Amada Abigail

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  • Pages: 5
Amada Abigail Escrito por: Cyanide Camiteo Una infancia atiborrada de las explotaciones de su madre, sufriendo abusos inhumanos y trabajos excesivos, para dar sustento a uno de los tantos padrastros que su madre conseguía mientras trabajaba como mesera en un burdel —Abigail siempre pensó que no era una simple mesera—. Víctima de su propia madre, trabajó jornadas completas en casas ajenas como sirvienta; sin embargo, esto era la fachada que creó su madre: Abigail fue prostituida de la forma más aberrante posible. La infancia de la mujer fue una época que quería olvidar, y trató de muchas maneras. Alcohol, drogas, sexo… pero aquellos recuerdos estaban tatuados en su mente, perdurando en su mente, atormentando su conciencia y destruyendo su corazón. Abigail se acostó con innumerables hombres, tratando de ser sanada, buscando perdón con su débil cuerpo y sus ojos cansados; muchos hombres tuvieron el placer de dormir con ella, y asimismo, de dejarle otro mal recuerdo. Pero cierto hombre no abusó de ella, se enamoró perdidamente de su risa tímida y sus labios carmesí. Con este hombre tuvo su primer hijo. Abigail se sentía sanada, aliviada. El fruto de este matrimonio, el primer hijo, representaba para ella la esperanza de un mejor futuro. El amor siempre ha sido la mejor cura y para Abigail no fue diferente. Su pasado parecía desaparecer gracias al amor de su esposo; pero no puedes darle la espalda a quien eres, a lo que te atormenta. La burbuja de amor no duró mucho más. Ese amor que se proferían pronto se desvaneció, y Abigail empezó a maltratar a su hijo, castigos innecesarios y aún más crueles estuvieron a la orden del día. Su esposo, quien sufrió

también la crueldad de Abigail, no pudo soportar más la presión y tomó la salida fácil. Empacó su maleta mientras Abigail dormía. Con los primeros rayos del sol, se fue y, junto con él, la cordura de Abigail. Abigail tuvo dos hijos más, pobres criaturas inocentes padeciendo un martirio que no les correspondía. Los golpeaba con lo que estuviese a mano, cables, zapatos, ollas, sillas, cualquier objeto podía ser el arma en el juicio, en donde Abigail era juez, fiscal y —lo que más disfrutaba— verdugo. … Mi nombre es Jhon, viví con Abigail y llegué a amarla. Ella no era el vil monstruo que atormentaba a sus hijos, era una mujer tímida, insegura pero amorosa. Lamentablemente, sus problemas psicológicos estallaron en ella, convirtiéndola en lo que es ahora. En un acto de desespero, luego de una tormenta, hui de aquella casa en la madrugada. Abigail lamentó mi pérdida y con zozobra cuando me recuerda, especialmente, porque fui aquel lazo que la amarraba a la vida, a la tranquilidad. Varios años pasaron. El tiempo no hizo de Abigail alguien débil, ese ser abyecto parecía crecer cada día más. Logré hacer una vida lejos de ella; aun así, recordaba su encanto y su manera amorosa que —aunque ahora ya nadie creería— tenía al tratarme. Cuando logré cierta estabilidad, decidí enfrentarla, nadie más que yo podía proteger a esas criaturas. Era un día gris, parecía que iba a llover. Cierta atmósfera vespertina tardía agobiaba el camino hacia la casa de Abigail. Su casa era grande, la pintura estaba opaca, las flores hace mucho habían muerto y el jardín era sólo un piso áspero de tierra seca. Toqué la puerta con

miedo; escuché un grito que recordaba, era la voz de Abigail, mi corazón latió con fuerza y se me hizo un nudo en la garganta. El hijo menor de Abigail, Geoffrey, abrió la puerta lentamente mientras asomaba su cabeza. —Buenas tardes, ¿qué se le ofrece? —Quiero ver a tu madre, Abigail, necesito hablar con ella. Los ojos del niño se abrieron asustados por la inverosímil petición que hice, y por mi presencia me miraba con detenimiento. Pasé lentamente a los adentros del hogar. Luego de un largo pasillo recubierto con una alfombra curtida, llegué a la sala; los muebles estaban acabados, llenos de cortaduras y manchas. Me senté y esperé a la llegada de Abigail, y los niños se encerraron en su cuarto. Cuando llegó, el miedo invadió mi cuerpo. La figura gris de Abigail y sus ojos mirándome con odio se acercaron. — ¿Cómo te atreves a mostrar tu rostro ante mí? Maldito, quiero que te vayas y que te vayas ahora y jamás regreses. —Abigail, no vine por ti, vine por los niños. Tú bien sabes que ellos no deberían vivir aquí, puedo darles algo mejor, puedo darles amor. —Una vez que te fuiste moriste para mí. Jamás te lo permitiré, ellos son míos. —No te lo estoy pidiendo; lo haré, a no ser que quieras que llame a la policía y todo lo que haces salga a la luz.

Abigail no se contuvo más, empezó a insultarme en alaridos; sus ojos se veían tristes, pero su corazón se agitaba cada vez más. Tomó de la mesa del centro un pequeño jarrón y me golpeó en la frente. Casi me desmayo, caminé lentamente tratando de huir, aún estaba aturdido por el golpe. Abigail me empujó a la cocina y me tiró al piso. Me arrastré, pero ella me agarró de un pie. Abigail tomó un cuchillo del lavaplatos y, sin vacilación alguna, cortó mi tendón de Aquiles. La sangre empezaba a cubrir el sucio piso de la cocina. Abigail continuó arremetiendo contra mí, descargando toda su ira. Me apuñaló una vez en el vientre. Sentí que moría, mi visión se hacía borrosa, mi respiración era cada vez más rápida. Abigail se levantó y retiró el cuchillo de mi cuerpo. La sangre cubría la cocina y manchaba su cuerpo. Ella dejó el cuchillo en el piso y se acercó a mí lentamente, mostrando una sonrisa maligna, llena de satisfacción. En la entrada de la cocina pude ver a los niños asustados, impotentes ante tal brutalidad. El menor no resistió más, tomó el cuchillo del piso y junto con un grito de guerra y sus ojos llenos de lágrimas apuñaló a su madre en la espalda; Abigail dio un grito de dolor que repercutió en el niño, dejándolo en shock. Ella lo golpeó y lo tiró junto a su hermano, se sacó el cuchillo y se empezó a acercarse a ellos. Abigail deseaba sangre, quería ver más sangre correr, iba a matarlos. Con mi último aliento la sujeté del pie, haciéndola tropezar y golpearse el cuello con el mesón de la cocina. Abigail finalmente había muerto. Los niños se acercaron a mí ayudándome a levantarme, nos fuimos de la casa y nos sentamos en el andén, esperando a que un auto pasara para llevarme al hospital. La visión se me hacía borrosa, les dije a los niños con un último aliento:

—No piensen mal de Abigail, no fue todo su culpa, no saben qué tuvo que pasar. Debemos amarla por sobre todo, es su… nuestra madre, por favor recuérdenla sin rencor y discúlpenme por haber tardado tanto en rescatarlos. Los niños me abrazaron, entre lágrimas me dieron las gracias, me dijeron que me amaban. “Gracias hermano, gracias”, repetían. El sol estaba cayendo, la noche iba a llegar, el atardecer mostraba un hermoso y rojo sol en el horizonte. Esta vez me fui, aún era de día, los últimos rayos del sol se evaporaban. Esta huida sería la última, nadie tendría que sufrir más por ella. Espero verme contigo madre, te amo y nada lo podrá cambiar. Discúlpame por todo.

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