Una Muerte Saludable (fragmento)

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  • Pages: 7
De Una muerte saludable (relato inédito)

—Volveré —dijo Stanislas, en una parodia involuntaria del Conde de Montecristo. Cuando nos volvimos a mirar, ya se había subido sobre el alféizar, y se recortaba allí como una de esas figuritas de papel que se levantan de golpe al abrir las páginas de un libro para niños. Se balanceó un instante en el hueco de la ventana, como un murciélago, y luego desapareció. Como ya había visto algo parecido en un relato de Jünger, me dije: «No puede ser». Pero lo cierto es que fue así como Stanislas murió, allí y entonces. Cayó con un ruido sordo, como un bulto que cae sobre la hierba, sólo que, ay, desde el último piso de la vieja casona, asombrosa huella incombustible del Antiguo Imperio (del que la fea Viena era, según Ánushka, monstruosa cabeza superviviente encajada en cuerpo de enano no de niño). También había oído el caso de un estudiante de primer año que, según se decía, había caído incluso de mayor altura, y que se había levantado nuevamente del suelo y había regresado al dormitorio por sus propios pies, ante la mirada estupefacta y aterrorizada de sus condiscípulos. Nada de aquello podía aplicarse a Stanislas. Stanislas cayó y murió allí mismo. (Además, allí no había ninguna hierba.) Hombre de opinión franca, también su muerte fue de una absoluta franqueza. Desde luego, hubiera podido decir que todo era como un juego y que Stanislas no se lanzó por la ventana. ¡Pero la verdad es que el bueno de Stanislas (la flor y nata del Instituto, lingüista prodigioso y futuro desfibrilador de la ultraesclerótica Austria), sin más, tomó impulso y se

lanzó por la ventana! En fin, que todo aquello era (o fue, o pudo haber sido) como un extraño cuento de Dostoievsky.

El cogollito casi en declive lejos del monasterio y de sus celdas frías (el airoso campanario en movimiento y el riachuelo furioso: ambos unidos en el pan como dos enemigos besándose en el escorzo cenceño de una gárgola), donde no había ningún wH—Alther en meditación (yo no había llegado a aquella cumbre y no llegaría nunca) sino sólo una gran piedra (poiedra) lisa. Una gran piedra lisa sin más, no olvidado y sobre todo ningún testimonio. Los grandes troncos más allá del hombre. Bosque sin leñador. ¿Dónde está el agua? ¿Dónde está el río? —se burló A. (O quizá fue el ecuánime Robert, embozado dentro de su albornoz de capuchino.) Sí: ¿dónde está la mente? Confín de confines: la hoja de oro (de cobre rojizo) flotó en el solitario rayo de luz, burlándose del tiempo y de las momentáneas sombrillas, allende el sorbeteo rápido del camaleón que sustraía a la babosa de su consuetudinario retroceso, haciendo que se apresurase (como diciendo: «a casa, a casa») la diminuta araña de patas largas. Los ojos viraron al blanco. La gota de resina se evaporó en silencio. El viento se llevó los pasos, y el horror sin nombre se arremolinó como el despliegue de una capa de tafetán, sobrevolando la cabeza abandonada, megáfono insustituible para el oso (un auténtico lujo). Sin solución de continuidad, sin explicaciones. «¿Y sabe Ud. por qué lloraba el gran Santorini?», le dije a Alexander, cuando salimos a la noche fría desde el imponente e informe mastodonte catedralicio. «Porque era un gran actor entre otros grandes actores sin suerte, obligados a trabajar en un teatro de mierda, por un sueldo de mierda y frente a un público de mierda (¡aquí, en el supuestamente más civilizado escenario del mundo!).

Por eso lloraba (a lágrima viva, como un niño, yo lo vi y usted también lo vio, Alexander, no diga que no) el gran Santorini.» Alexander, con los brazos cruzados sobre el pecho, no dijo nada. O, si lo dijo, nadie lo oyó. O fue sólo el viento, silbando en las copas de los árboles de la ciudad abandonada, llena de muertos vivientes, de estatuas horrendas, y de un injustificado éxtasis. Sí: como yo mismo. Pero, ¿dónde estás tú? No se puede decir que estás vivo. Mas tampoco cabe afirmar que estás muerto. Al rodear el bosque de brezos con una mano, como en sueños, di con algo inefable y causa última quizá de toda nostalgia. (Sé que nunca viviría lo suficiente para explicarlo, y mejor aún: que intentar explicarlo era de todo punto falto de sentido. Por una vez, o de una vez por todas.) Era como si Ánushka al fin hubiera alcanzado a Helga. (Más aún: como si Helga hubiera estado destinada desde siempre a abrirse a la fijeza inquisitiva (a la persecución remota, pero inminente, como un muñeco de fibra de vidrio que mira bajo el agua) de Ánushka, bella como el perenne festón azul de hielo de los Alpes. (Ah: ¿también eso?) A su alto cuello biselado, lleno de muda súplica. (Y su pulgar curioso, a través del cual hablaba la montaña, como a través de un megáfono insustituible.) Éramos H. y yo. Éramos sólo H. y yo sobre el camastro lleno de pliegues. (Mas, ¿a quién le importa? No es sino una entre otras miles de preguntas que no tienen —que no tendrán nunca— respuesta.) Su cuerpo de trigo, movedizo como la arena, mas no abrasivo, si no como de seda humana, abullonada, cálida, amarilla, de consistencia imposible y movimiento inefable (como la espuma sobre los azulejos a la hora del baño, el territorio inquietante y resbaladizo sobre el que rueda el cuerpo, oh infancia, sin espacio), se movía infinita, decisivamente allí, sin futuro pero también sin olvido. El quejumbroso viento de la muerte silbaba en cada paso. Y la fruta amarga, espesa y definitiva como el anzuelo

enganchado en el labio del pez (haciendo de la tráquea una columna de fuego), entraba en el vasto cuerpo entumecido como la luz indetenible abriéndose paso por entre las tablas rotas, estériles, combadas por el peso del agua. Oh, era (había sido) en los impenetrables y húmedos recovecos (en los macizos de coníferas —como orejas de osezno o como cercas de césped) de Mauritania, unos dos mil quinientos años antes. La mirada fija de Ánushka (mirada de muñeco rechazado e insoportablemente bello mirando bajo el agua). El pie eterno de niño atrapado entre los rayos de la bicicleta. Y la bicicleta misma, lanzando reflejos de plata sobre la piedra porosa, enterrada bajo la masa fría, rodeada por el espeso limo verdinegro. (Sin siglos, sin siquiera un segundo de retraso. Antes o después, pero en ninguna parte, sin ningún sueño o rostro.) La tibia rota (quilla blanca) de Helmut vino después (referiría una engañosa crónica), pero fue simultánea con eso. Und das ist alles? Salimos finalmente al sol, deslumbrados por el reflejo como una babosa granuliforme de tres cuernos atravesando una callejuela en Pesaro. Los toboganes rojos crecían a nuestro alrededor como un extraño bosque micológico. (Porque era una ilusión: nunca abandonaríamos el bosque helado, la maldición nocturna de la lettera.) El polvo flotaba en el aire. Un hombre alto, flaco, nervudo, de color de cobre negro, jaspeado por el sol infernal, pasó entre las hayas grises como por entre altos y transparentes vasos de linfa. Todos lo vimos (no digas que no lo viste, Elisabeth. Te llevaste las manos a los oídos, pero lo viste), al inimaginable zulú o inhóspito legionario armado de una extraña trompeta. Se oyó el golpe de la puerta de la cocina, y la estatuilla negro azabache del prognático en meditación se estremeció en la pared enjalbegada que tendría—así lo declaró Helmut, calibrándola con su infalible golpe de ojo de esquiador— unos 2.50 mts de gordolobulatura. Eso fue antes de que descubriera (y antes de que yo lo descubriera a él: pero tal vez todo sucedió después o en ese vaivén que llamamos absurdamente instante o momento) que drogarse con el

pegamento de zapatos con que se drogaban los meninos de rua era mucho más barato que hacerlo con la impecable mixtura química que distribuía el Prof. Arno entre un discurso de Lacan y un relato de Gabriel García Márquez. Y no sólo eso. Descubrió que aquello le producía una indefinible nostalgia, una opiácea placidez más allá de la cual podía divisarse, como entre una bruma de angustia y de ceniza, la silueta intocada del imponente Castillo de su infancia (del centelleante monte nevado de su infancia, nunca conquistado). Eso fue porque se hizo muy amigo de uno en Bogotá, cada día smashingpumkinizado en la mañana bajo las ruedas implacables de una Scania y vivaracho en la tarde como un caballito de cuadra saltando en el crepúsculo rojo. Su pequeño amigo nacido con músculos, como un boxer, e incapaz en absoluto de sonreír, salvo una vez (como S.). Que bajaba una y otra vez desde el octavo piso de la absurda torre de pisa de tablas formando un solo bloque con su patineta rota y listo para descerrajarle un tiro en la sien al elegido con la misma dolorosa ansiedad y el mismo impávido desconcierto (grandes círculos fosforescentes rodeados de ojeras profundas) con que tú, el ultrasensible Helmut Hinterwälder, nacido en la oscura Linz y educado en los mejores colegios de esa Viena post-imperial e hidrocefálica (¡y todavía antisemita!) que Ánushka odiaba con todas sus fuerzas, le hubieras preguntado la hora a un transeúnte despreocupado. Oh amigos: no hay ningún amigo. ¿Dónde diablos estaría ahora el granujiento granuja? Yo también soy un menino de rua, se dijo, con la brocha detenida en el aire, formando un solo bloque con el brazo rígido y los musculosos dedos engarfiados. La negra silueta embadurnada del espejo mostraba una cara de payaso sanguinolento. Pero sería demasiado fácil decir: ése fue el principio del fin de Helmut. El desfiladero helado y su puente suspendido (lecho seco de piedras): yo también estuve aquí. El túnel estrecho y oscuro. (Los oscuros senderos de lo oscuro. Nada. Nadie.) (Asciendo, asciendo, asciendo. Pero

del mismo modo hubiera podido decir: desciendo, desciendo, desciendo.) Y ya en lontananza (pero sempiterno, como una pesadilla), el restaurante La Guerra del Pescado, con su cambrer de ojos sobresaltados pasando con la bandeja a través de las paredes. «Me mira a mí, siempre me mira a mí», dijo, aprensivo, Vartan, lémur de grandes ojos húmedos. «No», sonrió lúgubre Stanislas. «Es a mí a quien mira siempre. Los atraigo como la hojarasca al rastrillo del monje». «¿A quiénes?» Salgamos afuera. Pero no podíamos escapar del bosque (de la isla, del bosque dentro de la isla, del bosque dentro del bosque, de la isla dentro de la isla; de la lettera, siempre de la lettera). Temblando de frío, alargué la mano hacia el punto rojo que colgaba en la oscuridad como una manzana rojo fuego (pero diminuta, casi inaccesible). Como el ojo fijo de Ánushka: ano-boca de succión infinita. Felice por fin (¿mi último recurso?) me acarició la cara con sus dedos de espátula (dedos alpesanos). Ah Felice, si tu nombre hubiera sido más largo (como, digamos, Veronika), el campanario histórico no habría podido sobreponerse a la acre recriminación del río (a su rencor verdinegro, frío y oscuro como la boca de un sótano). Siempre supe que el río era, de los dos, el más fuerte. Pero Ánushka (¿no es cierto, A.?) aún lo sabe mejor. Yo... yo guardo el apotropaico consuelo del múltiplo ante portas (la última carta de la baraja: el Joker). Ja ja ja. El yerto derribado sobre el tambor vio con su ojo indetenible al niño de gran plexo destrozando, una por una, todas las ventanas dobles. Detengan a ése. Bufonesco, mostró el pecho reducido al puño goloso convertido en súbito ariete. Ja ja ja. Resonó el bronce inequívoco de la campana. La serpiente eléctrica ascendió por el brazo, entumeciéndolo, y acabó en la hueca e insonora estupefacción de la cabeza, que hizo: no ni no. Lo siento. (Mas ya la cabeza...) La mano pulverizada, condenada a escribir sin término la odiada oración, se deslizó por el papel con esperpéntico bailoteo agónico, si bien ninguna apariencia de lettera (póstuma absolución) pudo al fin culebrotalotear inscrita, pues al contacto con el

papel evaporábase el oscuro líquido sin dejar rastro. El amo de los toboganes (andarín de los crudos senderos amarillos y nadador de los riachuelos serpenteantes) recogió el báculo terminado en una cabeza de murciélago, y silbó montaña arriba con humillante tintineo de cascabeles.

Rogelio Saunders

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