9. Monoteismo Y Violencias, Moshe Halbertal

  • July 2020
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Nueve

Monoteísmo y violencia Moshé Halbertal

En su libro Dialogue on Religion1, David Hume establece una distinción importante y perturbadora entre paganismo y monoteísmo. El paganismo, dice Hume, es pluralista por naturaleza. El reconocimiento de una multitud de dioses limita los impulsos imperialistas del paganismo ante el intento de dictar una forma de vida particular. Así como en el paganismo no hay un sólo dios exclusivo, sino más bien una multitud de fuerzas que actúan una al lado de la otra, del mismo modo este sistema de creencias no exige un estilo de vida exclusivo, obligatorio y verdadero, sino que toma en cuenta una multitud de formas de religión y culto. El creyente pagano es como un inversionista que diversifica sus inversiones. No pone todas en una misma canasta, sino que adora a una cantidad de dioses, uno al lado del otro, y estos dioses aceptan con calma la existencia de otras fuerzas junto a ellos mismos. A diferencia del paganismo, sostiene Hume, el monoteísmo es intolerante y postula un Dios único y absoluto. Por ende, presenta una verdad exclusiva y de esta manera, una forma exclusiva de vida. No sorprende, entonces, que las cruzadas, los yihads, y las guerras religiosas tengan origen en los patrones monoteístas de pensamiento. Siguiendo la línea de esta lógica monoteísta, la Biblia ordena la destrucción de las religiones paganas halladas en la Tierra de Israel, puesto que no toma en cuenta la existencia de otros dioses que compitan con él. Para quienes se adhieren a las religiones monoteístas, no sólo es importante que el Dios que representan sea admirado y adorado; también es importante que sea el único Dios. El Dios bíblico no tolera el culto a otros dioses a la par de él; es un Dios celoso y en tanto tal ordena: “no tendrás otros dioses aparte de mí”. El nexo interno entre monoteísmo y exclusividad podría conducir a la violencia y a la intolerancia. ¿Cómo enfrentan los partidarios de la fe monoteísta la exigencia de exclusividad, en especial cuando viene acompañada del llamado a una guerra total contra sus rivales? Esta cuestión se agudizó y se exacerbó a inicios de este siglo, durante el cual parece posible que dos civilizaciones monoteístas –el islam y el cristianismo- estén la una frente a la otra en un violento enfrentamiento. ¿Acaso es correcto decir que hay una conexión entre la estructura del monoteísmo, y la intolerancia y la violencia? ¿Habrá un lugar en donde las religiones monoteístas podrían pasar de un choque de civilizaciones a una colaboración entre ellas? La negación de la idolatría es la base máxima del judaísmo. ¿Cuál sería un enfoque posible del judaísmo ante este tema tan doloroso y complejo? ¿Habrá alguna comprensión de la guerra contra la idolatría que se oponga al potencial exclusivista y violento de las religiones monoteístas? Antes de examinar esta cuestión desde la perspectiva de un enfoque que prohíba el culto a ídolos, otra línea de investigación que podría ser fructífera es aquella que se concentra en la distinción entre el exclusivismo y el particularismo. Esa distinción se apoya en una interpretación del judaísmo que abre una cierta posibilidad para lidiar con este tema puesto que, a pesar de que el único Dios se ubica en el centro mismo de su ser, aparentemente no insiste en haya un sólo camino hacia el único Dios. El judaísmo es una religión 1

particularista, y en tanto tal no aspira a imponerle su propia forma de vida al resto de la humanidad. Moisés Mendelssohn en su libro Jerusalem2, identificó la posibilidad de la tolerancia religiosa que se abría a partir de la naturaleza particularista del judaísmo. Según este enfoque, la naturaleza no universal del judaísmo, en particular, le confiere una cierta ventaja respecto de las religiones monoteístas universales. Mendelssohn sostiene que, en contraposición con el cristianismo- que dice que la salvación de una persona depende de que se una a la religión cristiana-, el judaísmo no reclama para sí ningún monopolio del camino a la salvación. Mendelssohn fundamenta dicha afirmación principalmente a partir de fuentes rabínicas que postulan que los gentiles justos tienen un lugar en el mundo por venir (Tosefta Sanhedrín, 13, 2). Siguiendo este enfoque, parece que también se puede alcanzar la mayor recompensa y la mayor virtud en términos religiosos fuera de los límites de la tradición judía y que se trataría de formas de culto religiosas válidas y legítimas, consideradas virtuosas ante los ojos de Dios. Según este enfoque, el sentido de la elección de Israel no es exclusivista sino particularista. Mientras que el enfoque exclusivista postula un monopolio de la vida espiritual significativa, el enfoque particularista señala que no hay sólo una forma de servir al único Dios. La grandeza de Mendelssohn reside en haber revelado la posible conexión que existe entre el universalismo y la intolerancia. Ante ello el universalismo, que se dirige a toda la humanidad, presenta a todos los seres humanos en calidad de iguales ante Dios, pero dado su carácter universal lucha por imponerse como la única forma legítima de servir a Dios. La debilidad del judaísmo, según el enfoque universal, es que no sólo exige el culto a un Dios, sino que elige a un grupo específico para que se pare frente a ese único Dios. Mendelssohn transformó esta debilidad en una fuente de particularismo en vez de la de su exclusivismo. El desafío presentado por el judaísmo a las otras religiones, en tanto madre de la religión monoteísta, es que postula que es posible dirigirse al único Dios de modos distintos y de formas diferentes. El argumento de Mendelssohn contribuye con una importante dimensión del problema pero no logra resolver del todo nuestro dilema respecto de la naturaleza del monoteísmo y de la prohibición contra la idolatría en tanto tal. Después de todo, aunque el judaísmo podría tener en cuenta el florecimiento de muchos caminos a Dios, ellos aún se dirigen al único Dios. ¿En qué medida esta afirmación absoluta y exclusiva es susceptible a la violencia, e inherentemente intolerante? Para presentar una primera respuesta a esta preocupación tenemos que examinar la compleja naturaleza del discurso monoteísta. Junto a la prohibición “No tendrás otros dioses fuera de Mí”, hay una prescripción adicional: “No te harás esculturas ni imágenes”. Esta prohibición es un segundo componente dentro de la definición de idolatría que suma una nueva –y compleja- dimensión a la estructura del pensamiento monoteísta. El examen del segundo componente del monoteísmo revelará una voz que se opone y que señala las limitaciones de las pretensiones de verdad y del poder de postular la absoluta trascendencia de Dios. La prohibición de hacer esculturas o imágenes desvía el énfasis del culto a otros dioses, hacia la forma adecuada o inadecuada de representar a

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Dios. En el segundo mandamiento acerca de la idolatría nos enteramos de que no sólo está prohibido rendir culto a dioses ajenos, sino que también está prohibido representar al Dios de Israel a través de objetos visuales, esculturas o imágenes bidimensionales. ¿Qué significa esta segunda prohibición? Las restricciones impuestas en la forma de representación visual de Dios están conectadas con la noción de que la representación es una forma de control. Representar algo quiere decir hacerlo presente, tal como se hace implícito en el verbo “re-presentar”. El presupuesto que forma parte de la representación es inherente en su intento de capturar en una imagen bidimensional o en una estatua la esencia de aquello que es representado, capturar su esencia interior y hacerla transparente. La prohibición “no te harás esculturas ni imágenes” dice que el Dios sagrado y trascendente es el que por su propia naturaleza no está sujeto a una representación total, y aquel que somos incapaces de capturar o de hacer que esté presente. La conexión entre representación y profanación explica la distinción que hace la tradición bíblica entre representación visual y verbal. Mientras que la representación visual de Dios está totalmente prohibida, su representación en el lenguaje está completamente permitida. El mismo texto bíblico que prohíbe que se hagan imágenes permite la palabra, y de hecho nos inunda con representaciones lingüísticas de Dios. En el poema litúrgico Anim zemirot que muchas congregaciones judías acostumbran recitar cada Shabat, los feligreses describen los húmedos rizos del cabello de Dios –pero sería inconcebible imaginar a los feligreses en cualquier comunidad judía encargándole a un artista que pinte los rizos de Dios en el cielo raso de la sinagoga o que represente a Dios creando al hombre, tal como es el caso en la Capilla Sixtina en el Vaticano. La fuente de la distinción bíblica entre representación visual y representación lingüística reside en el hecho de que la imagen no deja espacios vacíos, sino que intenta crear una totalidad de representación –a diferencia del lenguaje-. En oposición al supuesto de lo visual y lo plástico, los vacíos que deja el lenguaje hacen que sea el único medio con el que la representación de Dios es adecuada. La distinción entre lenguaje e imagen también podría definirse de otra forma. La imagen describe una situación estática, que atrapa a su sujeto y lo transforma en un objeto que congela su presencia. En contraste, la voz y la palabra son dinámicas por naturaleza: el hablante se expresa a través de ellas, pero no crean un objeto estable que probablemente sustituya aquello que se representa. La imagen apunta a controlar aquello que se representa, puesto que lo congela en un cierto estado, y es esta captura la que, al final de cuentas, crea el error de la sustitución, aquella de lo representado por su representación. Por ello, la escultura y la imagen que tienen la intención de indicar algo más aparte de sí mismas son propensas a volverse focos independientes del culto; hacer una imagen o una estatua viene de la mano del culto a la imagen y a la estatua. El culto a la representación anula su carácter representativo, y las vuelve aquello que reemplaza lo que se representa. Se podría decir que la estatua asume las características de aquello que representa; es transformada a partir de algo que representa a Dios en algo que lo sustituye. Así, la representación visual contiene dos dimensiones que la distinguen de la representación lingüística: exposición y sustitución. De este modo, estas dos dimensiones establecen una conexión

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entre representación y control, y profanación, y son por ello el motivo de la marcada frontera en la que se señala que la imagen está prohibida y que el lenguaje está permitido. La prohibición de hacer una escultura o imagen establece la trascendencia de Dios, que es distinta de la del mundo humano, y que es una entidad que no puede estar sujeta a la total actualización, una esencia oculta que es imposible de representar o de controlar por completo. Esta prohibición determina la frontera absoluta entre lo humano y lo divino. De esta manera, se sigue que mientras que la primera prohibición “no tendrás otros dioses fuera de Mí” determina la exclusividad de Dios, “no te harás esculturas ni imágenes” establece la trascendencia de Dios. ¿De qué manera la segunda prohibición de la idolatría está relacionada con la cuestión de la conexión entre monoteísmo y violencia y con la relación del monoteísmo y la política? Para poder detallar el significado completo de la importante consecuencia para la política, es necesario hacer un examen del concepto de deificación. Al articular el estricto rechazo de la deificación, la relación entre monoteísmo y violencia será presentada bajo una nueva luz. El pecado sustantivo que es prevenido por la segunda prohibición de la idolatría es la deificación –cruzar la frontera entre un ser humano y lo divino-. La deificación es el pecado político más grave, puesto que significa el otorgamiento de la autoridad absoluta al sistema de gobierno humano, al punto de la deificación. La deificación es la transmisión de títulos y gestos que le son únicos a Dios, a un ser humano, a una institución humana o a un valor humano. El establecimiento de una frontera firme entre lo divino y lo humano posee un impacto enorme en la comprensión judía de la política. Se determina ante concepciones paganas de la política. En su intento por trazar el límite entre lo divino y lo humano en relación con el ámbito de la política, la tradición judía luchó con el siguiente problema respecto de lo que constituye la deificación. El problema puede formularse de la siguiente manera: ¿en qué momento la aceptación ceremonial de la autoridad en la política se vuelve un culto? El primer candidato –y el más natural- para este terreno es el del culto mismo. Está prohibido rezar, ofrecer sacrificios, incienso o libaciones a cualquier cosa que no sea Dios. Sin embargo, las fronteras de la deificación no son claras. Una persona puede, por ejemplo, honrar a su padre mediante todo tipo de gestos que expresen una relación en la que se está ante una autoridad. Sin embargo, si esta persona fuese a ofrecerle incienso se diría que ha convertido a su padre en un dios. ¿En qué punto un gesto de respeto y de reconocimiento de la autoridad se vuelve una deificación? En el ámbito político, esta pregunta es crucial y hay respuestas extremas para ella. Para los paganos ilustrados de Roma, el culto al emperador –incluso la ofrenda de sacrificios a su imagen- era un asunto menor de religión civil, nada más que una expresión de lealtad al Estado. Al otro extremo, los celotes judíos que dirigieron la gran rebelión contra los romanos consideraron que una obligación civil y ordinaria como pagar impuestos al emperador era una forma de reconocer y servir a un dios foráneo. Entonces, ¿cuál es la frontera que separa a la autoridad de la deificación? ¿Qué títulos les son exclusivos a las divinidades, de modo tal que atribuírselos a una figura o a una institución política establece un dios foráneo? Mientras el ámbito de los títulos, los gestos y las funciones políticas que son atribuidas de forma 4

exclusiva a la divinidad más amplios sean, la posibilidad de establecer cualquier autoridad política que no sea considerada idólatra será más reducida. Es posible explicar de forma preliminar la conexión entre política y deificación y la tensión interna respecto de las fronteras de la deificación al examinar la actitud de la categoría del reinado de Dios. Hay una lucha en la Biblia entre dos formas de entender la idea del reinado de Dios. Una sostiene que Dios es rey; la otra, que el rey no es Dios. Según la primera, el reinado es una característica exclusiva de Dios. Transferir la función a un ser humano es equivalente a la deificación. Esto es lo que Guideón le dijo al pueblo cuando ellos quisieron que haya una dinastía real: “Yo no reinaré sobre vosotros, ni mi hijo reinará sobre vosotros. Es el Eterno quien reinará sobre vosotros” (Jueces, 8:23). En la misma línea, el deseo de los ancianos de poner un rey hacia el final de la vida de Samuel es percibido por Dios como una traición, equivalente a otras formas de idolatría: Por cuanto no te han rechazado a ti, sino que me han rechazado a Mí, para que Yo no sea rey de ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día en que los hice subir de Egipto hasta hoy, dejándome a Mí y sirviendo a otros dioses, así hacen contigo. (I Samuel 8:7-8)

La única forma de liderazgo humano que es consistente con esta comprensión del reinado de Dios es el liderazgo no institucionalizado de los jueces, creado ad hoc para las necesidades del momento. En tanto líderes carismáticos –una versión previa de los gestores de crisis–, los jueces nunca establecieron un ejército permanente financiado por impuestos. Pero incluso con la naturaleza limitada de su labor, Dios insistió en demostrar su gobierno directo de forma abierta. Le dijo a Guideón que reduzca la cantidad de tropas que había reunido para la batalla con Midián: “La gente que está contigo es demasiado numerosa para que Yo entregue a los medianitas en sus manos, no sea que Israel se glorifique contra Mí diciendo: ‘Mi propia mano me ha salvado’” (Jueces 7:2). En la polémica profética respecto de hacer alianzas de defensa con superpoderes como Egipto o Asiria, se puede observar una restricción adicional puesta en la realpolitik, que deriva del monopolio político de Dios. En definitiva, Dios es el amo y el que otorga protección, e Israel es su vasallo, no el de Egipto ni el de Asiria: “¡Ay de los que bajan a Egipto en busca de ayuda, y confían en caballos, y confían en carros porque son muchos, y en jinetes, porque son muy poderosos, y no miran al Santo de Israel ni buscan al Eterno!” (Isaías, 31:1). En el centro de la afirmación de que Dios es rey reside la idea de que la sumisión política es una forma de culto, y que otorgarle autoridad real a cualquier ser humano es equivalente a su deificación. Sin embargo esta ideología política es vulnerable a críticas agudas. Sin el monopolio del uso del poder por parte del Estado, el débil será completamente vulnerable. El “estado de naturaleza” del anarquista no será una comunidad de individuos libres que respeten los derechos del prójimo, sino que conducirá al caos total o al gobierno arbitrario del fuerte. El versículo final del Libro de Jueces es un resumen de la postura de oposición respecto de lo que puede aprenderse del intento social de la anarquía: “En aquellos días no había rey en Israel; cada cual hacía lo que era recto a sus propios ojos” (Jueces, 21:25). Cuando una

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comunidad con este tipo de anarquía santa enfrenta amenazas de parte de los estados organizados con ejércitos poderosos, como sucede inevitablemente, dicha comunidad colapsa rápidamente. De ahí que los ancianos de Israel presenten su pedido: “que haya rey sobre nosotros, para que podamos ser como todas las naciones, y para que nuestro rey nos juzgue, y salga delante de nosotros y pelee en nuestras batallas” (I Samuel 8:19-20). La forma alternativa de entender el reinado de Dios, que surge de dicha crítica, es que el rey no es Dios. Según esta lectura, que representa al pensamiento político bíblico dominante, Dios no asume un monopolio de la política de su dominio exclusivo; en cambio, impone restricciones a las exigencias que puedan hacerse por medio de la política. La atribución del reinado a los seres humanos no es un acto de deificación; solamente es el mito del reinado en tanto institución histórica enraizada en la naturaleza de las cosas, es solamente la pretensión de que el rey es Dios lo que constituye una deificación. Cuando el rey no sólo es un guerrero, un legislador o un juez, sino que también es el que hace que el Nilo inunde sus riberas o que el sol salga, entonces se atraviesa la frontera entre lo humano y lo divino. El reinado de Dios, según este enfoque, se reconoce en la lucha contra la transformación de lo político en lo cosmológico y de lo histórico en lo mítico. Al final de cuentas, el Libro de Samuel acepta la institución del reinado siempre y cuando el rey no niegue que depende de Dios, como se ve desde la instancia crítica del profeta más adelante (por ejemplo, en I Samuel 12-15). La postura de que el rey no es Dios da lugar a la existencia de la política terrenal, pero se esfuerza por asegurar que lo político no transgreda sus propias fronteras. El rey debe temer a Dios, no volverse Dios: “para que su corazón no se ensoberbezca por sobre sus hermanos y no se aparte de los mandatos divinos, ni a la derecha ni a la izquierda” (Deuteronomio 17:20). La ventaja del paganismo frente al monoteísmo estaba, tal como se mencionó anteriormente, en la posibilidad de la multiplicidad que representa. No obstante, su profunda y gran carencia es que no traza una frontera entre lo humano y lo divino, y que por ello permite la deificación del sistema político per se. En la historia del paganismo encontramos en repetidas ocasiones la deificación de fuerzas políticas, desde los faraones egipcios que eran considerados dioses, a través de los reyes babilonios que se veían a sí mismos como encarnaciones divinas, mediante los emperadores romanos quienes, desde los días de Augusto en adelante, pasaron por un proceso de deificación que incluía el establecimiento del culto al emperador. En la tradición bíblica, la deificación es tratada no sólo como idolatría sino como el pecado original de Adán por el cual fue expulsado del Jardín del Edén. Los primeros capítulos del libro de Génesis se ocupan de determinar los límites a la deificación. Tras la expulsión del Edén acaecida sobre la primera pareja humana debido a su deseo de ser como Dios, hay otro intento, esta vez colectivo, de atravesar la frontera entre lo humano y lo divino. En sus primeras etapas de historia los humanos entendieron el poder infinito del esfuerzo colectivo, intentando una auto-deificación comunal en la Torre de Babel. La fuerza seductora de la deificación es inherente en la dualidad en la naturaleza humana en tanto tal. Los humanos son parte de su entorno, aunque lo dominan y le dan forma a su antojo. En ese sentido son creadores y

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son como Dios: “Procread y multiplicaos. Colmad la tierra y sojuzgadla” no sólo simboliza la capacidad del hombre, sino también su responsabilidad. No obstante, “jugar a ser Dios” es el máximo pecado político cometido por los humanos. En la modernidad, donde la tecnología permite una expansión casi ilimitada de la capacidad de control, la deificación se presenta como una preocupación mucho más crucial. A lo largo del siglo XX, los humanos han desarrollado los medios para destruir todo tipo de vida orgánica mediante la guerra nuclear. Parece muy plausible y para nada accidental que en el siglo XXI los humanos hayan desarrollado los medios para dirigir y determinar toda vida orgánica a través de la ingeniería genética. El intento de los humanos por conseguir el control total de su realidad y ser como Dios se vuelve en contra de la humanidad. En su esfuerzo por alcanzar semejante estado, la gente pretende hacer que todo sea predecible. El peligro más grave de dicho estado es que la humanidad termine borrando aquello que Hannah Arendt describe como la condición humana. El proyecto de dominación total que es la meta de la política totalitaria deificadora señala que sus principales enemigos son los rasgos de la espontaneidad, la pluralidad y lo impredecible, rasgos que definen a los seres humanos. En este sentido, afirmar la trascendencia final de Dios y la estricta frontera entre lo humano y lo divino ha pasado a ser la preocupación política más importante de la modernidad. Los humanos necesitan reconocer que en su sublime libertad de acción también están los principios de límite y finitud. Los seres humanos deben distinguir entre su obligación de imitar a Dios y seguir Su camino, y la arrogancia y pretensión de ser como Dios. Volvamos al problema básico con el que empezamos: la relación entre monoteísmo y violencia. La prohibición de la idolatría, tal como hemos visto, involucra dos componentes distintos. El primer mandamiento, “no tendrás otros dioses aparte de mí”, decreta la exigencia absoluta de exclusividad. El segundo, “no te harás esculturas ni imágenes”, establece los límites de representación y de hacer presente a Dios; postula la trascendencia de Dios. Hay una tensión profunda entre estos dos mandamientos. Un aspecto importante de una violación del límite es las voces que, cada vez más, participan en política como si estuviesen articulando el punto de vista absoluto de Dios. Aquellos que hablan “en nombre de Dios”, que traen “su palabra” al mundo al presumir que conocen y que transmiten la verdad absoluta acerca de él, dañan la trascendencia de Dios. Así como es imposible representar a Dios mediante imágenes grabadas o esculturas, del mismo modo es imposible encontrar el camino hacia él a través de un sendero único, exclusivo y absoluto. El despliegue limitado y violento de exclusividad ferviente le hace daño a la fabulosa trascendencia de Dios. La conciencia de la finitud del hombre significa el reconocimiento de que no tenemos la verdad absoluta acerca de él, que nunca podremos representarlo de forma completa y transparente. Recientemente hemos sido testigos de la transformación de conflictos políticos en guerras religiosas. El conflicto israelí-palestino está en riesgo de pasar a ser un conflicto judío-musulmán, y algunos observadores sostienen que Occidente y el islam se encuentran al borde de un choque de civilizaciones. El uso y abuso de la religión en semejante conflicto sirve el propósito de hacer que las pretensiones de verdad relativas se vuelvan 7

absolutas. Las demandas de territorio, agua y seguridad pueden ser cedidas al invocar la idea de que lo sagrado bloquea la posibilidad de acuerdos, dado que lo sagrado es indivisible. El carácter atractivo de lo sagrado sirve para afianzar las preocupaciones y los intereses humanos instrumentales en el ámbito de lo absoluto. Sin embargo, el monoteísmo, con su búsqueda de la trascendencia, debe apuntar hacia la dirección opuesta. El papel de la tradición monoteísta en su guerra contra la idolatría debe funcionar como una fuerza que haga que las afirmaciones absolutas sean relativas en vez de hacer absolutas las pretensiones relativas. El destino final de las relaciones entre el monoteísmo y la violencia depende, entre otras cosas, de la siguiente pregunta: ¿qué voz dentro de la tradición monoteísta será dominante, la voz de la exclusividad o la voz de la trascendencia?

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D. Hume (1980), Dialogues Concerning Natural Religion. Indianápolis, Hackett Publishing Company. M. Mendelssohn, (1983) (trad. A. Arkush, ed. A. Altmann). Jerusalem or On Religious Power and Judaism. Hanover, NH.

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