Braud Violencias Políticas.pdf

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Ciencias sociales

Philippe Braud

Violencias políticas

Traducción de Maribel Villarino

El libro de bolsillo Ciencia política Alianza Editorial

T ITULO OR IGI NAL:

Vio/ences po/ítíqu es

Para ]acques, Xavier y Pierre-Antoine

Diseño d e cubierta: Ángel Uriarte Fotografía:© CORBIS/COVER

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondien tes indemnizacio nes por daflo s y perjuicios, para quienes reproduj eren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren püblicamcnte, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de sopocte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Editions du Seuil, 2004 © de la traducción : Maribel Villarino Rodrígpez, 2006 © Alianza Edi torial, S. A., Madrid, 2006 Calle Juan rgnacio Luca de Ten a, 1 5; 28027 Madrid; teléfono 9 1 393 88 88 www.alia nzaedit orial.es ISBN: 84-206-6038- 8 Depósito legal: ~L 20.81 6-2006 Fotocom posición e impresión: H CA, s. , _ Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ard oz (Madrid)

Printed in Spain

Introducción

«La historia del mundo es, en gran medida, una historia de guerras ... Los grandes estadistas que jalonan dicha historia escrita son por lo general hombres de violencia», observa John Keegan 1• Efectivamente, tanto los conflictos militares como los disturbios internos, los desórdenes y las represiones tienen un gran peso en la evolución de las sociedades. A escala de los tiempos histór icos, se puede decir que la violencia ha constituido, junto con las grandes epidemias cuya agravación fomentaba, un brutal factor de regulación demográfica. Las incesantes luchas que desgarraban a las sociedades tradicionales de la América precolombina, del África subsahariana o de la Polinesia contribuían a estabilizar la población en niveles compatibles con los recursos disponibles. Del mismo modo, las devastaciones de Gengis Khan en el siglo xm y las del Tamerlán a finales del siglo XIV devolvieron al desierto ciudades y provincias enteras de la Ruta de la Seda. Si nos atenemos a Europa occidental, la guerra de los Cien Años junto con la Gran Peste, y luego las l. John Keegan, Histoire de laguerre, trad. París, Dagorno, 1996; p.459 1ed . cast., Historia de /aguerra, Planeta, l 985].

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JO

I'IO I.ENt:l AS POLfTICAS

INTRODUCCIÓN

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guerras de religión, consiguieron, según la lúgubre expresión de los estadísticos, «enjugar» los excedentes de un crecimiento lento, pero continuo, desde hacía varios siglos. En cuanto a la guerra de los Treinta Años, redujo en más de un tercio la población de Alemania en el siglo XVII. Si se analizan los efectos económicos de la violencia, habrá que admitir algunos matices. Los conflictos modernos, aunque a menudo hayan esquilmado a los Estados, han impulsado también las innovaciones tecnológicas, con repercusiones ulteriores sobre la actividad industrial, como demuestran la energía nuclear o la carrera espacial. Por el contrario, la violencia interna constituye un factor primordial de estancamiento o de regresión al paralizar los intercambios a distancia. La época merovingia, y luego el régimen feudal, con sus incesantes guerras intestinas, fueron periodos de un enorme retroceso de la vida urbana con respecto a los siglos de la paz romana. En todas partes, hogaño y antaño, el r einado de los «señores de la guerra» significa la desorganización de los circuitos comerciales, la regresión autárquica, incluso la ruina general. Por el contrario, el fin de las guerras privadas, el retorno a un mínimo de seguridad, la emergencia de poderes políticos menos depredadores ponen los cimientos indispensables para un despegue económico duradero. Como escribía Ibn Jaldún, anticipándose en este sentido a Montesquieu: «El efecto de utilizar la violencia contra la gente, arrebatándole sus bienes, es que se les quita el deseo de adquirirlos. [... ]De este modo el país se despuebla y se vacía, y sus ciudades se sumen en la ruina» 2• La observación todavía es válida hoy en día. De sobra sabemos que las riquezas de determinados países africanos resultan inútiles para sus habitantes a causa de la inseguridad que sigue prevaleciendo en ellos.

En el plano político es precisamente ~ond_e la violenc~a ejerce sus efectos más contrastados. Las tlramas de la A~tl­ güedad, los imperios conquistadores, los regí~e~es totab~a­ rios modernos han causado espantosos extenmmos que solo se diferencian por su modus operan di. Pero la desintegra~ión del poder político libera igualmente algunas fuerzas partlc~­ larmente asesinas, como ha quedado recientemente de mamtiesto con las masacres del Líbano, del Congo o de Liberia y las hambrunas de Etiopía o de Somalia. Kalevi Holsti evoca con justicia los peligros de la debilidad del Est~do que libera la violencia de todos contra todos. Por este motivo, el temor a los desórdenes internos y a las invasiones extranjeras ha sido siempre la justificación más eficaz para reforzar el poder central. Las incesantes luchas entre los Estados europeos, en el periodo posterior a los tratados de Westfalia (1648 ), incit~~on a cada uno de ellos a movilizar cada vez más recursos militares, tributarios y humanos (reclutamiento obligatorio~ para hacer frente a las amenazas que por otra parte ellos mismos contribuían a provocar\ Aunque la violencia tiene efectos destructores, tiene también por lo tanto efectos fundadores. Varias democracias contemporáneas son fruto de cruentas revoluciones (Estados Unidos, Francia) o de la aplastante derrota de regímenes totalitarios (Alemania, Italia y Japón). También de la violencia surgieron, en la Unión Soviética o en la China popular, nuevos sistemas políticos que suscitaron inmensas esperanzas de emancipación, en último tér~ino abortadas. La mayor parte de las actuales fronteras naclOnales se deben a guerras más o menos legítimas, a pesar d.e ~~e, por lo general, a nadie se le ocurra po~erlas en tela de JUKIO. Ni siquiera la delimitación política de Africa e~ la época colonial, con todo lo arbitraria que er a y el desprecio que revelaba hacía los pueblos que allí habitaban, dejó de ser ratificada por

2. lbn Jaldún (castellanizado Abenjaldún), Le Livre des exemples (hacia 1390), París, Gallima rd, 2002, p. 612.

3. Paul Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias, Glob us Comunicación, 1994.

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VIOLF.NCIAS POLfTI<:A>

la carta fundacional de la OUA (Organización de la Unidad Africana), por temor a que se desencadenasen violencias separatistas incontrolables. A causa de los m ales excesivamente visibles que se vinculan con la violencia política, ésta es objeto de un juicio de principio por lo general reprobador. Sin embargo, la mayoría de las entidades políticas modernas no se constituyeron por agregación voluntaria; un gran número de avances democráticos o de conquistas sociales se han conseguido gracias a la violencia de masas, los motines e incluso las insurrecciones o las guerras civiles. Entre su condena y su justificación, la labor de memoria y el deseo de olvidar, la violencia ocupa pues un lugar excepcional en el imaginario de Jos pueblos. Se asocia a exacciones, a veces inauditas, pero se disocia de sus efectos cuando éstos parecen legítimos. En otros términos: aunque sea objeto de mecanismos de exhibición que pretenden estigmatizada, es al mismo tiempo objeto de rechazos que tienden a enmascararla. En detenriinados aspectos, se la señala con el dedo; en otros se alude a ella mediante eufemismos o incluso se niega su existencia. El léxico corriente da fe de estos mecanismos para eludirla o corromperla. La violencia está del lado del adversario, el recurso a la coacción o a la coerción del lado de los partidarios del orden. Manifestantes y oponentes pretenden crear relaciones de fuerza; sostienen que están abocados a la autodefensa. Si la tradición histórica francesa rechaza siempre el término de guerra civil cuando se refiere ala guerra de la Vendée* (Agulhon), es porinfluen• Esta guerra fue con secuencia de la insurrección contrarrevolucionaria (1793-1794) que se produjo en esta región rural de Francia. Supoblación, p rofundamente católica y tradicionalista, se sublevó contra la política religiosa del nuevo régimen revolucionario y contra la llamada a filas. Al enfrentamiento militar de los primeros nueve meses siguió una terrible represión legal que algunos historiadores han llegado a definir como el «primer genocidio de la historia», por la exterminación sistemática de la población [N. de /a T.]

INTRODlJCCf(\N

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cia del credo republicano de la unidad nacional. El término «terrorismo» es el que mejor revela el alcance del estigma sobre la violencia del adversario. Los terroristas son aquellos a los que los Estados, las poblacio nes afectadas y los medios de comunicación de éstas designan como tales en función de unos métodos que provocan una profunda angustia y acarrean la muerte de civiles inocentes. Pero es sumamente raro que los interesados adopten esta denominación por su cuenta. Se posicionan como resistentes que recurren a la lucha armada, expresión susceptible de sugerir determinado paralelismo con la fuerza armada que se utiliza contra ellos. El recurso al concepto de Estado terrorista, cuando Noarn Chomsky lo utiliza contra la potencia estadounidense, es un intento de inversión del estigma 4 • Indica una fuerte oposición a métodos como el ter ror de Estado contrainsurreccional en América Latina o las masacres en masa perpetradas por el ejército indonesio contra los comunistas en 1965 y contra los independentistas de Timor Oriental en 1975-1979. Siempre ha existido la tentación de dar distinto nombre a la violencia que se tiene por legítima y a la que se condena, sea ésta propia o de otros. Pero ¿a partir de qué punto de vista? ¿Fundándose en qué criterios?

a) Por un planteamiento clínico de la violencia El punto de partida que prevalece en esta obra es el de abordar la violencia de una manera totalmente inclusiva, a partir de criterios no morales. Tanto la violencia de Estado como la violencia protestataria (además, ¿cómo es posible distinguir en los enfrentamientos callejeros o en las operaciones anti4. Noam Chomsky, Piratas y emperadores, Ediciones B, 2003. Y también Alexander George, Western State Terrorism, Cambridge, Po lity Press, 1991.

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VIOI.r.NCI AS POU TICAS

disturbios entre lo que sería por un lado coerción y por el otro violencia?). Tanto los conflictos militares como la batalla en la calle, aunque haya un abismo entre las guerras más asesinas y las manifestaciones menos duras (sin embargo algunos motines han sido más cruentos que ciertos conflictos fronterizos concretos). Tanto las violencias armadas como las violencias ejecutadas con las manos desnudas o con armas improvisadas. Lo que justifica estos acercamientos que pueden chocar, moral o políticamente, es la exigencia de una definición de la violencia que tenga coherencia científica y la especifique respecto a todos los demás comportamientos humanos. Algunos autores consideran que esta empresa es imposible (Yves Michaud). Esta posición resulta comprensible si se pretende conciliar todos los puntos de vista, los de las víctimas, los de los responsables y los de los observadores indiferentes u hostiles; sería imposible que entre todos ellos hubiera un verdadero consenso. Sin embargo, sigue siendo insatisfactoria, pues supone una especie de renuncia ante la dificultad del problema. Además, no transmite exactamente la realidad, pues de hecho existen muchas definiciones disponibles. Cada una de ellas tiene su validez intrínseca, siempre y cuando se compartan las premisas. Las definiciones morales gozan del favor de muchos filósofos y suelen predominar en la lengua corriente. Equiparan la violencia al empleo inaceptable de la fuerza. Esta tesis supone la existencia de normas universales de orden jurídico o ético, que son o, más bien, que deberían ser unánimemente aceptadas. El recurso a la coacción o a la fuerza es inmoral cuando afecta a víctimas inocentes; también lo es si resulta desproporcionado o si persigue fines ilegítimos; se lo pone en entredicho si se ejerce en el marco de la ilegalidad, aunque, en definitiva, es la Causa justa la única que puede justificar que se recurra a la fuerza. Este tipo de planteamiento tiene su necesidad innegable en los enfrentamientos políticos, en los que se supone que cada ciudadano ha de tomar

INT ROD\: CCI (>N

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partido basándose en unos principios éticos; pero de poco sirve recurrir a él a la hora de realizar un análisis clínico de los fenómenos de violencia. La definición de la justicia está en juego en los debates que se plantean en la arena pública; todas las sociedades tienen su visión particularista de los valores universalistas, independientemente de lo que pensemos en cuanto ciudadanos que respetamos los derechos humanos. El retroceso histórico obliga desgraciadamente a relativizar las creencias que hoy en día se tienen por absolutas; no hacen más que sustituir a otros uníversalismos. En c.:uanto a la legalidad, constituye sin duda un punto de referencia más identificable que la legitimidad, puesto que remite a la existencia de un derecho positivo. Pero ¿podemos deór que la violencia de Estado comienza sólo con la salida del marco jurídico? ¿Cabe distinguir una naturaleza diferente t~ntre dos porrazos en la cabeza de un manifestante si el primero es legal y el otro no lo es? La puesta en práctica de semejante criterio tendría por otra parte implicaciones paradójicas, puesto que son los regímenes más represivos los que tienen el concepto más amplio de las violencias jurídicamente autorizadas. Las definiciones estructurales abolen el vínculo entre responsabilidad personal y fenómeno de violencia. Johan (;altung ve en ello <
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VIOL ENCIAS PO LlTICAS

creadora; en la vida cotidiana, un enorme condicionamiento ideológico, tanto más eficaz cuanto que se enmascara tras un pluralismo de fachada, impone normas de consumo y modelos de comportamiento que sólo son ventajosos y racionales desde el punto de vista de la perpetuación de la dominación. Esta tesis, inspirada en una visión crítica de la sociedad capitalista, tiene el inconveniente de dar al fenómeno de la violencia una ubicuidad que hace que el análisis resulte particularmente problemático. Sobre todo, lo asimila prácticamente a la dominación, a riesgo de una redundancia conceptual pura y simple. Sin embargo, sería preferible disociar la dominación que se ejerce por seducción (los métodos de la sociedad mercantilista son particularmente eficaces) de la que se ejerce por violencia propiamente dicha, teniendo en cuenta como primer indicador el hecho de que hay categorías de personas que se manifiestan conscientemente como víctimas. Las definiciones positivistas tienen como principal preocupación delimitar claramente comportamientos observables y mensurables. Por ello privilegian la dimensión material o física de la violencia (Gurr, Zimmermann). En ese caso, la noción abarca todos los actos susceptibles de herir a las personas o de atentar contra los bienes, cualquiera que sea la legitimación que se alegue. En cuanto a la violencia política, Nieburgladefine como el conjunto «de los actos de desorganización y destrucción y las lesiones cuyo objetivo, elección de blancos o de víctimas, circunstancias, ejecución y/o efectos adquieren un significado político, es decir, tienden amodificar el comportamiento ajeno en una situación de negociación con repercusiones en el sistema social» 6• Esta definición cuidadosamente sopesada se encuentra, explícitamente o no, en la base de todos los trabajos empíricos de 6. H. L. Nieburg, Political ~'ialence. The Behavíaral Process, ,Nueva York, St Martin's Press, 1969, p. 13.

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ciencias sociales. Incluye la definición de la guerra dada por Clausewitz, <mna acción armada organizada que enfrenta a dos o más Estados», además de la violencia callejera, el golpe de Estado y el atentado. Abarca las ocupaciones «pacíficas>> de los edificios públicos, las actuaciones de los ocupas y los cortes de carreteras, que habrá que admitir que, en sí, constituyen una forma particularmente moderada de violencia física. Poco importa que los propios interesados rechacen la calificación de violencia: ningún juicio de valor, ni moral ni político, está implicado en esta definición que recalca solamente el elemento de coacción material y su vinculación con las transacciones políticas, formales o no formales. El interés de este concepto reside en su claridad, aunque subsistan incertidumbres marginales sobre la calificación de determinadas tácticas vinculadas sobre todo con la resistencía pasiva. Por otra parte, aunque la huelga sea desorganizadora, los autores no suelen considerarla en sí misma una forma de violencia política; ello supondría romper con las convenciones bien establecidas que la disocian de las violencias colaterales que puede ocasionalmente provocar (fornidos piquetes de huelga, ocupaciones, enfrentamientos con las fuerzas del orden). Sin embargo, la reducción de la violencia a su única dimensión material presenta considerables inconvenientes. Abre un abismo entre dos fenómenos muy próximos: la injuria puramente verbal puede resultar tan «hiriente» como la bofetada y, en la bofetada que un manifestante le da a una personalidad oficial, ¿cuál es el elemento más violento, el golpe recibido o la humillación sufrida? No hay nunca violencias físicas sin una dimensión psicológica; ésta es, por otra parte, la que confiere a la violencia su significado político. Por otra parte, esta definición conductual hace caso omiso de la noción fundamental de víctima: si existe violencia es porque hay individuos que, con razón o sin ella, reivindican esta condición y/o ven cómo son reconocidos como tales.

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\'JOLE¡¡CJAS POI.fTJC.•s

b) La noción de víctima Es el hilo conductor de una definición que restituye a la violencia su especificidad fundamental: originar un sufrimiento. Pero ¿en qué consiste la calidad de víctima? Paul Ricreur propone un primer elemento de caracterización al señalar «la transgresión del límite entre lo tuyo y lo mío». No cabe duda de que esta fórmula es vertigi nosamente generalista: ¿qué es lo mío y qué es lo tuyo? Pero tiene el mérito de subrayar la noción de intrusión en un terr itorio que puede ser corporal, material o simbólico: mi persona, mis bienes, pero también mi intimidad, mis creencias, mí identidad. Cuando se trata de violencia privada, la definición tiene implicaciones bastante claras: los golpes, la violación, los ataques contra la propiedad e incluso la presión psicológica y el abuso de autoridad lo ponen claramente de manifiesto. Pero en el ámbito político es a menudo la propia distinción de los territorios lo que se ventila en el debate, bien entre los g rupos sociales, bien entre ellos y el pod er político. Que se disperse una manifestación en la vía pública resulta chocante para los manifestantes que se han apoderado de la calle, en tanto que, para los poderes públicos, supone el simple restablecimiento de su destino original. Sin embargo, el planteamiento d e Ricreur se hace útilmente eco de una importante observación de Charles Tilly: «La violencia crece y se destaca más en aquellas situaciones en las que surge incertidumbre en relación con las fronteras». Entiende por tales las reglas generalmente aceptadas, las líneas divisorias que asignan a cada individuo papeles y derechos definidos en el ámbito doméstico, económico o político. Cuando se han establecido e interiorizado firmemente dichas reglas, las relaciones sociales se mantienen en paz; cuando se transgreden o, lo que es peor, cuando resultan inciertas o ilegítimas, la violencia encuentra un terreno abonado. Las diferencias fronterizas alimentan los conflictos entre los Estados al igual que lo hacen,

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en el ámbito interno, los intentos por modificar las reglas de rt'parto del poder, d e poner en tela de juicio los estatus y las categorías, los privilegios o las conquistas sociales. Y si los poderes totalitarios son particularmente violentos es precisamente porque menosprecian las barreras jurídicas, culturales y de costumbres que limitan su poder; ignoran delibera damente las normas diferenciadoras que constituyen la ;~rmazón de una sociedad. El adversario al que pretenden destruir es aquel q ue condenan como inasimilable, es decir, c.:omo no reducible al grupo de fusión: nación, raza o clase. La violencia existe porque hay sufrimiento. Éste es el ras go que caracteriza a la víctima: sufre. Pero ¿por qué? La violencia física provoca sin dud a daños corporales, dest rucciones o d epredaciones materiales; pero lo que da sentido a estos hechos es el sufrimiento psicológico que suponen. <:ualquier ataque físico provoca un sentimiento de fragilidad y de vulnerabilidad, al m enos temporal; recibir golpes L'll una manifestación, descu brir silicona en la cerradura del c.:oche o de casa, resultar herido en combate ... todo ello tiene en común el hecho de poner de manifiesto la incapacidad para protegerse, la impotencia para defender a los suyos, su territorio, sus bienes. Por ello la violencia física tiene el efecto de subestimar, incluso de h u m illar, haciendo demasiado evidentes los signos de d icha debilidad. Por supuesto, existcn diferentes grados en la violencia que se sufre. Un simple corte de carreteras por unos m anifestantes es una violencia porque obliga a los autom ovilistas a doblegarse ante la fuerl'.a, pero también porque representa en cierta media la desaparición d e la autoridad pública. En el otro ext rem o, a raíz de crueldad es deliberadamente sádicas, la vergüenza de la lmmillación, la angustia de la vulnerabilidad alcan zan su paroxismo. El mismo tipo de sufrim ien to puede manifestarse independientemente de cualquier ataque físico, por ejemplo con la ofensa que «hace daño», con las actitudes de r echazo xe-

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VIOL!'KCIAS POL Íl'ICAS

nófobo o las señales persistentes de desprecio en las relaciones sociales. Por ello es preciso reunificar bajo un mismo concepto la violencia material y la violencia simbólica; porque en ambos casos las heridas que se infligen a la auto estima son fundamentalmente del mismo tipo. Es la dimensión psicológica de la violencia física la que le confiere la sensación de herida, con el sentimiento de una insoportable intrusión durante las pesquisas policiales, el de lo irreparable en la destrucción de un bien o en la muerte de un familiar. A veces, además, la violencia física puede tener consecuencias menos graves que determinadas formas de violencia simbólica. Cuando la relación de fuerzas se presta a ello, cuando la víctima es capaz de devolver golpe por golpe, o ineluso de vencer a su adversario, borra más fácilmente el sufrimiento vivido. Ahí radica la clave de todas las políticas de venganza o de represalia. El sufrimiento no es necesariamente moral. Podemos legítimamente distanciarnos del de los devotos que «SUfrieron» cuando se mancilló a su héroe, llámese éste Hitler, Stalin o Mao; pero es un hecho político que tiene su importancia. El frío, la hambruna, las heridas o la muerte de los soldados alemanes en Stalingrado no son nada para los supervivientes de los campos de la muerte, ni las humillaciones de los prisioneros de guerra de 1945 para los ciudadanos de los países aliados. Pero no por ello se han borrado de la memoria de las poblaciones implicadas; y han alterado la capacidad de éstas para preocuparse por otros sufrimientos. Cualquier análisis clínico ha de tener en cuenta el conjunto de estas realidades, así como los efectos que provocan: compasión y solidaridad para con las víctimas inocentes, suspensión de cualquier posibilidad de culpabilidad contra quienes han sufrido, o bien, por el contrario, descalificación del sufrimiento del enemigo, «alegría perversa» al verlo padecer una suerte que se percibe como merecida.

NIJ
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Si la violencia no se puede definir más que como la existencia de una víctima, es también porque la inversión del punto de vista que consistiría en situarse del lado de su autor ronduce a un callejón sin salida. En la lengua francesa, lapalabra victimiseur [victimizador] no existe como simétrica de víctima; sin duda porque, en numerosas ocasiones, sería un contrasentido. El autor de una violencia (o al menos de lo que la víctima vive como tal) lo mismo puede ser un defensor del orden y de la ley como un huelguista o un saqueador sin escrúpulos, individuos concretos o instituciones como el Estado. La violencia, siempre denunciada por la víctima, será a veces negada por los observadores exter nos, a los que incluso dejará totalmente indife rentes. En otros tér minos: el único demento común de todas las formas de violencia es el punto de vista subjetivo de la víctima. Por otra parte, existen situaciones en las que la violencia padecida se inscribe dentro de procesos sociales que no permiten identificar razonablemente a un responsable, aunque intervengan sin duda mecanismos más o menos mágicos de imputación a un chivo expiatorio; en efecto, las víctimas siempre quieren identificar a unos responsables. Por ello se impone la siguiente conclusión: la existencia de un sufrimiento vivido subjetivamente, hecho público y manifiesto o sobr iamente disimulado, constituye el único criter io posible de una definición puramente dínica de la violencia, el único rasgo com ún de situaciones muy diversas. Apartarse de este indicador es for mular juicios de valor, como mínimo im plícitos, sobre la admisibilidad moral o política de la violencia alegada por determinados grupos sociales, con todos los riesgos de arbitrariedad ideológica que le son inherentes. Por el contrario, de este planteamiento se deduce que no se debería hacer sobre la violencia un juicio ético de principio, puesto que se inscribe dentro de conjeturas históricas y políticas muy diferentes. En esta situación conviene sopesar las implicaciones y considerarlas admisibles, discutibles o insopor tables.

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VIO LENCIAS Plll.[TICAS

e) El envite de las cifras Por culpa del carácter multiforme de la violencia, tratar de identificar a todas las víctimas, reconocidas o no, constituye un desafío. Algunas categorías son difíciles de diferenciar y sus fronteras están siempre en movimiento, lo cual no les resta en absoluto importancia política. Nos referimos a las víctimas de la violencia simbólica 7• Sin duda es indispensable establecer balances numéricos de la violencia política, pero éstos han de limitarse a las violencias físicas, lo cual desequilibra en cierto grado dichos análisis. Según Charles Tilly, el síg~o xx sumaría cien millones de víctimas directas de operaciOnes armadas y otros cien millones de víctimas indirectas (enfermedades o hambrunas). En tan macabra contabilidad, el balance de la Segunda Guerra Mundial tiene un peso particularmente significativo, ya que se calcula que causó cerca de sesenta millones de muertos, con un tributo excepcional pagado por los judíos de Europa. Según este autor, a escala mundial, la tasa de víctimas de la violencia (por millón de habitantes) alcanzaba los 90 muertos a mediados del siglo xvu, los 150 a mediados del xrx y más de 400 en el xx. Por lo tanto, se detecta una tendencia a la agravación. Sin embargo, en el seno de las sociedades occidentales, Charles Tilly observa también, durante el mismo periodo, una tendencia a la pacificación de las relaciones sociales. Parece ser que los europeos corren hoy diez veces menos riesgo de ser agredidos físicamente por sus compatriotas que sus antepasados de 1700 s_ Los balances numéricos de la violencia política plantean numerosos problemas que son, en primer lugar, de tipo estadístico. Aunque algunas cifras se pueden verificar, a menudo 7. En el sentido que se le da más adelante, en el capítulo 3. 8.. Charle~ Tilly, The Politícs oJCol/eclive Violen ce, Cambridge, Cambndge UntversJty Press, 2003, pp. 55 y61. Véase el capítulo 3 en general en cuanto a las estadísticas detalladas de distintas formag de violencia colectiva.

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lwy que contentarse con evaluaciones o estimaciones que es f)eligroso sumar sin más. El problema resulta crucial cuando se trata de hacer balance de las víctimas ind irectas. ¿Hasta qué punto se pueden achacar totalmente las hambrunas de Ucrania en la década de 1930 y, sobre todo, las de China en los años 1960 a la violencia política de los gobernantes en el poder? El envite de las víctimas indirectas es sin embargo mayor. Parece ser que, desde hace diez años, la violencia política viene provocando una media anual de 300.000 muertos en todo el mundo. Cifra que puede parecer poco impor tante en comparación con ell.260.000 de muertes en accidentes de carretera o con los dos millones de víctimas del palud ismo. Pero esta umtabilidad es engañosa. La Organización Mund ial de laSalud y la agencia Reuters, que facilitan estos datos, presentan también, sólo para el conflic to del Congo, desde 1998, una media anual de 600.000 muertos por culpa de las hambrunas y de las epidemias, lo que agrava el balance de los enfrentamientos y las masacres. En la actualidad, se imponen terribles L"tmdiciones de vida a decenas de millones de seres humanos desplazados o r etenidos como rehenes, como consecuencia de los conflictos que afectan, o han afectado, a los Balcanes, ()riente Próximo y el Cáucaso, el África occidental y la de los (;rancies Lagos, Sri Lanka, Camboya... , lo que en determinados casos autoriza a pronunciar la palabra «genocidio». El problema de las cifras de víctimas es también de tipo simbólico. Los balances no son sólo instrumentos de conol'imiento: son también argumentos. Las inter venciones h umanitarias han tenido a menudo como principal impulsor el L'spanto causado por conflictos particularmente cruentos. Un sesgo típico es el q ue da p or hecho que el régimen más odioso ha de ser aquel que ha causado más víctim as. El Libro 11cgro del comunismo* ( 1997), obra de Stéphane Courtois y ' Hllibro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, trad. del lrancés, ed. Planeta, 1998 [N. de la T.].

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VJOLENCI AS ~OLfTI CAS

sus colaboradores, suscitó polémicas porque el balance de masacres que ofrecía era más abultado que el del nazismo. ¡Poco importaba, a l parecer, que el periodo hist órico comprendido en el análisis fuera m ás largo y la población de los países afectados fuera más numerosa! Sobre tod o, a partir de determinado umbral, la enormidad de las cifras contribuye a crear cierto tipo de insensibilidad: precisamente, porque ya no son más que cifras que reducen a las víctimas al anonimato de agregados estadísticos. Los monumentos a los muertos y los museos conmemorativos de las persecuciones conocen perfectamente este desafío. De ahí esos nombres de soldados grabados en piedra, esas fotos de víctimas, esos recuer dos personales, esos restos materia les que se ofrecen ante los ojos de los visitantes en Oradour * o en Auschwitz, en Yad Vashem *" o en Hiroshima. En algunos casos, los primeros elementos de evaluación se presentaron prematuramente, porque la emoción suscitada t iene necesidad de puntos de referencia inmediatos que subrayen la magnitud del drama. Durante la depuración ét nica de Bosnia se la nzó la cifra de 200.000 muertos, que recogió la p rensa; era una cifra muy exagerada, que expresaba la in tensidad de una angustia y transmitía una llamada de socorro. De h ech o, sólo las pacientes .investigaciones de los historiadores, que han contrastado minuciosamente sus fuentes, pueden alcanzar una verdadera exactitud. Pero si llegan a establecerse unas cifras más bajas, se crea la sospecha de una intención p érfida de minimizar la violencia. ¿Cu ántas fue* Oraduur-sur-Glane, pequeña población del Lemosín francés atacada el l Ode junio de 1944 por el ejército nazi, que arrasó el pueblo y asesinó a 642 personas entre mujeres, hombres y niños. En la actualidad existe el denominado «Centre de la mémoire» o Centro de la Memoria, que trata de explicar este episodio de la Segunda Guerra Mundial fruto de la violencia nazi fN. de la T.]. ** Denominación hebrea del Museo del Holocausto,de Jerusalén [N. de la T. ].

25 ron las víctimas de la trata de esclavos negros, sesenta m illones? ¿Cuá ntas las víctimas judías del geno cidio nazi, seis millones? Peter Novick, que d iscute, después de Raul H illberg, el origen de estas estimaciones, las pone en paralelo para subrayar, en el debate político estadounidense, el envite siml,úlico de esta multiplicación por d iez 9• La sensibilidad ante la violencia está marcada, en la actualidad, por la brecha entre la que se experimenta directamente y la que se muestra a distancia, como un espect áculo . La primera, vivida por poblaciones circunscritas, tiene grandes secuelas p sicológicas: traumas generados por la , onfrontación con la b rutalidad o la at rocidad; degrada ' ión del precio que se asigna a la vida huma na cuando se triv ializa una violencia d e gran intensidad; crispaciones d e odio y rechazo deposibilidades de diálogo. La segun da im pone su omnipresencia en lo s medios de com un icación g racias a las actuales tecnologías de comunicación, q ue ha<'cn que el mundo resulte más peque ño; pero se nos ofrece romo un teatro de ficciones realistas. No es seguro que la violencia política se haya agravado en los últimos cincuenta a iios; incluso es más que probable ~a hipótesis contraria. Sin embargo, el espectador se ve asaltado por reportajes e imágenes y debe enfrentarse continuamente a un rosario interminable de balances: soldados muertos, civiles asesinados, perturbadores del orden p úblico detenidos, coste de los danos materiales. Esta situación le impone unos dilemas que l.uc Boltanski ha analizado con sutileza 10 • Ante est a continua oleada d e violen cias, ¿puede el espectador indign arse realmente sin seleccionar a las víctimas conmovedoras? Si pretende liberarse del male star de tener que comp adecerse '1. Peter Novick, L'Holocauste dans la víe américaine, trad ., París, (;allimard, 2001, p. 276. [ed. orig. ing., Holocaust in American LiJe, ll oughtonMiffiin Company, 1999]. 1O. Luc Boltanski, La Souffrance adistan ce, París, Métailié, 1993.

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V!OLE~CIAS

POI.fTICAS

sin poder actuar, ¿le resulta aceptable permanecer pasivo o, lo que es peor, indiferente? El hecho políticamente importante es, por lo tanto, que el espectáculo de la violencia está continuamente desafiando al sistema de valores, tanto del que sufre como del que contempla, pero siguiendo vías totalmente irreductibles.

l. El dilema filosófico

l .a violencia provoca inquietud o revulsión, pero resulta 1asó nante. La filosofía da fe de esta ambivalencia innata '¡u e habita la mente humana y nutre tantas producciones literarias y artísticas. La oposición clásica que se estahlcce entre razón y pasión constituye la matriz fundaIHcntal de los juicios que se hacen sobre la violencia. Si ,·reemos que la humanidad es capaz de someterse por l ompleto al imperio de la razón, nei es más que desorden o aberración, un obstáculo para el progreso que condun· a una sociedad finalmente armoniosa. Si, por el con1rario, nos imaginamos una humanidad habitada por aviesas pasiones, que engendra rivalidades destructoras y ansias mortales, resulta esencial subrayar vigorosamente el más primordial de los bienes: la seguridad. Esta l'Xigencia va a legitimar una violencia reg ulada, canalizada, legalizada, capaz de impedir la lucha anárquica , te todos contra todos. Por último, algunos pensadores asocian la violencia al surgimiento de la vida más instintiva, a la liberación de una energía primordial. Algunos 1;1vorecen una postura estética de rebelió n contra cual27

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VIOLENCIAS P O L(TJCAS

quier forma de alienación; otros la presentan como el crisol, grandioso e incluso apocalíptico, de la emancipación de los Estados, de los pueblos o de las clases.

A.

VIOLENCIA Y SINRAZÓN HUMANA

l. H. DILEMA f!LOS()flCO

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de este humanismo de inspiración cristiana o racionalista, cuyo desenlace lógico sería el pacifismo de un Romain Rolland, trastornado como tantos otros por las enormes carnicerías de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la experiencia de las democracias que salvaguardaban la paz en Múnich (1938) para abrir de par ~·n par la puerta, unos meses más tarde, a una guerra total provoca un profundo malestar, pues pone de manifiesto las contradicciones del racionalismo filosófico. Si se postula la existencia de un ser humano profundamente razonable, capaz de adaptarse a las leyes de una naturaleza generosa y bienhechora, ¿cómo se explica que «unas personas corrientes» hayan podido ponerse al servicio de una loca empresa mortífera? ¿Cómo es posible que haya existido Auschwitz? ¿Somos todavía capaces de pensar después de un Anschwitz? La Revolución francesa encarnaba ya intensamente esta paradoja de la filosofía. Hija de las Luces, o presentándose como tal, fue una época de proclamaciones solemnes del reinado de la virtud y de la razón; sería al mismo tiempo la del desencadenamiento irrefrenable de múltiples violencias: asesinatos, motines, linchamientos, ejecuciones judiciales, guerras exteriores y guerra civil. ¿Qué se puede hacer con la violencia cuando se cree en la razón dentro de la Historia?

Para los sabios de la Antigüedad, la violencia, inspirada por la cólera, es una forma de locura. Cicerón, que distingue en el guerrero la verdadera valentía física del simple abandono al furor, establece una clara diferencia entre la dignidad de los medios pacíficos y la de los medios violentos. En la república, escribe, «hay dos tipos de conflictos que se resuelven, unos mediante el debate y otros mediante la violencia: como el primero es propio del ser humano y el segundo lo tiene en común con los animales, no hay que recurrir a éste más que cuando es imposible utilizar el primer medio» 1 • Esta asociación de la violencia a un tipo de comportamiento menos humano que animal impregna una buena parte del pensamiento occidental a partir de Montaigne. Es la que inspira, en particular, la condena de las crueldades de la tortura en la ejecución de los fallos de la justicia (Beccaria), la reprobación sin apelación de los excesos cometidos por los europeos cuando se lanzaron a la conquista de nuevos mundos (Las Casas) y, por último, una viva repulsa de las guerras civiles o las guerras entre príncipes europeos (Kant). En el siglo xx, la filosofía de los derechos humanos se sitúa claramente en la prolongación

a) Diferenciar la violencia opresiva de la violencia liberadora

l. Marco Tulio Cicerón, Traité des devoirs, X!, 34, en Les Stoi'ciens, Gallimard, 1962, p. 507 [ed. cast., Sobre los deberes, Xl, 34,,Alianza Ed., 2003].

Aunque la inhumanidad y la sinrazón caracterizan muy a menudo el recurso a la violencia, podemos encontrar también estos rasgos invertidos. La cuestión del tirani-

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VIO I.E:\CIAS l'(>iJT ICAS

cidio, ampliamente debatida en el siglo XVI, en la época de las guerras de religión, ofreció la oportunidad de formular nuevos planteamientos. Los ultras de los dos campos, católicos y protestantes, no dudaban en considerar como un acto meritorio el asesinato de un rey impío que abandona a los fieles de «la religión verdadera». Su actuación «diabólica» autoriza a atentar contra su persona. Los teóricos denominados monarcómacos defendían más ampliamente la idea de que el cuerpo social en su totalidad tiene derecho a oponerse a un rey que escarnece los derechos naturales de la comunidad. Pero en lugar de remitirse a la iniciativa ciega de una persona en particular, preconizaban ante todo una resistencia política encabezada por los «magistrados y funcionarios del reino», aunque esta revuelta pudiera estar reforzada por levas de tropas. Esta distinción entre violencia opresiva y violencia liberadora perdurará en el seno del debate filosófico y servirá para legitimar algunas revoluciones: la de 1688 en Inglaterra, que establece definitivamente el papel del Parlamento frente al absolutismo real; las de 1776 en Norteamérica y 1789 en Francia, que derrocan el Antiguo Régimen y sus desigualdades, contrarias a la naturaleza. A esta violencia fundadora se la presenta como el desenlace último del triunfo de la razón en la historia en la medida en que garantiza el establecimiento de un nuevo orden social, basado en el derecho natural, el consentimiento de la nación y la soberanía inalienable del pueblo. La legitilllidad de una violencia eman cipadora es igualmente lo qlll' wnstituyc el nlicleo de la tesis defendida por Marx y En~ds, y hll'go por Lenin, cuando sostienen que es inlposihk· pasar al socialismo sin lu~har encarnizadamcnll'. Y l'S que, lksdc su punto de vista, sería irrazona-

1. 1-1 lll LE.\lA fl LOSÓHCO

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hle pensar que los explotadores se dejarían arrebatar el poder sin tratar de recurrir a los medios más extremos. Muchos de los filósofos que simpatizan con la idea de derrocar por la fuerza un orden opresivo se cuestionan la proporcionalidad entre los fines pretendidos y los medios utilizados. Algunos se echan atrás ante el precio ljlle hay que pagar. Burke en Inglaterra y Kant en Ale- . mania habían acogido en principio favorablemente las ideas revolucionarias procedentes de Francia, sobre todo el segundo. Pero tanto uno como otro llegan a la wnclusión de que una persona sensata no puede acep1ar el desorbitante nivel de las violencias cometidas. •<¡Masacres, torturas, horcas! ¡Ésos son los tres DeredlOs humanos! ¡Ésos son los frutos de las declaraciones llletafísicas lanzadas a la ligera y luego vergonzosamente retiradas!» 2, se subleva Burke, que sin embargo había apoyado, a pesar de ser inglés, a los insurgentes amerit"anos. Otra actitud consiste en eufemizar considerablemente los acontecimientos, por idealismo ideológico. l.a filosofía liberal del siglo xrx no quiere retener de la Revolución más que la adhesión entusiasta de la Nación o el consentimiento popular. Sin embargo, la violencia l'Stá ahí, desde 1789, aunque no alcance su punto álgido hasta 1794 3 • Otros, por último, prefieren justificarlo todo. Es la famosa frase de Clemenceau: «La revolución l'S un bloque». Por aquella época, se suele entender esta hírmula de manera abstracta, sin mayores consecuen(ias. Sin embargo, los historiadores de la Revolución .~.

Edmund Burke, Réj1exior1s sur la révolution de France ( 1790), trad. ll achette, 1989, p. 283 [ ed . cast., Reflexiones sobre la Revolución en 1-'nmcia, Alianza Ed., 2003) . l . Patricc Gucniffcy, La Politique de la Terreur. Essai sur la violence n'volutiormaire. 1789-1794, París, Fayard, 2000.

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\iJO I.E~<; JAS

POL(TICAS

francesa, entre ellos Mathiez y Soboul, rehabilitarán el argumento que había desarrollado Robespierre durante el juicio de Luis XIV. «La sensibilidad -había declarado- que sacrifica la inocencia en aras del crimen es una sensibilidad cruel, la clemencia que pacta con la tiranía es bárbara.» Sorprendente sofisma, que utiliza en beneficio propio el sentimiento de humanidad y permite decretar, durante las masacres de septiembre de 1792, que la violencia ciega de la muchedumbre es «razonable y generosa» o considerar que el Gran Terror que organiza la ley particularmente arbitraria del 22 Pradial del año 11 (1O de junio de 1794) está basado en la legítima defensa 4 • La revolución bolchevique inspirará, más tarde, divergencias similares entre los teóricos adeptos a los ideales de emancipación social. Algunos socialistas como Karl Kautsky en Alemania o Jules Guesde en Francia dirán que representaba al mismo tiempo aquello por lo que todos habían luchado y aquello contra lo que habían combatido toda la vida. Frente a Lenin, mantendrán que la dictadura del proletariado no podía actuar «sin freno ni ley» sobre los enemigos de la revolución, so pena de descalificarse a sí misma como movimiento de emancipación social. Por el contrario, desde Georges Lukács hasta Maurice Merleau-Ponty (el de Humanisme et Terreur, 1947), toda una generación de filósofos revolucionarios acepta desviar la mirada, incluso justificar los «excesos» cometidos en nombre de una «causa históricamente justa» . También Walter Benjamín tratará 4. En la actualid ad todavía hay autores que suscriben tan inquietante lógica. Sop hie Wahnich, La Liberté ou la Mort. Essai sur la Terreur tt le terrorisrne, París, La Fabrique, 2003 . .

1 11 DILDiA FILOSÚFICO

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ele conciliar su hostilidad total a cualquier tipo de vio-

lencia y su conformidad «melancólica» con el marxis1110 revolucionario. Lo hará invocando una «violencia pura» bastante oscura, violencia soberana al servicio de los vivos, que se encontra·ría más allá de las normas reguladoras de la simple supervivencia que se rige por el precepto «No matarás». Y aun añade: «No es para el ser humano ni igualmente posible ni igualmente urgente dl'cidir cuándo ha sido eficaz una violencia pura en un ,·aso determinado» 5• Evasión significativa de las perplejidades a las que se enfrenta un filósofo radical que sigue apegado a la ley superior de la razón. Con el advenimiento del armamento nuclear y la doctrina de la disuasión basada en el equilibrio del terror, la cuestión de la proporcionalidad de los medios rmpleados al servicio de una causa justa (la revolución para los teóricos que simpatizan con el marxismo, la defensa del mundo libre para el campo adversario) se ha planteado con renovada agudeza en la segunda mitad del siglo XX. La obra de Michael Walzer Guerras jusI os e injustas: un razonamiento moral con ejemplos históricos resulta particularmente emblemática de este nuevo debate, al igual que la de Ted Honderich, Violenn·for Equality. El argumento según el cual la defensa de los derechos humanos fundamenta a la vez la legitimación de los fines pretendidos y la moderación de los medios utilizados presenta la inmensa ventaja de ser tranquilizador in abstracto. Pero en la época de los enfrentamientos de los bloques, la am enaza de una des~ •.

Walter Benjamín, «Critique de la violence», CEu.vres, trad., París, p. 242 [ed. cast., Para una crftica de la violen<'ill y otros ensayos, La Piqueta, 1978].

<:allimard, 2000, vol. !,

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VIOLENCIAS POLf'flCAS

trucción recíproca radical hacía que la reflexión fuera algo vana. De hecho, es la condición de superpotencia, adquirida por Estados Unidos a finales del siglo XX, con su monopolio de armas «quirúrgicas» capaces de destruir a los regímenes proscritos sin destruir al mismo tiempo a sus poblaciones, lo que modifica considerablemente los términos del debate. El nuevo equilibrio de las fuerzas militares, favorable a la mayor democracia del mundo, aporta un apoyo decisivo a los teóricos de la guerra justa que, como Walzer, lo entienden como un combate decisivo contra dictaduras opresivas.

b) Oponer las pasiones pacíficas a las pasiones destructoras Desde Descartes hasta Hume, pasando por Spinoza y Adam Smith, la meditación sobre los medios para regular las pasiones humanas constituye un tema fundamental de la filosofía clásica. En todos ellos, el elogio del dominio de sí mismo ocupa un lugar importante, aunque muchos ponen en duda la vía estoica que preconiza su erradicación bajo el imperio de una razón absolutamente virtuosa. Para Hume, <macla puede oponerse al impulso de una pasión o retrasarla salvo un impulso contrario. [... ] La razón es y sólo debe ser la esclava de las pasiones» 6 • A partir de ahí, ¿cómo garantizar el control deseable de sí mismo si no es potenciando lo que él denomin a «pasiones seren as» por oposición a las «pa6. David Hum e, «Traité de la natu re h umaine>>, Les Passions, trad.,

París, Flammarion , 1991, p. 271 [ed. cast., Tratado de la naturaleza zo, «De las pasio nes>>, Obra Completa, Eds. Altaya, 1994].

humana, Lib ro

1 IJ. DILEMA FILOSilFTCO

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siones violentas»? Si extrapolamos este razonamiento hasta el plano social y político, nos encontraremos con tln tema corriente en la filosofía del siglo XVIII: el desarrollo del comercio tendría la inmensa virtud de facililar la reducción de la violencia. En La riqueza de las naciones ( 1776) 7 Adam Smith describe «esta acción lenta e insensible del comercia>> que transforma a los belicosos señores en grandes propietarios pacíficos, preocupados ¡){)r la productividad y el rendimiento, el lujo y los gaslos. Los desórdenes internos, las guerras, la locura de lil política perjudican el progreso económico, en tanto que, por el contrario, éste fomenta la paz interna y la multiplicación de intercambios pacíficos entre las naciones. Pero mientras que a Smith le preocupa la decadencia de las virtudes heroicas frente al espíritu de avaricia y codicia, Montesquieu se congratula abiertamente por estos cambios: «El comercio pule y suaviza las costumbres bárbaras, como podemos observar a diario. El efecto natural del comercio es conducir a la paz>> 8 • El capitalismo, del que Max Weber nos dice que su d in árnica fundamental consiste en la racionalización sistemática de la actividad económica, ¿sería en tal caso un factor de pacificación de las relaciones humanas? Spencer así lo creía; Lenin lo refutaba enérgicamente, pues veía en el imperialismo, «grado supremo del capitalismo», el germen de todas las guerras. Sin embargo, por esa misma época, otros m arxistas com o Rudolf Hil7. Adam Sm ith, Recherches sur la nature et les causes de la rich esse des nations (1776), trad., París, l'lamm arion, 1991, p. 271. [ed. cast., l. a riqueza de las naciones, Alianza Ed ., 1999] . H. Montesquieu , L'Esprit des lois, Libro XX, caps. 1 y 2, en CEuvres wmplétes, París, Gallimard, 195 1, Il, p . 585 [ed. cast. , Del espíritu de l11s leyes, Alianza Ed., 2003] .

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VIOLP.'Il:J AS I'OLITICAS

ferding y Karl Kautsky no descartaban la posibilidad de una evolución pacífica de un capitalismo que cada vez era más internacionalista. Los teóricos que, en el siglo xx, se inclinan por el marxismo perciben el choque de los imperialismos y consideran durante mucho tiempo, siguiendo las huellas del leninismo, que el enfrentamiento entre el bloque capitalista y el socialista conduce a la guerra, puesto que no es otra cosa que la extrapolación a escala internacional de la lucha de clases. Los acontecimientos les dieron sólo muy parcialmente la razón. No cabe duda de que los enfrentamientos entre diferentes intereses económicos provocaron conflictos militares, tanto en el siglo XIX como en el xx. Pero las dos guerras mundiales se debieron mucho más a factores imputables a ideologías expansionistas, de inspiración romántico-nacionalista o racista, que enturbiaron profundamente los envites propiamente económicos. Por el contrario, en Europa hoy parece ser que el gran nivel de interpenetración de las economías constituye la mejor garantía para una eliminación definitiva de los enfrentamientos armados en el seno del viejo continente. Pero la cuestión sigue sin resolver: ¿es Estados Unido~ una potencia belicosa? Y en caso afirmativo, tello se debe a su condición de superpotencia económica o a su aplastante superioridad militar? De hecho, lo esencial se sitúa menos en las virtudes, supuestamente pacíficas, del espíritu de empresa que en las intervenciones económicas del sistem a. Mientras éstas sigan siendo elevadas, los poderes políticos sacarán de ellas un incremento de su legitimidad al disponer de mayores medios económicos para apaciguar las insatisfacciones de sus ciudadanos. La riqueza de las naciones es, por .Jo t(\nto, un factor de pacificación interna; pero, en la medida en

1 11 DII,I·.MA. FILOSÓFICO

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que las condiciones de la guerra moderna no requieren }'" la movilización del conjunto de los ciudadanos, el IH·cho de que un nivel de vida elevado sea desfavorable ,11 L'spíritu bélico desempeña un papel empequeñecido 1 cuno factor de reducción de los conflictos externos.

JI. VIOLENCIA Y BúSQUEDA DE SEGURI!)AD

!.os teóricos del estado natural se dividieron sobre la t ucstión de saber cuál era el lugar de la violencia antes dd advenimiento de la sociedad. Una cuestión típica del i111aginario occidental, pero que durante mucho tiempo influyó en los discursos de legitimación del poder pol ítico. Seducida por los mitos del «buen salvaje» propagados en el siglo xvlii por los exploradores de los mares del Sur, toda una rama de la literatura crea un nmcepto idílico de ese momento anterior a la Historia. Pero éste no es el punto de vista de Hobbes, cuyas conil'luras sobre las relaciones entre los seres humanos en l'slado natural se·deducen de hecho de lo que le parece que observa en la realidad social. «Mientras los hombres vivan sin un poder común que los mantenga a raya, se encontrarán en esa situación que se denomina ¡~u erra , y dicha guerra es de cada uno contra cad a 9 tnlO» • Los seres humanos rivalizan entre sí por la consecución de ventajas materiales, se celan unos de otros por cuestiones de honor o de orgullo; y cada uno de dios tiene la capacidad, gracias a la violencia o a la aslucia, de atentar contra la integridad física de sus semeThomas Hobbes, Léviathan, Lib ro 1, cap. 13, trad., París, Sirey, 1'!71 , p. 123 [ed. cast., Leviatán, Alianza Ed ., 1996].

•J.

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VlOL!cNCIA S ~OLfTICAS

jantes. Cu alquier individuo tiene derecho a defenderse de un peligro con creto, pero también a prevenir las amenazas que lo acechan por doquier. Sin embargo, la razón le permite descubrir la vanidad d el ejercicio de este derecho natural de cada uno contra cada uno, que efectivamente sólo puede desembocar en «Un deseo de poder, perpetuo y sin tregua, que no termina más que con la muerte». Por lo tanto, la auténtica protección sólo se puede garantizar delegando ese derecho natural a la autodefensa en beneficio de un poder político lo suficientemente fuerte como para imponer su ley a todos los miembros de la sociedad. La seguridad consiste en la igualdad dentro de la sumisión a la ley que protege.

a) De la autodefensa a la paz civil

A pesar de lo pesim ista que pueda parecer el concepto hobbesiano del ser humano, se nutre de una apariencia de realismo. Hasta Jean-Jacques Rousseau admitía este P~
Todo el mundo teme el desmoronamiento de las instituciones, el desprecio generalizado de las normas jurídicas, la ap arición de zonas de no derecho abandonadas a 10. Jean -Jacques Rousseau, «Fragments sur la guerre»; en CRuvres

completes, Gallimard, 1967, III, p. 614.

1 1 1 lll LEMA FJLOSO FICO

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In l~y del m ás fuerte. Aunque n o siempre se vea en ello una amenaza para la propia seguridad personal, se acepI II de buen grado que ponen en peligro la seguridad de los más débiles. Este argumento permite legitimar por la i1.quierda una política de seguridad que no sería la simpk defensa del orden social. Según el planteamiento de llohbes, el poder político debe ser capaz de imponerse 1rl'nte a cualquier fuerza opuesta. ¿Qué sería, en efecto, 1111 legislador sin su capacidad de reducir por la fuerza dl' la espada cualquier resistencia? Por otra parte, según llohbes, en las relaciones internacionales, la ausencia de 1111 soberano de este tipo provoca un estado de guerra I'L'rmanente, o al menos de amenazas externas lo sufi' il·ntemente concretas como para incitar a cualquier Es( ¡ldo a armarse. Al autor del Leviatán le preocupa muy poco que la violencia del soberano pueda poner en peligro la seguridad de los ciudadanos. Sometidos a la obed i~ncia, pretende que sean t an disciplinados como los soldados de un ejército frente al enemigo. Por el contrario, los teóricos liberales, entre ellos Locke y Benjamín <:onstant, son muy sensibles a la amenaza de arbitrarietlad que el poder político impone a los gobernados. Al defender la salvaguarda de las libertades individuales, vuelven a formular el problema de la seguridad de las I'L'rsonas en términos sin duda más latos que consiguen induso enmascararlo. Sin embargo, al lado de las liberta des de opinión y de expresión, el n úcleo duro de los derechos fundamentales sigue siendo para ellos la seguridad individual y la propiedad, es decir, la seguridad lísica de las personas y de los bienes. Así pues, existe una distin ción clara entre la violencia al servicio del derecho y la violencia que transgrede la ley. Mientras que una introduce un elemento de desor-

1 1 l P lll 'MA f i LOSÜ!'ICO

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I' IOLF.KCIAS P OI.( riLAS

den y desorganización, la otra garantiza la confianza .en las relaciones jurídicas. Aunque la teoría democrática insista, justificadamente, en la protecci?~ de las liber.tades mediante la ley, esto no debe permitir que se olvide un papel todavía más fundamental, que c~nsiste en definir las situaciones, señalizarlas, determmar de antemano los límites de lo que está permitido y de lo que está prohibido, los derechos y obligaciones de cada uno. En este sentido, el imperio de la ley es un reductor de incertidumbre. Para que se produzca una auténtica seguridad es preciso que se aplique eficazmente el derecho, lo cual supone el recurso a la fuerza contra ~os recalcitrantes. Al Estado moderno, legal-racional, le mcumbe la tarea no sólo de monopolizar a este efecto el ejercicio de la coacción física, sino también la de subordinar al respeto de las normas constitucionales el u so . que de ella hagan los gobernantes. En la actualidad se observa una fuerte tendencia a minimizar el papel de la violencia como garantía del respeto ~eí derecho. Yves Michaud ve en ello una característica de los discursos de orden que pretenden de este modo justificar las dimensiones del control ~ocial 1 1 • Pero hay también ciudadanos que pretenden mirar para otro lado ante la desagradable realidad del papel de la fuerza. En efecto, resulta mucho más satisfactorio, para la imagen de uno mismo, convencerse de que.s.e obe.dece a la ley por libre adhesión que por coacc10n físi~a. A la hora de apuntalar una convicción que evite al mismo tiempo que se «pierda prestigio» (Goffman) y que J 1. Yves Michaud, Violence et Politique, P arís, Gall ima rd}9 78, pp. 134-135 y 177 (ed. cast., Violen cia y política, Ibérica de EdJCJones y Publicaciones, 19801.

.w legitime el resentimiento, la superioridad de los regí-

lllt'ncs democráticos es evidente. En la teoría jurídica y política se ponen en práctica eficaces procesos de idealiwción y de eufemización que sobrevaloran sistemátillllllente los elementos de consentimiento. El concepto piramidal del derecho es el que hace que todo el edificio jurídico se asiente sobre la Constitución, que emana de la soberanía popular; es la doctrina rousseauniana de la k y «expresión de la voluntad generah>, sistematizada por d jurista Carré de Malberg; son las teorías de la repre~t·ntación y las prácticas de participación política, que requieren unos electores que acatan de antemano lo que van a decidir los electos. Por otra parte, y ello es sig11 illcativo, nos repugna frecuentemente utilizar la palabra ·•violencia» para definir la ejecución forzosa de las deci.~iones de la justicia. Preferimos los términos de «Coert' Ít'm» o de «coacción», que tienen la ventaja de sugerir 1111 uso racional y contenido de la fuerza material. Y de hecho, a medida que avanza el Estado de derecho, el rel urso a la violencia se va rodeando de garantías cada vez mayores contra un uso desproporcionado o inadecuado. Además, como la mayoría de los ciudadanos comulll'S respetan espontáneamente la ley sin que haga falta obligarles expresamente a ello, el uso de la coacción .~ólo se aprecia en circunstancias muy determinadas. La insistencia en las múltiples formas de aceptación de la ley hace, pues, olvidar el papel decisivo que sin t'mbargo conserva la violencia, incluso en las democra(Ías avanzadas. Señalemos en primer lugar hasta qué punto las teorías abstractas del gobierno representativo racionalizan los fundamentos constitucionales del poder político, relegando hasta un último término invisible las violencias iniciales, legítimas o menos legítimas,

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VJO J.L'-:CIAS POI.tTICAS

moderadas o extremas, presentes en los cambios de régimen. La mayoría de los Estados contemporáneos tienen un sistema político nacido originalmente de una revolución o de un golpe de Estado, de una derrota militar o de una insurrección victoriosa contra una potencia extranjera. Estas mismas teorías eufemizan igualmente las relaciones de fuerza que contribuyen, en la vida cotidiana, a la elaboración de las disposiciones legislativas y reglamentarias. Cuando los dirigentes elaboran proyectos de reforma, integran en sus cálculos los riesgos de una oposición airada. Sólo cuando estiman que cuentan con los medios para triunfar, son capaces de poner en práctica algunas elecciones difíciles. Sobre todo sería ilusorio pensar que, sin la amenaza plausible de costosas sanciones penales, podrían seguir siendo aplicables durante mucho tiempo las reglas jurídicas que limitan los derechos de los fuertes sobre los de los débiles, que imponen una contribución económica a los gastos comunes y que prohíben que uno mismo pueda defenderse en litigios civiles o comerciales. Si las violencias ilegales siguen teniendo, a fin de cuentas, una importancia limitada, es porque la verosimilitud de una violencia legal, ejercida contra los eventuales promotores de disturbios, se mantiene incólume.

b) El problema de los márgenes Desde el advenimiento de las democracias liberales se ha reforzado en un doble plano la seguridad jurídica de los ciudadanos: se reconocen más ampliamente las libertades fundamentales y se respeta más el qerecho que las pone en práctica; y ello gracias a una justicia más in-

1 11 PI J.E MJ\ Fll. OSO FI CO

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th·pl'ndiente y más imparcial, capaz de imponerse inIluso a los gobernantes (tribtmal constitucional). Pero t'ti los márgenes del Estado de derecho, la inseguridad y la violencia no regulada siguen estando presentes. lll' .~de el siglo XVIII subsiste una paradoja incómoda, l•lnlo para los filósofos como para los moralistas. Auntflll' la afirmación del concepto universalista de los den·dlos humanos coincide en el tiempo con la expansión ··uropea por el resto del mundo, ha ido sin embargo ;t~ompañada dé violencias extremas contra las pobla' iones indígenas: exterminación, en particular en las i\ 111éricas; guerras desiguales y cruentas represiones en i\sia y en África; esclavitud o trabajos forzados en las 1 olonias. Posteriormente, a través de la meditación filo-~•lllca sobre los sufrimientos infligidos por Occidente al resto del mundo, la «carga del hombre blanco» se convirtió también en una carga de culpabilidad a la que el lc·rl·crmundismo intentó, con mayor o menor habilidad, dar una respuesta reparadora. En s u obra Los orígenes dt'l totalitarismo Hannah Arendt acierta a establecer un vinculo entre las violencias ejercidas en los confines del 11111ndo occidental y su renovado vigor en el seno de las 111etrópolis europeas. Ve en el totalitarismo la reinyec1 i<',n, en el propio núc;leo del sistema político, de aquella violencia que prevalecía sólo en sus confines; subraya n'11no el nazismo y varias formas de fascismo volvieron 11 utilizar tecnologías coloniales (distinción de las pohladones según su origen racial o su religión, poderes urhitrarios ejercidos sobre los no ciudadanos, campos ,k internamiento... ). Por discutible que pueda parecer \'Sta tesis, tiene sin embargo el mérito de poner de relieVl' el potencial de violencia brutal que subsiste en las sol-il'dades «civilizadas». Se pone claramente de manifies-

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VIOLENCIAS I'OI.fTICAS

> >I >>>LI:MA I'I LOS<)FICO

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to en la guerra, cuando el ciudadano, transformado en soldado, cambia de moral y adopta la norma «Matar para que no te maten»; se manifiesta cada vez que el poder político, desbordado por la magnitud de las amenazas a sus fronteras, recurre a medidas de excepción extremas 12• Incluso en situaciones rutinarias han perdurado, en el seno de las sociedades democráticas, áreas de violencia en las que los derechos fundamentales del ser humano se interpretaban de una manera sumamente «laxa». La disciplina de los ejércitos ha justificado durante mucho tiempo, por lo que respecta a los reclutas, prácticas que hoy en día nos parecen incompatibles con nuestro concepto del Estado de derecho. Los vagabundos, los detenidos y los presidiarios estaban sometidos a regímenes de excepción que toleraban grandes áreas de arbitrariedad. Algunos tipos de manifestaciones se han reprimido ~on mucha más violencia que otras (los numerosos muertos que hubo en París el 17 de octubre de 1961 * eran argelinos que vivían en

Francia). Al acabarse las guerras coloniales, estos már1-\l'llcs de casi no derecho se han reducido considerablellll'lltc. Sin embargo, pueden subsistir, e incluso volver 11 l'xtcnderse, al amparo paradójico de una intensifica' ilin de la lucha para proteger a la sociedad democráti111 mntra sus adversarios. El ejemplo de Guantánamo r~Nín buena prueba de ello. Muchos insisten igualmente 1'11 la excesiva protección que el procedimiento penal • om·cdería a los delincuentes, cosa que generaría un '"~111 imiento mayor de inseguridad en el resto de lapohlali<Ín. ¿Puede acaso el «derechohumanismo penab , unducir a reacciones de exasperación que fomentarían 1111 retroceso notable de las libertades que se les recono' 1'11 a los ciudadanos? El hecho de que esta cuestión sur'" mn frecuencia hoy en día subraya claramente la per~tisll'ncia de un peligro que se sitúa en el modo en que una sociedad, incluso medianamente civilizada, gestio1111 d problema de la violencia en sus márgenes.

12. Véase la negativa, después de la guerra de Afganistán (2001), a tratar corno prisioneros d_e guerra, en los términos de las convenciones de Ginebra, a los detenidos en Guantánamo, base norteamericana situada precisamente fuera del territorio de Estados Unidos. Véase también la manera de reprimir los motines de Mazar y Sharif en noviembre de 2001: provocó una masacre de varios centenares de detenidos, cosa que no se habría permitido en territorio estadouniden· se. Para una visión alegórica pero excepcionalmente penetrante de este terrible mecanismo, véase f. M. Coet:r.ec, Esperando a los bárbaros, Alfaguara, 1989. * En esa fecha una manifestación pacífica de los argelinos (de nominados FMA, Franceses Musulmanes Argelinos) de París y sus s ubur· bios contra la guerra de Argel y a favor de la independencia, convocada por el FLN argelino, fue reprimida brutalmente y se sald ó con decenas d e m uertos. Dicha represión fue ordenada por el jefe de la policía, Maurice Papon, igualmente responsable de la represión poli-

1 :. ¿VIRTUDES DE

LA VIOLENCJA?

ser vivo -escribe Nietzscbe- desea ante todo desplesu fuerza. La propia vida es voluntad de poder y el tllstinto de conservación no es más que una consecuen··iu indirecta, y una de las más frecuentes, de la misma» 13• "1 J11 Hlll'

, ¡,¡1 <¡uc se produjo el S de febrero de L962 en la estación de metro de 1 :IInronne, en la que resultaron muertos nueve manifestantes, todos h ,,u.-cses, que participaban en una marcha contra la guerra en Arge· llot organizada por el Partido Comunista [N. de la T. f. 1 t. l'riedrich Nietzsch e, Par-de/a le bien et le mal (1886), trad., París, 1 ;,IIIimard, 1993, p. 32. [ ed. cast., ¡\;fás al/el del bien y del mal: preludio ,¡,. rma filosofía del futuro, Alianza Ed., 1997). Y también La genealo·~ ''' de la moral: un escrito polémico, Alianza Ed., 2004.

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VIOLeNCIAS POLf'fiCAS

1 1 1 III UoMA FILOSÓfiCO

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Esta tesis, que sitúa en el núcleo de su ftlosofía, no nació con ella. Caminaba por el pensamiento occidental, pero soterradamente, mientras la referencia a los valores cristianos conservaba la suficiente fuerza como para estigmatizar su plena expresión pública. Con el autor de La genealogía de la moral, el discurso da un vuelco. La violencia es, en primer lugar, un hecho. Todas las clases dirigentes la ponen a su propio servicio, de una manera más o menos abierta. La honestidad, afirma Nietzsche, consiste en reconocerlo puesto que, sin ella, ninguna sociedad habría podido subsistir ni ninguna civilización desarrollarse. Pero va mucho más allá. La violencia de la explotación no es lo propio de una sociedad corrupta o imperfecta, sino la base de cualquier civilización y, gracias a ella, una fuente infinita de voluptuosidades. Nietzsche, que desprecia la violencia que hiere o yugula las pasiones, exalta aquella que libera la energía vital y permite gustar de la embriaguez de las victorias. Pero Nietzsche pertenece a un siglo en el que la idea de revolución está más que nunca a la orden del día. Para los filósofos que defienden el ideal comunista, el elogio de la violencia se convierte en la prueba de verdadera adhesión al cambio radical. Como observa Emmanuel Mounier, pensando en Vercors, en Sastre y en Merleau-Ponty, compañeros de camino del comunismo estalinista, pero también acaso en una parte de sí mismo: «La violencia atrae hacia sí a aquellos que la aman por su capacidad de ruptura y a aquellos que la adoptan por la oportunidad que brinda a las pasiones» 14 •

tema se encontraba ya presente en la larga tradiic'ln que exalta el heroísmo del guerrero, su valentía fí~ka y su desprecio de la muerte, virtudes en las que se I'I'L'Onocía más concretamente la nobleza consagrada al ulicio de las armas. Joseph de Maistre, al evocar en sus e .'o11sideraciones sobre Francia la larga letanía de las Hlll~JTas en la historia del género humano, precisa que ··~le tipo de males tiene, por otra parte, sus virtudes: ,.(:u ando el alma humana ha perdido su dinamismo por 111lpa de la molicie, la incredulidad y los vicios gangreuosos que son fruto del exceso de civilización, sólo puedt· volver a templarse mediante la sangre» 15• Proudhon lutl'
14. Emmanuel Mounier, «Débat ahaute voix>>, Esprit, mayo/junio de 1947.

1'•. Joseph de Maistre, Considérations sur la France ( 181 4), reed., Pa'''· Pélagaud, 1852, cap. III , p. 41 [ed. cast., Consideraciones sobre l·m11cia, Ed. Tecnos, 1990).

ti)

Una forma superior de autoafirmación

1 1,~1e

1

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VIOl-ENCI AS POLfTICAS

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Para Nietzsche, la violencia es en mayor medida patrimonio de los seres superiores capaces de liberarse de las normas en las que la «moral de los esclavos» tiene presos a los rebaños humanos. Contra el pacifismo evangélico que ha reducido al ser humano al estado de «animal gregario, enfermizo y mediocre», el verdadero aristócrata inventa sus propios valores. En esta «moral de los amos» no hay más deberes que para con sus iguales; con respecto a los inferiores o a los forasteros, puede uno actuar a su antojo. Es incluso necesario tener enemigos, «h asta cierto punto, a m odo de exutorio de la envidia, de la agresividad, de la vitalidad; en el fondo, para ser un amigo mejor>} 16. Esta moral de los fuertes está muy relacionada con un concepto dionisiaco de la violencia, fiesta del exceso y del drama que rompe con las tristes obligaciones de la existencia r utinaria. Es por este asp ecto por lo que la guerra fascina, el m otín hipnotiza, el furor de un individuo «desatado» (¡ojo con este té rmino!) halla .su público aprobador. Wolfgang Sofsky ha descrito su dinámica con notable agudeza:

:uamffl' Se manrrres'fu'en· fa1JiáS;'e~l! Cilntl:l ... pocos filósofos que justifiquen explícitamente esta 11 1okncia orgiástica, aunque, encubiertas en la literalura, existen algunas tentaciones visibles en este sentido ( Sndc o Bataille comentando el proceso a GUles de Rais). ,'\,· puede u no plantear también algunas dimension es !Instante lúgubres del interés obsesivo que suscitó el dewuuldenamiento del nazismo en Europa. Por el contrario, d furor «sagrado» de un individuo, de una multitud '' de un pueblo airado encuentra fácilmente turifera1ios, con tal de que les parezca que está inspirado por l lllil noble causa. Michelet fue uno de ellos. Aunque, durnutc la Revolución , la «terrible venganza>>del pueblo pnrisino fuera, según él, desproporcionada, es porque 1111 era calculadora; si era demasiado irresistiblemente i111pulsiva, era porque cedía ante la franqueza de una l'as ión generosa. Y como la historia se repite, aunque .~,·a lartamudeando, se vuelven a encontrar estos temas 1'11 una parte de la literatura favorable al movimiento de 111ayo de 1968, con una tonalidad más par ticularmente ''rgi,ística en los situacionistas.

Del otro lado de la barrera todo está permitido. [... ] Los pensamientos se consumen bajo el calor tórrido de las sensaciones. El autor de las violencias se basa en los gestos de la violencia. [... ] El arrebato de sus ademanes lo condu ce cada vez más hacia un segundo estado. [... ] La fiesta de la violencia es un salto en el estado utópico. Se cumple una antigu a n ostalgia: el sueño del poder absoluto, de la libertad y de la integridad absolutas[ ... ] 17•

16. Ibid., p. 184. 17. Wolfgang Sofsky, L'llre de l'épouvante. Folie meurtriere, Terreur, Guerre, trad., París, Gallimard, 2002, pp. 37-38. (ed. cal>t., Tiempos de hon-or: amor, violencia, guerra, Siglo XXl de España, 2004].

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h) La hipocresía de las estigmatizaciones «burguesas» la tesis que formula Georges Sorel a principios del xx, en evidente sintonía con el cred o de la revolución proletaria, pero con acentos románticos y populistas que seducirán a muchos otros candidatos al liderazgo de las masas. Aunque la palabra <
.~iglo

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VIOLF.K(:!A~ I'OI.fTICA~

«ferocidad burguesa» desplegada durante la lucha contra la Comuna de París en 1871: No hay q ue confundir las violencias sindicalistas que, durante las huelgas, llevaron a cabo los proletarios que deseaban el derrocamiento del Estado con los actos de salvajismo que la superstición del Estado sugirió a los revolucionarios del 93 cuando tenían el poder en sus manos y pudieron ejercer sobre los vencidos la opresión, según los principios que les habían inculcado la Iglesia y la monarquía I R.

Distinción que le permite definir una violencia «buena». La burguesía utiliza la fuerza mercenaria al servicio de unos intereses mediocres; es despreciable. Lo que confiere grandeza moral a la violencia proletaria es la entrega y la generosidad de los trabajadores en lucha. A semejanza de los soldados del Año JI, no pretenden una retribución proporcional a sus méritos, pues lo único que cuenta es «el estado de espíritu épico» que se despliega al servicio de su emancipación común. Esta violencia, que con tanto empeño preconizó Sore!, queda reducida, de hecho, al famoso mito de la «huelga general revolucionaria», momento apocalíptico que presenciará el derrumbamiento del edificio burgués. Para él, la adhesión a esta imposición forzosa representa la piedra de toque de la auténtica convicción revolucionaria. Por sí mismo, el proletariado no teme el enfrentamiento; pero el socialismo parlamentario de los universitarios y los políticos, al defender un espíritu de compromiso, diluye su entusiasmo en medio de intrigas y charlatanerías. «En la ruina total de las institu111. (;rorgcs Sorel, Réflexíons sur la violence ( 1908), París, -Seuil, l•>•>o, pp. 109- 11n.

1 1 L 1>11 EMA FI I.OSOHCO

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dones y de las costumbres, subsiste algo poderoso, nuevo e intacto, que es lo que constituye, propiamente di' ho, el alma del proletariado revolucionario» 19 • Esta 111anera de celebrar la violencia revela, como en el caso dt' Lenin, una auténtica fascinación por la virilidad y d instinto físico del hombre del pueblo. Se detectarán huellas de ella en las obras de algunos escritores seducidos por el fascismo, por su populism o y sus dramaturgias. Por este motivo tanto Ramón Fernández como Rohnt Brasillach se alejarán de Charles Maurras, al que 'onsiderarán como demasiado intelectual, para acerrarse al «hombre del pueblo» Jacques Doriot, ex comull isla convertido en el insigne tribuno del PPF *. El último avatar en este tipo de elogio de la violencia 1'11 política es el prefacio de Sartre al libro de Frantz Fanon, Les Damnés de la terre (1961) **.El psicólogo antillano, militante anticolonialista, insistía en la alienación ,·ultural (Peau noíre et masques blancs, 1952), es decir, en la desposesión de su identidad que se le inflige al colonizado. Presentaba el recurso a las armas contra el n>lonizador como un acting out liberador, una suprema autoafirmación, con virtudes catárt icas. Sartre lo refuerza con esta célebre (demasiado célebre) frase: «Malar a un europeo es matar dos p ájaros de un tiro, suprimir al mismo tiempo a un opresor y a un oprimido: lo que queda es un hombre muerto y u n hombre libre>> . El 1'!. !bid., p. 254. • Siglas del Parti Populaire Fran~ais, que fundara Doriot, un ex coIImnista que, tras ser expulsado del Par tido Com un ista francés, se dc,·anta po r la extrem a d erecha revolucionaria y opta dur ante la ocupad ón na:z.i po r el colaboracionismo. M uc re en 1945 durante un bombardeo de los aliados [N. de la T.]. ' ' Ed . cast. Los condenados de la tierra, Txalaparta, 1999 [N. del E.] .

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VIOIJ-:NCIAS POLf flC:AS

razonamiento se inscribe en la línea de Marx cu ando éste justifica la lucha de clases; en realidad va más allá como pone de manifiesto su calificación del adversario: ajena a la problemática de la explotación o del imperialismo. Su tesis tiene cierta analogía con el concepto nietzschiano, como se deduce de sus propios comentarios sobre la «inhumanidad del subhombre» que quedaría destruida por el acto asesino salvador. ¡Dialéctica que más nos valdría olvidar!

2. La violencia como dilema de actores

«A César Borgia -comenta Maquiavelo- se le tenía por cruel: sin embargo, su crueldad reformó toda la Romaiia, la unió y la sumió en la paz y en la fidelidad)} ' . Y añadía este comentario: ¿acaso no es mostrarse más ~·ompasivo actuar de ese modo que permitir que se propaguen los desórdenes, «de los cuales nacen el crimen y la rapiña»? El recurso deliberad o a una violencia física que fue, sin embargo, en este caso, particularmente chocante no se cuestiona, por lo tanto, en el terreno abstracto de los valores, sino teniendo en cuenta sus supuestos efectos beneficiosos. Este planteamiento, que puede parecer cínico, pretende no obstante utilizar un argumento moral (evitar el sufrimiento a más largo plazo). Tal es la trama de cualquier argumentación supuestamente realista: un fin deseable ju stifica unos medios tlue pueden ser incluso lamentables. No cabe duda de 1. Nicolas Machiavel, Le Prince, en CEuvres completes, París, Gallilllard, 1952, p. 338 [ed. cast., Nicolás Maquiavelo, El principe, Alianza Ed., 19971.

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VIOI.FSCIAS POLITICAS

que este razonamiento no ha perdido en la actualidad su atractivo. Bajo distintas variantes, lo volvemos a encontrar tanto en los defensores del orden como en los que se oponen a él. Por ello el punto de vista de Maquiavelo permite establecer un primer hilo conductor para comprender la transición a la violencia física en la arena política. Pero lo que se olvida de evocar aquí es que los cálculos iniciales se ven a menudo alterados o desbordados por el encadenamiento de las reacciones que provocan. Los primeros actos de violencia ponen en marcha complejas dinámicas que se manifiestan no sólo en el nacimiento eventual de contraviolencias, que nutren un proceso cada vez más difícil de controlar, sino también en la aparición de mecanismos psicológicos susceptibles de modificar considerablemente las representaciones del entorno social y político.

A.

CONDICIONES DE PROBABILJDAD DE LA VIOLENCIA FfSICA

Cuando los dirigentes políticos deciden entrar en guerra o, simplemente, emplear la fuerza contra algún movimiento contestatario, cuando algunas organizaciones fomentan la violencia callejera u optan por la lucha armada, el observador se ve invariablemente abocado a dos tipos de justificaciones. La primera se refiere a la supuesta eficacia de la acción; la segunda, a su legitimidad. Se adentra uno por esta vía porque espera resultados positivos, al menos a largo plazo; pero uno siente la rHn•sid
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l;\ \'IOI.ENCI A COMO l)IL!-.MA 1.)1.: ACrOKCS

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1·~1 igma de la simple imposición forzosa o del rechazo dd diálogo. En la práctica, los dos niveles de justifica' it'111 están estrechamente vinculados. Aunque el recur~~~ a la violencia se perciba en gran medida como legítimo, tiene muchas posibilidades de resultar mucho más c•licaz por contar con mejores apoyos políticos. Y al ' ontrario, aunque parezca que el uso de la violencia al
11 )

Una eficacia esperada

Nu cabe duda de que los regímenes autoritarios, clarallll'nte basados en la fuerza, y los teóricos de la realpoli1i~· son m ás proclives que las democracias a admitir dl'scaradamente este cálculo. Pero estas últimas no son intrínsecamente alérgicas a semejante razonamiento. La 111 República francesa emprendió guerras de una expnnsión colonial que propiciaba la d esproporción de las llll'rzas; puso en práctica formas brutales de represión dd movimiento obrero para restablecer el orden . Con el 11vance del Estado de derecho, tanto los responsables l"'líticos de las democracias modernas como sus respt'ctivas opiniones públicas se sintieron más obligados 11 nlllsiderar el uso de la fuerza como «último recurso ». No se atrevieron a alegar, de manera excesivamente cíllil·a, el criterio de eficacia que, enmascarado, sigue eslnndo vigente sin embargo en los análisis y los cálculos 'le· lodos los acto res políticos.

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VJOLEJ\CIAS POLITICAS ~.

El grado de violencia útil en las manifestaciones de protesta En los movimientos sociales, las muchedumbres enfurecidas siguen todavía comprendiendo hasta cierto punto el argumento según el cual la violencia es el único m~dio para ~ue los poderes públicos les presten atención. Tanto Si se trata de habitantes de barrios difíciles que se quejan de que los tienen olvidados como de asalariados v~ctimas de planes sociales, o de agricultores empobreodos por la evolución económica, en todos estos casos los bloqueos de las vías de circulación las ocupaciones más o menos salvajes de las fábricas ~ de los ~dificios p~blicos e incluso los motines y las depredaoones de b1enes se suelen ver como el único medio eficaz para llamar la atención de los medios de comunic~ción y de sacudir de este modo la supuesta indiferenCia de los poderes públicos. De hecho, a menudo sucede que, bajo la presión de la violencia, los dirigentes políticos accedan a tomar, a favor de los cazadores o de los campesinos, de los camioneros o de los enseñantes medidas que hasta entonces no les habían parecido factibles. Aunque: a corto ~lazo, esta actitud de los gobernantes permita desactivar el conflicto, supone por lo general unos costes a largo plazo, pues los actores sociales se convencen todavía más de que la violencia reporta beneficios. Sin embargo, en las democracias occidentales las movilizaciones de protesta se caracterizan por una,clara tendencia a la moderación de las formas de violencia. Desde luego los excesos no están nunca totalmente excluidos,, incluso en las manifestaciones. supuestamente pacificas, por culpa del riesgo de desbordamien-

LA

VIOLF.NCJ.~

COMO Dli.F.MA UE ACl'ORES

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tos causados por elementos radicales o provocadores. Pero el rasgo más significativo sigue siendo el cuidado que suelen poner los organizadores para prevenir enojosas situaciones descontroladas, tanto mediante sus propios servicios de orden como a través de su concertación con las fuerzas policiales. Ya se ha hecho habitual negociar con las autoridades el itinera rio de la marcha, la discreción del despliegue de las CRS *, incluso el nivel de excesos que se tolerará a los manifestantes. Por otra parte, en muchas manifestaciones se advierte la práctica de actividades lúdicas que pretende dar una imagen ingenua de los participantes y constituye una táctica de seducción dirigida al público. Disfraces, mimos, charangas, carrozas alegóricas son recursos habituales en todos los países occidentales. Hasta los campesinos, cuyos métodos de manifestación siguen siendo por lo general más elementales, se lanzan hoy en día a campañas explicativas ante Jos auto movilistas y los transeúntes ociosos, acompañadas a veces por distribuciones gratuitas de botellas de leche o de cajas de fruta. El motivo profundo de sem ejante cambio a largo plazo es que, hoy en día, recurrir a la violencia es contraproducente; al menos, más allá de determinado umbral que varía según los países, la coyuntura social o los actores implicados. A menos que se mantenga a baja intensidad, la violencia provoca en la actualidad un gran rechazo en la opin ión pública. El fenómeno incita a los dirigentes políticos a resistir frente a las reivindicado' CRS, siglas de las Compagníes Républicaínes de Sécurité (Compaliías Republicanas de Seguridad), unidades móviles que constituyen la reserva general de la Policía Nacional francesa y asisten a ésta en casi todas sus misiones {N. de la T. ].

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I'IOI .E..'iCIAS 1'011'1 IC:AS

nes y aísla a los manifestantes agresivos privándoles de los relevos políticos que necesitarían para conseguir el triunfo de sus exigencias. Los partidos que sostienen de manera demasiado evidente las protestas que se consideran excesivamente violentas pagan por lo general un precio muy alto en el plano electoral. Esta evolución de la opinión afecta también, e incluso en mayor medida, al comportamiento de las fuerzas del orden püblico. El exceso de brutalidad en las tácticas de dispersión de los manifestantes, el encarnizamiento contra los que se quedan aislados, en definitiva los «excesos policiales», segün la expresión ya consagrada, pueden desácreditar gravemente a los responsables políticos en una democracia. Por ello temen al menos tanto los excesos de sus propias fuerzas como los de los manifestantes más exaltados. Por este motivo, en los países occidentales, y en primer lugar en Francia, se deja cada vez más el mantenimiento del orden público en manos de fuerzas especialmente entrenadas para practicar sólo una violencia contenida. Ello requiere una sangre fria muy «profesional» frente a los contestatarios y unas tácticas de reacción escalonada disponibles gracias a la panoplia de los equipos con que en la actualidad cuenta la policía. Incluso en los países que siguen utilizando métodos muy enérgicos para reducir al silencio a la oposición interviene ahora un nuevo factor de apreciación: el riesgo de favorecer las intrusiones extranjeras que acentuarían la protesta. No cabe duda de que este riesgo tiene mayor peso en los Estados débiles, en los que las amenazas de intervención exterior son permanentes; pero la represión de Tiananmen en 1989 puso de manifiesto que un gran país como China podía también sufrir la contrapartida negativa, al menos en términos de imagen, de

l. I.A \'IOLE:-ICIA COMO DII.EMA DE ACJ'ORii$

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recurrir a métodos que provocaron la indignación internacional. La búsqueda de la eficacia es, pues, el fundamento mismo de las violencias de baja intensidad en las manifestaciones democráticas. Bastan para atraer la cobertura de los medios de comunicación, pero son demasiado débiles como para provocar una reprobación intensa y generalizada. Si se respetan estas condiciones, tienen grandes posibilidades de alcanzar su objetivo principal en una sociedad en la que el ruido es permanente y en la que el mayor problema no es la libertad para expresarse sino la capacidad para que te oigan, en particular en la televisión y en la prensa. Lo malo es que estas dos se interesa.n más por los excesos que por lo habitual. Y en virtud de esa misma lógica, la dimensión de la violencia se incrementa en los conflictos sociales cuando fallan las estructuras de diálogo en el seno de la empresa, bien por la ausencia de organizaciones sindicales, con lo que las huelgas son a menudo más «salvajes>> , bien por la espantada voluntaria de los empresario s ante el inicio de las negociaciones 2 •

¿Qué lugar ocupan las violencias de alta intensidad?

Las violencias así denominadas son aquellas que causan muchas víctimas o daños materiales; las que se deben a un despliegue de fuerza deliberadamente intimidador, como por ejemplo la presencia de armas pesadas o de fuerzas de choque; y por último las que incluyen actos 2. Stéphane Sirot, La Greve en France. Une histoire sociale (xiX'-x x<· siec/e), París, Odilc Jacob, 2002.

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VlOLENClAS POL!TlCAS

de crueldad y de sadismo o las que, al utilizar unas reglas inciertas, provocan fuerte angustia. A la luz del criterio de su supuesta eficacia, se comprenden mejor las formas de violencia que subsisten o prosperan en el seno de los sistemas políticos. Las brutalidades callejeras más espectaculares y, a veces, más graves son imputables a individuos y a grupos a los que les da igual la consideración de su ineficacia electoral. Es lo que sucede con los skinheads o con los ex Provos * que, casi por todas partes en Europa occidental, convierten la violencia en una forma teatralizada de autoafirmación que no tiene más finalidad que la de su propia existencia. Y es también lo que sucede con la violencia colérica en sus diferentes formas de expresión. Estalla bajo los efectos de una emoción intensa y no dominada; es un acting out caracterizado por la ausencia de premeditación y una suspensión momentánea del cálculo costes/ventajas. Los factores que provocan su aparición están relacionados, como más adelante veremos, tanto con disposiciones psicológicas particulares como con situaciones que generan frustración, humillación o desesperación. Esta «cólera» explica determinados excesos policiales, los comportamientos peligrosos de manifestantes enfurecidos y, sobre todo, los actos de venganza dirigidos contra dianas más o menos imaginarias :1• Aunque no podamos considerar que la violencia colérica es «calculada», sin embargo sí que puede estar instrumentalizada por algunos actores sociales que pretenden alcanzar sus propios objetivos. * Pravos: movimiento anarquista originalmente holandés que se extendió p or Europa en las décadas de 1950 y 1960 {N. de la T.]. 3. Recordemos el dr am a del 27 de marzo de 2002, cuando Rich ard Durn m ató, «para vengarse», a ocho ediles del consejo-municipal de Nanterre.

' 1.A VJOlf:);ClA COMO D lLEMA DE ACTORES

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En cuanto a las violencias de alta intensidad de tipo «golpe de Estado», se observa que tienden a ser menos frecuentes hoy en día, al menos en comparación con el ritmo sostenido que fue el de los cambios de régimen político en América Latina, en Oriente Próximo y en África después de la independencia. A partir de la década de 1990, la presión de Estados Unidos y de Europa a favor de la democracia ejerció probablemente un efecto disuasorio en muchos candidatos al putsch militar y al abuso de fuerza anticonstitucional. La probabilidad de fracaso se ha acentuado a causa del riesgo de que los dirigentes democráticamente elegidos llamen en su ayuda a fuerzas extranjeras. Sin embargo, esta estabilización es sólo relativa. Afecta más a la reducción de las revoluciones palaciegas que a la disminución de las guerras civiles con raíces sociales más complejas. Así por ejemplo, en África occidental, aunque algunos países experimenten ya transmisiones de poder pacíficas, otros se han sumido en interminables conflictos internos (Liberia, Sierra Leona y, más recientemente, Costa de Marfil). El cálculo de utilidad ya no es p ertinente para comprender estos procesos de desmoronamiento progresivo de la autoridad del Estado que alimentan las guerras intestinas. Efectivamente, se les escapan en gran medida a los propios actores. Por el contrario, el criterio de eficacia vuelve a ser perfectamente operativo par a comprender la aparición del terrorismo, entendido aquí como algo que incluye no sólo las operaciones de organizaciones clan destinas o de movimientos de insurrección sino también las actividades asesinas de los servicios especiales efectuadas por profesionales al margen de las leyes oficiales del Estado. Esta etiqueta, de gran carga estigmatizadora,

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VIOLF.NCIAS POL(T!CAS

se refiere a formas bastante distintas de la violencia armada: actos ciegos con el objetivo de producir la máxima incidencia en toda una población o sabotajes y asesinatos selectivos destinados más bien a destruir una infraestructura organizativa. En ambos casos son mensajes políticos dirigidos al adversario. La eficacia de recurrir al terrorismo se deriva del hecho de que da fuerza al débil o, en cualquier caso, de que compensa la impotencia en el ámbito de los enfrentamientos más normales. Efectivamente, el terrorismo denota en primer lugar una debilidad militar. Muchas derrotas en campo raso han ido seguidas de una resistencia esporádica bajo forma de atentados y sabotajes, desde las operaciones de los bóers contra los ingleses tras la caída de Pretoria en 1900 hasta las actuales operaciones antiamericanas en Irak. Las guerrillas saben que, frente a ejércitos organizados, no tienen por lo general posibilidades de ganar; una de las escasas excepciones en este sentido fue el éxito de Fidel Castro en Cuba en 1959; pero cuántos fracasos se han producido desde entonces en América Latina. A fortiori, la estrategia de los atentados, por espectaculares o cruentos que puedan ser, no puede reemplazar la confrontación equilibrada con los medios de un Estado, ni en el País Vasco o Irlanda del Norte ni en Oriente Próximo o el Sudeste asiático. En cuanto a que el Estado recurra a «medios especiales», éstos son más bien un sucedáneo de operaciones clásicas, de guerra o de mantenimiento del orden, consideradas como imposibles o ineficaces. El recurso al terrorismo indica también u na debilidad política. Muchas organizaciones que han practicado esta estrategia sólo podían contar con apoyos muy minoritarios en su propio entorno: el aislamiento ca-

2. LA VIOLENC IA COMO DILEMA [)[ ACTORES

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racterizaba tanto a los carbonari * que ponían bombas, a los nacionalistas y nihilistas del siglo XIX, como a la fracción del Ejército Rojo en Alemania o a las Brigadas Rojas en Italia durante los «años de plomo» (19751990); y todavía es lo que sucede con las organizaciones radicales de Al Qaeda. Y aunque los nacionalistas vascos, corsos o irlandeses puedan excepcionalmente tener una base política real, ésta sigue siendo insuficiente para que puedan alcanzar sus objetivos tan sólo mediante sufragio universal. Sin embargo, a veces se trata menos de debilidad que de impotencia política. Es lo que sucede con las organizaciones que gozan de un am plio apoyo popular, pero dentro de un sistema político en el que su posibilidad de expresarse de manera útil, a través de canales democráticos, sigue siendo inexistente o está muy sesgada. Éste fue uno de los motivos del carácter inicialmente terrorista de muchos movimientos nacionalistas: en el siglo XIX, contra los imperios austro-húngaro o ruso, en el XX en las luchas anticoloniales. Es igualmente la principal razón de los métodos utilizados por la guerrilla chechena, Hamás y la Yihad de Palestina, los musulmanes del sur de Filipinas ... El terrorismo de Estado se enfrenta a obstáculos cada vez mayores cuando lo practican países que son sólo potencias medias o pequeñas, y por lo tanto vulnerables. Estigm atizados como rogue States**, corren el ~ Nombre de una sociedad politíca secreta activa en Francia y en Italia durante las primer as d écadas del siglo XIX [N. de la T.]. • • Término acuñado por Jos gobiernos de Estad os Unidos y el Reino Un ido para designar a los q ue consideran Estados «can allas», <
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VIOI.eNCIAS POI.!TIC,\S

riesgo de suscitar los anatemas de la comunidad internacional. En cuanto a Estados Unidos mismo, aunque su capacidad técnica no tiene igual a la hora de poner en marcha «operaciones especiales» clandestinas, su adhesión a los principios del Estado de derecho supone en cambio que sus dirigentes corran riesgos políticos e incluso judiciales, sobre todo si un fracaso desencadena investigaciones excesivamente minuciosas por parte de las correspondientes comisiones oficiales de investigación. El terrorismo contestatario, practicado por redes menos localizables, se ve favorecido en la actualidad por el desarrollo del tráfico de armas a escala internacional. Corremos incluso el riesgo de que surja un terrorismo de nueva generación que utilice dispositivos de destrucción masiva cada vez más miniaturizados y triviales. Ya la elección de algunos objetivos como las Torres Gemelas, derribadas el 11 de septiembre de 2001, anuncia esta posible mutación; pero hay otras (centrales nucleares, grandes presas ... ) cuya destrucción tendría consecuencias todavía más catastróficas. A pesar de las amplias reprobaciones que pueda suscitar, el terrorismo contestatario ofrece la ventaja, para sus iniciadores, de hacer imposible que se ignore pura y simplemente la causa que ellos creen defender. Mediante actos espectaculares y cruentos, la vuelven a inscribir con letras de sangre en la agenda política. Desde este punto de vista, el terrorismo tiene necesidad de los medios de comunicación. Ahora bien, la teatralidad de los actos cometidos se topa con las lógicas periodísticas basadas en una escenificación permanente de acontecimientos extraordinarios y, sin duda también, en la satisfacción de pulsiones arcaicas profundamente ocultas en el subconsciente de muchos telespectadores. A las organizaciones

2. l A VIOl.tl'CIA COMO l>l l i!ÑIA DE ACTOR ES

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que proyectan este tipo de violencia no les son por lo tanto indiferentes los criterios de la labor periodística. De ahí sus cálculos en lo que se refiere a la elección de objetivos, en la que se mezclan la búsqueda de lo espectacular y la del símbolo significativo. En este sentido, los atentados delll de septiembre de 2001 pusieron de manifiesto un nivel de eficacia excepcional. Entre actores y periodistas especializados, por mediación de algunos intermediarios, pueden trabarse vínculos muy particulares. En ese caso se construye una relación compleja, en la que se denota repulsión y fascinación, claro distanciamiento y connivencias encubiertas; se manifiesta sobre todo en la difusión de informaciones filtradas o comunicados justificativos (Al Qaeda y determinadas cadenas de televisión arabes en Oriente Medio o, en Europa, algunas cadenas regionales y clandestinas corsas, vascas o norirlandesas). Por el contrario, para reducir estos efectos sobre la opinión pública, los gobernantes que combaten el terrorismo pretenden limitar su acceso a los medios de comunicación. Los regímenes autoritarios son los que más posibilidades tienen de imponer un black-out total sobre los actos perpetrados. Aunque la Unión Soviética y China hayan demostrado durante mucho tiempo gran eficacia en este ámbito, la globalización de la información y los medios de observación modernos dificultan no obstante una política rigurosamente hermética. Aun a costa de excesivas dificultades, la información consigue filtrarse a través de la represión en Chechenia. En las democracias occidentales es notoriamente difícil, aunque no absolutamente imposible, poner t rabas a la labor de los periodistas o transmitirles consignas. Es posible que el argumento de la seguridad o del patriotismo intimide a las cadenas de televisión. Sin embargo, un

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VIOLENCI AS PO!.h"ICAS

conflicto que se eterniza propicia el desinterés político. Don't mention the War [No nombres la guerra], título significativo que David Miller daba a la obra que dedicó en 1994 al conflicto norirlandés, pone claramente de manifiesto una actitud compartida tanto por los d irigentes políticos como por los responsables de prensa. La acción terrorista suele asignarse un objetivo más ambicioso que el mantenimiento en una agenda de un problema político fundamental. Tras el supuesto deseo de «hacer que se doblegue» el enemigo se oculta la esperanza de imponer al menos la apertura de negociaciones a un adversario decepcionado por una lucha sin resultados en el plano estrictamente policial. El cansancio de la población, asustada por la inseguridad, es un incentivo que puede resultar eficaz para alcanzar este objetivo; pero a menudo sucede todo lo contrario, que la angustia o el terror suscitados puedan incitarla a cerrar filas alrededor de sus dirigentes. Esta doble evolución es muy típica de la opinión pública de Israel bajo el gobierno de Sharon (segunda lntifada); se la percibe agitada por sentimientos contradictorios incluso cuando una faceta predomina momentáneamente sobre otra. El mismo proceso explica igualmente el distanciamiento, cada vez mayor, entre la opinión pública europea y la estadounidense en cuanto a la percepción de las amenazas representadas por el «terrorismo internacional>) desde el 11 de septiembre de 200 l.

El cálculo de utilidad en el recurso a la guerra Se supone que los gobiernos no se meten a LaJigera en conflictos con otros Estados. De todas las decisiones de

2. LA VIOI.~N(~A CO~lO DI LB1J\ J)~ ACfORES

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recurrir a la fuerza, ésta es probablemente la que requiere mayor atención. No cabe duda de que, antes de los tiempos modernos, supuestamente se sometían a la fortuna de las armas o al juicio de Dios, pero esta actitud no excluía la evaluación de los recursos movilizabies. Bien es cierto que algunos pretextos que hoy nos parecen fútiles podían bastar para desencadenar enfrentamientos entre príncipes y monarcas: amor propio herido, enemistades personales, ansias de gloria en el campo de batalla. No obstante, los errores de cálculo en cuanto a las posibilidades de vencer tenían terribles repercusiones: amputaciones de territorios, debilitamiento político interno, incluso pérdida del poder cuando no de la vid a. El cálculo de utilidad se hace m ás complejo cuando, con las guerras modernas, han de movilizarse importantes recursos humanos, económicos y tecnológicos. Los economistas no dudaban en declarar en 191 3 que una guerra prolongada entre p aíses europeos era imposible, p orque dejaría exhaustos a los beligerantes. Error de apreciación que, no obstante, anunciaba el coste exorbitante de un conflicto del que saldrían debilitados para mucho tiempo los países implicados. Los problemas de previsión y planificación llegarían a ser cruciales en el mundo bipolar dominado por el antagonismo entre Estados Unidos y la Unión Soviética. A partir de 1960, Robert MacNamara, ministro de Defensa estadounidense, inauguraba en este ámbito la utilización de las tecnologías más sofisticadas de la planificación, y se llegaba incluso a recurrir a la teoría combinatoria p ara comprender y prever las reacciones adversas. Aunque no faltaron los casus belli (bloqueo de Berlín en 1948, nacionalización del canal de Suez en 1956, instalación

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VIOLEI\C!AS POLfl'ICAS

de misiles soviéticos en Cuba en 1963... ), se evitó siempre la guerra entre las dos grandes potencias nucleares por los enormes riesgos de destrucción recíproca de los beligerantes. Los conflictos locales dieron lugar a enfrentamientos indirectos (en Corea a partir de 1950, luego en Vietnam, en Oriente Próximo, en el cuerno de África, y por último en Afganistán en la década de 1980... ), pero siempre dentro de unos determinados límites. Desde el desmoronamiento de la Un ión Soviética, Estados Unidos ha alcanzado la categoría, sin parangón en la historia del mundo, de superpotencia. Su presupuesto militar supera, por sí solo, el de todos los demás grandes Estados del planeta. Su extraordinaria supremacía tecnológica deja pocas dudas en cuanto al desenlace de las guerras que desearían emprender; factor este que incrementa considerablemente la tentación de solventar por la fuerza conflictos de gran importancia y favorece la influencia en Washington de políticos adeptos a la realpolitik. Sin embargo, hay que poder convencer a los electores de que los riesgos que se han corrido son totalmente soportables. La doctrina de la «pérdida cero» podía resultar paralizadora y, de hecho, casi ha desaparecido del vocabulario de los que planifican la guerra. Al comentar la muerte de quince soldados, debida a la destrucción de un helicóptero que sobrevolaba Bagdad (octubre de 2003), Donald Rumsfeld reconoció públicamente que una guerra contra el terrorismo suponía grandes sacrificios. Otro problema: el de la fmanciación de operaciones particularmente costosas. La carga se pudo aligerar de manera considerable en 1991, durante la primera guerra contra Irak, gracias a l~ amplitud de la coalición de los Estados participantes y a las

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contribuciones de los más ricos de ellos. Pero no fue igual en 2003. Este último conflicto ha subrayado la necesidad de disociar dos etapas. La planificación de una intervención a larga distancia, por compleja que haya sido, requería instrumentos de inteligencia artificial al parecer perfectamente dominados. Pero había que tener en cuenta otro desafío: sopesar las dificultades vinculadas con la ocupación de un país conquistado y prever los efectos de desestabilización de la zona, así como sus repercusiones en los equilibrios económicos y geopolíticos mundiales. La evaluación de estos costes políticos suponía otros instrumentos de previsión que movilizan una inteligencia de tipo completamente distinto, la que permite identificar con precisión y luego gestionar pertinentemente las pasiones, sentimientos y resentimientos activados por la guerra. Si, en este punto, el fracaso fue evidente ya desde las primeras semanas de la ocupación, es porque dichos instrumentos de análisis o de previsión están todavía en el limbo. Paradójicamente, podemos congratularnos por la persistencia de elementos de incertidumbre que contribuyen a m oderar la tentación de recurrir a las armas de algunos dirigentes demasiado seguros de su superioridad tecnológica.

b) Justificaciones aceptables Justificar sin ambages el recurso a la violencia sólo porque es eficaz suele presentar el inconveniente de ser perjudicial para ella. El cinismo de la ley del m ás fuerte debilita su cau sa y multiplica las dificultades. Además del refuerzo de las resistencias que puede provocar se-

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VIOLENCfAS PUI.fTICAS

mejante actitud, hay que hacer frente a la necesidad de motivar a los ejecutantes. Si no son más que mercenarios, es posible que su lealtad desfallezca en los momentos cruciales; tema de reflexión este que dio mucho que pensar a Maquiavelo. En realidad, cualquiera que sea el régimen, los militares, la policía y las fuerzas del orden tienen necesidad de idealizar al menos en parte los objetivos de su acción, presentándose como leales a~ ?ríncipe o a la patria, al interés general o a la proteccwn de los ciudadanos. En las democracias, hoy en día, su formación profesional reserva siempre una parcela a algún tipo de instrucción cívica. .. La mejor presunción de legitimidad de la accwn emprendida sigue siendo su legalidad. En princip~o, protege contra cualquier recurso ulterior de las víctimas, salvo en el caso de un derrocamiento del régimen. Esta garantía es particularmente valiosa en los países en ~os que se respeta el Estado de derecho, en los que los cmdadanos tienen la posibilidad de defender eficazmente sus derechos fundamentales ante los tribunales. Pero la creación de jurisdicciones internacionales encaminadas a castigar los crímenes de guerra incrementa todavía más el efecto disuasorio del arma judicial, al menos en los casos de violencias extremas. De manera simétrica, las organizaciones que preconizan una estr~tegia de acción violenta necesitan militantes convenodos de que luchan por una causa justa y de que los medios utiliza~ dos son legítimos. Los móviles ideológicos no son, m mucho menos, los únicos que intervienen, pero hay que pregonarlos para que sirvan por lo menos de coartada, sobre todo con respecto a terceros. Efectivamente, hay un riesgo permanente de que se desc~lifiqu_en las lu~has políticas que se llevan a cabo con vwlenCia: ¿mamfes-

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tan tes indignados o vulgares vándalos?, ¿organizaciones clandestinas o mafias?, ¿impuesto revolucionario o bandidaje a gran escala? El recurso a la violencia, rebajado con éxito al nivel de una criminalidad de derecho común, desanima a muchos simpatizantes y le hace perder apoyos activos. Los argumentos eficaces para legitimar la violencia se inscriben en un determinado paisaje cultural, ideológico y político. Despiertan un eco condicionado por los lugares y los momentos. Desde hace m edio siglo, la evolución de las ideas en este ámbito se caracteriza por la decadencia, e incluso el desmoronamiento, de ideologías que preconizaban abiertamente el recurso a la violencia. La extinción de su eficacia está sin duda relacionada con recomposiciones sociológicas más profundas. Sin embargo, aunque casi por todo el mundo se ha reducido notablemente el ámbito de las legitimaciones que se suelen aceptar, las que prevalecen tienen una interpretación lo suficientemente extensible como para ofrecer justificaciones plausibles a muchas fo rmas de violencia, entre ellas a veces las más extremas.

Retóricas que y a no se aceptan

En el siglo XIX se impusieron con fuerza dos ideologías determinantes en la extensión de la violencia política. Mencionaremos en primer lugar el nacionalismo. Su manera de sobrevalorar la idea de grandeza nacional, de manifestar una voluntad de poder y de independencia celosa, llevaba en germen muchos conflictos. Enfrentamientos territoriales entre Estados deseosos de engrandecerse en detrimento de sus vecinos; sueños

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VIOI.~NCIAS Pll i.('!'IC:AS

imperiales que alimentaron expediciones coloniales 4; revueltas de naciones sojuzgadas en pos de su emancipación; auge de los sentimientos xenófobos en paralelo con la afirmación de un orgullo identitario desconfiado. Todas aquel1as mov ilizaciones encandiladas abocaron en los inmensos estragos causados por las dos guerras mundiales del siglo xx. Un balance tan catastrófico es sin duda la causa principal del profundo descrédito en el que se ha sumido, al menos en Europa, esta ideología agresiva. Sin embargo, el nacionalismo no ha muerto; el fervor patriótico sigue visible en muchas partes del mundo, en particular en Estados Unidos, en Oriente Próximo y en el subcontinente indio. Pero en las actuales relaciones internacionales, las pretensiones territoriales justificadas por un nacionalismo expansionista son cada vez más escasas; la ley del más fuerte, la voluntad hegemónica han de enmascararse con argumentos más universalistas. Y en el orden interno se generaliza la condena, al menos oficial, de las m anifestaciones xenófobas o racistas. Los grupos de extrema derecha que preconizan métodos agresivos para <<defender a Occidente» se enfrentan a serios obstáculos culturales e incluso jurídicos; por ello, los mejor situados electoralmente llegan a proclamar su adhesión a los valores democráticos, situación que rompe claramente con el ambiente político del periodo de entreguerras. La otra ideología que legitimó intensamente la violencia fue el socialismo revolucionario. Marx y luego Lenin situaban la violencia, «partera de la sociedad tra4. Mare Ferro (dir.), Le Livre tzoir du colonialisme. xvr-xx< siecle. Ve l'exrermi11ation a la reperuance, París, Robert Laffont, 2003. El subtítulo [en castellano <•] pone d e manifiesto la evolución acaecida.

l . LA VIOI.ENCJA COMO DILEMA D ~ ACTORES

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bajadora», en el núcleo de sus estrategias de conquista del poder. Lo que supondrá, después del nacimiento en 1917 de un «Estado obrero», no sólo intensas luchas de clases dentro de cada país sino la perspectiva de un enfrentamiento irreductible entre ambos campos, el de la burguesía y el del proletariado d irigido por la Unión Soviética. Sin embargo, la tesis krucheviana de la coexistencia pacífica (1961) y luego las estrategias cada vez más electoralistas de los partidos comunistas occidentales limitaron considerablemente el ámbito de las violencias que podían justificar realmente la lucha por el socialismo. Evolución que rechazaron durante algún tiempo las izquierdas occidentales. Pero aunque las violencias de masa, en la calle y en las fábricas, siguieron estando a la orden del d ía en la lucha de clases de la década de 1970, por el contrario la violencia armada practicada por las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción Armada Roja en Alemania y, a fortiori, la Acción Directa en Francia las dejó completamente aisladas. Más adelante, en el último cuarto del siglo XX, la idea misma de revolución llegó a ser obsoleta en Europa y luego en el resto del mundo, y se llevó con ella los últimos jirones de justificación de la violencia armada que po día encubrir el sueño de emancipación del proletariado. Aunque las legitimaciones de la violencia son hoy en día cada vez más restrictivas, al menos en lo que se refiere a las violencias de alta intensidad, esta evolución se debe también, más profundamente, a causas sociológicas. En todos los lugares en los que rigen las grandes seducciones de la sociedad de consumo se perciben los enormes peligros de desorganización económica que suponen la inseguridad, los disturbios o los atentados, aunque no sea más que en el ámbito del transporte aéreo

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VIOLENCIAS PO LfTJCAS

o en el de los flujos de trabajadores, sectores en los que el juego de los fantasmas supera ampliamente los efectos de la realidad. En cuanto a la guerra, además de empobrecer a sus víctimas directas, altera el conjunto de los circuitos industriales y comerciales. No cabe duda de que estos riesgos siempre han existido, pero se han incrementado con la intensificación de los intercambios en unos mercados cada vez menos compartimentados. Por ello no es casualidad que las violencias endémicas se sitúen más bien en zonas que se han quedado al margen de la economía mundial: Afganistán y los confines indo-paquistaníes, el Cáucaso, grandes zonas de África. Es cierto que la relación entre retraso económico y violencia endémica es reflexiva: la persistencia de guerras larvadas, al disuadir las inversiones extranjeras, frena a su vez el ingreso en el sistema global de intercambios. Otro factor sociológico está relacionado con el papel de los medios de comrmicación. En tiempo casi real, la televisión ofrece hoy en imágenes el sufrimiento provocado por las revueltas, los atentados, los bombardeos y los actos de represión. Al mostrar el horror concreto de la sangre derramada, amplía el círculo de los testigos mucho más allá de las víctimas directas en sí. Y además, prolonga el tiempo de visibilidad del sufrimiento: en lo inmediato, al poder ofrecer repetidamente las escenas más emblemáticas; a largo plazo, al volver a recordar imágenes de destrucciones, brutalidades y malos tratos. Las personas neutrales o indiferentes, a fortiori aquellas en nombre de las cuales se ha practicado la violencia, tienen muchas más dificultades para refugiarse en la comodidad de la ignorancia o en la abstracción de las fórmulas del tipo «¡Qué se le va a hacer! ¡Es la guerra!».

2. l A VIOLENCIA CO\H l IJ II. EMA I)J!

ACrtl~r.l

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Ahí radica la fuerza de seducción del eslogan Not in my na me* en las manifestaciones a favor de la paz de nuestros tiempos. Por último, al conceder muy frecuentemente la palabra a las víctimas o a sus familiares, estos medios imponen al público no sólo la percepción de los sufrimientos físicos, sino también la de las secuelas psicológicas. No cabe duda de que alg unos conflictos se cubren de manera aséptica (guerras del Golfo ... ) o quedan absolutamente prohibidos para los periodistas (Chechenia... ). Y tampoco cabe duda de que, ante el «exceso de víctimas» (Boltanski), los telespectadores ponen en marcha mecanismos de selección, e incluso de rechazo; son sobre todo las víctimas con las que se pueden identificar por lazos de solidaridad comunitaria, religiosa o nacional las que los conmueven realmente. Sin embargo, la visualización, aunque sea parcial, de las dramáticas consecuencias de la violencia, en términos de sufrimiento y destrucción, no puede dejar de actuar negativamente en los juicios de valor que provoca. Éste es el motivo por el que la imagen de Israel se ha degradado considerablemente a través de la cobertura mediática de acciones casi cotidianas de represión en los territorios ocupados. Por último, las legitimaciones de la violencia se ven afectadas, a la larga, por la decadencia de los valores virilistas, particularmente notable en Europa. Entendemos por esto las referencias que alaban la fuerza masculina y el valor físico que supuestamente la acompaña. Estas virtudes eran naturalmente muy apreciadas por las cast as guerreras de las sociedades tradicionales que ponderaban el mérito, no sólo de la emoción del combate y de la " <
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VIO LENCIAS J>< l LITICAS

solidaridad de los linajes o de los «hermanos de armas» que participaban en la guerra, sino también de las perspectivas de botín que ésta podía ofrecerles. Consagrada al oficio de las armas, la nobleza europea, corno la de muchos otros países, desdeñaba abiertamente otras actividades más pacíficas. Por otra parte, en las clases populares en las que, hasta época reciente, dominaban los oficios manuales, la fuerza muscular combinada con una buena salud física suponía una baza tan valiosa para garantizar las condiciones materiales de vida que era objeto de exhibiciones ritualizadas. Se hacía gala de violencia física en las camorras de los juerguistas, en las trifulcas de los pueblos (Alain Corbin), como una especie de exageración lúdica de su necesidad económica. Muy presente en el seno del movimiento obrero, estaba en cierto modo vinculada con el desprecio tradicional de los obreros manuales hacia los burgueses y los «cuellos blancos», a los que supuestamente toda la fuerza se les iba por el pico. Llegado el caso, aquella violencia se aplicaba de buen grado contra los débiles, sobre todo si había que «volverlos a poner en su sitio» en el caso de que hubieran utilizado con éxito algún recurso como la inteligencia o la competencia para trepar por la escala social. La violencia de los pogromos de Europa oriental contra los judíos, a finales del siglo xrx, era en gran medida una violencia de campesinos, obreros y pequeños artesanos sumidos en su condición, frente a una población en vías de un ascenso colectivo. La evolución socioeconómica en Europa dejó totalmente al margen las capas nobiliarias, redujo el número de trabajadores manuales y, sobre todo, cambió sus condiciones de trabajo al facilitarles una maquinaria que relativizaba la importancia de la fuerza física como

2. tA VIOJ.ENCIA COMO ll!LI!MA DE ACTORCS

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único recurso. La presencia cada vez más numerosa de las mujeres en las movilizaciones de protesta contribuyó también a reducir el uso de las formas más brutales de violencia física, tales como el lanzamiento de tuercas, todavía tradicionales en las manifestaciones de los obreros de la metalurgia en la década de 1950. En cuanto a los ejércitos más modernos, tienden a transformar a sus soldados en técnicos. En la actualidad pueden prescindir de la violencia del cuerpo a cuerpo a golpe de bayoneta, que fue tod avía lo que les tocó a los soldados de Verdún; hoy, a la mayoría de los combatientes les costaría trabajo revivir aquello. Esta evolución de la relación con la violencia no es uniforme en todos los países. La actitud de las cadenas de televisión y los debates en el seno de las agencias de prensa, durante la segunda guerra de Irak, han puesto de manifiesto una mayor resistencia por parte de las cadenas occidentales, en comparación por ejemplo con las árabes, a la hora de transmitir imágenes particularmente duras. Incluso si, en el trasfondo, lo que estaba en juego era la instrumentalización del sufrimiento con fines políticos, el debate reflejaba también algo más profundo. Efectivamente, la referencia a las imágenes de violencia física no es ajena ni a las estructuras sociales ni a los valores compartidos. En las sociedades que gozan de una refinada tecnología, la violencia provocada por un disparo de misil resulta muchísimo menos agresiva que la de un cuchillo que degüella o un sable que decapita. Ello no significa, por supuesto, que el sufrimiento sea menor, sino que la violencia es de otro tipo, a la vez «a distancia» y supuestamente «selectiva)). Hay aquí materia de reflexión sobre los mecanismos del sufrimiento físico y sus modos de legitimación según el tipo de sociedad.

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VIOLENCIAS POJ.ÍTICAS

Dos matrices persistentes

Aunque, en las sociedades modernas, haya una gran tendencia a la devaluación creciente del recurso a la violencia, dos razonamientos de legitimación siguen teniendo gran peso: el que preconiza el derecho a defenderse y el que admite su utilización al servicio de una «causa justa}).

La violencia defensiva La idea según la cual es lícito defenderse por la fuerza contra una agresión física está ampliamente admitida en las relaciones entre personas particulares. La legítima defensa es una excusa absolutoria de acciones que, sin ella, serían punibles; pero la tiene que reconocer un juez. Es así como los Estados modernos han creído que podían romper el encadenamiento infernal de las venganzas privadas. Por el contrario, tanto en las luchas políticas como en las relaciones internacionales, el problema se plantea naturalmente en términos completamente diferentes. Hoy el Estado se define habitualmente por su monopolio de la coacción legítima. Las organizaciones que recurren a la violencia se sitúan pues, ipso facto, en la ilegalidad; y esto, en una sociedad democrática en la que se supone que la ley representa la expresión de la voluntad general, es un obstáculo que hay que superar. En realidad, el derecho a expresar una oposición es en sí mismo un aspecto esencial de las libertades democráticas, que se ha asociado tradicionalmente en gran medida con la posibilidad de violencias de baja intensidad.

2. LA

VJOL.E~CIA

COMO DILEMA DE .K TORFS

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Es, pues, sólo cuando se franquea ese umbral cuando se hace realmente crucial el problema político de legitimar la acción emprendida. Desde un punto de vista clásico, en los movimientos sociales más duros la violencia se presenta como una «reacción» justificada por la «provocación»: la de las fuerzas policiales que cargan sobre manifestantes pacíficos, la de la patronal que se niega a cualquier negociación, la de los poderes públicos que ponen en peligro las conquistas sociales. Se trata por lo tanto de una ampliación de la idea de legítima defensa, puesto que no hay siempre, ni mucho menos, una violencia física inicial. En las épocas de graves crisis sociales, en los siglos XIX y XX, la ampliación se pudo llevar todavía más lejos. Eran las condiciones de vida que se imponían a los trabajadores las que se pintaban con los colores de una· violencia insoportable, comparándose la explotación económica con una agresión. Pero la cuestión de la legítima defensa perdía ahí cierta legibilidad. Si se plantea stricto sensu, resulta más fácil de defender, aunque también se la rechaza con más vigor cuando se desencadenan violencias armadas, bien entre organizaciones políticas rivales, bien entre éstas y los agentes del Estado, bien, por último, entre Estados. Las organizaciones que recurren al terrorismo suelen empeñarse en presentar sus operaciones como «respuestas» a operaciones sangrientas contra la población que supuestamente están defendiendo, o reacciones ante asesinatos y torturas perpetrados contra sus militantes. Pero cuando se ha establecido un ciclo de violencias prolongado, el recuerdo de la iniciativa original pierde nitidez, al menos para las terceras partes. A partir de ese momento, aunque el argumento de la «respuesta» a una actuación del adversario sigue estando vigente, se

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VLOLI'.);CIAS I'OLITtCAS

inscribe también en un análisis político más global. Para ETA, la legítima defensa se entiende como la lucha contra un Estado estigmatizado como opresor del pueblo vasco; los nacionalistas irlandeses, los rebeldes tamiles de Sri Lanka o los separatistas de Indonesia ofrecen justificaciones del mismo tipo; los palestinos defienden la resistencia al acaparamiento de sus tierras por parte de Israel y la reacción ante una violencia que sufren a diario. Por el contrario, los Estados implicados se sitúan en el terreno de la defensa del orden y reivindican el derecho inalienable a garantizar la seguridad de sus conciudadanos. En este sentido, su concepto de legítima defensa goza de mejor visibilidad inmediata, pero su capacidad de persuasión no alcanza siempre a los que se mantienen a distancia de ambos campos. Cuando la sociedad está sometida a graves tensiones, la idea de legítima defensa en el orden político interno provoca incesantes controversias. La definición de su contenido es, una y otra vez, una baza política fundamental, sobre todo por parte de las minorías que se consideran aplastadas o engañadas. Por el contrario, cuando existe cohesión del vínculo social, no se discute en su principio el papel preeminente del Estado como guardián del orden jurídico, como brazo armado de la defensa social. Sin embargo, en la actualidad, la utilización de la fuerza al servicio del derecho está cada vez más estrictamente condicionada y controlada, al menos en las democracias. El ejercicio de la coacción material ha de conformarse a la legalidad, que es la única que conlleva la presunción de legitimidad. Es más, el abuso de ella será censurado por el juez, que, llegado el caso, emitirá dictamen. Nos encontramps aquí con el principio de proporcionalidad, que pretende

2. !.A \' IOLEl\CIA COMO DI LFMA !lE ACTOR~S

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conciliar la protección de los ciudadanos y la del orden público. En el ámbito internacional, al poder político se le reconoce igualmente la prerrogativa real de recurrir a la fuerza para garantizar la protección de sus habitantes, de su territorio y de su modo de gobierno. En caso de ataque exterior, el recurso a la guerra se fundamenta siempre en el derecho, como precisa el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas: «Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas [ ... ] ». Sin embargo, se puede entender este concepto de manera extensiva. Muchas veces, los dirigentes no paran en barras a la hora de desplegar una intensa propaganda que pretende presentar como defensiva una política agresiva con respecto a otros Estados u otros pueblos. Dicha actitud es, evidentemente, más fácil en los regímenes que controlan estrictamente los medios de comunicación, como han puesto frecuentemente de manifiesto Japón y las dictaduras europeas entre las dos guerras mundiales. Pero las democracias no están totalmente inmunizadas contra estas derivas. El fervor patriótico provocado por actos hostiles o p or una humillación nacional grave facilita siempre campañas de prensa belicosas y suscita reflejos de unión sagrada que dejan a los gobernantes el campo libre para iniciativas bélicas 5• ¿Cuáles son los límites del derecho a la legítima defensa? ¿Restaurar el statu quo ante poniendo fin a 5. Sobre la legítima defensa como justificación utilizada por Estados Unidos en la guerra de Vietnam, véase .!1·1ichael Lind, V ietnam. The Necessary War, Nueva York, Free Press, 1999.

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VIOLENCIAS I'OL(TJCAS

una invasión, la d e las Malvinas por los argent inos (1982) o la de Kuwait por Sadam Husein (1990)? ¿Poner fm a la amenaza imponiendo un desarme forzoso, con o sin autorización de Naciones Unidas (segunda guerra de Irak)? ¿Destruir como medida preventiva las infraestructuras del adversario (ataque israelí al reactor Osiris en 1982), o incluso ejercer represalias de intimidación a título de disuasión ulterior (determinadas reacciones del Tsahal * tras algunos atentados suicidas)? ¿Emprender una guerra preventiva para anticiparse a la con creción de una amenaza? Al sobrepasar cada una de estas fases se corre mucho riesgo de perder la condición de agredido y de aparecer como agresor, al menos ante una parte cada vez mayor de la opinión internacional. Por el h echo de que casi todos los Estados del mundo sean miembros de las Naciones Unid as, y por lo tanto suscriban los principios recogidos en su Carta, se perfila una evolución que tiende a erigir en criterio de legitimidad el aval otorgado por el Consejo de Segu ridad a las operaciones militares desarrolladas en el territorio de otros Estados. En este sentido, la guerra contra lrak emprendida, en 1991, por una gran coalición como respuesta a la invasión de Kuwait supuso un nuevo giro fundamental que creó una situación en gran medid a inédita. Lo mismo cabe decir, incluso a contrario, de los intensos esfuerzos desplegados por Estados Unidos y sus aliados para conseguir que el Consejo de Seguridad avalara sus operaciones bélicas contra Irak en la primavera de 2003. En todos los países democráticos, la im• Fuerzas de defensa israelíes, cuyo nombre completo-es Tsva Haganah Le-lsrae/, que constituye n el ejército de Israel {N. de la T.)

2. LA VIO I.ENCIA COMO DlLE.\iA llE ACTOReS

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portancia del apoyo de las opiniones públicas a una intervención militar queda en cierto modo condicionada a la existencia o la ausencia de una resolución del Consejo. El que se haya hecho caso omiso de la voluntad de la ONU no ha invalidado estas percepcion es, puesto que la coalición aliada e n Irak se en contró, por este motivo, en una situación m ucho más desfavorable que en 1991. La aceptación por parte de Estados terceros (y de sus respectivas opiniones públicas) del argumento de legítima defensa seguirá dependiendo en gran medida, en el futuro, de este criterio, aunque sea imperfecto, de legalidad internacional. Y si se tuviera que ampliar el Consejo de Seguridad, dicha tendencia se vería reforzada.

La violencia al servicio de una causa justa Se trata en este caso de un modo de legitimación que siempre ha gozado de gran elasticidad a lo largo de los tiempos. Suele enmascarar móviles mucho más inconfesables que van desde la defensa de intereses económicos hasta la pura y simple manifestación de la voluntad de poderío. Al cabo, la franqueza de Federico II, rey de Prusia, resulta bastante excepcional cuando, frente a los escrúpulos de María Teresa de Austria, declaraba en 1772 que el reparto de Polon ia tal vez no fuera bueno para la salvación de su alma pero que sin duda lo sería para la de sus Estados. Con ello desmentía a Kant, que se extrañaba de que «no se haya excluido totalmente de la política de la guerra la palabra derecho como expresión pedantesca y que no haya h abido un Estado lo suficientemente osado com o para profesar esta doctrina [de la

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VIOLENCIAS POlÜICAS

pura relación de fuerzas]» 6• Como regla general, el idealismo de unos permite que el cinismo de otros avance más eficazmente hacia el objetivo deseado. La historia ofrece ilustraciones muy variadas de ello. En la Antigüedad, la República romana invoca su empeño por defender la libertad de las ciudades griegas cuando, en el siglo u a. C., invade Grecia y arrasa Macedonia. Más tarde, Guillermo el Conquistador, manifiestamente indignado porque el rey Harold había violado su juramento, le arrebata su reino inglés; y Venecia desvía contra Bizancio la IV Cruzada, destinada a liberar los Santos Lugares. Son innumerables las expediciones guerreras que se justifican por el afán de liberar a las poblaciones oprimidas, a semejanza de la Rusia zarista que, con la disculpa de proteger a los eslavos, justifica su expansionismo hacia el Mediterráneo en el mismo momento en que Francia encubría bajo el aspecto de misión civilizadora sus expediciones coloniales. Como siempre ha sido políticamente útil poder legitimar las intenciones bélicas o las acciones violentas mediante argumentos idealistas, los valores más respetados son por lo general aquellos que se movilizan para dar fe de que la causa que se defiende es justa. Ello explica por qué se ha invocado tan a menudo la religión a la hora de justificar contiendas de conquista, revueltas contra el poder o masacres perpetradas contra otros grupos. Algunos lo achacan, algo precipitadamente, a su p apel intrínsecamente «belígeno». No cabe duda de que el fanatismo religioso puede ser un factor de tensiones cuando los creyentes, impulsados por un proselitismo exacerba6. Emmanuel Kant, Projet de Paíx perpétuelle (1795), trad.,· París, Nathan, 1991, p. 24 [ed. cast., Sobre la paz perpetua, Alianza Ed., 2004].

2. LA VIOLEKCIA COMO DIUMA !lE ACTORFS

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do, pretenden imponer su verdad por la fuerza. De hecho, los juicios sobre el papel de las religiones suelen poner de manifiesto una confusión de niveles. Los móviles que se invocan no hacen referencia a los factores reales de la violencia, sino que los idealizan. Gengis Khan aducía la existencia de un Dios único para justificar sus pretensiones a un imperio universal único. Aceptar esta «explicación» para las devastaciones perpetradas desde Hanoi hasta Budapest, pasando por Pekín y Bagdad, sería una frivolidad. Si, en el siglo XVI, la Reforma pudo degenerar en guerras civiles, fue en gran medida porque se codiciaban los bienes de la Iglesia. Los pogromos europeos se fundaron igualmente en motivos religiosos, pero tenían fuertes raíces sociales, oportunamente enmascaradas con argumentos teológicos que, por otra parte, solían reprobar las autoridades eclesiásticas. En nuestra época, muchos políticos, en India y en Paquistán, en África y en Indonesia, exacerban los antagonismos entre confesiones para movilizar en su beneficio a sus clientelas. En cuanto a los militantes islámicos que practican la violencia callejera o el terrorismo, no son necesariamente los más practicantes ni los más devotos; es posible, incluso, que se opongan flagrantemente a las supremas autoridades de su confesión. Sería más exacto decir que la religión permite dar un significado ideológico a algunas frustraciones nacidas de la indigencia económica, de la corrupción o de la imp otencia política 7• De hech o, el 7. Oliver Roy, «Le vrai terreau de la radicalisation n'est pas l'enseignement religieux, méme s'il permet de la rationaliser, mais la frustration devant une situation inextricable» !«El verdadero caldo de cultivo de la radicalización no es la doctrina religiosa, aunque ésta permita racionalizarla, sino la frustración ante una situación inextricable»], en Les Illusions du 11 Septembre, París, Seuil, 2002, p. 79.

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VlOI.EXCIAS POLfTICAS

recurso a la violencia se basa, la mayoría de las veces, en especulaciones interesadas o incluso en resentimientos y humillaciones identitarias. Este mecanismo de justificación a través de los valores morales supremos se aplica en la actualidad a las ideologías teóricamente más respetables. Como la revolución social debía suponer la emancipación real del proletariado, parecía lógico utilizar la violencia para gue triunfara este auténtico humanismo. Tal fue el argumento fundamental de todos los intelectuales que acompañaron en su andadura al partido comunista entre 1920 y 1960. Pero en la Unión Soviética de Stalin, esta ideología fomentará, sin lugar a dudas, burdas prácticas de dominio e intereses de poder. Hoy en día, hasta la defensa de los principios democráticos y la defensa de los derechos humanos permiten encubrir empresas que, cuando menos, parece ser gue tienen también otros objetivos. Así vemos cómo el presidente de Estados Unidos justificó la guerra contra Irak (26 de febrero de 2003) alegando su empeño en «demostrar el poder de la libertad para transformar esa región vital, aportándole esperanza y progreso», clarísima alusión a las virtudes de la economía de mercado y de la democracia pluralista. Como escribía ya Eric Hobsbawm: «Estados Unidos es, en cierto sentido, como la Unión Soviética, una potencia ideológica gue se arraiga en una Revolución y, por ese motivo, siente la necesidad de guiar el mundo según sus principios>>. Y luego añadía: «se considera una potencia cuya misión consiste en estabilizar el mundo y, si llega el caso, en llevar a cabo operaciones de policía internacional» 8 • 8. Eric llobsbawm, Les Enjeux du xxf siix le, trad., París, Complexe, 2000, pp. 28 y 3 L [ ed. orig. íng., On the E dge of the New Century, WW Norton & Co. lnc., 2000].

•. LA VfO!.ENC L' COMO llTIJ oMA lJE ACTO RES

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Sin embargo, en las democracias pluralistas, la legitimación de la guerra se encuentra con graves obstáculos. Como estos regímenes proclaman su adhesión a la paz entre los pueblos y defienden los méritos del diálogo y de la negociación como medios para la resolución de conflictos, no basta con identificar a un adversario para justificar el uso de la fuerza contra él. Es preciso que dicho adversario encarne una amenaza o u n mal extremo. Paradój icamente, la em ergencia de retóricas de demonización está estrechamente vinculada con la elevación del u mbral de legitimidad de la violencia. Mientras que los príncipes podían combatir sin odiarse, las democracias no pueden entrar en guerra más que contra regímenes que se tildan de detestables y cuyas prácticas odiosas han de justificar la intervención. A falta de una amenaza grave e inmediata, surgen acres debates en el ruedo público a propósito de la rectitud de una causa y, todavía más, de la naturaleza de Jos medios que hay que poner en marcha para que ésta prevalezca. El recurso a la guerra suscita, a priori, suma sospecha; algunos sectores de la población se declaran incluso a priori pacifistas. Estas críticas constituyen, por lo tanto, un fren o para muchas actuaciones desconsideradas, pues los gobernantes n o pueden qued arse impasibles ante las reservas que manifiesta su electorado. Por el contrario, cuando algunos intelectuales y medios de comunicación con sensibilidades p olíticas por lo general opuestas coinciden en defender la causa de la legitimidad de una interven ción armada , la eficacia persuasiva de ese consenso puede ser muy grande. En la última década del siglo XX, determinadas campañas de prensa alertaron, en diferentes ocasiones, a la opinión sobre los crímenes de masas, desencadenando una pre-

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VIOLENCIAS POI iTICAS

sión casi irresistible a favor de la fuerza. Esta reivindicación del derecho a la injerencia en nombre de los valores humanitarios resultó ser particularmente intensa en el momento de la caída de la antigua Yugoslavia. El descubrimiento de campos de detención para los musulmanes de Bosnia, la polémica para dilucidar si se podían calificar de «campos de concentración», la información sobre las violaciones de guerra y, por último, la difusión de imágenes del mercado de Sarajevo, arrasado el 5 de feb rero de 1994 y luego el 28 de agosto de 1995 por obuses lanzados por los serbios, provocaron una gran movilización en los países occidentales sobre el tema de la «cobardía de la comunidad internacional», con este llamamiento insistente, susceptible de provocar un sentimiento de culpabilidad: «¡Esta vez no podremos decir que no lo sabíamos!». De este modo, muy legitimada por la prensa, la intervención militar acabará por producirse en el marco de la OTAN, primero en Bosnia, luego en Kosovo unos años después, cuando se saquen a la luz las exacciones del régimen de Milosevic y sus «planes de depuración étnica» 9• Con un grado de intensidad menor, el mismo tipo de campaña de opinión, tanto en Europa como en Estados Unidos, había llamado la atención sobre la gravedad de la hambruna provocada por la guerra civil en Somalia; e n nombre de la urgencia humanitaria, el Consejo de Seguridad autorizaba, en diciembre de 1992, una intervención armada bajo mando estadounidense, con el objetivo de crear las condiciones de seguridad necesarias para facilitar la prestación de ayuda urgente. 9. Alice Krieg-Planque, «Purification ethnique». Une formule et son llistoire, París, CNRS Éditíons, 2003, pp. 32 y ss.

2. LA VIOLENCIA COMO llll.EMA J)E At:J"OR~.S

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En la actualidad, la causa justa por excelencia es la solidaridad activa con las poblaciones amenazadas por la hambruna, la exterminación o determinadas sevicias particularmente graves. Pero es también, sobre todo en Europa, la lucha contra cualquier forma de resurgimiento del nazismo. Por eso, además de los elementos materiales, es tan importante la calificación de los hechos denunciados . A partir del momento en que se baraja la noción de «genocidio» o de «crímenes contra la humanidad», el principio mismo de una intervención armada para que aquéllos cesen está bastante exento de una oposición directa, debido a las normas éticas internacionales suscritas oficialmente por casi todos los Estados del mundo. Sin embargo, muchos otros crímenes de masas de grandes dimensiones han suscitado movilizaciones limitadas o ineficaces, como lo ponen claramente de manifiesto el caso de Ruanda en 1994 y, posteriormente, el de Chechenia. Evidentemente, la capacidad de indignación de las opiniones públicas fluctúa según los gobiernos implicados, el tipo de información disponible y las solidaridades de civilización o de religión con las víctimas. En cualquier caso, sólo desemboca en acciones concretas en la medida en que se encuentra en fase con los cálculos de los dirigentes que, en su caso, actúan en primer lugar por consideraciones de utilidad, vinculadas a la razón de Estado.

B.

D INÁMICAS INTERNAS DE LA VIOLENCIA FfSICA

Debido a su resonancia emocional, la violencia puede provocar efectos sumamente imprevisibles. Su nivel de intensidad es, por supuesto, un factor influyente en la

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VlOLH\CIAS P(lLi TH: AS

activación de eventuales reacciones en cadena; pero también es importante, como veremos más adelante, el trasfondo de violencia simbólica con que se sobrecarga su significado. Los interrogantes planteados por la dinámica de violencia se refieren en primer lugar al problema de su autoalimentación: ¿en qué condiciones sigue siendo un fenómeno aislado, circunscrito, que se agota en sí mismo o que, por el contrario, se extiende como una epidemia devastadora? Se refieren también a la cuestión de las reestructuraciones políticas que pueden provocar algunas violencias prolongadas, o de alta intensidad. Ante éstas resulta difícil mantener la neutralidad y a menudo se ve uno forzado a tomar partido. Y como dichas violencias se inscriben en la memoria a largo plazo de los grupos sociales, contribuyen a mod_ificar la percepción de sus intereses y de sus aspiraClones.

a) ¿Extinción o reactivación! Para delimitar realmente lo que compete a las dinámicas inherentes al empleo de la violencia sería preciso poder aislar el sistema de acciones/reacciones de todas las demás variables ambientales, como por ejemplo la disposición para el diálogo o el rechazo de éste por parte de los actores implicados y la aspereza de los antagonismos sociales, comunitarios o nacionales que constituyen el telón de fondo del conflicto. Esta disociación es evidentemente imposible. Sin embargo, los trabajos dedicados al estudio de la relación entre violencia de Estado y violencia de protesta, en particular en la perspectiva de los modelos calificados como estratégicos,

2. [.A

V IOU~NCIA C0~-!0

DJL t-:."-! A LJE ACTORES

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permiten identificar algunos argumentos útiles que sirven p ara interpretar las especificidades de cada situación histórica concreta.

Los procesos de aceleración A p oco que las circunstancias sean favorables a la ebullición de las mentes, un grave atentado, el asesinato de una personalidad o un incidente fronterizo suelen actuar como detonantes de una explosión gen eral. El asesinato de Calvo Sotelo, el l 3 de julio de 1936, fue la señal que provocó la insurrección franquista en España, al igual qu e el del presidente Habyarimana, en junio de 1994, fue la chispa que inició el genocid io ruandés. Un principio de represión, sobre todo si es despiadado, acarrea tremendas consecu en cias cuando tien e lugar en una situación prerrevolucionaria. En 1905, en Rusia la tropa provocó una carnicería en una multitud de peticionarios pacíficos, durante el «domingo rojo» del 9 de enero; la mism a situación se repitió en febrero de 1917. Las violencias siempre han tenido muchas posibilidades de propagarse si el régimen vigente utiliza la fuerza sin discriminación suficiente: dispersión de los manifestantes con una brutalidad desproporcionada, detenciones al azar, castigos colectivos. Los p oderes desvinculados del puebLo y carentes de relevos políticos (y policiales) son muy vulnerables a estos errores de apreciación, que multiplican la probabilid ad de cometer excesos que generan indign ación. En una conclusión aplicable tanto a la Francia del Antiguo Régimen como a la Rusia zarista del siglo XIX, Harry Eckstein escribe:

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VIOLENCIAS POLiTICAS

Una represión inadecuada desemboca en una combinación de desafección y descrédito de las élites dirigentes. Dicha represión lo único que co nsigue es que los en emigos del régimen sean más competentes en el arte de conspirar; los hace más expertos en el arte de la clandestinidad y de la comunicación sublimin~L _No es pues sor~rendente que una represión burda y poco habil suela ser p rop1a de las sociedades prerrevolucionarias 10•

A dicho elemento, Ted Gurr añade las fluctuaciones en las políticas de represión que alternan los excesos y las debilidades. Ve en ellas un p otente factor de incitación a la intensificación de las revueltas. El análisis es igualmente válido para las situaciones coloniales y las ocupaciones extranjeras; el poder político, lejano, suele conjugar la tor peza y la inmoderación en sus actuaciones. Los militantes muertos en combate convertidos en mártires, los prisioneros de suerte poco envidiable, los rumores y la realid ad de las torturas, los controles incesantes d e las poblaciones, incluso sus desplazamientos forzosos, todos estos encadenamientos casi mecánicos de la violencia de Estado cuando alcanza cierta intensidad fomentan el reclutamiento de nuevos militantes y suscitan nuevas vocaciones de combatientes. El perfeccionamiento de la información y de los métodos de represión va acompañado de un incremento del nivel técnico de los clandestin os, desde el punto de vista tanto del armamento como de los métodos, así como de una intervención creciente de fuerzas extranjeras, que se ponen de parte unas del régimen amenazado y otras de las fuerzas que se enfrentan a él. 10. ~arry l-!eckstein, «On the Etiology of Internal Wars», en Ivo y Rosahnd Feterabend y Ted Gurr (eds.), Anger, Violen ce and Politics. -"'Theories and Research, Eng1ewood Cliffs, Prentice Hall, 1972, p. 9.

2. LA VIOLENCIA COMO DI LEMA OF. ACTOR<-~

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Las manifestaciones de protesta y los movimientos revolucionarios han pretendido a veces, de manera muy deliberada, provocar un proceso activo de prop agación de la violencia. La búsqueda de már tires es un a p alanca muy eficaz de movilización popular contra un poder vilipendiado, al igual que la generalización de los desórdenes agota su capacidad de resistencia. Desde la Revolución francesa de 1789 hasta la revolución iraní de 1979, vemos cómo actúa esa dinámica que provoca la caída de un régimen político. Discípula aplicada de la teoría leninista, la izquierda del sesenta y ocho popularizó en Francia, aunque equivocándose de época, el famo so ciclo: provocación-represión-movilización. Como respuesta a «actuaciones ejemplares» al margen de la legalidad, el poder político desvelará su auténtica naturaleza policial, abriendo con ello los ojos a las masas; luego las detenciones que se llevaron a cab o a raíz de los primeros enfrentamientos legitimaron las nuevas convocatorias de manifestación bajo el lem a: «¡ Liberad a nuestros camaradas!». Esta estrategia resultó ser eficaz, al menos en la fase inícial del movimiento de mayo de 1968, cuando las protestas, que en principio se acantonaron en Nanterre, se desbordaron hacia la Sorbona para luego extenderse por todos los campus universitarios. Marcadamente emocionales, hicieron que pasara a primer plano la denuncia de los m étodos utilizados por las fuerzas del orden («CRS, SS *») con respecto a los objetivos a largo plazo de la ((revolución» . • SS: siglas de la Schutzstuffel o R~cuadra de Protección, tropa de élite de carácter militar, político, industrial y criminal al servicio de Hitler y del aparato nazi. CRS: véase la nota de la p. 57. La consigna viene a equiparar a las fuerzas del orden público fran cesas con las q ue encarnan lo p eor d el régimen h itleriano [N. de la T.].

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VIO I.r:NCJAS POJ.fTICAS

En los conflictos militares entre diferentes Estados, los éxitos iniciales provocan fácilmente una espiral belígera cuyo desencadenamiento tiene cierta relación con el dilema del jugador: ¿por qué retirarme cuando estoy ganando? Por ese motivo, las condiciones del desarrollo de la primera guerra contra Irak en 1991 (pérdidas militares nulas ... ) incidieron a favor de la guerra de Afganistán (2001) y luego de la segunda guerra contra Irak (2003). Las victorias fáciles favorecen los sesgos enojosos en la evaluación de situaciones ulteriores. Los dirigentes (pensemos en los fenómenos clásicos de groupthink * ) y, tal vez todavía más, la opinión pública son proclives a ceder a sentimientos de euforia, de arrogancia, incluso de exaltación (patriótica) que fomentan la sobreestimación de las facilidades de la siguiente guerra y la subestimación de sus riesgos colaterales e incluso del propio adversario. Desde Francisco I hasta Luis XIV, ¿cuántos reinados que comenzaron bajo espléndidos auspicios no acabaron con graves dificultades? Y no podemos dejar de mencionar la embriaguez tan particular en que se sumió Hitler a partir de 1939 y que condujo a su país a la ruina. Otros factores, todavía más importantes, fomentan los procesos belígeros. Nos referimos en primer lugar, naturalmente, al deseo de revancha de los países o de los pueblos vencidos. Provocan los famosos ciclos bélicos que han dominado durante mucho tiempo la historia de las relacion es franco-alemanas y que todavía ri• Término acuflado por el psicólogo Irving janis en 1972 para describir el proceso a través del cual un grupo puede adoptar d ecisiones malas o irracionales, porq ue en una situación de groupthi r~ k cada miembro del grupo trata d e adaptar sus opiniones a lo que considera · que es el consenso del grupo {N. de la T.].

2. LA VIOLE:-
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gen las relaciones árabe-israelíes desde 1948; la victoria no hace más que abrir la perspectiva de otros conflictos o de formas renovadas de resistencia cada vez menos pacíficas. Sólo la reconciliación sobre bases honorables o la desaparición del adversario (por asimilación cultural y política, o incluso por aniquilación física en el caso de los amerindios) hace que cese a largo plazo el ciclo de la violencia. Los éxitos clamorosos t ienen también el efecto de fomentar el temor al hegemonismo del vencedor, incluso entre los no beligerantes; semejantes inquietudes inducen a algunas personas neutrales a adherirse poco a poco a coaliciones hostiles. Tanto las guerras feudales como los conflictos europeos de la Europa posterior a los tratados de Westfalia ponen de manifiesto esta ley de propensión. En la actualidad, la creciente supremacía militar n orteamericana genera un incremento de los sentimientos hostiles hacia Estados Unidos, cuyos ciudadanos suelen preguntarse: Why do they ha te us? *; la respuesta es, en realidad, sumamente sencilla. Los éxitos militares tienen además inconvenientes políticos cuando conducen a una ampliación excesiva de las fronteras del imperio. Los conjuntos territoriales muy grandes son más difíciles de gobernar. Cualesquiera que fueran las circunstancias particulares que pudieron intervenir en el nacimiento de los imperios romano, árabe o mongol y, más próximos a nosotros, en el de los imperios británico, francés o ruso, las sublevaciones contra los representantes locales de un poder lejano su rgieron del propio exceso de la expansión inicial. No cabe duda de que se veían favorecidas por las

*

<<¿Por qué nos odian?», en inglés en el original {N. de la T.].

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VIOLENciAS PO LflJCAS

dificultades de comunicación, la debilidad de los efectivos y la necesidad de reclutar in situ tropas cuya lealtad a veces dejaba mucho que desear (insurrección de los cipayos en la India inglesa en 1860). El actual despliegue de tropas estadounidenses en escenarios de operaciones cada vez más numerosos se libra de algunas de estas dificultades clásicas del control de un espacio demasiado extenso; sin embargo, se han multiplicado los riesgos de fricciones que degeneran en conflictos larvados y éstos en guerras de estancamiento. Es posible que éste sea el talón de Aquiles del primer imperio realmente mundial de la historia.

El proceso de enquistamiento En los países asolados por una guerra civil o por desórdenes de envergadura se puede tener la impresión de que, hasta cierto punto, el estado de violencia se ha instalado de manera estable, cualesquiera que fueran sus causas originales. Efectivamente, en el Líbano de la década de 1980 y en la actualidad en la región africana de los Grandes Lagos, en el Congo, en Liberia, en Sierra Leona, y también en algunos países de América Latina como Colombia, se han puesto en marcha unos terribles factores de perpetuación de los conflictos. El estado prolongado de guerra o d e guerrilla engendra necesariamente a personas que sacan partido de ello, es decir, categorías de actores interesados directamente en su dilatación. Se trata, naturalmente, de soldados mercenarios que, aprovechando la inseguridad, han cambiado su posición poco envidiable de parados o de marginados ·por la condición de milicianos o de militares. Si el regre-

2.. LA V IOLEI\
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so a la vida normal ha de suponer la pérdida de su poder o de sus ingresos, o incluso de verse sometidos a posibles represalias debido a algún acto criminal cometido de uniforme, tienen muchas posibilidades de convertirse en agentes objetivos de la prolongación del conflicto. A fortío ri sucede lo mismo con sus jefes, los señores de la guerra que viven en ese país y se arrogan el control de lucrativos recursos: tráfico de drogas, d e diamantes o de armas, impuestos «revolucionarios)), royalties cobrados a las empresas extranjeras o a los comerciantes locales. Paradójicamente, la idea de crímenes de guerra y la existencia de tribunales internacionales para juzgarlos pueden disuadirles todavía más de volver a la vida civil a causa de las amenazas judiciales que pesan sobre ellos. Y como la inseguridad generalizada sigue sien do incompatible con un auténtico desarrollo económico, las p erspectivas de reinserción de los milicianos en oficios distintos del de la guerra son sumamente inciertas . Este círculo vicioso tiene cierta an alogía con lo que sabemos que sucedía en la Alta Edad Media europea. Las invasiones germánicas, luego las de los vikingos y, por último, las violencias internas de la época feudal fueron la causa del prolongado estancamiento económ ico de Occidente; y éste, a su vez, fomentó la p ervivencia de comport amientos depredadores. Una dinámica de enquistamiento completamente diferente es la que se manifiesta en los regímenes democráticos que se enfrentan a rebeliones, insurrecciones o actos terroristas. Si sus gobernantes pretenden mantener las formas esenciales del Estado de derecho, no deberán superar determinados umbrales en el ejercicio de la violencia de Estado. Los responsables de violencias gozarán de garantías judiciales cuando los detengan y

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2. LA V IOLEK CIA C OMO DILEMA DE ACTO RES V IOLENCIAS POLfTICAS

los juzguen; los malos tratos, a fortiori la tortura, han de estar oficialmente prohibidos y, si tienen lugar, se podrán incluso sancionar. Cuando, por razones de eficacia, se deban adoptar disposiciones impopulares, como la limitación de las libertades públicas o la entrada en vigor de medidas de excepción, se aplicarán esencialmente a territorios o poblaciones concretos (el estado de excepción que estuvo vigente en Irlanda del Norte no se aplicaba a Gran Bretaña); en cualquier caso, dichas medidas no confieren poderes de investigación ilimitados a las fuerzas policiales o militares. Las personas hartas de la persistencia de la violencia verán de buen grado estas normas como frenos para la acción; por el contrario, las que simpaticen con los adversarios las recibirán mal, hasta el punto de que se harán receptivas a las campañas sobre el tema de los «errores», de los «excesos>> o incluso de la solidaridad con los prisioneros políticos. Las organizaciones que recurren a la violencia pueden engrosar con ellas su audiencia. Si, por otra parte, son capaces de cierta moderación en el uso de la violencia (cosa más aplicable a Córcega que al País Vasco), esta violencia se puede percibir como casi soportable en la vida cotidiana. En cuanto a la población del país protegida por el régimen de excepción, se resigna mucho más fácilmente a ese statu quo insatisfactorio. Sólo se podrá poner fin al estancamiento mediante medidas radicales de tipo político, a veces más temidas que deseadas.

Los procesos de erradicación Algunas formas de violencia alcanzan semejante intensidaddestructora que parecen eficaces como medios para

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provocar de manera duradera la calma, si no en las cabezas al menos en el territorio. Tal era la estrategia utilizada por los gobernantes que disponían de medios limitados para garantizar el mantenimiento del orden. En la Antigüedad, en el Antiguo Régimen y, por Jo general, en los imperios débilmente estructurados, los efectivos de tropas permanentes eran siempre reducidos, y las dificultades para conseguir refuerzos, enormes; la lentitud del tiempo de reacción ante una rebelión permitía a menudo que ésta adquiriera dimensiones peligrosas. Estos factores explican en gran medida la ferocidad de los métodos de represión que entonces se utilizaban. Se quería infundir el más absoluto terror en los insurgentes, y en todos aquellos que pudieran caer en la tentación de imitarlos posteriormente. Incendios de las ciudades, masacres en masa, crueldades sin cuento acompañaban, de manera totalmente ordinaria, la recuperación de las zonas sublevadas. La Revolución francesa todavía utilizará esta estrategia cuando mande que peinen la Vendée * las tristemente famosas «columnas infernales», cuya misión definitiva consistía en «la exterminación de una ralea proscrita que hay que barrer absoluta y totalmente de la faz de la tierra» ll. Sin embargo, estos métodos de disuasión por medio del terror no desaparecieron en la era de los Estados modernos. Durante la guerra de Secesión, el ejército de Sherman, bajo la presidencia de un demócrata tan convencido como lo era Abraham Lincoln, seguía recibiendo consignas explícitas de devastación para acabar con la resistencia de los sudistas, al igual que sucede• Véase nota delap.12. 1 l. Carta de Carrier al Comité de Salud Pública, 11 de diciembre de 1793. Véase Patrice Gueniffey, La Polítique de la Terreur. Essai sur la violence révolutionnaire 1789-1794, París, Fayard, 2000, p. 263.

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Vllli.Ft\CIAS POú liCAS

ría más adelante con las tropas inglesas que se enfrentaron a la guerrilla de los bóers. A fortiori, las dictaduras no han dudado en utilizar los medios más extremados para aplastar las rebeliones intestinas o las de los países conquistados. Desde Stalin y Hitler hasta Pol Pot y Sadam Husein, pasando por la Guinea Ecuatorial de Macías o la Ruanda de Jos autores de genocidios, las diferencias estriban esencialmente en los medios de exterminación disponibles y en el grado de organización que se alcance, «artesanal» o «industrial». El recuerdo de semejantes excesos y el temor a que se renueven suelen ser suficientes para mantener en la obediencia más absoluta a las poblaciones propensas a la resistencia. Pero esta forma de disuasión mediante la crueldad, tan antigua como el mundo, no es la única que existe hoy en día. La aparición de armas nucleares, bacteriológicas y químicas ha hecho que surjan nuevas amenazas de destrucción masiva y ha dado pie a otras estrategias de disuasión. En la época de la guerra fría entre los bloques, la amenaza de recurrir al armamento nuclear y la imposibilidad de luchar contra sus efectos inmensamente dest ructivos provocaron que los protagonistas, básicamente la Unión Soviética y Estados Unidos, entraran en las sutilezas de la teoría combinatoria. Su principal consecuencia fue que la paz armada prevaleció en el campo de batalla europeo desde la década de 1950. Pero si uno de los protagonistas adquiere sistemas eficaces de escudo contra los vectores de armas nucleares, como es el caso desde el éxito del programa antimisiles de Estados Unidos, se rompe el equilibrio del terror. · Y, lo que es peor, la miniaturización de estas armas hace que su diseminación sea más fácil y menos localizable. Pot1o tanto, es probable que hasta Estados de potencia

2. LA VIOI.f:NCIA COMO Dl lr.MA l.>E ACI"Oitr.'

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media o pequeña e incluso que redes internacionales bien organizadas puedan llevar a cabo en el futuro una disuasión o un chantaje eficaces. Les bastará con enviar señales suficientemente claras para poner de manifiesto al mismo tiempo su voluntad y su capacidad. Por el contrario, las democracias liberales que deben, al menos en parte, tener en cuenta a sus <
b) Efectos de recomposición política Como hemos dicho anteriormente, la especificidad de la violencia física radica en su resonancia emocionalmente inmediata. Incluso en los medios sociales en los que se da poca importancia a un puñetazo, el inicio de una trifulca supone siempre un aliciente p ara dramatizar la rivalidad. A f ortiori lo m ismo sucede en aquellas situaciones en que las reglas de la coexistencia social se suelen basar en la exclusión de la violencia. La reducción del umbral de tolerancia admitido hace mucho más dramática la aparición de violencias de alta intensidad. En las relaciones internacionales, el elogio de la paz y la insistencia en la n ecesidad de resolver pacíficamente los conflictos son temas constantes de todos los

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V IOLENCIAS PO iJTICAS 2. LA VIO! f'ICIA COMO 0 1LEMA lJf ACTOR ES

discursos de los actores; por ello la violencia introduce una «anomalía» que lleva a considerar, desde un punto de vista diferente, las situaciones en las que se produce. El efecto de dramatización no se debe tan sólo al carácter anormal de la violencia; es consecuencia también del sentimiento de inseguridad que provoca su aparición. Sus primeras manifestaciones hacen siempre surgir el temor a que «esto degenere». Ponen de manifiesto la ruptura de los controles sociales que, en tiempos norm ales, inhiben o alej an la tentación de recurrir a la fuerza. La suspensión del interdicto abre por lo tanto un periodo indeciso: ¿el hecho de que se franquee un primer umbral supone acaso que se van a derribar otras barreras? Es cierto que, en muchos casos, la incertidumbre es pasajera y todo vuelve a quedar rápidamente en orden; pero a veces existe, justificadamente, el temor a que se haya abierto la caja de Pandora. Por eso, tras un altercado, una revuelta o un atentado se multiplican los llamamientos que incitan a la calma, las exhortaciones a que se mantenga la sangre fría, los intentos de mediación más o menos desordenados. Independientemente de su eficacia práctica, sumamente desigual, se pone de manifiesto la voluntad de conjurar y exorcizar. La aparición de la violencia da inseguridad también cuando rompe ilusiones vinculadas a la existencia de relaciones hasta ese momento pacíficas. Algunas huelgas particularmente duras han hecho que se tambalee el paternalismo de algunos empresarios; los primeros atentados contra los colonos europeos en Argelia hicieron trizas el mito de una coexistencia pacífica de las comunidades; el resurgimiento de las guerrillas en Afganistán desmiente la convicción de que se ha erradicado defmitivamente a los talibanes. Estas violencias confie-

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ren una visibilidad extrema a antagonismos cuya existencia era preferible olvidar o negar. Desde el punto de vista psicológico, siempre resulta más cómodo creer en la armonía de las relaciones sociales o en la paz entre los pueblos cuando de ello se extraen beneficios directos, aunque sea en detrimento ajeno. Además, los individuos que están profundamente convencidos de las virtudes del diálogo corren el riesgo de quedarse notablemente desamparados cuando triunfan aquellos comportamientos que subrayan la fragilidad de su ética. Tanto en las luchas políticas intestinas como en las relaciones internacionales, las violencias de alta intensidad acarrean tres tipos de consecuencias, por lo demás e~trecha,n:ente vinculadas: .el endurecimiento de los juicws pohttcos, la emergencia de nuevas fuerzas políticas y la activación de lo que podríamos denominar comunidades emocionales.

La radicalización de los antagonismos políticos

El primer efecto de la violencia es el de perturbar el juicio político de las personas implicadas en ella. No cabe duda de que su incidencia en la racionalidad de los actores está en relación directa con la intensidad del estrés que provoca. ¿A quién le preocupan al cabo del tiempo los excesos cometidos con ocasión de una manifestación algo conflictiva? Por el contrario, la distorsión de las percepciones políticas se debe a violencias dramáticas, sobre todo si éstas son duraderas o si se evoca con frecuencia su recuerdo. En medio de la Primera Guerra Mundial, Freud señalaba su terrible efecto: «La propia ciencia ha perdido su serena imparcialidad;

2. LA VJO I.ENCJA COMO Dll.H-IA D E ACTORES

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VIOLENCI AS POl.fTit:AS

sus servidores, exasperados hasta la saciedad, recurren a ella para crear armas con el fin de contribuir a fulminar al enemigo» 12 • Mientras que las terceras personas son capaces de mantener la calma, la indignación o el temor que sienten las víctimas directas y todas aquellas personas que tienen algún motivo para identificarse íntimamente con ellas incidirán en su capacidad de juicio. La búsqueda de las causas de la violencia ha de orientarse sin dilación en direcciones determinadas que definen a un adversario necesariamente como «cobarde», «odioso>> o «despreciable». Después de una revuelta, de un atentado o de un bombardeo cruento, éstas son las palabras obligatoriamente utilizadas para estigmatizar a sus autores, sobre todo en los lugares en que se han producido los hechos, allí donde tal vez se encuentran todavía los heridos o los muertos. Si el vocabulario de la condena tiene variantes limitadas es porque en ese momento se ejercen muchas coacciones emocionales sobre la interpretación de la situación. A las categorías habituales del lenguaje político se superponen, incluso sustituyéndolas, unas categorías morales enormemente tajantes: el mal ha atacado a la inocencia. La necesidad de manifestar una solidaridad de una manera esencialmente afectiva está en consonancia con la intensidad de las emociones a las que hay que enfrentarse; sería una falta política mantener un a actitud demasiado puramente «política» . Pero en esas condiciones resulta muy difícil mantener el rumbo de una estrategia controlada. El error más h abitual de los 12. Sigmund Freud, «Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort» (!917), trad. Essais de psychanalyse, París, Payot, 1973, p. 235 (ed. cast., «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte», en El malestar en la cultura, Alianza Ed., 2004].

dirigentes democráticos que han de enfrentarse a una insurrección, al terrorismo o a la guerra es el de encerrarse en reacciones de tipo militar o encaminadas a preservar la seguridad. En caliente, esa tendencia resulta prácticamente irresistible, pues se trata de poner remedio a toda marcha: canalizar la indignación y controlar el temor. La elección de responder a la violencia con la violencia (al menos verbal} tiene como efecto inicial, cuando no como objetivo primordial, tranquilizar a los tuyos, poniendo de manifiesto tu propia fuerza; pretende ofrecer un exutorio para la humillación, el rencor o el deseo de venganza. Pero los mecanismos que se establecen incrementan los riesgos de errores de juicio ulteriores. Tanto en los medios de comunicación como en el discurso oficial se inflan las informaciones que «demuestran» por un lado el heroísmo o la inocencia de los partidarios propios y por otro la maldad diabólica del adversario; cualquier cosa que las contradiga se minimiza o se acalla, al menos públicamente. Como el hecho de escuchar a las víctimas es muy legítimo, la atención que se les presta facilita que no se vean otros elementos de apreciación, falseándose los análisis globales de la situación política. Y como la indignación y el temor son armas potentes, las personas que temen enfrentarse a problemas de fondo se situarán de buen grado en el terreno único de eliminación de la violencia. Aunque cuesta apagar un incendio cu ando se prenden nuevos focos ... Cualesquier a que sean - «terroristas» o gobernanteslos autores de violencias, e incluso sus simpatizantes, tienen que optar por asumirlas o por rechazarlas. Cu anta más indign ación haya producido la violencia (muertes de civiles, bombas humanas), mayor será el dilema.

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VIOI.EiiCIAS POLiTICAS

2. LA VIOlF.NCI.~ COMO DII.F.MA llE ACTORf S

La confusión se percibe a veces claramente en las tomas de posición públicas. Una primera estrategia consiste en sumarse, sin demasiado entusiasmo, a las condenas generales para expresar su «condolencia», al tiempo que se restituye la violencia a su contexto político con el fin de absolverla en parte; los gobernantes tienen además el recurso de prometer una «investigación» y de anunciar posibles «san ciones». Otra, más arriesgada, consiste en atribuir al adversario y sus tenebrosas manipulaciones la responsabilidad directa de los actos imputados. Las organizaciones clandestinas a veces pretenden echarle la culpa a organizaciones rivales o a los servicios secretos del Estado enemigo cuando las consecuencias políticas de un atentado resultan desastrosas. Son incontables los golpes de Estado, rebeliones, atentados y asesinatos at ribuidos a la KGB, a la CIA o al Mossad , a los agentes de Libia o de Corea del Norte (¡cierto es que sólo estamos dispuestos a sospechar de los ricos!); recíprocamente, muchos gobernantes han ocultado de este modo la actuación de sus servicios especiales, atribuyéndosela a sus enemigos. Por el contrario, cuando se asume plenamente la violencia, va siempre acompañada de un endurecimiento de los análisis políticos y sobre todo de una labor reforzada de descalificación del adversario. Descalificación que facilita, ciertamente, la minimización o la legitimación de los excesos que se cometen contra él. La radicalización de la distinción entre amigos y enemigos es la consecuencia inevitable de recurrir a violencias de alta intensidad. Los indiferentes y los neutros, los moderados y los pacíficos se ven obligados a tomar partido. En las épocas de exaltación patriótica o revolucionaria (guerras entre Estados-nación, guerras civiles

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del siglo XX), a los medios de comunicación que pretendían ser independientes o imparciales se les acusaba de «estar al servicio del enemigo» y a menudo se cerraban o se inca~taban. Al ~ismo tiempo, a los que se oponían se les soba detener y JUzgar, acusándoles de «desmoralizar al ejército», «atentar contra la moral de la nación» e incluso «entenderse con el enemigo». Para Clemenceau, el famoso «¡Hago la guerra!» significaba recurrir a este tipo de métodos . No cab e duda de que esas retóricas agresivas o suspicaces están más mitigadas en las socíeda~es democ~áticas contemporáneas, en las que el plurahs~o p olítico es un principio fuertemente legitimado. ~m embargo, la sospecha surge rápidamente, como pusieron de manifiesto, durante la segunda guerra del Golfo (2003), las acusaciones no sólo contra Al Yasira sino contra la BBC. En Estados Unidos se dio rienda suelta al resentimiento contra los aliados que se habían o.puesto a la .g~erra, _n~ sólo en los círculos del poder smo en la optmón pubhca, lo que abrió una sima entre este país y Europa. Por el contrario, la indignación provocada por la violencia del adversario se convierte en Wla potente. amalgama de la unidad nacional, pero a costa de un mcremento de la presión ejercida sobre los posibles disidentes. En la fase de aceleración de un proceso de violencias se crea una diná~i~a de demagogias políticas que pone en apuros las posiciOnes de los moderados y favorece, al menos durante algún tiempo, la emergencia de radicales cada vez más radicales. Es fácil observar esta dinámica en las épocas de revoluciones incipientes. Las tomas de posición están apenas esbozadas cuando ya se han superado; los líderes de vanguardia se plantean cosas que no se habían atrevido a esperar, ni siquiera se-

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V!OtE>iClAS POUTIC.AS

guramente a pensar. Así, entre 1789 y 1792, el club de los Jacobinos se hizo republicano y mo nolítico, cosas q ue n o e ra en absoluto en sus com ienzos; en cuanto a Robespierre, monárquico en 1788, todavía se oponía a la pena de muerte en 1791, aunque dos años más tarde se convirtió en el artesano del «Gran Terror». Este tipo de itinerario no es excepcional. Afectará a los dirigentes de la Comuna de París entre marzo y mayo de 187 1, y luego a los m iembros de los sóviets constituidos en Rusia durante el verano de 1917. En el ambiente de efervescencia creado p or la multiplicación de las violencias y de las víc timas, la circunspección se convierte en tibieza, la prudencia en cobardía, la moderación en desidia. La intimidación acalla las voces de la razón. Record emos esas situaciones de duplicación del poder que machacan sobre todo a los moderados: cuando la calle pretende imponer su ley a las instancias legales; cuando una guerrilla controla por la noche un territorio ocupado de día por el ejército; cuando los servicios especiales o las m ilicias armadas quedan fuera d el control de la autoridad civil. El proceso de escalada se manifiesta igualmente durante las guerras que llegan a un punto muerto. En el seno del establishment militar y político, el debate se centra en el envío de refuerzos más numerosos, en el recurso a métodos más «enérgicos», en la definición de objetivos bélicos m ás radicales. Se anuncia ritualmente la inminente caída del adversario. A menos que los primeros fracasos sean decisivos, es raro desde luego que conduzcan a la retirada inmediata de las fuerzas implicadas; por el contrario, aguijonean el deseo de recoger el guante, fomentando en los primeros momentos la influencia creciente de los «halcones» sobre las «p alo-

2. LA VIOLE!\CIA COMO DJJ .n iA DI'. ACTORES

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mas». Sólo cuando los costes humanos, políticos o económicos del conflicto llegan a ser exorbitantes se invierte el equilibrio de las fuerzas. En ese momento se desencaden a un proceso de ruptura d entro de las esfer as dirigentes. Durante la guerra de Corea, tal fue el motivo de la defenestración de Mac Arthur, que había preconizado recurrir a las armas nucleares; y lo m ismo sucedió durante la guerra de Argelia con Jacques Soustelle y los coroneles que tenían una idea demasiado avasalladora del «arma psicológica». Ambos acontecimientos imprimieron un giro radical a estos dos conflictos.

Nuevos actoresy antiguas recetas Incluso en las democracias, en las que las reglas del juego prohíben los medios de expresión n o pacíficos, se dan con frecuencia las violencias de baja intensidad. Cuando se producen durante movilizaciones de protesta, constituyen señales de descontento difíciles de ignorar, sobre todo si son motivo de que surjan en primer plano de la escena dirigentes más radicales o nuevas figuras. Así fue cómo, en Francia, José Bové ~ asentó su notoriedad en actos de provocación deliberadamente ilegalistas. Una estrategia sagaz supone combatir esta concurren cia o tratar de capitalizar su influencia. En el primer caso se pondrá énfasis en denunciar sus métodos; en el segundo, en recuperar sus temas. Por otra parte, se suele utilizar la franja violenta del campo ad* José Bové, sindicalista campesino fra ncés (n. Burdeos, 1953 ), mundialmente famoso por su llamativa participación en manitestacioncs contra la globalizacióo y los cultivos y alimentos transgénicos y en defensa de los intereses del mundo rural {N. de la T.].

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VIO LF.NCIAS POI.fTICAS

versario como un espantapájaros para reagrupar a los partidarios propios y provocar, enfrente, la confusión entre los elementos moderados; la izquierda se ha servido del Frente Nacional, y la derecha, después de haber denunciado constantemente al partido comunista, señala hoy con el dedo a la izquierda altermundialista. Cuando algunas organizaciones defienden la lucha armada para conseguir que prevalezcan sus exigencias y la simple represión no es capaz de sofocarla, a los gobernantes les cuesta trabajo no plantearse iniciar en algún momento el diálogo con ellas; y esto aun cuando, anteriormente, hayan proclamado a voz en cuello que no se trataría con los «terroristas». La opción de entablar negociaciones con responsables que tienen «las manos manchadas de sangre» resulta siempre muy arriesgada. Por lo general suscita, en democracia, violentas oposiciones, sobre todo si dichas negociaciones suponen dejar al margen a interlocutores que, ellos sí, han sido elegidos por sufragio universal. Tal ha sido el dilema de los responsables políticos de las metrópolis coloniales que se vieron enfrentados a movimientos de liberación na~i~~al.a veces sumamente violentos. Es posible que la tmctactón de las conversaciones con el Frente de Liberación Nacional (FLN), al final de la guerra de Argelia, provocase tanto la abierta desobediencia de oficiales de rango superior, durante la sublevación de Argel, como la violencia desencadenada por la OAS *. La vía estrecha de

* Sigla~ de la Organisation Armée Secrete (Organización Armada Secreta), fundada e~ tiempos.de la colonización francesa de Argelia por la derecha c?lomahsta residente_ en aquel país y que constituyó un grupo terronsta de corte neofasctsta al servicio de los intereses de los colonos franceses frente a la creciente res istencia independen·tista argelina [N. de la T.].

2. LA VIOLENCIA COMO l)Jf.EMA DE ACTORES

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la negociación es pues la que intentaron tomar, con las consabidas dificultades, el gobierno británico en Irlanda del Norte y el gobierno francés en Córcega, en tanto que el de Madrid ha ido alternando las negociaciones indirectas y las rupturas con ETA. La exigencia de paz a cualquier precio, a menudo más soterrada que visible, está siempre presente en cuanto se prolongan las violencias civiles o la guerra extranjera. Pero mientras no la respalde algún partido y siga siendo un movimiento de ciudadanos hartos de los conflictos, su impacto sigue siendo limitado. En Irlanda del Norte, el movimiento de Mujeres por la Paz no ha prosperado, a pesar de algún éxito inicial. Sin embargo, esta espera prevalece como fuerza virtual, susceptible de favorecer la famosa «dinámica de paz>, sobre la que los negociadores suelen basar sus esperanzas de conseguir un acuerdo político. Legitima a los gobernantes victoriosos, pero también a quienes concluyen una paz honrosa sin más; también beneficia a las fuerzas que se adueñaron del poder a raíz de alguna violencia particularmente costosa: sublevación, insurrección, revolución. La exigencia de orden, que se asocia con el restablecimiento de la seguridad y el regreso de los soldados, predomina sobre cualquier otra consideración en amplios sectores de opinión, por lo general los menos politizados. A veces incide a favor de una paz razonable que contribuye a la restauración de las libertades democráticas; a veces, también, precipita una brutal retirada de las fuerzas que participan en un teatro de operaciones exteriores y deja a la población sumida en el caos. En algunas ocasiones legitima a dirigentes democráticos «proclives al diálogo» y en otras contribuye a recompensar a «hombres fuertes» a los

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YIOLE.'ICIAS P OLlflCAS

que hay que agradecerles que hayan puesto orden por encima de todo. Cuando han cesado las violencias, el recuerdo de la sangre derramada o de las atrocidades cometidas pesa sobre las actitudes y las opiniones políticas. En todas las generaciones marcadas por la guerra se manifiesta un fenómeno doble. En primer lugar, la emergencia de un sentimiento de «ex combatiente», «ex resistente», «ex muyahidín», que atraviesa las fronteras de los partidos políticos y propicia la aparición de redes o de grupos de presión autónomos. El fenómeno es espectacular, en Francia y en Alemania, tras el primer conflicto mundial; resulta sorprendente por su intensidad, pero también se detecta en otros países después de algún enfrentamiento armado de importancia. El discurso político invoca, a menudo a gritos, la «deuda» supuestamente contraída por los supervivientes y las generaciones venideras con los héroes o los mártires que cayeron en el campo de batalla. Se la recuerda con monumentos a los muertos, conmemoraciones y ceremonias en las que se exalta la fraternidad de las armas (sobre todo, bien es cierto, si ha resultado victoriosa). Representa un poderoso llamamiento a la unidad por encima de las discrepancias de los partidos, las clases o las religiones; y ninguna formación política puede ignorar su dinámica. Da una dimensión emocional a los vínculos transnacionales: entre Europa y Estados Unidos, por ejemplo, con el recuerdo del desembarco aliado en 1944; y también entre Francia y sus ex colonias por la participación de los ex combatientes africanos entre las tropas fra ncesas. Porque «no se ha vertido la sangre en vano», el discurso «ex combatiente» rechaza enérgicamente a los políticos que se aparten de los ideales que eran supuestainente

2. !.A VICl LE:-ICIA CO~I O Ull lMA OF. ACfORES

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los de los muertos; para mantenerse en fase con la dinámica de la guerra, valora actitudes generales de firmeza frente a un adversario; está incluso dispuesto a descalificar a los dirigentes que no han participado en los sacrificios, o que se quedaron «emboscados». A Bill Clinton lo acosaron, durante su campaña presidencial de 1992, por haber tratado de evitar que lo m ovilizaran durante la guerra de Vietnam. Y por si fuera poco, esa retórica de la unidad del pueblo, forjada en los combates, constituye un poderoso instrumento de legitimación para el régimen que ha sabido llevar a la victoria (en tanto que la derrota lo descalifica o lo debilita) . En los Estados del Tercer Mundo, los <.lirigentes elegidos a raíz de las guerras de independencia se han valido de este recurso para afianzar su nuevo poder. Un régimen nacido de una revolución cruenta o de una guerra civil pone todo su empeño en justificar la represión de sus oponentes invocando el temor a un retorno de la violencia. Tanto la Unión Soviética como el franquismo pusieron durante mucho tiempo en marcha esta retórica emocional, reavivando el temor al fascismo o al comunismo. Sin embargo, con el tiempo, estos regímenes han de enfrentarse a nuevas discrepancias. Frente a los ex combatientes, guardianes de los valores fundacionales del régimen, surgen tecnócratas modernistas indiferentes a esas emociones fosilizadas. La experiencia de veterano y, en mayor medida, el hecho de haber sufrido en un conflicto fomentan paralelamente un pacifismo deliberado. Como reacción al idealismo de los que defienden la guerra y critican el pacifismo cuando nunca conocieron el horror de las trincheras, fue muy patente en Francia tras la Primera Guerra Mundial, a juzgar por el aura de un Romain Ro-

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VIOI.F.t>CIAS PO LíTICAS

lland; e incidirá en la actitud de los dirigentes frente a la Alemania nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial, constituye el pedestal de la política de acercamiento franco-alemán que desemboca en la construcción europea. Y todavía hoy sigue inspirando a las opiniones públicas de estos dos países reticencias particularmente vivas a la h ora de tener que recurrir a la guerra para solucionar conflictos internacionales. El gran malestar de los ex combatientes de Argelia se ha traducido en un silencio persistente sobre las condiciones en que realmente se desarrolló el conflicto, que en realidad no se quebró hasta pasadas muchas décadas. Es muy probable que una experiencia de tanta trascendencia haya facilitado la reorientación de las mentalidades a favor de una inserción definitiva de Francia en el espacio europeo.

Comunidades emocionales

Esta expresión, tomada del vocabulario de Max Weber, puede designar a una muchedumbre congregada en el lugar donde se ha producido un atentado o un bombardeo, a los actores de una batalla callejera o a los miembros de una asamblea polftica que celebra una deliberación urgente. Pero existen igualmente «comunidades emocionales a distancia», compuestas por individuos que jamás se han visto. En todos los casos se impone la existencia, al menos temporal, de un colectivo basado en afectos compartidos: compasión y solidaridad con las víctimas inocentes, alegrías contagiosas por un éxito, embriaguez tras una victoria, «alegría pervers~» al contemplar el sufrimiento de un enemigo. Estos sentí-

2. !.A VIOLENC IA COM O DILEMA VE ACTORES

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mientas pueden surgir de manera absolutamen~e ~s­ pontánea, como reacción común ante un choque ~den­ tico, que aporta una especie de consuelo y seg.undad. Cada individuo se siente menos solo con su mtedo, su desesperación o su ira; y si está exaltado, la ~om~nión con el prójimo incrementa su goz?: En esas. sttuacwnes de paroxismo se ejerce una pres10n formtdable ~n. el seno de la comunidad emocional que llega a condtciO~ar en gran medida la expresión de los sentimientos legítimos y, por lo tanto, a potenciar la cohesión d:l grupo. Este fenómeno se puede ya detectar en las multitudes indignadas ante un atentado o un bombardeo; y también en la opinión pública de un país en guerra cuando el deber patriótico de solidaridad con los soldados que luchan en el frente tiene un gran peso. En caliente, las voces discordantes causan escándalo Y suscitan fuertes condenas. Inaudibles o despreciadas, quedarán reprimidas en la periferia de la comunidad emocional hasta que ésta se calme. . . Hay que tener también en cuenta las emocto~es codificadas. Se supone que un ministro del lntenor ha de manifestar su indignación cuando las víctimas de las agresiones son policías; en e~lo se j~ega tanto su credibilidad como su autoridad Jerárqmca. Los atentados delll de septiembre de 2001 proporci~naro~ al puebl? estadounidense y a sus dirigentes testnnomos de sohdaridad procedentes del mundo entero, no to~os basados en auténtica compasión. Algunos se mamfestaron por temor a suscitar una venganza política o por el deseo de desviar sospechas; una preocupación de simple decencia enmascaró la ambivalencia de otros. Por el contrario, no cab e duda de que la emoción fue intensa en el propio país y muy fuerte en los países europeos

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VIO LENCIAS PO I.ITICAS

vinculados a Estados Unidos por profundos lazos de civilización. Inversamente, en esos mismos países, los bombardeos de Bagdad se han vivido a menudo de una manera muy parecida a un videojuego, mientras en el mundo árabe-musulmán suscitaban profunda angustia. Efectivamente, el grado de implicación emocional depende en gran medida de la calidad de las víctimas y de las solidaridades, visibles o latentes, que nos unen a ellas. Los malos tratos que se infligen a los miembros de un partido soliviantan a sus militantes y espolean a sus simpatizantes; los ataques contra sinagogas o mezquitas reavivan las solidaridades confesionales y comunitarias. En cuanto a los atentados perpetrados contra agentes del Estado, suscitan reacciones de solidaridad corporativa e institucional, mientras que la muerte de soldados en el campo de batalla afecta al conjunto de la comunidad nacional. En el transcurso de violencias de carácter grave, las emociones que realmente se sienten son elementos que revelan la pertenencia identitaría e indican las fidelidades efectivas, a pesar de los olvidos o las traiciones de épocas de normalidad. No cabe duda de que existen situaciones en las que no se trata del m ecanismo. Es lo que sucede con la propensión de tipo «humanista» a decir que a uno le preocupan todos los horrores perpetrados contra cualquier población. Esas violencias desgraciadamente son demasiado numerosas para que, desde la distancia, se pueda ir mucho más allá de una indignación abstracta, progresivamente estereotipada bajo los efectos del cansancio. Por el contrario, sobre el terreno, la confrontación concreta con el sufrimiento no deja ciertamente insensibles a las p ersonas que tienen el valor de dar testimonio o de intervenir ac-

2. J.A VIO!.ENCIA COMO UILF.MA D~ ACfORES

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tivamente con el fin de aliviar la angustia ajena. Esta compasión, de tipo universalista o altruista, es efectivamente distinta de las reacciones emocionales de componente identitario. No por ello estas últimas dejan de ser, desde el punto de vista político, las más poderosas. Las violencias de alta intensidad ponen de manifiesto solidarid ades de base social, comunitaria, religiosa o nacional que pueden haber estado hasta entonces invisibles. El fenómeno es particularmente evidente en tiempos de guerra, cuando las primeras victorias o las primeras dificultades fomentan oleadas de pat riotismo en los países en conflicto. Del mismo modo, las violen cias en las que se enfrentan jóvenes inmigrantes y policías, en los suburbios de las ciudades europeas, inciden sobre el auge del comunitarismo. Sobre el terreno, los incidentes aislados desencadenan u na solidaridad combativa; el recuerdo comentado de las violencias sufridas o ejercidas fomenta posteriormente la reactivación del sentimiento identitario. Ésta actúa cada vez más a favor de la religión, en este caso concreto el islam, porque en Europa es la única capaz de crear un vínculo social fuerte entre poblaciones de origen étnico muy distinto. Casi en cualquier parte del mundo, allí donde hay individuos que son agredidos por su pertenencia surge una solidaridad íntimamente condicionada por un elemento identitario. Y es porque ya existía, visible u oculto, por lo que aparece tan rápidamente una comunidad emocional. Ésta fomentará el regreso a una potenciación de tipo religioso, comunitario o nacional. La importancia de los vínculos identitarios contribuye a seleccionar, de manera decisiva, a las víctimas verdaderamente conmovedoras. La violen cia de los tuyos es legítima o,

l . !.A V IOI.F.NCIA CO'>IO !)fLEMA DE ACTORF.S

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cuando menos, comprensible, excusable, y, además, los otros la exageran; la del adversario es desproporcionada, incalificable, bárbara. Se tiende sistemáticamente a rechazar o a poner en tela de juicio las informaciones perturbadoras. Naturalmente, éstas son meras tendencias que no suscriben todos los miembros del grupo, pero para oponerse a ellas hay que dar muestras de resistencia, cuando no de auténtico valor. Cuando dos campos se enfrentan con dureza, lo que llama la atención es la propensión a minimizar, incluso a negar rotundamente, los sufrimientos de la otra parte. Protestantes y católicos del Ulster, israelíes y palestinos, estadounidenses y resistentes iraquíes ... la mayoría de los protagonistas de los conflictos tienen tendencia a polarizarse unilateralmente en «sus)) víctimas. Las imágenes televisadas de destrucción, dolor y muerte pueden contribuir en gran medida a ahondar el foso de las sensibilidades comunitarias. Se alega siempre el tratamiento desigual que se da al sufrimiento de unos y de otros, pero existen en efecto desequilibrios objetivos que resultan significativos. La tibia compasión o la indiferencia de los unos escandalizan a los que comparten intensamente el dolor o la humillación de los otros. Igualmente hiriente es esa alegría perversa que se complace en las pérdidas infligidas, los reveses o los fracasos acumulados. E indignarse excesivamente por los sufrimientos vividos en el campo enemigo supone provocar terribles reacciones de odio o de bajeza, cuando no una acusación rotunda de traición. Entre los escritores, periodistas e incluso los expertos, la resonancia emocional de la violencia propicia un sesgo irresistible en la construcción de sus análisis. A pesar de argumentos en apariencia puramente raciona-

les, las tomas de posición sobre la legitimidad ~e una intervención militar y la aceptabilidad de determmados métodos de represión o de lucha clandestina no son i~­ teligibles si no se tienen en cuenta los círculos de fidehdades identitarias íntimas de sus autores. En problemas de fuerte carga emocional como el análisis de los conflictos de Oriente Próximo o la evaluación de la intervención estadounidense en Irak, el «lugar desde donde se habla>> es la principal clave descifradora para poder comprender determinadas conclusiones que pretenden ser puramente clínicas. Dicho «lugar)), .que puede ser comunitario, confesional, sexual (cuestiOnes de género ... ), permite también compre~der las relecturas ~e episodios históricos litigiosos, mcluso :uando sen.a preferible creer que su alejamiento en el hempo pr~pt­ cia una toma de posición más distante. Hemos vtsto cómo pacíficos historiadores justifi~aban los ?or~ores de la Revolución (francesa o bolchevtque) y se mdtgnaban ante los que habían cometido el Antiguo Régimen o los zares; y cómo otros, no menos eruditos, adoptaban posiciones simétricamente inversas. Sus in~erpreta­ ciones serían incomprensibles sin una referencia a convicciones forjadas por su identidad ideológica, que? a su vez, es producto de elecciones basadas en s~s reaccw~es ante violencias insoportables, pero selectlVas. Es bten sabido el papel predominante de la Inquisición en la formación de una cultura anticlerical y el de las represiones obreras en la memoria socialista del siglo XIX. El Libro negro del comunismo conviene al anticomunismo de unos al tiempo que suscita la sospecha de oscuras maniobras. La memoria compartida de violencias graves constituye una argamasa comunitaria o nacional fundamen-

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VIOLENCIA> POt.ITICAS 2. LA VIOI.f.NCJ¡\ COMO DILH IA D~ ACTORES

tal. Las persecuciones religiosas reactivan, a la larga, la fe de los fieles y su adhesión a las tradiciones; las provocaciones racistas, antisemitas o xenófobas inducen, a su pesar, a miembros del grupo víctima a adoptar una alteridad que hasta entonces podían rechazar. Tras haber subrayado la importancia de la memoria en la construcción de una nación, Renan añadía: «Haber sufrido juntos; sí, el sufrimiento en común une más que la alegría. Por lo que respecta a los recuerdos nacionales, los duelos tienen más valor que los triunfos>>13 . En unos casos, el recuerdo de invasiones y ocupaciones extranjeras; en otros, el martirologio de los grandes personajes espirituales o políticos; y siempre, la heroización de quienes lucharon por la libertad. En la diáspora judía, enfrentada al terrible reto de la asimilación, el recuerdo de la Shoah * se convirtió en el más poderoso fermento de arraigamiento identitario, en particular en Estados Unidos 14, y Yad Vashem en un lugar clave de la memoria israelí y judía al mismo tiempo. Mucho después de que tuvieran lugar los acontecimientos trágicos, su recuerdo reaviva tanto la identificación compasiva con las víctimas como la indignación contra sus perseguidores. No cabe duda de que los cambios históricos y políticos impiden a veces mencionar públicamente al adversario común. Pero persisten entendimientos tácitos, repre13. Erncst Renan, Qu'est-ce qu'une nation? (1822), reed., París, Agora Pocket, 1992, p. 54. [ed. cast., ¿Qué es una nación?; Cartas a Strauss, Alianza Ed., 1988]. • Shoah, término hebreo u tilizado por el pueblo judío para referirse al Holocausto [N. de la T. }. !4. Pcter Novick, L'Holocauste dans la vie américaine, trad., París, Gallimard, 2001 [ed. orig. ing., Holocaust in American Life, Houghton Mifflin Company, 19991.

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sentacion es soterradas, palabras no dichas que pesan mucho sobre la construcción de las culturas comunitarias o nacionales. Bastará con un brote de violencia para que vuelvan a salir a la luz las discrepancias. Este fenómen o se pone de manifiesto en las relaciones entre diferentes etnias, religiones y civilizaciones; sigue marcando las relaciones entre determinados Estados (Grecia y Turquía, Polonia y Rusia, China y Japón ...). Dentro de una misma nación existen discrepancias políticas más o menos fosilizadas por la memoria de persecuciones específicas. En Francia, por ejemplo, explican las singularidades electorales de determinadas zonas geográficas, como el Midi tolosano (hogueras cátaras), las Cevenas protestantes (dragonadas y camisards), la Vendée católica («columnas infernales») o la Alsacia disputada entre dos Estados rivales. Siempre y cuando no se hayan roto los procesos de identificación de un pasado singular. Ello supone que se han transmitido recuerdos a través de la escuela o del tejido asociativo, las iglesias o las formaciones políticas. Cabe igualmente mencionar el papel de los léxicos identitarios que subsisten a través de la historia. Los protestantes víctimas de la Noche de San Bartolomé, los católicos perseguidos por la Revolución, los republicanos anticlericales de 1793 son muy diferentes de los protestantes, los católicos y los ultralaicos de hoy en día. Sin embargo, su sensibilidad actual ante las épocas beligerantes de la historia sigue siendo específica y está comp uesta p or eufemizaciones u olvidos de las violencias infligidas, de insistencias recurrentes sobre las que se padecieron. Terminaremos evocando la tesis de Fredrik Barth concebida con respecto a los agrupamientos étnicos, pero extrapolable a todo tipo de comunitarismo, e in-

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VIOI.bNC!AS POllHCAS

cluso a la propia fidelidad nacional. Para él, el sentimiento identitario se define no tanto por un material cultural específico y exclusivo como por la importancia que se le dé a una «selección de señas de identidad» 15• Al potenciarse su valor, éstas constituyen la frontera simbólica del grupo y, por ello, le dan vida a través de las representaciones colectivas. Desde este punto de vista, no cabe duda alguna de que centrarse en las violencias emblemáticas y, en menor medida, en la identificación selectiva de los responsables desempeña un p apel fundamental en las valorizaciones identitarias más intensas.

3. La violencia como enigma de investigación

Aunque la violencia desempeña un papel enorme en la historia y en la política, escribía Hannah Arendt, «resulta bastante sorprendente a primera vista que muy raramente haya sido objeto de algún estudio o análisis particular» 1• En realidad, su comentario no es del todo exacto. Justo cuando expresaba esta observación, una aproximación a la violencia, menos ética que clínica, suscitaba ya gran interés. Era el punto de vista planteado por los autores de La Personnalité autoritaire 2; le seguirían, a partir de la década de 1960, grandes encuestas empíricas dedicadas a los motines urbanos y a los enfrentamientos raciales y, posteriormente, al terrorismo y la guerra. Así pues la violencia, o al menos la violencia física, constituye un objeto teórico fundamental

15. Fredrik Barth, «Les groupes ethniques et leurs fro ntieres» , en Philippe Poutignat y jocelyne Streiff-Fénart, Théories de l'ethnicité, París, PUF, 1995, p. 244.

l. Hannah Arendt, «Sur la violence» ( 1969), en Hannah Arendt, Du mensonge a la violence, trad., Parfs, Calmann-Lévy, 1994, p. 111. 2. Estudio pluridisciplinario en el qu e p articiparon sociólogos, filósofos, psicoanalistas y psicólogos, dirigidos por Th. Adorno, E. Frenkel-Brunswick, D. Levinson y R. Sanford, Nueva York, Harper and Row, 1950. 123

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VIOI.!:J\CIAS VOLfT ICAS

de las ciencias sociales, con la particularidad de que hace improbables comentarios o análisis absolutamente distanciados. Desde un punto de vista científico, la principal dificultad que hay que superar es la articulación entre el nivel psicológico y el sociológico de la interpretación. Efectivamente, se suelen observar negaciones cruzadas que conducen a amputaciones analíticas. Desde luego, cuanto más se ejerce la violencia a escala microsocial, más se tenderá a valorar los factores psicológicos, e incluso caracteriológicos; por el contrario, las violencias colectivas de larga duración incitan obligatoriamente a buscar explicaciones a muy distinto nivel. Sin embargo, sería un error pensar que el autor aislado de un atentado no está «habitado socialmente» por representaciones culturales y políticas que han favorecido la elección del momento y del objetivo. A la recíproca, las tendencias de peso que, en una determinada sociedad, permiten comprender la envergadura y la permanencia del recurso a la violencia conllevan igualmente una dimensión psicológica: aquí esta forma de violencia «Causa espanto» , allá se la exalta como «autoinmolación». En la literatura erudita existen por lo tanto modelos que privilegian las lecturas sociológicas y otros las interpretaciones psicosociales, e incluso psicológicas. Los más profundos no pasan por alto la articulación necesaria de los distintos niveles, pero todos introducen aclaraciones que hay que tener en cuenta, incluso aunque sean reductoras.

3. LA VIOLE:-:CIA COMO E:-IIG~l!l l1f 11\VESTI(;ACillN

A.

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LOS PLANTEAMIENTOS SOCIOLOGIZANTES

Se caracterizan porque pretenden identificar los factores estructurales, muy frecuen temente de tipo económico o político, que gen eran la p robabilidad de la violencia. El p roblema de la escasez de b ienes y, sobre todo, el de su reparto desigual siempre ha sido un punto de partida para ese tipo de análisis. Pero aunque, en el pasado, muchos estudios han pretendido demostrar las correlaciones directas entre estas dos variables, los trabajos contemporáneos siguen más bien la huella de estos dos grandes modelos: el de la fr ustración relativa y el de la movilización de los recursos.

a) Violencia, escasez, desigualdades

La cuestión de la escasez La abundancia de bienes suele favorecer las relaciones pacíficas dentro de una sociedad o entre sociedades vecinas; la escasez objetiva, o subjetiva, tiende por el contrario a exacerbar la agresividad y las violencias. Esta norma subraya el vín culo entre población y recursos disponibles. En las sociedad es tradicionales agrorrurales, la tierra para los pueblos sedentarios y los pastos para los nómadas s9n a la vez un capital esencial para la supervivencia del gr upo y un bien que no tiene una extensión indefinida. Cuand o se llevan a cabo procesos de roturación, de ocupación de tierras menos fértiles, de colonización de territorios que hasta entonces estaban libres de asentamientos humanos, la superpoblación constituye un grave factor tanto de tensiones intestinas

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VIO t
como de enfrentamientos bélicos con los pueblos vecinos. Así se explica el carácter belicoso de sociedades con bajo nivel tecnológico; si no limitan de alguna manera el crecimiento de su población, están condenadas a buscar un exutorio para sus problemas de supervivencia en el enfrentamiento con otros pueblos o, si no, en una violencia intestina en la que los que gozan de medios se oponen a los que no los tienen. Tanto en las ciudades griegas estudiadas por Aristóteles como, posteriormente, en las sociedades microinsulares de Polinesia o de la América precolombina, el factor de la superpoblación rural desempeñó su papel belígero de forma particularmente manifiesta. Las invasiones bárbaras en el Imperio romano, la expansión vikinga o mongol, la colonización europea hacia el este de Europa o hacia América se pueden también interpretar en gran medida a la luz de este factor, dando por supuesto que la migración ofensiva de determinados pueblos, en detrimento de sus vecinos, pudo poner en marcha una serie de movimientos en cadena. La superpoblación es, sin embargo, un dato muy relativo, a juzgar por los esfuerzos, por lo general escasamente coronados por el éxito, de los antiguos economistas empeñados en determinar la población ideal de un territorio concreto. Una mala gestión de los productos alimentarios puede provocar escasez incluso en países capaces de autosuficiencia. En Francia, en vísperas de la Revolución, la especulación sobre los cereales provocó dificultades de aprovisionamiento en París que incidieron notablemente en el desarrollo de la agitación social y luego política; en el siglo xx, en la Unión Soviética, la mala gestión de la colectivización de las tierras condujo a resultados similares. Por el contrario, las in-

J. I. A VIOLENCI A COMO EJo;JGMA OE INVESTJGAC!ÓK

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novaciones tecnológicas (abonos, rotación de cultivos, producción especializada ... ), el desarrollo del comerci~, la industrialización y la urbanización modifican constderablemente el cálculo de ocupación óptima del espacio. Sin embargo, con o sin fundamento, el fantasma de la amenaza de la superpoblación desempeña un papel en las crispaciones políticas internas o internacionales. Es lo que sucedió con las teorías del espacio vital, tremendamente populares en Alemania antes de Hitler; justificaban el Drang nach Os ten, a falta de poderse desbordar en colonias de población. Fue tamb1én fuente de preocupación de los europeos ante el supuesto «peligro amarillo», al tomar conciencia de lo que representaba la enorme masa demográfica de China y de los pueblos asiáticos en plena expansión. A nivel menos visible, e~e temor a la superpoblación nutre todavía hoy la angust1a de las sociedades de escaso crecimiento (Europa, Australia ... ) ante la natalidad más dinámica de los países del Tercer Mundo. La tesis de la superpoblación no es la única explicación de los conflictos derivada de la demografía. JeanPierre Derriennic sostiene la interesante idea de una correlación entre la propensión a la violencia y la baja esperanza de vida de una sociedad determinada. En primer lugar porque la proporción de jóvenes (de 15 a 40 años) está mecánicamente reforzada; y son ellos los que aportan los-fo ntingentes de soldados o de in~ur­ gentes y nutren con militantes las empresas más behcosas; y estadísticamente son más a menudo los hombres jóvenes los autores de violencias, sea cual sea la naturaleza o la modalidad de éstas. Sobre todo tal vez porque una baja esperanza de vida incide en el planteami~nto de la muerte. Cuando ésta está presente por doqmer y

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VIOI.I::NCIAS POJ.ITICAS

golpea de improviso, prevalece la sensación de la precariedad fundamental de la existencia. Y allí donde la vida es un bien precario, el coste humano de los motines, de las represiones, de las guerras intestinas queda relativizado. Por el contrario, en las sociedades de elevada esperanza de vida, los adultos tienen garantizado que llegarán a la vejez. Como escribe Derriennic: «En el siglo xx se puede decir a los adolescentes "A menos que haya una guerra, viviréis muchos años". Nadie habría podido prometer lo mismo a los jóvenes campesinos movilizados por los ejércitos de Napoleón»\ Efectivamente, en los países con baja mortalidad precoz se constata que es menor el ensañamiento belicoso en las luchas sociales y políticas; y sobre todo, se observa el deseo de hacer la guerra limitando al máximo las pérdidas humanas de su propio bando, cosa que no sucedía en los países europeos durante la Primera Guerra Mundial. En la actualidad existen otros bienes vitales cuya escasez, objetiva o no, constituye un importante factor de crispación. En los países de escasa pluviosidad, la penuria del agua puede provocar tensiones internas o internacionales. La captación de las aguas del Jordán por Israel ha causado, desde la década de 1950, graves enfrentamientos con sus vecinos árabes. En España, el proyecto de trasvase del Ebro (2003) en beneficio de las tierras de regadío de la región valenciana suscita violentas oposiciones en Cataluña. A menudo sospechamos que huele a petróleo en algunos golpes de Estado y conflictos militares; y no es porque este recurso energé3. jean-Pierre Derriennic, Les Guerres civiles, París, Presses de Scien-

ces-po, 2001, p. 118.

3. I.A V!OI.E.' KIA COMO F.:-IIGMA OE INVfST IGACl()N

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tico sea hoy un bien escaso, sino porque lo será mañana

y, sobre todo, porque su producción garantizada con regularidad es un factor clave de la economía de los países desarrollados. De h echo, el abuso de auto ridad prooccidental en Irán (1953), la invasión de Kuwait por Irak {1991) y la de Irak por los anglo-estadounidenses (2003) se explican en gran parte por el deseo de controlar, directa o indirectamente, los yacimientos explotables y las reservas conocidas o probables. Un fenómeno más reciente, como es la toma de conciencia ecológica, provoca movilizaciones transfronterizas, a veces físicamente muy exigentes, con el fin de proteger ecosistemas amenazados. Efectivamente, poco a poco se va imponiendo la idea de que hay bienes comunes de la humanidad no reproducibles y susceptibles, bajo determinadas condiciones, de desaparecer para siempre. Para crear reservas de fauna en África no se ha dudado en desplazar poblaciones (en Kenia) ni en contratar a guardas armados con el fin de disu adir a los traficantes mediante el uso de la fuerza. En Europa son los cazadores de aves migratorias los que a veces recurren a la violencia para oponerse a las directivas europeas empeñadas en limitar lo que aquéllos consideran sus derechos ancestrales. ¿Existe una correlación entre la falta de recursos de un país, la pobreza de su población y el nivel de violencia políti-c,a que en él se manifiesta? Son muchos los estudios empíricos que han planteado el problema en estos términos y que han llegado a algunas conclusiones. Los países económicamente desarrollados t ienen, por lo general, una vida política que se caracteriza por una violencia intestina menor, sobre todo en comparación con la que h an vivido en una fase anterior de su historia.

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VIOI.ENCIAS r OL(TI CAS

Los recursos económicos disponibles permiten, efectivamente, satisfacer mejor las reivindicaciones más urgentes y, al mismo tiempo, financiar fuerzas de seguridad mejor formadas y a la vez más disuasorias. Por el contrario, los países más pobres del planeta son también aquellos que sufren una mayor violencia. Se manifiesta en forma de enfrentamientos intercornunitarios, de motines dirigidos contra el poder y también de golpes de Estad o y de brutalidades en el mantenimiento del orden. Sin embargo, los mismos estudios ponen de manifiesto que no son siempre las poblaciones más pobres las que recurren más fácilmente a la violencia de protesta 4 • Es más, no permiten deducir una correlación directa entre pobreza y violencia; en efecto, es sobre todo la falta de institucionalización política la que favorece la violencia, tanto en lo referente a los modos de transmisión del poder como a los modos de expresión de las insatisfacciones. Las sociedades con un PIB muy bajo en las que, sin embargo, funcionan estos mecanismos institucionales de regulación han llegado a conocer una pacificación real de las relaciones sociales. Podríamos citar el ejemplo famoso de las reducciones jesuíticas de Paraguay, desde principios del siglo XVII hasta mediados del xvm. Por el contrario, en la época moderna, las sociedades tradicionales en las que las estructuras ancestrales de legitimación del poder se han visto afectadas por la occidcntalización son presa de fuertes turbulencias. El cambio de estructuras económicas y políticas, inducido por el desarrollo, es un elemento de «dislocación social» (Olson). Si las mutaciones no van 4. Ekkart Zimmermann, Política! V iolence, Crisis and Revolutions, Cambridge (Mass.), Shenkman, 1983, pp. 94-95.

3. I.A VIOLENCIA <.'0.\10 ~.NIO IA DE l NVeSTIGACION

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rápidamente acompañadas de una elevación sensible del nivel de vida general, dan paso a una intensificación de múltiples formas de violencia política. Ahí radica la diferencia esencial de los destinos de la violencia entre, por una parte, algunos países asiáticos como Japón y luego Corea del Sur y Taiwán, y, por otra, la mayoría de los países del África subsahariana.

La cuestión de la desigualdad

Asociada a los ingresos o a los patrimonios, a los bienes de subsistencia o de producción, permite pensar ya no en términos de pobreza absoluta sino relativa, lo que corresponde a un mayor realismo sociológico. En las relaciones entre los pueblos, la coexistencia de sociedades frugales y guerreras con otras más opulentas pero relativamente desarmadas siempre fomentó conflictos cruentos. En épocas remotas se produjeron las razias de los nómadas contra sus vecinos sedentarios; más adelante, los ataques de los «bárbaros>> contra los imperios chino, romano o bizantino; y por doquier, las violencias de los pueblos montañeses o pastores contra sus vecinos del llano. El atractivo de un botín fácil es un fuerte acicate que, además, permite que los jefes vence~ dores asienten pujantemente su legitimidad política, sobre todo si ellos mismos son unos advenedizos en su propia sociedad. No obstante, se advierten procesos simétricos de codicia en las sociedades más ricas. El fre~ nesí de enriquecimiento en detrimento de los vencidos alimentó el espíritu belicoso de la nobleza romana en la época de expansión de la República y, posteriormente, el de las oligarquías veneciana o genovesa que campe-

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VIOI.f.NCIAS I'{>LfTICAS

tían por el control del Mediterráneo oriental. Desempeñó también un papel en la expansión del Imperio mongol en la India de los siglos xvr y xvu. En América Latina, durante esa misma época, fueron más bien los «proletarios de la nobleza» los que, inicialmente, buscaron en la aventura colonial el camino hacia una fortuna rápida. En la actualidad, la búsqueda desenfrenada del beneficio reviste a veces todavía formas belicosas en los procesos contemporáneos de globalización económica. Algunas firmas multinacionales excepcionalmente poderosas han podido fomentar rebeliones o guerras civiles, suscitar separatismos (Katanga) , facilitar golpes de Estado que ponen en el poder a dirigentes condescendientes (la United Fruit en Centroamérica en la década de 1950); todo ello teniendo como consecuencia amplios fenómenos de captación de riquezas. Para las categorías depredadoras, el b eneficio de esas violencias acaparadoras es doble: además de incrementar todavía más su riqueza y su poderío, permite redistribuciones legitimadoras. La extinción de las luchas de clases en Estados Unidos y en Europa en el siglo xx está en cierto modo relacionada con la hegemonía occidental sobre el resto del mundo, que ha permitido drenar a su favor un incremento de ta prosperidad que ha -facilitado el establecimiento de la paz social. El maná obtenido por los dirigentes políticos locales les permite garantizar fidelid ades, muy a menudo gracias al clientelismo; por último, las multinacionales pueden crear fundaciones que financian gastos de tipo humanitario, social o cultural, o incluso proyectos de protección medioambiental que la opinión p ública internacional considera muy positivos.

3. I,A VfO Lf.N<JA C0.\10 ~NIGMA DE IN VES"I J(;ACfON

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En la vida política nacional, la percepción de desigualdades a la hora de acceder a la riqueza o al poder p olítico es un factor de posibles tensiones, que subrayan con fuerza tanto Manus Midlarsky como Charles Tilly en sus análisis. Los gobiernos y las clases d irigentes recurren a la violencia para crear, ampliar o defender el sistema de desigualdades que les favorece; sus rivales tienen la tentación de arrebatarles las posiciones dominantes; por último, los dominados y los explotados intentan a veces cuestionar el sistema que los reduce a una situación de inferioridad 5 • Por ello la acción política se ha de enfrentar continuamente al p roblema de la violencia, bien como realidad que hay que contener, bien como amenaza que hay que mantener a distancia. Sin embargo, sobre el potencial de violencia colectiva asociada a las desigualdades sociales o políticas inciden numerosas variables, en particular la interiorización m ás o menos lograda de su legitimidad. En las sociedades tradicionales en las que los valores religiosos tienen un peso muy fuerte, un sistema muy desigualitario, como es el de las castas en la India o el de los estamentos (clero, nobleza ... ) en el Antiguo Régimen europeo, h a podido ser objeto de un consenso amplio y duradero. La invocación de la voluntad divina y la esperanza de la salvación en el otro mundo han permitido justificar muchas disparidades de riqueza o de condición. En este sentido, la religión desempeña un papel histórico-tl.e p acificación social, denunciada por los revolucionarios como «opio del pueblo}>, No existe ninguna sociedad en la que no funcione permanentemente una labor ideológica de legitimación 5. Charles Tilly, Durable Inequality, Berkeley, University o f California Press, 1998.

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VIOU'IiClAS POlíTICAS

de desigualdades. Cuando ésta resulta eficaz, es, por lo mismo, reductora de muchas violencias potenciales. En las sociedades democráticas, en la actualidad, emprende vías relativamente indirectas, pues no se puede justificar abiertamente la desigualdad. En Francia, la supuesta adhesión unánime a la trilogía republicana «libertad, igualdad, fraternidad», combinada con el elogio del mérito, contribuye, bien a enmascarar desigualdades reales, bien a conseguir que se las acepte en nombre de un principio de retribución proporcional a la utilidad social, los esfuerzos realizados o los sacrificios aceptados. En las sociedades liberales, la valorización del espíritu emprendedor es sumamente eficaz para conseguir que se acepten las considerables disparidades de enriquecimiento, porque las economías de mercado basan sus resultados en el motor de la apropiación privativa del beneficio. Pero en cuanto se debilitan estos mecanismos de justificación, se propagan las turbulencias contestatarias. Samuel Huntington ha demostrado convincentemente la razón por la cual el desarrollo económico incrementa el potencial de violencia política en las sociedades agrorrurales en transición hacia la modernidad. «Aumenta las desigualdades económicas al tiempo que disminuye la legitimación de dichas desigualdades. Las dos dimensiones de la modernización se combinan para generar m ás inestabilidad política» 6 • Así fue como los países europeos, en el momento de su industrialización en el siglo XX, atravesaron fases de violencia caracterizadas por m anifestacio6. Samuel Huntington, Political Order in ChangirJg Societies, New Haven, Y ale University Press, 1968, p. 58 [ed. cast. El orden político en las sociedades en cambio, Ediciones Paídós, 1997].

J. 1"\ VIOLEliiCIA COMO P.\lGMA Df.lNVfSI"IGAC!ON

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nes obreras violentamente reprimidas; varios de ellos vivieron incluso intentos revolucionarios y derrocamientos de regímenes (Rusia, países mediterráneos). La consolidación concomitante de prosperidad económica y democracia p olítica, a finales del siglo xx, consiguió, no que desaparecieran las desigualdades en los países occidentales, pero sí que se aceptaran las que subsistían; y este fenómeno explica en parte la considerable reducción del nivel de violencia política intestina, por parte tanto del Estado como de las masas contestatarias. Lo mismo ha sucedido en la trayectoria histórica de países como Japón, Taiwán y, posteriormente, Corea del Sur. En otras regiones del mundo (América Latina África subsaharíana ... ), las nuevas desigualdades eco~ nómicas derivadas de la globalización de la economía siguen siendo fuente de vivas tensiones cada vez que el nivel de prosperidad general resulta insuficiente para suscitar un amplio consenso. El incremento de la desi gualdad sin que mejore mínimamente el nivel de vida de los m ás humildes sigue siendo un cóctel explosivo. La brutalidad de una correlación simple entre desigualdades económicas y nivel de violencia política es fácil de detectar; Eric Weede ha demostrado estadísticamente su ausencia de pertinencia directa. Está claro que un planteamiento excesivamente monocausal impide comprender la complejidad de los procesos históricos-Hue, en el siglo xx, propiciaron en unos sitios una oleada de violencia revolucionaria (Rusia, China... ), en otros unos «regímenes fuertes» periódicamente derrocados por sucesivos golpes de Estado (América Latina, Oriente Próximo) y en otros una evolución moderada gracias a una institucionalización acertada de la gestión de los conflictos (Canadá, Australia y, posteriormente,

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VIOLENCI AS POL (TICAS

España y Portugal una vez que salieron de sus respectivas dictaduras). Barrington Moore ha subrayado la importancia de las alianzas de clase, en particular la utilización del campesinado por parte de las clases dirigentes, para tratar de explicar los contrastes políticos entre la Inglaterra victoriana, la Alemania de Bismarck y la III República francesa. Max Weber ha recalcado la influencia del protestantismo en la legitimación del capitalismo, en tanto que otros autores recogen el carácter estrictamente igualitarista del islam chií. Hay que tener en cuenta muchos factores, como la historia de las divergencias etnoculturales o multinacionales, las tradiciones estatales de ejercicio del poder, las reglas políticas del juego... En realidad, lo importante es considerar las desig ualdades económicas como material disponible, su sceptible de que lo exploten los actores políticos con diferente éxito según las condiciones históricas y las lógicas sociales que prevalecen en un determinado contexto. Lo mismo sucede con el acceso desigual al p oder. Evidentemente, ni siquiera las democracias auténticas garantizan jamás una representación sociológica fiel de la población en el seno de sus élites dirigentes. Subsisten muchas sobrerrepresentaciones entre categorías socioprofesionales, niveles de instrucción, generaciones, etcétera, de h echo ampliamente admitidas. Otras pasan incluso inadvertidas en la actualidad, como la religión (o la ausencia de ella), mientras que en el pasado ese criterio cristalizó a menudo en violencia política: contra una reina cat ólica en la Inglaterra protestante de María Tudor, contra un rey protestante en la Francia católica de Enrique rv, antes de que abjurase de su fe. Por el contrario, el debate puede enfocarse en categorías

3. LA VIO LENCIA CO~!O f.NIG~I A DE !:-IV oS IIGACH) N

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concretas de desigualdades, que quienes las sufren consideran in aceptables. Bajo la influencia del marxismo, los movimientos obreros europeos denunciaron al Estado como aparato represivo en manos de la burguesía y pretendieron que el proletariado accediese a él gracias a la revolución. Dentro de los partidos comunistas leninistas, la cuestión del origen social de los mandos tenía de hecho gran importancia política. Pero es en las sociedades multiétnicas donde el problema del desigual acceso al poder político ha alimentado el potencial más grave de desagregación política. Ha provocado el desmembramien to de Estados multinacionales como el Imperio turco y el austro-húngaro, favoreciendo su derrota. Ha fomentado las violencias en Yugoslavia (en donde siempre se ha luchado contra la preponderancia serbia), en India o en Nigeria; y todo ello a pesar de la organización federal del poder. Ha favorecido intervenciones militares externas en el Líbano multiconfesional y ha desembocado en actuaciones genocidas en Uganda, Ruanda y Burundi. Allí donde la toma de conciencia identitaria es fuerte, la ínfrarrepresentación de una minoría y a fortiori la de una mayoría se transforman en un problema político de capital importancia. Sin embargo, en este fenómeno inciden a su vez factores de fluidez. Los diferenciales de crecimiento demográfico despiertan tensiones cuan do las m inorías dominantes se ven amenazad as con perder su preponderancia (p rotestantes del Ulster, maronitas del Líbano) o cuando la inmigración exterior (Costa de Marfil) o la interior (Indonesia) modifican los equilibrios interétnicos. Algunos políticos populistas pueden igualmente instrumentalizar el resentimiento reactivado por el avance desigual en la ascensión social colectiva o

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VIOlF.NCIA~

POJ.!T[C,O,S

la aspereza de la competencia entre comunidades que pretenden acceder a los empleos más codiciados. Estados Unidos, país de inmigrantes, vive p eriódicamente el resurgimiento de semejantes dificultades a nivel local. Detrás del enfrentamiento oficial entre el adalid republicano y el demócrata por la conquista de una ciudad, a veces se libran entre bambalinas otras batallas más duras, basadas en antagonismos raciales o en rivalidades etnoculturales; el color de la piel de los candidatos, su identificación con una comunidad (irlandesa, italiana, judía... ) e incluso su pertenencia a determinada religión adquieren entonces una importancia determinante. Por último, los procesos de reafirmación identitaria elaborados por algunas comunidades (en Europa, básicamente los musulmanes y los judíos) hacen más visible el acceso desigual a las posiciones de p oder, tanto si se trata de infrarrepresentaciones como de sobrerrepresentaciones. Como resultado de ello, dentro del grupo que se considera infravalorado surgen reivindicaciones cada vez más violentas y se generan resentimientos soterrados. En este terreno abonado pueden florecer nuevas formas de islamofobia o de antisemitismo, que conllevan violencias virtuales. El acceso desigual al poder político es asimismo resultado de la conquista que deja desposeídos a los vencidos. La dominación extranjera, militar, política, incluso económica, raramente se acepta sin resistencia en los países que son muy conscientes de su especificidad cultural o nacional. Por ese motivo, para poder subsistir, Las potencias coloniales han ejercido siempre una política represiva, incluso cuando en sus respectivos países tenían regímenes democráticos, porque si otorgaban derechos políticos a los pueblos sometidos les

3. L~ VIO~EXCIA COMO El\lt;MA I>f: INVtsl"IGACIÓN

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hacían correr el riesgo de que surgiera una generación de personas elegidas hostiles. Éste ha sido el principal factor de violencia que tan a menudo ha acompañ ado a los movimientos de descolonización. Igualmente, cualquier potencia ocu pante, tras una guerra victoriosa, suscita fenómenos multiformes de rechazo, en particular el descrédito de las personas que se avienen a colaborar con los vencedores. Evidentemente, los ejemplos de Alemania y Japón después de 1945 ponen al parecer en tela de juicio esta norma, pues se aceptó de buen grado la presencia estadounidense. En realidad, hay que tener en cuenta el hecho de que los países vencidos tenían, sobre todo, miedo del comunismo. Esta amenaza, absolutamente real, propició que se anularan, se rechazaran o se difirieran los sentimientos de hostilidad hacia los vencedores, y ello tanto más cuanto que rápidamente se traspasó el poder a personas elegidas auténticamente representativas. Pero raramente tienen lugar semejantes circunstancias, eminentemente favorables a los ocupantes.

b ) Dos tipos de modelos Las teorías de la frustración relativa Aunqu~ , la

paternidad de esta expresión recae para siempre en Ted Gurr, ello no significa que este tipo de planteamiento carezca de antecedentes en la literatura científica. Pero los numerosos trabajos de este politólogo estadounidense, junto con las encuestas realizadas tanto por Ivo y Rosalind Feierabend como por Douglas Hibbs, le han d ado una forma de expresión particular-

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VIOLENCIAS POJ.fTICAS

mente lograda que explica su influencia en obras ulteriores. Su modelo pretende recoger todas las formas de violencia política, desde las movilizaciones callejeras que derivan en motines hasta la guerra civil y los golpes de Estado, excepto los conflictos internacionales. La idea básica de frustración relativa, psicológica a primera vista, viene de hecho definida de modo sociológico. Consiste en la brecha entre dos niveles de representaciones divergentes: el de la expectativa de conseguir bienes, que se considera legítima, y el de la posibilidad de obtener satisfacciones, que se tiene por indebidamente restringida. Estos dos órdenes de percepciones vienen condicionados socialmente. El afán consumista se modela según normas culturales y lo exacerba la publicidad comercial. En un contexto general de desarrollo económico, el incremento de las expectativas se estimula notablemente cuando se descubren las ganan cias obtenidas por grupos de categoría similar, o que se consideran incluso inferiores. En un nivel cultural más fundamental, el declive de los valores que conllevan resignación o pasividad, junto con el refuerzo correlativo de la convicción de que «se tiene derecho a tener derechos», fomentan el refuerzo de las exigencias. El debate político desempeña igualmente su papel en la construcción social de estas brechas (o en su posible reducción). Las tradiciones de partido y de sindicato se ejercen en el sentido de exacerbación o de moderación de las expectativas. Bajo la influencia de movilizaciones eficaces se podrán considerar inaceptables condiciones de vida que hasta entonces se habían aceptado pasivamente. La frustración relativa se intensifica también cuando disminuyen las perspectivas de acceso a los bienes codiciados, mientras que se mantie-

3. LA VIOI.F.NCIA COMO F.NJ(;MA U~ JNV l STIGACI(l N

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nen las expectativas anteriores. Nos volvemos a encontrar aquí con una situación parecida a la que Tocqueville describe en vísperas de la Revolución francesa, cuando recoge la imposibilidad cada vez mayor de que las personas de origen no aristocrático accedan a los altos mandos militares o a determinados cargos de los ministerios civiles. Es igualmente un planteamiento pertinente para comprender el incremento de las frustraciones en muchas capas sociales del Tercer Mundo que ven cómo se reducen sus oportunidades de acceder a la prosperidad de los occidentales, aunque conocen perfectamente los niveles de vida codiciados. En este segundo aspecto, el de la percepción de las oportunidades de acceso a los bienes codiciados, interv ienen elementos objetivos, como la situación del empleo, la posibilidad de elegir entre estrategias individuales y estrategias colectivas de movilidad social y el grado de apertura del sistema político. La precisión de las representaciones se ve afectada por el nivel de instrucción y de competencia, el conocimiento de las reglas reales del juego político y la adhesión a organizaciones que favorecen análisis «realistas» o <(populistas>>. Se trata por lo tanto de la combinación de múltiples factores, articulados entre sí, que tiende a reducir o a incrementar la percepción de una brecha entre expectativas legítimas y modos de realización accesibles. La frustración relativa es máxima cuando un número excesivo de factores inte/~ienen para activar las expectativas y, al mismo tiempo, otros contribuyen a limitar notablemente las posibilidades concretas de satisfacción (recesión económica, fracaso de las reformas liberales ... ). La intensidad de la frustración relativa no determina directamente la aparición de la violencia política. Si tal

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VIOlE )ICJ AS J>O I. f riCA~

hubiera sido la tesis de Ted Gurr, sus detractores lo tendrían muy fácil a la hora de aportar numerosos contraejemplos. De hecho, en su modelo existe un nivel intermedio de factores que hacen más o menos probable el actíng out. Gurr tiene en primer lugar en cuenta la capacidad coercitiva del régimen y la importancia de los apoyos políticos con los que cuenta. Cuanto m ás aplastante sea la superioridad de los medios policiales de un Estado sobre sus posibles adversarios, menos probable será la violencia contestataria. Como también ha señalado Edward Muller, ésta tiende en efecto a aumentar proporcionalmente al nivel de violencia ejercido por el Estado, hasta el momento en que, al franquearse determinado umbral de intensidad, se invierte la tendencia. Una represión feroz elimina lo fundamental de la oposición activa, lo cual permite a su vez disminuir el número y la gravedad de los actos de represión. Tras el aplastamiento de las rebeliones chií y kurda en 1991, mediante medidas extremas, Sadam Husein inauguró una era de relativa pacificación interior, lo cual no supuso en absoluto la disminución del resentimiento entre sus adversarios. Otro factor decisivo es el grado de legitimidad política conseguido por el régimen, que beneficia a las instituciones a veces mucho más que a los gobernantes que las encarnan. Cuanto más numerosos y representativos sean los apoyos conseguidos (partidos, organizaciones de masa, asociaciones, medios de comunicación, intelectuales y dignatarios influyentes ... ), más fácil le resultará al poder político contener la violencia sin recurrir a su vez a medios excesivos; y a la recíproca, m ás difícil le resultará a los contestatarios plantarle cara al gobierno en la calle o tomar el poder por la fuerza. En las democracias consolidadas, el te-

J. t A VIOLENCI A COMO ENIGMA Oii INVSSflGACIO K

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mor a desestabilizar las instituciones muy apreciadas por la inmensa mayoría de la población es una fuerza moderadora a la hora de recurrir a estrategias de protesta. Sólo los adversarios absolutos de la democracia, que por lo mismo se quedan probablemente aislados, se atreven a ignorar esta consideración. Dicha situación condiciona el tipo de violencia utilizada; por ejemplo, el terrorismo, que halla un hueco en una situación muy minoritaria. Por otra parte, en un régimen democrático, algunos mecanismos como la alternancia política o incluso la simple dimisión de los dirigentes que han de enfrentarse a movilizaciones de protesta graves desempeñan un eficaz papel de fusible. Contienen la extensión de la violencia ofreciendo satisfacción inmediata a los contestatarios y, en último término, la perspectiva futura de conseguir a través de las urnas que se tengan en cuenta sus aspiraciones. Ted Gurr insiste también en la capacidad coercitiva de los grupos descontentos y los apoyos que son capaces de recabar. La probabilidad de la violencia se incrementa según el grado de organización de los contestatarios, su profesionalidad militar y la facilidad para conseguir armas o para acceder a técnicas sofisticadas; y además se refuerza según determinadas particularidades culturales, como la importancia histórica de la violencia en la correspondiente sociedad o la legitimidad d~Ja que se le puede revestir como consecuencia de los mbdelos culturales dominantes. También pesa en el mismo sentido el recuerdo de los éxitos obtenidos por uno mismo o por otros grupos a los que se pretende imitar. Así se opera una selección de los modos de acción violenta, supuestamente utilizables en una coyuntura histórica determinada. El autor de Why Men Rebel

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VIOJ.EI'CIAS POLfTICAS

resume su análisis refiriendo la probabilidad de aparición de la violencia, en un lugar concreto y en un momento dado, al grado de generalidad y de intensidad que lo califica como sus justificaciones normativas por una parte y sus justificaciones instrumentales por otra; y da por sentado que dicha correlación se ve negativamente afectada por la capacidad de resistencia del poder político. Este modelo muestra, por lo tanto, una gran complejidad y se comprende por qué ha servido tan frecuentemente de referencia para comprobar empíricamente alguna de sus variables. Sin embargo, se ha puesto en tela de juicio su hipótesis básica. Algunos autores niegan que la existencia de una frustración sea necesaria para que surja la violencia política; o, cuando menos, rechazan la idea de una relación lineal entre incremento de la frustración relativa y aumento del potencial de violencia colectiva. Por lo general, suelen preferir un planteamiento del tipo de acción racional, que elimina el factor de la frustración relativa.

Las teorías de la acción racional Desde esta perspectiva, se considera la violencia como un medio, entre otros, para hacer que prevalezca el punto de vista propio sobre el de los adversarios. Cuando estallan los conflictos, las partes movilizan recursos con el fin de situarse en posición de ganar o, al menos, de no perder terreno. Dichos recursos pueden ser puramente pacíficos: activación de redes de influencia, consecución de alianzas, campañas de prensa e informes de expertos, manifestaciones callejeras exentas de cual-

3. LA VIO U NCIA COMO E!\IGMA ))!i l:-IVESTIGACIÚ!\

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quier tipo de agresividad ... Pero a veces estos medios pacíficos se utilizan en paralelo con otros que lo son menos, en proporciones que pueden fluctuar con el tiempo. Lo que se impone a la hora de recurrir a la violencia es el punto de vista de los actores, según el cual ésta será necesaria, o eficaz, para conseguir los objetivos buscados. Sobre este <
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VIO I.E:-ICIAS POJ.fTICAS

dura. En este sentido, los Estados se encuentran en una situación muy particular, porque reivindican el monopolio de la coerción y ponen en marcha fuerzas especializadas. Pero la existencia de un mercado internacional de mercenarios y la capacidad de formar a los militantes en campamentos amplían el espectro de posibilidades. El éxito de los golpes de Estado depende igualmente de que los dispositivos técnicos sean los adecuados; por último, en el nivel infinitamente más modesto de las violencias callejeras, se han podido también detectar detalles de aprendizaje adquiridos por manifestantes o amotinadores avezados (medidas de protección contra los gases lacrimógenos, tácticas de acoso contra las fuerzas del orden, elección de objetivos). Los teóricos de este planteamiento postulan también que los responsables de los grupos enfrentados conocen el coste de la violencia y los riesgos inherentes a sus consecuencias, siempre algo aleatorias. Así que, por lo general, intentan lograr sus fines mediante conciliación, negociación o consecución de una relación de fuerzas favorable. Sólo cuando una de las partes es consciente de la insuficiencia o el fracaso de los medios propiamente políticos se puede plantear recurrir a algunas forma s, por supuesto calculadas, de violencia. Oberschall distingue, no obstante, algunos tipos de conflictividad que se prestan menos que otros a la predominancia de un tratamiento pacífico. A diferencia de las oposiciones de intereses vinculadas al reparto de bienes materiales, los conflictos relacionados con sistemas de credos ideológicos o religiosos, o incluso con principios políticos fundamentales, le parecen mucho más difíciles de resolver mediante compromisos mutuamente aceptables. Por este motivo los movi-

3. LA \'IOLENCJA COMO EI'H;~IA UE IN\' F.STIGM:JóN

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mientas de liberación nacional, en tiempos de la descolonización, adquirieron rápidamente una gran virulencia, tras constatarse la dificultad para acceder de manera puramente pacífica a la independencia. Una vez activada la dinámica de la violencia, es excepcional que los responsables depongan las armas, a menos que se vean muy acorralados o que hayan obtenido progresos significativos en una negociación en último término impuesta. Por el contrario, en los conflictos sociales a los que se ha dado escasa importancia, la violencia puede seguir latente durante mucho tiempo, sin actuar más que como amenaza en potencia. Y cuando se manifiesta, el hecho de que se mantenga a un nivel relativamente moderado no impide que se la tenga en cuenta en el cálculo racional de todos los actores. Por ello algunos responsables sindicalistas provocan a veces manifestaciones algo conflictivas con el fin de incrementar la presión sobre los poderes públicos con los que se disponen a discutir. La tesis principal de Oberschall consiste en considerar el grado de «estructuración de la conflictividad» como una variable fundamental en una teoría explicativa de la violencia. Por ello entiende, en primer lugar, una dimensión puramente política. La estructuración es grande si existe un liderazgo efectivo en cada uno de los campos, que ejerce un control riguroso de los medios de expresión y de comportamiento de los militantes¡-de los manifestantes e incluso de los agentes del Estado. Por el contrario, las disensiones internas que propician todo tipo de escaladas de violencia, los impulsos irreflexivos de las muchedumbres incontrolables, la escasa disciplina de los militantes, de las tropas o de las fuerzas del orden indican un bajo índice de es-

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VIOLEi\TJAS POJ.JTICAS

tructuración. Para Oberschall, cuanto más estructurada está la conflictividad, más se reduce la probabilidad de la violencia. Esta ley tendencia!, corroborada por un gran número de ejemplos históricos, aunque también se apoya en las conclusiones de las comisiones de investigación establecidas tras las revueltas urbanas de la década de 1970 en Estados Unidos, se basa en una idea elemental. Como la violencia es costosa, desde el punto de vista tanto humano como político, e incluso económico, es racional limitar su uso cuando se cuenta con los medios para ello y cuando se pueden alcanzar los mismos objetivos por otras vías. Si las partes en conflicto conservan un buen control de sus respectivas tropas, tendrán capacidad para rechazar las motivaciones excesivamente emocionales que conducen a actos inconsiderados y podrán hacer que prevalezcan tácticas rigurosamente adaptadas a los objetivos perseguidos, marginando, en caso necesario, a los promotores de violencias contraproducentes. Las demostraciones callejeras, en los países democráticos, son buen ejemplo de ello. Tanto los organizadores como los poderes públicos tienen razón al temer errores y excesos policiales que pondrían en su contra a la opinión pública. El mantenimiento de una violencia de baja intensidad está, por lo tanto, en rigurosa correlación con la disciplina de las fuerzas policiales y con la eficacia de los servicios de orden de los manifestantes. La existencia de mecanismos de institucionalización de los conflictos supone una etapa superior de su estructuración. Tanto Oberschall como Tilly la consideran como un criterio fundamental de la capacidad de los Estados para limitar la violencia. Con este factor, se potencian las formas y los procedimientos de gestión

3. LA VIOLENCIA COMO ~1\lliMA lJE I:>: I' ESIIGA Cil)N

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de los antagonismos. Se inicia la institucionalización de los conflictos cuando los contestatarios comprueban que la autoridad política les reconoce el derecho a expresar públicamente puntos de vista divergentes e incluso un desacuerdo total. Esto significa que se legalizan los movimientos clandestinos, que se pone fin a las detenciones de los oponentes, que se dejan de poner obstáculos a la libertad de organización y de expresión. Se da un segundo paso cuando a los oponentes se les reconoce como interlocutores. Ello supone un mínimo de debates sobre los temas que provocan la división y puede llegar más allá, hasta la participación en consultas no formales o el acceso a la mesa de negociación. Por último, se alcanza un nivel superior cuando se le concede a la oposición un estatuto jurídico protegido, que a veces se completa poniéndose a su disposición medios materiales que facilitan las tareas de organización y de expresión. Es lo que sucede actualmente, en Europa, en el caso de los sindicatos, con las facilidades que les dan las empresas, y también en el de los partidos políticos, con las ayudas materiales con las que cuentan, basadas en un criterio de representatividad. Dicha institucionalización va acompañada, a su vez, por unas obligaciones mínimas que imponen a los beneficiarios cierto comedimiento a la hora de elegir sus tácticas de contestación, en particular la moderación del nivel de excesos que pueden abarcar bajo su autoridad. q)mo consecuencia de ello, se produce una dinámica que tiende, cuando no a erradicar cualquier tipo de violencia, al men os a contenerla y regularla. Por el contrario, el rechazo de cualquier tipo de institucionalización, y sobre todo de la idea misma de diálogo con el adversario, es un factor muy vinculado empíricamente

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VIO U'\"CfAS POLf llCAS

a la aparición o el desarrollo de violencias 7 • Las revoluciones de Inglaterra, Francia y Rusia estallaron en una coyuntura caracterizada por el bloqueo del sistema político; y las descolonizaciones más cruentas se produjeron en países (la Kenia británica, el Congo belga, la Argelia francesa) cuyas metrópolis no habían sido capaces de instaurar estructuras legítimas de debate político. En el terreno de las luchas sociales se pueden observar procesos análogos. Hasta la ley Taft, que instituyó, en 1956, procedimientos de negociación de los conflictos sociales, los enfrentamientos entre obreros y patronos alcanzaron en Estados Unidos un nivel de violencia mucho más elevado que en Europa, mientras que la conciencia de clase y la politización de las huelgas seguían siendo infinitamente menos importantes. Kalevi Holsti, historiador de la guerra, se inscribe ampliamente en esta problemática de la institucionalización cuando subraya, a contrario, el vínculo entre la debilidad de un Estado y la aparición de la violencia. Rechaza como excesivamente limitada la definición clausewitziana de la guerra -«el enfrentamiento organizado entre las fuerzas armadas de dos o más Estados»y se pregunta cuáles son los factores que fomentan el desarrollo de una gran inseguridad en muchas regiones del mundo. Estas guerras, que él define como «del tercer tipo», en el África subsahariana, en el Cáucaso, en Oriente Próximo o en Afganistán, no son comparables ni a las guerras clásicas entre Estados-nación ni a los conflictos a los que se enfrentaron determinados sistemas ideológicos. Lo que hace que estallen no son oposi7. Anthony Oberschall, Social Cor:flicts and Social Movements, Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1973, p. 342.

3. LA VIOLENCIA COMO ~NIG M~ D E I>IVESTlGACI<)N

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ciones de intereses, de potencia a potencia. La causa principal está vinculada a la propia naturaleza de los Estados, demasiado débiles para garantizar sus funciones de regulación y control 8 • Estos failed states *tienen en común la débil legitimidad política de sus instituciones y de sus dirigentes. Aunque estos últimos suelen ser autoritarios, e incluso despóticos, no gozan de auténtica autoridad para imponer el respeto a la ley. Las solidaridades en el seno del Estado siguen profundamente compartimentadas por lealtades particulares, de tipo religioso, étnico, de clan o de clientela. En cuanto surgen los desequilibrios, aparece el conflicto, que fácilmente reviste una forma violenta. La debilidad del poder central no le da más opción que la brutalidad extrema o la impotencia. Quedaría por explicar la existencia y la persistencia de estos rasgos particulares. No hay una respuesta sencilla, válida para todos los casos. Cabe señalar, sin embargo, dos claves que suelen ser operativas: el escaso nivel de desarrollo económico y las injerencias extranjeras. Un Estado con escasos recursos carece de medios para poner de manifiesto eficazmente su utilidad en materia de salud, de educación y de inversiones productivas; por el contrario, corre el riesgo de que sus agentes mal remunerados presten oídos a las sirenas de la corrupción. Por otra parte, algunos Estados tienen una relación de dependencia tan fuerte con otras potenyias extranjeras que su clase política se queda muy desacreditada ante una población sensibilizada por el 8. Kalevi Holsti, The State, War, and the State of War, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, pp. I04y ss. * «Estados fracasados>>, en inglés en el original [N. de la T.].

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VIOLENCIAS POL!TICAS

nacionalismo. La debilitación o la caída del poder político es en ocasiones consecuencia directa de los ataques a los que se ve sometido. Una derrota militar suele desembocar en revueltas intestinas, como se puso de manifiesto en Europa a raíz de la Primera Guerra Mundial. Y cuando da la impresión de que la violencia actual en Chechenia o en los territorios palestinos ocupados resulta incontrolable, habría que tener en cuenta el efecto perverso de los brutales ataques perpetrados contra las organizaciones políticas que dirigían la lucha de estos dos pueblos. Este tipo de modelo tiene el mérito fundamental de demostrar la existencia de una violencia que puede disociarse de los mecanismos de la frustración, del resentímiento o de la agresividad descontrolada. Subraya, y con razón, la importancia del factor organizativo como mecanismo, incitador en determinadas hipótesis, ínhíbidor o moderador en muchas otras. Y al situar la violencia en la problemática de los recursos movilizables por el actor político, establece estrechos vínculos con las teorías conocidas como de publíc choice* (Tullock, Weede), que dan preferencia al cálculo costes/beneficios en la explicación de los comportamientos. Pero dichas teorías se basan en simplificaciones deliberadas de los mecanismos de la acción colectiva. La hipótesis del comportamiento racional del actor es efectivamente un postulado metodológico que permite desechar que se tengan en cuenta las variables emocionales, tan difíciles " Teorías de «elección social» , q ue analizan la manera en que se toman las «decisiones públicas» q ue inciden en el funcionamiento del sistema económico; en inglés en el original [N. de la T. f.

3. J.A VIOLENCIA CCJMO E~lCMA llE JNVt:STlGA.CIÓ:-1

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de sopesar claramente a nivel macrosocial, para centrarse en elementos cuantificables y verificables. No cabe duda de que el individualismo metodológico no es~á totalmente exento de instrumentos capaces de medu «lógicamente» algunos fenómenos colectivos ~omo el pánico o el pillaje (efectos perversos en el sentido que les da Boudon). Pero ¿se pueden explicar totalmente de este modo los fenómenos de violencia histórica que remiten más bien a delirios miméticos que a cálculos de utilidad? En este sentido, podríamos citar los episodios de rumor asesino (el Gran Terror de 1789-1790 que describe Taine), los actos de crueldad histérica perpetrados en el siglo XlX con motivo de algunas revueltas o insurrecciones (Barrows) o el fanatismo antisemita de Hitler. Las teorías de la acción racional presuponen que la violencia es un medio más o menos proporcionado a determinados fines. Pero no siempre es así; puede incluso llegar a ser un fin en sí misma, en cuanto actíng out liberador de angustia o de tensiones agresivas. Por otra parte, aunque pasemos por alto las motivaciones personales de los autores de violencia, apelando a un planteamiento estrictamente sociológico, ¿es pertinente ignorar la dinámica interactiva de estos móviles? Los ejemplos anteriormente citados bastarían para demostrar la necesidad de interpretaciones adicionales de la violencia política. A pesar de que aportan una aclaración fundamental al tema, las explicaciones puramente sociológicas ponen de manifiesto que hay algunos eslabones perdidos. Al fin y al cabo, son los individuos los que actúan cuando se destruyen bienes o se atenta físicamente contra otras personas. ¿Cabe pensar que estos actores son intercambiables? ¿Cómo llegan a adoptar este tipo de comportamientos? ¿Han elegido a sus víc-

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VICllF.>ICI AS POLlTlCAS

timas o sus objetivos «racionalmente»? No cabe duda de que las dimensiones emocionales de cualquier acto de violencia física plantean un punto de interrogación complementario de tipo psicológico.

B.

LOS PLANTEAMIENTOS PSICOLOGIZANTES

Ponen de manifiesto dos puntos de vista antagónicos e incluso contradictorios. Por una parte se postula la existencia de person alidades con mayor predisposición a la violencia; por o tra se pretende demostrar que se trata de individuos absolutamente corrientes que, en determinadas circunstancias, se convierten en autores de violencias incluso extremas. Estas contradicciones están en cierto modo relacionadas con los ámbitos estudiados. Los especialistas que analizan sobre todo las prácticas crueles o las actuaciones de grupos sumamente pequeños de terroristas o de sediciosos suelen investigar aquellos posibles rasgos de la p ersonalidad que Jos incitarían a m ostrarse violentos. Por el contrario, cuando se presta más atención a las violencias colectivas de masa o las cometidas por orden de una autoridad superior, dentro de un ma rco legal, se suele dar preterencía a las «lógicas de situación» capaces de transformar a un individuo cualquiera en autor de violencia.

a) El papel de las personalidades violentas Los autores de asesinatos polfticos, los secuaces de las organizaciones clandestinas, los miembros de-tropas especiales que a veces se definen como «m áquinas de

3. LA \'IOI.f')(CIA COMO E~ IG~IA DE l NVFSTIGACIÜN

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matar» ¿se reclutan entre las categorías de individuos más particularmente predispuestos a la violencia? Y, en primer lugar, ¿existen semejantes categorías? Desde Lombroso y sus arriesgadas hipótesis sobre el criminal nato *, la cuestión ha quedado pendiente en psicología social, a pesar de los interesantes estudios de Hans Eysenck. Pero la etología de Konrad Lorenz ha vuelto a abrir el debate, en particular si se leen de nuevo sus análisis a la luz de los últimos descubrimientos en el ámbito de la neurociencia. Para el autor de Sobre la agresión: el pretendido mal ( 1963) existe cierta continuidad entre el comportamiento animal y el humano. La agresividad es una disposición pulsional fundamental que desem peña un papel insustituible en la evolución de las especies. En los animales se controla mediante dispositivos inhibidores de tipo instintivo; en los seres humanos es la socialización la que activa barreras morales, culturales... o penales, para evitar los desbordamientos devastado res. Lorenz postula la persistencia, en las zo nas arcaicas del cereb ro, de mecanism os inhibidores qu e podrían, en determinado s individuos, resultar menos eficaces que en la media de la especie humana; de ahí las pulsion es irreprimibles que hacen que algunos individuos se muestren como «seres de violencia». Si se admite con los neurólogos contemporáneos que «cualquier comportamiento se explica por la movilización interna de un conjunto topológicamente definido de célul'}s nerviosas» (Jean-Pierre Ch angeux), la tesis de Lorenz mantiene una pertinencia global que pod ría con* En 1875, Cesare Lombroso publicó L'Uomo crimina/e (ed. cast.: Los criminales, Analecta Ed., 2003), obra que causó gran impacto porque pretendía definir los rasgos físicos y antropométricos del futu ro delincuente [N. de la T.].

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VIOlEI\CIAS l'OLirlCAS

firmarse mediante el descubrimiento de genes más particularmente relacionados con dichos mecanismos inhibidores. Por su parte, los psicólogos ha n establecido desde hace tiempo un vínculo fundamental entre la violencia que se ha padecido en la primera infancia y la violencia que se ejerce en la edad adulta. Con frecuencia se produce una inversión de los papeles que induce a volcar sobre otra persona, en cuanto las circunstancias lo permiten, la violencia que uno ha padecido, como si se tratase de tomarse la revancha por un pasado de humillación e impotencia. Si ampliamos esta perspectiva, es la propia socialización la que puede favorecer la aparición de personalidades de componente sádico o saciomasoquista dominante. Tal es la tesis de Fromm sobre las condiciones psicosociológicas que facilitaron la aceptación del nazismo 9 • Es también la de Adorno en su célebre estudio sobre la personalidad autoritaria ( 1950). Una educación severa, basada en castigos corporales, o sencillamente escasa en muestras de afecto y consideración, multiplica los riesgos de que aparezca un estilo de personalidad psicorrígida o toughminded. En este sentido, existen notables diferencias entre las tradiciones educativas de las distintas civilizaciones pero también, en el seno de una misma sociedad, entre las distintas categorías sociales o tipos de escolarización. En Francia, los colegios de educandos y los(orfelinatos tradicionalmente «duros» han coexistido durante mucho tiempo con un sistema escolar más respetuoso 9. Erich Fromm, Escape from Freedorn (1941), Nueva York, Holt, Rinehart, 1969, pp. 231 y ss. [cd. cast., El miedo a la libertad, Paidós, 2003].

J. LA VIOI,f.I\CIA COMO

ENl G~V.

01-: INVI:STIGACION

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para con los derechos de la infancia. Entre principios y finales del siglo xx, la pedagogía ha avanzado mucho en el sentido de que han desaparecido por completo los castigos físicos y han disminuido los estigmas que recaían sobre los alumnos «mediocres» o «vagos». Dicha evolución podría estar relacionada con una dism inución general del nivel de violencia en las relaciones sociales. Europa ha vivido discrepancias fundamentales, por la izquierda entre reformistas y revolucionarios y por la derecha entre liberales-conservadores y fascistas. La cu estión de la relación con la violencia estaba en gran medida subyacente, porque los moderados de cada campo se caracterizaban siempre porque les repugnaba sumamente, cosa que no compartían ni los revolucionarios ni sus adversarios de la extrema derecha. Adorno y su equipo veían «personalidades autoritarias)), dogmáticas y heterófobas sólo en la (extrema) derecha del tablero político; Edward Shils ha demostrado con muy fundados argumentos que también se daban en la (extrema) izquierda. ¿El hecho de que existan tipos de personalidades que se caracterizan por una fuerte propensión a la violencia tiene alguna importancia a la hora de entender la aparición de la violencia política? Muchos autores, como Xavier Raufer, piensan que sí y consideran que el terrorista es un simple psicópata prisionero de sus frustraciones. Algunos psicólogos (Jerrold Post) asignan estigmas similares («yo grandioso», malignant narcissism *) a determinado~ dictadores particularmente sanguinarios. Abundan los análisis que han imputado el grado insospechado de violencia que ejercen algunos regíme-

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«Narcisismo perverso» [N. de la Tf.

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VI OI.JiNCIAS J>OJ.f riCAS

nes políticos a la deriva patológica de sus dirigentes: desde Calígula y Nerón hasta los modernos Poi Pot, Amín Dadá y Sadam Husein, sin olvidar a Hitler ni a Stalin. De hecho, podríamos considerar que estos análisis son sumamente reductores, pues pasan por alto la interacción entre entorno y personalidad. El poder nunca lo conquista uno solo; hay que contar con apoyos, responder a aspiraciones colectivas, movilizar a ejecutores leales. Y aunque al fin al puede estar muy personalizado, es precisamente la supresión progresiva de cualquier freno a lo arbitrario, tanto político como institucional, o incluso los fenómenos de corte que fomentan la pérdida del sentido de la realidad, lo que provoca la evolución del carácter de sus dirigentes hasta llegar a alcanzar a veces, cierto es, las dimensiones de un delirio psicológico. El diabólico carisma de Hitler, su extraordinaria influencia sobre el pueb lo alemán, se fueron fortaleciendo poco a poco en un contexto de crisis profunda, tanto moral como económica; se utilizaron técnicas innovadoras de movilización de masas, que posteriormente se reforzaron gracias a los grandes éxitos diplomáticos y militares. El autocratismo de Stalin suponía la existencia de un partido centralizado según el modelo leninista, la fuerza de una ideología mesiánica y además unas tradiciones locales de brutalidad política profundamente arraigadas desde los tiempos de Iván el Terrible y Pedro el Grande. En cuanto a la~ actuales organizaciones «terroristas», es evidente que· reclutan en gran medida a personalidades «de mente sana», políticamente exaltadas o fríamente calculadoras, cuando no a casi mercenarios atraídos por la posibilidad de una vida apasionante e incluso lujosa (Cario~, según el testimonio de Hans Joachim Klein; ambos participaron

J. LA VIOI.éNCIA COMO D:IGMA l>~. INnSn GACJ<)l\

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en los atentados antiisraelíes de las décadas de 1970 y 1980) 10• Es preciso, por lo tanto, relativizar profundamente el supuesto papel de los individuos que por su carácter tienden a la violencia. Existen, p ero su influencia real en la explicación de la violencia política es sumamente pequeña. Aunque con dos reservas. En primer lugar, hay que admitir que los actos de los psicópatas pueden provocar problemas puntuales. Pensemos en el asesinato de un dirigente p olítico por un individuo aislado o en la toma de control de una organización clan des tina por un grupo pequeñísimo obsesionado por la violencia. En ambos casos, los factores de tipo sociológico desempeñan un papel reducido, en tanto que la calidad de las personas sigue siendo determinante. Pero el impacto político de este tipo de violencia depende por completo del estado de la sociedad en la que estalla. Una campaña de atentados o un asesinato pueden provocar el furor de la gente si ya existen graves tensiones raciales, religiosas o políticas; y por el contrario se reducen casi a nivel de la página de sucesos si se producen en una sociedad pacificada y cohesionada. En otras palabras: lo políticamente significativo son las posibilidades de instrumentalización de la violencia que, ellas sí, dependen de factores sociopolíticos. Hay que tener en cuenta un segundo tipo de consideraciones. Existen afinidades electivas entre determinados estilos de personalidad y determinados tipos de funcionamiento institucional, sin que sea posible detec10. Para una serie de opiniones sobre este tema, véanse en particular las con tribuciones de Albert Bandura, Margare t Herma nn y Jerrold Post en Walter Reich (ed.), Origins ofTerrorism. Psychologies, Ideologies, Theologies and States of Mind, Cambrigde University Press, 1991.

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V!OI.ENC!AS PO lfTICAS

tar siempre en qué sentido se da la correlación. Las fuerzas de choque o los servicios especiales requieren, por ejemplo, una gran aptitud física y determinada facilidad para operaciones de comando más o menos peligrosas; suelen atraer preferentemente a individuos a los que la violencia física les repugna menos que a la media. Para alcanzar la máxima eficacia operativa, sus técnicas de entrenamiento van encaminadas a reforzar tanto la agresividad en combate como un formidable autocontrol. Pero en cuanto se relaja la disciplina o el control político sobre estas formaciones, los miembros de dichas unidades pueden convertirse en elementos sobremanera peligrosos, capaces de ponerse al servicio de las causas más diversas. Igualmente, los partidos políticos situados a ambos extremos del tablero político tienen un efecto de atracción particular sobre los individuos a los que más les gusta la radicalidad de los fines y para los que tienen subyacente la idea de violencia; incluso cuando, por otra parte, no sean capaces de pasar a la acción. La composición de la base militante producto de estos sesgos psicológicos tiene un efecto retroactivo sobre el funcionamiento de dichas formaciones. La sobrerrepresentación de individuos fascinados por la violencia tiende a exagerar la tendencia de sus dirigentes a la hora de reivindicarla para sus fmes; sobre todo, tal vez, sus miembros más agresivos se sienten continuamente legitimados para actuar, incluso ¡t título individual, fuera de las consignas expresas de la organización. Un determinado partido puede verse políticamente obligado a condenar lo que, de hecho, ha fomentado dentro de la propia organización. Tal es el dilema al que a menudo tienen que enfrentarse el Frente Nacional francés y muchas formaciones populistas europeas,

:l. lA \'JOLENClA CO MO ENI GMA DF. lNV ESTJ<; AClC)N

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así como algunas organizaciones de extrema izquierda (la Izquierda Proletaria, el SCALP *...). Los «estilos psicológicos» se desarrollan más o menos favorablemente según se adapten o no al entorno social y político. Por lo tanto, es preciso no perder jamás de vista la importancia de las situaciones históricas y de los factores coyunturales. Las crisis graves, la inseguridad real, la pauperización extrema obligan a personas que hasta ese momento eran tolerantes a adoptar una actitud psicorrígida, y a los individuos pacítk os a mostrarse belicosos o agresivos. Hemos visto cómo personas trastornadas porque habían perdido sus ahorros se amotinaban durante varios días en diciembre de 2002 en Argentina; y por el contrario, algunos oficiales de las SS alemanas se reconvirtieron en pacíficos hombres de negocios o incluso ... en políticos demócratas (Kurt Waldheim).

b) La violencia de la gente corriente Algunos estudios tienden a subrayar el peso de las tendencias psicológicas destructivas que se liberarían en determinados contextos; otros, por el contrario, ponen de manifiesto comportamientos violentos, incluso extremos, que al parecer no están para nada relacionados con esas pulsiones fundamentales. Estas conclusiones no son en absoluto contradictorias sino que contribuyen a mostrar la diversidad de los mecanismos psicológicos implicados. • Siglas de la Section Carrétnent Anti LePen, grupo libertario de antifascistas radicales creado en Nantes, Francia, en 1988 [N. de la T.].

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VIOI. ENCIAS POIJ TICAS

El modelo pulsíón/ínhíbíción (Berkowitz)

Se basa en una hipótesis elemental: la violencia se hace probable cuando, bajo la influencia de estímulos externos, se da por una parte una reactivación de la agresividad y por otra una supresión de las inhibiciones. La explosión de violencia colérica ilustra este esquema. Frente a una provocación o a una intrusión que se considera insoportable, la intensificación de la agresividad es un mecanismo de respuesta casi automático cuyo control se le puede escapar al sujeto. Entonces la violencia estalla de manera desordenada, e incluso totalmente impulsiva. Pero el umbral de pérdida de control sigue siendo distinto dependiendo de que los individuos tengan un temperamento más o menos «sanguíneo». Varía también con los modos de socialización. Algunas culturas, ya lo hemos dicho, han desarrollado tm sentido del honor nacional o de lo sagrado cargado de una gran dosis de susceptibilidad, que favorece la explosión de la indignación patriótica o religiosa de la muchedumbre. Sin embargo, aun bajo el efecto de la cólera, suele subsistir un margen de lucidez en cuanto a las consecuencias de pasarse de la raya. En ese caso se producirá, bien un uso «contenido» de la violencia física, bien un bloqueo total del paso a la acción, bien incluso la desviación de la cólera hacia otro objetivo, más inofensivo. La violencia colérica surge sobre todo como un modo de lig_uidación de las tensiones psicológicas. Frente al miedo a la humillación de la ofensa, la exhibición de fuerza física pretende ser una respuesta que, de hecho, resulta más o menos adecuada y a veces puramente patética. La violencia colérica se observa sobre tQdo en el nivel colectivo de las masas. Cuando, lejos de mantenerse en

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3. LA VIOLENCIA COMO ENIGMA lJf. INVfST!GAC!ON

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los límites de lo «ingenuo», el ambiente de las manifestaciones callejeras se vuelve particularmente tenso por culpa de los asuntos que se están ventilando, el riesgo de otras violencias como respuesta a las provocaciones, reales o imaginadas, resulta muy elevado. La presencia de contramanifestantes, la aparición de cordones policiales, la identificación de mirones que supuestamente pertenecen al campo enemigo bastan para que los más excitados se decidan a tirar piedras o cócteles Molotov, a golpear a sus supuestos adversarios, a tratar de saquear e incendiar edificios oficiales, comercios y viviendas. Naturalmente, la tentación de instrumentalizar a esos individuos, más dispuestos que otros a enajenarse, está a veces calculada. Algunos provocadores reales pueden simular indignación y cólera para hacer que se descontrole deliberadamente una manifestación pacífica. Y es bien sabido el temible efecto de los rumores propagados, sobre todo de los más descabellados, desde que se ha estudiado a fondo la psicología de las masas 11• Suelen ser el factor que desencadena los excesos de violencia física dirigidos contra las fuerzas del orden y los agentes de la administración, pero también contra personas a las que nominativamente se las acusa de complot, o incluso contra los sectores de población predispuestos a la venganza colectiva (revueltas raciales, pogromos, ira xenófoba). Entre los dirigentes políticos, la supresión de inhibiciones relacionadas con el recurso a la violencia se ve facilitada por la consecución de los propósitos planteados. 11. Robert Nye, The Origins of Crowd Psychology, Londres, Sage, 1975; Suzanna Barrows, Distorting Mirrors: Visions ofthe Crowd in Late Nineteenth-Century Fra nce, Y ale, 1981.

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VIOl-ENCIAS POI.fTICAS

Las victorias militares, incluso un simple éxito en operaciones puntuales (represalias, golpes de mano, liberación de rehenes por la fuerza ... ), suscitan una euforia proporcional a los riesgos soportados. En una estructura de decisión compleja, el peso de las personalidades familiarizadas con los métodos duros se ve reforzado en relación con el de las personalidades más dispuestas a la negociación y al compromiso. Y pondrán a veces gran empeño en demostrar que no son ni timoratas ni tímidas al adoptar una dinámica de escalada de la violencia. Pero es sobre todo la violencia que podríamos denominar orgiástica (Maffesoli) la que manifiesta más típicamente la liberación de las inhibiciones y de los controles sociales, al menos mientras se desencadena el placer asociado con la destrucción. Existen diferentes contextos favorables. En primer lugar el de la fiesta, que supone la autorización de la transgresión. Sus formas son todavía benignas en los desfiles entusiastas que invaden los lugares públicos en medio de un desorden alegremente devastador. Pero se corre el riesgo de que ello derive en violencias más ásperas si se trata de celebrar una victoria que ha costado mucho conseguir o la liberación de un régimen odiado. Entre otros muchos resortes emocionales, el resentimiento acumulado fomenta el de~ seo de venganza que, llegado el momento, se desencadenará irrefren ablemente. Tal es, desde los tiempos m ás remotos, el riesgo inherente a toda revolución victo~io­ sa. Si los excesos se multiplican, dejan huellas, auni¡ue sean ocultas, en la conciencia colectiva y pueden mancillar el acontecimiento fundador. Otro contexto que propicia la aparición de violencias orgiásticas es la guerra y el clima de brutalización de las relaciones sociales que resultan de ella. En el centro

3. LA VIOI.El'CIA COMO ESI:\'fc~TI
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mismo de las operaciones militares, es el «delirio del campo de batalla» lo que induce a los soldados a utilizar desenfrenadamente las armas y a atacar a la población civil o a los prisioneros desarmados . Muchos crímenes de guerra (incendios de pueblos, masacres colectivas, violaciones en masa... ) revelan la pérdida de control de la jerarquía sobre la tropa, exasperada por los padecimientos o por las pérdidas sufridas, o incluso animada por la concesión de una «recompensa». En la historia abundan los pillajes e incendios de ciudades que quedaron momentáneamente abandonadas al frenesí de la soldadesca. Por último, las situaciones de anomia social que manifiestan un eclipse de autoridad, en particular aquellas que preceden o acompañan inmediatamente la caída de un régimen político, son también épocas repletas de violencias orgiásticas; se diría que el desmoronamiento del orden y de la ley autoriza cualquier exceso. En esos casos se suelen alcanzar puntos álgidos de crueldad en las escenas de linchamiento de los agentes del régimen destituido o en las represalias de masa contra los grupos de población que lo habían apoyado. Da la impresión de que dichas circunstancias (guerras, motines, revoluciones), que fomentan la supresión de las inhibiciones, atraen a determinado tipo de individuos de pulsiones sádicas muy marcadas. Los mecanismos de autoselecció n hacen que su presencia sea más probable allí donde se desencadenan las violencias más extremadas, tanto si se han presentado como voluntarios para servir en unidades militares conocidas por su agresividad o, en el caso de amotinados, si han acudido instintivamente hacia las zonas más conflictivas. Pero algunos psicólogos insisten en el papel de las circunstancias como revelador de las pulsiones sádicas

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VIOLENCIAS PllLf'fiCAS

que estarían ocultas en el inconsciente de individuos absolutamente «normales)). Tal es la tesis de Ervin Staub, para el cual esta latencia estaría muy extendid~, de modo que sería ocioso pensar que la crueldad es pnvativa sólo de un número muy reducido de estilos caracterológicos 12• Sin embargo, hay que tener en ~uenta que muchos individuos, en épocas turb~enta~, Sienten también una gran aversión contra los dtsturbws callejeros y que, aunque las manifestacione_s d_e _muchedumbres enfurecidas encuentran pocos mdtvtduos lo suficientemente valientes como para hacerles frente directamente, en cambio hay muchos transeúntes ociosos que se mantienen a distancia y se comportan com~ espectadores vagamente avergonzados y vagamente mirones. Aunque la violencia orgiástica escapa a todo tipo de control, puede no obstante convertirse en instrumento de una política perfectamente deliberada tendente a aterrorizar a la población o a provocar éxodos que le dejan el campo libre al vencedor (~epura~ión é.t~i:a). ~l auténtico punto de partida de la vwlenCia orgtasttca stgue siendo la embriaguez de descubrir la impunidad de la transgresión. Cuanto más prescindan de las normas morales más inviolables los actos de crueldad o los saqueos iconoclastas, tanto más se impondrá la sensación de omnipotencia narcisista, aunque sólo sea por el placer del que se h ace teatral alarde en estos actos reprobados (Sofsky). En sus obras, Sade teori_za ce~tera~en~e sobre el principio primordial. P~ro la vwlenct~ ,orgtá~tl­ ca es también un momento de mtensa regreswn fusw12. Ervin Staub, The Roots of Evil. The Origin of Genocide and Other

Group Vio/ence, Cambridge, Cambridge Un iversity Press, 1989.

J. I. A VIOLENCIA COMO ENI<;MA ll f. I~ VESTI GACI<)t'

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nal en el que se abolen las jerarquías y los rangos que podían separar a los actores. No es sólo esa dudosa solidaridad lo que nace de la realización común de actos reprobados; es más bien el hecho de abolir, al menos momentáneamente, toda referencia a cualquier tipo de orden. La violencia orgiástica conlleva una torpe dinámica de desaparición de todos los poderes que explica su lugar en situaciones prerrevolucionarias. En este sentido, algunos episodios anarquistas de las revoluciones inglesa, francesa o rusa han sido considerados con indulgencia por determinados historiadores que sin duda parecen demasiado dispuestos a enmascarar con eufemismos su insostenible violencia. Da la impresión de que los excesos de violencia orgiástica tienen lugar en la actualidad a nivel más circunscrito, al menos en comparación con siglos anteriores. Por limitarnos a Europa, el saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204, y luego por los turcos en 1453, o el de Roma por las tropas de Carlos V en 1527 no tienen en realidad un equivalente en nuestros días, a excepción tal vez de la caída de Berlín en abril de 1945. Sin embargo, esto no significa en absoluto que haya una tendencia a la desaparición virtual de la violencia, sino simplemente el hecho de que está mucho m ás sometido al control social, cosa que no la hace menos exterminadora cuando alcanza formas extremas (Hiroshima y Nagasaki).

La violencia sin que se desborde la agresividad En determinadas situaciones se induce a algunos individuos a ejercer violencias que pueden ser inauditas, aunque no tengan ninguna predisposición hostil contra

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3. LA VIOL~NCJA COMO ~NICMA OE lNVF~J"J(,ACIÓN

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VIOLENCIAS POI. rt"ICAS

sus víctimas; es más, a menudo tienen que superar una gran repulsión inicial para ejecutar los primeros actos. Este mecanismo está relacionado con el fenómeno sumamente perturbador de la conversión de seres humanos absolutamente pacíficos en asesinos y exterminadores, como sucedió con el 1O1o batallón de reserva que intervino en Polonia en el verano de 1942, a la retaguardia de la Wehnnacht. Lejos de explicaciones simplistas que remitirían a mecanismos de selección de personalidades sádicas o, lo que es todavía peor, a un supuesto genio del mal vinculado con Alemania (la escandalosa tesis de Goldhagen), los estudios históricos o sociológicos más penetrantes ponen de manifiesto unos procesos sumamente banales. Pueden afectar a todos los individuos y desarrollarse en todas las poblaciones; por ello es absolutamente necesario percibir clínicamente la eficacia propia para protegerse todavía más eficazmente que mediante imprecaciones enfáticas o sospechas unidireccionales. Un primer tipo de análisis insiste en el mando de la autoridad legítima (o supuestamente legítima). En esa situación se encuentran los militares y las fuerzas de la policía cuando recurren, cumpliendo órdenes, al_uso de la fuerza. El negarse a disparar contra el enem1go o a cargar contra los manifestantes se asimila a una falta que merece castigo; esto incrementa el coste del rech~zo de la violen cia. Pero el h echo de obedecer a un supenor jerárquico tiene también como efecto ex~?~rar al suj~to de su responsabilidad, puesto que la decLSLon no ha sido suya. Esto reviste gran importancia cuando la violencia exigida se aleja mucho de sus principios morales personales o de las normas que se respetan en la vida corriente. Por ese motivo, el sistema de defensa de los iri-

dividuos convictos de crímenes de guerra invoca invariablemente la sumisión a las órdenes, con el fin de conseguir que se les exima de culpa. El papel de la autoridad constituye el meollo de la famosa experiencia de laboratorio que llevó a cabo Stanley Milgram en 1955. Lo que se analizaba ·e n el protocolo de experimentación era sencillo: si el experimentador, revestido del prestigio científico, pide a determinados individuos que impongan a otros sujetos, por motivos insignificantes, un castigo cada vez más severo,_¿hasta qué punto estarán dispuestos a admitir semejante orden? A los voluntarios, reclutados entre todas las clases sociales, se les invitaba a que infligieran un sufrimiento, en forma de choque eléctrico de intensidad cada vez mayor (que en realidad era simulado), alegándose que .era en aras de la ciencia. Cuando les entraban dudas, la simple sugerencia: «Siga usted. ¡El experimento lo requiere!» bastaba para convencer a la mayoría para que continuaran. Milgram observó entonces que los sujetos que participaban en el experimento no se percibían a sí mismos más que como ejecutantes, y subraya la importancia de ese cambio de categoría: «En cuanto pasa al estado de agente, el individuo se convierte en otro ser y presenta aspectos nuevos que no siempre son fáciles de relacionar con su personalidad habitual» 13 • Este papel incita a mostrarse ante todo competente o, cuando menos, a la altura de lo que se le pide; tiende a subordinar cualquier otra consideración al cumplimiento correcto de la misión que se le ha asignado. Al sentirse protegido 13. Stanley Milgram , Soumission

a l'autorité,

trad:, París, Calmann

Lévy, 1974, p. 179 (ed. cast., Obediencia a la autorrdad: un punto de

vista experimental, Ed. Desclée de Brouwer, 2004] .

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VIOI..F:
por la autoridad, el agente se remite a ella para que defina la situación e identifique las normas de comportamiento pertinentes. Sin embargo, los sujetos sometidos a este experimento sufren una gran tensión psicológica cuando oyen los primeros gritos de dolor, tensión que se acentúa al agravarse las señales de sufrimiento. ¿Se trata de un mecanismo innato, se pregunta Milgram, o del malestar provocado al vulnerarse la autoimagen del individuo? Si se negase a obedecer, seguramente cesaría inmediatamente dicha tensión, pero su condición de agente retrasa considerablemente el momento de la ruptura; y en situaciones reales, éste queda a menudo completamente excluido, excepto en un número muy reducido de sujetos con fuertes convicciones morales. El exp erimento pone igualmente de manifiesto la existencia de «amortiguadores» de tensión: la evasión que consiste en evitar el cara a car a con la víctima, la negación de la responsabilidad -puesto que el deber primordial es obedecer órdenes- y el distanciamiento de la víctima que permite la tecnología. Este último aspecto sugiere a Milgram el siguiente comentario: Desde el punto de vista puramente cuantitativo, resulta más odioso asesinar a diez mil personas lanzando un obús en medio de una ciudad que matar a una sola de una pedrada. Sin embargo, a nivel psicológico, este último acto es con mucho el más difícil de cometer l 4• Los numerosos estudios que los h isto riadores han dedicado a la m áquina exterminadora d el III Reich han demostrado ampliamente la pertinencia de estas 14. Op. cit., p. 195.

3. LA VIOLEN CIA CO MO oNlG MA Do l )(nSTIGAClC)N

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conclusiones experimentales. No cabe duda de que hubo pogromos perpetrados por muchedumbres histéricas, manipuladas por el aparato nazi; desde luego, la arbitrariedad reinante en los campos de concentración permitió muchos actos de sadismo por parte de individuos psicópatas. Pero como ha demostrado perfectamente Raul Hillberg, la puesta en marcha de la «solución final» se basa fundamentalmente en un dispositivo bien diferente: una violencia organizada, dominada, planificada, que supone la colaboración eficaz de decenas de miles de agentes obedientes, concienzudos y diligentes 15 • La compleja cadena que va desde las decisiones preparatorias hasta las medidas de ejecución fragmenta el delito en una serie de operaciones parciales. Eichmann, que según dicen era un perfecto organizador y teórico, no soportaba la visión de los campos de concentración; los intermediarios del dispositivo de exterminación cumplían impasibles las tareas burocráticas, pues nunca tuvieron que contemplar la imagen del espanto; igual sucedía con las empresas que suministraban los dispositivos y con las que servían los componentes químicos y los gases; al final de la cadena, los ejecutantes obedecían las órdenes, los menos sádicos con una simple aplicación técnica; una cosa era participar en las batidas, otra organizar los trenes y otra proceder a la selección final. Las actitudes adoptadas en estas situaciones extremas suponen la inquietante paradoja de que son calcadas de las de la vida corriente. ¿Cómo iba a funcion ar la administración, o una empresa, si cada uno de sus 15. Raul Hillberg, Deaths By Cause. The Destruction of the European

]ews, ed. rev. y def., Holmes and Meier Publishers, 1985.

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Y I( H.FNCIAS I'OLITICAS

miembros no se convirtiera en agente leal de su organización? Pero el caso es que esta condición hace que prevalezca, sobre cualquier otra n orma, el deber de obedecer a la autoridad; lo que más se castiga es, por otra parte, el incumplimiento de las órdenes. Así p ues, la sumisión a la autoridad legítima tranquiliza por partida triple al agente de una organización que ha de enfrentarse a un dilema moral extenuante. Es compatible con su deber principal; lo disculpa a sus ojos por ser un simple ejecutante; y por último le evita a corto plazo las «complicaciones» que podrían derivarse de su indisciplina. Por todo ello Milgram concluye: «Lo que determina la actuación del ser humano no es tanto el tipo de individuo que representa sino el tipo de situación a la que se enfrenta». No obstante, es preciso matizar y tener también en cuenta los conceptos de obediencia inculcados por la educación. No son uniformes en todas las culturas o civilizaciones y, dentro de éstas, dependen de los modos de socialización o de los ámbitos profesionales. En las democracias, la condición de oponente está ampliamente legitimada, al menos a nivel político. Con prudencia, se puede concluir que una cultura democrática fuerte debería incrementar, en igualdad de condiciones, el número de «resistentes» potenciales a una violencia inadmisible. A condición de que este factor no quede a su vez anulado por la decadencia de las convicciones morales que, cuando son auténticas, siguen siendo la mejor barrera contra las actitudes de consentimiento ciego. Otro tipo de análisis subraya la importancia de las dinámicas de grupo para comprender la activación de la violen cia. Mencionaremos en primer lugar el efecto groupthink, estudiado por Irving Janis, a propósito de

3. LA VU)LEI'iCJA COMO ENIG MA DE JN YF.STIGAC!ON

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algunas decis iones políticas que acabaron en fiascos. Abundan los ejemplos sobre el uso de la fuerza: mano libre para la invasión de Cuba en 1961 (bahía de Cochi~ nos), sucesivas medidas de escalada que llevaron a Estados Unidos a la guerra de Vietnam 16 • Este tipo de decisiones supone que un número muy reducido de individuos está relacionado con la elección decisiva y que actúan en el más absoluto secreto, que los deja aislados: dos factores que facilitan sobremanera el efecto de <
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VIOI.EKCIAS POLtliCAS

das, el señalar los riesgos, se podrían interpretar como una expresión de timidez, un síntoma de debilidad de carácter. Janis observa que son los individuos que se sienten menos totalmente aceptados en el círculo de toma de decisiones los que tienen mayor tendencia a la autocensura. Por ello, algunos dirigentes reacios a recurrir a la fuerza pueden acabar alineándose en una política que inicialmente no aprobaban; otros que tenían dudas se encontrarán a gusto con una elección que les parece unánime. Y cuando surgen las primeras dificultades o los primeros fracasos, la huida hacia delante es durante mucho tiempo la opción más atractiva, pues evita que se desautorice a otra persona y que haya que romper, por lo tanto, el pacto de solidaridad. De este modo, el peligro de un error de cálculo es mucho más elevado, y sus consecuencias suelen ser desastrosas 17• A un nivel bien diferente, el de los ejecutantes, se observan dinámicas de grupo que inducen a algunos individuos a cometer actos de violencia en defensa propia sin que se pueda decir que se han visto estrictamente obligados. Christopher Browning ha realizado un minucioso análisis de los «móviles» de comportamiento de los policías que ejecutaron a docenas de miles de judíos en Polonia y en Bielorrusia 18• En este sentido, la masacre de Josefow, el 13 de julio de 1942, es un sorprendente caso típico. Efectivamente, el comandante del batallón había propuesto que quedaran exentos del servicio aquellos que no se sintieran con valor para participar en las ejecuciones a quemarropa. De casi 500 17. ¿Cómo no aplicar este marco analítico a la intervención estadounidense en lrak, en 2002·2003? 18. Christopher Browning, Aquellos hombres grises: el Batallón 1O1y la solución final en Polonia, Edhasa, 2002.

3. LA VIOLENCIA COMO F.NIGMA DE I~\'F$ fiGACI0~

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hombres, sólo una docena aceptó inmediatamente la propuesta, anonadados por el carácter insólito de la autorización; a ellos se les unieron luego otras decenas que no soportaban el trabajo de ejecutantes, es decir, en total el 20% de los efectivos. Teniendo en cuenta lo horrible que era la tarea que tenían que acometer - ejecutar durante todo un día, uno por uno, a hombres, mujeres y niños-, la cifra puede parecernos espantosamente baja. Las informaciones recabadas ponen de manifiesto que muchos de los que no quisieron que los sustituyeran «llevaron a cabo el trabajo» con profunda repugnancia; pero acabaron por acostumbrarse y algunos incluso lo hicieron con sumo gusto. Según el análisis de los testimonios recogidos en el proceso de Hamburgo, Browning ha podido señalar la importancia de un factor decisivo: el sentimiento corporativo. «Aquella mañana en Josefow, abandonar filas suponía abandonar a sus compañeros y equivalía a admitir que uno era "débil" e incluso "cobarde".» Sin pasar por alto otras dimensiones, como el «mando de la autoridad legítima» o el adoctrinamiento antisemita, Browning insiste en el conformismo del grupo y la presión de los colegas. Evitar disparar era «evitar cooperar en una penosa obligación colectiva»; era adoptar una forma de comportamiento social en el que se vislumbra un reproche moral {¡!) al menos implícito. Los refractarios, por su parte, corrían el riesgo del aislamiento, del ostracismo, de los comentarios d espectivos. Aunque llegara al paroxismo, esta situación vivida en 1942 revela unos mecanismos absolutamente comunes. En las circunstancias más corrientes de la vida, aunque el conformismo del grupo es una coacción de peso en los comportamientos individuales, es también una ga-

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VIOI.F~CIAS

POI.fTJC¡.S

rantía de seguridad, proporcional al nivel de dependencia emocional o social de sus miembros. ¿Cómo se va a exponer uno a que lo den de lado cuando siente la profunda necesidad de que sus colegas lo aprecien o reconozcan sus méritos? ¿Cómo se va a atrever uno a romper con el sentimiento corporativo de una profesión si tiene la esperanza de hacer carrera dentro de ella? Como el partido comunista desde la década de 1920 hasta la de 1970 fue un auténtico nicho identitario, con el que uno comprometía toda su existencia, la salida o la exclusión de él suponía un drama personal. Es decir, que romper con el conformismo del grupo tiene un precio muy alto, al menos en determinados entornos de pertenencia. Sin embargo, este tipo de comportamiento no siempre es negativo. Aunque las normas colectivas están orientadas al rechazo de la violencia física, el conformismo desempeña un papel inhibidor sumamente notable; es lo que sucede actualmente en los partidos demócratas, en los que se acepta irrefutablemente que los conflictos políticos no deben degenerar. Por el contrario, allí donde se fomenta una microcultura de violencia, como se observa en determinadas bandas callejeras o en organizaciones tipo skínheads, el efecto de arrastre hacia el delito puede llegar a ser considerable.

4. De la violencia física a la violencia simbólica

Allí donde hay sufrimiento es legítimo sospechar que hay violencia; y si se trata de agresiones contra la autoestima o contra la autoimagen, nos encontraremos en el ámbito simbólico, en el que se construyen las represen. taciones que dan sentido a la existencia. Pero las violencias físicas no causan sólo perjuicios materiales o corporales, sino que provocan también daños psicológicos. Las víctimas de at~ntados, de motines o de pillajes han de hacer frente al miedo, es decir, al sentimiento de vulnerabilidad, de fragilidad, de impotencia, percepciones compartidas por todas las personas a las que les preocupa el desorden o la escalada de los conflictos. A la violencia física se le suele asociar un a humillación, la de h aber quedado desprestigiado ante quien parecía inferior en el enfrentamiento. Es posible que este sentimiento adquiera unas dimensiones desproporcionadas con respecto al hecho material propiamente dicho. Recordemos a este efecto la importancia que se le dio al abanicazo histórico que le asestó el dey de Argel al cónsul francés en 1830. Es decir, que ser víctíma de violen177

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VIOLENCIAS POLITICAS

cias físicas no sólo es sufrir en carne propia o lamentar la pérdida de un bien; es también sentírse afectado en su ser. Los mismos sentimientos de desvalorización se dan en situaciones ajenas a cualquier violencia material, en el caso de la injuria, por ejemplo, o de la manifestación ostensible de desprecio. Por eso es necesario el concepto de violencia simbólica, ya que permite tener en cuenta todas las «heridas» infligidas a la identidad, vinculadas o no con actos materiales. Efectivamente, la violencia simbólica engendra su propia dinámica, bien confiriendo a las violencias físicas su auténtico sentido político y psicológico, bien produciendo efectos dolorosos de manera independiente. Es ella también la que da su significado profundo a la figura central de la víctima, alrededor de la cual se traban proyecciones de considerable influencia en el ámbito social y político.

A. ASPECTOS DE LA VIOLENCIA SIMBOLICA

El concepto que tiene Pierre Bourdieu sobre la violencia simbólica, una «violencia suave, invisible, desconocida como tal, elegida tanto como padecida ... » 1, induce a imaginar víctimas que se ignoran. El principal inconveniente de esta definición es que defiende la existencia de una violencia «objetiva» basada en criterios de apreciación propios de un sociólogo y, más exactamente, de un sociólogo comprometido. Sin una filosofía subyacente de la alienación (¿pero cuál?), resulta difícil fundam entar la lógica de Pierre Bourdieu que, en este con1. Pierre Bourdieu, Le Sem pratique, París, Minuit, J980, p. 2 19 [ed. cast., El sentido práctico, Tauros, 1991 ]. .

4. DE LA VIOLF.NCIA FiSlCA A l.A VIOLEKCJA SIMROI.ICA

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texto, resulta curiosamente positivista. En realidad, sólo cuando los explotados o los dominados, por utilizar sus propias categorías, se han hecho políticamente conscientes, encuentran insoportable la situación a la que se ven sometidos; y como la padecen, la cal~fican.de violencia. Un segundo inconveniente de su tes1s res1de en el hecho de que separa lo que no se puede aproximar. ·Cómo sustraer a la idea de violencia simbólica las palabras que mancillan o las conductas deliberadamente humillantes con respecto al prójimo? Al atentar, y de manera dolorosa, contra las representaciones de uno mismo, remiten incontestablemente al orden simbólico. Es siempre en ese nivel profundo del yo identitario donde se sitúa la fuente primaria del disgusto, o malestar, que sienten las víctimas. No obstante, en e~e _fon~o común de percepciones negativas se puede dtstmgmr por un lado algo más bien relacionado con la sensación de sentirse menospreciado y por otro algo que está en cierto modo vinculado con la sensación de sentirse frágil. En la primera hipótesis predomina la idea de desvalorización; en la segunda, la de desestabilización por pérdida de referencias.

a) La depreciación identitaria

La necesid ad de sentir que a uno le recon ozcan sus méritos y lo valoran es común a todos los seres hu~a­ nos: constituye el principio mism o de las estrategtas de distinción que el individuo adopta en su vida cotidiana p ar a diferenciarse mejor de su propio ent~ rno, para resultar «singular » en algún aspecto. Esta extgencia psicológica se m aterializa sociológicam ente a tra-

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Vllli.ENCIAS POJ. ('J'ICAS

vés del éxito profesional, el ascenso social, la notoriedad o la popularidad, pero también a través de la rebelión, el dandismo ... La autoestima depende igualmente de la identificación con categorías sociales más o menos valoradas. El prestigio de un importante cuerpo del Estado recae sobre cada uno de sus miembros; los escándalos que ponen en entredicho la independencia de un juez crean malestar en todos los magistrados. Y de sobra sabemos que los éxitos deportivos, económicos o diplomáticos pueden estimular el orgullo nacional. Cuanto más peso emocional se le dé a la identidad, más se percibirán como violentos los ataques que se le hagan. En el ruedo político, el fenómeno afecta a determinados atributos que, en cierto modo, parece que «resumen» al individuo en algunas situaciones decisivas. Esta tendencia a dar una importancia exorbitante a características que, en realidad, son muy parciales se debe a la convergencia entre la lógica social y las aspiraciones personales. El debate político exige simplificaciones en la definición de uno mismo: favorece al «ciudadano» y t ambién las posiciones <<de derecha», «de izquierda» o «ni de derecha ni de izquierda». En caso de guerra entre Estados, la nacionalidad de los súbditos de un país en emigo se convierte en un elemento discriminador fundamental de las condiciones de vida que tendrán que soportar. Del mismo modo, cuando se desencadenan violencias interétnicas o interconfesionales, la pertenencia racial o religiosa adquiere una importancia treme nda como definición global de uno mismo, aunque sólo sea a ojos de los adversarios. Pero estas sobrevaloraciones se deben tambiép a una necesidad individual de anclaje identitario, a la necesidad .de

4 . DE L... VIOLEN CIA F(SICA A !.A VlOI.CNCIA SIMBÓLICA

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afirmar una continuidad y una coherencia de la personalidad; y ello precisamente porque la vida corriente exige constantes adaptaciones tácticas, suscep tibles de engendrar un sentimiento de d esagregación, incluso una «disociación» en el sentido que le dan los psicólogos. El etnólogo británico Clifford Geertz habla de «identidades primordiales». Nacidas de la labor de socialización que h a tenido lugar desde la más tierna infancia, afectan en primer lugar a la asignación sexual. Posteriormente se desarrolla una asignación social (a través de la pertenencia profesional de los progenitores ) y, a menudo, una asignación comunitaria, religiosa, ciudadana... Esa «huella identitaria» 2 se construye en los primeros años de la existencia. Tanto si se rechaza posteriormente como si se asume plenamente, constituye un sistema de marcos cognitivos y de esquemas emocionales que pesa en la estructuración de la vida en su totalidad. En este sentido, uno no se libera nunca totalmente de sus orígenes. Está claro que en las sociedades en las que predominan los valores individualistas, la libertad de distanciarse de las asignaciones iniciales ha llegado a ser muy lata. Sin embargo, está limitada, no sólo por las tretas del inconsciente, mantenidas por permanencias soterradas, sino también por la mirada ajena (prácticas sociales y categorías de clasificación ), que pesa desde el exterior como una coacción imperiosa, remitiendo a veces a asignaciones ideotitad as no deseadas.

2. Philippe Braud, Etes-vous catholique?, París, Presses des SciencesPo, 1998, pp. 8-17.

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VIOLF\fCIAS I'OI.f rJCAS

Las manifestaciones de heterofobia Las formas más evidentes de depreciación identitaria pertenecen al orden de los discursos claramente despectivos. Tanto si se trata de ideologías elaboradas como de estereotipos groseros, de espectáculos, caricaturas, canciones o de simples chistes, los vectores son múltiples y se renuevan indefinidamente. Una hostilidad de tipo heterofóbico se centra en un atributo identitario ~partir del cual todo un grupo resulta designado y encastllado en representaciones peyorativas. La xenofobia centra su atención en la nacionalidad, el racismo en el origen real o supuesto, el antisemitismo en la condición de judío, el anticlericalismo o el laicismo agresivos en la religión (aunque existen también formas de desprecio entre diferentes religiones), el machismo y el ultrafeminismo en el sexo de la otra persona. Los antago~ismos de clases ~onllevan desprecios mutuos: proletanos y burgueses, mtelectuales y pequeñoburgueses; y a esto habría que añadir las divergencias más sordas que enfrentan a la población urbana y a la rural, a los asalari~~os y a los campesinos, a los provincianos y los pansmos en la Francia moderna ... Uno de los factores que agrava los discursos de odio procede del hecho de que se alimentan mutuamente del endurecimiento provocado en el campo adversario. El siglo XVI nos ha proporcionado el espectáculo de fanatismos católicos y protestantes que se exacerbaron de manera recíproca, inventando las figuras sumamente peyorativas d.e «p~pista>l y d.e «hugonote». En el siglo XIX surgen nac~onahsmos .behcosos que generan sus propias xenofobtas y su sene de caricaturas identitarias. El siglo xx les añade las retóricas antagonistas del anticomunismo vis-

4. DE LA VJOI.ENCIA f!SICA AL-\ VJOLE:\CIA SIMBOLICA

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cera! y del fascismo agresivo que dibujan la figura simétricamente demoniaca de los «rojos» y los «fachas)), Este tipo de depreciación cruzada se observa igualmen te en las relaciones entre la policía y los jóvenes de las barriadas difíciles cuando la insolencia «antimadero» (algunos tipos de rap) activa un racismo. contra los inmigrantes. Por lo tanto, un análisis serio de las formas de heterofobia no debería nunca ignorar las dinámicas de interacción vigentes, so pena de que quede completamente falseada la descripción de las realidades y se tergiversen los juicios de valor que se le añadirían. Cualquier identificación con un grupo predispone a la adopción de matrices de juicio sobre otros grupos. Si nos limitamos a las fidelidades de tipo religioso, comunitario o nacional, el hecho de ser cristiano o musulmán hace probable un juicio de valor de los adeptos a otras religiones; del mismo modo, los nacionales de los distintos Estados europeos se sitúan los unos con respecto a los otros. Se produce un ámbito favorable a la recepción de retóricas claramente despectivas cuando las matrices de juicio son al mismo tiempo rígidas y defensivas . Esto es lo que sucede cuando la memoria colectiva se nutre del recuerdo de violencias padecidas o ejercidas, de microexperiencias negativas o de bulos propalados que prosperan al margen de las representaciones políticamente correctas. Aunque estén matizadas o sean múltiples, las matrices de juicio tienden a adquirir rigidez en cuanto el grupo se siente inseguro. El temor a una agresión militar, al proselitismo religioso, a la sumersión demográfica, a la desclasificación social induce invariablemente a caricaturizar al adversario, al tiempo que se genera con respecto a él una inevitable ambivalencia. Por ello entendemos el proceso psicoló-

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VIOLENCIAS l'
gico que nutre percepciones contradictorias: fascinación Y repulsión, envidia y rechazo. En ese caso, la dureza del desprecio sentido puede ser perfectamente el s~ntoma de una.profunda negación de la atracción ejerctd~; o, p or de~1rlo ~n ?tros términos, la sobrecompensaCión de una mfenondad subjetiva convertida en superioridad exhibida. Incluso el racismo más burdo suele otorgar ~ los g~upos despreciados misteriosos podere~ que es~an en Cierto modo vinculados a pulsiones arca1cas de tipo sexual o mágico. . ¿~u~l es la ca~sa de que, en determinadas coyunturas h.1ston~as, los drs~ursos heterofóbicos adquieran excepc~onalimportancra en el espacio público? A finales del Siglo XIX, por ejemplo, se observa una extraordinaria intensi.ficación de las retóricas contra los judíos y los extranJeros (algunos de ellos), p ero también contra el ele~~, los patronos, incluso el populacho... En comparacwn con estos paroxismos, Europa y Estados Unidos pasan en la actualidad por una época de extraordinaria. m~d~ración ~e las formas visibles de racismo y de odw et~ICO o socJal. De hech o, Jos estereotip os y juicios despectivos pueden permanecer soterrados y relativamente controlados cuando los descalifican las normas oficiales, tanto si se trata de la ética de los derechos humanos como de legislaciones que prohíben explícitamen:e ~as prácticas discriminatorias y la explotación de sentimientos racistas, antisemitas o xenófobos. En las sociedades contemporáneas, el deseo de que coexistan pacíficamente poblaciones de orígenes diversos y de religiones. diferentes fundamenta el rechazo de los juicios desp ectivos. Por el contrario, cuando los p olíticos creen que les beneficia instr umentalizar sentimientos heterofóbicos con el fin de movilizar a su clientela, las retóri-

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cas despectivas florecen con un vigo r que se autoalimenta en un proceso capaz de llegar a ser rápidamente incontrolable. La mayoría de los partidos políticos europeos no fue ron capaces de liberarse de estos planteamientos hasta después de la Segunda Guerra Mundial, al romper oficialmente con el antisemitismo, el anticlericalismo agresivo o el odio de clases. En otras partes del mundo, los discursos de desprecio identitario siguen siendo, en la actualidad, palancas habituales de la movilización electoral. Ellos fueron, por ejemplo, los que le evitaron un fracaso electoral programado a Robert Mugabe en Zimbabue (camp aña antiblancos de 2002) o los que han garantizado, desde la década de 1990, el triunfo de los nacionalistas hindúes en la India de Gandhi. El éxito de estas políticas contribuye a reforzar la compartimentación simbólica allí donde los contornos reales de los grupos son más fluidos; obliga a muchos individuos a sentirse objetivos, asumiendo p or lo tanto, incluso en defensa propia, una identidad rebajada.

La exhibición de una superioridad que se percibe como insoportable Como apuntaba George Mead, existir socialmente es situarse, y estar situado, en una escala de condiciones o de rangos. Y de h ech o, resulta ocioso analizar las relaciones de concurrencia en tre grupos o ind ividuos para posicionarse ventajosamente con relación a los demás. Cualquier afirmación de superioridad tiende a infravalor ar al prójimo, incluso aunque no siempre conlleve una intención despectiva. Este proceso, omnipresente en cualquier relación social, resulta tolerable si es dis-

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VlOLF.NClAS PO I.ÍTICAS

creta, si no hace que se <
4. DE LA VJOU.NCIA ff, ICA A LA Vlt>LE:-ICIA SIMHÓI.ICA

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nios mixtos, la negativa a utilizar las lenguas locales y, de manera general, las condiciones materiales de vida (separación de los barrios europeos e indígenas, desigualdad de las normas de consumo). En la actualidad, hallamos estos comportamientos en otros contextos, en particular los que están relacionados con las reafirmadones comunitaristas. Son indicadores siempre significativos de que existe una disociación entre poblaciones y, muy a menudo, revelan la existencia de una violencia. Hoy, en las relaciones internacionales, la Carta de las Naciones Unidas postula la igualdad tanto entre los Estados como entre las civilizaciones. No obstante, el solo hecho de disponer de niveles de vida absolutamente incomparables p one a los adinerados en una situación de superioridad que se suele percibir como insoportable cuando se impone con brutalidad a la vista de los desposeídos. Contribuye a ello tanto la mejor difusión internacional de la información como los movimientos de poblaciones que se han intensificado entre estos mundos de extrema opulencia y los de extrema pobreza. Es ésta la razón por la que la industria del turismo en los países menos desarrollados tiene consecuencias políticas. Aunque los habitantes que se benefician de él, directa o indirectamente, puedan hallar compensaciones económicas a los costes psicológicos del sentimiento de inferioridad o incluso de humillación, no le sucede lo mismo a todo el mundo. Aunque sea inconsciente o ingenua, la superioridad exhibida en los modos de consumo desestabiliza las culturas que no pueden mostrar signos externos equivalentes de éxito material. Entre las naciones opulentas, Estados Unidos ocupa un lugar especial, porque además dispone de una aplastante superioridad m ilitar que hace que inevitablemente se

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VIOI.ENCI AS POL!TICAS

tenga que enfrentar al reproche de arrogancia. Cada vez que sus declaraciones o sus actos aportan alguna verosimilitud suplementaria a este reproche, se agravan sus repercusiones. En este sentido, parece ser que las consecuencias de la segunda guerra de Irak han sido espectaculares 3. Como explica un comentarista estadounidense de la encuesta, para remediar la situación sería preciso que sus dirigentes fueran capaces de escuchar con paciencia a sus aliados cuando éstos manifiestan un desacuerdo, que pudieran comprender el temor que suscita su superioridad y que supieran también autolimitarse en cualquier despliegue de fuerza. Pero precisamente la existencia de una enorme superioridad hace que estos principios de actuación sean mucho menos probables. Tanto si están basadas en consideraciones religiosas, como etnicistas o nacionalistas, las ideologías del pueblo predilecto o de la nación «elegida» se inscriben en un mismo esquema de exhibición implícita (o explícita) de superioridad y fomentan inevitablemente análogos rencores. Cuanto más se idealice y se sitúe en el núcleo de la cultura política del grupo, merced a una intensa labor de socialización en este sentido, el sentimiento de estar «aparte», más llegará a ser la auténtica escala de referencia del orgullo colectivo. En un universo religioso tiene importancia ser el «pueblo de la Revelación divina>>; en la era de las naciones, lo importante es el mito de un destino histórico singular, a menudo asociado 3. Según un sondeo de Pew Global Attitudes Project, en junio de 2003 la imagen positiva de E5tados Unidos cayó varias decen as de puntos en la mayoría d e los 44 países encuestados, sobr e todos en los musulmanes, pero también en Europa y en Améric¡1 Latina. Resultados disponibles en http://people -press.org.

4. Df. LA VJO!RICTA fÍSICA A l.A VJOI.f.NC!A S!MillÍI.ICA

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con el recuerdo de una revolución fundadora. La especificidad que se reivindica es la de una «misión». Supuestamente justifica responsabilidades concretas, aunque también hace referencia a juicios de apreciación política basados en criterios diferentes de los que se aplican a otros pueblos. Incluso independientemente de cualquier forma intencionada de desprecio a otros (aunque es raro que no se den), esta reivindicación desemboca en actitudes y comportamientos conflictivos. Aunque los que creen en estas premisas los ven como indiscutiblemente legítimos, a veces resultan insoportables para todos aquellos que, ajenos a estos mitos de origen, sufren sus dolorosas consecuencias. Tal es el meollo del drama que enfrenta en la actualidad al sionismo y al pueblo palestino. Incluso el título de «Justo entre las naciones», con el que se recompensa a un número muy reducido de no judíos que han demostrado su heroísmo a la hora de salvar a los perseguidos, denota cierta ambigüedad. Para el historiador estadounidense Peter Novick, también judío, su efecto es el de «condenar a la inmensa "mayoría injusta"[ ... ]. La conmemoración de los Justos, como "excepciones que confirman la regla", ha servido por lo general para fomentar la desconfianza con respecto a los gentiles» 4 • En las democracias contemporáneas, la manifiesta adhesión al ideal universalista de igualdad tiende a fre4. Peter Novick, L'Holocauste da ns la vie américaine, trad., París, Gallimard, 2001, pp. 254-255 [ed. orig. ing., Holocaust in American L ife, Houghton Mifflin Com pany, 1999]. Por el contrario, Ser ge Klars feld ha subrayado particularmente las reaccion es hostiles de la población y de las iglesias ante la actuación de Vichy sobre la deportación de los judíos residentes en F rancia (Vichy-Auschwitz. París, Fayard, t 983; Le Monde, 26 de agosto de 2003, p. 9).

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VIOLe NCIAS POLIT!CAS

nar o, más bien, a enmascarar los títulos de superioridad que pueden ser percibidos como arrogantes por otras personas. Sin embargo, siguen estando muy presentes. En el debate político interno, el fenómeno se inscribe a veces en lo que se podría denominar «exceso de capacidad persuasiva» de los que hablan en nombre de otro y en su lugar. Dominan las palabras, encuentran argumentos, tienen un acceso privilegiado a las fuentes de información y a los canales de difusión. Pero algunas categorías de población están profundamente vinculadas a percepciones o a creencias que no saben defender eficazmente en el debate público. Ése es sobre todo el problema de los estratos sociales con bajo nivel de educación o que carecen de acceso a los entramados de influencia. Cada sociedad tiene sus beaufs *, sus «paletos», sus «reaccionarios» y sus «irresponsábles», que son en primer lugar categorías con un estatuto intelectual desvalorizado. Los periodistas y los funcionarios que ocupan la primera línea de la escena mediática defienden evidentemente puntos de vista muy variados. Pero han de someterse a planteamientos de posición, vinculados a su categor ía, que hacen improbable la defensa de determinadas causas, que se consideran demasiado triviales o excesivamente incorrectas desde el punto de vista político y que les obligan a jerarquizar los problemas según criterios que, efectivamente, pueden ser de calidad, pero que resultan exasperantes para las poblaciones que carecen de recursos culturales. Por último, por su propia soltura, el lenguaje que utilizan • Término de argot, procedente de beau-frere (cuñado), para designar al francés medio, estereotipadamente estrecho de p1iras, conservador, hortera, barrigón y falócrata [N. de la T.].

4. DE tA VIOLENCI A FlSICA A LA VIO LENCIA SIM B<) LICA

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provoca en los oyentes que no lo dominan un profundo sentimiento de inferioridad social. La principal fuerza de los dirigentes sindicales con respecto a los políticos es que expresan preocupaciones y hablan un lenguaje más cercano al de la gente sencilla. Tal fue también la fuerza principal del partido comunista, en Italia o en Francia, al poder dar al mundo obrero una voz que, evidentemente, no era totalmente la suya pero que se podía apropiar más fácilmente para extraer de ella un sentimiento reforzado de dignidad. En Francia, las categorías sociales más particularmente infrarrepresentadas, en el debate público, son las capas populares y los franceses de origen inmigrante. Ahí radica un antiintelectualismo, incluso un antiparisinismo, que son las respuestas defensivas al vago sentimiento de que los han expropiado de la toma de palabra legítima. En las democracias pluralistas, la manifestación de superioridad cultural adquiere unas formas más sutiles que antaño. Se ha interpretado, y muy justificadamente, la hostilidad a los comunitarismos como una manifestación de hegemonía: la de la civilización dominante, que asimila sus valores particulares a los valores universales. A veces también se expresa abiertament e, como en la fórmula tomada de un escritor estadounidense: los bantúes no han producido ni un Tolstoi ni un premio Nobel de química. La lucha de los occidentales a favor de la emancipación de las mujeres musulmanas tiene como efecto incidental el de relegar al islam a la categoría de religión oscurantista (cosa que, por otra parte, tanto Michel Houellebecq como Claude Imbert afirman en voz alta). Por el contrario, proclamar que todas las civilizaciones tienen un «valor igual» conduce insidiosamente a

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VJOLE.'ICJAS POllTJC.~S

un terrible callejón sin salida. Tal afirmación presupone no sólo criterios de comparación implícitos, basados de hecho en la civilización dominante, sino sobre todo un voluntarismo que denota esfuerzo. Como señala Charles Taylor: «Nadie puede ver en ello un auténtico acto de respeto. Se parece más bien a un acto de pretendido respeto, concedido tras la insistencia de su supuesto beneficiario» 5 • Pero en ese caso, si la afirmación de superioridad de una cultura sobre otra y su denegación aplicada resultan igualmente problemáticas, sólo cabe concluir que, en un mundo en el que se calibran continuamente las civilizaciones, los fenómenos de violencia simbólica han de estar siempre omnipresentes.

Negaciones del sufrimiento Para quien ha sufrido mucho, ver cómo se pone en duda la realidad de su sufrimiento es una forma de violencia especialmente insoportable. En el ámbito público, la sienten todos los que se identifican con el grupovíctima por solidaridad identitaria. Efectivamente, cada nación, cada comunidad, cada religión tienen su martirologio particular, su memoria de persecuciones o de dramas que, como ya hemos comentado, contribuyen en gran medida al sentimiento de lealtad común. Cuanto más intenso sea este sufrimiento, y más próximo en el tiempo, tanto más intolerables resultarán la indeferencia, la negación o el cuestionamiento mezquino de 5. Chades Taylor, «l.a Po li tique de r econnaissance» en Multiculturalisme. Différence et dém ocratie, tr ad, París, Flammarion , 1997, p. 95 [ed . cast., El multiculturalismo y «la poUtica del reconocimiento», Fondo d e Cultura Econ ómica de España, 2003].

4. DE J.A V IOLENCIA ~f,JC.\ ,\ LA VIO J.f.NCIA SIMH()LICA

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los hechos que lo provocaron. Si en la actualidad se castiga penalmente el negacionismo del genocidio judío es porque se quiere tener muy presente esta exigencia primordial. Como escribe Pierre Vidal-Naquet: «Los asesinos de la memoria [... ] pretenden herir a una comunidad en las mil fibras todavía doloridas que la unen a su propio pasado. Lanzan contra ella una acusación global de mentira y de engaño» 6 • Pero las razones para esta proscripción del negacionismo son más amplias. El rechazo a admitir el genocidio tampoco deja indiferentes a los ciudadanos de los países democráticos, tanto por su solidaridad con los nacionales de sus propios países como por temor a que se desencadene una serie de ocultaciones que haría menos improbable la repetición de semejantes crímenes de masas. Lo que está en juego desde el punto de vista emocional y político es lo que explica que se castigue la manifestación de contraverdades históricas mientras que, por otra parte, los principios de la libertad de expresión permiten que se toleren, en otros ámbitos, tesis claramente erróneas, cuando no tonterías puras y simples. El hecho de que no se consiga que a uno le escuchen sus quejas, o que se tope con la indiferencia o, lo que es p eor, con la desconfianza, se percibe evidentem ente como una herida. Las asociaciones de víctimas menos eficaces a la h ora de que se oigan sus voces suelen ser aquellas que representan a grupos de escasa influencia o poco estimados; las organizaciones de harkis * vivie6. Pierre Vidal-Naquet, Les Assassins de la mémoire, r ced., París, Seuil, 1995, p. 8. * Miembr os de las unidades r egulares, denominadas harkas, organizadas en Argelia a p ar tir d e 1956 para colaborar con el ejército francés en la lucha contra el movimien to d e liberación del FLN . Al verse

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VIOLENCIAS I'OLfTICAS

ron tan amarga experiencia en la década de 1970. Y e~­ tonces la impotencia provoca resignación y/o resentimiento. A nivel internacional, se ha suscitado un gran debate sobre el reconocimiento del hecho del genocidio. La definición que en 1948 propuso la Convención de las Naciones Unidas para la prevención y castigo de este crimen 7 fomentó la aparición de numerosas reivindicaciones. Su envite tiene gran envergadura porque exige a los Estados signatarios que intervengan para que cesen los actos de este tipo y, al mismo tiempo, tomen las medidas necesarias para que se castigue a los autores Y se ofrezcan compensaciones a las víctimas. Esta dimensión jurídica explica también las re~i~en~ias de algun~s Estados a la hora de aceptar la cahftcactón de genoodio. Desde hace tiempo, las organizaciones armenias reclaman este reconocimiento para las deportaciones en masa padecidas en 1915-1916, que probablemen:e causaron cerca de un millón de muertos. En la actualidad abundan los movimientos políticos que invocan también esta noción; no sólo para denunciar la eliminación física de grupos raciales, étnicos o religiosos, sino también para estigmatizar la eliminación de oponentes (politicidio), la reducción a la esdavit~d o ~a destrucción de una cultura que constituye la 1denüdad de un pueblo. Las controversias en torno a la definición de gepróximo el fin de la ocupación francesa, muchas de estas unidades fueron desarmadas y miles de harkis abandonados a su. suerte. Muchos huyeron con sus familias a Francia al decla~rse la mdependencia, y fueron confinados en campos de concentración; _otros r~gresaron a sus lugares de origen, donde fueron masacrados SIStemáticamente por ser considerados traidore~ {N. de la !·1·. . .. . 7. El artículo Il de la Convenc1ón da la s1gmente defimc~on de genocidio: «Actos( ... ] perpetrados con la intenció~ de de~trwr, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, rac1al o rehg1oso, como tab>.

4. DE LA VIOLENCIA F(SlCA A LA VJOLf.NC IA SIMUt)LICA

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nocídio suscitan manifestaciones de indignación cuando son excluyentes, pero también cuando, por el contrario, tienden a aproximar niveles de sufrimiento que se consideran incomparables. Algunos intelectuales (Elie Wiesel, Claude Lanzmann) han querido subrayar el carácter único del Holocausto, lo que ha provocado duras protestas basadas en la idea de que semejante reivindicación sería una manera de minimizar el inmenso sufrimiento vivido por otras poblaciones: la esclavitud de los negros estadounidenses en el siglo xrx o los asesinatos en masa en la región de los Grandes Lagos africanos a finales del siglo xx. Así pues, lo que un autor ha definido como la «competencia de las víctimas» 8 amplía todavía más el campo virtual de la violencia simbólica.

b) Desestabilización de los puntos de referencia Para dar sentido a su identidad personal y colectiva, los individuos necesitan referencias convincentes a normas y valores, modelos, tradiciones y recuerdos. Tanto si se utiliza el término de «cultura» como el de «ideología» o el de «universo simbólico», se trata siempre de poner de manifiesto el sistema de referencias que permite que los individuos hagan inteligible su mundo. Charles Tilly habla de «fronteras» que incluyen los signos gracias a los cuales uno se reconoce como miembro del mismo grupo y diferente de los otros, las historias que se cuentan con respecto a esas diferencias entre «ellos» y «nosotros» y también el tipo de transacciones de un lado y 8. fea n-Michel Chaumont , La Concurrence des victimes. Génocide, identité, reconnaissance, París, La Découverte, 1997.

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VIOLESCIAS POLiTICAS

otro de la «frontera>>. Gracias a esos puntos de referencia, los comportamientos adquirirán un significado, positivo o negativo; podrán inscribirse en continuidades o discontinuidades descifrables, a nivel tanto de una vida individual como de la historia colectiva. El universo simbólico de referencia es, por lo tanto, una «ordenacióm> del mundo. Permite anticipar lo que se percibirá como legítimo o ilegítimo, como legal o ilegal, como racional o irracional. Y sobre todo, como escriben Berger y Luckmann, protege contra las dudas 9 • La necesidad que tiene cualquier individuo de sentirse seguro no se limita a la integridad física ni al terreno económico. Afecta también al ámbito de las creencias y de las convicciones. Cualquier actor social necesita apoyarse en ellas para plantearse objetivos y llevar a cabo una misión. A título individual, todo ciudadano ha de estar convencido bien de la legitimidad del sistema político que desea defender, bien, por el contrario, de la legitimidad del combate que se ha de entablar para reformarlo o derrocarlo. La adhesión rígida a unas referencias que se desean estables e invariables es una respuesta habitual a la ansiedad política, la cual se agrava irremediablemente en caso de amenazas. Por lo tanto se puede resumir la importancia primordial de un universo simbólico en el hecho de que en él se pueden hallar las «respuestas» a tres cuestiones que surgen invariablemente en momentos decisivos. La primera se refiere a la identificación de los grupos últimos de pertenencia. Cuando se exacerban los con9. Peter Berger, Thomas Luckmann, La Constructíon sociale de la r~a­ lité (1966), trad., París, Armand Colín, 1996, pp. 133 y ss. [ed. ong. ing., The Soda! Corzstruction of Reality: A Treatise in the Sociology of Knowledge, Penguin, 1991].

4. Dh LA VIOL ENCIA F!StCA A LA VIOLE:-ICJA SI ~!Rl~LICA

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flictos, cuando estalla la violencia, ¿cuáles son las solidaridades que han de prevalecer? ¿Las fidelidades comunitarias, las nacionales o las de clase? ¿Las solidaridades internacionales o la adhesión a un terruño? La segunda cuestión se refiere a los valores últimos de referencia. Los ideales que se expresan -valores democráticos, de rechos humanos ... - no son necesariamente, ni mucho menos, los que inspiran en cualquier circunstancia los comportamientos cotidianos de los indiv iduos o el funcionamiento del sistema político. Pero como oficialmente se comparten, tienen una gran importancia en la construcción de un vínculo social, encubriendo diferencias divisorias; sobre todo, en la medida en que son modos de legitimación a posteriori, facilitan la construcción de una coherencia aparente de los comportamientos personales o institucionales. Por último, la tercera cuestión remite a la necesidad de dotarse de una historia y de una memoria: no sólo para evitar verse abocado a la repetición sino, sobre todo, para edificar una identidad social, cultural y política de cierto peso específico. Un universo simbólico es un prisma de lectura del pasado, que selecciona los acontecimientos significativos, autoriza juicios de valor sobre los hechos y los protagonistas y permite que se establezcan referencias colectivas unificadoras. La violencia surge cuando se desestabilizan esas referencias identitarias, provocando incertidumbre y an gus tia. Tal es la situación que se produce cuando hay choques de universos simbólicos, a la vez antagonistas e irreductibles, y también cuando surgen desajustes progresivos de los valores y creencias que los inhabilitan para dar una respuesta a la necesidad de seguridad existencial.

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VI OLE"CIAS POI.fTIC.•s

Confrontaciones de referencias antagónicas Fl papel de los intelectuales suele ser decisivo para la aparición de luchas simbólicas entre sistemas de valores irreconciliables. En el pasado, en Occidente, han afectado en primer lugar al ámbito religioso. El hecho de que pudieran existir dos e incluso tres papas durante el gran cisma de Occidente (siglo XIV) era un escándalo que perturbaba gravemente las conciencias. Posteriormente, la Reforma protestante desencadenó una serie de fanatismo s, ya que, tanto de un lado como de otro, se consideraba al adversario como destructor de creencias muy sagradas. La principal acusación que se hacía a los católicos era que ocultaban el mensaje evangélico bajo prácticas supersticiosas; a los protestantes se les reprochaba su rechazo iconoclasta de la tradición. SainteBeuve describiría con talento el encarnizamiento, en el siglo xvn, de las polémicas entre Port-Royal y los jesuitas, que contribuyeron al ulterior debilitamiento de los fundamentos de la monarquía. En cuanto a la Revolución francesa, su sombra se proyectará durante todo el siglo XIX, e incluso después, abriendo una brecha entre dos sistemas de representación irreconciliables. Por un lado, la Francia considerada como infiel a su tradición, que emprendía una vía perjura con los dirigentes librepensadores; por otro, la Francia «patria de los derechos humanos», que se enfrentaba con vigor al oscurantismo clerical y a la tiranía de los reyes y ofrecía su mensaje emancipador a toda Europa. Entre esos dos planteamientos agresivamente opuestos, dos martirologios de impermeables fronteras. Mientras unos no se aseguraron definitivamente el triunfo, mientra-s los otros se sintieron agredidos, reinó un clima de violencia y descré-

·l. DE f.A \'IOlE:-.:CM f f:>tCA A I.A VIOlENCIA SI~1UÓUCA

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?ito mutuo que, incluso en las épocas de tregua, tiñó mtensamente las luchas políticas, llegando a generar incluso violencias físicas esporádicas. Los nacionalismos y los comunitarismos están también en el origen de muchos conflictos que afectan, entre otras cosas, a la relectura de la Historia. Durante el «despertar de los nacionalismos» en la Europa del siglo.XIX surgieron por doquier obras de lingüistas, histon adores y políticos que rebatieron la visión de la historia colectiva asumida por el grupo dominante. P?steriormente, con el desmembramiento de Yugoslavia y la caída de la Unión Soviética, las antiguas naciones hegemónicas y sus diásporas tuvieron que enfrenta rse a terribles retos. Los rusos de los países bálticos viven en la actualidad la amarga experiencia de una recalificación radical de sus referencias históricas y culturales; ven cómo su instalación en esta región se califica de ocupación usurpadora y su lengua se asimila al lenguaje de la opresión. En otro lugar, en Oriente Próximo la simple existencia del pueblo palestino es un element~ intrínsecamente perturbador de los ideales del sionismo, basado en un retorno pacífico de «un pueblo sin tierra a una tierra sin pueblo». Y hasta que no se han despertado los antiguos pobladores de América y de Australia no ha surgido el remordimiento de los blancos, recordando las brutalidades, masacres y esclavitudes, i~:oncebibles para los criterios éticos actuales, que p.erm1t1eron o acompañaron la conquista de la que nacieron los Estados de derecho contemporáneos. Estas confrontaciones de universos simbólicos antagónicos adquieren una forma agresiva cuando van de la mano de un p roselitismo de tipo religioso o político. Las conversiones suponen una deslealtad muy dolorosa

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VJOI.JONCIA~ 1'01.(1"1CAS

para los adeptos del grupo abandonado. La asimilación lingüística, fomentada por los gobernantes centralistas, suele comenzar por las élites en un grupo debilitado; introduce o agrava el fermento de una descomposición de la cultura tradicional, reduce la lengua h ablada a categoría de lengua doméstica o incluso a un simple dialecto de aldeanos, como sucedió con el bretón o el occitano en Francia, durante la III República. Contra semejante destino se rebelan tanto las clases medias de la Bélgica flamenca como sus homólogas del Quebec francófono. Los grupos que han de hacer frente a esta amenaza se encuentran ante una incómoda alternativa: adoptar crispadas actitudes defensivas con las que corren el riesgo de empobrecerse culturalmente o aceptar «voluntariamente» una ruptura que significa la pérdida de una tradición. Uno de los estimulantes del proselitismo, político o religioso, es la convicción de la superioridad: la de la verdad sobre el error, la del progreso sobre el atraso. Aunque a veces inciden otras consideraciones. Es posible que un grupo dominante desee proteger a minorías «aferradas a sus errores» si la categoría inferior de éstas confirma la existencia de una jerarquía que les beneficia. Ésta fue una de las razones de la protección que se les concedió a las minorías cristianas en territorios islámicos durante la época del califato, o la que el Papa y algunos príncipes cristianos dieron a los judíos en la Edad Media. Por el contrario, la reactivación de un proselitismo agresivo revela a veces un sentimiento de vulnerabilidad o de fragilidad con respecto a adversarios demasiado peligrosos. Tal es la lógica de las políticas represivas contra el avance del «espíritu libertino» en el siglo x.vm. Recordemos igualmente las políticas que pretenden destruir una lengua o una cultura. La

4. VE LA VJO IHiCIA FÍSICA A LA \'101 E:'I CIA ~ IM B<ÍLICA

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«rusificacióm>, la «turquificación» o la «chinización» de las minorías étnicas han sido a veces t remendamente brutales, porque expresaban el temor a movimientos secesionistas que ponían en peligro la supervivencia de un sistema político que no se sentía nada seguro. En la actualidad, los proselitismos políticos se llevan a cabo por lo general con mayor discreción, al menos en las democracias pluralistas. La relativización filosófica de las certezas induce a ello; pero la dificultad de que coexistan pacíficamente en el mism o territorio p oblaciones autóctonas y creencias muy dispares conduce al mismo resultado. Sin embargo, los valores de la democracia política y de la economía de mercado siguen en alza. Bajo la supuesta defensa de los derechos humanos o mediante la reivindicación del derecho a la ingerencia humanitaria, la cultu ra occidental ejerce constante presión sobre universos simbólicos que le son muy ajenos, empezando por el del islam. El discurso que defiende insistentemente la exportación militar de la democracia, en los países de Oriente Próximo, fomenta irremediablemente reacciones de rechazo, poniendo en descrédito la propia idea de democracia.

Desajuste de las referencias Cada vez que los hechos desmienten con excesiva crueldad las creencias que se consideran como elemento decisivo de la identidad cultural o política, se genera un proceso de desestabilización. Los individuos, socializados en un universo simbólico determinado, sienten crecientes dudas sobre su capacidad para asumir el mundo tal como es. El desmoronamiento de las normas mora-

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V IO LENCIAS POLÍTICAS

les o de los esquemas de comprensión resulta violento en la medida en que expone a una forma cada vez mayor de inseguridad existencial. No se renuncia sin dolor a las convicciones que han ido modelando poco a poco la comprensión de sí y del mundo; y no se sustituyen fácilmente con otras convicciones tranquilizadoras, suponiendo que las haya. En este caso, la desestabilización se debe no tanto a la confrontación con un agresor activo como a factores internos de disgregación. Tal fue, en la época moderna, el. problema de las religiones frente al progreso científico y técnico. Habida cuenta de la importancia cultural del fenómeno religioso, lo que se pone en juego desde el punto de vista político es de suma importancia. En sus tiempos, Galileo, Newton y Darwin suscitaron sucesivas oleadas de inquietud y de desazón filosófica. Los avances científicos más recientes, en biología, neurología o genética, multiplican los retos intelectuales a los que hay que enfrentarse con respecto a los conceptos tradicionales sobre la distinción del alma y del cuerpo; y no olvidemos el inevitable replanteamiento que suscitan sobre un gran número de problemas morales. Los creyentes se ponen a la defensiva o quedan desorientados. Los que viven todavía en un mundo escasamente alfabetizado están más protegidos contra estos riesgos de desmoronamiento, pero, por lo mismo, n o son los más preparados para conv~n.cer a las conciencias más exigentes. Las «religiones c1vlles» tampoco se libran de los factores internos de desestabilización. Auschwitz dejó muy mal parada a la filosofía de las Luces, que creía ciegamente en el imparable progreso moral y material de la humanidad. Del mismo modo, la defensa del Estado-nadón se encuentra en la actualidad más que en vilo, ante la aparente impo-

4. l.JF LA VI O LEI\CJA F(SIC A A 1 A VIOl. F.NCJA SI~IHÚI.ICA

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sibilidad de frenar la globalización y la interpenetración, cada día mayor, de las culturas y de los pueblos. La violencia simbólica puede derivarse directamente de los resultados materiales de la economía de mercado. En muchos países del Tercer Mundo, al igual que sucede en la India o en Egipto, sólo una minoría alcanza la transición económica; por lo tanto, se abre una profunda brecha entre dos sociedades que tienden a hacerse divergentes: una se repliega en sus raíces, única fuente posible de orgullo, y la otra se occidentalíza a través de las costumbres, la cultura e incluso la lengua. Semejante divorcio provoca malestar entre quienes pretenden conciliar a los contrarios: nivel de vida «moderno» y fidelidad a las «tradiciones>>. Incluso cuando el nivel de vida llega a poderse equiparar con los modelos occidentales, hay toda una herencia cultural que se viene abajo. ¿Cómo conciliar las antiguas solidaridades colectivas con el espíritu individualista empresarial, la permisividad inherente a las sociedades de consumo con las austeras costumbres tradicionales, o el ingreso de las mujeres en la modernidad con su condición desigual con respecto al hombre? El hecho de que la Rusia ex soviética descubriera con retraso y frenesí las seducciones de la sociedad capitalista ha provocado que conozca en la actualidad una crisis moral y de identidad sin precedentes. En el mundo árabe, muchos intelectuales y jóvenes tienen la dolorosa impresión de estar siempre «en el lado de los perdedores», con una historia reciente entretejida de fracasos y derrotas, de injeren cias extranjeras y de retraso económico y cultural. En esa región del mundo, plantearse la adaptabilidad del islam a la modernidad es la cuestión a la vez más crucial y más inquietante que uno se puede plantear.

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VJOI.F.I'ClAS POJ.tTICAS

Otras formas de esa misma violencia se inscriben en la brutalidad de las mutaciones provocadas por un rápido crecimiento económico. Cuando la industrialización o la explotación minera acarrean deforestaciones, canteras faraónicas, presas hidráulicas que dejan sumergidos a valles enteros, no son sólo los ecosistemas lo que se destruye, sino también universos culturales que se ven enfrentados a su insignificancia. Por un lado, riquezas que hay que explotar con el único criterio de la rentabilidad; por otro, espacios dotados de fuertes proyecciones afectivas e identitarias. Las microsociedades tradicionales de la Amazonía, del Ártico o del Pacífico Sur siguen viviendo esta experiencia, al igual que las civilizaciones rurales que todavía existen en los países económicamente desarrollados. La triunfante expansión de las ciudades y del modo de vida urbano desestructura de hecho los sistemas de referencias de los habitantes del campo en el momento en que han de coexistir con neorrurales, que tienen modos de vida diferentes. A nivel internacional, los fenómenos de inmigración económica provocan importantes desazones identitarias, sobre todo cuando se produce un cambio radical en el ámbito cultural. No cabe duda de que estos fenómenos psicológicos se viven de manera muy distinta según las situaciones: religión del país de origen, organizaciones de acogida en el país de destino, formación profesional, pertenencia a La primera generación, a la segunda o a la tercera. Sin embargo, cualquier transición de esta naturaleza supone desgarramientos de la identidad que tienen considerables consecuencias políticas. Por el canal de los medios de comunicación es también por donde se construyen situaciones que desesta-

4 . DE LA VIOLENCIA rfSIC A A LA VIOLF.I'C IA SIMBClLICA

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bilizan las creencias. La lógica liberal implica que el debate ha de ser «equilibrado», tanto en la prensa escrita como en televisión. Sobre las cuestiones candentes, la publicación de puntos de vista opuestos suele conducir a que éstos se neutralicen o proporcionen argumentos únicamente al público que ya está convencido. De ellos surge una incertidumbre flotante, que es por una parte útil desde el punto de vista social porque debilita los proselitismos pero que por otra tiene un alto precio pues genera cierta precariedad en las creencias; los credos más estructurados son los que resultan más relativizados. Por otra parte, los m edios de comunicación se ven sometidos a las lógicas y a las coacciones de lo que podríam os denominar el «mercado de las ideas». La oferta ha de encontrar demanda, so pena de perder audiencia. Hay que atraer y retener la atención del público diana. Aunque la mayo ría de la gente quiere sobre todo mensajes que se adecuen a sus expectativas inconscientes, tienen también necesidad de que se estimule su curiosidad: conocer la cara oculta de las cartas, saber lo que se cuece entre las bambalinas de la escena oficial, acceder a «lo que se les oculta». Los chismes y escándalos que constituyen el plato fuerte de determinada info rmación mediática responden a ese tipo de expectativas. Son igualmente su vertiente desestabilizadora. La revelación de las prácticas de corrupción política, en la última década del siglo xx, ha quebrado la confianza de los ciudadanos con respecto a sus dirigentes, como pusieron de manifiesto en Italia y en Francia las repercusiones d e las grandes investigaciones judiciales del tipo «manos limpias». El papel de los historiadores puede resultar igualmente d ecisivo en la desestabilización de las referencias, cuando se reviven mitos

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políticos tranquilizadores. A los alemanes les gustaba pensar que ignoraban las atrocidades nazis y a los franceses que habían intervenido activamente en la resistencia ... Del mismo modo, los nuevos enfoques que se les están dando a algunos héroes intocables y a narraciones sobre los respectivos orígenes que halagaban el amor propio nacional están provocando un malestar identitario en muchos pueblos.

B. EL VfNCULO VIOLENCIA SIMBOI.ICA/VIOLENCIA FlSICA

Las situaciones de paroxismo ponen de manifiesto mecanismos que, aunque puedan ser bastante habituales, resultan prácticamente imposibles de detectar más allá de un determinado umbral de exceso. Por eso nos ocuparemos a continuación de tres formas de violencia extrema en las que la brutalidad física va íntimamente vinculada a una intensa violencia simbólica. Revelan unas lógicas que, en realidad, funcionan incluso fuera de estas situaciones excepcionales.

a) Crueldad y trato degradante Determinadas formas de violencia están muy relacionadas con los malos tratos y el deseo de mancillar. La historia está literalmente plagada de espantosos relatos que describen cómo los seres humanos son capaces de ampliar los límites del h orror perpetrado contra sus semejantes. Hubo pueblos que en el pasado se hicieron famosos en este sentido, como los asirios, los vándalos y los mongoles; pero la lista, en realidad,· no tiene fin,

4. DI: LA VlOl.f.NOA. tiSlCA A I.A VlOLEl>:Cl,O. SlMBOI.lCA

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aunque se haya reducido indebidamente gracias a algunos olvidos selectivos o a lagunas de información. No obstante, la época contemporánea ha inaugurado dos nuevos tipos de testimonio. En primer lugar, la literatura sobre los campos de concentración. Dostoievski fue en cierto modo el precursor con su famosa obra La casa de los muertos, de la que, un siglo después, Gustaw Herling se hizo directamente eco con su relato sobre el gulag ro. Pero son los campos nazis de deportación y exterminio los que han generado el mayor número de obras, y las más cruciales 11 • Por otra parte, merced a la labor de algunas ONG, se han recogido de manera más sistemática testimonios sobre las crueldades cometidas durante las grandes masacres en masa de la segunda mitad del siglo xx, a veces con vistas a un juicio penal internacional de los crímenes contra la humanidad. Las crueldades no son sólo de tipo físico, como se deduce de la rutina cotidiana de los comportamientos impuestos en el ámbito de los campos de concentración nazis. Exigir ritos absurdos equivale a destruir la frontera entre lo racional y lo irracional; imponer posturas humillantes o grotescas, dejar el cuerpo sumido en suciedad, plagado de parásitos, cubierto de harapos es quebrar los puntos de referencia de la dignidad humana; provocar entre los deportados enfrentam~e~tos inexpiables por un pedazo de pan o por s.obr:v1v1r es aniquilar la más mínima posibilidad de sohdandad en10. Gustaw Herling, Un mundo aparte, Turpial, 2000. Posterior~en­ te, en 1962, se pub lica el fa moso r elato d e Aleksandr Solzhenrtsyn, Un dla en la vida de Jván Desinovich. ¡l. Nos limita remos a citar aquí a Pr imo Levi, Si esto es rm hombre (1947}, El Aleph, 2002, y a lmre Kertész, Sin destino (1975), El Acantilado, 2000.

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V!Ol.ENC:!AS POI.fT!CAS

tre las víctimas; obligar a presenciar las ejecuciones, incluso a aplaudirlas o a participar en ellas es sembrar la confusión entre culpables e inocentes. Poco a poco va desapareciendo hasta la propia capacidad para juzgar moralmente, puesto que ya no tienen sentido ninguna norma, ningún criterio de clasificación, ningún conocimiento. Esas crueldades no sólo tienen como efecto destruir las referen cias simbólicas del ser human o, provocando en último término su indiferencia ante la vida y la muerte (Kertész), sino que también tienen la función de «demostrar» la inferioridad identitaria de las víctimas. Durante un pogromo, el furor de los sediciosos desencadena el pavor de la gente desarmada, transforma a la población atacada en masas amedrentadas, obligándolas a comportamientos lastimosos de huida o de súplica. En los campos de concentración o en los trenes de tránsito hacia el exterminio, la absoluta indigencia física y moral de los prisioneros presenta la «prueba» de que, decididamente, existe una sima infranqueable entre aquella infrahumanidad y el mundo de los seres humanos normales y, a for tiori, la raza de los amos. Las indignas condiciones de vida impuestas a las víctimas pregonan su indignidad. Entre violencia simbólica y violencia física se establece así una lógica de alimentación recíproca. El desprecio p ermite los excesos; el estado de las víctimas justifica el desprecio y de ese modo se refuerzan los estereotipos de los perseguidores . Por paroxista que sea el ejemplo de los campos nazis, pone de manifiesto, si se observa con lupa, mecanismos que se dan en otras situaciones menos excepcionales; así, el trato degradante que se da a los presos políticos en muchos sistemas penitenciarios. En tiempos de guerra,

4. m: l.A V!Ol.ENC!A F(S JCA i\ !•\ VIOLENCIA SIMBl1LICA

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los más expuestos a los excesos de la soldadesca son las personas desarmadas cuya debilidad representa ya una inferioridad para sus perseguidores: prisioneros, mujeres, civiles que se supone que simpatizan con el adversario. El objetivo se sobredetermina cuando reúne los rasgos de los estereotipos despreciativos vinculados al sexo, la religión, la nacionalidad denostada, incluso la clase social. Las violaciones en masa cometidas en Bosnia pretendían envilecer tanto a las mujeres y a la religión musulmana como la condición de campesinos atrasados. Es posible que los que desencadenan un conflicto no deseen, ni siquiera prevean, los h orrores de la guerra. Es preferible creer que los soldados que luchan por una causa justa no adoptan, ni durante la batalla ni después de ella, un comportamiento degradante. Pero esto supone ignorar otra lógica: la necesidad de movilizar a los combatientes. Para justificar que se va a recurrir a métodos que provocarán inevitablemente el sufrimiento hay que limitar, al menos temporalmente, el efecto paralizador de la compasión. No cabe duda de que el problema es menos agudo cuando no hay confrontación directa con el sufrimiento del adversar io: el piloto no p ercibe los efectos que el lanzamiento de sus bombas tiene sobre las personas y además seguramente es mejor que no lo averigüe tras su intervención. Pero cuando no se pu ede mantener ese distanciam iento físico, el principal medio para anular el eventual estrés de un sufrimiento infligido consiste en subrayar, de manera muy natural, la diferencia entre «ellos» y «nosotros». Frente al peligro, lo único que importa es la suerte que corren los tuyos; se pone uno en peligro por socorrer a los compañeros que tienen problemas, se hace lo inde-

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VlOLENCJAS POllTICAS

cible por salvar a los heridos, llora uno a sus muertos. El hecho de que el sufrimiento del enemigo no pueda suscitar los mismos sentimientos (en el meollo de la acción, serían incluso objeto de grave acusación) representa ya una desigualdad en la consideración. Se alcanza un grado más cuando se pinta al adversario con los rasgos más negativos con el fin de mantener el ardor de la lucha y de hostigar el deseo de victoria. A los mercenarios se les puede motivar simplemente con el botín. Con los ciudadanos llamados a las ar mas, con los guerrilleros o los militantes clandestinos, hay que poner en marcha otros estímulos. En ese caso se impone irremediablemente el fomento de una retórica que denosta al adversario. En 1914, la propaganda de los países enfrentados tenía un extraño parecido por sus excesos simétricos: relatos detallados de horrendos crímenes, rasgos de tipo monstruoso que se achacaban globalmente al enemigo. Cuando los adversarios viven en un mismo territorio o pertenecen a la misma población (guerras civiles), los discursos de odio y desprecio al~an~an su punto álgido. Resultan «indispensables)) para JUstificar que se pasen por alto normas sociales que regulan, en épocas normales, las relaciones de conciudadanía, de vecindad, incluso de parentesco. La intensidad de la violencia simbólica que se pone en marcha en.tonces hace más probable la aparición de comportamientos crueles o degradantes. Tan sólo un formidable control social ejercido desde el seno de las organizaciones armadas podría, hasta cierto punto, contener el riesgo de excesos a los que tenderán los combatientes más sádicos o más estresados. Esto es más verosímil en la fuerzas armadas regulares, sometidas a una exigente disciplina, excepto cuando reciben consignas expresas

4. Llf. I.A Vl OLEl'CIA FlSICA A LA VIOLeNCIA SlMR0 1.1CA

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de dureza, como sucedió con los ejércitos del Ill Reich. Por el contrario, en un ambiente general de desprecio y odio, la posibilidad de contener la propensión a la crueldad humillante y degradante se reduce en el seno de las fuerzas irregulares y, a fortiori, ent re los civiles que se convierten improvisadamente en combatientes.

b) La lógica del chivo expiatorio La idea de chivo expiatorio tiene tres sentidos diferentes. En la Biblia, donde se origina esta expresión, el sacerdote sacrifica un animal sobre el que recaerán simbólicamente todos los pecados de Israel; su muerte redime al pueblo de sus faltas y le permite revivir como pueblo de Dios. La traducción política de este sacrificio aparece ya en el razonamiento que el Evangelio pone en boca del sumo sacerdote Caifás: «antes que perezca la nación entera conviene que uno muera por el pueblo» (Juan, 11: 50). Esta ampliación de significado permite a René Girard desarrollar una segunda acepción: la víctima sobre la que recae la violencia se elige no porque sea realmente responsable de un delito, sino porque es sacrificable. Reúne las características que polarizan sobre ella pulsiones destructivas. Por último, mediante una nueva extensión, minimizada en la vida política moderna, el chivo expiatorio se convierte en la persona que se designa como responsable de actos reprensibles o perjudiciales. Esta imputación, más o menos arbitraria, es en cierto modo una manera de poner fm a la búsqueda de las causas reales; es un sustituto de la causalidad científica.

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VIOLENCIAS POLfTICAS

Resulta siempre insoportable para las víctimas de alguna agresión no poder identificar a un responsable de su desgracia; no sólo para obtener reparación sino también, sencillamente, para comprender lo que les ha sucedido. Es preciso salir de la inseguridad generada por la incertidumbre y, mediante una explicación plausible, estar en situación de poder controlar mejor los futuros riesgos. Aunque, desde este punto de vista, existan evidentes diferencias culturales o psicológicas entre los seres humanos, por lo general aceptan mallas explicaciones que dan un papel demasiado importante a la fatalidad, que diluyen las responsabilidades en procesos anónimos, oscuros e indiscernibles. Cuanto más intenso sea el choque emocional de la violencia padecida, más imperiosa será la búsqueda de responsables. Incluso en casos de desastres naturales, cuando éstos ocasionan víctimas mortales, se exigen responsabilidades a los expertos que no han sido capaces de preverlos, a los sistemas de alerta que han funcionado mal, a los dirigentes que no han sabido organizar ayudas eficaces. A las víctimas no les importan las explicaciones científicas y técnicas, sino la identificación de las personas a las que se podrá pedir cuentas. La investigación sobre las causas de un desastre no tiene tan sólo objetivos racionales, sino que obedece también a imperativos psicológicos: dar la sensación de que se domina la situación, ofrecer un exutorio a los descontentos. La ira, generada por el sufrimiento, exige objetivos accesibles y plausibles. La aparición del sida condujo, por ejemplo, a señalar con el dedo a los inmigrantes haitianos en la primera fase de la epidemia, a los homosexuales por culpa de su comportamiento de «alto riesgo», a la industria farmacéutica y sus beneficios, incluso a la Iglesia católica

4. l.lE LA \IIO L~NCIA t'ISICA A LA VIOLENCIA SI~IB(lLICA

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acusada de predicar una improbable continencia. Lo que se pone en marcha en este caso es la reactivación de esquemas de hostilidad latentes, de tipo racista, homófobo, anticapitalista o anticlerical. Esa p ropensión a designar grupos ya denigrados como responsables de males de origen todavía incierto tiene sus consecuencias negativas más notables cuando reina un clima de intensa violencia simbólica. La virulencia de los antagonismos raciales, culturales o de clase, la fuerza de los estereotipos y de los prejuicios que afectan a los grupos sociales despreciados son condiciones que fomentan el desencadenamiento de lógicas persecutorias. Su paroxismo se ve afectado en esas situaciones de crisis generalizada en las que aparentemente se desmoronan todos los marcos de la existencia: hundimiento económico, guerras sin fin, criminalidad a gran escala, multiplicación de los escándalos, pérdida de autoridad de los gobernantes. Se pueden considerar como <
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VIOLENCIAS J>OL(TJCAS

presas y de los mercados y paraliza el poder político y las administraciones públicas; la delicuescencia de cualquier autoridad central obliga a las poblaciones a repliegues autárquicos (retorno al trueque en el ámbito económico, a las milicias privadas de la seguridad ... ). En cuanto a René Girard, analiza los relatos de aquellas crisis en las que se manifiesta abiertamente el desmoronamiento de las creencias. La impresión más viva es invariablemente la de una pérdida radical de lo social en sí, el final de las normas y de las "diferencias" que definen los órdenes culturales. En este punto, todas las descripciones se parecen ... Repiten una y otra vez, incansablemente, que el hecho mismo de no diferenciarse supone la indiferenciación de lo cultural en sí y todas las confusiones derivadas de ello 13•

El interés de la tesis de Girard radica en que establece con fuerza el vínculo existente entre el estado de anomía angustiada, forma fundamental de la violencia simbólica, y la aparición de violencias colectivas relacionadas con la lógica del chivo expiatorio. Las víctimas destinadas a la venganza de las multitudes son menos culpables que sacrificables. En otros términos: el elemento acusador determinante no es el establecimiento de una responsabilidad indiscutible en la ejecución de actos reprensibles, sino la existencia de «signos victimarios». Son éstos los que incitan a la persecución. En tiempos de la Gran Peste, en los que pereció hasta la mitad de la población de algunas zonas de Europa, la gente, e incluso algunos intelectuales como Guillaume de 13. René Girard, Le Bouc émissaire,. París, Grasset, 1982, p. 22 [ed. cast, El chivo expiCitorio, Anagrama, 1986].

4. DE LA VJOT.DICIA rfS!CA .~ I.A V!OLENCJA SIM~ÚLICA

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Machaut, acusaron a los judíos de haber envenenado los pozos. En Francia, durante el Gran Terror de 1790, a la corte y sobre todo a la reina María Antonieta las acusaron de que querían «matar de hambre a los franceses» . Podríamos prolongar estos ejemplos que ofrece Girard recordando los fantasmas perseguidores que se cebaron en los responsables de la derrota de 1940: de nuevo los judíos, y además los fran cmasones y la quinta columna. En el ejemplo concreto que analiza Alain Corbin, los campesin os bonapartistas de la Dordoña, dolidos por el anuncio de los primeros reveses de la guerra de 1870, linchan a un joven aristócrata del lugar que cometió la imprudencia de dejarse ver en el campo de la fer ia. Es un tipo enclenque, de carácter conciliador y más b ien anodino; se le achaca que siente simpatía tanto por los republicanos como por los prusianos; en resumen: acumula el máximo de signos que lo definen como «sacrificable» 14 . René Girard insiste en dos elementos que le parecen singularmente característicos de estas situaciones extremas. En primer lugar se trata de acusaciones estereotipadas. Son las mismas que recaen sobre los primeros cristianos en tiempos del Imperio romano y sobre los judíos en la cristiandad medieval, sobre los católicos de la Inglaterra puritana y sobre los ca.lvini sta~ de la Fr.ancia de Luis XV, así como sobre la rema Mana Antometa en tiempos de la Revolución. A las víctimas se las acusa invariablemente de asesinatos rituales, sacrilegios y profanaciones, y también de agresiones sexuales, entre ellas el incesto. Lo que se les reprocha no es tanto que sean difere ntes sino que nieguen, con su comporta14. Alain Corbin, Le Village des cannibales, París, Flamrnarion, 1990.

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VIO LENCIAS PüLf'I'ICAS

miento, las «auténticas diferencias». Quien profana los misterios de la religión verdadera (o de la revolución verdadera) es inaccesible a la existencia de la verdad; quien comete incesto niega la posibilidad de fundamentar una ley; quien pacta con el enemigo destruye los cimientos de la comunidad nacional. Estas acusaciones se hacen eco de la crispación de los individuos angustiados porque han visto cómo se diluyen sus certezas y se disuelven las reglas que les servían de referencia. Segundo rasgo característico: los criterios de selección victimarios. Obedecen siempre a lógicas imperiosas. Las víctimas han de estar fuera del grupo, de modo que si se las condena a muerte no se genere un ciclo de venganzas internas que pondría en peligro la cohesión social. Por el contrario, la designación del chivo expiatorio restaura fronteras destruidas y restablece la existencia de un foso identitario infranqueable entre ellos y nosotros. Los judíos son «inasimilables»; la reina María Antonieta es «la austriaca», estigma repulsivo en aquellos tiempos de patriotismo exacerbado. Las víctimas han de ser, por lo tanto, accesibles para que se puedan saciar los fantasmas persecutorios. La doble exigencia de distancia y proximidad explica por qué se las suele elegir en el seno de la sociedad, pero entre las minorías (religiosas, étnicas, nacionales), o entre individuos aparte, situados bien en lo más bajo de la escala social (marginados, mendigos, vagabundos), bien, por el contrario, en la cumbre de ésta (monarca, hidalgüelo de pueblo). Estos criterios ponen de manifiesto la profunda ambivalencia de los perseguidores con respecto a su víctima. Es preciso que su delito haya sido extremo para que el castigo parezca justo y ejemplar. Es también preciso que la amenaza haya sido terrible para que la

4. DH LA VIOLEKC:IA flSICA A I.A Vlll l i'.NCIA SI~Ili0LTCA

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victoria conseguida tenga algún valor. La reafirmación del orden simbólico burlado perdería eficacia si la víctima no estuviera también dotada de una misteriosa superpotencia. Estas violencias ciegas, swnamente expeditivas en el caso de linchamientos por las muchedumbres amotinadas, tienen un objetivo paradójico: restaurar el orden inmediato, a cualquier precio, en medio de la efervescencia más desordenada y enmarañada. Se da por supuesto que la despiadada severidad del castigo reafirmará esplendorosamente que existen normas que no se pueden transgredir. Todos los relatos testimoniales ponen de manifiesto una necesidad de actuar, de reforzar posturas, de liberarse de los razonamientos que aplazarían la intervención; hay que exorcizar la indecisión que revela impotencia. La duda, que se rechaza con violencia, da miedo porque supone el riesgo de que el grupo se disgregue. ¿Para qué reunirse si no es para actuar juntos, enseguida y con decisión? Así es como triunfan el deseo de no enterarse y la necesidad de no escuchar. En el orden del discurso, dos retóricas siguen siendo en la actualidad enormemente atractivas aunque, en las democracias, topen con elementos de entorno menos favorables. En primer lugar está la teoría del complot que se trama en la sombra. Incide en la idea de fuerzas oscuras, de redes soterradas solapadamente amenazadoras; inventa un enemigo tanto más peligroso cuanto que avanza enmascarado. Denunciar un complot autoriza a trabajar sobre conjeturas puesto que la acción enemiga es, por naturaleza, clandestina; al mismo tiempo, esa forma de proceder confiere a sus «descubridores» una perspicacia superior, un dominio de la información que no tiene la gente corriente. Aun-

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VIOLENCIAS PULfTICAS

que esa retórica es un instrumento de gobierno en los sistemas dictatoriales (el descubrimiento de un complot legitima de hecho «medidas enérgicas»), por el contrario, en una sociedad transparente la mayoría de las hipótesis que se barajan acaban por descartarse una vez hechas las verificaciones pertinentes. Pero cuando persisten zonas de sombras sobre la información y prevalecen las situaciones de miedo o de incertidumbre, las teorías del complot pueden recobrar su importancia. La guerra fría fue una época particularmente propicia al florecimiento de este tipo de explicación política, incluso en Estados Unidos. Las mentalidades más permeables achacaban mágicamente cualquier fenómeno inquietante a la KGB, a la CIA o incluso, en versiones más abstractas, al imperialismo, al sionismo, al comunismo internacional. Con algunas variantes, este tipo de explicación perdura en la actualidad, sobre todo en los países del Tercer Mundo en situación precaria, que buscan una explicación para sus problemas al mismo tiempo sencilla y «eficaz». La segunda retórica importante es la de la demonización. Su objetivo consiste en demostrar una discrepancia moral: la irreductible oposición entre el bien y el mal. Esa sima infranqueable restaura la posibilidad de fuertes convicciones y de juicios tajantes. Dicha retórica es particularmente transparente en el uso internacional de expresiones como el «Gran Satanás)) o «el Eje del Mah>; pero se encuentra también presente, con un léxico apenas atenuado, en muchos debates de la vida política nacional, en general en detrimento de los extremos del tablero político. Como el «demonio>> de la teología, el adversario constituye IJ.na terrible amenaza y además es sumamente malvado. Sus designios son te-

4. PE LA VIOLENCIA rfsi CA A I.A VIO! ti\'CIA SIMBÚI.ICA

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nebrosos, sus intenciones abominables. Nada en él incita a la tolerancia ni a la comprensión, ni justifica la iniciación de un diálogo ni, a fortiori, la conclusión ~e alianzas. Este último punto suele ser lo que se ventila inmediatamente en el discurso de demonización en el orden interno: se proscriben los acuerdos políticos que puedan ser electoralmente peligrosos . Ese n:o.do de atacar al adversario no pretende tanto descnb1r una amenaza {que por otra parte puede ser absolutamente real) como codificar emociones legítimas. Su objetivo es tratar de forzar la indignación, más que permitir que surja una auténtica indignación. El campo del bien es, según sea el caso, el del mundo libre o el del proletariado, el del progreso, la religión o la razón; el del mal es siempre un mundo de infamias inmorales y crin:inales. Esa violencia simbólica que se expresa a traves de fuertes discursos de desprecio, compacto y sin matices, tiende a justificar el recurso a la violencia física contra el adversario denostado. Resulta difícil comparar los métodos utilizados por ambas partes. Por un lado, una violencia defensiva o preventiva, cuya aparente inhumanidad no es más que una respuesta a la extrema inhumanidad del enemigo o un modo de ahorrarse la sangre (más valiosa) de los tuyos; por otro, intenciones inconfensables y crueldades inauditas, métodos contrarios a las leyes internacionales y a la moral universal. Cuanto más fuerte es la demonización del chivo expiatorio, más suele practicarse la violencia sin freno Y sin ley. La del terrorismo internacional ya ha bastado para justificar Guantánamo, es decir, la negativa a conceder a los prisioneros talibanes muchas de las pro~ec­ ciones jurídicas del Estado de derecho; la de los «rOJOS» 0 los «blancos» había permitido horrores simétricos en

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\/IOL~!\CI AS

PO\.ITICAS

ambos campos de la revolución rusa; paroxismo supremo: el frenesí antijudío de Hitler permitió que existiera Auschwitz.

e) La violencia iconoclasta Cuando a principios del siglo VIII el emperador bizantino León III mandó que se derribara la enorme imagen de Cristo que estaba colocada en la puerta del palacio imperial, su acto provocó inmediatamente que el pueblo se sublevara y el ejército se amotinara. Acababa de poner en marcha una política de eliminación de las «imágenes» que iba a desgarrar profundamente la unidad del imperio. La violencia iconoclasta, en sentido estricto, supone la destrucción de las representaciones de la divinidad o de los santos. En Bizancio, al igual que sucedería posteriormente en tiempos de la Reforma protestante, se rebela contra la idolatría popular, fomentada por los monasterios, y se justifica con argumentos teológicos: Dios está por encima de cualquier forma humana. Por el contrario, en tiempos de la Revolución francesa o de la revolución b olchevique, es el caballo de batalla del ateísmo. En estos dos tipos de ejemplos aparece, sin embargo, la misma dimensión política: quebrar un importante instrumento de influencia sobre las mentalidades. En cuadros, estatuas y vidrieras las imágenes son el soporte de las creencias; transmiten un mensaje, a menudo de manera más eficaz que las palabras; y sobre todo están dotadas de emociones porque hacen referencia al respeto a Jo sagrado. Este criterio invita, por otra parte, a una ampliación de la definición de iconoclasia. Lo sagrado no es nece-

·1. DE LA VIO J.ENCJA F(SJCA A I.A VIOI.t!I'CIA SIM H<\I.ICA

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sariamente de orden religioso. Desde el punto de vista que plantea Durkheim, es «lo que los interdictos protegen y aíslan» 15 • De este modo se evita la trivialización, la indiferencia o el desprecio de objetos, monumentos o creencias. Se los dota de proyecciones emocionales y sobrecargadas de significados que escapan a la libertad total de crítica. Lo sagrado pone de manifiesto el deseo de proteger los fundamentos de un orden simbólico. En este sentido, está muy presente en cualquier tipo de sociedad, incluso en la laica. El racionalismo integral cree que se puede liberar de él, aunque él mismo se basa en la fe en la razón y resulta dudoso que ésta gobierne en exclusiva las actividades humanas. De hecho, sin creencias es imposible dar sentido a la vida. Y su sacralización se pone precisamente de manifiesto en la intensidad de las reacciones cuando se atenta contra ellas. La destrucción de un icono venerado hiere directamente a los creyentes en su vinculación con la fe; pero molesta también a los que respetan de verdad las creencias ajenas, por convicción liberaL Y si la «imagen» es una obra de arte, su destrucción provoca la indignación de los que ven en ello una agresión contra el patrimonio n acional, e incluso contra el patrimonio cultural de la humanidad. En otros términos: la repercusión emocional es el revelador de una lealtad a los valores de tipo religioso, político o cultural. La iconoclasia por inadvertencia surge cuando viajeros ignorantes no respetan los tabúes de un lugar o de una montaña sagrada (en Australia ha sido y sigue sien15. Émile Durkheim, Les Formes élémeruaires de la vie religieuse (1912), r eed., París, PUF, 1968, p. 56 [ed. cast., Las formas elemen tales de la vida religiosa, Alianza Ed., 2003].

4. OE LA V IOLENCIA rfS!C,\ A l A VIOI.ENCIA SlMBOI.ICA

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VIO LEKCIAS POLf'rlCAS

do una ofensa importante para la población aborigen), no conocen las actitudes externas de respeto que se esperan en un lugar de culto o reducen un objeto litúrgico a categoría de objeto comercial. Las manifestaciones de indignación y protesta constituyen el revelador de la violencia ejercida. La iconoclasia intencionada implica fines políticos más significativos. A veces se debe a puntos de mira agresivamente misioneros. Olivier Christin ha demostrado que, a mediados del siglo xvr, la iconoclasia hugonote pretendía subvertir las creencias idólatras al tiempo que derribaba estatuas, machacaba imágenes de la Virgen y los santos y parodiaba ceremonias litúrgicas. La forma excesivamente teatral que adopta la iconoclasia puede parecer desconcertante si no se advierte que era de hecho una retórica de demostración sumamente eficaz. Al humillar las imágenes, al demostrar de manera extensa y pública que no son capaces de reaccionar, los iconoclastas desenmascaraban una impostura 16 •

Pero la consternación, la ira y la indignación de los católicos se ponían entonces al rojo vivo. Ese deseo de quebrar el «error» con la inmediatez de un acto material que pretende demostrar su inanidad se manifiesta en todos los «destructores de ídolos»: los misioneros de América o África, los revolucionarios franceses, bolcheviques o chinos o los talibanes que dinamitaron los budas gigantescos de Bamiyán. Y como esos objetos o edificios se pueden también considerar, hoy en día, obras de arte, independientemente de su significado re16. Olivier Christin, Une révolution symbolique. ['íconoclasme huguenot et la reconstruction catholique, París, Minuit, 1991, p. 145.

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ligioso, su destrucción provoca la indignación de los defensores de la cultura contra los b árbaros. La iconoclasia intencionada pretende también desestabilizar al enemigo atentando contra su condición, su orgullo o su seguridad en sí mismo. Una iconoclasia benigna es la que se m anifiesta en las revueltas en las que se atenta contra las personalidades políticas, tirándoles tom ates que les ensucian los trajes o basura que los deja en mal lugar; en periodos electorales, inspiran bulos que ponen en ridículo el efecto de los carteles. Algunos ataques más cargados de sentido, como el bigote hitleriano o el brazalete de siniestro recuerdo que se pintaron sobre las fotografías de Jean-Marie Le Pen, fomentan peligrosas exasperaciones. Pero la auténtica iconoclasia atenta contra objetos o edificios dotados de un carácter intensam ente emocional. El objetivo de la actuación iconoclasta es el de significar un desprecio, el de lanzar un reto contra el orden simbólico de las cosas. Eso es lo que hacen los que profan an los cementerios o los lugares emblemáticos; las much edumbres que queman las banderas nacionales o que atacan los edificios que representan el p oder: embaj adas, consulados, centros cu lturales... Es igualmente la estrategia, más deliberadamente madurada, de las organizaciones clandestinas que pretenden humillar al adversario para provocar con más facilidad el entusiasmo de sus propios partidarios. Desde ese punto de vista, se puede decir que los atentados del 11 de septiembre constituyeron, por la elección de los objetivos, la tecnología utilizada y su excepcional visibilidad mundial, una temible ilustración de la eficacia simbólica de ese tipo de violencia. Al hacer que se tambaleara la seguridad, pusieron en marcha una serie de reacciones de incalculables consecuencias políticas.

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V!OI.J:::-ICIAS POI.JTICAS

La icon oclasia pretende también convencer del de~ rrocamiento definitivo de un régimen de rrotado, llevando a cabo acciones absolutamente impensables bajo el imperio de las antiguas referencias. Cuando, a principios de la década de 1920, las autoridades bolcheviques m andaron que se destruyeran las ven eradísimas basílicas ortodoxas p róximas al Kremlin, pretendían demostrar que quedaban definitivamente abolidos los siglos de historia de la «Santa Rusia». Posteriormente, en 1956, fue ron los manifestantes de Budapest los que expresaron su deseo de ruptura, derribando las estatuas de Stalin y arrancando la estrella roja de la bandera nacional; ritual que encontraremos en todos los movimientos de emancipación de las antiguas repúblicas que formaban la Unión Soviética, pero también en la caída d e los regímenes autocráticos de Mobutu en el Congo y de Sadam Husein en Irak. A las multitudes les gusta invadir (y arrasar) los palacios de los gobernantes derrocados, establecer una familiaridad física con los lugares prohibidos y descubrir los ir risorios secretos de la vida cotidiana de los príncipes para quedarse completamente convencidas de la destrucción definitiva del antiguo orden. La consecuencia última de esta iconoclasia triunfadora es la transgresión de todo tipo de ley, la consecución del sacrilegio más notorio. Por eso algunos individuos profanan sepulturas, multiplican en público los actos obscenos y organizan las parodias más degradantes. La iconoclasia es entonces el momento en el que se funden la violencia orgiástica, fin en misma puesto que supon e gozo, y el apogeo del deseo de humillar al prójimo en sus creencias m ás veneradas.



4 . DF. !.A VIO I. DiCIA f iSIC A A LA VIOLENCI A S I~!Bt\LICA

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C. SER VfCTIMA La condición de víctima, que puede adquirir gran importancia política en determinados debates, no es fruto de la simple constatación de este h echo, sino de una labor de construcción social. Algun as poblaciones víctimas de malos tratos pueden permanecer silenciosas o pasivas, y su sufrimiento, desconocido; otras que reivindican la condición de víctimas se enfrentan a la oposición o, lo que es peor, a la indiferencia. Es preciso poner en marcha movilizaciones activas y eficaces para hacerse visible, en calidad de víctima, en la vida política. Pero incluso aquellas están condicionadas por referencias éticas y culturales contingentes. Así lo h a puesto de manifiesto Murray Edelman a propósito de las políticas de ayudas y redistribución. Se han visto precedidas, a partir del siglo X1X, de una evolución de los conceptos sociales que tendían a identificar categorías necesitadas de la solidaridad colectiva. Tal es la filosofía que estigmatiza la pobreza absoluta como incompatible con la dignidad humana; es igua lmente el replanteamiento de la vieja idea según la cual los pobres serían los primeros responsables de su destino, por incapacidad, pereza o inmoralidad. El triunfo de semejantes doctrinas convierte a los desfavorecidos en víctimas, bien de la explotación económica, bien de las estructuras sociales y políticas. Por el contrario, en una sociedad totalmente esclavista, no hay víctimas de la esclavitud; del mismo modo, ha sido preciso que varíen los conceptos relacionados con la diferencia entre los sexos o de sexualidad para que se imponga la idea de violencia sexista y homófoba. En otros universos de moralidad distintos del nuestro no existe la idea de víctimas de guerra. Para los grandes conq uis-

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VIOLENCI AS POI.f'r!CAS

tadores del pasado no había más que «pérdidas» infligidas o padecidas; los civiles, sobre todos los del país enemigo, eran en el mejor de los casos incómodos fantasmas, casi siempre no-personas, cuando no simples trofeos con los que se pagaba al vencedor. Para convencerse de ello, basta con leer los relatos de los historiadores clásicos que describen cómo Alejandro, Aníbal y tantos otros arrasaban sin el menor escrúpulo ciudades y campos, reduciendo a sus habitantes a la servidumbre o vendiéndolos como esclavos. Hoy en día, el hecho de que al adversario se le puedan imputar crímenes monstruosos elimina la posibílidad de considerarlo víctima cuando, a su vez, padece agresiones objetivas. Las víctimas de los bombardeos de Dresde en Alemania, las mujeres violadas por las tropas aliadas en 1945 y a fortiori los combatientes del III Reich no consiguieron, durante mucho tiempo, que se les considerara como personas maltratadas, al menos fuera de Alemania. Incluso en su país, la culpabilidad colectiva ha sido una traba, casi hasta el día de hoy, para que se expresase públicamente esta convicción, que sin embargo muchas personas comparten. En cuanto a los ahorcados de Nuremberg, no cabe duda de que hay que ser un nazi empedernido para adjudicarles la categoría de víctimas. Son las luchas que llevan a cabo las víctimas, o las que se libran en su favor, las que dibujan el perfil de la categoría simbólica, política, o incluso jurídica, que se les otorgará. Ésta está siempre compuesta por contrastes, ya que presenta aspectos ventajosos (en particular, el reconocimiento de una deuda), pero también aspectos costosos en otros planos. Además, fomenta como reacción algunos comportamientos que tienen una importante dimensión en la vida política.

4. DE !.A VIOI .ENCIA FfSICA A l.A VIOLENCIA Sl~tllóUCA

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a) Condición simbólica ambivalente Las víctimas de violencias atraen sobre sí un juicio moral. El más importante gira en torno a la idea de inocencia vinculada a la «auténtica» víctima. De manera espontánea, en muchas ocas iones (brutalidades en las manifestaciones, bombardeos de civiles) a los muertos y a los heridos se les califica como «víctimas inocentes». Esta expresión es absolutamente primordial en las situaciones en las que se ha suscitado una emoción muy fuerte (atentado terrorista). Subraya la legitimidad de la indignación que se siente y justifica la estigmatización reflejo de la acción que han padecido. Por un efecto de halo, la inocencia suele conferir rasgos morales positivos; no sólo supone la ausencia de culpabilidad, sino que da por supuesta la existencia de cualidades virtuosas, como se pone de manifiesto en la dinámica del elogio fúnebre. Frente a la muerte acaecida de manera trágica, el único discurso tolerable es la celebración de las cualidades del desaparecido. Muchos adversarios dejan de expresar su inquina contra quien ya no es una amenaza (si es que no suscriben el discurso dominante). Así, el asesinato de John Kennedy provocó un formidable movimiento de simpatía que acalló, durante algún tiempo, a los numerosos enemigos de su dan. A nivel mucho más amplio, el recuerdo de la Shoah contribuyó a descalificar en Europa los tradicionales estereotipos del antisemitismo, con una eficacia que jamás se habría conseguido con otras formas de lucha. Hemos visto cómo se ha desarrollado en torno a los escasos supervivientes de los campos de la muerte un aura casi mística basada en la «intransmisibilidad de una experiencia absolutam ente incomunicable» (Elie Wiesel).

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VJOI.DICIAS POLlTI CAS

Podemos percibir procesos análogos a favor de las víctimas de violencias puramente simbólicas. Pero en este caso la labor cultural y política resulta más laboriosa y, además, pone en marcha ejemplos de violencia física con el fin de incrementar su eficacia. Por ese motivo, las condenas del racismo suelen basarse en casos patentes de brutalidad. Las ideologías que se preocupan por el destino de los pobres, de los explotados, de los dominados, suelen adjudicarles cualidades morales que les niegan a sus explotadores. En el discurso socialista de hacia 1848, el pueblo es «bueno>> aunque tenga «ira santa», y el proletariado, con tal de que esté «guiado por una vanguardia», lleva en sí intrínsecamente la emancipación de toda la humanidad. Lo único que puede desear el explotado es que acabe la explotación. Evidentemente, la «moralidad superior de la víctima» no es un hecho siempre demostrable, pero la emoción que se suscita en caliente basta para silenciar cualquier posible reserva sobre su comportamiento, que sólo añadiría dolor al que ya se siente. Los reflejos de decencia son necesarios y legítimos. No respetar el sufrimiento ajeno es índice de un comportamiento grosero que descalifica desde el punto de vista humano; y además perjudica, desde el punto de vista político, porque resulta chocante mucho más allá del círculo de las víctimas. Sin embargo, aunque la moral saque ventajas de este indispensable comedimiento, a largo plazo pueden derivarse algunos inconvenientes. Existe la tentación de explotar estas actitudes comprensivas de un modo que suscita, en primer lugar, la reprobación silenciosa y, luego, la polémica que hace daño. Además, aunque en principio esté justificada, la suspensión del derecho '! la crítica, en beneficio de un grupo-víctima, no es un elemento favo-

4. OE I.A I' IOI.ENc:JA FISICA A 1A VIOLENCIA SI~HIÚLI C:/1

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rabie para mantenerlo en la vía de comportamientos discutibles cuando, a su vez, está en posición dominante. La Historia ha demostrado con creces que el argumento «Nos han agredido, pero nosotros no somos capaces de agredir... » es desgraciadamente inexacto. El halo de inocencia que, normalmente, se despliega en torno a la víctima queda debilitado por juicios, fundamentados o no, sobre su responsabilidad personal o incluso sobre su pertenencia a uno de los campos enfrentados. Los militares y los policías, que se supone que han optado por el riesgo, se benefician menos que los civiles, sobre todo si estos últimos son «ancianos, mujeres o niños». El asesinato de un dirigente al que se le ha encomendado la misión de luchar contra la violencia suscita reacciones menos unánimes; las más favorables se situarán en un ámbito distinto del de su inocencia: se celebrará su «valor», su «energía», su «sacrificio». Por último, el agresor abatido por quien no ha hecho más que defenderse no es una verdadera víctima. Esto es así tanto para los individuos como para los Estados. A la hora de hacer balance de un atentado suicida, su autor se cuenta, por lo general, aparte de los demás muertos; la opción contraria revelaría el aliciente de un juicio político diferente. Para conservar de manera duradera el capital de simpatía dirigido a la víctima es preferible que nunca se haya utilizado, ni que se utilice como reacción, una violencia desproporcionada. Sin embargo, los individuos suelen presentarse como víctimas cuando pretenden disculparse o atenuar la gravedad de las violencias cometidas. En 1956, Kruchev hizo del Partido y de sus dirigentes el principal objetivo del terror estaliniano con el fin de liberar de responsabilidades al sistema que en-

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VIOU:NCIAS POLfTI CAS

tró en vigor tras la revolución de octubre. Incluso los autores de violencias sumamente odiosas no h an dudado nunca en definirse como víctimas cuando las relaciones de fuerza han evolucionado en su contra. Las asociaciones de ayuda mutua de antiguos miembros de las SS y los dictadores derrocados han recurrido a este artificio. Cuando llegan con excesivo retraso, los juicios contra torturadores o contra autores de crímenes contra la humanidad pueden tener el temible efecto de modificar en este sentido la imagen de los acusados. La condición de víctima, reivindicada u otorgada, puede por lo tanto resultar políticamente ventajosa, lo que explica los formidables intereses que están en juego a la hora de reescribir la historia. Aunque la condición de víctima genere consecuencias que pueden ser políticamente positivas, a veces resulta más costosa cuando suscita compasión, y hasta desprecio, en las culturas políticas que exaltan la fuerza. La compasión construye una relación desigual que puede llegar hasta la condescendencia; pesa en ~n sent~do o~­ jetivamente depredador sobre los que rectben aststencta del Estado-providencia o sobre las naciones que se benefician, por su pobreza o por la impericia de sus dir~­ gentes, de una ayuda internacional de carácter humanitario. En las sociedades que han recibido la impronta del cristianismo, la figura del inocente sacrificado es sin duda un elemento que propicia la estructuración de juicios éticos positivos. Sin embargo, incluso en ese caso, dicha matriz de valores dista mucho de ser la única que entra en juego. Karen Horney demostró hace tiempo que, en Estados Unidos, tiene enfrente normas absolutamente contrarias que, en la práctica~ exaltan al ganador, al que se impone incluso por métodos agresivos. En to-

4. Dr. !.A VIO LENCIA FÍSICA A I.A VlllLE!\CIA SI MB(Jl.lCA

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dos aquellos países en los que el éxito anula las infracciones, las faltas o los crímenes, el papel de víctima no es nada deseable. Las víctimas también se pueden sentir infravaloradas por el hecho de que se las considere <<molestas». Los estigmas de un intenso sufrimiento físico y psicológico las hacen «incómodas» para su entorno. Recordemos las condiciones de acogida que encontraron los deportados cuando regresaron de los camp os en 1945. Muchos testimonios ponen de manifiesto lo insoportables que eran las reacciones a las que se tenían que enfrentar: el vacío, la compasión demasiado notoria, el escepticismo interrogador, incluso la desconfianza. Las víctimas se sentían «de más)). La identificación con el grupo-víctima puede resultar muy dolorosa, incluso para los que no han padecido directamente la persecución. Las violencias extremas que han sufrido los suyos, la humillación y la deshonra que las han acompañado, lanzan un terrible desafío identitario. Las montañas de cadáveres inspiran tantos sentimientos ambivalentes ... Y por ello el sentimiento de estar infravalorado y mancillado explica algunos silencios, algunos olvidos, algunos distanciamientos que, a veces, sólo son temporales. Sin embargo, todo ello puede igualmente desembocar en una inversión del estigma, es decir, en una oscura afirmación de orgullo. Estos procesos, descritos con precisión en el caso de los supervivientes de la Shoah, se pueden también detectar entre las víctimas de otros crímenes de masas. Invirtiendo el punto de vista, Luc Boltanski analiza el porqué del malestar de los testigos en su descripción del síndrome del telespectador, sometido por los medios de comunicación al permanente espectáculo de

4. DE LA V IOI.~NCI A f!S!CA A lA VIOI ENCIA SIM I!ÚLICA

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VIOI.F.NCI AS POI .fi'ICAS

persecuciones, represiones y guerras 17• ¿Cómo soportar la inacción sin sentirse un poco culpable? ¿Cómo sentir auténtica compasión por todas las víctimas de violencias y al mismo tiempo seguir disfrutando de las alegrías de la vida? Entonces se ponen en marcha mecanismos de defensa tales como la disociación entre las percepciones y las emociones normalmente asociadas a ellas. Inciden igualmente sobre los testigos directos de violencias, que se protegen manteniéndose a distancia de los miembros del grupo perseguido; o también convenciéndose de que tan poco envidiable suerte tal vez sea <<m erecida». Estos reflejos se perciben de manera particular en aquellas situaciones en las que la comunidad que sufre violencias concretas es además víctima de discriminación o de desvalorización. Aunque la verdadera compasión se dirige hacia el sufrimiento, allí donde éste se manifieste, estamos muy lejos de que todos los seres humanos sean capaces de sentir auténtica solidaridad emocional con un grupo social muy menospreciado. Para las víctimas, descubrir semejante realidad es siempre un choque añadido.

b ) Reacciones de víctimas En la medida en que el sufrimiento suscita solidaridades o simpatías activas, se convierte en un recurso político que facilita alcanzar objetivos deseables: fijar el recuerdo de las desgracias padecidas, conseguir que se reconozcan, perpetuar la memoria. El reconocimiento 17. Luc Boltanski , La Souffrance a distance, París, Métailié, 1993, páginas 38 y ss.

del derecho a reparación por los perjuicios soportados o incluso, en un sentido más amplio, el reconocimiento de una deuda colectiva dependen en gran medida de la eficacia de esa movilización de energías. Por el contrario, el silencio anula públicamente tanto la violencia como a la víctima; pero inflige a los que saben una forma complementaria, y secreta, de sufrimiento. A lo largo de la historia se ha exterminado a pueblos y minorías que no han dejado huella alguna; jamás se han sacado a la luz errores judiciales o condenas expeditivas; se han ignorado, incluso por parte de personas allegadas, los errores policiales o las prácticas arbitrarias de algunos regímenes dictatoriales. Con la consolidación contemporánea de las democracias y la globalización de la información, esta desigualdad ante el reconocimiento de la condición de víctima se va reduciendo a ojos vista. Las zonas de violencia que se sustraen por completo a la investigación de los medios de comunicación han disminuido aunque no hayan desaparecido del todo. Sin embargo, las violencias simbólicas sin violencias físicas dejan, en la historia, huellas menos inmediatamente identificables. Cualquiera que sea su magnitud, los hechos probados exigen siempre una labor de exposición, análisis e interpretación sin la cual se pierde el significado del sufrimiento. En aquellos casos en los que las víctimas disponen de escasos recursos políticos para conseguir que se les reconozcan y exigir reparación, el impacto político de su actuación puede seguir siendo limitado. El distanciamiento de cualquier organización influyente, una escasa capacidad para ejercer ellobbying ante determinados responsables políticos o periodistas fomentan el desconocimiento de su sufrimiento y la mediocridad de los apoyos conseguidos, excepto sobre

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VlOLF.NCIAS PO LIT ICAS

una base puramente filantrópica. Si la memoria de la Shoah ha sido capaz de imponerse en primer plano en el universo simbólico occidental, aunque no sin resistencias, como pone de manifiesto Raul Hillberg 18, ha sido gracias a una enorme literatura testimonial ~ numerosísimos trabajos de historiadores de gran cahdad, y gracias también a la creación de museos, a la construcción de monumentos y a la institución de innumerables conmemoraciones en todo el mundo. El análisis histórico de la esclavitud en Estados Unidos o de los trabajos forzados en las colonias tuvo menores dimensiones; tampoco es seguro que los genocidios contemporáneos en África o en Camboya susciten una labor de memoria a la altura de las violencias infligidas y padecidas. Por el contrario, da la impresión de que la caída del régimen soviético ha entreabierto la posibilidad de explotar enormes archivos de un aparato represivo intensamente burocratizado. El reconocimiento de derechos a las víctimas y su capacidad para generar apoyos eficaces han provocado un debate que puede acabar siendo particularmente espinoso. El de saber a partir de cuándo la victimización se convierte en elemento de una estrategia encaminada a conseguir un considerable incremento de ventajas. No cabe duda de que determinadas formas de actuación colectiva inciden directamente en ese resorte. Las huelgas de hambre que hacen los sin papeles son armas de los menesterosos que corren algunos riesgos con tal de sobreexponer de alguna manera su condición de víctimas. Pueden dar resultado en aquellas sociedades en 18. Raul Hillberg, The Politics ofMemory: Thejo urney of a Holocaust Historian, !van R. Dee Publisher, 2002.

4. O E LA VIOLENCIA r-fSlCA A LA VlOI.I'KCIA SNfiÚI!CA

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las que los valores éticos dominantes asocian al conocimiento de la desgracia un deber moral de ayuda y solidaridad. Es también habitual, en los movimientos sociales, subrayar las desigualdades o las calamidades que recaen sobre determinada categoría socioprofesional para justificar que se preste más atención a sus reivindicaciones. La controversia sobre los «abusos de la victimizacióm> ha adquirido un cariz mucho más delicado cuando se ha referido a los descendientes de las víctimas de la Shoah, tarea de exterminación sin igual en muchos aspectos. ¿Justifica Auschwitz que se rechace cualquier crítica 19 , por ejemplo, de los métodos utilizados por el gobierno de Israel en los territorios ocupados? Con la denuncia de lo que algunas personas han denominado, de manera provocadora, la «industria del Holocausto» (Norman Finkelstein), es decir, la exigencia de reparaciones materiales ejerciendo presión sobre bancos o empresas industriales de reconocida solvencia, nos encontramos con otra forma de violencia simbólica. La que achaca a los bufetes de abogados, activos en este terren o, una indiferencia cínica en cuanto a las auténticas dimensiones de la tragedia que realmente se vivió; pero no cabe duda de que existe. Las víctimas pueden también reaccionar devolviendo al adversario ojo por ojo. Con ello pretenden atenuar el costo de la violencia, no tanto a nivel material, ya que la prolongación de la lucha suele agravar la destrucción y 19. Cf. Pascal Boniface, Est-il permis de critiquer Israel?, París, Robert Laffon, 2003, y la virulencia de las críticas que se desencadenaron contra Alfred Gr osser por haber defendido esta obra. Y también las ob servaciones de Pi erre Vidal-Naqu et, Les Assassi11s de la mémoire, op. cit., p. 162.

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4. DE LA YJOLF.NCIA F(SJC:,\ A LA VIOUNCJA ' L\ tBÚLICA

la pérdida de vidas humanas, como a nivel simbólico de la autorrevalorización. Si es posible invertir la relación de fuerzas, se anulan de manera patente los elementos de inferioridad asociados a la condición de víctima. Obtener reparación en justicia, ejercer sus derechos con éxito, va en el mismo sentido que una reafirmación de la dignidad. Por el contrario, los comportamientos de huida los adoptan aquellas personas agobiadas por una punzante consciencia de su vulnerabilidad o de su imp otencia. Las guerras civiles y las persecuciones provocan desplazamientos de poblaciones que afectan en la actualidad, en todo el mundo, a decenas de millones de personas. Éstas se resignan a «aceptar» unas condiciones de vida como mínimo precarias, cuando no rotundamente humillantes. Cuando solicitan asilo en países seguros, raramente se les concede; y en todo caso, han de enfrentarse a unas dificultades de adaptación que suelen ser tremendas. La huida, reflejo de supervivencia más o menos dominado, se asocia por lo general a la cobardía cuando se trata de la actitud del soldado frente al enemigo; infravalora a los manifestantes que retroceden en desorden ante las cargas de las fuerzas policiales; resulta particularmente humillante y destructora del sentimiento identitario cuando degenera en pánico de la multitud. Cuando la solidaridad colectiva se anula ante el deseo desesperado de salvar el pellejo al precio que sea, el precio moral que hay que pagar por actos cometidos en esa situación de estrés puede resultar terriblemente elevado. Los comportamientos de exilio interior (Hirschman) constituyen una forma puramente psicológica de huida ante la violencia. Los grupos que se si~nten agredidos en sus convicciones por un entorno que perciben como

hostil tienden a desarrollar actitudes de repliegue sobre puntos de referencia protectores, fuera del alcance de ideas desestabilizadoras, de confrontaciones que remiten a una inferioridad (real o supuesta). Se limitan los contactos con los medios que no comparten las mismas costumbres o las mismas creencias, se rechazan los mestizajes, se exaltan las tradiciones. Los fundamentalismos religiosos -cristiano, judío o musulmán-, los nuevos arraigamientos comunitarios, la sobrevaloración de lo nacional, son reflejo de esa búsqueda angustiosa de seguridad. El fenómeno de la vuelta a las mezquitas afect a sobre todo a individuos que están en contra de las normas permisivas de la sociedad occidental o que se envaran ante su supuesta superioridad. En último término, podemos h ablar de «cultura de búnker» cuando prevalecen las actitudes puramente defensivas en las relaciones con otras culturas. Su forma extrema es la paranoia que pinta un mundo exterior habitado exclusivamente por enemigos llenos de odio o por adversarios encubiertos. Tal es el motivo de que a determinados fJ.lósofos israelíes les preocupe la propensión de algunos de sus compatriotas a tachar al mundo entero de antisemita. Esta tendencia se observa también en amplios sectores de la opinión pública en los países musulmanes más tradicionalistas.

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La desvalorización identitaria derivada de una exposición impotente a la violencia, física o simbólica, puede resultar tan fuerte que, al cabo del tiempo, conduce a la interiorización completa del sentimiento de inferioridad. Y ello genera actitudes de pasividad, e incluso de sumisión servil, que se señalan con complacencia en las sociedades esclavistas y en los territorios coloniales,

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VJO LENCIAS POLfTlCAS

4. DE LA VIOLENCIA fiSIC.A A LA Vl(lf.ENCJA SIMBl)I.ICA

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pero que se dan también en los campos de deportados o en las d ictaduras totalitarias. Incluso en las democracias existen grupos de personas excluidas (sin trabajo, sin hogar, sin papeles ... ) que llevan los estigmas externos de esa «apatía>> que lo único que pretende es anular, a través de la represión, el sufrimiento causado por una humillación prolongada. Algunas secuelas psicológicas afectan también a las víctimas de comportamientos racistas o xenófobos en las sociedades que no los rech azan m ediante manifestaciones evidentes. Pero la relación «amoesclavo», perseguidor-perseguido, tien e una terrible complejidad que impide que se la pueda redu cir al esquema primario de la pura y simple hostilidad. Las reacciones ante una fuerte desvalorización identitaria suelen inscribirse dentro de una ambivalencia no confesada, o no confesable, con respecto a los domina ntes. Tratar de sacarla a la luz genera no sólo tremendos problemas de método sino t ambién un auténtico dilem a ético. El análisis d e las «zonas grises de la conciencia» (Primo Levi) incrementa d e manera cruel la humillación del dom inado cuando el nivel de violencia en c uestión, tanto física como simbólica, resulta absolutamente in sostenible 20 • Existen otros indicadores m enos problem áticos. El estudio realizado en junio de 2003 por un organismo económico {la Federación de industrias norteamericanas) ha puesto de manifiesto que el incremento de la hostilid ad contra Estados Unidos en much os países árabes musulmanes desde la segunda guerra del Golfo no había incidido en el prestigio de sus grandes

marcas comerciales. El consum o de productos made in USA sigue siendo un signo externo de valorización. En las categorías sociales privilegiadas del Tercer Mundo, la adopción, a veces de m anera ostentosa, de m odelos d e consumo occidentales expresa al parecer el empeño en marcar distancias con una sociedad tradicional «atrasada». Por último, en algunas víctimas, la intensidad de la humillación incrementa la posibilidad de pasar a la violencia física. La vergü enza, la exasperación o la desesperación son terreno abonado para esas formas de violencía colérica en las que la evalu ación calculada de las consecuencias del acto pasa a segundo plano, por detrás de la imperiosa necesidad de liberar al instante una insoportable tensión interna. Ello no significa que no se dé un condicionamiento social del mecanismo psicológico. La respuesta física a la humillación es m ás probable en los ambientes culturales que fom entan un acusado sentido del honor, asociado al respeto a los valores viriles o guerreros. Estamos pensando, naturalmente, en las sociedades trad icionales de Afganistán y del Yemen, o en el Irak de las tribus, países en los que, además, llevar armas sigue siendo para los h ombres un signo externo fundamental de autoafirmación. Pero en las sociedades democráticas existen tamb ién bolsas culturales en las que se sigue aceptando más ampliamente la violencia física como respuesta a una afrenta. Recientemente esto se ha puesto de manifiesto en Francia con los cazadores de la Briere * y de la Gironda, los campesinos bretones, los

20. Tal fue el enorme riesgo que asumió Liliana Cavalli en la película Portero de noche (1973 ), en la que relata el encuentro de una ex deportada con su perseguidor. Son muy comprensibles las polémicas que la película suscitó.

* El 14 de agosto de 2001, unos cazadores de pájaros, con la intención de protestar contra la entonces nueva ley francesa de la caza, perpetraron en esta zona de Francia una auténtica masacre al matar a un centenar de pájar os de especies protegidas [N. de la T. ].

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VIOL~NCIAS

POIJTIC AS

pastores corsos, los obreros de la metalurgia, los camioneros y los jóvenes de barrios conflictivos. La instrumentalización de la indignación constituye una temible baza política para aquellas organizaciones decididas a recurrir a los medios más extremos. La resistencia armada adquiere mayor eficacia si puede contar con la «autoinmolación» de individuos convencidos de que ya no tienen nada que perder en una lucha sin cuartel. Por ello los especialistas israelíes consideran que es sumamente difícil prevenir los atentados suicidas. No se puede reducir el estado de ánimo de sus autores a la lealtad exaltada a una gran causa, que induce al sacrificio a algunos patriotas o revolucionarios, sino que éstos actúan ante todo por convicción ideológica, y no se perciben a sí mismos como víctimas. Por el contrario, las mujeres kamikazes de origen checheno pretenden vengarse de las atrocidades que a menudo han sufrido en sus propias carnes. Los voluntarios de Hamás afirman que quieren infligir a los civiles israelíes los mismos sufrimientos que ellos llevan soportando toda la vida. La percepción de sí mismo como víctima absoluta y el deseo feroz de convertir un estigma de inferioridad en manifiesta superioridad construyen, al cruzarse íntimamente, la lógica profunda de esas conductas desesperadas. Supone una idealización de la muerte voluntaria, más probable, qué duda cabe, tanto en determinados itinerarios psicológicos como en determinadas culturas. Durante una entrevista con un periodista de Tíme, uno de los candidatos al suicidio llegó a declarar: «¡Al igual que la vida, la muerte es un regalo!)) 21• 21. Tal es el título de una recopilación de entrevistas, Der Tod ist ein Geschenk [La muerte es un regalo], con Raid Sabbah, militante de Hamás y candidato al suicidio, publicad a en alemán en mayo de 2003.

5. ¿Salir de la violencia?

No cabe la menor duda de que el imperio de la justicia favorecería una regresión de la violencia, aunque se descarte que esto baste para que desaparezca del todo; seguramente la disminución de las desigualdades económicas o de los fenómenos de arrogancia cultural ayudaría a apaciguar las relaciones entre los pueblos y entre las clases. Por lo tanto, cualquier actuación en esa dirección forma parte, en sentido lato, de una política de reducción de la violencia. Del mismo modo, el diálogo, la n egociación de acuerdos equilibrados y el respeto de las reglas jurídicas nacionales o internacionales facilitan el mantenimiento de relaciones pacíficas. Pero cuando la violencia ya está ah í, ¿hasta qué punto se puede actuar directamente sobre ella con el fin de regularla, de reducirla o incluso de erradicarla? Nos referimos, naturalmente, a recurrir a la violencia para impedir otras violencias. Aunque existen también otros modos de comportamiento que contribuyen a que se civilicen las relaciones sociales, incluso a que concluyan algunos ciclos de brutalidades, de persecuciones o de guerras. 24 1

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A.

VIOLENCIAS POJ.(TICAS

DISUASION Y REPRESit)N

Recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza puede parecer deseable, en términos de pacificación social, si conlleva una disminución global de la violencia sobre el terreno. A igual nivel de intensidad, una violencia jurídicamente regulada suele parecer preferible a una violencia ciega o arbitraria. Cuando se derrumba el poder coercitivo del Estado se abre la caja de Pandora de todos los extremismos; y los pactos internacionales que, entre las dos grandes hecatombes del siglo xx, declararon que la guerra «era ilegal» pusieron trágicamente de manifiesto su inanidad. No obstante, la eficacia moderadora de esta sustitución de una violencia por otra supone que se reúna un determinado número de condiciones. Algunas, de tipo técnico, dependen de la capacidad para vencer rápidamente las resistencias; otras, de tipo político, remiten a la posibilidad de restaurar un orden externo sin provocar un incremento de la violencia simbólica que, por otra parte, lo haría precario.

a) Imponer su supremacía El problema tiene un planteamiento completamente diferente según se proyecte en el marco del Estado o, por el contrario, en el ámbito internacional. El Estado moderno se define por la monopolización eficaz del poder de coacción. Por lo tanto suele tener la capacidad de eliminar las guerras privadas y de marginar o castigar cualquier recurso a la violencia, porque cuenta en exclusiva con un aparato militar y policial. Está regulada la posesión de armas y está controlada o pr¿hibida la

5. ¿SAIJR 0 1: LA V(OLENCIA?

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organización de milicias. No sucede lo mismo en las relaciones internacionales, en las que el principio de la soberanía de los Estados supone la diseminación de fuerzas armadas, independientes unas de otras. Esta igualdad jurídica no es, por supuesto, más que una engañifa; algunos Estados han podido siempre imponer su ley a otros en virtud de su superioridad militar. Sin embargo, la novedad, desde hace medio siglo, es la organización institucional de la sociedad internacional, que empieza a interferir en el monopolio de las relaciones de fuerzas.

El Estado y el imperio de la ley La violencia de todos contra todos, en particular la de los fuertes contra los débiles, es la situación más calamitosa que darse pueda. Para eliminarla hay que poder elevar considerablemente su coste gracias a un arsenal de medidas penales lo suficientemente disuasorias. Además, hay que poder contar con medios humanos y materiales que permitan localizar con eficacia a los autores de infracciones, para remitirlos a la justicia. Las fuerzas de orden han de ser capaces de interponerse entre los grupos rivales, de desarmar a los revoltosos y de reprimir cualquier toma del poder por la fuerza. Por lo tanto, no hay Estado de derecho que no se base en la fuerza. El imperio de la ley constituye, en sí mismo, un progreso por el que, a veces, estamos dispuestos a pagar un precio demasiado alto. Después de violencias civiles desordenadas, los ciudadanos exasperados o asustados llegan a desear un poder fuerte, e incluso opresor. Las

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VIOJ.ENCJAS I' OJ.ITI CAS

situaciones de revueltas acaban siempre por fomentar napoleones, y hasta tiranos insufribles; de ahí la estrecha sucesión de periodos revolucionarios y dictaduras que caracteriza tanto a la Grecia y la Roma de la Antigüedad como a la Europa moderna. Los poderes opresores siempre se han valido de la necesidad de luchar contra la violencia para fundamentar su propia violencia. Crear desorden justifica incluso la reivindicación de medidas de orden, como puso de manifiesto la estrategia del partido hitleriano según se iba aproximando al poder, antes de 1933. En este sentido, se impone el paralelismo con el sistema de la mafia que, tanto en Sicilia como en otros lugares, ha creado un procedimiento de intimidación o de extorsión de fondos para conseguir que se acepte su oferta de «protección». La misma lógica está presente en el funcionamiento de los organismos militares o policiales de muchos Estados contemporáneos gangrenados por la corrupción o la violencia arbitraria. Todos ellos son peligros de los que los regímenes democráticos no se ven necesariamente libres. A nivel local se pueden desarrollar prácticas policiales mafiosas; y sólo una prensa realmente independiente y crítica puede limitar el riesgo de que los dirigentes inflen deliberadamente una amenaza, interna o externa, con el fin de justificar medidas represivas o el recurso a la aventura guerrera. En las democracias consolidadas en las que se va difuminando el recuerdo de las violencias anárquicas, la ilusión tiende a propagarse a partir del imperio del derecho sin necesidad de recurrir a la fuerza. La utilización por parte del Estado de sus prerrogativas policiales o judiciales suscita en ese caso, en algu_n os abogados y periodistas, recriminaciones sistemáticamente punti-

5. ¡SALJR Df. J.A VIOT.t:NCIA'

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llosas que superan la vigilancia razonablemente supuesta en los defensores de los derechos humanos. Se corre el riesgo de que se pongan en marcha procedimientos penales o acciones investigadoras que paralicen, al menos en parte, la lucha contra determinadas formas de violencia. Un tribunal británico dictaminaba, en 1976, que no se podía obtener una confesión de un sospechoso dejándole entrever «la esperanza de una ventaja, el temor a un juicio desfavorable o a una presión» 1, cosa que, si se interpreta en sentido estricto, puede conducirnos muy lejos. Desde que la lucha contra el terrorismo internacional está a la orden del día, el gobierno de Londres ha tenido que hacer frente a la acusación de ofrecer a determinadas organizaciones un puerto demasiado seguro para preparar sus actividades criminales. A algunas personas, el argumento de la seguridad les sirve para reclamar más poder de inquisición, vigilancia y control, en tanto que el argumento de las libertades democráticas fomenta la reivindicación de dispositivos jurídicos protectores que utilizarán a veces, con éxito, sus adversarios. Este debate permanente, normal en una democracia liberal, conlleva una b aza que hay que jugar: el nivel de violencia tolerable en las luchas sociales y políticas. Mientras que las violencias de alta intensidad como el asesinato político, la insurrección o las distintas formas de violencia con el fin de intimidar a los electores se oponen claramente a los principios del funcionamiento democrático, por el contrario algunas violencias de baja 1. «... by hope of advantage, fear ofprejudice or oppression», sentencia DPP v/s Ping Lin, citada por John Finn, Constítutions in Crisis. Política/ Violence and the Rule of Law, Oxford , Oxford University Press, 199l,p. l 02.

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\ 'I OLDICIAS POL!TiCAS

intensidad están íntimamente vinculadas a la libertad de expresión. Nos referimos en particular a la ocupación ilegal de edificios públicos, a las huelgas que obstaculizan la libertad de trabajar, a las manifestaciones callejeras que dificultan la libertad de circular. Es más: existen violencias contra los bienes, e incluso contra las personas, que son señales cargadas de significado. Aun cuando merezcan un castigo porque son inadmisibles, puede ser oportuno sancionarlas con cierta moderación para evitar la reactivación de un proceso de enfrentamientos o para facilitar la pacificación del conflicto qu~ las generó. El ejercicio del derecho de gracia, la adop~tón de leyes de amnistía, los acuerdos de paz con los msurgentes producen malestar en las víctimas directas de los excesos cometidos, pero políticamente son útiles para reducir el riesgo de que los disturbios vayan a más. Para un gobierno, el dilema se agrava todavía más cuando los medios para luchar contra violencias de alta intensidad necesitarían, para ser absolutamente eficaces, medidas de excepción que atentarían gravemente contra las libertades democráticas. Mientras la amenaza parezca circunscrita, los defensores de los derechos humanos no tendrán excesiva dificultad en que se preste atención a su punto de vista; pero cuando el desafío al Estado de derecho se agrava de forma duradera, se acaba siempre por derogar el derecho común. Además, bajo los efectos del temor, las democracias son susceptibles de pasar de un extremo, el exceso de protección, a otro, el exceso de medidas de excepción, sobre todo cuando éstas van dirigidas sólo contra los que no son ciudadanos. Todas las Constituciones d!:!mocráticas prevén el equivalente de circunstancias excepcionales,

5. ¡SAI.JR DF. LA VIOLENCIA?

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del estado de emergencia o del estado de sitio; la Constitución francesa de 1958 incluso instauró, en su artículo 16, la posibilidad de una dictadura legal, al menos temporalmente. Un Estado totalmente policial, que centralizara sin límites el máximo de datos sobre todas las personas residentes en su territorio, podría teóricamente reducir todavía más el riesgo de atentados terroristas o de violencias por amotinamiento. Pero los demócratas convencidos se niegan a superar determinados umbrales, lo cual supone que se acepten riesgos más elevados.

Efectos de la hegemonfa en el ruedo internacional

En tiempos pasados, expresiones como la Pax romana o la Pax britannica se asociaron siempre al ejercicio de una supremacía indiscutible m ilitar o marítima sobre otros pueblos. Y, en caso de enfrentamiento entre dos Estados, la capitulación del vencido es, sin duda alguna, el medio para restablecer el silencio de las armas. Las guerras prolongadas son las de mayor coste en vidas humanas y en todo tipo de destrucción. Sin embargo, como hemos dicho anteriormente, una victor ia fácil provoca el riesgo de fomentar nuevas aventuras belicosas. En las relaciones internacionales, que suelen regirse por la ley del más fuerte, el móvil más seguro para una política circunspecta sigue siendo la perspectiva de pérdidas excesivamente elevadas. Esta ley permite que se comprendan los límites intrínsecos de cualquier empeño de desarme. Si los Estados hostiles renunciaran a los medios para respo nder con dureza a una agresión, ello podría, paradójicamente, incrementar el riesgo de con-

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VIOLENCIAS POLf't'ICAS 5. ¡SALIII DE LA VIOI.tNCIAl

flicto. En la época del condominio soviético-estadounidense (1948-1989), el objetivo esencial de las convenciones internacionales (Salt I y Salt U, tratado ABM *, tratado de no proliferación nuclear...) consistía en consolidar el avance de las superpotencias nucleares limitando al mismo tiempo, para ellas, el coste de una carrera armamentística ruinosa; subsidiariamente, dichos acuerdos permitían que capitalizaran, para beneficio suyo, la imagen de potencias comprometidas con la paz. El principal factor de coexistencia pacífica entre los bloques se situaba en otra parte, no en un auténtico desarme, sino en la disuasión nuclear y en la credibilidad de represalias en masa en caso de que alguna de las partes iniciara un ataque. Este equilibrio del terror domina todavía hoy las relaciones entre potencias nucleares regionales, como India y Paquistán, e incluso la paz armada que reina entre las dos Chinas, gracias a la alianza de Taiwán con Washington. No obstante, lo novedoso es la aplastante superioridad militar conseguida por Estados Unidos, que ha hecho que surgiera la posibilidad de que se instaurara una Pax americana. Efectivamente, no existe hoy ninguna potencia capaz de luchar frontalmente contra ese país con medios similares, aun cuando la cap acidad disuasoria nuclear de Rusia siga siendo considerable. Por ello, cualquier Estado contra el que Washington lance un ultimátum ha de tomárselo muy en serio. Los dirigentes estadounidenses llevan a cabo una decidida estrategia de limitación del armamento de terceros países. Se oponen a la diseminación de armas de destrucción ,. Tratado de misiles antibalísticos, firmado por Estados Unidos y la Unión Soviética en 1972 [N. de la T. }. '

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masiva, vigilan los programas nucleares de Corea del Norte y de Irán y no desean manifiestamente que Europa se consolide como una potencia militar independiente. Pero el papel de «guardián del mundo» es una carga muy pesada debido a la multiplicidad de los teatros de operaciones virtuales; a fortiori cuando a veces hay que intervenir simultáneamente en varias regiones del mundo. Incluso para la primera potencia económica del globo, el coste económico de las intervenciones a gran distancia, con armamento sumamente sofisticado, es muy considerable; y los medios humanos movilizabies tampoco son ilimitados. Este papel de guardián expone, además, a distintos tipos de reacción (atentados contra intereses estadounidenses) que, aunque sean marginales, tienen una importante repercusión política en un país que pretende conseguir una seguridad absoluta. La puesta en marcha de un condominio desigual constituye un objetivo más atractivo; los aliados compartirían la carga militar y económica del mantenimiento del orden mundial, bajo el liderazgo indiscutible de Estados Unidos. Para llevar a cabo esta política, la OTAN sigue siendo un instrumento institucional muy valioso, aunque otros p aíses se puedan movilizar a favor de pactos particulares, sobre todo en Oriente Próximo. Según este planteamiento, sería posible intervenir eficazmente en zonas cada vez más amplias: en primer lugar, las que se consideran estratégicamente decisivas desde el punto de vista económico y geopolítico estadounidense; luego las zonas con conflictos susceptibles de generar una inestabilidad regional excesivamente peligrosa para la armonía mundial; y por último los países castigados por guerras civiles de gran impacto humanitario en la

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VIOU:NUAS PO!.lT!CA~

conciencia pública internacional. El condominio desigual funcionó perfectamente tanto durante la guerra de Kuwait (1991) como en la de los Balcanes, en Bosnia y en Kosovo, a pesar de los fracasos iniciales. Permitió que se pusiera fin a conflictos sangrientos, bien lanzando ultimátums disuasorios para mantener a raya a posibles beligerantes, bien proyectando fuerzas de interposición, bien imponiendo un régimen definitivo, garantizado por las potencias dominantes, con el aval de Naciones Unidas. Para que pueda perpetuarse, este escenario supone la aceptación del liderazgo estadounidense, tanto por parte de los aliados europeos (algunos son más bien partidarios de una asociación igualitaria) como de las demás potencias nucleares del globo, entre ellas Rusia, China y la India. En la medida en que beneficia exclusivamente los intereses de Washington, ha de suscitar necesariamente reservas u oposición. No cabe duda de que muchos europeos están dispuestos a admitirlo, tanto por deseo de seguridad (el paraguas nuclear) como por la fascinación que ejerce el modelo trasatlántico de civilización. No obstante, las reticencias se incrementan irremediablemente en una Europa que ya no se siente amenazada por el bloque soviético y que es cada vez más consciente de su propio peso económico y de su singularidad cultural. En este sentido, la convergencia de las opiniones públicas en 2003 en una hostilidad muy mayoritaria a la política de George Bush en Irak puede haber sido un importante revelador. En el resto del mundo, una fracción de las clases dirigentes se siente igualmente fascinada por la preponderancia estadounidense, particularmente en China y en Rusia; pero el nacionalismo sigue siendo muy fuerte en esos países y la brecha de los

5. ¡SALIR DF. LA VIOLE:
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intereses económicos y culturales seguirá probablemente siendo infranqueable durante mucho tiempo. Por lo tanto, hoy en día nada está seguro. La hipótesis más probable, a medio plazo, se sitúa a mitad de camino entre la aceptación sin condiciones de esta hegemonía y su rechazo radical. Habría que trazar formas ad hoc de cooperación o de resistencia, en función de los desafíos que hubiera que aceptar en pro de la paz mundial. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 es posible que la lucha contra el terrorismo internacional haya permitido, esencialmente a iniciativa de Estados Unidos, que se superara una etapa fundamental en la cooperación de las fuerzas policiales; pocos Estados se atrevieron a sustraerse a ella oficialmente. Pero esta coyuntura favorable no es necesariamente duradera. Lo que sin embargo está garantizado es que se ha puesto fin al estado de anarquía total que ha caracterizado la escena internacional hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, aunque sólo sea por la interpenetración cada vez mayor de los intercambios de todo tipo, que hacen que los Estados sean demasiado interdependientes.

b) Legitimar la violencia propia No cabe duda de que el recurso a la fuerza, tanto en el orden interno como en las relaciones internacionales, puede eliminar un gran número de violencias; pero también puede provocar otras, si la acción emprendida no se percibe como justificada. Las múltiples formas de resistencia a las leyes que se consideran opresivas o a las ocupaciones militares que se viven como insoportables así lo ponen de manifiesto. Lo que está en juego es la

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VJOI.ENClAS l'OLJTICAS

violencia simbólica engendrada por la humillante obligación de tener que someterse a un poder detestado, al que se le reprocha que sea inicuo o, sencillamente, extranjero. La violencia simbólica es ya una violencia en sí; pero el resentimiento que suscita incrementa la probabilidad de violencias materiales.

Los méritos de la democracia Todo poder político se basa en la fuerza y en el consentimiento. Pero la adhesión del vencido a la ley del vencedor no tiene la misma cualidad legitimadora que la del ciudadano, libre y consciente. Indudablemente, las democracias pluralistas no son los únicos regímenes capaces de hacer gala de un auténtico consenso, pero el sufragio universal le da una forma visible, verificable, expresamente renovada en fechas determinadas. Por ello este modelo institucional de legitimación tiende a generalizarse en todo el mundo, al menos como referencia de principio. Sin embargo, la libre elección de representantes que van a elaborar la ley no excluye la sumisión a la coacción. La norma jurídica se define, efectivamente, como la prescripción de un comportamiento (de acción o de abstención) cuya violación supone una sanción, garantizada por un hipotético recurso plausible a la fuerza material. Desde luego, toda sociedad organizada exige obediencia; pero es más fácil inclinarse sin sentir menoscabo ante una norma elaborada por representantes elegidos libremente, sobre todo si, además, dicha ley h an de acatarla todos por igual. En este sentido, el principio de la represen~ación es por lo tanto sumamente reductor de la violencia simbólica.

5. ¿SALJR DE LA VIOLENCIA?

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Las condiciones concretas de elaboración de las normas jurídicas suelen actuar en el mismo sentido. La democracia, en la medida en que es un triunfo de lavoluntad general o una ley de la mayoría, es un mito que no tiene, en cuanto a los hechos, un gran significado concreto. Lo que se observa, por el contrario, es la influencia de las minorías implicadas en los procesos de decisión. La consulta a los grupos de intereses, previa a la adopción, se debe a una voluntad de compromiso y de diálogo que facilitará posteriormente la aceptación de la ley. Y como, en un Estado de derecho, el contenido de las normas no debería contravenir los valores fundamentales, supuestamente compartidos por el conjunto de la comunidad nacional y además garantizados por procedimientos de control jurisdiccional, resulta más difícil oponerse a la ley mediante la violencia, a menos que se quiera correr el riesgo de aislarse políticamente. Esta legitimidad de la ley del Estado es un importante factor de limitación de la violencia de protesta de baja intensidad. Tratar de tomar el poder por la fuerza, querer instituir un contrapoder insurreccional, se enfrentaría, en las democracias consolidadas, a la reprobación general que facilitaría la derrota, por parte de los poderes públicos, de sus adversarios excesivamente temerarios. En cambio, estos factores de legitimidad resultan impotentes frente a una violencia <
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\'IO I.~NCI AS POLf fiCAS

das con el escaso sentimiento de integración de los jóvenes de origen extranjero. Estos problemas son, a fortiori, más agudos en los países que excluyen de manera muy oficial del reparto del poder a una parte de su población. Eso era lo que sucedía en Sudáfrica cuando el apartheid mantenía a los negros fuera de una democracia concebida únicamente por los blancos y en los Estados sureños de Estados Unidos en tiempos de la segregación. Bajo una forma jurídica apenas atenuada, ése es igualmente el problema de los ciudadanos israelíes de origen palestino. En todos los países asolados por el racismo, la violencia simbólica, aunque menos espectacular, ocupa un lugar todavía más grande que la violencia física.

La consolidación internacional de la paz Hasta que se adoptó la Carta de Naciones Unidas se daba por supuesto que el derecho del más fuerte legitimaba la dominación. Durante mucho tiempo hemos visto, o pretendido ver, la manifestación de la voluntad divina en la victoria de las armas, o incluso en el asesinato de un monarca, puesto que todo, en este bajo mundo, estaba sometido a la voluntad de los dioses o al dedo de la Providencia. Hobbes, empeñado en fundamentar las pretensiones del más fuerte sobre una base racional, subrayaba el consentimiento del vencido. Según él, deponer las armas para evitar que se. a~avaran los desastres de la guerra, capitular o, a fortwn, firmar un tratado significaba aceptar la ley del vencedor y, por ende, legitimarla. ¿Se trata en este caso de una.auténtica paz o, más bien, de una situación de violencia simbólica

S. ¿SAllli OF. I,A VIOLENCII\1

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que reduce el silencio de las armas a un simple intermedio entre dos fases de enfrentamientos? Hoy en día, con la existencia de una organización internacional de vocación universal, encargada de la defensa de la paz, el problema de que se legitime el recurso a la violencia se plantea en términos inéditos. Las guerras civiles o entre Estados, cualquiera que sea el lugar donde estallen, provocan por lo general la actuación del Consejo de Seguridad. Pero las relaciones de fuerza desempeñan un papel decisivo. La participación, la neutralidad o la indiferencia de las potencias dominantes constituyen un elemento determinante de apreciación cuando hay que decidir si se apoya a una parte o a la otra, o si se les impone por la fuerza una solución pacífica. Ni que decir tiene que la ONU no puede poner en marcha una intervención militar contra la voluntad expresa de Estados Unidos, aunque sólo sea por su derecho de veto. Es preciso contar, si no con su aval explícito, al menos con su consentimiento tácito. A la inversa, Estados Unidos es perfectamente capaz de intervenir unilateralmente contra el sentimiento de la casi totalidad de los Estados del mundo; sin embargo, la hostilidad explícita de la organización internacional es, para ese país, fuente de numerosos inconvenientes, en particular en la fase de consolidación de la nueva situación. El dilema de la legitimidad es pues el siguiente: o ceder ante el multilateralismo, cosa que limita la libertad de iniciativa de la potencia interviniente, o rechazarlo, con la perspectiva de una carga militar y política más pesada. En cuanto a los Estados de segunda fila, corren siempre un riesgo al pretender hacer caso omiso de la voluntad del Consejo de Seguridad cuando ésta cuenta con el apoyo de las potencias dominantes. En la prác-

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VIOlENCIAS POLfTICAS

tica, la legalidad internacional no puede por lo tanto apartarse de la dura realidad de las relaciones de fuerza. A veces resulta muy tentador tratar de disimularla mediante fórmulas diplomáticas o clichés lingüísticos. Sucede que una expresión como ((comunidad internacional>) se refiere, según los contextos, al conjunto de las Naciones Unidas (pero ¿qué Estados han influido en realidad en las resoluciones adoptadas?), a las grandes potencias o sólo a la mayoría de ellas, o solamente a los países occidentales, o incluso a los Estados de la OTAN (en Bosnia). El aval de la comunidad internacional se obtiene más o menos fácilmente, dependiendo de los fines que pretenda la intervención militar y los resultados conseguidos. Las intervenciones humanitarias de emergencia, respaldadas por la fuerza, lograron sin problemas la unanimidad de los miembros del Consejo de Seguridad. La resolución 794 del 3 de diciembre de 1992 sobre Somalia consideraba el estado de hambruna como una «amenaza para la paz». Del mismo modo, las intervenciones de la OTAN en Bosnia y en Kosovo que pretendían que cesaran las masacres de aquel momento suscitaron escasas objeciones oficiales aunque, en aquel caso, se esquivó a la ONU. Bajo su mandato, se han enviado muchas fuerzas de interposición, a Chipre y al Líbano, a Timar Oriental y al África subsahariana. El resultado de estas acciones ha sido más bien poner freno a una situación y no tanto hallar una solución de fondo al conflicto. Más ambiciosa es la intención de poner en marcha un gobierno democrático, lo suficientemente fuerte y legítimo como para generar la concordia civil en un territorio multiétnico. Bosnia, Kosovo y Macedonia son bancos de pruebas de esta política que no ha conseguí-

S. ¿SA LIR DE LA VIO I.ENO A?

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do, hasta la fecha, más que unos resultados relativamente limitados. Por otra parte, la democracia pluralista no carece de riesgos en los Estados desgarrados por divergencias internas muy profundas (Ruanda, Burundi, Bosnia ... ). Como el principio de intangibilidad de las fronteras internacionales está casi unánimemente aceptado, tanto las clásicas guerras de invasión como los conflictos separatistas deberían enfrentarse a una hostilidad general en la comunidad internacional, y ser siempre rechazados. En realidad, las intervenciones externas resultan ser selectivas. Aunque el Kuwait invadido pudo contar con la ayuda de una gran coalición y Timar Oriental se libró de la invasión indonesia, quedan muchos conflictos pendientes y otros que no suscitan más que reacciones militares limitadas. Los juegos de alianzas, la indiferencia o el interés de las grandes potencias, la presencia o la ausencia de grandes envites geopolíticos explican básicamente unas soluciones tan diferentes. A veces la circunspección de la comunidad internacional se debe también, es cierto, a que existe un riesgo real de estancamiento. En muchas situaciones de guerra civil no basta con garantizar la victoria de una parte sobre otra o de interponer cascos azules entre los beligerantes para restaurar una paz duradera; habría que plantearse un proceso a más largo plazo tendente a construir un Estado fuerte cuya capacidad para reducir las violencias de todo tipo se basara tanto en la legitimidad incontestable de sus gobernantes como en una centralización profesional eficaz de los medios coercitivos a su disposición. Existe el riesgo de que semejante proceso se asimile a una forma larvada de recolonización extranjera que suscite comportamientos de rechazo. Además, ¿la

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VIOI.f.NCIA> i•Oi.ITI CAS

democracia pluralista al estilo occidental es el único criterio de legitimación de un poder político? ¿Es exportable por la fuerza de las armas, aunque sea la de Naciones Unidas, sin correr el riesgo de que quede desacreditada? La respuesta a estas preguntas sigue siendo dudosa o incierta. Con las «cláusulas morales» del tratado de Versalles, el siglo xx inauguró los juicios por crímenes de guerra. Los artículos 227 a 230 preveían que se entregara a los aliados y se juzgara a las personas acusadas de haber cometido actos «contrarios a las leyes y los usos de la guerra». Naturalmente, no se trataba más que de ciudadanos de países vencidos, y esto se sintió, sobre todo en Alemania, como un medio utilízado por los vencedores para imponer su punto de vista de las responsabilidades políticas en el desencadenamiento del conflicto. La mismo lógica se impondrá en los juicios de Nuremberg y de Tokio, a raíz de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, allí se admitió de manera más unánime la legitimidad de las condenas emitidas, pues la culpabilidad de los acusados era notoria, y la envergadura de los crímenes cometidos, inconmensurable. No obstante, también en ese caso, sólo la derrota militar permitió que se celebraran los juicios. La masacre de Katín, cometida por orden de Stalin, nunca se ha llevado ante una jurisdicción internacional, como tampoco se h a discutido la «necesidad » de Hiroshima ante una instancia de ese tipo. La verdadera disociación entre la justicia de los vencedores y la justicia penal internacional no ha surgido más que a raíz de que las resoluciones del Consejo de Seguridad decidieran crear un tribunal ad ho~ para juzgar los crímenes de guerra cometidos en la ex Yugosla-

5. ¡SAI.I R flE LA VIOLENCI A?

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via y luego en Ruanda, respectivamente el 25 de mayo de 1993 para el tribunal de La Haya y el 8 de noviembre de 1994 para el de Arusha. Se ha consagrado el principio de la superioridad del juez internacional sobre el nacional; el Estado ha de extraditar a su propio ciudadano si así se lo exige el tribunal. No obstante, fue preciso ejercer una formidable presión externa para que Serbia y Croada accedieran a entregar a determinados inculpados. Con la creación del Tribunal Penal Internacional (TPI) por el Tratado de Roma, que entró en vigor en marzo de 2003, se ha dado un paso más. El TPI está dotado de una existencia permanente y de una competencia universal para castigar los crímenes contra la humanidad. Evidentemente, la competencia es subsidiaria, en el sentido de que se da por supuesto que el Estado no quiere o no puede juzgar a su propio ciudadano. Sin embargo, se ha superado una etapa importante para que se admita el principio general de un rechazo de impunidad en el caso de violaciones crueles y en masa de los derechos humanos. Es posible que esta innovación ejerza un efecto disuasorio ... aunque ello será sobre todo sobre los responsables de los Est ados pequeños. Efectivamente, resulta difícil obligar a países tan importantes como China o Rusia a que entreguen a ciudadanos a los que su propia justicia absolvería escandalosamente o se negaría a juzgar. En cuanto a Estados Unidos, si bien ha demostrado su capacidad para presionar a Serbia para que entregara a Slobodan Milosevic, o al Tribunal Internacional especial de Freetown para que acusara a Charles Taylor de crímenes contra la humanidad cuando era presidente de Liberia, está llevando a cabo también una enérgica campaña con el fin de evitar tener que someter a sus propios ciudadanos al

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VIOI.loNCIAS PDLITICAS

Tribunal Penal Internacional. Este país dispone de Jos medios para sustraerse a las normas de legitimidad universal sin otras consecuencias que una debilitación de su imagen en Jos países democráticos; es decir: el que se respete el derecho sigue estando supeditado a las relaciones de fuerza.

B.

5. ¿SALIR OF. I. A VIOI.E~CI A?

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Cualquier ritualización supone una codificación rigurosa de Jos comportamientos cuyo resultado es que parezcan en gran medida previsibles; en muchas circunstancias, esta eliminación de la incertidumbre es ya, en sí misma, un factor de pacificación. A veces también conlleva una dimensión de sacrificio que desempeña un papel de exorcismo de múltiples violencias que se desearían conjurar para siempre.

RITUALIZACIONES

Hay una ritualización de los comportamientos cuando éstos han de obedecer a un sistema más o menos complejo de prescripciones e interdictos, de encadenamientos secuenciales y de procedimientos formales, cuya violación afectaría a la propia validez del proceso. En sus estudios sobre las prácticas de magia y los ritos religiosos, Mauss y posteriormente Durkheim han hecho hincapié en la dimensión de «construcción de un orden» que les es inherente. En cuanto a la p sicología freudiana, ha insistido en la función de los rituales en la exorcización de la angustia. Se comprende así por qué la ritualización de la violencia opera, en general, en el sentido de un control que la modera y la hace dominable 2 • Canaliza su expresión por determinadas vías. La violencia se ve en ellas simultáneamente expuesta y enmascarada, disimulada bajo apariencias que reducen considerablemente su potencial destructivo. 2. No cabe duda de que existen casos en los que la ritualización opera en sentido inverso, haciendo que se franqueen nuevos umb rales de horror, como lo pone de manifiesto el ejemplo de las misas negras, de las prácticas de brujería cruenta y otros crímenes rituales; el delito queda no sólo autorizado sino que resulta «necesario» para la lógica última del universo normativo que se invoca.

a) Lógicas codificadoras Más que eliminar todo tipo de violencia, muchas instituciones pretenden, a veces con gran eficacia, regular jurídicamente las condiciones de su puesta en práctica. Esta ritualización, que consiste en multiplicar los procedimientos y las condiciones para recurrir a la violencia, incluso en ofrecer sustitutos para ella, incide además previamente en la manera de gestionar los conflictos sociales.

juridificación del recurso a la violencia En Occidente, su primera manifestación fue la Paz de Dios, luego Tregua de Dios, que surgió a finales del siglo x con el fin de regular las guerras privadas entre señores. Prohibía que se recurriera a las armas durante una parte de la semana, excomulgando a quien ejerciera violencia sobre monjes, viudas y huérfanos, así como peregrinos o personas ausentes por haber partido a la cruzada. Por esa misma época, la institución progresiva de la caballería pretende transformar a la soldadesca en

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VfOI.EJ\"ClAS ?OLtTlCAS

guerreros que respeten un código de honor y que rechacen diversas felonías y traiciones. Al sentar las bases de un derecho internacional, las primeras grandes conferencias diplomáticas, que van desde los tratados de Westfalia (1648) hasta la conferencia de Berlín (1878), pasando por el Congreso de Viena (1814-1815), establecen unas normas que pretenden definir minuciosamente las condiciones formales de validez de sus acuerdos, así como los derechos que de ellos se derivan. Pero la juridificación del recurso a la violencia internacional no nace verdaderamente hasta finales del siglo XIX, con las convenciones de Ginebra sobre el derecho de la guerra [ius in bello] (1899 y 1902), que anuncian los grandes textos de 1949. Prohíben ya la utilización de determinadas tácticas de combate y ciertos tipos de armas, vetando la violencia contra la población civil y reconociendo derechos a los prisioneros de guerra. Casi un siglo más tarde, la firma del tratado de Ottawa (1997), que prohíbe el uso de minas antipersonales, se incluye en este proceso que pretende «civilizan> la guerra. En él podemos ver una analogía con la reglamentación progresiva del duelo que deseaba arrogarle la condición de ritual sometido a un «código de honor». Habida cuenta de la continua aparición de nuevos tipos de armas, cabe poner en tela de juicio la eficacia práctica de estas regulaciones que, por otra parte, los beligerantes violan con suma frecuencia. Reflejan, no obstante, la continuidad del empeño por codificar los enfrentamientos militares. En el orden interno, los Estados de derecho ponen en práctica una ritualización mucho más avanzada del ejercicio de la coacción. Ello se manifiesta, en primer lugar y de manera espectacular, en el ej¡::rcicio de la función penal. Se hace justicia en un marco en el que pre-

5. ¿SAU R DE LA VJOLEJ\C IA?

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domina la preocupación por las reglas de forma y de procedimiento. Además, se denomina peyorativamente justicia sumaria o justicia expeditiva la que es independiente de d ichas reglas. El ritual judicial rige sobre la elección del lugar, el desarrollo de los actos, la distribución de los papeles (acusación , defensa, sentencia), el carácter al mismo tiemp o visible y solapado de la violencia pública. Organiza una escena social en la que se codean, en una proximidad sumam ente reglamentada, acusados y acusadores, autores y víctimas de violencias. La finalidad de todo ello es gestionar enfrentamientos tensos, definir los derech os de cada uno y exorcizar la venganza organizando la confrontació n reprim ida de los puntos de vista antagónicos. El objetivo es que todas las partes se sometan a una ley que por un lado refrena y por otro sancion a. Baj o formas diferentes, la m ism a preocupación por ritualizar se percibe, en los Estados de derecho, a la hora de ejercer coacción m aterial sobre el terren o. Efectivamente, existe un principio fundamental según el cual la violencia al servicio de la ley ha de ser rigurosamente proporcional a la intensidad de las alteraciones del orden público. El envite es doble: más vale legit imar el recurso a la fuerza si es «comedido» y evitar que se desencadene un ciclo de violencia. Por ello los procedimientos de interpelación , deten ción y cont rol d e las personas o de los vehículos se encomiendan a personal habilitado, qu e en p rincipio opera según protocolos minuciosamente elaborados. Asimismo se definen rigurosamente las condiciones de ut ilización de la fuerza pública, contra manifestantes o amotinados, con el fin de evitar cualquier iniciativa individual intempestiva. No faltan los «efectos especiales», pues los equipos de los

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V IOI.f! ~CIAS

P(ll [TICAS

agentes (uniformes, cascos y escudos, cañones de agua ...), las tácticas de despliegue de la tropa y la iniciación de las cargas no responden tan sólo a exigencias funcionales; ejercen igualmente efectos de intimidación y portan señales destinadas al adversario. Frente a ellas, en los manifestantes también se suelen poner en marcha formas de ritualización más o menos reguladas. A menudo las comitivas hacen gala de un saber hacer que tiende a «demostrar y contener» su potencial de violencia. El hecho de recurrir a un servicio de orden, el despliegue de pancartas con eslóganes «enérgicos», la teatralización de violencias marginales (quemar efigies, romper los cristales de edificios de carácter simbólico ... ) y el vigor de los discursos se incluyen en un esquema rutinario, que porta un sentido lo suficientemente afianzado como para que el hecho de apartarse visiblemente de estos ritos signifique un nuevo peligro. Los comportamientos, combinados entre sí, de las fuerzas del orden y de los manifestantes están por lo tanto abocados a mantener la violencia física a un nivel de baja intensidad. A pesar de los desórdenes aparentes, o m ás bien gracias a ellos, se produce una escena de catarsis que libera un potencial emocional en un marco aparente mente anómico pero que, de hecho, está meticulosamente regulado por un ritual.

Estructuración institucional de la conflictividad En toda sociedad diferenciada es inevitable la oposición de los intereses y las aspiraciones, de las convicciones y las creencias. Los regímenes totalitarios no soportan esta conflictividad y los regímenes autoritarios se empe-

5. ¡SALIR De LA VJOLF.NCJA?

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ñan en hacerla al menos invisible en el espacio público; por el contrario, las democracias pluralistas pretenden gestionarla med iante estructuras institucionales apropiadas que permiten disentir y, si es posible, evitar el recurso a la violencia. En términos generales, ello supone la existencia de estructuras de diálogo y de concertación. El objeto del debate, idea casi mítica en el simbólico democrático, no es tanto aproximar puntos de vista como facilitar expresiones contradictorias; al reconocerse el derecho de una persona a que la oigan, se da una primera satisfacción a los portavoces de la polémica. Sus efectos, sin embargo, son ambivalentes. Este derecho, si no está bien regulado, puede perfectamente contribuir a que se solivianten los ánimos, se endurezcan los puntos de vista, se radicalicen los antagonismos. Por el contrario, si cuenta con normas culturales y jurídicas bien establecidas, se convierte en moderador de la violencia, facilitando una transposición del conflicto al orden de las palabras y de los argumentos. En las sociedades tradicionales el debate adopta fórmulas estereotipadas. Pero con el régimen democrático se institucionaliza de manera sistemática. Las asambleas representativas son el lugar último donde se enfrentan la mayoría y la op osición/las oposiciones, antes de que se tome una decisión. Ello no significa que las discusiones más importantes o m ás ricas se desarrollen en una sede parlamentaria. De hecho, el debate es mucho más vivo en los medios de comunicación. Pero la toma de palabra en público, las polémicas y las confrontaciones no adquieren sentido más que en relación con el uso que de ellas harán los representantes electos de la Nación dentro del ballet meticulosamente regulado de las justas y gesticulaciones que preceden a la votación de la ley.

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VIOLF.NCIAS POT.ITICAS

La exclusión de la violencia física se legitima mediante la libertad de expresión que se le reconoce a los ciudadanos. El caso es que existe una correlación entre la reducció n del nivel de violencia social y el buen funcionamiento de los canales de expresión del descontento: sindicalización y derecho de huelga, manifestaciones, voto de protesta en el momento de las elecciones. Reivindicar socialmente, participar políticamente son actos que, en sí mismos, son un exutorio de la agresividad y suelen ir acompañados de cierta violencia verbal e incluso física. Encerrados en los límites codificados por la ley y las costumbres, no se limitan a enviar mensajes al poder político, sino que constituyen un objetivo en sí mismos. En cuanto las normas de la cultura de la protesta se interiorizan, funciona un sistema fluido, pero a menudo fiable, de autorizaciones y de interdictos, de violencias marginales y de sustitutos teatralizados, en los que las señales de insatisfacción evocan gestos oficiales de «acuse de recibo» (por ejemplo, consultas con interlocutores sociales). Estos modos de expresión ilustran el hecho de que las democracias funcionan sobre un principio básico: la trivialización en la práctica de la conflictividad a la que ofrecen una salida institucional. De este modo la canalización de la violencia física y verbal contribuye eficazmente a evitar que se desencadene un ciclo de violencias.

Diversiones Una de las maneras de controlar la violencia es ofrecerle derivativos en un escenario, previamente controlado. En Roma el emperador y en las provincias las auto ridades

5. ¿SALJ R D I:: LA

V IOI.f.l\~CIA?

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públicas organizaban juegos que canalizaban las pasiones p opulares hacia el circo o el estadio: combates de gladiadores y fieras, carreras de carros. Sin embargo, a veces sucedía que se perdía control de la excitación del espectáculo; baste recordar el ejemplo clásico de los Verdes y los Azules en el hipódromo de Bizancio, cuyos enfrentamientos acababan en auténticos motines. En la Edad Media había mucha afición a los torneos y se practicaba la guerra privada que, en ocasiones, se diferenciaba poco de un «deporte» algo brutal... Hasta el siglo xrx, los gobiernos europ eos ofrecían el espectáculo de las ejecuciones públicas, a m enudo precedidas de torturas, a las que asistía una muchedumb re curiosa. Aquellas violencias eran derivativos que circunscribían la brutalidad a entornos cerrados, desde el punto de vista tanto material como simbólico. Lo que caracteriza a la época contemporánea es la extraordinaria diversificación de las diversiones. Ya a principios del siglo xx, el economista y sociólogo Thorstein Veblen lanza, justificadamente, la expresión de «cultura del ocio». Cuando comienzan los años de opulencia tras la Segunda Guerra Mundial, el ocio desempeña probablemente un importante papel político como anestésico, aunque sólo sea porque desvía hacia terrenos apolíticos las inve rsiones emocionales que, h asta entonces, sobrecargaban las luchas de partidos. Hay que asignarle un lugar absolutamente especial al deporte. Norbert Elias vio en el nacimiento de ese p asatiempo m oderno la expresión de un proceso de moderación de la violencia, sub rayando su concomitancia histórica, en la Inglaterra del siglo XVIII, con la pacificación interna del país.

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VIOI.t::'ICIAS PO I.['l'ICAS

No es casualid ad que los pasatiempos más violentos y menos regulados [de las clases dirigentes] ... se hayan transformado en esos pasatiempos menos violentos y más regulados que se designan con el término moderno de deporte, y ello precisamente en una época en la que esas mismas clases sociales re nunciaban a la violencia e ínteriorizaban la autocoacción que exigía la forma parlamentaria d e control y sobre todo d e alternancia de los gobie rnos ~ .

Efectivamente, según él, el deporte ritualiza la brutalidad de tal modo que mantiene la excitación emocio nal limitando el sufrimiento infligido. De hecho, hoy en día, los deportes de equipo más mediatizados, como el fútbol o el rugby, desempeñan un papel extraordinario en la vida social (y política, aunque sea indirectamente). En prim er lugar, porque ofrecen el espectáculo de una violencia contenida, encerrada en reglas estrictas, y por lo ta nto muy ritualizada. Durante el partido, se pone de m anifiesto un universo societario coherente, con sus envites, sus normas y sus actores. La intensidad del juego cr ea un vín culo emocional que trasciende muchas barreras de clase o raza. En este sentido, los deportes son, tanto para los jugadores como para los espectado res, un modo de socialización ejemplar, que enseña las virtudes de la pasión refrenada por el dominio de sí mismo y por el imper io de la ley; y ello aun teniendo en cuenta los excesos de los hooligans. Estos outsiders suscitan la indignación de la m ayoría que refuer za la legitimidad de las normas transgredidas; por 3. Norberr Elias, «Sur le sport et la violence» (1983), en Norbert Elias y Eric Dunuing, Sport et Civilisation. La violence maitrisü, trad., París, Fayard, 1994, p. 236 [ed. orig. ing., Quest for Excítement: Sport and Leisure in the Civi/isíng Process, Basil Blackwcll, J986j.

5. ¿SALIR m: l.A VIO I.ENCIA1

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otra parte, sus actos suelen estar codificados en cuanto al momento, el lugar y el objetivo elegidos. Tampoco resulta exagerado ver en los encuentros dep ortivos una canalización de la agresividad social con efectos compensatorios o reductores de las tension es políticas. Los gobernantes r ar a vez pierden de vista el desarrollo de las grandes competiciones deportivas, tratan de capitalizar los triunfos y se alegran de que la atención pública se distraiga con esos acontecim ientos. Cuando las inversiones afectivas de los seguidores revisten explícit amente un tinte nacionalista o comunitario, les es imposible pasar por alto semej ante potencial de movilización emocional. No cab e dud a de que las competiciones deportivas pueden crear situacion es de elevado riesgo político cuando los equip os en lid representan a grupos que ya están enfrentad os con grandes tensiones. Pero por lo gener al se u tilizan como med io para mantener, o incluso para r establecer, relaciones entre p otencias h ostiles (recordemos el famoso partido de ping-pong entre Estados Unidos y China que anticipó la ap ertura de negociaciones sobre Vietnam ).

b ) Lógicas sacrificiales René Girard h a explicado, mejor que nadie, ese otr o aspecto de la ritualización de la violencia cuando se plantea la función del sacrificio en las religiones de la Antigüedad y en las sociedades t radicionales. Existe un denominador común de la eficacia sacrificial, tanto más visible y preponderante cuanto más viva esté la institu-

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VIOI.ENC!A' PCll.fTJCAS

ción: Dicho denominador es la violencia intestina; son las disensiOnes, las rivalidades, las envidias, los en frentamientos entre perso nas cercanas lo que el sacrificio pretende en primer lugar eliminar 4•

Su tesis se basa en la idea de que la violencia de todos contra todos está inscrita en la estructura misma del deseo humano, mimético por naturaleza. Es decir: cada uno desea aquello a lo que el otro da valor y aspira a poseer. Ello genera un estado permanente de codicias concurrentes y el riesgo mortal de ver cómo la violencia d~ todos.contra ~odos destruye cualquier posibilidad de v1da soc1al. Segun este autor, tal es la moraleja fundamental ? e los m~tos clásicos que revelan la exigencia de poner fm a los c1clos devastadores del asesinato y el incesto, de la venganza y las represalias. El sacrificio principal ritual de las religiones, une a los miembros d~ ese g:upo en el asesinato común de una víctima a la que constderan, o pretenden considerar, responsable de todas las desgracias padecidas y d e todas las posibles amenazas. Recuerda y restaura la violencia fundadora de la ley. En primer lugar, porque establece una escisión fundamental entre lo puro y lo impuro, entre la violenc~a legí~ima de la persona que ofrece el sacrificio y las VJOlenctas profanas que se oponen a las normas del grupo. Luego, porque supone el cumplimiento de meticulosas prescripciones relacionadas con el comportamiento de los participantes, con la elección de la víctima y con el desarrollo de la ceremonia. El ritual sólo tiene sentido en relación con un orden simbólico existente, que por su parte contribuye a con4. René Girard, La Violence et le Sacré, París, Grasset, 1972, p. 19 [ed. cast., La violencia y lo sagrado, Anagrama, 1998].

5 . ¡SAL IR DE LA V!OLE:-!CfA1

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solidar. Por lo tanto el sacrificio es doblemente pacificador: vuelve a manifestar la fuerza de la ley y reactiva un vínculo social. Cuando exorciza la violencia interna del grupo volviéndola hacia una víctima, es porque la elección de ésta obedece a reglas muy estrictas que salvaguardan de los delirios inherentes a cualquier búsqueda salvaje de un chivo expiatorio. La evolución histórica de las religiones clásicas pretendía reducir la violencia del sacrificio sustituyendo a las víctimas humanas por animales, incluso por bienes materiales, y desarrollando también su dimensión propiamente simbólica, como se pone de manifiesto en la ofrenda de libaciones. René Girard opina que el cristianismo introdujo una inversión radical del sentido del sacrificio al admitir la inocencia de la víctima: Dios hecho Hombre. Conjugado con el fenómeno de la secularización moderna, ello haría, según él, inoperante para siempre la idea de rito sacrificial en las sociedades contemporáneas. No le secundamos en este aspecto, pues es fácil demostrar que ese tipo de ritual se perpetúa en muchas instituciones políticas. Sin evocar escándalos políticos que valdría la pena analizar desde esta perspectiva, nos contentaremos con mencionar dos ejemplos. La manera de hacer justicia, en un Estado de derecho, tiene a veces vínculos especiales con la idea de culpabilidad. Es lo que sucede en particular cuando acaecen calamidades naturales, o cuando los errores de juicio de la administración provocan graves perjuicios: no se ha activado suficientemente el principio de precaución, no se produce la reacción adecuada ante acontecimientos imprevistos. A veces, un juez admite la responsabilidad sin culpabilidad, es decir, la imputación del daño a una colectividad pública, incluso a un

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VIOLENCI AS PO LiTl CAS

alcalde o a un ministro personalmente. La ventaja de esta solución, desde el punto de vista de las víctimas, es que permite esperar una reparación material por parte de una persona jurídica solvente; pero su lógica, en términos de causalidad racional, es m ás incierta. Otras veces, por el contrario, lo que se pone de manifiesto es la culpabilidad de la persona que ha tomado la decisión en tanto que el proceso de la decisión es fruto, en realidad, de una compleja configuración de actores entre los que se cuentan expertos, interlocutores civiles, funcionarios y responsables políticos. En estos dos casos lógicos -la ausencia de culpabilidad o el exceso de ellase advierte el deseo de cargar sobre alguien el peso del desorden con el fin de que se generen consecuencias que apacigüen a las víctimas: se podrá reparar el daño padecido, y ello al cabo de un ritual judicial que elimina la búsqueda enmarañada de un chivo expiatorio inadecuado. La noción de respo nsabilidad, que ocupa un lugar central en las democracias políticas, está también vinculada a un simbolismo sacrificial. Cuando se dan faltas graves de funcionamiento que afectan a una administración, se considera que el responsable es el ministro; se da por hecho que su dimisión, por sí misma, abre la vía del restablecimiento normal del curso de los acontecimientos. Si bien la política del gobierno suscita mucha hostilidad y provoca alteraciones, la vía de la represió n resulta mucho m enos pacificadora que la de la negociación. Pero cuando ésta se hace imposible por culpa de los bloqueos existentes, la clase política emprende la vía del sacrificio ritual: dimisión, espontánea o forzada, de los ministros más directa~ente implicados, incluso caída del gobierno en su totalidad. El proceso

S. ¡SALIR DE lA VIOI-E.''ICIA!

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de poner en tela de juicio la responsabilidad obedece a reglas de procedimiento minuciosamente establecidas que se incluyen a su vez en un esquema de dramatización y teatralización progresivas. La dimisión de un consejero sirve de fusible para proteger al ministro, y la del ministro cumple la misma función con respecto al jefe del gobierno. El ritual suele ser eficaz para cortar por lo sano el empeoramiento de la crisis y para limitar el riesgo de que se intensifiquen los desórdenes. En Francia, los ministros de Educación nacional han vivido a menudo esta experiencia (Alain Devaquet en 1995, Claude Allegre en 1999). Ante las violencias físicas en ciernes o ya presentes, se ofrece un derivativo: esta violencia simbólica que hiere a un ser humano, pero bajo una forma muy controlada tanto en su ritual como en sus consecuencias. Efectivamente, éstos ya no son los tiempos en los que a los responsables se les podía condenar penalmente por sus actos de gobierno (ministros de Carlos X en Francia o de Carlos 1 en Inglaterra). Además su muerte, puramente política, puede resultar absolutamente provisional. Sin embargo, el sacrificio h a desempeñado un p apel pacificador dando al adversario una satisfacción narcisista (han conseguido que caiga una persona poderosa) al tiempo que se impone el respeto a un ritual que da fe, por encima de todo, de que se mantiene el orden. Los beneficios pueden resultar tangibles en el ámbito de las reivindicaciones en sí mismas, ya que el adversario conseguirá posiblemente una modificación de las medidas propuestas; pero al mismo tiempo se sitúan al nivel simbólico de una «rehabilitación», del refuerzo de la sensación de existir políticamente y del deber de que a las personas se las tenga en cuenta.

VIOLENCIAS POLITIC/¡S

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C.

POLITICAS DE CONSIDERACIÓN

En la historia de los pueblos existen ciclos de violencías físicas estrechamente dependientes de una violencia simbólica de alta intensidad. En Europa se vivieron las guerras de religión y el anticlericalismo revolucionario; épocas de intensificación de las luchas de clases como consecuencia de la industrialización; enfrentamientos de los nacionalismos y los imperialismos rivales. En otros lugares, en África o en la India, se observan igualmente ciclos de violencias interétnicas o interconfesionales; y desde la Tierra de Fuego hasta las praderas de América del Norte, el Nuevo Mundo conoció el exterminio de poblaciones, la destrucción de civilizaciones, los trabajos forzados y la esclavitud. Si un agudo sentimiento de superioridad identitaria no hubiera legitimado estas prácticas, no habrían podido desarrollarse hasta sus últimas consecuencias. A la recíproca, la falta de consideración genera situaciones explosivas en las personas dominadas, tanto si se trata de clases sociales infravaloradas como de minorías culturales menospreciadas o de nacionalismos humillados. Cuando son capaces de quebrantar o de darle la vuelta a la situación que viven, suelen iniciarse nuevos ciclos de venganza e instaurarse nuevas formas de arrogancia, como han puesto de manifiesto un buen número de revoluciones. La particularidad de las políticas de consideración que se asientan en gestos de gran valor simbólico consiste en que combaten primordialmente los fenómenos de violencia simbólica, que se toman en serio por lo que representan, a saber, auténticas violencias. Además ejercen, de manera indirecta, una intluenci<,t moderadora sobre la probabilidad de que se repitan los enfrenta-

5. ¿SAI.I R DE !.A VIOI.Et
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mientas físicos. Estos gestos de consideración se incluyen en dos tipos de exigencias: reconocer la realidad de los sufrimientos infligidos, condición previa a cualquier exploración de nuevas vías de coexistencia, y reparar de manera adecuada los daños padecidos. En ambos casos, más allá de las concreciones materiales previstas, lo que está en juego en primer lugar es la salida de la condición de víctima y la rehabilitación de una dignidad normal de la existencia.

a) La labor de memoria Al tema se le da hoy una importancia extraordinaria en el espacio público, por el trauma que en Europa provoc:ó el proceso de exterminio de los judíos. Con el suicidio de Hitler y la desnazificación emprendida por los aliados se derrumbaba en Alemania todo un sistema de negaciones y «justificaciones» activado por la propaganda del régimen. Posteriormente, los estudios de los historiadores y las campañas de sensibilización condujeron a otras naciones, entre ellas Francia, a cuestionarse su posible complicidad, activa o pasiva, en el proceso de deportación que supuso la aniquilación. No obstante, la envergadura de la labor de memoria acometida se explica, en este caso concreto, por una conjunción favorable de factores que no siempre se dan juntos; el gran número de organizaciones y de intelectuales judíos capaces de dirigir o de fomentar una investigación histórica sostenida; el entorno democrático occidental que facilita la difusión de la información y la apertura de debates decisivos; y, por último, el deseo de los dirigentes de los países más implicados, en primer

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VIOI.~~CIAS

POI.fTlCAS

lugar los alemanes, de poner en práctica una nueva ética política basada en el respeto de los derechos humanos fundamentales. La denuncia de los crímenes de Stalin, en el XXII congreso del PCUS en 1961, y todavía más la apertura, a partir de 1991, de numerosos archivos desclasificados tendrían que haber provocado, mutatis mutandís, en Rusia un choque análogo al que se produjo en Alemania al revelarse la inmensidad de los crímenes nazis. Pero como pone de manifiesto la obra del ex dirigente comunista Alexander Yakovlev, A Century of Violence in Soviet Russia (2002), no sucedió nada de eso. Por otra parte, todavía hoy, la imagen de Stalin sigue siendo más positiva en la opinión pública que la del padre de la perestroika, Mijail Gorbachov; y siguen apareciendo obras históricas de gran notoriedad que insisten en negar la responsabilidad del ejército rojo en la emblemática masacre de Katín. En otros países, en el Líbano y en Camboya, en la América Latina tras guerras civiles (El Salvador, Guatemala) o duras represiones militares (países del Cono Sur}, los nuevos gobernantes han invocado a menudo, en nombre de la reconciliación nacional, la necesidad de <<no remover las cenizas de un pasado doloroso». A continuación se han promulgado leyes de amnistía para un gran número de autores de exacciones y de crímenes (ley argentina conocida como de punto fmal, en diciembre de 1986) o se han celebrado juicios en condiciones que no permitían establecer plenamente todas las responsabilidades en cuestión. Se nombraron comisiones nacionales (en Chile, en Argentina, en Camboya) que establecieron una verdad «oficial» sobre el periodo de violencias políticas; resulta difícil impugnar la insuficienc}a de su trabajo (al menos por lo que se refiere a estos dos últimos países)

5. ¡SAI.IR D F. LA V IOLENCIA!

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dado que sigue estando en gran medida prohibido a los investigadores independientes el acceso a los archivos y a los testigos directos. En los países que ahora son (o que vuelven a ser) democráticos, estos métodos de ocultación tienen pocas posibilidades de poner punto final a las controversias. Por ello, para sorpresa general, el nuevo presidente argentino Kirchner decidió, en 2003, menos de un mes después de su investidura, sacar a la luz la «guerra sucia» y revocar las leyes de amnistía. Cuando las violencias políticas en cuestión son de alta intensidad, la ausencia de una auténtica labor de memoria, efectuada siguiendo exigentes criterios de lucidez, acarrea muchos efectos políticos negativos. En determinados casos, encierra a las víctimas, a sus familiares o a sus descendientes en una condición marginal junto con sus sufrimientos y sus secretos no compartidos; los convierte en seres intratables por culpa de los recuerdos de los que son portadores y de los que, precisamente, el resto de sus conciudadanos no quiere oír hablar. Muchas personas que salieron vivas de los campos de exterminio, al igual que los familiares de los «desaparecidos» chilenos y argentinos, han expresado ese malestar. Esos no-dichos abren simas de incomprensión que pueden ser duraderas, cosa que dificulta todavía más una auténtica reconciliación entre facciones que han sido enemigas. La acritud de las luchas políticas en Francia en el siglo XIX está en cierta medida relacionada con la enseñanza sesgada de las violencias del periodo revolucionario en el campo republicano, o con la minimización de las violencias del Antiguo Régimen o de la Restauración en el campo opuesto. Por el contrario, la abundante literatura testimonial sobre el exterminio perpetrado por los nazis ha contribuido a establecer puentes entre

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\'IOLENC!AS POL!TICAS

5. ¡SALIR DE LA VIOLENCIA'

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judíos y no judíos y a que disminuya el antisemitismo, tanto en Europa como en Estados Unidos. Del mimo modo en Sudáfrica, bajo los auspicios de la comisión «Verdad y Reconciliación», el registro público muy mediatizado de los testimonios de las víctimas del apartheid, a menudo sumamente conmovedores, a veces en presencia de agentes que les pedían perdón, ha desempeñado un papel catártico decisivo para una gran parte de lapoblación, facilitando la legitimación del nuevo régimen de Nelson Mandela. Mencionemos igualmente el gesto pacificador de Praga, en 1997, en el que se decía que «se lamentaba» la expulsión en masa de los alemanes de los Sudetes en 1945 y se consideraban como «inaceptables» las condiciones en las que aquélla tuvo lugar; es posible que esa declaración facilitara la distensión de las relaciones entre la República Checa y su vecina. También es posible que el hecho de que la RFA de Adenauer reconociera y asumiera oficialmente las responsabilidades de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial facilitara que, poco a poco, el mundo exterior se fuera dando cuenta de las desgracias que los alemanes también padecieron, por ejemplo, durante los bombardeos aéreos de las ciudades o las expulsiones en masa de la población civil en los territorios del Este. La ocultación pública de las responsabilidades que realmente se han tenido en un proceso de violencias favorece la labor de los políticos populistas capaces de explotar eficazmente los traumas históricos. Así, en los Balcanes las víctimas fueron a menudo responsables de exacciones cuando, en Croacia con la Ustasha * de Ante

Pavelié, en Serbia con Slobodan Milosevic y en Kosovo con la AKK *, se impusieron líderes ultranacionalistas que aprovecharon la vena victimista. El agudo sentimiento de injusticia, el deseo de venganza, son resortes emocionales sobre los que no incide ni el silencio de los dominantes ni la negación de los sufrimientos infligidos. Cuando las circunstancias son propicias, estos sentimientos soterrados vuelven a salir a la luz, legitimando la hostilidad hacia los blancos en el África postcolonial, el odio armenio contra los turcos o el árabe contra Israel, así como las represalias interétnicas en la región de los Grandes Lagos. La negación de las violencias físicas infligidas no es lo único que está en juego; la negativa a considerar las violencias simbólicas de la humillación o de la infravaloración tiene también una gran importancia. En las relaciones internacionales, las condiciones de paz impuestas en 1919 a Alemania, a Austria y a Hungría, desdeñando los principios wilsonianos que se aplicaron en otros países, desempeñaron un papel en la aparición de la inestabilidad política, favoreciendo su corolario: el advenimiento de regímenes autoritarios o totalitarios. La labor de memoria se ve facilitada en la actualidad, en los países democráticos, por la libertad para investigar y el debate que prevalece en gran medida en el espa-

*

* Alianza por el futuro de Kosovo, encabezada por el ex líder guerri-

mo serbio impuesto durante la dictadura del rey Alejandro en la década de 1930, q ue no tardó en optar por la vía del terrorismo, asesinando los ustashi a dicho monarca en Marsella en 1934. Durante el régimen ustasha tras la ocupación de Yugoslavia por las fuerzas del eje, se produjo una brutal represión contra la población serbia y judía [N. de la T.]

Organización Revolucionaria Croata Insurgente {Ustasha-Hrvatska Revolucionam a Orgarlizacija), nacionalista y opuesta al centralis-

llero Ramush Haradinaj [N. de la T.].

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VIOLENCIAS l'O LITICAS

cío público. Ello no significa que no corra el riesgo de ser involuntariamente selectivo. El hecho es que los archivos no se abren de buen grado en caliente y que los investigadores no se precipitan sobre los temas excesivamente sensibles, como si a menudo fuera preciso que transcurriera un periodo de ocultación, entre el momento en que se produjo la violencia y el momento en que ésta se muestra al desnudo, para que resulte audible el terrible relato de los hechos. Excepto si, naturalmente, la violencia es imputable a un adversario derrotado. Se ha observado ese tiempo de latencia en lo que respecta a los trabajos sobre la esclavitud o sobre el exterminio de las poblaciones primitivas de América o del Pacífico; y, en el caso concreto de Francia, el pasado de Vichy o la guerra de Argelia han sido durante mucho tiempo territorios de memoria poco explorados. Por otra parte, intervienen consideraciones de utilidad política. Para «no desesperanzar a Billancourt *», Sartre decidió cerrar los ojos ante los crímenes de Stalin; no fue el único. Las alianzas de los dirigentes del «mundo libre» con los gobiernos autoritarios han generado durante mucho tiempo el mismo tipo de labor selectiva de memoria. Está claro que, por hipótesis, no era en el seno de aquellos regímenes represivos donde se podía acometer una auténtica empresa de elucidación. * Frase célebre del escritor y filósofo francés (textualmente, «il ne faut pas désespérer Billancourb> ), pronunciada por éste en el contexto del debate sobre el sistema comunista frente al capitalista. Billancourt, localidad de la periferia parisina, sede de una de las mayores fábricas de la empresa Renault, simbolizaba a la clase trabajadora francesa. Sartre aludía a que no se debía confundir a la clase obrera con respecto al comunismo, identificando este sistema con el verdadero enemigo, que había sido d fascismo y que, según Sartre, era entonces el capitalismo [N. de la T.}.

S. ¿SA I.IIl DE !.A VIOLENCIA?

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La labor d e memoria no es un fin en sí m ismo. No se pueden rememorar continuamente todas las violencias padecidas, o infligidas, y vivir con la mirada vuelta perpetuamente hacia un pasado problemático, enfrentándose con sempiterna machaconería al espectro de padecimientos, propios o ajenos. Dicha actitud conduciría a un doble atolladero: o bien a una insensibilidad emocional creciente, por saturación y costumbre, con todos los riesgos de la indiferencia, cuando no del rechazo, que se pueden derivar de ella; o bien a una culpabilidad neurótica, la de haber sobrevivido, la de no haber actuado eficazmente o la de haber mostrado pasividad, o incluso la de tener que asumir una identificación reductora a un grupo decididamente víctima o decididamente criminal. Recordar el pasado tal como fue ha de tener una finalidad concreta: inducir al reconocimiento oficial de los sufrimientos infligidos, es decir, a su inclusión en la memoria colectiva n acional o internacional; permitir igualmente el reconocimiento de su culpabilidad por parte de las personas o de las instituciones directamente implicadas. Sólo esto puede dar paso a una fo rma de reconciliación que no hace trampas con la justicia. En este sentido, la creación de la comisión «Verdad y Reconciliación » en la República de Sudáfrica ha abierto una vía original al restablecer un vínculo directo entre la exhaustividad del reconocimiento y la concesión de una amnistía individual a los autores de violencias. Las absoluciones, que por lo general suscitan la indignación de las víctimas, no han sido sistemáticas, y el reconocimiento de sus responsabilidades por parte de cierto número de dirigentes del aparato político o policial ha facilitado la delicada transición de un poder blanco a un poder procedente de una mayoría negra.

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VIOL!:NCIA> POLITICA$

Al contrario de lo que sucede con la represión, que impide el dominio de dinámicas emocionales generadas por el sufrimiento y la culpabilidad, la anamnesia de recuerdos dolorosos ha de permitir que se les confiera un lugar que desactiva su potencial destructor: violencia física de la venganza o violencia simbólica de la sempiterna situación de acusación. La labor de memoria es negativa si invade el presente, si proyecta sobre el futuro sus alargadas sombras; a fortiori, si desemboca en una instrumentalización con fines políticos o incluso comerciales. Un tipo de cine de Hollywood ha suscitado merecidamente ese tipo de críticas por parte de las personas judías que salieron vivas de los campos de exterminio. Por el contrario, la anamnesia es p ositiva si facilita el inicio de una labor de duelo, es decir, de un distanciamiento progresivo y razonado de las emociones que están legítimamente vinculadas al sufrimiento. En este sentido, la escritura de la Historia ha de desempeñar el mismo papel liberador que el relato judicial de las víctimas o la tarea literaria del escritor (recordemos a Jorge Semprún, a Primo Levi o a Imre Kertész). Lo que es cierto a nivel psicológico de los individuos lo es también a nivel político, nacional o internacional. En la vida pública, es preciso que existan monumentos conmemorativos y ceremonias recordatorias que «localicen», en un espacio-tiempo circunscrito a partir de ese momento, las evocaciones de la memoria. Estas instituciones permiten que sus víctimas se planteen sin culpabilidad los tiempos del olvido que les sean necesarios para volver a adoptar una vida cotidiana llevadera. Para los terceros, la demostración de una empatía oficial con las víctimas ha de ser motivo para realizar un trabajo pedagógico de sensibilización y de información con el

5 . .¡SALIR DE LA VIOI.liNCIM

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fin de reducir la brecha que separa memorias divergentes y, en la medida de lo posible, instruir sobre los procesos de violencia para poderlos evitar en el futuro. Desgraciadamente, el «¡Nunca más! » suele funcionar más como símbolo que como instrumento para comprender concretamente los procesos reales de violencia. Entre la exhortación al deber obsesivo de memoria y las cobardías hipócritas de la ocultación del pasado, es por lo tanto la alternancia de recuerdos y de olvidos lo que, si se ritualiza poco a poco, constituye la vía más segura hacia una pacificación de las relaciones sociales y la ruptura del ciclo de violencias.

b) La labor de reparación La invitación al perdón o al duelo sería una violencia simbólica añadida si soslayara la.necesidad de reparar. Pero ¿reparar qué?, ¿y cómo? Tres parámetros condicionan la realización de este proceso. El primero se refiere al sistema de valores que sirve de referencia para que se tengan en cuenta las violencias padecidas. Se observa que, en igualdad de perjuicios, algunas víctimas tienen una legitimidad superior. Las violencias arbitrarias de la policía contra determinados elegidos exigen una condena más enérgica, en democracia, que los mismos excesos cometidos contra ciudadan os anónimos. Llama la atención que las víctimas civiles de conflictos militares reciban por lo general pensiones inferiores a las de los soldados caídos por la patria, pues la sociedad admite para con estos últimos una deuda especial. La ampliación que en la actualidad se hace del derecho a reparación pone de manifiesto una sensibilidad

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mayor que antaño ante las múltiples formas de violencia simbólica que atentan contra la identidad ajena: acoso sexual, injurias xenófobas, racistas, antiárabes o antisemitas, discriminación en el empleo. El segundo parámetro que hay que tener en cuenta es el funcionamiento del sistema institucional y judicial. ¿Existen recursos eficaces para conseguir indemnizaciones o rehabilitaciones? ¿Es posible que se condene a los poderes públicos cuando son sus propios agentes los autores de la violencia? Las respuestas serán sin duda más satisfactorias allí donde funciona correctamente un Estado de derecho. Por último, un tercer tipo de parámetro se refiere a la envergadura de los recursos políticos movilizables, bien por el grupo víctima, bien a favor de él. Los excombatientes de la Primera Guerra Mundial formaron un grupo de presión muy influyente; lo mismo sucedió con las asociaciones de ex deportados tras la Segunda Guerra Mundial, aunque en menor medida. En otro terreno, han sido los movimientos feministas, en la década de 1960 en Estados Unidos y en la de 1970 en Europa, o incluso posteriormente las movilizaciones gay las que actuaron eficazmente para cambiar a su favor una opinión pública indiferente o reacia. Han conseguido que se les reconozcan nuevos derechos reparatorios (comportamientos sexistas u homófobos, discriminación en el acceso al empleo, injurias) . Y también, gracias a la actuación de una organización como SOS Attentats *, las víctimas se han p odido beneficiar, en Francia, de ' Asociación francesa de víctimas del terrorismo creada en 1986, con carácter d e ONG y estatuto consultivo ante el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ECOSOC) [N. de la T.].

5. ¿SAI.IR DE LA V!Ol.ENCls\?

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una legislación más favorable en la década de 1980 y conseguir que los poderes públicos les prestaran m ayor atención. La primera forma de reparación concebible se sitúa en la sanción penal que se inflige a los culpables de violencias ilegales. Porque, efectivamente, su objetivo no es sólo castigar, sino también ofrecer un tipo de compensación psicológica a las víctimas. Cuanto más intensas y más inadmisibles desde el punto de vista moral hayan sido las violencias infligidas, más insoportable resultará, y con razó n, la impunidad de sus autores. Sobre todo si va acompañada de un éxito profesional insolente o de una notoriedad política excesivamente visible. En materia de «crímenes contra la humanidad», en los que estas consideraciones adquieren suma importancia, la supresión del plazo de prescripción se basa en el deseo de preservar para siempre la posibilidad de un juicio. El simple hecho de que éste se pueda celebrar se p ercibirá, independientemente de cualquier idea de venganza, como un «alivio» y un comienzo de reparación para las víctimas puesto que, simbólicamente, su misión será la de restaurar la contravención del orden moral. La concesión de reparaciones materiales se deriva lógicamente de la condena jurisdiccional. Pero, a nivel internacional, es igualmente concebible por la vía diplomática. No obstante, incluso en los Estados de derecho no es nunca fácil llevar ante los tribunales a los responsables políticos o policiales que todavía están en ejercicio; a fortio ri en los regímenes en los que no está garantizada la independencia de la justicia. En cuanto a las violencias causadas por un motín o por una insurrección, si dan lugar a indemnización es por lo general

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VIO LE~CI AS

POUTICAS

el Estado el que la concede pues, en la mayoría de los casos, los autores son anónimos y, sobre todo, es el único que tiene la necesaria solvencia. El mecanismo personalizado de reparación no desempeña, por lo tanto, su papel. A principios de la década de 1950, la Alemania federal accedió, de buen grado, a pagar reparaciones al Estado de Israel, abriendo así la vía de una normalización de las relaciones entre los dos países. Pero por lo general es la presión diplomática la que induce a un Estado a pagar indemnizaciones. El caso de Libia, implicado en la destrucción en pleno vuelo de un avión de la Panam en Lockerbie y de un avión de UTA cuando sobrevolaba Chad, resulta en este sentido emblemático. Existe el peligro de que sólo se obligue al arrepentimiento a los Estados más vulnerables. Las reparaciones exigidas a los vencidos de la Primera Guerra Mundial no contribuyeron al asentamiento de la paz, pues se percibieron como el resultado de una justicia de vencedores. En la actualidad, sólo una jurisdicción internacional tendría la suficiente legitimidad como para hacer que se aceptaran, con el apoyo de todas las potencias, reparaciones realmente pacificadoras. La monetización del sufrimiento de los asesinados conlleva en cierto modo el riesgo de que se devalúe la causa que representan. Existen violencias irreparables, en sentido estricto, aunque sólo sea porque no se puede volver a escribir el pasado. Las violen cias de alta intensidad, como el exterminio de un pueblo o la d estrucción de una cultura, son irreversibles. ¿Qué significa en ese caso una indemnización? También lo son en muchos casos los desplazamientos forzosos de poblaciones. Sin embargo, Nikita Kruchev autorizó en 1961 el

S. ~ SALIR DP. T.A VJOLE~CIA?

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reg reso (parcial) de los chechenos- ingushes, injustamente deportados por Stalin en 1942. Y bien sabido es el precio que los palestinos dan al principio del retorno de los refugiados a su tierra. La concesión de indemnizaciones materiales, cuando ello es posible, pasa sobre todo por su significado simbólico: reconocimiento de una deuda, admisión de un sufrimiento. Mucho depende también de los métodos utilizados p ara legitimar el nivel de reparación. En este sentido, resulta interesante comp arar los sistemas utilizados en Suiza y en Francia para restituir los bienes de los judíos expoliados durante la guerra. La m isión francesa creada en 1997, de antemano y meticulosamente, había establecido los hechos, calculado el porcentaje real de las n o restituciones y fijado, sobre esta base, el m ontante de las reparaciones concedidas a una fundación para mantener viva la m emoria de la Shoah. Por el contrario, para los bancos suizos, el m ontante de la indemnización, fijado antes de que se iniciara la investigación científica, fu e resultado de una transacción con los gab inetes de ju ristas estadounidenses, basada en una relación de fuerzas sosten id a por amenazas de b oicot. Cada uno de los métodos ha conseguido un efecto diferente de p acificación. La reparación puede adquirir también otras formas. En primer lugar la de la rehabilitación moral y política de individuos o de grupos injustamente perseguidos. Los p aíses ex comuni stas h an intent ado, sobre esta base, recoser el tej ido social d esgarrado por p rocesos inicuos (rehabilitación después de 1989 de Imre Nagy en Hu ngría, de los d irigentes bálticos del periodo de entreguerras, etc.). Y también la de la concesión de derechos compensatorios. En Australia, en Canadá, a las poblaciones desp oseídas se les han restituido algun os

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VIO\Ji:>:C IAS POLÍliCAS

territorios, ent re ellos determinados lugares de gran importancia cultural o religiosa. Gestos que se han visto acompañados del abandono de comportamientos deplorables, como la museificación de despojos de «salvajes», expuestos como curiosidades etnográficas. Estos últimos ejemplos suscitan el importante problema de la herencia victimaria. En los debates que se han llevado a cabo en Estados Unidos sobre la política de acciones positivas surgió el argumento según el cual la concesión a los negros de ventajas legales debía constituir una reparación, de la que se beneficiarían los descendientes de esclavos por los sufrimientos infligidos a sus antepasados. Según esta tesis, la crueldad de la esclavitud y las decenas de m illones de muertes, amén de las heridas infligidas a la dignidad de los afroamericanos, justificaban unas disposiciones jurídicas específicas. Aunque ese razonamiento pasó finalmente a segundo plano cuando se votó esta legislación, ha seguido no obstante estando presente como fuente suplementaria de legitimación a los ojos de organizaciones negras, y también de blancos liberales que reconocen la existencia de una deuda específica. Tímidamente se ha ido imponiendo, en varías conferencias internacionales, la idea de la reparación que se le debe a África por la actuación en el pasado de los países europeos. Cuando se tiene en cuenta explícitamente en las políticas de reparación la continuidad ídentitaria, ello significa que el grupo perjudicado ha sabido mantener y transmitir un fuerte vínculo emocional con su pasado; y significa también que el grupo dominante asume una herencia y comparte valores que reconocen el sentimiento de responsabilidad e incluso de culpabilidad colectiva.

5. ¡SAI.lR DE f.A V!Olo~C IA'

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e) La labor de socialización La falta de consideración que padecen algunos grupos sociales o determinadas culturas confiere a los conflictos de intereses normales una sensibilidad emocional añadida; fomenta tensiones políticas más agudas, susceptibles de quedar todavía más fuera del control social. La coexistencia armoniosa de poblaciones con referencias identitarias diferentes supone una lucha permanente contra los prejuicios despreciativos que se sitúa esencialmente en el terreno de la educación. En el papel, lapanacea consiste, desde Juego, en la enseñanza del respeto y la tolerancia. Pero, ¿cuál es el contenido que hay que darle? Podemos observar dos lecturas contradictorias: una basada en evitar aquello que divide y la otra en asumir las diferencias. El primer planteamiento es el que suele predominar en Francia. Conviene subrayar en primer lugar el vínculo existente entre la concepción universalista de la ciudadanía y la concepción republicana de la laicidad. En ese universo de referencias, creemos que podemos abstraernos de las especificidades identitarias profundamente asumidas por determinadas categorías de poblaciones. La escuela, en particular, ha de ser un «lugar neutro» en el que a las niñas y a los niños se les exija que renuncien a cualquier signo de particularidad: de hecho, se trata tan sólo de determinados signos como el velo, la kipá o la cruz, mientras que se siguen admitiendo, desde que se dejó de llevar el babi escolar o el uniforme del liceo, las marcas comerciales de ropa que revelan la pertenencia a una determinada clase social. En una escuela convertida en santuario (desde luego de manera absolutamente artificial, pues la calle está ahí

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VIOl.INCIAS ~OLfl'ICAS

mismo... ), se supone que las niñas y los niños no son capaces de familiarizarse con las diferencias exhibidas de creencias, mientras que han de enfrentarse a las diferencias de color de piel (¡que al parecer nadie se ha preocupado de borrar!). «Protegerlos» contra la contemplación de señales particulares de pertenencia significa demostrar un pudór bastante extraño en nuestro mundo actual; y sobre todo es lanzar sobre las p articularidades que se ponen de manifiesto una mirada implícitamente (o explícitamente) desaprobadora, que contradice el ideal de tolerancia. En este sentido, antes de las leyes referentes a la paridad entre los sexos, una virtuosa ignorancia de todas las particularidades identitarias (el sexo en este caso) regía, en el espacio público, los modos de selección política de los representantes del pueblo. Aunque esta interpretación de la toleran cia (¿pero lo es verdaderamente?) se asienta sobre premisas que tienen sus ventajas, también tiene algunos inconvenientes. El segundo planteamiento se dedica a tener en cuenta pertenencias colectivas, en la medida en que las reivindican poblaciones instaladas en un mismo territorio, que las perciben como asociadas a valores fundamentales. Tal es la política de «reconocimiento» en el sentido que le da el canadiense Charles Taylor 5 • Los signos de pertenencia identitaria han de poder exhibirse libremente en el espacio p úblico. Una escuela realmente neutra, pero abierta a la vida real, asume la misión de explicar los significados que conllevan; sin aprobarlos necesariamente, pero sin atribuirse tampoco el derecho S. Charles Taylor, Multiculturalisme: différence ~t démocratie, trad., París, Flammarion, 1997, pp. 41 y ss.

5. ¿SALIR DE lA V TOl .ENCIAf

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a juzgarlos. En efecto, la pacificación de las relaciones tanto entre grupos sociales como entre civilizaciones supone el aprendizaje de los demás tal como son. A nivel in ternacional, la auténtica tolerancia del prójimo implica aceptar ritmos de evolución diferentes, incluso el rechazo de la evolución, dejando esta elección en manos de los interesados y de sus representantes. Sin embargo, como en el planteamiento anterior, es peligroso llevar hasta el extremo estas premisas, aunque estén perfectamente fu ndadas. En la práctica, la coexistencia en un mismo espacio de bloques de culturas diferentes, divergentes e incluso antagónicos, no facilita la vida cotidiana; a algunas poblaciones, a algunos intelectuales (de todas las corrientes, desde luego) les resulta absolutamente imposible. En ese caso, es preciso hallar un principio de solución razonable para los conflictos que puedan surgir al hilo de exigencias simbólicas incompatibles. Al contrario de un angelismo nivelador que pretende abstraerse de cualquier referencia identitaria, y también de la aceptación ciega de todas las particularidades que se reivindican, se sitúa en la afirmación tajante de lo que constituye la herencia y el patrimonio cultural d e la entidad politica en cuestión. La exhibición de una identidad acarrea derechos para la mayoría que p retende protegerla e implica coacciones para las minorías que desean perseverar en sus particularidades. En la práctica, esto es lo que sucede, pero de manera vergonzosa o enmasca rada, en contradicción con los prin cipios exhibidos; y ello fomenta resentimientos y recriminaciones. Para la Unión Europea en busca de s us fronteras, un compon ente esencial (aunque no exclusivo) de este p at rimonio común estriba sin duda alguna en la política de Jos derechos human os;

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V!Oij,NCIAS POLITICAS

aunque convendría dejar de pretender que fuera <mniversalista», no sólo porque en realidad es <<particularista», es decir, que está culturalmente marcada, sino también porque esta pretensión infundada rechaza el deseo de los otros a diferir. La exhibición de identidad debería igualmente inspirar una política de flujos migratorios que tuviera en cuenta, al entrar en el territorio, esta exigencia, en lugar de imponer posteriormente las brutalidades de la asimilación. Otra dimensión de la so cialización desempeña un papel esencial en la lucha contra los prejuicios desdeñosos y la infravaloración identitaria que se deriva de ellos. Es la imagen que la sociedad da de sí misma a través de la composición de sus élites, políticas u otras. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos confirmó en junio de 2003 su jurisprudencia de 1978 en materia de acciones positivas 6 , puso de relieve un argumento fundamental: las desigualdades raciales de representación desfiguran la democracia. Por lo tanto está justificado, según dicha sentencia, propiciar el alto grado de educación de las minorías, con el fin de garantizar la representación equitativa de todos los grupos en las élites económicas, intelectuales y políticas. En efecto, la imagen de éxito, proyectada en el espacio público, es un medio para combatir el sentimiento de inferioridad identitaria que sienten algunas comunidades. Los éxitos deportivos de Zinedine Zidane tien en mayor efecto a la hora de sacudir los cimientos de los prejuicios de masa contra los «moros» que las austeras leccio6. La sentencia Regems of the Un iversity of California v/s Bakke admite que el origen racial puede ser un «plus» en los critefios de admisión a la universidad, cuando se trata de compensa( una situación de infrarrepresentació n.

5. ¿SALIR IJE l A VIOLENCIA'

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nes de las clases de instrucción cívica. Incluso en un país como Francia, en el que los responsables suelen negarse a entrar en los razonamientos comunitaristas, se comienza a comprender la necesidad de reflejar, en las esferas económicas e intelectuales, en los medios de comunicación y en la vida política, la diversidad social, cultural y étnica de la población del país. En la actualidad, esto incide en primer lugar en las mujeres y en los ciudadanos franceses de origen extranjero o de confesión musulmana. Sin voluntarismo, la ley de la permisividad consolida las desigualdades adquiridas y refuerza la idea de que existen p oblaciones con capacidades inferiores. Se comprende así que muchos hombres del siglo XIX creyeran, como Proud hon, en la inferioridad congénita de las mujeres: «prueba» de ello era su ausencia de la escena social.

Conclusión

¿La violencia poütica es una fatalidad? Sí, seguramente sí. Aunque algunas de sus formas se pueden sin duda dominar hic et nunc, aquí y ahora, su erradicación radical es una engañifa. Además, sólo una población de clones, embrutecida por el ocio y harta de consumir productos asépticos, podría (tal vez) alcanzar el estado irénico de una sociedad aburrida en la que la administración científica de las cosas sustituyera al poder del ser humano. Esta afirmación escéptica no debe impedir el sueño utópico que tiene sus cartas de nobleza desde el Proyecto de paz perpetua en Europa del abad de SaintPierre en 1713, el de Kant en 1795 o los ideales de los fundadores de la Sociedad de Naciones en 1919. Sirve para romper la jaula de hi erro de una racionalidad unidimensional. Los teóricos de la acción no violenta merecen también que se les preste atención, pues son los exploradores de continentes ignotos. Con ellos podemos sin duda avanzar en la gestión de muchos conflictos. Rechazo radical de cooperación con el agresor, movilizaciones callejeras pacíficas, boicot económico, 295

296

\'IOI.F~CI AS PO I.fTICAS

presión moral mediante la teatralización de la injusticia, todas ellas estrategias preconizadas por Jean-Marie Muller y, más recientemente, por Gene Sharp 1, que no han agotado todas sus posibilidades. Sin embargo, hasta ellos mismos han de admitir la imposibilidad de una no violencia absoluta. Cosa que por otra parte es una suerte, pues hay violencias legítimas y deseables, cuando menos las que se atreven a alzarse valientemente contra los asesinos. ¿Se puede fundar alguna esperanza de reducción de la violencia política en la generalización del régimen democrático como modo de gobierno? La respuesta es bastante incierta. Al fin y al cabo, la irrupción de las masas en la vida política europea, a partir del siglo XIX, ha propiciado más bien el agravamiento de las tensiones nacionales e internacionales. Se ha puesto de manifiesto que se puede manipular a la opinión pública en momentos de crisis y que sus pasiones, cuando se las activa, son otros tantos obstáculos para la pacificación de los conflictos. Es cierto que en la actualidad entendemos la democracia menos como el triunfo de la soberanía popular que como el imperio del Estado de derecho. Las disposiciones constitucionales que garantizan los derechos humanos constituyen un freno muy útil para los posibles extravíos de la voluntad de la mayoría. Aunque es preciso poderlo aplicar mediante una fuerza capaz de respetar a aquellos que incurran en la violencia. Ello supone un Estado sólido y, en el ruedo internacional, la hegemonía indiscutible de un condomin io l. Gene Sharp, Guerre civilisée, La défense par actiom civiles, trad. , Grenoble, PUG, 1995, p. 49 [ed. orig. ing., Making Europe Unconque-

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CONCLUSI0:-1

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más o menos oligárquico, bajo cobertura de la ONU mejor que sin ella. La tesis de una reducción de la violencia política, a largo plazo, puede perfectamente ser resultado de una evolución en tramp antojo. Efectivamente, podemos caer en la tentación de descalificar como violencia cualquier coacción física que se considere legítima, y seguir empeñados en negar aquella, puramente simbólica, que seguimos infligiendo al prójimo, mediante comportamientos y maneras de pensar «que son evidentes». En ese caso, la constatación optimista de una regresión de la violencia no haría más que reflejar el avance de una hegemonía militar, intelectual y política. A la inversa, la teatralización de determinadas formas espectaculares de violencia, el aumento del umbral de tolerancia de las brutalidades físicas o psicológicas pueden conducir en la actualidad a análisis tan artificialmente sesgados que inducirían a su agravamiento. Como vemos, a pesar de la dificultad para emitir un simple diagnóstico de tendencia, podemos sin embargo pensar que en el futuro es bastante probable que se den tres evoluciones funda·mentales, porque están en fase con las características de peso de las sociedades avanzadas. Primero el ocultamiento creciente, más que la disminución real, de la violencia simbólica relacionada con el choque de las creencias. Esta actitud responde a exigencias de coexistencia entre culturas cada vez más estrechamente imbricadas en un mismo espacio; son y seguirán siendo antagónicas. Luego, bajo la formidable influencia de las industrias del espectáculo y de la imagen, una evolución cada vez más marcada de la violencia física hacia el teatro de lo virtual, en el que la propia política será cada vez más un juego de ficciones retóri-

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VI OLENCIAS POI.(TICA.~

cas y coreográficas. Y por último, la persistencia de la violencia del pobre, marginal e imperceptible, que las actuales capacidades tecnológicas podrán siempre pintar como espectacularmente asesina. Pero todos estos simulacros estallarán en mil pedazos si, por azar, hiciera explosión la actual economía mundial, tan eficiente y al mismo tiempo tan frágil.

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Índice

T ROTSKY,

I NTRODUCCIÓN ..................................................................

9

a) Por un planteamiento clínico de la violencia......

13

b) La noción de víctima............................................ e) El envite de las cifras.............................................

18 22

l. EL DILEMA FILOSOFICO .. ........... ......... ... ...... ............. ......

27

A. Violencia y sinrazón humana .................... ..........

28

B. Violen cia y búsqueda de seguridad..................... C. ¿Virtudes de la violencia? .....................................

37 45

2. LA VIOLENCIA COMO DILEMA DE AC..IORES ......................

53

A. Condiciones de p robabilidad de la violencia física B. Dinámicas internas de la violencia física....... .. ....

54

3. LA VIOLENCIA COMO ENIGMA DE !NVESTIGAC!{ÍN ....... ....

123

A. Los planteamientos sociologizantes .................... B. Los planteamientos psicologizantes ....................

154

3.11

89

125

312

(:-!DlCF

4. DE LA VIOLENCIA FÍSICA A LA VIOLENCIA SIM!lC)LICA ......

177

A. Aspectos de la violencia simbólica....................... C. Ser víctima ............................................................

178 206 225

¿SALIR DE LA VIOLENCIA?................... ............................

241

A. Disuasión y represión........................................... B. Ritualizaciones...................................................... C. Políticas de consideración....................................

242 260 274

Conclusión................................. .... ..................................

295

Bibliografía......................................................................

299

B. El vínculo violencia simbólica/violencia física....

5.

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