Fragmento

  • April 2020
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  • Words: 1,139
  • Pages: 5
–Creí que no me recibirías –decía Raúl Arancibia; miraba el rostro de Tamara; contrastaría imágenes y recuerdos–. ¿Sabía la chola que me abrió la puerta quién era yo?

–Por supuesto –respondía Tamara; agregaba en tono de advertencia–. Pero no le digas chola. Su nombre es Malenita –examinaba la nueva apariencia de Arancibia: la barba de candado, el sombrero de junco, el terno de hilo color beige–. Es mi amiga –continuaba–. Mi asistenta. Mi enfermera. La que cuida de mi persona cada día. Desde hace quince años.

–¿Y qué sabe ella de mí? –rezongaba irónico.

–Lo suficiente para entender que eres un perro –declaraba ella desde el sillón donde estaba sentada–. Y para eso no es necesario contarle toda tu vida.

–¿Te sorprende que haya venido a verte? –Arancibia había tomado asiento sin ser invitado.

–Le verdad no mucho. Como no me sorprendieron a lo largo de estos años tus llamadas nocturnas. Pero basta, Raúl, ¿qué deseas?

–Charlar. Nada más que eso: charlar –el tono era ahora conciliador–. Tranquilízate, mujer. Solo necesito ocultarme algunas horas. –¿Ocultarte de quién? No, pensándolo mejor no me lo digas. No quiero saberlo, pero dime: ¿cuántas horas? –decía Tamara; pensaba en las reuniones clandestinas del partido, en los viejos tiempos, que podían prolongarse hasta el amanecer.

–¿De verdad no quieres saber de quién me oculto?

–Puedo imaginarlo, Raúl. Leo los periódicos. Esto es asunto tuyo. En lo que a mí concierne solo quiero saber cuánto tiempo quieres ocultarte aquí.

–No sé. Unas pocas horas. A las cuatro vendrá a buscarme mi chofer. Todo está arreglado en el aeropuerto. A las cinco estaré volando fuera del país. No tienes de qué preocuparte, Tamara.

–¿Qué te hace pensar que me preocupa lo que pueda ocurrirte? –replicaba airada–. Hace muchos años que estás fuera de mi vida.

–No, no lo estoy. No te engañes –aseguraba con burlona convicción–. ¿Te acuerdas de los boleros que escuchábamos en las rocolas en los meses locos que vivimos? Pues bien. El destino ha unido nuestras vidas, muñeca. Para nunca jamás.

–No has cambiado, Arancibia –sonreía despectiva–. Sigues siendo el fanfarrón de siempre.

–Paz. Tregua, camarada –proponía fingiendo docilidad–. Tenemos mucho tiempo para reñir –hacía una pausa; de un bolsillo interior de su chaqueta sacaba una petaca de whisky, quitaba la tapa, bebía un trago–. ¿Tienes algo de comer? No he probado bocado en todo el día.

Estaba a punto de estallar. Pensaba: «¿Quién diablos se cree este maldito?». En cambio, le decía: –Veré si Malenita puede prepararte algo.

Así había empezado el diálogo; así me lo imaginaba yo, mientras escuchaba a Tamara Fiol. Sin embargo, me dijo: “No fui del todo sincera, Morgan, cuando le respondí que no me sorprendía su visita. En realidad, yo siempre había esperado este encuentro”.

(…)

–Dejemos la farsa a un lado –decía ella, muy seria y decidida; y había vuelto a tomar asiento en su sillón, frente a él–. ¿A qué has venido? ¿Qué quieres

realmente de mí? No te creo el cuento de que necesitas ocultarte. Un hombre rico como tú debe de tener miles de lugares dónde esconderse.

–Es probable. Tienes razón, es probable. Pero tu casa me pareció más segura. En quince minutos puedo estar en el aeropuerto –hacía una pausa que a Tamara le parecía teatral–. Pero sobre todo necesitaba decirte adiós. Estaré fuera del país por lo menos cinco años. Y eso puede ser demasiado tiempo.

–¿Tanto riesgo solo para decirme adiós?

–Digamos, nena, que deseaba recordar viejos tiempos. Y aclarar, ¿por qué no decirlo?, algunos puntos oscuros de nuestras relaciones.

–¿Nuestras relaciones? ¡No seas ridículo! Terminé contigo hace mucho tiempo. Siglos. Y ahora no tenemos nada que ver.

–¿Ya ves? Te sigues engañando –divagaba otra vez–. Admite que sigo viviendo en ti, en tu sangre, en tu mente, en tus pesadillas. Soy el hombre malo que arruinó tu vida. Tengo confidentes. Personas que han estado o están muy cerca de ti.

–¿Ah, sí? –decía Tamara con ironía; pero procuraba ocultar la curiosidad que habían despertado en ella estas palabras–. Dame un nombre...

–Emperatriz –afirmaba sin énfasis y por eso sus palabras sonaban convincentes.

–¿Emperatriz? ¡Eres un maldito, Arancibia! ¡Pero si ella te odia!

–¡Claro que me odia, muñeca! Me lo dijo ella misma cuando estábamos en la cama. ¿Quieres saber cuándo ocurrió? Tamara no preguntaba nada; pero sus ojos no podían ocultar la expectativa.

–Tú sabes que me hice conocido después de que defendí a Bouroncle. ¿Te acuerdas del caso del asesino psiquiatra? Defendí con éxito otros, puse mi bufete y me convertí en el abogado de moda. Un día Emperatriz fue a buscarme a mi oficina. No salía la sentencia de un juicio que seguía su familia. Nada complicado. Así que hablé con el juez que llevaba el caso. En menos de una semana dictó sentencia favorable para la familia de tu amiga. Emperatriz me agradeció, besó mis dos mejillas y aceptó encantada cenar conmigo. La llevé al Ébony, que era por entonces el restaurante más exclusivo de Lima. La comida fue excelente y yo me esmeré eligiendo las mejores bebidas. El pianista no estaba nada mal. Era el Ciego Cabrera. Y como siempre estás en mis recuerdos...

Tamara le advertía: «No te pases de la raya, Arancibia».

–Es que es la verdad, mujer –aseguraba él–. Recordé esa canción que te gustaba tanto, «Las hojas muertas», con letra de Prévert. Bueno, después Emperatriz me pidió que la llevara al Pigalle para ver el show de Amalia Aguilar. Luego hubo un espectáculo de striptease que por esos años era novedad en Lima. Después ella quiso bailar. Como, ¿recuerdas?, yo solo bailo en ocasiones muy especiales, dejé que la sacaran a bailar otros. No baila mal Emperatriz, pero no tenía nada que ver contigo. Después la llevé a mi nueva jato. Por lealtad a ti, no dejé que se pusiera encima de mí. Siempre estuvo debajo. La posición canina la alocaba...

–¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! –exclamaba Tamara.

–Justamente es lo que gritó tu mejor amiga más de tres veces cuando despertó, horas más tarde llena de pánico. Después de sollozar no sé cuánto tiempo se levantó, se vistió y, sin mirarme, se marchó. Claro que en las horas que habíamos bebido me fue contando cosas de ti, aunque reconocía que, salvo en casos excepcionales, eras reservada en tus confidencias. A propósito, no le contaste de manera completa toda nuestra aventura en Guayaquil. Omitiste decirle que cuando volviste a Lima y me encontraste en tan comprometedora compañía, yo te invité para formar un trío que tú, finalmente, accediste. Lo recuerdas, ¿verdad? Cuando llegó a este punto, Tamara me dijo: «¡No sé qué me pasó, Morgan! Porque yo estaba asqueada y debí botarlo, armar un escándalo, decirle que se marchara, que desapareciera para siempre de mi vida. Pero ese deseo morboso de saber la verdad, de indagar y escuchar a los intrigantes y perversos...».

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