87 Tesoros Y Otras Magias

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Boletín del Club de Lectura EL GRITO Temporada 6 / nov. 2008. Número 87

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TESOROS Y OTRAS MAGIAS Álvaro Cunqueiro CUNQUEIRO, EL PIEL ROJA DE MONDOÑEDO http://www.literaturas.com/v010/sec0309/suplemento/ cunqueiro.htm El escritor que nos ocupa era un surrealista gallego (lo que le convierte en doblemente surrealista) y un burlón redomado. Cunqueiro nació el 22 de diciembre de 1911 en la ciudad episcopal de Mondoñedo, una villa donde el escritor escuchó por primera vez leyendas artúricas y carolingias y donde a comienzos del siglo XVIII era costumbre bautizar a los niños con nombres como Tristán y Lanzarote. Su madre, Pepita Mora Moirón, era una mujer divertida que entretenía a los niños con cuentos y romances. Tan guasona era que gastaba unos apellidos muy chuscos. El padre de la criatura, Xoaquín Cunqueiro Montenegro, natural de Cambados, dirigía una farmacia en cuya rebotica se celebraban tertulias a la que asistían canónigos, médicos y cazadores, con la consecuente fascinación de Alvarito. Con esos genes, no es extraño que al pequeño le sedujera la química de la palabra. No hay nada mejor que vivir en una rebotica para aprender historias prodigiosas y escuchar lances amorosos, partos sobrenaturales y viajes alucinatorios. Experiencias así sólo se viven en una rebotica. Bueno, tienen razón, en un convento de monjas también. Pero en ningún sitio más. Cuervos parlantes Estábamos liados con la familia del mindoniense. De la prodigiosa imaginación de doña Pepita y de la erudición de don Xoaquín extrajo el niño los elementos para fabular a troche y moche, inventando cuervos parlantes, paraguas voladores, sirenas enamoradas y toda una galería de personajes que se nutren del material robado a los sueños. Buen cazador y mejor gastrónomo, el padre de Cunqueiro, que llegó a ser alcalde de Mondoñedo, transmitió a la criatura la ciencia de llamar las cosas en latín, desde el nombre de los animales hasta el de los árboles. Al gorrión le llamaba 'pásser domésticus', al ciprés 'cupressus sempevivens' y al camello 'vendedor de droga al por menor'. Con esos dones no es raro que el chico debutara temprano en el oficio de escritor, alumbrando una novela de vaqueros con la que anticipaba su bilingüismo narrativo. "Yo, a los diez años, escribí una historia de indios, de pieles rojas, una historia del Oeste, en la que los rostros pálidos hablaban en castellano y los indios, los cheyennes, que eran mis favoritos, hablaban en gallego", confesaba el escritor. Un dominio tan perfecto de la lengua

sólo lo poseen algunos batracios y contados atletas sexuales, entre los que me cuento. En el caso de nuestro amigo, el talento para la pluma venía de familia. La abuela paterna del escritor era prima carnal de la madre de Valle-Inclán, a quien Cunqueiro leyó muy pronto. No en balde el padre de Álvaro Cunqueiro tenía mucho trato con don Ramón y poseía 'Las Sonatas' con una dedicatoria de su puño y letra, lo cual, tratándose de un manco, tiene su mérito. Bachillerato Corría el año 1921 cuando el muchacho se trasladó a Lugo para terminar el Bachillerato, esa etapa educativa que tanto ha cambiado. Antes la cursaba el muy instruido bachiller Sansón Carrasco de 'El Quijote' y ahora la estudia cualquier botarate cuyas habilidades oratorias consisten en balbucir "uhhh", "eh", "ah" y "cómo mola". A lo nuestro, lo importante es que, en Vigo, Cunqueiro conocería a su gran amigo Ánxel Fole y descubriría el

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gallego. "Hasta los apuntes de química los hacía en gallego". Con Fole compartirá pensión y tertulia. Eran famosas las que tenían lugar en 'El Español' y 'El Derby' en Santiago. En la capital compostelana trabó contacto con un grupo de intelectuales y creadores que engrosaron la vanguardia artística de Galicia. Cunqueiro era un ejemplo curioso de maridaje entre vanguardia y tradición: amaba tanto las novelas de caballerías como la poesía del surrealista Paul Eluard, ya saben, el mismo al que Salvador Dalí le birló la esposa. En lo político, entre Eluard y el prosista de Mondoñedo mediaba un abismo. Cunqueiro, enemigo declarado del marxismo, se afilió al Partido Galeguista, una fuerza nacionalista de sesgo conservador, aunque en su seno convivía un sector obediente al nacionalismo de izquierdas. Cosas peores se han visto y verán. El escritor colaboraba en el órgano de expresión del partido, 'A Nosa Terra', y en 1936 hacía campaña a favor del estatuto de autonomía de Galicia. En cualquier caso, a Cunqueiro le interesaban más la buena pitanza y el vino de Ribeiro que las maquinaciones políticos. "En la cocina es donde el hombre puso más imaginación, mucho más que en la guerra, tanta como pudo poner en el amor y, sin duda, muchísima más de la que pone en la política". Por esos años hace incursiones en la poesía y publica 'Mar ao Norde' (1932), libro tributario del creacionismo del chileno Vicente Huidobro y del cubismo. Después de la publicación de esos versos, sus afanes se decantarán por investigar en la tradición de los cancioneros medievales, esos poemas que un bachiller de hoy confunde con 'Los cuarenta principales'. Fruto de ese interés nace 'Cantiga nova que se chama ribeira'. Loas a Franco y José Antonio La sublevación militar de 1936 sorprende a Cunqueiro en Mondoñedo. Al poco tiempo se entera de la muerte, a manos de los insurrectos, de algunos amigos suyos, como su impresor, Ánxel Casal. A la vista de su pasado y militancia en el Partido Galeguista, a Cunqueiro le entra el lógico canguelo. Así que enmienda sus veleidades nacionalistas y recurre a un cura de Ortigueira que le aconseja que trabaje para la revista falangista 'Era azul' y salude a lo romano. Cunqueiro hace lo que se le dice y de su magín salen unos versos de alabanza a Franco y José Antonio Primo de Rivera. Por si cupiera alguna duda, escribe para todo papelucho donde estuviesen estampados el yugo y las flechas: 'Vértice', 'Legiones y Falanges', 'Escorial', 'Destino', 'Fantasía', 'Santo y seña'. El mindoniense, que en 1939 se había afincado en Madrid para escribir en el periódico 'ABC', tenía un espacio reservado para su ingenio. Si había que levantar alguna página a causa de algún problema con la censura, allí estaba presto Cunqueiro para en poco tiempo improvisar un artículo. Su luna de miel con Madrid y 'ABC' dura poco. Cunqueiro, al que le gustaba la buena vida tanto como la buena mesa, pecó de manirroto y estafador. El prosista había alcanzado un acuerdo con el embajador de Francia para escribir una serie de reportajes sobre tierras galas. El diplomático, que desembolsó unas cuantas

pesetas como adelanto por gastos de desplazamiento, veía cómo, semana tras semana, los artículos no aparecían. Creyendo que Cunqueiro era un hombre del régimen, el embajador se quejó a las más altas instancias, y su protesta llegó incluso al Consejo de Ministros. La Dirección General de Prensa acordó desposeer a Cunqueiro del carné de periodista, un documento esencial para esa tribu de gorrones que viven de comer canapés. También se dice que Cunqueiro fue expulsado porque robó al periódico conservador una cantidad indeterminada de papel para publicar el libro de un amigo. Aunque permaneció dos años más en Madrid, el autor de 'Las mocedades de Ulises', casado y padre de dos hijos, regresó a Mondoñedo sumido en una profunda depresión. Muchos de sus amigos republicanos se habían exiliado y los otros le dieron la espalda por sus coqueteos con la Falange. Gracias a la intercesión de su amigo Francisco Fernández del Riego, logró colaboraciones en las páginas culturales del diario 'La Noche', así como en los principales diarios gallegos. Realismo mágico Superadas las tribulaciones, ese orfebre del lenguaje que fue Cunqueiro descolló por lo que era, un escritor de riquísimo léxico, con la publicación de 'Merlín y familia' (1955), obra precursora del realismo mágico. Si bien no fue un autor que acumulara premios, sí que consiguió algunos importantes, como el de la Crítica

Página 3 por 'Las crónicas de Sochantre' (1959) o el Nadal, en 1969, por 'Un hombre que se parecía a Orestes'. En unos años en que la estética dominante era el realismo social, el mundo de Cunqueiro, que gustaba de la fábula y los mitos, de la historia y las leyendas, se abría paso a contrapelo. Su recreación de la vida de héroes clásicos, desde Ulises a Amadís de Gaula, pasando por el Judío Errante, Hamlet o Don Quijote, hicieron de Cunqueiro un autor raro en el panorama de las letras de su tiempo. Paradojas de la vida, Cunqueiro, que había sido desterrado del periodismo, llegó a dirigir el 'Faro de Vigo' entre 1965 y 1970. Cinco años improductivos desde un punto de vista literario, pues no entregó ningún libro a la imprenta. El 28 de febrero de 1981 murió Alvaro Cunqueiro, escritor que gozaba de la admiración de autores tan diferentes como Álvaro Mutis, Torrente Ballester, Claudio Magris o Francisco Umbral. Para García Márquez, Cunqueiro debería haber ganado el Nobel. Nosotros también lo creemos.

tarea de recogerlo en el Café Galicia, en el Cantón Grande, y desde entonces este cometido se realizó dos o tres veces por año durante esa década. Cunqueiro siempre llegaba en el mismo taxi después de comer, saludaba a los tertulianos y cogiéndome por la nuca con su amplia palma de jugador de frontón, me arrastraba a paso firme, camino de la casa de mi tío, en Puerta de Aires. Si íbamos hacia la calle Real, se detenía en la Librería Arenas para hablar con su dueño, Fernando, sobre novedades y sobre sus propios libros. Si atravesábamos los jardines del invicto almirante Méndez Núñez (el Relleno), nos deslizábamos por el puerto entre los pasajeros y las grúas que cargaban frente al edificio de la Aduana, por entre los bultos de los viajeros y emigrantes a América en los últimos transatlánticos. A Cunqueiro le deslumbraba la luz que se reflejaba en las aguas de aquellos espigones y decía que le recordaban a los pintados por Claudio de Lorena. También quería aquella luz tan característica que reverberaba contra las cristaleras de las galerías. Se detenía, apoyaba su pie derecho en los norays de hierro amarrados y susurraba como ausente: «Esta luz todavía no ha sido captada en ningún cuadro. Es la luz de las ciudades sumergidas». Cunqueiro no hablaba mucho, y cuando lo hacía con su voz profunda y remota de pozo desecado, nunca te miraba directamente a la cara. Lágrimas insignificantes

REGRESO A CUNQUEIRO

La luz de las ciudades sumergidas César Antonio Molina

Durante los años sesenta, cuando yo era un niño, Cunqueiro, a lo largo del año, se desplazaba varias veces a La Coruña, desde Vigo, para dar unas conferencias en la Asociación Cultural Iberoamericana (la ACI) de la cual eran directivos dos grandes amigos suyos: el poeta Miguel González Garcés y mi tío Antonio. Un día se me encomendó la

La ciudad vieja la atravesábamos siempre en dos direcciones. Al ir hacía la Puerta de Aires subíamos por la iglesia de Santiago para comprobar si todavía las estatuas románicas de San Juan y San Marcos sostenían sobre sus cabezas aquellos libros que lo soportaban todo frente al pazo de Doña Emilia Pardo Bazán. Luego nos adentrábamos por entre las sombras cerradas de la Plaza de Azcárraga con su fuente de los deseos manando lágrimas insignificantes. Bordeando el costado del antiguo Palacio del ilustrado Cornide, llegábamos al piso de mi tío. Después de unas pequeñas abluciones y apenas un ligero descanso, salíamos con tiempo suficiente para realizar ese segundo recorrido antes de su conferencia. Esta segunda peregrinación se iniciaba en la Colegiata de Santa María del Campo, donde Cunqueiro se quedaba extasiado por la Epifanía esculpida en el tímpano románico de la puerta principal frente al crucero de la plaza. Le fascinaba esa insólita escena oriental de los Reyes Magos con sus presentes, junto a un gran castillo muy semejante a una torre de Babel. Imagen que debió ser la primera que vio Ramón Menéndez Pidal, que nació justo en una casa de al lado. Empujando el portalón de madera del templo, Cunqueiro lo atravesaba diciendo: «Ahora honraremos a los señores del

tiempo pasado». Había muchas tumbas, pero él siempre iba hacia una que se encontraba a la derecha del magnífico altar mayor de plata costeado por los mareantes. Ponía su mano diestra abierta de par en par sobre la fría piedra y no la retiraba hasta que terminaba de recitar algo parecido a esto: «¿Qué levas peleriño da Palmeiría? / Levo froles d’amigo para Santa María». Muchas veces lo vi hacer esta misma operación sin reparar en quién podía ser el propietario de aquel asentamiento. Me resultaba todo tan misterioso, que me negaba a romper aquel hechizo. Y no sólo no se rompió, sino que se acrecentó cuando, tiempo después, descubrí que aquella mano se posaba sobre los restos del Señor de Andeyro, cuyo corazón, según la leyenda, había sido trepanado por cuchillos emboscados al ser descubierto en el lecho de la reina viuda portuguesa, Doña Leonor. Cunqueiro en algunos textos se imagina a este noble gallego al servicio de Portugal, en el siglo XIV, como peregrino palmero, es decir, de los que habían viajado a Jerusalén y traído para la iglesia de Santa María del Campo una jarra de azucenas con sus armas, de ahí aquellos versos. En la plazuela de las Bárbaras se detenía en la lápida de la entrada al convento, a ver cómo San Miguel con el dragón pesaba un alma ante la mirada protectora de Santiago a sus peregrinos. Lo hacía atravesar de puntillas mi colegio de los Dominicos y nos ocultábamos en el soportal del Jardín de San Carlos, antes de subir a la Casa de la Cultura, de la cual era bibliotecario Garcés, para dar allí su conferencia. Se adelantaba por este patio sobre el mar, y se detenía ante la aérea y romántica tumba de Sir John Moore, que lo emocionaba más por haber sido el amante de Lady Stanhope, que por su gloriosa hazaña de perdedor. Aquella dama que para olvidar su dolor se perdió en África comprando sueños de amor con el difunto y joven general. En las conferencias de Cunqueiro oí hablar por vez primera de Novalis y sus amores incestuosos, de Heine, Keats, Shelley, Hölderlin, Kleist, Dante, Eliot, Valéry, Vicente Risco, Valle-Inclán o Manuel Antonio; así como de Bizancio, Roma, Jerusalén, de los caballeros de la tabla redonda, de Merlín y de Hamlet. No sabía nada, y muchos años tuvieron que pasar para que algo percibiese, pero no sería el mismo sin aquellas tardes de lazarillo. Cada vez que nos encontrábamos, Cunqueiro me traía alguno de sus libros dedicados con la promesa de que los guardara pero no los leyera. Un día me regaló el Enrique de Ofterdingen; otro entramos en la antigua librería La Poesía, en la estrecha de San Andrés, para comprarme un ejemplar de las Odas al viento del Oeste y otros poemas de Shelley que acabábamos de ver expuesto en la vitrina y, finalmente, otra vez apareció con los Himnos a la noche. Cuando vislumbró mis inclinaciones literarias, me las desaconsejó por su ingratitud y me recomendó, como hombre de orden que era, ser notario o registrador, profesiones más honorables y seguras. Era un gran escéptico al que traicionaba su vehemencia por cuanto iba relatando. Meses después de que le dieran el Nadal por Un hombre que se parecía a Orestes, regresó a La Coruña para dar otra de sus conferencias. Lo esperé, como siempre, en el Galicia. Tenía su no-

4 vela subrayada y varias preguntas escritas para hacerle una entrevista para una revista escolar que se llamaba Nova Xente. Cunqueiro no disimuló su disgusto por mi desobediencia, zanjó rápidamente la charla, y salimos a todo correr por algunas de las habituales rutas de la vieja Marineda. Luego acudió un par de veces en mi ayuda. Una cuando le comentaron que mi imaginación no se correspondía de forma literal con las traducciones de latín y griego para acceder a la Universidad. Quedó entusiasmado con mi osadía literaria y fue incluso a hablar personal-

mente con sus viejos amigos catedráticos e interceder a mi favor. La otra ocasión se presentó cuando firmó, en el Faro de Vigo, la primera crítica sobre mi libro de poemas, Épica, bajo su pseudónimo más querido, Álvaro Labrada. Su última Navidad Estos paseos se interrumpieron definitivamente en la década siguiente, cuando partí a estudiar Derecho a Santiago. Viajé a verlo numerosas veces a Vigo, a su piso de la calle Marqués de Valladares y coincidimos en los agitados años estudiantiles de finales del franquismo, aunque algo menos ya en La Coruña. Cuando estaba gravemente enfermo acudí en su última Navidad a visitarle a Vigo. Poco después lo veía por última vez en Madrid, en el hospital, donde las diálisis le eran cada vez más penosas. Charlamos muchísimo, aunque jamás recordamos aquellos tiempos, y sin embargo, al despedirme, cuando ya abría la puerta, me dijo con su sonrisa socarrona: «No dejes de darle la mano al Señor de Andeyro».

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