Post Mortem

  • Uploaded by: Gabriel Cebrián
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  • Pages: 2
Post mortem por Leonardo Vieyra Nunca podré olvidar aquel lunes de otoño de 1.988. Mi hogar estaba en Tolosa, un barrio de caserones antiguos. Mi cuadra, de veredas angostas, estaba cubierta por un manto de adoquines. Yo vivía frente a Francisco Gómez, un hombre de 80 años, calvo y con una expresión típica de una persona de carácter fuerte, ceño fruncido y una mirada fija y penetrante. Francisco había vivido solo los últimos tres años. No tenía esposa ni hijos, sus sobrinos vivían en San Luis y no podían ayudarlo con su incapacidad. Había sufrido un accidente que lo dejó en silla de ruedas. Como no podía movilizarse normalmente se vio obligado a tener que contratar una enfermera que lo ayudara en su vida cotidiana. Así fue como llegó a su vida Mercedes, una mujer de 60 años, que aceptó el trabajo porque Francisco le pagaba muy bien. Los dos parecían disfrutar de la mutua compañía. Como el viejo no quería que Mercedes entrara con él al baño, ella hizo construir un sistema de agarraderas de madera atornilladas en la pared; de esta forma el podía salir de la silla y movilizarse sin ayuda. Su confianza en ella iba creciendo y había llegado a tal punto que pronto se convertiría en la heredera de sus bienes: dos campos en San Luis y una casa en Córdoba, dos terrenos en las afueras de La Plata y la casona de Tolosa. Un domingo por la tarde, luego de dar un paseo por el barrio, ella le preparaba unas tortas fritas para comer con el mate. Entonces aprovechó el momento para pedirle que el lunes lo acompañara a lo de Julio Ortigoza, su abogado, porque había pensado en cambiar su testamento. Su intención ahora era dejar los campos, la casa de Córdoba y los terrenos a entidades de bien público, y ella se quedaría entonces con la casa de Tolosa. Mercedes lo miró fijamente, temblorosa, con el cristal de sus ojos llorosos a punto de dejar caer una lágrima. Luego de unos segundos de silencio le contestó que por la mañana temprano, lo acompañaría. Ya por la noche y luego de cenar, Francisco preparó los papeles que llevaría a lo de su abogado y luego se fue a dormir porque al otro día debían levantarse temprano. Mercedes lo llevó a su cuarto y volvió a la cocina donde esperó ansiosa a que él se durmiera. Ya lo había planeado, no dejaría que él cambiara el testamento… ¡jamás se quedaría sólo con aquella mugrosa casa de Tolosa!, era muy poco para ella. Una hora después, abriendo muy despacio la puerta del cuarto de Francisco, lo vio tendido en la cama. Era el momento de realizar lo que había planeado. Volvió a la cocina, tomó el detergente y fue al cuarto de baño, que se encontraba en penumbras, porque la llave de luz hacía unos días que no funcionaba bien y muchas veces no encendía. A oscuras comenzó por aflojar las agarraderas que ella había mandado a construir, abrió las canillas para mojar el piso y lo enjabonó. Sabía muy bien que por la mañana, Francisco iría primero al baño y que ese sería el último lugar al que iría, jamás llegaría a lo de Ortigoza para cambiar el testamento. *

*

*

Mercedes se acuesta y la ansiedad le impide dormir, da vueltas en la cama y de reojo mira la puerta del baño que estaba en el medio del pasillo, entre las dos habitaciones. En su mente, las horas pasan eternas, sus párpados caen hasta que recuerda su propósito y enseguida se exalta. El reloj marca las siete y se escucha un ruido en el cuarto de Francisco. De pronto ella inclina la cabeza, ansiosa, agudizando sus oídos para percibir hasta el mínimo sonido: era la silla. De repente la impaciencia la invade, su corazón comienza a acelerarse y las palpitaciones resuenan en su cuerpo junto al ruido de la silla que se acerca al pasillo y ve pasar la sombra de la silla hacia el baño. ¡Era el momento que tanto había esperado! Pasaron unos segundos, los segundos se hicieron minutos, y luego el silencio… el silencio que tanto ansiaba, el silencio de la muerte. Su corazón había bajado las revoluciones pero aún la ansiedad la carcomía, tenía que verlo, tenía que asegurarse con sus propios ojos. Rápidamente se incorpora en la cama, sus pies descalzos corren hacia el baño oscuro, abre la puerta y en la oscuridad trata de encender la llave de luz sin darse cuenta que estaba sobre el piso mojado. Una ráfaga de fuego, una convulsión espontánea paralizante y dolorosa fue lo último que sintió. Segundos más tarde ella estaba ahí tendida, sobre el piso, y otra vez el silencio… la muerte asomaba de nuevo, como el sol amaneciendo por la ventana que alumbraba su cuerpo sin vida, en el baño, sola, víctima de su propia trampa y heredera de todos los bienes, porque Francisco había fallecido en su cama, poco antes de que ella pudiera verlo, la noche anterior.

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