como tú —le dijo Sophia. —A decir verdad, lo que espero es que el mundo me trate con mezquindad. A lo largo de la semana pasada permití que la desesperación se impusiera a mi sentido común, que me mantuviera a raya. Y, desde luego, estaba claro que había pagado por ello. Bajó la vista al anillo que le había puesto Belladona para evitar la mirada de la muchacha. —¿Siguen teniendo Etta y Julian intención de participar en la subasta? —Puede que los asustara un poco. Hice algo… algo por lo que vas a odiarme. La mente de Nicholas guardó silencio de nuevo, concentrada en aquellas palabras. —¿Qué hiciste? La muchacha apretó los labios, como si estuviera ahogándose e intentara retener el poco aire que le quedaba en los pulmones. —¿… Qué hiciste? —No lo entenderás… Estaba muy enfadada, furiosa, y acabé sumida en esa parte de mi interior que no me gusta y en la que mi yo desaparece. Y entonces me oí a mí www.lectulandia.com - Página 322

misma decir todas esas cosas terribles… todas esas mentiras. Quería matarlos por haberlo estropeado todo, a los dos… los odiaba por haber dejado al descubierto la mentira de Li Min, pero también tenía mucho miedo. —¿De qué? Sophia, ¿qué les dijiste? La muchacha se llevó las manos a la cara. El pánico que había teñido sus palabras había acongojado a Nicholas y lo mantuvo en vilo, a merced de su respuesta. —Que ahora… que ahora eras el heredero de Cyrus Ironwood y que trabajabas para él por voluntad propia. Les dije que no te habías preocupado por buscarla a ella y que estabas la mar de contento con el viejo porque, para empezar, lo que había entre tú y ella no había sido real por tu parte. ¿Eso era todo? Nicholas sacudió la cabeza mientras, abatido, soltaba una risita. —Bah, pero no te creyó. La muchacha se quitó las manos de la cara con gesto de sorpresa. —Etta y yo nos entendemos. Conoce mi corazón como la palma de su mano. Ahora bien, ¿por qué dijiste eso? ¿Por qué intentaste apartarlos de nosotros? —Porque… —intentaba hablar bajo—, ¡por mil razones! Porque de haber sabido que tenías la oportunidad de pasar la vida con ella, te habrías replanteado seguir adelante con el plan de destruir el astrolabio. Porque te habría distraído y te habría hecho perder un tiempo valiosísimo ahora que ese anillo casi se te ha llevado de este mundo y estás a punto de dejarme sola con la responsabilidad de ponerle punto y final al asunto del astrolabio. ¡Y porque… que los demonios se me lleven antes de permitir que te dejes morir sin intentar al menos romper el poder que ese anillo ejerce sobre ti! La fuerza de las palabras de Sophia hizo que Nicholas, que seguía sentado, se recostara y se quedara callado. —Me da igual que me odies por lo que hice, pero no me arrepiento —comentó Sophia mientras se secaba las lágrimas—. ¡Mira, no puedo dejar de llorar! ¡Si no te apreciara tanto, te daría un puñetazo que te dejaría inconsciente! —No pienso rendirme ante el veneno. Lucho contra él a diario. Es nuestro plan… —Era vuestro plan, de Li Min y tuyo. Fuiste tú quien me dijo que no me dabas permiso para morirme, ¿te acuerdas? En el desierto, en el hospital… una y otra vez. Cada vez que quería dejarme ir, aparecías tú con tu molesto: «Tienes una deuda conmigo, así que tu vida no ha terminado, este no es tu final». ¡Tonterías! Aquello hacía que tuviera aún más ganas de morir, aunque solo fuera por fastidiarte… Pero no lo hice, así que, dime, ¿por qué debería quedarme aquí, mirando cómo te despides poco a poco de la vida? A Nicholas empezó a temblarle el brazo izquierdo porque apenas podía soportar el peso de su cuerpo. Cambió de postura y se inclinó hacia delante con una mueca. —Entonces, ¿por qué estuviste de acuerdo en acompañarme a la subasta? Sophia lo miró como si acabase de preguntarle por qué ponían huevos las gallinas. www.lectulandia.com - Página 323

—¡Porque pienso encontrar a esa bruja y clavarle tantos cuchillos como sea necesario para convencerla de que te quite ese maldito anillo! Nicholas no quiso decirle que, si creía que iba a conseguir convencer a la bruja de algo, era mucho más tonta de lo que él creía. Las historias que Cyrus Ironwood le había contado respecto a Belladona le habían puesto los pelos de punta, y no le cabía duda de que herirla, o incluso matarla, solo serviría para que el veneno actuase con mayor rapidez. Belladona era una persona cruel hasta decir basta y el muchacho sabía que la única manera de vengarse de ella era conseguir el astrolabio e impedir que la mujer sumara un secreto o un alma más a su colección. No es que estuviera abandonando el barco, sino que pensaba irse al fondo con él, y de acuerdo a sus propios términos. —Has dicho que… que Julian y… y Etta —dijo Nicholas, haciendo lo imposible por sofocar el ascua que empezaba a brillar de nuevo en su interior, un ascua que bien podía iniciar un peligroso incendio—, que tenían pensado asistir a la subasta o, al menos, intentar acceder a ella. —Así es, pero dada la cara de la Linden después de lo que le dije, creo que le quité la idea de la cabeza. —Sophia hizo una última confesión—. Les conté lo que provocaría la destrucción del astrolabio. Ninguno de los dos lo encajó muy bien. A Nicholas le fascinaba que, a pesar de todo lo que tenían en común Etta y Sophia, ni la una ni la otra fueran capaces de entenderse, de descifrarse. El joven la sacó de su error: —Con eso solo has conseguido que tenga aún más ganas de ir a la subasta para hacerse con el astrolabio. —En cualquier caso —dijo Sophia—, en la cueva no había tanto oro como para pagar otra entrada a la subasta. Volví una hora después de que partierais vosotros y lo comprobé. Y el anciano ha vaciado las demás reservas que conocía Julian. Aquello sí que sería un inconveniente, aunque a Nicholas no le cabía duda de que, antes o después, Etta encontraría la manera de salvarlo. —En ese caso, tienes razón y no asistirán. Has conseguido mantenerlos a salvo de los problemas que vayamos a causar nosotros. —Deja de intentar que me sienta mejor —le ordenó Sophia—, porque no vas a conseguirlo. Pienso seguir enfadada conmigo misma, pienso seguir sintiéndome culpable al menos durante dos días, y volveré a sentirme de ese modo cuando esté pegándole puñetazos a tu cadáver. El muchacho hizo un esfuerzo por sonreír. —Aunque sigo pensando que no te creyeron, no desvelaste mi engaño para que siguiéramos adelante con nuestro plan, y eso que estabas inmersa en un terrible remolino de emociones. Sophia, siento mucho informarte de que ese es un comportamiento muy honorable. Sophia esbozó una mueca. —¡Puaj! ¿Por eso me siento tan mal? ¡Siendo así, no sabes cuánto me arrepiento! www.lectulandia.com - Página 324

Nicholas negó con la cabeza, compungido. —¿Es que no te das cuenta? Ahora, tu situación podría cambiar por completo y… —No quiero oírlo… —… y llevarnos de nuevo con Li Min. No nos contó que Etta estaba viva porque servía a otro y porque, con ese engaño, la mantenía a salvo. Esta situación podría haber tomado un cariz muy diferente, no te quepa duda, lo que no habría afectado en absoluto al trato que hice con Belladona. Lo único que hará que este anillo desaparezca será que yo mate a Cyrus Ironwood o que esa bruja se apiade de mí y me lo quite, y dudo mucho de que vaya a suceder lo uno o lo otro. Al menos, ahora… ahora cabe la posibilidad de que esto haya servido para algo bueno. Sophia se frotó la frente. —Carter, no me vengas con la lógica. En estos momentos, lo único que quiero es matar. —¿Acaso no te conformas con ponerle fin a esto? De momento, es lo único que puedo ofrecerte. —¿Cómo es posible que, para ti, lo que acabo de contarte no cambie nada? —En sus palabras había una nota de súplica—. ¿Por qué no puedes ser tan egoísta como los demás? «Etta está viva». «Julian está a salvo». «Li Min se ha ido». Aquellos hechos, en sí mismos, bien podrían haber sacudido la tierra entera, haberla puesto patas arriba…, pero en realidad no cambiaban nada. Era mejor que Etta no supiera lo del anillo, lo del trato con Belladona, lo de la decisión que había tomado. Porque entonces se enfrentaría a él a cada paso del camino y ahora ya nadie podía apartarlo de aquella ruta… y menos aún cuando estaba tan cerca de comprenderlo todo con claridad. Pero aquel peso, saber que volvía a mantenerla intencionadamente en la oscuridad, amenazaba con hundirle el pecho. Tuvo que esforzarse por respirar. —Estoy… Intentaba ponerle nombre a la tormenta que sentía en su interior, pero cuando estaba a punto de darse cuenta de lo que era, volvía a escapársele y lo único que le quedaba era el cansancio. La resignación. Se sentía como si estuviera en el agua, nadando con dificultad hacia un final inevitable. Pensó en Etta, respirando, luchando, y aquello llenó de estrellas el cielo negro de sus pensamientos. Sabía que, si se tumbaba de espaldas y cerraba los ojos, podría imaginarse en la cubierta de aquel barco, sería capaz de ver aquellas estrellas fugaces una vez más, aquellas estrellas que caían describiendo un brillante arco de fuego. Al fin y al cabo, las tenía tan grabadas en su memoria como a la joven.

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Pasara lo que pasara la próxima noche, Etta seguía viva. Era incapaz de describir con palabras lo agradecido que se sentía, aunque, al mismo tiempo, volvía a sentir la vulnerabilidad de su corazón. Ella seguiría adelante sin él, resplandeciendo en la oscuridad con luz propia. Si Nicholas no era capaz de devolverle su futuro, le construiría una vida en la que estuviera a salvo, sin represalias ni luchas entre familias. Iba a acabar con aquel ciclo, iba a limpiar toda la sangre. Pero ¡ay!, de repente se sintió como un cobarde porque empezó a aferrarse a la débil esperanza de que Sophia tuviera razón, de que hubiera conseguido quitarle de la cabeza a Etta lo de ir a por el astrolabio. Morir le estaba pareciendo mucho más complicado de lo que había creído en un principio, pero también muy aleccionador. No quería que la muchacha lo viera en aquel estado, como tampoco quería que se encontrara en medio de algún altercado si las cosas se torcían. Se veía incapaz de sobrevivir a una segunda despedida. El único poder que de verdad ejercía sobre ellos la capacidad que tenían de viajar en el tiempo era el arrepentimiento que les provocaba. Si pudiera moverse por las semanas, ir de un día al otro hasta llegar a aquel momento en la tienda de Belladona, no le cabía duda de que se alejaría de aquella mujer cuanto pudiera. Pero el hecho de ver las cosas con perspectiva le había ofrecido la posibilidad de entenderlas mejor, lo que resultaba muy útil; de entender mejor a Sophia, a sí mismo, y aquel mundo bello pero amargo. Lo único que había querido en la vida era viajar, recorrer el horizonte, y lo había hecho, ¿no? En aquellas semanas había ido más allá de los límites de su imaginación. —Por si acaso mañana debemos actuar con rapidez y no hay tiempo —le dijo a Sophia—, me gustaría aprovechar la ocasión para decir que estoy orgulloso de haber luchado a tu lado. Nunca volveré a opinar sobre cómo debes vivir la vida, pero quiero decirte, como amigo, que no hay nada que duela más que las palabras que quedan sin decir… y los asuntos a los que no se les pone fin. La joven se adelantó para taparle la boca con la mano e impedir así que siguiera hablando. Nicholas, exasperado, se la cogió con intención de quitársela, pero, de repente, él también lo oyó: pasos. Y alguien que llamaba a la puerta. —Carter, ¿va todo bien? Los guardias de Cyrus Ironwood no lo tragaban. Cuidaban de él, sí, pero también lo vigilaban. Lo juzgaban. Había visto cómo lo miraban, sentados alrededor de la mesa, después de que el anciano lo hubiera proclamado heredero durante la última reunión familiar. Ojalá fuera la última de verdad. —Todo bien —respondió Nicholas—. Estaba rezando. —Sí… vale —gruñó el hombre, que se llamaba Owen—. Pero reza más bajo, ¿eh?, que como se despierte nos lincha. Tenía razón. Nicholas esperó hasta que dejó de oír los pasos y se volvió hacia Sophia, pero la joven ya estaba en la ventana, abriéndola. El muchacho notó en la sien la ráfaga de www.lectulandia.com - Página 326

viento y lluvia que se coló en la habitación. Sí, claro, el maldito árbol. —Vas a romperte el cuello —comentó mientras intentaba ponerse de pie—. Espera a que amaine la lluvia. No me gustaría tener que explicar por la mañana qué haces reventada a los pies de mi ventana. La muchacha esbozó una sonrisita. —No digas tonterías. Se sentó en el alfeizar y pasó primero una pierna y, después, la otra. Contempló las ramas de los árboles, agitadas por el viento, y luego el río de agua de lluvia que corría por la calle y la limpiaba. —Li Min podría volver —le comentó Nicholas a Sophia mientras se acercaba a ella. La joven se giró y lo miró una última vez, con la cara cubierta de gotas de agua. —No, no volverá.

Nuestra señora de la Candelaria era una majestuosa iglesia papal, católica, con todos los detalles típicos del estilo arquitectónico barroco. Tenía dos orgullosas torres a los lados de una cúpula sin terminar y los relieves de granito oscuro contrastaban a la perfección con las paredes blanqueadas. En el interior, sin embargo, el diseño era neoclásico, con columnas, estatuas de ángeles, santos y una talla de la virgen María, tan grande y hermosa como requería aquel lugar de culto. Por lo menos, la iglesia estaba muy lejos del próspero mercado de esclavos de la calle Valongo, de las granjas de engorde donde se cebaba a la «mercancía» para que su valor aumentara, y del puerto mismo, que sin duda habían construido los propios esclavos para recibir los nuevos cargamentos de inocentes. Claro que eso no había impedido que Cyrus Ironwood lo recorriera, junto con la decena de guardianes que lo acompañaban, sin mostrar la más mínima sensibilidad. Como un monstruo. —¿Qué te sucede? —le preguntó el anciano. Vaya, qué milagro, por fin el hombre dejaba de pensar en el astrolabio. Durante los últimos cinco días no había hecho más que hablar de él o pensar en él; y si no estaba hablando de él ni pensando en él era porque estaba durmiendo y soñando con él. Era lo primero de lo que hablaba nada más levantarse de la cama y lo último por lo que rezaba durante sus plegarias nocturnas. A Nicholas conversar con él no solo le resultaba forzado, sino que se había convertido en algo repetitivo y cansino. De hecho, echaba de menos que aquel hombre malvado lo amenazara y lo insultara. El joven dejó de mirar la iglesia. —Nada. ¿Acaso no se me permite admirar la belleza? Cyrus Ironwood resopló. —Eres y serás un pésimo mentiroso. ¿Qué tal el brazo? Parece que puedes luchar con él, ¿no? Bien, bien. www.lectulandia.com - Página 327

Para no arriesgarse a que lo dejase atrás por inútil, por ser incapaz de defenderlo de cualquiera de los enemigos que pudieran atacarlo, el muchacho se había quitado el cabestrillo y llevaba la mano en el bolsillo de la chaqueta. —Es… —Es maravillosa, sí —comentó Cyrus Ironwood con voz cantarina. Acto seguido, le puso una mano en el hombro y Nicholas no pudo evitar sentir repulsión. Se encontraba tan débil que aquel peso añadido le pareció el de una montaña y le temblaron las piernas. Owen, el guardia bajo y fornido de la noche anterior, salió de la iglesia y les hizo un gesto para indicar que podían entrar, que no había ningún peligro. En el interior se encontraba la entrada al pasadizo que los llevaría a Japón. —Un paso más… una noche más… Imagine el rostro de su esposa, señor. El futuro que desea está al alcance de su mano —le dijo Owen al anciano. Luego les sujetó la puerta abierta, lo que le permitió a Nicholas entrar sin tener que sacar el brazo, un brazo que era incapaz de mover. Sin proponérselo, de repente, vio a Etta en la luz titilante de las velas. La vio de pie entre las líneas blancas y delicadas de los arcos. La vio en la peculiar forma que tenía la luz de reflejarse en la vidriera policromada situada detrás del altar, llenando así el mundo de color. Un himno para ella. Un réquiem para un futuro que ya no estaba a su disposición. —Sí —dijo al cabo de un rato—, el final está cerca.

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Monte Kurama 1891

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Veintiocho Los siglos y los continentes se movían alrededor de ella dando forma a olas oscuras, y el bramido habitual del pasadizo se parecía más a un silbido largo, continuo. La diferencia, a pesar de que a Etta le resultara agradable al oído, era un tanto desconcertante. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo suficiente para pensar en todo aquello, tocó el suelo con los pies, y el peso del oro con el que cargaba en la bolsa de cuero hizo que cayera de rodillas. Julian cayó justo detrás de ella, chocaron, y ambos acabaron despatarrados por el suelo. A la muchacha se le clavaron en la espalda los platos y cálices de oro. —¡Ay! —¡Ay! —soltó también él—. No ha sido uno de nuestros mejores aterrizajes. —Pues ha sido mejor que los seis últimos —comentó Etta mientras salía de debajo del muchacho. Julian se puso en pie de un salto e intentó que el peso del saco no le hiciera perder el equilibrio de nuevo. —¿Qué hora es? La muchacha consultó el reloj de cuerda que habían encontrado entre los tesoros de los Ironwood. —¿Las diez y media? Julian levantó un puño con aire triunfante. —¡Ya te dije que llegaríamos a tiempo! Aunque en la cueva habían encontrado oro y joyas de sobra, Julian no había anotado bien una de las entradas de su diario, lo que había provocado que tuvieran que hacer un peligroso viajecito por el Jerusalén de la primera cruzada, vestidos del siglo XX y con más oro encima del que aquella gente había visto en la vida. El silbido que hacía el pasadizo fue disminuyendo, pero el tamborileo seguía sintiéndose como un latido en la oscuridad. El vigor de los tambores y el estallido de los platillos resultaba asombroso. Etta se puso de pie, y también tuvo que esforzarse por no volver a caerse, pues estaban en una pequeña pendiente. Le resultó sorprendente descubrir que aquella música ancestral no era el latido del corazón de la montaña. El pasadizo los había dejado a un lado de una línea de llamas que ascendía serpenteando por el sendero de la montaña. Etta avanzó despacio por el barro para verlas más de cerca. —Sai-rei, sai-ryo! Aquellas palabras las gritaba la gente una y otra vez, sin descanso, para que el mundo salvaje y sombrío las oyera. La muchacha se volvió hacia Julian para que se

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las tradujera. —Creo que dicen… «buen festival» o algo así. El joven se rascó la cabeza. Estaba despeinado. El olor a pino y a humo les llegaba por entre los árboles y les acercaba las voces de viejos y jóvenes. Veían hombres que, en taparrabos, cargaban antorchas. Eran pequeñas, pues quienes las llevaban eran apenas unos muchachos que parecían muy orgullosos de que les hubieran encomendado aquella tarea. Sin embargo, a medida que las antorchas iban aumentando de tamaño, también lo hacían los hombres, hasta que, en un momento dado, Etta y Julian vieron a unos pocos que llevaban unas antorchas grandes como motocicletas y, al parecer, igual de pesadas. Aquellos hombres, que avanzaban trastabillando por el peso, recorrían la calle de un pueblo e iban ascendiendo por el camino de la montaña. Los aldeanos no dejaban de vitorear y los seguían de cerca, con las caras iluminadas por el fuego, resplandeciendo con una luz cálida en mitad de una medianoche opresiva. Etta frunció el ceño. —¿Qué es esto? ¿Por qué iba a elegir la tal Belladona un sitio en el que es muy fácil encontrarse con gente de la época? —A la primera pregunta: está claro que es algún festival —respondió Julian mientras se limpiaba las uñas—. Seguro que lo celebran en honor al dios al que esté consagrado el templo al que vamos. En cuanto a la segunda pregunta: es mejor no intentar internarse por el laberíntico cerebro de esa mujer que, además, está lleno de arañas. De todas formas, da la impresión de que el festival está a punto de terminar. Etta parpadeó. —Eso ha sido… sorprendentemente útil. —Tal y como me gusta decir: esfuérzate por decepcionar; de esa manera siempre dejarás boquiabiertos a los demás cada vez que no lo consigas. Etta resopló. —Venga, vamos. Empezaron a subir por entre los árboles, por las rocas, hasta que vieron que eran más los aldeanos que bajaban la montaña que los que la subían. Pronto fueron muy pocos los que la ascendían y, por fin, nadie. Tomaron el sendero sin decir ni una sola palabra. Pisaban la ceniza que habían dejado los fuegos. En un momento dado, Etta vio a Julian iluminado por la luna, con las mejillas sucias, las manos y las rodillas manchadas, las ondas del pelo encrespadas. La muchacha sabía que ella también debía de tener el aspecto de haber sido arrollada por unos cuantos caballos en una calle llena de barro y estiércol… porque, como quien dice, así era. —Me preocupa que no vayas a suponer distracción suficiente como para que consiga colarme por detrás de Belladona y robarle el astrolabio —le dijo al joven en un momento dado—. Puede que yo consiga salir, pero tú… no lo conseguirás. —Corro muy rápido —respondió él— si la motivación es buena. www.lectulandia.com - Página 331

—Estoy pensando que… que quizá debiera pujar. Ganarlo de forma legítima. Miró al muchacho en la oscuridad. —Solo acepta favores y secretos. —Julian se detuvo unos instantes para acomodarse el peso del saco que llevaba a la espalda—. ¿O es que crees que tienes algo que no tenga el abuelo? Etta tenía algo que nadie más tenía: había crecido en un futuro lejano, mientras que ninguno de los demás viajeros que aún quedaban con vida había nacido más allá de 1945. Pero aquel futuro había desaparecido y cualquier información que pudiera dar acerca de él carecía de valor. Por tanto, solo le quedaba un secreto, aunque no estaba segura de si la vieja ya lo conocía. —Sabemos la verdadera razón por la que Cyrus Ironwood quiere el astrolabio. Si Belladona se entera, podría usarlo para impedirlo. Me parece una buena baza…, pero no sé si es un buen plan. —Ya te he dicho —respondió él— que no deberías hacer planes en situaciones como esta: ni robos, ni asesinatos, ni tratos comerciales más allá de comprar alguno de los artefactos que tenga esa bruja. Por si te sirve de consuelo, vas a estar tan a oscuras como el abuelo. Además de irritar a Cyrus Ironwood por haberlo obligado a viajar, Belladona había sido lo bastante inteligente como para elegir una época y un sitio en el que podía haber testigos, lo que evitaría las malas intenciones de los viajeros. A medida que seguían sendero arriba, Etta empezó a ver marcadores de piedra, faroles y pequeñas estructuras abiertas con aspecto de templetes, que tenían el tejado inclinado y estaban pintadas de un carmesí vivo. El ascenso seguía y seguía: les estaba llevando mucho tiempo, que era su moneda más preciada, pero era un alivio ver que las luces iban apagándose en el pueblo de la falda de la montaña, como un hogar reducido a meras ascuas después de haber quemado toda la leña que lo alimentaba. Poco después, el único sonido que era capaz de escuchar Etta era el de las criaturas nocturnas del bosque. La muchacha respiraba los aromas húmedos y frescos de las diversas plantas que los rodeaban y le reconfortaba la familiaridad del olor a madera quemada. Le dolía el cuerpo, pero era un dolor vigorizante, un dolor que se había ganado. Etta había luchado mucho a lo largo de aquellas semanas y se sentía muy orgullosa de haber sobrevivido. —Lo que estamos haciendo está bien, ¿verdad? —le preguntó al joven entre susurros—. Me había parecido tan importante destruir el astrolabio que, ahora, me parece mal que hayamos decidido quedárnoslo. Puede que esté maldito… que infecte la vida de todos aquellos que entran en contacto con la oscuridad que lo rodea. Julian suspiró. —No lo sé. Tú eres el norte moral, se supone que eres tú quien lo determina. La joven le dio con el codo al muchacho. Las monedas de oro que este llevaba en su saco tintinaron como una lluvia fuerte al chocar entre sí. www.lectulandia.com - Página 332

—Yo, Linden-Hemlock-Spencer, opino que el astrolabio no es malvado en sí mismo. Para bien o para mal, solo responde a las preguntas que le hace el corazón de la persona que lo utiliza. La cuestión es que no hay nadie tan altruista como para no aprovecharse de él de una u otra manera. Si destruirlo nos destruye, deberíamos… No sé, yo creo que deberíamos esconderlo de nuevo una vez hayamos enderezado la línea temporal. «Lo que mi madre hizo hace ya tantos años». Etta había echado tan rápidamente la culpa de aquel viaje a la locura de su madre, a su trauma, que ahora se sentía muy mal por no haber tenido en cuenta que quizá la mujer hubiera pretendido hacer un bien. Era probable que su madre hubiera sabido desde el primer momento que destruirlo acabaría con el modo de vida de los viajeros y que por ese motivo hubiera decidido esconderlo. Eso, sin embargo, no la excusaba de haberle ocultado la verdad a su hija, no hacía que olvidara lo que le había hecho a Alice y no explicaba por qué se había obstinado en que Etta lo destruyera. A mitad de camino de la cima de la montaña, Etta, a la que le ardían las piernas y le dolía la espalda por el peso de la bolsa, vio un destello. El círculo de luz fue haciéndose más grande, hasta que la muchacha consiguió distinguir la luz de unos faroles que centelleaban entre los árboles que bordeaban el sendero; algo arriba, vio a un niño con el pelo rubio como el oro sentado en un taburete junto a una balanza de latón y varias cestas. Detrás de él colgaba una cortina blanca, grande, que ocultaba lo que había al otro lado. Julian aminoró el paso. El niño llevaba una túnica blanca que le quedaba grande a ojos vista. Estaba sentado con las piernas cruzadas y se había levantado la vestidura, así que Etta alcanzó a ver las medias finas y los bombachos de terciopelo que llevaba por debajo. El chico no dejó de leer cuando se le acercaron, se limitó a pasar la página del libro que tenía apoyado sobre el regazo. Julian se aclaró la garganta, pero el niño levantó un dedo sin dejar de leer. —¿Hola? —probó Etta. Por fin, el chico del pelo dorado levantó la mirada y la cara de fastidio que tenía estuvo a punto de arrancarle una carcajada a Etta. La joven sabía lo mucho que molestaba una interrupción en mitad de una página especialmente interesante. —Venimos a la subasta —le dijo Julian mientras se quitaba la bolsa de la espalda y suspiraba aliviado. Aquello no sirvió sino para irritar aún más al niño, que se levantó, se acercó a la balanza y se subió a uno de los platillos. Dejó el otro libre para que pusieran en él los sacos, momento en que Etta y Julian empezaron a rezar para no haber calculado mal el peso. —¿Cómo sabemos que pesas cien libras? —preguntó la muchacha.

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El niño le lanzó una mirada furibunda mientras, allí, subido en la balanza, cabeceaba como un barco entre las olas. Etta contuvo el aliento cuando el platillo en el que estaban poniendo el tesoro y el del niño empezaron a estar más o menos a la misma altura, y se irguió triunfante cuando consiguieron igualar el uno y el otro. Habían traído oro más que de sobra. —¡Gracias a Dios! —Julian se adelantó para recoger parte del oro—. Sería una pena dejar lo que sobra… —¡Bienvenidas! ¡Bienvenidas, mis jóvenes bestezuelas! Una mujer salió de detrás de la cortina blanca y se aseguró de volver a correrla para que no pudieran ver lo que había detrás. Tenía las piernas muy largas y con ellas devoró en dos zancadas la distancia que los separaba. Se detuvo demasiado cerca de Etta. La joven luchó contra todos sus instintos, que le decían que diera un paso atrás para sentirse cómoda. No obstante, Etta levantó la vista y le sostuvo la mirada a la mujer, aquella mirada sombría que le lanzaba por encima del velo plateado que le cubría la parte inferior del rostro. La mujer llevaba un vestido de encaje negro, cuyo recargado estampado de flores parecía recortado de las mismísimas sombras. Y, como si pensara que la ocasión lo merecía, se había puesto una diadema de plata y diamantes que más bien parecía la boca colmilluda de un lobo. La mujer intercambió una mirada con el niño, que asintió a modo de confirmación. Julian se balanceó sobre los pies, pero a Etta le pareció que lo que había pretendido el muchacho era hacer una reverencia que, a la postre, había resultado demasiado tímida. —Buenas noches, señora. Hemos traído la cuota exigida para participar en la subasta. —Y poco más —respondió ella mientras lo miraba con aquellos ojos gatunos primero a él y después a Etta. —Eso da lo mismo, porque tenemos un secreto que sin duda le interesará — comentó Etta con un tono de voz que esperaba que transmitiera confianza. —¿Ah, sí? —El velo ondeó, como si la mujer se hubiera reído en silencio—. Veo que vosotros solo sois dos, mientras que otros han pretendido ser casi una docena. —Sé cuáles son las reglas. Un máximo de ocho miembros por grupo —dijo Julian. La mujer lo ignoró. Seguía con la mirada fija en Etta. —Qué curioso, bestezuela… he visto antes tu cara. La muchacha le hizo un gesto despectivo y respondió: —Sí, me lo dicen mucho de un tiempo a esta parte. —Vaya, menudo carácter tienes. Ahora, por favor, coged cada uno de vosotros una máscara y una túnica de las que hay en la cesta y ponéoslas. Y, sí, también tenéis que poneros la capucha. Como siempre digo, el anonimato proporciona seguridad. www.lectulandia.com - Página 334

—¡Vaya, qué buena política! —soltó Julian mientras se anudaba la máscara, que le tapaba toda la cara menos los ojos, claro está. La mujer ladeó la cabeza. —¿No…? —¿Que si soy el Julian Ironwood al que habían dado por muerto? —acabó el joven con ese entusiasmo de quien ansía que lo reconozcan. —¿… no vas a cerrarte la túnica? —concluyó Belladona. Y, sin más preámbulos, la mujer empezó a anudar los lazos de la vestimenta del muchacho. Etta se apresuró a atárselos sola e intentó no echarse a reír cuando la mujer acarició el pecho de Julian con aquellos dedos delgaduchos que tenía y los fue bajando hasta la cintura del muchacho. —Creo que sois el último grupo de postores. Seguidme, por favor. El tiempo que nos habéis hecho perder es muy valioso. No puedo retrasar más el comienzo de la subasta. Se puso delante de Etta y abrió la cortina. Si a la muchacha le hubieran pedido que intentara adivinar qué había detrás, jamás habría dicho que se encontraría con dos decenas de viajeros y guardianes, todos ellos vestidos con túnicas blancas y máscaras doradas, todos ellos mirando hacia delante como ovejas hacinadas en un cerrado. Belladona cogió uno de los faroles plateados que colgaban de la rama de un árbol y se iluminó el camino mientras se abría paso entre los allí reunidos. Julian empezó a seguir a la mujer, pero Etta alargó un brazo y negó con la cabeza. Era mejor que nadie se fijara mucho en ellos, y si se ponían delante, todos tendrían tiempo más que de sobra para intentar averiguar quiénes eran. Ninguno de los presentes dijo nada mientras seguían a Belladona y a su farol por el resto del sendero, en dirección a un templo situado a varios cientos de metros. Solo una de las figuras, una que iba al final del primer grupo, se arriesgó a volver la cabeza para mirarlos a ellos. Fuera quien fuera, caminaba más despacio, como si le costase andar. O estaba herido o era anciano. Etta entrecerró los ojos y deseó que no estuviera tan oscuro, porque parecía que… estaba casi segura de que… «Esa persona está yendo más despacio. Se está quedando atrás a propósito». La muchacha echó mano de la pequeña daga que le había quitado a un caballero en Jerusalén y notó que el miedo estiraba sus frías y húmedas manos y la agarraba por el cuello. Estaba tan concentrada en aquella figura que no se dio cuenta de que algo se movía en el bosque, a la izquierda de Julian, hasta que ese algo se lanzó de golpe contra el muchacho y le pasó un brazo, envuelto en una túnica negra, alrededor del cuello. El grito de alarma de Julian se quedó en nada porque lo acalló una mano enguantada. Etta se internó por el bosque detrás de ellos, con la daga en la mano. Aquello era igual que el ataque que habían sufrido en Rusia. El agresor iba vestido de negro de pies a cabeza y le había puesto un cuchillo en la garganta a Julian Ironwood, que

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forcejeaba para zafarse de él. Etta estaba a un paso del encapuchado, con la daga levantada para apuñalarlo… Algo muy pesado golpeó a Etta en la espalda y la tiró al suelo antes de que alcanzase al atacante de Julian. La propia montaña, con su empinada pendiente, fue la que la envió rodando por encima de la tierra blanda y los helechos, hasta que, por fin, su espalda chocó con un árbol. El trastazo hizo que se le pasara el mareo y que ignorara las magulladuras y se pusiera de rodillas como una exhalación mientras miraba a su alrededor, a oscuras, en busca de Julian. No muy lejos de donde estaba la muchacha, montaña arriba, enmarañadas entre los helechos y medio tapadas por uno de los marcadores de piedra, asomaban las piernas de su atacante, que vestía una túnica blanca. Etta ascendió la pendiente gateando, como una furia, con la daga entre los dientes, hasta que el terreno pasó a ser lo bastante plano como para ponerse de pie. Rodeó el hito resollando, notando su propia respiración en el interior de la máscara. En el último momento, en vez de lanzarle una cuchillada a su agresor, le atizó un zurdazo en la máscara y este cayó al suelo de espaldas. Luego, la muchacha se puso de rodillas encima del pecho de su rival, le arrancó la máscara con todas sus fuerzas y le puso la daga en la yugular. Conocía aquel rostro. Amaba aquel rostro. —¡Oh, Dios mío! Él abrió unos ojos como platos, igual de sorprendido de verla. Ella hundió las manos en la tierra. Temblaba. Arrancó raíces, sacó hojas. Intentaba serenarse. Intentaba determinar si aquello era tan real como parecía. El valle que había entre ellos y que la había devastado debido a la ausencia de él, aquel valle al que no se había dejado caer, se abría de nuevo a sus pies. —Hola —fue lo único que él consiguió decir. A Etta se le abrió el corazón de par en par y el alivio resultó tan doloroso como necesario. La manera en que él la miraba, como si fuera una perla en la oscuridad. La manera en que su mano buscaba la de ella, esperando a su gemela. Se abalanzó sobre él justo cuando él intentaba sentarse, lo besó, le robó el aliento y la risa sorprendida. Se apoderó de nuevo de él. —Hola —alcanzó a responder ella. Le sujetaba el rostro con ambas manos, lo besaba, lo besaba, lo besaba… —¿Dónde… dónde has estado? —le preguntó Nicholas en cuanto pudo. —¿Dónde has estado tú? —respondió ella, mientras él le hundía las manos en el pelo con suavidad. —He estado muy ocupado… buscándote. Me ha costado… ¡me ha costado mucho! Aunque debería haber sabido que serías tú quien me encontraría a mí. —Te vi… en la playa.

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De pronto, Etta se dio cuenta de que estaba saboreando la sangre del labio partido de Nicholas, pero no le importó. —Lo sé, lo sé… Pensaba que estabas… —Lo sé… y lo siento. ¿Por qué me perseguías ahora? ¿Qué haces aquí? Etta se obligó a callarse, a echarse hacia atrás, a mirarlo, a abrazarlo con todas sus fuerzas sin darle oportunidad de responder. Él le pasó el brazo por la cintura y le apoyó la frente en el hombro. Le costaba respirar. —¿Acaso somos incapaces de encontrarnos en situaciones normales? —le preguntó él. La humedad del suelo estaba empezando a empaparle la ropa a Etta, que apenas se daba cuenta. Sentía el pulso de Nicholas en la mejilla, un latido débil muy distinto al tamborileo constante que recordaba de los otros momentos desesperados que ya habían vivido. Etta estaba segura de que aquella fragilidad se debía a la oscuridad. Al hambre, tal vez, al cansancio, a las sombras. Sin embargo, cuando le pasó la mano por la espalda, sintió todos y cada uno de los nudos que tenía en la columna, la cadena montañosa en que se había convertido su costillar. Se echó hacia atrás y le dio un beso. Sus alientos se mezclaron. —No puedo sujetarte siquiera —le susurró él—. Es demasiado… ha pasado demasiado rápido… Antes no tenía miedo, pero ahora… ahora tengo mucho. —¿De qué estás hablando? —le preguntó ella. Se apartó para mirarlo con cierta perspectiva y estudiarlo, para verle la cara. Él la abrazó con más fuerza, pero el brazo le temblaba, como si todo aquello representara un esfuerzo demasiado grande para él. Ella le pasó las manos por el pelo. Tenía la cabeza ardiendo. Nicholas intentó besarla, le buscaba la comisura de los labios. —He ido a por aquel que era más o menos de mi esta… Aquella era la voz de Sophia. —¡Pero si yo soy más alto que tú! Y el otro era Julian. —Bueno, ¿acaso preferirías que dijera que he ido a por el que me ha parecido menos peligroso? Etta oyó cómo Sophia y Julian se acercaban. Los vio. El silencio que siguió fue largo. —¿Qué haces aquí todavía? —dijo Sophia furiosa, dirigiéndose a Nicholas—. ¡Como no te des prisa, se va a dar cuenta de que te has marchado! —Pensaba que ella… que Etta era… alguien que pretendía hacerte daño… Era complicado entender lo que quería decir Nicholas con aquellas frases entrecortadas. Etta lo intentó con todas sus fuerzas. Sophia había atacado a Julian para quitarle la túnica y participar en la subasta y, al ver que Etta los perseguía, Nicholas se había asustado y los había seguido porque le preocupaba que la muchacha no pudiera con dos atacantes a la vez. www.lectulandia.com - Página 337

—¿Por qué estás…? Nicholas, ¿qué te sucede? ¡Nicholas! —exclamó Etta, asustada. Cuando el joven cayó como desmayado sobre ella, el miedo la embargó con tanta fuerza que sintió mucho frío, pero aquello no fue nada en comparación con el huracán que provocó Sophia con su reacción. La muchacha salvó de un salto el árbol caído que había entre ambos, sujetó a Nicholas por los hombros y lo sacudió. —¡Maldita sea, Carter! ¡Ahora no…! ¡Ahora no! —¿Nicholas? ¡Nicholas, dime qué te sucede! Etta no podía dejar de repetir el nombre del joven, como si aquello fuera a devolverle la consciencia. —¡Que nos quedamos sin tiempo, eso es lo que sucede! —respondió Sophia con brusquedad y, acto seguido, le propinó una bofetada a Nicholas.

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Veintinueve Aunque Nicholas volvió en sí, la oscuridad que le nublaba la vista permaneció como un halo alrededor de su rostro, como si quisiera convertir a la joven en un sueño y hacer que se desvaneciera. Pero seguía allí. Etta seguía allí. La muchacha se arrodilló delante de él. Nicholas olía a humo de hoguera, a pan dulce y caliente, a hogar. Etta tenía un mechón de pelo pegado a la cara por el barro y Nicholas era incapaz de encontrar la razón para que aquello le resultase tan adorable. —No estás bien, ¿verdad? —le susurró ella. Nicholas sabía que Sophia estaba detrás de él, sujetándolo para que los viera a los dos. A los dos, porque Julian también estaba por allí, a poco más de un metro y con una expresión de tanta inseguridad que a Nicholas le costó reconocerlo. —Julian… En la palabra de Nicholas se coló el tono de alivio. No se había dado cuenta hasta aquel momento de lo agradecido que estaba de que Etta y Julian se hubieran encontrado; así, ella lo habría protegido a él y él habría hecho que la muchacha no tuviera que estar sola. Al oír su nombre, su hermanastro se le acercó. —Ahora es cuando te digo que soy idiota y un ingrato y tú me pegas un puñetazo. Al mirarlo a los ojos, Nicholas pensó en la rabia que siempre había creído que lo embargaría si volvía a verlo, una rabia que bulliría en su interior después de años de resentimiento, de malos pensamientos y palabras hirientes, pero lo único que sintió fue paz, lisa y llanamente. Aquella pequeña parte de él había quedado satisfecha y se sentía agradecida y, sobre todo, contenta. Se trataba de su hermano y ni siquiera la muerte había conseguido que dejara de quererlo. —Quizá en otro momento. Julian le dirigió a Sophia una mirada cargada de significado y, después, miró a Etta. —Pues bien —comentó Sophia. Luego, se volvió hacia Etta—: Siento mucho la manera en que te he tratado. Y también siento mucho que tu madre sea un demonio del infierno. —Yo siento lo que te ha pasado y todo lo que dije, excepto aquello que sí te merecías. —A Etta le temblaba la voz a pesar de que intentaba refrenar sus palabras —. Ahora bien, ¿por qué no responde nadie a mi pregunta? ¿Qué está pasando? El tremendo orgullo de Nicholas no le permitía pedirle ayuda a nadie, pero los demás se la ofrecieron de todas formas. Etta lo cogió por los antebrazos y lo ayudó a

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mantener el equilibrio. Nicholas se fijó en la expresión de miedo de la muchacha y se dirigió a Sophia y a Julian. —Por favor, necesito un momento a solas con Etta. —No tenemos mucho tiempo —le dijo Sophia—. Ya se lo explico yo. ¡Venga, vete! Nicholas negó con la cabeza. «Dios, dame tiempo suficiente para hacer esto». —Solo será un momento. Por favor. Aunque estaba seguro de que la joven se enfrentaría a su decisión hasta que no le quedara aliento, Sophia se limitó a resoplar y a asentir, y, acto seguido, se llevó a Julian hacia el sendero. Etta le giró la cara para que la mirara a los ojos. —Por favor, dime… dime qué está pasando. ¿Por qué vas con los Ironwood? ¿Estás bien? ¿Qué te pasa en el brazo? Pues claro que se había dado cuenta. —En estos instantes, no soy del todo yo mismo. No hay tiempo para que entre en detalles, solo voy a contarte lo más importante. Si pudiera separar este momento del tiempo y hacer que nos quedáramos aquí para siempre, lo haría, pero eso es imposible: no podemos detener el tiempo, solo podemos enderezar su rumbo. —Eso es lo que pretendo hacer. A Etta se le iluminó la cara como si la alumbrase una vela. Acercó el rostro al de Nicholas, tal vez para ofrecerle aquella luz a él también. El muchacho, en cambio, ardía envuelto en arrepentimiento; no confiaba en que su propio cuerpo fuera capaz de abrazarla como él deseaba sin volver a desmayarse. —Pero nuestro plan… tiene que cambiar. No podemos destruir el astrolabio —le dijo a la oreja. En ese momento, él supo qué era la devastación. El dolor más puro, un dolor sin adulterar. Etta lo vio en su rostro y se dio cuenta, por la manera en que la negación empezaba empañarle la mirada, que no llegarían a un acuerdo en aquel asunto. Él volvió a capturar la boca de ella para intentar suavizar el golpe, para intentar encontrar las palabras que necesitaba. La fría noche le mordisqueaba la piel, pero los labios de Etta estaban calientes, eran insistentes y se movían sobre los suyos como si pretendieran convencerlo con sus propios argumentos. Nicholas se apartó de ella e intentó mantenerla quieta el tiempo suficiente como para hacerla entrar en razón. —Hay que destruirlo. Lo dijiste tú misma. Sé cuáles son las consecuencias. Sé lo que podría suceder, sí, pero Etta… ¿no lo ves? ¿Acaso no te das cuenta de cuántas cosas se nos escapan de las manos en este asunto? Si esto tiene que acabar, que sea cuanto antes. Tu madre… se me acercó en el desierto justo después de que te quedaras huérfana. Me habló de una guerra que estaba por venir. —Sé lo de la guerra. www.lectulandia.com - Página 340

—Pues no estaba equivocada. Esta es una guerra que no tiene fin. Esta guerra entre familias… tiene una forma, un patrón. Etta se encogió de hombros y negó con la cabeza. Intentó besarlo de nuevo e impedir que siguiera hablando. —No, no, no… No lo digas… No pronuncies esa palabra… Nicholas se merecía una medalla por tener la voluntad suficiente como para rechazar los besos de la muchacha. —No puedo dejar de pensar que la paz entre las familias es imposible debido a que hay algo antinatural en nosotros y en nuestra capacidad para viajar —prosiguió el muchacho—. Eso de que nos repelamos los unos a los otros no puede ser sino la forma que tiene el tiempo de vengarse de nosotros. Tengo la sensación de que estos conflictos intentan forzarnos a volver a nuestra época natural, allí adonde se supone que nos corresponde vivir. Etta levantó su mirada de ojos claros, endurecidos ahora como si fueran de hielo. —No hay nada más natural que las familias. No has visto lo mismo que yo. Esta gente se quiere, se necesita. Aún podemos arreglar la línea temporal. Sí, nos llevará mucho tiempo, pero si vamos poco a poco, es posible. —¿Y luego qué? —quiso saber él—. ¿A esconder de nuevo el astrolabio? Nos arriesgaríamos a que alguien iniciara otra búsqueda, a que lo encontrara y a que deshiciera todo nuestro trabajo. Destruirlo es la única manera de conseguir que Cyrus Ironwood rinda cuentas, que responda por lo que nos ha hecho a todos. Si no en eso, piensa, entonces, en los millones y millones de vidas con las que ha jugado, en la indiferencia y apatía que les ha demostrado. Cyrus Ironwood no es la excepción, Etta, sino la regla. Lo que podemos hacer es muy muy importante. A Nicholas le pareció injusto ser capaz de tomar aquella decisión con tanta frialdad, a sabiendas de que era una de las últimas que iba a tomar en su vida. Solo unos días antes, había perseguido la venganza como si estuviera en llamas por dentro, como si se estuviera quemando lo poco que quedaba de su alma. Una parte de Etta, por lo menos, pareció ver la verdad que se ocultaba tras aquel último razonamiento, y tensó el cuerpo en un gesto de frustración. El joven sabía que se enfrentaba a otra derrota porque, aunque se había mostrado muy lógico, y aunque consideraba a la joven una persona muy racional, vio que esta esbozaba un gesto como si se sintiera traicionada y sintió como si sus argumentos estuvieran a punto de perder su validez. ¿Qué era la historia, al fin y al cabo, sino las mentiras contadas por aquellos que se habían alzado victoriosos en unas u otras situaciones? ¿Por qué merecía la pena proteger esa historia, cuando se olvidaba de los pobres niños que morían de hambre en los asedios, de las esclavas en su lecho de muerte, de las personas que desaparecían en alta mar? La historia era un registro imperfecto escrito por una mano guiada, un registro diluido para obtener un acuerdo entre todos los grupos implicados. Nicholas se sintió tentado a aceptar lo que Etta quería decirle, a imaginar que la muchacha sería capaz de realinear el pasado, el www.lectulandia.com - Página 341

presente y el futuro para convertirlos en algo bonito. Dios, si había alguien capaz de hacerlo era ella, desde luego. Pero su historia, la que habían forjado los viajeros, era una historia preñada de violencia, de guerras, de venganza. Y no es que ellos la hubieran hecho así, sino que la historia los había hecho así a ellos. —¿Y qué pasa con nosotros? —le preguntó la joven mientras le pasaba sus encantadoras manitas por los hombros, por el cuello, por el rostro. Nicholas se apoyó en aquellas yemas encallecidas—. ¿Qué pasa si te amo y te necesito? ¿Qué sentido habrá tenido todo esto? ¿Para qué hemos luchado tanto si ibas a acabar rindiéndote? —¡Carter! Aunque aún a bastante distancia, la voz del hombre resonó por la pendiente y llegó hasta ellos. «Owen». Etta intentó esconder a Nicholas tras ella, pero lo único que deseaba él —más incluso que respirar— era besarla una vez más. Los segundos pasaron y le llenaron de ampollas el corazón. —Quédate conmigo —le imploró la muchacha—. ¡Quédate conmigo, esto aún no ha terminado! —Esto es la libertad. Esto… liberarnos del miedo, es lo que significa reescribir las reglas. Un mundo en el que exista el astrolabio será un mundo en el que podrían llevarse a cualquiera de los dos de un momento a otro. De esta manera, al menos… sabré que estás a salvo. —Lo que estaré es sola —corrigió ella, en tono brusco. —Nunca estarás sola. ¿Acaso no me has sentido a tu lado todos y cada uno de los días que hemos pasado separados? «¿Acaso no sientes que mi corazón late solo por ti?». —No es lo mismo… y lo sabes. —Lo único que sé es que nuestros caminos los separaban varios siglos, pero que nos encontramos. Da igual cuál sea el resultado, mi destino siempre ha estado unido al tuyo. —Carter, ¿dónde diablos estás? Etta se inclinó sobre él y le puso la cara en la curva del cuello. —No lo hagas… Por favor, no lo hagas. —¿De verdad crees en ese mundo del que hablas, un mundo hecho para nosotros? Etta tragó saliva al tiempo que asentía. Rozó con los labios la piel desnuda de Nicholas y él —¡por Dios, era un hombre!— se sintió arder por dentro. Las palabras que se le escaparon estaban cargadas de emoción. —Si no podemos estar juntos en esta vida, lo estaremos en la siguiente —dijo—. Si no es ahora… lo será para siempre. Ella se echó hacia atrás, para luego ponerse de puntillas y sujetarlo con fuerza por la túnica. El beso le subió por la columna a Nicholas como si un relámpago hubiera www.lectulandia.com - Página 342

golpeado el mástil del barco, y se sintió estallar. Aquello no era una retirada y estaba muy lejos de ser una rendición. La joven invadió todos sus sentidos de golpe, tal y como rompen los rayos del sol por la mañana e iluminan el horizonte. Su sabor, su olor, aquellos dulces sonidos que le hacía en la garganta, todo aquello eran secretos que le confiaba, premios que le había costado un gran esfuerzo recuperar, por los que había luchado a la desesperada. Etta lo sacudía por completo, hacía que aquel terrible miedo se fuera, hacía que fluyera por su cuerpo aquella alegría suya, inundaba lo que había estado hueco, lo ponía todo patas arriba. Cada vez que se besaban, Nicholas sentía la piel tensa, como el pellejo de un tambor, y se preguntaba, durante los instantes que separaban los estruendosos latidos de su corazón, cómo era posible que Etta fuera tan suave cuando los días que los habían guiado hasta aquel monte habían sido tan ásperos. No lloraba, qué valiente era; aun así, el joven notaba rabia por debajo de su piel, una energía que la llevaba a buscar la forma de encajar en el cuerpo de él, a desaparecer en su interior. —¡Nicholas, que ya llega! —dijo Sophia en voz baja. La guillotina que colgaba sobre ellos cayó por fin. Nicholas se apartó de ella con suavidad mientras se preguntaba si sería aquella una liberación dolorosa, la sensación que produciría morir. El muchacho había imaginado en numerosas ocasiones que fallecer sería como sumergirse en un agua fría y oscura, hasta que le llegaba a las caderas, a los hombros, a la cabeza. En cambio, resultaba que era un tremendo trueno de agonía. ¡Qué corta era la vida de una persona y cuántas veces se le pedía que muriera por dentro! —Te amo —le dijo Nicholas con suavidad—. El tiempo no podrá robarnos eso. Antes de que ella dijera nada, quizá porque la expresión de su rostro era dura y desafiante, el joven adivinó las palabras que Etta estaba a punto de pronunciar: —No pienso rendirme. —Le caían sobre la cara varios mechones de cabello. No era una muchacha, era una tormenta—. No pienso destruirlo. Esto no es el fin. Nicholas le dio la vuelta a la mano de Etta y le dio un último beso en la palma. —Entonces, que gane el mejor pirata.

—¡Date prisa, por lo que más quieras! Owen no era un hombre grande, pero su voz era como el trueno cuando la situación lo requería. Se había levantado la máscara y estaba buscando a Nicholas entre los árboles de aquel oscuro bosque. Así que Sophia tenía razón, el anciano se había dado cuenta de que no estaba, ¡y antes de lo que cabría imaginar! —Es que me he perdido —le comentó Nicholas mientras avanzaba cojeando hacia él. El guardián se fijó en el lamentable estado de su túnica, en lo manchada que estaba. www.lectulandia.com - Página 343

—Pero… ¡mira que hay que ser idiota para caerse mientras se está meando! —¡Tú sí que te vas a caer! Sophia se había movido tan deprisa, describiendo un círculo amplio por detrás de Owen, que ninguno de los dos hombres advirtió su presencia hasta que la joven golpeó al guardián con una piedra en la cabeza. Al hombre se le quedaron los ojos en blanco mientras caía al suelo. Nicholas miró a la muchacha satisfecho mientras esta despojaba de máscara y túnica al Ironwood y lo sacaba del sendero rodando. Una vez en el bosque, la pendiente de la montaña hizo el resto del trabajo. —¿Ya has acabado con tus negocios? —le preguntó Sophia como con inocencia. —¿Y tú? Nicholas se puso en marcha. Julian se había adelantado con Etta y, aunque había muchas cosas que hubiera querido decirle a su hermanastro, seguro que su antigua prometida y él tenían mucho más de lo que hablar. Desde lo alto de la senda, donde estaba el elegante templo, les llegó el sonido de un gong. Nicholas se puso bien la máscara y aceptó el hombro de Sophia a modo de apoyo mientras ascendían los últimos metros. Al cabo de un rato pasaron junto a la estructura, que tenía los cimientos a la vista y el techo curvado hacia arriba, y se encontraron con una enorme tienda blanca en el centro del patio de piedra. Al parecer, no iban a tener que profanar un sitio sagrado. Se alegraba. Cabía la posibilidad de que a Belladona aún le quedase algo de decencia en aquella alma hecha jirones que tenía. Un aroma a vino y a alcohol, acompañado de unas leves notas frutales, le llegó flotando en la brisa otoñal. A poca distancia de la tienda se hallaba una mesa dispuesta elegantemente con comida, aunque los demás ya habían dado buena cuenta de casi todo. Belladona estaba de pie junto a ella, esperándolos. —Comed cuanto queráis —les dijo la anfitriona. Luego, la mujer saludó a un hombre que, en opinión de Nicholas y a juzgar por la túnica ceremonial que llevaba, distinta a la de viajeros y guardianes, debía de ser un sacerdote o un monje. Parecía preocupado y revoloteaba sin descanso alrededor de la tienda, pero no se atrevía a entrar en ella. La mujer le lanzó un beso, lo que hizo que se alejara. —¿Es algún guardián? —preguntó Nicholas. —No. Devuelve un par de legendarios tesoros nacionales y te sorprenderá la de favores que está dispuesta a hacerte la gente… y la de cosas que estará dispuesta a olvidar —le respondió Belladona. Sophia soltó un bufido, lo que atrajo la atención de la mujer, que la observó pensativa pero no dijo nada. —Si estáis preparados, seguidme. El resto de vuestro grupo ya está situado. La tienda era por dentro aún más grande de lo que parecía por fuera, hasta el punto de que Nicholas se preguntó si no sería una de las ilusiones de Belladona. El www.lectulandia.com - Página 344

pasillo central llevaba a una mesa alta y dorada sobra la que descansaba una caja de madera oscura. A cada lado de la mesa había dos enmascarados, espada en mano, como si estuvieran preparados para cortar en pedazos a todo el que se atreviera a acercarse a la caja. Si no hubiera sentido aquel escalofrío que le subía por el espinazo, el temblor del aire, es posible que Nicholas no hubiera creído que el astrolabio estaba allí dentro. —¿Lo…? —empezó a susurrarle Sophia con el tono de voz de alguien que está a punto de desmayarse. «¿Lo sientes?». Belladona volvió bruscamente la cabeza. —¡Silencio! Aquí. Este es vuestro sitio. A lo largo del pasillo, divididas por una gruesa tela blanca que a Nicholas le recordó la lona de las velas de los barcos, se habían habilitado estancias para los grupos de viajeros y guardianes. En cada una de ellas se veía la silueta de al menos una persona, sentada e iluminada desde detrás por un farol o una serie de velas. Así que esa era la manera en que pensaba mantener el anonimato de los que se habían acercado a pujar y, probablemente, del ganador que se llevara el lote subastado. «¿Dónde estará Etta?». —Te han designado a ti como representante —le comentó Belladona a Nicholas mientras le ponía aquella mano de uñas largas y curvas en el hombro—. Presenta tu oferta cuando llame al cuarto postor… si es que sobrevives hasta entonces. —Luego, se inclinó hacia él y el joven olió aquel aroma terroso, como si la mujer fuera, en realidad, un bosque oscuro—. Pero tranquilo, que todavía falta. Nicholas ignoró el temblor que sentía por todo el cuerpo y dijo con suavidad: —Buenas noches, señora. Belladona se apartó y le retiró la lona que servía de puerta a la estancia en la que estaban los suyos. Dentro, los Ironwood se quitaban o levantaban la máscara para dar buena cuenta de la comida y del vino, pero enseguida volvían a ponérsela. Sophia entró por detrás de él y rodeó a los presentes para ponerse en la parte de atrás y no llamar mucho la atención, dado que no era Owen. —¡Ya estás aquí! —exclamó Cyrus Ironwood mientras Belladona dejaba caer la cortina por detrás de los recién llegados. Por suerte, parecía seguir estando de muy buen humor—. Ya va a empezar. Los pasos de Nicholas quedaban amortiguados gracias a las alfombras que cubrían el suelo. Además de almohadones en los que sentarse, unas velas y una mesa de madera, no había nada más en la estancia. El muchacho se dejó caer con fuerza sobre los almohadones. Los cortes y golpes que tenía hacían que le latiera todo el cuerpo, pero aquello no era nada en comparación con el fuego que parecía correrle por las venas. En vez de dejarse llevar por el picor que sentía en la mano izquierda, se concentró en el asqueroso olor de la pipa que alguien estaba fumando en la estancia de al lado. Belladona los había puesto en medio de las demás estancias de lona pero, www.lectulandia.com - Página 345

excepto por aquel tufillo y por los murmullos de los Ironwood que lo rodeaban, Nicholas no oía ni veía prueba alguna de que hubiera más postores. Ni siquiera oía el viento del exterior. El gong sonó de nuevo. Al muchacho le dio un vuelco el corazón y se volvió hacia la puerta de tela que cubría la entrada de su estancia. Al otro lado vio las figuras atenuadas de Belladona y sus guardias. —Damas y caballeros, me gustaría darles la bienvenida a la subasta de esta noche. Como siempre, es obligatorio permanecer en silencio. Me he tomado ciertas… digamos… libertades, para asegurarme de que todo va como la seda. Yo podré oírles a ustedes pero, para proteger la identidad del mayor postor, ustedes no podrán oírse unos a otros. Cyrus Ironwood tamborileó con los dedos en la rodilla mientras asentía una y otra vez, ansioso como un niño. Aquel hombre había vivido y había tejido la vida de tantas y tantas personas solo para llegar a aquel momento: se encontraba a punto de conseguir lo único que no había podido alcanzar jamás. —Aquel que obtenga el objeto que se subasta será el responsable de su protección una vez salga del templo. Todas las pujas, sean satisfactorias o no, son definitivas y vinculantes. Cuando acabe la subasta, el primero en marcharse será el ganador y lo seguirán todos los demás en el orden que yo determine. En vez de hacer varias rondas de pujas, por favor, les sugiero que hagan su mejor oferta en primer lugar. Seré yo quien llame a mi presencia a los postores, que serán quienes me comuniquen dichas ofertas. A Nicholas le dolían los músculos de la pierna y se agarró el muslo con fuerza. Miró al suelo. «Por favor, Dios, mantenla a salvo, que esto termine…». —Quiero darles las gracias a los consignadores que han confiado en mí para organizar esta subasta y, sin más dilación, les presento el lote 427: lo que parece ser un astrolabio… «Lo que parece ser», pensó Nicholas, echándose a reír. —… de origen desconocido pero ancestral. Primer postor, por favor. Nicholas se inclinó hacia delante e intentó mirar a través de la rendija que quedaba entre las lonas. Le costaba respirar y lo hacía de forma irregular, lo que provocaba que tuviera la visión un poco borrosa, oscurecida. ¿Dónde estaría Etta? —Segundo postor, por favor. «¡Por el infierno y los siete males! Todavía no… todavía no… ¡maldita sea!». Nicholas se secó el sudor de la frente y de los ojos. Notó el sabor a óxido en la boca. De pronto, una salpicadura oscura y grande empapó la pared de lona que tenían justo delante. Nicholas y Sophia se pusieron de pie en el mismo instante en que alguien arrojaba fuera de la estancia de al lado el cuerpo sin vida del postor, lo que lo

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manchó todo de sangre. Al cadáver lo siguió una oscuridad muy negra que lo engulló todo, como una explosión.

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Treinta Amedida que se acercaba a Belladona, Etta iba enderezando los hombros. Llevaba en la mano un pedazo de papel en el que había escrito su oferta: «Un secreto acerca de los deseos más ocultos de Cyrus Ironwood». Notaba el papel suave y húmedo en la mano. Las llamas de las velas temblaron a su paso. Aquella débil luz titilante contorneaba las estancias de tela. Era el silencio lo que estaba desatando su enfado, deshaciendo el nudo de furia que se había hecho ella misma. Se llevó las manos a los lados, como si quisiera sentir a Nicholas sujetándola una vez más. «Que gane el mejor pirata». Ni siquiera estaban en igualdad de condiciones; al fin y al cabo, ella entendía la lógica de Nicholas, por mucho que quisiera estrangularlo por haber llegado a aquella conclusión. Sin lugar a dudas, aquello era lo que le había estado ocultando, aquella era la razón por la que se había apagado el fuego de su corazón. Y, si no, ¿por qué se había estremecido Nicholas como si estuviera a punto de romperse cuando lo había besado la última vez? «Algo va mal. Algo va muy mal», le había gritado su cabeza mientras recorría su cuerpo con las manos, mientras buscaba una herida, un vendaje, algo que explicara aquel cansancio y aquella debilidad. «Un patrón». Era una palabra que había acabado odiando por la falta de control que implicaba. Por lo bien que había servido para explicar lo que su padre le había dicho en Rusia y por la manera en que había ido creciendo dentro de ella, como un alambre de espino que va retorciéndose. «Tú también verás el patrón». Ambos estaban equivocados. Etta no estaba obligada a aceptar que las cosas tuvieran que suceder porque sí. Se había quedado huérfana en Damasco y había salido volando hasta acabar a siglos de distancia de Nicholas, pero aquello no era nada en comparación con estar atrapada casi trescientos años por detrás de él, separada de su familia, de los Espina, de aquella vida oculta. Aquello no iba a ser un patrón a menos que ella lo permitiera. «Aceptar que no podemos poseer ni las cosas ni a las personas que no nos estaban destinadas, que no podemos controlar el resultado de todo, que no podemos engañar a la muerte». Etta se puso rígida y se esforzó por escuchar el sonido de sus pasos para no tener que oír las palabras de su padre una vez más, para no tener que ver su cara ensangrentada.

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Se acercó a la mesa y sintió la presión gélida de la mirada de Belladona. Cuando estuvo segura de que había sido capaz de dejar de lado la frustración y de que, por tanto, su gesto parecería neutral, miró a la mujer a los ojos y le tendió la oferta. Belladona se la quitó de la mano como si fuera el pétalo de una flor. De pie cerca de la mesa, Etta oyó los murmullos de los postores y de sus acompañantes, los debates que mantenían, como si el sonido de todo lo que hablaban se canalizara hacia ella. Pero ni siquiera esas conversaciones fueron capaces de acallar la fuerza con la que le latía la sangre en los oídos. Si adelantara la mano, sería capaz de acariciar la madera suave y oscura de la caja en la que estaba guardado el astrolabio. La luz de las velas iluminaba y destacaba cada uno de los intricados detalles de la caja, los grabados, las marcas del artefacto que descansaba en el interior de terciopelo. Etta solo lo había tenido en las manos unos instantes, pero lo reconoció. Dio un paso adelante y las llamas temblaron de nuevo. Lo que vio la paralizó y la llevó a contener el aliento, porque cuando las llamas de aquellas velas bailotearon, también lo hicieron los dos fornidos guardias. «¿Serán solo una imagen? ¿Serán una proyección?». Desde luego, sería impresionante. ¿Cómo iba a ser posible que…? «No lo hagas… No lo hagas…». Pero no pudo evitarlo y acarició con los dedos el reborde de la caja del astrolabio. Belladona cerró la tapa de golpe, como una exhalación, y mantuvo sus dedos largos y nudosos encima. —Veo tu corazón —le dijo la mujer—. Tú no puedes ser… El grito que Etta oyó a continuación la dejó sin palabras antes incluso de ver la salpicadura de oscura sangre en la lona de una de las estancias. Siguió una risotada aguda, molesta para los oídos, y, de repente, Etta sintió como si las piernas no pudieran sostenerla. «Son ellas…». Belladona se limitó a dar un paso hacia atrás, cruzó los brazos y se quedó mirando cómo alguien arrojaba el cadáver del mismo postor a través de la cortina de la estancia. El cuerpo ensangrentado cayó despatarrado en el centro del pasillo, con la máscara torcida. La ráfaga de aire que se levantó apagó las velas situadas sobre la mesa y los guardias se desvanecieron como las sombras cuando llega la luz del sol. Etta apenas pudo ahogar un gritito de sorpresa cuando se volvió hacia Belladona, pero el rostro de la mujer se mostraba impasible mientras observaba a la nueva figura que, por detrás del cadáver, salía de la estancia de tela. Debía de ser un hombre, porque tenía los hombros muy anchos y era muy alto, tanto que resultaba gigantesco. Llevaba una túnica bordada con hilos dorados y plateados, que lo hacía resplandecer como las llamas de las velas. Una vez fuera de la estancia, se detuvo y se quitó la capucha poco a poco. En ningún momento dejó de mirar a los ojos a Belladona.

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La figura llevaba el pelo blanco y bien peinado hacia atrás, y aunque a Etta aquella cara le pareció la de un ser humano, la forma en que la piel le marcaba la puntiaguda barbilla y los prominentes pómulos exageraba todos sus rasgos. El arco que describían sus cejas era severo y en la frente le sobresalían varias venas. Parecía que lo hubieran esculpido en cera: algunas zonas de su piel brillaban tanto como el oro de su túnica, mientras que otras eran grises y parecían cuarteadas. Pero a pesar del deterioro… «Parece radiante». El niño, el sirviente de Belladona, había permanecido a uno de los lados de la mesa, con el libro abierto en el regazo. En ese momento, sin embargo, lo cerró con calma y se escabulló por la parte de atrás de la gigantesca tienda. —Ha pasado una vida y, mira tú por dónde… aquí estamos —comentó la mujer. —Tendría que haber supuesto que era cosa tuya. Qué reinvención tan intrigante. Y, fíjate tú, lo que resulta más intrigante todavía es que esta… no la hayas consumido. El hombre se acercó en silencio. Tenía un aire fantasmagórico. Lo único que se oía era el frufrú de su larga túnica dorada al arrastrarse sobre la piedra. —Es que ya he tenido suficiente con dos vidas, y de la segunda aún me quedan muchos años buenos por vivir. —La mujer lo miró de arriba abajo—. No se puede decir lo mismo de ti. Me pregunto cuánto tiempo te quedará sin el astrolabio. No habría conseguido sacarte de tu escondite si no hubieras estado desesperado. A menos que, claro está, quisieras ver al rebaño. Lo admito, está formado por gente muy entretenida… de vez en cuando. —Soy tan inmune a tus palabras como lo soy a tus armas. Las frases del hombre resonaban como campanillas. —Eso ya lo veremos. Etta a punto estuvo de pegar un salto. Las palabras de Belladona habían sonado como si la mujer estuviera justo detrás de ella, susurrándoselas para que resonaran en ella y el hombre las oyera. —Vaya… parece como si una simple chispa fuera suficiente para encenderte. Una sombra oscureció el gesto del hombre. Aquel golpe, desde luego, lo había alcanzado. —Sentí tu marca en aquel joven, en aquel muchachito, y le perdoné la vida con la única intención de divertirme matándolo delante de ti. Este juego está a punto de terminar, hermana. Belladona lo observaba serena, inmóvil como la luna. —Así es. Los ojos del hombre eran como la luz del sol al pasar a través de un cristal, que la intensificaba cuando la fijaba en algo. Etta sintió que aquella mirada le quemaba la piel y le llegaba a lo más profundo. El hombre entrecerró los ojos, como si la reconociera, y el terror la heló. www.lectulandia.com - Página 350

La muchacha tomó una bocanada profunda de aire. En aquel momento, la oscuridad se desató en la estancia más cercana y la sumió en la noche. La sangre salpicó la lona, algo rasgó la tela, y, de pronto, alguien lanzó un cuerpo por aquella rotura. Era un hombre. Llegó rodando hasta ellos, sacudiendo los brazos y con las heridas a la vista. Y, entonces, aquel extraño —un viajero al que Etta no conocía— levantó la vista y la miró sin verla. Etta no sabía qué hacer, como si no fuera capaz de obligar a sus pies a que le respondieran. Los gritos de los demás viajeros empezaron a taladrarle los oídos, pero ella era incapaz de emitir sonido alguno. De hecho, apenas era capaz de respirar. —¡Etta! Nicholas, Sophia y Julian salieron de sus respectivas estancias mientras la muchacha conseguía moverse hacia la mesa, en dirección a la caja y el astrolabio. Etta sujetó el artefacto con una mano y sintió el familiar pulso de su energía. El aire se movió a su alrededor y esa fue la única advertencia que tuvo antes de que un fortísimo impacto la hiciera salir volando por los aires. El suelo la recibió con los brazos abiertos. «¡No, no, no!». La caja salió disparada de sus manos mientras ella caía y se le nublaba la visión debido al fuerte impacto contra el suelo. La joven oyó cómo se astillaba la madera y cómo su cuchillo, su única arma, tintineaba en el suelo. Antes de que pudiera ponerse en pie para recuperar ambas cosas, le llovió un torrente de oscuridad. Notó que una baba cálida le caía sobre los ojos. El peso de su atacante era opresivo, como si estuviera intentando hundirla en el suelo. El hombre se agachó hacia ella y Etta no consiguió respirar. Lo tenía tan cerca como para oler la putrefacción que emanaba de su boca, de sus dientes picados. Justo entonces, el hombre le clavó en el brazo una daga que parecía una garra y empezó a retorcerla. Etta aulló de dolor y consiguió liberar los brazos y agarrarle la mandíbula a su rival con una mano, mientras con la otra buscaba el cuchillo que había perdido. Tensó los músculos, estiró los dedos… Alguien blandió una espada que alcanzó a la Sombra en la cabeza. El golpe fue suficiente para aturdir al hombre, pero no tanto como para que se le quitase de encima. Etta consiguió hacerse un par de centímetros a la izquierda, alcanzar su cuchillo y, sin pensar en nada que no fuera desembarazarse de su atacante, se lo clavó en el único sitio en el que vio que no tenía armadura: el cuello. El borbotón de sangre que brotó de la herida hizo que a la muchacha se le encogiera el estómago. Alguien le quitó a la Sombra de encima y Etta respiró un aire que estaba empezando a llenarse de humo. Acto seguido, se puso de pie con dificultad, con ayuda de una mano que la sujetaba por debajo de la axila. Se volvió… —¿Estás herida?

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Era Henry Hemlock, su padre. El hombre tenía la túnica manchada de sangre y una magulladura que le iba desde la sien hasta la mandíbula. Parecía que tuviera dificultades para tenerse en pie. En cualquier caso, era él. «¡Está vivo!». La muchacha sintió la quemazón de las lágrimas en los ojos y se le atragantaron las palabras. Su padre le dedicó una mirada tan dulce que Etta se preguntó si no habría confundido con miedo su cara de sorpresa. La joven trastabilló hacia delante y abrazó a su padre por la cintura, para después apoyarle la cabeza en el hombro. A decir verdad, aquel gesto los sorprendió a ambos. «¡Está vivo!». —¿Estás… estás bien? —le preguntó su padre mientras, vacilante, le acariciaba el pelo. Por detrás de él, por la entrada de su estancia de lona, no dejaban de salir hombres y mujeres a toda prisa. Iban vestidos de muchas maneras diferentes: algunos de ellos llevaban atuendos más propios del siglo I y otros vestían como en el XX. Todos ellos iban armados. A la cabeza de la carga iba Li Min, vestida de seda negra. La chica siguió avanzando, mirando entre los caídos como si estuviera buscando algo entre los cadáveres. Nicholas y Sophia estaban en mitad de un círculo de sangre: los cadáveres se iban apilando a su alrededor y separándolos de los demás, de los atacantes, de las víctimas, de los hombres y mujeres que sujetaban a sus caídos, que gritaban, hasta que a ellos también los acallaron. Había tanto humo que era casi imposible distinguir una sombra de una Sombra. Nicholas tropezó, lo que aprovechó uno de sus rivales para atizarle un golpe en la espalda que lo hizo caer de rodillas. Li Min se lanzó hacia el joven como una exhalación, como si fuera una flecha disparada con un arco. De camino, sacó una daga que llevaba en la bota y se la lanzó al cuello a la Sombra que tenía arrinconados a Sophia y a Nicholas contra la mesa. Al ver a la otra chica, un sinfín de indescriptibles emociones se sucedieron en el rostro de Sophia. —¡No creas que te he perdonado! —le gritó. Li Min cogió una bandeja de plata que descansaba sobre el revoltijo de madera y tela del suelo. Un hombre, uno de los Ironwood, había sacado una pistola y apuntaba a Sophia y a Nicholas, pero la oriental utilizó la gruesa bandeja a modo de escudo para evitar que el disparo les acertara y, después, para tumbar al Ironwood. Acto seguido, Li Min empuñó una espada que parecía haber salido de la nada y se la clavó en la espalda a la Sombra que atacaba a Sophia. Al parecer, la Sombra se había recuperado lo bastante como para volver a la carga, y se disponía en ese instante a abrirle la cara a la joven con la garra o con la espada. Nicholas, con una expresión decidida en el rostro, le sacó la espada de entre los omoplatos a la Sombra y empezó a pegarle cortes con ella con la templanza digna de quien ha participado en muchas más batallas de las que su oponente podría imaginar.

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Sophia agarró a Li Min por la túnica, la atrajo hacia ella y la besó con mucha fuerza, mientras las llamas de las velas circundantes incendiaban la tienda. —¡Espina! —se oyó gritar a alguien por encima de los chillidos y los ruidos, de las vibraciones que producían las palabras del anciano de la túnica dorada, de los gritos de agonía y miedo de los viajeros y de los guardianes que intentaban escapar. Otra voz: —¡Hemlock! Etta notó cómo su padre la apartaba de su lado. Luego, aunque no vio de dónde procedía, oyó la explosión de un disparo que se impuso al estruendo que producía el entrechocar del metal. El hombre dio una brusca sacudida, pero no cayó. Etta se acercó para ver dónde le habían dado: solo entonces descubrió que el disparo no había alcanzado a Henry, sino a un hombre vestido con un traje de ribetes que estaba tras él. El tiro le había alcanzado en la cabeza y el hombre estaba cayendo al suelo. El humo que salía de la lona en llamas cada vez era más denso y omnipresente, pero, en un momento dado, se abrió un claro y en él apareció su madre, sin máscara, apuntando aún a Henry Hemlock con el rifle. Este, por su parte, levantó la espada e hizo que descansara en el cuello de Rose Linden, a la altura del hombro. Ella también iba vestida con la túnica blanca de los asistentes a la subasta, aunque la llevaba pintarrajeada de rojo y negro por la sangre y el humo. Etta se acercó a su padre a toda prisa, alarmada. La fría expresión de su madre se esfumó al verlos y fue evidente que se sintió aliviada. —¿Puedes sacarla de aquí? —le preguntó Henry Hemlock. Rose Linden no dijo nada, se limitó a asentir. —¡No! —dijo Etta, liberándose de su padre—. ¡No lo entendéis…! ¡El astrolabio…! ¡No podéis destruirlo! Un grito que le resultó familiar hizo que la joven se girara. Nicholas se había puesto a cubierto detrás de la mesa, que estaba ahora tirada en el suelo, junto con Sophia y con Li Min. Los tres a una, la levantaron y la usaron de ariete contra dos Sombras que le estaban clavando sus garras a un Espina que en ese momento se arrastraba por el suelo, tratando de llegar hasta un joven herido. Cuando Etta miró a su madre, le pareció que la mujer tenía tanto miedo que prácticamente no la reconoció. La muchacha se giró poco a poco para ver qué estaba mirando Rose Linden. Lo que resultaba tan inquietante era aquel silencio, la forma que aquel hombre tenía de absorber los sonidos que lo rodeaban, como si creara un vacío. Era como si las paredes de lona se arrodillaran ante él, como si se inclinaran, como si, a cada paso que daba, devorara más y más pedazos de mundo. El hombre de la túnica dorada se deslizaba hacia delante por entre el caos. Los combatientes se apartaban de él y las Sombras, que lo acompañaban, iban atrayendo a sus presas hacia las estancias de lona

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como depredadores que ansiaban darse un festín con sus víctimas. El hombre tenía la túnica empapada de sangre hasta las rodillas. Henry Hemlock fue a coger a su hija, pero se le adelantó Rose Linden. Etta se encontró entre la espalda de su madre y una de las paredes de la tienda cuando el hombre brillante pasó. Tan de cerca, su cara parecía papel de arroz. Durante un momento aterrador, a la muchacha le pareció que era capaz de ver la oscura sangre que corría por las venas de aquel hombre, gruesas como raíces. No obstante, y aunque tenía miedo, ella no temblaba, a diferencia de su madre. Rose Linden, que había cazado tigres, traicionado a los Ironwood y conquistado un futuro que no le resultaba familiar, no paraba de temblar. Como si ese miedo puro enviase vibraciones por el aire, el hombre radiante se detuvo de repente y se volvió hacia ellas, buscándolas con la mirada. A Etta le quedó claro que reconocía a Rose cuando torció los labios para describir lo que parecía una sonrisa. —Hola, niña. Un susurro. «Una maldición». Etta enseguida lo entendió todo. Aquellas fisuras que quedaban cuando intentaba unir los retazos de información que tenía acerca de la vida de su madre empezaron a cerrarse, a tener sentido. Henry Hemlock se puso delante de ambas, pero aquel hombre de la túnica dorada no tenía ningún interés en él. Mientras pasaba, su padre reculó, como si el hombre le hubiera constreñido el alma. Había algo en la forma en que el aire se movía, se rizaba y vibraba a su alrededor, como si se inclinara ante él, que hizo que a Etta se le formara un nudo en el estómago. —Dios mío… Dios mío, Rosie… —dijo Henry mientras se volvía hacia ella. —¿Me… me crees ahora? La vulnerabilidad que transmitía el tono de la pregunta de su madre era desgarradora. —Lo siento… Su padre habló tan bajito, y el estrépito del combate era tan ensordecedor, que Etta no estaba segura de que su madre lo hubiera oído. Era como si se encontraran entre dos huracanes que estaban a punto de chocar el uno contra el otro, en mitad de los vientos que provocaban las espadas al chocar entre sí y de la lluvia de sangre que los azotaba. —¡Etta! La muchacha se liberó de su madre en cuanto oyó el bramido de Sophia. La joven estaba espalda contra espalda con Li Min, luchando contra dos Espina armados. —¡Lo tiene el viejo! Etta buscó por entre las llamas y la oscuridad hasta que encontró un agujero que el incendio había hecho en una de las paredes de la tienda. Un anciano con la máscara aún puesta salía por él a toda prisa, en dirección al patio del templo, y evitaba a los

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sacerdotes sintoístas, que echaban cubos de agua a las llamas para apagarlas antes de que alcanzaran el templo. Entre ella y aquella abertura se encontraba Nicholas, que tenía una Sombra pegada a la espalda. La Sombra estaba a punto de rajarle la garganta con su garra y el joven parecía incapaz de quitársela de encima, de evitarlo. Nicholas paró el siguiente ataque con la palma de la mano, que de inmediato empezó a sangrar. Etta echó a correr hacia ellos, pero Julian apareció de la nada y disparó a la Sombra con lo que debía de ser la pistola de pedernal de Sophia. El balazo no fue suficiente para detenerla durante mucho tiempo, pero bastó para que Nicholas aprovechara la ocasión y recogiera su espada del suelo. La Sombra volvió a lanzarse a por Nicholas. El joven se apartó para evitarla y el cordel de cuero que llevaba al cuello se le salió de la túnica y, con él, un dije de cristal. Era posible que Etta se lo hubiera imaginado, porque el humo empezaba a rodearlos y los enmascaraba en plata, pero cuando la Sombra lanzó una cuchillada dirigida al corazón del muchacho, aquel dije se interpuso. La Sombra se quedó como hipnotizada al ver el amuleto y Nicholas no desaprovechó la oportunidad; echó la espada hacia atrás tanto como pudo y golpeó a su rival con todas sus fuerzas. «El astrolabio… Cyrus Ironwood…», se recordó Etta. Lo último que vio antes de salir por el agujero de la tienda fue a Belladona, de pie en el mismo sitio en el que había estado toda la noche, observando cómo la sangre empapaba las piedras del suelo y absorbía las cenizas que pisoteaban Nicholas y Julian. Miraba los combates con la típica expresión angustiada de una madre. Luego, se volvió y desapareció en las entrañas de la estrellada noche después de cruzar un muro de fuego y humo.

La luna estaba en lo alto y brillaba con fuerza por encima de ella mientras la muchacha corría sendero abajo en busca de Cyrus Ironwood. Lo buscó entre los árboles y en cada grieta en la que pudiera haberse escondido aquella serpiente. El pasadizo que había en la falda de la montaña se habría desmoronado nada más morir el primero de los viajeros, pero, como tenía el astrolabio, el anciano podía crear su propia vía de escape y después sellarla para que nadie pudiera seguirlo. El aire estaba limpio y olía dulzón, pero mientras corría, Etta no dejaba de toser, de escupir el humo que se le había colado en los pulmones. Sentía la tierra blanda bajo los pies. «¡Maldita sea!». Después de todo por lo que había pasado, resulta que era él quien había conseguido el astrolabio… —¡Etta! Etta, ¿dónde estás? Era la voz desesperada de Nicholas, que le llegaba desde más arriba. La muchacha, sin embargo, no se detuvo… porque había captado otra voz en el viento. www.lectulandia.com - Página 355

—¡Enfréntate a mí! ¡Enfréntate a mí y resolvamos esto de una vez por todas! Etta trastabilló en mitad del irregular sendero, pero consiguió recuperar el equilibrio antes de caerse. Los gritos de Cyrus Ironwood hicieron que los pájaros salieran volando de los árboles en que dormían. El anciano se había quitado la máscara y la túnica. Iba vestido con un traje magnífico. Caminaba de un lado para el otro del sendero y le costaba respirar. Se agarraba el poco pelo que le quedaba y se lo revolvía. Era evidente que sudaba mucho, y también apestaba a sangre. —¡Sé que estás ahí! —les gritó a los árboles, a la oscuridad—. Es mío, ¿me has oído? ¡Como vuelvas a por él te desmembraré, lo juro! Etta tan solo había hablado con el anciano en una ocasión, pero por aquel desenfreno con el que gritaba y por la manera en que se movía y aullaba, tuvo la sensación de que acababa de conocerlo. El control que ejercía sobre sí mismo, sobre su familia y sobre el mundo entero, a decir verdad, había sido tan estricto y refinado hasta la fecha que Etta no alcanzaba a comprender cómo una persona así podía perder los nervios de esa manera. ¿Era aquella la misma persona que había hecho que el tiempo se rindiese a sus designios, que había redefinido las diferentes familias tras pasarlas por el tamiz de su crueldad? —¿Me oyes, demonio? Etta se detuvo a unos metros de él, pero Cyrus Ironwood ni se dio cuenta. La caja del astrolabio, abierta y vacía, estaba en el suelo y el anciano blandía el artefacto por encima de su cabeza, como si lo sujetara para que la luna lo viera, como si esperase que algo descendiera del cielo y se lo arrebatara. En la otra mano llevaba una antorcha, por lo que su entorno estaba bien iluminado. —Cyrus… —le dijo Etta mientras se acercaba a él caminando despacio. La muchacha sostenía un cuchillo en la mano que llevaba pegada al cuerpo. El anciano se giró hacia ella y la miró con ojos de loco. Era como mirar a un niño al que alguien hubiera pegado una vez y supiera que estaban a punto de volver a hacerlo. La rabia casi lo asfixiaba a él y, a un tiempo, envenenaba aquel aire puro de montaña. Etta tenía un cuchillo; él, solo una antorcha. Y el astrolabio. —Dámelo, Cyrus —le dijo la muchacha mientras adelantaba la mano—. Se ha acabado. Cyrus Ironwood miró a uno y otro lado, por detrás de ella, con la vista nublada. —¿Que se ha acabado? ¿Acaso ha muerto el Ancestral? «¿El Ancestral?». Etta tragó saliva. Asintió. Adelantó la mano y se acercó un poco más, repitió: —Venga, dámelo. —Es mío. Llevo años… años… Es mío, por fin… ¡solo mío! Tenía las arrugas de la cara pintadas de sangre y hollín. www.lectulandia.com - Página 356

La joven agarró con más fuerza el cuchillo. Se había acercado lo suficiente como para oler el sudor del anciano. Sin darle un segundo siquiera para que se preparase, Etta se lanzó a por el astrolabio. El anciano, con una rapidez que la joven no esperaba, le pegó una bofetada con el dorso de la mano; de pronto, la rabia del anciano tenía un objetivo, un enemigo en el que enfocarla. Etta trastabilló hacia atrás y lanzó una cuchillada para intentar que no se acercara a ella. A Cyrus Ironwood se le cayó la antorcha, pero no se apagó. El anciano intentó atizarle en la cabeza con el astrolabio, con fuerza y sin contemplaciones, y poco faltó para que lo consiguiera. Aunque no la alcanzó, consiguió desequilibrarla, ventaja que aprovechó para bajar la cabeza y cargar contra ella gritando. El testarazo la lanzó al suelo de espaldas. Etta se quedó sin aire, pero consiguió rodar hacia un lado para evitar el siguiente golpe de su enemigo. No obstante, el anciano la cogió del pelo y tiró de ella con fuerza, la suficiente como para arrancarle un buen mechón de raíz. La muchacha no solo había perdido el cuchillo, sino que, ahora, el arma brillaba a la luz de la luna… ¡en las manos de él! —¿Es esto lo que quieres? El anciano sujetaba el astrolabio justo frente a la cara de la joven. Etta intentó cogerlo, pero Cyrus Ironwood lo apartó con tanta rapidez y tan de repente que se le escapó de la mano empapada en sudor. Chillando, se agachó para recogerlo, pero la muchacha lo agarró de la pierna y tiró de ella; luego se adelantó, cogió el artefacto del suelo y aprovechó la breve ventaja para lanzarlo con todas sus fuerzas al interior del bosque sombrío, lejos del alcance del anciano. A Etta le latía con tantísima fuerza el pulso que no oía lo que le gritaba el viejo, solo sintió que le daba un golpe en la espalda y que la tiraba al suelo, que le daba luego la vuelta y que se le caía su baba en la cara. Intentó liberarse pegándole patadas, arañándole la cara, pero el anciano tenía el cuchillo y se lo puso en la cara. Con la otra mano la agarró por la garganta. —¡Esto es culpa vuestra! ¡Vuestra! ¡Sois vosotros quienes…! Etta intentó meterle los dedos en los ojos y le arañó la cara con las uñas rotas y astilladas. —¡Rose! —aulló Cyrus Ironwood—. Rose Linden, ¿estás satisfecha? ¿Estás satisfecha? El sonido que hizo el filo del arma al clavársele en la espalda al viejo fue repugnante y, de pronto, un repentino borbotón de sangre salpicó a la joven. Estaba convencida de que jamás olvidaría aquel sonido ni aquella imagen. Se vio obligada a presenciar cómo el anciano se ahogaba con su propia sangre mientras se tapaba con la mano el agujero de salida que le había dejado el arma en el pecho. Cayó al suelo con la cabeza vuelta hacia el lado, y cuando sus dedos dejaron de agarrarla con tantísima fuerza, Etta pudo finalmente escapar de debajo de él.

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—Ahora sí. Ahora me he desquitado —respondió Rose Linden con una espada en la mano. Mientras iba recuperando la calma, aún en el suelo, Etta miraba a su madre. Su madre la miraba fijamente. —¡Rose! La voz de Henry Hemlock resonó desde lo alto del sendero. Rose Linden se dio la vuelta, pero no hacia la voz, sino hacia el hombre de la túnica dorada que, sin dilación, le rajó la garganta con un arma parecida a una garra.

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Treinta y uno Nicholas solo oyó el grito de Etta, que le llegó por encima de los sonidos de la salvaje lucha y los quejidos y lamentos de los heridos. —¡Ay, Dios…! —exclamó Sophia mientras se daba la vuelta y buscaba la fuente de dicho chillido. Li Min la cogió de la mano y la sacó de la tienda a todo correr. Nicholas intentó seguirlas, pero dio un traspié porque apenas sentía ya el lado derecho del cuerpo. Maldijo su brazo y su pierna, maldijo la debilidad aquella que amenazaba con desintegrarle las articulaciones, maldijo a Belladona… Pero, entonces, notó un brazo a su alrededor, un brazo que alguien le pasaba por el hombro. Se trataba de Julian, que estaba empapado en sudor y tenía un gesto desalentador. El joven miró a Nicholas y este asintió, conforme. Julian empezó a caminar, báculo de su hermanastro. Los viajeros que quedaban salían como podían por la boca en llamas de la tienda, perseguidos por las Sombras, que se habían olvidado de la masacre del interior para reclamar más vidas fuera. Nicholas se giró para mirar atrás, para analizar la situación. Había decenas de cadáveres en el suelo, tanto de viajeros y guardianes como de Sombras. Casi todo el grupo de Cyrus Ironwood y un número similar de Espina. Cuando había llegado con Sophia no había creído que fuera a haber tantas personas en la tienda. «¿Cuántos de los nuestros quedarán ahora?». Cerca de la entrada, una mujer avanzaba a cuatro patas por entre la sangre y las llamas, esforzándose por llegar hasta un hombre mayor. —¡Padre! ¡Padre! —gritaba. Cerca de ella, un hombre le dio la vuelta al cuerpo inmóvil de un joven y se echó a llorar. Julian apretó el paso y siguieron el camino que describía el humo plateado, que los llevó al sendero de montaña. Poco después de internarse en él, de dar unos cuantos pasos montaña abajo, la pesadilla volvió a envolverlos. Se encontraron a su abuelo tirado en el suelo, ahogándose en mitad de un estertor agónico mientras se aferraba a la tierra con las manos. Rose Linden estaba al lado del anciano, en los brazos de Henry Hemlock, presionándose la herida del cuello con una mano. También estaba cerca el hombre de la túnica dorada, que caminaba por entre los árboles como si buscara algo. Y estaba Etta, que los iluminaba a todos con una antorcha. De pronto, la lanzó con todas sus fuerzas. La tea giró y giró y alcanzó al hombre esplendente en la espalda, justo donde tenía un sol maravilloso bordado.

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La túnica prendió como si fuera pergamino. Por mucho que viviera, Nicholas jamás olvidaría el sonido, el «fuuu» del fuego purificador y devastador que hizo el pelo del hombre al incendiarse y prender como una espoleta. Y tampoco olvidaría la mirada de incredulidad del hijo del alquimista cuando este miró hacia atrás por encima del hombro y vio a una Etta sollozante, justo antes de que las llamas lo envolvieran del todo. Li Min y Sophia estaban a unos pocos metros de ellos, en el sendero, atónitas por lo que estaban viendo. A Julian empezaron a darle arcadas y Nicholas consideró que era el hedor a carne quemada lo que se las provocaba. En el bosque se oían gritos desgarradores, casi inhumanos. Li Min se tambaleó y se llevó una mano al pecho, como si acabara de sentir algún tipo de liberación. Sophia la sujetó antes de que se cayera, pero no pudo evitar que la chica contemplara fascinada cómo ardía el hombre brillante. Se acercaron poco a poco. —… Tenía que ser ella. Rose Linden pronunció cada una de aquellas palabras con sumo esfuerzo, aferrándose al brazo de Henry Hemlock, mirando al hombre a los ojos. Él la observaba, incapaz de creer lo que estaba sucediendo. —Mi niña… Sombras… —Chist… —la silenció Henry Hemlock mientras intentaba taponar la herida con un pedazo de tela que se había arrancado de la túnica—. No hables. Todo va a salir bien. Tranquila, cariño…, tranquila. Li Min se acercó corriendo hasta ellos y el hombre la miró desesperado. Quitó la tela para dejar que la chica examinara la herida, cosa que esta hizo con sumo cuidado. Luego, Li Min rebuscó en la bolsita de cuero que llevaba al cinto y sacó uno de sus cuchillitos. —Ahora lo entiendo… tú las mantenías apartadas de nosotros, ¿verdad? —le dijo el hombre a Rose, en parte para distraerla de la labor de Li Min—. Eres muy inteligente, cariño. Mucho. No puedes irte ahora que acabas de llegar, ¿eh? Tienes que quedarte para que bailemos una más. Un poco más allá, Etta estaba de rodillas, resollando, intentando arrastrarse hasta donde estaban sus padres. Julian se dirigió hacia ella, pero la muchacha no le permitió que le ayudara. Intentó calmarse y dejar de llorar para que le salieran las palabras. Nicholas pensó que jamás había visto un comportamiento tan valeroso. —El astrolabio… —La muchacha señaló hacia el bosque. Las palabras le salían con dificultad entre las lágrimas—. Yo no… yo no puedo… no puedo hacerlo… Se oyeron pasos en el bosque y voces que gritaban. Alguien buscaba el artefacto. Sombras que avanzaban decididas, dispuestas a acabar lo que su señor había empezado. Nicholas apartó a Julian del lado de Etta. Estaban quedándose sin tiempo y la amaba, la amaba, la amaba tanto como para no seguir adelante, como para no www.lectulandia.com - Página 360

abandonarla…, lo que significaba que tenía que ir a por el astrolabio y que tenía que hacerlo cuanto antes. Julian y él se miraron con agitación y se alejaron para buscar. Nicholas se apoyó en un árbol, luego en otro y en otro, abriéndose camino de esa manera por la oscuridad. A lo lejos vio dos figuras envueltas en sombras que se movían entre los árboles. Pisaba piedras, lo golpeaban las ramas bajas, pero siguió buscando a oscuras, entre el bosque bajo y la tierra. Cada vez que respiraba, notaba que le ardían los pulmones y empezó a sentir un dolor tan fuerte en el costado que bien podría haberlo doblado… pero estaba aterrado por lo que iba a sucederles a todos los que acababa de dejar en el sendero, porque las Sombras empezaban a rodearlo, porque estaban cada vez más cerca. Y entonces lo sintió. La vibración. El miedo que se adueñó de su cuerpo. Poco a poco, se dio la vuelta y volvió atrás unos pasos, hasta la luz tenue que emanaba de un antiguo objeto de oro que asomaba por la boca de una madriguera. Tenía la mano izquierda ensangrentada por culpa del corte profundo tan tonto que se había dejado hacer y la sentía resbaladiza; le habría dolido solo con mover un dedo, pero en aquel momento apenas la sentía, apenas notaba el frío ni percibía las nubes de vapor que se formaban ante él cada vez que respiraba. Tampoco oía a Sophia ni a Julian llamándolo. Era como si el tiempo se retorciera a su alrededor y encapsulara su cuerpo en ámbar. Hasta moverse le resultaba trabajoso, como si tuviera que esforzarse por caminar contra un fortísimo viento y no tuviera ningún cabo al que asirse. Pero se arrodilló. Gateó. Cogió el astrolabio. Sintió su considerable peso. Lo manchó de sangre mientras sacaba la daga de la bota con la otra mano. Al tocarlo, sintió como si sus sentidos se anegaran. Sintió un calor en la sangre que hizo que le diera un ligero mareo. Notó el pulso del artefacto, como si tuviera corazón, y su ritmo fue adaptándose al del suyo. Ahora que lo tenía en la mano olvidó la razón por la que lo había buscado. No alcanzaba a recordarla. Una serie de imágenes le llenaron de repente la vista, como si fueran sueños que le acababa de traer una ráfaga de aire. Estaba en la proa de su nuevo barco, el viento los acompañaba y el océano estaba sosegado. Dio la orden de cambiar de rumbo. Caminaba por una casa enorme, persiguiendo a un niño pequeño por las suaves alfombras persas, observado por retratos de ancestros y descendientes que todavía no habían nacido, mientras el sol entraba por las altas ventanas desde las que se veían verdes prados. Su madre, cogida de su brazo mientras se la llevaba de los campos. De la plantación. Mientras la alejaba de la enfermedad que la había matado.

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Y Etta… Etta con el vestido de seda que se había puesto para cenar en el Fogoso, aquel que le quedaba tan bien, guiándolo hacia un pasadizo con una sonrisa deslumbrante… «Todo eso». Oyó el dulce susurro con tanta claridad como si tuviera a alguien a su lado. «Puedo darte todo eso». El joven no quería abandonar aquellos sueños. Quería vivir cada uno de aquellos momentos hasta el final, quería ver qué maravillas le deparaba la vida. Pero la luz que lo cegaba… la neblina que le cubría la cabeza… se desvanecieron. Volvió a quedarse a oscuras y tenía que tomar una decisión. Cada uno se labraba su propio futuro. Él se lo había labrado a partir de los momentos más duros que le habían acontecido en la vida. Había tallado a mano los momentos felices para demostrar lo agradecido que se sentía. Aquella era la magia de la vida. Sobrevivir. Buscar. No esto. «Esto no». Sujetó el astrolabio con la mano inútil y levantó la mano con la que empuñaba la daga. Sin pensárselo dos veces, la bajó contra la superficie metálica. Si hubiera podido quebrarlo… si le hubieran quedado fuerzas suficientes para romperlo… El astrolabio empezó a calentarse en su mano hasta el punto en que quemaba. Nicholas gritó, pero volvió a sujetarlo. El artefacto brillaba tanto que el muchacho se vio obligado a entrecerrar los ojos. Volvió a atacarlo con la daga, justo en el centro. Cuanto más se calentaba, más maleable se volvía, hasta que, por fin, la hoja del arma consiguió traspasar la caja y del interior empezó a manar una sangre oscura que no solo le manchó la mano, sino que le provocó un dolor que le llegó a lo mas profundo del alma. Se cayó hacia atrás y aulló de dolor mientras la luz lo rodeaba y aturdía sus sentidos, mientras ahogaba la imagen de Etta que corría hacia él con la boca abierta, gritando algo. Pero la luz la apartó de él, hizo que Etta desapareciera, que se disolviera ante sus propios ojos. «No… ¡No!». Intentó ponerse de pie. El sonido del trueno, de la furia, lo envolvió y evitó que se oyera a sí mismo gritando el nombre de Etta. Sintió un tirón en la espalda, un especie de peso en lo más profundo de su ser, y tuvo la sensación de que algo tiraba de él, lo levantaba, lo zarandeaba. La presión que sentía en la piel le resultó insoportable. El mundo entero se inclinó hacia él cuando el tiempo lo alcanzó con su corriente torrencial. Así, en un instante, Nicholas sintió que él también desaparecía.

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Nueva York Hoy en día

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Treinta y dos De alguna manera, Etta sabía dónde estaba antes incluso de reunir el valor suficiente como para abrir los ojos y comprobarlo. «Esto no está pasando… no puede estar pasando…». Sentía las escaleras de piedra frías en la piel y lo único que olía era el viejo sistema de aire acondicionado del museo y los productos con aroma a limón que las brigadas de limpieza utilizaban para fregar las escaleras. «Levántate. Tienes que levantarte». ¿Sí? ¿Tenía que levantarse? Se obligó a abrir los ojos. Se obligó a respirar. Y otra vez. Sentía los brazos como barro húmedo, pero consiguió auparse. Se mordió el labio para no sentir los pinchazos de dolor a medida que los golpes y cortes le recordaban que seguían allí. Después de haber vivido tanto tiempo solo con los rayos del sol o el resplandor de las velas, la luz fluorescente se le antojaba casi cegadora. Se protegió los ojos con la mano, levantó los brazos y encogió las piernas a medida que se deslizaba para apoyar la espalda en la pared que más cerca tenía. Aún llevaba la túnica blanca. De no ser porque estaba tan manchada de sangre, tierra y hollín, la muchacha podría haber pensado que toda aquella aventura había sido un sueño agitado; que se había caído por las escaleras el día del concierto y que había perdido el conocimiento. Pero llevaba las pruebas de su lucha por todo el cuerpo: los moretones, la sangre seca… Parecían pinturas de guerra. «Estoy sola… Estoy atrapada…». Al parecer, por una vez en su miserable vida, Cyrus Ironwood había dicho la verdad. Sin embargo, su último pensamiento se convirtió en una pregunta. Poco a poco, se desató la túnica y utilizó la parte interior, que no estaba tan manchada, para limpiarse la cara y las manos todo lo posible. Llevaba ropa del siglo pasado, pero estaba en Nueva York, donde siempre había alguien más interesante a quien mirar. Tragó saliva para ver si así conseguía que le desaparecieran el sabor a humo y a sangre. Luego, miró la escalera, que tan familiar le resultaba. Estaba vacía. Allí había estado el pasadizo que se lo había arrebatado todo. El pasadizo que había abierto una puerta al pasado y que la había llevado a través de la tierra, a través del océano, a través del tiempo. Y, ahora, había vuelto al lugar del que había partido, a su época natural. «Este es mi hogar». O lo que quedaba de él.

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Se puso de pie poco a poco, esforzándose por no perder el equilibrio. Le venían a la cabeza recuerdos, colores y destellos que flotaban a su alrededor, pero no de la vida que había llevado, sino de la destrucción, de la devastación que había sufrido aquella ciudad en la línea temporal alterada. Mientras subía las escaleras, el enfado fue apoderándose de ella y llegó a ser tan intenso que la cegó. El sentimiento era tan vivo que tuvo que apoyarse en la barandilla con fuerza para no caerse hacia atrás. Nicholas lo había hecho. Se lo había hecho a ella, a ambos, a todos. Y su madre desangrándose a saber dónde, estaba segura. Su padre estaría solo en su propio tiempo, preguntándose qué habría sido de la una y de la otra. Julian también estaría solo. Sophia y Li Min habrían quedado separadas. Los Espina que hubieran sobrevivido al ataque habrían salido despedidos y se habrían dispersado a los cuatro vientos. Durante un instante, solo uno, sintió que odiaba al joven. ¿Por qué había considerado que destruir el astrolabio era lo más adecuado? ¿Por qué les había hecho aquello? Respiró. Otra vez. Intentó controlar los temblores que la sacudían. Se echó el pelo hacia atrás y se secó las lágrimas. A medida que iba llegando a lo alto de las escaleras oyó unas voces al otro lado de la puerta. El llanto apagado de un niño. El interminable ir y venir de pasos. Pero allí, en las escaleras, no había nadie. Un silencio devastador. A Etta se le formó un nudo en la garganta mientras se volvía para mirar escaleras abajo. Se llevó la túnica al pecho. Allí no había ninguna zona rielante por la que colarse. No se oía ningún tamborileo atronador que anunciara su presencia. Allí no había ningún pasadizo. Allí solo estaba ella.

Resultó que el Metropolitano estaba igual, aunque con las suficientes excepciones, por pequeñas que fueran, como para que Etta sintiera que se movía por una versión fantasma de su ciudad. Habían cambiado las exposiciones, el estilo de la ropa que llevaba la gente le parecía más vivo, las prendas más cortas y coloridas. Hasta los teléfonos móviles que la gente empleaba para sacar fotos a las obras de arte le resultaban extraños, eran delgadísimos y se abrían como la antigua polvera con espejo que Alice siempre llevaba en el bolso para comprobar si tenía los labios bien pintados. Etta caminaba con la cabeza gacha a medida que se movía entre grupos de colegiales y parejas que iban de aquí para allá por los pasillos y las salas; por la sala egipcia, que le resultó muy familiar, cosa que agradeció; escalinata abajo, hacia lo que fuera que esperaba al otro lado de la puerta. Aunque los huesos de la ciudad no hubieran cambiado, la piel sí lo había hecho, cosa que la desorientó. A lo largo de la Quinta Avenida, la muchacha reconoció los edificios más emblemáticos —aquellas casas antiguas que se habían convertido en www.lectulandia.com - Página 365

museos—, pero cuando llegó corriendo a la zona del museo que daba a Central Park, se encontró con que el horizonte de edificios era muy distinto mirara adonde mirara. Los puntos de referencia históricos, como el Dakota, habían desaparecido, y los habían reemplazado rascacielos altísimos que, literalmente, ocultaban la luz del sol y proyectaban unas sombras larguísimas sobre el parque. Los árboles habían cambiado de color y lucían los gloriosos tonos dorados del otoño. La gente paseaba por el parque. Personas vestidas para ir al trabajo se cruzaban con otras vestidas para ir a hacer deporte en aquel tiempo frío. Otras compartían café en los bancos y hablaban, o miraban a quienes hacían llamadas de negocios mientras caminaban a paso ligero. Era una variación de un tema que Etta había conocido bien y que siempre le había gustado. Ahora, en cambio, iba a tener que estudiarlo de nuevo para entender las notas subyacentes que habían cambiado. Se preguntó si la ciudad siempre habría sido tan ruidosa, tan limpia, tan frenética. Su padre le había dicho que el tiempo intentaba mitigar las inconsistencias y restablecer tantos acontecimientos alterados por los viajeros como podía. ¿Era posible que su vida siguiera siendo, más o menos, como antes, por mucho que la ropa y los edificios hubieran cambiado? Lo había perdido todo… a todos… quizá, al menos, pudiera recuperar parte de su antigua vida. Sintió que alguien la miraba y se giró. Una niñita la observaba mientras se chupaba el pulgar y esperaba de la mano de su madre a que el semáforo se pusiera en verde. Se planteó sonreír a la niña, pero había notado que algunas personas la evitaban sin disimulo. Supuso que se debía a su olor y a que parecía encontrarse fuera de lugar, por mucho que hubiera vivido toda la vida en aquellas calles y se hubiera movido como pez en el agua por las venas de aquella ciudad. Cuando la niña y su madre cruzaron la Quinta Avenida, de camino a casa, o a una tienda, o a algún destino en concreto, una oleada de nostalgia, incertidumbre y desesperación la asaltó finalmente y Etta empezó a llorar. «Te sientes abrumada, pero no pasa nada. Todo va a salir bien. Tómate un minuto. Date algo de tiempo». Pero no tenía adónde ir. No tenía a nadie. A menos que… Etta dio media vuelta y cruzó la calle justo cuando la luz se ponía intermitente. El trote se convirtió en carrera por aquella versión un tanto cambiada del Upper East Side. Esquivó los brillantes taxis, que seguían siendo del mismo tono amarillo, a los mensajeros que iban en bici y a los paseadores vespertinos de perros. El sol empezaba a ponerse a su espalda justo cuando giró para entrar en la calle de Alice. Cuando vio la casa de piedra rojiza le dio un vuelco el corazón porque tenía, como quien dice, el mismo aspecto que recordaba, con las macetas en la escalera de entrada. Las ventanas de delante estaban a oscuras, pero decidió llamar a

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la puerta de todas maneras. Llamó y se apartó. Volvió a llamar. Estaba tan ansiosa que creía que le iba a dar algo. Cuando comprendió que no respondía nadie, cuando empezó a parecerle que se le iba a salir el corazón por la boca, buscó una llave debajo de la maceta de pensamientos y, mientras lo hacía, cayó un poco de tierra en las escaleras. Etta se fijó en que Martha, la vecina fisgona de Alice, estaba observándola por la ventana. Justo en el momento en que la muchacha dio con la llave, la anciana abrió la puerta de su casa. —Etta, ¿eres tú? La joven se irguió poco a poco y esperó haberse limpiado la mayor parte de la sangre del cuerpo. —Sí, soy yo. La anciana, que llevaba un camisón de seda estampado, se llevó una mano al pecho. —¡Oh, Dios mío, estábamos preocupadísimos por ti y por tu madre… como no os vimos en el funeral! Han pasado meses, querida. ¿Dónde has estado? Alice estaba tan contenta porque veníais a la ciudad de visita… Y, por Dios… ¡pero si parece que acabes de salir de debajo de la tierra! «Funeral». «Meses». Etta tragó saliva y esbozó una pequeña sonrisa que más bien era una mueca. —He estado… viajando. Le pareció que la anciana daba la respuesta por buena. —Esa casa lleva vacía mucho tiempo. Si quieres referencias de algún agente para venderla… A la muchacha le temblaban tanto las manos que no atinaba a meter la llave en la cerradura. Daba igual en qué línea temporal estuvieran, al parecer, porque aquella cerradura seguía siendo complicada. Tuvo que empujarla con el hombro para abrirla. —¡Ten cuidado, muchacha! Etta entró tambaleándose en la casa, resollando, y le cerró la puerta en las narices a aquella cotilla. Luego se dejó caer de rodillas y apoyó las manos en ellas hasta que reunió el valor suficiente para mirar a su alrededor. El apartamento olía tal y como recordaba: a aquel popurrí de canela y manzana que tanto le gustaba a Alice, a la pipa de Oskar, que seguía presente a pesar de que había muerto hacía años. Se inclinó hasta tocar con la cara la alfombra azul de diseños florales y la usó para amortiguar su grito de frustración. «Está muerta». «Sigue estando muerta». Y su casa estaba tan muerta como ella. Cada mueble o elemento decorativo, cada cuadro o escultura, cada superficie, todo estaba cubierto con sábanas blancas. Etta respiró hondo por la nariz mientras se ponía de pie. Fue dejando un rastro de suciedad www.lectulandia.com - Página 367

por la sala de estar. El parqué crujió a medida que se acercaba al sofá, en el que apoyó una rodilla para quitar la sábana que tapaba el cuadro que había encima. A la joven le llegaban los bocinazos de la calle, los ruidos de los camiones que recogían la basura, mientras observaba el campo de amapolas impresionista y adelantaba la mano para tocarlo, para quitar el polvo del marco. Fue de habitación en habitación, destapando partes de la vida de Alice. Fotos en las que aparecía la propia Etta, sonriendo con ingenuidad, sin cicatrices interiores ni exteriores, con su madre. Unas facturas. Una novela que la mujer no había acabado de leer y que seguía en la mesita de noche. Su violín, el que le había regalado a Etta hacía años, en la otra línea temporal, descansaba en su estuche, sobre el banco que había a los pies de la cama. La muchacha se sentó al lado del instrumento, abrió los cierres del estuche, luego la tapa y, durante un buen rato, lo único que hizo fue quedarse mirando el violín. Acarició su superficie brillante, olió la madera y la colofonia. Lo tocó con sus sucios dedos. «Volveremos a vernos… en los sitios de siempre». Las palabras acudieron a su recuerdo rotas y maltrechas. De pronto, se dio cuenta de que en el suelo, junto al armario de la mujer, había un cuadro que no había visto jamás, como si Alice hubiera tenido intención de colgarlo pero se hubiera olvidado de él. Dado que había crecido en las salas y pasillos del Metropolitano, Etta reconoció el estilo renacentista de la obra, no solo por la pose de la mujer joven que aparecía en él, sino también por los colores cálidos y vibrantes con los que estaba pintado. Era tan diferente de los demás que había en el apartamento que hizo que la muchacha se acercara a inspeccionarlo. El vestido de color marfil y corte cuadrado que lucía la mujer tenía filigranas de oro, pero, por lo demás, su estilo era sencillo. La mujer, que tenía el pelo dorado y peinado en una trenza, llevaba una corona de exuberantes rosas rojas. En una mano sujetaba un mapa y, en la otra, una llave. Los ojos, que la miraban fijamente, eran los de su madre. Etta tocó con los dedos las delicadas pinceladas y los ojos se le llenaron de lágrimas, lo que difuminó las rosas y las convirtió en una herida. Aquella era la época natural de Rose Linden; Alice se lo había indicado de la única manera que podía, guardando aquella reliquia del pasado. Debía de haber presentido o sabido que su madre nunca llegaría a decírselo. Cuando aquella despiadada realidad se adueñó de ella, en su interior se instaló un frío del que no consiguió librarse. Empezó a temblar. No creía que fuera a perdonar nunca a su madre —al menos, no del todo—, por haberle quitado la vida a Alice, independientemente de la razón por la que lo hubiera hecho. Por otro lado, y al pensar en que su madre había tenido que tomar aquellas decisiones víctima del trauma que había sufrido en su niñez y a sabiendas de que habría más muertes, la compadecía y sentía una empatía que la incomodaba. Sin duda, debía de haberse sentido como si

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tuviera una soga al cuello. Ahora entendía que su madre era, al mismo tiempo, la heroína y la víctima de su propia historia, una historia llena de sangre. Quería hablar con ella, entenderla, aclarar lo sucedido, aunque fuera su última conversación. Pero no iba a poder ser. Al menos una diferencia de quinientos años y un corte que iba a llevarla a la tumba le habían robado la oportunidad. Aunque su madre hubiera sobrevivido, algo harto improbable, era imposible dar con ella. Permaneció sentada en la alfombra durante horas, pensando en su madre, en la vida que habían tenido juntas. El sol salió y fue dando la vuelta a la casa de Alice como las agujas de un reloj. «Sola». Por fin, la sed la venció. Se puso de pie, cogió el retrato y lo llevó a la sala. Una vez en la cocina, fue directa al refrigerador. Sabía que seguía habiendo agua porque se había lavado la cara y las manos, y también sabía que había electricidad. Se sorprendió al ver que alguien había vaciado la nevera de comida y que, sin embargo, había dejado unas botellas de agua. ¿Quién habría sido? ¿Quién habría limpiado la casa y cubierto los muebles con sábanas? La respuesta la descubrió en una carta que había en la mesa de la cocina, al lado de dos abultados sobres tamaño folio. En uno de ellos ponía su nombre y, en el otro, el de su madre. Querida familia Spencer: Me llamo Frederick Russell y la notaría para la que trabajo me encomendó en su día la gestión de la herencia de la señora Hanski. Recientemente, he recibido una petición de la señora Hanski para que sea yo quien cumpla con su última voluntad. Como puede que sepan ya, el grueso de dicha herencia se la ha dejado a su familia en un fideicomiso, pero he sido incapaz de dar con ustedes ya sea por teléfono o por redgrama. ¿Redgrama? Debía de ser el equivalente al correo electrónico en aquella época. Dejo aquí estos dos sobres, tal y como me pidió la señora Hanski, aunque lo hago en contra de mi voluntad, porque yo diría que pueden contener material personal muy delicado y valioso, y considero que es arriesgado dejarlos aquí, sin vigilancia. Los gastos para mantener esta casa se irán deduciendo del fideicomiso que les ha dejado la señora Hanski hasta que ustedes especifiquen lo contrario. Por favor, pónganse en contacto conmigo cuando lleguen para que les explique los pasos a seguir.

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—Sigue cuidando de nosotras… —murmuró Etta mientras doblaba la carta y la información de contacto del tal Frederick Russell. Cogió el sobre que llevaba su nombre y vació su contenido en la mesa. Se sentó. Dentro, tal y como el abogado creía, había documentos personales, entre los que se incluía un certificado de nacimiento, un pasaporte, una tarjeta de la Seguridad Social y una cartilla de vacunación. No tenía claro si serían los originales, copias o falsificaciones. También había una carta, y decidió leerla antes de nada, por si acaso había alguna pista en ella. Tenía fecha del 3 de julio. Queridísima Etta: No sé por dónde empezar. Hace unos pocos minutos que acabo de verte. Tanto tú como tu madre, aunque esta en menor medida, habéis estado apareciendo y desapareciendo aleatoriamente a lo largo de los años. Ha llegado a haber momentos en los que estábamos comiendo juntas y, de pronto, cuando volvía a la mesa después de haber ido a por un vaso de agua, ya no estabais. No sé qué ha sucedido con la línea temporal, pero debe de ser terrible. En una ocasión, tu bisabuelo intentó explicarme la idea de «imprimir», eso de que la línea temporal se ajusta a las actuaciones de los viajeros y que, cuando le resulta imposible, deja impresiones de ellos aquí y allí para mantener la consistencia. Me gustaría haberle prestado más atención. Los enormes engranajes del tiempo se mueven y no puedo hacer otra cosa sino observar. Recuerdo nuestro encuentro en Londres como si fuera ayer. Recuerdo la cara que pusiste cuando me viste, cuando me hablaste de cómo sería nuestra vida juntas. Tengo la sensación, no obstante, de que la he vivido a trozos. Aunque no haya sido todo el tiempo, me alegro de haber sido tu profesora siempre que he podido, y tu amiga, claro. Me siento muy afortunada por haber tenido el privilegio de ver cómo te convertías en una señorita, pero, ahora, tengo miedo por ti. He visto el mundo cambiar a mi alrededor en grandes oleadas — destruido ahora, curado después—. Sé que tiene que deberse a esa búsqueda tuya y sé que mi propio final, ese que vi con tanta claridad en tu cara, tiene que estar cerca. Por eso he tomado precauciones con las que ayudarte en caso de que hayas vuelto a una ciudad extraña. Estos documentos deberían ser suficientes para que establezcas aquí tu vida, si es que es tu deseo. «Si es que es tu deseo». Son unas palabras que me resultan curiosas, porque me hacen pensar que siempre ha habido alguna especie de previsibilidad en los viajes que hacíais tu madre y tú. Es posible que los que nos quedamos atrás podamos ver con más claridad www.lectulandia.com - Página 370

la manera en que todo se teje entre sí, se conecta. Hay patrones, círculos que hay que cerrar antes o después. Sospecho que la cuestión es si abrir otros nuevos o no. Patito, eres el orgullo de mi vida. No sabes cuánto me gustaría volver a oírte tocar, y espero que regreses para verme, si no al presente, al pasado. Tengo entradas para un concierto que se va a celebrar en el Metropolitano en septiembre, una noche dedicada a Bach, pero no sé si esta maldita línea temporal habrá cambiado para entonces y te traerá a tiempo para que asistamos juntas. Ay, Dios… Sin duda, la línea temporal restablecería aquel momento de la mejor manera que pudiera porque, claro, ella no iba a tocar en aquel concierto. En cualquier caso, ¿qué probabilidades había de que Alice y ella hubieran ido, de que hubiera oído los ruidos que hacía el pasadizo, de que se hubiera topado con Sophia y de que la hubiera seguido? Lo más seguro es que muchas. Si sucediera algo antes, o si estás leyendo estas líneas años después de que haya muerto o de lo que sea que me haya deparado la vida para entonces, hay una cosa que no quiero perder la oportunidad de decirte: os quiero a tu madre y a ti más allá del tiempo y del espacio. Etta leyó y releyó la carta antes de volver a meterla en el sobre, que dejó junto con los demás documentos. Entonces empezó a pensar qué iba hacer. El pasadizo estaba cerrado y estaba por ver si había algún otro en aquel año o en alguno de los venideros. «Si es que queda alguno, claro está». Su madre, hasta donde ella sabía, no estaba allí. Nicholas tampoco. La única persona que quizá pudiera ayudarla era el tal Frederick Russell, el abogado, aunque las noticias que tuviera acerca del fideicomiso y del apartamento podían ser malas. Alice y Oskar habían llevado una vida cómoda, pero nadie los habría considerado ricos. El fideicomiso no le duraría para siempre. Aunque quizá le sirviera para ir a la universidad. Hasta que encontrara un trabajo con el que mantenerse. «No tengas miedo. Te irá bien», se dijo a sí misma. Haría lo que cualquier otro viajero en un sitio y en una época desconocidos, se mezclaría con la gente lo mejor que pudiera. Desaparecería, observaría, aprendería, viviría. Esperaría. La cuestión era… ¿a qué?

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Nueva York 1776

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Treinta y tres Nicholas despertó con la boca llena de tierra. El sonido de los flautines y los tambores animaba un desfile no muy lejos de allí. A pesar del sueño crudo y profundo que notaba, se obligó a abrir un ojo y vio una luz gris y brumosa. La humedad de la tierra sobre la que estaba le había calado en la túnica y en la camisa y tenía el cuerpo helado. «Qué frío». «Qué dolor». Sintió como si fuera el propio cuerpo quien se lo recordase. «Dolor», como si aquella palabra hubiera sido suficiente para despertar de nuevo la agonía. La mano izquierda le ardió cuando la flexionó y la levantó para quitarse la suciedad de la cara. Enseguida se dio cuenta de que mirarse la herida solo servía para que esta ardiese aún más y más rápido. Levantó la palma de la mano derecha y se quedó horrorizado al ver los cortes que iban desde la base de los dedos hasta el final de la palma y las quemaduras que cubrían el resto. Se acercó aún más la mano porque… Sí, allí estaba. La hinchazón aún tenía que bajar y sentía en la carne rosada y suave una quemazón que parecía llegarle a los huesos, pero vio un patrón. Reconoció las líneas concéntricas y los símbolos que, para él, no tenían sentido alguno, los secretos misteriosos a los que hacían referencia. Llevaba, como quien dice, una marca casi perfecta del astrolabio en la piel y, si algo había aprendido de sus cicatrices anteriores, lo más seguro era que aquella también la conservara toda la vida. «La luz blanca…». De súbito, el recuerdo se abrió paso en su mente, y Nicholas se puso en pie de un salto, jadeando, desesperado. Se quitó la túnica con brusquedad, o lo que quedaba de ella, y la lanzó tan lejos como pudo con aquel brazo que le pesaba como si fuera de argamasa. La vestimenta revoloteó como un enorme pájaro batiendo las alas y llegó hasta el río, un río que le resultaba familiar y que se tragó la prenda como lo haría una enorme boca abierta. Fue entonces cuando Nicholas se dio cuenta de que podía mover el brazo derecho con libertad, con una fuerza de la que hacía semanas que carecía. —No… No puede ser… Ya no llevaba el anillo en el dedo. Dio un par de vueltas sobre sí mismo, mirando entre los árboles que lo rodeaban y fijándose en los vivos sonidos de la guerra, que le llegaban desde el parque de Artillería Real. Desde donde estaba, veía con claridad las filas de soldados, sus

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casacas rojas, de un color más vibrante debido a aquella extraña luz gris de tormenta que los bañaba. Buscó el pasadizo, se esforzó por escuchar su retumbar habitual. Pero no oía nada. «Dios bendito…». Había desaparecido. Era como si nunca hubiera estado allí. Caminó por entre los árboles en círculos, como si esperase que el pasadizo fuera a aparecer igual que sale de su guarida una serpiente cuando alguien la molesta. Lo había conseguido. La presión que sentía en el pecho aumentó hasta un punto que le resultaba insoportable. «Se ha acabado». Estaba solo, sí, pero también vivo. Estaba entero, como si la destrucción de los pasadizos hubiera quemado el veneno que le había corrido por el cuerpo, como si hubiera borrado las últimas semanas con la facilidad con la que se limpia una mancha. De pronto se dio cuenta de que, por instinto, estaba empezando a buscar entre sus recuerdos, a acunarlos con cuidado por si acaso los perdía. Se dejó llevar, como se dejaban llevar por el viento las hojas encarnadas y doradas que caían a su alrededor. Se quedó quieto, limitándose a respirar, intentando aferrarse a la vida que lo rodeaba. Sus decisiones se habían basado en hipótesis, en especulaciones… Saber que la muerte lo seguía dos pasos por detrás había hecho que se sintiera como si estuviera intentando darle forma al aire. Hasta aquel momento, nunca le había parecido posible que fuera a suceder lo que había sucedido. No había creído en ello. Ahora no podía ver a Etta, ni a Li Min ni a Sophia, ni estar seguro de que Julian había salido indemne de todo aquello. No podía hacer nada excepto quedarse allí, pensando, al tiempo que en su interior crecía un vacío cada vez mayor. «Había que hacerlo. Esto tenía que terminar». Cabía la posibilidad de que Sophia hubiera tenido razón y que fuera un cobarde por haberse rendido, aunque lo hubiera hecho para alcanzar aquel objetivo. Desde luego, había sido un cobarde al elegir aquel final sabiendo que no viviría para ver cómo lo afectaba a él. —¡Eh, usted! Nicholas levantó la mirada y vio a un soldado patrullando por el linde del parque de Artillería Real. Era joven, más joven que él, y aunque su expresión era de suspicacia, también parecía preocupado de verdad. —Dígame, señor, ¿qué hace usted aquí? Nicholas se irguió y se aclaró la garganta. —He… he venido a apreciar las vistas. Siento las molestias. —Entiendo… El tono del soldado hizo que Nicholas se preguntara qué era lo que entendía exactamente. «Es probable que piense que he escapado de mi amo». www.lectulandia.com - Página 374

Dado el lamentable estado de su ropa y las heridas, ¿qué otra cosa iba a pensar? Aquella idea le produjo un escalofrío de alarma que le empezó en la nuca y le bajó por la columna. No solo había vuelto a su época, sino que esta lo había engullido, había vuelto a sumirlo en su hipocresía y en su crueldad. Una época que volvería a amordazarlo. ¿Qué pruebas podía darle a aquel soldado de que era libre? La carta de libertad, que había llevado encima en todo momento después de que Hall se la consiguiera, se había perdido. A menos que la línea temporal original estuviera muy alterada y no se pareciera a la que él había conocido, solo existían dos copias: una la tenía el capitán, que o estaba en alta mar o estaba encarcelado, y la otra estaba en Nueva Londres, Connecticut, en la oficina de su antiguo patrón. A Nicholas le subió por la garganta algo parecido a la bilis, una sensación que conocía muy bien. Se esforzó por mantener una expresión neutra. Se había enfrentado a la oscuridad, había cambiado la línea temporal y había viajado hasta los confines del mundo y, aun así…, su palabra nunca sería suficiente para satisfacer a quienes pensaban que debía estar encadenado. Pero no se arredró. No dio media vuelta y echó a correr, aunque era justo lo que le pedía su instinto que hiciera. En realidad, era libre, aquí, ahora y en todos lados. A todo aquel que se atreviese a cuestionarlo le respondería con la misma maldad. —Pero márchese, por favor. Nicholas se despidió con un asentimiento de cabeza y el soldado correspondió. Y, en efecto, se marchó. El oro que Cyrus Ironwood —«¡Cyrus Ironwood!»— había insistido en que llevara encima como heredero suyo que era le sirvió para comprar una camisa, un abrigo sin botones, una bota llena de agua y una botella de whisky. Lo último lo compró tanto para que le diera coraje como para desinfectarse las heridas de la mano después de darle unos tragos. Que siguiera de pie el tiempo suficiente como para vendarse la mano con un trapo limpio y que no se desmayara delante de todos los parroquianos de Dove Tavern fue un milagro. Al tabernero no le hizo ninguna gracia volver a verlo, pero se alegró mucho en cuanto Nicholas le dijo que solo volvía a por la bolsa que había dejado allí… que, por otro lado, jamás le habría confiado de no ser por lo rápido que había tenido que salir detrás de Etta hacia el pasadizo que iba a Londres. —Aquí la tiene —dijo mientras se la tiraba—. No he tocado nada de lo que usted y los suyos dejaron aquí. No me atrevería a enfrentarme a ese hombre. Nicholas enarcó una ceja. La bolsa parecía estar llena, pero no le cabía duda de que lo más probable era que hubieran mirado qué había de valor en ella y que, posiblemente, se lo hubieran quedado. Aun así, le dio las gracias al tabernero y cogió la bolsa con la mano derecha para meter la izquierda en el bolsillo, en busca de la última moneda de oro que le quedaba. Nada más tocar la bolsa… percibió un destello de color, una visión, un sonido. En su cabeza resonó un trueno. Vio al anciano curtidor de Charleston al que le había comprado la bolsa hacía unos años con tanta nitidez como si lo tuviera justo delante. www.lectulandia.com - Página 375

La tienda empezó a tomar forma, como si estuviera apareciendo a su alrededor, y, de hecho, las destartaladas paredes de la taberna empezaron a desdibujarse. Sintió una presión, un tironeo insistente en su interior… «Dios bendito». Dejó caer la bolsa porque tuvo la sensación de que los huesos se le estaban convirtiendo en arena. El tabernero dio un respingo hacia atrás en el mismo instante en que Nicholas se sobresaltaba y entrecerró los ojos, receloso. —Me ha parecido oír… una rata —comentó como si su voz sonara muy lejos—. En la bolsa. Ahora mismo. El tabernero hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. —En ese caso, lo mejor es que se marche cuanto antes. Nicholas se agachó, pero dudó un momento antes de recoger la bolsa. En esa ocasión lo hizo con la mano izquierda. Cuando estuvo seguro de que el mundo no iba a romperse en pedazos a su alrededor, se dirigió a largas zancadas hacia la puerta y salió al frío de finales de octubre. Sentía la piel como si hubiera estado sentado muy cerca de las llamas y, en vez de seguir su plan original —quedarse allí a ver si conseguía convencer al cochero de alguna diligencia para que le ofreciera pasaje a cambio de trabajo, e ir así en dirección a Connecticut—, se encaminó por la carretera para alejarse de Dove Tavern y del parque de Artillería Real. Y siguió alejándose hasta que solo oyó el latido de su corazón y el canto de los pájaros, en las ramas del viejo roble bajo el cual se había detenido. Apoyó la espalda en el árbol y fue deslizándose hasta quedar sentado. Apoyó las manos en las rodillas. «Aquello había sido un pasadizo». Pero era imposible. Con sumo cuidado, se desvendó la mano quemada y la puso al lado de la izquierda. Miró la marca que el astrolabio le había dejado en la piel, aquella imagen cruda, descamada y llena de ampollas. «He visto el pasado». Desde luego, no había otra manera de describirlo, excepto diciendo que se había visto «empezando a irse». El mundo había cambiado a su alrededor y, con que solo hubiera adelantado la mano y esperado, la oscuridad se lo habría llevado. —No seas ridículo —se dijo a sí mismo porque Sophia no estaba allí para decírselo. Pero…, ¿cómo podía comprobarlo? Tenía que demostrarse que estaba equivocado. Le vino a la memoria la explicación que les había dado Remus Jacaranda sobre el astrolabio, lo que le provocó una sacudida de miedo: «La leyenda dice que para crear un pasadizo has de tener el astrolabio, pero también has de tener algo de aquella época y del año al que quieres ir». Rebuscó en la bolsa para ver si daba con algo que hubiera conseguido en Nassau a lo largo del año anterior. No había armas; la hebilla de su zapato la habían vendido. Todo… todo excepto el fino cordel de cuero que llevaba alrededor del cuello, del cual www.lectulandia.com - Página 376

colgaban el pendiente de Etta y una pequeña cuenta rota. Cogió el cordel con la mano y cerró los ojos. La primera gota de color le mostró el turquesa del agua clara, prístina; la siguiente, las arenas marfileñas de la playa; la tercera, el verde vibrante e imparable de las palmeras bajo las cuales se habían protegido Sophia y él en la playa. El aire empezó a rielar, a pellizcarle todos y cada uno de los músculos hasta que, a lo lejos, apareció un punto oscuro que volaba hacia él, haciéndose más y más grande. Nicholas se obligó a quedarse donde estaba, a enfrentarse a la oscuridad cuando esta lo alcanzó, lo sujetó por el cuello de la camisa y tiró de él. No había nada que hacer excepto rendirse a la sensación de que lo habían enterrado en vida. La oscuridad era tan asfixiante como la presión que sentía por todos lados y llegaba acompañada de un silbido agudo e incesante que siguió sonando incluso después de que se viera empujado hacia delante, hacia la luz del sol y hacia la arena, donde fue recibido por el aroma salado del océano. —¡Por todos los…! Se puso de pie trastabillando. Por detrás de él oyó las olas, que rompían en la playa y que le lanzaron una rociada de espuma que lo ayudó a recobrarse. —No me extraña que reacciones así —dijo una voz que le resultaba familiar. Nicholas se giró, con una enorme esperanza desesperanzada. A menos de tres metros de él, justo donde Sophia y él habían acampado en su día, se encontraba el capitán Hall. El hombre se había dejado crecer aquellas rebeldes patillas suyas, que contrastaban sobremanera con la coleta perfecta que llevaba. El sol de la tarde había apagado casi todos los toques de plata del pelo del capitán y formaba ahora una especie de halo carmesí alrededor de su cabeza. De pronto, Nicholas se dio cuenta de que estaba riéndose a carcajadas, tan fuerte que creyó que iba a atragantarse. El Diablo Rojo estaba vivo, sano, y se dirigía hacia él. —¿Qué estás haciendo aquí? —consiguió exclamar el joven. A Nicholas aún le temblaban un poco las piernas, así que no pudo salir corriendo al encuentro de su amigo. Tuvo que esperar a que este se acercara, cosa que hizo mirándolo con cierta extrañeza. —Corrígeme si me equivoco, Nick, pero teníamos que esperarte en Nueva Londres «dentro de poco», ¿o es que me equivoco? Aunque el capitán no le habló con dureza, Nicholas percibió bajo su voz alegre un tono que conocía a la perfección. —¿Has recibido alguna de mis cartas? —le preguntó el joven con voz dubitativa. Le daba la sensación de que el corazón le iba a explotar en el pecho como si fuera una granada—. Y, ¿estáis todos bien? ¿Chase también? Hall dio un paso atrás, puede que sorprendido por primera vez en la vida. —Ha habido una serie de cambios. Los he visto pasar como si fueran tormentas, pero no, Nick, no nos ha ocurrido nada. Al menos, no en esta línea temporal. www.lectulandia.com - Página 377

Nicholas se llevó las manos a la cara y empezó a reír, y rio y rio hasta que estuvo a punto de echarse a llorar. —Nick, por Dios, ven… ¿Tan mal está la cosa? Estábamos preocupados por ti. Cuéntame qué ha sucedido. Cuando consiguió rehacerse, le respondió: —Me he topado… con circunstancias inesperadas. —¿Circunstancias inesperadas? —Hall se llevó la mano a su pesado cinturón, y las pistolas y las petacas empezaron a balancearse y a tintinar cuando echó a andar—. No he dejado de oír historias. Historias terribles…, de esas que hacen que a los guardianes se nos pongan los pelos de punta. Los vientos del cambio a lo largo de los últimos siglos han sido tan malos que no me han llegado noticias a alta mar. Imagina cuál fue mi sorpresa, muchacho, cuando arribé aquí para preguntarles a los guardianes de los Ironwood si te tenían bajo custodia y resulta que me los encontré nerviosísimos porque ese pasadizo de ahí había desaparecido. Y, ahora, de repente ¡vas tú y apareces de la nada! Nicholas dio un paso atrás, sacudió la cabeza y se miró la palma quemada. —¡Que Dios nos ampare! —exclamó Hall mientras le agarraba la muñeca y le miraba la mano—. Muchacho…, ¿qué es esto? ¿Qué te ha sucedido? Nicholas parpadeó con fuerza e intentó canalizar el torrente de incredulidad. Hall le pasó un brazo por el hombro. —Ya ha terminado —dijo—. Todo. Está muerto. Los pasadizos se han cerrado — respondió el joven. Su padre adoptivo entendió de inmediato lo que significaba aquello. Estaba muy sorprendido. —Será mejor que me lo cuentes todo por el camino, ¿de acuerdo? Esta noche cenarás con Chase y con la tripulación. Estarán encantados de saber que estás bien. Yo también lo estoy, Nicholas… estoy encantado de que estés aquí, de una pieza. Las emociones que le invadieron el corazón le provocaron una insoportable presión en el pecho. Había soñado con aquel momento, sí…, pero también había soñado con otros muchos. —La cuestión… —empezó a decir el muchacho con la mirada puesta en la arena — es que no sé si de verdad estoy de una pieza… Fueron sacándole la historia poco a poco a lo largo de las semanas, a medida que el Retador merodeaba por el Atlántico en busca de nuevas presas. Nicholas creía, aunque solo en parte, que si no pensaba en lo que había sucedido a lo largo de las últimas semanas, su cabeza iría olvidándolo y aquellos acontecimientos dejarían de atormentarlo en sueños. Pero, claro, no tuvo tanta suerte. La revolución siguió como antes, los tripulantes entonaban canciones que le resultaban tan familiares como el cielo y la rutina de trabajo se convirtió en el revoque que lo mantenía todo unido. Llegó un momento en que se dio cuenta de que

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cada cosa tenía su ritmo, un vaivén reconocible. Amor, separación. Trabajo, descanso. Dolor, ron. Hall le dejó mucho espacio y tuvo tanta paciencia con él que, en cierto modo, Nicholas se avergonzaba porque se sentía como un niño. Pero incluso aquella libertad tenía sus límites, y las preguntas del capitán acerca de lo que había sucedido y de lo que sucedería se volvieron más incisivas. Tanto, que el joven empezó a sentirse agradecido por la constante presencia de la tripulación, lo que le proporcionaba una excusa, una razón legítima para no tener que hablar del tema. Dado que era guardián, Hall era el único que había tenido la llave de su mundo oculto y, ahora, era el único que recordaba a la muchacha que había salido de entre el humo y el caos en el Fogoso, aquella que se había ganado el corazón de una tripulación que ya ni siquiera la recordaba. Así que se reía con Chase, dejaba que el suave bamboleo al que los sometía el mar lo acunase, disfrutaba de la forma en la que el sol le calentaba los dedos a través del abrigo oscuro mientras caminaba por la cubierta en sus turnos de guardia. Sabía que el mar era su remedio. Y el tiempo, que ya no era su enemigo, existía para formar un tándem con él, no para irritarlo. Eran escasas las ocasiones en que notaba que algo tiraba de él desde el interior, en que notaba la quemadura de las cicatrices que tenía en la mano. Pero, a veces, cuando estaba cansado después de un día de trabajo, o cuando estaba borracho, o cuando dejaba de imponer aquella disciplina férrea a su corazón, se mostraba torpe con las palabras. —Parece que hay un paquebote en el puerto —comentó Chase mientras le tendía el catalejo—. Puede que tengan noticias de cómo va la guerra. La tripulación estaba impaciente por pasar una noche en Port Royal, pero Chase estaba ansioso por saber cómo avanzaba la guerra y qué tal iba el crecimiento, o estancamiento, de la Armada Continental. Hacía solo unos días habían escapado por poco de una fragata de setenta y cuatro cañones, y Chase seguía molesto por no haber entrado en combate. Tamborileaba con los dedos en la borda como si fuera una llamada de guerra. Estaba impaciente por conseguir algo, pero aún no tenía muy claro de qué se trataba. —Dime, ¿cuándo te has convertido en un Whig? —le preguntó Nicholas mientras lo miraba a la cara—. No puedo creer que estés tan ansioso por enterarte de cuál ha sido la última derrota de Washington. A decir verdad, Nicholas tenía muchísimas ganas de saber si algo había cambiado en el curso de la guerra, dado que la línea temporal había vuelto a sus orígenes, pero, lo cierto es tenía miedo de lo que pudiera descubrir, de lo que pudieran contarle. —En Long Island no lo derrotaron, aquello fue una reubicación estratégica de tropas. —Chase adelantó la mandíbula, medio oculta bajo las rubias patillas, y entrecerró sus ojos azules. Nicholas soltó una carcajada, la primera sincera y real en mucho tiempo. www.lectulandia.com - Página 379

—Me has recordado a Etta, cuando hablaba de estiércol y lo llamaba turba. Al joven le sorprendió que Chase enarcase las cejas, pero solo hasta que le preguntó con una sonrisa de suficiencia: —¿Etta? El repentino salpicón de agua de mar no sirvió para que la sangre no se le agolpara en la cabeza, para que no le diera un vuelco el corazón. —Es decir… —¡Eeetta! ¡Etta, Etta, Etta! —dijo Chase, jugueteando con el nombre—. Dime, ¿quién es esa encantadora Etta? Oh, venga, no te enfades, tiene que ser encantadora para que te hayas fijado en ella. ¿Dónde está, en Charleston? ¿Es ella la que te retuvo? Nicholas se llevó un dedo al nudo de la corbata y tiró de él con la esperanza de poder respirar mejor. Hall era guardián, pero ni Chase ni el resto de la tripulación sabía nada de su otro mundo. Además, estaba claro que, para su amigo, Etta era una extraña a la que no recordaba haber visto en la vida. —¡Ya les había dicho a los demás que era imposible que una enfermedad te apartase de la lucha! Dime, ¿fueron sus delicadas… atenciones? Nicholas cerró los ojos y sintió la suave mejilla de la muchacha contra la suya. Las puertas acababan de caer y los sentimientos y los recuerdos lo inundaron, lo devastaron, tal y como haría un huracán. Su cabeza no le había permitido soñar con ella, a menos que el sueño acabara tornándose en pesadilla: su madre desangrándose hasta morir, su doloroso llanto, el futuro al que había regresado sola. Aquellos pensamientos lo atrapaban, lo enganchaban con fuerza y no podía evitar que lo hundieran, como tampoco podía evitar la mirada de preocupación de Chase. —Nick —oyó que le llamaba Hall por detrás—. Quiero hablar contigo, por favor. Chase le puso una mano en el hombro, pero Nicholas la evitó. No podía dejar de mirar el lazo negro con el que el capitán se recogía su pelo rojo y canoso. Lo siguió hasta su camarote varios pasos por detrás y Hall lo esperó junto a la puerta, que cerró en cuanto Nicholas pasó. Sin necesidad de que se lo indicara, el joven se sentó en una de las sillas de la imponente mesa que utilizaban tanto para cenar como para extender los mapas y las cartas de navegación. El capitán le puso en la mano un vaso con un líquido ambarino y rodeó la mesa. Nicholas olió el líquido, pero aún tenía un nudo en el estómago, así que no bebió. —Tienes peor aspecto que cuando te encontré. No soporto verte así. Como no me digas qué ha pasado, te juro que te paso por la quilla hasta que críes percebes en los dientes. —Estoy curado… incluso la mano —dijo Nicholas, mientras contemplaba el mapa de las colonias y el estrecho puerto de Manhattan. —Puede ser, pero el daño es profundo. Me has hablado de los viajes, de la subasta, de la muerte de Cyrus Ironwood, pero no me has dicho nada de lo que vas a hacer… con ese nuevo don tuyo. www.lectulandia.com - Página 380

—Ni te lo diré jamás —respondió Nicholas. —Ay, hijo mío… —dijo Hall, al tiempo que cruzaba los brazos sobre su ancho pecho—. ¿Estaría equivocado si dijera que ha sucedido algo inesperado? Es decir, que si repasáramos lo que sucedió la noche de la subasta… resultaría que descubriría que saliste de allí con… —¡No lo digas! —A Nicholas le temblaba la voz—. No lo digas… Lo que ha pasado lo entiendo tan poco como entiendo las estrellas. No puede… no puede ser. Tenía que creer que no se podía, porque, si la resolución le fallaba una sola vez, empezaría a recorrer el mundo en busca de la manera de abrir un pasadizo que lo llevase hasta Etta, a su futuro. Y eso solo serviría para que la razón por la que había destruido el astrolabio resultase ridícula. «No puedo ser egoísta. Nadie puede tenerlo todo». Su vida, él mismo, se había fundido justo con aquello que su familia tanto tiempo había estado buscando, con aquello por lo que había matado. Aquel artefacto ancestral, el astrolabio, volvía a existir. Por lo visto, era un superviviente nato, como Nicholas. ¿Estaría Etta viva? ¿Estaría a salvo en su futuro? Sophia, Julian, Nicholas, Li Min… Todos ellos habían salido disparados a uno u otro siglo y jamás podrían reunirse de nuevo. «A menos que yo lo quiera». Nicholas apartó el pensamiento y se aferró a los reposabrazos de la silla con tanta fuerza que la madera crujió. —Pero te preocupas por los demás, ¿verdad? —dijo Hall, que leía en él como si fuera un libro abierto—. Te pesa no saber cuál ha sido su destino… a sabiendas de que tienes la capacidad de descubrirlo. «La capacidad». Al pensar en lo que eso significaba, el corazón le restalló como un trueno, igual que hacían los pasadizos. —No es tan fácil —consiguió decir—. Los pasadizos eran el origen de la lucha, el corazón. Tendría que volver a abrirlos, pasar años buscando a los demás y, para entonces, a los viajeros podría haberles sucedido cualquier cosa. —Aún sentía rígida la piel de la palma, más gruesa que antes. Cerró la mano para esconder las marcas de la quemadura—. Apenas entiendo lo que ha sucedido. Soy incapaz de desentrañarlo. Los antiguos, los que jugaban con nosotros, alargaron su vida consumiendo los diferentes astrolabios… ¿Será eso lo que me ha pasado a mí? —¿Tenían ellos una marca como la tuya o consumieron el poder del astrolabio de alguna otra manera? Nicholas no recordaba que el Ancestral tuviera marcas de aquel estilo, aunque recordaba vagamente haber visto ciertas marcas en Belladona, quien —sin la menor duda— los había llevado a todos hasta el templo con algún propósito oculto, no tan

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solo por la subasta; un propósito que era incapaz de saber… aunque se lo imaginaba. Se preguntó si, quizá, la hija del alquimista también había sobrevivido. En cualquier caso, le daba igual, no le importaba lo más mínimo. Después de analizarse, el muchacho se había dado cuenta de que, después de todo, era egoísta. Quería estar con Etta. En un barco, en una casa, en una ciudad, en la selva… Le daba igual, siempre que tuviera aquellas manitas suyas entre las de él y pudiera inclinarse y besarla cada vez que le apeteciera, cosa que sucedería a menudo y durante el resto de la vida. Antes se reía de esos poetas y demás escritores paliduchos, enfermizos, que hablaban de morir por amor, pero ahora se daba cuenta de que era una forma más de aflicción. Una pérdida que le robaba parte de su alegría a cada día que pasaba y que iba convirtiendo su corazón en un pedazo de pedernal, frío y duro. «Tan frío y tan duro como el de Cyrus Ironwood». Se podía vivir sin corazón, pero era una vida que no servía de nada, como una flor que no llegaba a abrirse porque no había recibido el sol suficiente para florecer. Y no era solo por Etta. Estaban también Julian, Sophia… incluso Li Min que, ahora, le debía dos despedidas. Menuda familia, ¿eh? Puede que no fueran el mejor ejemplo, pero reunían todos los ingredientes necesarios para formarla: se preocupaban los unos por los otros, eran amigos, se ayudaban, se querían. —Antes soñaba con viajar y con lo que eso significaría para mí… soñaba con ser capaz de tener la suficiente habilidad como para encontrar un sitio que fuera solo para mí, algo que estuviera más allá de lo que esta época podía ofrecerme. El joven se quedó callado un momento. Observó la reacción de Hall y temió ver decepción o dolor en sus ojos. Sin embargo, el capitán asintió. —Eso no es malo, Nick —le dijo—. Es normal que tuvieras dudas. Siempre puedes sentarte a pensar en la naturaleza de la moralidad y de la corrupción, como los decrépitos filósofos de antaño, pero el mal nunca ha estado en los pasadizos, sino en quienes los utilizaban. —A eso es a lo que me refiero. El hecho de que existan…, de que hayan existido y de que algunos de nosotros tengamos esta habilidad… no implica que tengamos que viajar. No deberíamos arriesgarnos a causar más inestabilidad. —Estás pensando en voz alta, pero estás evitando la clave del asunto. Reconoces que hay un riesgo inherente en su existencia, que solo por recorrerlos existe la posibilidad de que la línea temporal cambie y, aun así… —Son familias —dijo Nicholas. No se le iba de la cabeza lo que Etta había dicho aquella noche al respecto, en la montaña. De hecho, había cristalizado en él—. No viste la masacre. No sé cuántos de nosotros sobreviviríamos, pero me parece una verdadera crueldad mantener separados a los que quedamos con vida. Nunca sentí que los Ironwood fueran de mi familia, pero ahora sí que tengo gente a la que podría considerar como de mi propia sangre. Si hay otros atrapados en su época natural,

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abandonados… ¿cómo van a vivir, a sabiendas de que jamás volverán a ver a sus seres queridos? —Doy por hecho que la señorita Spencer está incluida entre ellos. Podrías hacer un único pasadizo que te llevara a su época. Te permitiría volver con facilidad cuando sintieras la llamada del mar o quisieras verme. Pero en cuanto aquel pensamiento anidó en su cabeza, el sentido de culpabilidad lo destruyó en pedazos. —No puedo. ¿Acaso no estaría… no estaría siendo egoísta? Además, no sé muy bien si sería capaz de dar con ella. Para crear un pasadizo necesitaría algo de su época, y no es solo que ella sea del futuro…, sino que es de un futuro lejano. No tenía nada que se hubiera fabricado entonces, ni siquiera el pendiente de Etta. Los Linden eran unos coleccionistas de primera, la casa que tenían en Damasco era prueba de ello. Quizá allí hubiera algo que pudiera utilizar. Así, iba a necesitar, como poco, dos pasadizos. Aquello podía írsele de las manos con facilidad. Hall arqueó las cejas mientras se mesaba la barba. Debía de estar pensando lo mismo que Nicholas. —Si quedan tan pocos viajeros como dices, ¿no sería sencillo establecer reglas y mantenerlos a todos bajo control? Siempre había creído que casi todo lo que tenía que ver con los viajes era muy inocente, que se viajaba para descubrir otras experiencias o para visitar a los guardianes que permanecían en su época natural. —Estás hablando de establecer un nuevo orden, un nuevo sistema —dijo Nicholas—. Me siento abrumado solo de pensar en ello. No sé si sería capaz de determinar, una y otra vez, dónde y cuándo debería abrir los pasadizos. —Y no sabes cuánto me alegro —respondió Hall—, porque no hay ningún viajero que fuera a torturarse tanto como tú, a esforzarse tanto como tú por tomar cada decisión. Decidas lo que decidas, habrá que hacer sacrificios. Puedes pasarte la vida creando túneles por el tiempo para que los viajeros puedan ver a su familia y no llevar jamás vida de capitán. Puedes arriesgarte a que te persigan si descubren lo que eres capaz de hacer. O podrías elegir cumplir el sueño de tu juventud y quizá, algún día, aprendas a vivir sabiendo que tu decisión no solo te afectó a ti. Nicholas respiró hondo. —No pedí este poder. Nunca lo he querido… Lo único que quería era tener una vida normal. Lo cierto es que era demasiado poder para una sola persona. ¿Acaso no era esa misma razón la que lo había llevado a luchar para que Cyrus Ironwood no consiguiera aquel maldito artefacto? Si tomaba ahora la decisión de usarlo para sus propios fines, para salvar a Etta, ¿no era aquel un fin tan egoísta como el que habría perseguido el anciano después de hacerse con el astrolabio? Era improbable que fuera capaz de dejar de crear pasadizos una vez hubiera encontrado a los demás viajeros. Se conocía muy bien y, gracias a las búsquedas de Hall, sabía adónde habían enviado a su madre después de que Cyrus Ironwood la www.lectulandia.com - Página 383

vendiera. Sabía dónde estaba enterrada. El año en que ella había enfermado y muerto, Nicholas se lo había pasado viajando con Julian. «Podría salvarla». Pero no podría hacerlo sin arriesgarse a alterar la estabilidad de la línea temporal. ¡Por Dios, tenía que salir de allí! Hall estaba socavando su lógica y pronto ya no le quedaría ni una pizca para enfrentarse a la ambición de su alma. El joven empezó a levantarse poco a poco, pero se quedó a medio camino cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Uno de los chiquillos del barco entró en el camarote en cuanto Hall gritó: —¡Adelante! Llevaba un montón de cartas. —Son del paquebote, capitán —comentó antes de salir corriendo sin que a Hall le diera tiempo siquiera a darle las gracias. —¿Tanto miedo doy? —preguntó el hombre mientras cortaba la cuerda del atado de cartas. Acto seguido, empezó a leer los remitentes. —Feroz sí que eres —respondió Nicholas con ironía, mientras se fijaba en que el hombre había vuelto a mancharse la camisa con tinta—. ¿Fue este el que te pegó con la cuchara en el Fogoso? —No. Aquel diablillo se negó a entrar a mi servicio y… El capitán se quedó callado de repente. —¿Qué sucede? —preguntó Nicholas, inclinándose hacia delante. —Hay una carta para ti —comentó Hall, con un sobre amarillento en las manos. Le dio la vuelta y le mostró el sello de lacre negro. Una simple «B» rodeada por enredaderas y flores. El joven sintió que se echaba a temblar. —Haces bien en estremecerte. Esto te lo envía la bruja de Praga. Nicholas cogió la misiva y apenas dudó unos instantes antes de romper el sello. La página desprendía olor a tierra y a plantas. Miró la fecha y vio que la carta tenía más de trescientos años; y el papel estaba muy quebradizo, lo que parecía confirmarlo. ¿Cómo habría conseguido llegar a Port Royal? Querida bestezuela: Como te dije, todos tenemos un señor. Como verías la noche de la subasta, yo también tenía uno. No era ni un hombre ni una mujer, sino una historia sombría que amenazaba con repetirse, con perpetuar el ciclo a lo largo de otra generación hasta que no quedara ninguno de los nuestros. Una mujer de negocios astuta es aquella que busca la avaricia que hay en el corazón de los demás; es sabia cuando es consciente de su propia ambición. Llevaba muchísimo tiempo buscando la respuesta y te he encontrado a ti. Un chiquillo. Hace muchos años que disfruto desde lejos de tus progresos.

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Ahora has recibido un regalo. En vez de desesperarte, considera que ha sido cosa mía, que te puse a prueba, que analicé tu corazón y te consideré digno de ponerle fin a esta historia ancestral. Si alguien las consumía, las copias del astrolabio le alargaban la vida en cientos de años. Sin embargo, mi hermano buscaba el original para hacerse con su poder; ahora eres tú quien posee esa habilidad. Si hubiera sido él quien la hubiera obtenido, ahora todo serían cenizas y solo sus pocos elegidos sobrevivirían a su sueño de reformar el mundo a su antojo. Con él como su dios, claro está. ¡Ay, bestezuela, qué malo es el ego! —Qué malo es el ego —repitió Nicholas, esta vez en alto. Sentía el pulso con fuerza por todo el cuerpo. Hall no dejaba de mirarlo, pero no se atrevía a decir nada. La única alma que merece una habilidad así es aquella capaz de renunciar a sus propios deseos, incluso cuando se enfrenta a la muerte o a una gran pérdida. Solo alguien así será capaz de proteger a muchos de incontables peligros. Aplaudo tu decencia, que es extraña y formidable, y que debe ser recompensada en un mundo que tanto se ha esforzado por agraviarte. Decidas lo que decidas hacer con este don, piensa que, en cualquier caso, morirá contigo. Vivirás mucho tiempo, pero no serás inmune a las heridas ni a las muertes no naturales. Es una buena limitación, desde luego, si eliges abrir los siglos. O cabe la posibilidad de que solo busques a una muchacha. Para ese fin, tengo en mi colección algo que te servirá de ayuda. Puede que, si me coges de buen humor, esté dispuesta a negociar por ello. La carta acababa con un: «Como siempre, apreciamos mucho tu visita. Vuelve pronto». Sin decir nada, le pasó la carta a Hall, que la leyó a toda prisa, como quien sabe que está bebiendo leche agria. Iba enarcando las cejas más y más a cada línea que leía. La cabeza de Nicholas era un torbellino que amenazaba con sumirlo en las profundidades y ahogarlo para siempre. Todo aquello había sido un juego entre un hombre y una mujer, entre una familia. Nadie, excepto Belladona y el Ancestral, habían tenido todas las cartas, y la verdad la habían dispersado a lo largo de generaciones, a la espera de que alguien reuniera todas las piezas. Vio mil puntos de luz conectando la vida de un viajero a la del siguiente, como si se extendieran frente a él en el camarote. También entendió cuál era el origen del gran plan de Rose Linden, pues los misterios y las contradicciones habían quedado al descubierto. La mujer sabía, o www.lectulandia.com - Página 385

debía de haber sabido, que quien destruyera el astrolabio obtendría su habilidad. Y esa debía de ser la razón de que hubiera permitido que se llevaran a Etta al pasado, la razón de que no lo hubiera destruido ella misma ni lo hubiera escondido en un lugar donde su hija pudiera encontrarlo con facilidad. Para aquella mujer, la única persona digna de aquel poder era Etta, que, a decir verdad, era todo bondad. Hall se recostó en la silla y soltó un silbido entre dientes. Se miraron durante un buen rato, sin hacer ni decir nada, ignorando incluso la campana del barco, que repicaba para avisar del cambio de guardia. —Lo supe desde el momento en que nuestras vidas se cruzaron, Nicholas… — empezó a decir Hall en voz baja—. Supe que, con el tiempo, emprenderías un camino por el que no podría seguirte… Y resulta que, sin saberlo, llevas muchos años recorriéndolo. Dime: aparte de salvar a los demás, si supieras que no ibas a alterar la línea temporal de manera irreparable, si te liberaras de la prisión de lo que está bien y de lo que está mal, ¿qué harías? No, no te enfrentes a lo que te surge del alma… Vamos, dímelo. —Salvaría a mi madre, compraría su libertad, le daría una vida confortable. — Pronunció aquellas palabras sin dudar—. Pero es imposible, no puedo arriesgarme a alterar la línea temporal. —Imposible… —Hall se mostró de acuerdo, se inclinó hacia delante y le tendió la mano. Una intensa luz brillaba en su mirada. Las palabras salieron de su boca con la fuerza de un torrente que lleva mucho tiempo contenido—. Pero mañana vas a dejar este barco. Viaja cinco años hacia el pasado, hasta donde me encontraste o, mejor dicho, me encontrarás. Hasta Norfolk, muchacho. Una vez allí, oblígame a que te jure por Dios que guardaré este secreto infernal. Y entonces, hijo, ¡lo que acabas de decir es precisamente lo que haremos!

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Nueva York Un año después

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Treinta y cuatro El debut de Etta como solista llegó unos meses después de que hubiera renunciado a aquel sueño y hubiera dejado que fuera otro el que lo persiguiera. —Lo vas a hacer de maravilla. ¡No estés nerviosa! Etta miró a Gabriela. Estaban en el lateral del escenario, escuchando a la orquesta navegar por su interpretación de la Sinfonía número 4 de Mendelssohn, la Sinfonía Italiana, como también era conocida. Solo iban a tocar los dos primeros movimientos, por lo que Etta tenía unos catorce minutos para sacudirse los nervios y decidir si de verdad necesitaba ir a vomitar o si se le pasaría, como solía suceder, una vez estuviera sobre el escenario. Aunque lo hizo desganada, se obligó a sonreír a su amiga y a levantar el pulgar antes de volverse para escuchar la sinfonía. Respiraba y espiraba como le había enseñado Alice pero, por dentro, volvía a ser la niñita que se echaba a llorar en cuanto subía al escenario. Lo que le daba miedo no era saber si sería capaz de recordar casi treinta minutos de música, sino el hecho de que se trataba de la misma pieza que iba a haber tocado hacía seis meses con la Filarmónica de Nueva York, en el Avery Fisher Hall del Centro Lincoln, con Alice sentada entre el público. —Estoy más nerviosa por la entrevista para dar clases particulares que tengo el martes —le comentó entre susurros, como para reafirmarse. Sin embargo, no quedó muy claro si Gabby la había creído o no. Las cuerdas volvieron a llamarle la atención, por la vibración y la alegría con la que insuflaban vida al público del Carnegie Hall. Sintió cómo los espectadores se movían en sus asientos, respondiendo a la llamada triunfante del primer movimiento. En aquel momento, dejó que la música resonara en ella y que la pieza la alejara de aquella vida tranquila y sencilla que llevaba. Le había resultado extraño esforzarse por dejar de lado su vida pasada. Hacía un año, en otoño, se había matriculado en el instituto Eleanor Roosevelt, algo que había conseguido con ayuda del meticuloso, aunque no del todo veraz, informe de educación en el hogar que le había preparado Alice. Había estado esperando hasta el 4 de noviembre, hasta el día de su decimoctavo cumpleaños, para hacerlo. Durante las dos primeras semanas, había pasado de largo del aula de música porque no se atrevía a entrar a preguntar si habría un sitio para ella en la orquesta. Y resulta que lo había. Le parecía muy atractiva la idea de tocar como parte de un grupo, de desaparecer en un todo sin dejar rastro, pero aquello no le suponía ningún reto y a Etta empezó a darle miedo la complacencia en la que había caído. El profesor, el señor Mangrave, se la recomendó al director de la Sinfónica Juvenil de Nueva York, que le cedió de mil amores la silla que había dejado un pobre chico que

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se había roto los dos brazos al caerse de la bicicleta. Después de graduarse en el instituto y pasar el verano impartiendo clases de violín y trabajando de camarera, había vuelto a hacer una audición para tocar un segundo año con la orquesta y, de esa manera, rellenar el tiempo que no pasaba enviando solicitudes a universidades. Casi nunca iba al Metropolitano; solo cuando llovía, cuando estaba de mal humor o cuando le parecía que había pasado el tiempo suficiente como para ir a comprobar de nuevo. Siempre pagaba el donativo sugerido para entrar, visitaba las exposiciones que no reconocía y se sentaba en lo alto de la escalera, esperando. Pero se había cansado de esperar. La orquesta entró sin errores en el segundo movimiento. A su lado, Gabby, nerviosa, empezó a cambiar el peso del cuerpo de un pie al otro y a ponerse bien el cuello del vestido una y otra vez. Etta se había puesto un vestido largo que había cogido del armario de Alice. Se preguntaba qué habría dicho de aquello su antigua profesora. Suspiró y se ajustó un mechón que se le había salido del moño bajo que llevaba. Miró a su amiga. Gabby era la única otra alumna de su instituto que tocaba también en la orquesta, como ella. La chica se comportaba como si se sintiera obligada a hacerse amiga de todos, incluso de aquella rubia aturdida que solo estaría siete meses en el instituto. Era Gabby la que le había presentado a todos los demás. Incluso la había acompañado a casa después de su primer ensayo. Era de noche y habían ido hablando todo el camino. Gabby le había descrito la intricada jerarquía del instituto y le había explicado quién era quién. Luego, se las había arreglado para llevar a Etta a su casa, donde su familia la había acogido como a una hija más y nunca había sacado a colación lo raro que era que la madre de Etta siempre estuviera de viaje y que nunca pudiera llamarla por teléfono. Aquello era muy curioso porque, cuando más tiempo pasaba Etta con Gabby, mejor entendía a su madre. Se descubrió manteniendo distancias, como había hecho Rose Linden no solo con ella, su propia hija, sino con todo el mundo de su entorno excepto Alice. Etta intentaba concentrarse en los recuerdos de los momentos que había pasado con su madre, pero enseguida se le aparecía la imagen de Rose desangrándose en el suelo, agonizando. Cuando finalmente había comprendido que su padre, Nicholas y todos los demás no solo habían desaparecido de su vida, sino que estaban muertos, se había encerrado en el apartamento de Alice durante varios días. Era mucho más sencillo pensar en el tiempo y en sus vidas como en ese círculo del que hablaba Alice en su carta. Pensar que, aunque no estuvieran con ella allí, seguían vivos en el pasado. Si bien entendía por qué Nicholas había destruido el astrolabio, no le servía de nada para luchar contra aquella fría soledad que la embargaba, contra aquella devastación que le provocaba todo lo sucedido. Había momentos en que se sentía agobiada por los secretos y las cicatrices, momentos en los que se clavaba las uñas en la palma para evitar contarle la verdad a www.lectulandia.com - Página 389

Gabby: que sus continuas pesadillas no tenían nada que ver con el miedo escénico ni con suspender un examen, sino con ciudades antiquísimas que el tiempo se había llevado hacía tiempo, con desiertos y con sombras en un bosque oscuro. Había noches en las Etta soñaba que se ahogaba, que se hundía más y más en el negro corazón del mar. Nadie se lanzaba al agua a rescatarla. Tenía que salvarse sola. Y es que… de vez en cuando le llegaba el fragmento de algún recuerdo durante el tiempo suficiente como para que le diera tiempo a analizarlo. En cualquier caso, todos ellos eran lecciones de cómo romper un corazón: la sonrisa de Nicholas bajo la lluvia; los ojos de su padre, observándola mientras tocaba para el zar; la pálida mano de su madre tendida hacia ella justo mientras la línea temporal volvía a restablecerse. Los repentinos aplausos sacaron a Etta de su ensimismamiento. La muchacha se irguió, sacó el violín de debajo del brazo y sintió una especie de zumbido en la piel. La orquesta que había estado tocando abandonó el escenario por la otra ala y los miembros de la suya fueron entrando para ocupar sus puestos. Gabby le dedicó una sonrisa enorme antes de salir con los demás. Mientras el público aplaudía, la joven ocupó el puesto de Etta como concertino. Los demás estudiantes le susurraban a Etta palabras con las que le deseaban buena suerte y la animaban mientras pasaban a su lado. —Pues bien, allá vamos —comentó el señor Davis, que apareció justo detrás de ella—. Me alegra muchísimo que lo hayamos podido solucionar. Nunca podré agradecerte lo suficiente que hayas aceptado. Sasha Chung, una famosa virtuosa del violín en aquella nueva versión de la línea temporal, había sido la elegida para interpretar el concierto en mi menor para violín de Mendelssohn, con la intención, suponía Etta, de atraer a un público más amplio y mejorar la calidad del programa. Sin embargo, camino del aeropuerto de París, había tenido un accidente de tráfico y habían tenido que llevarla al hospital, por lo que se habían quedado sin solista. —Gracias a ti por la oportunidad —dijo ella, con sinceridad. Le caía bien el señor Davis. Le resultó fácil devolverle la sonrisa que él acababa de ofrecerle, e incluso reírse cuando él le dio un codazo y, en tono de complicidad, le susurró: —En cualquier caso, siempre he pensado que esta pieza la tocas mejor tú. La orquesta se quedó en silencio, interrumpido tan solo por unos cuantos carraspeos entre el público. —Nos toca —repuso el señor Davis, que se apartó para dejarla pasar. Etta apartó la cortina y las luces la cegaron unos instantes mientras se acercaba a su posición, junto al atril del director. Como sabía que aquello haría reír a su amiga, se giró y le dio la mano a Gabby con solemnidad, tal y como saludaría a cualquier otro concertino. Su amiga se ruborizó mientras intentaba contener la risa. El señor Davis se situó en su puesto, al frente de la orquesta, y se centró en Etta. www.lectulandia.com - Página 390

La joven levantó la vista y miró al público una última vez. Tuvo de nuevo la sensación de que las luces que había debajo de cada grada parecían collares de estrellas. En la mayoría de los conciertos, pasaba un poco de tiempo antes de que el solista entrara en la pieza, pero Mendelssohn rompía con los convencionalismos y llevaba al solista a estar presente desde el principio, haciéndolo tocar en mi menor, una afinación que —como el mismo compositor le había contado a un amigo en una ocasión— lo había «inquietado» hasta que consiguió incluirla en un concierto. A Etta siempre le había encantado aquella historia. Le parecía que había algo muy bello, humano, en intentar captar un sentimiento, un fragmento de notas, y traducirlo al lenguaje universal de la música antes de que desapareciera. El concierto en mi menor para violín de Mendelssohn tenía tres movimientos: un allegro molto appassionato en mi menor, un andante en do mayor y un allegretto non troppo-allegro molto vivace en mi mayor. «De acuerdo, Alice, espero que estés escuchando», pensó Etta mientras se llevaba el violín al hombro. Iba a tocar aquella pieza como no lo había hecho nadie en la vida. Iba a dejar al descubierto todas sus emociones. El señor Davis levantó las manos. Etta respiró hondo. Sintió la emoción que le recorría los brazos desnudos. Empezaron. Era difícil describir con exactitud cómo se sentía cuando tocaba. La mejor manera que tenía de hacerlo era diciendo que se sentía completa; aunque no se había parado a pensar en que, para empezar, le faltaba algo. Se convirtió en la gota de un caudal más amplio y fue hacia delante sin dudar. La música era una voz preciosa cuando a ella le fallaba la suya. Etta se conocía aquel concierto tan bien que apenas tenía que pensar mientras tocaba las bravas notas ascendentes, que culminaban cuando la orquesta volvía a empezar con el tema de apertura. Para cuando Etta llegó a la cadencia, moviéndose por sus cambios rítmicos de corcheas a tresillos y a semicorcheas, los músculos ya se le habían calentado por el rebote del arco y notaba que le vibraba la sangre. La muchacha se movía con la música, giraba, se inclinaba, tocaba con los ojos cerrados. El alivio empezó a inundarla en cuanto se dio cuenta de que aún podía sentir a Alice cerca cuando tocaba, de que aún era capaz de disfrutar tocando el violín… aunque Alice no estuviera allí para vivir la experiencia con ella. De hecho, se preguntó una vez más por qué se había reprimido siempre tanto si se sentía tan bien cuando volaba. Por el rabillo del ojo vio al señor Davis, que estaba tranquilo y se dejaba llevar por la pieza. Cuando llegó a su primer descanso, aunque era corto, Etta se arriesgó a mirar al público. Algo pálido captó su atención y atrajo su mirada hacia los asientos situados en el extremo derecho de la primera fila. www.lectulandia.com - Página 391

«Rose». La palabra empezó a girar en su mente, desbocada. Por definición, sin embargo, era imposible en todos los aspectos: imposible domarla, imposible capturarla, imposible detenerla. Su madre llevaba un vestido de color azul marino, un vendaje alrededor del cuello que escondía con un pañuelo, y miraba a Etta con una media sonrisa. La joven tomó aire de forma entrecortada. Ver a su madre la sacudió como si le hubiera caído un rayo y la dejó tan asombrada que casi entró tarde cuando le tocaba volver a la pieza. Ahora que la había visto, Etta se dio cuenta de que no podía dejar de mirarla, de fijarse en aquella expresión de orgullo. Cuando su madre se giró para mirar hacia la otra punta de la fila y Etta siguió su mirada, lo que vio allí la dejó tan asombrada que faltó poco para que se le cayera el violín. Su padre estaba sentado en el borde del asiento, con los codos apoyados en las rodillas y tapándose la boca con las manos, como si estuviera intentando contener a la fuerza algunas palabras, algún sentimiento. A Etta empezó a latirle el corazón con muchísima fuerza y se sintió como si estuviera elevándose del suelo mientras le arrancaba notas al violín. Quería cegar aquel manantial de emociones que sentía en el pecho y, nada más darse cuenta de que la luz empezaba a iluminar las lágrimas de su padre, se obligó a mirar hacia otro lado para no echarse a llorar. «¿Cómo es posible?». Etta volvió al tempo a medida que entraban en el segundo movimiento y la pregunta se perdió entre el frenesí de notas. Pero llegó un nuevo descanso y volvió a buscar aquellas caras para cerciorarse de que seguían allí. Cambiaron de la apertura en mi menor a un do mayor más lento y se adentraron en el andante. El tono cambió a la menor y se volvió más oscuro. Su acompañamiento pasó a tener una cualidad más trémula que requería toda su atención antes de que volvieran a do mayor y fueran deslizándose hacia la serena conclusión. «Están aquí». «¿Cómo es posible que estén aquí?». Después del segundo movimiento, llegó el pasaje de transición de catorce compases que los llevó de vuelta al mi menor, tanto a ella como a las cuerdas que la acompañaban, y Etta se preparó para el rápido pasaje en sonata rondo, que requería un gran virtuosismo. Cuando levantó la vista de las cuerdas, volvió a dirigir la mirada al público y vio una figura solitaria, envuelta en sombras, apoyada contra la pared. Entrecerró los ojos para intentar verle la cara. Aquellos hombros… la manera en la que ladeaba la cabeza… Como si la persona en cuestión hubiera presentido su mirada, se acercó un poco más a la tenue luz del aplique que colgaba de la pared. De repente, a Etta la embargó la felicidad. Sintió por el cuerpo las cosquillas de un millar de plumas y notó que aquella alegría explotaba en su interior a medida que la orquesta se movía a una por

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el efervescente final y la música se volvía exigente de nuevo. Su cabeza apenas era capaz de seguir el ritmo de sus dedos y tuvo que refrenarse. «Despacio… no te apresures». «¡Es Nicholas!». La muchacha se elevó con los arpegios ascendentes y descendentes, pero intentaba mantenerse aferrada al escenario y a la música. Para cuando llegó a la frenética coda, sonreía, se sentía a punto de explotar por la rapidez con que el color había vuelto a su vida. Ahora tocaba para que la oyese el mundo entero y le daba igual que no volviera a tener la oportunidad de hacerlo, le daba igual que la vida callada que había construido en los últimos meses estuviera a punto de desaparecer. Etta llegó a la nota final y sintió como si el techo se hubiera abierto para permitir que la luz de las estrellas la iluminara. Le latía con tanta fuerza el corazón que apenas oyó los aplausos. Más tarde, recordaría vagamente haberle estrechado la mano al señor Davis, y que este le decía algo que no llegó a entender mientras ella se volvía para dar las gracias a la orquesta. Gabby le señaló la parte delantera del escenario para recordarle que tenía que saludar. Etta fue la primera en bajar del escenario. Dejó el violín en su estuche, entre bambalinas, y fue corriendo a la antesala de espera y, después, a la galería oeste, que corría a lo largo de los asientos de la platea. El camarero de la cafetería la miró, sorprendido por su aparición repentina y acelerada. Etta lo dejó atrás y corrió hasta las puertas que daban al vestíbulo, al que entró como una tromba. Nicholas estaba allí, paseando cerca de las taquillas, cerradas en aquel momento. Para cualquier otra persona, el joven no habría sido más que el vivo retrato de la indiferencia, pero Etta entendió la incertidumbre que transmitía su cuerpo mientras hacía lo posible por sentirse cómodo entre las luces y los sonidos que lo rodeaban. Tenía una mano en el bolsillo de los modernos y elegantes pantalones negros que llevaba, y se alisaba la camisa blanca con la otra. —Hola… —empezó ella. —Hola —respondió él, casi como si le faltara el aire—. Ha sido… increíble. Eres increíble. Etta dio otro paso hacia él. Otro. Y otro. Poco a poco, hasta que Nicholas no lo resistió más y se encontraron a mitad de camino. La muchacha se sentía desprotegida, como si le hubieran abierto el pecho en canal y su corazón estuviera a la vista de todos. —Y tú… ¡estás aquí! La sonrisa que iluminó el rostro del muchacho se reflejó de inmediato en ella. —Así es. —Y… ¿mis padres? «¿Cómo es posible?». Nicholas se rio en voz baja.

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—Podríamos haber llegado para saludarte antes del concierto, pero no nos poníamos de acuerdo sobre cuál era la mejor manera de venir hasta aquí y, después, quedaban pocos sitios libres. Después de tanto tiempo, Etta casi se sentía mareaba al tenerlo delante. —No lo entiendo… los pasadizos quedaron destruidos. Nicholas levantó la mano derecha y le enseñó la palma. Etta vio una cicatriz, muchas, en realidad, que le recorrían la mano y se interconectaban unas con otras hasta dar forma a lo que le pareció… —¡El astrolabio! La muchacha le cogió la mano para mirarla más de cerca. Claro, Nicholas sujetaba el artefacto mientras lo destruía. —Me ha llevado un tiempo, pirata —le dijo el joven con voz queda. Se acercó tanto a ella que Etta vio el pulso que le latía en la garganta—. Tuve que ir a Moscú a buscar a tu padre y a Verona para dar con tu madre. Luego, esperamos a que Rose estuviera lo bastante fuerte como para viajar de nuevo. Li Min le hizo algo con lo que consiguió que siguiera respirando antes de que todos saliéramos despedidos por el tiempo. No me preguntes qué: lo único que sé es que tu madre no puede hablar, pero por lo menos está viva y tiene buena salud. Luego, claro está, tuve que encontrar algo de tu época para crear el pasadizo que nos trajera hasta aquí, lo que no resultó nada sencillo. ¡De hecho, fue toda una aventura! Etta estaba tan cerca de él que tuvo que estirar el cuello para mirarlo a los ojos por encima de la firme mandíbula. —¿Y qué has usado? Nicholas se metió la mano en el bolsillo y sacó uno de esos llaveros baratos de plástico con el logotipo «I ♥ NY». Etta se echó a reír y se lo quitó. —Vale, quiero que me cuentes esta historia. La sonrisa de Nicholas fue tan explícita, tan libre, que a la joven le dieron ganas de echarse a llorar. —Era uno de los objetos que tenía Belladona en su vasta colección. Pretendía cambiarlo por un dineral… o por algún otro favor. La cuestión es que tus padres empezaron a pelearse porque los dos querían ser quien le debiera el favor y su disputa destruyó buena parte de la tienda de Belladona, que al final me dio el llavero a cambio de que me los llevara de allí cuanto antes. —Será una broma. —Sophia lo describió como la muestra de estupidez más grande que había visto en la vida. —¡Así que también has dado con Sophia! ¿Y con Li Min? —Nos hemos separado porque Sophia quería seguir buscándola sola. Nicholas le puso la mano delante de la cara unos instantes y describió con un dedo la forma de su rostro. Tragó con tanta fuerza que la nuez se le movió

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visiblemente. Luego, le peinó con los dedos unos pocos mechones que se le habían soltado del moño. Etta quiso atesorar para siempre el recuerdo de la expresión sonriente de él cuando lo besó en los labios, en la mandíbula, en las mejillas, en todas aquellas partes que tenía a su alcance, hasta que se sintió como si pudiera disolverse en la luz incandescente que los iluminaba. —Me tocaba a mí encontrarte —dijo ella por fin. —Yo diría que estamos muy igualados a ese respecto. —Y se rio—. Y quizá quieras acompañarme en mi búsqueda de todos aquellos que quedan por rescatar. Etta dio un paso atrás y sintió que la esperanza rielaba a su alrededor como una nota temblorosa. —Vas a abrirlos todos… Nicholas asintió. —Al menos, pretendo tender puentes entre lo que fue, lo que es y lo que debería haber sido. Creo que vamos a intentarlo de nuevo. Las familias. Creo que deberíamos dedicarnos a ello y, si hay una manera mejor, me gustaría muchísimo que me ayudaras a encontrarla, señorita Spencer. La joven acarició las cicatrices de la palma de Nicholas y entrelazó sus dedos con los de él. Entre toda aquella alegría, asomó un rastro de duda. El muchacho bajó la cabeza para observarla a los ojos con una mirada interrogante. —La señorita Spencer… ¿Es eso lo que soy? A lo largo del último año, Etta había intentado reconstruir su antigua vida, pero se había dado cuenta de que la mayoría de las piezas, sencillamente, no existían ya; y muchas de las que aún existían amenazaban con asfixiarla si las ponía en su sitio. —Podrías ser una Hemlock, igual que yo podría ser un Ironwood. O podrías firmar «Linden», y yo «Hall». O quizá seas la señorita Spencer y siempre vayas a serlo —respondió Nicholas mientras le acariciaba la cara con el pulgar—. O podrías elegir, algún día, ser una Carter. O podríamos ser tú y yo, nada más, y dejarnos de apellidos de una vez por todas, porque tampoco han aportado nunca ningún significado a lo que somos o a lo que queremos ser. Y, con esas palabras, Etta notó que la tensión desaparecía de sus brazos y piernas y que el nudo de confusión que le oprimía el corazón se desataba. —En ese caso, sí, me encantaría acompañarte —respondió imitando la formalidad del tono del joven—. Primero, no obstante… quiero ir a ver a una persona. Nicholas asintió. Era evidente que sentía curiosidad. —Lo que tú quieras. Para cuando se abrieron las puertas del auditorio, se habían ido.

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Londres 1932

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Epílogo Había un hombre en el jardín, escondido detrás del rosal de su madre. Lo vio porque, aunque el sol se estaba poniendo, la luz del astro se reflejó con fuerza en su túnica dorada y dio la sensación de que ardía por detrás de las ramas y de las zarzas, como si amaneciera. Y porque ella también estaba escondida en el jardín, solo que había sido más inteligente y había decidido ocultarse detrás del seto, agachada. Allí siempre aparecían viajeros sin previo aviso, viajeros que no solían ir vestidos de manera adecuada. Aunque, a decir verdad, cada vez eran menos y, dentro de poco, y si el abuelo hacía lo que había dicho que iba a hacer, no llegaría ninguno. Tenía ganas de decirle que estaba en el siglo XX, pero cuando el recién llegado se dio la vuelta, no reconoció su cara, ni de memoria ni de ninguno de los álbumes de fotografías de los Ironwood, los Jacaranda y los Hemlock que sus padres habían recopilado para que ella las memorizara. La única razón para esconderse era que tenía miedo a ser descubierto, y la única razón para tener miedo a ser descubierto era que iba a actuar con malas intenciones. Rose se ocultó mejor detrás del seto, pero el hombre oyó el suave crujido de las hojas y, poco a poco, volvió la cabeza hacia donde estaba ella y quedó al descubierto, entre las rosas. Su madre le había dicho en muchas ocasiones que era una niña muy valiente, pero Rose se asustó cuando se dio cuenta de que no podía moverse ahora que el hombre, que tenía unos ojos relucientes como monedas de oro, la observaba fijamente. Aunque algo le impedía mirar hacia otro lado, solo veía retazos de él: una nariz larga y fina; la piel de la frente, tersa como la de una serpiente; un rostro que no era ni guapo ni feo. En realidad, era muy diferente a todas las personas que había visto en la vida. —Hola, niña. ¿Estás asustada? He venido a ayudarte. Rose sabía que la respuesta a aquellas palabras debería ser salir corriendo a casa y llamar a su abuelo a gritos, pero no podía apartar la mirada de él, ni de la forma en que su piel relucía mientras se acercaba a ella. Sus pasos no hacían ruido ni sobre las piedras ni sobre la hierba. Rose cruzó los brazos y tuvo la sensación de que se encogía mientras se apoyaba contra la alta pared medianera que separaba el jardín de su casa del jardín del vecino. —¡N-no te acerques! Se agachó y cogió una piedra. El hombre brillante se detuvo delante de ella. Era alto como una torre, mucho más que cualquier otra persona que conociera. Aun así, no proyectaba sombra alguna sobre ella. Mientras la miraba a los ojos con atención, Rose solo sentía… calidez. De

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pronto, ya no sentía hambre, sino que se sentía llena, calmada. Durante un momento, ni siquiera fue capaz de recordar por qué había salido al jardín. —Nunca te haría daño. —Su voz era reconfortante, como un bálsamo en una herida—. Veo mucha tristeza en tu corazón. Dime, ¿has perdido a alguien? Rose dudó, pero acabó asintiendo. —A mamá y a papá. —La muerte es un enemigo al que pocos vencen, pero hay una manera de salvarlos, niña… porque no deberían haber muerto. Rose sintió el escozor de las lágrimas en los ojos, porque aquello último que acababa de decir el hombre era verdad. —¿Qué manera? —preguntó con voz temblorosa. —Tu familia posee un artefacto muy especial. Es la llave con la que salvar no solo a tu mamá y a tu papá, sino también a todos los que te rodean. Rose sacudió la cabeza e intentó taparse los oídos con las manos, pero era incapaz de levantar los brazos, porque las palabras del hombre se enroscaban más y más en torno a su cuerpo, hasta que sintió tal presión en el pecho que no podía respirar. Daba igual lo mucho que apretara los ojos: Rose no podía dejar de imaginar todo aquello de lo que le hablaba el hombre. Cada una de sus palabras pintaba imágenes en su cabeza. El humo, no el olor de la hierba húmeda, le llenó los pulmones. Algo caliente y de sabor metálico le llenó la boca, hasta el punto de que creyó que se ahogaba. Una mano fría le sujetó la muñeca con suavidad y tiró de ella. De pronto, Rose oyó un bocinazo muy cerca y se dio cuenta de que estaba de pie junto a la verja abierta, al borde de la calle en sombras. Intentó que el hombre le soltara la mano, pero sentía una fiebre que le resultaba dolorosa, que le nublaba el sentido. En su cabeza, veía la cara del hombre como con un velo, como si fuera una mancha de color marfil y oro. «Abuelo». —Lo único que quiero es ese regalo especial que le hicieron a tu familia. Solo eso. Y así podrás salvar a todo el mundo. Tú sola. De pronto, vio una serie de imágenes que pasaron a toda velocidad y que parpadeaban como una película en color. Su madre, su padre, la sangre, una gran ciudad envuelta en llamas, una explosión, cadáveres calcinados hasta los huesos y amontonados en pilas más altas que montañas, sus manos llenas de alquitrán, un río siniestro, crecido, lleno de animales ahogados, niños, espadas destellantes que rasgaban la carne y cortaban el hueso… Todo aquello la quemó por dentro, le abrasó el cerebro. El dolor la sacudió con fuerza, tironeó de ella, la golpeó… hasta que empezó a verlo todo negro y sintió que algo la agarraba por la espalda, por las piernas… «El astrolabio».

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El disco dorado. Su abuelo se lo había enseñado en una ocasión, pero nunca había llegado a tocarlo, nunca lo había visto en casa. Se dio cuenta de que había estado diciendo todo aquello en voz alta cuando el hombre, que estaba al final de un túnel muy largo, asintió. —¡Rose! Aquella voz… —¡Rose! Se trataba de… La niña intentó recordar a quién pertenecía aquella voz, pero no podía dejar de concentrarse en la cara del hombre, en aquellos dedos largos y elegantes que le acariciaban la mejilla. —Rose, ¿dónde estás? Tenía miedo. «Hay un lugar donde nunca sentirás ningún dolor, donde te harás fuerte». Las palabras reptaban por su cabeza, imparables. Cuando abrió los ojos, estaba en la calle y era de noche. —¡Rosie! ¡Rosie, deja de esconderte! ¡No es divertido! «Es Alice». ¿Por qué su voz sonaba como si estuviera muy lejos? ¿Por qué parecía tan asustada? «¿Quién está haciéndole daño?». Consiguió enfocar la cara del hombre, que relucía, recortada contra el cielo nocturno. Se sentía bien. Era fácil. Allí se sentía a salvo. Él la protegería. Él la haría fuerte, como su madre. Pero… ¿quién protegería a Alice? Rose se revolvió, se retorció para liberarse de él, pero el hombre no la soltó; todo lo contrario, la sujetó con más fuerza y, de pronto, retiró de golpe la suave manta de satisfacción que había usado para envolverla. De repente, Rose estaba luchando. Pegaba patadas, arañaba, abofeteaba, gritaba. Las imágenes de muerte y destrucción la asediaron una vez más y le rasgaron el pensamiento, pero no se detuvo. Rose siguió chillando hasta que se quedó ronca y cayó al suelo a cuatro patas. La oscuridad iba a más, la envolvía, se precipitaba sobre ella igual que las oleadas de llamas que había visto engullir una ciudad desconocida. —¡Rosie! —¡Rose! «Alice. El abuelo. Alguien… Quien sea… por favor… que alguien…». «… me ayude».

Cuando Rose se despertó, era de día y olía a jazmín. Estaba en una cama de almohadones y seda, y se encontraba a siglos y continentes de distancia. Recordaba a

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su abuelo tranquilizándola, llevándola por el pasadizo, pero estaba somnolienta y no recordaba nada con claridad. El corazón empezó a latirle como si se hubiera vuelto loco al ver que ni su aya ni su abuelo estaban con ella. Jamás había estado en aquella estancia. «Me ha secuestrado». Aquellas palabras se le clavaron en el cerebro como garras. Corrió a una esquina de la habitación, se agachó y se cubrió la cabeza con las manos. «Ha vuelto a por mí». El aliento le salía entre silbidos por los dientes, que le castañeteaban sin parar, sin que pudiera evitarlo. Durante unos momentos, Rose fue incapaz de moverse, de tragar saliva. Pero, entonces, lo recordó. La cara ajada de su abuelo repitiéndole una y otra vez: «Tranquila, cariño, que no ha pasado nada. Te has dado un susto, nada más». —No era real —se había dicho a sí misma. La forma en que le había gritado su abuelo cuando le había descrito al hombre—: ¡No era real! Pero, en ese caso, ¿por qué aún podía sentir la presión de sus dedos en la muñeca? ¿Por qué cada vez que cerraba los ojos veía aquella ciudad en llamas? —¡Para! —se ordenó a sí misma. No le gustaba que le temblase la voz. Se frotó los ojos. Si seguía así, solo conseguiría disgustar a su abuelo, que ya se había enfadado bastante con ella por salir del jardín y alejarse de la casa. El hombre había pensado que pretendía escapar porque… sí, porque se iban de Londres. Había comprado una casa nueva, lejos del jardín de su madre. No volvería a disgustar a su abuelo nunca más, ni llorando ni escondiéndose como si fuera un bebé. Él era lo único que le quedaba. Rose se puso de pie, respiró por la nariz y salió de la habitación para explorar la casa. Llamó a su abuelo, a su aya, pero el arcoíris de azulejos del patio cerrado solo le devolvió su propia voz. Estaba a salvo. Pero sola. Volvió a la habitación en la que se había despertado y buscó libros en los baúles del fondo. Lo que encontró, sin embargo, fue un caballete y una serie de lienzos y pinturas. Bien, su aya se había acordado de traerlos. Lo preparó todo, pero antes de que hubiera decidido qué pintar, oyó voces en la calle. Abrió las contraventanas y se asomó para mirar. Abajo, en el callejón polvoriento, los niños jugaban a la pelota y había mujeres con velos y túnicas de mil colores cloqueando como gallinas. Le hizo gracia la escena. Se sentó en el alféizar, con las piernas colgando, pálidas y largas por encima del mundo de abajo. De pronto, la calle se vació y se quedó en silencio.

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Cuando las lágrimas le quemaron las mejillas, Rose se dio cuenta de que las derramaba por culpa del viento y de la arena que levantaba este. Aquello no tenía nada que ver con el hombre brillante ni con los sueños de fuego y de sangre. Ni mucho menos. Su abuelo le había dicho que fuera valiente y lo sería. Rose Linden no tenía miedo. Nunca lo tendría. —No era real —susurró mientras cerraba los ojos con fuerza. Oyó un crujido detrás de ella y se dio la vuelta con la esperanza de ver a su abuelo o a su aya, que venían a buscarla para ir a cenar. Incluso habría aceptado que se tratara del tontuelo de Henry, si se portaba bien y no le tiraba de la trenza. Pero no… ya no podía jugar con los Hemlock. No debía olvidarlo. Y con los Jacaranda tampoco podía jugar. Y mucho menos aún con los Ironwood. En la puerta había una mujer. —Ma… La palabra se despeñó por su garganta. Aquella chica, aquella joven, llevaba una sencilla túnica de color azul aciano con una especie de chaqueta por encima. No se había peinado y tampoco llevaba cubierta la cabeza, lo que era del todo impropio. Pero no era como el hombre brillante. No se parecía en nada a él. Mientras la joven se acercaba a ella, Rose se dio la vuelta y dejó las piernas colgando por dentro de la habitación. Había algo en la cara de la chica, en sus ojos y en su boca, que le recordaba a su madre. Rose se adelantó y cogió el pequeño abrecartas que su abuelo había dejado en la mesa. —¿Quién eres? —le preguntó mientras sujetaba con fuerza el arma improvisada. La joven se detuvo en seco y soltó una risotada, como si la hubiera sorprendido. Luego, levantó las manos. —Soy… soy como tú. Tenía acento estadounidense, cosa que Rose no esperaba. —No hay nadie como yo. La joven volvió a reír. —Tienes toda la razón. Lo que quería decir es que soy… —¡No lo digas! —Rose pronunció la frase siseando, asombrada por lo descuidada que estaba siendo la joven—. Sé lo que eres… y lo estás haciendo fatal. ¡Ni siquiera has acertado con los zapatos! La muchacha bajó la mirada y, cuando levantó la vista de nuevo, estaba roja. —Bueno, ahí me has pillado. Rose bajó el abrecartas poco a poco. —¿Qué es lo que quieres? El abuelo no está en casa. La joven se acercó un paso. Rose se lo permitió. Luego, dio otro más. Aquel también se lo permitió. —A decir verdad, he venido a hablar contigo. Quería ver qué tal estás y… y hablar de lo que sucedió. Rose negó con la cabeza y se llevó las manos a los oídos. www.lectulandia.com - Página 401

—¡No, no, no! ¡Se supone que no hay que hablar de aquello! ¡No debo…! —Lo sé, lo sé… —dijo la joven, acuclillándose delante de Rose—, pero a mí también me vendría bien hablar un poco de ello y no confío en nadie más… no creo que nadie más pueda ayudarme y guardar mis secretos. Rose no podía contarle lo que le había dicho el hombre. Sería como sacarse astillas de debajo de las uñas después de que las heridas se le hubieran curado alrededor de ellas. Le dolía solo de pensar en ello. Pero aquella extraña —no su abuelo ni ningún otro viajero—, creía que ella era alguien con quien se podía hablar, no alguien a quien había que aleccionar. Le gustaba la idea, le gustaba pensar que era fuerte. Su padre le había explicado que ser viajero era algo muy triste, muy duro, porque había muy pocas personas que supieran de qué eran capaces y menos personas aún con las que pudieran hablar de ello. —Habla —le dijo Rose con la voz un tanto temblorosa. Al ver que la niña se le acercaba con cara de miedo mientras ella se sentaba en los almohadones, a la joven se le ensombreció el rostro y frunció el ceño. —Siento lo de tus padres. Ha debido de ser muy difícil para ti. Has sido muy valiente. Yo también he perdido a alguien a quien quería mucho. Aún me duele… aunque lo cierto es que entiendo por qué ha sucedido. Rose estaba estirada, tensa, con las manos juntas. Miró los ojos azules de la joven. —No tengo miedo. —Lo sé, pero he oído que hace poco vino una persona a visitarte y que parte de lo que te dijo podría haber resultado muy molesto. De todas formas, te prometo que todo saldrá bien… Al final, pero saldrá bien. La niña tragó saliva con dificultad. Cada vez que cerraba los ojos, veía a aquel hombre, el que la había visitado antes de que se marcharan de Londres. Le había hablado de cosas terribles… le había dicho cosas horribles… Soñaba con lo que le había contado, con el incendio, con el sufrimiento, con… con la sangre. —¿De verdad? —le preguntó entre susurros aunque sabía que no estaba bien preguntar acerca del futuro. La joven asintió. —Te lo prometo. —Después, se volvió hacia el fondo de la habitación, donde estaba preparado el caballete—. ¿Te gusta pintar? Rose dudó unos instantes y, luego, asintió. No había pintado desde que su padre y su madre habían… Cerró los ojos y se rascó las mejillas. La joven se puso de pie y le acarició el pelo con suavidad. —¿Me pintarías algo? No sé… algo de tus recuerdos. —¿Algo… feliz? —le preguntó mientras la miraba. —Sí —respondió la joven con voz suave al tiempo que le cogía la mano—. Algo feliz. www.lectulandia.com - Página 402

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Agradecimientos Algunos libros nacen mágicos, resplandecientes desde el primer borrador, pero este ha resultado ser una labor realizada con mucho amor. Estoy muy contenta por las amistades que he hecho este año, tanto de autores como de maravillosos lectores, y quería agradecerles a unos y a otros que me hayan ayudado a seguir el camino desde el primer borrador hasta el libro acabado que tienes en las manos. Para empezar, quiero darle las gracias a mi agente, Merrilee Heifetz, que lucha muchísimo por sus clientes, todos los días, y siempre está ahí para ayudarme a levantarme cuando me caigo, para sacudirme el polvo y para volver a encaminarme en la dirección adecuada. Te estoy muy agradecida por tus buenos consejos, por tu amabilidad y por tu paciencia. Quiero darle las gracias también a Allie Levick porque ha sido maravilloso conmigo y porque siempre he podido confiar en él. ¡No sé cómo lo haces para controlarlo todo! También quiero enviarles mi más sincero agradecimiento a Cecilia de la Campa, Angharad Kowal, James Munro y a los diferentes agentes de derechos que han hecho que los lectores de todo el mundo puedan leer mis historias. ¡Sois estrellas del rock! Emily Meehan, Hannah Allaman, Laura Schreiber: muchas gracias por navegar a mi lado por el demente mundo de los viajes en el tiempo. Os estoy muy agradecida por haberme ayudado a dar forma a esta historia y por haberme ayudado a encontrar su corazón. Gracias a Andrew Sugerman por ser un campeón tan increíble: ¡Vamos, tribu! A Mary Ann Naples, Seale Bellenger, Dina Sherman, LaToya Maitland, Holly Nagel, Elke Villa, Andrew Sansone, Sara Liebling, Guy Cunningham, Dan Kaufman, Meredith Jones, Marci Senders y al resto del equipo de Hyperion: sois todos magníficos. Llenaría un libro entero si os diera las gracias a cada uno como os merecéis. A lo largo de este año habría estado perdida de no ser por Erin Bowman y Susan Dennard. Muchas gracias a las dos por vuestras ideas maravillosas, por vuestro apoyo y por no dejar que me rindiera con esta historia. Diría mucho más, pero es probable que ya estemos en GChat… Y, además, bueno, creo que ya lo sabéis (#cattleprod). Todo el amor del mundo para Victoria Aveyard por quedarse hasta altas horas de la noche dándome ideas alternativas. A Anna Jarzab, te quiero, amiga, y gracias por aguantarme a mí y a mis neurosis a lo largo de los años y por ser esa tan buena amiga que algún día espero ser yo también. También me gustaría darle las gracias a Sabaa Tahir y a Leigh Bardugo por cuidarme y por su apoyo, además de por esa habilidad psíquica que les permitía saber

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cuándo estaba más necesitada de apoyo moral. A Amie Kaufman, que siempre me ha guiado de maravilla por las aguas y a quien me siento honrada de poder llamar amiga. Un agradecimiento especial para mis dos Kevins preferidos: Kevin Shiau, por ayudarme a acuñar el personaje de Li Min y por ponerme al día con mi mandarín, y Kevin Dua, por ser tan amable como para cederme sus pensamientos acerca de Nicholas y su viaje. También le debo gratitud eterna a Valia Lind por ayudarme con las frases en ruso y a Evelyn Skye por ayudarme a verificar fechas y datos. Muchísimas gracias a mi familia. Soy consciente de que sabéis que os quiero, pero quería dejarlo por escrito. Mamá, te prometo que Rose no está basada en ti. Para acabar, quiero darles las gracias a los lectores que han hecho este viaje con Nicholas y con Etta. Gracias, gracias y gracias. Vosotros sois quienes me permitís hacer lo que tanto me gusta y eso es algo que nunca olvidaré. Y, ahora, salid ahí ¡y haced historia!

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ALEXANDRA BRACKEN. Nació el 27 de febrero de 1987 y se crio en Arizona, Estados Unidos, pero se trasladó hasta la otra punta del país para estudiar en la Universidad de William y Mary en Williamsburg, Virginia, donde se graduó con una licenciatura en Historia y de Inglés en mayo de 2009. Desde hace un tiempo vive en Nueva York, donde trabaja en el mundo de la edición y ocupa un encantador apartamento abarrotado de libros. Publicó su primer libro, escrito como un regalo de cumpleaños, mientras estudiaba y posteriormente inició su primera trilogía: «Mentes poderosas», de la que forman parte, Mentes poderosas, Nunca olvidan y Una luz incierta. Según Publishers Weekly, es una autora novel que hay que vigilar de cerca.

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Notas

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[1]

«Tres coronas» es la traducción al español del nombre de la taberna, Three Crowns. (N. del T.). <<

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