Gabriel Cebrián
© Stalker, 2005
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Ilustración de tapa: Reptilia, por el autor.
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REPTILIA y otros ensueños
Reptilia Y otros ensueños
Gabriel Cebrián
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REPTILIA y otros ensueños
REPTILIA
La idea de dios es una idea confortable. Gilberto Gil
Quisiera hablar sin reticencias acerca de las repercusiones que tiene en el plano social la aseveración de que el encéfalo del reptil influencia los actos del hombre. En éste, el neocórtex representa alrededor de un 85 % del encéfalo, lo cual refleja en cierta medida su importancia comparado con el sistema límbico y el complejo reptílico. Tanto la neuroanatomía, como la historia política y la propia introspección ofrecen pruebas de que el ser humano es perfectamente capaz de resistir el apremio de ceder a los impulsos emanados del encéfalo del reptil. Es precisamente nuestra adaptabilidad y largo proceso de maduración lo que impide que aceptemos servilmente las pautas de conducta genéticamente programadas de que somos portadores, y ello de forma más manifiesta que en las restantes especies. Pero, si bien el encéfalo trino constituye un buen modelo del comportamiento del hombre, no podemos ignorar el componente reptílico 5
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de la naturaleza humana, sobre todo en lo que atañe a los actos rituales y jerárquicos. Por el contrario, el modelo del encéfalo trino puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza profunda del ser humano. Por ejemplo, los aspectos rituales de muchas enfermedades psicóticas como la esquizofrenia pueden ser resultado de la hiperactividad del complejo R. Podríamos contemplar, también, que el carácter ritual que posee el comportamiento de los niños es consecuencia del todavía incompleto desarrollo de su neocórtex. “Neurología Básica”, Gustavo Zuccolilli, Ph. D.
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UNO El Códice Quizá haya sido la casualidad, aunque dudo tanto de ella como de su contrario, sea éste el concepto que fuere, no es momento ni lugar para disquisiciones que, por otra parte, parecen ser el foco de las actuales disputas entre racionalistas anquilosados y disparatados heraldos de la new age. A ellos, pues, la preocupación acerca de eventuales providencias, sean meramente mecanicistas, u operativas en rangos de conciencia ajenos a nuestra órbita mental. Para lo que hace al presente reporte tanto da, y ello hasta el punto que este mismo exordio se me aparece más mierdoso que los efluvios cloacales del burdel más concurrido de Bizancio. Pero el copete es el copete, y no voy a andar entrando en tema diciéndoles así de buenas a primeras, por ejemplo, que por aquellos días me encontraba angustiado por la desaparición de Waldo, un old english sheeper que había sido mi único afecto y compañía durante los últimos catorce años. Todas las mañanas lo llevaba con su correa por el Paseo del Bosque, y como no podía romper el hábito de caminar por allí, continué haciéndolo solo. Fue entonces que aprendí cuánto de mecánico tiene la añoranza, cómo podía llegar a echar de menos incluso los molestos tirones que Waldo daba a mi brazo ni bien olisqueaba alguna porquería almizcleña sobre la cual orinar o cagarse, sintetizando valores 7
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escatológicos de ambos mundos -en una curiosa concurrencia semántica que estaría tentado a someter a idénticos análisis causales si no fuera porque iría a constituirse en otra suerte de coprofagia conceptual como la que acabo de denostar. Menos ahora, que como oportunamente lo hiciera con César Vallejo, me ahoga Bizancio-. Tanto que estoy perdiendo el hilo de lo que realmente quiero contar. Tal vez un punto aparte me ayude a no seguir cargando con el fantasma de Waldo y con estos otros, resultantes y rezumantes de discursivas miasmas. Hay un espíritu en el Paseo del Bosque. Ojo, no estoy hablando de una presencia telúrica, ni del cuerpo fantasmático de algún individuo que hubiere sido asesinado allí, ni de nada por el estilo. Estoy hablando de una configuración metafísica, quizá podría decirse mental, que corresponde a ese singular ecosistema enclavado en medio de la urbe. Eso es muy claro para mí, intuitivamente lo advierto, y tengan en cuenta que no soy dado a elaborar supercherías o construcciones fantásticas fuera de las que puedan resultar inherentes a mi oficio de escritor, y ello aún con reservas. Ni siquiera lo mencionaría si no estuviese absolutamente seguro, si no lo hubiese experimentado sin sombra de duda cada vez que recorro su extensión. Y si no me creen, vayan y siéntense en la pequeña barranca que orilla el brazo de agua que, saliendo del lago, bordea el Anfiteatro. Pocos lugares he visto con tanta belleza quieta, tanta lujuriosa mansedumbre, con árboles inclinándose sobre las aguas fluyentes y que luego de la natural reverencia inician, 8
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sólo entonces, su mística ascención en busca de solares tentempiés. Si alguien permanece allí, con la debida quietud interior, durante amaneceres o crepúsculos, no venga luego a decirme que no sabe de qué le he estado hablando. Cuente con que mi respuesta será que tiene algún canal tapado, y con ello dejaré de lado toda eventual discusión. Pasa que el espíritu del lugar es muy refractario a consideraciones, aún inconcientes, respecto de asuntos como cuotas de automóviles y/o electrodomésticos, o desaveniencias románticas de dudosa estofa, sólo por ejemplificar con algunas preocupaciones de lesa espiritualidad. Claro que tampoco es necesario ser el Peregrino Ruso, o Yogananda. Basta con un poco de sosiego interior y apertura sensible, elementos de personalidad que afortunadamente no son tan comunes como para generar una avalancha de disturbadores en el natural santuario. Además, esto no es un folleto turístico de gancho esotérico, qué diablos. En realidad, sé lo que no es, pero no me atrevería, aún, a decir lo que es. Claro que la definición por vía negativa no es muy precisa que digamos, pero lamentablemente –a mi juicio- hasta que no se despeje la incógnita metafísica, creo que no queda otro camino, náufragos como estamos en el océano de relatividades. La cosa es que en esta especie de para sí del relato, que visiblemente trepida antes de asumir su debido en sí dada la carga de traumas que tal paso supone, aprovecho para describir la atmósfera mental, inmanente y trascendente, que contextuó el hallazgo del block de hojas manuscritas que, según mis cálculos, había sido abandonado u olvidado allí poco tiempo antes, dado que lucía en perfectas condiciones. 9
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Y que -dicho sea de paso- maldigo hoy el hecho tal vez fortuito, tal vez no, de que haya caído en mis manos. He perdido para siempre el gusto por esos andurriales, tan gratos otrora. Basta, pues, de pusilánimes circunloquios. Basta de reservas y pruritos atinentes a la pertinencia o no de publicar el contenido de aquel block, que llegó a obsesionarme. No es responsabilidad mía lo que pueda ocurrir una vez que tome estado público, aunque tal revelación se dé a mi través. El espíritu del bosque me puso allí, me lo entregó de modo que, implícitamente confiado en mi endeble hermenéutica de los sucesos reales, haga lo que a continuación voy a hacer, que es transcribirlo para que la inercia de las ruedas del destino lo conduzca adonde corresponda, y aquí sí que hago votos a una providencia trascendental que justifique tal decisión, que no arroje sobre mis débiles hombros el peso de sus impredecibles consecuencias. Recuerdo que aquel día me levanté antes del amanecer. Preparé café, me senté a beberlo y fue allí que me tenté con una porción de pizza de anchoas que había quedado en su caja de cartón desde la noche anterior; lo que redundó en una gastritis tan inmediata como contundente. Decidí anticipar mi caminata por el Bosque, suponiendo que ello ayudaría a activar la digestión del atípico desayuno. Entré por la avenida 122, por suerte no había barro. Saludé al Espíritu del Bosque, como lo hago casi todos los días; y luego, particularmente, al ombú que es el verdadero autor de varios de mis relatos (sé que esta clase de precisiones atentará directamente contra la credibilidad de lo que viene a continuación, y 10
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por cierto, no me parece una mala idea. El mejor antídoto contra las irrupciones de realidades profundas es el escepticismo; y los resguardos psicológicos, afortunadamente, no son producto de generación espontánea). Tras lo cual, fui a sentarme a la vera del arroyuelo que les decía. La acidez había cedido, y me hallaba en inmejorables condiciones para intentar la diaria comunión naturalista, quizá incluso animista, que aquel lugar propiciaba en mi alicaído ánimo. Claro que aquí advierto un detalle fundamental que me quedó en el tintero, y que es necesario consignar para no omitir elementos que, si bien pueden no ser cruciales, hacen a los trasfondos estructurales de todo relato, máxime si se trata de uno referido a ese ámbito de discernimiento que invocamos bajo el concepto de realidad. Y es éste: todos sabemos lo molesto que puede ser un músico en una vecindad determinada, sobre todo si ejecuta instrumentos esencialmente estentóreos. Eso hace que varios de ellos vayan a practicar en el área frente al Anfiteatro del Lago (cualquiera que haya pasado por allí sabe de qué estoy hablando). Muchas veces, a la epifanía natural se agregan distintas interpretaciones de instrumentos varios, generalmente de viento y de percusión; y muchas veces, también, las escalas, redobles o lo que fuese coadyuvan a las instancias meditativas, aunque otras tantas, en lugar de coadyuvar, conspiran. Éste era el caso del trompetista que, esa mañana, se empeñaba en hacer sonar su instrumento como si se tratase de una chancha separada de sus lechones y a punto de ser hendido en su yugular el acero sacrificial. Lo que vendría a demostrar que si bien la música puede abrirnos las puertas del in11
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finito, también a veces puede clausurarlas definitivamente. Los músicos de Jericó deben haber sonado bastante parecido, creo, toda vez que el desagradable bullicio producido por el madrugador soplacaños confería bastante credibilidad a lo que hasta entonces yo había supuesto mera leyenda. Pensé en llegarme hasta él y pedirle no ya que dejara de tocar, sino que al menos lo hiciera según cánones mínimamente musicales, pero no tuve la fortaleza anímica para enfrentar la discusión que con toda seguridad sobrevendría. Preferí, en cambio, realizar un ejercicio de descontextuación temporal, imaginando que estaba en una foresta del triásico, oyendo los cantos de apareamiento de colosales reptiles en celo. No fue una gran idea, pero ayudó bastante en ese trance. Lo difícil fue imaginar cómo harían aquellas grandes bestias -de apéndices nasales que exorbitaban largamente sus diámetros craneanos a modo de penacho- para ejecutar esas escalas aleatorias y veloces que llegaban a alcanzar mecánicas de un scat cacofónico. En fin. Al cabo la cuestión dejó de interesarme, y como el impiadoso pseudomúsico parecía tener cuerda para rato, decidí marcharme en busca de otro lugar, quizá menos bonito pero sí más melódico. Sin embargo, la oprobiosa fanfarria cesó; tal vez no debía marcharme de allí, finalmente. Aguardé un par de minutos, sin poder alcanzar grado de concentración alguno, por cuanto mi atención estaba enfocada en determinar si se trataba de un descanso o si la tortura auditiva había finalmente acabado. Fue entonces que oí el rumor de algo así como hojas de papel agitadas por el viento. A contrario de lo que sentí entonces, hoy creo 12
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que quizá hubiese sido mejor que el bronce bullanguero hubiese continuado.
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En un principio pensé que debía destruir el objeto que abrió una puerta que quizá no debió ser abierta nunca, y olvidar el asunto definitivamente, librar a la humanidad de algo que no puedo hoy día discernir si llegará incluso alcanzar dimensiones de pandemia. Mas me veo obligado -aún con mis facultades mentales disminuidas en orden a un proceso entrópico cuyas causas me son igualmente indiscernibles, hoy por hoy- a dar testimonio de los extravagantes sucesos a cuyos anales tuve acceso y que creo me han colocado a mí mismo al borde del abismo, uno tan oscuro que tan sólo puedo intuir. He aquí el contenido del block: Mi nombre es, o era, Efraín Belmonte. Si mi letra se torna por momentos casi ilegible, o se adivinan en los trazos repentinamente irregulares mecánicas estertorosas, ello se debe al contacto sobre mi piel, fugaz y aleatorio, de una lengua helada, que adivino bífida. Tal vez esté equivocando el orden de los elementos a referir, y frustrando así la intelección cabal de los hechos que pretendo transmitir, pero no puedo hacerlo de otro modo. No tengo tiempo ni ganas, y mucho menos capacidad, para articular el relato según pautas mínimamente ortodoxas. Como dije antes, mi cabeza no es la que solía ser. Ahora mismo el ojo reptiloide, de par13
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padeo perpendicular y pupila oblonga, abre ante mí su vórtice a la vez hórrido y sugestivo. Su poder hipnótico crece de modo proporcional a la desesperación que la propia estructura que parece contenerlo, genera. Es algo así como esa ambigüedad entre repulsión y fascinación que el género humano siente ante los saurios, pero en grado superlativo. Tal vez sea algo analogable a la fiebre compulsiva, tan dañina como placentera, que produce la afición a las llamadas drogas duras. Soy, o era, investigador naturalista. He pasado años en los laboratorios del subsuelo del Museo de Ciencias Naturales, examinando, restaurando, clasificando piezas, al sesgado fulgor de los tragaluces, cuando no a la trémula luminiscencia del viejo y pendiente portalámparas. Cerámicas, utensilios de hueso, piedra, madera o metal, urnas funerarias con todo y cadáveres, viejas fotografías impresas en cristal, fragmentos de meteorito, lo que fuera, era analizado e inventariado -o reinventariado, en el caso de que ya lo hubiera sido en vetustos registros, en parte legibles, en parte destruidos a causa de las ratas o la humedad-. Aquella tarea, si bien tan pautada y rutinaria en un sentido, resultaba todo lo contrario si se tenía en cuenta lo diverso y abigarrado del material a clasificar. (Siento un violento escozor en mi coxis, supongo que será la cola que está empezando a desarrollarse. El tiempo se está agotando, he de aprovechar mientras pueda mantener tanto las estructuras lingüísticas como la morfología cada vez menos humana de mi mano) 14
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Entre el conjunto de elementos a codificar hallé una bolsa de arpillera sin identificación alguna, casi vacía, en cuyo mero fondo había un rollo de cuero, probablemente de alguna especie de cérvido que no atiné a identificar fehacientemente. Tal vez fue en ese preciso momento que se produjo esta extraña infestación, cuyos alcances físicos no descartan un proceso de metamorfosis paralelo en ámbitos más sutiles y por ende arduos a todo intento clasificatorio. Lo extendí, y una substancia polvorienta se esparció rápidamente en una nube, que ingresó en mi sistema respiratorio y me hizo toser. Entonces pensé que se trataba de inocuos detritus de materia en descomposición, o simple acumulación de polvo y suciedad a través del paso del tiempo. Hoy no estoy tan seguro de ello, me inclino a pensar que efectivamente había en él algún agente catalizador de la grotesca metamorfosis que experimento. Luego de ello, y aún desavisado de todo cuanto sobrevendría a aquel simple acto de descubrimiento, el descubrimiento propiamente dicho estuvo dado por la certeza inmediata de que se trataba de un antiguo códice, al parecer maya. ¿Qué diablos podía estar haciendo allí una pieza como aquella? Si se trataba de una pieza legítima, su valor científico era incalculable, como asimismo su eventual valor en términos económicos. Si era lo que parecía ser, no resultaba imaginable el grado de ignorancia necesario para haberlo arrojado a la nulidad de los otros objetos que se apilaban allí. Hasta el más basto de los empleados de maestranza debía suponer que, cuando menos, se trataba de un elemento pasible de ser cotizado muy bien en cualquier 15
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mercado; fuera especializado o no, ya que tanto la belleza del diseño como la sugerencia de una antigüedad inquietante le conferían una valoración mínima por demás importante. Entre signos de característica logogrífica (que no he sido capaz de descifrar y que no parecen responder a los formalismos de grafías mayas, o de entronque náhuatl) estaban representadas en detalle figuras seriadas que mostraban una metamorfosis que iba desde el ser humano a una curiosa configuración de híbrido, un saurio antropomorfo. La secuencia de figuras, analogable a esos gráficos que describen la evolución de los primates al homo sapiens, se dirigía de abajo hacia arriba, donde una especie de diagrama con características de constelación, remataba a manera de diadema estelar la cabeza del homosaurio. Seguramente era vestigio de una curiosa mística perdida, respondiente al endiosamiento de caimanes, o de algún otro reptil. Pasé el resto de la tarde revisando meticulosamente cuanto archivo o inventario pudiera existir atinente a la notable pieza, más no hallé la más mínima referencia, siquiera tangencial. Una rareza se sumaba a otra, y ello no era más que el principio de una hipérbole de extravagancias. Que un objeto como ése estuviera allí, arrojado prácticamente al olvido, o al menos a una flagrante irrelevancia –por demás incongruente con su valor-, era insólito, pero quizá más lo era el hecho de que no obrara el menor registro de su existencia. De cualquier modo, el estado de las cosas favorecía la rienda suelta que a continuación di a una inci16
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piente codicia, no muy clara de que su sesgo fuera de índole científica o económica; podría decir que ya entonces comencé a tentar una línea de acción para conciliar de algún modo la consecución de ambos réditos. Aunque ni uno ni otro me fueron asequibles, finalmente. Solamente un magnético horror, similar al del pajarillo fascinado por la hipnótica mirada de la voraz serpiente. Una vez que estuve seguro de la inexistencia formal del presunto códice en los registros del Museo, lo embalé en su arpillera y lo introduje en mi mochila, dispuesto a llevármelo y diciéndome a mí mismo que no se trataba de un hurto, toda vez que estaba llevándome un objeto cuya existencia parecía omisa de todo propietario, fuera persona física o razón social, como tampoco se acreditaba su pertenecia a patrimonio cultural alguno. En todo caso, si alguien eventualmente se arrogara algún derecho sobre él, resultaría evidente que no era digno de tal titularidad, dados el descuido y la desidia que había observado a su respecto. Me disponía a salir, y fue cuando lo vi por primera vez. Claro que pensé que la visión era producto de la alteración nerviosa que el hallazgo me había provocado. Eso fue lo que impidió que lo patente de aquel fugaz vistazo me dejara seco del susto. La débil luz del atarceder se extinguió casi por completo, de golpe. Algo parecía haber obstruido su flujo desde el tragaluz, y cuando me volví a ver de qué podía tratarse, vi, como decía, por primera vez el ojo, ese terrible ojo que me miraba a través de los vidrios sucios y de los abismos 17
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del espacio y del tiempo; ese ojo que me había enfocado, y que ya jamás iba a dejar de hacerlo.
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Salí del Museo como huyendo, actitud paradójica si se tiene en cuenta que el portentoso saurio, si no había sido una alucinación, estaría allí afuera. Pero claro que estaba convencido de su carácter ilusorio, producto de la impresión que me había provocado tan singular hallazgo. No obstante no pude evitar sentirme ligeramente atemorizado, y arrojé un par de vistazos de soslayo, como quien no quiere la cosa, hacia la línea de árboles en derredor, que se tornaba más difusa a medida que la luz crepuscular menguaba, ya agonizante. Luego, y casi como efectuando una maniobra distractiva para conmigo mismo, miré los bustos de Lamarck, Cuvier y los demás, suerte de gárgolas casi planas e insufladas de epistemológicas relevancias, y consideré socarronamente la posibilidad de que un día fuera agregada mi efigie a la ristra de celebérrimos incluidos en el tributario frontispicio. Claro que los esmilodontes de piedra parecían custodiar aquel parnaso cientificista de advenedizos improvisados, descarados reclamantes de ese sitial sin mayores méritos que los conferidos por un golpe de suerte. Rápido de pies, alados por el entusiasmo y la ansiedad, inicié el camino hacia mi casa, no muy lejana, en el barrio de la Estación de Ferrocarril. Cuando pasaba frente al Anfiteatro del Lago tuve una percepción extraña y luego otra 18
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más. La primera fue que, a pesar de estar en pleno mes de julio, y de que la temperatura difícilmente ascendiera por encima de los cinco grados, el croar de los batracios se oía particularmente fuerte, como si se hubiese tratado de una tórrida nochecita estival. La segunda, que en su momento creí se trataba de mera sugestión, fue el primer contacto físico que quizá pueda caracterizarse como interdimensional, ya que si bien carezco de experiencia previa en sucesos como ése, no hallo otro concepto capaz de describir siquiera aproximadamente el evento. Tal vez me hallara inquieto por lo sucedido y por la extraña visión que había tenido minutos antes; todo ello, asociado a la extemporánea fanfarria sexual de los batracios, consiguió enervarme de modo que necesité encender un cigarrillo. Saqué el paquete del bolsillo superior de mi campera, y mientras accionaba el encendedor, sentí el contacto húmedo y helado de algo invisible pero de consistencia orgánica, sobre el dorso de mi mano derecha. Instintivamente, antes de percatarme justamente de lo inmaterial, o al menos de lo imperceptible de tal agente, sacudí la mano de modo que el encendedor voló hacia los pastos que crecen en la barranquilla que da al arroyuelo. Por supuesto que ni intenté recobrarlo, sino que caminé tan rápido como daban mis piernas sin iniciar la carrera. En contados segundos bordeaba el estadio de Estudiantes, rumbo hacia la Avenida 1, rumbo hacia la luz, el gentío, hacia todas esas cosas que mal se supone dan un marco de seguridad, un entorno resguardado de esas irrupciones de otros planos que suelen acometer a los solitarios, aprovechando la debilitación de sus dis19
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cursos y sus esquemas de realidad por la falta de corroboración social del fenómeno. Vaya una presunción tan vana. Cuando determinadas puertas son abiertas, ya ni en medio de la más populosa conglomeración humana puede evitarse el tránsito metafísico. No iba a tardar mucho en comprobarlo. No podía quitarme la sensación que el contacto me había provocado. Froté la zona hasta que enrojeció visiblemente, mas la sensación permanecía, quizá alimentada por la atávica friega. Me llamé a sosiego, me increpé a mí mismo argumentando que estaba comportándome como un jovenzuelo desbordado por supercherías en un momento en el cual era importante mantener la calma, y sobre todo, la lucidez. En ese plan encontré conducente tomar una copa en un bar, distenderme un poco antes de encerrarme a analizar el supuesto códice. Así lo hice. Entré en el primer bar que quedó de camino y decidí ocupar un taburete frente a la barra. Eso me abría la posibilidad de interactuar, mediante conversación o aún en silencio, con el barman, los mozos o eventuales clientes que se ubicaran por allí, a contrario de lo que ocurriría en la soledad de una mesa, que hubiese propiciado la recaída en lúgubres consideraciones. A la primer copa de caña Legui recobré un poco de presencia de ánimo, más que nada debido a que la ingesta del licor iba acompañada por recomendaciones que me daba a mí mismo en el sentido de lo desmesurado de mi reacción ante un par de sucesos evidentemente ilusorios, producto de la excitación nerviosa. A la segunda, mi temple había alcanzado a reconstituirse, y ya barajaba mentalmente líneas de acción tendientes a ha20
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cer fructificar de modo más conveniente la oportunidad que el destino había puesto ante mí. A la tercera, las proyecciones eran cada vez más osadas, más ambiciosas. A la cuarta el desasosiego regresó, para demostrarme palmariamente que, fuera lo que fuese que provocaba esas extrañas alucinaciones, no iba a respetar entorno alguno. Sentí una repentina y fuerte comezón en el dorso de la mano que había recibido el contacto, y antes de rascarme, observé que la piel enrojecida y reseca comenzaba a levantarse, a desprenderse en minúsculos fragmentos de epitelio muerto. Pensé que, con toda seguridad, algún insecto me había picado, aunque no lo hubiere visto, cosa harto razonable teniendo en cuenta la escasa luz que había en aquel momento. Pero no fue más que levantar la vista y ver en el espejo enfrentado a las vidrieras que dan a la avenida, otra vez, el ojo descomunal, que sugería voracidad en cada una de sus células, si es dable percibir algo como eso. La violencia del giro que di para mirarlo directamente hizo que volcara el licor sobre el mostrador. Sólo pude ver entonces el normal trajín de la calle a esas horas. El barman se aproximó, pasó un trapo de rejilla sobre la bebida derramada y ofreció servirme otro. Rehusé, pagué lo consumido y salí de allí lo más rápido que pude, ante la mirada perpleja de él y de uno de los mozos, que parecieron advertir mi paranoia, aunque con toda seguridad deben haberla atribuido a causas más naturales, si eso puede decirse, desde nuestro statu quo cultural.
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(Voy a abreviar. Y ello no por otra causa que la transición que estoy experimentando, y que me impulsa cada segundo a ver las cosas desde otra perspectiva; desde una que no sólo no me dejaría expresarme de modo coherente para mis ex congéneres, sino que hasta puede considerar este reporte como un acto de alta traición. Aún tengo un pie en cada mundo, un sistema nervioso que no ha terminado de mutar y que por ello todavía es capaz de hallar las sinapsis que le permiten desarrollar pensamiento y lenguaje humanos. Aunque se hace cada vez más difícil separar los códigos, sean éstos lingüísticos o genéticos -intuyo que tienen más que ver entre sí que todo lo que la ciencia humana ha considerado hasta ahora-.) Llegué por fin a casa, agitado, conmocionado, casi convencido ya de que cuanto había experimentado obedecía a alguna extraña cuestión asociada al códice. Comencé a estudiarlo. Los signos glíficos que acompañaban la representación de la metamorfosis que ya comenté, resultaban esquivos a mi entendimiento, cosa lógica teniendo en cuenta que no era un erudito ni mucho menos. Tampoco tenía mucho material que me ayudara en la contingencia, y hallaba peligrosa la idea de dar traslado a algún especialista, so riesgo de llamar la atención respecto del objeto que me proponía acaparar. Así que extremé mis escasísimos recursos de frente a los crípticos jeroglíficos, sin mayores resulta22
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dos en lo inmediato. El más mínimo atisbo de sentido me era totalmente esquivo. Ante tal situación, y sin dejar de lado el infructuoso estudio, bebí suficiente vino como para llegar a mi cama en estado de semiinconciencia. Mas ello no impidió que el grotesco contacto sucediera de nuevo. Esta vez, desperté con el ojo observándome en un plano picado como desde el cielorraso, brillante en medio de la oscuridad de la habitación. Y la gélida lengua –ya podía identificarla como un órgano análogo, al menos en lo funcional- dejándo sus hórridos efluvios en pinceladas sucesivas, juguetonas, sobre mi pecho desnudo. Me desesperé, pensando en la comezón y deterioro que la piel de mi mano había sufrido luego de su contacto. Me sacudí, encendí la luz y la extraña infestación cesó, no así la sensación en la zona contactada, que luego devendría en comezón y deterioro epitelial. Me levanté frenético, y fui a arrojarme agua sobre el pecho, aún a pesar del frío, esperando que de alguna forma la ablución fuera posible, aunque sospechaba en mi fuero íntimo que tal cosa era, al menos, improbable. Lo que había considerado en un principio un golpe de fortuna extraordinario se estaba convirtiendo en una verdadera pesadilla, tanto más horrorosa cuanto discurría en plena vigilia, en ese ámbito que en un sentido tan restrictivo consideramos realidad. Mientras echaba agua sobre mi pecho, un nuevo síntoma desquiciante apareció ante mis ojos. El dorso de mi mano derecha, donde había recibido el primer contacto, se estaba escamando, pero no en el sentido que solemos dar a esa forma verbal en relación a enfermedades de la piel, sino en otro, si se quere más 23
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literal: minúsculas puntas de láminas córneas, o sea escamas, habían comenzado a brotar de la superficie inficionada de modo tan atípico. Quise creer que estaba en la cama, soñando aquella pesadilla, pero la contundente vivacidad de la experiencia era insoslayable. Algo extraño, fatal y hasta repulsivo me estaba ocurriendo a partir del contacto con aquel códice, y ya no me parecía tan increíble que hubiera sido arrojado, huérfano de toda consideración, al eventual y piadoso olvido. Pensé que quizá lo más apropiado en orden a evitar la propagación de su malignidad, habría sido incinerarlo. No por nada el agente purificador por excelencia, para el hombre, es el don de Prometeo. Mas la codicia conspiró contra aquel acto, que de todos modos hubiese resultado tardío para mí, aunque probablemente habría evitado que su progresión continuase involucrando a otros seres humanos. Impedido de conciliar el sueño, volví al códice con renovado fervor, ya que ahora buscaba en él una salida, una cura para esos síntomas tan extraños y que con tanta virulencia me habían afectado. Encendí la lámpara del estudio y la luz pareció más vívida, más aguda quizá, y los colores parecían obedecer a cromáticas diferentes. Fue entonces que advertí que mis pupilas habían comenzado a estrecharse transversalmente, con el consiguiente estiramiento en sentido longitudinal. Ello, en un iris que evidenciaba también un color diferente, aunque quizá lo haya visto así debido a la nueva configuración. Incluso algo parecido a una membrana transparente mostraba su incipiencia en mis conjuntivas. Aún anonadado me percaté de que estaba 24
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temblando, un poco a causa de la impresión de las anomalías que experimentaba, y sobre todo por el frío. “Los lagartos necesitan calor del ambiente para mantener su temperatura corporal”, pensé, y me dije que no podía estar pensando cosas como ésa. Debía estar volviéndome loco, sin duda. Todos los cambios ocurrían vertiginosamente, sin darme tiempo a irlos asimilando siquiera un ápice. Luego de encender un buen fuego, me enfrenté por fin al códice, y tal vez a causa de la diferente configuración ocular, o quizá a procesos paralelos que estuvieran gestándose en ámbitos fisiológicos menos comprobables a simple vista, comencé a distinguir en él figuras y signos que antes no había notado. Y lo más llamativo era que, de alguna manera, tanto éstos, como los anteriores, ya no me parecían tan crípticos. Conectaban con alguna parte de mi ser, quizá nueva, que era absolutamente reacia y refractaria a conceptualizaciones propias de nuestro género, y digo “nuestro” sin estar seguro de que aún me reste algo de membrecía. Voy a intentar configurar, según moldes de comunicación humana, lo que creí interpretar de ese documento que parecía ser una puerta hacia otra modalidad del ser. La evolución, en este planeta, se vio alterada dramáticamente con el cataclismo que acabó con los grandes saurios. Eso dio origen a líneas alternativas que no alcanzaron a ser siquiera un sucedáneo de lo que debería haber sido su proyección óptima. Varias leyendas, con mayor o menor grado de fundamento, nos hablan de esa disyuntiva en la que las especies menos dotadas tomaron, por imperio del desastre, la 25
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posta evolutiva. Eso ha hecho que sea ésta un área retrasada, en lo absoluto, respecto del plan universal; y ahora, en el ciclo que está transcurriendo, las diversas jerarquías han diseñado una forma de influir sobre el material genético, operativa desde los tejidos más profundos que nos conectan con el universo y que definen la constitución de nuestros cuerpos planetarios. Así, las características cromosómicas se retrotraen hasta el punto anterior al holocausto y, en un breve lapso, vuelven a reconstituirse ontogenéticamente, hasta un estadio cercano al de las máximas expresiones de lo que hubiese sido en el caso de haber continuado los procesos filogenéticos normales.
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Con gran esfuerzo he llegado hasta aquí, y creo que he cumplido con el deber de comunicar el testimonio que me ha sido impuesto, tanto por el que era como por el que estoy en camino de convertirme. El ojo frente a mí ya se ha vuelto mío, y no me pidan que traduzca lo que tal asimilación supone, porque no podría hallar la manera de decírselo. Mi tiempo como hombre se ha acabado. He pasado los últimos días tratando de adaptarme a la nueva morfología, lo que implica reajustes estructurales en cuestiones básicas, como la alimentación, por ejemplo. Saqué carne del refrigerador y no pude ingerirla hasta que alcanzó un determinado grado de putrefacción. Cuando se iba terminando, la fortuna trajo hasta mi puerta un viejo pastor inglés, viejo por 26
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raza y cronología. Lo he alentado a entrar con los últimos restos de carne. Me place, sobre todo, la fauna entomológica que al cabo de unos días pulula en los cadáveres. Hoy mismo alguien llamó a la puerta, no podría precisar quién fue, por cuanto huyó no más me hubo visto. Ello me llevó al espejo, y créanme, no soy tan feo. Debe haberlo impresionado la cola de rata que pendía de la comisura de mis crecientes fauces. Me ha costado un ingente esfuerzo transmitirles lo que acabo de exponer, y conste que los procesos interpretativos, en el caso presente, tienen implicancias que exorbitan desmesuradamente las barreras de tipo lingüístico. Exímanme, pues, de referenciar la cantidad de corroboraciones que pueden hallarse en los distintos cultos arcaicos de todos los continentes, o de la veracidad de las intuiciones lovecraftianas, o de los atisbos de Bárbara Marciniak -verdaderos en gran parte, aunque negativamente influenciados por las conciencias de las Pléyades a las que servía de canal-. Soy el fenómeno que está en el propio portaobjetos, y no necesito corroboración alguna. La evidencia es contundente, que otros se atrevan a investigar respecto de lo que, como dije, he sentido el deber de informar. Ya es hora de ir allá, adonde el guardián del ojo dimensional me espera para abrir el vórtice, debajo del puentecito entre la avenida Cúcolo y el Anfiteatro, donde fui contactado por primera vez. Claro que he dispuesto las cosas para que el códice continúe su función de reparar lo que se ha roto en el tejido conectivo de la evolución. Alguien lo recibirá, del mismo modo que yo lo he he27
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cho, inconciente de una fortuna de la que -si fuese impuesto de antemano- huiría como de la peste.
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Hasta aquí el contenido del block de hojas que dejó Efraín Belmonte, a pocos pasos del sitio en el que abandonó su humanidad para marcharse quién sabe hacia qué sustrato de realidad, a bordo de su nuevo organismo de estructura lacertiforme. Me ha confundido sobremanera. No sé si siento lástima o una oscura clase de envidia, seguramente respondiente a mis cromosomas supérstites. Siento ira, sí, por lo que hizo con Waldo, y que por otra parte significa que toda aquella metamorfosis, si es que no es producto de una febril y enfermiza imaginación, ocurrió por aquí cerca. Lo que sí siento, inequívocamente, es miedo. Pregunté por Efraín Belmonte en el Museo de Ciencias Naturales, confirmé su existencia y su desaparición, y me enteré de que se trataba de un tipo circunspecto, casi antisocial, sin familiares o amigos conocidos, con antecedentes de severos trastornos mentales, lo que hizo que nadie se preocupara mayormente cuando se esfumó. Busque en los manicomios, seguro que lo encontrará por algún lugar de ésos, fue una de las irónicas respuestas. Incluso creí advertir en los profesionales consultados cierto alivio por su desaparición. Lo que es yo, no he vuelto a los viejos rondines por el Paseo del Bosque, y muchísimo menos por el 28
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santuario natural que celebré al principio de esta historia. Temo que el mero contacto con el block, incluso sin el códice, me haya expuesto a alguna forma de infección. Tiemblo de sólo pensar en ver de buenas a primeras el horrendo ojo reptiloide que a veces se me aparece, por ahora y afortunadamente, sólo en sueños. Regularmente siento el contacto de la lengua maldita, pero me contengo asegurándome que es mera sugestión, y luego me aterro al pensar que eso mismo era lo que se decía a sí mismo el pobre Belmonte. Claro que todavía no he advertido mutación alguna. Por ahora.
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DOS Filaria
I Wiku daba los útimos retoques al pulido de la estatuilla que había estado tallando, con la que iba a tratar de convencer a Jarjar, la hechicera, que lo aceptara como aprendiz de sus artes mágicas. Había trabajado en ella durante siete lunas, pero había valido la pena. El orgullo relucía en sus ojos al contemplar el icono, pensaba que hacía mayor justicia al Dios del río que cualquier otro que hubiese visto antes. Después de un escrupuloso cotejo, decidió que no había ya más que hacer, que el acabado de la pieza era inmejorable, y echó a andar, liviano y con paso seguro, a la choza de Jarjar, allí al lado de la cascada de cuyo guardián era amiga y podría decirse que ama. Tal era el poder de sus conjuros. Ni se agitó al trepar la escarpada pendiente hacia la choza de Jarjar, erigida en un promontorio, aunque casi oculta a la vista por la exuberante vegetación que, pletórica de humedad por los efluvios de la cascada, cubría toda la zona. La llamó, con una mezcla de ansiedad y temor reverente. -¿Qué estás molestándome otra vez? –Dijo Jarjar, atravesándolo con la profundidad de sus ojos azaba30
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che.- ¿No te he dicho que no quiero ninguna clase de tratos contigo? Wiku bajó la cabeza, y para su desgracia se percató de que una gota de saliva se había escurrido entre sus labios, cayendo sobre la hierba, lo que motivó el agudo escarnio de la hechicera: -¿Ves que aún eres un torpe niño que se babea? Vuelve cuando termines de cortar los dientes, so imbécil. -Te he traído un regalo –se animó a decir Wiku, con voz trémula, las manos apretando la estatuilla contra su trasero. -¿A ver? ¿De qué se trata? –Inquirió ella, sin abandonar el tono intimidante pero dispuesta a darle una oportunidad a la codicia. -He tallado una imagen de Ontiku, el Dios que vino del este. -Guárdate, idiota, de tan sólo pronunciar su nombre. Tienes suerte de que no ande por aquí, de que tenga asuntos más importantes en qué ocuparse. Y mucho más te valdrá que la imagen ésa que dices no vaya a ofenderlo aún más que tu arrogancia. -Puedes juzgarla por ti misma. Es tuya –dijo, y se la tendió. Jarjar la tomó, y pese a que mantuvo el ceño fruncido, Wiku sintió que la había conmovido. -Bueno, parece que te has esmerado. –Concedió finalmente la bruja, mas se apresuró a añadir: -Igual, no vayas a pensar que por esto voy a transmitirte mis poderes. -No, Jarjar, nada me honraría más que eso, pero sé que no soy digno. 31
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-Bueno, no me hagas perder más tiempo, vete ya. Apesadumbrado, iniciaba el descenso cuando oyó que le decía: -Espera un momento. Tal vez te dé una oportunidad, si demuestras que tienes coraje. -Pídame lo que quieras, y te lo demostraré –aseguró Wiku. Su organismo, saturado de secreciones adrenalínicas, le impedía medir las eventuales consecuencias de tal arrojo. -Pasa, tal vez puedas hacer algo por mí. Por primera vez ingresó a la choza de la bruja. Enseres, objetos de culto, imágenes y fetiches estaban diseminados por doquier. Se sentaron sobre la tierra apisonada, y le ofreció zumo de frutas y frijoles. Wiku no tenía hambre, mas no se atrevió a rehusar. -Ontiku está muy enojado –comenzó a decir, y al instante el muchacho supo que su prueba consistiría en hacer algo que ayudara a serenar al Dios. Y sintió que tenía que decir algo. -Eso es malo –observó. -Claro que es malo, estúpido. Ontiku me ha hecho saber que está enojado porque un intruso ha llegado a estas tierras. Uno muy peligroso, que trae consigo una maldición, la misma maldición que lo obligó a venir aquí, la misma que acabó con sus antiguos sacerdotes, en las tierras en las cuales se pone el sol. -¿Qué debo hacer? –Preguntó, ahora su ansiedad provocada por el temor ante el posible enfrentamiento a un poderoso hechicero. 32
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-¿Qué crees? Localizar y matar al desgraciado antes de que lo haga él con nosotros, valiéndose de sus malas artes. -¿Cómo podría hacerlo si no me enseñas antes los secretos de tu magia? -Ése no es mi asunto. Es evidente que Ontiku te ha enviado a mí con esta preciosa estatuilla como señal. Él es el único que puede ayudarte, y parece que está dispuesto a hacerlo. Ahora vete, no hay tiempo que perder. II Así comenzaron los merodeos de Wiku por los alrededores del lugar en el que vivía, un asentamiento de cinco o seis grupos familiares en los que costaba discenir relaciones parentales muy concretas, por cuanto estaban fusionándose según los azarosos tropismos de la sexualidad caribeña. Eran parte de tribus que habían sido forzadas a la diáspora, por la necesidad de permanecer discretas e inofensivas a los ojos de esos hombres pálidos tan despiadados que venían en los grandes barcos. Durante dos días acechó cuanto lugar le parecía apto para refugio, o escondite, pero no halló indicio alguno del intruso. Caminaba agazapado en la espesura con paso ligero, era menos que una sombra en la danza de claroscuros ejecutada por el sol y la foresta. Al atardecer de la tercera jornada, cuando había empezado a formarse en su mente la idea de que acaso todo aquello no era más que una ocurrencia de Jarjar para fastidiarlo, tuvo un atisbo. Le pareció ver una som33
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bra deslizándose entre las rocas de un congosto formado por el río. Se quedó congelado. Tal era el temor que sentía ante la posibilidad de confrontar con un poderoso hechicero, tan intenso que hubiera preferido que fuese un jaguar. Al menos podía intentar repelerlo con su cuchillo, el cuchillo que apretó en su diestra, con el que había tallado la imagen de Ontiku, el que esperaba ahora le ayudase en ese trance. Observó el lugar y vio cómo la sombra, evidentemente de configuración humana, parecía asegurarse que nadie le estaba viendo, e iba ganado confianza y mostrándose más a medida que crecían la oscuridad y la certeza de que no había nadie por allí. Entonces Wiku advirtió que era un hombre de piel muy oscura, casi negra, lo que hizo que se explicaran inmediatamente sus hábitos nocturnos. Traía consigo una lanza. Probablemente salía del escondrijo a tratar de cazar su sustento. El moreno ascendió por el talud pedregoso, mostrando una cierta dificultad en su pie izquierdo. Tal vez tomaría en su dirección, así que Wiku improvisó un plan: trepó con agilidad al árbol más adecuado, por suerte de copa frondosa, y esperó. Sus conocimientos de los meandros selváticos parecían ser igualmente asequibles al hombre de piel negra, ya que siguió el camino que había supuesto. Cuando, completamente desavisado, pasaba por debajo, Wiku saltó sobre él y le asestó un sonoro golpe en la cabeza con el mango del cuchillo. No había querido matarlo, pero no estaba seguro de no haberlo hecho. De cualquier modo, para evitar sorpresas, buscó fibras y lo ató fuertemente de las muñecas y al tronco de un árbol. En la oscura noche Wiku perma34
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neció en guardia, lanza y cuchillo en mano. El negro aquel, al que ni siquiera veía en la oscuridad, era un brujo poderoso, y tal vez pudiera secarlo con sólo dirigirle una mirada. La alternativa era matarlo allí mismo, antes de que volviese en sí, pero había oído decir que comer carne de hechicero mientras éste aún está con vida, transmitía mejor los poderes espirituales de uno a otro. Decidió correr el riesgo. Quizá no fuera tan poderoso como para ultimarlo con un simple vistazo. Si lo hubiese sido, no habría caído en una trampa tan burda como la que le había tendido. A poco sintió un olor extraño, desagradable, como de algo putrefacto. Pensó que tal vez el brujo había soltado el vientre cuando sufrió la conmoción. Momentos después dos brillos blancuzcos, ominosos en el marco de densa oscuridad, le señalaron que había despertado. Ninguno de los dos habló, intuitivamente sabían que jamás conseguirían entenderse de ese modo. Sin embargo, en la mirada que ambos sostuvieron a lo largo de la noche, con toda seguridad un sinnúmero de mensajes sutiles deben haberse dejado trasuntar. Cuando la luz diurna fue regenerándose, Wiku pudo ver cada vez más en detalle y con creciente repulsión, el origen del hedor. III La pierna izquierda del moreno era un cuadro monstruoso. Hinchada, deformada, como cubierta por escamas supurantes y con moscas y otros insectos pulu35
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lando, atraídos por la acre pestilencia. Wiku, al borde la náusea, llegó a la conclusión de que jamás comería de ese asqueroso brujo, ni aún las partes aparentemente buenas, vivo o muerto. Quizá traía en su propio cuerpo la peste que había diezmado a los sacerdotes de Ontiku en las tierras occidentales más allá de las grandes aguas. Tal vez lo mejor era incinerarlo allí mismo y acabar de una vez con el intruso y su peste. ¿Acaso ésa sería la voluntad de Ontiku? ¿Cómo podía saberlo él, ajeno como estaba a cualquier relación personalizada con los dioses? No le parecía apropiado ir a preguntarle a Jarjar, porque ello suponía darle chance de escape al brujo, chance que seguramente estaría en condiciones de tomar, aún siendo un curandero de poco vuelo. Wiku no sabía qué era lo correcto en esa situación, y plañía interiormente al Dios del río, para que le dé una señal, para que lo ayude a ejecutar la obra que él mismo le había encomendado. El moreno pareció advertir sus tribulaciones, y comenzó a hablarle. El discurso, ininteligible para él, fluía por entre los gruesos labios más que nada para apoyar las ideas que intentaba transmitirle por gestos y señas, que se veían acotadas a una mínima expresión por cuanto tenía las manos atadas a la espalda. Lo único que quedó claro al muchacho fue que el negro maldecía su suerte, que su angustia era real, y que pretendía utilizarla para despertar sentimientos piadosos en él. Y ello lo arrojó a un estado de desesperación, a un estupor en el que sus dudas crecían vertiginosamente. Gritó al brujo que callase, amenazándolo con su propia lanza. El brujo obedeció, mas continuó llorando en silencio, lo que acentuó el desasosiego de 36
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Wiku, que se sentó sobre la hierba intentando clarificar su mente. No sabía qué hacer. Tampoco Ontiku parecía ayudarlo mucho que digamos en la emergencia. Había una única posibilidad: tratar de ponerse en el lugar de Jarjar. Ella sabría muy bien qué hacer, y el muchacho no podía pretender interpretar los deseos del Dios del río, pero sí podía figurarse lo que haría Jarjar en aquella situación. Mal que pesara al extranjero de la pierna putrefacta, una inferencia simple lo llevó a la conclusión de que la bruja lo habría ofrendado como sacrificio al Dios del río. IV Caminó hasta el río, por suerte a unos cuantos pasos, por lo que no debió dejar solo mucho tiempo a su prisionero. Llamó a Ontiku a voz en cuello. Si acudía, estaría dándole señales de que estaba listo para recibir la ofrenda. Ontiku no se hizo esperar. Casi inmediatamente divisó las rugosidades de su piel, en las mínimas partes que podían verse recortadas sobre la superficie del agua, acercándose lenta y majestuosamente. Quedó pasmado ante el portentoso tamaño del saurio, pero no se detuvo en esas consideraciones, sino que corrió a ejecutar de una buena vez un acto que estaba reñido con su talante, poco dado a agresividades de cualquier índole. Con su cuchillo cortó las fibras que lo amarraban al árbol, cuidándose muy bien de que sus muñecas permanecieran atadas. Luego le indicó incorporarse, y a punta de lanza lo condujo al sitio desde el cual sería despeñado. Antes de llegar, y al parecer con37
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ciente de lo que iba a ser su destino final, el supuesto brujo se volvió de golpe y le arrojó un cabezazo que apenas si pudo evitar echándose hacia atrás; pero lo que no pudo evitar fue la mordida que, mientras el moreno caía de bruces a resultas del impulso, llegó a propinarle en el tobillo derecho. Asustado, asqueado y fuera de sí, lo atravesó con la lanza por la espalda, caído de bruces como estaba. Los gritos del intruso, desgarradores al comienzo pero mermando a medida que la vida se le escapaba, se perdieron en la espesura con su aire de fanfarria fúnebre. Corrió hacia una corriente de agua secundaria e hizo sangrar la herida del tobillo todo lo que pudo, como lo habría hecho con la mordedura de cualquier animal venenoso. Luego preparó un emplasto de hierbas medicinales y se lo aplicó. Mas en su fuero íntimo se sentía infectado, convencido de la futilidad de tales procedimientos. Cuando regresó al sitio del desastre, encontró que el hechicero ya había muerto. Arrancó un par de hojas grandes y resistentes, las interpuso entre sus manos y las del brujo, aún atadas, lo arrastró hasta el río y lo arrojó. Ontiku no se dejó ver, quizá ya ni estaba por allí. Wiku se quedó mirando el oscuro cadáver, que flotaba y desaparecía aguas abajo. V La mordedura se había infectado. Hasta allí era algo normal, todos sabemos que si hay heridas que se infectan son las de esa clase. Pero el instinto le decía que había algo maligno en ella. Decidió enfrentarse con 38
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Jarjar y contarle los sucesos tal y como habían ocurrido. Seguramente hallaría todo tipo de razones para demostrarle que había sido un idiota, pero ella era la única que podría ayudarlo si esa horrorosa peste le había sido contagiada. No consiguió sino lo previsto en primer término, esto es, insultos, descalificaciones de todo tipo e incluso mayores zozobras. La hechicera le había asegurado que no existía mejor manera de ofender a un Dios poderoso como Ontiku que arrojarle un cadáver como tributo. Y que la peste sería una bendición para él, si es que conseguía matarlo antes de que Ontiku viniera a cobrar la afrenta. Estaba solo, aterrado y sin esperanzas, sobre todo cuando apenas pasados dos días los bordes de la herida comenzaron a hincharse y a adquirir un color ceniciento. Durante el breve lapso que pudo disimular el estigma, trató de comportarse normalmente, de disimilar los alcances de una tragedia inminente, a sabiendas de que si la gente de la aldea lo descubría, daría con sus huesos en la soledad del monte, como probablemente le había ocurrido al hombre negro al que había dado muerte. Pero el tobillo se hinchaba, la extraña eczema cubría cada vez mayor superficie en su cuerpo, así que acopió una buena cantidad de víveres. Había decidido encerrarse cuanto tiempo le fuese posible en su pequeño toldo de ramas dobladas en arco, cubiertas de follaje. Había conseguido disuadir a los pocos que acudieron a ver qué le ocurría, argumentando que había tenido un sueño, en el cual el propio Ontiku se le había aparecido y le había exigido que se encerrase hasta que 39
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le fueran entregados poderes especiales. Tal vez así conseguiría que la gente le alcanzara guajes con agua y alimento, y, llegado el caso, trataría de sugerirles que los poderes chamánicos trajeron como contrapartida la deplorable condición de su físico, y de ese modo no lo echarían de la aldea. Para cuando el rumor llegó a oídos de Jarjar, casi la totalidad de su piel se había cubierto de escamas supurantes, y sus testículos se habían hinchado de igual forma que el tobillo en el que el hombre negro lo había mordido. Su mente se agitaba frente a la oscuridad de una muerte tan aciaga, de una maldición tan ominosa. Poco después tuvo al menos el bálsamo de la ceguera, que le negó la visión (aunque vaga, en la penumbra de la tienda) de su cuerpo, tan obscenamente enfermo. Dejó de alimentarse, decidió dejarse morir. Una noche soñaba que era apresado por una enorme serpiente, que lo apretaba hasta sofocarlo, mientras clavaba sus terribles ojos en los suyos y le escupía al rostro salivas urticantes, cuando oyó que alguien lo llamaba, desde otro mundo, y despertó. VI -¿Quién? -¿Despertaste, estúpido? –Preguntó Jarjar, en voz baja. -¿Qué estás haciendo aquí? -Vine a ver quién era el idiota que estaba tratando de hacerse el brujo, aunque siempre sospeché que se trataba de ti. 40
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-Vete. Ya que me has mandado a la muerte, al menos déjame morir en paz. -Calla, idiota. Sé que estás muy enfermo, pero tal vez pueda curarte. -No hay cura para mi mal. Ya estoy ciego, y mi piel es la de un monstruo. Los dolores a veces se vuelven intolerables. -Oye, te digo que puedo curarte, y evitar que toda esta gente prenda fuego a tu tienda contigo dentro. Si consigo sanarte, tal vez hasta te tomen por brujo, quién sabe. -¿Y por qué harías eso? -Porque me gustó tu estatuilla; porque creo que, tal vez de un modo equivocado, has intentado prestar servicio a Ontiku. Y sobre todo, porque ha sido el propio Ontiku quien me lo ha ordenado. -Yo sabía que el Dios del río iba a ser magnánimo conmigo, que iba a valorar mi pura intención de servirlo... -Deja de mentir, idiota. Has insultado al Dios en palabra y en obra, estabas entregándote a tu muerte y ahora sales con eso... -Cúrame, Jarjar. Ontiku te lo ha ordenado. -Deberás venir a mi choza. -¿Cómo? No puedo ver, y apenas sé si puedo caminar, ya que mi pie está terrible, y hace muchísimo tiempo que siquiera intento hacerlo. -O sales de allí en silencio, aprovechando la quietud de la noche, y vienes a mi choza, o llamo a la gente de la aldea para que te queme vivo. -Lo intentaré, entonces. Pero ayúdame. 41
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-Yo te guiaré, con una rama. No pretenderás que te toque y se me pegue tu maldición... -Deberás tener un poco de paciencia –dijo, mientras salía de la tienda, casi arrastrando el pie. -Camina, idiota. Y más vale que lo hagas rápido. Quién sabe si todavía puedo hacer algo por ti. Llegaron al promontorio sobre el cual se erguía la choza de Jarjar. Subirlo significó un suplicio extra para el pobre Wiku, que había agotado sus escasas fuerzas en un camino que tan sólo días atrás no le habría insumido más que unos cuantos gráciles saltos. Durante el camino, la hechicera le había reprochado ácidamente su hedor, y le había dicho que parecía un renacuajo con patas. El muchacho no podía creer que una persona pudiera ser tan cruel como para burlarse de una desgracia semejante. Jarjar, siempre valiéndose de una rama, ubicó al pobre Wiku al borde mismo de la barranca, de espaldas al río. Le dijo que aguardase allí, que tenía que esperar la llegada de Ontiku para que el ungüento que iba a pasarle surtiera el debido efecto. Sin embargo, y en un todo de acuerdo con las sospechas del muchacho, simplemente cogió una rama más contundente, y lo empujó hacia atrás. Wiku perdió pie y cayó a las aguas, para comprobar que el Dios del río ahora aceptaba complacido la ofrenda, esta vez aún con vida. Jarjar oyó el chapoteo; luego se dirigió a la choza, arrojó al fuego las ramas con las que había manipulado al pobre muchacho y se dijo que la peste al fin había concluido. Nunca supo que el leve escozor en su 42
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brazo era el primer indicio de que la muerte en la aldea recién comenzaba su danza. Un mosquito. Un simple mosquito que unos cuantos segundos antes estaba picando a Wiku, y que fue interrumpido por el empujón homicida.
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TRES Luo Tatoohua Al-Adrish había insistido a su padre para que le permitiera acompañarlo en la caravana que atravesaría el gran desierto, cargada de sal y armas para dar a los Nubios a cambio de oro, marfil y otros objetos preciosos. Desestimó todos los argumentos con los que había tratado de disuadirlo. A las penurias y peligros que aseguraba su padre iba a exponerse, el muchacho oponía su necesidad de foguearse en los pormenores de la vida del comerciante, de conocer todos los secretos de la profesión para ser un día como él. Sus fundamentos hicieron que finalmente accediera; claro que entonces no sabía que el interés de Al-Adrish era sin embargo muy otro, que su entusiasmo obedecía a motivaciones absolutamente distintas a las que invocaba. No imaginó que entre los cientos de historias que habían oído de labios de rapsodas y derviches, a las cuales ambos eran tan afectos, una en particular lo había impresionado, una tan sugestiva e inquietante que lo había llevado casi a la obsesión, que lo había compelido a viajar a tierra de los Nubios para comprobar con sus propios ojos si el prodigio realmente existía, tal como había dicho el extraño transmisor de historias que había pasado fugazmente por Alejandría. En rueda de relatos y recitación de historias clásicas como las que se dice contó Scheherazade al Sultán Schahriar durante más de mil noches, y otras menos populares, el hombre oscuro que había llegado 44
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del sur había dicho que allá cerca de donde nace el gran río que fecunda el desierto existía un ser monstruoso, oculto en una caverna que se perdía en las profundidades de la tierra. Un ser que exigía una joven agraciada y virgen cada nueve lunas para primero desflorarla y luego devorarla viva. Alguien observó que los griegos de antaño contaban una historia muy parecida, y el moreno no se inmutó al asegurar que por cierto, que los griegos habían tomado esa historia de los esclavos y la habían deformado según sus preferencias. Pero la bestia existía, desde tiempos inmemoriales, y había dado lugar a montones de historias que iban adquiriendo nuevas formas según la cultura que la fraguase como propia. Tal vez no sea ocioso referir aquí algunas de las características personales de Al-Adrish, sobre todo las que incidieron para que se aventurara en una empresa tan azarosa. Criado en el seno de una famila de cierto poderío económico, formado por los mejores maestros que el dinero puede pagar, versado en las tradiciones artísticas y religiosas de su cultura, desde muy temprana edad sintió el llamado del conocimiento. En vano intentó ingresar en la Cofradía de los Buscadores de la Verdad, pero su pretensión fue rechazada una y otra vez, tanto por su juventud como por no contar con el consentimiento expreso de su padre, quien no veía con buenos ojos esa clase de actividades, las que eran consideradas por el común de esa gente como análogas a lo que nuestra cultura entiende como bohemia banal e infructífera. Por supuesto, a esa edad, la oposición no hizo otra cosa que exacerbar la determinación del muchacho a unírseles a como fuera posible. No más oír el 45
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relato del moreno, que hubiese servido para aterrorizar al más valiente, creyó hallar el salvoconducto que le permitiría ingresar a la Cofradía. Sería testigo del prodi-gio, por monstruoso que fuera. Averiguaría cuanto le fuera posible acerca del mismo y lo expondría ante la Hermandad, la que en valoración de su coraje, de su compromiso y de su aporte, ya no tendría excusas para negarle la tan ansiada membrecía. Casi dos lunas les llevó alcanzar los confines del gran desierto, allí donde la aridez cede ante la lujuria verde de la selva. Pasarían allí unos cuantos días, en los cuales las bestias descansarían del largo viaje y los hombres también, aunque en el entretanto se verían obligados a ocuparse de los menesteres comerciales. AlAdrish fingió interesarse por dicha actividad sólo lo estrictamente necesario como para que su padre no advirtiese el ardid. Una noche, aprovechando que su padre había ido temprano a su tienda para descansar del ajetreo del día, decidió internarse en la espesura y llegar hasta la aldea de los lugareños. Iba munido de su alfanje, por si cualquier humano o predador nocturno lo amenazaba. También de dos bolsas de sal, para sobornar a cualquiera que pudiese indicarle la localización del legendario monstruo. Además, por supuesto, de algunas provisiones, por si la empresa se prolongaba más allá de lo previsto. A poco andar surgieron las complicaciones. Era muy difícil hallar el rumbo que un comerciante local le habían señalado, y la espesura nocturna relativizaba al 46
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máximo toda referencia. Los escarceos en la maleza, los sonidos proferidos por animales que no atinaba a reconocer, le provocaban sobresaltos y escalofríos. Cuando decidió volver sobre sus pasos, sobrecogido por las circunstancias, advirtió que se había perdido, y se desesperó. Caminó como pudo, entre una oscuridad tan cerrada como el invisible follaje, que parecía querer retenerlo, sujetarlo allí y dejarlo a merced de lo que fuera. Caía ya presa de la desesperación cuando pudo ver el lejano resplandor de un fuego. Respiró profundamente, y algo más aliviado, fue en su dirección. Al llegar al borde del claro se encontró que no era una aldea, sino una choza aislada, con un fuego ardiendo a su frente. Bueno, en todo caso, una choza era teóricamente menos peligrosa que una aldea. Era difícil que un individuo o una sola familia fueran a sacrificarlo a algún dios pagano, cosa que perfectamente podía ocurrir en un poblado. El o los habitantes de la vivienda sabrían indicarle como volver a la caravana. A esas alturas eso era lo único que pretendía, toda vez que su fervor por encontrar el ser prodigioso había cedido lugar a la preocupación por la supervivencia. Se acercó, trémulo. Cuando estuvo a unos pocos pasos de distancia preguntó en voz alta si había alguien en casa. Vio cómo se corría una cortina de fibras vegetales trenzadas y adivinó una figura humana, un hombre de color del que apenas si podían distinguirse los contornos en la penumbra. Oyó que le preguntaba en su propio idioma qué buscaba.
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-Estoy perdido. Necesito volver a la caravana que llegó a la región hace dos noches. Espero que pueda ayudarme. El hombre de color salió por fin a su encuentro. Su indumentaria colorinche y estrafalaria, mas el extraño maquillaje que le daba un aspecto casi animal, hicieron que Al-Adrish dedujera al momento que se trataba de un hechicero. Tal vez, si las cosas se reconducían, regresaría a su plan original, aunque el coraje que lo alentaba al inicio había menguado ostensiblemente, luego de haberse extraviado en la jungla nocturna. Ya frente a él, pudo observar que se apoyaba sobre un cayado en cuyo extremo, a manera de empuñadura, estaba tallada la cabeza de un cocodrilo, o un lagarto por el estilo. -Es muy peligroso andar por aquí de noche –observó el negro. –Más aún si no conoces el lugar. -Sí, acabo de darme cuenta de ello. -¿Y qué te ha llevado a internarte en la selva a medianoche? -Estaba buscando una aldea. -¿Para comerciar? –Tanteó, la vista fija en las bolsas. -No. Para hallar a alguien que pudiera darme información acerca del extraño ser al cual se le ofrenda una bella virgen cada nueve lunas. El hechicero se quedó viéndolo con gran curiosidad. La mirada fue tan intensa que Al-Adrish se sintió mareado. Luego se sentó frente al fuego, e hizo señas al muchacho para que hiciese otro tanto. Tal parecía que 48
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el destino lo había llevado a dar con la persona indicada. -¿Qué es lo que quieres saber? –Preguntó, al cabo de un tiempo durante el cual el muchacho se sintió profundamente embarazado. -He oído de ese ser muy lejos de aquí, en mi tierra, y me ha dado una fuerte curiosidad por saber si en realidad existe. Y si es así, quisiera verlo con mis propios ojos. -Eres muy osado. Eso sería mucho más peligroso que aventurarte solo en la jungla, de noche. Puede que, de verlo con tus propios ojos, sea la última cosa de este mundo que ellos podrán ver. -Existen cosas peores que la muerte. -Ya lo creo que sí. Una, por ejemplo, podría ser que tu alma quedara prisionera por toda la eternidad en esas catacumbas. -Nadie puede capturar un alma. -Eso es lo que tu crees. Tal vez eso que dices sea cierto para los hombres, pero lo que tu osadía te impulsa a desear conocer es asunto de dioses, no de hombres. -¿Acaso el mostruo es un dios? -Es hijo de un dios y de una mujer. -Estas dos bolsas de sal y quizá unas más que pueda conseguir serán tuyas si me dices todo lo que sabes acerca de ese ser, y adónde hallarlo. Los ojos del hechicero relucieron de codicia. Hizo una pausa dramática demasiado obvia y luego comenzó su informe. 49
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-Hace ya mucho, en los tiempos de los abuelos de los abuelos de mis abuelos, los dioses vinieron a esta tierra, a bordo de sus naves luminosas. Después de ver su danza en el cielo, mis antepasados no dudaron de que se trataba de ellos. Creyeron que habían venido a reestablecer relaciones con los hombres, las que habían sido rotas cuando les arrebatamos el secreto del fuego. Muchísimas generaciones habían pasado ya desde que eso había sucedido, y los hechiceros de entonces estuvieron de acuerdo en que finalmente habían perdonado la afrenta y volvían para gratificarnos otra vez con sus dones. Convencidos de ello, el Gran Jefe y los magos fueron a establecer contacto. Grande en verdad fue su sorpresa cuando vieron que estos dioses no eran como los describían los mayores, sino que, a pesar de lucir como hombres, su piel era idéntica a la de Tatoohua, el lagarto del río. A pesar de la impresión que tales seres les habían causado, decidieron darse a conocer. Al fin y al cabo eran dioses, y no había que desaprovechar la oportunidad de lograr sus favores. Los dioses se mostraron arrogantes y crueles. Con líneas de una luz parecida a la de sus naves, ultimaron a los más fuertes de los guerrreros de la comitiva, para demostrar que no solamente no estaban allí para favorecernos, sino que tomaban absoluto control mediante la fuerza. En un parpadeo sólo quedaron frente a los visitantes el Gran Jefe y un par de hechiceros, inmovilizados por el pavor. Todos los demás huyeron entre la espesura. Fueron apresados, sometidos a cruentos estudios con maquinarias cuyo poder resulta inimaginable, y luego los dejaron marchar, a cambio de que les fueran entregadas siete de 50
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las mujeres más bellas de la aldea. Una de ellas, quién sabe debido a qué causa, apareció cuatro lunas más tarde. La pobre no supo decir cómo había huido, o si era que le habían permitido regresar. Se había vuelto loca. Y en su vientre llevaba el germen de aquellas bestias, al que una vez nacido no se atrevieron a matar por miedo a que los dioses malditos regresaran y dieran muerte a todos. El retoño maligno creció, se volvió enorme y repugnante, y fue a establecerse en la caverna; a la cual, desde entonces, debe llevarse una joven virgen y hermosa cada nueve lunas. Desde entonces, los padres de cada niña que se destaca por su belleza, sufren el horror de saber que luego de la primer regla su hija seguramente será ultrajada y devorada por la bestia. -Suena horroroso. -Lo es, y créeme que sé de lo que te estoy hablando. Mi propia hija, mi pequeña Endira’a, fue sometida y devorada por esa maldición que dejaron los dioses pérfidos. Por eso te digo, joven que vienes del norte, cuídate mucho de continuar con esas absurdas ideas en tu cabeza. -Es que no entiendes. Necesito verlo. De ello depende mi destino. -No sé cuáles son las razones de tu necesidad, pero sí sé que te llevarán a una muerte horrible. -¿Por qué estás tan seguro de ello? ¿Acaso todos quienes lo han visto murieron? -Hasta donde sé, las únicas que lo han visto desde que fue a su mundo subterráneo han sido nuestras doncellas; y sí, todas ellas han muerto. -No soy una doncella... 51
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-Eso salta a la vista. Pero tampoco te serviría de mucho ser el más fiero de los guerreros, teniendo en cuenta frente a qué te propones ir a plantarte. -Quiero decir que es probable que si un hombre va a su encuentro, sin intenciones agresivas, nada indica que necesariamente vaya a resultar muerto. -No conozco ningún hombre lo suficientemente estúpido como para correr ese riesgo. -Bueno, tal vez no sea yo un un hombre cabal aún, pero creo que soy esa clase de estúpido. -Estoy empezando a creerlo yo también. -Bueno, ¿me vas a indicar adónde está la caverna? -¿Me dejarás la sal? -Por supuesto. Y si tu información es buena, te traeré el doble. -Mi información es buena, pero dudo que vayas a traerme algo, si continúas empecinado en ver lo que no es de este mundo. -¿Cuál es tu nombre? -Bangwebi, hijo de Makula. -Muy bien, Bangwebi, hijo de Makula: verás entonces como echo un vistazo al monstruo y vuelvo aquí para celebrarlo contigo. -Sólo te llevaré hasta él si me juras por todos tus dioses que jamás volverás por aquí, con sal o sin ella. -Está bien, si ése es tu deseo. -Aunque dudo mucho que puedas retornar a alguna parte. -No puedo apostarte nada, ya que prefieres no volver a verme. 52
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-No es que lo prefiera. Es simplemente que sé que los asuntos de los dioses no deben ser interferidos. -No pienso interferir en ningún asunto divino. -No importa lo que tú pienses. Importa lo que pueda pensar él. -Si está dotado de inteligencia, advertirá que no represento ningun peligro. Bangwebi soltó una carcajada tal que sobresaltó a Al-Adrish. Luego dijo: -Existe una poción que nuestros ancianos más sabios recomiendan beber antes de acercarse al territorio de Luo Tatoohua. -Ah, ¿sí? ¿Ése es su nombre? -Así lo llamamos nosotros. -Y esa poción, ¿es efectiva? -Sí. No sé muy bien por qué, pero ellos aseguran que surte efecto. -¿Puedo conseguir un poco de esa poción? -¡Claro! Tengo siempre una buena cantidad aquí. -¿Sueles acercarte a su territorio? -No suelo acercarme. Vivo en él. Este cayado es símbolo de respeto y sumisión. Él ha devorado a mi hija, y sabe que pese a ello no he levantado siquiera un guijarro en su contra. En cambio, no me he llevado muy bien con la gente de la aldea, tú sabes, desde que me obligaron a entregar a mi hija. Me he vengado con ciertas magias de quienes decidieron que ella fuera la víctima del sacrificio. Y luego me he refugiado aquí, en territorio de la bestia, adonde no se atreven los hombres a poner el pie, más que para traer a las víctimas, atiborra53
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dos de esa poción que te he dicho. La caverna está justo detrás, a menos de doscientos pasos. La voz de Al-Adrish tembló al formular la pregunta: -¿Serías tan amable de ofrecerme un poco de esa poción? -Claro, pero ni por un momento sueñes que te ayudará a salir de allí con vida, si es que intentas entrar. Nadie sabe qué puede hacer Luo Tatoohua ante una invasión semejante, sencillamente porque nadie lo ha intentado. Lo que sí se sabe es que es muy celoso de su territorio. Si me ha permitido permanecer aquí es porque ya le he dado lo que más quería en el mundo, y sabe que mi ira se dirigió hacia los que la eligieron, no hacia él. -¿Cómo sabes que él lo sabe? -Para saber eso tendrías que ser mi aprendiz, pero no estás dispuesto a ello y, en todo caso, menos dispuesto estoy yo. Yo solamente puedo, ya que estás tan determinado, proporcionarte la poción e indicarte el camino. Una vez que nos hayamos despedido, no quiero volver a verte. -Entiendo. -No quiero volver a verte nunca más. De todos modos, estoy convencido que ningún hombre sobre esta tierra volverá a verte alguna vez. -Te enviaré un emisario con tu peso en sal, para hacerte saber que he visto al hombre lagarto y he vivido para contarlo. -Me sorprenderás, en ese caso, y tal vez entonces me atreveré yo a beber un poco de poción e ir a ver 54
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a la bestia que ha devorado al único tesoro que tuve en mi vida. Diciendo eso, se incorporó y fue hacia el interior de la choza. Al cabo de unos momentos, regresó con un odre. Volvió a sentarse de cara al fuego, con gesto adusto, como sobrecogido por lo que parecía ser una instancia crucial, en un sentido litúrgico. Luego cantó algo en un dialecto que el joven desconocía, y le tendió el recipiente. Al-Adrish lo tomó en sus manos, y luego de examinarlo brevemente, desató el tiento que impedía que el contenido se derramase, llevó la abertura hasta sus labios y bebió. Al tercer trago la pestilencia se hizo sentir, y de un modo tan violento que hizo arcadas hasta sentir que su pecho se partía en dos. La sensación de náusea se vio reforzada por inevitables factores psicológicos que agudizaban la repulsa, al imaginar casi tácitamente toda una gama de sustancias asquerosas que podía contener el brebaje. Cuando consiguió controlar un poco su organismo, Bangwebi le reclamó el odre, diciendo que ya era suficiente. Al-Adrish celebró para sus adentros, ya que no habría sido capaz de volver a beber de esa porquería. Sintió un leve mareo, y lo atribuyó a la terrible experiencia que acababa de atravesar. Respiró hondo, y advirtió que la maleza, detrás de Bangwebi comenzaba a mecerse armónicamente, como si danzara al compás de una música lenta y suave. Era extraño, no lo había notado antes, y la tenue brisa no justificaba ese vaivén tan plástico y sugerente, tan despojado de esos movimientos bruscos o espasmódicos que son naturales en ese contexto. A poco todo el entorno, incluídos el fuego 55
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y el propio Bangwebi, ingresaron en esa especie de movimiento fluctuante, en esas ondulaciones visuales cuya simetría espaciotemporal ya le resultaba enervante. Ya no le cupo duda de que el hechicero lo había drogado, tal vez envenenado. Entró en pánico. Quizá era un caníbal, y había hallado a su presa. Se horrorizó de pensar que probablemente su joven cuerpo pronto sería procesado en heces humanas que servirían a su vez de alimento para los insectos de la selva. Quiso echar mano a su alfanje, mas no pudo moverse. Estaba allí, víctima de su propia necedad, a merced de un brujo demente. Había ido a buscar la posibilidad de ingresar a una vida más elevada y, en su torpe inexperiencia, no había hallado sino la más abyecta de las muertes. Entre las oscilaciones que dificultaban su visión advirtió que Bangwebi lo miraba con atención, con una siniestra sonrisa dibujada en los labios. Quiso sacudir la cabeza, para despejarse, pero la rigidez era cada vez más intensa. La voz de su madre, en el interior de su cabeza, le decía, como tantas otras veces, que no es bueno para el hombre querer saber acerca de los dioses más de lo que los propios dioses están dispuestos a mostrarle. Nada bueno puede resultar de ello. El infierno está lleno de personas bienintencionadas que se convirtieron en demonios por imperio de la arrogancia. De pronto el entumecimiento cesó por completo. Se halló caminando en un sendero tallado en la roca, que discurría entre edificios enormes, igualmente pétreos. Era un lugar extraño, tan extraño que sólo una cosa podía deducirse: no era de este mundo. El viento caliente hacía a la atmósfera casi irrespirable. Al-Adrish 56
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sudaba copiosamente, hecho éste que lo volvía conciente de la patente materialidad de su experiencia corporal en esos andurriales ajenos, pertenencientes a un cosmos diferente. Por doquier se agitaban millares de lagartijas, que huían presurosas para evitar que las pisase. Suelo y paredes estaban cubiertos de ellas, como en una suerte de infestación reptiliana. De cuando en cuando algún saurio mayor, e incluso serpientes, aparecían a su vista. Continuó caminando a paso firme. Era conciente de lo incongruente de la situación, pero no sabía qué otra cosa hacer. Sólo podía dirigir sus pasos, impulsados por una urgencia tan tenaz como ignota. Tenía la poderosa sensación de que necesitaba ir a alguna parte, más no podía siquiera imaginarse a cuál, así que continuó caminando entre los ciclópeos edificios. Ya el instinto, o esa urgencia indiscernible, le indicarían que había llegado a destino. Al rato se acostumbró a las lagartijas. Eran tantas que, pese a no tener la menor intención, pisó y despachurró a unas cuantas de ellas. El viento caliente no cedía; por el contrario, era cada vez más fuerte y más cálido. El polvo lo hizo toser, y una sed abrasadora comenzó a mortificarlo. La ciudad parecía ser tan grande como los edificios que la componían; Al Adrish no quiso siquiera pensar en cómo serían sus habitantes, si es que los tenía, más allá de las lagartijas y demás reptiles. Hasta que el sendero llegó a su fin. Un edificio portentoso, el mayor de cuantos había visto, se erguía frente a él, cerrándole el paso, dejándole como única posibilidad de salida el desandar todo el tortuoso camino ya recorrido. Al-Adrish se dejó caer sobre las rodi57
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llas. Supo que no lo lograría, que el calor y la sed lo abatirían antes de que pudiera hacerlo. Se echó a llorar, e inmediatamente supo que ésa era una forma más de perder el vital elemento, así que con esfuerzo logró contenerse. Y ello le valió que, en el silencio que se produjo a continuación, pudiera oír el sonido claro y cristalino de aguas fluyentes. Venía desde el interior del edificio mayor, el que había dado por terminado su derrotero. Subió los escalones de piedra con gran dificultad, ya que debía colgarse primero con los brazos, flexionarlos hasta poder apoyarlos en el borde y luego elevar el resto de su cuerpo, para volver a comenzar. Resultaba obvio que la escalinata de acceso no había sido construida a escala humana. Llegado que hubo a la explanada, y frente a las enormes puertas labradas en piedra, sintió que el esfuerzo había sido vano. No podía imaginar cómo abrirlas, y para colmo desde allí el sonido del agua fluyente podía oírse con mayor intensidad. Debía estar justo detrás del infranqueable portal. Ello hizo que su sed recrudeciera hasta alcanzar niveles de angustia. Tal vez ese mundo no era real, pero igualmente se sentía morir. Pensó que todas esas lagartijas debían proveerse de agua en algún sitio, y que tal vez debía extremar sus últimas fuerzas en buscar la fuente, antes de resignarse a una horrenda agonía. Pero su desazón fue total cuando advirtió que los pequeños reptiles iban y venían con toda facilidad por la hendija debajo del portal. Presa del furor comenzó a patearlos, a pisotearlos. Las humedades orgánicas que brotaban de los cuerpos masacrados parecían ser el único líquido ase58
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quible, pero sabía que moriría de sed antes de siquiera intentar absorber esa asquerosidad. Tal vez hallara un lugar desde el cual despeñarse, para acabar de una vez por todas el extraño martirio al que había sido arrojado por la poción de un salvaje. Atenido a ese plan, fue hasta un extremo de la explanada, y si bien no halló lugar alguno desde el cual concretar su suicidio, sin embargo encontró algo que quizá, de alguna forma, tenía que ver con la posibilidad de salir de semejante atolladero: justo al final, donde el piso y las paredes del inmenso edificio se unían en ángulo recto con la de los que bordeaban la acera por la que había llegado, estaba el cayado de Bangwebi. Lo tomó en sus manos temblorosas, aún a pesar de la repulsa que le causaba, sobre todo el reptil de la empuñadura; y se preguntó qué quería decir, por qué había llegado junto con él a ese horrible mundo, aparente escenario de antiguas civilizaciones extintas y hogar de millones de saurios en la actualidad, si es que tal palabra significaba algo allí. A poco abandonó la especulación, por cuanto asumió que era inoperante pensar en términos objetivos, inmerso como estaba en un cosmos fuera de todo orden racional e incluso natural. Así que regresó al enorme portal, cayado en mano, lo blandió como si hubiese sido el cetro de poder de un mago, y le ordenó a viva voz que se abriese. Lo infructuoso de la maniobra lo llevó a sentirse absurdo, pensó que solamente le había faltado decir “ábrete, sésamo” para que el dislate hubiera sido aún más grotesco. Volvió a encabritarse, dio un violento golpe a la piedra con el cayado y entonces, para su sorpresa, oyó un sonido profundo. El bloque había comenzado a moverse. 59
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Ingresó a una única estancia tan colosal que le fue imposible no sentirse más pequeño aún que la miríada de animalejos que prácticamente tapizaban el piso. Las paredes de piedra eran tan altas que no podía mirar su punto más alto sin inclinar la cabeza hacia atrás todo lo que su cuello permitía. A partir de allí, todo convergía en una cúpula circular cuyo cenit alcanzaría unos mil pies de altura, quizá más. Pero muy poco tiempo perdió en analizar el gigantesco entorno, calmar la sed era lo primero. A su derecha, una vertiente salida de la mera roca caía sobre una especie de pequeño lago artificial a cuya vera se amontonaban los reptiles. Los apartó a golpes con el cayado, y como no le agradaba la idea de beber del lugar en el que abrevaban ellos, hundió el pie y comprobó que el agua llegaba hasta su rodilla. Prefirió el contacto de los odiosos animales sobre las partes sumergidas que beber de ese asqueroso caldo, así que llegó hasta donde el agua cristalina se precipitaba y bebió hasta que sintió el estómago hinchado. Luego se echó, exhausto, contra una pared que en la luz decreciente del atardecer parecía perderse en líneas de fuga extravagantes, tanto por su proyeción como por su enormidad. Mas la sed saciada tuvo la inconveniencia de dejarle espacio mental para otras preocupaciones, menos acuciantes en lo inmediato pero que devendrían todo lo contrario a poco andar. Debía pasar la noche en un lugar inconcebible, al que había accedido empujado por las artes diabólicas de un hechicero demente, rodeado de reptiles y quién sabe de qué otras cosas, sin tener idea de cómo o de si podría alguna vez salir de ese es60
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pantoso lugar. Para colmo no tenía yesca ni material alguno para encender un fuego que le permitiera ver algo, y mantener a raya a cualquier reptil venenoso al que se le ocurriera acercarse. Así que mientras la luz iba menguando, sus temores crecían en forma inversamente proporcional. A causa de la repulsa, arrojaba con movimientos compulsivos las frías y viscosas alimañas que se le subían cada vez más atrevidamente en tanto la oscuridad avanzaba. Estaba a punto de caer presa de un pánico ululante; quien haya sido que maquinó esa tortura, debía ser alguien muy demoníaco, sino el mismísmo demonio. Mas la función aún siquiera había comenzado. Entre sacudidas de lagartos y pataleos que, atinados o no, adivinaban serpientes, recordó el cayado que había dejado a su diestra, apoyado en la pared. Era el único elemento que le había resultado útil en todo aquel macabro peregrinaje. Le había permitido acceder al agua. Tal vez lo ayudara una vez más, no sabía cómo, aunque al menos podía utilizarlo como vara de ciego en esa negritud homogénea. Lo tomó y se incorporó. Comenzó a caminar, con paso inseguro, retirando el pie cada vez que pisaba algo reptante y perdiendo por ello el equilibrio, arrastrando la punta del cayado de un lado a otro para despejar lo más posible el suelo invisible, sin saber hacia adónde se dirigía. Aunque tendía hacia su izquierda, ya que se había tirado a descansar cerca de ese muro, y además había sido a su través que logró ingresar. Poco después consiguió tomar contacto con él, luego de apartar con el madero un cúmulo de organismos tan pesado que daba la impresión de que se habían 61
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conglomerado allí para evitar que lo tocase. Entonces caminó paralelamente al muro, buscando que un golpe del cayado produjera otra milagrosa apertura que le permitiera salir al ciclópeo callejón, huir de esa negrura plagada de bestias repulsivas, buscar alguna pista que pudiera ayudarlo a despertar de esa pesadilla. Pero nada de eso iba a suceder. Por el contrario, sus pasos se volvieron cada vez más tortuosos. Más y más reptiles se amontonaban en su camino, lo trababan, lo hacían patinar. Ni las patadas ni las barridas con el cayado le resultaban ya efectivas, su avance se iba tornando una lucha desesperada contra una marea de escamas frías y gelatinosas. A medida que sus fuerzas menguaban, las huestes reptílicas redoblaban una y otra vez su número, y pronto se vio agobiado por el cansancio, el asco, el terror. Ni siquiera pudo dejarse caer, por cuanto su cuerpo estaba inmerso en una masa bullente de saurios, ofidios, batracios y quién sabe qué otras especies repugnantes que ni siquera su imaginación, azuzada por la fobia, podía representarse. Se entregó a la muerte; esperó que llegara pronto, tan pronto como fuera posible, para librarlo de esa repulsiva agonía. Y aún cuando le parecía imposible, cada instancia daba lugar a otra aún peor. Sumergido como estaba en la palpitante maraña orgánica, oyó un colosal chapoteo y sintió como los lazos que lo atenazaban cedían al instante. El sonido grotesco había venido desde donde supuso estaba la fuente en la que había saciado su sed rato antes. Y continuaba, mientras todas las alimañas parecían huir, liberándolo pero al parecer dejándolo expuesto a lo que fuera que 62
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producía esa suerte de chapaleo obsceno, que se acercaba ostensiblemente en la oscuridad. Corrió a ciegas, paralelamente al muro al que azotaba una y otra vez con el cayado, fuera de sí, desencajado, sin conseguir apertura alguna y oyendo a la portentosa bestia que se acercaba inexorablemente, agradeciendo a la oscuridad por evitarle la visión de algo que con toda seguridad le haría perder la razón para siempre y que ahora, como a resultas de una reminiscencia proveniente de otro mundo, comprendió que se trataba del propio Luo Tatoohua. Lo sintió acercarse más a cada momento, hasta que algo que le pareció una suerte de tentáculo lo asió por el tobillo y jaló hacia atrás, con fuerza tal que hizo que su cara castigara contra el piso, rompiéndole los incisivos superiores. Pero casi no tuvo siquiera tiempo de lamentar tal pérdida, por cuanto otros tentáculos lo aferraban y lo manipulaban para dirigirlo hacia algo que no podía ser otra cosa que fauces. Sintió una especie de ventosa en la cabeza, que lo succionaba. No pudo ya respirar, y al instante supo que su tiempo había acabado. Despertó en su tienda, y a punto estuvo de convencerse que todo había sido nada más que una pesadilla, de no haber sido por el regusto sanguinolento y la ausencia de las piezas dentales. Intentó pensar con coherencia, hallar una explicación razonable para tan tremenda experiencia. La pavura, cuya continuidad con el despertar abonaba la idea del mal sueño, estaba ahí, en una inmediatez directamente ligada a lo que pareció ser 63
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su muerte. Tal vez había bebido una poción embriagadora, había caído de bruces sobre una roca y había alucinado el resto de cuanto había ocurrido en aquella noche infernal. Afuera el sol irradiaba, y estaba de nuevo en la caravana de su padre. Salió y lo encontró, sentado al frente de la tienda, con el rostro transido de amargas preocupaciones. -¿Dónde has estado? -Fui a dar un paseo por la espesura –respondió Al-Adrish, no sabiendo muy bien a qué le convendría ir ateniéndose en el interrogatorio en ciernes. -¿Cinco días de paseo, y de regreso en esas condiciones? -¿Cinco días? -Con sus noches. -Pues entonces no sé que decirte. Debo haberme enfermado, debo haber contraído alguna fiebre u otra dolencia propia de esta región. -No sé de ninguna fiebre que te arranque los dientes, créeme. -Pude haberme caído, la verdad es que no sé – En eso se percató que solamente él y su padre estaban por allí; no había ni rastros de los hombres que trabajaban para él y que en circunstancias normales andarían en torno, ocupados en su diario trajín. -¿Dónde están todos? -Huyeron. -¿Huyeron? -Sí, en cuanto te vieron llegar agitando esto –dijo, mientras tomaba de detrás de su asiento el cayado rematado por la cabeza de saurio. Al-Adrish sintió un 64
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sofoco que casi se convierte en asfixia. Su padre se aprestó a socorrerlo. Cuando hubo recuperado el aire, oyó que le decía: -Solamente un individuo permaneció aquí luego de tu arribo. Estábamos haciendo unos intercambios de mercadería. No pareció asustarse como los otros, y me dijo la razón por la cual todos los demás, incluído mi personal, huyeron como de la peste. -¿Cuál es esa razón? -Dijo que te habías topado con Luo Tatoohua, o algo así. Parece ser que es una especie de monstruo que arrebata el alma a las personas que se atreven en sus dominios. -Esto no puede estar ocurriendo. -Sin embargo, así es. Ya ves hasta dónde te ha llevado tu imprudencia. Yo sabía que no debía traerte conmigo a este viaje. Pero cómo iba a saber que eras tan estúpido... -¿Y qué más dijo? -Que te secarás en vida a menos que vayas a verlo. Dice que él puede ayudarte a recuperar tu espíritu. -Debo ver a ese hombre. -Entonces es cierto que te has topado con ese demonio... -¡Sí, por el amor de Dios! ¡Debo verlo! ¡Dime adónde encontrarlo, no hay tiempo que perder! Al-Adrish cayó de rodillas y supo que no tenía esperanza alguna, cuando oyó de labios de su padre la insólita respuesta: 65
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-Su nombre es Bangwebi. Y me aseguró que sabrías adonde hallarlo.
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Otros ensueños Deus et lingua -Dios habla en lenguaje matemático. -Primero, Dios, no sé si existe. Segundo, si existe, dudo que hable. Tercero, si habla, dudo que lo haga en lenguaje matemático. -Lamento que la zancadilla cartesiana te haya afectado tanto. Lo que te digo es harto evidente. Ya lo sabían los pensadores de la antigüedad, y mismo hoy día la única manera de aproximarse al plan divino es a través del análisis de ecuaciones. Más allá de todas las reducciones mecanicistas, segmentadoras de procedimientos gnoseológicos en función de pragmatismos varios, más allá de las elaboraciones de corte psicologista, metafísicas o filosóficas, viciadas por su inevitable componente subjetivo, sólo quedan números y fórmulas que desentrañar. La gran metáfora del secreto nombre de Dios, el número cabalístico, la resolución del teorema primario; ése es el único camino hacia la verdad objetiva. Todo lo demás son lenguajes ajustados a conceptos que acaban autofagocitándose, una vez terminado su acto de canibalismo respecto de todo otro discurso más o menos opuesto, o incongruente con él mismo. -El tuyo también es un discurso de ese tipo que querés dar por perimido. 67
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-Claro, pero porque aún no he podido ajustarlo a términos algebraicos, y si lo hubiese hecho, dudo que pudieras llegar a entenderlo. -¿Ves lo que te digo? Las matemáticas están bien para contar volúmenes de cosechas, cantidad de huevos en el gallinero, o si querés, capacidad de fuego de un ejército. O cosas como ésas. Si las extrapolás a cuestiones metafísicas, terminás hablando más giladas que los pitagóricos y los idiotas esos que ahora tratan de averiguar con la calculadora qué carajo pasaría si cayeras en un agujero negro, o si viajaras a cinco veces la velocidad de la luz. (Entre paréntesis, el cálculo “oficial”de la velocidad de la luz ya me parece un número arbitrario, establecido por tipos que dan por cierto algo incomprobable. No saben qué carajo es la luz, a ciencia cierta, pero creen saber a qué velocidad viaja... cualquiera, decime vos si no están delirando.) -No, pero eso ha sido demostrado con prolijas experimentaciones y apoyatura de tecnología adecuada. -Ah, a eso sí le das crédito, ¿no? Bueno, mi amigo, supongo que estás escogiendo arbitrariamente los medios para adaptarlos a fines preestablecidos. Eso es lo que hemos estado haciendo, los homo sapiens. Diseñar herramientas de acuerdo a nuestras necesidades. Al principio, puliendo piedras. Después, sofisticando las técnicas y desarrollando artefactos cada vez más complejos, en un principio para tomar ventaja en las cuestiones de supervivencia y dominio del entorno. Después, el propio impulso y las capacidades de algunos individuos, sobrados de tiempo por las condiciones que esta escalada tecnológica generó en ámbitos si se quiere 68
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sociológicos, hizo que el modelo de mensura determinara primero las características de los objetos a estudiar, y propició un estado de cosas en el que la corroboración estaba ya dada potencialmente en los instrumentos diseñados para tan fraudulento cotejo. Fijate que una impronta tan decisiva para el derrotero evolutivo del organismo humano tenía, como lo hizo, que cristalizarse de modo tal que seguramente nos llevará algunos milenios más desarticular ese molde tan restrictivo. -Está bien, pero precisamente las matemáticas y la lógica simbólica, por las características abstractas que les son propias, constituyen la única vía para despejar esos componentes culturales distorsionantes a los que hacés referencia. -Y un carajo. Por el contrario, esa clase de lenguaje define palmariamente el diagrama que estructura lo que ingenuamente llamamos cosmos. Una ínsula de ecuaciones sujetas a elementales empiries que nos deja en un archipiélago de presunto sentido y cuyas costas se ven azotadas por el maremágnum de elementos caóticos irreductibles. La regularidad en las sucesiones de día y noche, el equilibrio de los sistemas planetarios, las fases lunares, todo eso es apenas un ápice de certidumbre enclavado en lo absoluto, que es caótico, inmensurable, indiscernible e inabarcable por cualquier componenda metódica. -Dios es la unidad. A partir de un acto de diversificación, de evidente sesgo numérico, produjo lo que conocemos como realidad. Y es nuestro deber desandar las líneas de creación, adecuarlas a un sistema, discri69
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minar y juntar, hallar la pauta general que descifre por fin la economía celeste. -Siendo así, sería muy fácil. La secuencia entonces sería: 0; 1 y 2 ⁿ. -¡Joder! ¿Sabés que tenés razón? -Igual, no lo tengas muy en cuenta. Es sólo una pequeña contribución para evitar que tu sacrosanto lenguaje abstracto continúe sufriendo la misma absurda e infecunda complejización que los demás. El ser y el no ser, mas todos los claroscuros entrambos, no aceptan clave alguna. El misterio final se ríe de todo intento decodificador. Cualquier empresa en ese sentido resulta, a ultranza, payasesca. -Ladran, Sancho. Señal que factoreamos.
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Te digo que fue orsái -Te digo que fue orsái. -No, boludo, tenés un balde en la cabeza. El chabón estaba como medio metro habilitado... -Qué balde, idiota. De acá a la china, estaba orsái. Vos no sabés nada de fulbo, qué te la querés venir a dar, acá. -Yo, no sé de fulbo, boludo, qué decís. Yo voy a la cancha, no soy amargo como vos. -Callate, decí la ley del orsái, a ver, decí... -¿La ley del orsái? Eso es otra cosa, idiota, ésa es una jugada que los chabones tiran, no un reglamento; ves que sos un gil... -Eso, te estoy diciendo; pasa que te hacés el boludo, vos. La ley del orsái, ¿como se tira, a ver? -No me cambiés la pregunta, sos vos el que la está bardeando. Aparte, ¿qué? ¿Te tengo que dar examen, ahora? ¿De donde saliste? -Te digo que fue orsái. -Andá a ponerte los anteojos. Y eso, en el caso que sepas qué es orsái, porque me parece que no tenés ni idea, chabón. -No me hablés así. -Tenés menos idea que Mirta Legrán, vos, de qué es orsái. Y te hablo como se me canta el orto. -Ah, ¿sí? ¿Te la aguantás, gordo payaso? -Andá y preguntale a tu vieja, si me la aguanto.
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El Colo agarró el sifón y se lo mandó de revés a la jeta, pero el Panza alcanzó a desviarlo de un manotazo, así que fue y se estrelló contra la pared. Entonces el Colo se le tiró encima y unas sillas y mesitas fueron a parar a la mierda. Cayeron, haciendo un ruido bárbaro. Se querían dar trompadas, pero la lucha en contacto pleno dificultaba que los cruzados tuvieran el ángulo suficiente como para impactar con eficacia. Entonces el Panza lo agarró del cuello y empezó a apretar. El Colo quiso hacer lo mismo, pero el Panza era más fuerte y tenía el cogote más ancho, más onda buey. Así que el Colo se enloqueció, tiró piñas, patadas, cabezazos, rodillazos; hizo de todo, como en el peor de los trances epilépticos. Pero el Panza sabía que con aguantar algún que otro golpe la suerte para el otro estaba echada. Y aguantó. Después de unos estertores el Colo se quedó mosca. El Panza se lo sacó de encima de un empujón y se levantó, sacudiéndose la ropa como si nada. Sacó el bicho y comenzó a echarle una soberana meada al pobre del Colo, cuya carrera de láiman había terminado de una manera tan drástica. Una flor de meada. Y claro, se había tomado nosecuántas birras. Mientras rociaba el tibio orín sobre el tibio cadáver, me miró y me preguntó: -¿Fue orsái? -Me parece que sí, sí. –respondí, esperando que mi acto de franqueza, aunque relativizado por si las moscas, me valiera la vida. Parece mentira que un ajustado pase de gol pueda llegar a ser la diferencia entre la vida y la muerte... -Bueno, igual, al hijo de puta éste ya le tenía ganas de hace rato. 72
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Se puso la gorra de Defensores de Cambaceres y se fue. Unos minutos después el telebeam le dio la razón, aunque sospecho que ya hace rato que la ha perdido.
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Apuró el trago
Sobre cualquier alegría, para estrangularla, dí el salto sordo de la bestia feroz. Arthur Rimbaud Apuró el trago. No recordaba si era el quinto o el sexto whisky. La brasa del cigarrillo dispersaba volutas estertorosas, agitadas en su incipiencia por una especie de Parkinson prematuro, quizás atribuible a tantos vicios, a tanta depresión, a tanta angustia. ¿Qué diablos le sucedía? ¿Por qué cuando las cosas marchaban de modo apacible se empeñaba en buscar esa vuelta que lo arrojara una y otra vez al abismo? ¿Por qué hacía de la condición humana algo tan inhumano para sí mismo? ¿Por qué ese análisis paranoide, ese rumiar detallado de cada circunstancia, esa búsqueda del estigma, del punto débil en la estructura, de la nimiedad que lo condujera inexorablemente a enemistarse con el mundo, él incluido? Estaba enfermo, lo suficientemente enfermo como para sufrir como un condenado, pero no como para morir una muerte balsámica, expurgatoria; una muerte que su pusilanimidad le impedía ejecutar por mano propia. Se vio a sí mismo como una casa fantasma que martirizaba a los ocasionales huéspedes, y si bien ello le generaba cargos de conciencia que retroalimentaban su angustia, era precisamente él quien llevaba la peor parte, 74
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dado que, –remordimientos aparte- era el anfitrión; estaba confinado irremediablemente a ese páramo de miedos e incertidumbre. ¿Cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? ¿Cuánta hiel es necesario tragar antes que el organismo colapse? Estaba enfermo, y los profesionales no lo habían ayudado gran cosa. Por el contrario, en las consuetudinarias sesiones de terapia había aprendido nuevos trucos con los cuales fustigar mejor a su mente, flagelada ante la imposibilidad de sortear las trampas que él mismo iba tendiéndose con cínica determinación. Apuró el trago y pidió otro. Subió al auto y emprendió el regreso a casa. No podía seguir envenenando la sangre de su actual mujer. Evidentemente, no lo merecía y no tenía por qué soportarlo, aunque el amor fuera, como ella decía, razón suficiente para una estoica tolerancia. Iba a ser justo con ella. Había sopesado cuidadosamente cada una de las palabras con las que trataría de hacerle entender lo fútil de su sacrificio. Apostaba a que las asumiera, a que interpretara la inutilidad de sus esfuerzos, la inconducencia de seguir tragando mierda ajena sin una mínima ilusión de que el asunto fuera a revertirse alguna vez. Había algo erróneo en su propia esencia. Siempre iba a faltarle algo, siempre encontraría pequeñas suciedades, aún en la pulcritud más exasperante. Y siempre hallaría el modo de justificarse, de mostrar ese costado obsesivo como estandarte ante cada renunciamiento. Siempre había sido igual, con mayores o menores merecimientos por parte de ellas. Simplemente se había parapetado detrás 75
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de su propio monstruo y lo había azuzado para espantarlas, hubiesen sido más o menos bienintencionadas. Entró el auto en el garage y sintió la boca amarga y reseca. Sus manos temblaban tanto que le costó meter la llave en la cerradura. Ingresó y se dirigió directamente a la habitación, resuelto a espetar de una vez las palabras largamente meditadas, y a no aceptar disensos. Mas grande fue su sorpresa cuando vio sobre la cama perfectamente tendida una carta con su nombre. Un papel en el cual las letras configuraban el mensaje escueto y final: la “compasión” había llegado al límite, su mujer se había marchado para nunca más volver. El discurso que tan minuciosamente había elaborado devino impertinente por extemporáneo. Él mismo, y su monstruo, también habían perdido pertinencia, si no por expemporáneos, por insustanciales. Se sintió grotesco, inmaduro, caprichoso, vil, banal, inútil y una retahíla de lacras más. Fue hasta el living, se sirvió una buena cantidad de whisky, apuró el trago y se sirvió otro tanto. Encendió un cigarrillo más. Allí estaban él y su monstruo, el espantajo y su sombra, tan ridículos en su incongruencia. Remedos de una humanidad cabal, a resultas de su incapacidad para elaborar traumas tan pueriles como ellos mismos. Fue entonces que advirtió que amaba, sin ilusión ya pero con todas sus fuerzas, a esa mujer que había puesto límite a su morboso abandonismo. Qué ironía tan ácida que ese desplante póstumo, que esa clausura lapidaria, haya sido finalmente lo que había estado buscando durante tanto tiempo, en cada una de sus relaciones. Volvió a formularse la pre76
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gunta: ¿cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? Y entonces halló una respuesta: El suficiente como para dejar de ser, de una buena vez por todas, un cobarde fatuo y presuntuoso. Salió al patio. Fue hasta el galpón, volvió con un frasco de ácido muriático y se sirvió un buen tanto. Elevó la copa a la salud del monstruo, que sonreía; y apuró el trago.
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Investigador transfigurado Cómo pesaba esa puta garrafa. Cuesta arriba por el médano ya estaba por echar los bofes. Le dolían mucho las manos, tan finas y tan poco acostumbradas a la tarea física. Hacía mucho tiempo que no manipulaba otra cosa que el teclado y el mouse de su computadora. Hacía tres años, también, que no había podido salir de vacaciones; ello desde que vendió su culo a la multimedios TNB. El último año, en particular, había sido muy duro. Las amenazas de muerte grabadas en su contestador lo ayudaron a negociar una licencia con la gerencia de noticias. Y se había alquilado un chalet en Gesell. Con garrafa vacía, la puta que lo parió. Ya hablaría con los de la inmobiliaria. Rato después, ya cómodamente instalado en una carpa de la playa, miró el mar. Pensó, como siempre en esas circunstancias Yo te saludo, viejo océano, fórmula que había tomado prestada de Lautréamont. Colocó una silla al sol y tomó asiento. Desplegó el diario y se dispuso a leer, sobre todo las páginas de la sección en la que trabajaba. Quería ver si su equipo había avanzado algo en la investigación que él mismo había impulsado, entrometiéndose en el tejido de las mafias que controlaban el poder desde la oscuridad. Pero no. Ni ahí. Todo lo que hacían era refritar y parafrasear sus anteriores informaciones. Meneó la cabeza, no atinaba a discernir si lo hacían de incapaces o de cagones. Fuera de un modo u otro, resultaba obvio que los apretes los seguiría padeciendo él. Intentó tranquilizarse pensando en aquella teoría que indica que cuando te la van a dar, no te 78
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avisan. O por ahí sí, quién sabe. No tenía ninguna gana de comprobarlo personalmente, en todo caso. Pasó un pibe cargando una heladera más grande que su propio cuerpo. Lo llamó y le pidió una lata de cerveza. El pibe le estiró una Brahma medio caliente y se la cobró dos pesos. En Brasil, en la playa, valía setenta centavos. ¿Cómo era eso del Mercosur? Mientras bebía lo más rápidamente posible para que no se disipara su escasa frescura, se percató de que desde la carpa de al lado dos mujeres lo miraban. Una de ellas lucía esplendorosa en su tanga. Alta, bien formada, larga cabellera rojiza a fuerza de tintura y un tono de piel cobrizo producto de largas sesiones de bronceador y transpiración. La otra, una gordita pequeña, de anteojos, sin ningún atributo físico que resaltar. Se concentró en la primera. De a ratos lo seguían mirando, e intercambiaban entre ellas algunas palabras entrecortadas por risitas nerviosas. ¿Lo habrían reconocido? Luego de un buen rato de aquel mutuo fisgoneo, la gordita se acercó y le preguntó: -Disculpe, joven, con mi amiga nos estábamos preguntando: ¿No es usted Camilo Forguet? -Sí, soy yo. Pero ahora justamente estaba tratando de olvidarme de eso. -Bueno, disculpe, no quise incomodarlo. -Todo lo contrario, disculpame vos. Es solamente un comentario, de ninguna manera una insinuación, no lo vas a tomar a mal. Lo que sí me molesta un poco es que me trates de usted. Si no me equivoco, debemos tener más o menos la misma edad, ¿no? 79
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-Parece que sí. Lo que pasa es que no resulta fácil acercarse a una persona tan conocida... -¿Tan conocida? Te parece? -Bueno, nosotras estamos muy pendientes de la realidad nacional. Leemos siempre su columna. -Parece que vamos a ser vecinos. En ese momento la bella amiga se acercó tímidamente. -Vení, Solange, vení que te presento al señor Forguet. Camilo se incorporó y cuando Solange le estiraba la mano con mucha clase, la desvió y le dio un beso en la mejilla, mientras decía: -Solange, me llamo Camilo. -Ya sé –le contestó.- Estoy fascinada de estar hablando con vos. No lo puedo creer. -¿En serio me estás hablando? -¡Pero claro! (Cuando pusieron su foto en la columna se había rayado muchísimo. Pensó que así sería un blanco mucho más fácil para los esbirros de la mafia. Ahora, en ese momento, no le parecía que hubiera sido tan mala idea.) -Solange, creeme que si hay alguien que está fascinado, soy yo –dijo atrevidamente Camilo. -Y yo, señor Forguet, soy Raquel –dijo la gorda, un poco mosqueada. Pasaron un día muy agradable. Nadaron, jugaron a las cartas, tomaron mate, caminaron por la playa; incluso en un momento Camilo y Solange corrieron de 80
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la mano a orillas del mar, riendo y salpicándose como niños. El único problema era que Raquel no parecía separarse de su amiga ni para ir al baño. A instancias de Camilo nada se habló de su trabajo ni de la actualidad nacional. A instancias de Solange y de Raquel, temas como aquellos serían tratados esa noche en su departamento. Lo habían invitado a cenar.
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Se bañó con agua casi fría, no soportaba la más mínima tibieza sobre su piel afiebrada y enrojecida. Luego pasó crema humectante por todo su cuerpo. Pensó en Solange y se excitó. Entró al living con una toalla atada a la cintura y levantada en carpa sobre la entrepierna. Encendió la TV. No pudo con su genio y sintonizó TNB Noticias. Como siempre, el vejete de las 19 se enardecía comentando casos policiales, haciendo permanente hincapié en la acuciante trascendencia de su especialidad. Era grotesco, aunque le inspiraba cierta ternura. Sacó de su bolso una pequeña lata y se sentó. La abrió, tomó un trozo compacto y fragante de marihuana y los papeles de fumar. Rompió un par de pedazos para desmenuzar, extrajo una hojita de papel de fumar y luego se frotó los dedos en la toalla para quitarse los restos de crema. Se armó un buen faso y lo fumó despaciosamente, sin exigir en lo más mínimo a su aparato respiratorio. Le parecía una falta total de clase ese frenesí tan común que llevaba a la gente a inhalar con desespe81
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ración para luego ahogarse y toser hasta las lágrimas. Al fin y al cabo, era más o menos lo mismo. El viejo de la tele iba terminando su rollo cotidiano de ¡¿HASTA CUANDO VAMOS A TOLERAR...? o sino ¡SEÑORES FUNCIONARIOS, SEÑORES LEGISLADORES, LOS CONMINO, EL PUEBLO LOS CONMINA, A PONER UN COTO A ESTE ESTADO DE COSAS! ¡ESTO NO PUEDE SEGUIR ASI!, etc. etc. Comenzó el noticiero de horario central. Camilo abrió una lata de Quilmes y encendió un Marlboro. Cuando volvieron de la segunda tanda publicitaria, y pisando la cortina onda fanfarria de sintetizadores, el conductor anunció: Hay nuevas revelaciones en el caso “Fueros Blancos”. Como ustedes saben, este resonante escándalo vincula a los zares de la droga con altos funcionarios del Gobierno y de la oposición, como asimismo con legisladores y miembros del Poder Judicial. Esta red de complicidades y encubrimientos que amenaza los estrados más altos del poder, comenzó a ser investigada a partir de los documentos revelados por nuestro columnista exclusivo, Camilo Forguet...” -¡LA PUTA QUE LO REPARIÓ! Apagó el televisor. Lo seguían mandando al frente. ¿Lo estarían haciendo a propósito? Sabían de las amenazas, los muy hijos de puta. Y de sus precipitadas vacaciones. Y sin embargo recordaban a cada momento su responsabilidad en el destape de semejante olla. Caminó nerviosamente alrededor de la mesa, sintiéndose una rata acorralada. Mas enseguida se recompuso un 82
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tanto e intentó objetivar. El porro siempre lo ponía un poco paranoico y dado a elucubrar más de la cuenta. En cualquier caso, la producción no hacía otra cosa que reconocer sus méritos y promocionar su figura. Quizá en cierto modo lo estuvieran protegiendo, dado que difícilmente se atreverían a disparar contra una celebridad. ¿O sí? Generalmente cuando te la van a dar no te avisan. ¿O sí? Acabó la cerveza y le pareció mucho más conveniente pensar en su velada con Solange. Y con Raquel, bah.
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Las chicas habían estado excitadísimas. Parecía que quien había ido a visitarlas hubiera sido el mismísimo Antonio Banderas. Bueno, la popularidad debía tener algunas ventajas entre tantas desventajas, las cuales mejor era no recordar. Se desvivieron por atenderlo. Le sirvieron un buen vino blanco, rabas, paella, helado, café y champagne. Hubo una sola circunstancia desagradable: Raquel no los dejó solos ni por un momento.
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Volvió a su chalet. Tuvo una cierta dificultad con la cerradura. Una vez que consiguió abrir la puerta, fue a encender la luz y recibió un fortísimo golpe en la boca del estómago que le cortó la respiración por completo. Inmediatamente fue tomado por los pelos y arrojado hacia el interior de la vivienda. Su agresor encen83
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dió la luz, mientras otro hombre lo apuntaba con una enorme arma de puño. El primero sacó el llavero del lado de afuera, cerró la puerta y echó llave. Se volvió hacia Camilo, que boqueaba en el suelo, y dijo: -Vaya, vaya, vaya; miren a quién tenemos por aquí: el chico listo. El mejor del colegio. El fisgón. El que mete su delicada naricita en donde no debe –y le propinó un violento puntapié en el adolorido estómago. Camilo se retorció entonces como una culebra. –Escuchame, nene, ¿vos sabés, vos tenés idea de con quién te estás metiendo? No, me parece que no, pero... ¿sabés qué? Antes de que mueras, hoy mismo, voy a darte una vaga noción del peso de los enemigos que te tiraste encima. Digo una vaga noción, porque al lado tuyo son Dios. Y de ellos, como de Dios, un mortal tan mortal como sos vos ahora, sólo puede tener apenas una leve idea –se dirigió a su compañero: -¿No es así, Teddy? -Así es, Mandango. -Mirá, pendejo; la cosa es más o menos así: Dentro de un año vienen las elecciones, viste. Y esas cosas llevan mucha guita. Hay un circo muy grande montado y hay también mucha gente que no puede arriesgarse a perder. Porque si pierde la cuelgan. Y para ganar, hace falta cada mínimo recurso. Como en la guerra, viste. Y... ¿qué es lo que más jode en una guerra? Un pusilánime putito venido a más, que se piensa que le va a meter el dedo en el culo al tigre sin sufrir las consecuencias. El putito venís a ser vos, por si no te diste cuenta. Así que, Teddy, ¿qué hacemos con los putitos chusmas y metidos como éste? -Los matamos. 84
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-¡Exactamente! ¡Los matamos! Así que, si venís y te sentás acá... -No, por favor, no siga con esto –rogó Camilo con un resuello sólo muy recientemente recuperado. -¿Que no siga con qué? Teddy, haceme el favor, matalo. -¡No, no, por favor! -Ah. Ahora suplicás. Ahora llorás. Vení, sentate acá que vamos a hablar otro rato. Camilo obedeció y el llamado Mandango le ató las muñecas a la silla. -Oiga, por favor.. ¿por qué me ata? ¿Qué me va a hacer? -Mirá, pendejo, lo hubieras pensado antes. La verdad, no me gusta matar maricones como vos. Me gustan más los que se la bancan, te putean, te miran con odio. Vos no. Vos llorás, rogás, te cagás encima. En fin, no lo tomés como algo personal, no es que me guste matar mariquitas, pero te hiciste el poronga y ahora te las tenés que aguantar. -¡No, por favor, le juro que no investigo más nada, que me voy del país, hago lo que usted quiera, pero no me mate! -¿Lo que yo quiera? –Preguntó Mandango, mientras tomaba la corredera del cierre de su bragueta. Él y su amigo se carcajearon sonoramente. Camilo no pudo contener un sollozo.- No, nene, ya te dije que no es nada personal, pero te tengo que matar. Vos me entendés, tengo que cuidar mi laburo... Dicho esto, sacó del bolsillo una gran bolsa de polietileno y embolsó la cabeza de Camilo, tensándola 85
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brutalmente e impidiéndole la respiración. Mientras lo hacía, preguntó con aire despreocupado a su compañero si había reservado los boletos para el crucero de pesca del día siguiente. Sí, contestó Teddy, espero que siga el buen tiempo, y abrió la heladera. ¿Querés una cerveza? Bueno, cómo no, respondió Mandango, en tanto trataba de minimizar los sacudones con que Camilo pretendía liberarse del asfixiante procedimiento. Sentía que sus pulmones y su cabeza estaban a punto de estallar. Había llegado su fin, en medio de sufrimientos terribles y un terror ciego. En eso sintió que la letal máscara se aflojaba. Aspiró con desesperación. -No, sabés qué –dijo Mandango,- me parece que vamos muy rápido con esta señorita. Primero me voy a tomar la cerveza tranquilo y después, lo voy a matar. ¿O lo querés matar vos? -Sabés que a mí tampoco me gusta matar mujeres, niños y maricas. Si querés, lo jugamo' al truco. -Está bien, vale. Me parece buena idea. Vos, Camilo, ¿no tenés problema? Digo, que te mate uno o el otro te da lo mismo, ¿no? –Camilo no contestó. Sollozaba quedamente, y meneaba la cabeza Se sentaron a la mesa y sacaron un mazo de cartas. Camilo asistía atónito a un partido de truco en el que el perdedor sería su verdugo. No podía comprender cómo los sucesos de su vida lo habían arrojado a aquella absurda situación. Resulta que Teddy ni siquiera llegó a las buenas, así que sería el encargado de matarlo. Abrió otra cerveza, se incorporó, buscó un cuchillo y se le acercó. -¡DIOS MIO! ¡DIOS MIO! 86
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-Pará, maricón, que te la voy a dar con ésta –le dijo, mientras le mostraba una 45. Cortó las amarras de las muñecas sin tener la menor consideración por cualquier pellejo que pudiere haberse cruzado en la línea de corte. Luego le ordenó que se pusiera de rodillas. Camilo lo hizo, mientras seguía sollozando e implorando, ahora en voz queda. Teddy lo enfrentó, le apoyó el caño en medio de la frente y fue oprimiendo el gatillo con lentitud, mientras su víctima apretaba los dientes, mascullaba pedidos de clemencia y se babeaba. CLICK. No había bala. Los invasores rieron a mandíbula batiente. Camilo vomitó. Allí estaban en el piso restos apenas digeridos de rabas, mariscos y arroz; sintió el olor ácido del fermento de vino blanco y champagne. -Pero si serás boludo –dijo Mandango a su socio.- Te olvidaste de ponerle balas. Será posible, todo lo tengo que hacer yo -extrajo una nueve milímetros de su sobaquera, apuntó ciudadosamente a la cabeza de Camilo y gatilló. CLICK. Más risas. Camilo, a esas alturas, deseaba morir. Cualquier cosa habría sido preferible a esa sórdida agonía. Entonces Teddy corrió tres o cuatro pasos y le dio otra patada en el estómago. Mandango le dijo: -Mirá, pendejo, ¿sabés por qué zafás? Porque no nos gusta matar a putos como vos. Te voy a decir un par de cosas que te las tenés que grabar en la cabeza, oíme bien. La primera, obviamente, que te dejés de joder para siempre con el rollo ése de la merca, ¿viste? Y la segunda, que ni se te ocurra hablar con nadie de nosotros. Mucho menos con la yuta. Tenemos varios con87
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tactos, y si les decís algo nos enteramos a los dos minutos. Y te venimos a ver. Y entonces nos cagamos en los principios y te matamos, aunque seas una basurita feminoide. ¿Entendiste? –Camilo asintió con la cabeza. ¿ENTENDISTE? -Sí. -Sí, ¿qué? -Conminó Mandango. -Sí, señor –respondió Camilo, mientras sus agresores se iban, cagándose de risa. Ni bien salieron, se abalanzó sobre la puerta y cerró con llave. Sabía que era irrelevante, pero actuó respondiendo a reflejos producidos por un terror primal. Luego, buscó frenéticamente su teléfono celular, mas no pudo hallarlo. Los bastardos debían habérselo llevado.
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Recorrió a paso vivo las dos cuadras que lo separaban de la Avenida 3. Entró en un bar y vio que tenía un teléfono, bien al costado de la barra. Lo solicitó, y tuvo que aceptar una exorbitante tarifa. Discó. Al cabo de unos segundos, escuchó la somnolienta voz del jefe de Política Interior. -Hola. -Hola, Germán, habla Camilo. -Camilo, por favor... ¿sabés qué hora es? -No sé ni me interesa. Me ganaron la casa. -¿De qué hablás? -Los mafiosos, pelotudo; me esperaron adentro de la casa que alquilé. 88
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-¿Estás bien? -Más o menos. -¿Cómo, más o menos? ¿Qué te hicieron? -Me golpearon, me hicieron el submarino seco y dos simulacros de fusilamiento. Te juro que creí que no la contaba. Estoy destrozado. Tiemblo como una hoja. -¡Hijos de puta! ¿Avisaste a la policía? -¿Estás en pedo? Se cuidaron muy bien de aclararme que tienen contactos en la fuerza y que si decía algo volverían. -Pero algo tenés que hacer, loco, no te podés quedar como si nada. ¿Querés que hable con... -¡NO! ¡No se te ocurra hablar con nadie! ¡Te lo prohibo! -Bueno, está bien, quedate tranquilo. -Eso se dice muy facilmente. Creo que no voy a estar tranquilo durante los próximos veinticinco años. Pero te llamaba para decirte lo que pienso hacer. Estoy fuera de la investigación ésa. Fuera. Totalmente out. ¿Me copiás? -Sí, Camilo, pero... -Pero, un carajo. Estoy fuera. Nada ni nadie me va a hacer cambiar de idea. Y por favor, que nadie, como en el último programa, me vuelva a mencionar en relación a ese tema. ¿Me lo podés prometer? -Bueno, voy a ver si puedo hacer algo. -Eso no es suficiente. Prometémelo. -Está bien, mañana a primera hora me encargo. Pero vos también me tenés que prometer algo. Que mañana, más tranquilo, vas a reconsiderar la posibilidad de hacer la denuncia. 89
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-Ni en pedo. Vos sabés muy bien que esta gente tiene alcahuetes en todos lados, y más ahí. Escuchame, Germán, estos tipos no están jodiendo. Y vos lo sabés muy bien, no te hagás el boludo. -Está, bien, está bien. Decime, ¿puedo hacer alguna otra cosa por vos? -Hacé lo que te pedí. Creo que con eso basta por ahora. Y no te gastés en llamarme. Creo que me afanaron el celular. -Bueno. Entonces mantenete en contacto vos. Y cuidate. -Descontalo. Chau. Fue hasta un taburete y consultó la carta. Pidió un trago largo que incluía vodka, tequila, whisky y jugo de pomelo, pero indicó que no le pusieran el jugo, solamente un poco de hielo. Lo bebió de cuatro o cinco tragos, ante la curiosa mirada del barman. Pidió otro. Pensó en el abrupto giro que su realidad había dado en poco más de una hora. De ser el crédito del periodismo local, con las mejores aspiraciones a los grandes premios de la especialidad, había devenido en un animal acorralado, había experimentado la concisa materialidad del pánico. Había enfrentado con párpados y dientes apretados el ciego terror ante la inminencia de la muerte. Cada una de sus células se había retorcido de desesperación ante el insondable, haciéndole descubrir, en forma tangencial a sus agónicos sufrimientos, infinidad de cabos sueltos en su vida. Le hubiera gustado –realmente, le hubiera gustado- plantarse frente a la muerte con viril dignidad, como dicen que lo hizo el Che, o Mocte90
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zuma. Pero esos hijos de mil putas habían hecho muy bien su trabajo, de modo que ahora se encontraba de nuevo con algunos viejos fantasmas. La falta de confianza en sí mismo, esa sensación de inseguridad que lo bloqueaba en circunstancias extremas e incluso no tanto. Evidentemente, sus logros intelectuales y profesionales lo habían envuelto en un capullo de importancia personal que lo había mantenido a cubierto de antiguos sinsabores, producto todos de su dudoso temple. El esfuerzo psicológico de años para revertir ese sentimiento había sido demolido en cuestión de minutos; está bien que la mano había venido grosa, pero a la primera de cambio se había derretido como el mantequita que en el fondo era. Apuró el trago y pidió otro. Esas bombas de profundidad parecían surtir efecto. Un par más y quizás hasta conseguiría dormir. Mañana sería otro día, quién sabe.
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Una gota de sudor se deslizó en sus conjuntivas. El ardor lo despertó. Se había dormido al sol, y esa había sido una muy mala idea teniendo en cuenta su enrojecida piel. Arrastró la reposera debajo de la sombrilla y se percató de que Solange y Raquel lo observaban. Las saludó con la mano, lo más simpático que su decaído ánimo le permitía. Ellas contestaron, algo desconcertadas. Entonces abrió el diario y fingió leer. En un momento Raquel se fue. Solange lo semblanteó un rato y luego se acercó. -Perdón, ¿te molesta si me siento acá? 91
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-¿Por qué me preguntás eso? -No, porque te vi un poco taciturno. ¿Te pasa algo? Si querés, podés confiar en mí. Nos conocemos hace poco, es cierto, pero podés confiar. La pasé muy bien, anoche. En serio, me siento muy cercana a vos... -Bueno, me alegro, brindo por eso. ¿Vamos a comprar unas cervezas? -¿No te parece un poco temprano para arrancar con las cervezas? -Vamos, hace mucho calor, ¿no? -Uf. Camilo bebió su cerveza rápidamente y fue a buscar dos más. Solange lo miraba, pensativa. Al cabo le preguntó: -¿Qué te pasa? -¿Por? -Estás raro, Camilo. Yo no te conozco casi nada, pero ayer eras otro tipo. -Está bien, agradezco mucho tu preocupación. La verdad es que no he estado sintiéndome muy bien que digamos. -¿No estarás chupando mucho? Digo, ¿no? No lo tomés a mal. -No, no es eso. -Entonces es anímico. -Algo así. Nada serio, creo. -Menos mal... vos sabés... que estoy tentada de preguntarte algo... -Adelante, vamos. -No, no. Mejor no. 92
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-Como quieras. -No, que me pareció por un momento que te podías haber fastidiado porque Raquel no nos dejó a solas nunca. -¡Epa! Eso quiere decir algo, me parece. Si ese algo presupone empatía de tu parte, continuá. Si no, hablemos de cualquier otra cosa. -¿Pero no es así? -Mirá, linda, de ninguna manera me hubiera permitido exteriorizar un berrinche semejante. Pero si calza, dejalo. -Entonces es otra cosa. -Prefiero seguir hablando de mi supuesto fastidio –Solange se estiró y le plantó un beso sobre la boca. Sintió el gusto del bronceador, y si bien era bastante amargo, lo paladeó como si hubiera sido néctar. -¿Esta noche me invitás a cenar vos? -Hecho –contestó, gambeteando mentalmente algunos acuciantes fantasmas odiosamente redivivos.
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Camilo comió frugalmente pero bebió bastante. Solange, a la inversa. Esa mujer tenía verdadera energía. Ni siquiera hizo falta que se esforzara en mantener una actitud sociable, tal era el despliegue de gracia e inteligencia que verborrágicamente vertía su invitada. Rieron mucho, lo que Camilo consideró milagroso en su situación. Poco a poco la conversación fue recalando en esas generalidades poco consistentes, que a su pesar denotan que las conciencias están concentradas en lo 93
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que vendrá a continuación de ese diálogo forzado, que están esperando por la acción. Junto con el café llegaron los besos. El café quedó ahí; ellos, fueron caminando torpemente al dormitorio, entre los tropiezos provocados por la necesidad de no interrumpir ni por un instante la actividad erótica. Cuando Solange se desnudó, Camilo no dio crédito a sus ojos, frente a semejante preciosidad. Besaba, tocaba, seguía los contornos con todos los sentidos que podía a la vez. Ella lo dejaba hacer con un ronroneo de gozo que hubiera hecho orinarse encima al mismísimo Mahatma Ghandi. Pero algo no estaba bien. Aquel cuerpo hermoso, aquel delicado perfume, aquella sedosidad del vello pubiano prolijamente dispuesto, aquel suave almizcle que sus caricias estimulaban, si bien lo enloquecían y lo extasiaban, lo hacían sólo en un plano formal, intelectual. Tanto su instinto como su encarnadura viril parecían ajenos a la deliciosa situación. Empezó a experimentar una sensación como de presión alta, sentía el rostro encendido. Evidentemente la sangre fluía por lugares equivocados. Comenzó a sudar, mientras se preocupaba pensando que Solange se daría cuenta de sus dificultades. Así que redobló su actividad. Besaba y lamía desesperadamente todo el cuerpo de su amante, la que se retorcía de gozo. Se concentró en las zonas donde la piel era ostensiblemente más clara, allí donde el pudor social intercepta a las radiaciones solares. Primero los senos. Luego, la fresca y aromática vagina. Solange se debatía presa de la pasión, en tanto Camilo se esforzaba por proporcionarle un orgasmo de ese modo, ya totalmente convencido de que otro sería in94
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viable. No obstante, y con gran disimulo, frotaba su miembro, esperanzado en una reacción que no llegaba, mientras seguía lamiendo, sorbiendo, acariciando. De pronto se le ocurrió que los responsables de su impotencia eran los visitantes de la noche anterior. Los odió, los despreció con todas las fuerzas que no podía utilizar justo en ese momento, justo frente al templo del deseo. Sublimó así un importante caudal de violencia. Entonces se resignó, aplicándose a lamer y chupar lo más eficazmente posible. Eso, al menos, lo estaba haciendo bien. Y en tanto lo hacía, y atendía a los estertores de su amiga con un dejo de amargura, por su mente ahora levemente dispersa se cruzaban imágenes de su infancia, donde los compañeros de clase lo fustigaban por su falta de osadía. También de la milicia, rememorando a varios suboficiales que le recordaban cotidianamente su condición de tagarna, judas y cobarde. Y, obviamente, de Mandango y Teddy solazándose con su pavura y remitiéndolo una y otra vez a su carácter de marica y cagón. Entre estas malas evocaciones se percató de la intensa descarga de Solange en su boca. Ella, radiante y agradecida (y ya conciente de los problemas de Camilo) intentó, con todas las variantes que puede manejar una mujer experimentada, dar vida a la remisa flaccidez del pene de su amigo, tan en contradicción con la emoción erótico-estética que ella le producía. Mas no hubo forma. Entonces él se sintió profundamente humillado. Recibió una brutal herida en su hombría. Se sintió como sólo pueden sentirse las personas a las que la realidad las lleva a enfrentarse nuevamente con traumas que parecían haber sido sepultados 95
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para siempre. Fue allí que Solange trató de mostrarse comprensiva, sin ser demasiado explícita. -Descansá, Camilo, despreocupate. Está todo bien– y lo abrazó. -No, linda, no sé qué me pasa. Me gustás mucho, ¿sabés? En serio. Mucho. Mucho más de lo que nunca me gustó nadie. Te lo juro. Y justo ahora... -Ya, ya. Descansá. Te digo que está todo bien. Me hiciste sentir bárbaro, sabés, no me explico por qué te preocupás tanto. -No, no me preocupo. Es que no quiero que pienses que... -No, si no pienso nada. En todo caso te entiendo, tenés muchas presiones. Te digo en serio, puedo entenderlo. No es nada grave; mirá, relajate, descansá y vas a ver como solito y como quien no quiere la cosa el pingo sale a la cancha. -No, vos no sabés. -¿Qué es lo que no sé? Una gran necesidad de justificarse lo llevó a contarle la nefasta experiencia de la noche anterior. Aún sin haber recalado en detalles, la reacción de Solange no se hizo esperar. -¿Por qué no me lo dijiste antes? -Bueno, pensé que era mejor así. Es decir, ¿para qué ibas a querer enterarte de algo tan sórdido? -¿Que para qué me iba a querer enterar? ¡Para no venir, loco, estás loco! ¿Cómo me podés comprometer así? ¡Sos un egoísta de mierda, Camilo! ¡Nada más que por echarte un polvo me ponés en semejante riesgo! ¡Debería darte vergüenza, che! No lo puedo cre96
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er –y siguió recriminándolo mientras se vestía apresuradamente. -Está bien, disculpame, tenés razón. Pero fuiste vos la que dijo de venir acá. -Ah, y creés que eso te justifica. No, querido, deberías haberme avisado antes y vos lo sabés, no vengas ahora con argumentos pelotudos. Seguro que están vigilando la casa y ya me conocen. ¿Vos te das cuenta en el bardo que me metiste? Es increíble. Me imagino que por lo menos habrás cambiado la combinación de la cerradura. -No. -Entonces pueden entrar y salir cuando quieran. Si me vieron entrar no se van a hacer esperar mucho. Seguramente encontrarán más divertido el asunto conmigo incluida. -Probablemente para vos también hubiese sido más divertido –agregó Camilo con pesadumbre. -Sos una basura, Camilo, mirá encima las pelotudeces que decís. No te quiero ver más –dijo, apuntándole con el índice, y salió dando un portazo. Camilo se levantó, encendió el televisor, abrió una lata de cerveza y comenzó a armar un porro. El encuentro fallido con Solange le había dejado una sensación como de frío desprecio por sí mismo y por el mundo. Curiosamente, ya no sentía miedo. Nada de eso. Solamente experimentaba un odio sordo y tenaz. Luego de fumar, y al no poder concentrarse en ningún programa, volvió al bar de la noche anterior. Y esta vez redobló la dosis.
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Al día siguiente, a pesar del dolor de cabeza y de la pesadez estomacal, emprendió el regreso a Capital en su Chevrolet Corsa verde oscuro metalizado. Le pegó de un tirón, parando solamente en los peajes, de modo que poco después del mediodía estaba estacionando en la cochera para empleados de TNB. Enfiló directamente hacia la oficina de Germán. Entró sin siquiera preguntar a la secretaria si podía hacerlo. Germán, ni bien lo vio, se incorporó y fue a su encuentro. -¡Camilo! ¿Qué hacés acá? -Me volví, Germán, Las vacaciones son para estar tranquilo, no para andar adivinando cuándo te la van a dar en serio. -Seguro, pero... ¿no estarás exagerando un poco? -¡Pero la reputa que te parió, viejo! Decime, ¿vos me estás jodiendo a mí? -No, Camilo... -¿Alguna vez te gatillaron en la cabeza? ¿Alguna vez te embolsaron la cara mientras te decían que ya no hay más aire para vos? No, pelotudo, así que no me digás que estoy exagerando. ¿Qué te creés que soy? ¿Un fabulador? ¿O un cagueta? -Bueno, está bien, tranquilizate. Yo no dije decir eso. Quise decir que tenía la esperanza de que la cosa no hubiera sido tan grave. Pero si vos lo decís... -Claro que lo digo. Y lo digo porque fue. Y me quedo corto, ¿sabés? -Bueno, bueno. ¿Y qué pensás hacer, ahora? ¿Volver a trabajar? 98
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-Vine a decirte personalmente que quizá necesite una licencia más larga. -Creo que eso lo puedo arreglar. Estuve hablando con “el uno” de tu caso. -¿Estuviste hablando? -Claro, boludo. Vos mismo me pediste que no se te mencionara más en relación a la investigación. Si voy a hacer un arreglo así, en el tema central del momento, más vale que tengo que fundamentarlo. ¿no?. -Cómo te cuidás el culo, vos, eh. -Vamos, che, no me hablés así. Lo hice por vos. Por tu seguridad. -Ah, muchas gracias. Me quedo más tranquilo. -No me ironices. Aparte, si no lo hubiera hablado en su momento, ¿cómo justificarías ahora esta licencia extendida, eh? -Tá bien. Dejalo ahí. -¿Te puedo preguntar qué pensás hacer? ¿Vas a viajar al exterior? -Nada de eso, todo lo contrario. Voy a quedarme acá hasta que encuentre a los hijos de puta que me apretaron. -Vos estás del cráneo. No estás hablando en serio. -¿Tengo cara de estar hablando en joda? -No, pero no podés decir eso. ¿Qué vas a hacer? ¿Justicia por mano propia? -Me importa tres carajos la justicia. Lo único que quiero es encontrarlos. Y cuando los tenga frente a mí... 99
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La expresión desencajada que acompañó a esta última frase impresionó a Germán, que argumentó: -Camilo, vos no estás bien. Deberías hablar con un psicólogo. -Psicólogo, las pelotas. Voy a estar bien únicamente cuando ese par de ratas caiga en la trampa. Vos sabés que tengo mis contactos y mis truquitos para alcanzar objetivos. Y sí, debo admitirlo: estoy obsesionado. Buenas razones me asisten. Lo voy a hacer, Germán. Ni vos ni nadie va a impedírmelo. -En todo caso, y ya que estás tan determinado, creo que tengo algunos datos que pueden servirte. -¿Estoy oliendo mierda o me parece que hablaste con alguien más? -Está bien, O.K., entonces no te digo nada. -No, no, ahora hablá. ¡HABLÁ! ¿Me oís? -No grités, boludo. Después que corté con vos hablé con el Comisario Parker. -No lo puedo creer no lo puedo creer no lo puedo creer ¡NO LO PUEDO CREEEEEEER! -Te pedí que no grites. -¡Y yo te pedí que no hablaras con nadie, la concha de tu madre! ¡Y mucho menos con la yuta! Pero decime, ¿de ésta manera, traicionás mi confianza? -No, loco, yo no traicioné nada. Hablé directamente con el Jefe, no con un servicio ni con un buchón. No me vas a decir que el Jefe va a estar entongado con los narcos... -Mirá, Germán, no sé si sos muy ingenuo o el rey de los pelotudos. 100
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-Camilo, por favor, no ofendas. Te perdono solamente porque estás muy nervioso. -¿Vos, me perdonás a mí? No, esto es joda... -Sí, terminala, che. Parker juega para los buenos. Si no, no me hubiera pasado ciertos datos. -¿Y qué fue que te dijo? -Cuando le comenté que probablemente te hubieran sustraído el celular, inmediatamente me pidió el número y lo intervino. -O sea que cortaste conmigo y lo llamaste... -Más vale, como decías, es un asunto grave, ¿o no? La cosa es que hicieron una sola llamada, a eso de las tres A.M. Después deben haber tirado el aparato por ahí. -¿Pudieron averiguar a quién llamaron? -Sí. Pero es medio extraño. Llamaron a una casa de venta de discos y cassettes de La Plata. Avenida 52 entre 7 y 8. Pleno centro. Se llama Fantasyland. -Si, ya sé, la conozco. Pero ¿estás seguro? ¿A las tres de la mañana? -Te dije que era raro. Aunque Parker dice que hace rato que se sospecha que el comercio es una pantalla para vender falopa y lavar algún que otro narcodólar. -Mirá vos –dijo Camilo, con la mirada perdida, ya elucubrando estrategias. –Bueno, ahora me voy. Tengo que hacer. -Me imaginaba. ¿Necesitás alguna otra cosa? -Sí. Que no hablés más con nadie. ¿Estamos? -Estamos. 101
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-Y cualquier otra cosa que te enterés -sin andar preguntando, por supuesto-, hacémela saber. -Contá con eso. Camilo llegó a la puerta y se volvió. -Gracias, Germán. -Cuidate. No hagas locuras. -Eso no te lo puedo prometer. Pero no se lo digas a Parker. Chau. Salió a la calle. El calor era agobiante. Él no lo notó.
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Entró al bar y pidió una cerveza tres cuartos. Desde esa mesa podía observarse muy bien el frente y buena parte del interior de Fantasyland, incluso a pesar del intenso tránsito humano y vehicular que se registraba a esa hora en la avenida. Quitó la piel bordó de los maníes salados, comió un puñado y arrojó otros al chop de cerveza. Algunos bajaban hasta el fondo, se iban cubriendo de pequeñas burbujas y luego volvían a la superficie, donde generaban una leve efervescencia y se hundían otra vez. No pudo evitar la comparación de aquel efecto físico con los ciclos que su ánimo observaba últimamente. Incluso, al igual que su ánimo, los maníes permanecían en el fondo la mayor parte del tiempo. Más o menos una hora y media después, cuando parecía que tal vez aquellos tipos nunca irían por allí, vio a Teddy caminando por la vereda a pocos metros. Sintió un escalofrío y levantó el chopp, para ocultar su 102
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cara. El matón pasó a poco más de un metro de él, cruzó la calle y entró en la disquería. Mientras lo observaba conversar animadamente con el tipo del mostrador, Camilo inició un sesudo análisis de la impresión que el avistaje y la cercanía de Teddy le habían producido. ¿Era miedo a ser descubierto (y de este modo poner en serios riesgos los resultados de su plan)? ¿O era simplemente MIEDO? Se tranquilizó recordándose que ese plan era prácticamente lo único que le importaba, hecho éste que daba verosimilitud a la primera hipótesis. No obstante estas consideraciones, que hacían a su interioridad, no perdió detalle de lo que ocurría en Fantasyland. Fue entonces que sucedió un hecho fortuito que rápidamente agregó posibilidades a su estrategia: Gaitán -un ex compañero suyo de la secundaria- había entrado al negocio y departía jocosamente con Teddy y el tipo del mostrador. Camilo se apresuró a pagar su consumición, y lo hizo justo a tiempo, ya que Gaitán, luego de lo que se vio como una breve transacción, saludaba a sus amigos y salía para el lado de calle 8. Salió el bar y caminó en la misma dirección, tratando en todo momento de no perder de vista a Gaitán. Un par de cuadras más adelante fingió un encuentro casual. -¡Gaitán! ¡Qué hacés, cabronazo! -¡Camilo! ¡No sé si saludarte o pedirte un autógrafo! ¿Cómo andás, chaval? ¿Cómo te trata esa fama? -Y, más o menos, che. Mucha presión. A veces me gustaría ser más canuto. 103
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-Bueno, loco, pero tan mal no te va. No te me irás a quejar, ¿no? Entonces qué queda para los pobres... -Estás bárbaro, dejate de joder –mintió Camilo.¿Andás con tiempo? ¿Vamos a tomar una birra? -No, Camilo, ahora no puedo. Me encantaría, en serio, pero tengo algunas cosas que hacer. -¿Vivís siempre en Cantilo? -Sí, ¿por? -¿Podría visitarte? Digo, si no.... -Me gustaría que fueras al grano. ¿Qué andás buscando? –preguntó Gaitán con un gesto insinuante. -¿Qué tenér para ofrecer? –Inquirió a su vez Camilo, con expresión similar. -Venite esta noche. Después de las diez. -Hecho.
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A las diez y media estacionó frente a la casa de Gaitán, no muy lejos de la suya propia. Presionó el timbre. Una jovencita bastante atractiva abrió la puerta. -Hola. Soy Camilo. Busco a Gaitán. -Ah, sí, pasá. Yo soy Florencia, encantada. -¡Pasá, Camilo! –Gritó Gaitán desde el interior. Camilo entró al living y halló a su ex camarada sentado a la mesa en malla, tomando cerveza y mirando un partido de béisbol por ESPN. -Hola, loco, ¿cómo andás? -Bien. ¡Che, Flor, traé un vaso para Camilo! -Está bien, dejá. 104
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-No, qué está bien ni que ocho cuartos. Tomate una birra, macho. ¿Y qué cuenta el periodista revelación 1999? -Poco y nada, Gaitán. Estoy de vacaciones. -Después del bardo que armaste... ¿De vacaciones y acá, en La Plata? Estás pirado, man. No me vas a decir que no tenés guita. -No, no es eso. Estuve unos días en la Villa, pero me aburrí y me vine. -Vos estás majareta. O tendrás alguna historia grosa por acá. -Algo así. -Viste. Otra no quedaba. -Ahá. ¿Te gusta el béisbol? -No, para nada. -¿Entonces por qué lo mirás? -Porque me gusta ver transpirar a los negros mientras yo me rasco el higo. Ahora decime: ¿qué te trae por acá? -Mirá, Gaitán, te la voy a hacer corta. ¿Me podés vender un poco de merca? -Sí, pero si no me sacás en la tele. No tendrás una cámara oculta, ¿no? -No seas pelotudo, mirá lo que vas a decir... -No sabía que tomabas. -Pero yo sí sabía que vendías -Eso lo sabe todo el mundo. -¿Y no es peligroso? -En absoluto. A mí no me toca el culo nadie. Pero igual te digo algo: no tengo el menor interés en salir mañana por TNB. 105
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-Te dije que no seas boludo. -Te digo en joda, che, no seas tan susceptible. ¿Y cuánto querés? -Qué sé yo. ¿Es buena? -La mejor, tío. Noventa por ciento de pureza. Pero es cara, eh... si no querés tomar porquerías... algunos la cortan con cosas que ni hablar. -¿Y cómo és de cara? -Decime cuánto querés. -No sé... ¿diez gramos? -Por ser vos, la bocha de diez te la puedo dejar a ... doscientos mangos. -Hecho. -Esperá –fue hasta un mueble, abrió un cajón, sacó unas cosas y volvió. Con una cucharita que hacía las veces de medida extrajo de un frasco diez porciones que fue contando en voz alta, para no equivocarse; las fue poniendo en una bolsita, le hizo un nudo y se la pasó a Camilo.- Ves, loco, la toco nomás y ya me dan ganas de cagar. Mirá si será polenta. ¿Querés probar? -Bueno. Pero de la que tomás vos. -Es la misma, idiota. -Está bien, dejá; ahora no quiero. Bueno, te dejo tranquilo –Dijo, mientras tiraba dos billetes de cien sobre la mesa. -No, si para mí es un placer. Y un privilegio, ahora. Quedate un rato, vamos a recordar los buenos viejos tiempos. -No es hora, Gaitán. -Ah, ¿no? ¿Y cuál es hora? -No sé. Nos hablamos, y organizamos un asado. 106
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-De esos asados a organizar tengo dos bolsas llenas. Pero está bien, como quieras. Ya incorporándose, y como quien se acuerda algo de pronto, Camilo le preguntó: -Ah, decime una cosa... hoy te ví hablando con un tal Teddy, creo, en Fantasyland. -Ésa, es la historia, ¿no? –Preguntó Gaitán, con mirada fiera. -Ahora veo. Me estuviste siguiendo. -No, loco, para nada. Cortala con la paranoia, ¿querés? Los vi, y al rato te volví a encontrar a vos, de casualidad. -Si, contamelá. Te digo una cosa: ya bastante riesgo estoy corriendo al recibirte acá, viste; cualquiera puede pensar que soy yo el buchón que te está dando información clave, y vos sabés muy bien lo que eso implicaría... -No, en serio. Yo estaba con una mina en el bar de enfrente. Nos estábamos despidiendo y cuando quise acordar ustedes ya se habían ido. -Está bien, ¿Y? ¿Cuál es? -Que me gustaría saber dónde vive Teddy. -No te metas con esa gente. -Pero si los conozco. Les debo una mano, sabés. A él y a su socio, un tal Mandinga, o algo así. -Mandango. -Eso, Mandango. Me vendieron un par de datos, viste, y la cosa salió redonda. Me gustaría darles una gratificación. Aparte de que me gustaría preguntarles un par de cositas más, a vos no te voy a mentir. -Seguro. No das puntada sin nudo, vos. Por eso te va tan bien. 107
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-Bueno, ¿me lo vas a decir o no? -Dijiste que la información se vende. ¿Qué soy, gil, yo? -No lo puedo creer. ¿Todo vendés vos, loco? -¿Y vos no? ¿O te creés que me tragué eso de la gratificación? -Está bien. ¿Cuánto? -Y, a ver... no me quiero abusar... otros doscientos, Camilito, no lo tomés a mal. -No, está bien, tomá. ¿Dónde viven? -Viven los dos en una quinta de Arturo Seguí. Anotá vos la dirección –se la dictó.- Y yo jamás te dije nada. -Y yo jamás estuve aquí. -Vale.
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Durante varios días se dedicó al estudio de la finca que Gaitán le había señalado, munido de prismáticos y desde distintos puntos, a bordo de un auto prestado. La información había sido buena. Vio a sus enemigos, y a muy pocas personas más, ocasionales y casi siempre mujeres con aspecto de trotacalles o adictas. Por un lado, la poca frecuencia de las visitas le daba mayores oportunidades de pillarlos solos. En cambio no lo favorecía en lo más mínimo la disposición de aquella edificación. Estaba implantada en la cima de una loma pronunciada, sin otras viviendas en muchas cuadras a la redonda, y el único acceso vehicular era una calle de ripio. Todo parecía indicar que sus ocupantes querían 108
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estar a resguardo de cualquier visita inesperada. Un inmenso rottweiler macho, generalmente atado con una gruesa cadena, reforzaba esa idea.
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El miércoles siguiente, hacia las ocho y media, cuando comenzaba a oscurecer, comprobó el funcionamiento de la Ruger Redhawk 44 magnum que había adquirido esa misma mañana. Era una joya. Y no debía ser para menos, ya que tuvo que poner una luca doscientos cash. El tipo de la armería lo había reconocido, por lo que tuvo la deferencia de obviar el trámite previo del certificado de buena conducta. Aunque Camilo no se tragó el anzuelo: seguramente había pesado más el me-tálico sobre el mostrador que su dudosa popularidad. Prometió vanamente realizar las burocráticas vicisitudes pendientes y salió de allí con el fierro soñado. Chequeó cuidadosamente cada uno de los elementos que iba a utilizar en el operativo. Se puso unas ropas muy viejas y rotosas, una gorra, y salió. Esta vez abordó su Corsa, generando un cuadro incongruente, dado su andrajoso aspecto. Estacionó en una cortada a cinco o seis cuadras de la finca. Antes de bajar del auto aspiró una dosis generosa de la cocaína que había comprado a Gaitán. Era buena, excelente. Sintió casi enseguida los dientes dormidos, y se embriagó de una ansiedad que exacerbaba todos sus instintos. Caminó despaciosamente en la calurosa noche suburbana. Arturo Seguí era un lugar apacible, tranquilo; tenía el aire de los barrios marginales en 109
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épocas menos convulsivas. Extrajo el atado de Marlboro de su bolsito de campaña y encendió uno. Tomó un buen trago de la pequeña botellita tipo petaca de Chivas Regal, y de pronto sintió necesidad de aspirar más. Extrajo la bolsita, metió repetidamente la punta de una llave e inhaló varias veces de cada lado. Su nariz se enfrió, mientras sus dientes parecieron cobrar la solidez del diamante. Luego intentó bajar sus humos de Terminator en aras del meticuloso cumplimiento de sus designios, no fuera cosa que la excitación fuera a traicionarlo. Finalmente llegó al descampado en cuyo punto más alto se encontraba la casaquinta iluminada. Le pareció poco prudente avanzar por el camino de grava, más que nada por el perrazo, cuyos ladridos podían alertar a sus enemigos. Así que avanzó cuerpo a tierra los ùltimos ciento cincuenta metros, tal y como le habían enseñando pocos años antes en el Batallón de Comunicaciones de City Bell. Lo hizo sin apurarse, cómodamente, sintiendo el placer que le producía el rol de acechador; incluso tuvo la lucidez de advertir que se encontraba a sotavento, de modo que el rottweiler no podría olfatearlo (menos mal que había leído a Hemingway...). Sintió el olor del asado, y pudo observar el humo que brotaba de la parrilla exterior. Vió salir a uno de ellos –no pudo precisar cuál- que atizó las brasas y volvió adentro. Entonces coligió que si daba un rodeo, podría parapetarse detrás de la parrilla de ladrillos de casi metro y medio de alto. El humo incluso acortinaría 110
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cualquier exudación que pudiera olfatear el perro. Nada podía fallar, estaba en control total de cada detalle. Así que rodeó la casa, atravesó con sumo cuidado un alambrado -que afortunadamente estaba flojo- y se apretó contra la caliente pared de la parrilla. Sacó la Ruger del bolso y esperó. Unos minutos después oyó la puerta corrediza y alguien que se acercaba. Escuchó el clásico restallar de chispas que siguen al manipuleo de carbones y rescoldos y aprovechó ese momento de actividad para sorprenderlo. Raudamente rodeó la parrilla y apuntó a Mandango, que estaba agachado, atizador en mano para romper las brasas grandes. -Soltá el fierro, negro hijo de puta –dijo, mientras el otro respingaba y el perro comenzaba a ladrar y a tironear de la cadena. -¡Soltálo, te digo! Caminá. Dale, movete, intentá algo, así te quemo ahora. Ingresaron a la casa. Teddy estaba sirviéndose vino y se quedó congelado. Camilo indicó a Mandango que se sentara al lado de su socio, al que miró con aires de locura asesina tales que lograron perturbarlo profundamente. Buscó a tientas en el bolsito una soga plástica, la arrojó hacia Teddy y le ordenó que atara las manos de su compañero detrás de la silla. Supervisó muy atentamente la operación; cuando hubo terminado, le indicó que se acercara a la ventana y lo esposó a las rejas. -Estás loco –le dijo Mandango.- Estás loco, Camilo, y te vas a arrepentir de esto. -No –respondió.- El que tendría que estar arrepentido sos vos, de no haberme matado cuando pudiste hacerlo. Ahora, el que va a morir sos vos. Yo no apreto ni jodo. Estás muerto, Mandango, Te concedo un par de 111
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bocanadas de aire más porque quiero disfrutar de tu muerte. Y de la del trolito éste amigo tuyo. Comprobó las ligaduras de Teddy, aseguró la Ruger en la cintura y salió al patio. Cortó un buen pedazo de vacío y volvió al comedor. Probó un bocado. -Mmmmh... está bastante bueno. Lástima el vino, loco. Son unas ratas. ¿Tan mal les paga su jefe? Este Santa Ana es de cuarta, vieja. Qué vas a hacer, son negros. ¿O están ahorrando? Al pedo, loco, si cuando termine de comer los voy a matar –sacó el arma y la dejó sobre la mesa, muy onda Pancho Villa. -Estás loco –repetía Mandango. -Eso es mucho mejor que estar muerto –replicó Camilo. Se sirvió ensalada y comió despreocupadamente, aún a pesar de la sensación de anorexia producida por la cocaína. Advirtió que los tipos se miraban entre sí como no pudiendo dar crédito a la situación.- ¡Ah! Pero ¿qué veo acá? –Se incorporó y fue hasta una alacena.- Bacardi. Eso es otra cosa. Se lo deben haber regalado, no creo que ustedes tengan tan buen gusto. ¿Tienen Coca en la heladera? No saben lo que me gusta el Cuba Libre –abrió el refrigerador. –Hummm... a ver... no, no hay. Bueno... pero...¿qué es esto? ¿Lemon pie? ¡LEMON PIE! ¡Muero por el lemon pie! ¡Gracias, muchachos! Estoy emocionado. Les prometo que no los voy a hacer sufrir mucho. Volvió a la mesa y siguió degustando el vacío. Comió un poco y apartó el plato. Mientras se servía un vaso de ron, escuchó a Mandango que le decía:
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-Mirá, yo que vos iría tomándome el olivo. ¿Escuchás como ladra el perro? Tenemos gente cerca, en cualquier momento va a venir a ver que pasa. -Sí, ya sé, pero no te preocupés. Afuera está mi abuelita con veinticinco marines... no ofendas mi inteligencia, negrito, ésa es de Maxwell Smart. -Yo te avisé. -Gracias, pero creo que sería mejor que te preocuparas por tu integridad, ahora. Es tu culo el que está en el gancho. Aparte si aparece alguien, los primeros que se mueren son ustedes. -Tengo que ir al baño –dijo Teddy. -¿Qué querés? ¿Mear o cagar? Porque mirá, te podés mear encima; pero si vas a cagar, te suelto. Todavía no terminé de cenar. -Quiero cagar. -Ya sabía que ibas a decir eso, si sos un cagón. Cagate, nomás, total mierda con mierda no pasa nada. Mierda más, mierda menos... –y tomó un buen trago de ron.- Loco, si ese perro no se calla le voy a meter un cuetazo. -¿Còmo nos encontraste? –Preguntó Teddy. -Pregunta estúpida. Mi especialidad consiste en averiguar lo que la mayoría desconoce. Y un par de imbéciles como ustedes deja un rastro que puede ser seguido hasta por un ciego en silla de ruedas. Es raro que no los hayan liquidado antes. Aunque su estupidez evidentemente los vuelve menos peligrosos y más manejables, qué sé yo. Quizá también haya algo de cierto en eso de que todos los sinvergüenzas tienen suerte. Pero si es así, a ustedes se les terminó. Son historia –miró su 113
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reloj.- Huy, se me está haciendo tarde. Me tomo otro Bacardi, un par de saques, los mato y me voy. Sacó la bolsita de merca y arrojó un poco sobre la mesa. Enrrolló un billete de cien flamante y la aspiró. Observó que sus dos enemigos sudaban la gota gorda y se regocijó. -¿Decías, Mandango, que tienen gente por acá cerca? -Sí –contestó desconcertado. -Entonces, lo lamento por ustedes. Con un tiro en la nuca se sufre menos, pero hace mucho ruido. Así que... ¿cuál es el cuchillo más filoso? No pretenderán que los despanzurre con un Tramontina... -Andá a la puta que te parió –le dijo Mandango. -Ah, cierto. Vos sos un tipo duro, de ésos que se enfrentan a la muerte puteando y haciéndose los machos. Sin embargo mirá como sudás. Estás cagado hasta las patas, pero te hacés el taura. La cosa es... ¿te parece que vale la pena fingir incluso in extremis... -traduzco: cuando tu muerte es inminente e inevitable? ¿Por qué no sos un poco honesto y reconocés que se te frunce el orto? ¿Qué sentido tiene que pretendas hacerte el chico malo frente a la negrura final, que se cierne? Acá, éste –dijo, mientras sacaba un facón bien filoso al que no obstante pasó varias veces por un afilador de rueditas, dramáticamente. Mandango tuvo un fuerte acceso de tos e hizo arcadas. Camilo se acercó a él, puso el facón ante sus ojos, en su cuello, en su estómago, observando el tembloroso pánico que trasuntaba el condenado. -¡Maldito! –Gritó Teddy.- ¡Maldito hijo de mil putas! 114
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-Les gustaría que todo pasara rápidamente, ¿no? Pero me queda algo de tiempo, todavía. Entonces hizo algo inexplicable. Rodeó a Mandango y con un limpio corte soltó las amarras de sus muñecas. Éste, a pesar del estupor, se abalanzó sobre la mesa y tomó la Ruger, que había quedado allí. Desaprensivamente, Camilo le arrojó la llave de las esposas que sujetaban a Teddy y muy aplomadamente le dijo: -Ese juguete es mío. Dejalo ahí y agarrá el tuyo. -Estás loco, hijo de puta. -Ufa, viejo, ya me lo dijiste treinta veces. No seas pesado, querés. -¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar como a una rata! –Amenazaba, con dientes apretados. -Dale, pelotudo, soltá a tu amigo y sacá el vacío del fuego que ya debe estar repasado. Y dejá el fierro ahí, te dije. -¡Loco, es boleta! –Gritó Teddy, todavía esposado. Continuó: -¡Sos boleta, gil! ¡Negro, matalo de una vez! -No, esperá –contestó Mandango.- Vamos a ver cuál es, primero. Por más pirado que esté creo que debe tener algo para decir. -Claro, boludo –terció Camilo.- Tranquilizate, loco, o voy a pensar que sos muy “nerviosito”. Ya suelto, Teddy lo acometió pero Camilo se movió velozmente, rompió la botella de Santa Ana tinto contra el borde de la mesa e interpuso una buena corona de vidrio entre él y su atacante. -¡Dale, matalo! ¿Qué esperás? –Dijo Teddy a Mandango, exaltado. 115
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-¡Dale, matalo! –Remedó afectadamente Camilo.- Teddy, sentate y dejate de joder, querés. -¿Qué pasa, Negro, está descargada? Mandango, bastante más aplomado que su amigo, comprobó el arma y anunció: -Está llena. Hasta la recámara. Y sin seguro. Sentémonos, vamos a hablar. -Eso –dijo Camilo, arrojando el pedazo de botella a un rincón. Se sentaron, y Teddy tuvo una crisis nerviosa que incluyó fuertes puñetazos a la mesa. El perro se debía estar desgañitando. A Camilo no le pareció prudente seguir fustigandolos. Estaba más que satisfecho. Tal vez él había aflojado un poco antes, cuandole tocó estar del otro lado. Pero ellos eran dos, con experiencia. Y sin embargo, los había sorprendido. Mandango se levantó, fue hacia el interior de la casa y volvió con su propia Smith & Wesson. Sacó la bala de la recámara del arma de Camilo y se la tendió. -Tomá –le dijo.- Guardala. Camilo la tomó y la puso en la parte de atrás de su cinturón. Levantó el vaso de ron, como brindando, y se lo bebió de un saque. -¿Y qué se supone que es ésto? –Le preguntó Mandango. -Creo que intenté probarme a mí mismo que podía sorprenderlos. Quería recuperar mi autoestima. -Estás loco. -¿Ustedes no? -Puede ser –le contestó, y fue a la parrilla a buscar carne. Incluso Teddy, más recompuesto para entonces, comió un poco. 116
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Caminaba nuevamente por la fresca noche de Arturo Seguí. Si bien ya iba terminando la botella de ron, la cocaína lo mantenía lúcido y activo. Finalmente, había hecho buenas migas con aquellos bastardos. Se había divertido, y también había pergeñado ciertos planes, que incluían algunos acuerdos con los malvivientes: Camilo dejaría de investigar algunas líneas y a cambio ellos le pasarían otras. TNB tenía una gran solvencia financiera, que le permitía pagar bien a los informantes. Todos contentos. Cuando iba llegando a la cortada donde había dejado el auto, oyó unos débiles sonidos metálicos. Se puso alerta y descubrió un tipo hurgando en la cerradura del Corsa. Se acercó con mucho sigilo, pistola en mano. Cuando estaba justo detrás del desavisado ladrón, la cargó ruidosamente y le espetó: -Quedate quieto. El tipo quedó congelado. Camilo lo tomó por los pelos, lo hizo dar media vuelta y le disparó en la cara. En la mano derecha sintió el retroceso del arma y en la izquierda un fuerte tirón hacia delante. Luego arrojó el cuerpo, tomó un trago de ron y subió al auto. Puso en marcha el motor, encendió un Marlboro y arrancó. Empujó un cassette al interior del estéreo y al momento atronaba Enter sandman, de Metallica. Ya en el Camino General Belgrano exigió su máquina al máximo. Disfrutaba mucho de la velocidad. 117
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Al llegar al cruce con Cantilo observó que el semáforo estaba en rojo. Siguió como venía. Al atravesar la intersección arrojó fuera la botella, que estalló contra el pavimento. Estaba seguro que a partir de ese momento su carrera iba a ser mucho más exitosa. Incluso, en el futuro, quizá hasta incursionaría en la actividad política. Aunque ahora, en lo inmediato, iría tras el rastro de Solange. Ya iba a ver, esa puta, lo que él era capaz de hacer.
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Ió lo he conocío al tal Loayza Ió lo he conocío al tal Loayza, ése que dicen que se venía lobo las lunas ienas. Una noche lo mataron, al compadre, vio, y creo que jué una muerte inútil, qué quiere que le diga. Que´l hombre juera lobo no quiere decir que juera malo, la verdá. Ió nunca juí de laburar mucho, vio. Pa’ mí el trabajo lo mata a uno antes, y a nadie se le ha ocurrío prohibirlo. Pero vio, a veces el haaaambre maaaanda y no queda otra. Ansí que juí y me metí de hachero, nomás, que era lo único que se conseguía. Hay que estar en el trabajo del monte, no se vaya a creé, no... y güeno, pa’ descansar y que me pasen los dolores me tomaba una que otra caña, vio. Y no sé por qué diantres una güelta un hijue puta se puso celoso y me tuve que rajar pa’l monte. Estaba medio mechadito, no se vaia a creé, pero no tanto como pa’ ver visiones, le digo. Le digo y le juro. Me había acurrucáo al láo de un eucalitus y le iba a dar al ojo, vio, pa’pasarla, cuando algo me olfatió la oreja. En mi vida me han dáo un julepe pior. Era Don Loayza, pero todo peludo y con uno diente ansí (sí, sí, guárdese esa sonrisita pícara que se le está escapando porque le pego un bofete). Salté pa’l costáo y le dije tenga mano, compadre, qué es lo que quiere, que me anda oliendo. No, si hay que estar, vio. A un lobizón uno se lo imagina pior que la milicada, a veces. Pero este no. Este Loayza era un lobizón lírico, aunque no me lo vaia a creé. Un lobo manso, y eso que ió no soy San Francisco... 119
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-Quédese tranquilo. –me dijo-. No ando buscando nada. -¿Entonces pa qué me anda oliendo, pué? ¿Me va a comé, o qué? Le dije ió. -Sabe qué pasa, que cuando me toca convertirme le tengo una fe ciega al hocico, le juro. Más, de noche. Tendría que probarlo. -¿A mí? -No, digo que usté debería probá ser lobizón. -No, ta loco usté. Por áhi andan los mozos cargando balas de plata pa’ darle. -¡Balas de plata! Qué asoleáo que son, pué –dijo, haciendo que no con la cabeza. -Con una de plomo basta y suebra, qué quiere que le diga. Pero si se quieren poner en gasto... -No diga... -Claro. Vea, lo más de lo que andan diciendo por áhi son bolazo. Qué ésto, quel sétimo macho, que la luna... uno se hace lobo cuando quiere, vea. Se raja pa’l monte y listo. Quédese tranquilo, hágase un toldo y quédese por acá una temporadita. Va’ ver como todos los pajueranos ésos lo toman por lobo. En unoj cuantos días, nomás. -Pa’ mí que usté esta loco –le dije, bastante acojonáo, no se vaia a creé. Hay que decirle eso en el hocico a un lobizón. -Por áhi andamos rumbiando, compadre. Endemientras piense que estoy loco, no va a podé ser lobo usté. -Pero que ió no quiero ser ansí, todo peludo y con cara ‘e loco (y le digo a usté que si se sigue riendo 120
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no le digo más nada aunque me tenga que pagar la grapa). -Como quiera –me dijo Loayza. -Güélvase pa’l rancherío y enfriéntese al fierro del que lo anda buscando. Vaia y déle y déle al quebracho pa’ pagarse el trago. Vaia nomás. –Le juro que redepente se me vinieron las ganas de probá. -¿Y qué hizo entonces? -Y qu’iba ió a hacé? Le pregunté si era muy jodido el laburo e’ lobo. -Y, mire, hay de todo, vio –me dijo. -Hay alguno que no se aguantan la sé, vio... -A mí me pasa... -No, pero no estoy hablando de caña. Le digo lo de la sangre, pué. -Ah, joder -dije, y tragué saliva. -Y, la sangrecita tira, vio. No le digo una de vez en cuando, pero si le entra a dar... -Sí, como todo. -Claro, pero tiene la ventaja del monte, de no andar aguantando toda la cháchara d’esos que dispué viene y le dicen a uno que está loco, y no saben adónde tienen el culo. -¿Pero nomás por estar acá me van a crecer los pelos, y me vuá poné tan feo? -No, pa’eso la tiene que ver a Ñá Sotelo, que le prepara un ungüento que lo deja boliáo, a uno. Un rato, nomás. Dispué güelva por acá que lo muerdo, y listo. -¿Y usted qué hizo? 121
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-Y, lo que decía el tal Loayza no me parecía tan bolacero. Ansí que le pregunté si m’iba a mordé fuerte y me dijo que no, que hasta sacar sangre, nomás. Ansí que me juí pa’ lo de Ña Sotelo, que me estaba esperando; como si hubiera sabido, pué. -¿Le puso el ungüento? -Sí, y me dio una locura que ni le cuento, vea. -¿Y después volvió con Loayza, para que lo muerda? -Claro,¿pa’ que me vuá dejá embadurnar con la porquería ésa, si no? -¿Y qué pasó? -Usté pregunta mucho, joven. Pregunta cosas pa’dispué ir a hacerse el vivo por áhi, y ansina no es. Vea, haga una cosa: vaia a verla a Ña Sotelo y después güelva por acá. Y sabe qué, me va a tener que invitar algo más que un par de cañas pa’ que le cuente el final.
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Logonautas
En una guardia a cuyo frente se encontraba un médico dedicado y “benévolo” había un letrero en la puerta del despacho de este doctor que decía: “Consultorio del doctor. Por favor golpee”. El médico se vio llevado a la desesperación, y finalmente a capitular, por un paciente sumamente obediente, que jamás dejaba de golpear cuando pasaba delante de la puerta. Gregory Bateson -Usted, doctor, se ajusta al pensamiento plenaórico, que es de las matemáticas, y eso le impide coteborizar lo que intento decirle. -Oh, no, yo no me ajusto a plenaoria alguna. Precisamente, si eso hiciera, acotaría las tangentes coteborizantes a esquemas que no sería capaz de entender, y sin embargo lo hago –respondió el doctor, adentrándose en el juego que el paciente proponía, intentando efectuar lo que en teoría había aprendido como “doble vínculo terapéutico”, que indicaba exacerbar la psicosis en el sentido que el sujeto propiciaba, con la finalidad de alcanzar cotas de absurdo que acabaran con ese caprichoso ardid semántico, con el cual pretendía exorbi123
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tar los contextos culturales comunes. Si bien era conciente de que tales manejos del idioma -rígidamente afirmados en estructuras tan básicas que devienen inconcientes- eran propios de un sindrome bastante frecuente en este tipo de patologías, había elementos en aquel individuo que lo distinguían en un sentido por demás interesante en términos profesionales, mas algo inquietantes en cuanto a la puesta en evidencia de factores que colisionaban con el sentido común, y más aún, con premisas básicas del pensamiento ajustado al método propio de la ciencia. Del trato cotidiano con él había creído observar que, cuando el detritus significante entre tanta palabra inventada espontáneamente le sugería alguna idea más o menos concreta, ésta comportaba una suerte de anticipación visionaria. De hecho, el doctor llegó a pensar que, de desentrañar más o menos fidedignamente los crípticos mensajes que el extraño neologista emitía, obtendría información respecto de eventos que seguramente iban a ocurrir en un futuro cercano. Por cierto, no lo había comentado con nadie, por cuanto el derrotero lógico de las conclusiones apuntaría a que lo asimilaran a él mismo a los psicóticos, en esa presunción tan usual que supone que el contacto diario con enajenados termina por desestabilizar la psiquis del terapeuta. Por otra parte, debía estar alerta si pretendía caminar por aquel angosto desfiladero entre contextos de interpretación común y otros de comportamiento aleatorio, sujetos a tropismos cuya interrelación caprichosa generaba estructuras inestables. Máxime teniendo en cuenta que esas caóticas composiciones, en este caso, 124
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parecían despertar facultades difíciles de procesar desde nuestro statu quo cultural. -Usted dice sólo quemites para que yo me anzurre. No está funcomitando correctamente. -¿Funcomitando? –Preguntó, saliéndose por un momento de la pauta, por cuanto tal forma verbal parecía guardar una relación más apropiada con el supuesto significante. -Funcomitando, sí. Usted sabe –respondió, como si de alguna extraña manera diera un paso en dirección a una comprensión mutua más ajustada a cánones, como respondiendo a la actitud asumida por el doctor. Y añadió, fastidiado: -Haciendo funcionar las ruedas alrededor de un camino que ya conoce. -¿Depende de mí que avancemos? -Depende de usted que pueda funitrar como se debe; yo solo, sanatrego bastante bien. Durante meses había tomado nota de las palabras inventadas, tratando de hallar un patrón, o al menos una mínima recurrencia, sobre la cual comenzar a articular un ápice de relación coherente entre tales términos; pero había abandonado la confección de tal nomenclador por cuanto observó que las palabras jamás se repetían, ni una sola vez. Si existía un nexo relacional entre ellas, operaba en niveles lógicos inasequibles para él, y consideró que, siendo así, era más probable que hallara algún sentido profundo si accedía a un hilo conductor en forma espontánea, intuitiva, dejando al extraño flujo lingüístico actuar libremente sobre él. 125
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-Todo esto es sanargósico. Estoy cansado de estrupilenos. Y usted, doctor, haría bien en no altraconizarse de limbusparsis. Están en su propia casa, y lo induflenigezarán ni bien se descuide. Ahora, déjeme plenipensar. Estaré nadando en la argofasia cuando lo vea arribar a usted, escatomorfo. Andrajoso y ligeramente malholiente, el neologista se incorporó y abandonó el consultorio. A través de los vidrios sucios lo vio marcharse, con paso cansino, por los oscuros pasillos del hospital. “Están en su propia casa, y lo induflenigezarán ni bien se descuide”, había dicho, con esa característica sentenciosa que parecía adoptar su expresión cuando asumía aires oraculares. Al margen de las incógnitas, casi absolutamente imposibles de despejar, la formulación había ostentado un fuerte tono de advertencia. Dos puntuales interrogantes lo alejaban de la interpretación taxativa. Uno: ¿quiénes estaban en su casa? ¿Se refería a su mujer y a su hijo, a ocasionales visitantes, o a fantasmas o algo por el estilo? Y el otro: ¿Qué corno habría querido decir con induflenigezarán? Tomó el comprimido que utilizaba para establecer la estática cerebral óptima en función de lucubraciones abstractas y esperó unos minutos que se metabolizara lo suficiente para ayudarlo en ese trance. No bien comenzó a abstraerse en secuencias de patrones formales cada vez más abarcantes, el ejercicio se convirtió en una especie de búsqueda clave, de frente a un episodio que podía dar un vuelco absoluto a su vida. Eso sintió, con la certeza propia de quien está aproximándose a una revelación trascendental. Sin embargo, 126
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unos leves pruritos, referidos a la cruenta pérdida de resguardos que parecía estar experimentando, lo alertó en el sentido de que podía estar metiéndose en una corriente de cuyo flujo le costaría salir, y ello si aún podía hacerlo. Pero la inminencia de la resolución del dilema que separaba los contextos psicóticos de otros validados por convencionalismos lo llevó a internarse aún más; la pasión que lo había impulsado a abrazar esa profesión se renovó con energía inusitada. En un momento supo que el lenguaje era básicamente algebraico, que no importaban las palabras sino la relación entre las mismas; entendió por qué solían asimilarse estos estados a metáforas de iluminación, y un abismo se abrió en su mente. Un abismo tal que los diques cedieron estrepitosamente, y de golpe pudo comprender cada una de las lógicas que habían empleado todos los pacientes que había intentado en vano asistir, a lo largo de su carrera. Pero un factor de su vida, uno sólo que eran dos, lo había alejado durante todo ese tiempo de la síntesis esclarecedora a la que acababa de arribar. Salió corriendo del hospital, subió a su auto, manejó enloquecidamente, tergiversando toda señal de tránsito, semáforos, gestos e insultos de los estupefactos conductores. En la esquina de su casa chocó violentamente contra otro vehículo, y se lastimó la frente. Sangrando, hizo caso omiso de los improperios y exigencias del damnificado y caminó resueltamente hacia su casa. Su mujer e hijo, advertidos por el ruido del choque, habían salido a la calle y corrían a su encuentro, alarmados.
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-¿Qué pasó, por dios, estás bien? –Dijo uno de ellos, pero el doctor no entendió lo que decía ni supo cuál de ellos le había hablado. -Ustedes desbunfijaron mi stratus –fue su respuesta, formulada mientras los señalaba con índice acusador. Su mujer pensó que era efecto del golpe. Lo siguieron, intentando contenerlo, pero no había forma. El doctor entró en la cocina, tomó la cuchilla de tronchar y, presa de una furia ineluctable, partió la cabeza de ambos. -La estringofrenia no es lo que fluctúa, doctor – dijo el neologista. –El problema son todos esos negofunticios hiperclibantes. -No olvides los disfunctios. Son capaces de obtruficar la sinanteria del avifunzor más certofalante – respondió el doctor, desde la cama contigua. -Y ahora dejame en paz. Ciertamente los oligotracios son peores que los negofunticios en eso de descalibrar escolontes trascendentales. Así que tené cuidado. La noche, en tanto, caía sobre los lúgubres ventanales del pabellón. (Y ya que estamos, pensemos cuidadosamente si esta expresión final tiene más o menos fundamento empírico que las que acaban de pronunciar nuestros amigos logonautas.)
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Un gótico rioplatense En el mundillo literario de la Ciudad de La Plata uno puede conocer todo tipo de personajes, y este juicio -que tal vez pueda predicarse legítimamente de hatos de escritores de cualquier lugar del mundo- deberá ser considerado autosuficiente, por cuanto toda enemistad que pudiera granjearme dando ejemplos puntuales atentaría contra mi ya de por sí complicada relación con mis “colegas”. Mas me es imprescindible consignar esta suerte de salvedad previa, en orden a establecer ciertas reservas éticas y estilísticas (en ese orden) que se me aparecen como insoslayables, dado el carácter que irá asumiendo esta crónica, que con toda seguridad me dejará periclitando en una disyuntiva tan desagradable como lo es la siguiente: o bien quedaré como el más ingenuo de los palurdos, cuya sugestionabilidad mostrará índices rayanos en la oligofrenia, o -caso contrario- mis estructuras racionales resultarán tan cerradas que me impedirán referir los sucesos tal como los experimenté por el mero hecho de que no encajan en el ámbito de lo socialmente consensuado; y, siendo así, adiós historia. Y aunque no alcanzo a dilucidar cuál de ambas posibilidades me resulta, al menos en lo teórico, más excecrable, optaré por la primera, en favor de la continuidad de esta incipiente garrulidad. (Si están pensando que, de alguna forma, intento con exte exordio generar en ustedes cierta complicidad o empatía antes de largar un rollo de difícil digestión, pues bien, adelante, piénsenlo nomás, porque éso es precisamente lo que me propongo. No voy a continuar con este asunto solo, orillando 129
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el disparate, sin la concurrencia de tejidos nerviosos ajenos que se animen a deambular los escarpados meandros que corresponden a estos anales. Así que, lectores remilgados, háganse y háganme el favor de abstenerse.) Todo comenzó por allá por el 2000, el “día del escritor” (no recuerdo en qué fecha cae tan particular efeméride; creo que tiene algo que ver con Cervantes, que sí que hizo ruido con una sola mano). El propio Intendente me había cursado una invitación al agasajo que con tal motivo se ofrecía en el Pasaje Dardo Rocha, y mientras una parte de mí se envanecía por el hecho de ser considerado “escritor” -menudo sayo- por los estamentos oficiales, otra, mucho más objetiva, me alertaba acerca de la inconveniencia de tararme, en el sentido de confundir la real significación de ese rótulo, que tal vez fuera apropiado para tipos como Juan de Patmos, o como los redactores del Gita (y quizá, en un orden menor, como el referido manco de Alcalá); seguramente no lo era para los invitados al ágape, ya que en este caso se trataba de cuentamusas y juglares más preocupados por codeos arribistas que por la propia alquimia gramatical, motor y esencia lamentablemente preteridos por afanes egotistas. Y permítaseme aclarar que estas consideraciones no comportan la más leve animosidad, nada de ello. Es simplemente un análisis objetivo de ese fenómeno que un lúcido amigo mío define como “el gallinero literario platense”. Muchachos, más sudor y menos pose...
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Cuando llegué, advertí que estaba dispuesto un servicio de lunch, no digo fastuoso, pero casi. Unas sesenta o setenta personas, debidamente ataviadas para la ocasión, aguardaban la apertura formal del acto. Por supuesto, traté de encontrar algún conocido para interactuar, más que nada por ese estúpido prurito de orden sociológico que hace que en esas situaciones el individuo, al encontrarse solo en la muchedumbre, se sienta disminuido de algún modo, como perteneciendo a un grado de existencia menor o a un estrato de consideración inferior. Es increíble cómo los tropismos culturales distorsionados son capaces de descalibrar incluso las más afiatadas convicciones ideológicas... En eso estaba cuando por detrás de las hileras de sillas vi un penacho negro que me resultó conocido. Con una inclinación de cabeza advertí que debajo de él, como supuse, se encontraba Claudio, un amigo y colega de extracción Dark, ataviado como siempre de puntilloso negro y luciendo su palidez cadavérica y sus violáceas ojeras. (Mientras me dirigía hacia él, recordé lo que una de mis hijas -entonces de tres o cuatro añosme dijo en una oportunidad, cuando caminábamos por calle 8, al cabo de algunos encuentros casuales: Papá, ¿vos no tenés ningún amigo normal?) -Qué hacés, Gabriel –me dijo Claudio, luego del sacudón que la sorpresa imprimió al penacho. -Acá andamos, vine a ver de qué se trata ésto. -Si éstos son los escritores que tenemos en la city, estamos muertos. 131
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-Bueno, ésa es una condición que a los de tu cultura no parece molestar demasiado... -Es una forma de decir, boludo. Quiero decir que de cepas tan berretas difícil que salga buen vino. -Estoy de acuerdo, aunque sospecho que lo mismo deben pensar ellos de nosotros. De vos, seguro. -Mejor, que se vayan a cagar. -Si te molesta tanto el ambiente, ¿para qué viniste? –Inquirí, en plena conciencia de que muy bien podía formularme idéntica pregunta a mí mismo. -Vine porque me invitaron, y porque me imaginé que iba a encontrar a alguien con quien mantener una conversación potable; así que esmerate, por favor. -Lo único que falta... –dije, justo antes de recibir un puñetazo leve en los riñones. -¡Luichi! ¿Qué hacés acá? –Exclamé sorprendido, nomás me dí vuelta y lo reconocí. -Cómo andás, Cebrián... -Acá andamos -respondí, y procedí a presentarlos. No me pareció que establecieran buena frecuencia, pero ése era asunto de ellos. -¿Sos escritor, ahora? -Le pregunté, para decir algo, ante la corriente gélida que operó luego de la presentación. -Yo, no. ¿Y vos? –Contestó, socarrón. -Tampoco, pero la diferencia está en que se lo he hecho creer a varios, ya. -Yo vine por el vino. Y vos sabés, esta gente con tal de hacer número deja entrar a cualquiera. -Ni que lo digas. Te dejaron entrar a vos... 132
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A continuación, una mujer fue aplaudida por el mero hecho de sentarse a una mesa-estrado. Estaba muy bien vestida, pero su discurso difícilmente podía asimilarse a lo que se suponía que aquel evento apuntaba. El tema era el vino. Por un momento pensé que en realidad me había equivocado de lugar y había entrado a una degustación. Según dijo, se trataba de un “Vino de Honor”, y vaya que tengo problemas con la correcta interpretación de un término tan difuso (me refiero a “honor”, no a “vino”, aclaración que por ociosa no deja de ser pertinente). De todas formas, en esa situación, cualquier aproximación semántica que pudiera yo tentar me dejaba pedaleando en el aire. Después la mujer se lanzó a hablar de los grandes beodos de la historia de la literatura, y este tópico, aunque guardaba alguna relación más tangible entre palabra y cosa, era anulado básicamente por el contexto. Es otra de las argucias del lenguaje, pensé, puede abstraerse al grado de derivar en significados que nada tienen que ver con el entorno, tanto así que toda la determinante significación de este último elemento resulta fácilmente omisible. La literatura, en aquella desfasada alocución, cedió finalmente todo su espacio a la enología. La mujer anunciaba el syrah, y éste era escanciado generosamente en las copas de la concurrencia. Luego el cabernet, el merlot, etcétera, etcétera. Ojo, no digo que esté mal, ni que sea un modo inadecuado de agasajar a quien sea y cualquiera que fuese su oficio. Tal vez sean éstos los códigos de 133
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los verdaderos escritores, que uno no alcanza a descifrar. Aunque sospecho que tanto el vino como las facultades gramáticas tenían sobrados motivos para agraviarse ante tan extravagante asociación. Pero bueno, Claudio, el Luichi y yo nos esforzamos por rendir los merecidos “honores” a la bebida ofrecida, la que –en rigor de verdad-, era excelente. A continuación de las palabras de la mujer, la horda literaria literalmente se abalanzó sobre la comida, y uno es un poligriyo pero mantiene algo de clase, qué joder. Realmente, fue oprobioso, y esto sí que lo digo sin eufemismos ni relativización alguna. Hasta tal punto lo fue que el Luichi -miren lo que les digo- lucía en medio de aquel frenesí alimentario como un adalid de templanza y urbanidad; un estoico, casi. Claudio se manifestó asqueado, sensación por demás comprensible si se tiene en cuenta que una de las características esenciales de su ideología parece ser la anorexia. Yo, en tanto, recordaba la anécdota de Baudelaire cuando se abalanzó sobre una mesa a comer desaforadamente, en repudio al público de una de sus disertaciones, que se mostraba más atraído por los alimentos que por el tenor de las lucubraciones del poeta. En todos lados y en todo tiempo se han cocido habas, y la frugalidad parece ser muy esquiva a los ámbitos intelectuales o pseudointelectuales, si es que existe realmente una diferencia taxativa entre ambos rótulos. Evaluábamos la posibilidad de retirarnos de allí cuando un hombre de unos cincuenta o sesenta años, trajeado, con una barba candado entrecana y una mirada particularmente penetrante, se acercó con la vista fi134
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ja en mi persona. A su lado, una joven de unos veintipico de años, mulata, de pelo ensortijado, amplia y pareja dentadura, ojos azules y figura desquiciante. Me sorprendí de no haberla visto antes, circunstancia que, de haberse producido, me habría impedido tomar debida razón de todo cuanto acabo de contarles, ya que habría cautivado mi foco de atención de modo absoluto. -Buenas noches, señor Cebrián –me dijo, con tono circunspecto y acento no carente de extranjerismo. – Quería presentarle a mi hija –añadió, y durante unos instantes de alelamiento celebré internamente mi exigua celebridad. Luego me dirigí a la joven: -¿Has leído mis libros? Ella sonrió y no respondió a mi pregunta. Fue su padre quien lo hizo. -Ezili acaba de llegar de Puerto Príncipe, donde ha permanecido toda su vida. No habla español. Si no sabe francés, o algún dialecto yoruba, tendrá que comunicarse por mi intermedio. Soy Timothy La Croix. -Ellos son Claudio y el Luichi –los presenté, notando que estaban tan estupefactos como yo, pero dado su menor protagonismo, podían dar rienda suelta libremente a su estupefacción. Luego de estrechar la mano del misterioso extranjero y de saludar discretamente a Ezili, permanecimos a la espera de ver cómo seguía aquel asunto. Fue entonces que Timothy La Croix hizo el comentario adecuado: -Qué gentes más desmesuradas. Parece que han venido aquí sólo a matar el hambre. -Es oprobioso –acordé. 135
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-Hablando de hambre, ¿me permitirían invitarlos a cenar?
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Caminamos apenas un centenar de metros hasta un restaurante, uno de esos que pretenden ser chinos, aunque en realidad tal denominación no es sino una especie de argucia comercial, ligeramente sustentada por dos o tres platos típicos en medio de una gruesa de recetas criollas. Durante el trayecto -desde el Pasaje Dardo Rocha hasta el comedor orientalista- apenas si intercambiamos alguna que otra palabra. Aunque por cierto, otros mecanismos semióticos tuvieron lugar, como por ejemplo la proverbial mirada de reojo que me arrojaba de cuando en cuando el Luichi, ésa que siempre emplea cuanto nos metemos en camisa de once varas (como suele decirse); cosa que, desde nuestra azarosa adolescencia, viene ocurriéndonos mucho más seguido de lo que el sano juicio recomendaría. Claudio, en tanto, parecía obsesionado con la puntera de sus botas negras, ya que ni siquiera levantaba la cabeza para ver adelante, al menos las veces en las que lo escudriñé. Timothy La Croix se sentó en lo que, relativizaciones aparte, se constituyó en la cabecera de la mesa; nomás porque la ocupó, con ese porte majestuoso que suelen adoptar los anglosajones y que tanto excitan nuestra repulsa y nuestro sarcasmo. No obstante, era evidente que lo asistía una fortísima personalidad, no carente de autoridad incluso, dado que de otro modo ya 136
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habría sido objeto de alguna pulla o comentario irónico de nuestra parte. Que para eso éramos mandados a hacer. Sin embargo, allí estábamos, frente a una muchacha hermosa en su hibridez blanco-negra, y su presunto y blondo padre con acento inglés y aires de eminencia -en un respecto difuso aún pero evidentemente, eminente-. -Ustedes se preguntarán –comenzó a decir-, cuál es la razón por la que los he invitado a cenar con nosotros, ¿es así? -Díganosla, si quiere –respondí, tratando de demostrar cierta indiferencia, de lucir un urbanismo que desde luego no poseo y de acortar la brecha entre su suficiencia y nuestro estupor. (Claro que en el momento ese cóctel metalingüístico sale mezclado, indiferenciado, procesado automáticamente de modo intuitivo; sólo que ahora, al momento de estar relatándolo, me doy tiempo para desmenuzar los ingredientes, al menos los principales). El Luichi, como no podía ser de otra manera, tomó la posta y añadió: -Es su prerrogativa, usted paga. Y permítame adelantarle que cuanto mejor sea la calidad del vino, mayor será nuestra predisposición a oír lo que quiera que sea que tiene para decirnos. -No se preocupe, soy de rendir los honores correspondientes a las cepas mendocinas, créame. No se me escapa que tienen ustedes los mejores malbeck del mundo. Aunque tal vez prefiera vino blanco... -Aún no he decidido qué voy a comer. -A pesar de ser éste un lugar en el que el público se sirve de esos desagradables recipientes colectivos, he 137
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conseguido (mediante un buen incentivo, por cierto) que nos atiendan sin levantarnos de esta mesa. He encargado una buena ración de carnes asadas, no voy a perder la oportunidad de saborearlas ahora que ando por aquí. A menos que prefieran otra cosa... -No, está bien, ¿no es cierto? –Pregunté a mis amigos, más que nada para dejar sentado que debíamos ajustarnos al convite tal como venía. Por suerte, no sé si al tanto o no de dichos contenidos imperativos subyacentes, estuvieron de acuerdo. Como respondiendo a pautas escénicas, un mozo (criollo) se apersonó, saludó y procedió a descorchar y servir una botella de Trapiche malbeck. Cuando se hubo retirado, La Croix retomó la palabra: -En realidad, quería intercambiar algunas palabras con usted –dijo, refiriéndose a mí.- Claro que no tengo ningún inconveniente en que participen sus amigos, más bien por el contrario. Ezili y yo somos personas básicamente sociales –la mulata sonrió, como si hubiera entendido lo que su padre decía, o tal vez sólo haya sido que al oír su nombre reaccionó en consecuencia. -¿Y a qué debo el honor? –Pregunté, esperando en mi fuero interno que tuviera que ver con mi oficio literario, circunstancia que me permitiría jactarme frente a mis amigos, sobre todo ante el Luichi, que siempre mostraba una cierta tendencia a minimizar mis logros artísticos. -Bueno, digamos que soy una persona de intereses muy específicos. Vine a esta ciudad a recabar cierta información respecto de logias masónicas que al pare138
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cer tuvieron que ver con su fundación y desarrollo. Y de ciertos eventos, por cierto no muy conocidos para la gran mayoría, que ocurrieron hace ya mucho tiempo en el Fuerte Barragán. -Mire qué casualidad –dije-, mi abuela materna era Barragán, y los genealogistas de la familia aseguran que descendemos de aquellos antiguos ocupantes del Fuerte. Claro que todos los Barraganes de la zona deben afirmar lo mismo, con toda seguridad. Es una forma de aristocratizar un apellido con connotaciones de mancebía. -Es cierto, vaya una casualidad –concedió. –Pero no lo sabía. No es debido a eso que he propiciado esta entrevista, sino a una novela que acaba de dar a conocer, y que trata de los ritos afroamericanos en el Brasil. -Exú –aclaré, mirando fijamente al Luichi con una expresión que bien podría traducirse como “anotame una”. -Eso, Eshú –repitió, sibilando bastante la “sh”. – Bueno, el hecho es que he pasado buena parte de mi vida en Puerto Príncipe, y la fuerza de las circunstancias me ha vuelto experto en cuestiones relativas a esa clase de cultos. Supuse que podía hallarlo en esa reunión de escritores, y el instinto no me falló. Pregunté a dos o tres personas, y una de ellas lo señaló a usted. Me gustaría discutir algunas ideas que trasuntan de su relato. -Oiga –me excusé-, no creo que vaya a sacar nada en limpio, conmigo. Sólo me instruí lo suficiente como para enmarcar una historia algo tenebrosa, sin el menor rigor científico ni nada que se le parezca. Lo la139
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mento si le generé expectativas; lo cierto es que no hallará en mí un interlocutor a su nivel, de acuerdo a lo que ha dicho. -No pretendo sostener discusiones eruditas. Simplemente pasar el rato, usted sabe. Todas esas tradiciones tienen una función literaria exuberante, y qué mejor que un literato, o un grupo de ellos –miró a mis amigos- para conversar sobre temáticas tan sugestivas... -Ezili es el Loa de la sensualidad y el amor carnal –dijo de pronto Claudio, como si la ficha que estaba luchando por ubicar hubiese caído en ese preciso momento. La Croix lo miró con intensidad, gratamente sorprendido por un dato erudito tan inesperado para él como para el resto, hasta me atrevería a decir que para el propio Claudio. -¿Loa? ¿Qué carajo es, loa? –Preguntó el Luichi, que siempre se sulfura cuando se encuentra frente a conceptos que supone debería conocer y desconoce. Debo confesar que yo -que en circunstancias como ésa suelo hacerme el boludo- tampoco sabía qué cosa era, aunque el contexto lo sugería. -Son seres espirituales –explicó La Croix-, dioses africanos que fueron trasplantados a América con el tráfico de esclavos. Lo que más al sur llaman orishás, u orichás. -Ahá. Eso supuse –dije. –Ya ve lo que le decía, mis conocimientos sobre el tema son de lo más exiguos... -Y yo le decía a usted que me interesa mucho más departir temas como éste con literatos que con eruditos, o científicos. Verá, sostengo que tales folklores 140
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han sido desarrollados por individuos de temple juglaresco, y no escapa a su criterio (de acuerdo a lo que he leído, ¿no?), que los propios Loas obedecen a tales inclinaciones. Es más, es mi teoría que los sistemas religiosos siguen hoy día recreándose gracias al aporte de poetas y narradores; son ellos quienes siguen articulando casi inconcientemente los cimientos de las religiones del futuro. Y si hilamos más fino, hasta le diría que a algunos de nosotros un hilo providencial nos conecta para servir a planes cuya entidad, de conocerla, nos dejaría pasmados. Si no, fíjese cómo este joven, Claudio, reunido conmigo por el azar, parece conocer los códigos de lo que puede resultar en una más que provechosa serie de conversaciones... -Conozco algo de eso porque mi cultura, los Dark, los góticos y todas esas familias oscuras, tenemos predilección por historias de vampiros, licántropos, zombies y de todo lo que tenga que ver con la muerte en general. Pero tampoco soy un erudito. -Mejor así. De ese modo seremos todos receptivos, y no estaremos buscando fisuras en el discurso ajeno. Digamos que es un óptimo punto de partida. -Parece estar dando por hecho que vamos a integrar una especie de foro ad hoc –dijo el Luichi, incapaz de refrenar su esencial sarcasmo. -No estoy dando nada por hecho; simplemente estoy ofreciendo un intercambio de información, y quizá una propuesta estética. Sigamos conversando amigablemente como hasta ahora, y luego cada uno decidirá si continuar con los diálogos vale o no la pena. 141
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Llegó el asado: vaca, cerdo, cordero, pollo. Variedad como para dejar contentos a todos los orichás, ni hablar de simples mortales que rara vez recibían un sacrificio como ése.
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Durante la cena, la conversación se centró en la gran cantidad de coincidencias y a las más que escasas diferencias entre los distintos cultos de origen africano en América. De las ponderadas exposiciones de La Croix pude comprobar lo que ya sospechaba, la identidad y correlación entre las diferentes vertientes de aquellas religiones en nuestro continente. Quizá algunos nombres fueran distintos, y algunos procedimientos litúrgicos levemente dispares; lo cierto era que, en un sentido general, tales diferencias eran absolutamente accidentales y carentes de toda significación. No eran sino expresiones de las ya observadas entre los grupos tribales africanos, tales como los ewe, los yoruba, las distintas etnias del Golfo de Benín, de Ghana a Nigeria, y tantas otras. Eran, evidentemente, ramas de un misticismo tan primitivo como tenaz, capaz de sortear indemne las peores condiciones sociales y, de hecho, las peores persecuciones religiosas que culto alguno haya tenido que padecer. No hemos de olvidar que aún hoy día, al margen de cualquier discurso humanista o liberal que pretenda enarbolarse, en el fondo de nuestro inconciente seguimos asimilando a la negrada y a sus deidades con el paganismo, e incluso con prácticas de neto 142
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corte satanista. Intepréteseme bien: de ninguna manera adhiero a tan desatinados prejuicios; lo que sí digo, sin embargo, es que en la esencia de nuestros parámetros formativos, en el cacumen de nuestro aprendizaje religioso, de la cosmovisión que establece nuestra cultura, tales prejuicios ocupan un sitio central, aunque luego los dejemos de lado y hasta los denostemos en un sentido dogmático. La Croix se encargó muy bien de remarcar la característica de estoica supervivencia que corresponde a tales creencias, y de reivindicar la espiritualidad negra (llegando incluso a sobreponerla a la nuestra, a la que consideraba –creo que con buen criterio- anquilosada, espuria en virtud de su casi permanente sujeción a intereses de índole política, atada a estructuras retrógradas, etcétera). La cosa estuvo bastante entretenida, la temática resultaba interesante para todos –incluso Ezili miraba fascinada a cada uno, aún sin saber a ciencia cierta los contenidos del diálogo-, y Claudio tuvo oportunidad de demostrar su sapiencia respecto de los ritos vudú, que si bien no alcanzaban el nivel del conocimiento -tanto teórico como vivencial- que evidenciaba La Croix sobre la materia, resultaban sin embargo suficientes para realizar valiosos aportes conceptuales, y hasta para permitirse algunas observaciones críticas respecto del discurso del erudito. El Luichi relató sus experiencias con el Candomblé bahiano y yo, que lo conocía también, me enganché; a resultas de ello el diálogo derivó a un tópico que era de nuestra absoluta predilección, o sea Salvador, Bahía de Todos los Santos, su gente y su cultura. Luego de la feliz digresión la cosa parecía haber tocado a su fin, al menos por 143
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aquella noche, ya que La Croix procedió a formularnos una segunda invitación, para el sábado siguiente, en su casona de City Bell: -Los espero a cenar comida típica de Haití –dijo, y añadió con tono misterioso: -Y si están de acuerdo, vamos a hacerlo aún más interesante. Cada uno de ustedes mencionará filósofos, o pensadores, y yo les demostraré que si están acertados, repiten la palabra del único pensador trascendente, fundacional; quien le dio a los hombres toda la sabiduría que son capaces de alcanzar: el Gran Thot. Caso contrario, en los propios términos de quien luego fuera llamado Hermes, les mostraré adónde han errado el tiro. Y luego, si me permiten, contaré algunas historias que podrán parecerles fantásticas, pero que estrictamente ocurrieron. Y presentaré pruebas, si es que hace falta. -El caballero La Croix –dijo el Luichi, con sorna- es una especie de Lord Byron, por lo visto. Parece que quiere recrear las noches de inspiración gótica aquí, en tierras rioplatenses... -Puede ser –concedió La Croix, aunque de su tono se desprendía que había recogido el guante-. Quiero demostrarles que la mayoría de las ideas que circulan por ahí no son producto de la inventiva de los autores, sino de otras fuerzas que intervienen en un proceso de información, que eligen cuándo y cómo manifestarse a los supuestos “creadores”. -Eso, desde cualquier punto de vista, es un disparate –sentenció el Luichi. -Acepte el desafío, entonces –respondió lacónicamente La Croix, seguro de estar hundiendo el corcho 144
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que encerraría al díscolo Profesor de filosofía en el matraz donde se realizaría un proceso que quizá pudiera definirse como de alquimia mental.
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Salimos del restaurante, nosotros por nuestro lado y ellos por el suyo. En calle 8 nos despedimos de Claudio y comenzamos la ascención hasta el barrio de La Loma, por donde vivía en aquel entonces. El Luichi seguía hasta Las Quintas, pasando por La Cumbre, situación geográfica que redundaba en hiperbóreas jactancias de su parte. No voy a aburrirlos con los contenidos, por demás previsibles, del diálogo que mantuvimos durante la larga caminata. Baste consignar para los efectos de esta crónica que, pese al ánimo quejoso, escéptico y malhumorado manifestado por mi amigo, yo sabía que estaba más entusiasmado de lo que esas tendencias psicológicas le permitían reconocer. Así que no argumenté en lo más mínimo, a sabiendas de que con ello sólo conseguiría exacerbar sus diatribas. Y peor aún, podía incluso llegar a comprometer su asistencia al encuentro pactado, de puro cabeza dura nomás que es. En cuanto a mí, no me cuesta gran cosa reconocer que estaba harto entusiasmado con la cuestión. Por aquellos días mi vida transcurría en la más plácida de las soledades, y como siempre que eso ocurre, se había abierto una ventana mística en mi espacio mental. Mucho sahumerio, meditación, lectura apropiada, visiones... pero eso ya lo conté en una novela. Sin embargo, me detendré 145
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en un breve análisis que espero no resulte demasiado dormitivo para el paciente lector; y ojalá pudiera prometerle orgías de furia y sangre para luego, mas lamentablemente las cosas sucedieron de otro modo, tal vez menos traumáticamente explícito, mas no por ello menos inquietante. La cosa es... acabo de hacer mención a “visiones”. La experiencia me indica que la soledad, combinada con una cierta tendencia al buceo espiritual, abre determinadas escotillas que permiten vislumbres de un campo de conciencia extraño, en el cual los mecanismos que estructuran nuestro antropocosmos dejan de ser pertinentes (antes de que saquen la apresurada conclusión de que estoy descubriendo la pólvora, dénme otro tiro). En esa especie de ósmosis dimensional, aparecen individuos –ésto es, conciencias individuales, fuerzas exógenas que interactúan con nosotros. La clave descansa entonces en esa básica disyuntiva que acota la discusión a determinar si esos individuos tienen existencia extramental, pero acá lo que es tan simple alcanza grados de complejidad analógicos: a) ¿puede hablarse de existencia extramental de todo objeto o circunstancia de cualquier cosmos atestiguable?; b) ¿son operativos los códigos relativamente válidos para la función mental propia de la experiencia cotidiana –articulados desde la unidad hipostática cuerpo-mente,cuando intenta hacérselos operar desde una estructura que parece surgir de un paso abstractivo que pretende superar tal dicotomía?; o c) por el contrario, la identidad objeto-sujeto, ¿adquiere -en estas instancias supralógicas- mecánicas cibernéticas diferentes, en cuyo caso sería como tratar de medir la temperatura con un me146
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tro (según la gráfica ejemplicifación de mi amigo Dickinson)? En fin, me inclino a pensar que en trances como ésos es adecuado tener en cuenta el adagio al país donde fueres haz lo que vieres, con la recomendación adicional de no olvidar que la intuición no es algo que uno va y compra en el kiosco, sino que es una facultad que debe afinarse y pulirse si es que se quiere sacar algo en limpio de tan fluyentes corrientes de existencia. (Vaya una parrafada. Pero no estuvo tan tediosa, ¿verdad?) Llegué al viejo apartamento del primer piso, impregnado por aromas de sándalo y otros bouquets florales. Si no hubiese sido por el desorden de enseres y vajillas hasta podría haber parecido una ermita posmoderna. Y el polvo acumulado en el piso tampoco ayudaba mucho. Pero bueno, qué joder, ser uno mismo su propio gurú no es tarea tan fácil. Por algo siempre andan aconsejando que hay que buscarse un maestro, y esto, al menos para mí, supone una oleada de claroscuros que soy incapaz de considerar sin perder inmediatamente mi pequeña y esforzada cota de paz mental. Así las cosas, me saqué la campera y la colgué del respaldo de una silla, la que da a la mesita que sostiene la compu. Encendí ésta, en un acto casi ya reflejo, y fui hacia la heladera. Cerveza. Hacía frío para cerveza. Hacía frío para salir a buscar alguna otra bebida que no fuera cerveza. Síntesis: encender la pantalla infrarroja direccional de no se cuántas calorías que me dio el gringo de abajo, y tomar tranquilamente la cerveza. 147
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Estoy llevando a cabo una transición. He empezado a pensar que no es irrelevante el hecho de tener visiones y generar contactos con esas entidades que de alguna manera traspasan capas dimensionales. Y que tampoco es superflua mi nueva actitud ante tales sucesos. Antaño, nomás se insinuaba un toque de ésos, me cagaba en los calzones, hablando mal y pronto. Ahora, en lo álgido de una especie de poltergeist -por cierto que menos macabro que los tradicionales, mucho más plácido-, me mantenía calmo, sin preocuparme mayormente por los visitantes; pero en cambio sí me preocupaba por su insistencia, imposible de cumplir para mí por el momento, en que debía dejar el tabaco. Con qué asquito deben ver a nuestro soma... pero las cosas estaban así, y de medio a medio que no puedo describir con lenguaje somático lo grueso de lo que asumía que ellos me estaban diciendo; y lo que me frustraba particularmente era que la necesidad de servicio que pretendía insuflar a mi literatura a propósito de esos mensajes, se veía bloqueada en su esencia precisamente porque los códigos de transmisión de información procesados por músculos, órganos y mucosas no hallaba correlato en los otros, más esenciales, de sutil fluidez. Y no hay metalenguaje, al menos a mi alcance, que pueda desbrozar mínimamente tan evanescente trama. Bebí unos tragos de cerveza, encendí un Gold Leaf. Luego hice doble click en el acceso directo a
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word1, y me vi enfrentado al segundo dilema, que hace al formato de la expresión y que, si bien es cuestión de entrecasa y se trata de un ámbito generalmente restringido al laboratorio del autor, los invito a pasar y echarle un vistazo. Para ello es necesario consignar unos breves datos históricos. Después de que, con gran esfuerzo, hube conseguido hilar unos cuantos cuentos cortos, dí por fin ese salto al vacío que supone intentar una novela. Mal que mal, pude dar cierta forma a cuatro de ellas. Lo que me llevó a descubrir una cosa: para escribir una novela, hace falta sólo una idea y todas sus ramificaciones (ello, claro está, ajustándolo a un esquema por demás simplificado); en cambio, para escribir un volumen de relatos, hacen falta varias ideas, con menos ramificaciones quizá; pero varias ideas no son joda cuando muchas veces cuesta conectar alguna. Ergo, la narrativa más o menos extensa era, desde mi punto de vista, mucho menos exigente, al menos en lo cuantitativo de las estructuras a estucar con existenciales escayolamientos. Con ello quiero decir que volver al formato narración breve -que según parecía, aquel extraño encuentro con La Croix ameritaba- no era cosa que me halagara mucho, en términos de inversión; hallar -o que lo halle a unouna buena idea, y quemarla en ocho o diez páginas me parecía algo así como dilapidación lisa y llana. A poco 1
¡Y JODER CON LOS GALLEGOS QUE ANDAN DICIENDO QUE EL ESPAÑOL ES LA LENGUA DEL NUEVO MILENIO!
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caí en esa tendencia tan mía de autorreprocharme, esta vez respecto de la facilidad con la que me embarco en lo que el entusiasmo me muestra como un crucero de placer, pero que indefectiblemente termina en azarosas travesías. Es un cuento, nada más me dije, una pequeña historieta macabra relacionada con este engreído ocultista. Comencé a escribir, sin ningún plan o idea preestablecida. Pero eso es lo que casi siempre hago. Y para saber qué escribí entonces, sólo deben remitirse al comienzo de este texto.
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La noche del viernes decidí ir a cenar a la cervecería de diagonal 79 y 54, cuya carta incluye un omelette de champiñones excelente, y puede verse el partido de fútbol adelantado por T y C Sports. El mismo miércoles, o mejor dicho, ya en la madrugada del jueves, había comenzado este cuento. Hasta entonces el resultado, obviamente, no era descollante. Sin embargo el tema prometía: un extranjero de lo más atípico, al parecer experto en folklores extravagantes, me había contactado a resultas de una novela que ya mientras la escribía me había provocado ciertos resquemores; ustedes saben, atávicos mecanismos de un tabú que me llevaron a evaluar la posibilidad de estar involucrándome con poderes que bien podían agraviarse con mi liviana intrusión, con orichás ofendidos que decidieran joderme la vida, en fin, cosas como ésa. Comencé a pensar que quizá el tal La Croix fuera un emisario de esos poderes 150
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ofendidos, que a través suyo pudiera estar operando su castigo. Estaba llamándome a sosiego, diciéndome que no podía lucubrar semejantes dislates, cuando el propio La Croix entró a la cervecería y vino directamente hacia mi mesa, lo que permitía colegir que de alguna manera había sabido que me encontraría allí, y que redundó en un recrudecimiento de los temores que intentaba despejar a caballo del sentido común. -Creí que no nos veríamos hasta mañana por la noche –dije, sin siquiera saludar primero -dado que La Croix, a su vez, había sentádose a mi mesa sin haber sido convidado-, un poco por el estupor y bastante por un sentimiento de invasión que se acopló perfectamente a mis sombrías tribulaciones. -Estimado Cebrián, solamente he querido entrevistarme con usted en vistas a esa reunión que dice, para aclarar algunas cuestiones previas y para tener el placer de que platiquemos un rato a solas. Ése era el plan primigenio, que habláramos a solas, y después, a su través o como fuera, conseguir alguien más para dar marco a la reunión. Pero quiso la casualidad que los demás estuvieran ya allí, y me dije que era una excelente señal, que las cosas estaban mejor dispuestas de lo que había supuesto en principio. -Parece que la clarividencia es una de las artes que ha frecuentado, por lo visto. -La clarividencia es moneda corriente en algunos niveles de vibración. Lamentablemente, aún no los he alcanzado, pero puedo tener algunos atisbos, eso sí. Me falta bastante pulimiento aún para que sea un elemento cabal en mi acervo. 151
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-Habla como un alquimista... -Es difícil no hablar como un alquimista luego de que se alcanzan ciertos niveles de objetividad. -¿Cómo es eso? –Pregunté, justo cuando una de las meseras vino a tomar el pedido de La Croix, que se inclinó por un formidable Caballero de las Cepas. Claro, con la afición que tienen a las sustancias puras y sutiles, los alquimistas no van a andar ingiriendo cualquier porquería. -Usted lo sabe, Cebrián. -No sé a qué se refiere. -Digo que usted sabe a lo que me refiero. -Aplique el método mayéutico, entonces, porque realmente no tengo idea de qué es lo que está intentando sugerir. La Croix se repantigó en su silla, encendió un habano con parsimonia, echándome miraditas de soslayo, mientras la mesera dejaba la botella de tinto y por suerte, dos vasos. -La mayéutica es el método socrático, y el hecho que usted haya echado mano a esa figura es apropiado por donde se lo mire. En primer lugar, ha colocado el eje del diálogo en un lugar más que adecuado, por cuanto Sócrates, como buen griego de su época, fue uno de los más entusiastas partidarios de las doctrinas herméticas que derivaron en lo que después, con mayor o menor grado de propiedad según el caso, se llamó alquimia. Es por demás prometedor su temperamento dado a los buceos filosóficos, fíjese. Todos los filósofos de la Grecia antigua, sobre todo los presocráticos, exhiben una incuestionable pertenencia a la doctrina primi152
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genia de Toth, llamado por ellos Hermes. Todos ellos abrevaron de las aguas del sabio que acuñó el molde del pensamiento para toda esta etapa de la humanidad. -He oído algo así, sí. Pero supongo que es una hipótesis bastante difícil de sustentar. -Si me permite disentir, estaría tentado a decirle que por el contrario, si analizamos los datos históricos con un mínimo de objetividad, esa hipótesis muy pronto se convierte en la única sustentable. Es imposible no advertir la incuestionable derivación del pensamiento de Parménides, Heráclito, y sobre todo de los atomistas, del mensaje sintetizador plasmado para toda nuestra era humana en las Siete Verdades Herméticas. Después nos la pasamos encontrando correlaciones entre estos filósofos, los taoístas, los Vedas, las doctrinas sufíes, las budistas, indoamericanas, Gurdjieff, Castaneda, etcétera etcétera. ¿Cómo no hallarlas, si obedecen todos a idéntica inspiración primigenia? Después vienen individuos como Aldous Huxley y escriben obras como La filosofía perenne, que señala todas las cuestiones en las que las grandes religiones actuales son contestes, atribuyendo erróneamente dicho paralelismo a algo que podría definirse, en términos jungueanos, como inconciente colectivo, siendo que es lo natural, que no podría ser de otro modo, ya que obedece a las vislumbres originales, con mayor o menor grado de distorsión. ¿Acaso no es evidente que todos los sabios de la antigüedad fueron a Egipto a buscar la palabra del mensajero de los dioses? Podría parafrasear a Nietzsche y decir “muéstreme un filósofo y le diré a qué Principio Hermético ha prestado atención”. Juro que podría hacerlo, indepen153
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dientemente de la eficacia o torpeza con la que cada uno ha operado. Y eso, sin tomar en cuenta las últimas etapas del pensamiento occidental, en las cuales la herramienta ha desplazado al objeto de estudio, tanto así que parecería ser que es la cola la que mueve al perro. -Mire, Don La Croix, sinceramente, he pensado cosas como las que usted dice, pero nunca llegué a tomarlas verdaderamente en serio. -Entonces es una suerte que me haya cruzado en su camino, aunque, como bien debe saber, ello no es más que una forma de decir, si tenemos en cuenta el Principio Hermético que establece la causalidad universal. -Honestamente, ese tipo de glosa me es refractario. Últimamente ha sido manoseado por toda esa caterva de infundados y presuntuosos New Age que andan pontificando por ahí... -Y bueno, hay que tomar las cosas de quien vienen, y recuerde que porque el burro patee, no hay que cortarle la pata. El hecho de que unos cuantos imbéciles repitan verdades eternas, no las hacen menos ciertas. Aparte, esa es gente que ha sido tragada por un flagelo que, si no tiene cuidado, es muy probable que llegue a afectarlo a usted también. -Cuál es ese flagelo? -Richard Whilhelm lo caracteriza muy bien en su interpretación del I Ching, cuando dice que una semicultura, un conocimiento a medias, es mucho más nocivo que una completa incultura. -Ah, es cierto, sí. Parece irrefutable, ¿no? -Lo es, no tenga dudas. 154
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-Pero lo que no termina de convencerme, es la relación entre eso que para usted parece ser axiomático con el hecho de que nuestros caminos se hayan cruzado. No estoy buscando un maestro, ¿sabe? Creo que eso es lo último que necesito, hoy por hoy. -En ningún momento he pretendido arrogarme ese rol para con usted, si es que eso lo tranquiliza. Aparte, usted ya tiene sus Maestros, ¿no es así? -¿A qué se refiere? -Me refiero a que últimamente, algunos individuos de vibración superior han estado apareciéndose por su casa. -¿Cómo sabe usted eso? -Digamos que como supe que lo hallaría aquí. Y no estoy haciendome el mago, el prestidigitador o el adivino. Puedo explicarle perfectamente, sin apelar a agentes fantasmales, cómo lo he sabido. Es muy simple, en realidad. Los mismos Maestros que han estado esforzándose en hacerle entender determinadas cosas, son quienes me lo han dicho. Por mi vibración personal, mantengo un intercambio mucho más fluido con ellos. De todos modos es bueno para usted el haber atraído su atención, claro que debería hacerles más caso en lo que le dicen. -Me gustaría aclararle que si no fuera por el Caballero de las Cepas, estaría comenzando a sentirme muy nervioso. -Pidamos otra botella, entonces. -Está bien. Pero me gustaría saber cuál es el plan. -¿Qué plan? 155
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-El suyo, el de reunirnos mañana a cotejar filosofías clásicas y herméticas. -Oh, eso sería como explicar un pez analizando solamente una de sus moléculas. Tendría que explicarle el plan global, y eso es lo que he estado tratando de hacer, no muy eficazmente, por lo visto. -Observo que tiene una cierta tendencia a graficar zoológicamente. Ya ejemplificó con perros, burros y peces. -Tal vez esté tratando de discernir en qué etapa filogenética se ha trabado su evolución personal. -Si no fuera porque invita un vino tan exquisito, lo invitaría a salir a la calle a pelear –dije, tratando de llevar la confrontación a un terreno físico, ya que en el mental estaba siendo vapuleado. La Croix simplemente se rió ante mi bravata; dejé el asunto así nomás, no hubiera sido cosa que, encima, saliera y me cagara a palos. Entonces aproveché a dar voz a algo que, entre muchos otros ítems, me había quedado en el tintero: -Dígame una cosa, todo esto del hermetismo, alquimia, filosofía y demás, ¿tienen algo que ver con lo que el otro día pareció ser el tema central de la charla, esto es, los cultos afroamericanos, especialmente el Vudú? -Todo tiene que ver con todo, si me permite la obviedad. En cuanto al tema específico del Vudú, eso no está incluido en la agenda de hoy. Deberá aguardar hasta mañana para que lo abordemos. (Antes de marcharse y -como serán capaces de comprender- dejarme completamente anonadado, La Croix se permitió darme un consejo, o mejor sería de156
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cir, una enseñanza. Basándose en la Ley Hermética que dice algo así como que el Todo está en todo, y que todo está en el Todo, me dijo que, si al conocer a alguien prestamos atención a esa parte trascendental -que inmediatamente asocié al concepto hinduísta de “atman”-, y no nos dejamos confundir por todos los prejuicios sociointelectuales adquiridos, al punto sabremos, de modo inequívoco, qué clase de persona es y en qué vibración oscila. Tal vez sea algo perogrullesco, pero creo que, como todo pensamiento, tiene la profundidad que cada uno sea capaz de darle. Lo que es a mí, y acorde al nivel que he sido capaz de conferirle, me ha resultado de inestimable ayuda, por eso es que no quise dejar de compartirlo con ustedes.)
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Esta es la secuencia en la que un autor preocupado por los formalismos que hacen a la adecuada estructuración de un relato, haría hincapié en el estado de zozobra mental que las circunstancias personales, adunadas a las inducidas por el extraño personaje irrupto, provocaban en su psique. Pero no es mi caso, toda vez que la decisión de volcar al papel las vicisitudes de lo que entonces ocurrió, me obligan a evitar dichas descripciones, dado que generarían defectos onto y filogenéticos -si es que pueden parangonarse analógicamente conceptos relativos al proceso literario con otros toma157
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dos de la evolución biológica2-. En el primer supuesto, la falencia estaría dada por la proliferación de arborescencias intimistas que colisionarían con el sentido rítmico que, según mis humildes entendederas, en esta instancia exige acción. En el segundo, por la tendencia a repetir situaciones y entornos de mis anteriores trabajos; lo que si bien estaría justificado por la recurrencia existencial de tales conglomeraciones fácticas, lo bueno de estos menesteres literarios es que pueden obviarse al momento de ser transmitido el grueso de la información, en función de las posibilidades de interpretación de estos contenidos tácitos, o no tanto. Y hablando de intepretación, espero que la suya de este párrafo resulte la mitad de lo dificutoso que fue para mí formularlo. Sin rencores. Y una addenda: la referencia a onto y filogenia comporta, a más de su expresa intencionalidad analógico-explicativa aplicada al plano discursivo, un extra bonus semiótico que no tardarán en descubrir. Y basta por ahora de estos devaneos epistemológicos, que me hacen pasible de tantos reproches e incluso diatribas de parte de mis lectores (de su parte, y de una parte de ellos, me cago en la anfibología).
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Hay que tener en cuenta que el contexto ayuda, por cuanto, si consideramos el asunto desde la perspectiva de los Principios Herméticos, no existen de hecho diferencias entre cualesquiera entidades, sean físicas, mentales, espirituales o lo que fueren, en su sustrato último (el Todo); las aparentes disimilitudes responden meramente a las distintas e infinitas frecuencias de vibración en las que la creación se manifiesta.
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A eso de las cinco de la tarde telefoneó el Luichi. Me preguntó si aún pensaba asistir al convite de La Croix, y le respondí que por cierto, que estaba ansioso por concurrir, y que esperaba que él también lo hiciese, dado que creí advertir una cierta reticencia de su parte. Dos horas más tarde pasó por mi casa y emprendimos la marcha hacia la avenida 7, a tomar el ómnibus 273. Traía una carpeta con solapas ajada y sucia, de color rosa, lo que evidenciaba que había cumplido con la consigna de abogar con pruebas al canto la originalidad de alguno de sus popes filosóficos. Por supuesto, conociéndolo como lo conocía, no me sorprendió en lo más mínimo que quisiera intercambiar información respecto de nuestras propuestas, pero me rehusé de plano; sin embargo, conseguí conformarlo transmitiéndole minuciosamente el encuentro de la noche anterior y el contenido del diálogo que se había suscitado. Sabía que los elementos filosóficos y su vinculación con el pensamiento hermético contenidos en él azuzarían su curiosidad y lo predispondrían mejor para la tertulia en ciernes. Descendimos pasando el viejo Puente Venecia, caminamos unas cuadras por el Camino General Belgrano hacia Capital y luego doblamos a la izquierda. La noche era clara y fría, la petaca de whisky que había traído el Luichi ayudó a mantener el calor corporal y a entonarnos en vistas a una velada que parecía prometedora, si bien no mucho desde una perspectiva meramente intelectual, sí en cuanto a la rienda suelta que seguramente daríamos a todo tipo de ocurrencias y divagaciones. Por supuesto, por entonces yo colegía con 159
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gran expectativa lo que vendría después, que es ésto, el procesamiento literario del material que acopié esa noche, y que más luego presentaré como un cuento más. Circunstancia que denuncia una cierta liviandad, un diletantismo barato que hace que hechos y situaciones más que adecuados para generar y desarrollar pautas de evolución personal, se vean bastardeados por este berretín presuntuoso que, como tantos otros vicios, va opacando y diluyendo toda posibilidad personal de trascendencia objetiva. Y, lamentablemente para mí, no soy, no puedo, ni quiero, ser otro. Finalmente llegamos a la dirección que nos había sido indicada. Era una zona bastante despoblada, de calles de tierra que definían manzanas con muy poca edificación. Sobre una esquina, y rodeada de un alto cerco de ligustro, se alzaba una casa de estilo pretensamente victoriano, no muy logrado en detalle pero que no obstante suplía esa característica esnobista con evidencias de suntuosidades extra. Estaba rodeada por un amplio parque, en el que se erguían árboles añosos que seguramente darían una exquisita sombra en verano; lo cierto es que, en aquella noche invernal, conferían al conjunto un cierto aire ominoso, casi diría que espectral. Aunque seguramente esa impresión respondía más a inquietudes subjetivas que a configuraciones paisajísticas. -Buenas noches, queridos amigos –saludó La Croix, mientras abría la pesada puerta de rejas y nos hacía pasar. Atravesamos el parque e ingresamos a la casa, a un gran living, con sillones al parecer antiguos, una gran estufa-hogar de piedra conteniendo un crepitan160
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te fuego encendido, varios tapices con motivos Haitianos de evidente sesgo vudú, un piano vertical, en fin, eso es lo que ha quedado en mi memoria. Luego de indicarnos que nos sintiéramos como en casa, La Croix nos sirvió un cóctel de ron con ananá que estaba de maravilla. Lo mismo podía anticiparse de la cena, toda vez que un aroma exquisito venía desde la cocina, arcada de por medio. El agasajo inicial incluyó un puro caribeño de excelente calidad, que solamente pude aprovechar yo, ya que el nabo del Luichi sólo fuma cannabáceas. -Estoy muy complacido por su visita, y fundamentalmente porque veo que han hecho la tarea –observó, en vistas a la carpetas que contenían las documentales del Luichi. -Ante todo –dijo éste-, permítame recordarle que lo mío no son folklores raros. Yo solamente soy un humilde profesor de filosofía. -Profesor de filosofía, puede ser –puntualicé. – Lo que seguro no sos, es humilde. -Ya le dije, mi querido Luichi, que no estamos aquí para evaluar los méritos o deméritos, estilísticos o creativos, de esos folklores que usted dice. Por otra parte, hallo más que positiva la inclusión de un hombre versado en los vericuetos del pensamiento occidental. -Hablando de ello, me he quedado pensando en lo que viene diciendo, cuando insinúa que es capaz de determinar a qué principio hermético ha atendido cada filósofo, al desarrollar su sistema. -Bueno, no es una cuestión muy difícil de resolver. Basta con tener los principios herméticos presentes y relacionarlos con el corpus ideológico de cada uno de 161
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ellos. No solamente se hacen evidentes al instante las correspondencias, sino que incluso permite una evaluación cabal de la validez de cada sistema, en tanto se aparte más o menos de aquella información primigenia, axiomática si las hay. -Eso que acaba de decir es muy difícil de sostener –observó el Luichi, algo molesto. –Y conste que por respeto estoy hablando eufemísticamente, ya que si no debería haber dicho que es un disparate. -Puedo demostrárselo –aseguró La Croix, aceptando el desafío. –Pero si ya vamos a empezar con estas discusiones previas, será bueno que convoque a Claudio. -¿Ya llegó? –Pregunté, sorprendido. -Sí, hace un rato. Está en la habitación con Ezili. Le está mostrando su colección de mariposas. El Luichi y yo cruzamos sendas miradas de sorpresa, no carentes de cierta sorna.
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Munido de su dosis de ron con ananá y de una leve aunque sugestiva sonrisa, Claudio se integró al diálogo. Ezili, sin embargo, permaneció en el interior de la vivienda. Está bien que no hablaba español, pero hubiera servido perfectamente como objeto decorativo (antes de calificar al juicio precedente de machista, obsérvese que no se remarca otra cosa que la facultad de producir emoción estética, que constituye un alto valor 162
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desde cualquier perspectiva, al menos para mí. El resto es basura ideológica de la peor estofa). -Bueno, tenemos un tema pendiente –expresó La Croix, a manera de exordio-, y les aclaro que de ninguna manera pretendo que se aborde de modo confrontativo. Más bien preferiría que pongamos nuestra mejor voluntad para hallar coincidencias más que disidencias. Detesto las discusiones en las cuales cada uno fuerza los argumentos más allá de su propia convicción, nada más que para prevalecer a cualquier costa. -Es una buena moción –observé.- Un querido amigo y maestro siempre dice que las ideas se atacan, las personas no. -Es muy buena preceptiva. Si me permite, la incorporaré a mi acervo dialéctico. -Hágalo, siempre es bueno tenerlo en cuenta, para evitar rispideces u ofensas ulteriores. -Ya lo creo que sí. Bueno, estimado joven Claudio, el tema a esclarecer acá con sus amigos se refiere a la posibilidad o no de reducir los barroquismos de la filosofía occidental a los preceptos basales propios del pensamiento hermético. -Siendo así, simplemente me limitaré a escuchar, por cuanto tal consigna supera abiertamente mis capacidades. -Más allá de su modestia, verá que el tema resultará lo suficientemente claro como para que cada uno de nosotros pueda manifestar sus pareceres. Hagámoslo sencillo. Por ejemplo, usted, Luichi, ¿qué filósofo le gustaría traer a colación para que yo intente reducirlo a las leyes universales reveladas en El Kybalion? 163
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-Me agradaría oír cómo se las arregla para analogar a eso que usted dice con Gilles Deleuze, por ejemplo. -Deleuze, eh... -Claro, no esperaría que le mencionara a un presocrático. Así la cosa le resultaría demasiado fácil... -Oh, no vaya a creer que me resulta inadecuado o inoportuno el filósofo que ha traído a colación, por el contrario. Déjeme decirle, al respecto, que la reacción de Deleuze contra las mediaciones dialécticas de amplio espectro (señeras del pensamiento occidental a partir de Hegel) y su necesidad de concentrarse sólo en emergentes caóticos y fragmentarios, es una manera de expresar de modo inconciente y parafrástico el repudio de esos sistemas tan imbricados y autorreflexivos en que ha desembocado el pensamiento actual. Sistemas en los cuales la condición de verdad está dada por su cohesión interna, cada vez con menos fundamento real. Y de alguna manera reconoce que lo real está en el último fondo, en eso que no puede ser reducido a conceptos. Se concentra en los elementos que azarosamente la experiencia pone ante él y, a partir de ellos, trata de deducir segmentos funcionales en un sistema inconmensurable, que sólo ofrece leves rastros de repeticiones sobre los cuales articular una pequeñísima y ocasional cosmovisión, una mísera oportunidad de aprovechamiento en términos de pragmatismo, tentativa y efímera. Nada que no supieran ya los primeros pensadores herméticos, o Lao Tsé, o Buddah. Es llamativo el ímpetu de Deleuze, casi adolescente, cuando se ocupa de a164
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rrojar bombas de entropía sobre un discurso obsoleto y saturado de bizantinismos. -Es demasiado general, eso que usted dice –observó el Luichi, meneando la cabeza con desaprobación. –Así quienquiera puede analogar una cosa con cualquier otra. -Está bien, estamos de acuerdo en eso. Y eso mismo que usted dice es, precisamente, otra de las claves herméticas. Pero profundizar y discutir ese tema nos llevaría toda la noche y probablemente unas cuantas más. De todos modos, debe concederme que no es tan descabellado lo que acabo de decirle, ¿o sí? -Le confieso que, sin asimilarlo directamente al pensamiento hermético, he pensado algunas cosas como ésa. Pero claro que sigo considerando infundado su paralelismo. -Es un breve divertimento, como para ir entrando en tema. Tómelo como una especie de introito deportivo, una especie de ballet marcial previo al gran evento. Y diga usted, Cebrián, ¿a qué filósofo le gustaría que examináramos según mi lupa? -Mire, no sé si puede considerarse estrictamente un filósofo, pero últimamente me he vuelto devoto de Gregory Bateson; y hasta donde sé, cada vez más gente se une a esta especie de consideración que al parecer excede holgadamente la cuestión intelectual. -No habría podido elegir un autor más apropiado para graficar lo que trato de comunicarles. Bateson, zoólogo, etnólogo, psiquiatra, epistemólogo, genetista, todo eso y varias cosas más, es quizá el último gran alquimista. Se han dicho y escrito infinidad de cosas so165
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bre él y sobre su pensamiento, tan inquieto, abarcativo y multifacético. Encarnó el ideal del hombre de conocimiento, demostró a los occidentales que su configuración cósmica es sólo una más y quizá una de las más tiránicas y arbitrarias. Me cuesta creer que no se haya considerado a sí mismo un alquimista con todas las de la ley; aunque sospecho que lo más probable es que lo haya hecho y no se haya atrevido a manifestarlo, porque ya bastante le costaba que lo tomaran en serio sin estas “excentricidades” adicionales. El statu quo es implacable con quienes lo enrostran con sus contradicciones e inconsistencias, a estas alturas ya grotescas. -Es cierto –concedí; claro que hay que tener en cuenta que yo soy más dado que el Luichi a esta clase de abigarramientos ideológicos. -Y para terminar, mi querido Claudio, ¿quiere mencionar algún pensador? -Yo de filosofía, mucho que digamos, no sé. Pero me gustaría saber qué opina de la poesía. -¿Qué opino de la poesía? Bueno, esa pregunta sí que no me la esperaba. Déjeme ver... en un principio, cuando a un mamífero -que comenzaba a erguirse- se le ocurrió descubrir... o mejor diría atribuir, funciones simbólicas a gestos, pinturas, estatuillas o fonemas, la cuestión inmediatamente adoptó, por imperio de las circunstancias, conntotaciones de suyo más trascendentales aún, por cuanto fueron vinculadas casi de inmediato al sustrato infinito que fue personalizado por el concepto que asociamos con dios-el-padre. A lo largo de las primeras etapas evolutivas de esta experiencia que nos despegó definitivamente de la animalidad, al menos en 166
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términos de relación con el ecosistema, surgieron las tradiciones difundidas por todo tipo de rapsodas. Durante milenios la poesía fue el canal casi exclusivo de transmisión de conocimientos, fueran objetivos o no. Después los enajenados de siempre fueron desvinculándola cada vez más de esos altos cometidos. Hoy día, por cada poeta cabal que viene al mundo, una legión de payasos presuntuosos y remilgados no solamente neutralizan su aporte sino que ayudan a confinarlos en el arcón de la oligofrenia, siempre cómplice de toda clase de oscurantismos reaccionarios. Y conste que la verdadera innovación es, desde mi punto de vista, una vuelta a lo más absoluto y primigenio, lo más legítimo y basal del pleno conocimiento que permitió todo tipo de crecimientos vegetativos, desde las flores más excelsas hasta las malezas más dañinas. Heidegger se plantó antes cuando aseguró que para saber todo cuanto se podía de metafísica había que remitirse a Parménides y Heráclito. Debió haber seguido la genealogía de ese conocimiento. Si así lo hubiese hecho, habría llegado a Toth, sin duda alguna.
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Luego de aquello que había sido definido por el anfitrión como “introito”, quedó claro que a pesar del carácter misceláneo de su exposición, y equivocado o no, sabía de lo que estaba hablando. Globalmente, compartí la observación del Luichi, en cuanto a lo vago y general de sus analogías, pero eso no las invalidaba a 167
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menos que, como bien había señalado él mismo, mantuviéramos una larga y penosa discusión. En cuanto a su visión particular de la poesía, debo confesar que la encontré de lo más atinada. Estoy cansado de oír loas y ditirambos a los “sugerentes”, los “logófobos”, los “emocionales”, los “minimalistas” y toda clase de etiquetas que no hacen más que dar pátinas majestuosas a imbecilidades ególatras mal disimuladas. Si hay algo patético es un idiota con veleidades poéticas, o sea el noventa y nueve coma nueve por ciento de los farsantes que se autodenominan “poeta”. Si el paciente lector despunta este vicio, me agradaría que tuviese a bien mirar hacia adentro y averiguar con toda honestidad las motivaciones y fundamentos de tal vocación. Me agradecerá por el servicio que estoy prestando a su evolución personal, al disuadirlo de no continuar por la vida con una máscara tan incómoda. Más vale enfrentarse a tiempo con una frustración que ir a dar de cabeza en esos fuegos fatuos en los que arden tantos bufos inconcientes. Unos cuantos tragos de ron con ananá después, La Croix sirvió la cena. Nada extraordinario, pero tampoco estaba mal: muchos vegetales, mariscos, leguminosas y arroz. Y excelentes vinos vernáculos. Ezili no estuvo presente, tal parecía que esa tertulia en particular sólo admitía hombres. Con las frutas volvió el ron, y para cuando llegó el momento del acto central, esto es, la historia que iba a contarnos La Croix, ya estábamos bastante mareados.
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“A los veinte años dejé mi Oxford natal para radicarme en Cuba. Ello así a causa de los negocios paternos. Allí fue donde aprendí español, ya que por más que mi padre abandonó la isla a los pocos años, yo permanecí allí. Por nada del mundo iba a dejar ese paraíso tropical por las brumosas islas británicas. Aparte, ya había establecido los suficientes lazos afectivos para con el lugar y su gente como para declinar todo lujo excesivo, frente a un buen pasar en el Caribe. Pero estas vicisitudes no son importantes; las traigo a colación nada más que para establecer el marco de la historia en sí, que comienza cuando, a raíz de mis intereses por las religiones afroamericanas y su vinculación con la enseñanza fundacional que hace unos minutos pretendí reivindicar como creo se merece, hicieron que me trasladara a Haití, para tomar contacto con ese rito tan temido que vulgarmente se conoce como Vudú. Hoy día no sé si fue buena idea, pero lo haría nuevamente, porque aunque esa experiencia ha traído algunos sinsabores a mi vida, me ha recompensado con tesoros de conocimiento que hubieran permanecido vedados para mí si no lo hubiese hecho.” “En aquella época yo no había comprendido del todo las Siete Leyes, así que era presa ideológica de esa clase de anarquismo necio que reaccionaba aún ante lo que sólo conocía de oídas. Había oído el lema Libertad y anarquía, pero un poco de libertad y anarquía, a raudales. Y lo había tomado en serio, hasta donde alcanzaba. Hay que ver, también; mucho aguardiente, hermosas mujeres negras, espiritualismos, conflictos raciales y políticos, en fin, qué mejor caldo de cultivo pa169
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ra una vida en esos términos, ¿verdad? Cuando uno es joven es imprudente y derrocha salud, y tal vez sea bueno que así sea. Así de viejos tenemos menos bultos a la espalda, no sé si me explico...” “Mis primeros años, no obstante esas disipaciones a las que hice referencia, transcurrieron medianamente apacibles, por cuanto los utilicé para aprender los idiomas entremezclados que esa gente habla, y para habituarme a sus costumbres. Mas en cuanto afiancé medianamente mi posición en su sociedad, comencé a inmiscuirme en sus rituales. Con prudencia, por cierto, yo también temía a ese culto, muchas veces considerado diabólico, de suyo más agresivo que sus análogos a lo largo de toda América. Al principio respeté sus códigos, como por ejemplo no aventurarme de noche en ciertos barrios sin el santo y seña pertinente. Ustedes saben, allá existen sociedades presuntamente secretas que todo el mundo conoce, mas mantienen esa falsa privacidad a base del terror que inspiran a los demás, que temen quedarse sin su alma, o convertirse en zombies, por la acción de esos que se llaman a sí mismos Zòbòp. Pero luego, y a causa de haberme enredado sexualmente con la bella esposa de un Oungan, un hechicero poderoso y líder temido por todo el pueblo, me volví más osado. Hasta que una noche fui atrapado por esos miserables, que me golpearon y me arrancaron un buen mechón de cabellos, y algunos pedazos de mi camisa. Yo sabía muy bien de qué se trataba aquello, y sabía también que debía actuar con rapidez si no quería terminar gravemente enfermo, o quizá muerto. Mis cabellos y mis ropas serían embotelladas con los Wangas, espíri170
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tus maléficos dominados por el Oungan y que me aniquilarían de un modo perverso. Cualquier negro de por allí se habría dado por muerto, habría ido a lamentarse y esperar la enfermedad y el deceso, tal era el terror que le profesaban. Pero yo no. Si bien sabía que su magia podía ser terriblemente efectiva –lo había comprobado en numerosas ocasiones-, no pensaba caer derrotado sin dar lucha. Así que nomás me repuse un poco, corrí a hablar con otro Oungan y le ofrecí todo el dinero del que disponía si me ayudaba en ese trance. Pese a lo tentador de la oferta, el Oungan dudó, porque inmiscuirse en una disputa semejante bien podía significar su propia muerte. Me dijo que tendría una buena posibilidad si destruía el recipiente en los cuales el hechicero había encerrado sus Wangas, dejándolos libres. Entonces era muy probable que se volvieran contra quien los había atrapado. Pero si estaban en buenos términos con el Oungan, probablemente sería lo último que yo hiciese en esta vida. Aseguró que lo más probable era que se volvieran contra su captor, y que, de todos modos, ésa era la única oportunidad que tenía. Me dijo adónde tenía su Oufó, o sea, su templo. Así que corrí, sangrando aún de mi arco superciliar derecho a causa de la reciente golpiza. Y tuve suerte, el Oungán y sus adeptos, los que me habían golpeado, estaban en el peristilo, tocando sus tambores -el manman, el segundo, el boula- alrededor del poteu-mitan, poste en el que se relacionan los hombres con los loas. Así que me proveí de un buen palo y, antes de que pudieran reaccionar, rompí todas las vasijas del Péyi (el altar, o la estantería donde tienen todos sus ídolos, las ofrendas y los objetos de culto). 171
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Cuán desesperado estaría que completé una destrucción total en unos pocos segundos. Enseguida oí los gritos. Tomé un enorme machete que estaba apoyado sobre el Péyi y me dispuse a luchar por mi vida. Pero el griterío obedecía a otras causas, ya que ninguno vino por mí. Sin embargo, se habían congregado alrededor del Oungan, que estaba convulso, como presa de la agonía. Así que huí, siempre cargando este machete que es ése que pueden ver ahí. Al otro día vino a verme el Oungan que me había ayudado. Yo había permanecido encerrado en casa con Aida, la madre de Ezili. Reclamó toda mi fortuna, y yo le ofrecí casi toda. Le supliqué que me dejase lo suficiente como para huir con Aida a Cuba. Pero él insistió en que debía cumplir mi parte del trato, y que era asunto nuestro cómo huiríamos después, si es que podíamos hacerlo, dado el revuelo que habíamos causado. Le dí el dinero y mis pertenencias, pero había ocultado parte de él con los fines que dije.” “Así que pasamos unos cuatro años en Baradero. Allí nació Ezili, y comenzamos a creer que la pesadilla había terminado. Una tarde, sin embargo, y para mi desasosiego, me topé con el Oungan que me había ayudado a librarme de su colega. Pareció alegrarse al verme, y también al oír que las cosas marchaban muy bien. Insistió en ver a Aida y a la pequeña, y no tuve más remedio que invitarlo a casa. Maldito el momento en que lo hice. Durante la cena hablamos generalidades, de cómo eran las cosas en Cuba, y de cómo estaban en Haití, entonces bajo el régimen dictatorial de los Duvalier. Luego serví tres copas de ron con jugo de frutas, las distribuí y fui al baño. Cuando volví, Aida estaba en 172
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la cocina aprestando algún dulce, y me pareció ver que el Oungan se movía bruscamente, apoyando una copa frente a sí. Seguramente puso alguno de sus filtros en mi copa, pensé, y esperé la oportunidad de volver a cambiarlas. El hechicero se distrajo un momento jugando con Ezili y tuve mi oportunidad. Al poco rato cayó como fulminado, y me felicité por la perspicacia que había salvado mi vida, o al menos la voluntad, porque seguramente estaba tratando de convertirme en su zombie, como castigo a lo que había supuesto una felonía de mi parte. Pero esa sensación de triunfo se hizo añicos al ver que Aida caía presa de iguales síntomas. Los dos lucían como muertos, pero yo sabía que no lo estaban. Tiempo después los hice reaccionar, que es un decir, porque estaba absolutamente catatónicos. El Oungan hacía todo y cuanto yo le ordenaba, pero yo no era capaz de movilizar a Aida. Ello porque era el Oungan quien la había hechizado, y él a su vez, había perdido toda voluntad. No podía verla así, tan hermosa, y tan vacía. Así que terminé con su sufrimiento y el nuestro.” -¿Y qué hizo con el Oungan? -Lo conservé como mi esclavo personal. No se merecía otra cosa. -¿Y acaso pretende que le creamos semejante disparate? –Preguntó el Luichi, agresivo ya por la borrachera y por la sensación de que La Croix estaba intentando tomarlo por estúpido. -Está aquí mismo, en la sala contigua. Espere. Abrió la puerta y dijo Papa Legba, preséntate a los invitados. Un negro anciano, de mirada perdida, in173
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gresó y nos hizo una reverencia. -Ahora –prosiguió La Croix- prepara cuatro tragos de ron. –Y añadió, dirigiéndose a nosotros: -Prepara buenos tragos, pero hay que especificarle la cantidad. Quedó medio idiota, ustedes saben. Tomamos el trago y nos marchamos, prometiendo encontrarnos de nuevo. Nos marchamos el Luichi y yo, ya que Claudio subió nuevamente a la habitación de Ezili a continuar viendo su colección de mariposas... en fin. Durante el viaje de vuelta me tuve que aguantar su perorata acerca de que el tipo estaba loco, que el negro debía ser un actor entrenado para hacerse el tonto (cosa que seguramente no le costaría demasiado), que La Croix capaz era un envenenador, por lo que suponía que debíamos ir a hacernos un chequeo médico, etcétera. Tal susto tenía encima que quiso quedarse a dormir en mi casa, por si a alguno le daba un ataque de catalepsia.
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Al día siguiente no me desperte hasta bien pasado el mediodía. El Luichi seguía durmiendo, roncando tan ruidosamente que cualquier sospecha de catalepsia se hubiera visto ridícula. Me senté a tomar un café y a fumar el primer cigarrillo del día. Encendí el televisor, comencé a hacer zapping hasta que una imagen me heló la sangre.
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-¡Luichi, vení a ver esto! –Grité, pronunciando las palabras rápido, para perder lo menos posible del audio. -Eh, qué pasa, tío, que gritás, no ves que me duele la cabeza... -Shhhh, callate, mirá. Se veía la finca de estilo victoriano berreta en la cual habíamos pasado la velada anterior, y unos tipos llevando cadáveres cubiertos en sendas camillas. Misterioso asesinato en City Bell: al parecer se trataría de un hombre de ciudadanía británica y una joven de color. Estamos aguardando precisiones. En cuanto las tengamos les informaremos. Ahora volvemos a estudios. -Yo te dije –Observó el Luichi, cuyo malhumor habitual se veía agudizado por la resaca. –Ese tipo está loco. -Estaba. ¿Qué mierda habrá pasado? ¿Y Claudio? -Qué sé yo. El cronista no dijo nada, ni de Claudio ni del negro que se hace el zombie. Tiene que haber sido uno de los dos. Mirá en el kilombo que nos fuimos a meter... hay huellas digitales nuestras en todos lados. -No te hagás problema. Los peritos argentinos no son como los que salen en el Discovery Channel, quedate tranquilo. -Dale, hacete el vivo, encima. -La única forma en la que nos pueden relacionar es si lo atraparon a Claudio. ¿Vamos hasta la casa, a ver si está, y si sabe algo? 175
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-¿Estás loco, vos? Ni en pedo. No quiero ver nunca más a Claudio, a ese negro, y tal vez a vos, tampoco; mirá en los quilombos que me metés... -¿Yo, te metí? Viniste solo, no hinchés las pelotas. Y si querés, quedate. Yo me voy a ver qué pasó, y si tengo algo a qué atenerme.
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Llegué a casa de Claudio. Toqué timbre y me pareció oír algo, un ruido apagado, como producido por alguien que no quiere delatar su presencia para que el visitante se vaya. -Claudio, soy yo, Gabriel –dije, acercándome a la persiana. Al cabo de unos segundos ésta se abrió lo suficiente como para permitir ver por las hendijas. Y unos segundos después me hizo pasar. Tenía una cara que era el paradigma del dark, pero no parecía estar muy orgulloso por ello. Más bien lucía sumamente preocupado. -¿Qué pasó? -Viste, qué escándalo. Creo que voy a desaparecer del mundo por un par de meses, por lo menos. -¿Vos, los mataste? -No. Bueno, en cierta forma, tal vez. -¿Cómo? -Mirá, te voy a contar todos los detalles pero si me jurás que no le vas a contar a nadie ni lo andás escribiendo por ahí, después. -¿Te parece que haría una cosa así? 176
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-Y, tratándose de vos, que sos un inconciente... mirá, las cosas fueron así. Subí a la habitación de Ezili, y me estaba esperando. Ya ahí algo me olía mal, era todo muy rápido, muy servido, vos me entendés... se me tiró encima, con un frenesí sexual que me aturulló. Pero yo estaba bastante borracho, y dudé que fuera a complacerla, así que fui al baño y me colé una pastilla de éxtasis. -Mirá vos, qué hombre de recursos... -Y bueno, qué vas a hacer, a veces la química ayuda, viste. La cosa es que volví, hecho una furia, y cuando metí mano... -No me digas... -Sí te digo. La hermosa Ezili era un muchacho. -No te puedo creer... -Sí, la concha de su madre. ¿Ves que debí haberlo matado yo? Tantos besos, de lengua para colmo... puaj! -Mmmh, qué asquito. ¿Y por eso los mataste? -No, estaba de visitante, así que después de putearlo lo más discretamente que pude, me iba a ir. El puto ése se quedó en la cama lloriqueando como una mina, te juro. -¿Y no te dio para echarle uno, aunque sea de contención? -No seas hijo de puta, cómo te podés reír, encima... así que cuando me iba, como alma que lleva el diablo (que así me parecía que era, literalmente), en el parque nocturno me topé con el zombie. Casi me muero del susto. Pero el tipo estaba ahí, tan humilde, tan cara de nada, tan indefenso... que me dio lástima. 177
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-Ah, ¿sí? -Sí, Gabriel qué querés que te diga... fue ahí que me puse a pensar que el hijo de puta ése de La Croix nos había mentido. Ezili no era hija suya. Por ahí era hijo, lo cual no dejaba de ser mentira. Y si había mentido en eso, probablemente nos habría mentido en todo. El negro aquél podía ser un obrero de su plantación, una buena persona, vaya a saber, que había sido usada y manipulada para esos experimentos enfermizos. -Sí, tenés razón, vaya uno a saber... -Bueno, la cosa es que, como te decía, lo ví ahí, tan indefenso, tan incapacitado, tan sometido a la voluntad de un par de degenerados hijos de puta que hice causa común con él, desde el asco y la frustración que había obtenido de Ezili. -¿Y qué hiciste? -Le mandé un éxtasis a él también. -No me digas que... -Unos momentos después comenzó a gritar desaforadamente, en un idioma desconocido, seguramente el criollo de por allá. Otra vez casi me da un infarto. Después corrió hacia la casa, y sin saber qué hacer, me quedé viendo hasta que arrancó el machete que colgaba de la pared, ése con que dijo huyó del Oufó. Entonces, previendo la masacre, continué en lo mío que, como te decía, era huir como alma que lleva una legión de diablos. Me encerré acá y me quedé temblando. Ahora estoy pegado al televisor, mirando los noticieros y rezando para que no venga la policía a buscarme.
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Ustedes dirán por qué, hoy día, cuatro años y medio después, se me ocurre contarlo. Lo hago por tres razones: la primera porque tanto el Luichi como yo somos ajenos a todo acto criminal que pudiese haber sucedido aquella noche delirante; la segunda, porque el nombre de Claudio no es tal y hoy día vive en Europa, ni siquiera sé muy bien adónde; y finalmente, porque creo que es mi deber hacer públicas las extraordinarias propiedades terapéuticas que tiene el éxtasis, y que fueran descubiertas por un azar que -casi diría- desafía la causalidad hermética, a través de nuestro amigo dark (con quien no hablo desde hace años; pero no obstante estoy seguro de que no debe tener el menor interés de atribuirse mérito alguno respecto de tal aporte a las ciencias de la salud).
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Índice Reptilia......................................... 5 Uno: El códice............................... 7 Dos: Filaria.................................. 30 Tres: LuoTatoohua...................... 44 Otros ensueños Deus et lingua.............................. 67 Te digo que fue orsái................... 71 Apuró el trago.............................. 74 Investigador transfigurado........... 78 Ió lo he conocío al tal Loayza.... 119 Logonautas................................. 123 Un gótico rioplatense................. 129 Índice.......................................... 181
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