Autobiografía Apócrifa De Una Autora _10-2007_ Versión Autorizada

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Autobiografía apócrifa de una autora en búsqueda de un biógrafo real

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Autobiografía apócrifa de una autora en búsqueda de un biógrafo real

Milagros Mata de Carnevali Febrero del 2006

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No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, Ni aparté mi corazón de placer alguno, Porque mi corazón gozó de todo mi trabajo, Y ésta fue parte de mi faena. Ecclesiatés 3:10

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DEDICATORIAS

Para Ricardo Mitre, in memoriam. Para Ana Teresa Torres, amiga, hermana por elección, compañera de batallas. Para Arquímedes Espinoza, compañero de tantas caminatas. Para Rigoberto Rodríguez. Para Eduardo Segarra, con todas sus obsesiones, sus sueños, sus pesadillas, sus terrores, sus dolores, sus dudas y su amor: todo eso que ha enriquecido mi vida y me ha fortalecido. Para Eréndira Maita, donde, sin discusión alguna, la menor de su generación fue bendecida, aun por encima de los mayores, porque ella da testimonio de que hay dones que no reciben de Dios todos los mortales, sino sólo los que viven para dar testimonio de fe, de confianza y de amor. Para Bettina Pacheco, cuyo libro me llenó de ideas y de esas orugas de las que la Rosa le dijo al Principito que era necesario conocer, si se querían ver las mariposas. Para Roberto Meléndez y Alicia Chang. Para Higinio y Elena Meléndez. Para Mercedes y Mauro Barrios. Para Alimey, Nico y José Hurtado. Para Lola y Carolina Godoy, todos amigos entrañables. Para las personas que atendieron mi fragilidad corporal, con sabiduría y amor, cuando la muerte acechaba tan de cerca y tan sutilmente, en el Centro Cardiológico Pimentel, de El Tigre. Y para mis nietas, narradoras tal vez en el capullo de sus inocencias: Geilis, Fernanda, Marbella, Hillary.

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AGRADECIMIENTOS

Para los que en algún punto del camino me dieron la sobrevivencia. Y para los que me la negaron, por indiferencia, mezquindad e inclusive por crueldad. Para Alí Reyes y para Kike.

Para ese amigo infaltable que me llevó sobre sus hombros cuando no podía dar un paso más. Los que conocen Su Nombre, lo pronuncian con infinita dulzura, con timidez, con impenetrable amor.

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Lo que pareciera darse por sentado, dada su presumible obviedad, es que un texto autobiográfico sólo puede decir la verdad y nada más que la verdad, ya que si sale de la pluma de alguien que realizó, sufrió, gozó o testificó los hechos narrados, todo lo expuesto no puede ser sino palabra cierta. Es decir, como dicen los abogados, a confesión de parte, relevo de pruebas. Sin embargo, no hay nada más frágil que eso que nutre al que escribe autobiografía: la memoria. Es por ello que el olvido es un elemento que quita parte de la certeza a lo escrito. A eso se agregará, necesariamente, una secuencia de elementos: la censura propia, el pudor o la vanidad, que permiten al escritor la reconstrucción de lo vivido. De tal manera, que las imposturas que se encuentran en una autobiografía forman parte de las características del género, y son tan legítimas como cualquier otro recurso estilístico. A fin de cuentas, una autobiografía es un producto estético, un género literario, si se acepta como tal. Y reescribir una vida no es lo mismo que revivirla, sino parecido a reinventarla. Así, aunque quien escribe decida declarar que éste es un relato auténtico, el lector debe entender que puede encontrar muchos elementos que son producto de su tendencia natural hacia la distorsión y la mentira, pues la sinceridad total es imposible. Tal paradoja no le resta al género su intencionalidad literaria, sino que redimensiona otra clase de verdad. El yo fabulado que aquí se plantea corresponde en forma directamente proporcional con los personajes fabulados que aquí aparecen, aunque algunos aparenten tener también una vida propia. En otras palabras, aunque haya habido la intención de escribir la verdad, ésta se impregna inevitablemente de una ficcionalidad, a veces inocente, y a veces, buscada.

C CU UA AR RTTO OM ME EN NG GU UA AN NTTE ES SO OB BR RE ED DU UN NA AS SB BLLA AN NC CA AS S

Y ahora que el fin está cerca Enfrento el cierre del telón, amigo, Y te diré con claridad Los actos de los que tengo certeza. Autor desconocido: My Way (Versión libre en español)

Supongamos que este relato comienza a escribirse en el pabellón de una clínica psiquiátrica privada, aislada en algún lugar del mundo. Un sitio de protección. Un refugio. Un sitio de restauración. Supongamos que quien escribe sufre algún tipo de disociación de personalidad. Supongamos que es medicada cada seis horas por pulcras enfermeras vestidas de azul claro, para reforzar su confianza. Las medicaciones psicotrópicas, ya se sabe, tienden a producir esos estadios que fluctúan entre la somnolencia y la pérdida de contacto con la realidad real y verdadera. Supongamos que la realidad real y verdadera existe, cosa que no ha sido probada, y que es motivo de dudas desde los griegos. Esto, deduciendo debido a que las civilizaciones orientales, o sus pensadores más antiguos, no se preocuparan de asuntos tan banales como lo real o la verdad. Supongamos que este lugar es el refugio ideal para quien escribe, ya totalmente desadaptada de su sociedad, abrumada por las circunstancias más dolorosas y traumáticas.

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Supongamos que es por eso que eligió escribir sus Memorias sobre este fondo

(y seguramente sobre otros, que irá escogiendo a medida que

transcurran los días) para dejar un testimonio de lo que fue una vida llevada con alta velocidad. Supongamos que esto es un texto autobiográfico: el texto autobiográfico de una moribunda que quiere dejar un testimonio, pero de tal forma encriptado que la verdad y la mentira se confundan. Y sólo así se explicarían los pasos que habrá entre el recuerdo como ella lo querrá ver y el hecho histórico tal y como otros habrán de dar sus versiones, al verse aludidos. Supongamos que esta mujer (porque ya sabemos que es una mujer) fue protagonista de eventos que cambiaron el curso de la vida de otras personas. Supongamos que hizo mucho daño y también ella sufrió daño, pues, en su aceleramiento, fue también una especie de guerrera medieval. No Juana de Arco y sus voces y su hoguera, sino algo menos heroico, menos trágico, más bien dramático. Supongamos que ella, simplemente, lo hizo a su manera.

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[Como a su manera escribirá la autobiografía, jugando con los planos y con los recursos que pone en sus manos la tecnología digital, aunque, por supuesto, al tratarse de un ejercicio de escritura (eso, primordialmente) y de que su voz es la voz de una paciente psiquiátrica, no empleará otros elementos que le hubiera gustado incorporar, como los hipervínculos, por ejemplo. O las animaciones. Pero, en fin, es preciso conformarse si uno quiere contar una historia personal, absolutamente intrascendente para el curso total de la humana existencia. Y hacerlo desde este discurso que ya de por sí viene desacreditado: desacreditado de origen, lo que nos deja el sabor molesto de no saber si las cosas que se narran, o se narrarán, son virtuales, imaginarias, parte del delirio psicótico disociativo, de las drogas que la mantienen prisionera en ese limbo que tan bien refleja el fondo del desierto de arenas blancas, azuladas por el reflejo del cielo y de una luna que es apenas presentimiento de una de las fases, quizá cuarto menguante, porque es lo que corresponde pensar con el deseo de dejar un testimonio de lo vivido cuando ya lo vivido es sólo memoria e interpretación de la memoria. Las arenas, además, son metonimia del universo: es decir, lo que está arriba es exactamente igual que lo que está abajo, y, por lo tanto, habrá que aceptar que el universo es, como lo dijo Einstein, una línea curva horizontal, ilimitada, mas no infinita, como lo es el desierto. Supongamos que las arenas, además, quieren referirse al paso del tiempo, como si el texto fuera ese precioso adminículo que se llama relojdearena y que requiere de la intervención del hombre (o de Dios) para el marcaje de una serie de

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elementos que se pueden llamar convencionalmente segundos, minutos u horas. Y es que la arena produce esa sensación de lo inacabable que en verdad no es tan inacabable. Uno puede tomar un puñado y apretarlo y se siente: primero, su tibieza, el linaje áspero de sus texturas. Y después, su inasibilidad: se deslizan entre las grietas de la piel, vuelven serenamente a su espacio esencial. Es curioso: arenas y desierto. Quizá por eso, ella escogió ejercitarse en torno a las arenas, en medio de las arenas, y con un lenguaje que fuera tan inasible como el discurso que desde un principio será interpretado como discurso del paciente psiquiátrico, pues ya se sabe que los primeros lectores que tendrá serán los psiquiatras y psicólogos encargados de su tratamiento, quienes escribirán tratados, o simplemente su artículo anual para la revista indexada y arbitrada preferida que refuerza su prestigio]

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Nombres, historias y tumbas

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Me gustaría decir mi nombre, pero me temo que no es considerado hacia otros hacerlo. Pudiera justificarme, además, señalando que en las más antiguas culturas, la mención del nombre significaba, o bien la muerte, o bien la inmortalidad, y para ninguno de esos eventos estoy preparada. Así que Usted, el que lee, tendrá que adivinar. No tengo un nombre publicable, mas tengo como timbre de orgullo el conocimiento de mis generaciones.

Honra a tu padre y a tu madre, como Jehová, tu Dios, te ha mandado, para que sean prolongados los días de tu vida, y para que prosperes en la tierra que Jehová tu Dios, te da.

Y estas palabras estarán sobre tu corazón y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por los caminos, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como señal en tu muñeca. Y estarán como frontal entre tus ojos. Y las escribirás cada vez que puedas.

Nací el 17 de Abril de 1951, en una ciudad ubicada en un valle, cuyo nombre no quiero mencionar. La familia de mi madre vivía en ella desde el principio de los tiempos, que en América o lo que sea que se considere este planetacontinente, no llega a ser, en el momento en que esto se escribe, una edad mayor de quinientos años. Mi madre se enorgullecía del apellido de sus

abuelos maternos, mas no el de los paternos, que apenas mencionaba, como tampoco mencionaba al padre de su madre, un hombre llamado Eduviges Cedeño, quien casó con Felícitas Hidalgo y le hizo dieciséis criaturas en el vientre. Los Hidalgo disfrutaban de un raro prestigio en sus relatos, aunque de ellos sólo tenía trazas y daguerrotipos, pues habían sido acabados entre la Gripe Española y el mal del pecho. Hablaba especialmente de un tal Manuel Hidalgo, a su entender el más apuesto entre los hombres que mandaban la familia. Pero no de sus hechos guerreros, sino de la prudencia de sus actos y de la bondad de su corazón. Manuel Hidalgo era su bisabuelo, padre de Felícitas, y contrastaba violentamente con los hechos de su abuelo, el llamado Eduviges, guerrero de toda guerra y poeta conocido entre las aldeas y las tropas que en aquellos días eran la vida de este territorio sin leyes y con fronteras endebles. He pensado que Manuel Hidalgo, en su bondad, fue engañado por este Eduviges para que le entregara en bodas la hija amada de su corazón, la menor de su rebaño, que tenía apenas catorce años cuando probó el tálamo. Porque mi madre contaba que el marido, que se había presentado ante la familia cubierto con el prestigio de una labia espectacular, y, seguramente, de una apariencia que no dejaba de atraer las miradas, dilapidó el legado que le confiaron entre guerras y juegos de azar, ambas cosas que tanto le atraían, y que fue a Paris y se trajo cuantas botellas de ajenjo encontró, con la intención de aparentar ser un poeta maldito ante la

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escandalizada sociedad que compadecía a la pobre Felícitas, siempre empreñada por aquel hombre cuyo origen, eso sí, nunca fue claro para nadie, así que quizá ni ése era su nombre verdadero. Por lo tanto, harto de tantos escándalos, Manuel Hidalgo decidió recoger a su hija perdida y hallada en el templo, la cual para ese entonces ya había enloquecido y había sido picada de tisis, males de los que murió al muy poco tiempo, dejando sus numerosos huérfanos, ninguno de los cuales le fue entregado a Eduviges Cedeño, pese a sus reclamos. Y fueron criados en el seno de la familia de los Hidalgo todos ellos, y fueron muriendo también todos ellos, porque los Hidalgo, como ya he dicho, sufrían de debilidad de los pulmones. Sólo sobrevivieron tres de los Cedeño: tres mujeres, con destinos distintos: Carmen, a quien decían Carmelita, que heredó el espíritu libertario de su padre y fue piedra de escándalo familiar hasta que en su vejez fue recluida en una especie de asilo, donde murió, después de haber tenido una larga temporada en las calles, mendigando o quien sabe qué. María, quien se casó con lo que se llama un hombre honrado y de buena familia, y formó con él casa que reivindicaba el prestigio de los Hidalgo. Y Julia, quien también contrajo matrimonio con un buen hombre, pero pobre y quizá un poco aventurero, con quien hizo familia no tan prestigiosa, pero sí buena familia: cinco hijos de los cuales sólo uno heredó la manera de ser de Eduviges, porque ése era el temor de todos desde su aparición y desaparición. Porque no quiero olvidar el hecho de que

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decían que Eduviges Cedeño tenía el don de hacerse invisible. Dicen que en cierta oportunidad, estando fugitivo de las tropas del régimen de turno que combatía, entraron a buscarlo en la casa de hacienda de Chacao, donde sentaban sus predio los Hidalgo. Y que él se arrodilló en el centro de una habitación, con los brazos abiertos en cruz. Y que entraron los que lo buscaban y pasaban a su lado, sin verlo. Y dicen que ese poder se debía a su devoción al Espíritu Santo, aunque otros mencionan que pertenecía a la masonería. Así que no se sabe. Y mi madre, Cira María, que gustaba de contar historias y nos contó muchas veces y de la misma manera todo eso que ya conté arriba sobre Manuel Hidalgo y Eduviges y Carmelita y la tía María y la abuela Julia, quien no sufrió jamás de males del pecho, pero tendía a deprimirse en exceso y pasar días encerrada en su habitación. También me contó cómo los Hidalgo vinieron a menos después de la Guerra Federal, cuando fueron saqueadas sus haciendas por bandidos que se llamaban a sí mismos revolucionarios, mandados por un tal Zamora, quien, decía ella, era un vagabundo venido a más por las bodas que contrajo con dama de clase, pero quedada en nupcias, como lo era la hermana de Crisóstomo Falcón. En aquel entonces, terminada la Guerra, perdido el ganado y la tierra en mora, los Hidalgo y toda la parentela se asentaron definitivamente en la capital de la Capitanía General, esa ciudad en un valle que, personalmente, no quiero nombrar.

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Medicaciones/Mediaciones

La enfermera se acerca con la medicación de la hora. Viene en un carrito lleno de bandejas y pequeños vasos donde refulgen como joyas hacia el cielo las cápsulas y pastillas. Conversa con cada paciente mientras observa cómo, obedientemente, se toman la dosis recomendada para bien. Estamos en un salón largo, lleno de muebles de distinto estilo e iluminados por un ventanal que ocupa toda la pared. Desde el ventanal se ve el paisaje verde y hermoso de las tierras montañosas. En ciertas oportunidades, hay un techo de nubes blanquísimas, en un cielo azulísimo. Las nubes están altas y dejan ver los picos límpidamente. Otras, las nubes velan todo el paisaje y generalmente al siguiente día, relumbrando bajo el sol, hay nieve en las alturas. No hay cortinas que obstruyan la vista del paisaje. Vidrios discretamente polarizados protegen de la inclemencia de los rayos infrarrojos y también de cualquier intento de evasión. Y, antes de los vidrios protectores, seguramente bien sellados, hay una casi invisible reja de malla de acero, sensible al calor. La malla de acero activa alarmas lejanas. Las alarmas, a su vez, hacen que se muevan delicadamente las cámaras que nos filman de día y de noche hacia los posibles puntos de fuga. No es una prisión, dicen. Pero si uno se pone a pensar en esos ojos ocultos y esas manos ocultas y esas restricciones ocultas, quizá llegue a la conclusión de que sí, sí es una prisión. Escribo:

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Esta vez, este corazón deberá permanecer quieto, Ya que otros han dejado de moverse: Pero, aunque ya no puedo ser amada Deberían dejarme amar todavía. Mis días están en la estación de las hojas amarillas: Las flores y los frutos del amor se han ido El gusano, la llaga y el dolor Son sólo míos El fuego que en mi pecho arde Es solitario como una isla volcánica Ninguna antorcha se inflama con su ardor Apenas es una pira funeraria

La enfermera mira por encima de mi hombro. Admira mi caligrafía, lee los versos y dice que son bonitos. Escribirá en su historia que estoy escribiendo cosas deprimentes y suicidas. Ella no sabe y posiblemente nunca sabrá, que ese poema es versión de otro, que fue escrito en Missolonghi, una ciudad húmeda y pantanosa de Grecia, por un hombre enfermo y febril, que aún así persistía estar en armas contra los que oprimían la libertad.

Fue su último poema, escrito a los treinta y cinco años. A mediados de Febrero, mes que siempre lleva consigo cargas de devastación y muerte, el poeta sufrió un ataque que parecía ser de epilepsia. Fue el primer síntoma de la enfermedad que iba a matarle. Después, intervinieron los médicos, con sus

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tratamientos. Él persistió en sobrevivir, a pesar de aquellos. Pero el 19 de Abril, después de una inconsciencia de más de un día, a las ocho y treinta de la mañana, aspiró tres veces, buscando aire, sus párpados se estremecieron y luego se quedaron quietos. Durante todo ese día, cada hora se oyeron campanas tocando a duelo, salvas de cañón y casi se palpó el dolor inmenso que estremeció el hilo que unía las tropas, la ciudad, la lucha que libraba. Sus sirvientes recogieron con premura sus cosas mientras embalsamaban su cuerpo, que fue enviado a Inglaterra. Su corazón quedó enterrado en la iglesia de San Spiridione, en Missolonghi. Durante siglos, su nombre ha tenido un resplandor sagrado para los griegos y en casi todas las ciudades existe una calle, una plaza, un recodo, un parque, que se llama Odos

Byronos.

Ese hombre también fue mi antepasado]

(Entre los papeles de Byron estaban sus Memorias, escritas en verso. Fueron quemadas por el librero Murray, previniendo el daño que podían causar a la familia)

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18 1.

Es curioso que los dos hombres más influyentes del siglo, en Europa, hayan desaparecido casi al mismo tiempo: Napoleón y Byron.

2.

El rector de Westminster, tumba oficial de los Poetas de la Gran Bretaña, le negó el derecho a reposar allí, como se lo negarían a Oscar Wilde, aunque no por las mismas razones,

así que fue

llevado a sus tierras de Hucknall Torkard, en Nottinghamshire. El coche fúnebre fue seguido por cuarenta y seis carrozas desde Londres. El cortejo subió por Oxford y por Tottenham Court Road, hasta Highgate Hill, donde Mary Shelley, quien criaba a la hija bastarda, Allegra, lo vio pasar. 3.

En Brocket Hall, Lady Carolina Lamb cabalgó largo rato al lado del cadáver del que había sido su esposo, como por accidente. Convalecía de una penosa enfermedad y preguntó a su segundo esposo de quién era ese cortejo, a lo que él no respondió.

4.

La gente se apiñaba a su paso por pueblos y ciudades. El 16 de Julio, finalmente reposó en la tierra el ser humano y resucitó al tercer día la leyenda. Si tuvo razón, o no, si fue original o no en su concepción del comportamiento privado, lo único cierto es que su sinceridad fue siempre casi absoluta, aun cuando con esa sinceridad se defraudase a sí mismo.

Para la enfermera minuciosa y para los psiquiatras, los escritos de mi libreta de hojas amarillas serán solamente indicios de una agudización de mi depresión. Pensarán que deben aumentar las dosis de fluoxetina, o quizá una inhibidora más fuerte de la triptilina,

para potenciar el resto de los

medicamentos, que incluían dosis interdiarias e intravenosas de fenobarbital sódico. No podría explicarles, aunque quisiera, la fuerza que para mi imaginario psicológico tuvo siempre ese hombre. Aunque mi padre habló muy poco de sus referencias familiares, mi tía Teotiste me contó una y otra y otra vez cómo su madre, Elizabeth Shelley, hija de George Shelley, quien fue hijo bastardo de Allegra Shelley, conservaban el derecho de asistir a la escuela de Nottighamshire. Y de cómo ella y sus hermanas disfrutaron también de ese derecho. Y de cómo vino después la Gran Guerra Europea, y que ellas estaban en Londres cuando Adolfo Hitler decidió ablandar el espíritu inglés con numerosos bombardeos. Y de cómo murieron la mayor parte de sus hermanas y su madre en esos bombardeos. Y de cómo regresaron sólo tres de las siete que habían sido: regresaron sólo Ana Isabel, Ana Teresa y ella misma. Y de cómo los hijos varones, que habían quedado en Macuto a cargo del negocio familiar, habían sido defraudados y robados por un tal Antonio Briceño. Y de cómo mi tío Ernesto se había embarcado en el puerto para no regresar, admirador eterno de Robinson Crusoe. Y de cómo mi padre, Jorge Antonio, se había quedado, empañado en restituir a la familia el poderío económico que le había otorgado alguna vez su padre, Jorge también, fallecido tempranamente y dejando en la viudez a Elizabeth Shelley, nacida

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en San Fernando de Trinidad y educada en Nottinghamshire College, antes de ser ofrendada en bodas desiguales a ese comerciante de Angostura. Porque desiguales eran, por muy fina que fuera su familia y muchas morocotas que llevara en la faltriquera.

La tía Teotiste también me contó cómo los londinenses escribieron sobre las ruinas, mirando los letreros hacia el ominoso cielo por donde llegaban los bombarderos alemanes, la frase repetida de PODEMOS SOPORTARLO.

Hablaba poco Teotiste de su juventud. De sus ilusiones. De la férrea mano de su madre. Era una mujer callada y decente, que leía mucho y trataba de pasar desapercibida en todas partes. Ayudaba en la cocina y sabía preparar pasteles de hojaldre rellenos de crema pastelera. Aún esos pasteles me recuerdan la infancia. A veces, me mostraba grises fotografías de la campiña inglesa y de Londres.

Vestía un luto

prolongado y nunca

supe por quién, ni lo

pregunté. Porque

Teotiste, a fuerza de

querer desaparecer,

apenas si tenía vida,

apenas si era una

sombra tibia. Y fue

una mujer hermosa.

Las fotografías

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hablan por ella. Un papel con un dibujo habla por ella. Tampoco me preocupó por qué no se casó. Por qué tampoco se casó su hermana Ana Isabel, sobreviviente de todos aquellos episodios de la guerra. Por qué su hermana Ana Teresa se hizo amante de un hombre casado, para vergüenza de la familia, dijo mi padre, quien nunca más le habló. O para seguir la tradición, dijo mi madre, con mucho veneno en el breve comentario. Y de ese hombre tuvo a mis primas, Alba y Rosaura. Ni supe nunca por qué el otro varón de la familia, Ernesto, desapareció tan rotundamente, dejando una mujer y dos hijos varones que quedaron al cuidado de las tías Ana Isabel y Ana Teresa. Y crecieron y se hicieron hombres. Aunque yo no los recuerdo, ni sé dónde están, son mis primos, descendientes como yo de la sangre terrible, sublime y maldita, del Lord.

Un día, Teotiste murió, sencillamente, como había vivido. Y yo estaba en el internado en aquellos días y me fueron a buscar para acompañar el féretro al cementerio de Centurión, donde los Shelley y los Torres tenían sus bóvedas. Porque por uno y otro lado se podían usar. Digo, entonces. Mi padre está enterrado con sus antepasados. Mi madre, en una fosa para pobres del cementerio nuevo. Jamás he visitado sus tumbas, ni lo haré.

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Nombres, historias, tumbas

Recuerdo de mi infancia una madrugada extravagante de Enero, ligeramente más allá del filo de la noche. Multitudes bajaban de los cerros, ondulando banderas. Mi madre nos cargó a mi hermana y a mí y nos sacó a la puerta de la casa, para que viéramos el espectáculo. Sé que días antes se había estado hablando en voz baja, pegándose a la radio a cada instante. Sé que las noches eran solitarias y tensas. Y que, a veces, pequeños puntos dorados descendías de invisibles aviones. Y luego, aquellas multitudes embanderadas hablaban de un cambio en alguna parte. ¡Qué sabíamos nosotras, mi hermana y yo, niñitas empijamadas, de tiranías y vacas sagradas! Mi tío Juan, que se ocultaba en casa porque estaba perseguido por la Seguridad Nacional, que era la policía política del gobierno y tenía fama de ser cruel y sanguinaria, como toda policía política que se respete, uno supone, nos prometió que jamás volveríamos a vivir una dictadura: que desde ese momento en adelante, viviríamos en libertad. Sus ojos estaban húmedos cuando hizo esa promesa. Tenía ojos hermosos, como los de mi madre, ahora que lo pienso. Creo que nosotras no sabíamos qué era la libertad. Su mujer le hizo prometer a él, según confesión de parte muchos años después, que dejaría las tareas políticas y se dedicaría a criar su familia y trabajar para su prosperidad y salud. Mi tío Juan se alejó de la política. Pero a veces,

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cuando, años atrás, hablaba conmigo, dejaba entrever una intensa y soñadora nostalgia. En verdad, no sé para qué. Porque mucho de eso en lo que creímos resultó a la larga un fraude.

Mi padre era un hombre alto, erguido, que se movía y hablaba como un caballero inglés. Había establecido un modesto comercio de víveres, pero por lo visto lo administraba bien, pues invertía el excedente en la adquisición de casas. Cuando le propuso matrimonio a mi madre, ella consideró esas cosas como prioritarias, según confesara. Era ella en ese entonces una mujer de casi treinta años, quedada, según el dicho y los criterios de la sociedad, y con grandes deseos de perpetuarse en hijos habidos legítimamente. Y él, un hombre de cincuenta y dos años, serio, de buenas costumbres y con cierta prosperidad, de la que no alardeaba. Por otra parte, y ése fue un secreto que después me reveló, mi madre se había casado en unas primeras nupcias, a los diecisiete, con un señor llamado Santiago Saavedra, de quien nunca tuvo imagen que mostrar y del que eludía hablar específicamente. Se había divorciado de él, cosa inusual en aquellos días, porque no soportó más lo que ella llamaba su mala conducta. Ese enorme secreto, para su mente y su corazón, era un peso, una mancha, algo que le permitió considerar aceptar sin reparos y hasta dar facilidades para cumplir la propuesta matrimonial de un señor al que respetaba mucho pero del que no estaba enamorada.

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Después del divorcio, había entrado al taller de costura de Genoveva Badaracco, dama que cosía a las del gobierno de turno desde tiempos de López Contreras. Allí, no sólo aprendió el arte de la alta costura, sino que recibió las influencias, tanto de la maitresse du coiture, cuya sobrina casaría después con mi tío Juan, como de Carmen Sarabia, mi madrina. Era ella una mujer soltera a la que le gustaban los viajes y los libros. Decían, muy tenuemente, que en su tierna juventud había tenido una hija natural, que había muerto de difteria. Con mi madrina Carmen, mi madre viajó por todo el país en cada ocasión que se le presentó. Y, cuando yo nací, le alquiló una habitación de su casa y mi madrina entonces me leía los cuentos de los Hermanos Grimm desde unos libros hermosos y enormes que había comprado para mí. Ignoro cómo mi madre conoció a mi otra madrina, Mercedes Pérez, pero sé que de ella recibí las dosis adecuadas de amor y de atención

que

las

otras

mujeres

parecían

incapaces

de

ofrecerme

sencillamente.

Decía que mi padre tuvo un negocio medianamente próspero, que fue devastado por la administración del Dictador. En un momento de su vida, le expropiaron el negocio para construir en esos sitios los superbloques, edificios multifamiliares que así llamaban, y que constituyeron con el tiempo verdaderas colmenas de cultura distinta, y le pagaron con bonos del

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gobierno, papeles inútiles entonces y

ahora, lanzándolo a la calle

literalmente. Mi madre había dejado de trabajar con Genoveva, que, por lo demás, ya no tenía el taller de costura, y buscó quehacer en una fábrica, a destajo y en el hogar, para no descuidarnos a nosotras, las niñitas. Y mi hermana se enfermó de gravedad durante varios meses, así que las reservas se acabaron. Mi padre no encontraba empleo, ni había condiciones para recomenzar un negocio. Recuerdo que un día salió con un corte de casimir, tratando de venderlo, inútilmente. Veo a mi padre, tan orgulloso, caminando bajo el sol, sudando, sometido a humillaciones (pero quizá no lo recuerdo, sino solamente repito el recuerdo que mi madre me dejó). Y el alquiler de las dos casitas que poseía no era una entrada regular, y ni siquiera entrada, porque en una vivía mi tío Juan, quien aún estaba desempleado. Así que la mejor decisión que tomaron en familia, a su buen entender, fue emigrar, salir de la capital de la Capitanía General, dejar sus amigos y amigas atrás, en un viaje larguísimo, e instalarse en la gran casa vacía de la abuela Elizabeth Shelley, en Angostura, casa que le había construido con amor mi abuelo Jorge y que ella desdeñara para irse a vivir y morir en Londres, con las hijas de su viudez. Dos de mis tíos maternos habían sido predecesores de esa mudanza: mi tío Tirso, quien se internó en la selva con unos cuantos aventureros de la Sicilia, trazas de guerra, buscando el oro y el diamante. Y mi

tío

Manuel,

quien

se

asentó

urbanamente

aprovechando

sus

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conocimientos de cosas tan avanzadas como la Contabilidad, la Mecanografía y el control de archivos mediante Kardex. Tenía, además, una bellísima letra y una forma de ser generosa, solidaria, un poco burlona, tierna y gentil. Recuerdo de ese viaje el paso de un río enorme y serpental. Recuerdo las calles de tierra roja. Recuerdo los charcos que se formaban con la lluvia. Recuerdo la lobreguez de la gran casa y la tormenta que nos recibió aquel día de Febrero en que llegamos. Recuerdo la risa tibia y el abrazo protector de mi tío Manuel, que trabajaba en los Ferrys de Angostura y me enseñó a no temerle a las tormentas. Casi no recuerdo, en cambio, cómo era entonces mi tío Tirso, tal vez porque no estaba, sino que se encontraba en una de esas correrías mineras que fueron parte tan íntima de él. Y en ese momento comenzó para todos otra vida. Quiero decir: para mí, comenzó la vida real y verdadera, porque aquéllas eran (lo sentí desde el primer momento) mi casa

y mi ciudad.

Guardo de esos días una postal. Con una letra segura y desigual, mi madre le escribió a mi madrina Mercedes: Llegamos bien. Y la fecha de Febrero de 1959. Lo escueto del mensaje habla del dolor de su corazón, tratándose de una señora tan locuaz. La postal, en blanco y negro, representa el episodio de la pesca de la zapoara y el bocachico: hechos absolutamente épicos y rituales. Después, sabríamos que la pesca se realizaba en Julio y en Agosto.

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Pero lo que importaba en ese momento era dar a los otros la seguridad de que habíamos llegado a un puerto y que, desconocido aún, este puerto parecía ser un sitio seguro. Creo que, como muchos exiliados, mi padre y mi madre creían que su estancia iba a ser temporal. Otros exiliados, simplemente queman sus naves. Creo que mi madre nunca pensó realmente que yo me sentía más la nieta de Elizabeth Shelley que la de Julia Cedeño, su propia madre. Veo el retrato de la abuela Shelley y puedo descifrar los rasgos de mi sobrina Jessica. Pero todo eso vendrá mucho después.

He vivido una vida plena He transitado por todas y cada una de las carreteras y más, mucho más que eso hice, pero lo hice a mi manera.

Quizá alguno se pregunte por qué razón estoy yo aquí. No lo sé. Los acontecimientos históricos: esa guerra, que al principio fue de baja intensidad, para irse convirtiendo en un conflicto civil más violento aún porque era impredecible, contribuyeron a que se rompieran los nexos minerales que me unían al mundo, tal y como lo conocí durante más de medio siglo.

Cierta mañana, desperté con unos fuertes temblores que duraron días en espantarse de mi cuerpo. Corrientes eléctricas recorrían mi interior y me

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producían convulsiones, vómito y diarrea. Mi pensamiento se trasladaba de extraños lugares a los sitios seguros y confiables, sin lapsos que indicaran cómo, ni cuándo. Los médicos estaban desconcertados.

Propusieron

exámenes y tratamientos disímiles, que quise cumplir religiosamente. Finalmente, dijeron tres palabras: pánico y stress postraumático. Una noche, según recuerdo, morí. Llevaba días en medio de la crisis. Dormí brevemente hasta la madrugada y me desperté totalmente débil. Sola, en el departamento que ocupaba, acunada en la que era mi hermosa hamaca roja tejida a mano por alguna persona de la nación wayuü. No había ingerido más que té y sopa durante esos tres días y en la oscuridad, mis miembros se veían resplandecientes, quizá por la blancura reflejada de la estructura ósea. Llamé al número de emergencia de mi celular. Poco tiempo después, una ambulancia destartalada me trasladó a algún sitio. Mi razón vacilaba. De pronto, caí en una duermevela. Sentí que algo intangible se desprendía de mí, de esos restos físicos que ya no daban para mucho más (pensaba yo) Y supe que era la muerte. Primero, fue como si me hubiera convertido en una burbuja o en un grupo de burbujas muy pequeñas, suspendidas sobre mí un rato prodigioso, inconmensurable.

Luego, esas burbujas comenzaron a

desplazarse a una velocidad inconcebible y en dos planos: en uno de ellos, veía los flashbacks de mi vida: acontecimientos que no recordaba conscientemente y que aparecían como en una vieja y maltratada película: en off, una voz me explicaba que la película estaba arañada por el mucho uso que se le había dado. La voz me explicaba otras cosas, otros eventos

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que aparecían en el film. En otro nivel, las burbujas que yo era en ese momento corrían por un túnel absolutamente oscuro, donde se entreveían iluminados al azar por luces rojas, puentes caídos, fulgor de montañas desprendiéndose, hombres y mujeres matándose, desiertos, agua hirviente. Mi consciencia estaba intacta, lúcida, y comencé a decir el SALMO 23: El Señor es mi pastor, nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar. Junto a fuentes de agua fresca me pastoreará. Confortará mi alma. Me guiará por sendas de Justicia por amor de su nombre (en mi cuerpo mortal, el llanto comenzó a salir suavemente de mis ojos) Aunque atraviese valle de sombras de muerte, no temeré mal alguno, porque Él estará conmigo: su vara y su cayado me infundirán aliento… Y en ese momento, justo en ese momento, otra voz, la de un hombre, tranquila y apaciguadora, se unió a la mía: Aunque atravieses valles de sombras y muerte, no temerás mal alguno, porque Yo estaré contigo: mi vara y mi cayado te infundirán aliento… Y las burbujas seguían atravesando los niveles del túnel, simultáneamente en uno y otro, sólo que a lo lejos se veía una salida luminosa: nubes bordeadas del oro del sol sobre un cielo terriblemente azul. Pero a lo lejos. Y otra voz comenzó a contar: Uno… No temerás, decía mi consolador. Y el viaje era largo y abrumador. Mi cuerpo ya estaba lejos lejos lejos lejos. Se iba hundiendo mi cuerpo, lo sentía, en un sueño profundo. Y la voz dijo: Dos… No temerás No temerás No temerás No temerás

No

temerás, seguía insistiendo el consolador, porque yo ya no decía nada y sólo esperaba el anhelado final. Sin tiempo. Sin espacio. Mi vida como una

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película mal editada y demasiado revisada en malos proyectores. La vida del mundo, tienebrosa, afiebrada, llena de siluetas y luces rojizas. ¿Para qué insistir? No temerás No temerás No temerás No temerás No temerás

Una luz violenta me despertó, cegándome, como quizá me cegó la luz el día en que salí del vientre de mi madre. Nadie pronunció Tres. Todo lo demás desapareció y gente vestida de verde y de azul me rodeaba sobre una camilla de hospital: No. Hay demasiada vida en este cuerpo, escuché decir al médico encubierto por mascarillas. Y entonces, comencé a llorar.

Un mes, casi dos meses después, mi casa fue ametrallada a mansalva por tres muchachitos ignorantes. Fue un acto absurdo. Pues ¿qué había hecho yo más que escribir con una constancia irrevocable, lo que veía en mi entorno y más allá?¿qué había hecho yo más que cumplir el oficio que había escogido desde mi juventud? Ser periodista no es sólo redactar las notas más escuetas sobre los acontecimientos cotidianos: es comprometerse con la noción de que toda historia se escribirá a partir de los textos que uno construye y que dicen, indispensablemente, no sólo lo que es, sino lo que será y lo que fue. Y si la vida va en ello, vale. Pues va. Aquel día, cuando mi puerta fue violentada por una ráfaga de disparos y yo me eché al suelo, sintiendo cómo caían sobre mi cuerpo los trozos de pared, de madera, los

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escombros de una casa que había querido hacer para pasar el resto de mis días, y sabiendo que no era mi vida lo que buscaban, fue el comienzo de un desprendimiento de los hilos de mi existencia como era antes. Llamé, en un acto reflejo extraño, a un sacerdote católico amigo, Pablo, quien vivía en la capital. Cinco horas alejado de mí. Sin embargo, este sacerdote llamó al arzobispado y media hora después, un carro estaba ante mi edificio y gente de la Iglesia me auxilió, médicos de la Iglesia me atendieron. Como en el medioevo, fui llevada a recinto sagrado. Desde allí se establecieron los contactos para que no prosiguieran las agresiones en mi contra. Los detalles son cosa del pasado y no me interesa registrarlos. Baste saber que un documento comprueba la responsabilidad del gobierno de aquella región, firmado por el gobernador de aquella región. No guardo rencores. No hay nada personal en todo esto, la guerra no es personal. Y era, es ¿era? el inicio de una guerra.

Y yo sé que no se trató solamente de eso. Cuando los voceros del gobierno comenzaron a transformar sus discursos, hablando de comunismo o socialismo y a enfrentar a la gente por sus clases sociales o sus intereses, cuando comenzaron a constituirse los Círculos Bolivarianos, preparados para el enfrentamiento y la batalla, mi instinto, mi curiosidad, me llevaron a indagar más y más en el origen, la estratificación, el financiamiento, de aquellos grupos fanatizados que firmaban, casi con sangre, un documento donde juraban defender hasta con su vida, la vida del mandante. Era un maximun

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de la locura. Los camisas parda de este régimen, pensé. Y pensaron otros también, puesto que los fueron domesticando, los fueron eliminando, en función de algo más ominoso: la presencia de G2 importados de Cuba, por ejemplo. O la institucionalización de la violencia como respuesta a ¿qué? El resto de la sociedad no estaba habituada a vivir de esa manera. No estaba habituada.

Y después, poco a poco, fui ingresando en el campo de las más duras batallas. No quería seguir más siendo insensible. Andar y andar. Y caminar. Sin resultado. Sin respuesta. Se hablaba entonces de la gran confrontación. Y aunque yo desaprobaba el hecho como tal, pensé un día en eso que llamaba después Enrique economía de vida. Creo que era mejor llamar a ese acto uno de legítima defensa. O de ecología de vida.

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Nombres, historias, tumbas

A mi madre le costó admitir las ventajas de la emigración. En Angostura, la cultura predominante era la de mi padre: allí estaban enterrados su padre, sus abuelos maternos y paternos, sus bisabuelos. Su apellido se reconocía entre las familias más antiguas. Muchos recordaban cuándo habían traído consigo a la mujer trinitaria que fue mi abuela, y aunque lo mencionaban con

Elizabeth Shelley (Angostura, Foto de Rojas, 1909)

un cierto desdén, no podían obviar que en otra rama había un Loughling irlandés que había peleado con Piar en la Guerra de Independencia. La fotografía de Elizabeth Shelley presidía la sala interior. Todo en ella sugería

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contención y buenos modales. Hasta su sonrisa, No podría decirse que era una mujer religiosa. Los libros que dejó en la casa sugerían lecturas diversas y profanas. Mucha poesía. Milton, Kipling, John Donne, las novelas de George Sand. Decían que tenía la tez morena clara y que no se llevaba bien con la sociedad angostureña. Tal vez por su natural hostilidad a todo trato social. Tal vez porque ella creía ser superior por nacimiento y prosapia. Tal vez por sus repetidas maternidades y su viudez temprana. Tal vez porque la sociedad angostureña rechazaba su tez mestiza y su nacimiento en Trinidad, aunque era costumbre que allá completaran sus estudios los jóvenes de clase acomodada. Tal vez por el desarrollo eventual de una mutua antipatía, de un mutuo recelo. Tal vez porque prefería traer su lencería de Inglaterra. Muchos tal vez. En la foto de Rojitas, especie de Vasco Szinetar de la época, dedicado al retrato de damas de alto linaje que pagaran sus honorarios, aunque no descartaba la fotografía de circunstancias históricas, ella asume la pose de una señora del siglo XVII o quizá del XVIII. La veo hoy día y los rasgos de mi sobrina Jessica salen al paso: es decir, los ojos y la mirada de mi sobrina Jessica, oscuros como los de ella, y no claros como los de la mayoría de los descendientes de Elizabeth Shelley, los de mi padre, por

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ejemplo, o los de mi hijo Alejandro. La nariz sí es la misma: posiblemente la nariz de George Shelley, que se trasladó inalterable de generación en generación (releo lo escrito y me parece ver en la sonrisa de mi abuela cierto gesto enigmático que ella hubiera podido tener, o que el pintor retrotrajo de sus seguramente bocetos de ejercicio sobre la obra de Da Vinci) George Shelley, el padre de Elizabeth, la habrá heredado de su padre, un desconocido. Porque su madre, Allegra, tenía el aspecto de una italianita del sur en el escueto portarretrato que estaba sobre la cónsola. No hay fotos tampoco de Vigna Vidharsstanau, quien naciera en Bombay, en 1856 y muriera en San Fernando, en 1890. Piedra de escándalo fue su boda con aquel Coronel del Ejército Imperial, quien la amó hasta el punto de sacrificar la brillantez de una carrera impecable y aceptar ser trasladado como Jefe de Aduanas a las islas de Trinidad y Tobago, para ocultar lo que se consideraba una deslealtad al Imperio y el apellido que lo nutría, aunque fuera por la rama bastarda. Sin embargo, aún se conservan las fotos de la Reina Victoria y del Rey Jorge que él guardaba con lealtad y respeto.

El hermano de Elizabeth Shelley falleció en los campos de batalla de la Primera Guerra, sin dejar descendencia. Si el poeta de Missolonghi pasó por sus vidas más allá del ADN y los genes para siempre, era cosa que no se mencionaba ni en la mesa, ni en los salones familiares. El nacimiento de

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Allegra era un tema sigiloso, pero no la relación con Mary Shelley, quien la crió como su hija y a quien se rendía el debido culto como novelista famosa. La madre de Allegra, Claire Clairmont, era aún más tema prohibido, porque hasta el mismo Lord la había llamado una pequeña puta. Toda aquella casa de Angostura estaba llena de recuerdos y cartas y fotos y espectros imposibles de ver, pues vivían allá, en las Europas, y libros y secreteres y ocultos espacios en los muros y los estantes y papeles más ocultos aún que una niña curiosa como yo lo era no podía dejar de ir descubriendo. Fue una aventura vivir en esa casa, erguida en lo más alto de la ciudad, desde cuya balconadura se podía ver el río en todo su esplendor. Quizá sea un juego de la memoria, pero en mi habitación encontré cierta vez la primera edición de Childe Harold, olorosa a albahaca y a moho. Lo guardé años y años hasta que aprendí a leer correctamente el inglés, la lengua de mis ancestros. Ya para entonces sabía de los vicios, los escándalos, la heroicidad y el martirologio de George Gordon.

[Hice un diagrama para desentrañar la espesa red familiar donde los nombres se repiten y se entrelazan. Cuando mi padre murió, abrí su caja secreta y allí estaban las actas de nacimiento y defunción, una Biblia del Rey Jaime, con bordes dorados y tapas negras, donde alguien había anotado fechas de nacimiento, de matrimonios, de desapariciones. Y había cartas de

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notarios de Nottighamshire, donde se reconocían una y otra vez las voluntades del Lord. Facturas de colegios, certificados de colegios, daguerrotipos, fotografías. Mi padre guardaba cuidadosamente su pasado. Y estaba su Diario también. Nunca pensé que mi padre llevara un Diario, y no quise leerlo (¿por miedo?¿por respeto?) sino que lo quemé en el patio de una casa que, por disposición testamentaria, pasó a ser mía, hija primogénita, como la tradición de esa familia lo exigía. Y mi madre se sintió ofendida por aquella decisión que, en verdad, no me importó demasiado en su momento, pues yo ni siquiera vivía en este país que no sentía antes como mío: yo era una apátrida, una extranjera, una que llevaba encima dos pasaportes y uno de ellos la llamaba súbdita de la Reina Isabel La Segunda. Y mi hermana se ofendió más aún, así que la separación que había entre nosotros se hizo más profunda, aunque juro que nunca tuve la intención de reclamar los derechos exclusivos sobre esa casa y sus contenidos, acumulados de generación en generación, hasta que mi tío Manuel me llamó para decirme que andaban malvendiendo los cristales y las porcelanas y las platerías de mi abuela. Y entonces, no, no lo iba a permitir. Porque en esos tiempos yo coleccionaba cristales, objetos que amaba por encima de todas las cosas y acerca de los cuales me había hecho experta, como en otras cosas innecesarias, y decidí hacer un inventario, enseriar las cosas, y descubrí cómo mi hermana estaba forjando los documentos para vender la casa, esa casa donde aún vivían mis tíos, ya ancianos y acostumbrados a la belleza de los patios interiores y los jardines, y amados muy amados por mí.

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Y me pareció un acto profundamente criminal que mi hermana atentara contra la memoria familiar de los Shelley, contra la casa que nos había acogido cuando recalamos después de las tormentas, contra todo eso que en los angostureños de verdad es tan importante: la tradición, el linaje, las fotografías, la certeza de que cuatro, cinco, seis generaciones reposan en el cementerio de Centurión. Y más criminal aún, que atentara contra la vejez y el tiempo final de nuestros tíos. Así que actué legalmente contra ella y contra mi madre, que estaba ya anciana y quizá se dejó llevar por mi hermana, esa hija amada de su corazón más que la vida. Y por eso mi hermana se ocultó, porque mordió el fruto prohibido y le dio una parte a mi madre. Y por eso mi madre fue aislada del mundo al que había pertenecido. Y yo, simplemente me fui, como tantas otras veces. Y luego, mi madre murió de desamparo, de soledad, de tristeza. Pobre Cira María, desarraigada de sus jardines. Pobre Cira María, desarraigada de sus recuerdos, de sus amistades, sin nadie que saliera a dar la cara por ella. Pobre Cira María: cuánto me costó perdonarte, mamá. Inclusive cuando te vi, tan pequeña y tan agonizante, diciéndome perdóname perdóname perdóname. Y te dije sí, pero era mentira. Me costó perdonarte. Y aún me cuesta cumplir tu voluntad final de que buscara a mi hermana y viviera cerca de ella para protegerla de sí misma. De eso hace demasiado tiempo, Cira María, y quizá esa hija que amaste tanto murió, o no murió. Hasta hace unos años, pude ver a sus hijos de cuando en cuando. Pero ni aún así me sentí aliviada de la culpa. Y lo cierto es que tampoco puedo dejar la casa de los Shelley a una sucesión numerosa, y, cumpliendo

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el designio y la herencia de mi padre, ya escribí en los papeles que la casa pasará a mi primogénito y mi primogénito la entregará a su primogénita y ella, quién sabe a quién, porque las cosas están cambiando]

Incluiré el diagrama que hice. No es propiamente un árbol genealógico, sino una especie de relación genésica de los padres y los hijos y las esposas y los bastardos.

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JORGE ANTONIO n. Macuto, 1901 m. Angostura, 1985

Hijo de: Jorge Antonio, nacido en Angostura, en 1852, y muerto en 1912, en Angostura, a los 48 años, quien casó con Elizabeth F. Shelley, nacida en 1882, en San Fernando, Isla de Trinidad, y muerta en Londres, en 1943. Jorge Antonio, a su vez, fue hijo de Jorge Andrés, nacido en 1837, en Carúpano, y muerto en 1908, en Angostura, y de María Teresa Torres, nacida en 1860, en Angostura, y fallecida en la misma ciudad, en 1900. Elizabeth, su esposa, fue hija de George Shelley, quien nació en 1844, en Londres, y falleció en 1914, en San Fernando. Y de su esposa, Vigna Vidanarathauvi, nacida en 1856, en Bombay y muerta en 1890, en San Fernando. Elizabeth tuvo un hermano, George, quien nació en San Fernando y murió en algún lugar de Europa, en 1914. George Shelley era hijo natural de Allegra Shelley, hija adoptiva de Mary Shelley. Allegra nació en Ginebra, en 1817 y murió en Londres, en 1845. De los padres de Vigna, no hay rastros. Por su parte, Jorge Andrés fue hijo de Andrés, quien nació en Angostura, en 1820 y murió en Angostura, en 1852. Su esposa fue Maeve Loughling, quien naciera en 1832, en algún sitio de Irlanda, y muriera en 1900, en Angostura. Y Andrés fue hijo de Avelino, nacido en 1800, en Carúpano y fallecido en 1845 (no se precisa el lugar de su muerte) y de Isabella, de quien no se tienen mayores datos. De Maeve, en cambio, se sabe que fue hija de Bernard, nacido en 1805 y fallecido en 1852, en Angostura. Bernard fue oficial del ejército de Piar y luego sirvió a

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Bolívar. Y de Mary, nacida en 1820 y fallecida en 1853. Ambos nacieron en Cork, Irlanda y fallecieron ambos en Angostura. Allegra, por su parte, fue hija natural de George Gordon, nacido en Londres en 1788 y fallecido en Missolonghi, Grecia, en 1824, hijo de John y Catherina. La madre de Allegra nunca se casó con George y su nombre era Claire Clairmont, tal vez nacida en 1797 y fallecida en 1819. A su muerte, su medio hermana, Mary Shelley, se hizo cargo de la niña. Los orígenes de George Gordon se remontan a Guillermo El Conquistador. Dicen que fue el séptimo Lord Byron y que su vida signada por la locura y el idealismo.

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CIRA MARÍA n. Chacao, 1915 m. Angostura, 1989

Hija de Rafael, quien nació en Caracas, en 1880 y falleció en Caracas, en 1947. Y de Julia, quien nació en Chacao, en 1885 y murió en Caracas, en 1950. Rafael fue hijo de Victorino, quien nació en La Victoria, en 1850 y falleció en Caracas, en 1920. Su rastro se pierde allí. Su esposa fue Victoria Josefina, nacida en 1860, en Caracas y fallecida en la misma ciudad, en 1952. Julia, por su parte, fue hija de Felícitas Hidalgo, quien nació en Chacao, en 1862 y murió en Caracas, en 1897. Y su padre fue Eduviges Cedeño, quien nació en Barinas en 1840 y murió quizá en 1907, sin que existan pruebas de la fecha y el lugar de su muerte. Tampoco existen datos de su familia. Dicen que Eduviges Cedeño fue fundador de los Liberales Amarillos y que luchó con las montoneras de Monagas, un tiempo, cuando era casi un niño, y allí se fogueó para pelear con las tropas de Zamora primero, y de Falcón, Luego. Dicen que, decepcionado por la corrupción que se generó después de la Guerra Larga, se hizo opositor de todo poder. Y peleó hasta quién sabe si morir. Felícitas, por su parte, fue hija de Manuel Hidalgo, nacido en

¿Podía esperarse algo más de mí, o de mi hermana? Locos e idealistas, fanáticos y putas, conforman esta red familiar. Las hermanas de mi abuelo Rafael se hicieron monjas para evitar la maldición, quizá. Nunca hablaron de sus antepasados. Yo sí hablo. Porque me hablaron día tras día. Mi madre… Quizá ella buscaba justificaciones. O redención. Pobre vieja, muerta de hambre y desamparo a causa de los terribles errores de mi hermana. Puta y loca, también. Quiso apoderarse de la herencia de mi padre y todo resultó en una especie de drama, o de tragicomedia… Soy dura. Mi madre murió protegiéndola. Yo, estaba, como muchas veces, bien lejos.

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Chacao, en 1815, y fallecido en Caracas, en 1910, y de Asunción, nacida en 1813 y muerta en 1899, en Chacao. Manuel Hidalgo fue hijo de Ana Julia Sanz y de un esclavo manumiso della, que había sido antes de su primer esposo, de apellido Hidalgo, de quien enviudó, y lo había conservado. Dicen que tal unión fue en su momento un escándalo. Que por eso sus hijos eran de tez oscura pero rasgos finos, porque a ella la trajo el marido, un viejo español, de Barcelona de España, cuando no tenía ni trece años. Y sería tan, pero tan viejo, que usó al esclavo como semental, lo que no era raro en tiempos de escasez. Y, después de todo, Abraham, El Amiguito de Dios, hizo la misma vaina con su esclava Agar, provocando todo esto de guerras y contraguerras que es hoy la Tierra Prometida.

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[¿Quién no me enseñó en Angostura del Orinoco a darle prestigio y valor a esos elementos, a esas circunstancias de la vida? Estoy consciente de que en esa ciudad vivimos en el pasado. Estoy consciente, cada vez más, de que esa vida en el pasado nos llevará a ser barridos por el olvido. Pero no puedo, ni quiero, deshacerme de ese destino, de esa enseñanza.

Tal vez por eso estoy aquí. Porque estoy loca]

Me fastidia horriblemente no saber si estoy escribiendo mi autobiografía, como es mi deseo, o no. Decidí pararme para leer algunos libros: Bettina Pacheco, Rosa Chacel o Silvia Morhillo, por ejemplo.

Rosa Chacel,

especialmente, por la sensualidad de su relato, por sacar a la superficie hasta lo más oculto. Creo, con Bettina, que la autobiografía es un género propicio para ejercitar la literatura. Y que es un acto femenino: aceptemos todo eso. La mujer parece ser menos pudorosa que el hombre en contar sus historias. Parece tener más vocación para la evocación.

Quizá es menos histórica, en el sentido científico de la palabra. So what? Herrera Luque se propuso jugar a la historia novelada y nadie lo penalizó por ello. No me lo imagino sino como un burlón. Psiquiatra burlón. Tal vez él me hubiera caído bien. No me gustan los psiquiatras. Son una especie profesional detestable, que vive del discurso fronterizo de sus pacientes, pero no lo respeta. De hecho, odio a los psiquiatras. Son soberbios,

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aprovechadores y entrometidos. Hay que recordar al doctor Gachet. Y creo que hubo un tal Jorge Rodríguez que enloqueció paulatinamente frente a las cámaras de televisión, en el tiempo en que ocupó puestos públicos de mucha demanda comunicacional. Pobre tipo. Tanto stress…

Estoy segura de que investigarán cuasi policialmente cuáles libros mandé a pedir. Los psiquiatras, las enfermeras: todo el personal de esta penitenciaría. Alguna vez leí, creo, que los médicos se especializan en aquello a lo que temen. Si yo hubiera sido médico, me hubiera especializado en Medicina Interna: ¿a qué temería entonces? La verdad es que me gusta indagar cómo funcionan las cosas: los cuerpos humanos, las máquinas. Quizá por eso… No importa. No fui médico. Nunca quise serlo, porque de haberlo querido, lo hubiera sido.

(Generalicé: hay psiquiatras considerados y respetuosos, como Yolirma, por ejemplo. O Enrica, que es alumna de Yolirma. Pero son como las excepciones que justifican la regla. Conocí a otro psiquiatra distinto. Pero después, no sé qué le pasó. Cayó en aquellas batallas políticas y se transformó en un)

Me gustan las arenas blancas]

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Nombres, historias, tumbas Sin embargo, hubo elementos que convencieron a esta mujer, amante de la historia y de la estirpe y de la riqueza de que Angostura era el sitio ideal para realizar sus ambiciones más secretas. Lo primero que hizo fue inscribirnos en el mejor Colegio, para que recibiéramos una buena educación. Era un Colegio de Monjas Franciscanas dedicadas a la enseñanza, dentro de la estructura más medieval posible: para ellas, lo importante eran el Trivium y el Cuadrivium, así que a las asignaturas determinadas por los programas de aquel tiempo, digo, de los años sesenta, unieron estudios obligatorios de Latín, Historia Bíblica, Lógica y Música. Además, ponían un especial empeño en la belleza de la letra y la presentación de los cuadernos, y en el desarrollo de la oratoria y las destrezas de expresión escrita, para lo cual teníamos ejercicios muy frecuentes en la semana. Eso, sin contar la absoluta y brutal disciplina que imponían para mantenernos rígidas y biemportadas dentro de nuestros uniformes de piqué blanco, con dos tablones, mangas largas y pequeños botones grises en las mangas y en toda la espalda, pues por alguna razón, consideraban los zippers como algo inmoral, propio de mujeres malas. Si mi abuela Elizabeth tocó en sus días el clavicordio, instrumento que era más adorno que otra cosa en la casa, las monjas me indujeron a aprender a tocar el piano, meta que no logré jamás, que me negué a lograr,

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a causa de los feroces métodos didácticos de la Madre Serafina, una monja pequeña y de ojos verdes que parecía un gato viejo y malhumorado que nos golpeaba con una pequeña regla de marfil y madera en los nudillos cada vez que errábamos una nota y maltocábamos una tecla, o intentábamos jugar para desviarnos de sus rectilíneas lecciones. Curiosamente, aprendí a amar la música, más por la influencia de mis tíos Tirso y Manuel que por la posible inducción de la Madre Serafina. Más curiosamente, aprendí a descifrar la composición y la estructura de las músicas. Pero jamás pude tocar un instrumento musical. Recuerdo que Nancy, una amiga de mi madre, trató de enseñarme a rasguear el cuatro, esa guitarrilla tan propia de estas tierras, y mi madre hasta accedió a comprarme uno, con el que estaba avanzando a mi ritmo y libremente. Mas un día, mi hermana y una su amiga, llamada Carmen Rita, española recién llegada de las Europas, empezaron a molestarme mientras practicaba, burlándose de mi torpeza, lo que provocó mi cólera y que las atacara furiosamente, cuatro en ristre, golpeándolas hasta que mi madre nos separó. Mis arranques de cólera eran famosos en la familia y se hacían cada vez más frecuentes. Mi madre consultó con mi madrina Carmen Sarabia sobre el asunto, en mi presencia, como si mi presencia fuera una mera circunstancia obliterable, y mi madrina concedió que lo mejor era internarme en el Colegio de las Monjas, para que allí dominaran mi tendencia a la rebeldía, la indisciplina y la ira. Si lloré, no fue por abandonar la casa,

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sino porque pensaba que era una injusticia lo que estaban cometiendo conmigo. No importaba lo buena estudiante que fuera. No importaba que hiciera hermosos dibujos y leyera en mis ratos de ocio en vez de emprenderla contra las pobres lagartijas del patio a pedradas, como hacía mi hermana (¿por qué jamás la nombro?) No importaba mi devoción en las misas. Mi situación fue definida y decidida: yo tenía nueve años e iba a cursar el quinto grado, así que el 15 de Septiembre de 1960, me llevaron al Colegio con mi maletica de ropa básica y mis uniformes, para compartir el dormitorio con unas quince muchachitas más y con el permiso explícito de ir a mi casa los fines de semana y las vacaciones escolares señaladas en el Calendario. Allí permanecí, bajo esos términos, hasta el 31 de Julio de 1962, cuando, con grandes honores, me dieron el Certificado de Sexto Grado, reconociendo en público mi Pulcritud, mi Disciplina, mi Fe, mi Aplicación y mi Buena Conducta. Banda azul sobre el pecho y una medalla ratificaban esos conceptos. El público aplaudió. Mi madre aplaudió. Mi madrina Carmen aplaudió. Mi padre estuvo orgulloso, pero no aplaudió. Mi hermana aplaudió. Y yo volví a mi casa, para decidir cuál sería mi destino en la Educación Secundaria, destino que yo había decidido: es decir, no volver a prisión alguna, o a escuela monjil alguna, por lo cual expuse con claridad de argumentos, que deseaba estudiar una carrera técnica que me permitiera trabajar rápidamente en el futuro y ayudar si hiciera falta a la familia. Mi madre dudó profusamente, pero

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consultadas: su amiga Elena Negrín, mi madrina Carmen Sarabia, y Cira su cuñada, esposa de mi tío Juan, personas a quienes ella otorgaba mucho criterio, y consultada asimismo una psiquiatra, la doctora Téllez, quien había monitoreado mis cóleras en el pasado, coincidieron en que yo ya era una persona normal y encaminada socialmente y que bien podía estudiar en una Escuela Secundaria Pública y Mixta la carrera de Bachillerato en Comercio, lo que no me impediría ir a la Universidad después, pero me otorgaría la ventaja de conocimientos absolutamente pragmáticos que, por otra parte, serían muy beneficiosos para controlar mi imaginación, que antes se había desbordado con frecuencia. En el Colegio de las monjas aprendí, entre tantas otras cosas, el Arte del Disimulo.

Y también aprehendí las capacidades para la burla, la ironía y la paradoja. Pero aún no lo sabía.

Lo cierto es que, al entrar en la Escuela Pública, descubrí un mundo que hasta ese momento me estaba vedado: es decir, el viaje en bus, confundida con los otros trabajadores y estudiante: la experiencia de compartir con varones: el acceso a una que me parecía enorme biblioteca, donde las restricciones eran mínimas: las posibilidades de ser agnóstica, y, por ende, la liberación de todas las obligaciones dominicales, que yo no asumí a ultranza, por adecuada conveniencia: la participación en actividades políticas, y todo un universo de costumbres y elementos que no hubiera descubierto nunca en

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la vida si hubiera permanecido en las aulas severas del Colegio de La Divina Pastora.

Medicaciones/Mediaciones

La enfermera llega con una puntualidad absoluta. A las 5 de la tarde, se sirve la cena. A las 4 y 10 pasa ella, repartiendo vasitos con tratamientos y comentarios no tanto amables como condescendientes. A mí me gustaría darle más motivos para justificar su trabajo, que ella evidentemente considera justificado, aunque mal remunerado, porque todos sus pacientes de una u otra forma, dependen de ella y tienen seguramente más dinero que ella en su escueta tarjeta bancaria. Me gustaría decirle, por ejemplo: -Es verdad. Siempre sospeché que había algo extraño en mí. Y cuando digo siempre me refiero a ese momento en que aprendí a leer, cuando aún no cumplía los tres años. Lo hice sólo uniendo los signos y las secuencias lógicas de sonido. Sin maestros que me enseñaran, asombrando y asustando a mis padres.

Mi habilidad siempre tuvo que ver con la música: el ritmo. La armonía. La composición. La relación tiempo acelerado/desacelerado y, especialmente, la percusión. Las ondas, el instante: la modulación. Bergson, pues. Es decir,

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esos elementos que permiten la construcción y deconstrucción de uno y muchos lenguajes. Cuando aprendí a leer, me sumergí en los todo texto escrito que cayó en mis manos. Fue una actitud tan inusual que más de una vez escuché a mis padres y mis parientes cercanos susurrando sobre conducta tan anormal. Mi madre me miraba con lástima y temor. En aquel tiempo, desarrollé mi temperamento iracundo. Dormía muy poco. La insomnia me llevaba a percibir con claridad terrible los sonidos de la noche. Los descifraba y eran regulares: otro lenguaje, oculto tras la oscuridad y el sueño y el convencionalismo de las horas destinadas a dormir. Poco a poco, logré descifrar cualquier lengua romance, sólo haciendo inferencias por comparación con mi lengua materna.

Adicionalmente, mi salud era delicada: afectada de los bronquios y pulmones, no podía disfrutar de los placeres de otros niños: jugar con tierra, andar descalza, bañarme bajo las canales en la lluvia, trepar en los árboles, tener una mascota: cosas así. Mi condición de hija única agravaba todo el asunto. Oía voces, las oigo aún, que me decían (que me dicen):

Todo sonido es el prodigio de una quimera: parar el tiempo. Voz de la mirada, oído hacia la manifestación del silencio, tacto del resplandor. Es un cántico corporal, una aproximación al espíritu de la sensualidad exquisita, una profunda lectura de las superficies.

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Más allá del estatismo, del momento muerto en lo congelado por el disparo fotográfico, late lo inquietante de toda revelación. Más allá de la obsesiva quietud, la inquietud de lo inmóvil, el cariz paradójico ese momento vivo propiciado por el objeto-sujeto en movimiento. œQué encuentro aquí? Geometría de la seducción. Contoneo de los flujos. Jardín de esplendor y ruina Y permanezco ante la maravilla de lo nuevo ideal, que es lo realmente maravilloso.

[Mis padres me sobreprotegían hasta el absurdo. Cubrían con severas cortinas las ventanas para prevenir las corrientes de aire y lo que ellos llamaban la frialdad de la luz lunar. En un clima menos cálido, tal cosa hubiera resultado incluso grata, pero no en aquella ciudad calurosa, inmersa en el aliento húmedo de un enorme río. Las sábanas eran cambiadas diariamente: limpias, planchadas, claras, olían a albahaca. Me recostaba en cinco almohadas especialmente hechas para mí. Así, dormía, prácticamente encajada en un vientre de telas de algodón y percal. Dormía cuatro o cinco horas. Llevaba pijamas de algodón hechas a mano por mi madre. El resto del

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tiempo leía, imaginaba o soñaba despierta. Planificaba mi vida. Cuando comencé a ir a la escuela, a los cinco, o seis, o quizá siete años, principié a percibir lo que era ser diferente y a fingir la semejanza, aprendizaje que me costó años. Busqué explicaciones científicas, reales y lógicas a esas manifestaciones fenoménicas que se manifestaban en mi cerebro. Captaba inclusive los pensamientos de los otros. Las ondas sonoras de los pensamientos ajenos traspasaban mi frente, incursionaban en mi telencéfalo. Es decir, yo era un fenómeno sin poder evitarlo. Pronto entendí que si se producía una vibración en un punto cualquiera de un medio elástico, ésta se transmitía a todos los puntos de éste. El universo entero es elástico, de tal forma que las ondas mecánicas son perturbaciones que se transmiten y retransmiten de un límite dimensional a otro. Por ejemplo, cuando una partícula se mueve desde un punto extremo hasta el otro y vuelve, pasando dos veces por la posición de equilibrio, decimos que ha hecho una oscilación o vibración completa.

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Nombres, historias, tumbas

Mi tío Tirso era un hombre que guardaba muchos secretos. Pero jamás hablaba, ni del pasado, ni del futuro. Cuando murió, escribí en su obituario: Fue un hombre que disfrutó los frutos de su huerto, sin mirar lo que había en el cercado ajeno. Creo que no me equivoqué. Cuando éramos niñas, construyó para nosotras una casa de muñecas gigante, donde cupimos hasta los trece o catorce años y la ubicó en un bosquecillo formado bajo un tamarindo y arbustales de cereza y limoneros. Allí jugamos y jugaron nuestros hijos después, aunque no dudo que juegos muy diferente. Una vez lo vi, sufriendo intensamente por una mujer y eso me hizo apreciarlo más. Era un ser humano, lleno de esa sensibilidad especial que permite dejar fluir sin pudores el sufrimiento. Luego, no habló nunca de eso. Siempre tuve la impresión de que era un peligroso felino en reposo. Algunos comentarios de otros pudieron develarme, o no, esa impresión. Como hermano de mi madre que era, seguro la sangre de Eduviges Cedeño tocó la suya. Ya lo decía él: jamás contó historias, ni vivió nostalgias, y, por lo menos en voz alta, tampoco incubó ilusiones. Le gustaban los tangos de Gardel y muchos domingos, iban sus amigos, el señor Ricardo, quien era carpintero, como él, pero también gente tan diversa como Sucre Figarella, al que llamaban el Czar, y un cura que colgó los hábitos, pero que era un excelente guitarrista, y

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el Chino Sanoja, quien fue gobernador, y se sentaban bajo los árboles para escuchar aquellas discos de acetato minuciosamente cuidados, en un picocito de los que ahora sólo se ven en las casas de antigüedades. Los niños no teníamos acceso a las conversaciones de los adultos, pero la música nos penetraba el corazón y la entendíamos perfectamente. Mi tío Manuel asistía a veces a esas reuniones. Y, en la cocina, o en la salita previa a ésta, más de una vez oí a mi madre decir que en su vida anterior seguro había sido una prostituta de la Boca, porque bailaba muy bien el tango cerrero y la milonga y a veces se soñaba con unos trajes apretados de tafetán o de satén con lentejuelas, abiertos muy arriba en la pierna. Mi tío Tirso tuvo dos hijas: una, desapareció en alguna parte del universo. La otra, Ivette, formó familia y ha sido relativamente feliz, supongo. Mi tío Manuel nunca se casó., pero a menudo llevaba un niño, Agustín, al que llamaba su ahijado y mi madre sospechaba que en verdad era su hijo. Radicalmente distinto de mi tío en muchas cosas, gustaba de la música clásica y de los buenos libros y de las visitas al Museo y de llevarnos a pasear los domingos por la orilla del Río. Tampoco hablaba mucho del pasado, o del futuro, pero también es que vivía lejos de la casa y la visitaba cada dos o tres o cuatro semanas. Era locamente generoso con su dinero y jamás negaba auxilio a quien se lo solicitara, aunque eso significara que sus bolsillos quedaran vacíos. Murió en Carnaval y a su entierro fuimos muy pocos. Yo amaba su espíritu lúdico, su fuerza ante

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las vicisitudes y su solidaridad tan intensa. Me dolió la soledad de su funeral. Personalmente, escribí sobre el cemento fresco de su lápida, su nombre completo y las fechas de nacimiento y de muerte. Lo recuerdo poco, quizá, pero con un amor enorme. No recuerdo cuándo murieron mis otros tíos. Mantengo pocas relaciones con mi familia, en cualquier caso, una conexión tibia, porque ya los tiempos de conservar abiertas las puertas del linaje pasaron, creo yo, para la mayor parte de la gente.

En aquellos días, nadie hablaba de ingeniería genética, de inseminación artificial, de manipulación cromosómica, o de ADN. Mi madre había tenido serios problemas para concebir. En cuatro años, había sufrido ocho abortos espontáneos (¿cómo no pensar, entonces, que sus médicos habían tocado alguna fuente vital, que algo me había sido trasplantado para asegurarme viabilidad en el útero rechazante: una hormona, algo?) Una de las herencias secretas de la II Guerra Mundial habían sido los experimentos del doctor Mengele (¿Ángel de la Muerte, Ángel de la Vida?) que fueron revividos en este país por un médico alemán llamado Rudolf Heller, partero que ejercía en una oscura clínica privada en aquella ciudad donde nací. Con instrumentos y retortas fabricadas artesanalmente comenzaron, él y un ayudante, delicadas pruebas. Mi madre (así lo demuestran los papeles del doctor Borges, que su viuda me facilitó años después) fue uno de los sujetos del experimento.

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Tomaron varios de sus óvulos y los mezclaron con el esperma de mi padre, recogido en diferentes tiempos y sólo identificados con números-clave. Fertilizaron algunos de los óvulos, o quizá solamente el que me dio la vida. Es posible que de alguna manera manipularon la configuración genética, por impericia, ya que no consta en ninguno de los objetivos de investigación. Luego, mi nacimiento fue excesivamente traumático, después de un embarazo signado por la inmovilidad, asumida neuróticamente por mi madre que, a los 37 años, sabía perfectamente que ésa podía ser su última oportunidad. Así nací. Primero, implantada en el útero de una mujer desesperada (pero quizá, no) Después de un embarazo signado por la inmovilidad, fui arrancada del vientre protector por las pinzas de unos médicos que ansiaban ver el producto de sus experimentos. Prueba de ello quizá fue mi nacimiento en la que era considerada la más moderna de las clínicas de la época. Mi madre pasó por el tormento de 96 horas de trabajo de parto durante el cual mi sufrimiento es absolutamente indecible. Lanzada a un mundo lleno de estridencias, algo fue tocado en mis neuronas, algo se despertó, algo me protegió de los ruidos sin sentido que son usuales para todo el mundo, dándome la capacidad de ordenar lógicamente signos, sonidos y tonalidades. A los doce años, era delgada y ágil, con tendencia a sufrir enfermedades del pecho, como predecía el ADN de mi madre y su familia. Dormía poco. Mi habilidad para la música y los idiomas impresionaba

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a mis maestros y al público en general. Era diferente. A esa edad padecí el principio de la condena mujeril de la menstruación. Pero, paradójicamente, eso varió mi salud drásticamente. Lo cetrino de mi piel no se transformó significativamente, pero adquirí lozanía, flexibilidad y una fuerza poco común en los miembros. Seguía durmiendo poco. Al terminar la secundaria, había aprendido una valiosa lección: tenía que simular la normalidad o corría riesgos extravagantes. Me fijaba entonces metas antes de entrar a los exámenes, para no traspasar el nivel de la medianía. Sin embargo, estudié dos carreras al mismo tiempo, que marcaron mi vida: por una parte, Lingüística y Composición Musical, y por la otra, Periodismo. Posteriormente, estudié Lenguas Clásicas, Hermenéutica, Física e Informática. Pero me conformaba con empleos mediocres que tuvieran posibilidades para mantenerme a salvo de la curiosidad de los otros y me permitieran acceder a otros conocimientos. Así, Roger Michelena me empleó en una Biblioteca, donde podía disfrutar de cuanto me gustaba, sin llamar la atención. Era aquella

una

Biblioteca

lle n a

de

fenómenos:

ciegos

con

radares

ultraespecializados atendían en los enormes salones iluminados por preciosos vitrales, vampiros custodiaban en el sótano la sección de Libros Raros y Manuscritos. El mismo Roger poseía una memoria prodigiosa para acumular conocimientos, muchas veces inservibles para la vida común y corriente. Pero, curiosamente, allí en la Biblioteca era posible prever con claridad

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absoluta, en esas conversaciones distraídas del almuerzo común, los hechos que transcurrían y, quizá más aterrador: se podía descifrar lo que sucedería en el mundo en los próximos veinte o cincuenta años.

Mutant X

Claro que no puedo decir esto (y ahora debo destruir los papeles que dieron origen a este texto) porque no es ético mentir, por una parte. Y porque sería negar lo ethico hereditario de mi relación con el Lord, que me viene por la vía del semen de Jorge, mi padre. La enfermera no merece tampoco un sacrificio conceptual tan grande.

Cuando regresé del internado, estábamos entrando mi madre y yo en edades diferentes y por puertas diferentes: si bien es cierto que mis arrebatos coléricos se habían espaciado notablemente, y que me había vuelto una jovencita contenida y de buenos modales, resultó que mis modales y mis gustos se habían refinado de manera tal que mi casa solía parecerme objeto de burla o de molestia. Por otra parte, y producto de lecturas abundantes, mi rebeldía era clara e inteligente y mi madre no podía llevar el paso de mis argumentos. Tenía trece años cuando tuvimos el primer encuentro que merece algún recordatorio: habiendo yo pedido permiso para ir a casa de

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unas amigas a estudiar, mi madre dijo no. Sin hacerle caso, comencé a vestirme en mi habitación. Allá me siguió, no para justificar su negativa, sino para reforzar su autoridad. La escuché sin responder y sin mirarla. Cuando lo hice, tenía esa mirada terrible y brillante que pocas veces reluce en mí, pero de la cual muchos temen. Supongo que mi madre no se dio cuenta, o no quiso darse cuenta, lo cierto es que la tomé por la pechera del vestido, la pegué de la pared y le expresé, sin gritos, lentamente, que no solamente saldría esa vez, sino que lo haría cada vez que quisiera, sin decir hacia dónde me dirigía, porque ésa era mi vida. Y si había tenido el arrojo de lanzarme al calabozo de las monjas durante tantos años, se había ganado el privilegio de saber que había crecido lo suficiente para tomar mis decisiones. Sean las que fueran. Y que estaba absolutamente dispuesta a cumplir lo que decía. Mi madre, muda, sintió cómo la solté con una suavidad que semejaba una caricia. Nunca más me preguntó adónde iba, ni yo se lo dije.

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Revoluciones por minuto

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Logros, he tenido algunos pero demasiado pocos para mencionar hice lo que tuve que hacer y lo asumo sin pedir indulgencia. Planeé cada travesía Cada paso que di, cuidadosamente, A lo largo de la vía Oh, sí, e hice más, mucho más que eso, Pero lo hice a mi manera.

TESTIMONIO DE AMÉRICO FERNÁNDEZ 1

Parte 1 No creo que nadie la conozca mejor que yo. O, por lo menos, que nadie conozca esa parte importante de su vida que explica las razones de mucho de lo que hizo y de lo que dejó de hacer. Llegó a mi oficina como a las cinco de la tarde. No es usual que una niña de trece años, que aparentaba inclusive menos edad, solicite hablar con el director de un periódico, aunque sea de uno de provincias. Así que, como no había mucho afán, decidí recibirla. Cierto instinto me hizo fijarme en su mirada, en la autoridad natural de sus gestos. Niña con alta autoestima. Nada tímida. Llevaba un artículo de opinión para que, si era posible, dijo, lo publicara. En una carpeta, dos 1

. Américo Fernández es un periodista e historiador, Cronista de Angostura La Nueva. Su edad es indefinida, pero debe tener entre 80 y 90 años. Ha vivido esplendores y miserias desdeque Mario Briceño Iragorri fue presidente del estado Guayana. Hoy día, se dedica a escribir un libro (otro más, entre sus 4 ó 5 producciones de la historia doméstica de Angostura) basándose en la vida de esta dama que hoy pretende contar sus Memorias, y a petición indirecta de ella misma.

cuartillas escritas a máquina, con una pulcritud que hubieran querido muchos otros. Pulcritud de niña de escuela de monjas. La hice sentar mientras leía el artículo. Algo sobre Casta Paloma, sobre Alejandro Vargas (después, me enteré de que ayudaba al viejo Alejandro a pasar a mano en un cuaderno las letras de las canciones que iba recordando) sin dejar de tocar la polémica que le negaba la autoría por el uso de ciertas palabras demasiado cultas, para el gusto del polemista. Ella no dudaba. Afirmaba. Dije que lo dejara y lo mandé a publicar dos días después. Entonces, la muchacha volvió. Supongo que emocionada porque su nombre había aparecido en letras de molde. Traía otro artículo, pero esta vez no quise ser indulgente. Lo revisé, le cambié el tema, el enfoque, el número de páginas. Y ella lo trajo una semana después. Ése fue el inicio de nuestra relación.

En las vacaciones escolares de ese Agosto, le pedí que trabajara en el periódico medio día. Por las tardes. Quería que fuera correctora de pruebas, porque conocía su excelente manejo de la Gramática y la Ortografía. En esas tardes, nos fuimos conociendo más. Era disciplinada en el trabajo. Minuciosa. Pero en la relación, siempre dejaba traslucir cierta actitud burlona, cierta ironía: se burlaba de la tradición, la familia y la propiedad. Se burlaba de la guerra y de los políticos. Se burlaba de sus padres, de los amigos de sus padres, de la sociedad más rancia de Angostura. Pero todo eso en privado, en confianza. Porque, de resto, asumía la máscara de niña buenecita y tranquila, pues aún no había desarrollado esa felinidad que tuvo después. Decidí hacerla periodista.

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[Me gustaba el periodismo, pero a mis padres no les parecía carrera digna de una señorita. Era oficio de hombres. Perverso. Oficio de hombres que se embriagaban. Y ellos no conocían a ninguna mujer que fuera periodista. Así que, si quería ir a la universidad, era necesario que escogiera otra área, porque periodismo, no. Ni hablar. Además, para completar, ninguno de esos periodistas había ido a la universidad, y muchos de ellos eran de otra parte, no de Angostura, por lo que no se sabía de quiénes eran hijos. Y yo corría el riesgo de enamorarme de algún periodista de esos, lo cual era peligroso e inaceptable. Así que cuando llegó el momento de decidirme, una mañana llegué al Liceo y vi en la cartelera un anuncio que decía Instituto Pedagógico de Caracas: Oferta de Carreras. Leí el anuncio y me pareció aceptable. Escogí Historia y Literatura: dos carreras, aunque debía seleccionar sólo una. Allí mismo, lancé una moneda al aire, y así escogí Literatura. Sonaba bien: Castellano, Literatura y Latín. Busqué en la dirección del Liceo una planilla de solicitud, en medio del júbilo de mis profesores, y la envié, en su momento. Presenté el examen de admisión. Y salí seleccionada. En verdad, mi objetivo principal era salir de Angostura en busca de horizontes diferentes. Mis padres decidieron enviarme a la casa de mi tía Victoria. Todo estaba listo. Conseguí una Beca, lo que me aseguraba holgura y no encarecía la vida de mi familia. Al llegar a Caracas, fui a la Universidad Católica y me inscribí en Comunicación Social: Periodismo, pues, y pagué con mis ahorros la inscripción. Con el tiempo, tuve que trabajar unas horas docentes para mantener las dos carreras. Pero hice lo que quería. Y lo hice a mi manera]

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Parte 2 No sería bueno que la gente pensara que había en mí otra intención que la de formarla como periodista. La mía fue una labor docente. Y aclaro esto, porque puede repercutir en mi reputación el que me haya hecho cargo intelectualmente de una niña apenas si salida del colegio de las monjas de La Divina Pastora. Yo era un hombre casado. Infelizmente casado, aclararía. Y con cinco hijos. Pero no se me hubiera ocurrido que aquella niña podía ser mi mujer, ni nada de eso. Y estoy seguro de que, de habérselo sugerido siquiera, la hubiera espantado. O tal vez no, pero se hubiera burlado abiertamente de mí. Además, ni que fuera tan bonita: adolescente flaca y esmirriada, con el cabello corto como el de un muchacho, vestida siempre como un muchacho, reunida siempre com muchachos en las ya inexistentes escaleras de la Catedral, cuando salía de la Biblioteca, en tiempos de clase. Y recta como un soldado, eso sí me llamó la atención. No digo que no tuviera una vida normal: iba a fiestas con gente de su edad, pero no bebía, ni comenzó a fumar en esos momentos en los que todo el mundo comienza. Tenía varios enamorados, quizá porque era un reto para algunos, pero ella simple y llanamente se los tomaba a juego. Leía. Estudiaba. Veía mucho. Tomaba notas. Estudiaba más. Estudiaba. Nunca me habló en absoluto de sus otras actividades. Una vez la vi cerca de la fuente luminosa con otro muchacho, que no parecía ser igual a los de la Catedral. En otro momento, se le cayó una especie de folleto amarillento con letras rojas y una anotaciones manuscritas que no me significaron nada ¿una fecha?¿una hora?¿una trayectoria? Le pregunté directamente si era de la Juventud Comunista. Ese día llevaba una chaqueta roja de marinero, con botones de madera, que al parecer le gustaba mucho. Y me dijo que sí, sin

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aspavientos, ni remordimientos, ni remilgos. Ni comentarios. Fue tan sincera y hermética su actitud que no le volví a preguntar.

Tenía quince años cuando, de regalo, la llevé conmigo a cubrir una noticia. Estaba emocionada como si fuera a hacer la primera comunión. La llevé al aeropuerto y le pregunté cuál de las personas que descendía la escalerilla del avión era noticiosa. Ese día aprendió que ser periodista era más que escribir bien. Que implicaba un conocimiento profundo de la historia menuda del pueblo, de la región, de la nación, del mundo. Que significaba, además, el ejercicio de una memoria fotográfica de los rostros, una capacidad de observar la gestualidad y descifrarla. Que debía ser acompañada de un sentido ético de la justicia y de que la justicia no era derogable, ni negociable. Que no era cosa de ir a la universidad y pasar asignatura tras asignatura, sino una práctica vital: la del cronicalismo, la de la verdad mirada con respeto hacia la verdad del otro, del lector, del dialogante, del noticioso. Fue una buena lección y ella la aprendió muy bien. Mejor que yo, porque debido a su carácter tan recto y disciplinado, se le volvió posición ética. Y por eso quizá le pasaron tantas cosas. A lo mejor, hubiera sido mejor darle otro regalo de cumpleaños, aunque también le regalé una pluma fuente Parker de oro con su nombre grabado. La intuición me dijo que debía tenerla. Hay una pasaje de la Biblia que dice algo así como: porque la palabra es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos, y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, y no hay cosa creada que no sea evidente en su presencia: antes bien, todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquél que tiene la

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espada de la palabra y que da cuenta alguien tenemos que dar cuenta. Durante gran parte de su vida ejerció el periodismo y la docencia y hasta la vida misma, con la misma intención que yo le enseñé a partir de ese momento para cubrir un evento. No me atrevería a jurarlo, pero después de esa noche tan bella de sus quince años, cuando sus padres cumplieron con todos los ritos y su padre, sus tíos y sus primos que vinieron de la capital, la presentaron en sociedad bajo los sones ondulantes del Danubio Azul, ella comenzó a cambiar. Acerca de esto, habría mucho que decir y difícil de explicar. Pero ese año, antes de irse a la capital y a la universidad, comenzó a hacer cosas extrañas. Por ejemplo, tuvo una temporada en que rechazó todo alimento sólido y sólo se alimentó de leche y yogurt y zanahorias crudas. Una vez le pregunté por qué hacía eso y me respondió que el alimento sólido es para los que han alcanzado la madurez, para los que sabían ejercitar los sentidos en el discernimiento del bien y del mal. Me extrañó tal respuesta, que parecía religiosa, en alguien que se confesaba agnóstica. Por lo tanto, de alguna manera, era algo religioso, pues estaba buscando una perfección que no sabía definir, sin doctrina de bautismos. En el mes de mayo, se enfermó de lechinas por algún contagio adquirido en la escuela. Las fiebres eran muy altas. Todos sus amigos la visitábamos con frecuencia, y aunque los médicos decían que la cosa era severa, todo el mundo sabía que no se iba a morir.

Cuando las fiebres cedieron y las pústulas brotaron, éstas le ocasionaron muchas molestias, así que le compré un libro, Cristo nuevamente cruxificado, de Nikos Kasantzakis. En cuanto mejoró, la angustiaba la posibilidad de bajar las calificaciones, pero los profesores consideraron mejor repetir sus excelentes notas, ya

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que no parecía alternativa el mandarla a hacer trabajos en estado de debilidad semejante. Mediaba Junio cuando comenzó a salir al jardín todas las mañanas. Le habían regalado un gatito y, tiempo, gatito, convalescencia, consciencia de que la muerte está a la vuelta de la esquina, tantas experiencias, se juntaron con un afán desesperado de lecturas. Comenzó a comer comidas sólidas, pero lentamente, por orden del médico, del doctor Quevedo, quien era un nutricionista magnífico, el primero que llegó a Angostura. En Julio presentó sus exámenes finales. El acto de graduación fue fijado para el 15 de Septiembre. Pero antes de eso, tuvo que irse a la capital, pues comenzaban las clases en su universidad. La volví a ver en Diciembre: estaba más alta, más seria, cambiada. Comprendí que muchos elementos conforman la vida de una persona y que aunque uno cree conocer todos los hechos, muchos se pueden escapar, a pesar de que uno sea un observador avezado.

Nombres, historias, tumbas

Si la felicidad consistiera en que la vida transcurra sin que haya mayores alteraciones en la frecuencia de onda: nada de grandes dolores, ni de grandes placeres, creo que durante un tiempo fuimos felices. En Angostura, no ocurrió nada anormal entre ese año primero del exilio y, digamos, el año 72, por citar cualquier cifra, y ésta en especial porque marcó la llegada de la televisión. La ciudad había ido transformándose: de las calles de barro rojo y charcos, pasó a ser una de calles asfaltadas y se restauraron las calles de

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piedra que había trazado don Manuel de Centurión y Torres en lo alto más alto, y se restauró la calle de Piedra Azul, construida a rejo y grilletes de 40 kilogramos por los presos de don Silverio, en tiempos del General Gómez. Todavía está la placa allí. Se expandió, además, más allá de Los Morichales. Se construyó el puente, con lo que dejaron de traficar los ferries y las chalanas. Y se cerró la Aduana de la Capitanía de Puerto, con lo que dejaron de navegar también los buques que en otro tiempo habían sido honra y prez del puerto de Angostura. Y alargaron la Alameda de los Ingleses, a orilla del río, para lo cual echaron toneladas de concreto sobre la Laja de la Zapoara, convirtiendo el episodio de Canaima, la novela de Gallegos donde Marcos Vargas, de manera imposible, lanza una atarraya grande desde la laja, en una referencia literaria. Y se creó un núcleo universitario, por lo que de súbito la ciudad se vio invadida de numerosos extranjeros instruidos, cuyas experiencias y cuyas vidas eran tan distintas y nos impresionaban a nosotros, los jóvenes, mientras los viejos se encerraban escandalizados en sus casas. Llegaron los extraños, algunos, para quedarse. No se instalaron grandes empresas, ni grandes industrias, un poco porque la gente de Angostura no gusta de esos proyectos que alteren significativamente el ambiente cultural. Y el Carnaval dejó de tener la importancia ritual que tuvo aún cuando nosotros éramos recién llegados, sustituido por unos mercados que llamaban Ferias, al

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cabo de los cuales el espacio ocupado quedaba sucio y maloliente durante uno o dos meses.

Claro que hubo altibajos económicos. Mis tíos y mi padre crearon una granjita de pollos para el sacrificio y la producción de huevos, que atendíamos entre todos, para paliar las potencialidades de descensos en una economía tan volátil. Mi padre siguió siendo un disciplinado modesto comerciante, que gustaba de invertir en bienes raíces. Mi tío Manuel continuaba siendo un contabilista de postín que trabajaba en una ferretería grande, cuyos secretos llegó a conocer minuciosamente. Mi tío Tirso dejó de ir lentamente a las minas, especialmente después de que su amigo Franco regresó a la Sicilia, y se estableció en una carpintería de encofrados, más o menos grande, que le permitió vivir hasta el fin de sus días con cierta holgura. Durante esos años, tuvo mujer y dos hijas, aunque luego la mujer lo dejó y él regresó a la casa de todos nosotros, trayendo consigo a su hija pequeña, Ivette. Mi tío Manuel jamás se casó y volcó su amor completo en mí. Amor correspondido totalmente, pues era mi amigo, mi cómplice, mi figura rspetable de autoridad. Todo eso que un padre pudiera ser, pero casi nunca es. Mi hermana fue a la universidad una y otra vez, sin decidirse por una carrera, o por un sitio, hasta que salió embarazada de uno que había sido su primer novio, y tuvo a su hijo Andrés, y ya para entonces no era tan escandaloso el

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asunto. El país había cambiado inclusive más rápido que la ciudad: era este país, tu país, mi pais, pero nadie se lo creía. Personalmente, me era absolutamente extraño. O indiferente, no sé. Me gradué, trabajé, seguí estudiando, me casé, tuve hijos. Y el país seguía creciendo y cambiando. Me fui al extranjero y entonces fui yo quien creció y cambió. Mi madre, continuaba en su labor de costurera fina, aunque ahora muy selectiva. Mi padre continuaba siendo un modesto comerciante. Hubo un momento en que los tiempos parecieron transcurrir no regularmente, no: ésa no es la palabra: rutinariamente, quizá. Leí mucho en aquellos años, mientras mis hijos crecían, y, ahora que lo pienso, quizá fue demasiado pronto tener 22 años y parir y seguir pariendo año tras año hasta acumular familia de cinco criaturas que pululaban a mi alrededor. Ganaba buen sueldo y los mantenía sanos y bien alimentados. Y el que fue su padre, es decir, el que fue mi primer esposo y su padre por efecto y por defecto, los mantenía llenos de gracia y de juego y les enseñaba las artes de la pintura y el dibujo, que eran su profesión y su centro vital, y ellos absorbían de aquel ambiente quien sabe qué. Porque después, fueron tan disímiles, y ninguno de ellos escogió la carrera del arte o la literatura, e inclusive pusieron muros entre ellos y nosotros. No porque no nos amen, sino porque somos tan distintos… Y yo me volví a ir a otros escenarios, a otros paisajes, y regresé y volví y regresé. He andado muchos caminos. Demasiados, creo. Adquirí cierto prestigio

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profesional, mientras mi hermana se hundía en una vida de disolución y dispersión (pero ¿quién soy para juzgarla?) Tuvo a Jessica de otro hombre, un nicaragüense guerrillero que estaba de paso en el país, de alivio, porque era un combatiente de aquella revolución. La última vez que supe de él, fue una llamada telefónica con estática que hizo de un lugar llamado Piedras Blancas. Mi hermana detestó a la criatura desde su nacimiento y mi madre se hizo cargo de ella. Mi hermana se amargó un poco, y ahora lo comprendo, porque tal vez había pensado un hogar en la Utopía, y, pues, no. Luego, nacieron Grelia y José Luis de un tal José Luis, que, aprovechándose del Alzehimer de mi padre, lo hizo firmar, con la anuencia de mi hermana, papeles y papeles y papales para quedarse con sus bienes, ordenadamente acumulados durante años, hasta que mi tío Manuel me llamó y tuve que intervenir. Si fue una venganza de mi madre, o más ien ambición, no, nunca lo sabré. Encontré a mi padre en el peor estado del abandono físico, de la ruina, del desamparo: en una celda de dos metros por tres, sobre una cama cuyo colchón estaba podrido por el orine. Cuando le pedí explicaciones a mi madre, me dijo que lo odiaba, que siempre lo había odiado, durante casi cuarenta años, así como me odiaba a mí.

Fue una escena descontroladamente terrible. Creo que no me importó que me dijera que me odiaba. Me quedé mientras organizaba una infraestructura

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para que atendieran al pobre viejo, que terminaba sus días en un basurero, y mi madre me hizo firmar un documento donde renunciaba a toda posible sucesión, documento absolutamente inútil, porque así no funcionan las cosas, mamá. Porque finalmente lo que valía era el testamento de mi padre y la tradición de los Shelley. Mi hermana procuró no aparecer por la casa en esos días, mientras yo ponía cierto orden en el caos. Pedí la ayuda de mis tíos, que hasta entonces se habían mantenido al margen. Molestos, pero al margen, porque, según dijeron, ésa era la casa de mi padre y los bienes de mi padre, y ellos estaban arrimados allí. Aclaré bien todos esos elementos. Mi madre apenas me hablaba, digo, no recuerdo en verdad si me hablaba o no. Mandé a limpiar y solucioné lo que pude. Debí haberme quedado, quizá. Y no lo hice. Delegué en mi prima Ivette, quien finalmente se encargó de los viejos con un amor y un cuidado que no tienen precio, ni fecha en el calendario y que yo no hubiera podido proveer. Mi hermana y mi madre se fueron a otra casa, y no las volví a ver sino años después, cuando a mi madre le quedaban unos diez días de vida, pero yo no lo sabía. La ví, tan delgada, tan deteriorada, suplicando con voz débil mi perdón. Y le dije sí, y me propuse sacarla de allí, llevarla a la casa de los Shelley. Pero la muerte no me dejó opciones. Cuando mi madre murió, mi hermana no avisó a nadie de la familia, vaya a saberse por qué, y decidió enterrarla en una fosa para pobres de solemnidad en una orilla de Cementerio Nuevo. En realidad, no me

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interesa dónde se entierran los restos. Cáscaras vacías. Pero no deja de ser irónicamente doloroso que aquella señora que había querido tanto ascender social y económicamente y que se sentía tan orgullosa de su apellido, fuera tratada así.

No sé si hice bien, o mal. Quizá mi propia soledad hoy día es consecuencia de esos actos. Pero lo que trataba de decir en este texto era otra cosa, y me perdí en esas intimidades que no tienen importancia real: el país se sumergió en una democracia acomodaticia y corrupta y tampoco hicimos nada nosotros, los ciudadanos. Era el asunto de dejar hacer, dejar pasar. Lo mismo que hice con mi padre, hiciemos todos frente a los desgobiernos y las corrupciones y los abusos disfrazados de democracia. Lo mismo que pasó con mi padre: convertirse en un viejo incómodo al cual explotar, le pasó a este país. Quizá en privado comentábamos algo, o nos indignábamos. Personalmente, me justificaba diciendo que tampoco el comunismo era una solución. Sin contar mi pequeña horda de hijos. Y sin contar que después de la guerrilla todo el mundo andaba escéptico. Porque no en vano Rafael Cadenas escribió Derrota. El individualismo se apoderó de nosotros. El dólar barato las dádivas y la Gran Venezuela. Y no fue imposible para nosotros adaptarnos, los desamparados hijos de Angostura… ¿Recuerdan la Salve?

Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia,

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Vida y Duluzura, Esperanza nuestra ¡Dios te salve! A ti clamamos los desamparados hijos de Eva A ti suspiramos, sufriendo y llorando en este valle de lágrimas Ea, pues, Señora: vuelve a nosotros esos tus ojos, misericordiosos, Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, Fruto bendito de tu vientre. ¡Dios te salve!

¿Por qué los desamparados hijos de Eva? ¿porque no estaba Adán en ese pastiche? Ese pobre pendejo, irresponsable y acusete: -fue ella, Señor, la mujer que me diste me obligó a comer del fruto… ¿y ella? –fue la serpiente, Señor, que me tentó. Siempre es lo mismo: todo el mundo buscando a quién echarle la culpa de sus responsabilidades.

Y, bueno. Yo fui responsable de la caída abrupta de la casa de los Shelley. Yo fui responsable porque puse parches y me fui. Y fui responsable de la entronización de gobernantes ineptos y cada vez más ineptos. Ni siquiera me molesté en poner parches, y me fui. No digo que, personalmente, que yo no cumpliera con mis obligaciones profesionales y personales, o que me corrompiera, porque nunca llegué a eso. Más o menos, crié a esos hijos que Dios me dio. Más o menos, me informé lo suficientemente como para desempeñarme con un alto nivel de rendimiento y aceptación. Más o menos,

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obtuve ganancias económicas y sociales. Cuando decidí regresar a Angostura, en el año del Señor de 1997, me precedía una bien ganada fama profesional. Y me inserté en mi ciudad con los fueros de mi linaje y los míos propios. Habían muerto mis padres y mis tíos. Ivette se había casado y tenía hijos propios en otro lugar del universo. A mi hermana se la había tragado la selva, donde, decían, ejercía con un su esposo que había encontrado por allí, el oficio de pastorear a los mundanos hacia el Evangelio del Amor, lo cual me pareció muy loable. Sus hijos, alguna vez, me visitaron, o tuvieron contacto con los míos: uno, se hizo militar; la otra, se hizo querida de un hombre casado; de los dos más pequeños nada sé. O sí: creo que Grelia está con su hermano militar, quien le paga los estudios. El padre de los dos últimos casó con otra mujer, y le quitó a mi hermana todas las propiedades que mi padre había acumulado en su vida, porque los papeles y los abogados valieron más que todo. Mis tías Ana Isabel y Ana Teresa vivían aún en el 89, la última vez que supe de ellas. De los primos habidos por la rama paterna, nada supe nunca más. De los primos habidos por la rama materna, sé poco y de cuándo en cuándo. De todas manera ¿qué importa? La vida siempre está en otra parte.

Me pregunto: ¿se perdió la importancia del linaje y de la estirpe?

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Mi hija quizá cree. Dudo aún sobre a quién dejaré los libros, los cuadros, la cristalería, la platería, los encajes de los Shelley, y, especialmente, los papeles y las memorias. Estos mismos papeles ¿a quién se los dejaré? Mis hijos se han casado con mujeres que no saben quiénes son más allá de sus abuelos: una, nacida en un campamento petrolero que finge ser pueblo. Pero es la madre de mis nietas. Y es una buena persona, aunque no tenga ni idea de quién es. El otro, casó con mujer de ojos amarillos y tez morena, semejante a una serpiente. Dudo mucho de que sepa quién es ella, y mucho menos de que conozca su linaje más allá de los abuelos, aunque nació en Angostura La Nueva. Su apellido es algo tan absolutamente común como Pérez, o Rodríguez, no recuerdo ahora. Pero su padre parece ser de la Margarita, o algún lugar de esos. Y su madre parece ser de Trinidad, aunque no puedo asegurarlo. En el día de su boda, la mayor parte de los invitados eran sus amigos y algunos de sus numerosos parientes. Por alguna razón que no solicité y nadie me dijo, mis hijos se eximieron de ir con sus familias. Personalmente, sentí que era una obligación que en una boda de mi hijo en Angostura, yo cumpliera el antiguo papel de entregar al novio. No han tenido hijos. Su estirpe aún no reconoce los signos del Lord, como sí lo reconocen mis nietas del campamento petrolero. El ADN es una condena de la que uno no se libra. Ahora que lo pienso: del padre de mis hijos, conozco sus antepasados hasta la cuarta generación. Pero hace mucho tiempo que olvidé

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preguntarle a mis amantes quiénes son, de dónde son sus padres y dónde está su patria. Todas esas pérdidas que obviamos o simplemente olvidamos en la vera del camino, porque resultaban fastidiosas de llevar, son las que no trajeron los aires de estas tormentas. Primero, en 1992, aquellos oficialillos a los que desdeñamos por su lenguaje decimonónico y sus juramentos ante árboles patrios, y porque en verdad parecían más unos dementes semimaduros que unos héroes bélicos, nos trastocaron el mundo sin que quisiéramos darnos cuenta. Luego, en Noviembre de ese mismo año, aquellos esbirros arquetípicos que se nos aparecieron en la madrugada televisada, tampoco alteraron significativamente nuestra conducta. El tiempo pasaba y nos estábamos haciendo viejos. No nos fijamos en que las vestiduras de la Democracia estaban raídas y que la Democracia misma era una alegoría obesa y perezosa. No quisimos ver los signos, porque era un fastidio que molestaba la sifrinez en diversos niveles de nuestras vidas. Y cuando los tuvimos pegados a la cara, oh, Dios, el primer intento fue salir corriendo de aquí y que los insectos depredadores se comieran todo, qué carajo. Ni siquiera sabíamos quiénes eran esos que nos gobernaban. Ni dónde habían nacido. No dónde estaban su patria y sus padres. Olvidamos el legado de Pericles y de Aspasia. Olvidamos la lección de Edipo: vino un vagabundo de los caminos y descifró el acertijo, así que la Esfinge le dio paso. Ese vagabundo mató el Rey Esclarecido (que era su padre, después se supo) y

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casó con su madre (después se supo) y tuvo hijos que estaban maldecidos por las Furias desde su germinación: hijos que dividieron después el reino y sus alrededores, que se enfrentaron como perros hambrientas por un trozo de carne. Y esos hijos eran hermanos. Hijos de incesto. Malditos desde el vientre, aunque fueran inocentes. Y Edipo se arrancó los ojos para no ver el horror de actos a los que siempre estuvo condenado. Y Antígona lo llevó al lecho de las Furias. Antígona: hija, hermana. Y sólo Antígona se enfrentó al cadalso para restituir la dignidad de otro hermano, Polinice, destinado a la carroña. Lucha entre hermanos.

Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; en cien batallas, nunca saldrás derrotado. Si eres ignorante de tu enemigo pero te conoces a ti mismo, tus oportunidades de ganar o perder son las mismas. Si eres ignorante de tu enemigo y de ti mismo, puedes estar seguro de ser derrotado en cada batalla.

De EL ARTE DE LA GUERRA: Sun Tzu

[Esta tarde, dormí cuatro horas en un estado de profunda extracción. No recuerdo lo que soñé. La lluvia, allá afuera, cumplió muy bien su papel de aislante. Estaba sola en un lecho amigable, rodeada de almohadas que me acunan y me protegen. Estaba a salvo del frío, de la soledad y el abandono. A salvo de los ruidos que me atormentan. Había almorzado bien, después de la sesión con el psiquiatra. No recuerdo su nombre. Creo que Humberto

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algo, no sé, y no me interesa. Me cansa muchísimo hablar con los psiquiatras, estas sesiones que, al decir dellos, son inevitables. No quería hablar de eso, además. Pero ha pasado ya mucho tiempo. Le conté sobre Enrique Sánchez. La llamada telefónica que lo introdujo en mi vida. Con mi anuencia. Eran tiempos difíciles: nadie sabía nada de lo que estaba pasando. Quizá el país se preparaba para una guerra civil, decían. El gobierno había asumido hacer una revolución comunista. Pero nadie sabía nada: ¿la fuerza del gobierno?¿la gente con la que contaba?¿la cantidad y calidad del armamento? A muchos se le enervaba la piel de pensar en un modelo trasplantado de Cuba. Es gracioso. En otros tiempos, yo hubiera creído que ése era el mejor de los modelos. Y ahora, pasado el tiempo y la historia, caído en pedacitos el Muro de Berlín, todo como consecuencia de la Primavera de Praga, o quizá, más atrás, de la ambición de Lenin, que interpretó a Marx como Pablo interpretó las primeras enseñanzas cristianas, con las diferencias del caso, claro, ahora, no. No es posible trasplantar modelos. No es posible alterar una cultura, inyectándole otra, con códigos diferentes. No es posible modificar los contextos de una economía, de una sociedad, usando los contextos y los planes económicos de otra sociedad, con una historia diferente. El problema fue siempre de códigos. Y en ese momento, todos estábamos de acuerdo en que el problema era de códigos, pero no sabíamos cuál era exactamente el que se estaba usando. Así que buscaron periodistas de la vieja escuela. Y lingüistas. Y expertos en estrategia e inteligencia militar. Un tremendo equipo que jamás se conoció

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totalmente y que se reunía en los chat-rooms de las páginas más soeces, en Cyber Cafés de alquiler, para saber qué había detrás de todo aquello. Entonces conocí a Enrique Sánchez, de una manera tan sencilla como la respuesta a una llamada telefónica y tomarnos un refresco a la orilla de la playa. No recuerdo su imagen real: parece que estaba curtido por el sol. Usaba sandalias en vez de zapatos. Tenía el cabello pardo oscuro, ojos hermosos y vivaces, una nariz extraña, que no correspondía a su cara y una boca muy roja y sensual. Luego, jeans desteñidos por el uso y una franela ¿o una camisa? Ya no lo sé. Sé que le gustaba la música popular, en especial las canciones de Gilberto Santa Rosa y que cantaba muy bien. Sé que tenía una familia en alguna parte, cerca de esa playa donde nos conocimos. Aunque él sabía lo que estaba haciendo, la investigación de campo y todo eso, tocando los territorios más tenebrosos del régimen, sólo me daba indicaciones vagas y nunca quiso saber con exactitud lo que yo sabía. Para eso estaban los otros: los que recibían mis mensajes a través de la INTERNET. En el año 2001, me asignaron mis empleadores a una ciudad de cuyo nombre no me puedo acordar. Enrique Sánchez siempre estaba cerca. Pasábamos ratos juntos. Lo veía escribir ese libro que jamás terminó, sobre los finales del siglo XIX y sus relaciones políticas con los acontecimientos de finales del siglo XX. Conversamos mucho sobre eso: la Guerra Federal, don Cipriano, el general Gómez. Hasta allí. Lo fascinaba lo militar. Me hizo releer El Arte de la Guerra.

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En aquel Abril del año 2002, fuimos juntos a la capital. No parecía un acto muy sensato. Creo que ya su cáncer había avanzado lo suficiente (era un tema totalmente prohibido) como para que no le importara demasiado el destino posterior. Por mi parte, desde Enero había venido sufriendo extraños síntomas cíclicos, calosfríos, vértigos, vómitos de flema, a veces con hipoglotis, lo que confundía a los médicos: ¿intoxicación? ¿un problema relacionado con la menopausia y el agite de las hormonas?¿un daño neurológico surgido tardíamente, precisamente por la menopausia, o, quizá, por el stress? Enrique Sánchez me acompañaba a las clínicas, pacientemente. Aprovechaba para darme esos discursos colaterales relacionados con la Masonería y Miranda y yo le respondía con lo de la Logia P2, para deshacerme de esos argumentos. Luego, nada. El 12 de Mayo, Día de las Madres, si mal no recuerdo, se despidió de mí. Jamás lo volví a ver. Me dediqué a mi trabajo, que era, al fin y al cabo, el objetivo principal. En Junio, teníamos bastante información sobre las formas de organización de las protomilicias gubernamentales. Mi Informe estaba terminado. Mi trabajo, también. Me retiré a mis cuarteles de verano, será, y de allí, a una playa semiperdida entre montañas. A finales de Junio, recibí un mensaje. Cifrado. No era más que un pasaje del libro de Efesios, el texto de La Armadura de Dios. Me sentía muy cansada de todo y de todos. El cansancio era tan profundo que muchas veces deseé morir. Traté de evitar los medicamentos, pero ya los ruidos, cualquier ruido, se me habían transformado en una amenaza. Las encías me sangraban por numerosas heridas. Me aumentaban

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los ataques cíclicos de insomnia y de vértigo y de angustia. Quería retomar la normalidad de una vida que no podía volver a ser normal: lo que habíamos descubierto era tan horrendo y amenazante que el miedo me desgarró la piel con la que siempre estuve recubierta y a resguardo. De pronto, poseía una lucidez extrema que me hacía percibir las relaciones y las prospecciones de los hechos históricos. Supongo que debería llamarlo el sindrome de Cassandra, porque no creo que mucha gente creyera lo que yo iba descubriendo, y yo misma dudaba de que un ser humano pudiera estar fraguando un plan de dominación tan demoníaco: la intervención de aquel siniestro anciano que vive en una Isla y cuyo espejo refleja a Yo, El Supremo me perturbaba. El bombardeo ideologizante mediante mensajes subliminales, grabados en discos compactos que muchos se prestaron para llevar y diseminar por todos los rincones del país. El crecimiento geométrico de las neurosis y la desaparición de los psicotrópicos del mercado (personalmente, vi llegar en más de una oportunidad a personas a la clínica, desesperadas, en la búsqueda de un psiquiatra, y vi cómo las clínicas no tenían ya los suministros necesarios para atender a los pacientes, mucho menos, imagino, los hospitales públicos) hasta que alguien se dio cuenta de que el efecto era tan generalizado que terminaría por destruir la razón de todo el país. Decidí apartarme de todo eso, si quería conservar algo de mi propia lucidez.

En Noviembre de ese año, trabajaba en la intención de establecer un hogar que pudiera llamar mío, después de esos dos años en la plena intemperie.

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Creí, llegué a creer, que era posible. Ese mes, llegó un hombre a mi puerta, con una bolsa como las que usan en las tintorerías. Contenía una bandera, algunos libros, los manuscritos de Enrique Sánchez. Lo miré a la cara y era un hombre alto, cuyo nombre sé exactamente. Me dijo: -Lamento no poderle hacer los honores que merecía. Y yo le dije: -No importa, no soy una viuda de guerra, sino un soldado. –Ah, sí (me respondió) eso dijo él que usted diría. A fines de Noviembre, atacaron a balazos mi apartamento: unos hombres entraron a mi casa y con ráfagas de ametralladoras, destruyeron todo lo que había querido ir construyendo. Quedé en el suelo, llena de escombros, sin recibir ninguna ayuda, llorando desconsoladamente. Sola.

No más. Estoy cansada.

Escribo ahora, casi dos años después: Finalmente, es decir, para concluir estas reflexiones personales de una ciudadana más observadora que otra cosa, la verdad es que no debemos dejarnos confundir por el discurso del gobierno y sus múltiples códigos, por muy elaborados técnicamente que se nos ofrezcan. Ni podemos asumir el triunfalismo como conducta. Por el contrario: hay que buscar la armadura más sólida y limpiarla, prepararla. La armadura de Dios. Hay que afilar las espadas hasta que el borde pueda ser prismático y refleje así el arcoiris.

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Hemos tenido nuestra cuota de prisiones, de pérdidas terribles, de sangre derramada.

Anoche, lloré por Enrique Sánchez, como hacía tiempo debí haberlo hecho. Pero Enrique Sánchez dio su cuota y entonces, nada. Se acepta que uno debe dar la suya, para que funcione el asunto. Hay que restearse, para usar una palabra que no me gusta, y apartar todo miedo, toda incertidumbre, toca caída en la fe que tenemos en nuestro pueblo, en nosotros mismos, en Dios. Y seguir andando, porque pa'lante es pa'llá.

Leo en mi correo electrónico este mensaje: Son las cosas pequeñas las que hacen perfecta una obra y, por tanto, digna de ser ofrecida al Señor. No basta que aquello que se realiza sea bueno, sino que además debe ser una obra bien terminada. El cuidado de las cosas pequeñas viene exigido por la naturaleza propia de la vocación cristiana: imitar a Jesús en los años de Nazaret.

Poner amor en lo pequeño por amor a Dios requiere atención, sacrificio y generosidad. El amor es lo que hace importante lo pequeño. Si faltara amor no tendría sentido el interés por cuidar las cosas pequeñas: se convertiría en manía o fariseísmo.

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Uno de los síntomas de la tibieza es que se valoran poco los pormenores en la vida, los detalles en el trabajo, los actos pequeños y concretos en las virtudes.Y se acaba descuidando también lo grande. El amor a Dios, por el contrario, se pone de relieve en el esfuerzo por encontrar en todo ocasión de amar y dar servicio a los demás.

El espíritu de mortificación se nos concreta en pequeños sacrificios: perseverancia en el examen particular, sobriedad en las comidas, puntualidad, trato afable, orden y cuidado de los instrumentos de trabajo.

Si estamos atentos en lo pequeño, viviremos con plenitud todos los días con sentido de estar preparados para la eternidad.

¿Me volví cristiana, más cristiana, menos cristiana? El día que destruyeron mi apartamento, me refugié en la Iglesia, como si fuera la Edad Media, y desde ese refugio preparé mi estrategia de sobrevivencia. Durante los meses del paro, viví con mis conciudadanos el severo y secreto heroísmo de vernos privados de todo, a cambio de obtener un resultado. No lo obtuvimos. El gobernante continuó, cantando vallenatos y llaneras y burlándose ante las lágrimas que se derramaban con ira y sin consuelo.

¿De qué coño se trataba?¿De aprender?¿De andar y de andar?¿De caminar, girando siempre en un lugar?

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También oré. Mucho. Oré. Con o sin llanto. Abandonada de muchos, asumí el exilio, porque mi casa estaba rodeada de perros babeantes. Y así. Así.

TESTIMONIO DE LOS PSIQUIATRAS TRATANTES Paciente: Fecha: Enero del 2001 Razones de la consulta: Vértigos, mareos, vómitos, diarrea leve, ansiedad extrema, insomnia recurrente, dolores en la nuca, alteraciones en la menstruación, inflamación de la musculatura blanda, acumulación de líquidos, hiperventilación, sangramiento de las encías, febrículas recurrentes, pérdida cíclica de estados de consciencia en los cuales le es difícil a la paciente distinguir entre la realidad y la ficción. Diagnóstico: Stress post-traumático combinado con trastornos agudos de pánico.

Nota: La paciente no está deprimida formalmente. Tiene episodios de depresión, pero no son ni permanentes, ni agudos. Tratamiento indicado: Para las primeras dos semanas, alprazolam, 3 miligramos, una pastilla cada cuatro horas; diazepam inyectado, 10 miligramos, 1 ampolleta cada doce horas; fluoxetina de 20 miligramos, 1 cápsula en la mañana y otra al mediodía. Para las próximas dos semanas (y dependiendo del resultado obtenido): continuar con la dosis de fluoxetina, eliminar el diazepam y bajar la dosis de alprazolam a una pastilla cada seis horas. Un clorazepam de 30 mg a las 10 pm. Vigilar, especialmente, las condiciones de sueño.

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87 [Es posible que porque uno pase los días de su vida, que quizá serán los últimos, en un psiquiátrico, se piense que uno ha abandonado la lucha. El poeta de Missolonghi, enfermo, febril, con intensos dolores de cabeza, sometido a un tratamiento absolutamente bestial por sus médicos, que lo desangraron con esos horribles seres que llaman sanguijuelas. Siguió planificando los combates desde su delirio. En estos días, he visto a dos ancianos combatiendo: uno, Juan Pablo el Segundo, Papa de la Iglesia Católica, atenazado por los mil males más allá de su vejez, que es un acto natural de la vida. Con su voz totalmente temblorosa, increpó a los poderosos de la tierra y pidió misericordia y justicia para los más desamparados. Otro, Santos Yorme, quien peleó en este país contra la dictadura de Gómez, contra la dictadura de Pérez Jiménez, contra los abusos de la democracia, contra los intentos tiránicos del gobierno que nos abruma hoy día, dijo en su discurso entrecortado las lúcidas verdades que queríamos oír en una hora de esperanzas que no deja de lado la posibilidad de la Guerra]

Por último, el cuadro definido del síndrome de stress postraumático tiene otra connotación, esta vez relacionada con el tiempo y referida al post. El planteamiento del síndrome de stress postraumático define los stressores o las situaciones traumáticas a partir de un modelo que delimita muy claramente en el tiempo el acontecimiento que produce los intensos desajustes psicológicos. El suceso traumático es uno, y parecería que sucede una sola vez. Sin embargo, cuando se van sucediendo las observaciones de aquellas situaciones que han sido capaces de generar los desórdenes descritos por este diagnóstico, la certeza respecto de la naturaleza del evento traumático se desvanece. No se sugiere únicamente que la situación de violencia que produce el stress postraumático sea una situación permanente en las sociedades que, como la nuestra, padecen un fuerte índice de violencia delincuencial. No sólo traumatiza la acción violenta del delincuente (individual o colectivo); el clima de temor y miedo, el terror inducido en la cotidianidad de las personas y los grupos sociales son una presencia permanente, difícil de situar en el tiempo, del stressor, del estímulo que desencadena el cuadro patológico. El síndrome de stress postraumático obliga a pensar que el acto delincuencial violento, el ejercicio efectivo de la violencia física, psicológica y moral, no es más que la fase terminal de un proceso mucho más complejo, de un ejercicio que determina la introyección de un poder terrible, irracional y perverso que actúa sobre la víctima más allá de los tiempos acotados de la definición jurídica del delito.

Personalmente, recurro a El Arte de la Guerra, de Sun Tzu:

Generalmente, la mejor política en la guerra es tomar un estado intacto; arruinarlo es un acto inferior. Capturar el ejército enemigo entero es mejor que destruirlo. Tomar intacto un regimiento, una compañía o un escuadrón, es mejor que destruirlo. Conseguir cien victorias en cien batallas no es la medida de la habilidad: someter al enemigo sin luchar es la suprema excelencia.

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De este modo, lo que es de máxima importancia en la guerra es atacar la estrategia del enemigo. Lo segundo mejor es romper sus alianzas mediante la diplomacia. En tercer lugar viene atacar a su ejército. Y la peor de todas las estrategias es atacar ciudades. Atacar ciudades es algo que sólo ha de hacerse cuando no hay ninguna otra alternativa, ya que la preparación de escudos y su transporte, y tener preparadas las armas y el equipo necesario, requiere al menos tres meses, y montar las máquinas de asedio y las escalas para asaltar las murallas, requiere otros tres meses adicionales. El general incapaz de controlar su impaciencia ordenará a las tropas cargar contra las murallas, con el resultado de que un tercio de ellas perecerá sin haber tomado la ciudad. Así de calamitoso es atacar ciudades. Así pues, los verdaderamente hábiles en la guerra someten al ejército enemigo sin batallar. Capturan las ciudades enemigas sin asaltarlas, y se apoderan del estado enemigo sin campañas prolongadas. Su meta es tomar intacto todo cuanto hay bajo el cielo, mediante consideraciones estratégicas. Como resultado, sus tropas no se desgastarán, y las ganancias serán completas. Este es el arte de la estrategia ofensiva. En consecuencia, el arte de usar tropas es éste: Si se es diez veces superior al enemigo, rodeadle. Si se es cinco veces más fuerte, atacadle. Si se tiene el doble de fuerzas, divididle. Si se está a la par, superadle mediante un buen plan. Si se está en inferioridad numérica, sed capaces de mantener abierta una vía de retirada. Y si se está en desventaja en todos los aspectos, sed capaces de eludirle, pues una fuerza pequeña no es nada excepto botín para una más poderosa, si se enfrenta a ella temerariamente. El general es el asistente del soberano del estado. Si esta asistencia es estrecha, el Estado será fuerte sin duda; si es débil, el Estado será ciertamente débil. Hay tres formas en que un soberano puede llevar a la derrota a su ejército: •

• •

Si, ignorante de que el ejército no debería avanzar, ordena un avance; o si, ignorante de que no debería retirarse, ordena una retirada. Esto se conoce como desequilibrar al ejército. Si, ignorante de los asuntos militares, interfiere en su administración. Esto causa perplejidad entre los oficiales. Si, ignorante de los problemas del mando, interfiere en la dirección de la lucha. Esto engendra dudas en la mente de los oficiales.

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Si el ejército está confuso y suspicaz, los gobernantes vecinos tomarán ventaja de ello, y causarán problemas. Esto es lo que significa la frase: Un ejército confuso lleva a la victoria del contrario. Por otra parte, hay cinco casos en los que puede predecirse la victoria: El que sabe cuando puede luchar y cuando no, saldrá victorioso. El que comprende cómo luchar, de acuerdo con las fuerzas del adversario, saldrá victorioso. Aquél cuyas filas estén unidas en un propósito, saldrá victorioso. El que está bien preparado y descansa a la espera de un enemigo que no esté bien preparado, saldrá victorioso. Aquel cuyos generales son capaces y no sufren interferencias por parte de su soberano, saldrá victorioso.

• • • • •

Es en estos cinco puntos en los que se conoce el camino a la victoria. Por tanto os digo: Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; en cien batallas, nunca saldrás derrotado. Si eres ignorante de tu enemigo pero te conoces a ti mismo, tus oportunidades de ganar o perder son las mismas. Si eres ignorante de tu enemigo y de ti mismo, puedes estar seguro de ser derrotado en cada batalla.

Parte 3 Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. ANTONIO MACHADO

Cuando escribió esto y lo convirtió en su lema, no pensó que en alguna vuelta del camino la esperaba el día malo. Hace mucho tiempo que no sé de ella. No responde mis cartas (y tengo la impresión de que responde muy pocas, si es que

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responde alguna) y ninguna persona me da su dirección exacta, su número telefónico. Hay un hermetismo total en cuanto a su paradero. Quizá, son sus hijos, que de esa manera esperan protegerla. Quizá, son órdenes de los médicos que se dice la están tratando en estos momentos. Quizá, es su propia decisión. Dicen que ha dicho a alguien que la escuchó, o lo escuchó de otro, que jamás volverá a Angostura. No sé si pueda cumplir ese deseo: ella pertenece a esta ciudad de una manera absoluta y total: el himno que se canta en las escuelas es obra de su intelecto y de sus manos: una de las criptas de los Shelley está abierta hace tiempo para recibir su cuerpo: muchos de los artistas de la Ciudad construyeron su obra en los tiempos en que ella era el hada de los pintores y no sólo los proveía en sus necesidades, sino que los sostenía en sus angustias y los ayudaba con sus conocimientos y sus críticas. Ellos, retribuyeron en parte los favores recibidos, entregándoles gran parte de sus obras, y la colección está valuada en cifras millonarias en el día de hoy. Pero ella dejó la colección al resguardo de amigos en los que confió (digo, a su manera de confiar, firmando con ellos un convenio de comodato) y ha permitido que uno de sus hijos ocupe la casa de los Shelley, en compañía de su esposa. Aunque también a su manera. Porque este hijo no ostenta la primogenitura y dudo mucho de que, enferma y todo como dicen que está, ceda los derechos del primogénito a otro de su prole. No ella, que se aferra (¿o se aferraba?) a las virtudes absolutas de la tradición.

Lo cierto es que, después de haber terminado y publicado la serie de investigaciones periodísticas que fueron indispensables para la comprensión de los hechos históricos que vivíamos entonces, los que vivimos después, los que seguimos

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viviendo de alguna manera, en muchas partes le fue negado el pan y el agua. Maldita era entre todas las mujeres. Sus hijos la miraron con desconfianza y temor, pues pensaron en cómo podía afectar sus vidas la posición en que se había colocado. Sus amigos, poco a poco le cerraron las puertas de sus hogares: los mismos que se sentían orgullosos, o los que le debían estar agradecidos, le cerraron las puertas. La sociedad angostureña, sin osar rechazarla de plano, dejó caer con disimulo un velo sobre su casa y su escritura. La misma academia, a la que había entregado parte de su vida, le otorgó con honores una jubilación temprana, que no era un favor, sino la manera de deshacerse de ella. Muchos diarios, que antes se disputaban sus escritos, dejaron de publicarlos, o los comenzaron a publicar escondidos entre los obituarios, lejos de las páginas de opinión. De pronto, se volvió una apátrida, un peligro latente para quien se le acercara. Antígona. Intentó el camino del exilio una y otra vez, sin encontrar el sitio donde estar. Fue perseguida adonde quiera que fue y su vida peligró en los caminos, en las veredas, en los cuartos de hotel, en las pensiones, en las plazas y los parques. No la vi más desde aquellos días y dicen que siempre vestía de negro cerrado. Negro de luto. No dejó de escribir, sin embargo. En medio de la pesadilla que era su vida, no dejó de ser periodista, cronista de la realidad, analista. Ni dejó de ser ficcionadora. Una novela suya fue publicada en el año 2002. Sus ponencias académicas sólo tienen el vacío del 2000 al 2002, justo cuando estaba dedicada por entero al trabajo que había asumido sin vacilaciones, cuando tantos vacilamos… ¿era suicida?¿o era valiente? Ni una cosa, ni la otra: me considero culpable, por haber desarrollado en ella el inevitable sentido del deber: la ética de los periodistas. Sólo que ella lo hizo a solas y sin apoyo, porque así lo requería su misión. O quizá tuvo

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algún apoyo y yo no sé. Nada supe de su trabajo. Ni los métodos que usó. Ni los riesgos que asumió. Sólo supe que sin esos resultados, no se hubiera vislumbrado el final de la pesadilla. Sólo supe que todos los que participaron en esa actividad terminaron por enfermar, o morir. Y ella sobrevivió, dicen que loca, dicen que paciente en un psiquiátrico del cual no desea salir y desde el cual no se comunica sino con una minúscula élite, entre los cuales no estoy. Ni está mi hija, que le escribe con regularidad. Ni mi exesposa, quien alguna vez la llamó su amiga. Creo que en Angostura hay dos o tres personas con las que se comunica, y una es su hijo, al que sólo le cuenta cosas inocuas y domésticas. Los otros son sus abogados, tres amigas, distintas entre sí. Y un amigo. Una de sus amigas, dicen, guarda sus archivos secretos. Alguien sospechó una vez, muchos anhelan ver esos papeles. Pero no habrá nunca confirmación, porque aquellos que la protegen, la protegen hasta el fin. Y los que la abandonamos, la perdimos para siempre.

Antígona [¿Qué dice el mediodía profundo? El odio se cierne sobre el globo terráqueo como un espantoso sol. Desde que murió la Esfinge, no hay ya secretos: todo acaece de día. Todo se sabe en la Red. La sombra baja a ras de las casas, al pie de los árboles, como agua insípida al fondo de las cisternas: las habitaciones ya no son pozos de oscuridad, almacenes de frescor. Los transeúntes parecen sonámbulos de una interminable noche blanca. La

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gente duerme de día, ama de día. Los durmientes acostados al aire libre parecen suicidas. Los amantes son como perros que copulan al sol. Los corazones están tan secos como los campos. El corazón del gobernante es seco como la roca. Tanta sequedad llamó sangre. Odio infectó las almas. Las radiografías del sol roen las conciencias sin reducir su cáncer. Edipo se ha quedado ciego de tanto manipular rayos oscuros. Edipo, inocente víctima de juegos del Designio. Sólo Antígona soporta las flechas que dispara la lámpara de arco de Apolo. Abandona aquella ciudad de arcilla cocida al fuego, donde los rostros endurecidos se hallan modelados con la tierra de las tumbas. Acompaña a Edipo fuera de la ciudad cuyas puertas, abiertas de par en par, parecen vomitarlo. Guía por los caminos del exilio al padre que es, al mismo tiempo, su trágico hermano mayor: bendice la venturosa culpa que lo arrojó sobre Yocasta, como si el incesto con la madre no hubiera sido para él sino una manera de engendrar una hermana. No descansará hasta verlo reposar en una noche más definitiva que la ceguera humana, acostado en el lecho de las Furias que se transforman inmediatamente en diosas protectoras, pues todo dolor al que uno se abandona acaba por convertirse en serenidad. Rechaza la limosna de Teseo, que le ofrece vestidos, ropa blanca y un sitio en el coche público, para volver a Tebas: regresa a pie a la ciudad, que convierte en crimen lo que sólo es un desastre: en exilio lo que no es sino viaje: en castigo lo que no es más que eventualidad. Despeinada, sudorosa, objeto de irrisión para los locos y de escándalo para los cuerdos, sigue a campo traviesa la pista de los ejércitos sembrada de botellas vacías,

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de zapatos usados, de enfermos abandonados que los pájaros de presa toman ya por cadáveres. Se dirige hacia Tebas. Atraviesa los siete círculos de los ejércitos que acampan en torno a Tebas, deslizándose invisible como una lámpara en el rojo Infierno. Entra por una puerta disimulada en las murallas, coronadas de cabezas cortadas, como en las ciudades chinas. Se desliza por las calles vacías a causa de la peste y del odio, sacudidas en sus cimientos por el paso de los carros de asalto. Trepa hasta las plataformas en donde mujeres y niñas gritan de alegría cada vez que un disparo respeta a uno de los suyos: su cara exangüe entre las largas trenzas negras ocupa un lugar en las almenas, en la fila de cabezas cortadas. No elige a sus hermanos enemigos, ni tampoco la garganta abierta ni las manos repugnantes del hombre que se suicida: los gemelos son para ella un sobresalto de dolor, como antes lo fueron de gozo en el vientre de Yocasta. Espera la derrota para dedicarse al vencido, como si la desgracia fuera un juicio de Dios. Vuelve a bajar, arrastrada por el peso de su corazón, hacia los bajos fondos del campo de batalla; anda sobre los muertos como Jesús sobre el mar. Entre aquellos hombres, nivelados por la descomposición que comienza, reconoce a Polinice por su desnudez expuesta como una siniestra ausencia de fraude, por la soledad que le rodea como una guarida de honor. Vuelve la espalda a la baja inocencia que consiste en castigar. Aún estando vivo, el cadáver, ya frío por sus actos, indiferente a todo odio y todo amor, se halla momificado en la mentira de la gloria. Aun estando muerto, Polinice existe igual que el dolor. Ya no acabará ciego como Edipo, ni vencerá como

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Eteocles, ni reinará como Creonte: no puede inmovilizarse. Sólo pudrirse. Vencido, despojado, muerto, ha alcanzado el fondo de la miseria humana: nada se interpone entre ellos, ni siquiera una virtud, ni siquiera un minúsculo honor. Inocentes de las leyes, escandalosos ya en la cuna, envueltos en el crimen como en una misma membrana, tienen en común su espantosa virginidad que consiste en no ser ya de este mundo: sus dos soledades se encuentran exactamente igual que dos bocas en un beso. Ella se inclina sobre él como el cielo sobre la tierra, volviendo a formar así en su integridad el universo de Antígona: un oscuro instinto de posesión la inclina hacia ese culpable que nadie va a disputarle. Aquel muerto es la urna vacía donde echar, de una sola vez, todo el vino de un gran amor. Sus delgados brazos levantan trabajosamente el cuerpo que le disputan los buitres: lleva a su crucificado como quien lleva una cruz. Desde lo alto de las murallas, Creonte ve llegar a aquel muerto sostenido por su alma inmortal. Se abalanzan unos pretorianos, que arrastran fuera del cementerio a esta gárgola de la Resurrección: sus manos acaso desgarren la túnica sin costuras. Se apoderan del cadáver que empieza a disolverse, que se derrama como un recuerdo. Cuando se ve libre de su muerto, aquella muchacha que baja la frente parece soportar el peso de Dios. Creonte se enfurece al verla, como si sus harapos cubiertos de sangre fueran una bandera. La ciudad sin compasión ignora los crepúsculos: el día oscurece de golpe, como una bombilla fundida que deja de dar luz. Si el rey levantara la cabeza, los faroles de Tebas le ocultarían ahora las leyes inscritas en el cielo. Los hombres no

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tienen destino, puesto que el mundo no tiene astros. Sólo Antígona, víctima por derecho divino, ha recibido como patrimonio la obligación de perecer y ese privilegio puede explicar el odio que se le tiene. Avanza en la noche fusilada por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de mendiga, sus uñas de ladrona muestran hasta dónde puede llegar la caridad de una hermana. A pleno sol, ella era el agua pura sobre las manos sucias, la sombra en el hueco del casco, el pañuelo en la boca de los difuntos. Su devoción a los ojos muertos resplandece sobre millones de ciegos; su pasión por el hermano putrefacto calienta fuera del tiempo a miríadas de muertos. Nadie puede matar a la luz; sólo pueden sofocarla. Corren un velo sobre la agonía de Antígona. Creonte la expulsa a las alcantarillas, a las catacumbas. Ella regresa al país de las fuentes, de los tesoros, de las semillas. Rechaza a Ismena, que no es más que una hermana en la carne. Al apartar a Hemón evita la posibilidad de partir vencedores. Parte de la búsqueda de su estrella situada en las antípodas de la razón humana, y no la puede alcanzar a no ser pasando por la tumba. Hemón, convertido a la desgracia, se precipita tras sus pasos por los negros pasillos: este hijo de un hombre ciego es el tercer aspecto de su trágico amor. Llega a tiempo para ver cómo ella prepara el complicado sistema de chales y poleas que le permitirán evadirse hacia Dios. El mediodía profundo hablaba de furor; la medianoche profunda habla de desesperación. El tiempo ya no existe en aquella ciudad sin astros; los durmientes tendidos en el negro absoluto ya no ven su conciencia. Creonte, acostado en el lecho de Edipo, descansa sobre la dura almohada de la razón

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de Estado. Algunos descontentos, dispersos por las calles, borrachos de justicia, tropiezan con la noche y se revuelcan al pie de los hitos. Bruscamente, en el silencio estúpido de la ciudad que duerme su crimen como una borrachera, se precisa un latido que proviene de debajo de la tierra, crece, se impone al insomnio de Creonte, se convierte en su pesadilla. Creonte se levanta, y palpando a ciegas encuentra la puerta de los subterráneos, cuya existencia sólo él conoce: descubre las huellas de su hijo mayor en el barro del subsuelo. Una vaga fosforescencia que emana de Antígona le permite reconocer a Hemón, colgado del cuello de la inmensa suicida, impulsado por la oscilación de aquel péndulo que parece medir la amplitud de la muerte. Atados uno a otro como para pesar más, su lento vaivén los va hundiendo cada vez más en la tumba y ese peso palpitante vuelve a poner en movimiento toda la maquinaria de los astros. El ruido revelador traspasa los adoquines, las losas de mármol, las paredes de barro endurecido, llena el aire reseco de una pulsación de arterias. Los adivinos se tienden en el suelo, pegan a él el oído, auscultan como médicos el pecho de la tierra sumida en su letargo. El tiempo reanuda su curso al compás del reloj de Dios. El péndulo del mundo es el corazón de Antígona.

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99 Se llega virgen a todos los acontecimientos de la vida. Tengo miedo de no saber cómo arreglármelas con mi dolor (quizá pensó ella).

[Perdí amigos, que me consideraban incómoda por mi posición frente al régimen. Ellos prefirieron la tiranía y la destrucción de todo en cuanto habíamos creído, con tal de conservar su tranquilidad y las ganancias que, cual migajas, les dejaba caer el régimen. No vieron más allá de su presente. No pensaron en sus nietos. Ni en sus padres. Y cualquiera que se politizara era considerado un enemigo. Una molestia. Perdí amigos porque estaban frontalmente a favor del Tirano. Cuando miraba las fotos, antes, añoraba aquellos tiempos de amistad y sonrisas y pobreza compartida. Algunos, me aconsejaron que mejor callara, que mejor me

alejara, que mejor me fuera. Otros, simplemente me ignoraron. No puedo reportar que ellos me hicieran daño alguno. Y gané amigos que antes no conocía. En aquellas marchas donde íbamos con el rostro pintado color de esperanza.]

Leo en Daniel 2:36 lo del sueño de Nabucodonosor.

Orestes no dudó al asesinar a su madre, Clitemnestra y al amante de ella, Egisto. Pero todo partió del sacrificio original de Ifigenia, víctima inocentísima de las ambiciones de los hombres.

Si Esther hubiera dudado ¿qué hubiera sido del pueblo judío?

La primera Ley decía Ojo por Ojo y Diente por Diente. Nada sé. No me justifico de mis actos. Porque mis actos fueron lavados por la sangre del Cordero. Inundada yo por la sangre del Cordero. Lanzada al charco de la sangre del Cordero. Lavada. Sanada. Ungida. La locura me exorcizó los demonios. A veces, me acurruco en la cama y me siento como un polluelo de águila, bajo las alas de su madre. A veces, Él viene en sueños y se sienta a mi lado, a consolarme. Mi amigo. Mi único y verdadero amigo. Mi único y verdadero amor. Y he olvidado ya. Sólo en algunas pesadillas veo aquella

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mano extendida, al hombre que la tomó confiadamente. Y sé lo que sé: alguien más cercano fue el victimario. Alguien preparado para la falla. Ella fue solamente un peón del ajedrez ¿A qué se debió el tiroteo aquel día? No hubo un solo herido de bala. Cuando pregunto detalles, nadie dice nada. Mi hija me dice que olvide, que deje mis cargas a Dios.

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TESTIMONIO DE EDUARDO

Siempre he pensado que sus problemas son en parte ficciones. No creo en las historias que ha querido contarme. Ese trabajo que realizó para una organización internacional, ese hombre que murió… Ella nunca ha querido darme detalles explícitos. Lo del apartamento, por ejemplo, que supuestamente fue destruido a balazos, yo lo investigué y nadie sabía nada. Eso no es posible, que una situación tan grave pase inadvertida. Y creo que no soy el único que lo piensa. Luego, esos hombres que ella dice que la trajeron y la llevaron: ese cuento no me lo creo. Nunca vi a esos hombres. Nunca entendí por qué no dejaron que los viera nadie. Y creo que no soy el único que lo piensa, como ya lo dije antes. Porque sus hijos tampoco hablan mucho de eso. Y como no conozco a sus amigos, no sé si hablan o no, pero pienso que tampoco lo creen. Luego, pasó lo de Oriente, durante los días del paro. Una historia llena de misterios: la hospitalizaron, eso sí. Y luego unas mujeres me llamaron y me dijeron cada cuál una verdad distinta. Y su propia hija dijo algo así como otra vez mi mamá anda con sus problemas. Y todo eso me hizo pensar en si no era mejor dejarla, porque sus muchas mentiras no podían ser la base de una relación de vida. O sus enfermedades, porque no quería pasar el resto de mi vida con una loca. Pero algo hay que no puedo descifrar, y no la dejé, aunque dudaba, y la sigo amando, decida ella lo que decida. Yo la llamo Caja de Pandora, pero no es así: si se abre, no creo que haya nada ahí dentro. En todo caso, si hubo algo, ya lo dejó ir. Pero nadie me puede negar que hay

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muchas cosas dudosas y que ninguna persona en su sano juicio se involucra con otra que anda en esos caminos. Por eso la dejé ir al hospital de La Culata, donde está. Para que pase sus días y viva feliz sus ficciones. Digo que la dejé ir, aunque no sé cómo hubiera podido impedirlo. Aunque hubiera querido que las cosas fueran distintas y pudiéramos amarnos para siempre. Pero ella quiso irse, sobre todo huyendo de mí, de mis preguntas y de mis dudas. Y no me ha permitido verla, ni responde a mis cartas, ni a mis tarjetas, ni a mis mensajes, ni a mis llamadas. Una sola vez me respondió y me dijo que necesitaba paz y estabilidad y yo no le daba eso. Así que se fue. Pero antes me mostró la historia clínica que siempre había querido ver y ví que sí, que era cierto lo del stress posttraumático y me puse a investigar hasta que encontré que las cosas sí pudieron ser como ella dijo. Porque hay gente que la protege, gente con la que ella sí conversa, y a las que sí responde a sus correos. Sé que hay gente que la visita con mucha deferencia. Gente muy importante, me han dicho. Pero ella no me ha dicho quién es toda esa gente. Ni me lo dirá. Y cada vez me lo dirá menos, porque se aleja más y más de mí. Me pregunto si todo no es parte de su ser de escritora. Si todo, inclusive lo que vivió, lo que vive, es una ficción, para poder escribir una novela. Mi madre dice que ella está loca: mal de la cabeza: cucú. Que debe tener una falla neurológica, porque le tiemblan las manos. Pero hay gente que dice que es muy inteligente. Que la buscan y la llaman para que opine sobre cosas profundas. Una vez, cuando le dije lo que mi madre juzgaba, se mostró molesta, ofendida y luego fue irónica. Me preguntó dónde mi madre se había doctorado en psiquiatría, por ejemplo. Y yo, dejándome llevar por lo que dijo mi madre, comencé a apartarla de mi familia, aunque la idea era hacer lo contrario. Y, sin

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embargo, estuvimos un tiempo, y yo la veía normal, hasta que me entraban las dudas o mi madre me recordaba el asunto. Y yo quería seguir con ella, hasta que me confesara toda la verdad y todas las mentiras. Pero finalmente como que se cansó. Y decidió por propia voluntad contarme lo que quiso, repetir lo que había dicho y agregar algunos detalles, aduciendo que otros no le pertenecían, y por ética, no los revelaría jamás. Y me mostró el Informe de los médicos y un artículo inclusive escrito sobre el asunto. Y me dijo que estaba cansada de mis dudas y que necesitaba tolerancia, respeto y comprensión, como siempre decía. Y que si tenía que pagar por ello, se iría a una prisión psiquiátrica de lujo, donde pudiera tener su computadora y algunos de sus libros. Y escribir sus mentiras y sus ficciones, dijo así, sin que ninguno: ni yo, ni mi madre, ni nadie, le estuviera alterando los días y faltando el respeto, porque eso le agravaba su mal. Y se fue. Me duele el pecho como si tuviera un hueco, pero se fue. Y se fue de tal forma que no deja que yo me le acerque, o que le escriba siquiera, después de todo lo que habíamos soñado.

TESTIMONIO DE LA HIJA Mi madre lleva dentro de sí un fuego que no se extingue. Su fuego es una lámpara. Su carne es traslúcida, aunque eso sea solamente una metáfora, para indicar que su fuego es de esos como los que se encienden dentro de un faro: luz que orienta e ilumina. Ella me enseñó a ser fuerte. Me levantó cuando me sentía vacilar, o quería

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quedarme al borde del camino. Me apoyó en los senderos escabrosos. Si me caí, me limpió las heridas. Si me veía muy frágil, me empujaba y era áspera y cruel como una fuerza de la naturaleza. Aprendí con ella a mirar el horizonte y no amilanarme por las dificultades de la ruta. Aprendí de ella a no temer a las tormentas. Aprendí también que es preciso sentirse orgullosa de la condición de mujer, porque han sido las mujeres las que han dado fundamento a toda forma de sociedad y organización de la sociedad. Aprendí de ella a pasar hambre y sed y dormir para reponer energías antes de dejar que el arroyo del dolor lo arrastrara. Aprendí que uno debe defender sus ideas contra vientos y marea. Misionera, mi madre. Es verdad que no es perfecta, que por pasión ha sacrificado muchas cosas. Pero a nosotros, sus hijos, siempre ha buscado la forma de apoyarnos, aunque sin hacernos dependientes, sino, por el contrario, ha insistido en la necesidad de que seamos independientes. Nos trató de enseñar, también, el valor del conocimiento, y ha insistido en que la única herencia que le es posible dejarnos es ésa. Ella misma es un ejemplo: siempre ha estado estudiando, leyendo… Posiblemente no fue nunca una buena cocinera, y, como ella misma decía, fue un ama de casa mediocre. Pero trató de ser una buena administradora y, mientras estuvo en sus manos, no nos faltó nada. Tampoco se opuso o discutió las ideas que deseábamos tener: ni en política, ni en religión. Fue totalmente respetuosa en ese sentido, y hasta cuando mis hermanos escogieron sus parejas, ella accedió, aunque en oportunidades no estuvo de acuerdo. Por cierto que muchas veces mis hermanos o las parejas de mis hermanos la hirieron, aparentemente sin razones lógicas. Y ella, herida y todo, nunca propuso divisiones en el seno familiar, ni exigió

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reivindicaciones, y a todo aquel que la trató mal, ella procuró tratarlo bien. Como tampoco sugirió retaliaciones contra los que le hicieron daño, incluyendo a mi padre y mi madrastra, la cual desarrolló hacia ella una gratuita malignidad. Después, cuando el enfrentamiento político, se hizo más fuerte, jamás nos pidió que tomáramos posición, y menos que la apoyáramos. Al revés de mi padre y mi madrastra. Pero mi madre, no, ella, no, por el asunto del libre albedrío. Nos escribió el poema de Andrés Eloy Blanco: … por mí, ni un odio, hijo mío; ni un solo rencor por mí; no derramar ni la sangre que cabe en un colibrí; y las hijas del malvado, del que me hiciera sufrir; para ti han de ser sagradas, como las hijas del Cid. Ella misma decía que era parte de la guerra. Y se reía. Nada personal. Ahora, muchos creen que está vencida porque está en una clínica psiquiátrica. Y los que piensan eso no la conocen en absoluto. Está descansando, porque cuando ni siquiera había comenzado la gran batalla, ya ella estaba vestida con su armadura. Le gusta un himno cristiano, que canta con frecuencia: Cansada del camino/ sedienta de Ti/ un desierto he cruzado/ mi cuerpo está cansado/ vuelvo a Ti/ Luché como un soldado/ y a veces sufrí/ y aunque la lucha he ganado/ mi armadura se ha gastado/ vuelvo a Ti/ Sumérgeme/ en el río de Tu Espíritu/ necesito restaurar/ este pobre corazón/ sediento de Ti. Porque mi madre es una mujer profundamente cristiana. Más de lo que cualquiera pueda pensar. Sé que muchos piensan que ella es una pecadora. Que es maligna. Hasta de bruja la han acusada. O de demonio. E inclusive hay quienes alegan que su locura no es nueva, sino que toda la vida fue así, desde la infancia. Y otros la califican de egoísta y hasta nos compadecen porque, según ellos, la hemos tenido que soportar años y años.

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Pero obvian, porque quieren, su impecable generosidad, su solidaridad sin restricciones con el prójimo, su facilidad para perdonar, su cortesía y gentileza, la sonrisa espontánea que regala a las personas, su caridad, y, sobre todo, su voluntad de cumplir con el don de la escritura, que ella considera una responsabilidad y un talento que Dios le otorgó por alguna razón. Es verdad que no le gustaba congregarse en una iglesia. Tenía bien claras sus razones para ello. Pero se comunica con Dios de una manera muy particular. Y aunque estuvo en gravísimos peligros, ella siempre sintió que Él la protegía. ¿Y qué tiene que ver, podrán preguntarse algunos, la fe cristiana con esa pelea que ella libraba por conceptos como la Libertad, por ejemplo? Una vez se lo pregunté y me dijo que Dios nos había dado como gracia especial la plenitud de libertad de albedrío, por lo tanto, si uno renunciaba a esa gracia, no merecía llamarse hijo de Dios. Hasta por eso la atacaron también. Amigos de muchos años, como Celso, osaron llamarla hipócrita por usar el cristianismo y la armadura de Dios como armas de batalla. Y mi madre simplemente los apartó de su vida, para no ensuciarse, dijo, de la amargura que el dolor de esas pérdidas ocasionaron en su corazón. A veces, mi madre me recuerda un personaje como David. Guerrera por circunstancia, salmista por vocación, sensual en su experiencia de vida, siempre cercana al Poder Político, siempre rodeada de tentaciones y de traiciones, con profundas caídas morales y súbitas elevaciones, orgullosa de su estirpe, cumplidora de las profecías, y, aunque no lo crean muchos, pienso que está cercana al corazón de Dios. Muchas veces la

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vi cuando estaba en problemas graves y aparentemente vencida y desechada de todos. Y entonces era como si creciera, y le crecían alas como de águila. Lo cierto es que está ahora descansando y, para ello, renunció a muchos de sus derechos y a muchos de sus privilegios. Quiso amar a un hombre, y tal vez lo ame, pues jamás habla de eso. Pero ese hombre no supo entender: no podía entender. Quiso entregar algo de lo mucho que sabía, y tampoco hubo gente que quisiera entender. Y se cansó. Donde está, se siente bien. Las rejas no impiden que salga, sino impiden que entren los que no desea ver, a los que no desea hablar, ni contarles nada, los que pueden impedir que se sanen sus heridas. Sabe que entre los privilegios a los que renunció está el de su privacía. Sabe que los ojos y oídos de enfermeros y médicos y vigilantes están sobre su vida y sobre su escritura. Y eso me hace admirar más su fortaleza. Porque siendo ella tan celosa de sus particulares condiciones de pensamiento y de su literatura, les da acceso a esa gente, limitándolos en realidad con su intelecto y con el recordatorio seguramente amable, de que ella paga su pensión y, por lo tanto, merece ciertas consideraciones. Así que sigue escribiendo, supongo, las cosas que va forjando su mente. Y digo supongo porque cuando la visito habla de muchas cosas, pero jamás de su escritura. Porque yo la visito. Mis hermanos la visitan, pero ella no siempre los recibe. Marvelis la visita. Abel la visita. Hay un grupo muy pequeño de personas a las que decide recibir. De resto, ella me ha dicho que su edad y su enfermedad le dan el privilegio de hacer lo que se le venga en ganas con su vida. De sincerar sus antipatías, por ejemplo. De rechazar los disimulos, aunque, de hecho, siempre lo hizo.

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Mientras, el hecho de estar enferma la protege de las tentaciones del mundo, la obliga a ser más reflexiva y, seguramente, más dada a la oración. Iba a escribir: o de fingir estar enferma. Pero yo sí creo que tantos eventos la trastornaron. Y es posible que pocas personas sepan todo lo que pasó, todo lo que transformó su estilo de vida, lo trastocó por completo. Y todo lo que pasó: el miedo, el hambre, la soledad, el contacto directo con la violencia, los sucesivos abandonos y las traiciones, la errancia, el exilio, los deterioros de su cuerpo, los abusos que se tomaron con ella, la venganza de los porteros. Y ella no estaba preparada para todo eso. Así que soportó porque por dentro está como hecha de acero. Como el acero, es flexible, pero inquebrantable. Se compara a sí misma con esa estructura ósea de la zapoara: ella dice que es así por dentro, pero en acero. El pastor Pedro Pablo dice que es más bien como un águila. Ella se burla y dice que fue porque tomó sus vitaminas a tiempo y se alimentó con mucha leche. Pero lo dice con una sonrisa irónica y nunca sé si es verdad. Conmigo, hace tiempo decidió que la mejor relación era la de amiga. Soy su amiga. Su confidente. La destinada a quedarme con sus recuerdos. Con los papeles del linaje. Con el dominio de la estirpe, aunque sea mi hermano Manuel el que herede la casa de los Shelley. Soy la guardiana de sus herencias, llámense como se llamen. Y por eso quisiera tener un hijo, porque pienso que solamente a un hijo mío, de mi entraña, le podré dejar yo lo que ella me va dejando, despojándose en cada gesto que hace. Mis hermanos no entienden aún y ella los trata con apacible condescendencia, menos a Alejandro, a quien ama muchísimo, y a Jacobo. Pero por distintas causas. Por lo que se llama Amor tal vez. Ella dice que siempre ha sido proteica, es decir, que en cada acto de su vida deja algo de sí, hasta que al fin desaparezca. Pero

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dice tantas cosas, a veces incomprensibles para mí, y las dice siempre con ese tono irónico que pocas veces puedo distinguir la realidad de sus ficciones. Eso no quiere decir que ella no sea capaz de elaborar pensamientos perfectamente lógicos. Proyectos específicos y viables, en cuya preparación es una experta. Y aunque hace tiempo no da clases, ni conferencias, ni presenta ponencias académicas, pudiera hacerlo si quisiera, y me lo ha probado más de una vez. A veces, creo que quiere como forjarse una leyenda. Un poco por jugar, porque siempre ha sido muy lúdica. Pero no puedo decir que eso sea cierto. Por principio, por experiencia, la quiero muchísimo y haga lo que haga, sé que su dignidad y su esfuerzo, su trabajo y su afán de estudiar, su deseo de conservar la historia y las tradiciones, algún día le valdrán un reconocimiento. Seguro cuando ya sea demasiado tarde y esté en el ataúd. Pero, entre las cosas que recordaré por siempre es el día en que cantaron por primera vez el Himno de Angostura, en la Plaza del Mirador, y dijeron su nombre y el de Nehemías Bejas como los autores. Era una mañana blanca de Mayo y yo sentí que mi madre había dejado de ser de este mundo y que su Reino estaba muy dentro de ella.

Nombres, historias, tumbas A través de todo este relato, el lector posible (a lo mejor inexistente) debe haberse dado cuenta de que Cira, mi madre, no se ocupaba de ninguna tarea del hogar. Aportaba, ciertamente, su trabajo y su cuota de participación, con el

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ejercicio de su arte de costurera fina. Pero detestaba todo cuanto significara lo doméstico en sí, y para eso estaban Francia, que se encargaba de limpiar la casa, del lavado y planchado, aunque tenía una multitud de hijos. Yo la veía llegar semana a semana con un bulto enorme de ropa. Y cuatro veces a la semana, limpiaba la casa, hasta que nosotras estuvimos grandes y nos pasaron esa obligación en un porcentaje bastante alto, que no nos molestaba para nada. Y estaba también Isabel, nuestra niñera, encargada de nuestra alimentación, nuestra atención y nuestros almidonados uniformes. Y estaban los Morochos, que limpiaban el patio de cuando en cuando, para evitar que se cundieran de malas yerbas. Mi padre limpiaba el patio también de cuando en cuando y podaba las enredaderas que vivían en las cercas, mientras mi hermana y yo jugábamos golpeándonos con ramas de guaritoto, que pican como el demonio. Pero lo hacíamos porque al lado del guaritoto crece siempre el cundiamor, que es el antídoto para la irritación del guaritoto y tiene, además, un fruto extraño, amarillo oscuro y con semillas rojas y dulces. En esas condiciones, yo la imité en cuanto a ser una mala ama de casa, como ya he dicho. Pero no en su habilidad por la costura. Creo que Cira, mi madre, tuvo pocas satisfacciones en su vida: hubiera querido estudiar más, era una mujer a la que le gustaban la lectura y la escritura. Y no lo hizo. Hubiera querido amar y ser amada profundamente, como en una película o en una novela, y no lo logró, y pasó tiempo de su vida quejándose de no haber logrado esa experiencia que tanto quiso. Y finalmente culpó a mi padre, ya anciano y enloquecido por el Alzheimer, de

sus

muchas

frustraciones.

Hubiera

querido

que

nosotras

nos

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matrimoniáramos con hombre ricos y apuestos y tuviéramos una familia de nietos hermosos y que llenáramos los domingos todos los puestos de la mesa de banquete de Elizabeth Shelley. Y no lo logró tampoco, pues cada cuál hizo su vida y se fue por el camino que quiso y la mesa de los Shelley muy pocas veces se ocupó. Mi madre fue acumulando tristeza tras tristeza, decepción tras decepción. Creo que, personalmente, prefiero la locura que se me atribuye a vivir una vida sin atributos.

[Siempre he pensado, David, Rey de Israel y de Judá, que un guerrero sin guerra se va ablandando. No importa si ha acumulado riqueza, popularidad y poder. Ni si tiene, además, conocimiento y sabiduría. Y menos aún importa si se cree que tiene la protección absoluta de la Divinidad y eso lo hace impune. Lo cierto es que un guerrero sin guerras se acostumbra al lecho suave, a la cuna de almohadones forrados de lino, a las sábanas limpias, al abrazo de las damas más bellas, que se pelean veladamente sus favores. Y se acostumbra al cabello largo y sedoso, de crenchas perfumadas. A los baños de aguas tibias y jabones aceitosos. A los masajes con ungüentos perfumados, traídos de costas lejanas. A esos masajes que atraviesan sus músculos, que los siguen, los modelan, los acarician, los golpean, los obligan a saberse allí, lo obligan a tomar en cuenta que es un ser humano débil y lleno de flamas interiores, mientras un joven toca el arpa y te adormeces, David, como tú mismo viste adormecer a Saúl en los tiempos en que sólo tu arpa y tus poemas lo hacían descansar. Y ahora, David, aunque tú no estés enloqueciendo, y ningún tábano aturda el

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interior de tu cráneo, eres un guerrero sin guerra. Aunque la guerra trascurra a tu alrededor, convocada por ti, David, prefieres legislar y juzgar al polvoriento combate de allá afuera. Y dejar para ti el tiempo que dedicas a escribir esos versos que te obsequió la Divinidad. Pues œqué cosa no te obsequió la Divinidad? Y ÉL no deja que lo olvides. Por eso te aturdes con el vino tinto, fanático como eres de los juegos de pelota donde jugadores y espectadores comparten las copas con vino y mirra. Por eso te escondes detrás de las palabras que en ti no son necias, porque en ti no hay necedad, sino un poeta que fue pastor de ovejas, que fue un guerrero por circunstancias de la vida y no por el deseo de su corazón, y que ahora es el mandante de una casa que está destinada, dicen, a la esperanza y la inmortalidad. Mas œcuánto tiempo luchaste?œcuántos años duró tu lucha en las montañas, con soldados que eran más bien vagabundos y aventureros dispuestos a todo y a quienes tuviste que enseñarles hasta el significado de la palabra libertad? Ah, pero aquellos eran otros tiempos y ahora tu reino se expande a tu izquierda y a tu derecha y planeas darle a la Divinidad, en busca de amparo, en solicitud de apoyo y de olvido, es decir, con la intención de que deje de recordarte que todo lo que tienes te lo dio, como si no hubieras peleado duramente para tenerlo, como si las heridas y los callos incurables de tu cuerpo y de tu alma nada significaran, siempre has escuchado de los profetas: Dios tiene un propósito especial para cada uno de sus hijos y para

ti, especialmente. Y, así, te encontraste caminando de acuerdo a sus mandamientos. Sólo espera y el suplirá cualquiera que sea tu necesidad. Espera y confía, dijo el Profeta. Espera y confía. A veces te preguntas qué sintieron tus hermanos, qué sintió el mismo Saúl, cuando la voluntad de Dios se derramó sobre ti. Y te ungió.]

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TESTIMONIO DE ROSARIO

Sería absurdo negar su inteligencia. Pero quizá por eso mismo, se acostumbró a manipular a la gente. No puedo decir que era mala madre, ni mala esposa, ni mala compañera de trabajo, ni egoísta con sus bienes, , ni negada a la hospitalidad. Sólo que pienso que arreglaba todo de manera tal que siempre saliera beneficiada y que si a veces tenía que pasar por encima de alguien para conseguir sus objetivos, lo hacía sin remordimientos.

Y pienso que en el momento en que dejaba de interesarle el ejercicio de su bondad o gentileza, se podía convertir en una persona cruel y soberbia. Fuimos amigas mucho tiempo. Ella confiaba en mí, aunque no siempre seguía mis consejos. Intuía mis problemas, escuchó esa parte de que quise contarle, pero nunca fue más allá, quizá por educación. Sé que amaba a mis hijos y los trataba de esa manera tan especial, tan espontánea y tan sin disciplina evidente con que se relacionaba con los jóvenes. Y también sé y le agradezco su discreción, que conocía de oídas o por instinto, el desastre de mi vida de pareja y las insatisfacciones profesionales que arrastraba.

Luego, la vida nos separó. Primero, la ascendieron en el trabajo y ella pasaba la mayor parte del tiempo lejos. Después, se relacionó con Elio, que la absorbió como un vampiro. Es decir, todos los demás veíamos eso, y tratábamos de advertirla. Pero ella, simplemente, dejó que pasara y parecía tan feliz en aquellos tiempos que entendimos que la gente, definitivamente, no ve lo que no quiere ver. En esos

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tiempos, la nombraron Directora del Gabinete del Gobierno de Turno, y eso la alejó aún más. Creo que disfrutaba de todo eso: guardaespaldas, chofer, gente genuflexa. Y creo que después, cuando tuvo el accidente que casi le costó la vida, yo fui culpable de ahondar el alejamiento, ni nadie de la universidad se acercó, y yo creo que ella no lo notó, porque bastante tenía con luchar por su vida. Entonces ¿de qué me quejo si hoy día, sola, desamparada, muerta mi hija, ella se haya mantenido en una distancia que sé misericordiosa, pero inactiva?

Creo que quiso escribirme una carta. A algunos amigos les manifestó su pesar. Me encontré a uno de sus hijos en el banco y él me dijo que su mamá siempre se acordaba de mí. Pero ella, en sí… No sé. Y quizá en mi dolor no supe sacar algo de comprensión.

Me han dicho que se involucró en asuntos políticos con la habitual pasión que la llevó a cometer tantos errores. Me han dicho que la tuvieron que encerrar en un centro de reclusión psiquiátrica. Me han dicho demasiadas cosas, y algunas serán verdad y otras no tanto. Para algunos, es una leyenda. Para otros, como para mí, es una mujer con muchos defectos y virtudes. De todas formas, no creo que eso le importe a ella. Jamás dio mucho valor a los juicios ajenos. Hizo lo que quiso y como lo quiso. Y si está loca, menos que menos. En una oportunidad investigué su teléfono, traté de llamarla para saber de su salud, o, a lo mejor, porque quise darle una lección. Y me respondieron que no pasaban llamadas a los pacientes. Sé que ella tiene una

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estructura telefónica aparte: teléfono: celular: computadora. Pero que jamás responde personalmente. Así, todo terminó en un recuerdo más. Ni dulce, ni amargo.

No sólo enferma la experiencia vivida sino el recuerdo del terror. Los expertos insisten además en un factor terapéutico que se sitúa en el nivel de la significación: la resignificación del suceso es necesaria para recuperar la salud.

La decisión

[Muchos me preguntaron, muchos me criticaron, muchos me censuraron y hasta me quitaron el habla porque iba a asistir al acto. Por eso me extrañó que al entrar al auditórium estuviera repleto, con gente de pie y demás. Gente conocida. Me senté al lado de AT y le entregué un sobre. Primera fila. Ir al baño es todo un fastidio: todo el mundo te ve, te saluda o no te saluda. Pero, en fin. Fui al baño y me puse la crema en las manos. Era muy suave, luego, vacié con cuidado el polvillo rosa en la mano derecha, tomando la precaución de usar guante en la izquierda. Luego, me puse el anillo. Listo. Volví al auditórium. La multitud había crecido. El maestro de ceremonias llamó a los que ocuparíamos el presidium. Un leve mareo me hizo tambalear y la visión se me puso borrosa. Recordé que el poeta Colombani me contó cuando tuvo que decir el discurso en las exequias del poeta Andrés Eloy Blanco. Su padre le dijo: di todo lo que tengas que decir, porque vas a pagar igual. El maestro de ceremonias anunció la entrada del Primer Mandatario y el Ministro.

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Himno Nacional y todo lo demás. De pronto, estuve tranquila. El anillo refulgía bellamente, con sus tres rubíes como carbunclos, sobre mi traje negro. Era un rubí también el dije de mi cadena. Los Honorables ocuparon sus puestos, no sin cierta confusión. Luego, el Maestro de Ceremonias anunció al Ministro y la Lectura del Veredicto. Habló brevemente, como si hubiera memorizado un pasaje de la novela que premiaban y no supiera en verdad de qué estaba hablando, pero eso sucede a menudo. Ahora, me tocaría a mí, y la mente la tenía nublada, la boca reseca. Me levanté y me acerqué al podium ¿Decir qué? ¿Que a pesar de que mi casa había sido destruida por zafios con ametralladoras, había seguido escribiendo? ¿Qué estaba enferma de dolor y de miedo cada día? ¿Qué temía por el futuro de los libros, de la cultura, y de los niños que crecían? ¿Qué la sangre en el asfalto aún gritaba pidiendo venganza? No: Recibir un premio implica siempre un acto de injusticia. No es la primera vez que lo digo. Cuando estoy recibiendo éste, estoy cometiendo injusticias múltiples: con los otros escritores que participaron, con los que no participaron, con el estadio socio cultural del país, con los que fueron mis amigos y con los que lo continúan siendo… Bebí un sorbo de agua y el temblor hizo que se derramara parte del vaso. La anfitriona más cercana trajo una servilleta. Pensé en el polvo. Apenas unas gotas me habían salpicado, pero no sabía. Así que diré sólo unas breves palabras: la única manera de seguir viviendo como nación es aferrándonos a nuestra lengua, a nuestra prístina forma de decir, a nuestra cultura, y transmitirla de generación en generación. Si atravesamos el valle de sombra de muerte, no temeremos, como dice el Salmo 23, porque Dios está con nosotros. Es decir, con esa especie rara que son los pintores, los teatreros, los escritores, los compositores, los músicos. Y por eso a todos nosotros, pese a todos nuestros pecaos, nos esperan las Mansiones del Cielo, y ángeles que unjan nuestras cabelleras y hagan rebosar de vino nuestras copas. Y sanen nuestras heridas.

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La gente aplaudió. Esperaban quizá otra cosa. Más o menos. Me encaminé hacia la mesa del presidium: le di la mano al Ministro, que era el primero en la fila. Luego, el Mandante me entregó un sobre y yo debí estrechar su mano. Fuerte. La mía, estaba húmeda y helada. Debí haber apretado. Debí haber hecho que el anillo lo rasguñara levemente. Debí haber estado más serena. Y, de pronto, sonaron disparos en la parte de atrás del recinto y los guardaespaldas nos empujaron, lanzaron al Mandante al suelo. Cuando me volví, alguien lo estaba ayudando a levantar. Él se tambaleó levemente, como aturdido. Pero estaba de pie. Se pasó la mano por el traje, por la cabeza. Estaba pálido bajo el maquillaje excesivo que siempre usaba. Payaso. Yo estaba aún en el suelo, sujeta por uno de los guaruras cubanos, lo empujé e intenté bajar. Pero él me apuntó con la pistola: nadie baja, nadie sube, nadie sale. Me quedé paralizada, de espaldas a él, recobrando mi ritmo de respiración en lo posible. Respirando profundo. No lo hice. No lo hice. No lo hice. Eso pensaba. De pronto, sentí a mis espaldas el revuelo y el cuerpo que caía al suelo, instantáneamente desvanecido y muerto. El Maestro de Ceremonias pidió un médico de los de entre el público. Me quité al anillo. Si no fui yo ¿quién? Nunca vi a cara del que lo ayudó a levantarse. Mucha gente pugnaba por subir. Le entregué el anillo a AT, lo dejé caer en su regazo. Ella, sin preguntas y sin vacilaciones, lo tomó. Luego, me llevaron junto con todos los del presidium a los calabozos de la Policía Política. Vas a pagar igual, pensé. Y no me importó. ¿Qué es más económico? ¿Una bala o cien mil muertos? No. Igual habrá muertos. Igual correrá la sangre. Igual el odio quedará sembrado. Pero ahora se acercaba otro momento, otra prueba. Me quitaron mi cartera, mis medicamentos. Me hicieron desnudar totalmente frente a hombres burlones. Me pusieron una bata de hospital y yo sabía qué vendría. Señor, si es posible, aparta de mí este cáliz… Me analizaron las manos, tomaron muestras con hisopos guardados meticulosamente. Revisaron con bastones helados mi vagina y mi ano. Luego, me sentaron en una camilla plegada y me pusieron

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correas. Tomaron una vía y la sangre era profundamente roja. El enfermero selló el yelco y luego vino alguien, quizá un médico y me administró una inyección intro-venosa. Sentí cómo el líquido subía. Mis hemisferios cerebrales deben haberse activados y luego, nada. Estuve allí, dicen, unos veinte o veintiún días. Me alimentaban con suero y glucosa. Me pusieron varias inyecciones de ese líquido, o de otro, quizá alguna variante del pentotal sódico. En brevísimos lapsos de consciencia, escuchaba las preguntas como si vinieran de muy lejos. Mi respuesta condicionada era El Señor es mi Pastor/ Nada me faltará. El Salmo 23 brotaba de mi boca reseca, de mis labios partidos. Sólo eso repetía y repetía. De allí, me llevaron a un hospital en helicóptero. Poco a poco, me enteré de que los organismos internacionales estaban protestando. Yo había estado allí por un azar, decían. Violación de derechos humanos. Lesa violación. En ese mismo hospital, empezaron a desintoxicarme y a prepararme para la representación pública de mi entrega. Aquí no ha pasado nada. La señora está en perfectas condiciones. En veinte días envejecí diez años. Vino una Comisión de la Asamblea Nacional. Vino una Comisión de la CICDH. Mi mente permanecía obnubilada. Sólo respondía con el Salmo 23 a cualquier cosa que me dijeran. Vino mi hija, como siempre, y recogió mis fragmentos y me llevó con ella. No hablaba. No podía pensar. Ni leer. Vine a saber que el país estaba en una guerra civil y a percibir por vez primera el recuerdo de aquella mano que ayudó al Mandante una mañana, al despertar. Por fragmentos, me llegaban los recuerdos. Estuve cuarenta días más sometida a un limbo blanquecino y quizá acuoso. Otra mañana, abrí los ojos y la luz me deslumbró. Mi hija estaba junto a mí. Le dije: No lo hice. Y eso fue todo. Entonces decidí que me encerraran en un psiquiátrico privado. ¿Quién pagó mis gastos? El HCM, dicen.

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¿Quién los paga aún? Aquel que no viví fue el Día de los Cristales Rotos. El Día Quirúrgico. Dicen que la sangre corría por el bordillo de las calles, que el olor de la sangre se extendió durante largo tiempo. Dicen que los cadáveres los recogían en camiones volteo y los lanzaban en fosas comunes. Como en la Peste Negra, se relajaron las costumbres. Los Poderes se resquebrajaron. Las ratas huyeron del barco que se hundía. Las venganzas aparecieron. Cadáveres anónimos o ultraconocidos. Muerte y sangre. Muerte y degradación. Pero yo me fui, más allá del bien y del mal. Más allá del bien y del mal. Y no quise saber. No quise sentir. No quise. No quise. No quise. Un día, N. me envió un mensaje: una revista vieja donde estaba subrayada una frase: orgullosa de ser tigrense. Me reí. Tanto orgullo de los Shelley para que alguien pensara que yo estaba orgullosa de ser tigrense. Un campamento petrolero enriquecido por los azares. Pero reaccioné]

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CARTA SEGURAMENTE SIN RESPUESTA Estoy seguro de que no responderás esta carta, y sin embargo, la escribo. Me aprovecho del vínculo que nos une. Me aprovecho de la visita de tu hijo y te hago llegar este sobre. Tal vez ni siquiera lo leas. Cuando aquella mañana te vi, entendí que eras una mujer fuerte en la ancianidad, erguida en su silla, el cabello totalmente blanco. Nos ofreciste el desayuno en una hermosa vajilla. La enfermera se esmeró. Recogió las rosas blancas que te llevaba y las colocó hermosamente en un florero de cristal. Alguna vez dijiste que mientras hubiera rosas blancas en el mundo, me amarías. Pero han pasado tantas cosas. Y te he abandonado tantas veces cuando más me necesitabas que ahora, no sé. No puedo creer que ni siquiera conserve tu amistad. Cierto que fuiste muy gentil, que la cortesía de los Shelley no se ha perdido en ti. Ni por la demencia que se te atribuye. Y estuviste pendiente de los detalles. Nos atendiste como si estuvieras en una casa campestre inglesa y no en una clínica psiquiátrica. Y supe que, detrás de los perfectos modales, había un reproche implícito hacia mí, el intruso, aquel a quien pediste una vez que te jurara que te abrazaría a la hora de morir. Sé que ahora es imposible. Más aún, sé que tampoco tú estarás presente en mis rituales de despedida. Y tanto amor que hubo entre nosotros. Y tanta inmensa amistad, capaz de otorgar la vida uno por el otro. Y reconozco que fallé. Yo fallé. Y ahora, despojado de tu amor, pese a las rosas blancas, sólo me atrevo a pedirte que me perdones, pero real y verdaderamente. Que podamos vernos y despedirnos alguna vez con los ojos limpios de reproches, de restos de llanto, de amarguras guardadas. Diste más que yo, lo sé. Porque tu fe y tu pasión eran más sólidas. Por eso te amé antes y hoy, más de medio siglo después, te amo todavía. Dime sólo sí en el pensamiento y esa sola palabra, que me llegará en la distancia, permitirá que mi alma quede sana.

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[¿Cómo y cuando comenzó esta guerra que nos sumió en años de desdicha, que nos cortó como con un bisturí en dos, en tres, en cuatro secciones: familias enteras divididas, enfrentadas; tres y cuatro viudas dentro de la misma familia, enviudadas por sus hermanos o primo, criando sus hijos, compartiendo ollas de pobres para no morir de hambre? Porque qué sentido tenía pelearse entre ellas, reprocharse entre ellas, todas enlutadas, o con esas batas azules, desteñidas de tanto uso, que el gobierno repartió en un momento. Preferían compartir alrededor del fogón. Olvidar. O, mejor, recordar en paz. Por las noches, conversaban de los acontecimientos cotidianos bajo el sereno, mientras los muchachos revisaban las alambradas y soltaban los perros. Los niños dormían. Más allá, hordas de desesperados recorrían las calles, buscando qué robar para drogarse o para medio comer y soportar el hedor de la devastación. O quizá encontrar una muchachita y cogérsela entre todos, matándola o empreñándola. Porque, al final, todo había quedado reducido a un enorme basurero ideológico, espiritual y físico]

Viéndolo bufar en la pantalla, encolerizado, supe que era necesario que se fuera por cualquier medio.

No sólo enferma la experiencia vivida sino el recuerdo del terror. Los expertos insisten además en un factor terapéutico que se sitúa en el nivel de la significación: la resignificación del suceso es necesaria para recuperar la salud.

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INFORME PARCIAL SD6-324446237-M Aceptando aún que el Objetivo se cumplió, N. se equivocó al confiar tanto en el Sujeto. Pero hay que reconocer que funcionó su lealtad y prefirió sacrificar su cordura a denunciar ni con el más leve signo el resto de la Operación. La Operación, por tanto, se cumplió exitosamente. Las bajas fueron menores al 3% de la población. Aceptable cifra, si se compara con las de Irak. Lo demás es CLASIFICADO. NS= MM3446263327-9 DATE: 07/2006 SECTION= LA-Pol. RA= Nerio.

Coro: (Fragmento de una Tragedia Postmoderna e Inédita) Pero ¿es igual enfrentarse al gobernante que enfrentarse a los dioses? Pues si aceptáramos que el gobernante fue puesto por los dioses y que, por ende, sus actos son de inspiración divina, refutarlos sería herejía. Pero si entendemos que el gobernante fue puesto por el voto de sus conciudadanos, y por esa razón sus actos dependen de los intereses de estos y responden a ellos, entonces, ir en su contra por considerar que actúa de manera injusta o errada es acto de justicia ciudadana. Así fue Antígona al rebelarse contra Creonte: defendía su familia, las tradiciones de su pueblo, el respeto debido a los dioses, y en ello iba su propio honor. No aceptó exilio, ni caridad. Llevó sus

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cadáveres a cuesta hasta darles sepultura. En harapos, recorrió los caminos de la Égida. Guió al ciego en su camino. Y, a pesar de la oportunidad de huir, regresó a terminar su empresa, sin temor a Creonte, renunciando a toda felicidad y todo amor que no fueran los que proporciona la Libertad.

TESTIMONIO DEL PRIMOGÉNITO No hablo por mí solamente, creo, si no hubiera sido mejor que ella hubiera sido menos informal, menos exploradora, menos aventurera. Al principio, cuando éramos niños, solía ser mater et magistra severísima. Tenía, sin embargo, una juventud vibrante. Íbamos a la playa todos los fines de semana y ella compartía con nosotros a veces los juegos más delicados: volar un papagayo de colores, después de haberlo elaborado con sus manos fuertes y limpias. O jugar bajo la lluvia y el perfume de los guayabos. Tierna y severa, a veces nos desconcertaba con una fiesta inesperada. Toda esa juventud, todo ese encanto dorado tocaba a quien lo percibiera. Y entonces, supongo, mi padre vivía atormentado por los celos, por la grandiosidad de su simpatía. Y, especialmente, por aquella espontenaeidad que le permitía tener amigos en todas partes, relacionarse bien con la sociedad y hacerse amiga de los hombres. Especialmente cuando ella comenzó a fastidiarse de sus continuos reclamos, con frecuencia violentos y encontró un trabajo en la Biblioteca Pública, atendiendo el Taller de Creatividad para niños, y pasaba cada tarde con nosotros y muchos niños, inventando cuentos, máscaras y dibujos. Hay mucha gente que recuerda eso aún y me han dicho que aprendieron a apreciar el arte y la lectura por la influencia de mi madre. Trabajo allí un tiempo hasta que se ubicó como periodista en el diario regional. Entonces, supongo, comenzaron a agravarse los problemas. Mi padre la agredía verbal y físicamente, le rompía los libros que estaba leyendo, los papeles que estaba escribiendo. La vi llorar, la vimos llorar, sin entender. Mi padre era con nosotros condescendiente y bondadoso. Cuando

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no estaba ebrio, era también bien portado con ella. Pero bebía los fines de semana y nosotros la veíamos languidecer. Comenzó a alejarse, yéndose de viaje precisamente los fines de semana. Comenzó a ascender en su carrera y le fueron dando cada vez más responsabilidades, en el periódico, en revistas. Y ella comenzó su vorágine de postgrados. Hasta que un día quiso irse al exterior. ¿Nos abandonó mi madre? Nos dejó con nuestro padre y le dejó a él todas las posesiones que con su trabajo había conseguido. Después de tantos años, vengo a entenderla. A entender la permanente humillación que sufriera durante quince años. Los maltratos físicos y verbales. El sacrificio de su habitat. La renuncia a todas las prebendas que había logrado. El sometimiento a cuanta humillación quisieron someterla. Y la decisión de irse, para cumplir sus vocaciones más íntimas. Pero cuando regresó, y muchos años después, sentía hacia ella y el hombre que la acompañaba, un denso rencor. No creo que mis hermanos se me asociaran en eso. No lo sé. Por lo menos, mi hermana no, siempre la defendió y la entendió. Y es por eso que ella ha puesto una especie de muro de cristal muy delgado. Porque resintió el abandono con que nosotros, consciente o inconscientemente, estábamos tratando de probar algo: que no era infalible, que nos había dejado, que era una desvergonzada, que era terrible. Regresó más periodista que nunca, más comprometida que nunca, más preparada que nunca. Estuvo aquí unos años, nos impulsó a irnos a la universidad. Mientras, viajó: a Nicaragua, a Palestina, como corresponsal de guerra. A Europa, como mochilera, para ver las grandes obras de arte. Casada ya con su segundo esposo, él sí la acompañó, la valoró. Escribieron libros, los dos. Trabajó en las Universidades y Centros de Investigación más prestigiosos del mundo. Curiosamente, cuando mi padre se enfermó gravemente, fueron ellos quienes los atendieron y cuidaron. Y cuando mi hermano menor terminó sus estudios universitarios, entonces ella quiso irse. Y se fue, mil cien kilómetros lejos de nosotros. Quiso alejarse de nosotros, pues nosotros nos habíamos alejado de ella. Y ya se había lanzado a esa batalla política que nos alejó, nos alejó, nos alejó.

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Soy su primogénito. Ella, respetuosa de la tradición y las antiguas leyes, lo reconoce… ¿Reconozco, siempre he reconocido, que ella es mi madre? No sé. Mi esposa y mis hijas sienten por ella una admiración absoluta: pronuncian mi abuela con un respeto que jamás tuve y que ahora es cuando voy comprendiendo. Le he pedido que venga a vivir con nosotros, en una casa aparte, donde tenga sus comodidades y atención, pero también cerca de nosotros. Y sonríe suavemente, me acaricia a veces la mejilla y me dice que no, que ella está bien, solamente está loca. Pocos creen eso.

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A Am maanntteess

127 Sí, hubo épocas, estoy seguro que tú sabes, cuando mordí más de lo que podía masticar Pero con todo, cuando tuve dudas, comí lo que pude, y escupí lo que no, enfrenté erguido las consecuencias y todo lo hice a mi manera. Amé, reí y grité, tuve mis caídas, Mi cuota de ganancias, Mi parte de pérdidas, Y ahora, todo se desploma, como desgarrado Por alguna catástrofe Y encuentro que es muy divertido, Pensar que yo, solamente yo, me hice todo eso Y puedo decir, sin temores, y sin justificaciones, que yo lo hice a mi manera MY WAY: AUTOR DESCONOCIDO (VERSIÓN)

11 DE JUNIO

Querida hija: Decidí escribirte esta carta, porque nadie más podrá contarte mi vida, es decir, los amantes que han pasado por mi vida, los amores que he olvidado y los que no, con la misma veracidad que yo, la protagonista dellos, la cómplice dellos. Es posible que otros intenten contarte verdades verosímiles. Pero la única que puede tener certeza física y metafísica de lo que realmente pasó en todos esos lechos, en todos esos sufrimientos, en

todas esas batallas, soy yo misma. Y, en verdad no voy a justificarme, pero tampoco puedo aceptar que te digan otra vez, como tantas veces te lo han dicho, que fui una mujer promiscua, por decir lo menos: una puta, por decir lo más, por el único hecho de que descubrí que el cuerpo era disfrutable y que el corazón podía ser roto de una u otra parte: por curiosidad intelectual: por un químico instinto: por diversión a veces: o por esos 21 gramos que se pierden a la hora de la muerte y que algunos llaman, si quieren llamarlo de alguna forma, el alma. Voy a utilizar, hija, muchas citas de canciones en esta carta, porque mis amores y mis amantes estuvieron signados cada uno de ellos por esas letras, por esos ritmos, que estaban allí, y que reflejan la historia, las historias. Y no me voy a apenar de ciertas confesiones que, se supone, las hijas no deberían saber, porque ¿a qué fin arrepentirse de lo que uno vivió? ¿por qué desligarse de las responsabilidades que asumió, si todo lo hizo uno, en su momento, porque quiso, y, perfectamente, a su manera? No sé si comenzar por aquella perfecta inocencia que me rodeó hasta los catorce o quince años. Como cualquier muchacha de mi época y de mi edad, acostumbraba a salir con otras muchachas, y a reírnos de los piropos, mientras comíamos helados de barquilla en las esquinas, o íbamos al cine los domingos, o íbamos a fiestas de compañeros de clase, donde cada uno aportaba algo. Quizá mi inocencia no era tan perfecta como las de ellas: Yasmine, Violeta, Yajaira Rojas, Mercedes la de la esquina, las hermanas

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García, mi prima Ana Julia, cuando iba de vacaciones a la Angostura, porque yo procuraba no mezclar en absoluto, por instinto más que por otra cosa, esos gestos, esos actos de la juventud, con mis incipientes, entonces muy incipientes, intereses y tareas políticas. Pero eso es otro tipo de pérdida de inocencia, que si bien implica la mordida del fruto en el Jardín del Edén, no tiene nada que ver con el uso y disfrute del cuerpo carnal como tal, don de Dios como lo asumí. Veo las fotografías de esa época y destacan los ojos: vívidos, absolutamente libres de tristeza. Supongo que había en esa mirada, tan ávida, que dicen que tiene ahora mi nieta mayor (y que conste: lo dicen con preocupación) una enorme curiosidad por el mundo. Pero mi mundo, fuera de esas salidas con amigas y el trasiego Liceo-Casa-Biblioteca-Plaza BolívarPaseo del Orinoco, se enriquecía y se desenvolvía en todo lo fantástico y mágico que planteaban los libros. En los libros encontré esas amantes grandiosas y trágicas, como Enma Bovary, por ejemplo. O como Anna Karenina. O las heroínas de Sade y de Petronio. En los libros aprendí una lección quizá equivocada, pero que nadie corrigió: que en cosas de amores, la frontera entre el Bien y el Mal, entre el Placer y la Perversidad, es muy permeable. No creo que me entiendas, tú, que escogiste una vida tan distinta, dedicarte en cuerpo, alma, espíritu y materia, al servicio de Dios. Y, sí, tal vez me entiendas, porque para mí ese cuerpo que aún era virgen en el más

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amplio sentido de la palabra, fue también un llamado, un ministerio: yo sentí que era mujer para muchas cosas e incluí entre ellas el servir de objeto de deseo y de placer a un hombre. Pero también pensé en aquellos tiempos que la condición femenina significaba en vivo eso de la transformación de la materia: en las cosas del arte y de la naturaleza, nada se pierde, nada se crea: todo se transforma. Y la femineidad era la máquina natural de transformación que Algo, quizá Dios, había puesto en la tierra para que la especie de transformara y se conservara. Eso pasaba, quiero ratificarlo, por la complacencia y el placer que se tenía que dar a los hombres. El placer como obligación ética. Y no digo a un hombre, porque en verdad yo no sabía si era a ése que me acompañaría por el resto de mi vida, y con el que uno sueña casarse de blanco y demás. O a muchos, entre los cuales, proteica, me dispersaría, entregándoles de mí sin tomar de ellos sino poco, tú sabes, muy poco en verdad. Y al principio eso no incluía la noción de amor, sentimiento que me parecía una invención para justificar con palabras hermosas todo lo demás, que era fisiológico, biológico y, a veces, escatológico. Y pienso que quizá había leído demasiado Platón demasiado joven para tener esas ideas que, obviamente, nunca comenté. De todas formas, hija, es mi obligación decirte que los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez,

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puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellos, los declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, o que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y del extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro amado. De todos nuestros juegos, porque somos seres lúdicos, el amor es el único que amenaza trastornar el alma y el raciocinio, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo. Pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde lo humano se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda.

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Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver establecerse cada vez la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos que parecen irrompibles y que, sin embargo, se desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma. Pero estas elucubraciones no me pertenecen y las incluyo solamente como una trama diferente, una manera de acercarme a ti usufructuando la palabra ajena. Tu abuela no contribuyó a que yo cambiara en mucho mi visión de los hechos: me habló de su matrimonio por conveniencia con tu abuelo: porque deseaba tener un hijo y que éste no fuera bastardo. Es decir, tu abuelo fue un surtidor de semen para ella. Y nada más. Y luego, como consecuencia,

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fue el proveedor. Inclusive me contó cómo ella lo obligó de alguna forma, imagino que encaramándose encima de él con todo su peso y esperando que su debilidad lo dominara y eyaculara bien adentro de su vagina ansiosa de maternidades, para concebir a mi hermana. Porque en mi caso, como que fue distinto, y aún sin amor, ambos buscaron el mismo objetivo, es decir, la niñita que nació envuelta en pañales de gasa: un poco flacucha tal vez, pero era una niñita, hija legítima, además, presentada con honores en la Parroquia de Las Mercedes, que en aquel tiempo debía ser un espacio citadino más amable que lo que es ahora. Y bautizada, también con honores, en la Iglesia de Santa Teresa, con el mismo ropón que usó mi hermana tres años después y que usaste tú y que ya no usará nadie, porque se perdió en alguna deblacle familiar que no recuerdo. Mi madre jamás me habló de placeres y orgasmos, así que pienso que por pudor o por ignorancia, omitió iniciarme en el conocimiento normal de que estamos hechos para disfrutar de los sentidos en ciertos momentos, y por ende, somos más que animales de cría, concepto en el cual yo estaba muy, pero muy clara. No entraban dentro de mis objetivos la boda de revista VANIDADES, ni nada de eso. A los quince años, celebrados en los salones de La Cumbre, con mesas adornadas con rosas blancas y rosadas, y todo estaba decorado en aquellos tonos, por decisión, como siempre, de mi madre y de mi madrina Carmen Sarabia, me preocupaba más la poesía de Neruda y la visión del río y el conocimiento de las historias de las casas sagradas de Angostura, y el

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conocimiento de mi propia historia y el deseo de transformar el mundo. Es decir, en algo más justo. No pensaba mucho en si la justicia y la libertad eran, o no eran, en algún momento conflictivas para aplicarlas en una misma sociedad. Mi libertad era algo sin negociaciones y sin discusiones. Por eso, un año después, en 1967, me gradué de Bachiller Mercantil, y enfrentándome a toda oposición familiar, decidí irme a Caracas para seguir mis estudios. Lejos, por fin, de la influencia apabullante de mi familia. Mis exámenes finales fueron, como era costumbre en aquellos días, en Julio del 67. Todo ese año había yo ido profundizando mi compromiso político con lo que quedaba de guerrilla entonces y con lo que se estaba formando a partir de un Partido Comunista muy debilitado por esa falacia conceptual que fue la guerrilla que ellos promovieron. Creo que todos estábamos en una etapa de transición, que acentuó la Primavera de Praga. Creo que mi padre planteó la posibilidad de enviarme a Nottighamshire, o quizá a Trinidad, y que mi madre desechó esa posibilidad, aduciendo, entre otras, razones económicas. Eso jamás lo discutieron en mi presencia. Por otra parte, mi madre estaba desolada por la muerte de mi madrina Carmen Sarabia, quien había sido su apoyo y su ayuda durante tantos y tantos y tantos eventos de su biografía personal. Así que mi padre consintió, después de delicadísimas negociaciones donde hasta mis profesores intervinieron, en que yo me fuera a vivir a Caracas, a la casa de mi tía Victoria, hermana de mi madre y madre de mi prima Ana Julia, lo que parecía una buena idea. Mi tía

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tenía dos hijas y tres hijos, uno de ellos exactamente de mi edad, pero sin mi formación, ni mis estudios, ni mi cultura. Es decir, un primo de esos que es primo, claro, pero desconocido. Esos primos sirven con frecuencia para que uno se forje ilusiones y hasta se establezcan las iniciaciones sexuales. Pero no funcionó así en este caso, en parte, porque entre mi primo y yo había océanos de códigos distintos. Y, en parte, porque, pocos meses antes de irme, en el mes de Agosto de aquel año del Señor de 1967, conocí al que sería el primer y gran amor de mi vida. Oh, sí. Porque yo había tenido un noviecito, Jorge López se llamaba, que vivía frente a mi casa y con el cual me carteaba regularmente, vía correo_de_mi_hermana. Jamás salimos solos a ninguna parte: nos atisbábamos de romanilla a romanilla todos los atardeceres y nos veíamos los domingos en la iglesia, durante la misa. Yo me sentaba adelante, con las Hijas de María, vestidita de blanco y con una cinta azul claro y la medalla de una virgen que sería quizá la Inmaculada Concepción, o quizá la Virgen Milagrosa. Y él se sentaba atrás, con sus padres y sus hermanos numerosos. De todas maneras, tanto su familia como la mía veían con buena voluntad esos amores, esperaban que crecieran y fructificaran, porque ambos éramos buenos estudiantes, buenos muchachos y de buena familia. Y yo conservaba aquel noviecito, a pesar de que tenía el terrible defecto de no saber bailar, porque hubiera sido difícil no tener un novio del cual hablar con mis amigas, digo yo. Y eso, aunque no recuerdo hoy su cara. No lo reconocería si pasara

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a mi lado. No me produce ningún ardor su recuerdo. Sus manos quizá me rozaron algún día, no lo sé. Sus cartas, desaparecieron en alguna de mis limpiezas neurasténicas y no volví a saber de él, ni de los suyos. Así que en eso andaba, con un novio de papel y poemitas trasplantados, con varios pretendientes que ansiaban ver más sumisa mi mirada de animal sin domesticar y en vísperas de irme de la casa, lo que me producía una excitación mucho mayor, cuando vine a conocer a ese otro hombre, ese muchachito igual que yo. Y él era tan hermoso entonces, tan lleno de la amargura de un poeta maldito, tan irónico, tan escaldado por una vida que yo no conocía, una vida de pobreza con un padre presente pero ausente, y una madre sujeta a los vaivenes del odio y del amor, y se me enfrentó de una manera tan inusual para mí, me retó de una manera tan inusual, me apabulló en las discusiones que manteníamos en los secretos recintos donde hablábamos de política, me sometió, cuando se veía comprometido, con argumentos basados en la disciplina y el respeto debido a los superiores, que los comunistas me habían inculcado muy bien, que no tuve más remedio que odiarlo apasionadamente, a la vez que me atraía y me atraía. Sin embargo, había una condición allí: la Juventud Comunista prohibía de manera expresa que sus miembros tuvieran relaciones amorosas. Y aunque eso no parecía estar planteado, porque éramos más bien espadachines finos enfrentados en un combate singular, la situación era

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extraña y difícil. Nos atraíamos y nos repelíamos consciente e inconscientemente. Cada uno mantenía sitiado su territorio existencial y dejaba sólo huecos pequeños para una comunicación más restringida que la del ojo de la aguja que menciona la Biblia. De todas maneras –eso pensé- esto no va para ninguna parte. Yo me iré dentro de unos días de esta ciudad y con las novedades y demás, para Diciembre lo habré olvidado.

[Voy a dejar esta carta hasta aquí, por ahora. Me cansa mucho recordar]

20 DE JUNIO Sé que hay aquí una incongruencia en la secuencia de las fechas. Pero es que los hechos que voy a transcribir fueron escritos a posteriori con respecto a los otros y me parece que, para efectos de una mayor comprensión, es bueno que se coloquen aquí. Maravillas de la tecnología, quiero suponer. Hay una canción de Joan Manuel Serrat que quizá nunca hayas escuchado, o no le has prestado ninguna atención. Se llama Lucía.

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Vuela esta canción para ti, Lucía, la más bella historia de amor que tuve y tendré. Es una carta de amor que se lleva el viento pintado en mi voz a ninguna parte a ningún buzón. No hay nada más bello que lo que nunca he tenido. Nada más amado que lo que perdí. Perdóname si hoy busco en la arena una luna llena que arañaba el mar... Si alguna vez fui un ave de paso, lo olvidé pa' anidar en tus brazos. Si alguna vez fui bello y fui bueno, fue enredado en tu cuello y tus senos. Si alguna vez fui sabio en amores, lo aprendí de tus labios cantores. Si alguna vez amé, si algún día después de amar, amé, fue por tu amor, Lucía, Lucía... Tus recuerdos son cada día más dulces, el olvido sólo se llevó la mitad, y tu sombra aún se acuesta en mi cama con la oscuridad, entre mi almohada y mi soledad.

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De ella, hay dos estrofas que me tocan personalmente: No hay nada más bello que lo que nunca he tenido. Nada más amado que lo que perdí. Perdóname si hoy busco en la arena una luna llena que arañaba el mar

Pues más de cincuenta años después de los hechos acaecidos, no sé, no puedo, contar sobre aquellos días que eran un cielo inundado de luz e inundado de estrellas. Parece paradoja, pero ¿acaso no has visto que a veces, por las noches, hay una luz que parece provenir de todas partes y de ninguna y que va impregnando hasta los más minúsculos elementos del mundo, sin que por eso dejen de verse las estrellas? ¿Qué puede haber de extraordinario en una anécdota tan simple y tan común?¿Por qué el oficio de escribir no puede ingresar con el verbo, que es siempre principio, fuente generadora, unos hechos tan sencillos y tan repetidos a lo largo de la humanidad? Sería cursi decir que es tan difícil como escribir la vida de los unicornios. Por más fascinación que produzcan, los unicornios no existen, jamás existieron y jamás existirán. Son ficciones que dan a lo inaccesible una proximidad de lejanía, escribo con el Poeta. Quizá ésa es la explicación de lo que pasa con el primer amor: no existió, no existe, no existirá jamás. Y sólo tenemos imágenes magníficamente virginales de un

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arcoiris triple que alguna vez atravesamos bajo la leve llovizna, sintiéndonos personajes de una historia mágica: una imagen que nos marcó y luego nunca volvimos a ver. Y me pregunto entonces por qué se siente ese desgarrón de cosa perdida, esa nostalgia irredenta por algo como esto que hoy te escribo. Nadie lo explica. Ningún tratado. Ningún elemento químico y sus influencias sobre el cerebro. Ninguna enzima. Ninguna locura.

¿Y qué fue? Una muchacha de 16 años encuentra a un muchacho de 17 años. Se miran y se disgustan. Comparten la fe en un mundo mejor: libre y justo para todos, y están dispuestos a luchas por ello, e inclusive a morir por ello. Al paso de los días, tienen que trabajar juntos un breve tiempo. Descubren entonces que les gustan: a.

Los poemas de Pablo Neruda.

b.

Las canciones de Sandro, Raphael y Joan Manuel Serrat.

c.

Los tangos clásicos, los gardelianos.

d.

Las excursiones por las Casas Antiguas, en aquel tiempo casi

abandonadas a la selva y el calor. e.

Las caminatas por espacios como el cerro del Fortín, o las

fuentes del río San Rafael, o el Parque de San Isidro, o cualquier sitio abierto al claro sol de Angostura y oloroso a vegetaciones frescas.

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f.

La visión omnipresente del Río.

Era Agosto en aquellos días y los habitantes de la ciudad acostumbran perder la mitad de la mañana mirando la pesca y hablando de sus cosas. Ellos se van conociendo, lenta, exploratoriamente. La muchacha se irá en Septiembre. El muchacho, se quedará. Podía haber sido todo. ¿Existe o no el Destino? ¿Nos lo fabricamos de acuerdo con nuestros deseos? Ella vuelve en Diciembre. Se reencuentran. Retoman los pequeños gestos que los habían unido y los profundizan (recuerdo una tarde, por ejemplo, en el jardín de la casa de mis padres, bajo un almendro, conocido quizá por su frescura, que él me dijo, después de uno de esos silencios que se hacen porque uno desconoce qué va a decir sin quebrar el momento: me gustas cuando callas/ porque estás como ausente) Eran esas cosas. Esos silencios inexplicables. Porque es preciso volver a recordar que hay una restricción: los camaradas y las camaradas no pueden tener amores. Por razones de seguridad. Así que pasa Diciembre, con temor y temblor. Y otra vez él se queda y ella se va.

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¿Qué dijo Pablo, apóstol de Dios, hombre semiamargado y más que místico de las normas, sobre el Amor. Uno de los textos más hermosos salió de su pluma y, más hondamente aún, de su corazón:

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Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, vendría a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.. Y si tuviese don de profecía, y entendiese todo misterio y toda ciencia, y si tuviese tanta fe que pudiera mover las montañas, pero no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes entre los pobres, y si aún entregase mi cuerpo para ser quemado, si no tengo amor, de nada sirve. El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia. El amor no es jactancioso, no se envanece, no hace nada indebido, no busca lo suyo antes que lo del otro, no se irrita, tiene esperanzas, no guarda rencor, no se goza en la injusticia, sino que, por el contrario, su bandera es la verdad. Todo lo sufre. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor nunca deja de ser. Porque las profecías algún día acabarán (ya cumplidas) y las lenguas cesarán y la ciencia llegará a su límite. Pero cuando llegue esto, Lo Perfecto, entonces todo lo que hemos comprendido en parte se acabará y comprenderemos todo (…) Ahora, vemos como por espejo, pero entonces veremos de frente. Ahora, conocemos una parte, pero entonces,

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conoceremos como somos en realidad. Y ahora permanecen en nosotros, para sostenernos, la fe, la esperanza y el amor. Pero de estos tres elementos, el más importante es el amor.2

Ahora, oye esta historia: es Febrero en la capital. La Avenida Baralt ha sido un espacio atestado donde el comercio, la perversión, el vicio, la virtud, la ingenuidad y la necesidad de sobrevivir, se mezclan. La muchacha camina por la Baralt, tal vez rumbo a su casa. Escucha, a lo lejos una canción, desde uno de esos puestos de música tan portátiles como volátiles que siembran la ciudad. Escucha la letra. Quizá, con los años, llegue a considerarla banal. Pero a los 16 años, es perfectamente hermosa. Entonces, decide volver a casa en aquellas breves Ferias. Llega al amanecer, después de catorce horas de viaje en uno de aquellos autobuses desesperantemente calurosos y llenos de malos olores. Está cansada, mas no puede dormir, mientras espera la hora de la tarde en la que comenzarán a pasar las comparsas y, junto con sus amigas, vayan a verlas pasar por la Alameda de los Ingleses. Oh, sí: carrozas y comparsas y el ritmo del calipso. Desemboca el grupo de muchachas en flor en el óvalo de la Plaza del Mirador, repleto de gente. Entre la lejanía relativa y la multitud, se miran, se descubren uno al otro. Él espera (¿esperaba?) sentado en el barandal, dando la espalda al Río. Ella se

2

. 1 Corintios, 13: 1-12

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acerca, tratando de ser mesurada. Él pronuncia las palabras mágicas: -yo sabía que vendrías.

¿Tenía o no una rosa en la mano? Quizá no. Sería demasiado corintelladesco. Pero, quebrando cualquier esquema y cualquier muro y cualquier prohibición, sus manos se tocan levemente en medio de una multitud que va desapareciendo y se confían a la canción.

Creo que, simplemente, lo mejor es pensar en la rosa.

Dime, hija ¿te has enamorado así? ¿tan bella, tan rotunda, tan sincera y limpiamente?¿te has entregado así, sin tocar el cuerpo ajeno, sin asumir compromisos verbales, sin un beso siquiera, pero sabiendo que hacia allá vas, contra viento y marea? Pues así fue. Hoy, más de medio siglo después, siento la misma emoción y sé que en algún punto de este universo, es compartida. Claro que la vida nos separó y nos enseñó lenguajes distintos. Pero hasta hace poco tiempo, hubo en el fondo de nuestro entendimiento un punto luminoso que nos permitió, de cuando en cuando, ser jóvenes de nuevo, generosamente. Y ese punto nos explicita, si vale la palabra, que a la hora de morir, nuestros

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recuerdos juntos, ya fragmentados, serán como joyas fulgurando en el inicio del tránsito a la oscuridad y a la luz. Pero tenemos ese tesoro en vasos de barro, para que su perfume y su excelencia sean solamente nuestras. Y muchas veces, estando atribulados, no nos sentimos desamparados. Ni nos desesperamos jamás. Y tenemos la certeza de estar íntegros en medio de la destrucción. Porque por un prodigio inextinguible, el amor se manifestó en nosotros, en nuestra carne mortal y en nuestra alma inmortal… ¿Qué importa que nos vayamos gastando por el tiempo si el interior subsiste prácticamente inalterable, a cada embate de las horas? La memoria, el desolvido, los dolores y los goces que aún nos hacen sonreír. Porque si sufrimos (y sufrimos) tribulaciones por aquel amor (o por éste) eso nos hizo cada vez mejores, mirando en nosotros no lo que se ve, sino lo que no se ve: mirando lo que es eterno. No lo que os separa en dos facciones rabiosas y nos llena la boca de la palabra hiriente. Porque sabemos que cuando este templo se deshaga, tenemos algo que nos reviste: estos recuerdos, especialmente su pureza y duración. Y este amor. Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boletos de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas que nos dejo tiempo de rosas en un rincón, en un papel

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o en un cajón. Como un ladrón, te acechan detrás de la puerta, te tienen tan a su merced como hojas muertas, que el viento arrastra allá o aquí... que te sonríen tristes y nos hacen que, lloremos cuando nadie nos ve.

16 DE JUNIO Me casé con tu padre cuando me faltaba un año para graduarme en la Universidad. Lo había conocido porque era un terco escultor de la roca ígnea que estaba en el Cerro El Zamuro, y yo me divertía viéndolo insistir en una labor imposible y titánica. Pero era inteligente, perseverante y con un aire eterno de melancolía. Nada había que pudiera atraerme, sino precisamente el presentimiento de la grandeza de aquello que intentaba fabricar con sus manos. Tal vez éramos muy jóvenes, yo acababa de cumplir los 19 y él, los 20. Mis padres aceptaron los hechos consumados. Los suyos, también. Durante un año, yo continué en la capital terminando mis estudios y él me

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esperó, creo, con bastante ilusión. Me casé, obviamente, sin amarlo en espíritu y verdad, desde adentro, y traté de compensarlo con mis instintos y mis aprendizajes de experiencias sexuales. Vivimos al principio en una modesta casita olorosa a los quehaceres de un pintor artístico y yo hice todo lo posible por admirarlo y respetarlo. No sé cuándo se dio cuenta de que yo hacía un esfuerzo. Comprendo que no lo comprendiera. Yo estaba embarazada de mi primer hijo cuando una de esas discusiones domésticas absolutamente intrascendentes, despertó, su cólera. Por primera vez me golpeó, sorprendiéndome, causándome una mezcla de asombro, confusión y lástima. Lo único que me angustió fue el embarazo en ese momento. No digo que el padre de mis hijos fuera un mal hombre. No lo quiero juzgar, porque es tu padre y porque me siento culpable de todo ese peso de angustia que lo impulsó seguramente a actuar de esa manera. Pero ésa no fue la única vez y durante doce, quince años, fue perfeccionando la tortura y el dolor. ¿Por qué lo soporté? Pudiera decir que porque los amaba a ustedes. Pero eso me llevaría a la pregunta de por qué accedí a tener cinco hijos. Pudiera decir que tenía miedo, aunque yo trabajaba y quizá hubiera podido, como muchas mujeres, agarrar mi horda de chiquillos y dejar sola a aquel hombre. Es posible que el miedo fuera más bien a la sociedad, al que dirán. No sé. Pero creo que hoy puedo decir, con mucha más claridad, que no lo dejé por lástima. Una extraña lástima. Porque, para vengarme, le fui infiel con cuanto hombre deseé. Fui infiel con un tipo conocí en una fiesta, un viejo

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detestable que durante la estancia en el hotel sólo se jactó de que aún podía sostener una erección. Fui infiel con un escritor borracho y torpe que me dejó un sabor de amargura en la boca. Fui infiel con un teatrero brechtiano al que pensé amar, pero que finalmente me cansó con sus lecciones perennes acerca de las cosas de la vida. Fui infiel con otro hombre de teatro, pobre ser comprimido entre su enamoramiento y sus compromisos, con quien tuve el mejor sexo del mundo. Fui infiel con un compositor y director de coral cuya conversación insulsa podía justificarse por cierto talento. Y fui infiel con aquel hombre al que había amado en los primeros años de mi juventud, aunque jamás consideré que en ese sentimiento hubiera nada que se relacionara con toda otra cosa que lo que sentíamos (lo que sentimos, a pesar de todo) el uno por el otro: ni venganza, ni sexo, ni ira, ni cólera. Casado él también, su matrimonio derivaba por mares turbulentos. Apenas nos vimos una o dos veces al año. Mas de mi relación con él, tuve dos hijos, que me parecieron obsequio de Dios. No diré ni sus nombres, ni sus ubicaciones en lo que ustedes llaman el grupo de los cinco. Eso no importa. Todos salieron de mi vientre: todos llevan la sangre del Lord. Sólo que dos de ellos la mezclaron con la de Manuel y Centurión y Torres, en línea directísima, y un inglés medio pirata medio soldado que llegó en tiempos del oro. El que fue tu padre biológico es, aceptada, reconocidamente, responsablemente, el que fue el padre de facto de toda

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aquella familia numerosa, rebelde, creativa y, espero, con las cuotas de infelicidad y felicidad que hacen a un hombre, o una mujer. Es posible que él haya sabido, o sospechado, de mis infidelidades. Jamás me reprochó directamente. Una madrugada de Agosto, como acostumbraba desde hace doce años, trató de golpearme. Hacía meses me preparaba para ese momento. Es decir. Para tomar esa decisión. Pero nunca la pensé tan dramática. Después de los insultos del ritual, del sobajamiento del ritual, se dedicó a golpearme, con esos golpes o zarpazos que al principio parecían un juego y terminaban por ser el más humillante de los maltratos. Yo estaba harta de la vergüenza de aparecer al siguiente día con la cara amoratada. Estaba harta de despertar al siguiente día con la dignidad vuelta pedacitos. No quería odiarlo, a pesar de todo. Porque no lo odiaba. Lo detestaba, me causaba repugnancia su presencia, y miedo, y horror, y compasión. Pero odio, no. Eso, no. Lo peor de todo esto de las mujeres golpeadas es que encontramos una excusa en cualquier parte, por una parte. Y en que nadie nos defiende, aunque lo deseemos. Así que tomé lo que pude y me fui en la noche, para siempre. Lo que le dijeron a mis hijos amigos, familiares y vecinos fue terrible. Lo que yo sentí por dejarlos. Lo que yo sentí por lanzarme al desierto, fue terrible. Lo que tuve que soportar en esa sociedad de estúpidos beatos hipócritas, fue terrible. Pero al fin me sentí dispuesta a comenzar la vida que me correspondía y que yo había aletargada durante años y años. Y durante años creí que los había dejado en

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buenas manos, que no sufrirían ni hambre, ni sed, ni maltratos. Y nunca creí que podría equivocarme y que esos años de separación les dejaran unas raíces de infelicidad tan frondosas. Y no quiero dejar las cosas así, hija, porque, en medio de todo, con ustedes no fue mal padre. Y lo que haya habido entre él y yo, bueno, lo juzgará, o lo juzgó Dios. Y ya.

23 DE JUNIO Después de separarme de tu padre, en esas condiciones tan traumáticas, encontré a Néstor. No puedo decir otra palabra, ni siento que otra expresión pudiera decir mejor lo que significó aquello. Él sabía someramente de los detalles de mi separación, y, por alguna razón que nunca supimos explicar, decidió irse a vivir conmigo, aunque desde el principio le aclaré que ni le ofrecía nada, ni tenía nada que ofrecerle. Nos mudamos a la capital, porque los prejuicios de aquel pueblo nos impedían vivir. Pasamos hambre y miseria los primeros días. Vivimos en una pensión de chulos y putas, en Santa Rosalía. Pero persistimos en el deseo de escribir, yendo cada día a la Biblioteca y trabajando en una máquina ADLER enorme cuyo sonido estruendoso alteraba seguramente los nervios de los otros habitantes de la pensión. Sin embargo, mi relación con Néstor me otorgó, a pesar de todo, y en forma creciente, seguridad personal, paz de espíritu y tranquilidad. Él me dio la disciplina que necesitaba para llevar a cabo el trabajo literario. Y esa disciplina me ayudó a sobrevivir a las inéditas

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situaciones que atravesábamos. Él me enseñó a organizar mi manera de informarme y documentarme. Él me dio consuelo cuando caía en esos agujeros terribles y oscuros de donde después me sentía débil y temerosa para salir. Me apoyó. Mi auxilió. Me dio alegría. Fue un aventurero conmigo por esos mundos de Dios. En 1986, decidimos irnos a México, y allí permanecimos tres años. Durante todo ese tiempo, lo vi crecer como poeta. Majestuosamente. Regresamos en el 89, porque yo temía por el destino de mis hijos. Pero entre el 89 y el 97, viajamos por casi todo el mundo: por Europa, como mochileros. Por América Central como cronistas. Por Colombia, como servidores de Macondo. Por el Medio Oriente. Por la costa Atlántica de Estados Unidos. Nuestra vida común fue un bildungsroman y terminó cuando tenía que terminar: cuando cada uno de nosotros asumió con la adultez, las responsabilidades, dulces, amargas, o dulciamargas, que tenía que vivir. Fueron catorce, casi quince años, de vida en común. Nos separamos sin dramas, sin tragedias, sin llantos, sin enemistades. Un día, me senté en la escalera de nuestra casa y le comuniqué que iba a salir a comer pizza y que, a mi regreso, no quería que estuviera más allí. No fue un acto caprichoso de mi parte. Estaba harta de sus infidelidades, cada vez más impunes. No quería incurrir en discusiones violentas y ofensivas para ambos. Así que decidí terminar así. Entre nosotros, quedó un rescoldo cálido perennemente encendido. No fuimos perfectos, claro. Pero tampoco fuimos imperfectos o permanentes combatientes domésticos. Fuimos amigos que se quisieron mucho y eso dejó ese rescoldo que no quema, ni calienta

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excesivamente, y ni siquiera alumbra, pero que existe y agradecemos porque existe.

Nunca le fui infiel a Néstor. Nunca. No porque carecí de tentaciones, sino porque desarrollé hacia él un enorme sentimiento de agradecimiento que pasaba por la falta de deseo de herirlo, como lo hubiera herido una infidelidad. Fue por esos tiempos en los que me alejé definitivamente de aquel hombre que fue mi primer amor. Y quizá por esos tiempos fue cuando aprendí a diferenciar con cuidado el Bien del Mal.

OTRA FECHA Durante un tiempo, disfruté mi libertad con alegría y sensualidad. Hubo hombres que me desearon, inexplicablemente para mí, como es el caso de César, mi amante niño, enamorado a los 30 de una mujer de 50, que llenaba el lecho de pétalos de flores y me hacía el amor cinco horas en las escasas huídas de nuestras obligaciones. Su frescura, su sonrisa que mantenía la infancia y su pasión, son de esos recuerdos que uno guarda para la hora final. Después de los 50, adquirí la conciencia plena del valor de mi libertad y de mi independencia. Imbuida por ocio en la virtualidad, gocé, como otros disfrutan de la imaginería de la guerra, de la vigorosa inmanencia del sexo virtual. Por esa vía, conocí esos amantes efímeros que, de no existir

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la INTERNET, jamás hubiera conocido. Hombres. Hombres. Hombres. Todos tocados por una profunda soledad, por un deseo denso y misterioso que no habían podido resolver. Para muchos fui ilusión, fantasía, objeto y bálsamo curativo. Había en mí una mezcla de sabiduría amorosa, generosidad, soledad y placer que nos hacía hermanos en la ruta. Y hubo otros, con los me lancé a una serie de relaciones promiscuas y efímeras. En un primer tiempo de estos romances informáticos había menos formalidad, menos perversión, más inocencia. Luego, cuando pasados unos años reinicié el juego de los chateos y sus secuelas, me encontré con que habían cambiado muchas de las reglas, y que el juego se había tornado perverso, con un lado oscuro, propio de un Carnaval veneciano, o de un texto bajtiniano. Fueron días en que conocí a un mexicano llamado Mario Tenorio, con el cual intercambié e-mails cada vez más candentes, que coleccionaba para mi gusto y provecho, esperando escribir con ellos una novela erótica epistolar que perdí en uno de los desbarajustes de mudanzas que afectaron mi vida en esos siete años previos a la guerra, preparadores de la guerra, o que quizá eran una forma de la guerra. Mario Tenorio me contaba sus historias en los salones de baile, algo que nunca logré entender, comprender, saber. Y fue por esa vía que conocí a Eduardo, quien fue mi pareja durante tres años, en un conflictivo espacio que iba desde la incomprensión nuestros códigos hasta la pasión perfecta en el lecho. Su lógica rectilínea lo imposibilitaba de entender las ondas de mi pensamiento. Y entonces lo aparté de mi vida,

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lenta y eficazmente, sin dolor, creo yo. Porque en ese momento precisaba urgentemente de una paz y una estabilidad que él no era capaz de darme.

[La vida a los 50 puede ser gratificante: la madurez enseña a evitar las trampas del corazón y allana los caminos de la carne. Lo que no fue belleza se transforma en una especie de halo resplandesciente de sexualidades curadas como el vino en odre y la ironía agrega a todo eso la fuerza vivificante de una inteligencia ágil, cultivada y francamente liberada de muchos de sus antiguos lazos. Aprendí otros rumbos, otros juegos. Siempre fue para mí lo lúdico lo importante y significativo].

24 DE JUNIO [Creo, a estas alturas de la vida, que la relación amorosa más perfecta que he tenido fue con Elio. Narrar cómo nos conocimos y todo eso es intrascendente y tú, hija, conoces muchos de los detalles del asunto. Tampoco creo trascendente su aspecto físico, aunque quizá sea bueno mencionar sus gustos por el vegetarianismo y la alimentación New Age. Era un ser absolutamente inútil para la gerencia que le había tocado en suerte ejercer, y a fuer de hacérselo notar en las reuniones, o en privado, terminó

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por castigarme, ascendiéndome a su Asistente, a pesar de toda clase de protestas, y a pesar de que mi casa quedaba a hora y media de mi oficina. De todas maneras, disfruté esa etapa del trabajo, especialmente porque me daba una enorme libertad creativa y me permitía compartir con él unos tiempos que fueron realmente felices. Al principio, cuando descubrí su gusto por la música clásica, tuve fuertes dudas: íbamos hacia algún sitio y él puso un Compacto de Dvorak. Lo miré de reojo, sin comentar nada. Intuía que estaba tratando de seducirme con sus frecuentes invitaciones a almorzar y que por alguna vía, había investigado mi gusto por la música clásica, y no precisamente por la cuasipopular del barroco, o por las fracciones a que nos quiso habituar la industria cultural. Y pensé que Dvorak era un anzuelo. Delicado, exquisito. Pero anzuelo, al fin. Con el tiempo, descubrí que no: era un real conocedor de la música, y, especialmente, de la ópera. Y comenzamos a compartir tardes prolongadas hacia el principio de la noche, encerrados en su oficina, comiendo quesos y aceitunas y escuchando conciertos que armábamos cuidadosamente con sus CDs y los míos. Durante mucho tiempo, nos vimos, pareja avenida, hemisferios de un mismo universo, conversadores, juguetones, reidores, amantes del chocolate y de ir al mercado paseándonos como niños por las estanterías. Aprendí a ir a su casa con placer, a cultivar y atender sus plantas, a seguir sus pasos de botánico experto, a amar a sus perros y sus gatos. Y, sobre todo, aprendí que una relación no se basa en lo corpóreo y lo mortal: me arropaba por las noches y tendía sobre mí la nube de tul del mosquitero, besándome en la

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frente. Me fue confiando tareas domésticas y administrativas que odiaba, como cobrar sus cheques o pagar sus servicios. Nos hicimos infaltable dúo en los actos académicos o en los que requerían mi presencia como funcionaria. El primero de mis cumpleaños que pasamos juntos, detuvo la camioneta a orillas de la carretera para regalarme una flor silvestre. El primero de sus cumpleaños que pasamos juntos, cenamos bajo la luz de las estrellas un guiso de vegetales, acompañado de buenos quesos, pan italiano y vino tinto francés. El segundo de mis cumpleaños, me llevó a nadar en un islote del Orinoco, desnudos ambos en el agua tibia y serena, más allá de todas partes y cerca de las toninas.

Cierro los ojos y veo la imagen perfecta de la hoja de una palmera recortándose contra el azul del cielo. Elio me enseñó de la perfecta cronometría de las plantas. Me enseñó el milagro de la apertura de los lirios. Me enseñó los bosques como catedrales donde apenas si el cielo era una luz verdosa que descendía desde cúpulas perfectas. Me enseñó los árboles de purgüo, con las cicatrices causadas por los macheteros en los tiempos en que ni él ni yo habíamos nacido: el purgüo dejó de ser referencia literaria para convertirse en realidad incontrovertible. Elio me mostró la elegancia del mureíllo. Tras un recodo repentino del camino, me dejó sin aliento con el paisaje extendido de la Gran Sabana. Y nos bañamos desnudos bajo cascadas de jaspe. Y floté en la magia de pozos escondidos de los turistas

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habituales, sintiendo el sol sobre mi cara. Elio me enseñó a diferenciar los frutos en el Jardín del Edén. Y, en un solo día de Diciembre, me mostró los papeles del Barón de Humboldt, en el Jardín Botánico de París, y fuimos de madrugada a un concierto de Cantos Gregorianos, en Notre Dame. Y viajamos en tren hacia el sur, donde visitamos las estatuas de Amalthea en Lyon. Y visitamos Grenoble. Y pasamos la Navidad en una cabaña rodeada de nieve, calentados con el fuego de las chimeneas, comiendo pan casero y vino del país. Y caminamos tomados del brazo por las calles de Montpellier. Y fuimos a La Habana y visitamos el Jardín Botánico y los grandes árboles isleños, con más curiosidad humana que científica. Y yo le enseñé a leer a Rilke, como una oración. Muchas veces dormimos juntos bajo las mismas sábanas o estuvimos abrazados largamente frente a crepúsculos de maravilla. Pero jamás jamás jamás tuvimos relaciones sexuales, ni nos hizo falta para la felicidad. Porque si alguna vez de mi cuerpo brotaron las chispas del deseo, fueron como esas chispas que brotan de una hoguera encendida en un bosque: como estrellas fugaces minúsculas, arden y se apagan, sin quitar por ello a la hoguera ni su fuerza, ni su intensidad.

Y un día, me dejó. En Agosto de ese año, me dejó.

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No hubo explicaciones. No hubo lamentos, gritos, ni faltas a la elegancia. Supe que me había tocado una de perder: no será la primera vez, como dice la canción. Pero el dolor me partió en dos.

No necesito, hija, contarte de aquellos días, porque tú los viviste conmigo. Porque no fue solamente esa quebradura de la pérdida de Elio, de mi expectativa de vivir para siempre una vida como aquélla que llevaba, sino otras cien cosas que se fueron acumulando, casi aplastándome. En verdad, cabe mucho dolor en cualquier hombre, aunque de barro y arena estemos hechos. La psiquiatra me preguntó si yo no sospeché nunca, en más de dos años, que Elio pudiera ser homosexual. Le dije que sí, pero que eso no cambiaba mis sentimientos hacia él.

Y mientras intentaba salir con dignidad y autorrespeto de aquel hoyo oscuro de su ausencia, de aquellas heridas que supuraban constantemente, pasaron todas esas otras cosas en mi vida profesional, en mi vida hogareña, en mi salud, como si el odio de Dios se hubiera desprendido sobre mí, aunque Dios no odia: esos golpes tan terribles en la vida que no sé, que no sabemos, y que cambiaron mi forma de ver el mundo y de vivir la vida radical y absolutamente.

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Pienso en Elio y pienso en los cuatro lirios blancos que me regaló un día: cada uno de ellos se abrió, perfecta y puntualmente, durante cuatro días seguidos. Pienso en Elio y recuerdo cómo cada día fotografiaba un araguaney que parecía muerto, hasta que un día pareció despertar, llenándose de amarillo vital. Pienso en Elio y sé, absolutamente sé, que si no hubiera sido por él y por todo lo que me fue enseñando día tras día, hubiera terminado por morir. Y es que los caminos de Dios son raros, extravagantes, pero certeros]. Así, pues, he amado y me han amado. He sufrido y he hecho sufrir. He gritado y he hecho gritar. He derramado llanto y otros han llorado por mí. Me han rechazado, y yo he rechazado, a mi vez. Es una especie de ecología de la vida. Cada vez que un hombre sintió su placer brotándole de todo el cuerpo que Dios le dio debido a mi cuerpo y mi propio placer, obtuve un triunfo, y una sonrisa, a veces cruel, brotó de mis labios. No he podido llamar nunca fornicación a mis actos amatorios, porque siempre los hice con la augusta sensación de estar dando de mí lo más hermoso de mis sentidos, con generosidad absoluta y sin pensar en recompensas o sanciones.

Pero quiero decirte, hija, que el amor es mucho más que todo esto que viví, y de lo que ni me arrepiento, ni me avergüenzo. En un cielo helénico, yo sería una de las acompañantes de Pan, o de Príapo, el cabello cubierto de coronas de flores, descalza en el bosque, y con una túnica breve. En una

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metáfora poco ortodoxa del cristianismo, mi cuerpo fue hecho de pan y de vino para asegurar vida y resurrección. Y en cualquier caso, hija, quiero decirte que nada hay de vergonzoso en un acto que, generalmente, estimula el crecimiento de la vida: el amanecer sobre las aguas en aquellos días iniciales de la creación.

¿Sabes algo? Haberlo vivido una vez es un prodigio. Haberlo tenido dos veces, es un muy evidente regalo de la Divinidad. Haberlo tenido tres, es un privilegio raramente concedido y que evidentemente ha de pagarse a sangre y fuego. No es posible haberse divinizado hasta ese punto y luego tener que abandonar todo a la frecuencia absurda de lo cotidiano. Fui afortunada y todo sufrimiento posterior justifica esa fortuna, esa predilección de la Divinidad. Pero también fue que siempre, honestamente, me entregué.

Supongo que la pregunta inevitable es por qué no me quedé con ninguno de esos hombres. Esposos, viajeros, exploradores, descubridores, maestros. Y creo que la respuesta es que siempre aspiré a tener más. Esperaba uno, que me acompañara cuando deba cerrar los ojos para entregar mis cuentas al Creador. Que me acompañara a cruzar los caminos de la vejez. A pesar de todo, aún tengo risas en mi pecho y pasión en mi entraña. Aún tengo ternura y compasión. Y aunque las lágrimas parecen haberse ido secando del manantial que las hacía germinar, aún tengo llanto

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también para conciliarlo con otro llanto. Y no pierdo la esperanza, aunque sea escueta y se aleje con el paso de los días, los meses, los años.

(Pero cuando escribí esto, ni siquiera sospechaba lo que aún me aguardaba: el re-conocimiento entre Enrique y yo, un solo segundo de miradas cruzadas por sobre el techo de un taxi, en un sitio donde azares perfectos me habían conducido. El papel de Alí Reyes, quien me pidió que fuera a ver a aquel hombre, a quien presentía en medio de crisis terribles de soledad y desamparo, próximo al suicidio. Y en ese cruce de miradas, yo supe que aquel hombre era el que me había sido destinado desde el principio de los tiempos (lo cual comprobé) y que desde el vientre de mi madre, había sido formada para él. Su vida, su gloria, su desgarradura, su cualidad de barco desarbolado o de bosque semiacabado por los incendios, me eran inescrutablemente conocidos y resentía una parte de culpa en ello, porque si yo hubiera estado antes, él no hubiera terminado en ese limbo tan cercano al infierno donde yo misma quise probar una y otra vez, después de su partida, los acíbares de la soledad. Pero, quizá por otras cosas que él no llevaba en sí, aprendí a amar los amaneceres y los atardeceres desde la laguna o cualquier parte. Y las noches y las madrugadas absolutamente techadas de estrellas, en las que salíamos a caminar muy abrazados, emparejados como novios cuando ya estábamos tan

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cerca de la muerte. Y reaprendí a escuchar la música clásica de cuando Elio, y las óperas, como La Bohéme, en aquel sitio tan raro: la tierra agrietada, la soledad intensa, la falta de ubicación en la realidad real, sin calendarios, ni relojes, ni horarios que cumplir. Pero de otra manera, en seis meses llenos de pasión desenfrenada: amantes infatigables, llenos de ternura, de fantasía, de honestidad, de comprensión, de caídas torrentosas, de elevaciones imposibles de explicar. Y todo esto terminó, cuando aún estábamos llenos de esperanzas, en su muerte entre mis brazos. Su muerte, que me dejó náufraga y sin referencias, apenas si una brújula naranja brillante que él había amado. Su muerte, que me partió en dos. Que me partió en dos y enterró junto con él la mitad de mi vida, dejándome incompleta, llena de los ramilletes de flores que habíamos cultivado, pero sin lugar dónde ponerlos… Oh, sí, las jacarandas tienen un perfume tenue y hermoso: son violeta y se mezclan con esas floraciones naranjas de josefina, a la entrada de aquel chalet inesperadamente ubicado en el centro de ninguna parte, pero con la circunferencia en todas. No recuerdo haber estado más sabia, eróticamente, unida a un hombre como lo estuve con Enrique. Pasábamos semanas desnudos, haciéndonos el amor de todas las maneras posibles: con el cuerpo, con las historias destrenzadas, el llanto, los arrepentimientos mas no las culpas, las crisis más profundas, las torrenteras, el presentimiento de la locura, la violencia telúrica. Éramos un solo cuerpo. Bebimos de

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nuestros orines, nos lamimos las pieles sudadas, trasegamos nuestros excrementos, nos bañamos de jugos sexuales, y él reía cuando se negaba a bañarse tres o cuatro días porque quería oler a sexo de mujer y yo sentía un ritual secretamente nuestro por el sólo hecho de llevarle el café con leche a la cama, en tazones grandes, con pan tostado. O en darle de comer la gelatina boca a boca. O en untarme con su semen todo el cuerpo. Nos atrevimos a forjarnos un futuro, aunque nuestro cabello ya era gris y la muerte nos acechaba en algún recodo. Pasábamos horas besándonos, inventando besos de nuestras bocas que eran más dulces que la miel. Algunas veces, escuchábamos música la noche entera y dormíamos luego en el día, hasta las dos o las tres, sin remordimientos, ni recompensas, ni sanciones, pues no dependíamos sino de nosotros mismos. Conocimos cada milímetro de nosotros, por dentro y por fuera. Él me empapó de lo más sucio, lo más cruel y lo más sublime de su vida pasada, como si aspirara algún tipo de absolución con ello. Y yo lo absolví, porque mis culpas no tenían parangón con las suyas, pero no dejaban de ser amargas. Nos casamos en una notaría de pueblo. Él vistió uno de sus exquisitos trajes hechos a mano en gris perla, con una camisa blanca de finas rayas azules y una corbata quizá vino tinto. Porque era un príncipe arrastrado por los vientos cuando yo lo conocí. Me llevaba abrazada por las calles, demostrando al mundo su posesión y su propiedad sobre ésa que era yo. Algunas noches, me

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amenazaba con su puñal de plata, diciéndome que si yo le faltaba, si yo lo dejaba, si yo le era infiel, me sacaría las entrañas, porque él era mi dueño absoluto y el que más me había querío. Era un príncipe. Garcialorquiano y todo, él, tan garcialorquiano. Y príncipe siguió siendo en todo momento y todo lugar. Luego, fue todo muy rápido. Si alguna vez me dijo que yo había llegado a su lado para ayudarlo a bienmorir, jamás creí que fuera tan cierto. Primero, se acentuaron la violencia y los delirios. Día a día yo veía cómo se lo iba llevando el viento de la locura y me sentía incapaz de detenerlo, no importaba cuánto dinero, cuántos médicos, cuántos fármacos: yo luchaba contra la delicadeza de aquel ser quebrantada por años de soledad y de abandono. Quebrantada en forma irremediable. Pero luchaba con fe. Le cantaba canciones inventadas para él, horas enteras. Le arreglaba las manos y los pies hasta dejarlos perfectos, mientras admiraba en secreto la perfección de las líneas de su esqueleto. Era tan bello. Tan bello. Y su abrazo, era tan completo, tan cálido. Yo me perdía en él. Complacía sus más trastocados caprichos. Y todo eso, porque lo sentía víctima, lo veía víctima. Victimizándome, entonces, también, vertiendo mi sangre, a veces literalmente, en cada desgarrón. Y cuatro días bastaron para que muriera entre mis brazos, como tantas veces había predicho. Eso sí: oloroso a Jean Marie Farina, pasando más allá de los avatares del vómito y la diarrea. Y fue enterrado con sus mejores galas. Una de sus hermanas comentó que parecía un conde

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italiano en su ataúd austero y elegante, como él hubiera querido, en la sala velatoria austera y elegante, sin un Cristo crucificado, como él hubiera querido. En el velorio, la música de La Bohéme vibraba como un himno a la vitalidad y la fuerza con que el amor nos había traspuesto, nos había arrastrado por tantas horas hasta la tragedia. Ahora lo veo. Enrique, como Mimí. Mi inútil lucha como la del Poeta y su abrigo.

Luego, nada. Este vacío. ) El amor me ha dejado demasiado como para que yo reniegue de él: ustedes mismos han sido hijos no de la pasión pura y simple, sino del amor, a pesar de cualquier cosa. Y me sembraron de amores distintos el alma y el cuerpo. Y en alguna oportunidad también adquirí una consciencia nueva: algo que no había sospechado y que quiero llamar patrialidad. Porque esta tierra era para mí un lugar en el mundo, no mucho más especial que otro. Un lugar donde había nacido por azar perfecto, aunque no me vinculara demasiado con él. Pero cuando vi que todo lo que implicaba eso que llaman Patria: la estirpe, el linaje, la libertad, la dignidad, la posibilidad de existir más allá de la tumba, era amenazado por una máquina arrasadora, una bola tumbaedificios, una implosión inescrupulosamente planeada, y sin espíritu, entonces, me lancé al suelo y la abracé hondamente: mi tierra, mi tierra, mi

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tierra, y, de pronto, un fuego sagrado y azul me envolvió: ésta es nuestra tierra, nuestra patria, nuestra razón de ser. Y Enrique me reafirmó también eso: me mostró cómo su linaje se había desangrado en las cárceles de los tiranos, en busca de la libertad. Y cómo mi propio linaje, sí, el Lord. Y no basta con que nuestras generaciones abonen hoy la tierra, sino que es necesario que sigan abonándola para darle esa corporeidad racional a todo lo que fuimos y lo que somos.

Los recuerdos son cada día más dulces, el olvido sólo se llevó la mitad, y tu sombra aún se acuesta en mi cama con la oscuridad, entre mi almohada y mi soledad.

En el fondo, todo lo que he narrado se resume en el mandamiento Ama a Dios por sobre todas las cosas, y al Otro como a ti mismo. Tal vez suene herético, pero es así. Los que regatean amor y placer son peores, a mi juicio, que los avaros de las monedas y los bienes. La avaricia material es un pecado menor frente a la negación de experiencias, placeres, ternura, consuelo, conocimientos e ilusiones. Y si eso me hace herética ¿qué importa? Ya fui ajusticiada en las hogueras y por ellas purificada. Y fui escindida en dos por la espada de la muerte de aquel hombre con el que había llegado a ser andrógino primordial y viviente.

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Me pregunto (ahora) si debí haber escrito todas estas cosas, con tanta liberalidad. Escribí para ti. Pero sé que escribí para mis nietas, para las generaciones futuras, para todo el que quiera leer en el futuro las intimidades de alguien que vivió una vida tan poco ajustada a lo que debió ser una dama de buenas costumbres. No me justificaré. Como Orestes, diré que he cometido mis actos y esos actos eran buenos: los llevaré sobre mí, como el vadeador ayuda a los viajeros a pasar las corrientes, y mientras más pesados sean de llevar, más me regocijaré, porque son mi libertad. De todas formas ¿por qué justificarse, o arrepentirse, de lo que ya pasó? Es ya la historia: eso que olvida o que juzga. Sobre todo ahora, cuando el fin está cerca.

A Florinda, en invierno

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And now the end is near

Porque un hombre es lo que él consiguió Y si no fue por sí mismo Entonces nada consiguió Puede decir las cosas que realmente sintió Y no las palabras que le gustaría decir La grabación del espectáculo Está por terminar Y yo, yo lo hice a mi manera.

MY WAY: AUTOR DESCONOCIDO (VERSIÓN)

Coloco la poltrona forrada de azul índigo frente a la ventana. El día está enneblinado. Una brisa suave hace descender las plantas del jardín, sin obligarlas al quiebre, o tan siquiera a tocar el suelo. Las nubes son de un azul grisáceo y se elevan como oleajes en mares oníricos sobre al azul índigo del cielo. Alrededor, la climatización artificial nos hace sentir una tibiedad ventral. Estamos en el vientre. Allá afuera ¿cuál es ese mar de voces cuyo clamor es murmullo? Lejos del hogar. Esa sierra perfecta en verdeoscuro debe ser una forma del naufragio. El espinazo de un milenariamente antiguo animal. Miro a mi alrededor, y otras mujeres tejen, o leen, o arman rompecabezas. Quizá se rindieron, o fingen haberse rendidos. Miro otra vez por la ventana y, como un paisaje superpuesto, allí está el Río:

el Río siempre: estoy sola a orillas del río. Las aves tejen y entretejen en el cielo. Las toninas soplan en los flancos de la marea. Y la luz de mis huesos es fosforescente. Tantas miradas perdidas. Tantas músicas desconsoladas. Todo brota como flecha de la memoria. No tengo ya senderos: quizá pueda ver en sueños un caballo que mordisquee las hojas tiernas, o un friso troquelado. Quizá pueda ver un tigre en lo alto de una rama. Pero es como si otro estuviera soñando que yo estoy soñando. Como si el día fuera sin término. Ante mí, pasa la memoria de una bala. Una sola bala. Pasa la página rota de un libro. Pasa Blanca, despidiéndose, desde un camposanto desconocido, del ayer, o del mañana. Mis amigos. Pasa una mariposa vestida con mi rostro. Me siento desaparecer frente al frío y al hielo que se desdibujan. Frente a esta neblina que se deshace y se transforma. Escribo el nombre de la estrella. Y desaparece. Escribo mi nombre y desaparece. El agua del río lava las huellas. El río. Regresar al hogar quizá. El río. El río siempre.

Quizá si regresamos, podremos preguntarnos en el futuro qué hicimos. ¿Usted cree que cuando estemos ya muertos y enterrados en la fosa de cemento podremos preguntarnos algo, aunque seamos las burbujas ésas que dicen en que nos convertimos? ¿podremos preguntarnos en el futuro si las cuentas cuadran en el Libro donde van las notas al Haber de la Muerte? ¿o de la Vida? Por lo que viene y por lo que se queda: porque lo que sufrimos se ha perdido y en lo gozado ayer hay una pérdida.

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Me gustaría que mis cuentas cuadraran, qué duda cabe: recibí de la Vida tantas cosas que aún hoy pudiera sentir que no las he devuelto todas: no vale toda una vida dedicada al estudio el trabajo la academia la investigación la defensa de las tradiciones la pasión las angustias propias y ajenas la atención de cinco hijos uno de ellos condenado a morir al nacer y extraído en una lucha tenaz de las manos heladas de la muerte y luego la necesidad de dejar que esos cinco hijos cual cinco águilas se elevaran y se alejaran hacia sus propias cumbres. Reconozco que, como águila, me parezco más a la que lleva la serpiente en las garras que a cualquier otra prefiguración, inclusive aquellas donde el águila se sumerge en picada en las aguas vitales y rejuvenece en cada inmersión donde arriesgó su vida.

Arriesgué mi vida.

¿Y qué?

Si no lo hubiera hecho, estaría lamentándome y me hubiera castigado bebiendo agua de mar para pagar el pecado terrible de la indiferencia. Pues si lo hice no fue por capricho, sino porque pensé que así evitaría el mal, y lo evitaría, no para mí, sino para esas generaciones que todos los días se gestan y van creciendo, invisibles a nuestros ojos, pero por las costas marinas, y las llanuras, y las sabanas, y las mesetas, y las montañas. Por

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ahora, todo eso quedó en el horizonte crepuscular. Atrás. Y soy dueña de lo que callo.

Ahora, en este instante, lo que más desearía es volver a mi hogar. Y no sé si es posible. No se trata de las mallas dotadas de células fotoeléctricas. O de la censura permanente que ejercen las pulcras y gentiles enfermeras y los más pulcros médicos, pues una vez que firmé con letra firme mi deseo de quedarme, ahora estoy supeditada a su juicio. Dejan que conserve mi computadora, mis cuadernos y mis lápices. Revisan cuanto pueden, con el secreto anhelo de poder encontrar en lo que escribo algo… ¿qué? Tal vez que permita decidir que soy un peligro para mí misma y para mi sociedad. Pero ignoran los millares de juegos y de trucos que una persona puede realizar con un aparato de estos. Ignoran que detrás de cada palabra hay otra. Y otra. Y que detrás de cada oración hay un criptograma.

¿Alguna vez no ha sido así?

¿Confesar algo más, dicen ellos que es la aspiración para estar totalmente curada? Ah sí: quisiera perdonar totalmente a los que me ofendieron. Y quisiera ser perdonada. Pero presiento que lo que se hizo, se hizo, y ahora sólo queda entre Dios y yo cualquier transacción. Después de todo, ninguna de mis faltas fue gratuita. Tuve que pagar dos y tres veces el precio por ellas. Y, que yo recuerde, pocas veces cobré las faltas que me hicieron. No por

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generosidad, sino por pereza. Además, fueron tiempos de guerra. Y la sangre que se derrama en guerra, las lágrimas que se derraman en guerra, derramadas quedan. Llega un punto en que se acuerdan las partes, se firman documentos y se requiere del valor de olvidar, poco a poco, sin rencores. Y perdonar. Finalizan los actos. Todo vuelve a la normalidad bajo la luz pura del sol. Los huesos se disuelven. Con el tiempo, los libros de Historia recogen lo que quieran recoger. Algunos otros libros, como Rojo y Negro, que juegan a la ficción, recogen también lo que quieren recoger, quizá con mayor dramatismo y verdad. Y todo pasa a ser, en menos de medio siglo, circunstancia y letra escrita.

Viene la enfermera, con su maravillosa puntualidad y sus pastillas. Son la 1 y 33 minutos de una tarde de miércoles. Me entrega el vasito de pastillas, el agua. Es decir, me entrega la siesta de la tarde: una siesta que en verdad no significa nada. Sólo un sueño de dos o tres o cuatro horas durante las cuales todo sigue girando y yo tengo que cerrar la computadora y no escribir. A veces, me resisto, leo un rato en mi habitación decorada en blanco y azul, hasta que me vence el sueño sobre las almohadas. Otras veces, me llegan voces de otros tiempos: llamadas telefónicas, visitas anunciadas y no siempre recibidas. ¿A fin de qué? Hoy (pero solamente hoy) sólo quiero volver al hogar. Hoy. Lo demás, no me importa

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Es decir, me importa una cosa: ¿terminó allá afuera la tormenta? ¿somos otra vez una Patria?¿sin guerras?¿sin rencores?¿sin resentimientos?¿sin que alguien apuñale la respuesta del otro por una deuda que considera impagada?

Pero sé que esa respuesta nadie, nadie, nadie, me la dará.

Como tampoco me darán la respuesta de cuánto más debo permanecer aquí. Quizá hasta que mi seguro amenace con colapsar. O quizá hasta que, sinceramente, crean que sí, estoy sana. Que puedo diferenciar el Fruto del árbol del Bien y del Mal y, por esa razón, si cometiera un delito, pudiera ser juzgada por mis jueces naturales.

Si lo expresara, si pudiera expresarlo, dudo mucho que entendieran mi necesidad de volver a mi hogar. Emergí de mares grises y sucios de sangre y grasa poco a poco, valiéndome de la energía que me quedaba. Mi corazón aprendió nuevamente a palpitar con más y más fuerza. Mi piel resquebrajada se llenó de jugos y caminé, al principio lentamente, bajo los techos de esta misma habitación. Y entonces, una noche, me asomé a mi ventana y me vi. a mí misma, chorreando el agua del Río. Había esa luz, esa luz. Porque la noche oscura del alma estaba amaneciendo para mí. Era como aquella vez en que recorría el túnel velozmente y la voz me decía No temerás No temerás No temerás. Al final del túnel, vibraba una luz de bienvenida. ¿Qué

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importa no saber a qué? Lo importante es no prolongar demasiado la estancia en un lugar, por muy de reposo que pueda ser. Porque el alma se fragiliza. Los ojos pierden humedad. Los recuerdos se van borrando. Los huesos se agrietan. Las vainas de los nervios se endurecen y entonces ¿quién transmitirá los recuerdos a las sucesivas generaciones?

No. No basta escribirlos. No bastan las viejas fotografías. Nadie entenderá el significado de los objetos.

O quizá estoy exagerando el papel de todo: de las estirpes, de las tradiciones, de los que nos proponemos ser sus guardianes y entregárselas a otros.

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Ayer, sentía el deseo de regresar a mi hogar. Esta mañana me preguntaba ¿dónde está mi hogar? ¿Regresaría a la Angostura, al calor sofocante, al interminablemente intransformable paisaje, a la gente que una vez renegó de mí y aceptó la bota del Tirano? Quizá los que fueron mis amigos habrán muerto, por leyes de la vida. Quizá camine por su lado y no los reconozca, como tampoco ellos reconocerán mis cabellos blancos. Quizá me niegue a reconocerlos. Y entonces me habré encerrado en otra prisión: una ciudad que dejó de ser la mía, llena de objetos y objetos, saturada por el calor y la humedad del río. La verdad es que, aunque uno vuelva, jamás regresa. Y ni siquiera debo pensar en una posible hospitalidad de mis hijos: rompería con aquello con lo que siempre he creído: la independencia: mi personal libertad de ser y de hacer, el libre albedrío, y, por encima de todas esas cosas filosóficas y abstractas, el tener la gentileza de no molestar. No. Cada quien con cada cual y ya está.

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La Entrevista Concedida

Hoy vendrá una periodista. No me niego, pero no me entusiasma. Creo que ha llegado. Son apenas las 8 de la mañana y llegar hasta aquí le debió haber costado una hora de viaje. Es joven. Todo la maravilla. Todo la exalta: la belleza del paisaje, el frío, el hecho de que yo haya decidido hablar con ella. Las enfermeras se desviven: la sirven una tacita de pizca y un minúsculo desayuno, muestras de su hospitalidad. Revolotean hasta que me entregan mi propio café, en taza grande y sólida como era la de mi padre. Miro a la muchacha y ella me mira. Es agradable y quizá inteligente. Comienza con una conversación informal, que ella piensa relajará lo que supone mi nerviosismo. Luego, saca su libreta y su bolígrafo y su grabador y su cámara y su teléfono celular y los coloca con cuidado de diseccionador sobre la mesita redonda.

Preguntas y Respuestas: En sus libros, tanto de relatos como de ensayos, se observa como propuesta el intento por fundar una memoria, más que por recuperarla ¿es ésa una intención consciente?

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[Todo el mundo comienza por eso]

Kundera escribió alguna vez, seguramente cuando Usted no había nacido, que la escritura es el triunfo de la memoria sobre el olvido. Tal vez no lo cito textualmente, y no importa. Lo cierto es que antes aspiraba a la sobrevivencia de un mundo, de una tradición y de una estirpe. O de unos sucesos que fueron relevantes para todos. Y hoy día, no aspiro más que a distraer el ocio antes de que la muerte me alcance.

¿Pero usted se considera una escritora de la memoria, de la recuperación de la memoria?

Creo que el tiempo me ha enseñado, y quizá yo haya aprendido algo, que los autocalificativos son absolutamente inútiles, especialmente en cosas del arte… ¿Soy una escritora? Tal vez he hecho innumerables intentos. En cuanto a todo lo demás que agregó, eso sólo lo podrá añadir el lector.

Los nombres de los sitios y los personajes de sus novelas y relatos ¿son simbólicos?

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No. Son nombres comunes y corrientes, tomados de un imaginario común y corriente. No hay intenciones de universalizar lo aldeano, porque ya lo aldeano es suficientemente universal.

¿Usted conscientemente va conformando la atmósfera de sus relatos? Porque veo que le da más importancia a la formación de ambientes que al lenguaje y los hechos en sí…

¿Le parece? Es interesante construir atmósferas. Creo que hubiera deseado, si la vida me hubiera dado tiempo, haber hecho cine. Pero mi preocupación primordial es el lenguaje y la estructura. Siempre he pensado que una obra literaria es sólo pretexto para desarrollar un espacio estético. Y que, en mi caso, mis elementos son la Morfología, la Sintaxis, la Fonética y la Semántica.

[No diga eso, en ese tono: tiempo es lo que le sobra. Usted se ve muy bien. Es el comentario esperable, al que respondo con una sonrisa amable, sin mucha tristeza]

¿Ha buscado Usted en algún momento llegar a la novela total?

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Ignoro qué es la novela total, de la que siempre se habla. Escribo por necesidad personal. Voy descubriendo cosas a medida que escribo. Pero sería muy comprometedor para mí y para lo que escribo, ponerme de antemano una meta tan ignota como la novela total. A lo largo de mi vida, he leído varios libros, muchos de ellos novelas, y no logré encontrar en ninguno, ni siquiera en los más renombrados, esa totalidad de que hablan los críticos. Quizá no estudié suficiente. O quizá ellos exigen algo que aún no ha sido del todo explicado.

Usted ha sido más periodista que escritora, según dicen algunos ¿las técnicas y el lenguaje periodístico la han orientado en su trabajo literario?

Si medimos en horas-trabajo, seguro he sido más periodista que escritora. Pasé en los periódicos, desde su vientre hasta las más elegantes oficinas, gran parte de mi existencia. Adquirí en los periódicos dos capacidades fundamentales para la literatura: la necesidad de estar informada y la de alejarse irónicamente del suceso, inclusive hasta tratarlo con mordacidad, o con sarcasmo.

Pero sus construcciones políticas, sus ensayos, fueron siempre muy serios, poco sarcásticos. Contribuyeron a conformar opiniones, dieron

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material para la historia que se escribirá, o se está escribiendo ¿no lo cree así? Además de que tuvo que pagar altos precios por ellos.

Empezando por el final, los precios no fueron tan altos. Estoy viva. Y, quizá, solamente quizá, mis construcciones, o ensayos, o lo que sea, de tema político en esa época desde el 99, o el 2000, fueron serios, pero no poco sarcásticos. El sarcasmo es precisamente uno de los chalecos antibalas que me ayudó a sobrevivir.

¿Pudiera ahondar más, explicar más esas afirmaciones…?

Creo que no. Usted aprenderá en el camino que hay cosas que se dicen y que son inexplicables lógicamente. O cosas que se dicen y no requieren explicación, sino más bien reflexión. Y aprenderá también que ser periodista es ser una especie de baúl con muchos compartimientos secretos que, generalmente, uno se lleva a la tumba. Baste saber que soy periodista, que tome una posición, que asumí los riesgos y que hice el trabajo lo mejor que pude.

Muchos la consideran una heroína de guerra…

También hay muchos que me consideran loca.

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181 ¿Y usted? ¿qué opina?

Nada. Me juzgará Dios. Tengo muchas cosas en qué pensar para estar buscando adjetivos calificativos para mí misma. Como dije antes, hice lo que tenía que hacer, como periodista, como escritora, como ciudadana, hasta como madre de familia y, por eso mismo, jefe ético de ella. Trato de seguir siendo escritora. También fui maestra… Si tuviera que rendir cuentas en este momento, o ponerme una calificación, lo haría, pero internamente, porque a lo mejor no concuerda con lo que los otros piensan de mí.

Usted perdió amigos, sufrió persecuciones… ¿siente odio o rencor por alguien?

No.

Así, simplemente… Usted perdió amigos, su hogar, se alejó de sus hijos, fue torturada...

¿Cómo más? Ni en la política, ni en la guerra las circunstancias se resuelven por las vísceras, sino por el cerebro. Lo que pasó, pasó. Hablar de reconciliaciones sin conciliar las propias y personales cuentas es una

hipocresía. Además, creo que Usted sabe que soy una mujer de fe, no digamos una santa y ni siquiera una cristiana perfecta y ortodoxa: pienso que la justicia es de Dios y no hay por qué meterse donde a uno no lo llaman. Eso no quiere decir que cada amanecer y cada anochecer no pida perdón por todo aquello que ofendí y pida misericordia por todos aquellos que contendieron conmigo. Es una tarea ardua, porque perdonar es recordar en paz, y eso puede llegar a ser difícil.

¿Debo considerar un privilegio el que me haya dado una entrevista? En la calle, digo, allá afuera, dicen que Usted no recibe a nadie…

Como casi siempre, hay muchas exageraciones en todo. En primer lugar, como Usted habrá visto, éste es un sitio de reclusión para pacientes psiquiátricos, y se supone que yo debo ser uno de ellos. Si lo creen o no, no es mi problema. En segundo lugar, no hay ningún privilegio en hacerme una entrevista: para Usted, es hacer un trabajo que llenará cierto nivel de curiosidad histórica y noticiosa. Para mí, una distracción. En tercer lugar, sí recibo a ciertas personas. El asunto es que a mi edad y en mis circunstancias, me puedo ya permitir ciertos lujos: el de poner de relieve mis antipatías, el de negarme a hacer lo que no quiero y el de cansarme mucho y dedicarme a pasar el día leyendo y durmiendo.

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¿Usted escoge aún sus lecturas o se conforma con las que le traen sus visitantes habituales, sus hijos, sus nietos, por ejemplo?

Ambas cosas. Escojo mis lecturas y me conformo con lo que me traen, porque lo hacen de buena fe… ¿no? O eso creo. Evito leer sobre política. E inclusive hablar sobre política. Me niego a ver la televisión o a escuchar la radio. Mis nietos me han ido trayendo música clásica y un excelente equipo de reproducción de discos compactos. No quiero enterarme de la inutilidad básica de cualquier sufrimiento. Por lo demás, la literatura y la música son más enriquecedoras. Especialmente, en el caso de la literatura, si es releída.

Además de su familia directa ¿recibe algunos amigos?

Los amigos son parientes que uno elige, leí una vez. Sí, recibo algunos amigos, no demasiados, porque sería agotador tener una parentela multitudinaria.

¿No lee a sus contemporáneos?

Sería irrespetuoso con ellos no hacerlo.

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¿Los lee aunque no esté de acuerdo, o aunque ellos u otros hayan asumido roles que usted, conocedora, protagonista, de la historia reciente, sabe que son mentira?

Por supuesto. Diré, como Pilatos ante Cristo: ¿dónde está la Verdad?

¿Y sus opiniones?

Ninguno me las ha pedido, creo. No son interesantes y hay críticos mejor dotados que yo para emitirlas. Me importa que haya gente haciendo su trabajo. Si dan algún traspiés ¿qué importa? Todo el mundo tropieza, se levanta, sigue. Los que van a subsistir, lo hacen. Los que no… Lo importante es que se cumpla aún la dialéctica: Kant o Hegel ¿qué más da? Y se crea en que el hombre es capaz de generar belleza.

¿Se quedará aquí o piensa reincorporarse a algún tipo de vida social?

Tengo una vida social. Quizá diferente. Por ahora, estoy cómoda aquí.

¿Pero ha pensado alguna vez en irse a otro sitio?

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Quizá a Irlanda. Pero tengo la impresión de que todos los sitios que recuerdo ya no existen y, por tanto, es un esfuerzo inútil buscar la vida en otra parte.

[La muchacha me pide permiso para tomar algunas fotos y toma todas las fotografías que le parecen. Me dice que me enviará el borrador para ver si lo apruebo. Me deja una copia del microchip de las fotos: Para mis nietos, dice. Se ve desconcertada, pero feliz. Es joven. Aprenderá que la felicidad es esa mezcla, precisamente, cuando no se sabe qué es lo que va a pasar a continuación con algo que uno cree que es bueno. Luego, se va. La enfermera llega y me pregunta si estoy cansada. Y sí, lo estoy. Estoy cansada. Harta de todo. La amabilidad de la enfermera me empalaga. Pero trato de ser más amable aún que ella y me dirijo a mi habitación… Volver ¿adónde?]

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186 Quiero suponer que me cambiaron la medicación. Le he advertido a los médicos que no hagan nada sin consultarme, pero a veces es inútil. Quizá pensaron que la visita de la periodista me agotaría. Lo cierto es que no puedo despertar despertar despertar despertar Sé que aún es de día pero los ojos están cerrados. Sé que estoy viva, porque estoy respirando y hay un ligero sudor en mis sienes. Ni siquiera puedo moverme. Ordeno a mis miembros que se muevan. Ordeno a mis dedos que se muevan. Nada obedece. Maldita máquina química. Ordeno con todo mi ser que despierte, que se incorpore a la vida que apenas si es un murmurio… Murmurio… A Manuel Bermúdez no le gustaba Juan Manuel Jiménez, y mucho menos Platero y yo. Pero no quiero recordar a Manuel Bermúdez y mi segundo año en el Pedagógico, sino abrir los ojos y humedecer con jugo de naranja helado este desierto que es ahora mi boca, mi lengua, mi paladar. Siento el olor de la sangre que se fue resecando sobre mi ropa negra. No quiero sentir nada de ese olor, de ese tiempo. Oigo la voz: Faltan quince minutos para las cuatro, como dije aquel lejano 11 de Abril, cuando se llamaba Abril este mes, que ahora se llama Maesanta, porque ése fue el leco que pegaron aquellos alzados cuando les comenzó a llover plomo parejo: ay, Mae Santa, sálvanos, y cooorreee. La muchacha no me preguntó nada de Enrique Sánchez, ni de nadie. Tampoco tocó el tema de las venganzas, de las torturas. Le

advertirían, quizá. Y ahora siento el dolor en el pecho, invadiéndome, el peso de la asfixia, la visión pesadillesca: era Abril y yo estaba en una pequeña habitación del centro. Por las paredes brotaba a veces un líquido gomoso que nunca supe qué era: Nosotros seguimos adelante con nuestra revolución, que es pura y de raíces populares: por ejemplo, ya la gente no tiene necesidad de hospitales con aparatos costosos y medicinas, porque se cura con yerbas, como nuestros abuelos. Y si uno se muere, bueno, es la voluntad de Dios, como dice la Biblia. Y lo dice el Padrenuestro, díganme el Padrenuestro: hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Y uno no se da cuenta de que es pecado tener médicos y hospitales y medicinas, porque eso va contra la voluntad de Dios. Por eso es que nosotros nos dejamos de eso hace tiempo, porque andábamos en una carrera tecnológica que limitaba al hombre y eso no es natural, señores, no, no es natural. Naturales son los conucos y la pesca de ajile. Naturales, la sopa de machaca y la zábila. Natural es, por ejemplo, y algunos se quejan de eso, porque no han comprendido la esencia de este proceso revolucionario, que las calles ya no se asfalten. Imagínense. ¿Y por qué asfaltar las calles?¿para que pasen los ricos y no se les dañen los carros? Aquí no hay ricos, señores, no hay privilegios. Y si los pobres tienen calles de tierra, entonces calles de tierra para todo el mundo. Y tampoco tenemos ejército, no necesitamos eso, así que en los cuarteles se alojaron los pobres y

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tenemos un solo cuerpo, para el que reclutamos muchachos cada tres años, encargado de cuatro o cinco cositas básicas: atender los fines de semana los mercados, cuando se puede, es una. O desfilar el día de la Independencia, es decir, en Febrero. Y alguna otra tareíta por ahí. Mínima. Porque llegamos a acuerdos con los vecinos para que nos cuidaran las fronteras, como debe ser si uno quiere una integración revolucionaria misma. Y no importa que nos critiquen. Pues bien, hoy celebramos esos muertos del 11 de Abril, o del 11 de Maesanta, que hace 136 años, creo, no estoy seguro, hubo en las calles de la capital y se recogieron en el hospital de campaña que establecimos en Palacio, no sé si te acuerdas, Vadel, aunque tú no estabas allí, claro, y ésa fue idea de José Vicente, que era un hombre santo, misericordioso, Dios lo tenga en su gloria, aunque la Iglesia Católica diga que no, que era el cerebelo del Diablo, y aprovecha, Vadelito, para servirme un pocillo de té de mastranto, que para algo deben servirte los tres soles de general, aunque sea para quitarme al mal sabor de mentar a la Iglesia, con sus cristianismos antirrevolucionarios, porque al pobre Rincón no le valieron ni a la hora del suicidio, porque aunque lo intentó, no pudo, y se conformó con morirse de viejo en un exilio que asumió después, cuando nadie lo quería. Por cierto, aquí tengo una muestra de los productos del mastranto: vean: té, mastranto en polvo con sabor achocolatado, harina de mastranto. Para el pan. Oye, Vadelito, de hoy en adelante, la

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mitad del pan que se coma en Palacio deberá hacerse con harina de mastranto y la otra mitad, ya sabes, con harina de plátano. Por ahora, nada de maíz, porque los productores se han portado mal. Y ¿trigo? ¡estaremos locos! Nada de trigo: ése es un producto imperialista y capitalista, menos mal que los muchachos de ahora ni conocen el trigo. Y que más tarde me hagan un cuajado de huevos y mastranto con sardinas, que es una delicia, oye, Vadel, búscame la receta de ese pastel para darla en la próxima cadena, y yo supongo que ya la editorial del Estado publicó el volumen 107 de mis recetas ¿verdad? Aquí Benito me está diciendo que está a punto de salir. Bueno, y como decía, hoy estamos a 11 de Maesanta y lo conmemoramos bajo el Samán del Juramento, que ahora me dicen en un papelito que es de plástico, pero muy bien hecho, por ese muchacho Iglesias, que nieto de empresarios y todo, se cuadró con la revolución y ha ganado bastante con eso, digo, revolucionariamente ¿no? Y estoy rodeado de bernardkrueger para que aparezcan en las imágenes televisadas, aunque los que ven televisión son pocos, pero ellos están allí, gritando mi nombre, aunque solamente para que me vean en las oficinas donde hay televisión, y a lo mejor en el exterior, algún excompatriota nostálgico, que quiere regresar, o alguien de los organismos internacionales, adonde vamos tan poco ahora, porque no hay cómo reparar el avión, porque las bujías son más caras que un ojo, pero aquí nos quedamos, nos estamos augurando cien años más de

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batallas ganadas por este gobierno revolucionario, aunque ya ni batallas hay, porque la clase media se fue del país, los empresarios se fueron acabando, como dijo Teodado, o Lina, que después se destapó como poeta también ¿te acuerdas, Vadel? que al que no le gustara, que aguantara, o que arrancara, y nos quedamos con una oposicioncita, que se fue muriendo en cada intento, y ahora la oposición se la tiene que hacer el mismo gobierno, como hacían Batman y Robin, inventando aquellos malandros, que si El Guasón, que si Gatúvela, y eran mentira: mentira: esos los contrataban ellos mismos para que la policía de Metrópolis o Ciudad Gótica, o como quiera que se llamara la ciudad aquella justificara sus gastos y el armamento, y yo no sé si ustedes se acuerdan de esos personajes, que eran como yo y Teodado, en un mundo que no sé por qué nos critica tanto, porque hasta hijas tuvieron Batman y Gatúvela y Batichica y El Guasón, porque después los descubrió la prensa, esa plaga que interviene hasta en el útero de las mujeres, y fue por eso que mandé a cerrar toda imprenta, para que no dejara impronta, como me dijo que dijera Isaías, en los tiempos en que aún se creía poeta, y eso lo celebró mucho Freddy, que entonces se reía de todos mis chistes, y ahora lo que más me pesa es la soledad y el silencio que rodea todo lo que piso. Esa voz no existe. Esa voz es parte de esta pesadilla. Le advertí a los médicos que no me cambiaran la medicación. El llanto me comienza a brotar por las comisuras de los

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ojos. Respiro con dificultad. La muchacha me preguntó si no guardo rencor. No. No. No. No. Todos los días del mundo me niego a guardar rencor. Y pido perdón a Dios porque renace el rencor como mala yerba en alguna parte. Es que uno vio demasiados muertos. Yo no puedo olvidar… No puedo obviar… El 8 de Abril del 2002, llamé a S. para informarme de la salud de su padre, que estaba en las últimas. Me asistía el derecho de una amistad de más de tres décadas y de un amor, primero e inconcluso. Tuvimos la típica conversaciónsocial, que, típicamente, cayó en lo político. Era la primera huelga petrolera del Milenio, si mal no recuerdo. Él, empleado de La Industria, me dijo que no estaba en La Campiña por cobarde y acomodaticio. Lo consolé como pude. Me dijo, además, que Directiva del conflicto había renunciado y ya el Presidente tenía la renuncia. Por lo tanto, no era necesaria la Marcha del 11. Le comenté, de buena fe, que no debieran renunciar sin condiciones y garantías, porque tampoco era cuestión de perder lo obtenido en años. El 15 de Abril, lo llamé nuevamente, después de los sangrientos sucesos, para saber de su padre. Me respondió con normalidad. Al terminar la conversación, me pidió encarecidamente que no leyera un e-mail que me había enviado. Lo leí, por supuesto. No era sólo la agresión política, que hubiera podido justificar por la pasión. Eran las agresiones personales, los rencores acumulados y amargamente destilados. El pecho se me abrió en dos. Pocas veces he sentido un dolor tan intenso y tan injusto. Me ahogo.

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Me ahogo. Luego, otro día, yo escribí también algo terrible. ¿Qué importa? Era la guerra. Y nadie viene a sacarme de este sueño que no es un sueño, ni nada. Ni un recuerdo. No sucedió nada de esto. No puedo tener un Muro con Nombres en letras doradas. No quiero tenerlo. No. No. No.

Si la Marcha del 11 no era necesaria ¿por qué la permitieron?

Los muertos han sido despertados ¿dormiré yo? El mundo lucha contra los tiranos ¿me someteré yo? El fruto está maduro ¿me retardaré yo en cosechar? Cada día una trompeta resuena en mis oídos: Es el eco de mi corazón.

La enfermera entra. El ruido de la puerta me ayuda a despertar.

-¿Pasa algo? –No. Creo que cambió la medicina y ésta no me agrada. Efectos secundarios. Demasiada sed. No deja de ver el llanto en mis ojos y me pregunta si tuve pesadillas. No respondo. Me trae agua y le pido, además, jugo de naranja helado. La enfermera se alarma, porque siente el silbido en mis pulmones. Llama al médico de guardia, un joven agradable al que le gusta hablarme de religiones. Me examina y estoy agitada aún. –Tuvo pesadillas. –No. Me examina con mayor conciencia, como si temiera alguna complicación. -¿Fue la

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periodista la que la hizo alterar? –No. Fue el cambio de medicación. Ya he dicho que no me agrada que me cambien la medicina sin advertirme, digo. La voz del maldito me resuena en el oído, pero trato de calmarme. Quizá si me baño. Quizá si me quito esta ropa que huele a sangre seca. Quizá si no hubiera existido Enrique Sánchez. Quizá si no hubiera habido aquel estúpido intercambio de e-mails. Quizá si Maesanta fuera un mal sueño. Quizá si no hubiéramos caminado kilómetros, con una bandera al hombro, y no hubiéramos sentido el furor y el envejecimiento y la impotencia en cada tránsito del camino. Quizá si jamás hubiéramos vivido aquellas experiencias. Quizá si yo hubiera terminado mis días frente al Río, escribiendo. Quizá si la oración a Dios siempre fuera escuchada. El médico me coloca el tensiómetro. Percibo su preocupación. Trato de tranquilizarlo: -es normal, es normal: una pesadilla, la edad, el cansancio, la droga cambiada. La enfermera me trae una jarra entera de jugo de naranja helado. Bebo como si hubiera atravesado un desierto. -¿Recordó algo? ¿Soñó con algo?

Por primera vez, entiendo el daño de las ilusiones rotas. Yo tenía catorce o quince años, y era 1967, quizá. Me formé dentro de lo que restaba de la Juventud Comunista. Aprendí de ellos la estricta disciplina, la necesidad de terminar lo que se empezaba y mucho de Filosofía Griega, de Hegel, de Heidegger, de Kant, de Marx,

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de Engels, de Von Clausewitsz… Era una joven comunista modelo, salvo algunos actos anacrónicos y liberales. Creía que el comunismo era la salvación: cada uno trabaja según su capacidad y recibe según su necesidad ¿no veía acaso lo injusto de esta afirmación? No lo veía. Expuse mi vida. Aprovechando mi juventud y mi aspecto frágil, más de una vez me utilizaron en operaciones especiales. Un día, años después, vi al hombre que era mi contacto y era rico, dueño de una cadena de usuras. Y aún así, mi fe se conservó, con grietas. El Ché Guevara era mi santo patrono hasta que vi por INTERNET las listas de muertes que llevaban su firma. Reconocí o justifiqué la necesidad de tales muertes, pero mi corazón envejeció. Todo lo que he obtenido en esta vida lo he obtenido en libertad y democracia. La segunda vez que fui a Cuba vi un gran campo de concentración, parecido a los que había visto en Gaza, pero con mayor disimulo. Nada que ver con La Madre, de Gorka. Ni con Así se templó el acero. Castro gobernaba como un Rey Persa Antiguo, provisto del anillo de Giges, del Poder de Vida/Muerte y el de hacer monedas y negocios. Mientras, la miseria, el miedo, el disimulo, la mentira, entre aquellos hombres, que, lejos de ser comunistas eran esclavos. Y luego, cuando ingresamos en el Terror… Oh, Dios, escúchanos desde el Cielo, Tu Morada. Era indispensable que todo eso desapareciera para que sanáramos. Me expuse hasta el tuétano de mi conciencia. Pero de nada me arrepiento. Hice lo que tenía que hacer y pagué por ello… Nuestros descendientes irán salvándose poco a poco. El anillo de Giges se quebró. Y aún tuve que soportar el insulto brutal de que sugirieran que estaba inserta en este sistema. De parte de

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alguien que amé más que a mi vida. Silencio. Silencio. Silencio y Perdón. Yo también… tengo las manos salpicadas de sangre.

Hace tiempo aprendí a dosificar mis respuestas. Me levanto y me baño largamente con agua caliente. Echo a un rincón la ropa asquerosa de ese día y de esa pesadilla y me visto, me perfumo. La enfermera y el médico consultan sobre mi historia, porque se supone que es la hora de la medicina y quieren conciliar los químicos corporales. Por fin, se deciden por una vía. No me importa. Arreglan el suero. Arreglan la habitación, bajan la luz, me preguntan qué música prefiero. Albinoni, digo, mientras siento, qué, no un benzodiazepam cualquiera. Algo más fuerte, que me corre frío y después me sumerge en la cama mientras suena Albinoni, el primero de un concierto de Barrocos que no me gusta especialmente por su insistencia en Vivaldi.

Luego, de algún lugar, brota un arreglo coral de Albinoni. Pero no es ya la clínica, sino una ventana sobre el antiguo Colegio San José. Suavemente, después del Preludio, la voz de la soprano se eleva en la tarde soleada. Elevo los ojos hacia las montañas. Todo parece ordenarse alrededor de la música. La soprano canta bellamente por

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encima del teclado, y, de pronto, inesperado para mí, entra el coro. En este edificio hay un patio central y todo sonido, todo silencio, parece descender para elevarse luego como se eleva el alma después de abandonar el cuerpo. Allá abajo, hay un jardín que brilla de pequeñas flores mojadas por las regaderas automáticas. Espero algo. Lo sé. O, quizá, solamente lo intuyo. Pero no tengo claro qué es eso que espero, o intuyo. Hoy es uno de esos días en los que la presencia de Dios es negada al individuo, y, en cambio, intensamente prodigada al universo. Es necesario que esas cosas sucedan. Atosigamos a Dios con nuestras peticiones. En los momentos de desesperación, solicitamos arduamente su perdón, y éste nunca nos es negado. Pero ese perdón no nos exime del dolor y la sanción ¿Por qué habría de eximirnos Él, si el Hijo del Hombre sufrió, inocente como era, hasta más allá de sus fuerzas mortales? Me duele de pronto intensamente el hígado, como si de allí extrajera mi propia vitalidad. Escucho y no identifico el juego coral/piano que brota ahora. Estoy sola, como encerrada en una esfera de algún material traslúcido, transparente, pero sólido, que me aisla sin ensordecerme. Espero a Doris y Karvenis, dos aspirantes a escribir a los que transmito los secretos no tan secretos del oficio. Es viernes. La ciudad, afuera, está viva y comienza la rumba de los rumberos. Pero aquí, en el antiguo monasterio, la felicidad es muy sencilla de alcanzar.

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Otro día. Otra vez.

La mañana es hermosa y soleada. Pese a toda angustia, anoche dormí tranquila y sosegada y descansé finalmente de las agitaciones del día. Verifico que haya sido un solo lapso, una sola noche. Me aseo con cuidado, me peino, me visto con un pijama rosa y una bata, porque no deseo salir a los espacios de socialización hoy, y, por lo menos, sé que eso me lo respetarán. Así como respetarán que pase un tiempo sin recibir a nadie, salvo a mi hija. Sin responder llamadas telefónicas.

Abro la Biblia, al azar: textos subrayados en azul me resaltan al ojo:

Si oyes hoy su voz No endurezcas tu corazón Como en la provocación Si oyes hoy su voz No endurezcas tu corazón Como en la provocación. En el día De la tentación en el desierto. Si oyes hoy su voz No endurezcas tu corazón.

Porque el que ha entrado en su reposo También ha reposado de sus obras. Porque la palabra de Dios es viva y eficaz Y más cortante que toda espada de dos filos Y penetra hasta partir el alma y el espíritu, Las coyunturas y los tuétanos, Y discierne los pensamientos Y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia Antes bien, todas las cosas quedan desnudas y abiertas A los ojos de Aquél a quien tenemos que dar cuenta. (Hebreos 3 y 4)

The end es near?

En cualquier viaje que conduzca al verdadero hogar, aunque de cuando en cuando un retroceda para recapitular, o para medir las distancias, o para verificar los mapas, o para consultar, bien la brújula, o el sextante, o el curso de las estrellas desnudo, jamás retrocedemos sólo para retroceder.

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199 [Es posible suponer que este relato autobiográfico comienza a escribirse en el pabellón de una clínica psiquiátrica privada, aislada en algún lugar del mundo. Un sitio de protección y refugio. Un sitio de restauración. Supongamos que quien escribe sufre algún tipo de disociación de personalidad. Supongamos que es medicada cada cuatro, o seis horas, por pulcras enfermeras vestidas de azul claro, para reforzar la confianza. Las medicaciones psicotrópicas, ya se sabe, tienden a producir esos estadios que fluctúan entre la somnolencia y la pérdida de contacto con la realidad real y verdadera.

Supongamos que la realidad real y verdadera existe, cosa que no ha sido probada, y que es motivo de dudas desde los griegos. Pues es posible que las civilizaciones orientales, o sus pensadores más antiguos, no se preocuparan de asuntos tan banales como lo real o la verdad. Supongamos que este lugar es el refugio ideal para quien escribe, ya totalmente desadaptada de su sociedad, abrumada por las circunstancias más dolorosas y traumáticas de una guerra cuyos ecos resuenan aún.

Supongamos que éste es el texto autobiográfico de una moribunda. Y sólo así se explicarán los pasos que habrá entre el recuerdo como ella lo querrá ver y el hecho histórico tal y como otros habrán de dar sus versiones, al

verse aludidos. Supongamos que esta mujer (porque ya sabemos que es una mujer) habrá sido protagonista de eventos que cambiaron el curso de la vida de otras personas. Supongamos que hizo mucho daño y también ella sufrió daño, pues, en su aceleramiento, fue una especie de guerrera medieval. No Juana de Arco y sus voces y su hoguera, sino algo menos heroico, menos trágico, más bien dramático. Supongamos que ella, simplemente, lo hizo a su manera.

Como a su manera escribirá la autobiografía, jugando con los planos y con los recursos que pone en sus manos la tecnología digital, aunque, por supuesto, al tratarse de un ejercicio de escritura (eso, primordialmente) y de que su voz es la voz de una paciente psiquiátrica, no empleará otros elementos que le gustaría emplear. Como los hipervínculos, por ejemplo. O las animaciones. Pero, en fin, es preciso conformarse si uno quiere contar una historia personal, absolutamente intrascendente para el curso total de la humana existencia. Y hacerlo desde este discurso que ya de por sí viene desacreditado: desacreditado de origen, lo que nos deja el sabor molesto de no saber si las cosas que se narran, o se narrarán, son virtuales, imaginarias, parte del delirio psicótico disociativo, de las drogas que la mantienen prisionera en ese limbo que tan bien refleja el fondo del enorme reloj de sol, adminículo ya en desuso, porque es lo que corresponde pensar con el deseo de dejar un testimonio de lo vivido cuando ya lo vivido es sólo memoria o interpretación de la memoria. Y hay cosas que no escribo, que no menciono:

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la noche de Febrero en que Enrique El Príncipe buscó el aire tres veces, poniendo de relieve la belleza de su perfil, pálido bajo la luz, antes de morir entre mis brazos, dejándome más desamparada que nunca antes… Él, que decía, si nos hubiéramos encontrado treinta años antes… y hablaba de toda clase de magníficas ilusiones]

[Desde que terminó Mayo, el clima se ha vuelto inestable. A veces, el sol se refleja bellamente sobre los picos nevados, al amanecer. Y todo el mundo augura una mañana preciosa para caminar por los jardines o para leer bajo uno de los kioscos. De pronto, se levanta una brisa latigueante, húmeda y fría, que no llega a ser ni helada, ni llovizna. Y así puede transcurrir todo el día. Algunos han hablado de la alineación de los planetas. O del eclipse de Venus. O de un solsticio difícil. Es Junio. Me gustaría visitar descalza los bosques druídicos, en plena neblina, y ver las fantasmales figuras vestidas de blanco. Me gustaría volver a ver el cielo escandalosamente estrellado de Annagmakerrig. El clima genera muchas inquietudes en este sitio de reclusión. Personalmente, me he sentido ansiosa y deprimida a la vez. Pero he visto y he escuchado sollozos, llantos acallados y hasta rumor de oraciones dichas con un fervor febril. Salgo poco de la habitación, salvo para cumplir el ritual mañanero del pesaje y la medición de la tensión arterial, que sirve, además, para comprobar nuestra pulcritud. Desayuno con el resto de los habitantes, un poco para seguir haciendo concesiones a la liturgia de este

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lugar. Pero luego me puedo encerrar a realizar tareas que no puedo calificar más que de neuróticas: hice respaldos a mi Disco Duro y envié a mi hija una caja con los respaldos. He estado leyendo la Imitación de Cristo, que es un libro excelente, y volví a sentir el deseo de escribir una novela por la que he estado investigando unos siete años. Así, que me pongo a revisar mapas. A pesar de todo, de los medicamentos y del gimnasio, una tarde desperté con inmensos deseos de morir. Rogué a Dios con toda mi fe. Me arrodillé humildemente sobre el piso. Oh, sí: el descanso, la muerte, el olvido total. Y supongo que debe quedar claro que no tengo intenciones de suicidarme. Llamé a mi hija, pero me respondió la máquina receptora de mensajes. Entonces, continué leyendo. Luego, la luz se fue por alguna falla técnica y pusieron las blancas lamparitas de emergencia, que parecen pequeños y antiguos faroles pegados a las paredes. Como a las ocho de la noche vino a verme el médico de guardia. Uno nuevo, pequeño, joven, calvo, blanco, como un enorme bebé. Supongo que en alguna parte, una máquina le informó que algo fallaba en mi organismo, porque ni son horas de visita, ni él conoce mi caso. Claro que en estos tiempos de globalización, hasta conferencias internéticas hacen sobre los pacientes, hasta operaciones a distancia, reflejadas en pantallas planas. Pero algunos médicos siguen sosteniendo sus costumbres, como una puesta en escena, especialmente ante los pacientes viejos, como yo. No quise mentirle sobre cómo me sentía. O no tuve valor.

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Me preguntó si extrañaba a alguien, algo. No respondí. Dentro de unos años, él será también viejo y entenderá lo absurdo de su pregunta. Se extrañaría si le hablara de la hoguera, la juventud, la libertad, el sentimiento de ser dueño de cometer actos inútiles e irresponsables, aunque haya que pagar por ellos. No quise decirle eso, porque lo irá develando día tras día. Me examinó con un poco más de cuidado. Llamó a la enfermera y me mandó a instalar un monitor, una vía. Otra. Pero aún no me instalan el suero. Parece desconcertado. Mira una y otra vez la historia ¿Y si es el día y la hora? Estoy habituada y no me importa. Una vez colocada, revisó la piel de mi espalda, escuchó el sonido de mis pulmones y el de mi corazón: diástole/sístole. La enfermera me arregló el pelo en un inusual gesto de ternura y me recostó de las almohadas. ¿Qué será esta vez? Fluralema de 30 mg, respondió el médico y dos de fluoxetina de 20 mg. Fue muy veloz mi ingreso al sueño. Como si fuera en una nave espacial de las de Día de la Independencia.

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De pronto, todo estaba bañado de sol y era un paisaje que no conocía, pero por el cual viajaba a toda velocidad: agrestes acantilados de parte y parte. De cuando en cuando, se veían un mar violeta. No sé cuánto habrá pasado. De pronto, estaba con mi tío Manuel en el Mirador, y me dio a probar los helados de chocolate. En el centro del Mirador había un obelisco de colores. Era una tarde y el cielo se había teñido de esos preciosos colores. Cielo de oro derretido de Angostura, cayendo gota a gota sobre el Río mientras las aves fluviales buscan sus refugios nocturnos. Al lado del Mirador, había un pequeño parque infantil y fuimos a ver el carrousel: pasó mi madrina Mercedes, jineteando un caballo blanco y diciéndome adiós, con su más bella sonrisa. Pasó Isabel, mi niñera, haciéndome señas con un cuaderno para indicarme que ya sabía leer, después de que tantas tardes dedicamos a ese menester. Pasó Martínez Barrios, vestido con un elegante traje azul de cashimir, una camisa blanca y una corbata roja, sentado justo al lado del doctor Tejera, que cabalgaba un hipopótamo. Pasó Tota, con uno de sus más hermosos sombreros, y con ella iban, en distintas cabalgaduras, Erika Salom e Iris Aray. Pasó Silvestre a los dieciocho años, en el día de su graduación de bachiller, cuando soñaba ser veterinario. Pasó Nalúa, cargando a sus dos hijos pequeñitos, como ella, y llevando un resplandor de selva en sus cabellos. Pasó María Consuelo, con su prístina belleza y su serenidad, diciéndome adiós con la mano más gentil del universo. Pasaron Pedro y Enrique, pero no estaban muy complacidos, porque montaban elefantes rosa. Pasaron mis cinco hijos, montando potrillos marrones y

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manoteándose entre sí, como cachorros de tigre que eran. El cabello de Atahualpa tenía el brillo de los hilos de oro. Pasó Abel Silva, acompañando al viejo Telmo Almada, para que no se cayera del unicornio. Y pasó Nehemías Bejas, sonriendo sin sonreír en verdad. Y mi prima Ivette, comedida y cabalgando de lado, para no desahacer los pliegues de su falda. Pasó Salomón, el niño del Poeta, tan serio y severo como un pequeño sabio. Pasaron Jesús Alexis y el Rockero, montados en sendas jirafas, discutiendo con Lourdes Maestracci sobre la Bienal, cabalgando el asnito de Sancho Panza. Pasó Héctor Malavé, con una seriedad inconmensurable, cabalgando un pollino negro. Pasó José Hurtado, cabalgando un cerdito azul, con Nico a sus espaldas, y riendo como locos. Pasó mi madre y era joven y reía como nunca la vi reír. Y más atrás, mi padre, vestido con su traje kaki de labor y con su sombrero de paja blanca, cabalgando un alazán. Pasó Alimey, cabalgando un león alado, con su resplandeciente belleza. Pasó Juan Guerrero, vestido con una túnica blanca y cabalgando un corcel negro a punto de encabritarse. Y pasaron Néstor y Héctor, vestidos como guerreros aqueos. Y pasó Abraham, con su porte erguido, mirando hacia el sol de Alejandría. Y pasaron Ricardo y Arquímedes, y Liliana, y Eduardo, y Alessandra y Ana Teresa. Pasaron don Mauro y doña Mercedes, cabalgando una calesita. Él con su seriedad absoluta, sombreada por el borsalino Grand President 7, y ella, con esa dulzura de unos ojos que eran como noches o como lagos. Y pasó, erguido y elegante, montado en su corcel, Gregorio, el Príncipe Enrique, cabalgando al lado de Gianni y de Gerardo y del Joe. Y

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pasaron las mellizas, tan niñas y tan distintas que casi no las reconocí. Y pasó Gloria, con un traje largo y blanco, con lunares negros, diciéndome adiós melancólicamente. Era un carrousel interminable que circulaba al son de la Danza de las Horas. Y mi tío Manuel no dejaba que me soltara de su mano, por temor a que me perdiera entre la multitud. Y recordé la noche cuando, después de su muerte, vino a jugarse con los dedos de mis pies y a decirme adiós, para que no llorara más por él.

De pronto, el paisaje cambia abruptamente. Y es en negro y rojo. Estoy tirada de bruces sobre el fango. Aprieto contra el pecho un fusil. Una multitud semisalvaje danza, ebria y vociferante, alrededor de una hoguera. Cierro los ojos un instante. Recuerdo las instrucciones. Estábamos evitando en lo posible enviar a los jóvenes a las batallas. Conservábamos Colmenas para cuando el sol resplandeciera otra vez. Pero los adversarios iban con sus jóvenes y sus niños. Nos era preciso pasar. Esfuérzate y sé valiente. Nos era preciso derribar murallas y pasar por encima de los cadáveres de los niños muertos. Miro por el visor. Un rostro conocido, o creo que es conocido. Es más fácil matar si no ves el rostro. El rostro es como una cabeza flotante en el delirio de una fiebre. Volarle la cabeza, claro. Volar aquella cabeza, pero sin odio, limpiamente. Porque las guerras que se pelean con odio se enquistan en el espíritu. Aspiro el aire húmedo y disparo. Una sola vez. La mujer, pues tal era, se derrumba sobre las brasas. A ese disparo siguen otros otros otros otros

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207 ¿Qué o quiénes nos arrastraron a esta guerra?¿Por qué tuvimos que vivirla?¿Fuimos piezas del Gran Ajedrez de las Potencias?¿Nos llevaron a la exacerbación los actos de idiotismo del Tirano?¿Él miraba por la ventana y obliteraba el desastre de la propia casa. Andaba por el mundo, con su cohorte de fantasmas y esqueletos a cuestas, regalando el dinero a manos llenas, dinero que manaba de las ubres de esta, su patria. Niños desnutridos. Montañas de escombros y basura. Mujeres que parían en las aceras, o bajo los puentes. Rebaños de niños que atacaban a cualquiera en el que vieran la posibilidad de obtener la más insignificante ganancia. Adictos desesperados en las esquinas. Hombres que se suicidaban por desilusión o agotamiento. La amenaza flotante de devastación, que era como una calina corrosiva del espíritu. Hordas sin concierto, con los pies apenas si atados con trapos sucios, buscando qué rapiñar, cómo vengarse de qué.

¿Y porqué ella no hizo lo que tenía que hacer en su momento?

Quizá porque supo que el remedio Médicis no era, ni con mucho, la solución. Porque en una visión excepcional, ella vio cómo del cadáver del Tirano, hecho de barro seco y agrietado, salían millares de criaturas babosas: ratas, todas con la faz del Tirano. Entonces, ella

comprendió cuán inútil era, pues el riesgo del acto implicaba inexorablemente la multiplicación del horror. Además, ¿violar por odio un mandamiento? ¿no era eso dejar caer el decálogo entero por el efecto dominó?

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Abro los ojos y veo salir de mi habitación un monje encapuchado ¿A qué viene, a esta hora? ¿Buscando una confesión que no haré? Él me bañó con su sangre, me empapó con su sangre, me inundó con su sangre. Con su sangre me ha lavado/ Con su Poder me ha restaurado/ El cadáver de Enrique Sánchez cae sobre mí y sobre el asfalto caliente mientras los disparos y los cohetones resuenan desde el Puente. El llanto me vuelve a mojar los ojos. Pero ya. Ya no. Nomás amarguras. Siento que mi cuerpo se afloja lentamente. El Señor es mi Pastor, nada me faltará, porque en Su Casa he de vivir durante largos, largos días. No creo en confesiones hechas a hombres como yo, con las mismas responsabilidades y las mismas huidas. Te reprendo, Monje. Vade Retro. Me baña la sangre derramada. Me limpia la sangre derramada.

Y sí. Fallé. No lo hice ¿Y qué?

Matar o no matar: ésa era la cuestión ¿Hubo un elemento moral en el asunto? ¿Compasión? ¿Tuve miedo? No. A todas esas preguntas, no. Quizá no estaba plenamente convencida de que aquella estatua con

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los pies de barro y de hierro forjado caería por una fuerza distinta a la del veneno o el puñal, o lo que fuera.

Hice lo que pude, lo que quise. Fui soldado en la batalla. Pero lo hice a mi manera. Sumérgeme, Señor, en el Río que brota de Tu Trono. Dame de comer de las hojas del Árbol de la Vida y deja caer muchas sobre mi ciudad, mi región, mi país, pues Tu Palabra dice que es para sanidad de las naciones. Ahora ¿me llevarás, oh, Señor, al sitio donde los strilleros esperan mi regreso? Ya no te sirvo de mucho, oh, Señor, pero hágase tu perfecta voluntad. Y no la mía.

¿Qué hora…? El reloj, luz verde, me indica las 3:57 am

De súbito, entran veloces el médico y dos enfermeras. Ah, de la tecnología… ¿Percibieron sus lejanos aparatos algún descontrol en un organismo de por sí descontrolado? Estoy dormida, creo, pero los siento moverse alrededor, o quizá no estoy dormida, los siento traer equipos rodantes, colocarme electrodos. No siento frío, ni calor, ni nada. El cuerpo está como negado a las sensaciones: este cuerpo que fue tan gozoso en sus misterios, tan glorioso, tan doloroso. Escucho las voces, pero no entiendo absolutamente nada. El

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Señor es TU pastor, me dice alguien al oído. Y eso lo he sabido siempre. Recibo en los brazos a mi hija y le doy de mamar el calostro sagrado. Tomo la mano descarnada de mi madre, suplicante en su último momento. Río, bañándome en el medio del Río, en Abril. Y el agua es tibia. Me sacuden explosiones y chispazos que recibo apenas sin moverme. Me inyectan en las vías conectadas a venas que semejan estar inertes, masajean mi pecho. Lo sé. Mas no lo percibo. Una luz extraña pasa suavemente sobre mí. Nada duele. Nada duele. ¿Te arrepientes de algo? He cometido mis actos y los llevaré sobre mí, como el vadeador pasa a los viajeros. Si lo hubieras matado ¿se hubiera evitado la guerra y la sangre y el dolor y la mutilación? Quién lo sabe… Nada Te faltará, Él Te guía por sendas luminosas y junto a aguas tranquilas te hace descansar. Dejo de escuchar el rumor de la climatización artificial. Abro los ojos y la cara de la enfermera está sobre mí, preguntándome algo que no logro escuchar, ni entender, ni descifrar, ni responder. Aunque cruces por valle de sombra de muerte no temerás, porque MI vara y MI cayado están contigo. Pero otro lo mató, pienso y aún así, las ratas devoraron lo devorable y fue como un ensayo del Armagedón. Siento un sueño suave, ligero y azul. El Kike, vestido con un jean nuevo y una camisa amarilla, se sienta sobre mi cama y me mira, con una sonrisa suave: -Mi cielo lindo, dice…Estoy bien. La enfermera sigue hablándome. Cierro los ojos, porque me vence la pesadez del sueño en azul. Hay una paz increíble. Magnífica. Los siento moverse alrededor como avispas, vuelan ellos o yo. O ambos. O todos. Colocan sobre mi pecho una crema y dos

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planchas eléctricas. Siento cómo mi pecho se eleva: una, dos, tres, cuatro veces. Una Dos Tres Cuatro. RCP. Epinefrina. No. No. No. Kike, no, no, no, no me hagas esto, grité bajo el cielo de la noche estrelladísima, en la soledad de la finca de Clarines y casi enseguida llegaron los paramédicos. Siento manos que me sacuden, me masajean. Pero no escucho nada. Burbuja azul. Ya lleva más de cinco minutos, dice una voz lejanísima. Al final del túnel que se abre justo ahora, hay aderezada una mesa de banquete y siluetas que jubilosamente esperan. ¿Por qué no? ¿Por qué no pensar en el Paraíso, a pesar de todo? Por Su Amor fui restaurada. Por Su Pasión, fui rescatada. Te amo, Amigo, Amigo que siempre estuviste conmigo, inclusive cuando

Una neblina cubre mis ojos cerrados, mas mi cerebro percibe que voy llegando al final del túnel y hay una luz desgarradoramente blanca. No percibo bien los rostros. Manos me saludan. Manos me reciben. Alguien me abraza. Abrazos. Estoy aturdida. Miro hacia abajo y veo los médicos y las enfermeras rodeando un cuerpo cascarón vacío. Como una barca abandonada a orillas de un lago. Annagmakerrig, recuerdo. Los perros, el bosque. Recuerdo la rosa blanca de los amores inmortales. ¿Quién atenderá los partos de la Malta, una perra tan delicada?¿Quién recogerá mis papeles?¿Quién vaciará mis bolsillos?¿Quién dispondrá mis exequias en la fosa que me espera allá, en la Cuenca del Unare, preparada ya? No pienso en nada más. Supongo que ahora vendrá la liquidación de cuentas… Y vendrá la revisión en la Base de Datos: ¿está ésta en la Base de Datos, en el

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Libro de la Vida? Su nombre está escrito, en letras de oro, pero… Por lo que viene y por lo que se queda. Porque lo que sufrimos se ha perdido y en lo gozado ayer, hay una pérdida. Distingo a mi padre entre la multitud. ¡Mi padre! Cuánto lo amé.

Asístole.

Hora de la muerte: 4:52 am Fecha: 07/Junio/2015 Causa: Paro cardíaco Medicaciones aplicadas: xxxxxxxxxxxxxx

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Médico que certifica la defunción: Rafael Navas

214 Personal que participó en el tratamiento:xxxxxxxxxx Firmas ilegibles.

La enfermera lloraba suavemente… Tantos años…

Hay que avisarle a la familia. Yo me encargo.

Entre dos mundos, la vida está suspendida Como una estrella Entre la noche y la aurora, en el filo del horizonte ¡Qué poco sabemos de lo que somos! ¡Y cuánto menos de lo que seremos! El eterno oleaje del tiempo Y del devenir, se mueve y se lleva lejos Nuestras burbujas: las viejas estallan y las nuevas Emergen Rompiéndose contra la espuma de las edades Mientras los sepulcros de los Imperios Suben y bajan como olas pasajeras.

Ah, Byron: dicen que tus ojos estaban hechos para la luz. Dicen que cuando amabas, lo hacías de verdad. Tu coraje fue legendario y siempre estuviste presto para servir a las causas perdidas. Tal vez no tuviste la calidad espiritual de Keats, ni la dulzura del temperamento de Shelley, y en cambio,

poseíste una simplicidad, llena a la vez de candidez y de sarcasmo. Viviste con pasión. Fuiste:

Aquél que arrojó encantamiento sobre la pasión y de quien manaba una elocuencia irresistible… Y supiste hacer bella la locura Y extendiste sobre tus actos errados Un inenarrable color celestial.

¿Fui digna de tu sangre, Poeta? ¿Fui digna de la estirpe que me legaste? ¿Y qué importa eso ahora?

Porque un hombre es lo que él consiguió Y si no fue por sí mismo Entonces nada consiguió

Tiene razón Homero: lo importante es el viaje.

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Primera escritura: El Tigre, Enero del 2003 Mérida, Junio del 2004 Segunda escritura: El Tigre, Noviembre del 2005 Tercera escritura: El Tigre, Diciembre del 2005 El Tigre, Enero del 2006 Cuarta escritura: El Tigre, 07 de Febrero del año 2006 El Tigre, 27 de Mayo del 2006 Clarines, Abril del 2007 El Tigre, 21 de Octubre del 2007 Nihil obstat

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