Tres Tesoros

  • October 2019
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TRES TESOROS

Estaba curado. Aquella mañana no había ganado la vertical renqueando desde las sábanas, sino que, retirando éstas de un manotazo, había saltado al suelo. Los virus habían sido aniquilados y su vitalidad creció al comprobar que los grises de los días anteriores habían sido eliminados también por unos rayos cálidos que olían a último regalo otoñal. Se sintió pletórico con ganas de hacer el bien. Meditó cómo hacerlo, pero no se le ocurrió nada. Aseado, se dispuso a desayunar. Mientras lo hacía, la radio de la vecina a través del patio martilleaba noticias que llegaban un tanto distorsionadas, cuando menos, sólo por el ruido de ollas y aspiradores. Golpe de estado en..., tropocientos millones de muertos de hambre en..., nuevos bombardeos sobre civiles esta pasada madrugada en, en nuestro país nuevas restricciones sociales en orden al Tratado de la Unión..., tres ahogados y quince detenidos de una patera..., decididos a ilegalizar democráticamente a..., Navarra, como dice la jota, siempre... Por la mente de nuestro hombre y a velocidad de vértigo fueron desencadenándose ideas: Herri - Pueblo, Pueblo - Magreb, Magreb - Somalia, Somalia - Hambre, Hambre - Chorizo, Chorizo - Guerra, Guerra - Sarajevo, Sarajevo - Yugoeslavia, Yugoeslavia - Tito, Tito - Marxismo, Marxismo Soviets, No soviets - burocracia, Burocracia - guerra fría. Riqueza no a pueblo - riqueza a armas, Riqueza a armas + burocracia - Fracaso. ¡Pobre Marx! Sin recoger el tazón, se dirigió a la estantería. De entre mil papeles, extrajo una descolorida carpeta cuya portada decía: "Economía política". Mecanografiados en ya amarilleado papel cebolla se sucedían apuntes de un famoso libro, el Capital. Rebuscó entre los fascículos y extrajo uno. El título de la primera hoja rezaba en mayúsculas: "Teoría del valor. Valor de uso y valor de cambio". Después de ojearlo, lo depositó con la carpeta en la mesa junto a la mantequilla y se dirigió a la caja de herramientas. Tomó de ella una cajita y observó unos tirafondos galvanizados. La cerró y abrió una segunda. Extrajo tres relucientes tirafondos de acero inoxidable.

Los contempló siguiendo su senda en espiral. Vio las vagonetas de mineral de hierro corriendo por la galería y accediendo al exterior. Luego observó el tren camino del Alto Horno. Pudo descubrir difuminado por el oscuro polvo al picador que martillo en mano brincaba entre bastidores y mampostas para arrancar de la tierra el carbón que había de posibilitar la colada que acabaría en una especie de grueso alambre que enfriado y enrollado se encaminaría a la fábrica. En ésta contempló al muchacho que con habilidad increíble manejaba la prensa que aseguraba el tamaño el tamaño del tirafondo que, a continuación mediante unos tornos automáticos, era revestido de cabeza y rosca. Vio empaquetarlos y conducirlos a la ferretería. Todo podía verlo en aquellos tres tornillos. Se los echó al bolsillo y salió. Depositó uno de los tirafondos junto al bordillo de la acera. Cruzó la calle y se sentó en el banco, enfrente, para observar. Llegó una mochila fosforescente de la que colgaba un niño. A pesar de la escuela y la televisión, el niño pudo entender el guiño metálico. Se agachó. El tirafondo lanzó destellos al bailar en sus deditos. Lo depositó en el bolsillo de la mochila dedicado a los tesoros. Satisfecho, partió a saltitos. Nuestro hombre, con cara de satisfacción también, colocó un nuevo tirafondo en el mismo lugar y volvió a su puesto de vigía. Un grupo de chicos y chicas dobló la esquina, algunos vivían cerca y los conocía. Mientras se acercaban, sus sonrisas de dieciocho años, sus ojos chisporroteando ilusión y sus cuerpos perfectos bailando al unísono, cautivaron a nuestro espectador. Pero las Nike bordearon con desprecio el tornillo. Nuestro observador pensó que a esa generación nadie le había enseñado qué era el trabajo. Sólo habían sido adiestrados para disfrutar del poderoso caballero, y en nuestras protegidas latitudes podían hacerlo de tal modo que no habían conocido el valor útil de las cosas. Podían ser mis hijos, pensaba desde una sonrisa triste y sabia a un tiempo, cuando acudió a su memoria aquella canción, "Nuestros hijos nacera-a-an..." Siguió dándole vueltas, no podía ser, tal vez lo vivían de otra forma que el no captaba, pero seguro que lo vivían, no podían carecer de utopía. O al menos así quiero creerlo, se dijo a sí mismo. Los muchachos montaron en dos relucientes caballos, Honda y Yamaha, y desaparecieron.

En la prolongación de la acera se irguió la figura de Cándido, el zapatero. Venía en aquella dirección pero por la acera contraria. Al llegar a su altura, a pesar de los repetidos aritos concéntricos en los cristales de sus gafas, cruzó la calle y sus manos, deformadas un tanto por el reuma y otro tanto por el trabajo acumulado en ellas, tomaron el tornillo. Lo guardó cuidadosamente, saludó al observador y continuó hacia el taller. El observador extrajo del bolsillo su último tesoro y lo puso en idéntico lugar que a sus compañeros. A los pocos minutos un potente automóvil negro y lustroso frenó con suavidad. Tres ejecutivos se apearon. El observador descubrió entre ellos a un antiguo compañero de colegio. Era de los más zoquetes de su curso y se dedicó a la política. Había alcanzado una considerable posición. Los tres trajes grises caminaron por la acera en dirección a una oficina de la Administración situada más adelante. El antiguo compañero se retrasó un tanto de los otros dos. Con disimulo, como quien va a sujetar el cordón del zapato, se agachó y, a hurtadillas, se apoderó del tornillo. Se lo puso y continuó. Nuestro observador había regalado tres tesoros. Sintió satisfacción. Había hecho el bien. Subió a fregar el tazón del desayuno.

JAVIER MINA, Pamplona, mayo de 1992 Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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