← EL LIBRO ES UN SER VIVIENTE Y PERTURBADOR LA CIENCIA OCULTA LA VERDAD: La crisis de la razón científica y sus promesas frente a la incertidumbre FRANKENSTEIN EDUCADOR, por Philippe Meirieu La historia de la educación está afectada por el mito de la fabricación de seres humanos nuevos. El doctor Frankenstein y su monstruo, a la medida de Pigmalión y su estatua, o Gepeto y su Pinocho, son ejemplos de esos ensueños educativos que aún `perduran, tanto en el imaginario de los docentes y educadores como en las obras de ciencia ficción. Philippe Meirieu (1949, Alés, Sur de Francia), reconocida autoridad pedagógica, parte del mito de Frankenstein para cuestionar la concepción de la educación como mero proyecto de dominación y de control, predecible y evaluable, del destino de los seres humanos. Expone que esa perspectiva conduce a un fracaso destructivo y social. Postula que el pedagogo, en vez de ponerse a “fabricar” a nadie, debería más bien operar con las condiciones que permitan al otro “hacerse obra de sí mismo” (Pestalozzi), y ofrecer proposiciones y condiciones concretas orientadas a ese fin de “educar sin fabricar”. Como decía el filósofo y periodista de origen francés Alain (Mortagne-au-Perche, 1868), “hay un modo de preguntar que mata la buena respuesta“. Tenemos a aquel joven del que no se espera nada bueno y que se abandona a lo peor, o está aquel otro del que se dice “este chico no es inteligente y no llegará lejos. Se trata de esa intención oscura de hacer del otro una obra propia que devuelva a su creador la imagen de una perfección soñada con la que poder mantener una relación amorosa sin ninguna alteridad. Amar la propia obra es amarse a sí mismo. De ahí la cólera de muchos profesionales ante las resistencias del otro y la lentitud de sus progresos. Pánico cuando se dan cuenta del sentido oculto de sus propias intenciones. ¿Se puede renunciar a “hacer al otro” sin, con ello, renunciar a la Educación? Mary Shelley escribió Frankenstein a los 19 años. La criatura ha pasado a la historia con el nombre de su creador. Pero Frankenstein no es el monstruo, sino su insensato creador, que quiere, emulando a Prometeo, robar a los dioses su secreto esencial. Tanto más cuando el título exacto de la obra no se presta a confusión: Frankenstein, o el moderno Prometeo. No obstante cuando se dice “Frankenstein“, todos pensamos enseguida en el monstruo. ¿Por qué ese nombre evoca la monstruosidad de la criatura y sus crímenes atroces? Shelley dirá “quien no haya oído la llamada irresistible de la ciencia no puede hacerse idea de su tiranía“. La confusión entre Frankenstein y el monstruo sin nombre no es, pues, un simple malentendido; muy al contrario pone de relieve una dimensión primordial de la novela y del mito inscribiendo el mimetismo en el corazón de la relación de filiación que existe entre el creador y su obra, entre el educador y el educando, entre el padre y el hijo. Cada uno de nosotros lleva los rastros de aquel o aquellos que lo han introducido en el mundo. Dich o en otros términos, la educación solo puede escapar a sus desviaciones si se centra en la relación del sujeto con el mundo. Su tarea es movilizar todo lo necesario para que el sujeto entre en el mundo y se sostenga en él, apropiándose de los interrogantes que han constituido la cultura humana e incorporando los saberes elaborados por los hombres en respuesta a esos interrogantes… para que el sujeto los subvierta con sus propias respuestas. Esa es la finalidad de la empresa educativa. Lo “normal” en educación es que la cosa no funcione; que el otro se resista, se rebele, se ausente y se sustraiga. Lo “normal” es que la persona que se construye frente a nosotros no se deje llevar, e incluso se nos oponga, a veces simplemente para recordarnos que no es un objeto en construcción, sino un sujeto que se construye. Es ineluctable que la obstinación del educador en someterlo a su poder suscite fenómenos de rechazo y violencia. Pero Meirieu nos recuerda que educar es negarse a entrar en esa lógica.
Nadie puede tomar por otro la decisión de aprender. El deseo de saber no está de entrada, más bien es algo ha producir. Porque aprender es una tarea compleja que implica tanto el cuerpo como la satisfacción. A su vez es algo que no se puede violentar ya que implica el consentimiento de cada uno de nosotros. Platón, Aristóteles o San Agustín ya lo habían señalado… es incluso una operación que parece imposible (Freud) porque aprender es “hacer algo que no se sabe hacer, para aprender a hacerlo“. Para desprenderse de lo que se “es“. Aprender es precisamente burlar los pronósticos de todos los profetas y las predicciones de todos aquellos que quieren nuestro bien y declaran conocer el camino que debemos tomar. Es además contradecir las expectativas del Otro. Sin embargo, no es sin el Otro, sin el vínculo, el contexto y la transferencia. La aceptación por parte del educador de que no puede desencadenar los aprendizajes del otro, sin contar con él, no debería conducirlo a la impotencia. Muy al contrario, es una suerte estar advertido de que uno no puede actuar directamente sobre las personas, pero sí puede obrar sobre las cosas y ofrecer situaciones, tiempos y espacios en las que puedan construirse puentes tanto con la cultura como con la relación, siempre particular, al saber y al deseo de cada uno. Su tarea es, por tanto, crear un espacio que el otro pueda ocupar. Actuar sobre las condiciones que hagan posible la decisión y el deseo de aprender. Siempre, eso sí, bajo las condiciones de la incertidumbre y lo inesperado de cada vida humana. Atreverse a afirmar el carácter no científico de la obra educativa El autor nos recuerda que la creación oficial de las “ciencias de la educación“, en 1967, en el seno de la universidad francesa dio pie a numerosos debates y todavía hoy suscita encolerizadas polémicas. Podemos señalar que la investigación de los hechos educativos aunque se desarrolle institucionalmente en departamentos universitarios de ciencias de la educación, aunque muestre su máximo interés en las condiciones óptimas que puedan facilitar el acto educativo, aunque deba prestar atención a todo lo que las ciencias humanas le aporten, no puede atenerse plenamente al paradigma de la prueba, la medida y la predecibilidad. El paradigma fundacional de la investigación científica fundamenta su validez en la comprobación, la evidencia y en la predecibilidad de sus conclusiones. Su andadura, por el contrario, ha de integrar la impredecibilidad constitutiva de la praxis pedagógica, el hecho de que se trata de una actividad que pone la libertad del otro en el núcleo de sus preocupaciones y que, por lo tanto, no puede aspirar a predecir nada con la certidumbre del científico. El discurso pedagógico es, muy al contrario, por definición, y lo ha sido en toda su tradición, objeto de debates, incluso de polémicas, porque es, en esencia, un discurso de lo indecible; porque solo es dogmático para que lo desmientan; porque intenta arrojar luz sobre la transacción humana más esencial y más compleja, esa que no se deja encerrar en ningún sistema y que desborda siempre cualquier cosa que pueda decirse sobre ella. Es incesantemente fustigado por las “mentes enérgicas” que quisieran dominar a los seres humanos del mismo modo que dirigen, gestionan y gobiernan sobre sus instituciones y organizan sus carreras universitarias y profesionalizadas. Asumir la “insostenible ligereza de la pedagogía“, dado que en ella el hombre admite su no-poder sobre el otro, su no-saber sobre lo que vendrá, dado que todo encuentro educativo es irreductiblemente singular y por tanto; un territorio donde no caben las certidumbres científicas. La pedagogía es proyecto, y está sostenida por una verticalidad irreductible frente a todos los saberes de quienes observan, controlan y verifican. Es una esperanza activa del hombre que viene, del provenir. Acoger lo imprevisto, no para erradicarlo sino para poder interrogarse sobre la dirección a tomar, con la condición de que los caminos no estén ya trazados. “Por favor, preguntó Alicia; ¿hacia dónde he de ir? Y va el gato y contesta: Eso depende de adónde quieras ir” (Carrol, 1865). Porque en el fondo, sin que se den cuenta los grandes administradores, los excelentes comités de expertos, la pureza de los gestores y los reconocidos científicos, basta con que haya, sencillamente, algunos gatos y… pedagogos. Frankenstein se convierte, en manos de Meirieu, en una fábula orientada a conjurar los peligrosos avances de una ciencia amenazadora y terrible que se arriesga a desvelar el carácter monstruoso y pernicioso del progreso técnico-científico. El ataque contra el conocimiento no es nunca inocente. La
pedagogía es praxis, nos dice su autor. Una práctica que ha de trabajar sin cesar sobre las condiciones de desarrollo de las personas y, al mismo tiempo, limitar su propio poder para dejar que el otro ocupe su lugar. No debe resignarse jamás en el ámbito de las condiciones y sus consecuencias, pero no por eso ha de dejar de aplicarse obstinadamente al de sus causas. No puede caer en el fatalismo ni en la manipulación o el adoctrinamiento. Es acción precaria y compleja, es acción obstinada y tenaz, es acción imposible y real, pero desconfía, por encima de todo, de la prisa por terminar. Interabide Asociación Educativa