REQUIEM PARA UN AMANTE (VIRTUAL)
I.
Información de perfil
No soy una cazadora furtiva, de esas que imagino montadas por las noches en una F100 destartalada, encandilando presas para liquidarlas en el acto. Soy más bien de una técnica Nat-Geo, cautelosa, de identificar al bicho y seguirlo remotamente a lo largo del tiempo. Como una pescadora de truchas que pasa horas fabricando la mosca con la que va a encarnar. Una carroñera. Identifico a mi presa y espero paciente, agazapada, hasta que yazca solitaria para encontrarme con esos restos, saborearlos y ave fénix. Hacerlos míos. Esa es mi temporalidad erótica. La de una cultivadora de pendientes. Pendientes: hombres con cierto halo de amor imposible, que habitan mis fantasías con la secreta convicción de, tarde o temprano, materializarlas. Casi como espinas en el talón, que pueden estar ahí por un buen tiempo pero duelen solo al tacto. Así es como acumulo tipos merodeando mi memoria. Hasta que de alguna forma misteriosa, con todos los aires de casualidad, hasta los pendientes más inesperados caen en mis garras. Sí, me he enredado en sexos imprevistos mucho más de una vez. Pero no es mi fuerte. Mi marca personal es esta amatoria de la prospectiva: observar atentamente mi entorno, imaginar futuros posibles, y dejarme sorprender yo misma por mi buena fortuna. El secreto de mi destreza, diría, es una sensibilidad especial para intuir el deseo mutuo con unas pocas miradas cruzadas. Me ha llegado a bastar una sola. Colabora también cierta propensión a la fantasía: pasar algunas noches imaginando encuentros casuales, conversaciones fugaces, sexos feroces, amores eternos, viajes, tangos bailados aunque no sepamos cómo. Después, saber dejarlos ir, pero sin perderles del todo el rastro. Y sospecho que ayuda una cuota importante de azar, para que las trayectorias más inesperadas, tarde o temprano, se sincronicen. Con esa técnica amateur coseché: algunos encuentros sexuales para el olvido, alguno memorable, romances, amores. Y un amante. II.
Historial
Lucas. Un cuatrimestre entero ojeándolo mientras daba sus teóricas de Durkheim, Marx y compañía. Desde la firma de libretas, un año del más absoluto silencio. Un mensaje sorpresivo en msn. Algunos encuentros a la hora de la siesta: con él conocí los telos. Lucas ponía el champagne, yo las copas. Un par nuevo cada vez. Nunca me gustó el champagne. Ni que él me dejara los pezones doloridos. Pero eso sí, a mi ego, lo catapultaba a la cima. No me acuerdo cómo dejamos de vernos. Un mensaje por año, desde hace una década. Matias. Un año de esperar encontrarlo cada miércoles, tratando de adivinar si sabía mi nombre. Otro año del más absoluto silencio. Siete días desde una de mis separaciones hasta encontrar una excusa para agregarlo al chat. Unas horas de conversación sin pausa hasta devorarnos en unas escalinatas en el Abasto. Una noche para saber que la intuición puede fallar y que no iba a querer segunda. Mirar su instagram de vez en cuando. El morochazo. Dos años de ubicarme al fondo del salón para mirarlo bailar, sin ser vista. Nunca cruzar palabra. Ni un saludo. Diez minutos de un cibercafé en la Paz para aceptar incrédula una solicitud de Facebook. En el mismo acto intercambiar algunas líneas por chat y quedar para vernos a mi vuelta. Semanas de pellizcarme sin creer que podía coger con semejante machobus. Otra vez, una noche para saber que no iba a haber segunda. Años tratando de acordarme su nombre.
Nicolás. Mi mejor obra. Quince minutos de charla me alcanzaron para llevarlo al podio de los pendientes. Estado civil: concubino armando valijas para mudarse a un país gélido y desconocido. Tres años de paciencia y stalkeo esporádico hasta encontrarlo una noche, ya separado, disfrazados “años 30”. Horas de conversación sin tiempo ni para recuperar el aire. Tres polvos en dos horas y borrachos. Un amague de cita. Doscientos sesenta y tres mails con el mismo asunto, en dos meses. Hasta una cita. Seis años de un amor que no había experimentado nunca. Tres amaneciendo juntos casi a diario. Y seguimos contando. Llegué a pensar que había tenido la dicha de que el último de los pendientes y la primera persona con la que me animaba a imaginar un futuro eterno, fueran la misma persona. Pero hasta para mi propia sorpresa, aun cuando pensaba que los había agotado todos, resucitó un olvidado. Pedro. Tres horas en un congreso, siete años atrás, nos sobraron para memorizarnos. Desde entonces: un saludo nervioso y un mate en una marcha. Un mensaje cordial en academia.edu que respondí con cuatro años de delay. Un encuentro fortuito, a miles de kilómetros de nuestras vidas reales para dejarlo ocupar, sin miedo a exagerar, quinientas horas de realidad virtual, quince de conversaciones cara a cara y nueve de encuentros cuerpo a cuerpo. Hasta ahora.