En Algún Sitio (relato)

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EN ALGUN SITIO

Pero en el cruce de las cuatro rutas, de los cuatro miembros -cuando los nombres son llevados sobre lo alto de la cruz- uno encuentra para siempre , después de la angustia del pasadizo más ahogado, más estrecho, la detención de la calma y el reposo en la blancura de la extensión y del silencio. Paul Riverdy El sol y el aire secan las huellas de las olas que baten la superficie del planchón herrumbroso. El agua viene y va, dejando trazos de caracoles, hilos verdes del alga, bosquecillos minúsculos de líquenes azules, rastro de peces. El planchón humea, inmerso en una niebla olorosa a mar.

Flota a la deriva. El viento mueve la

bandera inútil y descolorida en lo alto del mástil. El viento trae el perfume y el nombre de una mujer que desembarcó en el muelle en busca del ardor de sus primeros amores: llevaba consigo un baúl de madera con cerraduras de hierro, y se cubría en un gran sombrero de paja que daba sombra a sus ojos dorados. Trae el viento también el murmullo de la voz de un hombre que cuenta cómo un día se fue con el Circo para hacer de cuidador de caballos, cuando el Circo pasó por su pueblo, situado en una llanura lisa y templada. En el Circo había gitanas que leían las cartas y las líneas de las manos: había payasos, comefuegos, trapecistas, y una rubia llamada Odry

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que montaba el monociclo en la cuerda floja. Y había una luna y un sol de papel plateado, que colgaban en un escenario todo hecho de cortinas negras: marco que servía a Cheo González cuando presentaba su famoso monólogo "El Loco de la Noche". En las funciones de despedida dejaban entrar gratis a los niños, y entonces los trapecistas volaban por los aires en increibles piruetas, y las gitanas y los comefuegos y los payasos traían de su imaginación los más rebuscados trucos, y Cheo González se escapaba de su mundo sombrío para contar historias infantiles. La voz cuenta aún cómo aquel hombre se enamoró de una de las gemelas domadoras de tigre: de Ingrid o de Marisol (o de las dos) y se fue con el Circo, embriagado de esa locura que algunos llaman Mal de Amor, murió luego en medio del desierto, y lo enterraron en los médanos, en el borde de un camino que luego fue borrado horas después por el viento, entre el sonido del pífano y el llanto de sus viudas. Aquí, acostado sobre el planchón, puedo sentir cómo esa voz se va apagando en el suave balanceo a veces brusco del oleaje, y también siento la presencia del olor salobre, iodado, erótico, vivo, que exhala el mar y lo inunda todo. Es un olor secreto y memorable. Un olor femenino y maternal. Los recuerdos vienen en medio de él como burbujas de jabón, traslúcidas esferas perfectas que salieran del juego de algún niño ocioso y feliz y un poco perverso. Me llega (por ejemplo) el recuerdo de aquella noche en la plaza de un pueblo .2

llamado San Miguel: una plaza oscura y sembrada de cayenas, en que un borracho vagabundo llamado Juancho, o tal vez Rafael, refugiaba su soledad. Esa noche bebimos un roncito claro y dulce, y él cantó con voz aguardentosa y desgarradora las más furibundas canciones de Julio Jaramillo, de José José y de Juan Gabriel: himnos de cabrones y despechados que yo acompañé hasta que me dolieron los brazos y los dedos y me vino una borrachera frenética en la que lloramos juntos y me contó cómo soñaba su velorio: como si fuera la única fiesta de cumpleaños que tuviera allá en su infancia, con globos y pasteles y música a todo dar, y así las estrellas se fueron desvaneciendo entre las lágrimas, y sólo quedo El Lucero del Alba, y nos dormimos entre las cayenas. Cuando desperté, ya Juancho, o Rafael quizá, no estaba. Pero entre las breñas del sueño persistía la imagen del velorio festivo: fiesta de niños que rodeaban al cumpleañero cantando sus rondas en un gigantesco patio adornado con bambalinas de colores y globos en una gigantesca piñata en forma de cinco, o tal vez de ocho, y abundantes dulces: recipientes con pudines, gelatinas, pasteles y caramelos multicolores, y una montaña de regalos envueltos en papeles llamativos, con altisonantes moños, y todos bailaban y cantaban alegremente, porque era de mañana y estaban llenos de luz. Así también era el velorio: una fiesta donde todos comía y bebían hasta hartarse, donde todos iban con sus parejas para .3

hacerse el amor, donde nadie vestía de luto y llovían serpentinas y papelillos sobre el féretro hasta que la hora del entierro les recordara que era otro día: el de su propia muerte. Así quería el vagabundo aquel que fuera su funeral.

Quisiera poder escribir estas historias. Quisiera escribir un monólogo con ellas y presentarlo en un escenario. Tengo esas historias grabadas en la mente como cicatrices luminosas, pero, sin palabras que las almacenen. Sin formar. Son como semillas germinando, con nítidas raicillas creciéndoles, alimentándose de mí como embriones, flotando en un tiempo sin relojes: aséptico. Me imagino yo mismo, con la cara pintada de blanco, con los ojos delineados de oscuro, vestido con una malla negra, en un escenario vacío, o quizá con dos o tres cosas para sugerir terminal

de

autobuses,

el

banco

de

una

el rincón de un

plaza,

un

quicio

abandonado, un basurero, cualquier sitio apto para ir contando la epopeya de un vagabundo: del Héroe Unico y Múltiple: del heróico clochard que soy, que he sido, que has sido, que somos, seremos: Hermandad Secreta, Logia Andrónica: La Señal

te consigue: un

trago de ron, un puesto para dormir en un portal, un rincón tranquilo para pasar la borrachera o la fiebre, un rato de confidencias y hasta un beso de amor. Porque a las mujeres les gusta el vértigo de lo que no saben. Por lo menos la primera vez se .4

entregan por eso. No aluden ni al azar de las barajas, ni a las rondas: abren sus frascos de elixires y esencias sin precaución, ni avaricia, ni afán de poseer. En el fondo de su ser primordial, creen a pies juntillas ese verso de Neruda que dice: Amo el amor de los marineros que besan y se van. Pero después: la sociedad, la familia, el contrato, los principios morales, la célula principal. Y se va al carajo la aventura en la búsqueda de una identidad inmediata: ¿Quién es él? ¿De donde vino? ¿Se quedará? ¿Seremos algo alguna vez? ¿Nos quedaremos juntos hasta que la muerte nos separe? Y vienen los registros de papeles, las visitas formales, los horarios de trabajo, las estampillas, el papel sellado, las vacunas, las garantías, los derechos de la mujer, del niño, del perro y otros animales domésticos. Eso, si uno no parte a tiempo. Por eso es bueno andar con la guitarra: así es fácil irse: luna menguante, una canción a media voz entre los árboles, un caminito: ella se queda, uno se va. Hay algunas lágrimas. Algunos suspiros. Pero todo pasa. Otro vendrá. Queda el recuerdo. No lo transmitirá a sus nietos en herencia como un blasón de moralidad y dicha cristianas, pero a la hora de su muerte lo verá puro y claro y luminoso como un lirio.

Pero eso no se puede decir. Si uno lo dice, las hembritas suspiran y dicen: Ay, tú si eres malvado. Y para malvado y heridor terrible, ellas saben preparar sortilegios y saetas cada vez más .5

ponzoñosas, certeras y potentes. Yo conozco yo la trama del paño, yo, que tanto he andado por corridas de corazones desde que me desvirgó una Yolanda contra un muro de bloques. Yolanda se llamaba: La Reina de la Parranda, le decían. En el bar LA HUELLA, donde trabajaba, ella brillaba como la luz de un faro en la tiniebla. Cierto que no era gran cosa: demasiado flaca, puro ojos y pelo, pero cuando uno se lo metía, ese cuerpecito de sardina se volvía candela líquida, río de pasión terrible, río de montaña, torrente que lo arrastraba a uno dando gritos hasta las rocas donde lo esperaban cantando las sirenas y de allí iba a parar en una playa amplia y blanca

con

palmeras

innumerables,

donde

se

reposaba

blandamente bajo el sol. Le hacían cola a la Yolanda. Le pagaban hasta quinientas y mil monedas por un polvo. Y tenían un chulo, El Aserrín, que antes había sido leñador y era un gigante que, además, tiraba cuchillo que daba miedo. Pero yo le gusté a ella porque tenía los ojos verdes. La encapriché, me enamoraba. Me decía piropos cuando pasaba a mi lado, rozándome. Y yo le daba gracias a Dios: gracias, Dios mío, por estos ojos, y limpiaba las cagaduras del bar todas las mañanas, arrastrando con un cepillo grande todas las virutas de madera y el aserrín mojado de kerosene, y lavaba los baños chorreados de vómito y otras suciedades, soñando con la Yolanda con su batica china iluminando las desventuras de mis quince años, soñando, porque de dónde iba a sacar la plata para .6

entrarle a ese negocio. Hasta que ella me raptó una madrugada: me sacó de la pieza que compartía con otros tres tipos en el solar de LA HUELLA, me llevó entre las matas de limón y me besó, me acarició, me enseñó los secretos de su cuerpo, y yo no sabía, pero las estrellas enseñan. Después nos hicimos amantes, a escondidas de todos y yo hasta quería casarme, porque su cuerpo me vibraba dentro y mi alma se quemaba, pero ella se reía con ternura y a veces me llevaba a la feria, a la ciudad mecánica, y nos montábamos en la estrella y en la montaña rusa, y comíamos helados, y en el tiro al blanco yo le saqué una muñecota de trapos que llamamos Pepona. Cuando partí un día de lluvia como ayudante de camionero, Yolanda me regaló un tomo de las obras completas de Shakespeare, encuadernado en rojo, en papel biblia y filos de oro: un tesoro que algún tipo loco con sus furores le dejara en la pieza. Y yo le robé el nombre para usarlo como sinónimo de todas las putas buenas y buenazas que encontrara en el mundo. Recorrí los caminos de camión en camión, y un día me uní a la troupé de teatro de un tal Jorge Pereira, brasileño por más señas, que también recorría pueblos, villorrios y cuidades: tenía el Jorge una casa rodante, un baúl lleno de máscaras y disfraces, otro con títeres, y el tercero con todos los libros del mundo. Tenía, además, una colección de mapas y una hermana llamada Amparo. Ay, Amparo, Amparito, Amparosa, Madre de los Hombres, Salud de los enfermos, .7

Refugio de los Afligidos, Reina de los ángeles: toda la letanía del rosario no me bastaría para nombrarte, porque fuiste de todo en mi vida: por ti recorrí los caminos del teatro: los lisos y los escarpados, con lluvia, con sol, atravesando montañas y desiertos, lagunas y quebradas y mares interiores. Por ti aprendí que el amor es posible como escuela, como reducto, como parque de diversiones con tiovivos, montañas rusas, bazares y ruedas de la fortuna; como fórmula química que producía insoportables levedades; como farallón sobre el mar, como vuelo sereno de pájaros. Por ti aprendí el secreto de las máscaras. Por ti comí y no comí, bebí en las tabernas del puerto y en las estaciones de trenes. Por ti fui de secreto en secreto, de parlamento en parlamento, de personaje en personaje, hasta que en Bolivia decidiste, Amparo de los recuerdos, dejarnos solos y abandonados, ceñirte la correa con el fusil, cortarte el pelo, ponerte el traje verde, e irte en pos de la figura del afiche, dejándonos desamparados y huérfanos. Y nadie supo más nunca de ti.

Todo se hizo pedacitos en tu nombre. Ya no soporté la Casa Rodante, las neurosis de los títeres, la cercanía de los muchachos todo eso que insoportablemente tenía tu huella. Y me fui por los caminos, me fui solo, me fui disfrazándome, me fui. La guitarra, una

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muda de ropa, un cepillo de dientes, mi tomo de Shakespeare. Me fui.

.9

Ahora hace frío. Flotamos a la deriva. Por encima de mi cabeza, algunas aves rezagadas interrumpen la luz de las estrellas con su paso, y vacila el trapo al viento. Oigo el murmullo de las alas, el batir de la tela y el sonido del mar que se junta con las conversaciones vagas e intermitentes que alguien mantiene en la proa. Esta hora me reconcilia con lo ya vivido, con lo que me espera por vivir. No pienso en la muerte. No imagino lo desconocido, ni formulo últimas voluntades y testamentos. Tal vez la muerte no sea eterna y entonces para qué las despedidas. Pero me gusta pensar que moriré en los brazos de una mujer, con mi guitarra recostada en un rincón, después de haber bebido, después de haber cantado, después de haber leído en voz alta gloriosos fragmentos de Shakespeare, después de haber hecho el amor. Así me llevaría la miel brotando bajo las rocas de mis huesos y mi cuerpo perfumaría el aire con fragancias lisonjeras. Moriré joven, tal vez, y será de noche, porque la vejez es triste y las noches son bellas. Alguien estará atisbando por una ventana. Me estremezco: es el Ángel que pasa sobre mi tumba. Es el viento, que ahora viene del oeste, trayendo visiones tenebrosas. Oigo voces que pronuncian mi nombre. Sólo quisiera que recogieran mi cadáver, que lo rescataran de esas planchas metálicas, de esas gavetas donde uno se congela desnudo, del torpe manoseo y el desacato animal con que los manejan, de los bisturíes juguetones de los estudiantes de medicina: que me volvieran honradamente a la tierra. Quisiera una tumba: el sol cayendo sobre la lápida de cemento donde un nombre y una 10

fecha constataran por un tiempo mi paso por la vida: epitafo: nació, gozó, murió, y de vez en cuando una flor, aunque sea arrastrada por el viento desde una tumba vecina, que llegue al azar y se enrede con las hendijas. Quizá sea vanidad eso que espero: vanidad de actor. Después de todo, puedo ser lo que yo quiera, cualquier cosa: piedra, árbol, lagartija, caracol y pez. Puedo levantar una tonelada de plumas sobre mi cabeza, y hacer que el público aplauda. Puedo convertir en un mapamundi la plataforma del escenario y crear la ilusión de que camino entre las multitudes que ríen y lloran

y llaman a la policía porque un hombre

vestido de payaso robó su globo a un niño. Si la tarde está hermosa y tibia puedo hacer, por el poder de mis ojos y mis manos, que crezca la vida donde nisiquiera crecía una brizna de hierba. Puedo hacer que la luz del sol penetre en un pequeño cuarto oscuro, y que brille y se derrame y fluya, luego que desaparezca lentamente, como cuando es el ocaso y el sol se va poniendo. Hasta podría, si quiera, pagar el alquiler de una casita con jardín y comprarme un automóvil a plazos, y vivir como los otros, con una mujercita dulce y dos hijos (macho y hembra) todos felices como perdices hasta morir. Podría dedicarme a vendedor: sé que puedo vender cualquier cosa: mi juventud, mi vejez, mi odio, mi amor, mi frialdad y mi pasión: todo se vende. O puedo alquilarlos. O regalarlos una mañana al primero que pase. O canjearlo por un boleto de viajes que vayan hacia lugares donde la nieve se derrita en el asfalto y las mujeres luzcan brillantes y doradas frente a las vidrieras de los boulevares, y un tipo se 11

demore diciendo a la novia desde un teléfono público todas las ternezas tontísimas que se dicen los enamorados, provocando la cólera de los que esperan para tratar sus cosas serias y sus negocios, y donde un señor, detrás de un lujoso escritorio, sentado en una silla reclinable y bien mullida, rodeado de secretarios y teléfonos, mire sobre su amplia ventana abierta sobre la ciudad, y envidie a los vagabundos que son dueños de las calles. Puedo, como esta noche, conversar conmigo mismo para no sentirme solo. Decir:

Soy el muchacho favorito de Dios: amo la madera como El me hizo: mis labios, mi sangre, mi corazón, mis ojos, y ningún otro puede tener tanta gloria, tanta luz, tanta esperanza, tanta tragedia, tantos furibundos amores...

Pero que sé que llegarán un último día, una última tarde, una última media hora, unos últimos cinco segundos, en los que apenas si pueda recordar el sabor de los helados y las luces del Circo, antes de

largar

amarras para siempre. [¿Quién es el que habla? ¿Quién soy? ¿Eugenio Sánchez, alias El Mimo, sin domicilio conocido? ¿Un sapo encantado y escondido entre las matas de té? ¿Un poeta llamado Gregory, nativo de Milwakee? ¿O un personaje inventado por una mujer: aquella juglaresa de paso veloz cuya voz de plata suena como una campana en el aire ferruginoso de una ciudad de perennes atardeceres?]

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En la obscuridad llega una ambulancia rompiendo con sus latidos de luz roja la unidad de la alta noche. Y se aleja luego, con su carga terrible, cuando comienza a amanecer. Los policías barren los vidrios. Algunos toman notas bajo la luz de un poste que permanece encendido. Un enano limpia la sangre con un trapeador que moja en un balde de agua perfumada con el desinfectante del olor del éxito. Ruines roban mis cosas para venderlas. En la Morgue, los camilleros se divierten contando mis huesos.

Muerto

un

actor,

titulan

los

diarios,

en

extrañas

circunstancias. Una mujer llora entre el sopor de las pastillas. Un hombre orgulloso se acalora frente a un escritorio gris. Y por medio de laboriosas gestiones, mis amigos rescatan mi cadáver, me buscan una caja, consiguen un lugar para el reposo, advirtiendo, eso sí, que en ese velorio festivo no se aceptan flores ni personas enlutadas, que es requisito que todos vayan cantando, que nadie se lo tome en serio, porque todo es una broma, una obra de teatro en la que los haré participar: la misma que noche a noche ensayo frente a un espejo de cuerpo entero, en el gran salón vacío, noche a noche, mirándome y remirándome, analizando hasta los más ínfimos gestos, grabando y regrabando mi voz, escuchando los tonos, los matices, los registros, hasta que la fatiga me hace caer sobre el piso de tablas donde coloco la lona doblada como almohada, donde me arropo con cualquier trapo de escenografía, donde cierro los ojos para soñar que voy flotando en un planchón a la deriva sobre el mar gris y sin edad, y allí recuerdo a mis abuelos deshaciéndose en cenizas sobre el 13

fogón, y la llegada del Circo al pueblo aquella tarde que mi padrino Manuel me llevó a verlo, y de su mano probé por primera vez los helados, y el traspatio perfumado de LA HUELLA, donde viví el amor con la Yolanda, y la huella de corazón de la Amparito como una herida luminosa, y los caminos soleados y las lluvias y el terrible océano que penetramos desde un río turbulento y amarillo, y recuerdo las canciones que cantábamos hasta la media noche, y la guitarra, y los versos de Shakespeare.

Ahora llueve. La lluvia camina sobre el mar y entre la noche. El planchón flota a la deriva y nada significan las voces quebradas, las banderas y los sueños. ¿Quién leyó (leerá) mi Destino, lanzado por la borda en una botella? Porque necesito su plegaria y su recuerdo para sobrellevar el frío, el miedo, la soledad, la tiniebla: todo cayendo sobre mí.

Pseudónimo: Ángel Ángelus

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PLICA CONCURSO DE CUENTOS DE SACVEN Cuento participante: En algún sitio Pseudónimo: Ángel Angelus Identificación: Milagros Mata Gil CI. 4596170 Teléfonos de contacto: 0274-254-5738 0274-414-7751

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