Antologia De Textos Literarios - Teatro

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TEXTOS PARA TRABAJAR EN CLASE Antología literaria TEATRO Selección de narraciones de diversa dificultad para leer, comentar, analizar… ¡y amar la literatura!

Antonio García Megía – 2009 Angarmegía: Ciencia, Cultura y Educación Portal de Investigación y Docencia http://angarmegia.com - España

PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA – APOYOS PARA ALUMNOS – SERIE TEXTOS ANTOLOGÍA LITERARIA - TEATRO

Contenido

Sófocles ................................................................................................................ 8 Edipo Rey ................................................................................................ 8 Fernando de Rojas ............................................................................................. 14 La Celestina ........................................................................................... 14 Lope de Rueda ................................................................................................... 17 La Tierra de Jauja .................................................................................. 17 Lope de Vega ..................................................................................................... 21 Fuente Ovejuna..................................................................................... 21 Calderón de la Barca .......................................................................................... 26 La vida es sueño .................................................................................... 26 Miguel de Cervantes .......................................................................................... 29 El juez de los divorcios .......................................................................... 29 William Shakespeare ......................................................................................... 37 Romeo y Julieta ..................................................................................... 37 William Shakespeare ......................................................................................... 42 Hamlet .................................................................................................. 42 Escena del enterrador .............................................................. 42 Monólogo: Ser o no ser............................................................ 46

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José Zorrilla ........................................................................................................ 48 Don Juan Tenorio .................................................................................. 48 Inicio de la obra........................................................................ 48 Monólogos significativos ......................................................... 60 Leandro Fernández de Moratín ......................................................................... 67 El sí de las niñas .................................................................................... 67 Henrik Ibsen ....................................................................................................... 72 La dama del mar ................................................................................... 72 Jacinto Benavente ............................................................................................. 77 Los intereses creados............................................................................ 77 Monólogo del Autor por boca de CRISPÍN ............................. 77 Primer cuadro ........................................................................... 79 Carlos Arniches .................................................................................................. 84 La señorita de Trevélez ......................................................................... 84 Federico García Lorca ........................................................................................ 89 Bodas de Sangre ................................................................................... 89 Diálogo entre el Novio, su Madre y el Padre de la novia ........ 89 Regreso de los invitados y fuga de la Novia ............................ 93 Pedro Muñoz Seca ........................................................................................... 101 La venganza de Don Mendo ............................................................... 101 Alejandro Casona ............................................................................................. 105 Prohibido suicidarse en primavera ..................................................... 105 Enrique Jardiel Poncela ................................................................................... 111 Los ladrones somos gente honrada .................................................... 111

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Miguel Mihura ................................................................................................. 115 Tres sombreros de copa ..................................................................... 115 Dionisio conoce a Paula ......................................................... 115 Dionisio habla de su novia a Paula ......................................... 120 Juan Pablo Darmanin ....................................................................................... 126 Un borracho singular .......................................................................... 126

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Textos Dramáticos

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Sófocles

Edipo Rey

Edipo, el rey de Tebas, es hijo de Layo y Yocasta. Un oráculo advierte a Layo que será asesinado por su propio hijo y que éste se casará con Yocasta teniendo con ellas hijos incestuosos. Para evitarlo, esperando su muerte, lo abandona en un lugar solitario, pero es recogido por un pastor y entregado al rey de Corinto que lo adopta como hijo. Otro oráculo le vaticina que matará a su padre. Para evitarlo abandona Corinto. Creyendo que su autentico padre y su séquito son una banda de ladrones, da muerte a Layo. Edipo se dirige a Tebas y resuelve el enigma de la Esfinge, monstruo que devora a los viajeros que no saben responder al problema que les plantea. La Esfinge se suicida y los tebanos, agradecido y creyendo que Layo ha muerto a manos de otros desconocidos le hacen rey dan a la reina Yocasta por esposa. Viven felices durante años hasta que Edipo descubre que ha dado muerte a su autentico padre. Yocasta se suicida y Edipo, al conocerlo, se arranca los los ojos y abandona el trono. Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes están sentados en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra. EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué estáis en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplica y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estéis así ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compadeciera ante semejante actitud. SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes.

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El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno. La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida. Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen. EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estad seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos.

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El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste. SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca. EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante! SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel. EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas? (Entra Creonte en escena). CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien. EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado. CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro. EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida. CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable. EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia? CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad. EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha? CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad. EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi. CREONTE.- Él murió y ahora nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia,

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EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar? CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto. EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país? CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa. EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja? CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio. EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza. CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas. EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero? CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias. EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo? CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista. EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusisteis tal solicitud en favor del muerto; de manera que veréis también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo. Vosotros, hijos, levantaos de las gradas lo más pronto que podáis y recoged estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado. (Entran Edipo y Creonte en el palacio)

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SACERDOTE.- Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a la epidemia! (Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos) CORO ESTROFA 1ª ¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza, palabra inmortal! ANTÍSTROFA 1ª Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis, protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Haceos visibles para mí, los tres, como preservadores de la muerte. Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad, conseguisteis arrojar del lugar el ardor de la plaga, presentaos también ahora. ESTROFA 2ª ¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras. ANTÍSTROFA 2ª La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado rostro.

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ESTROFA 3ª. Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!, destrúyelo bajo tu rayo. ANTÍSTROFA 3ª. Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y, también, las antorchas llameantes de Ártemis con las que corre por los montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el de rojizo color, al del evohé*, compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses!

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Fernando de Rojas

La Celestina

Calisto ama a Melibea y acude a una vieja bruja alcahueta y bruja, Celestina, para conseguir sus favores. Su criado Pármeno intenta disuadirlo, por lo que es despedido. Decide unirse a Sempronio y Celestina para estafar a su antiguo señor. La alcahueta es rechazada por Melibea cuando le habla de Calisto. Pero enamorada de él la llama para que convoque al joven a una primera cita. En un nuevo encuentro unos rufianes tratan de asustar a los criados de Calisto, que quiere acudir en su ayuda, pero, en la oscuridad, tropieza y cae muriendo sin confesión. Melibea se suicida y Pleberio, padre de la joven llora ante el cadáver de su hija. Muerte de Calisto En la primera escena, Melibea se encuentra en el jardín de su casa acompañada por su criada Lucrecia. Mientras espera la visita de Calisto, la joven enamorada canta canciones de amor. Aparece Calisto que elogia el canto de su amada y a continuación se establece entre ellos un bello diálogo amoroso. Abajo se oye la voz de Sosia, criado de Calisto, que riñe con unos rufianes. Al acudir en su ayuda, Calisto cae desde lo alto de la escalera que le ha servido para franquear la tapia del jardín. La escena final está constituida por las lamentaciones de Tristán, otro de los criados de Calisto, y de la desgraciada Melibea. Conviene observar el tipo de lenguaje utilizado por unos y por otros. Los enamorados se expresan en una lengua culta, elevada, como corresponde a su condición de personas de clase social alta. Los criados se expresan de acuerdo con un nivel de lengua popular, que se corresponde con la lengua hablada en la época. MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola. Papagayos, ruiseñores, que cantáis al alborada llevad nueva a mis amores cómo espero aquí asentada. La media noche es pasada, y no viene; sabed si hay otra amada que lo detiene. CALISTO.- Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puede más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh interrumpida melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

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MELIBEA.- ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor y mi alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire, con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna, cuán clara se nos muestra; mira las nubes, cómo huyen; oye la corriente agua de esta fontecica, cuánto más suave murmullo y húmedo lleva por entre las frescas hierbas. Escucha los altos cipreses, cómo se dan paz unos ramos con otros, por intercesión de un templadico viento que los mece. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están, y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tornaste loca de placer? Déjamelo, no me lo despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados brazos. Déjame gozar de lo que es mío, no me ocupes mi placer. CALISTO.- Pues, señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga. SOSIA.- ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a aterrorizar a los que no os temen? Pues yo os juro que si esperáis, que yo os hiciera ir como merecíais. CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a verlo, no lo maten; que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti. MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar. CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen coraza y capacete y cobardía. SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperad; quizá venís por lana. CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está la escala. MELIBEA.- ¡Oh, desdichada soy! ¡Y cómo vas, tan recio y con tanta prisa y desarmado, a meterte entre quien no conoces! Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido. Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá. TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes. Idos son; que no eran sino Traso el cojo y otros bellacos, que pasaban voceando. Que ya se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos a la escala. CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión! TRISTÁN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído de la escala, y no habla ni se bulle.

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SOSIA.- ¡Señor, señor, ¡A esa otra puerta...! ¡Tan muerto es como mi abuela! ¡Oh gran desventura! LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste! MELIBEA.- ¿Qué es esto que oigo, amarga de mí? TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día aciago! ¡Oh arrebatado fin! MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes, veré mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo! ¡Mi alegría es perdida! ¡Consumióse mi gloria! LUCRECIA.- Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura? TRISTÁN.- ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto de la escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga, que no espere más su penado amador. Toma, tú, Sosia, de los pies. Llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, vístanos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga. MELIBEA.- ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor! LUCRECIA.- Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. ¡Ahora en placer, ahora en tristeza! ¿Qué planeta hubo que tan presto contrarió su destino? ¡Qué poco corazón es éste! Levanta, por Dios, no seas hallada por tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te desmayes, por Dios. Ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer. MELIBEA.- ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? ¡Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría! No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo? ¿Cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales! Jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis.

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Lope de Rueda

La Tierra de Jauja

Dos ladrones, Hozingera y Panarizo engañan a Mendrugo contándole maravillas del país de Jauja para robarle la olla de comida que éste lleva a su mujer. HONZIGERA: Anda, anda, hermano Panarizo; no te quedes rezagado, que ahora es tiempo de tender nuestras redes. PANARIZO: ¿Y cómo quieres que ande, hermano Honzigera, si no puedo con mis huesos? Tres leguas llevamos dándole a los pies. ¡Ay, yo no aguanto más! (Se sienta, se saca una bota y se acaricia el pie con gesto dolorido.) HONZIGERA: ¡Ea!, no te dejes amilanar, hermano Panarizo. Di, ¿tienes hambre? PANARIZO: ¿Que si tengo hambre? Un pollo me comería con plumas y todo. HONZIGERA: Pues aguarda y podrás engullirte una buena cena. PANARIZO: ¿Qué dices, Honzigera? ¿He oído bien? HONZIGERA: Has oído perfectamente. ¿Sabes por qué te he traído aquí? PANARIZO: ¿Y cómo quieres que lo sepa? HONZIGERA: Escucha. (Se sienta a su lado y sigue diciendo:) A estas horas suele pasar por aquí un labrador, un tal Mendrugo, con una cazuela de comida para su mujer, que está en la cárcel. Este Mendrugo es bastante simple, y no nos será difícil, sin que él se dé cuenta, comemos lo que lleva en la cazuela. PANARIZO: ¿Y cómo nos arreglaremos para ello? HONZIGERA: ¿Cómo? Aguzando el ingenio, amigo Panarizo. Le contaremos aquel cuento de Jauja, ya sabes; y como él estará embobado escuchándonos, nos embaularemos bonitamente algunos bocados, por lo menos. (Escuchando.) Espera... Parece que se oyen pasos. Voy a ver. (Se levanta y se asoma al lateral opuesto.) ¡Sí, es él! Levántate y estate preparado, que ahí llega nuestro hombre. (Aparece Mendrugo con una cazuela en la mano, atada con un pañuelo.) MENDRUGO: ¡Diablos, esta mujer va a acabar conmigo! Le da por empinar el codo más de la cuenta, luego arma una trifulca y a la cárcel. Y después ¡hala!, Mendrugo que sude y que se afane para darle de comer. HONZIGERA: (Acercándose.) ¿Adónde vas, buen hombre? MENDRUGO: ¿Adónde voy a ir? A la cárcel, a llevarle el pienso a la Tomasa. HONZIGERA: ¿Y quién es la Tomasa?

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MENDRUGO: La Tomasa, señor, es la esposa de Mendrugo. Y Mendrugo soy yo, para servirle. HONZIGERA: ¡Vaya, vaya! ¿Y qué llevas en ese recipiente? MENDRUGO: Ah, ¿esto? No es ningún recipiente; es una cazuela. Llevo unas albóndigas para la Tomasa, que se pirra por ellas. Las he hecho yo mismo, con carne de la mejor, huevos y especias, todo bien rebozado con harina blanca. HONZIGERA: Estarán buenas. MENDRUGO: Como para chuparse los dedos. HONZIGERA: ¿Y le llevas todos los días la comida a la cárcel? MENDRUGO: Todos, sin faltar ni uno solo. ¡Y menudos trabajos me paso para poderla mantener! Trabajo como un burro desde la mañana hasta la noche, y encima esta caminata, cuando ya apenas puedo tenerme en pie. HONZIGERA: ¡Qué pena! ¡Pensar que te ahorrarías todos esos trabajos si vivieras en la tierra de Jauja! MENDRUGO: Y eso ¿con qué se come? HONZIGERA: ¡Cómo! ¿No sabes lo que es la tierra de Jauja? Ven, siéntate un momento con nosotros y te describiremos todas sus maravillas con pelos y señales. MENDRUGO: Bueno, pensándolo bien, un ratito de descanso no me vendrá mal. (Se sienta entre Honzigera y Panarizo y se dispone a escuchar, luego de poner la cazuela sobre las rodillas.) A ver, ¿qué tierra es ésa? (Durante el diálogo que sigue, Honzigera y Panarizo se las arreglarán, de la manera más cómica posible, para irse engullendo las albóndigas de la cazuela, procurando cada uno distraer a su víctima para dar tiempo a que el otro coma.) HONZIGERA: Verás... Es un lugar en donde pagan a los hombres por dormir. MENDRUGO: ¿Es verdad eso? HONZIGERA: La verdad pura. PANARIZO: Una tierra en donde azotan a los hombres que se empeñan en trabajar MENDRUGO: (Con la boca abierta.) ¡Qué me dice! PANARIZO: Como lo oyes. MENDRUGO: ¡Oh, qué buena tierra! Cuénteme las maravillas de ese 1ugar por su vida. HONZIGERA: (Volviendo, con un rápido movimiento de mano, la cara de Mendrugo hacia él.) Escucha.

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MENDRUGO: Ya escucho, señor. HONZIGERA: Mira: en la tierra de Jauja hay un río de miel y otro de leche, y entre río y río hay una fuente de mantequilla y requesones, y caen en el río de la miel, que no parece sino que están diciendo: «cómeme, cómeme». MENDRUGO: ¡Pardiez!, no hacía falta que me lo dijeran a mí dos veces. PANARIZO: (Repitiendo el ademán de Honzigera.) Oye, amigo. MENDRUGO: Ya oigo, ya. PANARIZO: Mira: en la tierra de Jauja hay unos árboles que son de tocino. MENDRUGO: ¡Oh, benditos árboles! Dios los bendiga, amén. PANARIZO: Y las hojas son de pan fino, y los frutos de estos árboles son de buñuelos, y caen en el río de la miel, y ellos mismos están diciendo: «máscame, máscame». (Mendrugo se pone a mascar, como si los tuviera en la boca.) HONZIGERA: Vuélvete acá. MENDRUGO: Ya me vuelvo. HONZIGERA: Mira: en la tierra de Jauja las calles están empedradas con yemas de huevo, y entre yema y yema, un pastel con lonjas de tocino. MENDRUGO: ¿Asadas? HONZIGERA: Asadas, fritas y de todo, de modo que ellas mismas están diciendo: «trágame, trágame». MENDRUGO: Ya parece que las trago. PANARIZO: Escucha, bobazo. MENDRUGO: Diga, diga. PANARIZO: Mira: en la tierra de Jauja hay unos asadores de trescientos pasos de largo, con muchas gallinas, capones, perdices... MENDRUGO: (Relamiéndose.) ¡Huuum! ¡Con lo que a mí me gustan! PANARIZO: Y junto a cada ave un cuchillo, de modo que no es necesario más que cortar, pues ellos mismo lo dicen: «engúlleme, engúlleme». MENDRUGO: (Pasmado.) ¡Cómo! ¿Las aves hablan? HONZIGERA: Óyeme. MENDRUGO: Ya le oigo, señor. Me estaría todo el día oyendo cosas de comer. HONZIGERA: Mira: en la tierra de Jauja hay muchas cajas de confituras mazapanes, merengues, arroz con leche, natillas...

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MENDRUGO: Por favor, señor, más despacio, que así no puedo gustarlo como quisiera. HONZIGERA: Y hay unos barriles de vino dulce junto a las confituras, y unas y otras están diciendo: «cómeme, bébeme, cómeme, bébeme.. .» MENDRUGO: ¡Ay, ya parece que las como y las bebo! PANARIZO: Mira: en la tierra de Jauja hay muchas cazuelas con huevos y queso. MENDRUGO: ¿ Cómo ésta que yo traigo? (Mira la cazuela) ¡ Anda, si está vacía! (Honzigera y Panarizo hacen mutis corriendo. Mendrugo, dando voces tras ellos) ¡Ladrones! ¡Ladrones! (Se detiene de pronto y mira la cazuela tristemente) Me han dejado sin un buñuelo. ¡Pobre de mí! ¿ Y qué hago yo ahora? (Pausa) Pobrecillos, a lo mejor es que tenían hambre...¡ Que Dios les perdone el daño que me han hecho! La culpa la he tenido yo, por creer que hay tierras en donde se puede vivir sin trabajar. Esto me servirá de lección (Vase tristemente por donde vino).

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Lope de Vega

Fuente Ovejuna Cuenta la sublevación popular de un lugar contra un tirano corrupto. Se basa en un hecho verídico ocurrido en el año 1476 en un pueblo de Córdoba: Fuente Ovejuna. El gobernador, don Fernán Gómez de Guzmán somete a sus vasallos a toda clase de vejaciones dominado por la lujuria y la codicia. El rapto de Laurencia, hija del Alcalde, Esteban, con intención de violarla colma la resistencia de los campesinos y da lugar a un levantamiento general contra el comendador. Desesperados, perdida su honra, claman venganza. El pueblo entero, incluidos mujeres y niños, entran en la casa del villano que es apedreado, muerto, arrastrado y despedazado. Los Reyes Católicos, ante la brutalidad del hecho, envían investigadores para averiguar quién fue el autor de la muerte, y castigarlo. Los aldeanos se declaran culpables en forma unánime: ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna lo hizo, señor ¿Y quién es Fuenteovejuna? "Todos, señor". Los reyes, conocidas las injusticias cometidas por el tirano, perdonan al pueblo que tutelan en el futuro personalmente. Acto III – Escena IV (Sale LAURENCIA, desmelenada.) LAURENCIA Dejadme entrar, que bien puedo en consejo de los hombres; que bien puede una mujer, si no a dar voto a dar voces. ¿Conocéisme? ESTEBAN ¿No es mi hija? JUAN ROJO ¿No conoces a Laurencia?

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LAURENCIA Vengo tal, que mi diferencia os pone en contingencia quién soy. ESTEBAN ¡Hija mía! LAURENCIA No me nombres tu hija. ESTEBAN ¿Por qué, mis ojos? ¿Por qué? LAURENCIA Por muchas razones, y sean las principales, porque dejas que me roben tiranos sin que me vengues, traidores sin que me cobres. Aún no era yo de Frondoso, para que digas que tome, como marido, venganza; que aquí por tu cuenta, corre; que en tanto que de las bodas no haya llegado la noche, del padre, y no del marido, la obligación presupone; que en tanto que no me entregan una joya, aunque la compre, no ha de correr por mi cuenta las guardas ni los ladrones. Llevóme de vuestros ojos a su casa Fernán Gómez: la oveja al lobo dejáis, como cobardes pastores.

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¡Qué dagas no vi en mi pecho! ¡Qué desatinos enormes, qué palabras, qué amenazas, y qué delitos atroces, por rendir mi castidad a sus apetitos torpes! Mis cabellos, ¿no lo dicen? ¿No se ven aquí los golpes, de la sangre y las señales? ¿Vosotros sois hombres nobles? ¿Vosotros padres y deudos? ¿Vosotros, que no se os rompen las entrañas de dolor, de verme en tantos dolores? Ovejas sois, bien lo dice de Fuente Ovejuna el nombre. Dadme unas armas a mí, pues sois piedras, pues sois bronces, pues sois jaspes, pues sois tigres... -Tigres no, porque feroces siguen quien roba sus hijos, matando los cazadores antes que entren por el mar y por sus ondas se arrojen. Liebres cobardes nacisteis; bárbaros sois, no españoles. Gallinas, ¡vuestras mujeres sufrís que otros hombres gocen! Poneos ruecas en la cinta. ¿Para qué os ceñís estoques? ¡Vive Dios, que he de trazar que solas mujeres cobren la honra de estos tiranos, la sangre de estos traidores,

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y que os han de tirar piedras, hilanderas, maricones, amujerados, cobardes, y que mañana os adornen nuestras tocas y basquiñas, solimanes y colores! A Frondoso quiere ya, sin sentencia, sin pregones, colgar el Comendador del almena de una torre; de todos hará lo mismo; y yo me huelgo, medio-hombres, por que quede sin mujeres esta villa honrada, y torne aquel siglo de amazonas, eterno espanto del orbe. ESTEBAN Yo, hija, no soy de aquellos que permiten que los nombres con esos títulos viles. Iré solo, si se pone todo el mundo contra mí. JUAN ROJO Y yo, por más que me asombre la grandeza del contrario. REGIDOR Muramos todos. BARRILDO Descoge un lienzo al viento en un palo, y mueran estos inormes. JUAN ROJO ¿Qué orden pensáis tener?

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MENGO Ir a matarle sin orden. Juntad el pueblo a una voz; que todos están conformes en que los tiranos mueran. ESTEBAN Tomad espadas, lanzones, ballestas, chuzos y palos. MENGO ¡Los Reyes nuestros señores vivan! TODOS ¡Vivan muchos años! MENGO ¡Mueran tiranos traidores! TODOS ¡Traidores tiranos mueran! (Vanse todos.)

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Calderón de la Barca

La vida es sueño Soliloquio de Segismundo El rey Basilio espera un hijo. Un augurio vaticina que su llegada traerá grandes males al reino. La muerte de la madre al nacer Segismundo da verosimilitud a la profecía y aterra a Basilio, que ordena recluir a su hijo en una torre escondida. Sin descendientes, decide darle una oportunidad y lo devuelve a palacio. La actitud desconsiderada de Segismundo hacia todos merece su vuelta al encierro. Allí, su criado Clotaldo le convence de que todo lo vivido sólo es un sueño. Liberado, finalmente, decide actuar bien porque, si todo es un sueño, tendrá remordimientos al despertar. SEGISMUNDO ¡Ay mísero de mí, ay, infelice! Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así qué delito cometí contra vosotros naciendo; aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido. Bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor; pues el delito mayor del hombre es haber nacido. Sólo quisiera saber para apurar mis desvelos (dejando a una parte, cielos, el delito de nacer), qué más os pude ofender para castigarme más. ¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron, ¿qué privilegios tuvieron qué yo no gocé jamás?

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Nace el ave, y con las galas que le dan belleza suma, apenas es flor de pluma o ramillete con alas, cuando las etéreas salas corta con velocidad, negándose a la piedad del nido que deja en calma; ¿y teniendo yo más alma, tengo menos libertad? Nace el bruto, y con la piel que dibujan manchas bellas, apenas signo es de estrellas (gracias al docto pincel), cuando, atrevida y cruel la humana necesidad le enseña a tener crueldad, monstruo de su laberinto; ¿y yo, con mejor instinto, tengo menos libertad? Nace el pez, que no respira, aborto de ovas y lamas, y apenas, bajel de escamas, sobre las ondas se mira, cuando a todas partes gira, midiendo la inmensidad de tanta capacidad como le da el centro frío; ¿y yo, con más albedrío, tengo menos libertad? Nace el arroyo, culebra que entre flores se desata, y apenas, sierpe de plata, entre las flores se quiebra,

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cuando músico celebra de las flores la piedad que le dan la majestad del campo abierto a su huida; ¿y teniendo yo más vida tengo menos libertad? En llegando a esta pasión, un volcán, un Etna hecho, quisiera sacar del pecho pedazos del corazón. ¿Qué ley, justicia o razón, negar a los hombres sabe privilegio tan suave, excepción tan principal, que Dios le ha dado a un cristal, a un pez, a un bruto y a un ave?

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Miguel de Cervantes

El juez de los divorcios Texto completo

(Sale EL JUEZ, y otros dos con él, que son ESCRIBANO y PROCURADOR, y siéntase en una silla; salen EL VEJETE Y MARIANA, su mujer.) MARIANA. Aun bien que está ya el señor juez de los divorcios sentado en la silla de su audiencia. Desta vez tengo de quedar dentro o fuera; desta vegada tengo de quedar libre de pedido y alcabala, como el gavilán. VEJETE. Por amor de Dios, Mariana, que no almidones tanto tu negocio; habla paso, por la pasión que Dios pasó; mira que tienes atronada a toda la vecindad con tus gritos; y, pues tienes delante al señor juez, con menos voces le puedes informar de tu justicia. JUEZ. ¿Qué pendencia traéis, buena gente? MARIANA. Señor, ¡divorcio, divorcio, y más divorcio, y otras mil veces divorcio! JUEZ. ¿De quién, o por qué, señora? MARIANA. ¿De quién? Deste viejo, que está presente. JUEZ. ¿Por qué? MARIANA. Porque no puedo sufrir sus impertinencias, ni estar continuo atenta a curar todas sus enfermedades, que son sin número; y no me criaron a mí mis padres para ser hospitalera ni enfermera. Muy buen dote llevé al poder desta espuerta de huesos, que me tiene consumidos los días de la vida; cuando entré en su poder, me relumbraba la cara como un espejo, y ahora la tengo con una vara de frisa encima. Vuesa merced, señor juez, me descase, si no quiere que me ahorque; mire, mire los surcos que tengo por este rostro, de las lágrimas que derramo cada día, por verme casada con esta anatomía. JUEZ. No lloréis, señora; bajad la voz y enjugad las lágrimas, que yo os haré justicia. MARIANA. Déjeme vuesa merced llorar, que con esto descanso. En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosas de arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor de entrambas partes. JUEZ. Si ese arbitrio se pudiera o debiera poner en práctica, y por dineros, ya se hubiera hecho; pero especificad más, señora, las ocasiones que os mueven a pedir divorcio.

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MARIANA. El invierno de mi marido, y la primavera de mi edad; el quitarme el sueño, por levantarme a media noche a calentar paños y saquillos de salvado para ponerle en la ijada; el ponerle, ora aquesto, ora aquella ligadura, que ligado le vea yo a un palo por justicia; el cuidado que tengo de ponerle de noche alta cabecera de la cama, jarabes lenitivos, porque no se ahogue del pecho; y el estar obligada a sufrirle el mal olor de la boca, que le huele mal a tres tiros de arcabuz. ESCRIBANO. Debe de ser alguna muela podrida. VEJETE. No puede ser, porque lleve el diablo la muela ni diente que tengo en toda ella. PROCURADOR. Pues ley hay que dice, según he oído decir, que por sólo el mal olor de la boca se puede descasar la mujer del marido, y el marido de la mujer. VEJETE. En verdad, señores, que el mal aliento que ella dice que tengo, no se engendra de mis podridas muelas, pues no las tengo, ni menos procede de mi estómago, que está sanísimo, sino desa mala intención de su pecho. Mal conocen vuesas mercedes a esta señora; pues a fe que, si la conociesen, que la ayunarían o la santiguarían. Veinte y dos años ha que vivo con ella mártir, sin haber sido jamás confesor de sus insolencias, de sus voces y de sus fantasías, y ya va para dos años que cada día me va dando vaivenes y empujones hacia la sepultura, a cuyas voces me tiene medio sordo, y, a puro reñir, sin juicio. Si me cura, como ella dice, cúrame a regañadientes; habiendo de ser suave la mano y la condición del médico. En resolución, señores, yo soy el que muero en su poder, y ella es la que vive en el mío, porque es señora, con mero mixto imperio, de la hacienda que tengo. MARIANA. ¿Hacienda vuestra? Y ¿qué hacienda tenéis vos, que no la hayáis ganado con la que llevaste s en mi dote? Y son mío la mitad de los bienes gananciales, mal que os pese; y dellos y de la dote, si me muriese agora, no os dejaría valor de un maravedí, porque veáis el amor que os tengo. JUEZ. Decid, señor: cuando entraste en poder de vuestra mujer, ¿no entraste gallardo, sano, y bien acondicionado? VEJETE. Ya he dicho que ha veinte y dos años que entré en su poder, como quien entra en el de un cómitre calabrés a remar en galeras de por fuerza, y entré tan sano, que podía decir y hacer como quien juega a las pintas. MARIANA. Cedacico nuevo, tres días en estaca.

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JUEZ. Callad, callad, ahora en tal, mujer de bien, y andad con Dios; que yo no hallo causa para descasaros; y, pues comiste las maduras, gustad de las duras; que no está obligado ningún marido a tener la velocidad y corrida del tiempo, que no pase por su puerta y por sus días; y descontad los malos que ahora os da, con los buenos que os dio cuando pudo; y no repliquéis más palabra. VEJETE. Si fuese posible, recibiría gran merced que vuesa merced me la hiciese de despenarme, alzándome esta carcelería; porque, dejándome así, habiendo ya llegado a este rompimiento, será de nuevo entregarme al verdugo que me martirice; y si no, hagamos una cosa: enciérrese ella en un monasterio, y yo en otro; partamos la hacienda, y desta suerte podremos vivir en paz y en servicio de Dios lo que nos queda de la vida. MARIANA. ¡Malos años! ¡Bonica soy yo para estar encerrada! No sino llegaos a la niña, que es amiga de redes, de tornos, rejas y escuchas; encerraos vos que lo podréis llevar y sufrir, que ni tenéis ojos con qué ver, ni oídos con qué oír, ni pies con qué andar, ni mano con qué tocar: que yo, que estoy sana, y con todos mis cinco sentidos cabales y vivos, quiero usar dello s a la descubierta, y no por brújula, como quínola dudosa. ESCRIBANO. Libre es la mujer. PROCURADOR. Y prudente el marido; pero no puede más. JUEZ. Pues yo no puedo hacer este divorcio, quia nullam invenio causam. (Entra UN SOLDADO bien aderezado, y su mujer DOÑA GUIOMAR) GUIOMAR. ¡Bendito sea Dios!, que se me ha cumplido el deseo que tenía de yerme ante la presencia de vuesa merced, a quien suplico, cuando encarecidamente puedo, sea servido de descasarme déste. JUEZ. ¿Qué cosa es déste? ¿No tiene otro nombre? Bien fuera que dijérades siquiera: «deste hombre». GUIOMAR. Si él fuera hombre, no procurara yo descasarme. JUEZ. Pues ¿qué es? GUIOMAR. Un leño.

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SOLDADO. [Aparte.] Por Dios, que he de ser leño en callar y en sufrir. Quizá con no defenderme ni contradecir a esta mujer, el juez se inclinará a condenarme; y, pensando que me castiga, me sacará de cautiverio, como si por milagro se librase un cautivo de las mazmorras de Tetuán. PROCURADOR. Hablad más comedido, señora, y relatad vuestro negocio, sin improperios de vuestro marido, que el señor juez de los divorcios, que está delante, mirará rectamente por vuestra justicia. GUIOMAR. Pues ¿no quieren vuesas mercedes que llame leño a una estatua, que no tiene más acciones que un madero? MARIANA. Ésta y yo nos quejamos sin duda de un mismo agravio. GUIOMAR. Digo, en fin, señor mío, que a mí me casaron con este hombre, ya que quiere vuesa merced que así lo llame, pero no es este hombre con quien yo me casé. JUEZ. ¿Cómo es eso?, que no os entiendo. GUIOMAR. Quiero decir, que pensé que me casaba con un hombre moliente y corriente, y a pocos días me hallé que me había casado con un leño, como tengo dicho; porque él no sabe cuál es su mano derecha, ni busca medios ni trazas para granjear un real con que ayude a sustentar su casa y familia. Las mañanas se le pasan en oír misa y en estarse en la puerta de Guadalajara murmurando, sabiendo nuevas, diciendo y escuchando mentiras; y las tardes, y aun las mañanas también, se va de casa en casa de juego, y allí sirve de número a los mirones, que, según he oído decir, es un género de gente a quien aborrecen en todo extremo los gariteros. A las dos de la tarde viene a comer, sin que le hayan dado un real de barato, porque ya no se usa el darlo; vuélvese a ir; vuelve a media noche; cena si lo halla; y si no, santíguase, bosteza y acuéstase; y en toda la noche no sosiega, dando vueltas. Pregúntole qué tiene. Respóndeme que está haciendo un soneto en la memoria para un amigo que se le ha pedido; y da en ser poeta, como si fuese oficio con quien no estuviese vinculada la necesidad del mundo. SOLDADO. Mi señora doña Guiomar, en todo cuanto ha dicho, no ha salido de los límites de la razón; y, si yo no la tuviera en lo que hago, como ella la tiene en lo que dice, ya había yo de haber procurado algún favor de palillos de aquí o de allí, y procurar yerme, como se ven otros hombrecitos aguditos y bulliciosos, con una vara en las manos, y sobre una mula de alquiler,

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pequeña, seca y maliciosa, sin mozo de mulas que le acompañe, porque las tales mulas nunca se alquilan sino a faltas y cuando están de nones; sus alforjitas a las ancas, en la una un cuello y una camisa, y en la otra su medio queso, y su pan y su bota; sin añadir a los vestidos que trae de ita, para hacerlos de camino, sino unas polainas y una sola espuela; y, con una comisión y aun comezón en el seno, sale por esa Puente Toledana raspahilando, a pesar de las malas mañas de la harona, y, al cabo de pocos días, envía a su casa algún pernil de tocino y algunas varas de lienzo crudo; en fin, de aquellas cosas que valen baratas en los lugares del distrito de su comisión, y con esto sustenta su casa como el pecador mejor puede; pero yo, que, ni tengo oficio, ni beneficio, no sé qué hacerme, porque no hay señor que quiera servirse de mí, porque soy casado; así que me será forzoso suplicar a vuesa merced, señor juez, pues ya por pobres son tan enfadosos los hidalgos, y mi mujer lo pide, que nos divida y aparte. GUIOMAR. Y hay más en esto, señor juez: que, como yo veo que mi marido es tan para poco, y que padece necesidad, muérome por remedialle, pero no puedo, porque, en resolución, soy mujer de bien, y no tengo de hacer vileza. SOLDADO. Por esto solo merecía ser querida esta mujer; pero, debajo deste pundonor, tiene encubierta la más mala condición de la tierra; pide celos sin causa; grita sin por qué; presume sin hacienda; y, como me ve pobre, no me estima en el baile del rey Perico; y es lo peor, señor juez, que quiere que, a trueco de la fidelidad que me guarda, le sufra y disimule millares de millares de impertinencias y desabrimientos que tiene. GUIOMAR. ¿Pues no? ¿Y por qué no me habéis vos de guardar a mí decoro y respeto, siendo tan buena como soy? SOLDADO. Oíd, señora doña Guiomar: aquí delante destos señores os quiero decir esto: ¿Por qué me hacéis cargo de que sois buena, estando vos obligada a serlo, por ser de tan bueno s padres nacida, por ser cristiana y por lo que debéis a vos misma? ¡Bueno es que quieran las mujeres que las respeten sus maridos porque son castas y honestas; como si en solo esto consistiese, de todo en todo, su perfección; y no echan de ver los desaguaderos por donde desaguan la fineza de otras mil virtudes que les faltan!

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¿Qué se me da a mí que seáis casta con vos misma, puesto que se me da mucho, si os descuidáis de que lo sea vuestra criada, y si andáis siempre rostrituerta, enojada, celosa, pensativa, manirrota, dormilona, perezosa, pendenciera, gruñidora, con otras insolencias deste jaez, que bastan a consumir las vidas de doscientos maridos? Pero, con todo esto, digo, señor juez, que ninguna cosa destas tiene mi señora doña Guiomar; y confieso que yo soy el leño, el inhábil, el dejado y el perezoso; y que, por ley de buen gobierno, aunque no sea por otra cosa, está vuesa merced obligado a descasarnos; que desde aquí digo que no tengo ninguna cosa que alegar contra lo que mi mujer ha dicho, y que doy el pleito por concluso, y holgaré de ser condenado. GUIOMAR. ¿Qué hay que alegar contra lo que tengo dicho? Que no me dais de comer a mí, ni a vuestra criada, y monta que no son muchas, sino una, y aun esa sietemesina, que no come por un grillo. ESCRIBANO. Sosiéguense; que vienen nuevos demandantes. (Entra uno vestido de médico, y es CIRUJANO; y ALDONZA DE MINJACA, su mujer) CIRUJANO. Por cuatro causas bien bastantes, vengo a pedir a vuesa merced, señor juez, haga divorcio entre mí y la señora Aldonza de Minjaca, mi mujer, que está presente. JUEZ. Resoluto venís; decid las cuatro causas. CIRUJANO. La primera, porque no la puedo ver más que a todos los diablos; la segunda, por lo que ella se sabe; la tercera, por lo que yo me callo; la cuarta, porque no me lleven los demonios, cuando desta vida vaya, si he de durar en su compañía hasta mi muerte. PROCURADOR. Bastantísimamente ha probado su intención. MINJACA. Señor juez, vuesa merced me oiga, y advierta que, si mi marido pide por cuatro causas divorcio, yo le pido por cuatrocientas. La primera, porque, cada vez que le veo, hago cuenta que veo al mismo Lucifer; la segunda, porque fui engañada cuando con él me casé; porque él dijo que era médico de pulso, y remaneció cirujano, y hombre que hace ligaduras y cura otras enfermedades, que va a decir desto a médico, la mitad del justo precio; la tercera, porque tiene celos del sol que me toca; la cuarta, que, como no le puedo ver, querría estar apartada dél dos millones de leguas.

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ESCRIBANO. ¿Quién diablos acertará a concertar estos relojes, estando las ruedas tan desconcertadas? MINJACA. La quinta... JUEZ. Señora, señora, si pensáis decir aquí todas las cuatrocientas causas, yo no estoy para escuchallas, ni hay lugar para ello; vuestro negocio se recibe a prueba, y andad con Dios; que hay otros negocios que despachar. CIRUJANO. ¿Qué más pruebas, sino que yo no quiero morir con ella, ni ella gusta de vivir conmigo? JUEZ. Si eso bastase para descasarse los casados, infinitísimos sacudirían de sus hombros el yugo del matrimonio. (Entran uno vestido de GANAPAN, con su caperuza cuarteada) GANAPAN. Señor juez: ganapán soy, no lo niego, pero cristiano viejo, y hombre de bien a las derechas; y, si no fuese que alguna vez me tomo del vino, o él me toma a mí, que es lo más cierto, ya hubiera sido prioste en la cofradía de los hermanos de la carga; pero, dejando esto aparte, porque hay mucho que decir en ello, quiero que sepa el señor juez que, estando una vez muy enfermo de los vaguidos de Baco, prometí de casarme con una mujer errada. Volví en mí, sané, y cumplí la promesa, y caséme con una mujer que saqué de pecado; púsela a ser placera; ha salido tan soberbia y de tan mala condición, que nadie llega a su tabla con quien no riña, ora sobre el peso falto, ora sobre que le llegan a la fruta, y a dos por tres les da con una pesa en la cabeza, o adonde topa, y los deshonra hasta la cuarta generación, sin tener hora de paz con todas sus vecinas ya parleras; y yo tengo de tener todo el día la espada más lista que un sacabuche, para defendella; y no ganamos para pagar penas de pesos no maduros, ni de condenaciones de pendencias. Querría, si vuesa merced fuese servido, o que me apartase della, o por lo menos le mudase la condición acelerada que tiene en otra más reportada y más blanda; y prométole a vuesa merced de descargarle de balde todo el carbón que comprare este verano; que puedo mucho con los hermanos mercaderes de la costilla. CIRUJANO. Ya conozco yo a la mujer deste buen hombre, y es tan mala como mi Aldonza; que no lo puedo más encarecer.

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JUEZ. Mirad, señores: aunque algunos de los que aquí estáis habéis dado algunas causas que traen aparejada sentencia de divorcio, con todo eso, es menester que conste por escrito, y que lo digan testigos; y así, a todos os recibo a prueba. Pero ¿qué es esto? ¿Música y guitarras en mi audiencia? ¡Novedad grande es ésta! (Entran dos músicos.) MÚSICOS. Señor juez, aquellos dos casados tan desavenidos que Vuesa Merced concertó, redujo y apaciguó el otro día, están esperando a vuesa merced con una gran fiesta en su casa; y por nosotros le envían a suplicar sea servido de hallarse en ella y honrarlos. JUEZ. Eso haré yo de muy buena gana, y pluguiese a Dios que todos los presentes se apaciguasen como ellos. PROCURADOR. Desa manera, moriríamos de hambre los escribanos y procuradores desta audiencia; que no, no, sino todo el mundo ponga demandas de divorcios, que al cabo, al cabo, los más se quedan como se estaban, y nosotros habemos gozado del fruto de sus pendencias y necedades. MÚSICOS. Pues en verdad que desde aquí hemos de ir regocijando la fiesta. (Cantan los músicos.) «Entre casados de honor, cuando hay pleito descubierto, más vale el peor concierto que no el divorcio mejor. Donde no ciega el engaño simple, en que algunos están, las riñas de por San Juan son paz para todo el año. Resucita allí el honor, y el gusto, que estaba muerto,

donde vale el peor concierto más que el divorcio mejor. Aunque la rabia de celos es tan fuerte y rigurosa, si los pide una hermosa, no son celos, sino cielos. Tiene esta opinión Amor, que es el sabio más experto: que vale el peor concierto más que el divorcio mejor.

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William Shakespeare

Romeo y Julieta Dos familias, los Montesco y los Capuleto, se odian. Julieta (Capuleto) y Romeo (Montesco) se enamoran locamente y, pese al problema familiar, deciden casarse en secreto. El padre de Julieta fija la boda de su hija sin contar con el consentimiento de ella. Para escapar al hecho trama, junto con el sacerdote amigo de la pareja, un plan que consiste en tomar un brebaje que simulará su muerte hasta que Romeo pueda reunirse con ella. El sacerdote envía una carta a Romeo para ponerle al tanto, pero no llega a su destino. El joven compra un veneno al conocer la noticia de su muerte que ingiere junto al supuesto cadáver de su amada. Cuando Julieta despierta no puede soportar el dolor y se suicida con un puñal. Escena II, Segundo Acto Romeo ante la ventana de Julieta. Bajo el balcón de Julieta. Romeo entra sin ser visto. Julieta aparece en una ventana Romeo:- ¡Silencio! ¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana? ¡Es el Oriente, y Julieta, el sol! ¡Surge, esplendente sol, y mata a la envidiosa luna, lánguida y pálida de sentimiento porque tú, su doncella, la has aventajado en hermosura! ¡No la sirvas, que es envidiosa! Su tocado de vestal es enfermizo y amarillento, y no son sino bufones los que lo usan, ¡Deséchalo! ¡Es mi vida, es mi amor el que aparece!… Habla… más nada se escucha; pero, ¿qué importa? ¡Hablan sus ojos; les responderé!… Soy demasiado atrevido. No es a mí a quien habla. Dos de las más resplandecientes estrellas de todo el cielo, teniendo algún quehacer ruegan a sus ojos que brillen en sus esferas hasta su retorno. ¿Y si los ojos de ella estuvieran en el firmamento y las estrellas en su rostro? ¡El fulgor de sus mejillas avergonzaría a esos astros, como la luz del día a la de una lámpara! ¡Sus ojos lanzarían desde la bóveda celestial unos rayos tan claros a través de la región etérea, que cantarían las aves creyendo llegada la aurora!… ¡Mirad cómo apoya en su mano la mejilla! ¡Oh! ¡Mirad cómo apoya en su mano la mejilla! ¡Oh! ¡Quién fuera guante de esa mano para poder tocar esa mejilla! Julieta:- ¡Ay de mí!

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Romeo:- Habla. ¡Oh! ¡Habla otra vez ángel resplandeciente!… Porque esta noche apareces tan esplendorosa sobre mi cabeza como un alado mensajero celeste ante los ojos extáticos y maravillados de los mortales, que se inclinan hacia atrás para verle, cuando él cabalga sobre las tardas perezosas nubes y navega en el seno del aire. Julieta:- ¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre; o, si no quieres, júrame tan sólo que me amas, y dejaré yo de ser una Capuleto. Romeo:- (Aparte) ¿Continuaré oyéndola, o le hablo ahora? Julieta:- ¡Sólo tu nombre es mi enemigo! ¡Porque tú eres tú mismo, seas o no Montesco! ¿Qué es Montesco? No es ni mano, ni pie, ni brazo, ni rostro, ni parte alguna que pertenezca a un hombre. ¡Oh, sea otro nombre! ¿Qué hay en un nombre? ¡Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquiera otra denominación! De igual modo Romeo, aunque Romeo no se llamara, conservaría sin este título las raras perfecciones que atesora. ¡Romeo, rechaza tu nombre; y a cambio de ese nombre, que no forma parte de ti, tómame a mi toda entera! Romeo:- Te tomo la palabra. Llámame sólo "amor mío" y seré nuevamente bautizado. ¡Desde ahora mismo dejaré de ser Romeo! Julieta:- ¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos? Romeo:- ¡No sé cómo expresarte con un nombre quien soy! Mi nombre, santa adorada, me es odioso, por ser para ti un enemigo. De tenerla escrita, rasgaría esa palabra. Julieta:- Todavía no he escuchado cien palabras de esa lengua, y conozco ya el acento. ¿No eres tú Romeo y Montesco? Romeo:- Ni uno ni otro, hermosa doncella, si los dos te desagradan. Julieta:- Y dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y para qué? Las tapias del jardín son altas y difíciles de escalar, y el sitio, de muerte, considerando quién eres, si alguno de mis parientes te descubriera. Romero:- Con ligeras alas de amor franquee estos muros, pues no hay cerca de piedra capaz de atajar el amor; y lo que el amor puede hacer, aquello el amor se atreve a intentar. Por tanto, tus parientes no me importan. Julieta:- ¡Te asesinarán si te encuentran!

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Romeo:- ¡Ay! ¡Más peligro hallo en tus ojos que en veinte espadas de ellos! Mírame tan sólo con agrado, y quedo a prueba de su enemistad. Julieta:- ¡Por cuánto vale el mundo, no quisiera que te viesen aquí! Romeo:- El manto de la noche me oculta a sus miradas; pero, si no me quieres, déjalos que me hallen aquí. ¡Es mejor que termine mi vida víctima de su odio, que se retrase mi muerte falto de tu amor. Julieta:- ¿Quién fue tu guía para descubrir este sitio? Romeo:- Amor, que fue el primero que me incitó a indagar; él me prestó consejo y yo le presté mis ojos. No soy piloto; sin embargo, aunque te hallaras tan lejos como la más extensa ribera que baña el más lejano mar, me aventuraría por mercancía semejante. Julieta:- Tú sabes que el velo de la noche cubre mi rostro; si así lo fuera, un rubor virginal verías teñir mis mejillas por lo que me oíste pronunciar esta noche. Gustosa quisiera guardar las formas, gustosa negar cuanto he hablado; pero, ¡adiós cumplimientos! ¿Me amas? Sé que dirás: sí, yo te creeré bajo tu palabra. Con todo, si lo jurases, podría resultar falso, y de los perjurios de los amantes dicen que se ríe Júpiter. ¡Oh gentil Romeo! Si de veras me quieres, decláralo con sinceridad; o, si piensas que soy demasiado ligera, me pondré desdeñosa y esquiva, y tanto mayor será tu empeño en galantearme. En verdad, arrogante Montesco, soy demasiado apasionada, y por ello tal vez tildes de liviana mi conducta; pero, créeme, hidalgo, daré pruebas de ser más sincera que las que tienen más destreza en disimular. Yo hubiera sido más reservada, lo confieso, de no haber tú sorprendido, sin que yo me apercibiese, mi verdadera pasión amorosa. ¡Perdóname, por tanto, y no atribuyas a liviano amor esta flaqueza mía, que de tal modo ha descubierto la oscura noche! Romeo:- Júrote, amada mía, por los rayos de la luna que platean la copa de los árboles… Julieta:- No jures por la luna, que es su rápida movimiento cambia de aspecto cada mes. No vayas a imitar su inconstancia. Romeo:- ¿Pues por quién juraré? Julieta:- No hagas ningún juramento. Si acaso, jura por ti mismo, por tu persona que es el dios que adoro y en quien he de creer. Romeo:- ¿Pues por quién juraré?

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Julieta:- No jures. Aunque me llene de alegría el verte, no quiero esta noche oír tales promesas que parecen violentas y demasiado rápidas. Son como el rayo que se extingue, apenas aparece. Aléjate ahora: quizá cuando vuelvas haya llegado abrirse, animado por las brisas del estío, el capullo de esta flor. Adiós, ¡ojalá caliente tu pecho en tan dulce clama como el mío! Romeo:- ¿Y no me das más consuelo que ése? Julieta:- ¿Y qué otro puedo darte esta noche? Romeo:- Tu fe por la mía. Julieta:- Antes de la di que tú acertaras a pedírmela. Lo que siento es no poder dártela otra vez. Romeo:- ¿Pues qué? ¿Otra vez quisieras quitármela? Julieta:- Sí, para dártela otra vez, aunque esto fuera codicia de un bien que tengo ya. Pero mi afán de dártelo todo es tan profundo y tan sin límite como los abismos de la mar. ¡Cuando más te doy, más quisiera date!… Pero oigo ruido dentro. ¡Adiós no engañes mi esperanza… Ama, allá voy… Guárdame fidelidad, Montesco mío. Espera un instante, que vuelvo en seguida. Romeo:- ¡Noche, deliciosa noche! Sólo temo que, por ser de noche, no pase todo esto de un delicioso sueño Julieta:- (Asomada otra vez a la ventana) Sólo te diré dos palabras. Si el fin de tu amor es honrado, si quieres casarte, avisa mañana al mensajero que te enviaré, de cómo y cuando quieres celebrar la sagrada ceremonia. Yo te sacrificaré mi vida e iré en pos de ti por el mundo. Ama:- (Llamando dentro) ¡Julieta! Julieta:- Ya voy. Pero si son torcidas tus intenciones, suplícote que… Ama:- ¡Julieta! Julieta:- Ya corro… Suplícote que desistas de tu empeño, y me dejes a solas con mi dolor. Mañana irá el mensajero… Romeo:- Por la gloria… Julieta:- Buenas noches. Romeo:- No. ¿Cómo han de ser buenas sin tus rayos? El amor va en busca del amor como el estudiante huyendo de sus libros, y el amor se aleja del amor como el niño que deja sus juegos para tornar al estudio. Julieta:- (Otra vez a la ventana) ¡Romeo! ¡Romeo! ¡Oh, si yo tuviese la voz del cazador de cetrería, para llamar de lejos a los halcones¡ Si yo pudiera hablar a gritos, penetraría mi voz hasta en la gruta de la ninfa Eco, y llegaría a ensordecerla repitiendo el nombre de mi Romeo.

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Romeo:- ¡Cuán grado suena el acento de mi amada en la apacible noche, protectora de los amantes! Más dulce es que la música en oído atento. Julieta:- ¡Romeo! Romeo:- ¡Alma mía! Julieta:- ¿A qué hora irá mi criado mañana? Romeo:- A las nueve. Julieta:- No faltará. Las horas se me harán siglos hasta que llegue. No sé para qué te he llamado. Romeo:- ¡Déjame quedar aquí hasta que lo pienses! Julieta:- Con el contento de verte cerca me olvidaré eternamente de lo que pensaba, recordando tu dulce compañía. Romeo:- Para que siga tu olvido no he de irme. Julieta:- Ya es de día. Vete… Pero no quisiera que te alejaras más que el breve trecho que consiente alejarse al pajarillo la niña que le tiene sujeto de una cuerda de seda, y que a veces le suelta de la mano, y luego le coge ansiosa, y le vuelve a soltar… Romeo:- ¡Ojalá fuera yo ese pajarillo! Julieta:- ¿Y qué quisiera yo sino que lo fueras? Aunque recelo que mis caricias habían de matarte. ¡Adiós, adiós! Triste es la ausencia y tan dulce la despedida, que no sé cómo arrancarme de los hierros de esta ventana. Romeo:- ¡Qué el sueño descanse en tus dulces ojos y la paz en tu alma! ¡Ojalá fuera yo el sueño, ojalá fuera yo la paz en que se duerme tu belleza! De aquí voy a la celda donde mora mi piadoso confesor, para pedirle ayuda y consejo en este trance.

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William Shakespeare

Hamlet Claudio sube al trono de Dinamarca a la muerte de su hermano y se casa con Gertrudis, la reina viuda. El hijo del difunto, el príncipe Hamlet, cae en profunda depresión. Una noche se le aparece la sombra de su padre que le revela que fue asesinado por Claudio y le exige venganza. El príncipe finge locura para llevar a término su mandato. El hecho origina un debate entre el rey y la reina, que creen que la perturbación se debe a la muerte del padre, y Polonio, el chambelán, que dice que sufre los efectos del amor que siente por su hija Ofelia. Hamlet prepara una representación teatral que visualice el asesinato descrito por el espectro de su padre para observar las reacciones de los acusados. Claudio no puede ver el final de la obra y se retira muy perturbado. Hamlet reprocha a su madre su matrimonio y mata, por error a Polonio. El rey, por otra parte, lo envía a Inglaterra y ordena su muerte que no consigue. Cuando regresa a Dinamarca Ofelia ha muerto. También morirán envenenados por diversos medios la reina y Hamlet, pero este consigue acabar con Claudio antes

Escena del enterrador Enterrador. Entra HAMLET. HORACIO a distancia ENTERRADOR.- No te devanes los sesos, que, por más que le pegues, tu burro no irá más rápido. Cuando te vengan con esa pregunta, tú di que el sepulturero, porque las casas que hace duran hasta el Día del Juicio. Vamos, corre a la taberna y tráeme una jarra de aguardiente. (Canta) De joven yo amé, amé; me pareció muy grato menguar mis anos con placer; igual no lo había probado HAMLET.- ¿Es que este hombre no tiene sentido de su oficio, que cava tumbas cantando? HORACIO.- Con la costumbre se vuelve una cuestión de indiferencia.

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HAMLET.- Cierto. La mano que poco labra tiene el sentido más fino. ENTERRADOR [canta] Mas con sigilo la vejez ha hecho presa en mí y me transporta a la región como al que no ha gozado así. (Arroja una calavera) HAMLET.- Esa calavera tenía lengua y podía cantar. Este bribón la estrella contra el suelo como si fuera la quijada de Caín, que cometió el primer crimen. Tal vez fuese la cabeza de un político, ahora avasallado por un asno, capaz de engañar a Dios, ¿no crees? HORACIO.- Tal vez, señor. HAMLET.- O la de un cortesano, que diría: «Buenos días, mi señor. ¿Cómo estáis, mi buen señor?» Sería el señor don Tal, que elogiaba el caballo del señor don Cual cuando pensaba pedírselo, ¿verdad? HORACIO.- Sí, mi señor. HAMLET.- Pues claro, y ahora es de don Gusano, sin mandíbulas y con la crisma sacudida por el sepulturero. Bonita transmutación, si supiéramos verla. ¿Tan fácil ha sido crear estos huesos que ahora sólo sirven para jugar a los bolos? Los míos me duelen de pensarlo. ENTERRADOR [canta] Un pico y una pala, pal, envuelto en un sudario, y un hoyo para huésped tal será lo necesario (Arroja otra calavera) HAMLET.- Otra más. ¿No podría ser la de un abogado? ¿Dónde están ahora sus argucias, sus distingos, sus pleitos, sus títulos, sus mañas? ¿Cómo deja que este bruto le sacuda el cráneo con una pala sucia sin denunciarle por agresión? ¡Mmm ...! Tal vez fuese en vida un gran compra-dor de tierras, con sus gravámenes, conocimientos, transmisiones, fianzas dobles, demandas. ¿Transmitió sus transmisiones y demandó sus demandas para acabar con esta tierra en la cabeza? ¿Le negarán garantía sus garantes, aun siendo dos, para una compra que no excede el tamaño de un contrato? Todas sus escrituras apenas caben en este hueco. ¿No tiene derecho a más el hacendado? HORACIO.- Ni a una pizca más, señor. HAMLET.- Los pergaminos, ¿no son de piel de carnero?

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HORACIO.- Sí, Alteza, y de becerro. HAMLET.- Carnero y becerro ha de ser quien crea que aseguran algo. Hablaré con este hombre. Tú, ¿de quién es esta fosa? ENTERRADOR.- Mía, señor [Canta] ... y un hoyo para huésped tal será lo necesario. HAMLET.- Será tuya porque te has metido dentro. ENTERRADOR.- Y como vos estáis fuera, no es vuestra. Yo en esto no me he metido, pero es mía. HAMLET.- Te has metido y has mentido diciendo que es tuya. Es para un muerto, no para un vivo; así que has mentido. ENTERRADOR.- Señor, es una mentira viva y ahora vuelve con vos. HAMLET.- ¿Para qué hombre la cavas? ENTERRADOR.- Para ningún hombre, señor. HAMLET.- ¿Para qué mujer? ENTERRADOR.- Para ninguna, tampoco. HAMLET.- Pues, ¿a quién van a enterrar? ENTERRADOR.- A una que fue mujer, pero, que en paz descanse, está muerta. HAMLET.- ¡Qué rotundo es el granuja! Como no hilemos delgado nos matarán los equívocos. De veras, Horacio; lo he notado en los últimos tres años: nos hemos vuelto tan finos que hasta el más palurdo le pisa el talón al cortesano y le roza el sabañón. ¿Desde cuándo eres sepulturero? ENTERRADOR.- De todos los días del año, desde aquel en que nuestro difunto rey Hamlet venció a Fortinbrás. HAMLET.- Y de eso, ¿cuánto hace? ENTERRADOR.- ¿No lo sabéis? ¡Si hasta los tontos lo saben! Fue el día en que nació el joven Hamlet, el que estaba loco y mandaron a Inglaterra. HAMLET.- Sí, claro. ¿Y por qué le mandaron a Inglaterra? ENTERRADOR.- Pues porque estaba loco. Allí recobrará el juicio y, si no, poco importa. HAMLET.- ¿Por qué? ENTERRADOR.- No se lo notarán: allí todos están igual de locos. HAMLET.- ¿Cómo se volvió loco?

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ENTERRADOR.- De un modo extraño. HAMLET.- ¿Cómo «extraño»? ENTERRADOR.- Vaya, pues perdiendo el juicio. HAMLET.- ¿De dónde salió su locura? ENTERRADOR.- Pues de aquí, de Dinamarca. Mozo y hombre, yo llevo aquí de sepulturero treinta años. HAMLET.- ¿Cuánto tarda en pudrirse un muerto enterrado? ENTERRADOR.- Bueno, si no se ha podrido antes de morir (pues hoy en día nos traen muchos venéreos que apenas se pueden enterrar), os puede durar unos ocho o nueve años. Un curtidor os dura nueve años. HAMLET.- ¿Y él por qué más que otros? ENTERRADOR.- Pues, señor, porque tiene la piel tan curtida que el agua no la atraviesa en mucho tiempo, y el agua descompone bien a todo puto cadáver. Aquí hay una calavera; lleva enterrada veintitrés años. HAMLET.- ¿De quién es? ENTERRADOR.- De un puto chiflado. ¿Quién creéis que era? HAMLET.- No lo sé. ENTERRADOR.- ¡Mala peste de loco! Un día me vació en la cabeza una jarra de vino del Rin. Esta calavera, señor, es la de Yorick, el bufón del rey. HAMLET.- ¿Ésta? ENTERRADOR.- La misma. HAMLET.- Deja que la vea. ¡Ay, pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio: tenía un humor incansable, una agudeza asombrosa. Me llevó a cuestas mil veces. Y ahora, ¡cómo me repugna imaginarlo! Me revuelve el estómago. Aquí colgaban los labios que besé infinitas veces. Y ahora, ¿dónde están tus pullas, tus brincos, tus canciones, esas ocurrencias que hacían estallar de risa a toda la mesa? ¿Ya no tienes quien se ría de tus muecas? ¿Estás encogido? Vete a la estancia de tu señora y dile que, por más que se embadurne, acabará con esta cara. Hazla reír con esto. Horacio, dime una cosa. HORACIO.- Sí, mi señor. HAMLET.- ¿Tú crees que Alejandro tenía este aspecto bajo tierra? HORACIO.- El mismo. HAMLET.- ¿Y olía así? ¡Uf!

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HORACIO.- Igual, señor. HAMLET.- ¡En qué bajos usos podemos caer, Horacio! ¿No podría la imaginación rastrear el noble polvo de Alejandro y encontrarlo taponando un barril? HORACIO.- Sería una busca demasiado rebuscada. HAMLET.- No, nada de eso; habría que seguirle con mesura llevados de lo probable. Es decir: Alejandro murió, Alejandro fue enterrado, Alejandro se convirtió en polvo. El polvo es tierra, con la tierra se hace el barro, y con el barro en que se convirtió, ¿por qué no se puede tapar un barril de cerveza? Muerto y hecho barro, el imperial César rellena un boquete y el aire intercepta. ¡Ah, que aquella tierra que al mundo arredró tape una pared y corte un ventarrón!

Monólogo: Ser o no ser Escena I, Tercer Acto

HAMLET Ser o no ser... He ahí el dilema. ¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir... Nada más; y decir así que con un sueño damos fin a las llagas del corazón y a todos los males, herencia de la carne, y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir, dormir... ¡Soñar acaso! ¡Qué difícil! Pues en el sueño de la muerte ¿qué sueños sobrevendrán cuando despojados de ataduras mortales encontremos la paz? He ahí la razón por la que tan longeva llega a ser la desgracia. ¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,

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la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio, la angustia del amor despreciado, la espera del juicio, la arrogancia del poderoso, y la humillación que la virtud recibe de quien es indigno, cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso en el filo desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar tanto? ¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una carga tan pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte —ese país por descubrir, de cuyos confines ningún viajero retorna— que confunde la voluntad haciéndonos pacientes ante el infortunio antes que volar hacia un mal desconocido. La conciencia, así, hace a todos cobardes y, así, el natural color de la resolución se desvanece en tenues sombras del pensamiento; y así empresas de importancia, y de gran valía, llegan a torcer su rumbo al considerarse para nunca volver a merecer el nombre de la acción. Pero, silencio... la hermosa Ofelia ¡Ninfa, en tus plegarias, jamás olvides mis pecados.

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José Zorrilla

Don Juan Tenorio Dos bravucones sevillanos, Don Juan y Don Luis hacen una apuesta. Ganará quien, al cabo de un año, acredite más amores, engaños y muertes. Es carnaval cuando se cumple el plazo. Vence Don Juan que lanza un nuevo reto: seducirá a Doña Ana, la prometida de Don Luis y enamorará a una novicia. El reto es escuchado por Don Gonzalo, comendador y padre de Inés, destinada a ser su esposa. El matrimonio es anulado e Inés recluida en un convento. Don Juan engaña a Doña Ana haciéndose pasar por su prometido y escala los muros del convento donde está Doña Inés para raptarla, pero los dos se enamoran locamente. Don Luis y Don Gonzalo morirán al desafiar al protagonista que debe huir a Italia. Regresa cinco años más tarde. Doña Inés ha muerto de amor y ha hecho también una apuesta con Dios: logrará el arrepentimiento de su amado o se condenarán juntos. Don Juan visita su tumba. Ante ella invita al comendador a cenar y éste lo invita, a su vez, a compartir la mesa de piedra con él en el panteón. Cuando está a punto llevarse a Don Juan al infierno interviene Doña Inés y logra su arrepentimiento subiendo ambos al cielo.

Inicio de la obra ACTO PRIMERO Hostería de Cristófano Buttarelli. Puerta en el fondo que da a la calle: mesas, jarros y demás utensilios propios de semejante lugar. ESCENA I Don Juan, con antifaz, sentado a una mesa escribiendo. Buttarelli y Ciutti, a un lado esperando. Al levantarse el telón, se ven pasar por la puerta del fondo máscaras, estudiantes y pueblo con hachones, músicas, etc. DON JUAN: ¡Cuál gritan esos malditos! Pero ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros sus gritos! (Sigue escribiendo.)

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BUTTARELLI: ¡A Ciutti.) Buen carnaval. CIUTTI: (A Buttarelli.) Buen agosto para rellenar la arquilla. BUTTARELLI: ¡Quiá! Corre ahora por Sevilla poco gusto y mucho mosto. Ni caen aquí buenos peces, que son casas mal miradas por gentes acomodadas, y atropelladas a veces. CIUTTI: Pero hoy... BUTTARELLI: Hoy no entra en la cuenta, CIUTTI: Se ha hecho buen trabajo. CIUTTI: ¡Chist! Habla un poco más bajo, que mi señor se impacienta pronto. BUTTARELLI: ¿A su servicio estás? CIUTTI: Ya ha un año. BUTTARELLI: ¿Y qué tal te sale? CIUTTI: No hay prior que se me iguale; tengo cuanto quiero, y más. Tiempo libre, bolsa llena, buenas mozas y buen vino.

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BUTTARELLI: ¡Cuerpo de tal, qué destino! CIUTTI: (Señalando a don Juan.) Y todo ello a costa ajena. BUTTARELLI: Rico, ¿eh? CIUTTI: Varea la plata. BUTTARELLI: ¿Franco? CIUTTI: Como un estudiante. BUTTARELLI: ¡Y noble! CIUTTI: Como un infante. BUTTARELLI: Y bravo! CIUTTI: Como un pirata. BUTTARELLI: ¡Español? CIUTTI: Creo que sí. BUTTARELLI: ¿Su nombre? CIUTTI: Lo ignoro, en suma. BUTTARELLI: ¡Bribón! ¿Y dónde va?

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CIUTTI: Aquí. BUTTARELLI: Largo plumea. CIUTTI: Es gran pluma. BUTTARELLI: ¿Y a quién mil diablos escribe tan cuidadoso y prolijo? CIUTTI: A su padre. BUTTARELLI: ¡Vaya un hijo! CIUTTI: Para el tiempo en que se vive es un hombre extraordinario. Mas ¡silencio! DON JUAN: (Cerrando la curta.) ¡Firmo! y plego. ¿Ciutti? CIUTTI: Señor. DON JUAN: Este pliego irá dentro del horario en que reza doña Inés a sus manos a parar. CIUTTI: ¿Hay respuesta que aguardar?

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DON JUAN: Del diablo con guardapiés que la asiste, de su dueña que mis intenciones sabe, recogerás una llave, una hora y una seña; y más ligero que el viento aquí otra vez. CIUTTI: Bien está. (Vase.) ESCENA II Don Juan, Buttarelli DON JUAN: Cristófano, vieni quá. BUTTARELLI: Eccellenenza! DON JUAN: Senti. BUTTARELLI: Sento. Ma ho imparato il castigliano, se è più facile Al signor la sua lingua... DON JUAN: Sí, es mejor: lascia dunque il tuo toscano, y dime: ¿don Luis Mejía ha venido hoy? BUTTARELLI: Excelencia, no está en Sevilla.

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DON JUAN: ¿Su ausencia dura en verdad todavía? BUTTARELLI: Tal creo. DON JUAN: ¿Y noticia alguna no tienes de él? BUTTARELLI: ¡Ah! Una historia me viene ahora a la memoria que os podrá dar... DON JUAN: ¿Oportuna luz sobre el caso? BUTTARELLI: Tal vez. DON JUAN: Habla pues. BUTTARELLI: (Hablando consigo mismo.) No, no me engaño: esta noche cumple el año, lo había olvidado. DON JUAN: ¡Pardiez! ¿Acabarás con tu cuento? BUTTARELLI: Perdonad, señor: estaba recordando el hecho.

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DON JUAN: ¡Acaba, vive Dios!, que me impaciento. BUTTARELLI: Pues es el caso, señor, que el caballero Mejía por quien preguntáis, dio un día en la ocurrencia peor que ocurrírsele podía. DON JUAN: Suprime lo al hecho extraño; que apostaron me es notorio a quién haría en un año con más fortuna más daño Luis Mejía y Juan Tenorio. BUTTARELLI: ¿La historia sabéis? DON JUAN: Entera; por eso te he preguntado por Mejía. BUTTARELLI: ¡Oh! me pluguiera que la apuesta se cumpliera, que pagan bien y al contado. DON JUAN: ¿Y no tienes confianza en que don Luis a esta cita acuda?

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BUTTARELLI: ¡Quiá! ni esperanza: el fin del plazo se avanza y estoy cierto que maldita la memoria que ninguno guarda de ello. DON JUAN: Basta ya. Toma. BUTTARELLI: ¡Excelencia! (Saluda profundamente.) ¿Y de alguno de ellos sabéis vos? DON JUAN: Quizá. BUTTARELLI: ¿Vendrán, pues? Al menos uno; mas por si acaso los dos dirigen aquí sus huellas el uno del otro en pos, tus dos mejores botellas prevénles. BUTTARELLI: Mas... DON JUAN: ¡Chito...! Adiós

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ESCENA III BUTTARELLI ¡Santa Madona! De vuelta Mejía y Tenorio están sin duda... y recogerán los dos la palabra suelta. ¡Oh! sí, ese hombre tiene traza de saberlo a fondo. (Ruido dentro.) Pero qué es esto? (Se asoma a la puerta.) ¡Anda! ¡El forastero está riñendo en la plaza! ¡Válgame Dios! ¡Qué bullicio! Cómo se le arremolina chusma...! ¡Y cómo la acoquina él solo...! ¡Puf! ¡Qué estropicio! ¡Cuál corren delante de él! No hay duda, están en Castilla los dos, y anda ya Sevilla toda revuelta. ¡Miguel! ESCENA IV Buttarelli, Miguel MIGUEL: ¿Che comanda? BUTTARELLI: Presto, qui servi una tavola, amico: e del Lacryma più antico porta due buttiglie. MIGUEL: Si, signor padron.

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BUTTARELLI: Micheletto, apparechia in carità lo più ricco que si fa, ¡afrettati! MIGUEL: Gia mi afretto, signor padrone. (Vase.) ESCENA V Buttarelli, Don Gonzalo DON GONZALO: Aquí es. ¿Patrón? BUTTARELLI: ¿Qué se ofrece? DON GONZALO: Quiero hablar con el hostelero. BUTTARELLI: Con él habláis; decid, pues. DON GONZALO: ¿Sois Vos? BUTTARELLI: Sí, mas despachad, que estoy de priesa. DON GONZALO: En tal caso ved si es cabal y de paso esa dobla y contestad.

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BUTTARELLI: ¿Oh, excelencia! DON GONZALO: ¿Conocéis a don Juan Tenorio BUTTARELLI: Sí. DON GONZALO: ¿Y es cierto que tiene aquí hoy una cita? BUTTARELLI: ¡Oh! ¿seréis vos el otro? DON GONZALO: ¿Quién? BUTTARELLI: Don Luis. DON GONZALO: No; Pero estar me interesa en su entrevista. BUTTARELLI: Esta mesa les preparo; si os servís en esotra colocaros, podréis presenciar la cena que les daré... ¡Oh! será escena que espero que ha de admiraros. DON GONZALO: Lo creo.

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BUTTARELLI: Son sin disputa los dos mozos más gentiles de España. DON GONZALO: Sí, y los más viles también. BUTTARELLI: ¡Bah! Se les imputa cuanto malo se hace hoy día; mas la malicia lo inventa, pues nadie paga su cuenta como Tenorio y Mejía. DON GONZALO: ¡Ya! BUTTARELLI: Es afán de murmurar, porque conmigo, señor, ninguno lo hace mejor, y bien lo puedo jurar. DON GONZALO: No es necesario; mas... BUTTARELLI: ¿Qué? DON GONZALO: Quisiera yo ocultamente verlos, y sin que la gente le reconociera.

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BUTTARELLI: A fe que eso es muy fácil, señor. Las fiestas de carnaval al hombre más principal permiten, sin deshonor de su linaje, servirse de un antifaz, y bajo él, ¿quién sabe hasta descubrirse de qué carne es el pastel?

Monólogos significativos Relato de las hazañas de Don Juan Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar. Pues, señor, yo desde aquí, buscando mayor espacio para mis hazañas, di sobre Italia, porque allí tiene el placer un palacio. De la guerra y del amor antigua y clásica tierra, y en ella el emperador, con ella y con Francia en guerra, díjeme: «¿Dónde mejor? Donde hay soldados hay juego, hay pendencias y amoríos.» Di, pues, sobre Italia luego, buscando a sangre y a fuego amores y desafíos.

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En Roma, a mi apuesta fiel, fijé, entre hostil y amatorio, en mi puerta este cartel: «Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él.» De aquellos días la historia a relataros renuncio: remítome a la memoria que dejé allí, y de mi gloria podéis juzgar por mi anuncio. Las romanas, caprichosas, las costumbres, licenciosas, yo, gallardo y calavera: ¿quién a cuento redujera mis empresas amorosas? Salí de Roma, por fin, como os podéis figurar: con un disfraz harto ruin, y a lomos de un mal rocín, pues me querían ahorcar. Fui al ejército de España; mas todos paisanos míos, soldados y en tierra extraña, dejé pronto su compaña tras cinco o seis desafíos. Nápoles, rico vergel de amor, de placer emporio, vio en mi segundo cartel: «Aquí está don Juan Tenorio, y no hay hombre para él . Desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca,

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no hay hembra a quien no suscriba; y a cualquier empresa abarca, si en oro o valor estriba. Búsquenle los reñidores; cérquenle los jugadores; quien se precie que le ataje, a ver si hay quien le aventaje en juego, en lid o en amores.» Esto escribí; y en medio año que mi presencia gozó Nápoles, no hay lance extraño, no hay escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por donde quiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé, y a las mujeres vendí. Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí. Ni reconocí sagrado, ni hubo ocasión ni lugar por mi audacia respetado; ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. A quien quise provoqué, con quien quiso me batí, y nunca consideré

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que pudo matarme a mí aquel a quien yo maté. A esto don Juan se arrojó, y escrito en este papel está cuanto consiguió: y lo que él aquí escribió, mantenido está por él. Don Juan declara su amor a Inés ¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esta orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando al día, ¿no es cierto, paloma mía, que están respirando amor? Esa armonía que el viento recoge entre esos millares de floridos olivares, que agita como manso aliento; ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador llamando al cercano día

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¿No es verdad, gacela mía, que están respirando amor? Y mis palabras que están inflamando en tu interior un fuego germinador no encendido todavía ¿No es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿No es verdad, hermosa mía, que están respirando amor? Oh sí, bellísima Inés, espejo y luz de mis ojos escucharme, sin enojos, como lo haces, amor es: mira quí a tus plantas, pues, todo el altivo rigor de este corazón traidor que rendirse no creía, adorando, vida mía, la esclavitud de tu amor. Respuesta de Dª Inés Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, que no podré resistir mucho tiempo sin morir tan nunca sentido afán.

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¡Ah! Callad por compasión, que oyéndoos me parece que mi cerebro enloquece se arde mi corazón. ¡Ah! Me habéis dado a beber un filtro infernal, sin duda, que a rendiros os ayuda la virtud de la mujer. Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto que a vos me atrae en secreto como irresistible imán. Tal vez Satán puso en vos: su vista fascinadora, su palabra seductora, y el amor que negó a Dios. ¡Y qué he de hacer ¡ay de mí! sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí? No, don Juan, en poder mío resistirte no está ya: yo voy a ti como va sorbido al mar ese río. Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame porque te adoro.

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Conversión de D. Juan ¡Alma mía! Esa palabra cambia de modo mi ser, que alcanzo que puede hacer hasta que el Edén se me abra. No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí; es Dios, que quiere por ti ganarme para Él quizás. No, el amor que hoy se atesora en mi corazón mortal no es un amor terrenal como el que sentí hasta ahora; no es esa chispa fugaz que cualquier ráfaga apaga; es incendio que se traga cuanto ve, inmenso, voraz. Desecha, pues, tu inquietud, bellísima doña Inés, porque me siento a tus pies capaz aún de la virtud. Sí, iré mi orgullo a postrar ante el buen Comendador, y o habrá de darme tu amor, o me tendrá que matar.

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Leandro Fernández de Moratín

El sí de las niñas Don Diego es un rico señor mayor que concierta con Doña Irene su matrimonio con Paquita, hija de la anterior, de sólo dieciséis años y educada en un colegio religioso. Pero la joven de quien está enamorada es de Carlos, sobrino de Don Diego, pero a quien ella conoce con otro nombre. Carlos se entera que su amada ha sido prometida, pero desconoce con quién. Don Diego envía al regimiento al joven que se despide de su amada mediante una carta que llega a manos de su tío. Don Diego recapacita y propicia la unión de ambos jóvenes. Acto primero ESCENA I DON DIEGO, SIMÓN (Sale DON DIEGO de su cuarto. SIMÓN, que está sentado en una silla, se levanta.) DON DIEGO. ¿No han venido todavía? SIMÓN. No, señor. DON DIEGO. Despacio la han tomado, por cierto. SIMÓN. Como su tía la quiere tanto, según parece, y no la ha visto desde que la llevaron a Guadalajara... DON DIEGO. Sí. Yo no digo que no la viese, pero con media hora de visita y cuatro lágrimas, estaba concluido. SIMÓN. Ello también ha sido extraña determinación la de estarse usted dos días enteros sin salir de la posada. Cansa el leer, cansa el dormir... Y sobre todo, cansa la mugre del cuarto, las sillas desvencijadas, las estampas del hijo pródigo, el ruido de campanillas y cascabeles y la conversación ronca de carromateros y patanes, que no permiten un instante de quietud. DON DIEGO. Ha sido conveniente el hacerlo así. Aquí me conocen todos el Corregidor, el Señor Abad, el Visitador, el Rector de Málaga... ¡Qué sé yo! Todos... Y ha sido preciso sentarme quieto y no exponerme a que me hallasen por ahí, y no he querido que nadie me vea.

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SIMÓN. Yo no alcanzo la causa de tanto retiro. Pues, ¿hay más en esto que haber acompañado usted a doña Irene hasta Guadalajara, para sacar del convento a la niña y volvernos con ellas a Madrid? DON DIEGO. Sí, hombre, algo más hay de lo que has visto. SIMÓN. Adelante. DON DIEGO. Algo, algo... Ello tú al cabo lo has de saber, y no puede tardarse mucho... Mira, Simón, por Dios te encargo que no lo digas... Tú eres hombre de bien, y me has servido muchos años con fidelidad... Ya ves que hemos sacado a esa niña del convento y nos la llevamos a Madrid. SIMÓN. Sí, señor. DON DIEGO. Pues bien... Pero te vuelvo a encargar que a nadie lo descubras. SIMÓN. Bien está, señor. Jamás he gustado de chismes. DON DIEGO. Ya lo sé, por eso quiero fiarme de ti. Yo, la verdad, nunca había visto a la tal doña Paquita; pero mediante la amistad con su madre he tenido frecuentes noticias de ella; he leído muchas de las cartas que escribía; he visto algunas de su tía la monja, con quien ha vivido en Guadalajara; en suma, he tenido cuantos informes pudiera desear acerca de sus inclinaciones y su conducta. Ya he logrado verla; he procurado observarla en estos pocos días, y a decir verdad, cuantos elogios hicieron de ella me parecen escasos. SIMÓN. Sí, por cierto... Es muy linda y... DON DIEGO. Es muy linda, muy graciosa, muy humilde... Y sobre todo ¡aquel candor, aquella inocencia! Vamos, es de lo que no se encuentra por ahí... Y talento... Sí señor, mucho talento... Con que, para acabar de informarte, lo que yo he pensado es… SIMÓN. No hay que decírmelo. DON DIEGO. ¿No? ¿Por qué? SIMÓN. Porque ya lo adivino. Y me parece excelente idea. DON DIEGO. ¿Qué dices? SIMÓN. Excelente. DON DIEGO. ¿Con que al instante has conocido?... SIMÓN. ¿Pues no es claro?... ¡Vaya!... Dígole a usted que me parece muy buena boda. Buena, buena. DON DIEGO. Sí señor... Yo lo he mirado bien, y lo tengo por cosa muy acertada.

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SIMÓN. Seguro que sí. DON DIEGO. Pero quiero absolutamente que no se sepa hasta que esté hecho. SIMÓN. Y en eso hace usted bien. DON DIEGO. Porque no todos ven las cosas de una manera, y no faltaría quien murmurase y dijese que era una locura, y me... SIMÓN. ¿Locura? ¡Buena locura!... ¿Con una chica como ésa, eh? DON DIEGO. Pues ya ves tú. Ella es una pobre... Eso sí. Porque, aquí entre los dos, la buena de doña Irene se ha dado tal prisa a gastar desde que murió su marido que, si no fuera por estas benditas religiosas y el canónigo de Castrojeriz, que es también su cuñado, no tendría para poner un puchero a la lumbre... Y muy vanidosa y muy remilgada, y hablando siempre de su parentela y de sus difuntos, y sacando unos cuentos allá que... Pero esto no es del caso... Pero yo no he buscado dinero, que dineros tengo; he buscado modestia, recogimiento, virtud. SIMÓN. Eso es lo principal... Y, sobre todo, lo que usted tiene ¿para quién ha de ser? DON DIEGO. Dices bien... ¿Y sabes tú lo que es una mujer aprovechada, hacendosa, que sepa cuidar de la casa, economizar, estar en todo?... Siempre lidiando con amas, que si una es mala, otra es peor: regalonas, entremetidas, habladoras, llenas de histérico, viejas, feas como demonios... No señor: vida nueva. Tendré quien me asista con amor y fidelidad, y viviremos como unos santos... Y deja que hablen y murmuren, y... SIMÓN. Pero siendo a gusto de entrambos, ¿qué pueden decir? DON DIEGO. No, yo ya sé lo que dirán; pero... Dirán que la boda es desigual, que no hay proporción en la edad, que... SIMÓN. Vamos, que no me parece tan notable la diferencia. Siete u ocho años, a lo más. DON DIEGO. ¿Qué, hombre? ¿Qué hablas de siete u ocho años? Si ella ha cumplido diez y seis pocos meses ha. SIMÓN. Y bien, ¿qué? DON DIEGO. Y yo, aunque gracias a Dios estoy robusto y... Con todo eso, mis cincuenta y nueve años no hay quien me los quite. SIMÓN. Pero si yo no hablo de eso. DON DIEGO. Pues ¿de qué hablas? SIMÓN. Decía que... Vamos, o usted no acaba de explicarse, o yo lo entiendo al revés... En suma, esta doña Paquita ¿con quién se casa?

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DON DIEGO. ¿Ahora estamos ahí? Conmigo. SIMÓN. ¿Con usted? DON DIEGO. Conmigo. SIMÓN. ¡Medrados quedamos! DON DIEGO. ¿Qué dices...? Vamos, ¿qué? SIMÓN. ¡Y pensaba yo haber adivinado! DON DIEGO. Pues ¿qué creías? ¿Para quién juzgaste que la destinaba yo? SIMÓN. Para don Carlos, su sobrino de usted, mozo de talento, instruido, excelente soldado, amabilísimo por todas sus circunstancias... Para ése juzgué que se guardaba la tal niña. DON DIEGO. Pues no señor. SIMÓN. Pues bien está. DON DIEGO. ¡Mire usted qué idea! ¡Con el otro la había de ir a casar!... No señor, que estudie sus matemáticas. SIMÓN. Ya las estudia; o por mejor decir, ya las enseña. DON DIEGO. Que se haga hombre de valor y... SIMÓN. ¡Valor! ¿Todavía pide usted más valor a un oficial que en la última guerra, con muy pocos que se atrevieron a seguirle, tomó dos baterías, clavó los cañones, hizo algunos prisioneros y volvió al campo lleno de heridas y cubierto de sangre?... Pues bien satisfecho quedó usted entonces del valor de su sobrino, y yo le vi a usted más de cuatro veces llorar de alegría, cuando el rey le premió con el grado de teniente coronel y una cruz de Alcántara. DON DIEGO. Sí, señor; todo es verdad; pero no viene a cuento. Yo soy el que me caso. SIMÓN. Si está usted bien seguro de que ella le quiere, si no la asusta la diferencia de la edad, si su elección es libre... DON DIEGO. Pues ¿no ha de serlo...? Doña Irene la escribió con anticipación sobre el particular. Hemos ido allá, me ha visto, la han informado de cuanto ha querido saber, y ha respondido que está bien, que admite gustosa el partido que se le propone... Y ya ves tú con qué agrado me trata, y qué expresiones me hace tan cariñosas y tan sencillas... Mira, Simón, si los matrimonios muy desiguales tienen por lo común desgraciada resulta, consiste en que alguna de las partes procede sin libertad, en que hay violencia, seducción, engaño, amenazas, tiranía doméstica...

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Pero aquí no hay nada de eso. ¿Y qué sacarían con engañarme? Ya ves tú la religiosa de Guadalajara si es mujer de juicio; ésta de Alcalá, aunque no la conozco, sé que es una señora de excelentes prendas; mira tú si doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer. La criada, que la ha servido en Madrid y más de cuatro años en el convento, se hace lenguas de ella; y, sobre todo, me ha informado de que jamás observó en esta criatura la más remota inclinación a ninguno de los pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas, éstas han sido su ocupación y sus diversiones... ¿Qué dices? SIMÓN. Yo nada, señor. DON DIEGO. Y no pienses tú que, a pesar de tantas seguridades, no aprovecho las ocasiones que se presentan para ir ganando su amistad y su confianza, y lograr que se explique conmigo en absoluta libertad... Bien que aún hay tiempo... Sólo que aquella doña Irene siempre la interrumpe, todo se lo habla... Y es muy buena mujer, buena... SIMÓN. En fin, señor, yo desearé que salga como usted apetece. DON DIEGO. Sí, yo espero en Dios que no ha de salir mal. Aunque el novio no es muy de tu gusto... ¡Y qué fuera de tiempo me recomendabas al tal sobrinito! ¿Sabes tú lo enfadado que estoy con él? SIMÓN. Pues ¿qué ha hecho? DON DIEGO. Una de las suyas... Y hasta pocos días ha no lo he sabido. El año pasado, ya lo viste, estuvo dos meses en Madrid... Y me costó buen dinero la tal visita... En fin, es mi sobrino, bien dado está; pero voy al asunto. Llegó el caso de irse a Zaragoza a su regimiento... Ya te acuerdas de que a muy pocos días de haber salido de Madrid, recibí la noticia de su llegada. SIMÓN. Sí, señor. DON DIEGO. Y que siguió escribiéndome, aunque algo perezoso, siempre con la data de Zaragoza. SIMÓN. Así es la verdad. DON DIEGO. Pues el pícaro no estaba allí cuando me escribía las tales cartas.

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Henrik Ibsen

La dama del mar

El doctor Wangel tiene dos hijas de su primer matrimonio, Bolette y Hilde. Tras la muerte de su primera esposa se casa con Ellida, mucho más joven que él. La pérdida de un hijo pone fin a su relación personal y en peligro la salud mental de Ellida. Diez años antes Ellida había estado prometida con un marinero que por problemas con la justicia se vio obligado a huir. Vuelve, y pretende recuperar a Ellida. El doctor comprende que debe dar a su esposa la libertad de elegir entre quedarse con él o irse con el extraño. Ella elige quedarse con su marido.

ESCENA VI HILDA, BOLETA y el doctor WANGEL por la derecha, en traje de viaje y con un saquito en la mano. WANGEL. (En la puerta del jardín). -¡Aquí me tenéis ya, hijitas! BOLETA. (Saliendo a recibirlo).-¡Qué alegría volver a verte!. HILDA. (A cercándose a él). - ¿Has concluido por hoy, papá? WANGEL. -No. Quizá más tarde tenga que bajar un momento al despacho. Decidme: ¿sabéis si ha llegado Arnholm? BOLETA. -Sí, papá; llegó anoche. Hemos mandado a preguntar a la fonda. WANGEL. -Entonces, ¿no le habéis visto todavía? BOLETA. -No, pero debe venir aquí esta mañana. WANGEL. -Vendrá seguramente. HILDA. (Atrayéndole hacia el mirador).-¡Vamos! Echa un vistazo por aquí. WANGEL. (Viendo los floreros). -Si, sí, hija mía, ya veo. Todo tiene trazas de fiesta. BOLETA. - ¿Está bonito? WANGEL. -Sí, sí, muy bonito. Dime, ¿estamos solos en casa ahora? HILDA. -Sí: ha ido a... BOLETA. (Apresurándose a interrumpirla). Mamá, ha ido a bañarse.

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WANGEL. (Mira con benevolencia a Boleta y le pone la mano en la cabeza cariñosamente. Luego con vacilación). -Y decid, hijitas, ¿habéis pensado tener adornado el mirador y dejar ondeando la bandera durante todo el día? HILDA. -¡Claro! Ya comprendes tú que es natural... WANGEL. -¡Jem! Sí, es claro; pero ya sabéis que... BOLETA. (Le hace señas). -No hay que decir que todo esto es por el profesor Arnholm. Cuando viene a vernos un amigo tan bueno.... HILDA. (Sonríe sacudiéndole el brazo ligeramente).-Hazte cargo, papá:¡él, que ha sido el profesor de Boleta! WANGEL. (Medio sonriendo). -¡Vaya unas picaras que estáis! De manera, que a vosotras os parece natural que todos los años dediquemos un recuerdo a la que ya no está entre nosotros. ¡Bueno!¡Pero!... Mira, Hilda: toma el saco (Se lo da) y llévalo al despacho. ¡Pues no, hijitas! A mí, francamente no me gusta esta fiesta... no me gusta, que todos los años, ¿eh?... ¿comprendéis?¡En fin! Será que no puede ser de otro modo. HILDA. (Se dirige a la izquierda con el saco en la mano. De repente se detiene mirando a lo lejos). - ¿No veis quién viene? Debe ser el profesor. BOLETA. (Mirando). -¡El! (Riendo).¡Vamos! ¿Crees tú que es Arnholm ese anciano? WANGEL. -Espera, hija. (Pausa)¡Juraría que es él!¡y él es, sin duda alguna! BOLETA. (Con sorpresa). -¡Dios mío! Sí, es él. ESCENA VII Dichos, el profesor ARNHOLM, en traje de paseo, muy elegante, con lentes de oro, y un junquillo en la mano, por el camino de la izquierda. Parece algo fatigado. Dirige una ojeada al jardín, saluda y entra. WANGEL. (Saliendo al encuentro de Arnholm). -¡Bien venido, querido profesor! -Me alegro con toda el alma de verlo en estos lugares que le son tan conocidos.

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ARNHOLM. -¡Gracias, querido doctor, mil gracias! (Se estrechan la mano y se adelantan juntos).¡Ah! ¿Están aquí las niñas? (Alargándoles las manos).¡Me hubiera costado trabajo conocerlas! WANGEL. -¡Ya 1o creo! ARNHOLM. -Sin embargo, a Boleta... sí, a Boleta la hubiera conocido. WANGEL. -A duras penas, me parece. Pero, es natural, hace ocho o nueve años que no las ha visto usted, y, desde entonces, ¡han ocurrido tantas cosas! ARNHOLM. (Mirando en torno suyo). – Pues a mí la verdad, no me parece... Han crecido los árboles, y hay una glorieta. No veo otra cosa nueva. WANGEL. -Cierto: la decoración no ha, cambiado. ARNHOLM. (Sonriendo). -Y, además, ahora tiene usted dos muchachas casaderas. WANGEL. -¡Oh! Por ahora, no hay que pensar más que en una. HILDA. (Aparte). -¡Gracias! Papá no tiene pelos en la lengua. WANGEL. -Propongo que vayamos a sentarnos en el mirador. Estaremos más frescos. ¿Le parece bien? ANHOLM. -Con mucho gusto, querido doctor. (Suben al mirador. Wangel señala a Arnholm la mecedora). WANGEL. -¡Perfectamente! Ahora a estar ahí con sosiego, hasta que descanse. ¡Parece que el viaje le ha fatigado mucho! ARNHOLM. -No, mucho no; y aquí, en medio de estos paisajes tan espléndidos... BOLETA. (A Wangel).- ¿Quieres que lleve a la sala un poco de soda? Pronto hará aquí demasiado calor. WANGEL. -Eso, sí, soda, y coñac. BOLETA. - ¿Coñac también? WANGEL. -¡Un poco! Por si alguien quiere... BOLETA. -Bien, papá. Anda, Hilda, lleva el saco al despacho. (Entra en la casa, y cierra la puerta. Hilda toma el saco y váse por la izquierda hacia la espalda de la casa).

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ESCENA VIII WANGEL y ARNHOLM ARNHOLM. (Después de haber seguido a Boleta con la vista). -¡Es hermosa de veras!... ¡Tiene usted dos hijas muy hermosas! WANGEL. (Sentándose).- ¿Verdad que sí? ARNHOLM. -Tanto Boleta como Hilda me han sorprendido extraordinariamente. Pero usted, doctor, ¿piensa permanecer aquí toda la vida? WANGEL. -Es lo más probable. ¿Qué quiere usted? Aquí he nacido, y aquí he vivido feliz con la que no tardó en abandonarnos. Usted la conocía, Arnholm, usted la vio la última vez que estuvo aquí. ARNHOLM. -Sí, Sí. WANGEL. -También ahora soy muy dichoso con mi segunda esposa. Hay que convenir en que me ha favorecido la suerte... ARNHOLM. - ¿No tiene usted hijos del segundo matrimonio? WANGEL. -Hace dos años y medio tuvimos un niño, que murió a los cinco meses. ARNHOLM. - ¿No está en casa su esposa? WANGEL. -¡Sí! No tardará en venir. Ha ido a bañarse. Va diariamente en todo tiempo. ARNHOLM. - ¿Está enferma? WANCEL. - Enferma precisamente, no; pero desde hace algunos años está muy nerviosa; su padecimiento es intermitente. A punto fijo, no sé qué tiene, pero el baño le proporciona gran placer. Puede decirse que el mar forma, parte de su ser. ARNHOLM. -Sí, lo recuerdo. Ya en otro tiempo... WANGEL. (Con sonrisa casi imperceptible). Es verdad: usted ha debido conocerla cuando era profesor en Skjoldviken. ARNHOLM. –Precisamente. Ella iba a visitar al pastor con frecuencia y, además, solía encontrarla en el faro cuando iba a ver a su padre. WANGEL. -¡Ah! Su estancia en el faro ha dejado en ella huellas indelebles. Aquí no la comprende nadie, y le llaman la dama del mar.

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ARNHOLM. - ¿De veras? WANGEL.- Sí, por sus aficiones. Pero háblele usted del pasado, querido Arnholm, y la complacerá. ARNHOLM. (Mirándole con expresión de duda). - ¿Tiene usted algún motivo para creerlo así? WANGEL. -Indudablemente ELLIDA. (Dentro). -Wangel, ¿estás ahí? WANGEL. (Levantándose). -Sí, mujer.

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Jacinto Benavente

Los intereses creados Aunque Jacinto Benavente sitúa la acción en una época presente, todas las referencias, actitudes y alusiones de la obra corresponden a un mundo medieval de aristócratas, damas y escuderos. El protagonista del enredo es el astuto Crispín, que llega a la ciudad con Leandro en la más absoluta ruina. Pretenden estafar al personal haciendo pasar a Leandro por un gran señor que viaja de incógnito. Consiguen así vivir gratis y ser conocidos (famosos) en la ciudad, que se los disputa en fiestas y comilonas. El objetivo final será casar a Leandro con Silvia, hija del mayor millonario del lugar. Cuando están a punto de hacerlo son descubiertos y detenidos por un juez que les persigue por otras estafas anteriores. Todos los implicados en los engaños, por una u otra razón se ponen, de parte de los estafadores para defender su prestigio o interés.

Monólogo del Autor por boca de CRISPÍN ACTO PRIMERO CRISPÍN.- He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el espetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con la risa; y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde sus carrozas, como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante. Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobretes

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de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa. Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura. Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que por curiosidad de su espíritu inquieto os presenta un poeta de ahora. Es una farsa guiñolesca, de asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas grotescas máscaras de aquella comedia de Arte italiano, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo. Bien conoce el autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara. El autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos. Y he aquí cómo estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.

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Primer cuadro Plaza de una ciudad. A la derecha, en primer término, fachada de una hostería con puerta practicable y en ella un aldabón. Encima de la puerta un letrero que diga: “Hostería’. ESCENA PRIMERA LEANDRO y CRISPÍN que salen por la segunda izquierda. LEANDRO.-Gran ciudad ha de ser ésta, Crispín; en todo se advierte su señorío y riqueza. CRISPIN.-Dos ciudades hay. ¡Quisiera el Cielo que en la mejor hayamos dado! LEANDRO.- ¿Dos ciudades dices, Crispín? Ya entiendo, antigua y nueva, una de cada parte del río. CRISPÍN.- ¿Qué importa el río ni la vejez ni la novedad? Digo dos ciudades como en toda ciudad del mundo: una para el que llega con dinero, y otra para el que llega como nosotros. LEANDRO.- ¡Harto es haber llegado sin tropezar con la justicia! Y bien quisiera detenerme aquí algún tiempo, que ya me cansa tanto correr tierras. CRISPÍN.-A mí no, que es condición de los naturales, como yo, del libre reino de Picardía, no hacer asiento en parte alguna, si no es forzado y en galeras, que es duro asiento. Pero ya que sobre esta ciudad caímos y es plaza fuerte a lo que se descubre, tracemos como prudentes capitanes nuestro plan de batalla, si hemos de conquistarla con provecho. LEANDRO.- ¡Mal pertrechado ejército Venimos! CRISPÍN.-Hombres somos, y con hombres hemos de vernos. LEANDRO.-Por todo caudal, nuestra persona. No quisiste que nos desprendiéramos de estos vestidos, que, malvendiéndolos, hubiéramos podido juntar algún dinero. CRISPÍN.- ¡Antes me desprendiera yo de la piel que de un buen vestido! Que nada importa tanto como parecer, según va el mundo, y el vestido es lo que antes parece.

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LEANDRO.- ¿Qué hemos de hacer, Crispín? Que el hambre y el cansancio me tienen abatido, y mal discurro. CRISPÍN.-Aquí no hay sino valerse del ingenio y de la desvergüenza, que sin ella nada vale el ingenio.Lo que he pensado es que tú has de hablar poco y desabrido, para darte aires de persona de calidad; de vez en cuando te permito que descargues algún golpe sobre mis costillas; a cuantos te pregunten, responde misterioso; y cuanto hables por tu cuenta, sea con gravedad; como si sentenciaras. Eres joven, de buena presencia; hasta ahora sólo supiste malgastar tus cualidades; ya es hora de aprovecharte de ellas. Ponte en mis manos, que nada conviene tanto a un hombre como llevar a su lado quien haga notar sus méritos, que en uno mismo la modestia es necedad y la propia alabanza locura, y con las dos se pierde para el mundo. Somos los hombres como mercancía, que valemos más o menos según la habilidad del mercader que nos presenta. Yo te aseguro que así fueras vidrio, a mi cargo corre que pases por diamante. Y ahora llamemos a esta hostería, Que lo primero es acampar a vista de la plaza. LEANDRO.- ¿A la hostería dices? ¿Y cómo pagaremos? CRISPÍN.-Si por tan poco te acobardas busquemos un hospital o casa de misericordia, o pidamos limosna, si a lo piadoso nos acogemos; y si a lo bravo, volvamos al camino y saltemos al primer viandante; si a la verdad de nuestros recursos nos atenemos, no son otros nuestros recursos. LEANDRO.-Yo traigo cartas de introducción para personas de valimiento en esta ciudad, que podrán socorremos. CRISPÍN.- ¡Rompe luego esas cartas y no pienses en tal bajeza! ¡Presentarnos a nadie como necesitados! ¡Buenas cartas de crédito son ésas! Hoy te recibirán con grandes cortesías, te dirán que su casa y su persona son tuyas, y a la segunda vez que llames a su puerta, ya te dirá el criado que su señor no está en casa ni para en ella; y a otra visita, ni te abrían la puerta. Mundo es éste de toma y daca; lonja de contratación, casa de cambio, y antes de pedir, ha de ofrecerse. LEANDRO.- ¿Y qué podré ofrecer yo si nada tengo?

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CRISPÍN.- ¡En qué poco te estimas! Pues qué, un hombre por sí, ¿nada vale? Un hombre puede ser soldado, y con su valor decidir una victoria; puede ser galán o marido, y con dulce medicina curar a alguna dama de calidad o doncella de buena linaje que se sienta morir de melancolía; puede ser criado de algún señor poderoso que se aficione de él y le eleve hasta su privanza, y tantas cosas más que no he de enumerar. Para subir, cualquier escalón es bueno. LEANDRO.- ¿Y si aun ese escalón me falta? CRISPÍN.-Yo te ofrezco mis espaldas para encumbrarte. Tú te verás en alto. LEANDRO.- ¿Y si los dos damos en tierra? CRISPÍN.-Que ella nos sea leve. (Llamando a la hostería con el aldabón.) ¡Ah de la hostería! ¡Hola, digo!¡Hostelero o demonio! ¿Nadie responde? ¿Qué casa es ésta? LEANDRO.- ¿Por qué esas voces si apenas llamasteis? CRISPÍN.- ¡Porque es ruindad hacer esperar de ese modo! (Vuelve a llamar más fuerte.) ¡Ah de la gente! ¡Ah de la casa! ¡Ah de todos los diablos! HOSTELERO.- (Dentro.) ¿Quién va? ¿Qué voces y qué modo son éstos? No hará tanto que esperan. CRISPÍN.- ¡Ya fue mucho! Y bien nos informaron que es ésta muy ruin posada para gente noble. ESCENA II DICHOS, el HOSTELERO y dos Mozos que salen de la hostería. HOSTELERO.- (Saliendo.)Poco a poco, que no es posada, sino hospedería y muy grandes señores han parado en ella. CRISPÍN.- Quisiera yo ver a esos que llamáis grandes señores. Gentecilla de poco más o menos. Bien se advierte en esos mozos, que no saben conocer a las personas de calidad, y se están ahí como pasmarotes sin atender a nuestro servicio. HOSTRLERO.- ¡Por vida que sois impertinente!

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LEANDRO.- Este criado mío Siempre ha de extremar su celo. Buena es vuestra posada para el poco tiempo que he de parar en ella. Disponed luego un aposento para mí y otro para este criado, y ahorremos palabras. HOSTELERO.- Perdonad, señor; si antes hubierais hablado… Siempre los señores han de ser más comedidos que sus criados. CRISPÍN.- Es que este buen señor mío a todo se acomoda; pero yo sé lo que conviene a su servicio, y no he de pasar por cosa mal hecha. Conducidnos ya al aposento. HOSTELERO.- ¿No traéis bagaje alguno? CRISPÍN.- ¿Pensáis que nuestro bagaje es hatillo de soldado o de estudiante para traerlo a mano, ni que mi señor ha de traer aquí ocho carros, que tras nosotros vienen, ni que aquí ha de parar sino el tiempo preciso que conviene al secreto de los servicios que en esta ciudad le están encomendados? LEANDRO.- ¿No callarás? ¿Qué secreto ha de haber contigo? ¡Pues voto a.. ., que si alguien me descubre por tu hablar sin medida! (Le amenaza y le pega con la espada) CRISPÍN.- ¡Valedme, que me matará! (Corriendo.) HOSTELERO.- (Interponiéndose entre Leandro y Crispín.) ¡Teneos, señor! LEANDRO.- Dejad que le castigue, que no hay falta para mí como el hablar sin tino. HOSTELERO.- ¡No le castiguéis, señor! LEANDRO.- ¡Dejadme, dejadme, que no aprenderá nunca!(Al ir a pegar a Crispín, éste se esconde detrás del Hostelero, quien recibe los golpes.) CRISPÍN.- (Quejándose.)¡Ay, ay, ay! HOSTELERO.- ¡Ay digo yo, que me dio de plano! LEANDRO.- (A Crispín.) Ve a lo que diste lugar: a que este infeliz fuera el golpeado. ¡Pídele perdón! HOSTELERO.- No es menester. Yo le perdono gustoso. (A los criados.) ¿Qué hacéis ahí parados? Disponed los aposentos donde suele parar el embajador de Mantua y preparad comida para este caballero.

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CRISPÍN.- Dejad que yo les advierta de todo, que cometerán mil torpezas y pagaré yo luego, que mi señor, como veis, no perdona falta. Soy con vosotros, muchachos… y tened cuenta a quién servís, que la mayor fortuna O la mayor desdicha os entró por las puertas. (Entran los criados y Crispín en la hostería.) HOSTELERO.- (A Leandro) ¿Y podéis decirme vuestro nombre, de dónde venís, y a qué propósito?. LEANDRO.- (Al ver salir a Crispín de la hostería) Mi criado os lo dirá. Y aprended a no importunarme con preguntas (Entra en la hostería) CRISPÍN.- ¡Buena la hicisteis! ¿Atreverse a preguntar a mi señor? Si os importa tenerle una hora siquiera en vuestra casa, no volváis a dirigirle la palabra. HOSTELERO.- Sabed que hay Ordenanzas muy severas que así lo disponen. CRISPÍN.- ¡Veníos con Ordenanzas a mi señor! ¡Callad, callad, que no sabéis a quién tenéis en vuestra casa, y si lo supierais no diríais tantas impertinencias! HOSTELERO.- Pero ¿no he de saber siquiera?. . . CRISPÍN.- ¡Voto a.. ., que llamaré a mi señor y él os dirá lo que conviene, si no le entendisteis! ¡Cuidad de que nada le falte y atendedle con vuestros cinco sentidos, que bien puede pesaros! ¿No sabéis conocer a las personas? ¿No visteis ya quién es mi señor? ¿Qué replicáis? ¡Vamos ya (Entra en la hostería empujando al Hostelero.)

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Carlos Arniches

La señorita de Trevélez Florita Trevélez en una solterona fea, vieja y cursi que cree haber descubierto el amor, pero se trata de una broma urdida por unos jóvenes despreocupados y ociosos. Denuncia en ella Arniches el modo de vida arcaico, sin ideales ni perspectivas de futuro de determinados jóvenes de vida cómoda y dispuestos, siempre, a observar a los vecinos para descubrir sus debilidades y ensañarse con los más débiles. ACTO II Jardín de la casa de Trevélez. Es por la noche. Luces artísticamente combinadas entre el follaje y las ramas de los árboles. A la derecha, en primer término, hay un poético rincón esclarecido por la luz de la luna y en el que se verá una pequeña fuente con un surtidor; a los lados, dos banquillos rústicos. A la izquierda, hacia el foro, figura que está la casa. En este punto resplandece una mayor iluminación y se escucha la música de un sexteto y gran rumor de gente. ESCENA PRIMERA Maruja, Conchita, Quique y Nolo, por el foro izquierda. MARUJA. - ¡Ay, sí, hija; sí, por Dios!... Vamos hacia este rincón. QUIQUE. - Esto está muy poético. CONCHITA. - Por lo menos muy solo. NOLO. - Solísimo. MARUJA.- A mí estas cachupinadas me ponen frenética. QUIQUE.- ¡Pero, por Dios, qué gente tan cursi hay aquí! MARUJA.- No; allí, allí... QUIQUE.- Eso he querido decir. MARUJA.- Pues ha dicho usted lo contrario, hijo mío. CONCHITA.- ¿Y has visto a Florita? NOLO.- ¡Qué esperpento! CONCHITA.- La visten sus enemigos. MARUJA.- ¡Eso quisiera ella!... Ni eso.

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CONCHITA.- ¡Con ese pelo y con esa figura que me gasta, ponerse un traje salmón! ... Ja, ja! ... MARUJA.- Está como para tomar bicarbonato. QUIQUE.- ¿Y qué me dicen ustedes de su amiguita inseparable, de Nilita, la de Palacios?... CONCHITA.- ¡Cuidado que es orgullosa!... Acaba de decirme que ella no baila más que con los muchachos de mucho dinero. MARUJA. - Ya lo dice Catalina Ansúrez, que ésa es como un trompo; sin guita, no hay quien la baile. QUIQUE. - ¡Ja, ja! CONCHITA. - ¡ Y mire usté que llamarse Nilita! NOLO.- Yo, cuando voy a su casa, no fumo. CONCHITA.- ¿Por qué? NOLO.- Me da miedo. Eso de Nilita me parece un explosivo... ¡La «nilita»! MARUJA.- ¡No tiene el valor de su Petronila! TODOS. (Riendo.)- ¡Ja, ja! CONCHITA.- Y habrán comprendido ustedes que esta cachupinada la dan los Trevélez para presentarnos al novio, a Galán. MARUJA.- No lo presentarán como galán joven ¿eh? QUIQUE.- Ni mucho menos. (Ríen todos.) ESCENA II Dichos, Tito y Torrija, por la izquierda. TITO.- ¡Caramba!... ¡Coro de murmuración; como si lo viera! MARUJA.- Ay, hijo, ¿en qué lo ha conocido usted? TITO.- Mujeres junto a una fuente, y con cacharros..., a murmurar, ya se sabe. QUIQUE.- Oiga usted, señor Guiloya: eso de cacharros, ¿es por nosotros? TITO.- Es por completar la figura retórica. QUIQUE.- ¿Y por qué no la completa usted con sus deudos? TITO.- No los tengo. QUIQUE.- Bueno; pues con sus deudas, que ésas no dirá usted que no las tiene. TORRIJA.- ¡Ja, ja!... (Fingiendo una gran risa.) ¡Pero has visto qué gracioso!...

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TITO.- ¡Calla, hombre! Si este joven creo que hace unos chistes con los apellidos, que dice su padre que por qué no será todo el mundo expósito... MARUJA.- Es que si el chico fuera muy gracioso, ¿qué iban a hacer los demás? TITO.- Bueno; pero vamos a ver. ¿Se murmuraba o no se murmuraba? MARUJA.- No se murmuraba, hijo; sencillos comentarios. TITO.- No; si no me hubiesen extrañado las represalias, porque hay que oír cómo las están poniendo a ustedes allí, en aquel cenador precisamente. MARUJA.- ¡Ay, sí! ¿Y quién se ocupa de nosotros, hijo? TORRIJA.- Pues Florita, su despiadada, su eterna rival de usted. MARUJA.- ¿Y qué decía, si puede saberse? TORRIJA.- Que no puede usted remediarlo, que desde que sabe usted que ella se casa, que se la come la envidia. Que por eso se han venido ustedes tan lejos. TITO.- Y que toda la vida se la ha pasado usted poniéndole dos luces a San Antonio, una para que le dé a usted novio y otra para que se lo quite a las amigas. TORRIJA.- Pero que ya puede usted apagar la segunda. TITO.-Y la primera. MARUJA.- ¿Y les ha mandado a ustedes a soplar, eh?... ¡Muy bien, muy bien!... (Todos ríen.) QUIQUE. (Aparte.)- Chúpate esa. NOLO. (Ídem.)- Tiene gracia. TITO.- Pues si oye usted a Aurorita Méndez..., ¡qué horror!..., decía que no sabe qué atractivo tiene usted para que la asedien tantos pipiolos. NOLO.- Oiga usted, señor Guiloya: ¿eso de pipiolos es por nosotros? TITO.- Es por completar la figura retórica. TORRIJA.- Y la ha puesto a usted un mote que ha sido un éxito. TITO.- La llama ―El Paraíso de los niños‖. MARUJA.- ¡Muy gracioso, muy gracioso!... ¿Y eso lo ha dicho Aurorita Méndez? ¡Me parece mentira que diga esas cosas la hija de un catedrático! CONCHITA.- Una pobrecita más flaca que un fideo y que lleva un escote hasta aquí. MARUJA.- Y no sé para qué, porque enseña menos que su padre... QUIQUE.- ¡Que es el colmo! MARUJA.- Como que cuando esa marisabia hizo el bachillerato, decían los chicos que el latín era lo único que tenía sobresaliente. CONCHITA.- ¡Déjalas...; ya quisieran!

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NOLO. - No haga usted caso. Siempre ha habido clases. MARUJA.- Eso lo dirá el padre, porque ella tiene vacaciones para un rato... ―¡El Paraíso de los niños!...‖ Vamos hacia allá, que voy a ver si le digo dos cositas y me convierto en ―El infierno de los viejos...‖ NOLO Y QUIQUE.- Muy bien, muy bien. ¡Bravo bravo! (Vanse izquierda.) TITO.- Va que trina. (Riendo.) TORRIJA.- ¡Esta noche se pegan!... TITO.- Eso voy buscando. TORRIJA.- ¡Eres diabólico! ESCENA III Dichos, Picavea y Manchón. PICAVEA. - Oye, ¿qué le habéis dicho a Maruja Peláez, que va echando chispas? TORRIJA.- Las cosas de éste; que ya le conoces. TITO.- ¿Y Galán, y Galán?...; ¿cómo anda, tú? MANCHÓN.- ¡Calla, chico; medio muerto! PICAVEA.- Allí le tenéis al pobre, en brazos de Florita, lívido, sudoroso, jadeante... Pasan del ―Fox trot‖ al ―Guau Step‖, y del ―Guan step‖ al ―tuesten‖ sin tomar aliento. MANCHÓN.- Y en el tuesten le hemos dejado. PICAVEA.- Está que echa hollín. TITO.- ¡Formidable, hombre; os digo que formidable!... PICAVEA.- Bueno, tú; pero yo creo que debías ir pensando en buscar una solución a esta broma, porque el pobre Galán, en estos quince días, se ha quedado en los huesos. MANCHÓN.- ¡Está que no se le conoce! TORRIJA.- ¡Da lástima! TITO.- Señor; ¿pero no era esto lo que nos proponíamos? Las bromas, pesadas, o no darlas. MANCHÓN.- Sí; pero es que este hombre está en un estado de excitación, que ya has visto los dos puntapiés que le ha dado a Picavea en el vestíbulo. PICAVEA.- ¡Qué animal!... ¡Como que si no le sujetáis, me tienen que extraer la bota quirúrgicamente!

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TITO.- ¿Se ha enterado don Gonzalo del jaleo? TORRIJA.- Creo que no. Pero, en fin, yo también temo que Galán, si apuramos mucho la broma, en su desesperación, confiese la verdad y se produzca una catástrofe. TITO.- No asustarse, hombre; si le tiene a don Gonzalo más miedo que nosotros. PICAVEA.- Bueno; pero es que, además, estos pobres ancianos han tomado la cosa tan en serio, que, según dicen, Florita se está haciendo hasta el ―trousseau‖. Y vamos, hasta este extremo, yo creo que... TITO.- Nada, hombre; no apuraros. Ya me conocéis... ¿Habéis visto la gracia con que he complicado todo esto?... Pues mucho más gracioso es lo que estoy tramando para deshacerlo. LOS TRES.- ¿Y qué es?, ¿qué es? TITO.- Permitidme que me lo reserve. Lo tengo todavía medio urdido. Os anticiparé, sin embargo, que es un drama pasional, que voy a complicar en él nuevos personajes y que tiene un desenlace muy poético, inesperado y sentimental... PICAVEA.- Bueno; pero... TITO.- Ni una palabra más. Pronto lo sabréis todo. MANCHÓN.- Chis..., silencio. Mirad: Galán que viene agonizante en brazos de don Marcelino. TORRIJA.- ¡Pobrecillo! TITO.- Huyamos. (Vanse izquierda riendo.)

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Federico García Lorca

Bodas de Sangre Ambiente rural andaluz de los años treinta. Drama de celos y enfrentamientos y odios familiares. Dos jóvenes están a punto de casarse cuando entra en escena Leonardo, antiguo pretendiente de la novia. Ella siente que se reaviva la llama del amor que nunca se extinguió. Por eso, después de la ceremonia, se escapa con Leonardo. El novio ultrajado corre tras ellos con ánimo de venganza. En su enfrentamiento a cuchillo bajo la luz de la luna, ambos mueren.

Diálogo entre el Novio, su Madre y el Padre de la novia ACTO I - CUADRO TERCERO Interior de la cueva donde vive la NOVIA. Al fondo, una cruz de grandes flores rosa. Las puertas redondas con cortinas de encaje y lazos rosa. Por las paredes de material blanco y duro, abanicos redondos, jarros azules y pequeños espejos. CRIADA.- Pasen... (Muy afable, llena de hipocresía humilde. Entran el Novio y su Madre. La Madre viste de raso negro y lleva mantilla de encaje. El Novio, de pana negra con gran cadena de oro.) ¿Se quieren sentar? Ahora vienen. (Sale.) (Quedan madre e hijo sentados, inmóviles como estatuas. Pausa larga.) MADRE.- ¿Traes reloj? NOVIO.- Sí. (Lo saca y lo mira.) MADRE.- Tenemos que volver a tiempo. ¡Qué lejos vive esta gente! NOVIO.- Pero estas tierras son buenas. MADRE.- Buenas; pero demasiado solas. Cuatro horas de camino y ni una casa ni un árbol. NOVIO.- Éstos son los secanos. MADRE.- Tu padre los hubiera cubierto de árboles. NOVIO.- ¿Sin agua? MADRE.-Ya la hubiera buscado. Los tres años que estuvo casado conmigo, plantó diez cerezos. (Haciendo memoria.) Los tres nogales del molino, toda una viña y una planta que se llama Júpiter, que da flores encarnadas, y se secó (Pausa.)

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NOVIO.- (Por la novia.) Debe estar vistiéndose. (Entra el Padre de la novia. Es anciano, con el cabello blanco reluciente. Lleva la cabeza inclinada. La Madre y el Novio se levantan y se dan las manos en silencio.) PADRE.- ¿Mucho tiempo de viaje? MADRE.-Cuatro horas. (Se sientan.) PADRE.-Habéis venido por el camino más largo. MADRE.-Yo estoy ya vieja para andar por las terreras del río. NOVIO.-Se marea. (Pausa.) PADRE.-Buena cosecha de esparto. NOVIO.-Buena de verdad PADRE.- En mi tiempo, ni esparto daba esta tierra. Ha sido necesario castigarla y hasta llorarla, para que nos de algo provechoso. MADRE.-Pero ahora da. No te quejes. Yo no vengo a pedirte nada. PADRE.- (Sonriendo.) Tú eres más rica que yo. Las viñas valen un capital. Cada pámpano una moneda de plata. Lo que siento es que las tierras...¿entiendes?...estén separadas. A mí me gusta todo junto. Una espina tengo en el corazón, y es la huertecilla ésa metida entre mis tierras, que no me quieren vender por todo el oro del mundo. NOVIO.-Eso pasa siempre. PADRE.-Si pudiéramos con veinte pares de bueyes traer tus viñas aquí y ponerlas en la ladera. ¡Qué alegría!... MADRE.-¿Para qué? PADRE.-Lo mío es de ella y lo tuyo de él. Por eso. Para verlo todo junto. ¡que junto es una hermosura! NOVIO.-Y sería menos trabajo. MADRE.- Cuando yo me muera, vendéis aquello y compráis aquí al lado. PADRE.- Vender, ¡vender!, ¡bah! Comprar, hija, comprarlo todo. Sí yo hubiera tenido hijos hubiera comprado todo este monte hasta la parte del arroyo. Porque no es buena tierra; pero con brazos se la hace buena, y como no pasa gente no te roban los frutos y puedes dormir tranquilo. (Pausa.)

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MADRE.-Tú sabes a lo que vengo. PADRE.-Sí. MADRE.-¿Y qué? PADRE.-Me parece bien. Ellos lo han hablado. MADRE.-Mi hijo tiene y puede. PADRE.-Mi hija también. MADRE.-Mi hijo es hermoso. No ha conocido mujer. La honra más limpia que una sábana puesta al sol. PADRE.-Qué te digo de la mía. Hace las migas a las tres, cuando el lucero. No habla nunca; suave como la lana, borda toda clase de bordados y puede cortar una maroma con los dientes. MADRE.-Dios bendiga su casa PADRE.-Que Dios la bendiga. (Aparece la Criada con dos bandejas. Una con copas y la otra con dulces.) MADRE.-(Al hijo.) ¿Cuándo queréis la boda? NOVIO.-El jueves próximo. PADRE.-Día en que ella cumple veintidós años justos. MADRE.-¡Veintidós años! Esa edad tendría mi hijo mayor si viviera. Que viviría caliente y macho como era, si los hombres no hubieran inventado las navajas. PADRE.-En eso no hay que pensar. MADRE.-Cada minuto. Métete la mano en el pecho. PADRE.-Entonces el jueves. ¿No es así? NOVIO.-Así es. PADRE.-Los novios y nosotros iremos en coche hasta la iglesia, que está muy lejos, y el acompañamiento en los carros y en las caballerías que traigan. MADRE.-Conformes. (Pasa la Criada.) PADRE.- Dile que ya puede entrar, (A la Madre.) Celebraré mucho que te guste. (Aparece la Novia. Trae las manos caídas en actitud modesta y la cabeza baja.) MADRE.- Acércate. ¿Estás contenta? NOVIA.-Sí, señora.

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PADRE.-No debes estar seria. Al fin y al cabo ella va a ser tu madre. NOVIA.-Estoy contenta. Cuando he dado el sí es porque quiero darlo. MADRE.-Naturalmente. (Le coge la barbilla.) Mírame. PADRE.-Se parece en todo a mi mujer. MADRE.-¿Sí?¡Qué hermoso mirar! ¿Tú sabes lo que es casarse, criatura? NOVIA.-(Seria.) Lo sé. MADRE.-Un hombre, unos hijos y una pared de dos varas de ancho para todo lo demás. NOVIO.-¿Es que falta otra cosa? MADRE.-No. Que vivan todos, ¡eso! ¡Que vivan! NOVIA.-Yo sabré cumplir. MADRE.-Aquí tienes unos regalos. NOVIA.-Gracias. PADRE.-¿No tomamos algo? MADRE.- Yo no quiero. (Al Novio.) ¿Y tú? NOVIO.- Tomaré. (Toma un dulce. La Novia toma otro.) PADRE.-(Al Novio.) ¿Vino? MADRE.-No lo prueba. PADRE.-¡Mejor! (Pausa. Todos están de pie.) NOVIO.- (A la Novia.) Mañana vendré. NOVIA.-¿A qué hora? NOVIO.-A las cinco. NOVIA.-Yo te espero. NOVIO.-Cuando me voy de tu lado siento un despego grande y así como un nudo en la garganta. NOVIA.-Cuando seas mi marido ya no lo tendrás. NOVIO.-Eso digo yo. MADRE.-Vamos. El sol no espera. (Al Padre.): ¿Conformes en todo? PADRE.-Conformes. MADRE. -(A la Criada.) Adiós, mujer. CRIADA.-Vayan ustedes con Dios. (La Madre besa a la Novia y van saliendo en silencio.)

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Regreso de los invitados y fuga de la Novia

Final Segundo Acto CRIADA. ¡Ya están aquí! (Van entrando invitados en alegres grupos. Entran los novios cogidos del brazo. Sale LEONARDO.) NOVIO. En ninguna boda se vio tanta gente. NOVIA. (Sombría.) En ninguna. PADRE. Fue lucida. MADRE. Ramas enteras de familias han venido. NOVIO. Gente que no salía de su casa. MADRE. Tu padre sembró mucho y ahora lo recoges tú. NOVIO. Hubo primos míos que yo ya no conocía. MADRE. Toda la gente de la costa. NOVIA. (Alegre.) Se espantaban de los caballos. (Hablan.) MADRE. (A la NOVIA.) ¿Qué piensas? NOVIA. No pienso en nada. MADRE. Las bendiciones pesan mucho. (Se oyen guitarras.) NOVIA Como plomo. MADRE. (Fuerte.) Pero no han de pesar. Ligera como paloma debes ser. NOVIA. ¿Se queda usted aquí esta noche? MADRE. No. Mi casa está sola. NOVIA. ¡Debía usted quedarse! PADRE. (A la MADRE.) Mira el baile que tienen formado. Bailes de allá de la orilla del mar. (Sale LEONARDO y se sienta. Su MUJER detrás de él, en actitud rígida.) MADRE. Son los primos de mi marido. Duros como piedras para la danza. PADRE. Me alegra verlos. ¡Qué cambio para esta casa! (Se va.)

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NOVIO. (A la Novia.) ¿Te gustó el azahar? NOVIA. (Mirándole fija.) Sí. NOVIO. Es todo de cera. Dura siempre. Me hubiera gustado que llevaras en todo el vestido. NOVIA. No hace falta. (Mutis LEONARDO por la derecha.) MUCHACHA 1ª. Vamos a quitarte los alfileres. NOVIA. (Al NOVIO.) Ahora vuelvo. MUJER. ¡Que seas feliz con mi prima! NOVIO. Tengo seguridad. MUJER. Aquí los dos; sin salir nunca y a levantar la casa. ¡Ojalá yo viviera también así de lejos! NOVIO. ¿Por qué no compráis tierras? El monte es barato y los hijos se crían mejor. MUJER. No tenemos dinero. ¡Y con el camino que llevamos! NOVIO. Tu marido es un buen trabajador. MUJER. Sí, pero le gusta volar demasiado. Ir de una cosa a otra. No es hombre tranquilo. CRIADA. ¿No tomáis nada? Te voy a envolver unos roscos de vino para tu madre, que a ella le gustan mucho. NOVIO. Ponle tres docenas. MUJER. No, no. Con media tiene bastante. NOVIO. Un día es un día. MUJER. (A la CRIADA.) ¿Y Leonardo? CRIADA. No lo vi. NOVIO. Debe estar con la gente. MU JER. ¡Voy a ver! (Se va.) CRIADA. Aquello está hermoso. NOVIO.- ¿Y tú no bailas? CRIADA. No hay quien me saque. (Pasan al fondo dos MUCHACHAS; durante todo este acto el fondo será un animado cruce de figuras.)

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NOVIO. (Alegre.) Eso se llama no entender. Las viejas frescas como tú bailan mejor que las jóvenes. CRIADA. Pero ¿vas a echarme requiebros, niño? ¡Qué familia la tuya! ¡Machos entre los machos! Siendo niña vi la boda de tu abuelo. ¡Qué figura! Parecía como si se casara un monte. NOVIO Yo tengo menos estatura. CRIADA. Pero el mismo brillo en los ojos. ¿Y la niña? NOVIA. Quitándose la toca. CRIADA.- ¡Ah! Mira. Para la medianoche, como no dormiréis, os he preparado jamón, y unas copas grandes de vino antiguo. En la parte baja de la alacena. Por si lo necesitáis. NOVIO. (Sonriente.) No como a media noche. CRIADA. (Con malicia.) Si tú no, la novia. (Se va.) MOZO 1° (Entrando.) ¡Tienes que beber con nosotros! NOVIO. Estoy esperando a la novia. MOZO 2° ¡Ya la tendrás en la madrugada! MOZO 1° ¡Que es cuando más gusta! MOZO 2° Un momento. NOVIO. Vamos. (Salen. Se oye gran algazara. Sale la NOVIA. Por el lado opuesto salen dos MUCHACHAS corriendo a encontrarla.) MUCHACHA 1. ª ¿A quién diste el primer alfiler, a mí o a ésta? NOVIA. No me acuerdo. MUCHACHA 1 ª -A mí me lo diste aquí. MUCHACHA. 2ª A mí delante del altar. NOVIA. (Inquieta y con una gran lucha interior.) No sé nada. MUCHACHA 1ª Es que yo quisiera que tú…

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NOVIA. (Interrumpiendo.) Ni me importa. Tengo mucho que pensar. MUCHACHA 2ª Perdona. (LEONARDO Cruza al fondo.) NOVIA.- (Ve a LEONARDO.) Y estos momentos son agitados. MUCHACHA 1ª ¡Nosotras no sabemos nada! NOVIA. Ya lo sabréis cuando os llegue la hora. Estos pasos son pasos que cuestan mucho. MUCHACHA 1ª ¿Te has disgustado? NOVIA. No. Perdonad vosotras. MUCHACHA 2ª ¿De qué? Pero los dos alfileres sirven para casarse, ¿verdad? NOVIA. Los dos. MUCHACHA 1ª -Ahora, que una se casa antes que otra. NOVIA.- ¿Tantas ganas tenéis? MUCHACHA 2ª (Vergonzosa.) Sí. NOVIA. ¿Para qué? MUCHACHA 1ª Pues... (Abrazando a la segunda.) (Corre las dos. Llega el NOVIO y muy despacio abraza a la NOVIA por detrás.) NOVIA. (Con gran sobresalto.) ¡Quita! NOVIO ¿Te asustas de mí? NOVIA ¡Ay! ¿Eras tú? NOVIO.- ¿Quién iba a ser? (Pausa.) Tu padre o yo. NOVIA. ¡Es verdad! NOVIO. Ahora que tu padre te hubiera abrazado más blando. NOVIA. (Sombría.) ¡Claro! NOVIO. (La abraza fuertemente de modo un poco brusco.) Porque es viejo. NOVIA. (Seca.) ¡Déjame! NOVIO. ¿Por qué? (La deja.) NOVIA. Pues... la gente. Pueden vernos. (Vuelve a cruzar al fondo la CRIADA, que no mira a los novios.)

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NOVIO. ¿Y qué? Ya es sagrado. NOVIA. Sí, pero déjame.... Luego. NOVIO. ¿Qué tienes? ¡Estás como asustada! NOVIA. No tengo nada. No te vayas. (Sale la mujer de LEONAR¬DO.) MUJER. No quiero interrumpir... NOVIO. Dime. MUJER. ¿Paso por aquí mi marido? NOVIO. No. MUJER. Es que no lo encuentro, y el caballo no está tampoco en el establo. NOVIO. (Alegre.) Debe estar dándole una carrera. (Se va la MUJER inquieta. Sale la CRIADA.) CRIADA. ¿No andáis satisfechos de tanto saludo? NOVIO. Ya estoy deseando que esto acabe. La novia está un poco cansada. CRIADA.- ¿Qué es eso, niña? NOVIA. ¡Tengo como un golpe en las sienes! CRIADA. Una novia de estos montes debe ser fuerte. (AI Novio.) Tú eres el único que la puedes curar, porque tuya es. (Sale corriendo.) NOVIO. (Abrazándola.) Vamos un rato al baile. (La besa.) NOVIA. (Angustiada.) No. Quiero echarme en la cama un poco. NOVIO. Yo te haré compañía. NOVIA. ¡Nunca! ¿Con toda la gente aquí? ¿Qué dirían? Déjame sosegar un momento. NOVIO. ¡Lo que quieras! ¡Pero no estés así por la noche! NOVIA. (En la puerta.) A la noche estaré mejor. NOVIO. ¡Que es lo que yo quiero! (Aparece la MADRE) MADRE. Hijo.

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NOVIO. ¿Dónde anda usted? MADRE. En todo ese ruido. ¿Estás contento? NOVIO. Sí. MADRE. ¿Y tu mujer? NOVIO. Descansa un poco. ¡Mal día para las novias! MADRE. ¿Mal día? El único bueno. Para mí fue como una herencia. (Entra la CRIADA y se dirige al cuarto de la NOVIA.) Es la roturación de las tierras, la plantación de árboles nuevos. NOVIO. ¿Usted se va a ir? MADRE. Sí. Yo tengo que estar en mi casa. NOVIO. Sola. MADRE. Sola no. Que tengo la cabeza llena de cosas y de hombres y luchas. NOVIO. Pero luchas que ya no son luchas. (Sale la CRIADA rápidamente; desaparece corriendo por el fondo.) MADRE. Mientras una vive, lucha. NOVIO. ¡Siempre la obedezco! DRE. Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notaras enfadada o arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que manda. Así aprendí de tu padre. Y como no lo tienes, tengo que ser yo la que te enseñe estas fortalezas. NOVIO. Yo siempre haré lo que usted mande. PADRE. (Entrando.) ¿Y mi hija? NOVIO. Está dentro. MUCHACHA lª ¡Vengan los novios, que vamos a bailar la rueda! MOZO 1° (Al Novio.) Tú la vas a dirigir. PADRE. (Saliendo.) ¡Aquí no está!

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NOVIO. ¿No? PADRE. Debe haber salido a la baranda. NOVIO. ¡Voy a ver! (Entra.) (Se oye algazara y guitarras.) MUCHACHA 1ª ¡Ya han empezado! (Sale.) NOVIO. (Saliendo.) No está. MADRE. (Inquieta.) ¿No? PADRE. ¿Y dónde pudo haber ido? CRIADA. (Entrando.) ¿Y la niña, dónde está? MADRE. (Seria.) No lo sabemos. (Sale el NOVIO. Entran tres invitados.) PADRE. (Dramático.) Pero ¿no está en el baile? CRIADA. En el baile no está. PADRE. (Con arranque.) Hay mucha gente. ¡Mirad! CRIADA. ¡Ya he mirado! PADRE. (Trágico.) ¿Pues dónde está? NOVIO. (Entrando.) Nada. En ningún sitio. MADRE. (Al PADRE.) ¿Qué es esto? ¿Dónde está tu hija? (Entra la mujer de LEONARDO.) MUJER. ¡Han huido! ¡Han huido! Ella y Leonardo. En el caballo. ¡Iban abrazados, como una exhalación! PADRE. ¡No es verdad! ¡Mi hija no! MADRE. ¡Tu hija, sí! Planta de mala madre, y él, también él. ¡Pero ya es la mujer de mi hijo! NOVIO. (Entrando.) ¡Vamos detrás! ¿Quién tiene un caballo?

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MADRE. ¿Quién tiene un caballo ahora mismo, quién tiene un caballo? Que le daré todo lo que tengo, mis ojos y hasta mi lengua... VOZ. Aquí hay uno. MADRE. (Al hijo.) ¡Anda! ¡Detrás! (Sale con dos mozos.) No. No vayas. Esa gente mata pronto y bien...; ¡pero sí, corre, y yo detrás! PADRE. No será ella. Quizá se haya tirado al aljibe. MADRE. Al agua se tiran las honradas, las limpias; ¡ésa, no! Pero ya es mujer de mi hijo. Dos bandos. Aquí hay dos bandos. (Entran todos.) Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo. (La gente se separa en dos grupos.) Porque tiene gente; que son sus primos del mar y todos los que llegan de tierra adentro. ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo con el mío. ¡Atrás! ¡Atrás! TELÓN

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Pedro Muñoz Seca

La venganza de Don Mendo La venganza de don Mendo es un del astracán, género menor sin otra pretensión que hacer reír a toda costa. La obra deforma el lenguaje, recurre a los juegos de palabras y es un puro anacronismo (mezcla y confunde elementos medievales y modernos). Magdalena, hija de D. Nuño Manso del Jarama, es una joven de moral ligera que mantiene amores ilícitos con Don Mendo, un noble bastante pobretón. D. Nuño prepara el matrimonio de su hija con Don Pero, duque de Toro, idea que no desagrada a Magdalena porque éste sí es rico. Don Mendo es descubierto en los aposentos de Magdalena. Para no deshonrar a su amada afirma que está allí para robar. Es encerrado y condenado a muerte con el silencio de su amada. En el último momento es ayudado por el marqués de Moncada. Huye, pero jura vengarse de Magdalena. Las siete y media

MAGDALENA Ha rato que te espero‚ Mendo amado; ¿por qué estás tan callado? MENDO No resto‚ no; es que lucho Pero ya mi mutismo ha terminado; vine a desembuchar y desembucho Voy a contarte‚ amor mío‚ una historia infortunada: la historia de una velada en el castillo sombrío del Marqués de la Moncada Ayer… ¡triste día el de ayer! antes del anochecer‚ y en mi alazán caballero‚ iba yo con mi escudero por el parque de Alcover

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cuando‚ cerca de la cerca que pone fin a la alberca de los predios de Albornoz‚ me llamó en alto una voz‚ una voz que insistió terca. Hice en seco una parada‚ volví el rostro‚ y la voz era del Marqués de la Moncada‚ que con otro camarada estaba al pie de una higuera MAGDALENA ¿Quién era el otro? MENDO El Barón de Vedia‚ un aragonés antipático y zumbón que está en casa del Marqués de huésped o de gorrón· Hablamos … ―Y vos‚ ¿qué hacéis?…‚" "Aburrirme.‖ Y el de Vedia dijo: ―No os aburriréis; os propongo‚ si queréis‚ jugar a las siete y media." MAGDALENA ¿Y por qué marcó una hora tan rara? Pudo ser luego… MENDO Es que tu inocencia ignora que‚ a más de una hora‚ señora‚ las siete y media es un juego· MAGDALENA ¿Un juego?

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MENDO Y un juego vil que no hay que jugarlo a ciegas‚ pues juegas cien veces‚ mil‚ y de las mil‚ ves febril que o te pasas o no llegas· Y el no llegar da dolor‚ pues indica que mal tasas y eres del otro deudor· Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor! MAGDALENA ¿Y tú… don Mendo? MENDO ¡Serena escúchame Magdalena‚ porque no fui yo… ¡no fui! Fue el maldito cariñena que se apoderó de mí. Entre un vaso y otro vaso el Barón las cartas dio; yo vi un cinco‚ y dije ―paso"‚ el Marqués creyó otro caso‚ pidió carta… y se pasó. El Barón dijo ―plantado"; el corazón me dio un brinco; descubrió el naipe tapado‚ y era un seis‚ el mío era un cinco; el Barón había ganado. Otra y otra vez jugué‚ pero nada conseguí; quince veces me pasé‚ y una vez que me planté‚ Volví mi naipe… y perdí.

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Ya mi peculio en un brete‚ al fin me da Vedia un siete‚ le pido naipe al de Vedia y Vedia pone una media sobre el mugriento tapete. Mas otro siete él tenía y también naipe pidió… y negra suerte la mía‚ que siete y media cantó. Y me ganó en porfía… Mil dineros se llevó‚ ¡Por vida de Satanás! Y más tarde… ¡qué sé yo! de boquilla se jugó y me ganó diez mil más. ¿Te haces cargo‚ di‚ amor mío? ¿Te haces cargo de mis males? ¿Ves ya por qué no sonrío? ¿Comprendes por qué este río brota de mis lagrimales? Yo mal no quedo‚ ¡no quedo! ¡Quien diga que yo un borrón‚ eché a mi grey‚ que alce el dedo!… Y como pagar no puedo los dineros al Barón‚ para acabar de sufrir he decidido… partir a otras tierras‚ a otro abrigo.

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Alejandro Casona

Prohibido suicidarse en primavera El "Hogar del Suicida" es una clínica levantada por el Doctor Ariel y dirigida por el Doctor Roda que está decorada con cuadros que recuerdan suicidios célebres: Sócrates, Cleopatra, Séneca…. Ariel desciende de una familia en la que los hombres se suicidan cuando empiezan a perder la juventud, por eso se interesa por todo los relacionado con este hecho y descubre, por ejemplo, que son más frecuentes al amanecer y en la primavera. Con el fin de evitar muertes, construye el sanatorio al que acuden quienes quieren quitarse la vida, sin atreverse realmente a hacerlo, pensando que allí les será más fácil morir. Aquí llegan, por error, una pareja de reporteros quienes, movidos por un interés periodístico, entran en contacto con los pacientes a los que entrevistan y preguntan las razones de su decisión. Acto primero CHOLE (Abriendo nuevamente los brazos). — ¡Capitán! FERNANDO. — ¡Timonel! (Rompiendo el abrazo, pasa Hans por el arco del jardín. Va tocando una campanilla. Se asoma a escena y grita.) HANS. — Cámara de gas... ¡libre! (Sigue con su campanilla. Pausa. Chole y Femando se miran inmóviles.) CHOLE (Aterrada). — ¿Ha dicho cámara de gas? FERNANDO. —Huy, huy, huy... (Toma un libro sobre la mesa del Doctor.) ¡Demonio! CHOLE. — ¿Qué? FERNANDO. — ¡Este libro!... «El suicidio considerado como una de las Bellas Artes». (Suelta el libro.) Me parece, Chole, que no te vuelvo a dejar el volante. CHOLE (Disponiéndose a huir). — ¿Dónde pusiste el maletín? FERNANDO. — ¡Eh, alto! ¡Huir, no! Somos periodistas. Chole. Cuando un periodista se tropieza con algo sensacional, no retrocede aunque lo que tengan delante sea un rinoceronte. Antes morir. Deja ese maletín. (Entra el Doctor. Va hacia su mesa. Se detiene al verlos.)

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FERNANDO, CHOLE Y EL DOCTOR DOCTOR. — ¿Les atienden a ustedes? CHOLE. —No, gracias. Sólo entramos a dar un vistazo. Muy interesante, muy interesante... Fernando... FERNANDO. — ¡Chole!... Calma. (Ella se rehace. Deja el maletín. Avanza heroicamente.) Desconocido señor, permítame que me presente, Fernando Zara, periodista; especializado en reportajes sensacionales. DOCTOR. —Mucho gusto. FERNANDO. —Gracias. Chole, mi compañera, mi novia, mi ninfa Egeria y mi estrella polar. La pareja más feliz de la tierra. DOCTOR. —Enhorabuena. Doctor Roda, director de la Casa. Pero... si son ustedes una pareja feliz, ¿qué diablos vienen a hacer aquí? ¿Han llegado ustedes voluntariamente? CHOLE. —Hemos llegado fatalmente. Conducía yo. DOCTOR. — ¿Y saben ustedes dónde están? FERNANDO. —Todavía no, pero lo sabremos en seguida. Es nuestra profesión. DOCTOR. —Será si yo no me opongo. FERNANDO. —Inútil oponerse. Somos periodistas: si nos echa usted por la puerta, volveremos por la ventana. Disfrazados de jardineros, de inspectores de teléfonos, de vendedores de frutas, nos tendría usted aquí irremediablemente. No hay nada que hacer, doctor. CHOLE (Avanzando hacia él). —Nosotros no retrocedemos aunque tengamos delante un rinoceronte... ¡Oh, perdón!... FERNANDO. — ¿Su respuesta? DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente). — ¿Me perdonarían ustedes si les advierto que como todos los seres felices... y como todos los periodistas, son ustedes un poco impertinentes? FERNANDO. —Perdonado. Pero compréndanos, doctor: el sensacionalismo es de cultivo muy difícil. El mundo produce cada vez menos cosas interesantes, y el público, en cambio, tiene cada vez más hambre de ellas. Usted no puede imaginarse nuestra angustia de exploradores en busca de lo extraordinario; nuestro gozo profesional cuando tropezamos con una banda de secuestradores, con un adulterio bonito...

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CHOLE. — ¡Ah, la tiranía del público! Y luego la tiranía del director. Todo le parece poco. Para el mes que viene nos ha encargado un naufragio, un evadido de la Guayana, un parto quíntuple y una aurora boreal. No es trabajo fácil, no. FERNANDO. —No sabe usted lo que es recorrer un mundo de temas agotados para encontrar esa veta sensacional que el público espera siempre. «La serpiente de mar», que llamamos en los periódicos. DOCTOR. — ¿Y creen ustedes haber encontrado aquí su «serpiente de mar»? FERNANDO. —Le hemos visto la cola. CHOLE. —No nos cierre las puertas. ¡Ayúdenos, doctor! DOCTOR (Con una sonrisa de simpatía). —Está bien, veamos. ¿Son ustedes, en efecto, una pareja feliz? FERNANDO (Posando la mano sobre el hombro de ella). — ¡Cómo no ha habido otra! DOCTOR. — ¿Enfermedad? CHOLE. —Ninguna. DOCTOR. — ¿Problemas espirituales? FERNANDO. —No existen. DOCTOR. — ¿Amor? CHOLE. — ¡Torrencial! DOCTOR. — ¿Dificultades materiales? FERNANDO. — ¿Nosotros? A nosotros nos deja usted esta noche en una selva del centro de África, y mañana por la mañana tomamos café con leche. DOCTOR. —Es envidiable. En ese caso, yo puedo facilitarles su trabajo. Pero ustedes, en cambio, pueden prestarme a mí un gran servicio. LOS DOS. —A sus órdenes. DOCTOR. —Para la buena marcha de esta casa necesitaba yo encontrar los dos extremos opuestos de la fortuna: una vida en derrota, sin amores, sin pasado y sin porvenir. Y una vida en plenitud, audaz, enamorada, llena de esperanzas y de horizontes. Lo primero, lo he encontrado hace un momento. ¿Quieren ustedes ser aquí la vida feliz? CHOLE. —A sus órdenes, doctor; estamos de vacaciones. DOCTOR. —Pues siendo así, como colaboradores y amigos, escuchen ustedes. (Se sientan)

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FERNANDO. — ¡Chole! (Chole prepara lápiz y cuaderno.) DOCTOR. —No; prométanme que no escribirán una sola línea hasta que no conozcan a fondo la institución. (Chole guarda lápiz y cuaderno.) DOCTOR. — ¿Conocieron ustedes al doctor Ariel? FERNANDO. —El doctor Ariel..., sí... CHOLE. —Sí, sí..., el doctor Ariel. DOCTOR. —Bien; no le conocieron ustedes. El doctor Ariel fue mi maestro. Su familia, desde varias generaciones, era víctima de una extraña fatalidad: su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos morían suicidándose en la plenitud de la vida, cuando empezaban a perder la juventud. El doctor Ariel vivió torturado por esta idea. Todos sus estudios los dedicó a la biología y la psicología del suicida, penetrando hasta lo más hondo en este sector desconcertante del alma. Cuando creyó que su hora fatal se acercaba, se retiró a estas montañas. Aquí cambió sus amigos, sus alimentos y sus libros. Aquí leía a los poetas, se bañaba en las cascadas frías, paseaba sus dos leguas a pie durante el día y escuchaba a Beethoven por las noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de una muerte noble y serena, a los setenta años de felicidad. CHOLE (Entusiasmada). — ¡Pero muy bonito! FERNANDO. —Muy periodístico. Este prólogo queda formidable para señoras. DOCTOR. —El doctor dejó escrito un libro maravilloso. (Lo toma de la mesa.) FERNANDO. —Sí. «El suicidio considerado como una de las Bellas Artes». DOCTOR. — ¡Ah!, ¿lo conocía usted? FERNANDO. —No hace mucho; pero lo conocía. DOCTOR. —Este libro está lleno de ciencia; pero también de comprensión humana y de ternura. Vea la dedicatoria: «A mis pobres amigos los suicidas». (Fernando toma el libro, que hojea de vez en cuando, interesado en sus mapas y estadísticas.) A estos pobres amigos dejó también el doctor Ariel toda su fortuna. Con ella se fundó el Hogar del Suicida, cuya dirección me confió el maestro... y donde tienen ustedes su casa. FERNANDO. —Gracias. CHOLE. —Hasta aquí, todo va bien. Pero si el doctor Ariel murió feliz al fin, ¿por qué la fundación de esta Casa?

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DOCTOR. —Ahí empieza el secreto. El doctor Ariel no se limitó a hacer una extravagancia. Fundó, sagazmente, un Sanatorio de Almas. Aparentemente, esta casa no es más que el Club del perfecto suicida. Todo en ella está previsto para una muerte voluntaria, estética y confortable; los mejores venenos, los baños con rosas y música... Tenemos un lago de leyenda, celdas individuales y colectivas, festines Borgia y tañederos de arpa. Y el más bello paisaje del mundo. La primera reacción del desesperado, al entrar aquí, es el aplazamiento. Su sentido heroico de la muerte se ve defraudado. ¡Todo se le presenta aquí tan natural! Es el efecto moral de una ducha fría. Esa noche algunos aceptan alimentos, otros llegan a dormir, e invariablemente todos rompen a llorar. Es la primera etapa. CHOLE (Echando mano a su lápiz). — Magnífico. Segunda etapa. (Fernando la detiene con un gesto.) DOCTOR. —Etapa de la meditación. El enfermo pasa largas horas en silencio y soledad. Luego, pide libros. Después busca compañía. Va interesándose por los casos de sus compañeros. Llega a sentir una piadosa ternura por el dolor hermano. Y acaba por salir al campo. El aire libre y el paisaje empiezan a operar en él. Un día se sorprende a sí mismo acariciando a una rosa... FERNANDO. —Y empieza la tercera etapa. DOCTOR. —La última. El alma se tonifica al compás de los músculos. El pasado va perdiendo sombras y fuerza; cien pequeños caminos se van abriendo hacia el porvenir, se van ensanchando, floreciendo... Un día ve las manzanas nuevas estallar en el árbol, al labrador que canta sudando al sol, dos novios que se besan mordiéndose la risa... ¡Y un ansia caliente de vivir se le abraza a las entrañas como un grito! Ese día el enfermo abandona la casa, y en cuanto traspasa el jardín, echa a correr sin volver la cabeza. ¡Está salvado! CHOLE. —Precioso. Parece una balada escocesa. FERNANDO. —No está mal. Periodísticamente era más interesante que se matasen. Pero dígame: ese sistema ¿no está excesivamente confiado en la buena disposición del cliente? ¿No han tropezado ustedes nunca con el suicida auténtico, con el desesperado irremediable? DOCTOR. —Aquí sólo llegan los vacilantes. Desdichadamente, el desesperado profundo se mata en cualquier parte, sin el menor respeto a la técnica ni al doctor Ariel. (Levantándose.) ¿Puedo contar con ustedes?

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CHOLE. —Desde ahora mismo. DOCTOR. —Voy a encargar que dispongan sus habitaciones. FERNANDO. —Gracias. ¿Nos permite, entre tanto, hacer alguna interviú a sus pacientes? DOCTOR. —Bien, pero con tiento. Generalmente son desconfiados y no abren fácilmente su corazón a un extraño. CHOLE. —Aquel joven que se acerca, ¿es un enfermo? DOCTOR. —Ah, sí: un muchacho romántico. Le llamamos aquí el Amante Imaginario. Vean su ficha... Ha llegado anoche... FERNANDO. —Entonces, etapa de la ducha fría. DOCTOR. —Exactamente. No le lleven demasiado la contraria. Y sobre todo, naturalidad. (Sale.) CHOLE. —Naturalidad, Fernando.

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Enrique Jardiel Poncela

Los ladrones somos gente honrada Dice el autor: Comedia, casi policíaca, en un prólogo y dos actos. Es una comedia de "simple y estricta diversión", porque en ella no hay "cimientos psicológicos, pasionales, metafísicos o filosóficos que la justifiquen." Se estrenó en Madrid, en el Teatro de la Comedia, el 25 de abril de 1941. Un ladrón se enamora el día del gran golpe y deja su trabajo por la amada, con la que se casa. Sus colegas de banda quieren vengarse robando en su casa el día de la boda. Los personajes más importantes son, el mayordomo que juega a dos bandas; el suegro, la suegra y los criados tienen mucho que callar; el policía no se entera de nada, el médico que lo sabe todo pero no cuenta nada... Todos guardan algún secreto y todos buscan la caja de caudales en la noche de bodas. Al final, los únicos honrados son los ladrones. Diálogo de Eulalia y Pelirrojo

(Pelirrojo se vuelve rápidamente hacia la izquierda, donde ha sonado la voz, pero le despista la presencia de Eulalia. Es una doncella que aparece por la puerta del foro izquierda superior; tiene veinte o veintidós años y un aire muy sentimental. Viene enjugándose los ojos con un pañuelo.) PELIRROJO.—¡Eulalia! ¿Acabas tú de decir algo? EULALIA.—¿Cómo, señor Peter? PELIRROJO.—Que si acabas tú de decir algo. Que si has hablado sola hace un instante... EULALIA.—¡¡Que si he hablao sola!! ¡¡Seguro que he hablao sola!! (Echándose a llorar.) ¡¡Ay, qué desgracia más grande, que ya hablo sola!! (Bajando a la escena.) ¡Otro motivo pa llorar! Hay días que no da una abasto. ¡Y menos mal, señor Peter, que a mí llorar me alimenta y me deja los nervios tan a gusto, que hay mañanas que hasta que no lloro un rato no puedo ni limpiar el polvo; porque está bien visto que yo, cuando no tengo un motivo pa llorar, es porque tengo dos, y cuando no tengo dos, es porque tengo tres! (Se ha sentado en un sillón de la izquierda.)

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PELIRROJO.—¿Y hoy, cuántos has tenido? EULALIA.—Hoy he tenido siete. Ayer no tuve más que cuatro... PELIRROJO.—Es que era martes... EULALIA.—Pues el domingo tuve once... PELIRROJO.—El domingo es siempre mejor día. EULALIA.—...y en el momento de acostarme no tenía ningún motivo pa llorar, pero de acordarme de los once que había tenido, se me saltaron las lágrimas y me resultó la docena. PELIRROJO.—Vives como quieres, Eulalia. ¿Y eso te ocurre desde hace mucho? EULALIA.—De niña ya era algo llorica; pero luego me ha ido creciendo con los años. Ahora que así, en gran escala, lo que se podría llamar el llanto navegable, ése no me ha empezado hasta que vine a servir a esta casa. Porque una no quiere decir na, y, a fuerza de empapar pañuelos y de escurrir pañuelos, va tirando; pero en esta casa se ven cosas pa que la instalen a una grifos, señor Peter!... (Llora.) PELIRROJO.—(Acercándose interesado.) ¿Qué cosas son las que ves, Eulalia? EULALIA.—No se las digo, porque si se las dijera se echaría usté a llorar; y pa eso ya estoy yo aquí. PELIRROJO.—¿Pero... cosas relativas a las personas de la familia? EULALIA.—Sí, claro. Todas a las personas de la familia: el señor mayor y la madre, ¡y hasta la señorita!, todos tienen su misterio y hacen cosas que, si no tuviese una la suerte de quedarse como un reloj cuando llora, se volvería tarumba, señor Peter... PELIRROJO.—¡Chist! ¡Calla ahora! (Disimulando, se pone a hojear una revista. Por el foro centro aparecen Evelio y Benito con las bandejas vacías. Por la posición de Eulalia y Pelirrojo, no ven a éstos y cruzan la escena sin dejar de hablar.) EVELIO.—¿Te puedes creer, Benito, que me he acercao a la presidencia del banquete, que me he encarao con el señor, que le he dicho: «Señor, de parte de Peter, que él cree que va a llover», y que no me ha tirao ningún objeto? Ni se ha extrañao siquiera... Se ha puesto muy serio de pronto y me ha contestao: «Bien, gracias.» Y es que en esta casa, no sé por qué me parece que hay mucho tomate, Benito... (Se van por segundo derecha.) PELIRROJO.—(Dejando la revista; a Eulalia.) ¿Dices que el señor mayor y la madre y hasta la señorita tienen su misterio y hacen cosas, Eulalia?

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EULALIA.—Sí, señor. Pero hay otra cosa mucho más gorda todavía... Lo del ama de llaves. PELIRROJO.—¿Qué ama de llaves? EULALIA.—Doña Andrea. PELIRROJO.—Pero si a doña Andrea se la llevaron enferma al hospital hace seis meses, y murió a poco de ingresar. EULALIA.—(Con retintín.) Sí, sí... PELIRROJO.—¿Cómo que sí, sí? EULALIA.—Que doña Andrea se moriría en el hospital, pero yo le digo a usté que doña Andrea, a ratos, viene aquí. Sí, señor. Y se mete en su habitación. (Señala el foro izquierda inferior.) PELIRROJO.—Pero, ¿tú la has visto? EULALIA.—Sí, señor. Y me caí redonda al suelo al verla. Y si no me he muerto en ese momento, es que a mí ya no hay quien me mate. La vi anoche con la señorita. PELIRROJO.—¿Con quién? EULALIA.—Con la señorita, que, después de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces y suponía que no había nadie levantado, bajó de puntillas de su cuarto y se metió ahí. (La puerta del foro izquierda inferior), en la habitación que ocupó doña Andrea antes de morirse. Y yo vi que doña Andrea le daba un papel. PELIRROJO.—¿Qué papel? EULALIA.—Debía de ser una carta, porque la señorita, después de leerlo, lo rompió, y yo luego cogí un pedazo que se le había caído en el suelo. Sólo que tuve la mala pata de no pescar más que la fecha. Una de esas fechas escritas con números, que yo siempre tengo que contar por los dedos pa averiguar el mes, porque me hago un lío. La fecha correspondía a noviembre del año pasado, porque los números eran: 3-11-40. PELIRROJO.—¿Tres, once, cuarenta? EULALIA.—Sí. El 3 el día; el 40 el año, y el 11 el mes; noviembre. PELIRROJO.—(Que ha sacado un lápiz, escribiendo sobre el puño de la camisa.) ¿Conque los números eran 3-11-40? (Mirándola con gesto duro.) ¿Y no encontraste más?

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EULALIA.—No, señor. PELIRROJO.—¿De verdad, de verdad que no encontraste más, Eulalia? EULALIA.—¿Pero es que lo duda? (Rompiendo a llorar.) ¡¡Ay, Virgen del Amparo!! PELIRROJO.—¿Eh? EULALIA.—¡¡Ay, Virgen del Amparo, en lugar de creerme, desconfía de mí!! ¡¡Otro motivo pa que yo llore hoy!! PELIRROJO.—Eulalia... EULALIA.—¡¡Otro motivo pa que yo llore hoy, y ya van ocho!! (Se echa a llorar perdidamente. Por el foro centro, Daniel, de etiqueta.)

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Miguel Mihura

Tres sombreros de copa Dionisio pasa su última noche de soltero en un hotel de provincias. Mañana se casa con Margarita. Pero en esa habitación y esa noche conoce a Paula, una bailarina libre e impredecible. Dionisio y Paula no son felices con sus respectivas parejas. Están con ellas por inercia, porque no se cuestionan las cosas. Ahora se han encontrado, y enamorado, pero sus mundos son diferentes. Ella es espectáculo y alegría. Él es convencional y burgués. La unión de los dos universos está simbolizada en los sombreros de copa. Para Paula representan el traje de etiqueta de los caballeros que acuden al teatro, el adorno provocador de las bailarinas del music-hall o un artilugio de magia para el prestidigitador y de destreza para el malabarista. Desde el punto de vista de Dionisio solo es un elemento solemne de su traje de ceremonia. Por eso, previsor, ha comprado dos (el tercero es regalo de su suegro), pero ninguno le sirve, uno le queda grande, otro pequeño y, el tercero, “le hace cara de salamandra”. Al final tendrá que casarse con un cuarto, prestado por un miembro de la compañía de Paula. No podrá ser feliz, porque no ha sido capaz de ser libre. Dionisio conoce a Paula Primer acto Habitación de un hotel de segundo orden en una capital de provincia. En la lateral izquierda, primer término, puerta cerrada de una sola hoja, que comunica con otra habitación. Otra puerta al foro que da a un pasillo. La cama. El armario de luna. El biombo. Un sofá. Sobre la mesilla de noche, en la pared, un teléfono. Junto al armario, una mesita. Un lavabo. A los pies de la cama, en el suelo, dos maletas y dos sombrereras altas de sombreros de copa. Un balcón, con cortinas, y detrás el cielo. Pendiente del techo, una lámpara. Sobre la mesita de noche, otra lámpara pequeña. DON ROSARIO. Hasta mañana, carita de madreselva.

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(Hace una reverencia. Sale. Cierra la puerta. DIONISIO cierra las maletas, mientras silba una fea canción pasada de moda. Después se tumba sobre la cama sin quitarse el sombrero. Mira el reloj.) DIONISIO. Las once y cuarto. Quedan apenas nueve horas. (Da cuerda al reloj.) Nos debíamos haber casado esta tarde y no habernos separado esta noche ya... Esta noche sobra... Es una noche vacía. (Cierra los ojos.) ¡Nena! ¡Nena! ¡Margarita! (Pausa. Y después, en la habitación de al lado, se oye un portazo y un rumor fuerte de conversación, que poco a poco va aumentando. DIONISIO se incorpora.) ¡Vamos, hombre! ¡Una bronca ahora! Vaya unas horas de reñir... (Su vista tropieza con el espejo, en donde se ve con el sombrero de copa en la cabeza y, sentado en la cama dice:) Sí, ahora parece que me hace cara de apisonadora... (Se levanta. Va hacia la mesita, donde dejó los otros dos sombreros y, nuevamente, se los prueba. Y cuando tiene uno en la cabeza y los otros dos uno en cada mano, se abre rápidamente la puerta de la izquierda y entra PAULA, una maravillosa muchacha rubia, de dieciocho años que, sin reparar en DIONISIO, vuelve a cerrar de un golpe y, de cara a la puerta cerrada, habla con quien se supone ha quedado dentro. DIONISIO, que la ve reflejada en el espejo, muy azorado, no cambia de actitud.) PAULA. ¡Idiota! BUBY. (Dentro.) ¡Abre! PAULA. ¡No! BUBY. ¡Abre! PAULA. ¡No! BUBY. ¡Que abras! PAULA. ¡Que no! BUBY. (Todo muy rápido.) ¡Imbécil! PAULA. ¡Majadero! BUBY. ¡Estúpida! PAULA. ¡Cretino!

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BUBY. ¡Abre! PAULA. ¡No! BUBY. ¡Que abras! PAULA. ¡Que no! BUBY. ¿No? PAULA. ¡No! BUBY. Está bien. PAULA. Pues está bien. (Y se vuelve. Y al volverse, ve a DIONISIO.) ¡Oh, perdón! Creí que no había nadie... DIONISIO. (En su misma actitud frente al espejo.) Sí... PAULA. Me apoyé en la puerta y se abrió... Debía estar sin encajar del todo... Y sin llave... DIONISIO. (Azoradísimo.) Sí... PAULA. Por eso entré... DIONISIO. Sí... PAULA. Yo no sabía... DIONISIO. No... PAULA. Estaba riñendo con mi novio. DIONISIO. Sí... PAULA. Es un idiota... DIONISIO. Sí... PAULA. ¿Acaso le han molestado nuestros gritos? DIONISIO. No... PAULA. Es un grosero... BUBY. (Dentro.) ¡Abre! PAULA. ¡No! (A DIONISIO.) Es muy feo y muy tonto... Yo no le quiero... Le estoy haciendo rabiar... Me divierte mucho hacerle rabiar... Y no le pienso abrir... Que se fastidie ahí dentro... (Para la puerta.) Anda, anda, fastídiate... BUBY. (Golpeando.) ¡Abre! PAULA. (El mismo juego.) ¡No!... Claro que, ahora que me fijo, le he asaltado a usted la habitación. Perdóneme. Me voy. Adiós. DIONISIO. (Volviéndose y quedando ya frente a ella.) Adiós, buenas noches.

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PAULA. (Al notar su extraña actitud con los sombreros, que le hacen parecer un malabarista.) ¿Es usted también artista? DIONISIO. Mucho. PAULA. Como nosotros. Yo soy bailarina. Trabajo en el ballet de Buby Barton. Debutamos mañana en el Nuevo Music-Hall. ¿Acaso usted también debuta mañana en el Nuevo Music-Hall? Aún no he visto los programas. ¿Cómo se llama usted? DIONISIO. Dionisio Somoza Buscarini. PAULA. No. Digo su nombre en el teatro. DIONISIO. ¡Ah! ¡Mi nombre en el teatro! ¡Pues como todo el mundo!... PAULA. ¿Cómo? DIONISIO. Antonini. PAULA. ¿Antonini? DIONISIO. Sí. Antonini. Es muy fácil. Antonini. Con dos enes... PAULA. No recuerdo. ¿Hace usted malabares? DIONISIO. Sí. Claro. Hago malabares. BUBY. (Dentro.) ¡Abre! PAULA. ¡No! (Se dirige a DIONISIO.) ¿Ensayaba usted? DIONISIO. Sí. Ensayaba. PAULA. ¿Hace usted solo el número? DIONISIO. Sí. Claro. Yo hago solo el número. Como mis papás se murieron, pues claro... PAULA. ¿Sus padres también eran artistas? DIONISIO. Sí. Claro. Mi padre era comandante de Infantería. Digo, no. PAULA. ¿Era militar? DIONISIO. Sí. Era militar. Pero muy poco. Casi nada. Cuando se aburría solamente. Lo que más hacía era tragarse el sable. Le gustaba mucho tragarse su sable. Pero claro, eso les gusta a todos... PAULA. Es verdad... Eso les gusta a todos... ¿Entonces, todos, en su familia, han sido artistas de circo? DIONISIO. Sí. Todos. Menos la abuelita. Como estaba tan vieja, no servía. Se caía siempre del caballo... Y todo el día se pasaban los dos discutiendo...

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PAULA. ¿El caballo y la abuelita? DIONISIO. Sí. Los dos tenían un genio terrible... Pero el caballo decía muchas más picardías... PAULA. Nosotras somos cinco. Cinco girls. Vamos con Buby Barton hace ya un año. Y también con nosotros viene madame Olga, la mujer de las barbas. Su número gusta mucho. Hemos llegado esta tarde para debutar mañana. Los demás, después de cenar, se han quedado en el café que hay abajo... Esta población es tan triste... No hay adónde ir y llueve siempre... Y a mí el plan del café me aburre... Yo no soy una muchacha como las demás... Y me subí a mi cuarto para tocar un poco mi gramófono... Yo adoro la música de los gramófonos... Pero detrás subió mi novio, con una botella de licor, y me quiso hacer beber, porque él bebe siempre... Y he reñido por eso... y por otra cosa, ¿sabe? No me gusta que él beba tanto... DIONISIO. Hace mucho daño para el hígado... Un señor que yo conocía... BUBY. (Dentro.) ¡Abre! PAULA. ¡No! ¡Y no le abro! Ahora me voy a sentar para que se fastidie. (Se sienta en la cama.) ¿No le molestaré? DIONISIO. Yo creo que no. PAULA. Ahora que sé que es usted un compañero, ya no me importa estar aquí... (BUBY golpea la puerta.) Debe de estar furioso... Debe de estar ciego de furor... DIONISIO. (Miedoso.) Yo creo que le debíamos abrir, oiga... PAULA. No. No le abrimos. DIONISIO. Bueno. PAULA. Siempre estamos peleando. DIONISIO. ¿Hace mucho tiempo que son ustedes novios? PAULA. No. No sé. Dos días. Dos días o tres. A mí no me gusta. Pero se aburre una tanto en estos viajes por provincias... El caso que es simpático, pero cuando bebe o cuando se enfada se pone hecho una fiera... Da miedo verle. DIONISIO. (Muy cobarde.) Le voy a abrir ya, oiga... PAULA. No. No le abrimos. DIONISIO. Es que después va a estar muy enfadado y la va a tomar conmigo... PAULA. Que esté. No me importa.

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DIONISIO. Pero es que a lo mejor, por hacer esto, le reñirá a usted su mamá. PAULA. ¿Qué mamá? DIONISIO. La suya. PAULA. ¿La mía? DIONISIO. Sí. Su papá o su mamá. PAULA. Yo no tengo papá ni mamá. DIONISIO. Pues sus hermanos. PAULA. No tengo hermanos. DIONISIO. Entonces, ¿con quién viaja usted? ¿Va usted sola con su novio y con esos señores? PAULA. Sí. Claro. Voy sola. ¿Es que yo no puedo ir sola? DIONISIO. A mí, allá cuentos... BUBY. (Dentro, ya rabioso.) ¡Abre, abre y abre! PAULA. Le voy a abrir ya. Está demasiado enfadado. DIONISIO. (Más cobarde aún.) Oiga. Yo creo que no le debía usted abrir... PAULA. Sí. Le voy a abrir. (Abre la puerta y entra BUBY, un bailarín negro, con un ukelele en la mano.) Dionisio habla de su novia a Paula Tercer acto (Sale D. SACRAMENTO por la puerta del foro. PAULA asoma la cabeza por detrás de la cama y mira a DIONISIO tristemente. DIONISIO, que ha ido a cerrar la puerta, al volverse, la ve.) PAULA. ¡Oh! ¿Por qué me ocultaste esto? ¡Te casas, Dionisio!... DIONISIO. (Bajando la cabeza.) Sí... PAULA. No eras ni siquiera un malabarista... DIONISIO. No. PAULA. (Se levanta. Va hacia la puerta de la izquierda.) Entonces yo debo irme a mi habitación... DIONISIO. (Deteniéndola.) Pero tú estabas herida... ¿Qué te hizo Buby?

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PAULA. Fue un golpe nada más... Me dejó K.O. ¡Debí de perder el conocimiento unos momentos. Es muy bruto Buby... Me puede siempre... (Después.) ¡Te casas, Dionisio!... DIONISIO. Sí. PAULA. (Intentando nuevamente irse.) Yo me voy a mi habitación... DIONISIO. No. PAULA. ¿Por qué? DIONISIO. Porque esta habitación es más bonita. Desde el balcón se ve el puerto... PAULA. ¡Te casas, Dionisio! DIONISIO. Sí. Me caso, pero poco... PAULA. ¿Por qué no me lo dijiste...? DIONISIO. No sé. Tenía el presentimiento de que casarse era ridículo... ¡Que no me debía casar...! Ahora veo que no estaba equivocado... Pero yo me casaba, porque yo me he pasado la vida metido en un pueblo pequeñito y triste y pensaba que para estar alegre había que casarse con la primera muchacha que, al mirarnos, le palpitase el pecho de ternura... Yo adoraba a mi novia... Pero ahora veo que en mi novia no está la alegría que yo buscaba... A mi novia tampoco le gusta ir a comer cangrejos frente al mar, ni ella se divierte haciendo volcanes en la arena... Y ella no sabe nadar... Ella, en el agua, da gritos ridículos... Hace así: «¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!» Y ella sólo ama cantar junto al piano El pescador de perlas. Y El pescador de perlas es horroroso, Paula. Ella tiene voz de querubín, y hace así: (Canta.) Tralaralá... piri, piri, piri, piri... Y yo no había caído en que las voces de querubín están llenas de vanidad y que, en cambio, hay discos de gramófono que se titulan «Ámame en diciembre lo mismo que me amas en mayo», y que nos llenan el espíritu de sencillez y de ganas de dar saltos mortales... Yo no sabía tampoco que había mujeres como tú, que al hablarnos no les palpita el corazón, pero les palpitan los labios en un constante sonreír... Yo no sabía nada de nada. Yo sólo sabía pasear silbando junto al quiosco de la música... Yo me casaba porque todos se casan siempre a los veintisiete años... Pero ya no me caso, Paula... ¡Yo no puedo tomar huevos fritos a las seis y media de la mañana...! PAULA. (Ya sentada en el sofá.) Ya te ha dicho ese señor del bigote que los harán pasados por agua...

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DIONISIO. ¡Es que a mí no me gustan tampoco pasados por agua! ¡A mí sólo me gusta el café con leche, con pan y manteca! ¡Yo soy un terrible bohemio! Y lo más gracioso es que yo no lo he sabido hasta esta noche que viniste tú... y que vino el negro..., y que vino la mujer barbuda... Pero yo no me caso, Paula. Yo me marcharé contigo y aprenderé a hacer juegos malabares con tres sombreros de copa... PAULA. Hacer juegos malabares con tres sombreros de copa es muy difícil... Se caen siempre al suelo... DIONISIO. Yo aprenderé a bailar como bailas tú y como baila Buby... PAULA. Bailar es más difícil todavía. Duelen mucho las piernas y apenas gana uno dinero para vivir... DIONISIO. Yo tendré paciencia y lograré tener cabeza de vaca y cola de cocodrilo... PAULA. Eso cuesta aún más trabajo... Y después, la cola molesta muchísimo cuando se viaja en el tren... (DIONISIO va a sentarse junto a ella.) DIONISIO. ¡Yo haré algo extraordinario para poder ir contigo!... ¡Siempre me has dicho que soy un muchacho muy maravilloso!... PAULA. Y lo eres. Eres tan maravilloso, que dentro de un rato te vas a casar, y yo no lo sabía... DIONISIO. Aún es tiempo. Dejaremos todo esto y nos iremos a Londres... PAULA. ¿Tú sabes hablar inglés? DIONISIO. No. Pero nos iremos a un pueblo de Londres. La gente de Londres habla inglés porque todos son riquísimos y tienen mucho dinero para aprender esas tonterías. Pero la gente de los pueblos de Londres, como son más pobres y no tienen dinero para aprender esas cosas, hablan como tú y como yo... ¡Hablan como en todos los pueblos del mundo!... ¡Y son felices!... PAULA. ¡Pero en Inglaterra hay demasiados detectives!... DIONISIO. ¡Nos iremos a La Habana! PAULA. En La Habana hay demasiados plátanos... DIONISIO. ¡Nos iremos al desierto! PAULA. Allí se van todos los que se disgustan, y ya los desiertos están llenos de gente y de piscinas.

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DIONISIO. (Triste.) Entonces es que tú no quieres venir conmigo. PAULA. No. Realmente yo no quisiera irme contigo, Dionisio... DIONISIO. ¿Por qué? (Pausa. Ella no quiere hablar. Se levanta y va hacia el balcón.) PAULA. Voy a descorrer las cortinas del balcón. (Lo hace.) Ya debe de estar amaneciendo... Y aún llueve... ¡Dionisio, ya han apagado las lucecitas del puerto! ¿Quién será el que las apaga? DIONISIO. El farolero. PAULA. Sí, debe de ser el farolero. DIONISIO. Paula..., ¿no me quieres? PAULA. (Aún desde el balcón.) Y hace frío... DIONISIO. (Cogiendo una manta de la cama.) Ven junto a mí... Nos abrigaremos los dos con esta manta... (Ella va y se sientan los dos juntos, cubriéndose las piernas con la manta.) ¿Quieres a Buby? PAULA. Buby es mi amigo. Buby es malo. Pero el pobre Buby no se casa nunca... Y los demás se casan siempre... Esto no es justo, Dionisio... DIONISIO. ¿Has tenido muchos novios? PAULA. ¡Un novio en cada provincia y un amor en cada pueblo! En todas partes hay caballeros que nos hacen el amor... ¡Lo mismo es que sea noviembre o que sea en el mes de abril! ¡Lo mismo que haya epidemias o que haya revoluciones...! ¡Un novio en cada provincia...! ¡Realmente es muy divertido...! Lo malo es, Dionisio, lo malo es que todos los caballeros estaban casados ya, y los que aún no lo estaban escondían ya en la cartera el retrato de una novia con quien se iban a casar... Dionisio, ¿por qué se casan todos los caballeros...? ¿Y por qué, si se casan, lo ocultan a las chicas como yo...? ¡Tú también tendrás ya en la cartera el retrato de una novia...! ¡Yo aborrezco las novias de mis amigos...! Así no es posible ir con ellos junto al mar... Así no es posible nada... ¿Por qué se casan todos los caballeros...? DIONISIO. Porque ir al fútbol siempre, también aburre. PAULA. Dionisio, enséñame el retrato de tu novia. DIONISIO. No. PAULA. ¡Qué más da! ¡Enséñamelo! Al final lo enseñan todos... DIONISIO. (Saca una cartera. La abre. PAULA curiosea.) Mira... PAULA. (Señalando algo.) ¿Y esto? ¿También un rizo de pelo...?

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DIONISIO. No es de ella. Me lo dio madame Olga... Se lo cortó de la barba, como un pequeño recuerdo... (Le enseña una fotografía.) Este es su retrato, mira... PAULA. (Lo mira despacio. Después.) ¡Es horrorosa, Dionisio...! DIONISIO. Sí. PAULA. Tiene demasiados lunares... DIONISIO. Doce. (Señalando con el dedo.) Esto de aquí es otro... PAULA. Y los ojos son muy tristes... No es nada guapa, Dionisio... DIONISIO. Es que en este retrato está muy mal... Pero tiene otro, con un vestido de portuguesa, que si lo vieras... (Poniéndose de perfil con un gesto forzado.) Está así... PAULA. ¿De perfil? DIONISIO. Sí. De perfil. Así. (Lo repite.) PAULA. ¿Y está mejor? DIONISIO. Sí. Porque no se le ven más que seis lunares... PAULA. Además, yo soy más joven... DIONISIO. Sí. Ella tiene veinticinco años... PAULA. Yo, en cambio... ¡Bueno! Yo debo de ser muy joven, pero no sé con certeza la edad mía... Nadie me lo ha dicho nunca... Es gracioso, ¿no? En la ciudad vive una amiga que se casó... Ella también bailaba con nosotros. Cuando voy a la ciudad siempre voy a su casa. Y en la pared del comedor señalo con una raya mi estatura. ¡Y cada vez señalo más alta la raya...! ¡Dionisio, aún estoy creciendo...! ¡Es encantador estar creciendo todavía...! Pero cuando ya la raya no suba más alta, esto indicará que he dejado de crecer y que soy vieja... Qué tristeza entonces, ¿verdad? ¿Qué hacen las chicas como yo cuando son viejas...? (Mira otra vez el retrato.) ¡Yo soy más guapa que ella...! DIONISIO. ¡Tú eres mucho más bonita! ¡Tú eres más bonita que ninguna! Paula, yo no me quiero casar. Tendré unos niños horribles... ¡y criaré el ácido úrico...! PAULA. ¡Ya es de día, Dionisio! ¡Tengo ganas de dormir...! DIONISIO. Echa tu cabeza sobre mi hombro... Duerme junto a mí... PAULA. (Lo hace.) Bésame, Dionisio. (Se besan.) ¿Tu novia nunca te besa...? DIONISIO. No. PAULA. ¿Por qué?

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DIONISIO. No puede hasta que se case... PAULA. Pero ¿ni una vez siquiera? DIONISIO. No, no. Ni una vez siquiera. Dice que no puede. PAULA. Pobre muchacha, ¿verdad? Por eso tiene los ojos tan tristes... (Pausa.) ¡Bésame otra vez, Dionisio...! DIONISIO. (La besa nuevamente.) ¡Paula! ¡Yo no me quiero casar! ¡Es una tontería! ¡Ya nunca sería feliz! Unas horas solamente todo me lo han cambiado... Pensé salir de aquí hacia el camino de la felicidad y voy a salir hacia el camino de la ñoñería y de la hiperclorhidria... PAULA. ¿Qué es la hiperclorhidria? DIONISIO. No sé, pero debe de ser algo imponente... ¡Vamos a marcharnos juntos...! ¡Dime que me quieres, Paula! PAULA. ¡Déjame dormir ahora! ¡Estamos tan bien así...! (Pausa. Los dos, con las cabezas juntas, tienen cerrados los ojos. Cada vez hay más luz en el balcón. De pronto, se oye el ruido de una trompeta que toca a diana y que va acercándose más cada vez. Luego se oyen unos golpes en la puerta del foro.)

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Juan Pablo Darmanin

Un borracho singular Texto completo

Acto único Entra el borracho cantando a la botella. En su banco está una muchacha sentada Borracho: Loca ella y loco ¡Yo!. Que me hiciste mal y sin embargo te quiero...(Mira a una joven sentada en su banco de plaza. Se acerca y la observa de forma sugerente. Según él acaba de encontrar a un intruso en su morada. Habla poética e irónicamente. Cortejándola) Nunca tuve tanta suerte de que una bella dama me espere sentada en mi propio aposento. (Ella lo mira nerviosa y lo ignora. Él sentencia) ¡Que éste banco es mío! Joven: ¡Por favor no me moleste!. Borracho: ¿Ha oído hablar de los usurpadores de morada? Joven: ¡Vaya a su casa, déjeme tranquila!. Borracho: Usted vaya a SU casa, mi casa es ésta y, en éste banco, ¡Duermo yo!. Así que si quiere puede adueñarse de cualquiera de los bancos que hay por ahí, éste es mío. Así que si me da lugar... (Hace señas con las manos como esperando que se levante. Ella no se mueve del lugar. Él continúa con las señas) No la molesto más.... Si me da lugarcito... ¿Pero qué tiene usted, estrabismo? Joven: ¿Yo me tengo que ir de un lugar público sólo porque a usted se le ocurre tirarse a dormir en este banco, que es también mío? Borracho: ¿Suyo? Yo llegué primero. Joven: Qué le voy a estar dando explicaciones.... Borracho: Más vale. Que tendrá que darme muchas explicaciones... Joven: Mire, éste banco mío y de todos los ciudadanos Borracho: ¡Ahora son más! Joven: Es de todos, de todos los que pagan impuestos... O sea, de todos menos de usted, ¿Entiende? Borracho: Entiendo... Usted es de una de esos grupos que se dedican a protestar ¡Que aman protestar!... Voy entendiendo... Hay muchas otras cosas por qué quejarse señorita... Yo puedo ayudarla un poco, si quiere. Mire, por ejemplo ¿Ve ese cartel que dice ―Prohibido pisar el césped‖? Le digo un secreto: Hay gente que lo hace. ¿Porqué no se para un rato a la par del cartel? O mejor aún, póngase en LUGAR del cartel y dígale que lo hace porque paga impuestos...

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Joven: ¡No! Yo no estoy en ningún grupo, sólo trato de explicarle por qué yo tengo más derecho que usted en estar en este lugar, vea: La luz que tiene usted en esta plaza todas las noches, la pago yo. Esta plaza está limpia porque al servicio de barrido y limpieza lo pago yo. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Borracho: (Revisa sus bolsillos) Bueno, me pescó seco, pero vuelve mañana antes de las once y le tengo lo que le debo. Joven: Lo que le quiero decir es que yo tengo más derecho que usted en estar aquí. Borracho: Bueno, entonces haga que me corten la luz y que no vengan más a cortar el pasto y devuélvame mi banco. Joven: No se haga el vivo Borracho: ¿No estará tratando de estafarme usted? Joven: ¿Yo? ¡Faltaba más! ¿Qué le puedo sacar yo a usted? ¡Jajaja! Borracho: Por lo pronto está tratando de sacarme mi banco, no se que seguirá después.(Se desespera, se asusta) ¡El yate, la casa campo, el piso del centro, los autos convertibles...!. Dígame la verdad ¿A qué ha venido? Joven: ¿Qué puedo estar buscando yo de usted? ¡Hágame el favor!, ¿Qué me dice?, nada quiero de usted, ¡Nada!. No ve que soy persona de bien, no todos somos como usted, no sea tan miserable Borracho: ¿Miserable?...Yo no soy el que está peleando con un vagabundo para sacarle su banco de plaza. ¿No tiene que ir a trabajar? Joven: No, estoy desocupada. Borracho: Se nota... Debería emplearse corriendo gente de los lugares públicos. Joven: (Burlándose) ¡Ja, Ja! Chistoso.¿Y usted nunca pensó trabaja y dejar ésta vida de holgazanería? Borracho: No sea ridícula Joven: Si usted trabajara no tendría que andar pidiendo para poder beber. Borracho: No es que yo pida para beber, yo bebo para pedir. Joven: (Revisa en su bolso para sacar cigarrillos) ¿Y qué toma? Borracho: (Estirándose para mirar con curiosidad adentro del bolso de la joven) ¿Qué tiene? Joven: ¡Nada! Sacaba cigarrillos. El colmo sería que le esté invitando para tomar...No tengo ¡Nada!. Sólo le pregunto por curiosidad Borracho: Ah, bueno, yo tomo vino. No soy como esos borrachos de parque o de vereda de hospital que se conforman con alcohol puro. (Lo dice acomodándose la ropa y presumiendo) ¡Yo soy alguien de ―clase‖, un ser con alcurnia...

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Joven: ¿Y nunca deja de tomar? Borracho: Sí, entre trago y trago. Joven: No, no ¿Nunca deja de tomar por dos días o algo así...? Borracho: (La mira con cara de asquerosa intriga) ¿Dos días? ¿Cómo dos días?. ¡Eso es muy peligroso! Cuando uno deja de tomar por dos días le agarra la abstinencia. ¿Es que no ha leído usted?. ¡Borracho, pero informado! Joven: La bebida es un camino de ida (Exclama con resignación y suspira) Borracho: (Mirando fijo al horizonte y con orgullo) Y yo fui. Joven: Es inútil tratar de tener una conversación coherente con un ¡EBRIO! Borracho: (Con tono inocente y curioso) Noté un cierto tono despectivo en la palabra ebrio (Acusándola con la mirada) ¿No es así? Joven: ¡Claro que es así!. Eso estaba tratando de hacer, que suene despectivo. Borracho: ¡Hay los jóvenes, que cuando no pueden ganar una conversación se ponen! (La mira acusándola)¡En contra! Joven: ¡Yo no me puse en contra! Borracho: ¿Vio? (Con el mismo tono que antes y el mismo gesto) ¡En contra! Joven: ¿Vio que? ¡Nada, nada ví! ¿De qué me habla? Borracho: ¿Entonces no está en contra? Joven: ¡No! Borracho: ¿O sea que está a favor? Joven: ¿De que? Borracho: ¿De qué estamos hablando? Joven: No sé Borracho: ¿Y entonces como sabe si está a favor o si está en contra si no sabe de qué? Joven: Mire, mejor me voy porque veo que quedarme sería seguir perdiendo mi tiempo... Borracho: ¡Valioso! Su ―valioso‖ tiempo... Joven: (Enojada) Sí, mejor quédese con su roñoso banco. (La joven se va. El borracho le pasa un trapo al banco. Habla con el banco) Borracho: ¡Roñoso le dicen! Si yo tanto que lo cuido a mi banquito querido...

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Estos textos forman parte de la selección realizada para el Portal Web de Investigación y Docencia: Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación http://angarmegia.com Se incluyen en un proyecto más amplio, accesible en el sitio, que incluye otras antologías narrativas, dramáticas y de obras musicales, contando, además, muchas de ellas, con audiovisuales de apoyo (audios, vídeos, animaciones…)

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